747

La infancia y la juventud de Lawrence Breavman está · caminos que lo alejaron de su ciudad y su familia, incluso de su precoz celebridad, y que lo condujeron a ella. Con la fuerza

  • Upload
    lykhue

  • View
    216

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

La infancia y la juventud de Lawrence Breavman estápuntuada de nombres femeninos: Bertha, que se cayó deun manzano; Lisa, con quien jugaba a la prostituta y elsoldado; Heather, la criada a la que sometió a unagloriosa sesión de hipnosis; Tamara, la revolucionaria demuslos dorados. Y Shell, sobre todo Shell, con la quedescubrió mucho después el amor y sus exigencias.

A Shell se lo contaría todo sin omitir detalle: el viejorevólver de su padre, la soledad de los parques deMontreal, el mensaje que enterró bajo la nieve, lascharlas trascendentales con su amigo Krantz… Todos loscaminos que lo alejaron de su ciudad y su familia, inclusode su precoz celebridad, y que lo condujeron a ella.

Con la fuerza sugestiva y la riqueza de imágenes desus mejores poemas, Leonard Cohen recrea en El juegofavorito, publicada originalmente en 1963, la historia deuna educación erótica y sentimental de claras

resonancias autobiográficas.

Leonard Cohen

El juego favoritoePub r1.0

T itiv illus 13.11. 16

Título original: The Favourite GameLeonard Cohen, 1963Traducción: Blanca Tera y Susan HendryEditor digital: TitivillusePub base r1.2

A ---------------, como leprometí

LIBRO I

1

Breavman conoce a una chica llamadaShell a la que le hicieron unos agujeritosen las orejas para que pudiera llevarlargos pendientes de filigrana. Laspunciones se infectaron y ahora tiene unapequeña cicatriz en cada lóbulo. Él lasdescubrió tras su pelo.

Una bala penetró en el brazo de supadre cuando salía de una trinchera. Paraun hombre con trombosis coronaria esreconfortante exhibir una herida recibidaen combate.

En la sien derecha Breavman tiene lacicatriz que Krantz le impuso con unapala. Una disputa sobre un muñeco de

Rosa
Nota adhesiva

nieve. Krantz quería utilizar escoria decarbón para los ojos. Breavman era y estodavía enemigo de utilizar materialesextraños en la decoración de muñecos denieve. Nada de bufandas de lana, desombreros, de gafas. En la misma línea,condena que se metan zanahorias en laboca de las talladas calabazas de adornonavideño o que se les claven orejashechas con pepinos.

Su madre consideraba todo su cuerpouna cicatriz que había ido creciendo sobreun algo anterior y perfecto que buscaba enespejos, ventanas y tapacubos.

Para los niños, las cicatrices sonmedallas. Los amantes las utilizan comosecretos que revelar. Una cicatriz es lo

que ocurre cuando la palabra se hacecarne.

Es fácil mostrar una herida, lashonrosas cicatrices da la batalla. Es duromostrar una pústula.

2

La todavía joven madre de Breavmancazaba arrugas con las manos y un espejode aumento.

Cuando encontraba una, consultabauna batería de aceites y cremas alineadosen una bandeja vidriada y suspiraba. Sinfe, la arruga era ungida.

«Esta no es mi cara, no es mi autenticacara.»

«¿Dónde está tu auténtica cara,madre?»

«Mírame. ¿Es esto lo que parezco?»«¿Dónde está, dónde está tu auténtica

cara?»«No lo sé, en Rusia, cuando yo era

niña.»Breavman sacaba de la estantería el

enorme atlas y se caía con él. Cribaba laspáginas como un buscador de oro hastaque la encontraba, toda Rusia, pálida yvasta. Inclinado sobre las distancias hastaque se le nublaba la vista, y los lagos, losríos y los nombres se convertían en unacara increíble, borrosa y bella y perdidafácilmente.

La criada tenía que llevarlo a rastraspara ir a cenar. Un rostro de mujer flotabasobre la vajilla de plata y la comida.

3

Su padre se pasaba la vida en cama oen una campana de oxígeno del hospital.Cuando se levantaba y paseaba, mentía.

Cogió el bastón que no tenía filete deplata y llevó a su hijo a Mount Royal. Allíhabía un antiguo cráter. Dos cañones dehierro y piedra descansaban en el hueco,dulcemente recubierto de césped, que undía había sido un abismo de lavahirviente. Breavman quería demorarse allíen la violencia.

«Volveremos cuando me sientamejor.»

Una mentira.Breavman aprendió a acariciar la cara

de los caballos atados al lado de la casade campo, a darles terrones de azúcar enla palma de la mano extendida.

«Un día montaremos a caballo.»«Pero si apenas puedes respirar.»Su padre sufrió un colapso aquella

tarde ante el mapa con banderas sobre elque planeaba las batallas, manoteandotorpemente en busca de las cápsulas deinhalación.

4

Es una película atestada de cuerposfamiliares.

Su padre dirige la cámara a sus tíos,altos y serios, flores en las solapas, quese acercan demasiado y entran en laborronedad.

Sus esposas parecen estiradas ytristes. Su madre retrocede, animando asus tías a salir en la película. Al fondo dela pantalla, su sonrisa y sus hombros seaflojan lánguidamente. Cree estar fuera decampo.

Breavman detiene la película paraestudiar a su madre y el rostro es comidopor una gran mancha de bordes

anaranjados a medida que la película sequema.

Su abuela está sentada en la sombrade la galería de piedra, sus tías aparecenante ella con los niños. Un juego de té deplata resplandece vivamente en tecnicolorprimitivo.

Su abuelo pasa revista a unaformación de niños, pero quedainmovilizado en mitad de un gesto deaprobación y es destrozado por una llamade color naranja.

Breavman está mutilando la películacon sus exigencias históricas.

Breavman y sus primos se enzarzan enpequeñas batallas caballerescas. Lasniñas hacen reverencias. Se invita a los

niños a saltar de uno en uno el sendero debaldosines.

Un jardinero, tímido y agradecido, esconducido a la zona de sol para serinmortalizado con sus superiores.

Un batallón de esposas se apretuja defrente, diezmadas por el borde de lapantalla. Su madre es una de las primerasen desaparecer.

De pronto, la película es zapatos ycésped borroso, su padre se tambaleabajo otro ataque.

«¡Por favor…!»Los rollos de celuloide arden bajo los

pies de Breavman.Comienza a bailar hasta que la tata y

la doncella lo salvan, y su madre lo

castiga.Proyecta la película noche y día. Ten

cuidado, maldito, ten cuidado.

5

Los Breavman crearon y presidieroncasi todas las instituciones que hicieronde la comunidad judía de Montreal una delas más poderosas de hoy.

El chiste que circulaba era: Los judíosson la conciencia del mundo, y losBreavman, la conciencia de los judíos. «Yyo soy la conciencia de los Breavman»,añadía Lawrence Breavman. «En realidadsomos los únicos judíos que quedan, esdecir, supercristianos, ciudadanos deprimera con los colmillos limados.»

Hoy día el sentimiento general, sialguien se molesta en expresarlo, es quelos Breavman están en decadencia. «Si no

tenéis cuidado, vuestros hijos hablaráncon acento», advierte LawrenceBreavman a sus primos ejecutivos.

Diez años antes, Breavman habíacompilado el Código Breavman:

Somos caballeros Victorianos decredo hebreo.

No podemos afirmarloterminantemente, pero es casi seguro quelos demás judíos con dinero loconsiguieron en el mercado negro.

No deseamos ingresar en clubs decristianos ni debilitar nuestra sangre conmatrimonios mixtos. Queremos serconsiderados como iguales, unidos por laclase, la educación y el poder, ydiferenciados por los rituales domésticos.

Nos negamos a pasar la frontera de lacircuncisión.

Fuimos civilizados primero ybebemos menos, atajo asqueroso deborrachos sanguinarios.

6

Una rata está más viva que unatortuga.

La tortuga es lenta, fría, mecánica,casi un juguete, un caparazón con patas.Su muerte no cuenta. En cambio, la rata esveloz y caliente en su envoltura de piel.

Krantz guardó la suya en una radiovacía. Breavman guardó la suya en unalata de miel. Krantz se fue de vacacionesy encargó a Breavman que le cuidara lasuya. Breavman las puso juntas.

Alimentar ratas da trabajo. Hay quebajar al sótano. Las olvidó durante untiempo. Por último, ni quiso pensar en lalata de miel y evitaba las escaleras del

sótano.Por fin bajó y notó un terrible hedor

procedente de la lata. Hubiera preferidoque estuviera todavía llena de miel. Miródentro y una rata se había comido casitodo el estómago de la otra. Le tenía sincuidado cuál era la suya. La rata vivasaltó hacia él y entonces se dio cuenta deque estaba loca.

Manteniendo la lata lejos por elhedor, la llenó de agua. La rata muertaflotaba en la superficie con el agujeroentre las costillas y las patas traseras a lavista. La viva arañaba las paredes.

Le llamaron a comer. El primer platoera tuétano. Su padre lo sacaba agolpecitos del hueso. Aquello procedía

del interior de un animal.Cuando volvió a bajar, las dos

flotaban. Vació la lata en el camino deacceso a su casa y lo tapó con nieve.Vomitó y tapó aquello con nieve.

Krantz estaba loco. Quería celebrarpor lo menos un funeral, pero no pudieronencontrar los cuerpos porque había caídouna gran nevada.

Cuando llegó la primavera laemprendieron con los montículos de nievesucia del camino. Nada. Krantz dijo queconsiderando el estado de la cuestión,Breavman le debía dinero para otra ratablanca. Le había prestado la suya y no lehabía devuelto nada, ni siquiera unesqueleto. Breavman dijo que un hospital

no paga nada cuando alguien se muereallí. Krantz dijo que cuando se presta unacosa a alguien y esa persona la pierde,tiene que pagarla. Breavman dijo quecuando se está vivo no se es una cosa yque, además, le hizo un favorcuidándosela. Krantz dijo que matar a unarata era un curioso favor, y se enzarzaronen una lucha sobre la grava mojada.Después se fueron a la ciudad ycompraron dos ratas nuevas.

La de Breavman se escapó y vivía enun cuartucho debajo de la escalera. Veíasus ojos con una linterna. Durante variasmañanas estuvo poniendo delante de lapuerta trigo inflado que la rata roía, peropronto dejó de preocuparse.

Cuando llegó el verano y empezaron asacar de allí las persianas y las ventanasde rejilla, uno de los hombres descubrióun pequeño esqueleto. Tenía pegadosparches de pelo. Lo echó al cubo de labasura.

Cuando el hombre se fue, Breavmancogió el esqueleto y corrió a casa deKrantz. Le dijo que era el esqueleto de laprimera rata y que Krantz podía hacerle elfuneral si deseaba. Krantz le contestó queno quería un asqueroso esqueleto viejo,que ya tenía una rata viva. Breavman dijoque estupendo, pero que tenía que admitirque estaban en paz. Krantz lo admitió.

Breavman enterró el esqueleto bajolos pensamientos. Su padre se ponía uno

en el ojal todas las mañanas. Breavmandemostró un renovado interés en aspirarsu aroma.

7

Vuelve, severa Bertha, vuelve yarrástrame al árbol del tormento.Apártame de los dormitorios de lasmujeres fáciles. Cóbrate la deuda. Lachica con la que estuve anoche engaña alhombre que le paga el alquiler.

Así es como Breavman invocaba elespíritu de Bertha muchas mañanas de susveinte años.

Sus huesos vuelven a ser entoncescomo palillos. Su nariz retrocede desde laimpresionante prominencia semítica a laoscuridad gentil de su niñez. El vello delcuerpo lo va perdiendo al tiempo que losaños, como un oasis esquilmado por una

maldición. Es bastante liviano parasubirse en manillares y ramas demanzanos. Los japoneses y los alemanesno tienen razón.

«¿Jugamos ahora, Bertha?»La ha seguido hasta las ramas más

frágiles del árbol.«¡Más arriba!», exige ella.Incluso las manzanas tiemblan. El sol

se refleja en la flauta de Bertha,transformando la madera pulida en uninstante plateado.

«¿Ahora?»«Primero tienes que decir algo de

Dios.»«Dios es un tonto.»«Oh, eso no es nada. Para eso no

juego.»El cielo está azul y las nubes se

mueven. Hay fruta podrida en el suelo,millas más abajo.

«Mecachu en Dios.»«Algo terrible —horriblemente sucio,

gallina. La palabra auténtica.»«¡Me cago en Dios!»Aguarda a que un viento ardiente lo

levante de la rama y lo deje mutilado en lahierba.

«¡ME CAGO EN DIOS!»Ve a Krantz que está tumbado junto a

una manguera enrollada, deshaciendo unapelota de béisbol.

«Eh, Krantz, escucha esto. ¡MECAGO EN DIOS!»

Breavman no ha oído nunca su propiavoz tan pura. El aire es un micrófono.

Bertha altera su precaria postura paragolpearlo en la mejilla con su flauta.

«¡Mala lengua!»«Fue idea tuya.»Ella le golpea de nuevo en nombre de

la religión, y al caer violentamente porentre las ramas va desgajando manzanas.Ni un grito mientras se desploma.

Breavman y Krantz la contemplan unsegundo, en una postura retorcida quenunca hubiera podido conseguir engimnasia. Piden a gritos un teléfono. Elinexpresivo rostro sajón de Bertha pareceanestesiado tras las gafas, todavíaintactas, de montura de acero. De su brazo

se ha escapado un afilado hueso.Tras la ambulancia, Breavman

susurró:«Krantz, hay algo especial en mi voz.»«No, no hay nada.»«Sí lo hay, puedo hacer que pasen

cosas.»«Estás chiflado.»«¿Quieres que te diga lo que me

propongo?»«No.»«Prometo no hablar durante una

semana. Prometo aprender a tocar laflauta yo solo. De esa manera no variaráel numero de gente que sabe hacerlo.»

«¿Y para qué sirve eso?»«Es evidente, Krantz.»

8

Su padre decidió levantarse del sillón.«¡Te estoy hablando, Lawrence!»«Tu padre te está hablando,

Lawrence», tradujo su madre.Breavman ensayó una postrera

pantomima desesperada.«Escucha la respiración de tu padre.»El mayor de los Breavman calculó el

gasto de energía, aceptó el riesgo y cruzóel rostro de su hijo con el reverso de lamano.

Sus labios no estaban tan hinchadoscomo para no seguir practicando el «OídBlack Joe».

Decían que ella viviría. Pero él no

renunció a seguir tocando la flauta. Élsería el número adicional.

9

Los japoneses y los alemanes eranenemigos hermosos. Tenían dientes decaballo o monóculos crueles y dabanórdenes en un inglés elemental con muchasaliva. Empezaron la guerra porque lollevaban en la sangre.

Había que bombardear los barcos dela Cruz Roja y ametrallar a losparacaidistas. Sus uniformes estabanrígidos y decorados con calaveras. Noperdían el apetito y se reían de laspeticiones de clemencia.

No realizaban ningún acto guerrero sinun primer plano de alegría perversa.

Lo que mejor les salía era torturar.

Para arrancar secretos, para hacer jabón,para dar ejemplo a ciudades de héroes.Pero, sobre todo, torturaban pordiversión, porque lo llevaban en lasangre.

Los tebeos, las películas, losprogramas de radio giraban en torno alhecho de la tortura. Nada fascina tanto aun niño como un cuento de torturas. Con laconciencia tranquilísima, con unaintensidad patriótica, los niños soñaban,hablaban y celebraban orgías de violenciafísica. Se daba rienda suelta a lasimaginaciones para que errasen en misiónde reconocimiento desde el Calvariohasta Dachau.

Los niños europeos pasaban hambre,

contemplaban cómo se las ingeniaban ymorían sus padres. Aquí crecimos conlátigos de juguete. Una primeraadvertencia contra nuestros futuroslíderes, los hijos de la guerra.

10

Tenían a Lisa, tenían el garaje,necesitaban cuerda, cuerda roja por lo dela sangre.

No podían entrar en el oscuro garajesin cuerda roja.

Breavman se acordó de un rollo.El cajón de la cocina está a un paso

del cubo de la basura, que está a un pasodel cubo de basura de la calle, que está aun paso del armazón en forma dearmadillo de los camiones automáticos debasura, que están a un paso de losmisteriosos montones de basura hediondaa orillas del St. Lawrence.

«¿Quieres un vasito de chocolate

milk?»[1]

Le gustaría que su madre mostrararespeto por las cosas importantes.

Oh, es el cajón de cocina más perfectoque existe, incluso si tienes una prisaloca.

Además de la caja de cuerdasenmarañadas hay cabos de velaantiquísimos de las noches del Sabbath,guardados en avara previsión detormentas; llaves de cerraduras que ya sehan cambiado (es difícil tirar algo tanpreciso y trabajado como una llave demetal), plumas con el punto oscurecidopor un pegote de tinta que se podríanlimpiar si alguien se tomara la molestia dehacerlo (su madre se lo ordenó a la

criada), mondadientes que nadie ha usadonunca (sobre todo para los dientes), unpar de tijeras rotas (las nuevas seguardaban en otro cajón; diez años mástarde seguían refiriéndose a ellas como«las tijeras nuevas»), arandelas viejas degoma para cubrir conservas caseras(tomates en vinagre, verdes, de malacalidad y piel gruesa), tiradores, tuercas,todos los desechos caseros que protege laavaricia.

Breavman hurgó en la caja de cuerdasa ciegas, porque el cajón nunca se podíaabrir del todo.

«Una galletita, un trozo de tarta demiel, hay un paquete entero dealmendrados.»

¡Ah!, rojo brillante.Los verdugones danzan por todo el

cuerpo imaginario de Lisa.«Fresas», dijo su madre a modo de

despedida.Los niños tienen una manera especial

de entrar en garajes, establos y desvanes:la misma con la que entran en los grandessalones y en las capillas familiares. Losgarajes, establos y desvanes son siempremás antiguos que las casas a las quepertenecen. Tienen el sombrío aspectoreverente de inmensos cajones de cocina.Son museos amistosos.

Dentro estaba oscuro, olía a aceite yhojas del año pasado que se fragmentabancuando ellos se movían. Brillaban

húmedamente trozos de metal, bordes depalas y cubos.

«Tú eres el americano», dijo Krantz.«No; no quiero», dijo Lisa.«Tú eres el americano —dijo

Breavman—. Dos contra uno.»El cañón antiaéreo de Breavman y

Krantz era muy pesado. Lisa emprendióuna atrevida maniobra avanzando en laoscuridad, con los brazos extendidos.

«Ta-ta-ta-ta-ta-ta», tartamudeaban susametralladoras.

Estaba tocada.Entró en un picado espectacular y se

lanzó en paracaídas en el último momento.Balanceándose sobre ambos piesdescendía del cielo mirando hacia abajo;

sabía que no tenía escapatoria.«Es una bailarina perfecta», pensó

Breavman.Lisa contempló impávida cómo se

acercaban los Krauts[2].«Achtung. Heil Hitler. Eres

prisionero del Tercer Reich.»«Me he tragado los planos.»«Tenemoss métodoss.»La obligaron a echarse boca abajo en

el catre.«En el trasero sólo.»«Jolín, son blancas, blanquísimas.»Le azotaron las nalgas con la cuerda

roja sin causarle dolor.«Date la vuelta», ordenó Breavman.«Lo convenido era que sólo en el

trasero», protestó Lisa.«Eso fue la última vez», argüyó

Krantz, el legalista.Tenía que quitarse también la ropa de

arriba; el catre desapareció bajo sucuerpo y ella flotaba en la oscuridadotoñal del garaje, a dos pies sobre elsuelo de piedra.

Oh, Dios; oh, Dios; oh, Dios.Breavman no utilizó su turno de

azotes. Nacían flores blancas en todos losporos del cuerpo de Lisa.

«¿Qué le pasa a éste? Me voy avestir.»

«El Tercer Reich no toleraráinsubordinaciones», dijo Krantz.

«¿La obligamos?», preguntó

Breavman.«Armaría mucho jaleo», contestó

Krantz.Ahora, una vez acabado el juego, les

hizo volverse mientras se vestía. La luzdel sol que ella dejó pasar al salirconvirtió al garaje en un garaje. Sesentaron en silencio; el látigo rojo ya noexistía.

