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- LA ARANA Y LA ABEJA: HACIA UNA CRITICA DE LA IDEOLOGIA POSMODERNA J. G. Merquior L a etiqueta posmoderna se ha aplicado por lo menos a tres cosas: (a) un estilo o una rma de estar naci- do del agotamiento de -y el desconten- to con- la modernidad en arte y literatura; (b) una corriente de la filosoa ancesa, o, de rma más específica, de la teoría posestruc- turalista; (c) la época cultural más reciente en Occi- dente. Parece constitutivo de (b) la afirmación de (c). Pero cuanto más nos movemos del sentido (a) a los sentidos (b) y (c), tantos más problemas con- ceptuales se suscitan: un montón de cuestiones solicitan nuestra atención con la descripción y evaluación del arte y pensamiento posmoder- nos. Intentemos exponer con sencillez algunas de ellas. El concepto de una línea posmoderna en his- toria del arte -que e donde primero aparecla etiqueta, mayormente en contacto con la ar- quitectura- surge de la pretensión de que hay direncias esenciales entre varios movimientos y obras contemporáneas y las intenciones y lo- gros de las vanguardias modernas de principios de siglo. Sin embargo, el arte posmoderno pue- de ser cualquier cosa excepto unirme. Chris- topher Butler ve sensatamente en ello una dia- léctica entre superorganización y desorden deli- berado: en literatura se correspondería con los vástagos de Finnegans ke e.nentados a los descendientes del Pound de los Cantos. La verdad es que veo más clara su oposición que su mediación dialéctica. Hoy por hoy, pare- ce haber dos programas principales dentro de la estética posmodea. Por una parte, se pone un especial énsis en la estructura. Octavio Paz [Los hijos del limo] ve a la poética estructuralista como alimentando uno de los dos grandes prin- cipios que animan el arte occidental desde el Romanticismo, el más importante, el principio de la analogía (directamente enentado al análi- sis, el espíritu de la ciencia y la principal corrien- te del pensamiento moderno); y el otro princi- pio es el de la constante ironía, esa implacable autolamentación que dicta el desasosiego de una conciencia trascendental: la marca ustica en la mente del hombre moderno. Según Paz, el arte estructuralista acoge la analogía y rechaza la ironía: se presta a transrmaciones rmales y 2 de contenido indefinidas que nunca pueden ser reridas a un punto de vista trascendental o a la autoridad del yo. La literatura de la «muerte del autor» puede que sea su ilustración más conoci- da, a partir del nouveau roman. Por otra parte, hay muchas tendencias posmo- dernas que hacen hincapié más en el azar que en la estructura, como sucede en la música de Cage, los textos de Burroughs, el Living Thea- tre, etc. En este caso, la oposición principal sería entre la búsqueda moderna de la forma nueva y la irreenable tendencia posmoderna por la an- torma. Ya han pasado casi quince años desde que Ihab Hassan escribiera una obra maestra de nebulosidad conceptual sobre «la rma dimi- nada» de la «literatura de la desmembración», mezclando Broch y Céline, Irish Murdoch y Günter Grass, Edward Albee y Jerzy Grotowski, así como los entonces nuevos novelistas ameri- canos del absurdo (Pynchon, Heller, Brautigan y Barthelme), sin olvidar citar el sacrosanto nom- bre de Duchamp. Podríamos resumir la diren- cia global diciendo que la estética posmoderna permite dos autodefiniciones, una estructuralis- ta y otra neodadaísta. Y sin embargo, ül arte posmodeo es verda- deramente tan distinto del arte modeo? ... Algu- nos críticos sostienen que marca un alejamiento de la combinación moderna entre la aguda serie- dad y los ideales de coherencia rmal. Sin em- bargo, maestros modernos como Gide y Picasso, Klee o Musil desacralizaron el arte y destichi- zaron la rma hace mucho tiempo. Mucha de la moderna literatura instituyó una perspectiva grotesca y una voluntad parodística en vez del pathos y las elevadas miras de las obras románti- cas y victorianas: pienso en Svevo, Bulgakov o Gombrowicz por comparación con Tolstoi, Har- dy o Fontane. Como hacía notar uno de los ana- listas más sagaces del ethos moderno, Ortega y Gasset l arte deshumanizado, 1925], la prima- cía de lo lúdico constituía la línea divisoria entre la cultura estética moderna y la del siglo XIX (Romanticismo y Decadentismo). Tomemos otros aspectos clave: la posmoder- nidad, al menos bajo su rúbrica neodadá, idola- tra un horizonte «más allá de la imagen». Desca- balga la estética de lo artístico. Lo importante son los acontecimientos, no las obras. El arte conceptual no necesita de obras de arte: «el ca- tálogo es la exposición». Como ya indiqué, el es- pectro de Duchamp ronda el posmodernismo. Pero lera Duchamp una rareza dentro de la mo- derna vanguardia? En cualquier caso, la idea de un arte mental no e monopolio dadaísta. Wo- rringer -teórico expresionista, si los hubo- la reclamaba como parte de las modernas artes vi- suales en su conjunto. De nuevo, la ontera en- tre moderno y posmoderno se dimina. En consecuencia, no hay mucha solución de continuidad entre las actitudes modernas y pos- modernas ente al arte. lQué se puede decir de sus respectivas visiones del mundo? La mente

