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La Brújula de la Andrómeda: Ensenada de las Semillas y Era de Olas Baraja de Textos APÉNDICE 6 Jesús Salviejo/Lola Fajardo Técnicos de Educación y Cultura de la Diputación de Valladolid

La Brújula de la Andrómeda - diputaciondevalladolid.es mil y una noches, Tomo II. (15) o Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne. (16) o La odisea (Canto I), de Homero

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La Brújula de la

Andrómeda: Ensenada de las Semillas y Era de Olas

Baraja de Textos

APÉNDICE 6

Jesús Salviejo/Lola Fajardo

Técnicos de Educación y Cultura de la Diputación de Valladolid

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ÍNDICE

BARAJA DE TEXTOS:

o La canción del pirata, de José de Espronceda. (3)

o El Corsario, de Lord Byron. (5)

o Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), de Mary Wollstonecraft Shelley. (6)

o La balada del viejo marinero, de Samuel Taylor Coleridge. (8)

o La isla del tesoro, de R. L. Stevenson. (9)

o Robinson Crusoe, Daniel Defoe. (12)

o La primera historia de las historias de Sinbad El Marino, que trata del Primer Viaje.

Las mil y una noches, Tomo II. (15)

o Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne. (16)

o La odisea (Canto I), de Homero. (18)

o La hija del mar, de Rosalía de Castro. (20)

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CANCIÓN DEL PIRATA (1840)

Con diez cañones por banda,

viento en popa, a toda vela,

no corta el mar, sino vuela

un velero bergantín.

Bajel pirata que llaman,

por su bravura, El Temido,

en todo mar conocido

del uno al otro confín.

La luna en el mar riela

en la lona gime el viento,

y alza en blando movimiento

olas de plata y azul;

y va el capitán pirata,

cantando alegre en la popa,

Asia a un lado, al otro Europa,

y allá a su frente Istambul:

Navega, velero mío

sin temor,

que ni enemigo navío

ni tormenta, ni bonanza

tu rumbo a torcer alcanza,

ni a sujetar tu valor.

Veinte presas

hemos hecho

a despecho

del inglés

y han rendido

sus pendones

cien naciones

a mis pies.

Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria, la mar.

Allá; muevan feroz guerra

ciegos reyes

por un palmo más de tierra;

que yo aquí; tengo por mío

cuanto abarca el mar bravío,

a quien nadie impuso leyes.

Y no hay playa,

sea cualquiera,

ni bandera

de esplendor,

que no sienta

mi derecho

y dé pechos mi valor.

Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria, la mar.

A la voz de "¡barco viene!"

es de ver

cómo vira y se previene

a todo trapo a escapar;

que yo soy el rey del mar,

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y mi furia es de temer.

En las presas

yo divido

lo cogido

por igual;

sólo quiero

por riqueza

la belleza

sin rival.

Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria, la mar.

¡Sentenciado estoy a muerte!

Yo me río

no me abandone la suerte,

y al mismo que me condena,

colgaré de alguna antena,

quizá; en su propio navío.

Y si caigo,

¿qué es la vida?

Por perdida

ya la di,

cuando el yugo

del esclavo,

como un bravo,

sacudí.

Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria, la mar.

Son mi música mejor

aquilones,

el estrépito y temblor

de los cables sacudidos,

del negro mar los bramidos

y el rugir de mis cañones.

Y del trueno

al son violento,

y del viento

al rebramar,

yo me duermo

sosegado,

arrullado

por el mar.

Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria, la mar.

José de Espronceda.

http://www.analitica.com/Bitblio/espronceda/pi

rata.asp

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EL CORSARIO (1814) (FRAGMENTO)

- II -

«¡Una vela!, ¡una vela!»-Ese es el grito

que despiertan otra vez los mudos ecos,

cual esperanza de botín. «¿Qué buque?

¿Qué nación? ¿Qué bandera?» El catalejo

al lejano horizonte se dirige.

«No es una presa: al hálito del viento

rojo estandarte en su elevada popa

ondula triunfador. ¡Es de los nuestros!

¡Con soplo amigo, acariciadle, oh brisas!

y antes de anochecer llegará al puerto.»

El cabo ya dobló, y el golfo corta

la proa que contrasta el mar revuelto.

¡Con qué noble altivez su rumbo sigue!

Sus blancas alas, que jamás huyeron

ante el contrario poderoso, tiende

como el ave marina en blando vuelo,

y sobre el mar deslizase atrevido

burlando los contrarios elementos.

¿Quién por reinar sobre la osada turba

que encierra ese bajel en su hondo seno,

no provocara de la mar las iras,

y del cañón el escondido fuego?

Vedle llegar: repléganse las velas;

crujen los cables; ancla, y al momento

los que en la playa la arribada miran

del buque ansiado con curioso anhelo,

de la esculpida, acristalada popa,

ven al mar descender bote ligero.

Cúbrese el puente de marinos; vira

veloz la nave, hasta que el duro hierro

de la quilla la blanda arena corta,

en la roca con agrio son crujiendo.