«Vámonos, Breavman.»«Es perfecta, ¿verdad, Krantz?»«¿Qué tiene de perfecta?»«Si la has visto. Es perfecta.»«Hasta luego, Breavman.»Breavman lo siguió hasta más allá del

patio. «Es perfecta, Krantz, ¿no la viste?»Krantz se tapó los oídos con los

índices. Estaban pasando por delante delÁrbol de Bertha. Krantz empezó a correr.

«Era realmente perfecta; tienes queadmitirlo, Krantz.»

Krantz corría más.

11

Uno de los primeros pecados deBreavman fue contemplar a escondidas elrevólver. Su padre lo guardaba en lamesilla de noche, entre su cama y la de suesposa.

Era un 38, enorme, con una gruesafunda de piel. Nombre, grado y regimientograbados en el cañón. Mortífero,anguloso, preciso, candente en laoscuridad del cajón, con peligrosapotencia. El metal estaba siempre frío.

El ruido de la maquinaria cuandoBreavman amartillaba el percutor era elmaravilloso sonido de todos los adelantoscientíficos mortíferos. ¡Clic!, como el

chasquido de los bordes de una ruedadentada.

Las pequeñas balas romas se podíanrayar con la uña del pulgar.

Si los alemanes bajaran por la calle…Cuando su padre se casó, prometió

matar a cualquier hombre que se tomaralibertades con su mujer. Su madre locontaba como si se tratara de un chiste.Breavman creía en las palabras.Vislumbraba un montón de cadáveres,todos los hombres que le habían sonreídoa su madre.

Su padre tenía un cardiólogo muy carollamado Farley. Estaba tanto tiempo conellos que hubieran podido llamarle «tío»,si hubieran sido la clase de familia que

hace cosas así. Mientras su padre estabajadeando bajo la campana de oxígeno enel Royal Victoria, el doctor Farley besó asu madre en el vestíbulo de su casa. Fueun beso cariñoso de consuelo para unamujer desgraciada, entre dos personas quehan pasado juntas muchas crisis.

Breavman se preguntó si no seríamejor coger el revólver y acabar con él.

Pero entonces, ¿quién cuidaría a supadre?

No hace mucho, Breavmancontemplaba cómo su madre leía el Star.Ella dejó el periódico y su rostro sesuavizó con una sonrisa chejoviana dejardines perdidos. Acababa de leer laesquela mortuoria de Farley.

«Un hombre tan guapo.» Parecía estarpensando en las películas tristes de JoanCrawford. «Quería casarse conmigo.»

«¿Antes o después de que papámuriera?»

«No seas tonto.»Su padre era muy ordenado: volcaba

la cesta de costura de su mujer cuandocreía que estaba desarreglada, seenfurecía si las zapatillas no se alineabancuidadosamente debajo de las camasrespectivas.

Era un hombre gordo que se reíafácilmente con todo el mundo, excepto consus hermanos.

Era tan gordo, y sus hermanos altos ydelgados, y no era justo, no era justo. ¿Por

qué tenía que morirse el gordo, no tenía yabastante con ser gordo y jadeante; por quéno uno de los guapos?

El revólver demostraba que algunavez había sido un guerrero.

Los retratos de sus hermanosaparecieron en el periódico en relacióncon las contribuciones para el esfuerzobélico. Él le regaló a su hijo el primerlibro que éste tuvo, The Romance of theKing’s Army , un grueso volumen dealabanza del Ejército británico.

«K-K-K-K-Katy», cantaba cuandopodía.

Lo que le gustaba verdaderamenteeran las máquinas. Recorría kilómetrospara ver una máquina que cortaba

cañerías así en vez de asá. Su familiapensaba que era tonto. Prestaba dinero aamigos y empleados sin preguntar. Leregalaron libros de poesía por su barmitzvah[3]. Ahora Breavman tiene loslibros de piel y se sorprende ante cadapágina sin cortar.

«Lee éstos también, Lawrence.»Cómo saber si son pájaros.Si son árboles.Si son insectos.Si son piedras.

Miraba a su padre en la refrescantecama blanca, siempre limpia, siempreoliendo a Vitalis. Había algo agriadodentro de aquel cuerpo reblandecido, algoenemigo, una debilidad del corazón.

Rompió los libros cuando su padrecomenzó a debilitarse. No sabía por quéodiaba las cuidadas ilustraciones y lasláminas coloreadas. Nosotros sí losabemos. Era por desprecio al mundo deldetalle, de la información, de la precisióna todo el falso conocimiento que no puedeinmiscuirse en la decadencia.

Breavman deambulaba por la casaesperando que sonara el tiro. Eso lesenseñaría a ellos, los grandestriunfadores, los oradores elocuentes, losconstructores de sinagogas, todos losmagníficos hermanos que marchaban encabeza por el camino de la celebridad.Esperaba la detonación de un 38 quelimpiara la casa y provocara un cambio

terrible. El revólver estaba justo al ladotic la cama. Esperaba que su padreejecutara a su corazón.

«Alárgame las medallas que están enel cajón de arriba.»

Breavman las puso en la cama. Losrojos y llorados de las cintas seconfundían como colores de una acuarela.Con esfuerzo, su padre se las prendió enel jersey.

Breavman se cuadró para recibir lasúltimas consignas.

«¿Te gustan? Siempre andasmirándolas.»

«Oh, sí.»«No te pongas tieso como un maldito

loco. Son tuyas.»

«Gracias, señor.»«Bien, vete fuera y juega con ellas. Y

dile a tu madre que no quiero ver a nadie,incluidos mis famosos hermanos.»

Breavman bajó y abrió el armariodonde estaba el equipo de pescar de supadre. Estuvo horas embelesado,reuniendo las cañas para salmón,enrollando y desenrollando los alambresde cobre, manejando los peligrososanzuelos y cebos.

¿Cómo podía haber empuñado supadre estas maravillosas armas pesadas,aquel cuerpo blando en las almidonadassábanas blancas?

¿Dónde estaba el cuerpo con botas deagua que vadeaba los ríos?

12

Muchos años más tarde, mientrascontaba todo esto, Breavman seinterrumpió. «Shell, ¿cuántos hombresconocen estas pequeñas cicatrices de tuslóbulos? ¿Cuántos aparte de mí, el primerarqueólogo de lóbulos?»

«No tantos como crees.»«No me refiero a los dos, o tres o

cincuenta que los han besado con suslabios de todos los días. Pero en tusfantasías, ¿cuántos hicieron algoimposible con sus bocas?»

«Lawrence, por favor, estamos aquíacostados juntos. Estás intentadoestropear de algún modo la noche.»

«Yo diría que batallones.»Ella no respondió y su silencio alejó

un poco su cuerpo del de él.«Cuéntame más cosas de Bertha,

Krantz y Lisa.»«Todo lo que te cuente será una

coartada de otra cosa.»«Entonces quedémonos callados los

dos.»«Vi a Lisa antes de esa vez en el

garaje. Debíamos de tener cinco o seisaños.»

Con los ojos clavados en Shell,Breavman describió la habitación soleadade Lisa, atestada de juguetes caros.Caballos eléctricos que se balanceaban.Muñecas de tamaño natural que andaban.

Nada que no chirriase o no se iluminaracuando se le apretaba.

Se ocultaban en la sombra de debajode la cama, con las manos llenas desecretos y nuevos olores, y pendientes delos criados, contemplando el sol queresbalaba por el linóleo grabado concuentos de hadas.

Los zapatos de una doncella,gigantescos, patoseaban muy cerca.

«Eso es maravilloso, Lawrence.»«Pero es mentira. Sucedió, pero es

mentira. El Árbol de Bertha es mentira,aunque se cayó de él. Esa noche, despuésde manosear las cañas de pescar de mipadre, me colé en su dormitorio. Dormían,cada uno en su cama. Había luna. Ambos

estaban boca arriba, en la misma postura.Sabía que si gritaba sólo se despertaríauno de ellos.»

«¿Fue la noche que murió?»«No importa cómo ocurren las cosas.»Comenzó a besarla en los hombros y

el rostro y aunque le hacía daño con lasuñas y los dientes, ella no protestó.

«Tu cuerpo no será nunca familiar.»

13

Después del desayuno, seis hombresentraron en la casa y pusieron el féretro enel salón. Era asombrosamente grande, demadera oscura y veteada, con asas demetal. Había nieve en las ropas de loshombres.

De pronto, la habitación adquirió unasolemnidad que Breavman nunca le habíaconocido. Su madre bizqueaba.

Colocaron el féretro sobre una tarimay empezaron a abrir la tapa, que parecíade escritorio.

«¡Ciérrenlo, ciérrenlo; no estamos enRusia!»

Breavman cerró los ojos y esperó oír

el chasquido de la tapa. Pero esoshombres que trabajan entre la desgracia semueven silenciosamente. Se habían idocuando abrió los ojos.

«¿Por qué les hiciste cerrarlo,madre?»

«Ya es bastante.»Los espejos de la casa estaban

empañados, como si el vidrio hubierasufrido una extraña helada interior a tonocon el largo invierno. Su madre se habíaencerrado en el dormitorio. Breavman sesentó en la cama muy tieso y trató decombatir su ira con una emoción mássuave.

El féretro estaba paralelo al sofá.Grupos susurrantes empezaron a

congregarse en el vestíbulo y en lagalería.

Breavman y su madre bajaron lasescaleras. El vespertino sol invernalresbalaba sobre las medias negras de sumadre y arrojaba un reflejo dorado sobrelos parientes y amigos agrupados en elvano de la puerta. Por encima de suscabezas, Breavman vio coches aparcadosy nieve sucia.

Se pusieron muy juntos, sus tíos a sulado. Los amigos y los obreros de lafábrica familiar atestaban el vestíbulo, lagalería y el sendero de entrada. Sus tíos,altos y solemnes, lo cogían por el hombrocon sus bien cuidadas manos.

Pero su madre había sido derrotada.

El féretro estaba abierto.Él estaba cubierto de sedas, envuelto

en un plateado taled[4]. El bigote aflorabaorgulloso y negro contra el pálido rostro.Parecía molesto, como si fuera adespertar, a salir de la caja agresivamenteadornada y a reanudar su sueño en el sofá,más confortable.

El cementerio recordaba un puebloalpino, las lápidas eran casitasdurmientes. Los sepultureros parecíanirrespetuosamente informales con susropas de trabajo. Había una alfombra decésped artificial sobre los montículos defango helado. El féretro descendió pormedio de un sistema de poleas.

De vuelta a casa, se sirvieron

bagels[5] y huevos duros, formas de laeternidad. Sus tíos bromeaban con losamigos de la familia. Breavman los odió.Escudriñó tras la barba de su tío abuelo yle preguntó por que no llevaba corbata.

Era el hijo mayor del hijo mayor.Los familiares se fueron los últimos.

Los funerales son tan pulcros. Todo lo quedejaron tras sí fueron platos de bordesdorados salpicados de migas y semillasde alcaravea.

Las yardas de cortinas de encajeretenían algo de luz de la pequeña luna deinvierno.

«¿Lo miraste, madre?»«Claro.»«Parecía furioso, ¿verdad?»

«Pobre muchacho.»«Y el bigote auténticamente negro.

Como si se lo hubiera pintado con unlápiz de ojos.»

«Es tarde, Lawrence…»«Es tarde, de acuerdo. Pero nunca más

volveremos a verlo.»«Te prohíbo que uses ese tono con tu

madre.»«¿Por qué les obligaste a cerrarlo?

¿Por qué? Podríamos haberlo visto todauna mañana más.»

«¡Vete a la cama!»«¡Maldita seas, maldita seas,

bastarda, bruja!», improvisó con unalarido.

Durante toda la noche estuvo oyendo a

su madre en la cocina, llorando ycomiendo.

14

Es una fotografía en color, la mayor enuna pared de antepasados.

Su padre luce un traje inglés y toda lareticencia inglesa que puede encerrar eltejido. Una corbata color vino, con unnudo diminuto y apretado, surge como unagárgola. En la solapa, una insignia de lalegión canadiense, sin el brillo de unajoya. El rostro, con papada, derrocharazón y decencia victoriana, aunque losojos castaños son un poco demasiadosuaves y descarados, la boca demasiadollena, semítica, dolida.

El bigote orgulloso preside los labiossensitivos como un administrador

desconfiado.La sangre que escupía al morir es

invisible, pero aparece en su barbillacuando Breavman contempla la foto.

Es uno de los príncipes de la religiónpersonal de Breavman, de doblenaturaleza y arbitrario. Es el hermanoperseguido, el casi poeta, el inocente delos juguetes mecánicos, el suspirante juezque escucha pero no sentencia.

También es la Autoridad Suprema,armado con el Derecho Divino, que ejerceuna violencia despiadada contra todo loque es débil, tabú, anti-Breavman.

Cuando Breavman le rinde homenajese pregunta si su padre sólo estáescuchando o si está estampando su sello

sobre los decretos.Ahora se va asentando más

pasivamente dentro del marco dorado y suexpresión se ha hecho distante, como lasde las fotografías más viejas. Su atuendocomienza a parecer fechado y de época.Puede descansar en paz. Breavman haheredado todas sus preocupaciones.

Al día siguiente del funeral, Breavmandescosió una de las severas pajaritas desu padre y metió en ella un mensaje.Después la enterró en el jardín, bajo lanieve, al lado de la valla por donde seintroducen en verano los lirios del valletic la casa vecina.

15

Lisa tenía el pelo negro y lacio deCleopatra, que ondeaba en gavillas cobresus hombros cuando corría o saltaba. Suspiernas eran largas y bien formadas,embellecidas por el ejercicio. Tenía ojosgrandes, de párpados pesados, soñadores.

Breavman pensaba que quizás ellasoñaba lo mismo que él, con intrigas ygrandes hazañas; pero no, sus grandesojos vagabundeaban imaginando la casatan bien amueblada que iba a ser suya, losniños que tendría, el hombre al que iba arodear de cariño.

Se cansaron de jugar en el campo, allado del Árbol de Bertha. Ya no les

gustaba apretujarse bajo un porche, parajugar a la pizpirigaña. No les gustabaandar a la pata coja por el hospital deljuego del marro. No querían trazar elcírculo mágico y marcarlo con un punto.Til-infan. Monos-vá. Les daba igual aquien tocara.

Preferían los juegos de la carne, delamor, de la curiosidad. Dejaron atrás el«Run Sheep Run» para ir hasta el parque,y se sentaban en un banco cerca delestanque, donde las niñeras charlaban ylos niños hacían navegar sus barcos dejuguete.

Él quería saberlo todo de ella. ¿Ledejaban escuchar The Shadow? («El árboldel crimen produce amargos frutos.

¿Quién conoce el mal que anida en elcorazón del hombre? Sólo The Shadow,je-je-je-je-je».) ¿A que Alan Young eraestupendo? Sobre todo el personaje de lavoz frívola: «Estoy aquí, estoy aquií, vena coger los capullos de mi cabello.»¿Verdad que la única parte decente delprograma de Charlie McCarthy eracuando aparecía Mortimer Snerd?¿Conocía Gangbusters? ¿Quería oír cómoimitaba el coche de Green Hornet,conducido por su fiel servidor filipino,Cato, o The Whistler? ¿A que era unacanción muy bonita?

¿La habían llamado alguna vez suciajudía?

Se quedaban callados y las niñeras y

sus niños rubios reafirmaban su controldel universo.

¿Y cómo se sentía uno sin padre?Te hacía sentirse mayor. Trinchabas el

pollo, te sentabas donde se sentaba él.Lisa escuchaba, y por primera vez

Breavman se sentía dignificado, o másbien dramatizado. La muerte de su padrele daba un halo de misterio, un contactocon lo desconocido. Podía hablar con másautoridad de Dios y del infierno.

Las niñeras recogieron niños y barcosy se marcharon. La superficie del estanquevolvió a alisarse. Las manecillas del relojdel Chalet giraron hacia la hora de lacena, pero ellos siguieron hablando.

Se cogieron las manos, se besaron una

vez cuando el sol estaba bajo y unresplandor dorado se filtraba por losarbustos espinosos. Volvieron lentamentea casa, sin cogerse de la mano, perochocando uno contra otro.

Breavman se sentó a la mesa tratandode comprender por qué no tenía hambre.Su madre ponía por las nubes las chuletasde cordero.

16

Siempre que podían jugaban a su granjuego, el del soldado y la prostituta.Jugaban en cualquier habitación. Él estabade permiso y ella era una prostituta deDeBullion Street.

«Pom, pom», la puerta se abríalentamente.

Se daban la mano y él le cosquilleabaen la palma con el índice.

Así participaban en esta misteriosaactividad cuyos detalles eran tancelosamente encubiertos por los adultostras palabras francesas, palabras yiddish,palabras deletreadas; ese ritual dedisimulos en el que basaban sus chistes

los cómicos de salas de fiesta; ese saberinaccesible que el adulto guarda comogarantía de su autoridad.

Las palabras sucias y los malos tratosestaban excluidos de su juego. Nadasabían acerca del lado sórdido de losburdeles y ¿quién sabe si lo hay? Creíanque eran una especie de palacios delplacer, lugares que se les prohibían tanarbitrariamente como los cines deMontreal.

Las prostitutas eran el ideal femenino,como los soldados eran el idealmasculino.

«Págame ahora.»«Aquí tienes todo mi dinero,

requeteguapa.»

17

Desde los siete a los once años hay untrozo muy grande de vida, lleno deoscurecimiento y olvido. Se supone quevamos perdiendo lentamente el don dehablar con los animales, que los pájarosno se posan ya en el antepecho de nuestraventana para charlar. A medida quenuestros ojos se acostumbran a mirar, sepertrechan contra el prodigio. Flores queuna vez tuvieron el tamaño de los pinos,vuelven a sus macetas. Hasta el terror seempequeñece. Los gigantes que llenabannuestra habitación de niños se achican enmaestros malhumorados y padreshumanos, Breavman olvidó todo lo que

había aprendido del pequeño cuerpo deLisa.

Ay, cómo se habían vaciado sus vidasdesde los tiempos en que salían a gatas dedebajo de la cama y se levantaban sobresus piernas traseras.

Ahora estaban deseando saber, perodesnudarse era pecado. Por eso, teníangran afición a las postales y revistaspornográficas, erotismo casero que corríade mano en mano en los vestuarios delcolegio. Adquirieron grandesconocimientos de escultura y pintura.Conocían todos los libros de la bibliotecaque tenían las mejores reproducciones, lasmás reveladoras.

¿Cómo era el cuerpo?

La madre de Lisa le regaló un libromuy morigerado y ellos lo exploraron envano en busca de información directa.Había frases como «el templo del cuerpohumano», que podía ser verdad, pero¿dónde estaba aquello con su pelo y suspliegues? Querían ilustraciones claras, nouna página en blanco con un punto en elcentro y un pie imperativo: «¡Piénsalo! Elespermatozoide es 1.000 veces menor queeste punto.»

Llevaban ropa ligera. Él, unospantalones cortos de color verde, que aella le gustaban por su finura. Ella, untraje amarillo que era el preferido deBreavman. Esta situación dio origen a lagran frase lírica de Lisa.

«Mañana te pondrás los pantalonesverdes, y yo, el traje amarillo; así serámejor.»

La privación es la madre de la poesía.Breavman estaba a punto de pedir un

libro anunciado en una revista deconfesiones femeninas, que prometíanenviar en un envoltorio discreto, cuando,en una de sus búsquedas periódicas porlos cajones de la doncella, encontró elvisor estereoscópico.

Era de fabricación francesa y conteníauna película de unos sesenta centímetros.Se ponía contra la luz, se hacía girar elpequeño botón redondo y se veía todo.

No tenemos más remedio que alabaresta película, que desapareció con la

doncella en las inmensidades canadienses.Su título, en inglés, era de una

seductora sencillez: «Treinta maneras dejoder.» Las escenas no tenían nada de laspelículas pornográficas que Breavman vioy combatió más tarde, con hombres ymujeres desnudos y saltarinesinterpretando sus sórdidas y artificiosashistorias.

Los actores eran guapos, y estabancontentos de actuar en el cine. No eran losdesechos esqueléticos, viciosos,desesperadamente alegres que actúan enlugares sólo para hombres. No habíaninguna sonrisa lasciva a la cámara, ni unguiño, ni relamerse de labios, ni ultrajesal órgano femenino con cigarrillos o

botellas de cerveza, ni acoplamientosantinaturales y rebuscados.