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LA ARANA Y LA ABEJA:

HACIA UNA CRITICA

DE LA IDEOLOGIA

POSMODERNA

J. G. Merquior

La etiqueta posmoderna se ha aplicado por lo menos a tres cosas: (a) un estilo o una forma de estar naci­do del agotamiento de -y el desconten­

to con- la modernidad en arte y literatura; (b) una corriente de la filosofía francesa, o,

de forma más específica, de la teoría posestruc­turalista;

(c) la época cultural más reciente en Occi­dente.

Parece constitutivo de (b) la afirmación de (c). Pero cuanto más nos movemos del sentido (a) a los sentidos (b) y (c), tantos más problemas con­ceptuales se suscitan: un montón de cuestiones solicitan nuestra atención con la descripción y evaluación del arte y pensamiento posmoder­nos. Intentemos exponer con sencillez algunas de ellas.

El concepto de una línea posmoderna en his­toria del arte -que fue donde primero apareció la etiqueta, mayormente en contacto con la ar­quitectura- surge de la pretensión de que hay diferencias esenciales entre varios movimientos y obras contemporáneas y las intenciones y lo­gros de las vanguardias modernas de principios de siglo. Sin embargo, el arte posmoderno pue­de ser cualquier cosa excepto uniforme. Chris­topher Butler ve sensatamente en ello una dia­léctica entre superorganización y desorden deli­berado: en literatura se correspondería con los vástagos de Finnegans Wake e.nfrentados a los descendientes del Pound de los Cantos.

La verdad es que veo más clara su oposición que su mediación dialéctica. Hoy por hoy, pare­ce haber dos programas principales dentro de la estética posmoderna. Por una parte, se pone un especial énfasis en la estructura. Octavio Paz [Los hijos del limo] ve a la poética estructuralista como alimentando uno de los dos grandes prin­cipios que animan el arte occidental desde el Romanticismo, el más importante, el principio de la analogía (directamente enfrentado al análi­sis, el espíritu de la ciencia y la principal corrien­te del pensamiento moderno); y el otro princi­pio es el de la constante ironía, esa implacable autolamentación que dicta el desasosiego de una conciencia trascendental: la marca fáustica en la mente del hombre moderno. Según Paz, el arte estructuralista acoge la analogía y rechaza la ironía: se presta a transformaciones formales y

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de contenido indefinidas que nunca pueden ser referidas a un punto de vista trascendental o a la autoridad del yo. La literatura de la «muerte del autor» puede que sea su ilustración más conoci­da, a partir del nouveau roman.