¡Gritos gozosos de sorpresa grata;

de sincera amistad abrazos tiernos;

preguntas y respuestas presurosas;

dulces sonrisas de feliz contento!

Cunde la nueva, y anhelante corre

la turba hacia la mar. En el estruendo

de bienvenidas, carcajadas, gritos,

más dulce suena el armonioso acento

de la mujer, que sin cesar repite

con voz cortada por afán inquieto,

del esposo, el hermano o el amante

el nombre preferido-«¿Qué fue de ellos?

¿Salváronse? Del triunfo o la derrota

no os preguntamos, no; pero ¿de nuevo

verémosle correr a nuestros brazos?

¿A oír su voz querida volveremos?

Haya sido sangriento el choque rudo,

hayan las ondas con furor violento

combatido al bajel, noble y constante

no habrá cejado su animoso pecho;

pero, decidnos, ¿viven?, ¿viven? Vengan

el asombro y el júbilo a traernos,

y el llanto que hoy anubla nuestros ojos

ardientes sequen sus ansiados besos»

Lord Byron.

Trad.: Vicente W. Querol y Teodoro Llorente

http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveO

bras/13504175323682617444424/index.htm

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FRANKENSTEIN O EL MODERNO PROMETEO (1818) (FRAGMENTO)

CARTA 1

A la señora SAVILLE, Inglaterra

San Petersburgo, 11 de diciembre de 17...

Te alegrarás de saber que ningún percance ha acompañado el comienzo de la empresa que tú

contemplabas con tan malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera obligación es tranquilizar a

mi querida hermana sobre mi bienestar y comunicarle mi creciente confianza en el éxito de mi

empresa.

Me encuentro ya muy al norte de Londres, y andando por las calles de Petersburgo noto en las

mejillas una fría brisa norteña que azuza mis nervios j me llena de alegría. ¿Entiendes este

sentimiento? Esta brisa, que viene de aquellas regiones hacia las que yo me dirijo, me anticipa sus

climas helados. Animado por este viento prometedor, mis esperanzas se hacen más fervientes y

reales. Intento en vano convencerme de que el Polo es la morada del hielo y la desolación. Sigo

imaginándomelo como la región de la hermosura y el deleite. Allí, Margaret, se ve siempre el sol, su

amplio círculo rozando justo el horizonte y difundiendo un perpetuo resplandor. Allí pues con tu

permiso, hermana mía, concederé un margen de confianza a anteriores navegantes, allí, no existen

ni la nieve ni el hielo y navegando por un mar sereno se puede arribar a una tierra que supera, en

maravillas y hermosura, cualquier región descubierta hasta el momento en el mundo habitado.

Puede que sus productos y paisaje no tengan precedente, como sin duda sucede con los

fenómenos de los cuerpos celestes de esas soledades inexploradas. ¿Hay algo que pueda sorprender

en un país donde la luz es eterna? Puede que allí encuentre la maravillosa fuerza que mueve la

brújula; podría incluso llegar a comprobar mil observaciones celestes que requieren sólo este viaje

para deshacer para siempre sus aparentes contradicciones. Saciaré mi ardiente curiosidad viendo

una parte del mundo jamás hasta ahora visitada y pisaré una tierra donde nunca antes ha dejado

su huella el hombre. Estos son mis señuelos, y son suficientes para vencer todo temor al peligro o

a la muerte e inducirme a emprender este laborioso viaje con el placer que siente un niño cuando

se embarca en un bote con sus compañeros de vacaciones para explorar su río natal. Pero,

suponiendo que todas estas conjeturas fueran falsas, no puedes negar el inestimable bien que

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podré transmitir a toda la humanidad, hasta su última generación, al descubrir, cerca del Polo, una

ruta hacia aquellos países a los que actualmente se tarda muchos meses en llegar; o al desvelar el

secreto del imán, para lo cual, caso de que esto sea posible, sólo se necesita de una empresa como

la mía.

Estos pensamientos han disipado la agitación con la que empecé mi carta y siento arder mi

corazón con un entusiasmo que me transporta; nada hay que tranquilice tanto la mente como un

propósito claro, una meta en la cual el alma pueda fiar su aliento intelectual. Esta expedición ha

sido el sueño predilecto de mis años jóvenes. Apasionadamente he leído los relatos de los diversos

viajes que se han hecho con el propósito de llegar al Océano Pacífico Norte a través de los mares

que rodean el Polo. Quizá recuerdes que la totalidad de la biblioteca de nuestro buen tío Thomas

se reducía a una historia de todos los viajes realizados con fines exploradores. Mi educación estuvo

un poco descuidada, pero fui un lector empedernido. Estudiaba estos volúmenes día y noche y, al

familiarizarme con ellos, aumentaba el pesar que sentí cuando, de niño, supe que la última

voluntad de mi padre en su lecho de muerte prohibía a mi tío que me permitiera seguir la vida de

marino.

Aquellas visiones se desvanecieron cuando entré en contacto por primera vez con aquellos

poetas cuyos versos llenaron mi alma y la elevaron al cielo.