Cada escena derrochaba ternura yplacer apasionado.

Si esta diminuta cinta de celuloide seproyectara algún tiempo en los cinescanadienses, quizá revitalizaría a lostediosos matrimonios que, según es fama,abundan tanto en nuestro país.

¿Dónde estás, joven trabajadora derecursos supremos? The National FilmBoard te necesita. ¿Estás envejeciendo enWinnipeg?

El film terminaba con unamanifestación de la práctica democráticay universal del amor físico. Había parejasde indios, chinos, negros, árabes, todos

sin sus trajes nacionales.Vuelve, doncella, rompe una lanza en

favor de la Federación Mundial.Apuntaron el visor hacia la ventana y

solemnemente pasaron la película haciadelante y hacia atrás.

Sabían que tenía que ser así.La ventana daba a la cuesta de Murray

Park, que descendía del centro comercial,hacia el St. Lawrence, con la cordilleraamericana al fondo. Cuando no era suturno, Breavman contemplaba elpanorama. ¿Por qué estaba todo el mundotrabajando?

Eran dos niños abrazándose en unaventana, embelesados con su nuevasabiduría.

No iban a lanzarse allí y entonces.Podían ser interrumpidos. Y no sólo eso;los niños tienen un sentido muydesarrollado del rito y de las formas.Aquello era importante. Primero teníanque decidir si estaban enamorados.Porque si algo enseñaba la película, eraque había que estar enamorados. Elloscreían estarlo, pero dejarían pasar unasemana para asegurarse.

Se unieron de nuevo en lo quepensaban que sería su último abrazovestidos.

¿Cómo hubiera podido Breavmantener remordimientos? Lo que interveníaera la naturaleza misma.

Tres días antes del jueves, el día libre

de la doncella, se reunieron en su lugarpreferido, el banco junto al estanque delparque. Lisa era tímida, pero se decidiópor una actitud clara y honesta, deacuerdo con su modo de ser.

«No podemos hacerlo.»«¿No se van tus padres?»«No es eso. Anoche tuve la regla.»Tocó con orgullo la mano de

Breavman. «Oh.»«¿Sabes lo que quiero decir?»«Claro.»No tenía ni la más remota idea.«Pero a pesar de eso podremos, ¿no?»«Pero ahora puedo tener hijos. Mamá

me lo explicó anoche. Ya lo tenía todopreparado: pañitos, un cinturón para mí

sola, todo.»«¿De verdad?»¿De qué estaba hablando? La Regla

sonaba como una intrusión celestial en suplacer.

«Me lo explicó todo, igual que en elvisor.»

«¿Le dijiste lo del visor?»No se podía confiar en nada, en nadie,

en el mundo.«Me prometió no decírselo a nadie.»«Era un secreto.»«No te pongas triste. Hablamos mucho

tiempo. También le hablé de nosotros.Compréndelo, ahora tengo quecomportarme como una mujer. Las chicastenemos que actuar más sensatamente que

los chicos.»«¿Quién ha dicho eso?»Ella se recostó en el banco y le cogió

una mano.«Pero —rió— ¿no estás contento

porque tengo la regla? ¡La tengo en estemismo momento!»

18

Pronto se sumergió en los ritos de lafeminidad adolescente. Cuando volvió delcampo de vacaciones le sacaba mediacabeza a Breavman y su pechocontorneaba incluso los jerseys másanchos.

«Hola, Lisa.»«¿Cómo estás, Lawrence?»Había quedado con su madre en el

centro; iba en avión a Nueva York paracomprar vestidos. Vestía con aquellaausteridad que puede hacer de cualquierchica de trece años una bellezaconmovedora. Nada de las feasextravagancias a las que son tan

aficionados actualmente los judíos y losgentiles de Westmount.

Adiós.La veía separarse de él, no con

tristeza, sino con admiración. A losquince años era una gran señora con loslabios suavemente retocados, y conpermiso para fumar un cigarrillo de vez encuando.

Breavman se sentaba ante la viejaventana y veía a los muchachos mayoresque iban a recogerla en los coches de suspadres. Se maravillaba de haber besadoalguna vez aquellos labios que ahorasostenían cigarrillos. Viéndola entrar enlos grandes coches conducidos porhombres jóvenes con blancas bufandas,

viéndola sentarse como una duquesa en sucarroza, mientras ellos cerraban laportezuela, daban la vuelta por delante delcoche y se acomodaban con airesimportantes en el asiento del conductor,tenía que convencerse a sí mismo de quealguna vez había disfrutado aquellabelleza y aquella gracia.

Oye, se te olvidó en mi pulgar una detus suaves fragancias.

19

Guantes de piel en el solárium.Durante algunos años, el solárium, que

no era más que una galería corrida detrásde la casa, se utilizó para guardar lostrajes de invierno.

Breavman, Krantz y Philip entraron enesa habitación sin motivo determinado.Desde la ventana contemplaron el parquey los tenistas.

Se oía el sonido acompasado de laspelotas botando a uno y otro lado de lared y el sonido histérico de una moscacasera golpeándose contra el vidrio de laventana.

El padre de Breavman había muerto,

el de Krantz casi no paraba en casa, peroel de Philip era severo. No le dejabapeinarse con un gran bucle hacia delante.Tenía que llevar el pelo pegado con unproducto decimonónico.

Aquella tarde histórica, Philip mirabaalrededor, y lo que descubrió fue nadamenos que un par de guantes de piel.

Se puso uno, se sentó sobre una pilade mantas.

Breavman y Krantz, niños muyperspicaces, comprendieron que el guantede piel no era una parte indispensable deaquella práctica.

Coincidieron en que olía a lejía.Philip lo lavó en el fregadero.

«Los católicos lo consideran pecado»,

informó.

20

Breavman y Shell estaban junto allago. La niebla nocturna se amontonaba enla otra orilla como dunas de arena.Estaban dentro de un saco de dormirdoble, cerca del fuego encendido con losleños que aquella tarde habían recogidoen la orilla. Él quería contárselo todo.

«Yo todavía lo hago.»«Yo también», dijo ella.«He leído que Rousseau lo hizo hasta

el final de su vida. Creo que cierto tipo depersonas creativas son así. Trabajan todoel día para disciplinar su imaginación; poreso se encuentran allí a sus anchas.Ninguna mujer real y corpórea puede

proporcionarles tanto placer como suspropias creaciones. Shell, no te asustespor esto que te digo.»

«¿Pero esto no nos separa porcompleto?»

Se cogieron fuertemente las manos ymiraron las estrellas de la zona oscura delcielo; las próximas a la luna no se veían.Ella le dijo que lo amaba.

Un somorgujo alborotaba en mitad dellago.

21

Después de aquel verano distinguidode trajes amarillos y pantalones verdes,Lisa y Breavman se vieron raras veces.Pero una vez, durante el inviernosiguiente, lucharon sobre la nieve.

Para Breavman el episodio aparecerodeado de un círculo, una especie demarco negro que lo separa de todos losdemás recuerdos que tiene de ella.

Fue al salir de la escuela hebrea. Sinhaberlo planeado, se encontraronvolviendo a casa juntos. Atajaron por elparque. Había una luna casi llena, quearrancaba destellos plateados de la nieve.

La luz parecía provenir del interior de

la nieve. Cuando la corteza se rompíabajo sus botas, la nieve blanda quequedaba al descubierto era más brillante.

Intentaron caminar sin romper la capasuperior. Ambos llevaban sus libroshebreos, fragmentos escogidos de la Toraque estaban estudiando en aquella época.

Del juego de caminar suavemente porla corteza pasaron a otros: peloteos connieve, pruebas de equilibrio sobre laszonas heladas, empujones y finalmente uncombate cuerpo a cuerpo que empezóentre risas pero acabó en serio.

Estaban en la pendiente de la colina,cerca de una fila de álamos. Breavmanrecuerda la escena como si fuera unBrueghel: dos pequeñas figuras,

embutidas en abrigos y entrelazadas, supequeña batalla entrevista a través de lasramas heladas.

En un momento determinado,Breavman supo que no iba a ganar. Hacíaesfuerzos por derribarla; no era capaz.Notó que resbalaba. Aún sostenían suslibros hebreos. Él dejó caer los suyos enun último y desesperado esfuerzo, pero nole sirvió de nada y se vino abajo.

La nieve no estaba fría. Lisa se erguíaante él con un aire extraño de hembratriunfante. Él comió un poco de nieve.

«Y ahora tienes que besar elSiddur.»[6]

Era obligatorio besar un libro santocuando se caía al suelo.

«¡Y una mierda!»Se arrastró hacia sus libros, los

amontonó despectivamente y se puso enpie.

Lo que Breavman recuerda másclaramente de la lucha es la fría luz de laluna y los árboles retorcidos, y lahumillación de una derrota no sóloamarga, sino antinatural.

22

Leía todo lo que encontraba sobrehipnotismo. Escondía los libros detrás deuna cortina y estudiaba con una linterna.

Éste sí era el mundo real.Había una parte muy larga, «Cómo

hipnotizar animales». Ilustracionesterroríficas de gallos de ojos vidriosos.

Breavman se imaginaba a sí mismocomo un San Francisco militante,dominando el mundo con sus lealesrebaños y manadas. Monos comoobedientes sátrapas. Bandadas depalomas dispuestas a suicidarse contra losaviones enemigos. Hienasguardaespaldas. Triunfales coros masivos

de ruiseñores.Tovarich, bautizado antes del pacto

Hitler-Stalin, dormía en el porche bajo lasoleada luz del atardecer. Breavman sepuso en cuclillas ante él e hizo oscilar elpéndulo que se había fabricado con unamoneda de dólar horadada. El perro abriólos ojos, olfateó para asegurarse de queno era comida, y se volvió a dormir.

Pero ¿era un sueño normal?Los vecinos tenían una caricatura de

basset llamado Cognac. Breavmanarrancó una mirada de esclavitud de losojos color oro.

¡Aquello marchaba!¿O era sólo la perezosa tarde húmeda?Tuvo que trepar la valla para llegar al

foxterrier de Lisa, y lo obligó a sentarse apocos centímetros de un tazón de comida.

Serás altamente honrado, perro deLisa.

Después de su quinto éxito, laexcitación de poseer ese oscuro poder lotransportó a lo largo de la calle, riendo ycorriendo sin rumbo.

¡Una calle entera de perroshipnotizados!

La ciudad estaba a sus pies. Tendríaun agente en cada casa. Todo lo quetendría que hacer era silbar.

Quizá le dejaría un distrito a Krantz.Silbar, eso era todo. Pero tampoco

había que amenazar su futuro con unaprueba tan tosca. Se metió las manos en

los bolsillos y entre nubes volvió a casacon el secreto de su revolución.

23

En esa edad oscura, la primeraadolescencia, la mayoría de sus amigoscasi le sacaban una cabeza.

Pero fueron sus amigos los quequedaron humillados cuando él se tuvoque subir a un taburete para ver porencima del púlpito mientras cantaba subar mitzvah. No importaba la manera decolocarse frente a los fieles: su bisabuelohabía construido la sinagoga.

Se suponía que los chicos bajos teníanque elegir chicas bajas. Era la regla. Élsabía que las chicas altas e inquietas queél quería podían ser tranquilizadasfácilmente con historias y charla.

Sus amigos insistían en que su cortaestatura era una terrible desgracia, y loconvencieron. Lo convencieron a base decentímetros de carne y hueso.

No lograba comprender por qué factormisterioso habían crecido sus cuerpos,cómo actuaban a su favor el aire y lacomida. ¿De qué modo habían adulado aluniverso? ¿Por qué el cielo era tan durocon él?

Empezó a imaginarse a sí mismo comoEl Diminuto Conspirador, El EnanoAstuto.

Trabajó frenéticamente en un par dezapatos. Le había arrancado los tacones aunos viejos y trataba de clavarlos sobrelos nuevos. Los clavos no sujetaban bien

la goma. Tendría que andar con cuidado.Esto ocurría en el oscuro sótano de su

casa, taller tradicional de fabricantes debombas y alteradores del orden social.

Allí se irguió, un par de centímetrosmás alto, entre avergonzado y satisfechode su destreza. No hay nada como unabuena mollera, ¿eh? Se deslizó al compásde un vals por el suelo de hormigón ycayó de bruces.

Había olvidado completamente ladesesperación de unos minutos antes, peroahora volvía a sentirla, mientras sesentaba penosamente en el suelo, ycontemplaba una bombilla en lo alto. Eltacón suelto que le había derribadoacechaba como un roedor unos

centímetros más allá, con los clavossobresaliendo como colmillos afilados.

La fiesta empezaba un cuarto de horamás larde. Y Muffin salía con un grupo degente mayor y, por consiguiente, más alta.

Se había corrido el rumor de queMuffin rellenaba sus sostenes conalgodones. Breavman decidió adoptar lamisma técnica. Cuidadosamente colocó encada zapato una base de algodón, a modode plantilla. Sus talones quedaron casi ala altura del borde del zapato. Se bajó unpoco más los pantalones.

Unos cuantos giros por el suelo dehormigón y quedó convencido de quepodría desenvolverse. El pánico cedió. Laciencia triunfaba de nuevo.

Las luces fluorescentes, escondidas enuna moldura falsa, iluminaban el techo.Había el clásico bar de espejos conbotellas en miniatura y baratijas decristal. Un sofá forrado se alineaba contrauna de las paredes decorada con un muralal pastel de bebedores de diferentesnacionalidades. Los Breavman no veíancon buenos ojos los sótanos sofisticados.

Bailó bien durante media hora ydespués empezaron a dolerle los pies. Losalgodones se habían arrugado bajo elarco. Al cabo de dos discos más, apenaspodía andar. Se fue al cuarto de baño eintentó aplastar los algodones, pero sehabían convertido en dos pelotas duras.Pensó quitarlos, pero se imaginó la

mirada de sorpresa y terror de su parejacuando lo viera aparecer empequeñecido.

Introdujo la mitad del pie en el zapato,colocó la pelota entre el talón y laplantilla, la prensó enérgicamente y se atóel zapato. Los calambres de dolor lesubían por los tobillos.

En el «Bunny Hop[7]» casi sedesmaya. En medio de aquella fila,aplastado entre la chica, cuya cinturaagarraba y la que agarraba su cintura, lamúsica estrepitosa y repetitiva, todo elmundo cantando uno, dos, uno-dos-tres,perdido el control de sus pies por eldolor, pensó: el infierno debe ser unacosa así, un «Bunny Hop» eterno, con lospies llagados, del que nunca puedes

escapar.Ella, con sus tetas falsas, yo con mis

pies falsos, maldita pareja de algodón.Una de las luces fluorescentes empezó

a guiñar. Hasta las paredes parecían sufrirun sarpullido. A lo mejor todos los queestaban allí, todos los de la fila ondulante,llevaban un relleno de algodón. A lomejor algunos tenían narices de algodón yorejas de algodón y manos de algodón. Ladepresión se apoderó de él.

Ahora venía su canción favorita.Quería bailarla con Muffin muy cerca, susojos contra el pelo de ella, que estabarecién lavado.

… la chica a la que llame míavestirá de satén y encaje y

olerá a colonia.Pero apenas podía sostenerse en pie.

Tenía que ir desplazando el peso de unpie a otro para repartir el dolor a partesiguales. Generalmente esosdesplazamientos no correspondían alritmo de la música y le comunicaban a suya imperfecto estilo de bailarín unacalidad espasmódica adicional. Como sucojera empezaba a ser cada vez másostensible, tenía que apretar más y más aMuffin para conservar el equilibrio.

«Aquí no», le susurró ella al oído.«Mis padres volverán tarde a casa.»

Ni siquiera esta amable invitaciónpudo mitigar su malestar. Agarrándose aella maniobró hacia una parte de la pista

abarrotada de gente, donde podíajustificar la limitación de susmovimientos.

«¡Oh, Larry!»«¡Ése sí que va deprisa!»Incluso para las sofisticadas normas

de aquel grupo de chicos mayores, élbailaba atrevidamente pegado. Aceptó elpapel de galán que su dolor le asignaba ymordió una oreja de Muflió porque habíaoído que las orejas se muerden.

«Librémonos de las luces», gruñía atodos los hombres intrépidos.

Cuando se marcharon de la fiesta, elpaseo fue una marcha forzada dedimensiones épicas. Andaba muy pegadoa Muffin para transformar su cojera en

demostraciones de cariño. En las cuestas,los algodones se le desplazaron otra vezhacia el arco de los pies.

El sonido de una sirena del río llegabahasta Westmount; lo hizo estremecerse.

«Tengo que decirte algo, Muffin.Después tú también tendrás que decirmealgo.»

Muffin no quería sentarse en elcésped, porque se le estropeaba elvestido, pero a lo mejor él le iba a pedirque se hicieran novios. Ella no pensabaaceptar, pero sería un fin de fiestamaravilloso. La confesión que iba a haceraceleraba la respiración de Breavman, yle hizo confundir su miedo con amor.

Se quitó los zapatos y extrajo las

pelotas de algodón, y las depositó, comoun secreto, en el regazo de la chica.

La pesadilla de Muffin no había hechomás que empezar.

«Ahora saca los tuyos.»«¿Qué estás diciendo?», preguntó ella

con una voz que sorprendió a Breavmanpor lo que se parecía a la de su madre.

Señaló el corazón de Muffin.«No te dé vergüenza. Quítatelos.»Alargó la mano hacia los botones del

traje de la chica y recibió en plena cara elpelotazo de sus algodones.

«¡Lárgate!»Breavman decidió dejarla correr. Su

casa no quedaba tan lejos. Agitó losdedos de los pies y se frotó las plantas.

Después de todo no estaba condenado al«Bunny Hop», no con esa gente. Arrojólos algodones en la cuneta y se dirigiórápidamente a su casa con los zapatos enla mano.

Se desvió por el parque y corrió sobrela hierba húmeda hasta que el panorama lehizo detenerse. Colocó los zapatos comopulcros lugartenientes junto a sus pies.

Contempló sobrecogido el espaciosofollaje verdenoche, las luces austeras dela ciudad, el resplandor mate delSt. Lawrence.

Una ciudad era una gran hazaña;construir puentes estaba muy bien. Pero enúltimo término, las calles, los puertos, lastorres de piedra se perdían en la cuna

mucho más amplia de la montaña y elcielo.

Producía un escalofrío sentirse partedel misterioso mecanismo de la ciudad yde las negras montañas.

Padre, soy un ignorante.Aprendería las reglas y las técnicas de

la chirlad, cómo se escogían las calles dedirección única, cómo funcionaba labolsa, qué hacían los notarios.

No era un «Bunny Hop» infernal si sesabía el verdadero nombre de las cosas.Estudiaría las hojas y las cortezas yvisitaría canteras, lo mismo que habíahecho su padre.

Adiós, mundo de algodones.Recogió los zapatos, atravesó los

arbustos, trepó por la valla que separabasu casa del parque.

Líneas negras, como un dibujo aplumilla de una tormenta, se desplomabandel cielo en su ayuda, podría haberlojurado. La casa en la que entró era tanimportante como un museo.

24

Krantz tenía fama de desenfrenado: devez en cuando se le veía fumando doscigarrillos al mismo tiempo por las callesoscuras de Westmount.

Era pequeño y nervudo, con una caratriangular y ojos casi achinados. Unretrato del comedor de su casa, pintadopor el mismo artista que «hizo el delGobernador general» como su madregusta de explicar a la gente, muestra unmuchacho de aire travieso, orejaspuntiagudas, pelo negro y rizado, labiosde mariposa como en un Rosetti, y unaexpresión de amigable superioridad, unaindiferencia (incluso a esa edad) tan

sosegada que no molesta a nadie.Se sentaron una noche en el césped de

un jardín: dos talmudistas gozando de sudialecto que era una máscara del amor.Era una charla furiosa, la charla de dosmuchachos que descubren lo bueno que esno estar solos.

«Krantz, sé que odias este tipo decuestiones, pero si te molestaras en haceruna declaración espontánea, seríajustamente apreciada. Según tu criterio, esdecir, a nivel de tus conocimientos,¿existe algún ser en este mundo cuyaestupidez sea pareja a la del primerministro canadiense?»

«¿El rabino Swort?»«Krantz, ¿opinas con toda honestidad

que el rabino Swort, que, como todo elmundo sabe, no es exactamente el Mesíasni siquiera un profeta menor de laRedención, crees seriamente que el rabinoSwort se acerca a la total y absolutapesadez de nuestro líder nacional?»