Por otra parte, hay muchas tendencias posmo­dernas que hacen hincapié más en el azar que en la estructura, como sucede en la música de Cage, los textos de Burroughs, el Living Thea­tre, etc. En este caso, la oposición principal sería entre la búsqueda moderna de la forma nueva y la irrefrenable tendencia posmoderna por la an­tiforma. Y a han pasado casi quince años desde que Ihab Hassan escribiera una obra maestra de nebulosidad conceptual sobre «la forma difumi­nada» de la «literatura de la desmembración», mezclando Broch y Céline, Irish Murdoch y Günter Grass, Edward Albee y Jerzy Grotowski, así como los entonces nuevos novelistas ameri­canos del absurdo (Pynchon, Heller, Brautigan y Barthelme), sin olvidar citar el sacrosanto nom­bre de Duchamp. Podríamos resumir la diferen­cia global diciendo que la estética posmoderna permite dos autodefiniciones, una estructuralis­ta y otra neodadaísta.

Y sin embargo, ül arte posmoderno es verda­deramente tan distinto del arte moderno? ... Algu­nos críticos sostienen que marca un alejamiento de la combinación moderna entre la aguda serie­dad y los ideales de coherencia formal. Sin em­bargo, maestros modernos como Gide y Picasso, Klee o Musil desacralizaron el arte y desfetichi­zaron la forma hace mucho tiempo. Mucha de la moderna literatura instituyó una perspectiva grotesca y una voluntad parodística en vez del pathos y las elevadas miras de las obras románti­cas y victorianas: pienso en Svevo, Bulgakov o Gombrowicz por comparación con Tolstoi, Har­dy o Fontane. Como hacía notar uno de los ana­listas más sagaces del ethos moderno, Ortega y Gasset [El arte deshumanizado, 1925], la prima­cía de lo lúdico constituía la línea divisoria entre la cultura estética moderna y la del siglo XIX (Romanticismo y Decadentismo).

Tomemos otros aspectos clave: la posmoder­nidad, al menos bajo su rúbrica neodadá, idola­tra un horizonte «más allá de la imagen». Desca­balga la estética de lo artístico. Lo importante son los acontecimientos, no las obras. El arte conceptual no necesita de obras de arte: «el ca­tálogo es la exposición». Como ya indiqué, el es­pectro de Duchamp ronda el posmodernismo. Pero lera Duchamp una rareza dentro de la mo­derna vanguardia? En cualquier caso, la idea de un arte mental no fue monopolio dadaísta. Wo­rringer -teórico expresionista, si los hubo- la reclamaba como parte de las modernas artes vi­suales en su conjunto. De nuevo, la frontera en­tre moderno y posmoderno se difumina.

En consecuencia, no hay mucha solución de continuidad entre las actitudes modernas y pos­modernas frente al arte. lQué se puede decir de sus respectivas visiones del mundo? La mente

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Rritania _____ ____,.��

moderna, escribió Cyril Connolly [The Modern Movement, 1965], fue una mezcla de rasgos ilus­trados y románticos: combinaba el escepticismo de los primeros con la intensidad apasionada y la desazón profunda del Romanticismo. La críti­ca artística, lo mismo que la literaria, han tenido que admitir que el punto de vista moderno exa­cerbaba el espíritu contestatario, el ímpetu con­tracultura! de la tradición romántica: hablan del modernismo como un arte de protesta (Rerbert Read) entregado a una total, salvaje ruptura co­mo la cultura ambiental (Trilling). El Modernis­mo, en este sentido, fue Romanticismo más venganza. En tanto que las primeras oleadas es­tilísticas desde el Romanticismo eran más mo­deradas en cuanto a su rechazo de la cultura moderna, el Modernismo declaró la guerra a la modernidad. Redujo las artes a la función que Lukács acordaba a la novela: la búsqueda cons­tante de valores en una sociedad (supuestamen­te) sin ellos.

Fue la intransigencia de esta actitud de recha­zo cultural lo que llevó a la vanguardia a un con­cepto purista de las artes. Cuando Loos privó a la arquitectura de ornamentación, Shoenberg purgó a la música del cromatismo wagneriano, Kandinsky libró a la pintura de los valores escul­turales, Brancusi buscó una escultura desprovis­ta de la pictoricidad de Rodin y el movimiento de la poésie pure dramatizaba la diferencia entre verso y expresión, bajo todo este purismo latía un puritanismo: el ardor de una indignación moral contra la cultura burguesa. Pero el quid de la cuestión, a lo largo de dos siglos, radica en que la producción estética avanzada ha sido un arte «a la contra». Esto limita de forma decisiva las famosas antítesis de Eliot entre moderno y romántico basándose en una oposición entre impersonalidad y subjetivismo. Tanto el Axel's Castle de Edmund Wilson como la Romantic Image de Frank Kermode, han puesto al descu­bierto afinidades esenciales entre la estética ro­mántica y la moderna.