Mary Wollstonecraft Shelley.

http://bibliotheka.org

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LA BALADA DEL VIEJO MARINERO, (FRAGMENTO)

(1798)

PRIMERA PARTE

Es un viejo Marinero,

Y detiene a uno de tres.

"Por tu larga barba gris y tu brillante ojo,

Ahora, dime, ¿por qué me detienes?

Las puertas del Novio están abiertas de par en par;

Y yo soy pariente cercano;

Los invitados se encuentran; la fiesta comienza:

Puedes oír el feliz clamor."

Él lo detiene con su mano huesuda,

"Había una vez un barco," cita él.

"¡Suéltame! ¡saca tu mano, pajarraco-barba gris!"

Rápido su mano deja caer.

Él lo detiene con su ojo brillante-

El Invitado-a-la-Boda se queda quieto,

Y escucha como un niño de tres años:

El marinero hizo lo que quiso.

El Invitado-a-la-Boda se sentó en una piedra:

No puede elegir sino oír;

Y así le habla el hombre antiguo,

El Marinero de ojos que brillan.

"El barco saludado, el puerto despejado,

tan felices pasamos frente a la iglesia,

frente a la colina

frente a la cima del faro.

"El Sol salió por la izquierda,

¡Fuera del mar salió él!

Y rayó brillante, y a la derecha

Se metió en el mar.

"Alto y más alto cada día,

hasta sobre el mástil a mediodía-"

El Invitado-a-la-Boda golpea aquí su pecho

Pues ha escuchado el fuerte fagot.

Samuel Taylor Coleridge.

En traducción de Karina A. Macció,

febrero 2001.

http://dreamers.com/corto/vecchiomarino.html

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LA ISLA DEL TESORO (1883) (FRAGMENTO)

Al comprador indeciso

Si los cantos marineros mientras gira el cabrestante,

tempestades y aventuras, galeones y piratas,

si tesoros enterrados, combates por mar y tierra,

islas desiertas con nuevos Robinsones en sus playas.

Y todos los cuentos viejos, una vez más recontados,

precisamente lo mismo, conforme a la vieja usanza,

a los chicos de hoy en día, más sensatos y juiciosos,

les gustan como en un tiempo a mí también me gustaban...

Está bien, y anda con ello. Pero si así ya no fuera,

si el aventajado joven ha perdido ya las ganas

de ir con Kingston, Ballantyne o con Cooper de la mano

por desiertos y por mares, y por lagos y montañas...

Está bien, y nada digo. Sólo quiero que en la tumba

donde ellos y sus engendros reposen de sus andanzas

me coloquen a su lado, y que duerma el mismo sueño,

por los siglos de los siglos, yo con todos mis piratas.

- I -

EL VIEJO LOBO DE MAR EN EL «ALMIRANTE BENBOW»

El Squire1 Trelawney, el doctor Livesey y los demás señores me han encargado de poner por

escrito todo lo referente a la «Isla del Tesoro», de punta a cabo, sin dejar otra cosa en el tintero

que la posición de la isla, y esto porque aún quedan allí riquezas que no han sido recogidas. Tomo,

pues, la pluma en el año de gracia de 17... y retrocedo hasta el tiempo en que mi padre era el

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dueño de la posada del «Almirante Benbow», y en que el viejo navegante, de moreno y curtido

rostro, cruzado por un sablazo, se acomodó como huésped bajo nuestro techo.

Lo recuerdo, como si hubiera sido ayer, tal como llegó, con torpe andadura, a la puerta del

albergue, y tras él, siguiéndole en una carretilla, un cofre de marinero. Era un hombrazo alto, recio,

pesado, de color de nuez; la coleta embreada le caía sobre los hombros de la casaca azul, cubierta

de manchas; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con las uñas negras y rotas; y la

cuchillada, que cruzaba una de sus mejillas, había dejado un costurón lívido, de sucia blancura.

Paréceme que le estoy viendo mirar en torno de la ensenada, silbando entre dientes, y después

tararear aquella antigua canción marinera, que cantaba luego tan a menudo:

Quince hombres van en El Cofre del Muerto.

¡Ay, ay, ay, la botella de ron!

con aquella voz recia y temblona que parecía haber sido ejercitada y puesta a tono en las barras

del cabrestante. Después llamó a la puerta con un pedazo de palo que llevaba en la mano, y

cuando acudió mi padre, pidió con destemplado tono un vaso de ron. Se lo trajeron y lo bebió

pausadamente, como un catador, deteniéndose para paladearlo, y sin dejar de mirar, por tanto,

alrededor, a los acantilados y a la muestra que colgaba sobre la puerta.

-Es ésta -dijo al fin- una ensenadita muy a la mano y una taberna bien situada. ¿Mucha

compañía por aquí, compañero?

Mi padre le respondió que no: muy poca concurrencia, para más desgracia suya.

-Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Oye, tú! -gritó al hombre que empujaba la

carretilla-. Atraca aquí al costado y ayuda a subir el cofre. Voy a hospedarme aquí unos días. Soy

hombre llano: ron, tocino y huevos es todo lo que necesito, y aquel cabezo, allá arriba, para ver

salir los barcos. ¿Que cómo me han de llamar? Pueden llamarme Capitán. ¡Ah!, ya veo tras de lo

que anda... ¡Ahí está! -y arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral-. Ya me avisarán

cuando me haya comido todo eso -dijo imperioso y altivo como un almirante.

Y en verdad, mala como era su ropa y aunque se expresaba toscamente, no tenía la apariencia

de un simple marinero, sino la de un piloto o patrón acostumbrado a ser obedecido o a pegar. El

hombre que empujaba la carretilla nos dijo que aquella mañana se había apeado de la diligencia en

el «Royal George» y que allí había preguntado qué posadas había a lo largo de la costa; y habiendo

oído, según me figuro, buenas referencias de la vuestra y que era solitaria, la había preferido para

establecer su residencia. Y eso fue todo lo que pudimos saber de nuestro huésped.

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Era hombre habitualmente muy callado. Todo el día vagabundeaba en torno de la caleta o sobre

los acantilados, con un catalejo de latón; y toda la velada se la pasaba sentado en un rincón de la

sala de la taberna, junto al fuego, bebiendo ron muy fuerte con agua. Casi nunca respondía

cuando se le hablaba; y no hacía sino erguir de pronto la cabeza y resoplar por la nariz como un

cuerno de niebla; y tanto nosotros como la gente que frecuentaba la casa, pronto aprendimos a no

meternos con él. Todos los días, al volver de sus caminatas, preguntaba si había pasado por la

carretera algún hombre de mar. Creíamos al principio que lo haría porque echaba de menos la

compañía de gente de su condición; pero al fin caímos en la cuenta de que lo que trataba era de

esquivarla. Cuando algún navegante se detenía en el «Almirante Benbow» -como ocurría, de

tiempo en tiempo, con los que se encaminaban a Brístol por la carretera de la costa- le observaba,

antes de entrar en la sala, por entre las cortinas de la puerta; y era cosa segura que siempre

permanecía callado como un muerto en presencia del forastero. Para mí, al menos, no había

secreto en ello, pues era yo, en cierto modo, partícipe de sus alarmas. En cierta ocasión me había

llevado aparte y me prometió darme una moneda de plata de cuatro peniques, el primero de cada

mes, «sólo por tener el ojo listo y darle aviso tan pronto como viera aparecer un navegante que no

tenía más que una sola pierna». Muchas veces, al llegar el día convenido y pedirle mi salario, se

contentaba con darme un bufido y mirarme con tal cólera que me obligaba a bajar los ojos, pero

no dejaba pasar la semana sin pensarlo mejor, y acababa por traerme mi pieza de cuatro peniques

y repetir la orden de estar alerta para «el navegante con una sola pierna».

R. L. Stevenson.

http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01383897533682512867680/index.htm

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ROBINSON CRUSOE (1719) (FRAGMENTO)

Al sexto día de navegación, llegamos a las radas de Yarmouth. Como el viento había estado

contrario y el tiempo tan calmado, habíamos avanzado muy poco después de la tormenta. Allí

tuvimos que anclar y allí permanecimos, mientras el viento seguía soplando contrario, es decir, del

sudoeste, a lo largo de siete u ocho días, durante los cuales, muchos barcos de Newcastle llegaron

a las mismas radas, que eran una bahía en la que los barcos, habitualmente, esperaban a que el

viento soplara favorablemente para pasar el río.

Sin embargo, nuestra intención no era permanecer allí tanto tiempo, sino remontar el río. Pero

el viento comenzó a soplar fuertemente y, al cabo de cuatro o cinco días, continuó haciéndolo con

mayor intensidad. No obstante, las radas se consideraban un lugar tan seguro como los puertos,

estábamos bien anclados y nuestros aparejos eran resistentes, por lo que nuestros hombres no se

preocupaban ni sentían el más mínimo temor; más bien, se pasaban el día descansando y

divirtiéndose del modo en que lo hacen los marineros. En la mañana del octavo día, el viento

aumentó y todos pusimos manos a la obra para nivelar el mástil y aparejar todo para que el barco

resistiera lo mejor posible. Al mediodía, el mar se levantó tanto, que el castillo de proa se sumergió

varias veces y en una o dos ocasiones pensamos que se nos había soltado el ancla, por lo que el

capitán ordenó que echáramos la de emergencia para sostener la nave con dos anclas a proa y los

cables estirados al máximo.

Se desató una terrible tempestad y, entonces, empecé a vislumbrar el terror y el asombro en los

rostros de los marineros. El capitán, aunque estaba al tanto de las maniobras para salvar el barco,

mientras entraba y salía de su camarote, que estaba junto al mío, murmuraba para sí: «Señor, ten

piedad de nosotros, es el fin, estamos perdidos», y cosas por el estilo. Durante estos primeros

momentos de apuro, me comporté estúpidamente, paralizado en mi cabina, que estaba en la proa;

no soy capaz de describir cómo me sentía. Apenas podía volver a asumir el primer remordimiento,

del que, aparentemente, había logrado liberarme y contra el que me había empecinado. Pensé que

había superado el temor a la muerte y que esto no sería nada, como la primera vez, más cuando el

capitán se me acercó, como acabo de decir, y dijo que estábamos perdidos, me sentí aterrorizado.