«Lo creo, Breavman; lo creo.»«Supongo que tendrás tus razones,

Krantz.»«Las tengo; ya sabes que las tengo.»En un tiempo hubo gigantes en la

tierra.Juraron que no se dejarían engañar ni

por los grandes coches, ni por el amorcinematográfico, ni por la amenazacomunista, ni por The New Yorker.

Gigantes en sepulcros sin

inscripciones.De acuerdo: es estupendo que la gente

no pase hambre, que las epidemias seancontroladas, que se editen los clásicos encómic, pero ¿qué pasa con los grandesvalores de siempre: la verdad y ladiversión?

La maniquí de moda no respondía a suidea de la belleza, ni la Bomba a su ideadel poder, ni el servicio del Sabbath a suidea de Dios.

«Krantz, ¿es cierto que somosjudíos?»

«Eso es lo que dicen, Breavman.»«¿Te sientes judío, Krantz?»«De pies a cabeza.»«¿Tus dientes se sienten judíos?»

«Sobre todo mis dientes, para nohablar de mi huevo izquierdo.»

«En realidad, no debemos bromear; loque acabamos de decir me recuerda laspelículas de los campos.»

«Cierto.»¿No partían de la base de que eran un

pueblo santo consagrado a la pureza, alservicio, a la honestidad espiritual? ¿Noeran una nación aparte?

¿Por qué la idea de una santidadcelosamente defendida había degeneradoen un disimulado desprecio a los gentiles,carente de autocrítica?

Los padres eran unos traidores.Habían vendido su concepto del

destino por una victoria israelí en el

desierto. La caridad se había convertidoen una competición social en la que nadiedaba nada que necesitase realmente, ni unsolo centavo, siendo los premios elreconocimiento de la riqueza y un lugardestacado en el libro de donantes.

Traidores satisfechos de sí mismosque se creían haber realizadoespiritualmente, porque Kinstein y Heifetzeran judíos.

Si por lo menos ellos pudieranencontrar las chicas adecuadas. Entoncespodrían intentar arrastrarse fuera delfango. No chicas de algodón.

Breavman se pregunta cuántas millasde Montreal debió recorrer con Krantz, encoche y andando, en busca de las dos

mujeres que les habían sido designadascósmicamente como compañeras-amantes.

En las calurosas tardes de veranoestudiaban a las multitudes en la FontainePark, mirando inquisitivamente a los ojosde las hembras jóvenes, seguros de que encualquier momento dos hermosurasavanzarían hacia ellos de entre la multitudy caerían en sus brazos. Krantz al volantedel Buick de su padre, conduciendo entrelos montones de nieve apilada a los ladosde las estrechas calles de la parte orientalde la ciudad, a paso de tortuga, porqueestaba cayendo una ventisca, y ambosconvencidos de que dos figuras saldríantiritando de un portal, golpearíantímidamente en las heladas ventanillas del

coche, y serían ellas.Si escogían bien los asientos en la

montaña rusa, el pelo de las chicasazotaría sus caras. Si iban a esquiar un finde semana y elegían bien el hotel, oiríanel maravilloso sonido de las chicasdesvistiéndose en la habitación de al lado.Y si caminaban doce millas porSt. Catherine Street, ni que decir tiene aquién encontrarían.

«Esta noche tengo el Lincoln,Breavman.»

«Magnífico. Vamos a dar una vuelta.»«De acuerdo. A dar vueltas.»Conducían como turistas americanos a

ver lo que sale, hundidos materialmenteen los asientos delanteros de los enormes

coches de los Krantz, hasta que todo elmundo se iba a casa y las calles sequedaban vacías. Y aun así seguíanmerodeando un rato, porque las chicasque esperaban quizá preferían las callesdesiertas. Al fin, cuando no quedabaninguna duda de que esa noche novendrían, se dirigían a la orilla del lago ydaban vueltas alrededor del agua negradel lago St. Louis.

«¿Qué se sentirá cuando uno se ahoga,Krantz?»

«Parece que te desmayas después dehaber tragado muy poca cantidad deagua.»

«¿Cuánta?»«Parece que puedes ahogarte en una

bañera.»«En un vaso de agua, Krantz.»«En un trapo mojado, Breavman.»«En un algodón húmedo. Oye, Krantz,

ésa sería una manera estupenda de matar aun tipo, con agua. Coges al tipo y leaplicas un cuentagotas, una chorretadacada vez. Lo encuentran ahogado en suestudio. Misterio insoluble.»

«No sirve, Breavman. ¿Cómo losujetas mientras tanto? Le encontraríancontusiones o señales de la cuerda.»

«Pero imagínate que funcionara.Encuentran al tipo desplomado sobre sumesa y nadie sabe cómo murió. El forensedictamina que ha muerto ahogado y esoque nadie lo ha visto acercarse al mar en

diez años.»«Los alemanes usaban mucho el agua

para torturar. Le enchufaban al tipo unamanguera en el culo para hacerle hablar.»

«Maravilloso, Krantz. Los japoneseshacían algo parecido. Le hacían comer altipo un montón de arroz crudo y despuésle obligaban a beberse un galón de agua.El arroz empezaba a hincharse y…»

«Sí, lo he oído contar.»«Pero, Krantz, ¿quieres oír la peor de

todas? Y fue obra de los americanos.Escucha: cogieron a un japonés en elcampo de batalla y le obligaron a tragarsecinco o seis cartuchos de fusil. Después lehicieron correr y saltar. Los cartuchos ledesgarraron el estómago. Murió de

hemorragia interna. Soldadosamericanos.»

«¿Y qué me dices de ensartar niños enel aire para practicar con las bayonetas?»

«¿Quién hizo eso?»«Los dos bandos.»«Eso no es nada, Krantz, ya estaba en

la Biblia: “Feliz el que estrella a sus hijoscontra la roca”.»

Diez mil conversaciones. Breavmanrecuerda unas ocho mil. Peculiaridades,horrores, prodigios. Todavía siguenmanteniéndolas. A medida que pasabanlos años, los horrores se hacían mentales,las particularidades sexuales, losprodigios religiosos.

Y mientras hablaban el coche recorría

a toda velocidad las estropeadascarreteras de la comarca, el «disc-jockey» de la Noche Musical hacía girarlos discos del deseo y una a una lasparejas desaparecían de Edgewater,Maple Leaf y El Paso. Las peligrosascorrientes del Lac St. Louis seencrespaban sobre la cuota de ahogadosde fin de semana entre los navegantesaficionados de los clubes marítimos, y laperspectiva amenazante de los padres a laespera hacía más dulces los últimosminutos de conversación. Las paradojas,las frustraciones, los problemas sedisolvían en una dialéctica fascinante.

No existía nada imposible.

25

Suspendida del centro del techo, unaesfera giratoria de espejos arrojabaerupciones de viruelas de una a otra pareddel enorme Palais d’Or de Stanley Street.

A su paso, las paredes parecíanenormes quesos suizos agusanados.

En el estrado, una formación demúsicos con brillantina se sentaba traspesados atriles rojos y blancos y tocabalas adaptaciones de siempre.

Mi único sitio estácerca de ti.Es un paraíso vivircerca de ti.

La música reverberaba entre unas

pocas parejas dispersas. Breavman yKrantz habían llegado demasiado pronto.No había muchas probabilidades de quesucediera el milagro.

«Vaya una birria de sala de baile,Breavman.»

A las diez la pista estaba abarrotadade parejas vistosamente engalanadas y,vistas desde la galería del primer piso,sus vaivenes y sacudidas parecíanalimentarse directamente de lasvibraciones de la música, cuya potenciaahogaban como amortiguadores. El sonidodel bajo, del piano y la percusión seintroducía casi en silencio en sus cuerposy se conservaba allí como movimiento.

Solamente el trompeta, inclinado

hacia atrás, arqueado lejos del micrófonoy apuntando con su instrumento a la esferagiratoria, conseguía dejar un agudo gritoen el aire denso, enrollándose como uncabo salvavidas por encima de las figurasoscilantes. Luego se desvanecía tambiénen la algarabía del coro.

«Pues no está mal esta sala de baile,Krantz.»

En aquellos días de merodeodespreciaban muchos espectáculospúblicos, pero el Palais d’Or les gustó.Era demasiado grande. No había nada desuperficial en aquel millar de personasprofundamente inmersas en un ritual degalanteo, con destellos fragmentados yoscilantes de luz ámbar, verde y violeta

barriendo sus rostros inmóviles y sus ojoscerrados. No podían sustraerse a laimpresión, a la fascinación de todaaquella violencia canalizada, de todaaquella organización voluntaria.

¿Por qué bailan al ritmo de la música—se preguntaba Breavman desde lagalería—, por qué se someten a sudictado?

Al comienzo de cada melodía sedisponían en la pista, obedecían al tempo,rápido o lento, y cuando la piezaterminaba se desintegraban de nuevo endesorden, como un batallón dispersadopor una mina.

«¿Qué les obliga a escuchar, Krantz?¿Por qué no rompen en pedazos el

estrado?»«Bajemos a buscar chicas.»«Un momento.»«¿Qué miras?»«Estoy planeando una catástrofe.»Contemplaron silenciosamente a la

gente que bailaba y oyeron la voz de suspadres.

Todos los que bailaban eran católicos,franco-canadienses, antisemitas,antibritánicos, beligerantes. Le contabantodo al cura, estaban atemorizados por laIglesia, se arrodillaban en capillas tristesde olor cerúleo decoradas con suciasmuletas y cabestrillos. Todos trabajabanpara un patrón judío al que odiaban yestaban esperando el momento de

vengarse. Tenían dientes cariados porquese alimentaban de gaseosas y pasteles dechocolate Mae West. Las chicas erancriadas u obreras. Llevaban vestidosdemasiado brillantes y se les veían lostirantes del sostén a través del endebletejido. Pelo rizoso y perfume barato.Jodían como conejos y el cura losabsolvía en confesión. Eran gentuza.Dales una oportunidad y te queman lasinagoga. Frogs[8]. Franchusma.

Breavman y Krantz sabían que suspadres eran unos fanáticos, por esointentaron echar abajo todas susopiniones. No lo consiguieron del todo.Querían compartir aquella vitalidad, perosentían algo vagamente sucio en su

alegría, los sobes de las chicas, lasrisotadas, las gansadas.

Las chicas podían ser bonitas, perotodas llevaban dientes postizos.

«Krantz, creo que somos los únicosjudíos que hay aquí.»

«No, he visto a algunos del colé deligue hace un par de minutos.»

«Bueno, pues somos los únicos judíosde Westmount.»

«Berni está aquí.»«Vale, Krantz. Soy el único judío de

Wellgreen Avenue. Dime algo a eso.»«Vale. Eres el único judío de

Wellgreen Avenue en el Palais d’Or.»«Las puntualizaciones son

importantes.»

«A ver si encontramos alguna chica.»En una de las puertas del vestíbulo

principal había un grupo de gente joven.Charlaban alegremente en francés,dándose empujones, palmeándose lasespaldas y jeringándose con botellas deCoca-Cola.

Se aproximaron al grupo einmediatamente cambiaron las risas. Loschicos franceses se echaron un poco haciaatrás y Krantz y Breavman invitaron a doschicas. Hablaron en francés, pero noengañaron a nadie. Las chicasintercambiaron miradas entre sí y con losdemás miembros del grupo. Uno de losmuchachos franceses pusomagnánimamente el brazo en el hombro de

la chica a la que Breavman se habíadirigido y la empujó suavemente en sudirección, al tiempo que le palmoteabatambién a él la espalda.

Bailaron muy tiesos. Ella tenía la bocallena de empastes. Breavman sabía quepodría estar oliéndola toda la noche.

«¿Vienes a menudo por aquí, Yvette?»«De vez en cuando, para divertirme.»«Yo también. Moi aussi».Le contó que iba al colegio superior,

que no trabajaba.«¿Eres italiano?»«No.»«¿Inglés?»«Soy judío.»No añadió que era el único de

Wellgreen Avenue.«Mis hermanos trabajan para judíos.»«¿Sí?»«Se trabaja bien con ellos.»El baile no resultó una maravilla. La

muchacha no era atractiva, pero sumisterio racial incitaba a la indagación.La llevó otra vez con sus amigos.También Krantz había terminado debailar.

«¿Qué tal era, Krantz?»«No lo sé. No hablaba inglés.»Deambularon un poco más por allí,

bebiendo Orange Crush acodados en lagalería, haciendo comentarios sobre lamultitud que se movía abajo. Ahora elambiente estaba lleno de humo. La

orquesta tocaba piezas frenéticas ofoxtrots lentos, nada más. Después decada baile la multitud rondaba conimpaciencia a la espera del próximo.

Ya era tarde. Las chicas sin pareja ylos grupos de muchachos solos ya noesperaban el milagro. Se alineaban a lolargo de tres paredes mirando la compactamasa de bailarines con ojos fijos eindiferentes. Algunas chicas recogían susabrigos y se iban a casa.

«Sus blusas nuevas han resultadoinútiles, Krantz.»

Observado desde arriba, elmovimiento de la pista había adquiridocaracteres frenéticos. Muy pronto eltrompeta elevaría su instrumento hacia el

aire enrarecido, tocaría lo último deHoagy Carmichael y todo habríaterminado. Cada pulsación de la orquestatenía que ser atesorada desde ahora contrael final de la noche y el silencio. Habíaque empaparse hasta al fondo, con lasmejillas juntas y los ojos cerrados, conlas melodías soñolientas; acumular esealimento en el boogie-woogie como sifuera maná; amasarlo entre los cuerposque se juntaban y se separaban.

«Vamos a bailar otra, Breavman.»«¿Las mismas chicas?»«¿Por qué no?»Breavman se inclinó sobre la

barandilla un segundo y se imaginólanzando un discurso histérico a la

compacta muchedumbre de abajo.«… y debéis saber, amigos,

desconocidos, que estoy enlazando lasgeneraciones unas con otras. Oh, gentemenuda de calles sin número, ladrar,ladrar, ulular, moriros; vuestras largasescaleras se enroscan en mi corazón comouna enredadera…»

Bajaron y hallaron a las chicas en elmismo grupo. Había sido un error, sedieron cuenta en seguida. Yvette dio unpaso adelante, como si fuera a decirlealgo a Breavman, pero uno de losmuchachos la empujó hacia atrás.

«Os gustan las chicas, ¿eh?», dijo elfanfarrón del grupo. Su sonrisa eratriunfante más que amistosa.

«Claro que nos gustan. ¿Tiene esoalgo de malo?»

«¿Dónde vivís?»Breavman y Krantz sabían lo que

querían oír. Westmount es un conjunto degrandes casas de piedra y de árbolesfrondosos en la cima de la montaña,especialmente concebido para humillar alos pobres.

«Westmount», dijeron a una sola voz.«¿No tenéis chicas en Westmount?»No les dio tiempo a contestar. Un

segundo antes de que cayeran de espaldassobre los cómplices arrodillados detráshabían detectado una señal en sus ojos.

El cabecilla y un compañero seecharon sobre ellos y los empujaron.

Breavman perdió el equilibrio y cuandocaía, el compinche de detrás se levantó yla caída se convirtió en una vuelta decampana. Aterrizó violentamente sobre latripa; una pareja de chicas con las quehabía chocado gritaban encima de él.Miró hacia arriba y vio a Krantz de pie, elpuño izquierdo en la cara de alguien y elderecho amartillado detrás, dispuesto adispararse; Breavman estaba a punto delevantarse cuando un muchacho gordodecidió impedírselo y saltó sobre él.

«¡Reste là, maudit juif![9]»Forcejeaba bajo las capas de grasa

intentando no tanto derrotar al chico gordocomo escapar de debajo de él paracontinuar la batalla en una postura más

honrosa. Logró salir con dificultad.¿Dónde estaría Krantz?

Debía de haber veinte personaspegándose. Aquí y allá podía ver chicasde puntillas, como aterradas por ratones, ymuchachos luchando entre ellas por elsuelo.

Giró en redondo esperando un ataque.El muchacho gordo estaba asfixiando aotro. Le lanzó un puñetazo a undesconocido. Él era una gota en el mar dela historia, anónimo, exaltado, libre.

«¡Oh, amigos, yupi, crash, oscurosluchadores, shazam, plaf!», gritó lleno defelicidad.

Por las escaleras bajaban a todavelocidad dos forzudos de la empresa;

empezaba a suceder lo que ellos temíanmás. La batalla se ampliaba hasta la pistade baile. La orquesta estaba tocando unaruidosa melodía romántica, pero ya seempezaba a oír un escándalodesorganizado oponiéndose a la música.

Breavman lanzaba puñetazos a diestroy siniestro, acertando pocas veces. Losforzudos estaban en la zona contigua,separando a los combatientes. Al otroextremo de la sala aún había parejas quebailaban apretada y pacíficamente, peroen el lado de Breavman el ritmo se habíaconvertido en brazos que volaban,puñetazos ciegos, embestidas y chillidosde mujer.

Los forzudos continuaban su tarea

como enérgicas amas de casa ante unamancha enorme e irradiante, agarrando alos luchadores por el cuello de la camisay apartándolos a un lado mientras seadentraban por la pista en el fragor de lapelea.

Un hombre se encaramó en el estradode la orquesta y le gritó algo al director,que miró alrededor y se encogió dehombros. Se apagaron las grandes luces ylas curiosas paredes coloreadasdesaparecieron. La música se interrumpió.

Todo el mundo despertó. Se escuchóun ruido parecido a un gemido de duelonacional, al mismo tiempo que los que sepegaban invadían la sala como moléculasentrópicas liberadas. Observar cómo la

masa de bailarines se convertía en unamasa de luchadores era lo mismo que vercómo un animal enorme y altamenteorganizado sucumbía entre convulsiones.

Krantz cogió a Breavman.«¿Mr. Breavman?»«Krantz-stone, supongo.»Se dirigieron a la salida principal, que

ya estaba abarrotada de refugiados.Ninguno se preocupó del abrigo.

«No lo vayas a decir, Breavman.»«De acuerdo, Krantz, no lo diré.»Salieron justo cuando llegaban los

policías, unos veinte en automóvil y uncoche celular. Entraron con una facilidadmilagrosa.

Ellos esperaron en el asiento

delantero del Lincoln. A la chaqueta deKrantz le faltaba una solapa. El Palaisd’Or comenzaba a vaciarse de víctimas.

«Pobres tipos los que se quedarondentro, Breavman —y añadió rápidamenteal ver que Breavman ponía su cara mística—: Y no lo digas.»

«No lo diré, Krantz; ni siquierasusurraré que lo había planeado tododesde la galería y que lo puse en prácticapor el sencillo método de la hipnosismasiva.»

«Tenías que decirlo, ¿eh?»«Se mofaron de nosotros, Krantz.

Agarramos las columnas y destruimos eltemplo de los filisteos.»

Krantz cambió a segunda con un gesto

de hastío exagerado.«Sigue, Breavman. Tienes que

decirlo.»

26

Le hubiera encantado oír a Hitler o aMussolini bramando en su balcón demármol, haber visto a los partisanoscolgándolo patas arriba; ver a la multitudde espectadores de hockey linchar aldelegado de deporte; a las hordas negraso amarillas vengarse de los pequeñosfortines de sus enemigos coloniales; allloroso pueblo campesino aclamando alos peones camineros de fuertesmandíbulas; a los forofos del fútbolderribando porterías; haber visto a losasustados espectadores cinematográficosprecipitarse sobre los niños de Montrealen el famoso incendio; ver a quinientas

mil personas saludar de la forma que sea;ver filas infinitas de traseros de árabesapuntando a Occidente; ver los cálices delos altares temblar con el amén de loscongregantes.

Y a él le hubiera gustado estar:en el balcón de mármolen la tribuna de la prensaen la sala de cineen el estrado de la revista

militaren el minareteen el Sanctasanctórum[10].

Y en cada uno de estos casos, rodeadode guardianes-policías armados hasta losdientes, bizcos, crueles, leales, altísimos,con chaquetas de cuero y lavado técnico

de cerebro, los más poderosos que sepudieran conseguir con dinero.

27

¿Hay algo más hermoso que una jovencon Laúd?