TARDO MODERNISMO Y PROGRESO

SOCIAL

Ahora, en el caso del tardo Modernismo, ese vigoroso elemento de Kulturkritik acababa vién­dose especificado en un código de valores a me­nudo reñido con el progreso social. A diferencia de los románticos, desde Shelley a Reine y Ru­go, o posrománticos como Ibsen y Zola, muchos · modernistas eran libertarios en arte pero decla­radamente reaccionarios en lo social. Malamen­te podríamos estar en desacuerdo con John Gross (en su libro sobre Joyce): el temple de­mocrático del Ulysses de ningún modo era carac­terístico de la ficción tardo modernista. Pero, política aparte, el componente intolerante tam­bién era visible en otros aspectos más generales

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de la visión del mundo modernista. Por ejem­plo, el modernismo, en general, intensificó las pretensiones románticas del arte como un reci­piente de las más elevadas verdades: algo mu­cho más allá de la clara reivindicación de la per­tenencia cognitiva del arte, que el cientifismo niega. Los intelectuales victorianos progresistas, como, por ejemplo, John Mill, detectaron el im­perialismo epistemológico de la teoría estética alemana, la doctrina del Arte como Visión. Pero eruditos humanistas, como Matthew Arnold, advirtieron que la poesía estaba casi a punto de reemplazar a la religión como fuente de creencia y moralidad. Y a no bastaba con saber poesía: era necesario saber desde la poesía. No tiene nada de extraño, pues, que, desde Mallarmé hasta Y eats, lo mismo que desde Rermann Resse has­ta Ernesto Sábato, la literatura culta se haya convertido en una fragua gnóstica que forja ver­dades tan elevadas como arcanas para una hu­manidad ciega. La casta literaria no deja de pro­ferir profundas verdades muy por encima de las creencias sociales. La grafocracia -o régimen de la élite literaria- llegó a ser la fantasía universal de la clerecía humanística, y la secta vanguardis­ta era la institución grafocrática perfecta. El su­rrealismo, que al principio parecía ser una revo­lución contra cualquier clase de esteticismo, fue de hecho la mayor gnosis literaria posible: pro­metía poner fin al divorcio entre arte y vida a ba­se de someter por la fuerza el conjunto vital a valores radicalmente poéticos. Significativamen­te, siempre que los más importantes escritores vanguardistas abrazaban creencias sociales, es decir, extraliterarias, su modernismo formal­mente se suavizaba hacia técnicas menos chi­rriantes: así pasó cuando Eliot se convirtió al cristianismo, o Brecht al comunismo.

Aparte de ser con frecuencia antidemocráti­cos y propensos a la grafocracia, los modernos mostraban que se podía detectar también una intolerancia estructural en su praxis artística. Porque, por lo general, modernismo suele signi­ficar oscuridad, arte y literatura «difícil». Las más de las veces, el estilo moderno se volvía cuando menos altamente impersonal e irrepara­blemente subjetivo, puesto que el significado de muchísimas obras modernas quedaba fuera del alcance de la mayoría de lectores o espectado­res. Esto sitúa al artista moderno, a la fuerza, en una posición fuertemente autoritaria: el arte moderno se experimentaba como una tiranía de la imaginación creadora sobre el público, inclui­do el culto. De forma progresiva, los más avan­zados de entre los humanistas estéticos, disgus­tados, por así decir, con el curso de la civiliza­ción, intentaban también lavar el cerebro a la gente normal.

lSe ha desviado el actual posmodernismo de ese modelo? lRa rehuído la guerra modernista contra la modernidad? lRa eludido las urgencias intolerantes de la vanguardia? Por lo que atañe a la literatura, la situación es algo ambigua. Por

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________ ______::,e;�-.--------� tomar el problema de la oscuridad premeditada: podemos decir que el paradigma borgiano, tan claro a tantos narradores recientes, es mucho menos oscuro que el paradigma kafldano; pero, lqué pasa con la tupida progenie del otro mode­lo de la prosa posmoderna, Beckett? Igualmen­te, la poesía que va de Auden a Enzensberger es a veces casi didácticamente diáfana; pero, lqué decir de Paul Celan o René Char?