Me levanté, salí de mi camarote y miré a mi alrededor; nunca había visto un espectáculo tan

desolador. Las olas se elevaban como montañas y nos abatían cada tres o cuatro minutos; lo único

que podía ver a mi alrededor era desolación. Dos barcos que estaban cerca del nuestro habían

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tenido que cortar sus mástiles a la altura del puente, para no hundirse por el peso, y nuestros

hombres gritaban que un barco, que estaba fondeado a una milla de nosotros, se había hundido.

Otros dos barcos que se habían zafado de sus anclas eran peligrosamente arrastrados hacia el mar

sin siquiera un mástil. Los barcos livianos resistían mejor porque no sufrían tanto los embates del

mar pero dos o tres de ellos se fueron a la deriva y pasaron cerca de nosotros, con solo el foque al

viento.

Hacia la tarde, el piloto y el contramaestre le pidieron al capitán de nuestro barco que les

permitiera cortar el palo del trinquete, a lo que el capitán se negó. Mas cuando el contramaestre

protestó diciendo que si no lo hacían, el barco se hundiría, accedió. Cuando cortaron el palo, el

mástil se quedó tan al descubierto y desestabilizó la nave de tal modo, que se vieron obligados a

cortarlo también y dejar la cubierta totalmente arrasada.

Cualquiera podría imaginarse cómo me sentía en este momento, pues no era más que un

aprendiz de marinero, que tan solo unos días antes se había aterrorizado ante muy poca cosa. Pero

si me es posible expresar, al cabo de tanto tiempo, lo que pensaba entonces, diré que estaba diez

veces más asustado por haber abandonado mis resoluciones y haber retomado mis antiguas

convicciones, que por el peligro de muerte ante el que me encontraba. Todo esto, sumado al terror

de la tempestad, me puso en un estado de ánimo, que no podría describir con palabras. Pero aún

no había ocurrido lo peor, pues la tempestad se ensañaba con tal furia que los propios marineros

admitían que nunca habían visto una peor. Teníamos un buen barco pero llevábamos demasiado

peso y esto lo hacía bambolearse tanto, que los marineros, a cada rato, gritaban que se iría a

pique. Esto obraba a mi favor porque no sabía lo que quería decir «irse a pique» hasta que lo

pregunté. La tempestad arreciaba tanto que pude ver algo que no se ve muy a menudo: el capitán,

el contramaestre y algunos otros más sensatos que los demás, se pusieron a rezar, esperando que,

de un momento a otro, el barco se hundiera. A medianoche, y para colmo de nuestras desgracias,

uno de los hombres que había bajado a ver la situación, gritó que teníamos una grieta y otro dijo

que teníamos cuatro pies de agua en la bodega. Entonces nos llamaron a todos para poner en

marcha la bomba. Al oír esta palabra, pensé que me moría y caí de espaldas sobre uno de los

costados de mi cama, donde estaba sentado. Sin embargo, los hombres me levantaron y me dijeron

que, ya que no había hecho nada antes, que muy bien podía ayudar con la bomba como

cualquiera de ellos. Al oír esto, me levanté rápidamente, me dirigí a la bomba y me puse a trabajar

con todas las fuerzas de mi corazón. Mientras tanto, el capitán había divisado unos pequeños

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barcos carboneros que no podían resistir la tormenta anclados y tuvieron que lanzarse al mar

abierto. Cuando pasaron cerca de nosotros, ordenó disparar un cañonazo para pedir socorro. Yo,

que no tenía idea de lo que eso significaba, me sorprendí tanto que pensé que el barco se había

quebrado o que algo espantoso había ocurrido. En pocas palabras, me sorprendió tanto que me

desmayé. En ese momento, cada cual velaba por su propia vida, de modo que nadie se preocupó

por mí o por lo que pudiera pasarme. Un hombre se acercó a la bomba y apartándome con el pie,

me dejó allí tendido, pensando que había muerto; y pasó un buen rato antes de que recuperara el

sentido.

Daniel Defoe.

http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/OtrosAutoresdelaLiteraturaUniversal/DanielDefoe/

RobinsonCrusoe.asp

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LAS MIL Y UNA NOCHES, (SIGLO IX.) (FRAGMENTO)

TOMO II

LA PRIMERA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINBAD EL MARINO, QUE TRATA DEL PRIMER VIAJE

"Sabed todos vosotros, ¡oh señores ilustrísimos, y tú, honrado cargador, que te llamas como yo,

Sinbad! que mi padre era un mercader de rango entre los mercaderes. Había en su casa numerosas

riquezas, de las cuales hacía uso sin cesar para distribuir a los pobres dádivas con largueza, si bien

con prudencia, ya que a su muerte me dejó muchos bienes, tierras y poblados enteros, siendo yo

muy pequeño todavía.