No era laúd. Heather, la criada de losBreavman, intentaba tocar el ukelele. Erade Alberta, hablaba con acento gangoso,cantaba siempre elegías y ensayaba cantosa la tirolesa.

Los acordes eran demasiado difíciles.Breavman le cogía la mano y comentabaque las cuerdas le iban a destrozar losdedos. Ella sabía todo lo que puedesaberse de los actores de películas devaqueros y coleccionaba sus autógrafos.

Era una muchacha de veinte años,fornida y de agradable aspecto, con las

mejillas coloreadas como las de unamuñeca de porcelana. Breavman laescogió como primera víctima delhipnotismo.

Una auténtica campesina canadiense.Él intentó que su oferta pareciera

atractiva.«Te sentirás maravillosamente cuando

te despiertes.»Seguro; ella hizo un guiño y se

acomodó en el sofá del sótano atestado detrastos. Ojalá aquello funcionara.

Breavman hacía oscilar lentamente,como un péndulo, el lápiz amarillodelante de sus ojos.

«Los párpados te pesan como plomosobre las mejillas…»

El lápiz osciló durante diez minutos.Sus grandes párpados parecían cada vezmás lentos y más cerrados. Seguía condificultad el movimiento del lápiz.

«Y tu respiración, pesada yregular…»

Al poco rato dejó escapar un suspiro,aspiró profundamente y adoptó larespiración de un borracho, trabajosa yexhausta.

Ahora apenas movía las pestañas. Élno podía creer que lo hubiera conseguido.A lo mejor estaba bromeando.

«Te estás cayendo para atrás, eres uncuerpo diminuto que cae hacia atrás, cadavez más pequeño, más pequeño, y no oyesnada excepto mi voz…»

Su aliento era suave y él sabía queolería como el aire. Se sentía como sihubiera metido las manos debajo deljersey de Heather, bajo su piel y suscostillas, y estuviera manipulando lospulmones; los sentía como balones deseda.

«Estás dormida», le ordenó con unsusurro.

Tocó su cara incrédulamente.¿De verdad era un maestro? Debía de

estar bromeando.«¿Estás dormida?»El sí salió como una espiración,

ronco, informe.«No sientes nada. Absolutamente

nada. ¿Entiendes?»

El mismo sí.Le traspasó el lóbulo de la oreja con

una aguja. Su nuevo poder le producíavértigo. Toda la energía de ella a sudisposición.

Quería correr por las calles con unacampana y congregar a toda la cínicaciudad. En el mundo había un nuevo mago.

No le interesaban las orejastraspasadas por agujas.

Había estudiado los libros. No se lepuede obligar a un individuo a hacer algoque, despierto, considera indecente. Perohabía maneras. Por ejemplo, se podíaconseguir que una mujer honesta sequitase la ropa delante de un montón dehombres si el hipnotizador podía situarla

en una circunstancia en la que ese actofuera natural, como el de bañarse en sucasa a solas o tomar el sol desnuda en unlugar húmedo y desierto.

«Hace calor, nunca has tenido tantocalor. El jersey te pesa toneladas. Estássudando como un cerdo…»

Mientras ella se desnudaba, Breavmanse acordó de las ilustraciones de losmanuales sensacionalistas del tipo «Ustedpuede hipnotizar» que se sabía dememoria. Hombres vehementes inclinadossobre sonrientes mujeres dormidas. Rayosen zigzag salían de debajo de sus cejas ode la punta de sus dedos, suspendidossobre pianos imaginarios.

Oh, lo era, sí que lo era, era

maravillosa.Nunca había visto una mujer tan

desnuda. Recorrió todo su cuerpo con lamano. Estaba atónito, feliz, y temblabaante todas las autoridades espirituales deluniverso. No podía arrancarse la idea deque estaba celebrando una misa negra. Suspechos eran extrañamente planos porqueestaba boca arriba. El montículo del pubisfue una sorpresa y lo abarcó admirado.Cubrió su cuerpo con dos manostemblorosas, como detectores de minas.Después se sentó para contemplarla, comoCortés ante el nuevo océano. Era lo quetanto tiempo había esperado ver. Noestaba defraudado ni nunca lo ha estado.La luz del tungsteno era igual que la de la

luna.Se desabrochó la bragueta y le dijo

que estaba sosteniendo un palo. Elcorazón le golpeaba.

Está intoxicado de alivio, de victoria,de culpa, de experiencia. Semen en suropa. Le dijo a Heather que el despertadoracababa de sonar. Era por la mañana,tenía que levantarse. Le alargó la ropa yella empezó a vestirse lentamente. Le dijoque no recordaría nada. Rápidamente lasacó de su sueño. Quería estar solo ysaborear su triunfo.

Tres horas más tarde oyó una risaprocedente del sótano y pensó queHeather estaría con unos amigos alláabajo. Pero escuchando más atentamente

se dio cuenta de que no eran risas decumplido.

Bajó las escaleras a toda velocidad.Gracias a Dios, su madre había salido.Heather estaba en el centro de lahabitación, con las piernas separadas,agitada por una risa histérica de pánico.Tenía los ojos desorbitados y en blanco,con la cabeza echada hacia atrás, yparecía a punto de caerse. Breavman lazarandeó. No hubo respuesta. La risa seconvirtió en un terrible ataque de tos.

La había vuelto loca.Se preguntó qué pena podría caerle

por eso. Iba a ser condenado por suorgasmo ilegal y sus poderes oscuros.¿Debía llamar a un médico y hacer ya

público su pecado? ¿Alguien podría curara Heather?

Al borde del pánico, la llevó al sofá yla sentó. Quizá debería esconderla en unarmario. Encerrarla en un baúl y olvidarsede todo. Aquellos baúles enormes con lasiniciales de su padre estarcidas en pinturablanca.

La abofeteó dos veces, una con cadalado de la mano, como un policía de laGestapo. Ella contuvo la respiración, susmejillas enrojecieron y empalidecieronluego como si sólo se hubiera ruborizado,y estalló de nuevo en toses y carcajadas.Tenía saliva en la barbilla.

«¡Tranquila, Heather!»Ante su gran sorpresa, reprimió la tos.

Fue entonces cuando se dio cuenta deque seguía hipnotizada. Le ordenó que setendiera y cerrara los ojos. Restableció elcontacto con ella. Estaba profundamentedormida. Había intentado hacerla volveren sí demasiado deprisa y no lo habíaconseguido. Lentamente comenzó denuevo a despertarla del todo. Tenía quesentirse alegre y refrescada. No tenía querecordar nada.

Esta vez volvió en sí correctamente.Estuvo un rato charlando con ella paraasegurarse. De pronto, ella se levantó conuna expresión de desconcierto y se tocólas caderas.

«¡Eh, mis bragas!»Caídas entre el sofá y la pared estaban

las bragas rosa. Breavman se habíaolvidado de dárselas cuando se estabavistiendo.

Se las puso modesta y hábilmente.Él esperaba el castigo antinatural, la

humillación del maestro, la ruina de supoderosa casa.

«¿Qué has estado haciendo? —dijocon voz astuta, pellizcándole la barbilla—. ¿Qué pasó cuando estaba dormida?¿Eh?»

«¿Qué recuerdas?»Ella se puso en jarras y le sonrió

abiertamente.«Jamás creí que se pudiera hacer eso.

Jamás de los jamases.»«No pasó nada, Heather. Te lo juro.»

«¿Y qué diría tu madre? Vetebuscando otro trabajo, eso diría.»

Recorrió el sofá con la mirada ycontempló a Breavman con auténticaadmiración.

«Judíos —suspiró—. Educación.»Poco después de la violación

imaginaria, Heather se largó con unsoldado desertor. El hombre vino solo arecoger las cosas de ella y Breavmancontempló con envidia cómo se llevaba lamaleta de cartón y el ukelele. Una semanamás tarde la Policía Militar visitó a Mrs.Breavman, pero ella no sabía nada.

¿Dónde estás, Heather; por qué no tequedaste para iniciarme en esosimportantes y cálidos ritos? Podía

haberme enmendado. Lejos de la poesía,convertido en un magnate de la industria,me habría librado de los libros debolsillo sobre estabilización del nivel derechazo escritos por adinerados analistasde Nueva York. ¿A que te sentiste biencuando te desperté?

A veces a Breavman le gusta pensarque ella está en alguna parte no del tododespierta, hipnotizada por sus poderes. Yque un hombre con uniforme andrajoso lepregunta:

«¿Dónde estás, Heather?»

LIBRO II

1

A Breavman le gusta la pintura deHenry Kousseau, su forma de detener eltiempo.

Siempre es la palabra que hay queutilizar. El león olfateará siempre el trajede la gitana dormida, pero no habráataque, no habrá despojos en la arena. Elencuentro total está expresado. La luna,aunque condenada a moversecontinuamente, nunca se extinguirá sobreesa escena. El laúd abandonado noreclamará una mano que lo toque. Estáhenchido de música y no necesita más.

En medio de la selva, el leopardoderriba a una víctima humana, que cae

más lentamente que la torre de Pisa. Nollegará al suelo mientras lo estás mirando,ni tampoco si te vuelves. Está cómodo ensu desequilibrio. Hojas y ramasintrincadas sustentan las figuras nimaligna ni benignamente, sino connaturalidad, como flores o frutas. Pero noporque su función sea natural disminuyesu misterio. ¿Cómo se han conectado lacarne animal y la carne vegetal?

En otro lugar, las raíces apadrinan laboda de una pareja o enmarcan a unafamilia. Tú eres el fotógrafo, pero nopuedes salir nunca de debajo de lacapucha negra, ni apretar la pera de gomani perder la imagen en la lente congelada.Hay violencia e inmovilidad. Los

humanos están integrados, igualmente agusto en las dos. No es su selva; susvestidos son de ciudad, pero sin ellos laselva sería estéril.

El centro del cuadro se sitúa allídonde aparece la violencia o la calma. Noimporta lo minúscula que sea o loescondida que esté. Basta que las tapescon el pulgar, para que toda la vegetaciónmuera.

2

En su primer año de universidad, enun bar llamado Shrine, Breavman alzó suvaso con este brindis:

«Las chicas judías no son másapasionadas que las gentiles de cualquierregión económica dada. Las judías tienenunas piernas muy feas. Desde luego, estoygeneralizando. De hecho, las judíasamericanas de hoy están desarrollandohermosas y largas piernas.

»Las chicas negras son tan calientescomo las demás. No son mejores que lasblancas, exceptuando, claro está, lasanglosajonas de Upper Westmount; peroincluso las ovejas drogadas son mejores

que ellas. Sus lenguas no son más ásperasni poseen ninguna cualidad especial ensus zonas húmedas. La segunda mejormamada del mundo la hace una negra queconozco. Tiene una boca tic cuarenta ysiete mil dólares.

»La mejor mamada del mundo(técnicamente hablando) la hace unaprostituta franco-canadiense llamadaYvette. Su número de teléfono es Châteaudos-cero-tres-tres. Tiene una boca denoventa mil dólares.»

Levantó su vaso turbio.«Me congratulo de darla a la

publicidad.»Se sentó entre los vítores de sus

compañeros, repentinamente cansado de

su propia voz. Le esperaban para cenar,pero no había telefoneado a su madre.Obedientemente, el nuevo latigazo dePernod se volvió blanco.

Krantz le susurró al oído:«Bonito discurso para un virgo de

dieciséis años el que nos arreaste.»«¿Por qué no me obligaste a

sentarme?»«Les encantaba.»«¿Por qué no me interrumpiste?»«Interrúmpete tú, Breavman.»«Vámonos, Krantz.»«¿Puedes andar?»«No.»«Yo tampoco. Vámonos.»Caminaron apoyándose el uno en el

otro a lo largo de sus calles y callejuelasfavoritas. Se les caían una y otra vez suslibros y carpetas. Gritaban histéricamentea los taxis que pasaban demasiado cerca.Destrozaron un manual de economía y loquemaron como sacrificio en la puerta deun banco de Sherbrooke Street. Seprosternaron en el pavimento. Krantz fueel primero en levantarse.

«¿Por qué no rezas, Krantz?»«Viene un coche.»«Grítale.»«Es de la Policía.»Huyeron por una estrecha callejuela.

Los detuvo un delicioso aroma que seescapaba a través del ventilador de lacocina de un restaurante de lujo. Orinaron

entre los cubos de basura.«Breavman, no vas a creer en lo que

he estado a punto de orinarme.»«¿Un cadáver? ¿Una peluca rubia?

¿Una conferencia cumbre de los sabios deSión? ¿Una cartera abandonada llena deculos fláccidos?…»

«Shhh. Ven. Con cuidado.»Krantz encendió una cerilla y los ojos

metálicos de una rana mugidora brillaronentre los desperdicios. Los tres saltaron almismo tiempo. Krantz la metió en elpañuelo y lo anudó.

«Debe haberse escapado de una salsade ajo.»

«Volvamos y liberémoslas a todas.Llenemos las calles de ranas. ¡Eh, Krantz,

traigo mi estuche de anatomía!»Se decidieron por una solemne

ceremonia al pie del monumento a loscaídos.

Breavman extendió unas hojas decuaderno sobre el libro de zoología.Sostenía a la rana por las verdes patastraseras.

Krantz intervino:«Esto nos va a estropear la noche.

Estaba siendo una noche estupenda y estonos la va a arruinar.»

«Tienes razón, Krantz.»Se quedaron callados. La noche era

inmensa. Las luces brillantes iluminabanDorchester Street. Desearon no estar allí,desearon estar en una fiesta con miles de

personas. La rana incitaba tanto a serdestripada como un viejo despertador.

«¿Manos a la obra, Krantz?»«Manos a la obra.»«Somos los encargados de la tortura

esta noche. Los torturadores oficialesestán descansando.»

Breavman golpeó la cabezalimpiamente contra la piedra grabada. Elchasquido del tejido vivo era más fuerteque todo el tráfico.

«Por lo menos eso la aturde.»Colocó a la rana sobre las hojas

blancas y la sujetó por las extremidadescon alfileres. Atravesó con el escalpelo elabdomen de claros colores. Sacó lastijeras del estuche y practicó una larga

incisión vertical, primero en la capaexterna de la piel y luego en la interna.

«Podríamos parar ahora, Krantz.Podríamos buscar hilo y arreglar la cosa.»

«Sí, podríamos», dijo Krantzlejanamente.

Breavman sujetó la elástica piel haciaatrás con alfileres. Hurgaron en elinterior, echándose el aliento deborrachos.

«Esto es el corazón.»Levantó el órgano con la punta del

escalpelo.«Así que esto es el corazón.»El saco gris-lechoso subía y bajaba;

lo contemplaron admirados. Las piernasde la rana parecían de mujer.

«Supongo que hay que seguir.»Sacó los órganos uno a uno: los

riñones, los pulmones. En el estómagodescubrieron un guijarro y un escarabajono digerido. Breavman expuso losmúsculos de las delicadas ancas.

Ambos, operador y espectador, semovían como en trance. Por último, sacóel corazón, que ya parecía trabajado yviejo, color saliva de anciano, el primercorazón del mundo.

«Si lo metes en agua salina continuarálatiendo un rato.»

Krantz se despertó.«¿Sí? Vamos a hacerlo. ¡Deprisa!»Mientras corría, Breavman arrojó el

libro con la rana vacía en una papelera de

alambre. Sostenía el corazón en la manoahuecada, temiendo estrujarlo. Elrestaurante estaba a un minuto.

No te mueras.«¡Aprisa, por amor de Dios!»Había una segunda oportunidad si

conseguían salvarla.Eligieron un rincón en el iluminado

restaurante. ¿Dónde estaba la malditacamarera?

«Mira. Todavía late.»Breavman lo colocó en un plato con

tibia agua salada. La delicada masa seelevó once veces más. Las contaron una auna y luego permanecieron callados unrato, la cara pegada a la mesa, inmóviles.

«Ahora no parece nada», dijo

Breavman.«¿A qué crees que se va a parecer un

corazón de rana muerta?»«Supongo que así ocurren todas las

cosas perversas, como esta noche.»Krantz le cogió por el hombro; su cara

se había iluminado súbitamente.«¡Es brillante, lo que acabas de decir

es brillante!»Palmeó ruidosamente la espalda de su

amigo.«¡Eres un genio, Breavman!»Breavman se sorprendió al ver cómo

Krantz salía de la depresión, por latangente. En silencio reconstruyó suanterior declaración.

«¡Tienes razón! ¡Tienes razón, Krantz!

¡Y tú también… por haberlo notado!»Se cogían del hombro y se palmeaban

las espaldas por encima de la mesa dearborita, gritando cumplidos yfelicitaciones.

«¡Eres genial!»«¡Tú sí que eres genial!»Derramaron el agua con sal, pero qué

importaba. Volcaron la mesa. ¡Erangenios! Sabían lo que era ser eso.

El encargado preguntó si serían tanamables de marcharse.

3

Lo primero que vio fue el pesadomarco dorado del retrato de su padre.Parecía otra ventana.

«Vas a pasarte la vida en la cama.Estás cambiando la noche en día», gritó sumadre tras la puerta.

«¿Quieres dejarme en paz? Acabo delevantarme.»

Contempló la librería durante un rato,siguiendo el movimiento del sol desde elChaucer en piel hasta el Wordsworth enpiel. Buen sol, en armonía con la historia.Pensamiento reconfortante a primera horade la mañana, sólo que ya es mediodía.

«¿Cómo puedes pasarte la vida era la

cama? ¿Cómo puedes hacerme esto?»«Tengo un ciclo diferente. Me acuesto

tarde. Por favor, márchate.»«Con el sol que hace. Estás

arruinando tu salud.»«Duermo mis siete horas, sólo que las

duermo en un período distinto al que túduermes las tuyas.»

«Con el sol que hace», gemía, «elparque, podías estar paseando.»

¿Por qué discutir con ella?«Pero, madre, estuve paseando por el

parque anoche. Es el mismo parque, porla noche.»

«Conviertes la noche en día, estásmalgastando tu tiempo, tu salud.»

«¡Déjame en paz!»

Ella está de mal humor, lo que quierees hablar, utilizará cualquier debermaternal para iniciar un extenso debate.

Breavman se acodó en el antepecho dela ventana y dejó que el panorama sedesplegase en su pensamiento. Parque.Lilas. Niñeras de blanco hablando al ladode verdes ramas o empujando oscuroscochecitos. Niños dirigiendo barquitos deblancas velas desde el borde asfaltado delestanque azul, rezando para que hubieraviento, o una travesía segura o unnaufragio espectacular.

«¿Qué quieres de merienda-desayuno?¿Huevos solos, revueltos, salmón, hayfiletes muy buenos, le diré que te haga unaensalada, cómo la quieres, con salsa rusa,

cómo quieres los huevos, hay pastel demoka recién hecho, la nevera está llena,en esta casa siempre hay comida, nadiepasa hambre gracias a Dios, hay naranjasde California, quieres un zumo?»

Él abrió la puerta y habló suavemente.«Soy consciente de lo afortunados que

somos. Tomaré un zumo cuando tengaganas. No molestes a la criada ni anadie.»

Pero su madre ya estaba en labarandilla gritando:

«Mary, Mary, prepárale al señorito unzumo de naranja, exprímele tres. ¿Cómoquieres los huevos, Lawrence?»

Le deslizó la última pregunta comouna trampa.

«¿Quieres dejar de meterme la comidacon embudo? ¡Acabas dando náuseas contu maldita comida!»

Dio un portazo.«Le cierra la puerta en las narices a su

madre», subrayó amargamente desde elpasillo.

Todo estaba manga por hombro. Lostrajes, tirados por aquí y por allá. La mesaera una confusión de apuntes, libros, ropainterior, fragmentos de esculturasesquimales. Intentó meter una sextinamedio acabada en el cajón, pero estabaabarrotado de chatarra acumulada, sobresamontonados, periódicos atrasados.

Lo que necesitaba la habitación era unbuen fuego purificador. No pudo encontrar

su bata; se tapó con The New York Timesy atravesó corriendo el pasillo hacia elcuarto de baño.

«Muy bonito. Se viste conperiódicos.»

Logró deslizarse escaleras abajo, perosu madre lo acechaba en la cocina.

«¿Esto es todo lo que vas a tomar?¿Un zumo de naranja, con la casa llena decomida y media humanidad luchando pordesperdicios?»