La verdad es que las virtudes posmodernas muy a menudo agravan los vicios modernistas. Consideremos la fijación posmoderna por expe­rimentos lúdicos. Hans Sedlmayr sugirió una vez, utilizando a Kierkegaard para desenmasca­rar y desacreditar el proteico arte picassiano, que en vez de ver la borrachera metamórfica del au­téntico pintor moderno como un gozoso pro­ducto de vitalidad dionisíaca, podríamos verlo

- como el resultado nihilista de un egoísmo vacío:el alma superficial del «hombre estético», segúnel danés. Fiebre y Angustia en vez de generosaenergía: lPodemos realmente decir que el frené­tico experimentalismo de la escena posmodernase libra de ello?

Después está la contradicción entre forma au­torreferencial y su entera dependencia de la in­terpretación. lMejoran las cosas con la insisten­cia posmoderna en las argucias metanarrativas?A lo sumo, lo que la propaganda posmoderna haconseguido es hacer alarde de algo sólo insinua­do por la utopía modernista, a saber, que lalibertad de un arte superexperimental sólo esuna metáfora de la liberación social. La insisten­cia en esta metáfora subyacía en lo más profun­do de la teoría de Te/ Que/ en su más estridenteépoca maoísta, hacia mitad y finales de los añossesenta. Sin embargo, hoy no parece tenercompradores el sofisma de confundir una analo­gía dudosa con una verdadera forma de configu­rar la historia. Para empezar, ya tenemos una vi­sión más sensata del asunto revolucionario y deuna esperanza global, radical, de cambio. He­mos crecido muy desilusionados ya por unarevolución que fuera una especie de art pour/'art, descreídos, por así decir, del ritual de larevuelta.

Todo esto nos lleva a dos conclusiones. Laprimera, que el posmodernismo es aún en sumayor parte una secuela más que un rechazo delmodernismo (sin que haya llegado a mejorarlo).Lo más normal es que los epígonos sean excesi­vos, y no es otra cosa la sustancia posmoderna:epigónica sin remisión, tanto artística como teó­ricamente. De ahí la exaltación de los diosesmarginales, obsesivos dioses menores del pan­teón moderno: Artaud, Roussel, Bataille, We­bern, Mondrian, Duchamp. Un arte de la deca­dencia (por citar a John Barth) reclama un linajede maníacos y excéntricos, que acrediten tradi­ciones modernas «alternativas» en el proceso.Poco importa que este arte epigónico, fin de ra­za, se vea obligado a ser en su mayor parte pocooriginal. En consecuencia, como otros usos pre-

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maturos o viciados del mismo prefijo (por ejem­plo, en la expresión «sociedad posindustrial», que más o menos corresponde a posmodernidad en mi uso [c]), «posmoderno» es en alto grado un concepto falso. La segunda conclusión es que funciona como una ideología cultural cuya función es ocultar gran parte de lo que de más detestable tiene el tortuoso humanismo de nuestros días.

Vuelvo, para concluir rápidamente estas ano­taciones, a la relación entre lo posmoderno (a) y (b ), es decir, al posmodernismo como teoría, en pensadores tan distintos como Foucault, Deleu­ze, Derrida o Lyotard.

Para Habermas, como hemos visto, el prurito de gloria de la cultura moderna radica en su per­tinaz distinción kantiana de esferas de valor di­ferentes y autónomas: ciencia, arte y moralidad; y el peligro mayor de la cultura moderna es su recurrente fascinación por los reduccionismos: cientifismo, politicismo, esteticismo. De la mis­ma manera, Lenin, o Baudelaire, o Nietzsche, fueron tan reduccionistas, cada uno a su modo, como los positivistas, nuevos o viejos. En conse­cuencia, el pensamiento posmoderno, nietzs­cheano hasta la médula, es una violación de lo que de más válido hay en la cultura moderna.