Cuando llegué a la edad de hombre, tomé posesión de todo aquello, y me dediqué a comer

manjares extraordinarios y a beber bebidas extraordinarias, alternando con la gente joven, y

presumiendo de trajes excesivamente caros, y cultivando el trato de amigos y camaradas.

Estaba convencido de que aquello había de durar siempre, para mayor ventaja mía. Continué

viviendo mucho tiempo así, hasta que un día, curado de, mis errores y vuelto a mi razón, hube de

notar que mis riquezas habíanse disipado, mi condición había cambiado y mis bienes habían huido.

Entonces desperté completamente de mi inacción, sintiéndome poseído por el temor y el espanto

de llegar a la vejez un día sin tener que ponerme.

También entonces me vinieron a la memoria estas palabras que mi difunto padre se complacía

en repetir, palabras de nuestro Señor Soleimán ben-Daud (¡con ambos la plegaria y la paz!) :

Hay tres cosas preferibles a otras tres: el día en que se muere es menos penoso que el día en

que se nace, un perro vivo vale más que un león muerto, y la tumba es mejor que la pobreza.

Tan pronto como me asaltaron estos pensamientos, me levanté, reuní lo que me restaba de

muebles y vestidos, y sin pérdida de momento lo vendí en la moneda pública con los residuos de

mis bienes, propiedades y tierras. De ese modo me hice con la suma de tres mil dracmas...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló

discretamente.

Anónimo.

http://pleamarac.tripod.com/mi/tomo_1/default.html

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VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO, (1969-70) (FRAGMENTO)

CAPÍTULO XVII: UN BOSQUE SUBMARINO

Habíamos llegado por fin al linde de ese bosque, uno de los más bellos de los inmensos

dominios del capitán Nemo. Él lo consideraba como suyo y se atribuía sobre él los mismos

derechos que tenían los primeros hombres en los primeros días del mundo. ¿Y quién hubiera

podido disputarle la posesión de esa parcela submarina? ¿Había acaso un pionero más audaz que

pudiera ir allí, hacha en mano, a desmontar aquellas umbrosas espesuras?

Grandes plantas arborescentes formaban el bosque, y tan pronto como penetramos en él me

sorprendió la singular disposición de sus ramajes que nunca había podido yo observar en lugar

alguno.

Ninguna de las hierbas que tapizaban el suelo, ninguna de las ramas que erizaban los arbustos

se curvaba ni se extendía en un plano horizontal. Todas subían hacia la superficie del océano. No

había ni un filamento, ni una planta, por delgados que fuesen, que no se mantuvieran rectos,

como varillas de hierro. Los fucos y las lianas se desarrollaban siguiendo una línea rígida y

perpendicular, mantenida por la densidad del elemento que las había producido. Inmóviles, cuando

yo las apartaba con la mano las plantas recuperaban inmediatamente su posición primera. Era

aquel el reino de la verticalidad.

No tardé en acostumbrarme a esa extraña disposición, así como a la relativa oscuridad que nos

envolvía. El suelo del bosque estaba sembrado de agudas piedras difíciles de evitar. La flora

submarina me pareció ser muy completa, más rica que la de las zonas árticas o tropicales. Pero

durante algunos minutos confundí involuntariamente los reinos entre sí, tomando los zoófitos por

hidrófitos, los animales por plantas. ¿Quién no los hubiera confundido? La fauna y la flora se

tocan muy de cerca en el mundo submarino.

Observé que todas esas plantas se fijaban al suelo muy superficialmente. Desprovistas de raíces,

indiferentes al cuerpo sólido arena, conchas, caparazones de moluscos o piedras que las soporta,

estas plantas no le piden más que un punto de apoyo, no la vitalidad. Estas plantas no proceden

más que de sí mismas, y el principio de su existencia está en el agua que las sostiene y las

alimenta. En lugar de hojas, la mayoría de ellas formaban unas tiras de aspectos caprichosos,

circunscritas a una restringida gama de colores: rosa, carmín, verdes claro y oliva, rojo oscuro y

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marrón. Allí vi, pero no disecadas como en las vitrinas del Nautilus, las padinas o pavonias,

desplegadas en abanicos que parecían solicitar la brisa; ceramias escarlatas; laminarias que

alargaban sus retoños comestibles; nereocísteas filiformes y onduladas que se expandían a una

altura de unos quince metros; ramos de acetabularias cuyos tallos crecen por el vértice, y otras

muchas plantas pelágicas, todas desprovistas de flores. «Curiosa anomalía, extraño elemento ha

dicho un ingenioso naturalista en el que florece el reino animal y no el vegetal.»

Entre esos arbustos, tan grandes como los árboles de las zonas templadas, y bajo su húmeda

sombra se amasaban verdaderos matorrales con flores vivas, setos de zoófitos sobre los que se

abrían las meandrinas, rayadas como cebras por surcos tortuosos; amarillentas cariofíleas de

tentáculos diáfanos; haces de zoantarios en forma de césped... Y, para completar la ilusión, los

peces mosca volaban de rama en rama como un enjambre de colibríes, mientras que dactilóperos,

monocentros y amarillos lepisacantos, de erizadas mandíbulas y escamas agudas, se levantaban a

nuestro paso como una bandada de chochas.