«No empieces, madre.»Ella abrió la puerta de la nevera de

par en par.«Mira», desafió. «Mira todo esto, los

huevos que no quieres, mira qué tamaño,queso, Gruyère, Oka, danés, Camembert,

un poco de queso y galletas saladas, yquién se va a beber todo ese vino, es unalástima, Lawrence, míralos, mira cómopesa este pomelo, tenemos mucha suerte, ycarne, de tres clases, te la haré yo misma,mira como pesa…»

Intenta ver la poesía, Breavman, elbello catálogo.

«Mira esto, mira cómo pesa…»Tiró el grueso filete a los pies de su

madre; el papel encerado se rompió sobreel linóleo.

«¿No tienes otra cosa que hacer en tuvida que restregarme la comida por lacara? No soy ningún hambriento.»

«Así habla un hijo a su madre»,informó al mundo.

«¿Me quieres dejar en paz de unavez?»

«Así habla un hijo, debería verte tupadre, debería estar aquí para verte,tirando la carne al suelo, ni un tirano secomportaría así, sólo un ser malvado,hacerle esto a una madre…»

La siguió fuera de la cocina.«Yo sólo quiero que me dejes en paz,

que no me despiertes.»«Malvado, una rata no trataría así a su

madre, malvado, como si fueras unextraño, quién tiraría la carne, y yo conlos tobillos hinchados, bofetadas, tu padrete daría de bofetadas, un hijo malvado…»

La siguió por la escalera.«Me vas a poner malo con tus gritos.»

Ella cerró de un portazo la puerta desu trasero. Breavman se quedó allí y laoyó abrir y cerrar los grandes cajones.

«¡Vete! Un hijo hablarle así a sumadre, un hijo puede matar a su madre, losé todo, ya he oído todo lo que tenía queoír, un traidor, no un hijo, hablarle así asu madre, nadie me ha hablado asínunca…»

Breavman la oyó abrir la puertacorrediza del vestidor. Empezó a hacertrizas las mangas de las batas viejas.Tropezó con un montón de perchas.Después la emprendió con un traje negrobastante caro que se había comprado enNueva York.

«Para qué sirven, para qué sirven,

cuando un hijo está matando a sumadre…»

Breavman oía cada uno de los ruidos,la mejilla apoyada contra la madera.

4

Por la noche, el parque se convertíaen su territorio.

Recorría los campos de deportes y lascolinas como un hacendado paranoico a laespera de cazadores furtivos. Los lechosde flores, las terrazas de césped, teníanuna gravedad invisible a la luz del día.Los árboles eran más altos y más viejos.El campo de tenis, con sus altasalambradas, parecía una jaula paragigantescas criaturas sin alas que sehabían escapado de algún modo. Losestanques estaban calmos y letalmentenegros. Las luces flotaban en ellos comolunas múltiples.

Cuando paseaba más allá del Chaletrecordaba el olor masculino del equipo yde la ropa interior de hockey, el ruidosordo de los patines sobre el entarimado.

El campo vacío de béisbol estabasombreado de espectaculares fantasmasdeslizantes. Se podía oír la ausencia deaplausos. El castaño y la valla de alambreparecían extrañamente solos, sinbicicletas apoyadas contra ellos.

¿Cuántas hojas tienen que frotarsepara registrar el susurro del viento?Breavman intentaba distinguir ladiferencia entre el sonido de la acacia y elsonido del arce.

Más allá del verde se levantaban lasgrandes casas de piedra de Westmount

Avenue. En ellas, los jugadores debéisbol alimentaban sus cuerpos con elsueño, descansaban sus voces. Breavmanimaginaba que podía distinguirlosconfusamente a través de las paredes delos pisos altos, o más bien lo quedistinguía eran las sábanas que losenvolvían, flotando unas sobre otras en lacalle, como una colonia de capullos degusanos de seda en un árbol iluminado porla luna. Los muchachos de su edad, rubiosy cristianos, soñando con sexo judío ybrillantes carreras de banqueros.

El parque alimentaba a todos los quedormían en las casas vecinas. Era elcorazón verde. Proporcionaba arbustospeligrosos y campos heroicos a los niños

para que pudieran imaginarse la valentía.Proporcionaba paseos sinuosos a lasniñeras y criadas para que pudieranimaginarse la belleza. Proporcionababancos medio ocultos para besuquearse, yvistas de fábricas, a los delfines de laindustria, para que pudieran imaginarse elpoder. Proporcionaba cuadros de sendasescocesas, por donde paseaban parejas deenamorados, a los agentes comercialesjubilados para que pudieran acodarsesobre sus bastones e imaginarse la poesía.Allí transcurrían los mejores momentos dela vida de todo el mundo. Nadie va a unparque con propósitos sórdidos, exceptoalgún maníaco sexual quizás, y ¿quiénpuede afirmar que no está pensando en las

rosas eternas cuando se abre la gabardinadelante de la Beatriz que salta a lacomba?

Breavman llegó hasta el estanquejaponés para comprobar el buen estado delas carpas doradas. Cruzó los arbustosespinosos y trepó por la pared parainspeccionar la cascada en miniatura. Lisano estaba allí. Bajó dando saltos mortalespor la colina para ver si todavía era taninclinada. Sería divertido que Lisa, deentre todas las personas del mundo,estuviera esperando al pie. Cribó unpuñado de arena para defenderse de lapolio. Intentó deslizarse por el tobogán yse sorprendió de que le apretara lascaderas. Como si fuera a levantar acta del

panorama, lo abarcó desde el mirador.«Mi ciudad, mi río, mis puentes,

mierda para vosotros, no, no quise decireso.»

Había que recorrer las bases[11], habíaque examinar los estanques por si hubieraveleros hundidos, niños abandonados oblancas niñeras violadas. Tocar lostroncos de los árboles para estimularlos.

Tenía sus deberes para con lacomunidad, con la nación.

En cualquier momento aparecerá unamuchacha desde uno de los macizos deflores. Tendrá aspecto de haber estadonadando y se dará cuenta de mi grandedicación.

Se tumbó bajo las lilas. Apenas tenían

ya flores, parecían diagramasmoleculares. El cielo era inmenso.Cúbreme de fuego negro. Tíos, ¿por quéparecéis tan seguros cuando rezáis? ¿Esporque os sabéis las palabras? Cuando sedescorren las cortinas del Tabernáculo yse despliega la Tora cubierta de oro, ytodos los hombres en el altar visten deblanco, ¿por qué no apartáis los ojos delritual, por qué no sucumbís a un ataque deepilepsia delirante? ¿Por qué son tanfáciles vuestras confesiones?

Odiaba a los hombres que flotaban ensueños en las enormes casas de piedra.Porque sus vidas eran ordenadas y sushabitaciones inmaculadas. Porque selevantaban todas las mañanas y se iban a

sus trabajos. Porque no iban a dinamitarsus fábricas ni a celebrar fiestas desnudosen el fuego.

Había luces en el St. Lawrence deltamaño de estrellas y una quietudimpaciente en el aire. Árboles tan frágilescomo patas de ciervos a la escucha. Encualquier momento el sol apareceríadesplomándose sobre los tejados como unpuño cerrado, y extraería obrerosdiligentes y coches de una sola direcciónhasta abarrotar las calles. Esperaba notener que ver las manadas de tráfico deWestmount Avenue. Cambiar la noche endía.

«¿Qué hay?»Un hombre corpulento, de unos treinta

años, con uniforme de la Air Forcé,estaba ante él. Pocos días antes había sidoel centro de atención del parque. Algunasniñeras se habían quejado de queacariciaba a los niños con excesivoentusiasmo. Un policía lo habíaacompañado hasta la calle y lo habíainvitado a largarse.

«Creí que se le había prohibido estaraquí.»

«No hay nadie. Tenía ganas dehablar.»

El uniforme estaba cuidadosamenteplanchado. Verdaderamente, todo élestaba demasiado limpio para esa hora dela mañana, de la noche o de lo que fuera.Breavman percibió el olor de la loción de

afeitar por encima del de las lilas. Selevantó.

«Hable. Le doy mi permiso, yo mevoy a casa.»

«Creí…»Breavman miró hacia atrás sobre su

hombro y gritó:«¡Hable! ¿Por qué no lo hace? ¡Todo

es suyo, el parque está vacío!»En su calle había barrenderos con

uniformes ajados. Se llamaban unos aotros mientras barrían, nombres italianostodos. Breavman contempló las escobashechas con ramas atadas con alambres.Debía ser bonito utilizar algo tan real.

5

«Breavman, no grites tanto o retírateun poco. No entiendo ni una palabra de loque dices.»

«¡He dicho Bertha! ¡Acabo de verla!¿Está en la ciudad?»

«¿Bertha qué?»«Serás idiota y desmemoriado. La

Bertha de nuestra infancia, la del Árbol,la que se destrozó en nuestras narices.»

«¿Qué pinta tiene?»«Tiene una cara preciosa, Krantz, de

verdad, era muy bonita.»«¿Dónde la viste?»«En un autobús.»«Hasta luego, Breavman.»

«No cuelgues, Krantz. Te juro que eraella. No te voy a decir que estuvierasonriendo. Era un rostro rubio, franco, sinninguna característica familiar, puedescreer lo que te dé la gana.»

«Vete tú a seguir al autobús,Breavman.»

«No, ella me vio. Esperaré aquí hastaque el autobús dé la vuelta otra vez. Ellamovió los labios.»

«Hasta luego, Breavman.»«Krantz, esta cabina en la que estoy

pasando el día es de lo más agradable.Sherbrooke Street es un desfile de toda lagente que he conocido. Voy a merodearpor aquí a fondo. Hoy me los van aentregar a todos, Bertha, Lisa. Nadie, ni

un nombre, ni una pierna, acabará en elcamión de la basura.»

«¿De dónde desenterraste esos viejosnombres?»

«Yo soy el guardián. Soy el viejoverde y sentimental frente al aula de losniños.»

«Hasta luego, Breavman, ahora enserio.»

Era una cabina muy bonita. Olía apintura fresca primaveral y a clavosnuevos. El sol calentaba a través de loscristales de marcos metálicos. Era elguardián, era el centinela.

¡Bertha, que se había caído del Árbolpor él! ¡Bertha, que tocaba«Greensleeves» con más dulzura de la que

él podría conseguir nunca! ¡Bertha, quecayó entre manzanas y se dislocó laspiernas!

Introdujo otra moneda y esperó lamúsica.

«Krantz, acaba de volver…»

6

Calma, calma, calma. Todo iba tandespacio.

La montaña liberaba a la luna, comouna burbuja que no pudiese contener pormás tiempo, de mala gana y con dolor.

Ese verano, Breavman tenía el extrañosentimiento de que el tiempo estabaaminorando su velocidad.

Era como una película, y la manivelade la cámara giraba lenta, cada vez máslentamente.

Ocho años más tarde se lo contó aShell, pero no del todo, porque no queríaque ella pensase que la veía de la mismamanera que a la chica de la que le

hablaba, un cuerpo iluminado por la lunaen una lenta película sueca, y desde muylejos.

¿Cómo se llamaba?, se preguntó a símismo.

Lo he olvidado. Era un dulce apellidojudío que significaba madreperla obosque de rosas.

¿Cómo es posible que lo hayasolvidado?

Norma.¿Cómo era?No importa cómo era normalmente.

Sólo importa cómo fue en ese decisivosegundo. Eso sí lo recuerdo y te locontaré.

¿Cómo era normalmente?

En realidad, tenía la cara aplastada yla nariz demasiado ancha. Una de susabuelas debía de haber sido secuestradapor los tártaros. Siempre parecía estar ahorcajadas sobre algo, una barandilla o untrampolín, agitando sus brazos morenos,los ojos perdidos en la risa, galopandohacia un banquete o una masacre. Era unpoco fofa.

¿Por qué era comunista?Porque tocaba la guitarra. Porque los

«polis» habían matado a Joe Hill. Porqueno tenemos ni aviones ni cañones[12] ytodos sus amigos habían muerto en elJarama. Porque el general Mac Arthur eraun asesino y gobernaba Japón como sifuera un reino particular. Porque los

Wobblies cantaban entre gaseslacrimógenos. Porque Sacco quería aVanzetti. Porque Hiroshima quemaba susojos y estaba recogiendo firmas para undocumento de condena de la bombaatómica y porque a menudo le decían quese largara a Rusia.

¿Cojeaba?Se le notaba cuando estaba muy

cansada. Generalmente llevaba una largafalda mejicana.

¿Y el anillo mejicano?Sí, estaba prometida a un contable.

Ella me aseguraba que el novio eraprogresista. Pero ¿cómo es posible quealguien que trabaja por la revolución seacontable? Me gustaría saberlo. ¿Y cómo

ella, con su idea de la libertad, podíasometerse a un matrimonio convencional?

«Tenemos que ser eficaces en lasociedad. Los comunistas no somosbohemios. Ese lujo está reservado aWestmount.»

¿La querías?Me gustaba besar sus pechos, las

pocas veces que me dejó.¿Cuántas veces, cuántas veces?Dos. Y me dejó acariciarla. Brazos,

estómago, pelo del pubis, casi llegué altesoro de mi lista, pero los vaqueros leiban demasiado ajustados. Era cuatroaños mayor que yo.

¿No estaba prometida?Pero yo era joven. Me decía que era

un bebé. Por eso nada de lo que hacíamosera realmente importante. Le poníaconferencias a su novio todas las noches.Yo estaba a su lado mientras hablaban.Hacían planes sobre la boda y el piso. Erael prosaico mundo de los adultos, elmuseo del fracaso, y yo no tenía nada quever con eso.

¿Y qué me dices de su cara cuandohablaba con él?

Creo que se le transparentaba laculpa.

Mentiroso.Los dos nos sentíamos culpables, de

verdad. Por eso trabajábamos duro parareunir más firmas. Pero nos gustaba estarjuntos al lado del fuego. Nuestro diminuto

círculo de luz parecía tan lejos de todo.Yo le contaba historias. Ella escribió unblues titulado «Mi maravilloso y burguésamor dorado vendió su casa por mí». No,eso es mentira.

¿Qué hacíais durante el día?Hicimos «auto-stop» por los

Laurentians. Bajábamos a la playaabarrotada de bañistas y empezábamos acantar. Estábamos bronceados, teníamosbuen oído, a la gente le gustabaescucharnos incluso sin abrir los ojos.Después yo hablaba.

«No hablo ni de Rusia ni de América.Ni siquiera de política. Hablo de vuestroscuerpos, los que están tumbados en estaplaya, los que acabáis de embadurnar con

cremas solares. Unos son demasiadogordos, otros demasiado delgados,algunos constituyen un motivo de orgullo.Todos conocéis vuestros cuerpos. Loshabéis mirado en el espejo y habéisesperado que os los halagaran u os lostocaran con amor. ¿Queréis que lo quebesáis se convierta en un cáncer?¿Queréis que el pelo se caiga a puñadosde las cabezas de vuestros niños? Comoveis, no estoy hablando ni de Rusia ni deAmérica. Estoy hablando de vuestroscuerpos, que es todo lo que tenemos, yningún Gobierno puede devolveros ni undedo, ni un diente, ni un milímetro de pielque se os pierdan por la contaminación dela atmósfera…»

¿Te escuchaban?Sí, y la mayoría de ellos firmaba.

Sabía que podía llegar a primer ministropor cómo me escuchaban con los ojos. Noimportaba lo que dijera con tal de queusara palabras conocidas y un viejo ritmomusical; los podría haber incitado a unritual de inmersión…

Deja ahora esa fantasía. ¿Cómo eranlos cuerpos en la playa?

Feos y blancos y arruinados por lasoficinas.

¿Qué hacíais por la noche?Me ayudaba a descubrirle los pechos

y el contorno cubierto de su cuerpo.Sé más concreto, ¿quieres?La montaña liberaba la luna, como una

burbuja que no pudiese contener por mástiempo, de mala gana y con dolor. Eracomo una película, y la manivela de lacámara giraba lenta, lentamente.

Un murciélago se abalanzó por encimade las llamas y acabó golpeándose contralos pinos. Norma cerró los ojos y apretóla guitarra contra ella. Emitió un acordemenor que atravesó la columna vertebralde Breavman y penetró en el bosque.

América estaba perdida; lagobernaban canallas; los rascacieloscromados nunca se rendirían, pero Canadáestaba aquí, sueño inocente, las estrellasaltas, brillantes y frías y los enemigosdébiles, fáciles e ingleses.

La luz del fuego pasaba sobre ella

revelando una mejilla, una mano, paraperderse luego ondeando en la oscuridad.

La cámara los toma de lejos, se muevea través del bosque, capta el destello delos ojos de los mapaches, examina elagua, los juncos, las cerradas floresacuáticas, se funde en la niebla y lasrocas.

«Échate a mi lado», la voz de Norma,quizá la de Breavman.

Primer plano súbito de su cuerpopalmo a palmo, desplazamiento lento porla curva de sus muslos, que apareceninmensos y en sombras, la dura tela azulajustada sobre la carne. El abanico depliegues entre sus muslos. La cámarabusca en su chaqueta, el contorno de los

pechos. Ella extrae un paquete decigarrillos. La actividad es estudiadaatentamente. Los dedos se mueven comotentáculos. Manipulación diestra ysugerente del cigarrillo. Los dedos sonlentos, violentos, capaces de sostenercualquier cosa.

Él lanza la mirada como si pescaracon mosca y recoge enseguida la formaque ha atrapado. Ella hace una «o» conlos labios y empuja con la lengua unanillo de humo.

«Vamos a nadar.»Se levantan, caminan, colisionan en un

sonoro espasmo de ropas. Uno frente alotro, con los ojos cerrados. La cámaraenfoca sus rostros, el uno tras el otro. Se

besan a ciegas, sin acertar con las bocas,encontrándolas mojadas. Los envuelve unruido de grillos y respiración.

«No, es demasiado serio ahora.»La cámara los capta tendidos en

silencio.Hay espacios entre cada palabra.«Entonces vamos a nadar.»La cámara los sigue hasta la orilla.

Caminan dificultosamente por entre losárboles, el público ha olvidado haciadónde van, es un largo caminar, las ramasno les dejan.

«Déjame verte.»«Sin ropa no soy tan bonita. Estáte

quieto ahí.»Ella se desliza al otro lado de una

mata de juncos que ahora cruzan cadaplano como líneas de lluvia. La luna esuna piedra preciosa que algún afortunadoha encontrado en la orilla.

Emerge mojada, la piel erizada por lacarne de gallina, y toda la brillantepantalla lo abarca a él, lentes ymaquinaria incluidas.

«No, no me toques. Así será mejor.No te muevas. Nunca le he hecho esto anadie.»

Su pelo mojado sobre el estómago deél. La cabeza de Breavman estalló enpostales.

Querido KrantzLo que ella hizo lo que ella

hizo lo que ella hizo.

Querida BerthaDebes cojear como ella o

incluso parecerte yo sé que no seperdió nada.

Querido HitlerLlévate las antorchas no soy

culpable tenía que hacerlo.«¿Me acompañas al pueblo? Prometí

telefonearle y debe de ser tarde.»«¿Vas a telefonearle ahora?»«Le dije que lo haría.»«¿Después de esto?»Ella le tocó la mejilla.«Sabes que sí. Tengo que hacerlo.»«Te esperaré junto al fuego.»Cuando se fue, Breavman dobló el

saco de dormir. No pudo encontrar su

mocasín derecho, pero qué importaba. Vioun mazo de impresos de peticiones deprohibición de la bomba que sobresalíande su mochila. Se acurrucó junto al fuegoy garabateó firmas.

I. G. FarbenMíster UniversoJoe HillWolfgang Amadeus JolsonEthel RosenbergTío TomLittle Boy BlueRabino Sigmund Freud

Deslizó los impresos en el saco dedormir de ella y se dirigió a la carretera,atravesada por los faros. Nada podíaevitar el aire.

¿Qué aspecto tenía ella en ese segundocrucial?

En mi recuerdo ella aparece sola,aislada de los detalles secundarios. Elcolor de su piel era sorprendente, como elblanco de una rama tierna cuandoarañamos lo verde. Pezones del color delabios desnudos. Pelo mojado como unejército de brillantes lanzas sobre sushombros.

Estaba hecha de carne y pestañas.Pero tú dijiste que era coja, ¿de una

caída romo Bertha quizá?No lo sé.¿Por qué no puedes contárselo a

Shell?Mi voz la deprimiría.