Permitidme partir de esta base habermasiana. Podemos, lo acepto, prolongar esta línea y ver la skepsis posmoderna -la típica supresión o sus­pensión de nociones como verdad objetiva o universalidad del sentido- como una invasión de la teoría por conceptos estéticos; o, si se prefie­re, como una capitulación de las «ideas» ante el ethos de la «forma». El pensamiento posmoder­no es el hábitat de los wittgensteinianos meta­mórficos, para quienes la verdad y el sentido só­lo son funciones ad hoc de juegos del lenguaje infinitamente transformables.

Seguro que recordaréis cómo en The Battle of the Books (1704) (Historia de una barrica, segui­do de La batalla entre los libros, Barcelona, La­bor, 1976) su satírica contribución a la querella entre antiguos y modernos, Swift compara a los modernos con arañas, tejiendo su tela escolásti­ca desde su propio ombligo, en tanto que los an­tiguos, como abejas, acuden a la naturaleza para obtener su miel. Es posible que Swift se equivo­cara respecto a sus modernos, pero no hay duda de que nuestros posmodernos son perfectas ara­ñas. La suya es una acrobacia narcisística, bizan­tina, irritada contra cualquier tipo de referencia­lidad y que desea hacer virtud de su calamitosa impotencia. Todo se hace, por descontado, en nombre de un gran supuesto que está en la base de todo: que la civilización moderna es un per­fecto disparate. A uno le entran ganas de exten­der la prohibición de lo mimético -que es el pri­mer mandamiento de la teoría posmoderna­hasta el campo de su propia Kulturkritik. Porque ¿qué pasaría si la idea de una crisis en la cultura moderna, lejos de reflejar la realidad histórica, fuera una quimera de los humanistas?

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Después de todo, lo único que cabe esperar es que nosotros, intelectuales humanistas, declare­mos y deploremos el alcance y profundidad de nuestra podredumbre cultural; porque, aún en el caso de que nuestra civilización tecnoliberal estuviera de verdad intrínsecamente enferma, ldónde están sus doctores «naturales», que a la vez pudieran emitir el diagnóstico y pudieran decirse salvadores? Aquí, aquí estamos los inte­lectuales humanistas, sí, señor. Así, nuestro in­confesable interés de traficantes en teoría de la crisis se vuelve penosamente visible; y la propia conciencia de la crisis podría resultar, en gran parte, un efecto «yatrogénico».

El posmodernismo, ya sea artístico o teórico, significa o bien un modernismo congelado o bien la vanguardia enloquecida; pero, en cual­quiera de los dos casos, su sentido profundo vuelve a decretar la repulsa modernista del mundo moderno. En consecuencia, con toda ló­gica, o se mantiene en pie o se arruina ese mun­do, como parecería seguirse de una repulsa tal. Confieso que no me impresiona. Y antes de que nadie diga que ésta es una postura filistea, que me deje recordarle que nunca se requirió su­perstición apocalíptica alguna para prolongar el arte genuino con «la recreación imaginaria de perplejidades morales», como sabiamente dijera Hilary Putnam. Podemos hacer cosas mejores que esclavizar nuestro pensamiento y sensibili­dad con una ideología ajada y gratuita del rechazo y la desesperación.

" (Traducción: José Doval)

(1) Quizá fuera conveniente, a fin de evitar el confusio­nismo posible entre los diferentes modernismos, el hispáni­co y el anglosajón, recordar lo que al respecto dice Octavio Paz, a quien el propio Merquior cita al comienzo de su artí­culo: «Aquí conviene hacer una pequeña aclaración: el mo­dernismo hispanoamericano es, hasta cierto punto, un equi­valente del Parnaso y del simbolismo francés, de modo que no tiene nada que ver con lo que en lengua inglesa se llama modernism. Este último designa a los movimientos litera­rios y artísticos que se inician en la segunda década del siglo XX; el modernism de los críticos norteamericanos e ingleses no es sino lo que en Francia y en los países hispánicos se llama vanguardia» (Los hijos del limo, Barcelona, Seix Ba­rral, 1981, 3.ª ed., p. 128). Es en este segundo sentido como se utiliza en este texto. [N. del t.].

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