Julio Verne.

http://es.wikisource.org/wiki/Veinte_mil_leguas_de_viaje_submarino

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LA ODISEA (SIGLO VIII A. C.) (FRAGMENTO)

CANTO I

Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad

de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de

muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el Ponto,

en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aún así pudo

librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las

vacas de Helios, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa,

hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.

Ya en aquel tiempo los que habían podido escapar de una muerte horrorosa estaban en sus

hogares, salvos de los peligros de la guerra y del mar; y solamente Odiseo, que tan gran necesidad

sentía de restituirse a su patria y ver a su consorte, hallábase detenido en hueca gruta por Calipso,

la ninfa veneranda, la divina entre las deidades, que anhelaba tomarlo por esposo.

Con el transcurso de los años llegó por fin la época en que los dioses habían decretado que

volviese a su patria, a, aunque no por eso debía poner fin a sus trabajos, ni siquiera después de

juntarse con los suyos. Y todos los dioses le compadecían, a excepción de Poseidón, que

permaneció constantemente irritado contra el divinal Odiseo hasta que el héroe no arribó a su

tierra.

Mas entonces habíase ido aquél al lejano pueblo de los etíopes -los cuales son los postreros de

los hombres y forman dos grupos, que habitan respectivamente hacia el ocaso y hacia el orto de

Hiperión- para asistir a una hecatombe de toros y de cordero. Mientras aquel se deleitaba

presenciando el festín, congregaronse las otras deidades en el palacio de Zeus Olímpico.

Y fue el primero en hablar el padre de los hombres y de los dioses, porque en su ánimo tenía

presente al ilustre Egisto, a quien dio muerte el preclaro Orestes Agamenonida. Acordándose de él,

dijo a los inmortales estas palabras:

—¡Oh Dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas les

vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el

destino. Así ocurrió a Egisto que, oponiéndose a la voluntad del hado casó con la mujer legítima

del Atrida, y mató a éste cuando tornaba a su patria, no obstante que supo la terrible muerte que

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padecería luego. Nosotros mismos le habíamos enviado a Hermes, el vigilante Argifontes, con el fin

de advertirle que no matase a aquél ni pretendiera a su esposa; pues Orestes Atrida tenía que

tomar venganza no bien llegara a la juventud y sintiese el deseo de volver a su tierra. Así se lo

declaró Hermes; mas no logró persuadirlo, con ser tan excelente el consejo, y ahora Egisto lo ha

pagado todo junto.

Homero.

Traducción de Luis Segala y Estalella

http://www.odisea.com.mx/Texto_y_comentarios/Texto_y_comentarios.html

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LA HIJA DEL MAR (1859) (FRAGMENTO)

CAPÍTULO I

¡BUENA PESCA!

Era amable y graciosa como un ángel...

Van der Welde

La tarde era calurosa y el viento soplaba con violencia hacia el sudoeste.

En la playa se oían voces y algazara.

-¡Fuerza!, ¡fuerza!, gritaban enronquecidos los marineros en tanto envolvían apresuradamente

en sus nervudos brazos las gruesas cuerdas de cáñamo empapadas de agua salada.

-¡Ea!, ¡valor!, -repetían haciendo inauditos esfuerzos por atraer la red ya próxima a la orilla-.

La tarde es buena, la pesca parece abundante y una buena cena nos espera; con tal que Andrés

nos dé de aquel vino que tiene en su bodega y que alegra las cabezas como un rayo de sol alegra

estas olas de maldición.

-¡Soberbio vino!, -gritó uno-. Y si nuestro buen compañero quiere regalarnos con él y darnos

un día de fiesta, juro por todos vosotros y por mí también que beberemos aunque sea una

azumbre.

-Somos veinte y cinco -añadió un segundo-. Somos veinte y cinco, Andrés..., suma... y es

cuenta redonda, veinte y cinco azumbres..., nosotros en cambio llevaremos...

Y al decir esto hizo una seña maliciosa, a la que sus compañeros contestaron con una alegre

carcajada.

-¡Silencio!, -interrumpió en tono de zumba una voz robusta que dominó la algazara, como la

voz de Júpiter de quien dice Homero, el poeta divino, que serenaba las tempestades-; la frente de

Andrés se torna de roja en pálida y sus labios se comprimen. ¡Mirad..., mirad sus ojos inyectados de

sangre! Una palabra más y le veréis atacado de apoplejía por una indigestión de dichos atrevidos

que conspiran contra su hacienda.

Y esas palabras eran acompañadas de risas y de miradas significativas que se cruzaban de una y

otra parte con suma rapidez.

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-¡Fuego sobre mis compañeros! -exclamó amostazado el personaje a quien iban dirigidas

aquellas palabras-. Si tenéis sed, yo os zambulliré de buena gana en el mar para emborracharos a

mi placer, pero nunca con mi vino añejo, a no ser que se convirtiese en veneno.