Shell toco la mejilla de Breavman.«Cuéntame el resto de la historia.»

7

Tamara tenía largas piernas, sólo Diossabe lo largas que eran. A veces, en lasreuniones ocupaba tres sillas. Tenía elcabello negro y enmarañado. Breavmanintentaba seleccionar un mechón yseguirlo hasta donde se enredaba. Lehacía sentir en los ojos lo mismo que sihubiera estado andando en un armariolleno de telarañas sin polvo.

Breavman y Krantz usaban un atuendoespecial para la caza de muchachascomunistas. Trajes oscuros, chaquetasabotonadas hasta arriba, guantes yparaguas.

Asistían a todas las reuniones del

Club comunista. Se sentabanmajestuosamente entre los miembros sincorbata, que devoraban los bocadillos delalmuerzo directamente de la bolsa depapel.

Durante un aburrido discurso sobre laguerra bacteriológica americana, Krantzsusurró: «Breavman, ¿por qué son tan feaslas bolsas de papel llenas de panblanco?»

«Me alegra que me lo preguntes,Krantz. Son anuncios sobre la fragilidaddel cuerpo. Si un drogadicto llevara laaguja hipodérmica prendida en la solapa,experimentarías exactamente la mismadesazón. Una bolsa abultada de comida esen cierto sentido una tripa visible. Sólo un

bolchevique luciría su aparato digestivoen la manga.»

«Ya basta, Breavman. Pensaba que losabrías.»

«¡Mírala, Krantz!»Tamara se apropió de otra silla para

sus misteriosas extremidades. En esemismo instante, el presidente interrumpióal orador y señaló con su martillo endirección a Breavman y Krantz.

«Si esos dos graciosos no se callan,ya pueden largarse.»

Se pusieron en pie para presentar susexcusas.

«Sentaros, sentaros, pero no habléis.»Corea hervía de insectos yanquis.

Arrojaban bombas llenas de mosquitos

contagiosos.«Ahora soy yo quien tiene algunas

preguntas que hacerte, Krantz. ¿Qué pasadebajo de esas blusas campesinas y esasfaldas que lleva siempre? ¿A qué alturallegan sus piernas? ¿Qué pasa cuando susmuñecas se hunden en las mangas?¿Dónde empiezan sus pechos?»

«Para eso estás tú aquí, Breavman.»Tamara había asistido a la misma

escuela superior que Breavman, peroentonces él no se había fijado en ellaporque estaba gorda. Seguían el mismocamino para la escuela, pero no la habíavisto. La lujuria entrenaba sus ojos paraque excluyeran todo lo que no pudierabesar.

Pero ahora era alta y espigada. Elborde de su labio inferior se curvabasobre sí mismo. Sin embargo, se movíapesadamente, como si sus extremidadesestuvieran todavía ligadas a la masa decarne que ella recordaba con amargura.

«¿Sabes una de las razonesprincipales por la que la quiero?»

«Sé la razón principal.»«Estás equivocado, Krantz. Es porque

vive sólo una calle más abajo. Mepertenece por la misma razón que elparque.»

«Estás mal de verdad.»Un minuto más tarde, Krantz dijo:«Esta gente tiene bastante razón en lo

referente a ti, Breavman. Eres un

imperialista emocional.»«Has estado pensando en eso un buen

rato, ¿verdad?»«Un rato.»«No está mal.»Se estrecharon la mano solemnemente.

Intercambiaron los paraguas. Se ajustaronel nudo de la corbata mutuamente.Breavman besó a Krantz en las dosmejillas a la manera de un general francésimponiendo medallas.

El presidente golpeó con el mazo parasalvar la reunión.

«¡Fuera! ¡No nos interesan losespectáculos de vodevil! ¡Iros arepresentarlo a la montaña!»

La montaña era Westmount.

Decidieron aceptar el consejo. Ejecutaronun zapateado de vodevil en el mirador,encantados de su propia absurdidad.Breavman nunca conseguía dominar lospasos, pero le gustaba hacer girar elparaguas.

«¿Sabes por qué me gustan tanto lasmuchachas comunistas?»

«Sí, Breavman.»«Te equivocas de nuevo. Me gustan

porque no creen en el mundo.»Se sentaron sobre el muro de piedra,

de espaldas al río y a la ciudad.«Muy pronto, Krantz, muy pronto voy

a estar en una habitación con ella. Vamosa estar en una habitación. Va a haber unahabitación alrededor de nosotros.»

«Hasta luego, Breavman. Yo me voy aestudiar.»

La casa de Krantz estaba cerca. Lohabía dicho de verdad, se iba. Era laprimera vez que Krantz había…

«¡Eh! —llamó Breavman—.Interrumpiste la conversación.»

Krantz ya no podía oírlo.

8

«¿No lo ves, Tamara, no ves que losdos bandos están siempre utilizando laguerra bacteriológica?»

Estaba paseando con ella por elparque de detrás de su casa, hablando dela naturaleza de los conflictos, de loshábitos de la carpa nocturna y de por quélos poetas son los legisladores secretosdel mundo.

Después estaba en una habitacióndesnudándola. No podía creer en susmanos. La misma sorpresa que cuando elpapel de plata se desprende entero deltriángulo de Gruyère.

Entonces ella dijo no y apretó sus

ropas contra sus pechos.Breavman se sintió como un

arqueólogo contemplando desmoronarseel arenal. Ella se puso el sostén. La ayudóa abrochárselo para demostrarle que noera un maníaco.

Después preguntó cuatro veces porqué.

Luego se quedó en pie delante de laventana.

Dile que la quieres, Breavman. Es loque quiere oír. Volvió y le pasó la manopor la espalda.

Ahora empezó a trabajarle la partebaja de la espalda.

Dile te quiero. Díselo. Uno, dos, tres:ahora.

Estaba logrando introducir un dedocasual bajo el elástico.

Ella cruzó las piernas y parecióapretar los muslos con un algo de placersolitario. Este gesto hizo estremecer laespina dorsal de Breavman.

Luego se sumergió en sus muslos, queestaban húmedos y laxos. La carnechapoteaba. Utilizó los dientes. No sabíasi la humedad era sangre, saliva operfume lubrificante.

Después, extrañas voces tensas que sehabían convertido en susurros,precipitados y jadeantes, como si eltiempo corriera contra ellos y pusiera asus padres y a la Policía frente a lacerradura.

«Mejor me pongo algo.»«Me temo que estoy cerrada.»«Es maravilloso que estés cerrada.»¿Quién era ella, de quién era su

cuerpo?«Ves, estoy cerrada.»«Oh, sí.»Felicitaciones, como confeti cayendo

lentamente, cubrían de sueño su cabeza,pero alguien elijo:

«Recítame una poesía.»«Déjame que te vea primero.»«Déjame que te vea yo también.»Después la acompañó a casa. Eran sus

horas privadas de la mañana. El solcomenzaba a amenazar por el este.Muchachos vendedores de periódicos se

arrastraban cojeando con sus bolsasgrises. Las aceras parecían nuevas.

Entonces le cogió las manos y hablócon grave agradecimiento.

«Gracias, Tamara.»Ella le abofeteó con la mano que tenía

la llave.«Eso suena fatal. Como si te hubiera

dejado coger algo. Como si hubierassacado algo de mí.»

Lo dijo a gritos, hasta que un hilillo desangre apareció en la mejilla deBreavman.

Después se abrazaron y lo perdonarontodo.

Cuando entró en su casa apoyo la bocasobre el cristal de la puerta y se besaron a

través de él. Breavman quería que fueraella la primera en irse, y ella, que fueraél. Confió que tuviera buen aspecto deespaldas.

¡Arriba todo el mundo! Exultabacamino de su casa, miembro reciéningresado en la comunidad de adultos.¿Por qué no estaban todos los durmientesen las ventanas para aclamarlo? ¿Es queno admiraban su ritual de amor y engaño?Se encaminó a su parque, y desde lacolina de las niñeras contempló toda laciudad hasta el río gris. Por fin se habíaconfundido con los durmientes, loshombres que iban al trabajo, los edificios,los comercios.

Después se fue a tirar piedras a la

ventana de Krantz, porque no tenía ganasde irse a la cama.

«Roba un coche, Krantz. Es la hora dela sopa china.»

Breavman le contó todo en tresminutos y después condujeron en silencio.Apoyó la cabeza en la ventanilla,creyendo que el cristal estaría frío, perono lo estaba.

«Sé por qué estás deprimido. Porqueme lo has contado.»

«Sí. Me he deshonrado dos veces.»Pero era peor que eso. Quería amarla,

debía de ser maravilloso amarla ydecírselo no una ni cinco veces, sinosiempre y siempre, porque sabía que ibana pasar mucho tiempo juntos en

habitaciones.Y en cuanto a las habitaciones, ¿no

eran todas la misma? ¿No había sabidosiempre cómo sería? ¿No eran todas lashabitaciones iguales? Cada vez que unamujer se tendía, incluso un bosque era unahabitación de cristal. ¿Y no era como conLisa cuando jugaban bajo la cama alsoldado y la prostituta?, ¿no era lo mismo,incluso en los ruidos amenazadores queoían?

Seis años más tarde, Breavman contóde nuevo esta historia a Shell, pero estavez no se deshonró. En una ocasión que seseparó de Shell un corto intervalo detiempo le escribió:

«Creo que si el carro de Elías o el de

Apolo, o cualquier otro vehículo celestialde la mitología llegara hasta mi puerta,sabría exactamente dónde sentarme, ycuando fuéramos por el cielo reconoceríacon deliciosa familiaridad todas las nubesy constelaciones que atravesásemos.»

9

Tamara y Breavman alquilaron unahabitación en el extremo oriental de laciudad. Dijeron a sus familias que iban avisitar a unos amigos que vivían fuera.

«Estoy acostumbrada a estar sola»,dijo la madre de Breavman.

La última mañana se acodaron en laventana, alta y pequeña, los hombros muyjuntos, contemplando la calle.

Los despertadores se disparaban portoda la pensión. Rebosantes cubos debasura hacían guardia en las suciasaceras. Los gatos se movían entre ellos.

«No querrás creerlo, Tamara, perohubo un tiempo en que hubiera podido

hipnotizar a cualquiera de esos gatos de laacera.»

«Muy útil un gato hipnotizado.»«Ahora no puedo conseguir que las

cosas ocurran tan fácilmente. Las cosasme pasan a mí. Ni siquiera pudehipnotizarte anoche.»

«Eres un fracaso, Larry, pero mesiguen volviendo loca tus huevos.Mmmm…»

«Tengo los labios llagados de tantobesarte.»

«Yo también.»Se besaron suavemente y ella le pasó

la mano por los labios. Solía ser muytierna y siempre le sorprendía porque nose lo había pedido.

En los últimos cinco días casi nohabían salido de la cama. Incluso con laventana abierta de par en par, el aire de lahabitación olía como la cama. Losedificios de primera hora de la mañanallenaban a Breavman de nostalgia y no lopudo comprender hasta que se dio cuentade que tenían exactamente el mismo colorque sus viejas zapatillas de tenis.

Tamara frotó el hombro contra subarbilla para sentir la barba. Él la miró.Había cerrado los ojos para saborear labrisa de la mañana sobre sus párpados.

«¿Frío?»«No mientras estés ahí.»«¿Hambre?»«No puedo enfrentarme con otra

anchoa, que es lo único que tenemos.»«No debíamos haber comprado una

cosa tan cara. No va con la habitación,¿verdad?»

«Tampoco nosotros —dijo ella—.Parece que en la casa se está levantandotodo el mundo para ir a trabajar.»

«Y nosotros aquí, refugiados deWestmount. Has traicionado tu reciénestrenada herencia socialista.»

«Puedes decir lo que quieras si medejas olerte.»

Los cigarrillos estaban aplastados.Breavman enderezó uno y se lo encendió.Ella inyectó una bocanada de humo en lamañana.

«Fumar desnuda es tan…, tan lujoso.»

Pronunció la palabra con intensidad.Él la besó en la nuca y reanudaron suociosa contemplación a través de laventana.

«¿Frío?»«Estaría así un año entero», dijo ella.«A eso se le llama matrimonio.»«Ahora no te vayas a asustar ni te

pongas arisco.»Había ocurrido algo muy importante.Observaron a un viejo con una

gabardina muy grande que estaba en unportal al otro lado de la calle, apretadocontra la puerta, como si se escondiera.

Decidieron vigilarlo para ver quéhacía.

Se inclinó hacia delante, miró a ambos

lados y, satisfecho al comprobar que lacalle estaba vacía, se ciñó al cuerpo todoel vuelo de la gabardina y echó a andarpor la acera.

Tamara sacudió la ceniza delcigarrillo por la ventana. Cayó como unapluma y luego se desintegró en el viento.Breavman observó el pequeño gesto.

«No puedo resistir la belleza de tucuerpo.»

Ella sonrió y apoyó la cabeza en suhombro.

El viejo con la gabardina ceñida searrodilló y husmeó debajo de un cocheaparcado. Se levantó, se sacudió lasrodillas y miró a su alrededor.

El viento se movía por el pelo de

Tamara, escogiendo y haciendo flotar unmechón. Ella deslizó el brazo entre ambosy lanzó la colilla al aire. Él hizo lo mismocon la suya. Caían como pequeñosparacaidistas predestinados a la muerte.

Entonces, como si las colillashubieran sido una señal, todo empezó asuceder más rápidamente.

El sol se inmovilizó súbitamente entredos edificios, dejando en una oscuridadintensa el rompecabezas de las chimeneas.

Un hombre subió a su coche y semarchó.

Un gato surgió a pocos centímetros dedonde se encontraba el viejo y cruzófrente a él orgulloso, hambriento, elástico.Agitando su gabardina, el viejo dio un

salto hacia el animal. El gato cambió dedirección sin esfuerzo y suavementedescendió las escaleras de piedra de unsótano. El hombre tosió y lo siguió, sedetuvo confundido y subió otra vez a lacalle con las manos vacías.

Lo habían contempladodistraídamente, como la gente contemplael agua, pero ahora se centraron en suobservación.

«Tienes carne de gallina, Tamara.»Ella se alisó un mechón de cabello

flotante. Breavman estudió el movimientode los dedos. Los recordaba en distintaspartes de su propio cuerpo.

Pensó que sería feliz si lo condenarana vivir ese momento durante el resto de su

vida. Tamara desnuda y joven, sus dedostrenzando un mechón de pelo. El solenredado en antenas de televisión ychimeneas. La brisa de la mañanadesplazando la neblina de la montaña. Unviejo misterioso, cuyo misterio no leimportaba descubrir. ¿Para qué iba abuscar momentos mejores?

No podía conseguir que las cosasocurrieran.

En la calle, el viejo estaba tumbadode bruces debajo del parachoques de uncoche, intentando atrapar un gato quehabía conseguido arrinconar entre elbordillo y la rueda. Agitaba las piernasnerviosamente, tratando de agarrar al gatopor las patas traseras y aguantando

arañazos y mordiscos. Por fin loconsiguió. Sacó al gato de las sombras ylo elevó por encima de su cabeza.

El gato se agitaba y se retorcía comouna banderola en un vendaval.

«Dios mío —dijo Tamara—. ¿Qué vaa hacer, con él?»

Se olvidaron el uno del otro y seinclinaron sobre la ventana.

El viejo se tambaleaba ante lasfuriosas acometidas del enorme gato,hundía la cara en el pecho para librarsede sus zarpazos. Recuperó el equilibrio.Empuñando al gato como un hacha, conlos pies bien separados, lo estrelló contrala acera. Breavman y Tamara oían desdela ventana al choque de la cabeza. Se

estremecía como un pez recién pescado.Tamara volvió la cabeza.«¿Qué está haciendo ahora?», quiso

saber.«Lo está metiendo en un saco.»El viejo, arrodillado al lado del gato,

que se contraía espasmódicamente, habíasacado una bolsa de papel de su enormegabardina. Intentaba meter el gato dentro.

«Siento náuseas —dijo Tamara.Escondía la cara en el pecho de Breavman—. ¿No puedes hacer algo?»

Breavman no había pensado quepudiera intervenir en la acción.

«¡Eh, tú!»El viejo miró hacia arriba

rápidamente.

«Oui! Toi!»El viejo se detuvo. Miró su gato. Las

manos le temblaban indecisas. Se largócalle abajo, tosiendo y sin botín.

Tamara gorgoteó. «Me estoy poniendomala.» Corrió al lavabo y vomitó.

Breavman la llevó a la cama.«Anchoas», dijo ella.«Estás tiritando. Voy a cerrar la

ventana.»«Échate a mi lado.»Su cuerpo estaba fláccido, como si

acabara de sufrir una derrota. Él tuvomiedo.

«Quizá no debimos ahuyentarlo», dijo.«¿Qué quieres decir?»«Probablemente estaría hambriento.»

«¿Se lo iba a comer?»«Bueno, nosotros protegemos nuestro

delicado paladar.»Ella se apretó con fuerza contra él. No

era el tipo de abrazo que a Breavman legustaba. No había nada de carne, sólodolor.

«No hemos dormido mucho. Intentadormir ahora.»

«¿Vas a dormir tú también?»«Sí. Los dos estamos cansados.»El mundo de la mañana había

desaparecido, los agudos sonidos deltráfico quedaban al otro lado de laventana cerrada, distantes como lahistoria. Eran dos personas en unahabitación y no había nada que mirar.

Acarició los cabellos de Tamara con unamano y le cerró los párpados. Recordabala labor miniaturesca del vientodeshaciendo y agitando sus mechones depelo. Una semana es mucho tiempo.

Los labios de Tamara temblaron.«¿Lawrence?»Sé lo que vas a decir y sé lo que voy a

decir y sé lo que vas a decir…«No te enfades.»«No.»«Te quiero», dijo ella sencillamente.Esperaré aquí.«No tienes que decir nada», dijo ella.«Gracias», dijo él.«¿Quieres besarme?»La besó en la boca suavemente.

«¿Te has enfadado conmigo?»«No sé qué quieres decir», mintió.«Por lo que he dicho. Sé que te duele

en cierto modo.»«No, Tamara. Me hace sentirme más

cerca de ti.»«Me alegro de habértelo dicho.»Ella se volvió a acomodar y se acercó

a él no por sensualidad, sino buscandocalor y protección. Él la abrazó fuerte, nocomo a una amante, sino como a una niñadesvalida. La habitación se habíacaldeado. Sus manos sudaban.

Ahora estaba dormida. Breavman seaseguró. Cuidadosamente se desasió de suabrazo. Si por lo menos no fuera tanbonita cuando dormía. ¿Cómo podía huir

de ese cuerpo?Se vistió como un ladrón.Un sol redondo ardía encima de los

tejados cubiertos de hollín. Todos loscoches aparcados se habían marchado ya.Unos cuantos viejos, escoba en mano,guiñaban los ojos entre los cubos debasura. Uno de ellos intentaba coger algato muerto con el mango de la escoba,porque no quería tocarlo.

Corre, Westmount, corre.Necesitaba poner distancias entre él y

la cálida habitación en la que no podíaconseguir que ocurrieran las cosas. ¿Porqué había tenido que hablar? ¿No podíahaberlo dejado como estaba? El olor desu carne se le había metido en la ropa.

El cuerpo de ella iba con él y dejó quesu recuerdo se opusiera a la huida.

Estoy corriendo en medio de unanevada que son sus muslos, dramatizóretórico. Sus muslos llenan la calle.Amplios como una nevada, como enormeszepelines descendiendo, sus musloshúmedos se posan en los tejadosangulosos y en los balcones de madera.Las veletas imprimen figuras de gallos yveleros en la piel. Rostros de esculturasfamosas conservadas comobajorrelieves…

Luego se puso a pensar en unosdeterminados muslos en una habitacióndeterminada. El compromiso eraopresivo, pero el pensamiento de la

soledad de la carne era peor.Tamara estaba despierta cuando abrió

la puerta. Se desnudó rápidamente yrecuperó lo que había estado a punto deperder.

«¿Estás contento de haber vuelto?»Tamara fue su amante durante tres

años, hasta que él cumplió los veinte.

10

En su tercer año de Universidad,Breavman se fue de casa. Él y Krantzalquilaron un par de habitaciones en elcentro de la ciudad, en Stanley Street.

Cuando Breavman informó a su madreque se proponía dormir fuera variasnoches por semana, pareció aceptarlopacíficamente.