Algunos puños se levantaron a un tiempo mismo para contestarle; pero volvieron a bajarse en

un instante por ser necesario detener las cuerdas que el peso de la red y el oleaje arrastraban hacia

el mar.

Presentaron entonces un aspecto casi salvaje.

Ellos se animaban unos a otros con imprecaciones y juramentos, con apodos y con aullidos que

retumbaban entre las peñas, en tanto sus atezados rostros eran azotados por el viento, así como

sus crespos y enmarañados cabellos.

Los unos en pos de los otros, el cuerpo inclinado hacia atrás y los anchos pies hincados

fuertemente en la arena de la playa, parecían nuevos Hércules dispuestos a combatir con los

elementos.

La mar se agitaba sordamente resolviéndose en su profundo lecho, las olas empezaban a

estrellarse contra las rocas y salpicaban las camisetas azules de los marineros, a través de las cuales

se descubrían aquellas pronunciadas y nerviosas musculaturas capaces de resistir la intemperie y

crudeza de las estaciones, que en aquel desolado rincón del mundo, más que en parte alguna,

suelen ser crueles y rigurosas.

Las pescadoras iban en tanto apareciendo por los tortuosos caminos que conducían a la playa,

y, posando sus cestos de mimbre en la arena, se sentaban sobre ellos y charlaban juntas, y

murmuraban; feo vicio en el que, a pesar de que siempre se achaca a las mujeres, se me antoja

creer, y lo que es más, decirlo, incurren los hombres con demasiada frecuencia.

Por una senda oculta y extraviada apareció una joven que fue recibida por todos con muestras

de particular predilección.

En sus brazos traía un niño al que muy pocas primaveras habían sonreído, y que, a juzgar por el

cariño con que le cuidaba, no cabía duda alguna que era su hijo, a pesar de que ella contaba

apenas dieciocho años.

Tenía el rostro oscurecido por ese color tostado que presta el mar, y sus ojos de un brillo casi

luminoso daban a su fisonomía delicada, y un tanto marchita, cierto reflejo extraño e

incomprensible que llamaba la atención de todo aquel que la veía, aun cuando fuese por primera

vez.

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Traía los brazos y los pies desnudos, y éstos, así como todo su cuerpo, tenían una forma casi

aristocrática que era fácil distinguir a pesar de su desaliño.

No obstante, el color pálido que teñía sus facciones se adivinaba, gracias al aspecto de su

construcción, que debía ser robusta y de pasiones exaltadas.

La languidez de su mirada y las largas pestañas que hacían sombra sobre sus mejillas no

bastaban a ocultar el rayo brillante que despedía su pupila oscura y fosforescente.

Al llegar cerca de las demás pescadoras, tomó asiento entre ellas y les dirigió la palabra con un

aire modesto y gracioso, al mismo tiempo que prestaba a su fisonomía un tinte especial, conjunto

de tristeza y de alegría, de melancólicos y de risueños pensamientos.

Diríase que dos rayos de luz, sombrío el uno y brillante el otro, iluminaban alternativamente su

semblante prestándole un aire extraño y sobrenatural.

La pobre niña había adquirido desde sus primeros años cierta apartada reserva para con los que

la rodeaban, que rayaba ya en severidad y algunas veces en fiereza; triste efecto de una vida

solitaria y errante como los vientos de aquellas comarcas.

Hija de un momento de perdición, su madre no tuvo siquiera para santificar su yerro aquel amor

con que una madre desdichada hace respetar su desgracia ante todas las miradas, desde las más

púdicas hasta las más hipócritas.

Hija del amor, tal vez, apenas la luz del día iluminó sus inocentes mejillas, fue depositada en

una de esas benditas casas en donde la caridad ajena puede darle la vida, pero de seguro no le

dará una madre; así fue que las únicas caricias que halagaron la existencia de aquella criatura

fueron las de un marido que la abandonó en medio de sus sueños de ángel, cuando empezaba a

comprender que la vida tiene más encantos que la soledad de los bosques y el canto de los pájaros

en una mañana de primavera.

Su belleza y hasta aquella grave reserva con que las más de las veces evitaba hablar con los que

la buscaban, la hicieron querida para todos y recibida siempre, aun a pesar suyo, con muestras de

regocijo allí a donde quisiera que se acercase.

Risas estrepitosas y voces alegres llenaron bien pronto el silencio de aquella ribera, en tanto

vagaban por la playa las frescas y robustas hijas de aquellas montañas que comunican su salvaje

belleza a sus moradores.

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Los marineros, más animados que nunca en su trabajo, juraban, cantaban y reían,

escarneciéndose sin compasión, pero también sin que, como solía suceder, pasaran de palabras sus

amenazadoras promesas y sus juramentos, que escandalizarían los oídos menos castos si algunos

hubiese por aquellos lugares.

Cubríase el cielo poco a poco de nubes plomizas y los relámpagos, reflejándose en las olas que

empezaban a rugir sordamente, prestaban un aspecto asolador a aquel vasto océano que parecía

extenderse hasta la inmensidad.

Rosalía de Castro.

http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12593286440141513087846/p0000001.htm

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