«Te hará falta una tostadora, ¿verdad?Tenemos dos.»

«Gracias, madre.»«Y cubiertos, necesitarás cubiertos.»«No; en realidad, no vamos a cocinar

gran cosa…»«Necesitarás toda una cubertería,

Lawrence.»Anduvo de cajón en cajón por la

cocina, seleccionando accesorios yacumulándolos en la mesa delante de él.

«Madre, no necesito una batidora.»«¿Cómo lo sabes?»Vació sobre la mesa un cajón de

cubiertos de pescado de plata. Luchó conel cajón de la cuerda, pero no lo pudosacar.

«Madre, todo esto es ridículo.»«Llévatelo todo»La siguió hasta el salón. Ahora se

había subido, tambaleándose, en una sillatapizada, y mientras trataba de conservarel equilibrio iba desenganchando almismo tiempo unas pesadas cortinas

bordadas.«¿Qué estás haciendo?»«No necesito nada en una casa vacía.

¡Llévatelo todo!»Empujó con el pie en dirección a

Breavman las cortinas desenganchadas yse enredó en los pliegues. Él corrió en suayuda. Su madre parecía muy pesada.

«¡Vete, no necesito nada, cógelotodo!»

«¡Basta, madre, por favor!»Al subir las escaleras descolgó una

miniatura persa montada en terciopelo yse la arrojó.

«Allí habrá paredes, ¿no?»«Por favor, madre, vete a la cama.»Comenzó a vaciar el armario de ropa

blanca, arrojando pilas de sábanas ymantas a sus pies. De puntillas, empezó arevolver en un montón de mantelerías.Una se desdobló cuando la estaba sacandoy cayó sobre ella como la sábana de unfantasma. Se debatió intentando librarse.Breavman intentó ayudarla, pero ella lorechazó desde dentro de la mantelería.

Retrocedió y la miró debatirse; unestremecimiento invadía todo su cuerpo.

Cuando por fin se liberó, extendiócuidadosamente el mantel en el suelo y searrastró de una punta a otra para doblarlo.Tenía el pelo desordenado y no podíacontener el resuello.

Él seguía cada uno de susmovimientos con una intensa

concentración soporífera. Mentalmentehabía doblado diez veces el mantel antesde que ella se arrodillara triunfante juntoal blanco rectángulo inmaculado.

11

La casa había sido construida aprincipios de siglo. Todavía quedabanalgunos cristales de color en los panelesde las ventanas. La ciudad había instaladomodernas luces fluorescentes en la calleStanley, que arrojaban una luz fantasmalde color amarillo. A través de loscristales victorianos azules y verdes, elresplandor se convertía en un brillo lunarintenso y artificial que daba apariencia delozanía y frescura a la carne de cualquiermujer.

La guitarra estaba siempre a mano.Sentía el frescor de la madera de cedrocontra el estómago. El interior olía como

las cajas de puros que su padre solíafumar. El sonido era excelente en mediode la noche. En esas horas la pureza de lamúsica lo sorprendía y casi lo convencíade que estaba creando una relaciónsacramental entre la mujer, la ciudad y élmismo.

Breavman y Tamara eran crueles eluno con el otro. Utilizaban la infidelidadcomo un arma de dolor y un incentivo depasión. Y seguían volviendo a la cama deStanley Street y a la extraña luz queparecía restituir la inocencia a suscuerpos. Allí se tendían durante horas,incapaces de tocarse o de hablar. A veceslograba consolarla y otras veces ella loconsolaba a él. Utilizaban sus cuerpos,

pero aquello se volvía cada vez másdifícil. Vivían uno a costa del otro, teníansistemas para destriparse recíprocamente.Las razones eran demasiado profundas yoriginales para que él pudieradescubrirlas.

Breavman recuerda terribles silenciosy llantos a los que no pudo acostumbrarse.No había nada que pudiera hacer, y menosque nada vestirse y marcharse. Se odiabaa sí mismo por hacerle daño y la odiaba aella por agobiarlo.

Aquella mañana brillante deberíahaber seguido huyendo.

Ella lo dejaba desvalido. Se hicieronmutuamente desvalidos.

Breavman le daba a leer a Tamara

algunas notas de una larga historia queestaba escribiendo. Los personajes sellamaban Tamara y Lawrence, y la acciónse desarrollaba en una habitación.

«Qué ardiente eres —decía Tamarateatralmente—. Esta noche eres miapasionado amante. Esta noche somosdistinguidos y bestias salvajes, pájaros ylagartos, cieno y mármol. Esta nochesomos gloriosos y degenerados,condecorados y aplastados, bellos yrepugnantes. El sudor es perfume. Losjadeos son campanas. No cambiaría estopor el asalto del cisne más bello. Será poreso que habré venido a ti desde elprincipio. Por eso habré dejado a losotros, los cientos que querían cogerme del

tobillo con manos paralíticas mientrascorría hacia ti.»

«Mierda», dije.Se desprendió de mis brazos y se puso

en pie sobre la cama. Pensé en los muslosde los colosos de piedra, pero no dijenada.

Extendió los brazos hacia arriba.«Cristo de los Andes», proclamó.Me arrodillé a sus pies y hociqué en

su delta.«Cúrame, cúrame», dije con sonsonete

de plegaria.«Cúrame tú a mí.» Rió y cayó sobre

mí, apoyó su cabeza en mi vientre.Cuando estuvimos tranquilos dije:

«Mujer, estás libre de tu enfermedad.»

Deslizó las piernas hacia el suelo, seacercó bailando a la mesa y encendió unavela de mi diminuto candelabro mexicano.Sosteniendo la luz por encima de sucabeza como una insignia religiosa volvióbailando hasta el borde de la cama y mecogió de la mano.

«Ven conmigo, mi bestia, mi cisne —cantó—. ¡El espejo, eunucos, el espejo!»

Nos situamos delante del espejo.«¿Quién se atrevería a decir que no

somos bellos?», desafió.«Sí.»Durante un minuto o dos examinamos

nuestros cuerpos. Bajó el candelabro. Nosabrazamos.

«La vida no nos ha pasado por alto»,

dijo, poniendo voz nostálgica.«Ah. Ay. Dolor. Luna. Amor.»Intentaba ser divertido. Esperaba que

nuestra broma sentimental no la empujaraa una reflexión seria. Eso era algo que nopodía aceptar.

Me senté en una silla frente a laventana y se acomodó en mis rodillas.

«Somos amantes —comenzó, como siestuviera formulando los axiomasgeométricos antes de pasar a laproposición—. Si una de esas personasque están ahí abajo mirara para arriba,alguien con muy buena vista, vería a unamujer desnuda en brazos de un hombredesnudo. Esa persona se excitaríainmediatamente, ¿verdad?, de la misma

manera que todos nos excitamos cuandoleemos en una novela una descripciónsexual provocativa.»

Me estremecí ante la palabra sexual.No existe un término más inadecuado paralos amantes.

«Y de esa misma manera —continuó— tratan de mirarse la mayoría deamantes, incluso después de haber sidoíntimos durante mucho tiempo.»

Íntimos. Era otro de esos términos.«Es un gran error —dijo—. La

emoción de lo prohibido, la emoción delo perverso se agotan rápidamente ypronto los amantes se aburren el uno delotro. Sus identidades sexuales se hacencada vez más borrosas, hasta que terminan

perdiéndose.»«¿Cuál es la alternativa?» Estaba

empezando a picarme.«Es hacer excitante aquello que está

permitido. El amante debe familiarizarsetotalmente con su amada. Tiene queconocer cada uno de sus movimientos: elvaivén de sus nalgas cuando camina, ladirección de cada diminuto terremotocuando su pecho exhala un suspiro, lamanera en que sus muslos se expandencomo lava cuando se sienta. Debe conocerla súbita contracción de su estómago justoantes del comienzo del clímax, cadavergel de cabello, rubio o negro, la rutade los poros de la nariz, la red de vasosde los ojos. La debe conocer tan

completamente que, de hecho, ella seconvierta en su propia creación. Que seaél quien haya proyectado la forma de suspiernas, quien haya destilado su perfume.Éste es el único tipo positivo de amorsexual: el amor del creador por sucreación. En otras palabras, el amor delcreador por sí mismo. Éste amor no puedenunca cambiar.»

A medida que hablaba, su voz se ibahaciendo cada vez más tensa. Las últimaspalabras las formuló en una especie detrance. Yo había dejado de acariciarla. Suvocabulario clínico me ponía malo.

«¿Qué pasa?», preguntó. «¿Por qué mesueltas?»

«¿Por que haces siempre lo mismo?

Acabo de hacerte el amor. ¿No esbastante? ¿Tienes que iniciar unaoperación, una autopsia? ¡Sexual, destilar,íntimos… Dios! ¡Prefiero no sabérmelotodo de memoria! Prefiero sersorprendido de vez en cuando. ¿Dóndevas?»

Se irguió ante mí. La luz delcandelabro dibujaba su boca con un durogesto de rabia.

«¡Sorprendido! Eres idiota. Como ladocena de hombres con los que he estado.Que querían hacer el amor en laoscuridad, en silencio, con los ojoscerrados, con los oídos tapados. Hombresque se cansaron de mí y yo de ellos. Y túte subes a la parra, porque quiero algo

diferente para nosotros. No conoces ladiferencia entre creación y masturbación.Y hay diferencia. No has comprendidouna palabra de lo que he dicho.»

«Palabras ambiguas», grité. «Palabrasambiguas de doble sentido.»

Me tapé la cara farfullando. ¿Cómohabía llegado a esta habitación?

«No sabemos lo que decimos», dijoella ya sin rabia.

«¿Por qué no puedes estar en misbrazos simplemente?»

«¡No tienes arreglo!», estalló.«¿Dónde están mis cosas?»

Contemplé cómo se vestía; mi cabezaestaba aturdida, vacía. Terminó devestirse cubriendo una parte tras otra de

su cuerpo, y el aturdimiento aumento einundó mi garganta como una inhalaciónde éter. Parecía que mi piel se disolvía yme confundía con el aire de la habitación.

Se dirigió hacia la puerta. Esperé oírel ruido del picaporte. Hizo una pausa, lamano en el pestillo.

«Quédate. Por favor.»Corrió hacia mí y nos abrazamos. La

textura de su ropa resultaba extraña contrami piel. Me mojó el cuello y las mejillascon sus lágrimas.

«No tenemos tiempo para herirnos»,susurró.

«No llores.»«No podemos cansarnos el uno del

otro.»

Durante su llanto yo me habíarecuperado. Muchas veces en mi vida hecomprobado que sólo ante las explosionesde emoción de los demás puedo conseguirmi propia estabilidad. Su dolor medevolvió a mí mismo, me dio valor ycompasión.

La llevé a la cama.«Eres bella», dije. «Siempre lo

serás.»Se durmió enseguida entre mis brazos.

Su cuerpo era más pesado que otrasveces. Parecía cargado e hinchado depena. Soñé con una enorme capa quearrojaba sobre mis hombros un hombrelloroso montado en un carro volador.

A la mañana siguiente, cuando me

desperté, se había ido, como decostumbre.

Tamara lo leyó atentamente.«Pero yo no hablo así», dijo

suavemente.«Ni yo», respondió Breavman.El acto de escribir había terminado

cuando le alargó el manuscrito. Ya no erasu dueño.

«Sí, Larry. Tú hablas como los dospersonajes.»

«De acuerdo, hablo como los dospersonajes.»

«No te enfades, por favor. Estoytratando de comprender por qué hasescrito esto.»

Estaban acostados en la eterna

habitación de Stanley Street. Las lucesfluorescentes de la calle proporcionabanel claro de luna.

«No me importa saber por qué lo heescrito. Simplemente lo he escrito, eso estodo.»

«Y me lo has dado.»«Sí.»«¿Por qué? Sabías que me haría

daño.»«Se supone que te interesas en mi

trabajo.»«Larry, tú sabes que sí.»«Por eso te lo he dado.»«Parece que somos incapaces de

hablar.»«¿Qué quieres que diga?»

«Nada.»Comenzó el silencio. La cama era

como una cárcel rodeada de tendidoeléctrico. Breavman no podía salir deella, ni siquiera moverse. Le atormentabael pensamiento de que éste era su lugar,justo esa cama vendada de silencio. Eralo que se merecía, lo único para lo queservía.

Se dijo que debía sencillamente abrirla boca y hablar. Sencillo. Simplementepronunciar palabras. Romper el silenciocon alguna observación. Hablar sobre suhistoria. Si por lo menos pudiera atacar elsilencio. Entonces podrían hacer el amorde un modo cálido y amistoso y hablarcomo extraños hasta la mañana.

«¿Era para decirme que quieresterminar con lo nuestro?»

Ha hecho un avance valiente. Ahoratengo que intentar responderle. Le diréque quería desafiar a su amor con unaexhibición de veneno. Dirá, oh, eso es loque quería oír, y me abrazará parademostrarme que el veneno no ha surtidoefecto.

Todo lo que tengo que hacer esobligarme a separar los dientes, hacerfuncionar los ejes de mi mandíbula, hacervibrar las cuerdas vocales. Una palabra loconseguirá. Una palabra se adentrará en elsilencio y lo partirá en pedazos.

«Intenta decir algo, Larry. Ya sé quees difícil.»

Un ruido, Breavman; un ruido, unruido, un ruido cualquiera.

Utilizando el cerebro a modo de grúa,levantó una mano de veinte toneladas y lahizo descender sobre el pecho de Tamara.Dirigió sus dedos entre los ojales. Su pielle calentaba las puntas.

La quería porque estaba caliente.«Oh, ven», dijo ella.Se desnudaron como si los estuvieran

persiguiendo.Breavman intentaba paliar su silencio

con la lengua y los dientes. Ella tuvo queapartarle suavemente la cara de suspezones. Breavman elogiaba sus caderascon una sinfonía de gemidos.

«Por favor, di algo esta vez.»

Breavman sabía que si tocaba susmejillas las encontraría mojadas delágrimas. Se quedó muy quieto. Pensabaque no querría moverse nunca más. Estabadispuesto a quedarse así durante días,catatónico.

Tamara se movió para tocarlo y sugesto lo liberó como un muelle. Esta vezno lo detuvo. Se resignó a suentumecimiento. Él hablaba todo lo quepodía con el cuerpo.

Permanecieron en silencio.«¿Te sientes bien?», preguntó

Breavman, y súbitamente comenzó ahablar por los codos.

Repasó detalladamente todos susplanes de oscura gloria y rieron. Recitó

poemas y llegaron a la conclusión de queiba a ser un genio. Tamara le compadecíaal ver el coraje con el que describía losdemonios que llevaba dentro.

«Largaos, viejos verdes.» Y lo besóen el cuello.

«También hay algunos en miestómago.»

Al cabo de un rato, Tamara se durmió.Era lo que él había intentado evitar. Susueño era como una deserción. Siemprepasaba cuando se sentía más despierto.Cuando estaba dispuesto a hacerdeclaraciones inmortales.

La mano de Tamara descansaba sobresu brazo, como la nieve sobre las hojas,pronta a deslizarse en cuanto él se

moviera.Estaba junto a ella como un insomne

con visiones de inmensidad. Veíaextensiones desérticas tan enormes queningún Pueblo Elegido podríaatravesarlas. Empezó a contar los granosde arena como si fueran ovejas, y sabíaque este trabajo podría durar eternamente.Vio paisajes aéreos de trigales tan altosque no se podía distinguir hacia qué ladoel viento inclinaba los tallos. Territoriosárticos y distancias de trineo.

Kilómetros que nunca recorreríaporque jamás podría abandonar estacama.

12

Breavman y Krantz aún paseaban amenudo durante toda la noche.Escuchaban las melodías populares de lasemisoras locales o las clásicas de las deEstados Unidos. Se dirigían al norte,hacia los Laurentians, o al este, a losTownships.

Breavman imaginaba el coche vistodesde arriba. Una pequeña bolita negraarrojándose por la superficie de la tierra.Libre como un meteoro y tal vezpredestinada también a la muerte.

Atravesaban paisajes de nieve azul.La corteza helada conservaba un rayo deluna, igual que el agua ondulante. La

calefacción estaba al máximo. No teníannada que hacer por la mañana, sólo lasclases, y eso no contaba. Por encima de lanieve todo era negro, árboles, cabañas,pueblos enteros.

A esa velocidad no les ataba nada.Podían catar todas las posibilidades.Pasaban como un relámpago al lado deárboles que habían tardado cientos deaños en crecer. Atravesaban ciudadesdentro de las cuales vivían hombres unavida entera. Sabían que el país era viejo;las montañas, las más antiguas de latierra. Lo recorrían todo a ochenta millaspor hora.

Había algo desdeñoso en suvelocidad, desdeñoso con los miles de

años que habían sido necesarios parasuavizar las montañas, con lasgeneraciones de músculos que habíanlabrado los campos, con el trabajoempleado en la construcción de lamoderna carretera por la que circulaban.Eran conscientes de su desdén. Losbárbaros debieron de cabalgar por lasvías romanas con la misma sensación.Ahora tenemos el poder. ¿Qué importa dedónde venimos?

Y había algo de miedo en suvelocidad. Allá detrás, en la ciudad, susfamilias crecían como sarmientos. Lasamantes impartían una tristeza que habíadejado de ser lírica para hacerseclaustrofóbica. La comunidad adulta

insistía en que eligieran de entre lasbellas generalidades alguna fea cosa enconcreto. Huían de su mayoría de edad,del verdadero bar mitzvah, de suiniciación real, de la auténtica y cruelcircuncisión que la sociedad esperabainfligir a través de los límites y lamonótona rutina.

Hablaban educadamente a las chicasfrancesas de los restaurantes dondeparaban. Eran patéticas, deleznables ytenían dientes postizos. Las olvidaríandentro de veinte millas. ¿Qué hacíandetrás de los mostradores de arborita?¿Soñar con un Montreal de neón?

La carretera estaba vacía. Eran losúnicos que huían por ella, y esta

conciencia estrechaba su amistad todavíamás. Aquello exaltaba a Breavman.Decía: «Krantz, todo lo que descubriránde nosotros será un reguero de aceite en elsuelo del garaje, sin reflejos irisadossiquiera.» Últimamente, Krantz hablabamuy poco, pero Breavman estaba segurode que pensaban lo mismo. Todos los queconocían o que los amaban estabandurmiendo millas atrás del tubo deescape. Si oían un «rock-and-roll» por laradio comprendían su ansiedad; si era unconcierto de Haendel, comprendían sumajestad.

En algún momento de esos paseos,Breavman se hizo a sí mismo unapropuesta de la siguiente forma:

Breavman, estás capacitado para muydiversas experiencias en este mundo, quees el mejor de los mundos posibles. Haymuchos poemas maravillosos queescribirás y por los que serás aplaudido,muchos días desérticos en que no seráscapaz de apoyar la pluma en el papel.Muchos coños maravillosos en los queestar, diferentes colores de piel que besar,diversos orgasmos que experimentar ymuchas noches en que pasearás tusensualidad solo y amargo. Habrácumbres de emoción, intensos ocasos,percepciones gloriosas, dolor creador ymuchas llanuras mortíferas de indiferenciaen las que ni siquiera será tuya tu propiadesesperación. Habrá muchas bazas de

poder que puedas jugar con crueldad obenevolencia, muchos vastos cielos bajolos que tenderte y felicitarte de tuhumildad, mucho remar en galeras desofocante esclavitud. Eso es lo que teespera.

Ahora, Breavman, ésta es lapropuesta: supongamos que pudieraspasar el resto de tu vida exactamentecomo en este mismo instante, en estecoche lanzándose hacia el campo cubiertode matojos, justo en esta parada de lacarretera pegada a la fila de blancosindicadores, pasando siempre por ellos aochenta, oyendo vibrar esta canción demáquina tocadiscos que habla de rechazo,con este determinado cielo de nubes y

estrellas, y dentro de tu mente esta secciónen concreto de tu memoria, ¿quéescogerías? ¿Cincuenta años más en estecoche o cincuenta más de logros yfracasos?

Breavman nunca dudó en la elección.Que siga todo como ahora. Que la

velocidad no disminuya nunca. Que lanieve permanezca. Que nunca desaparezcala comunión con mi amigo. Que nuncaencontremos otras cosas que hacer. Quenunca nos tasemos el uno al otro. Que laluna permanezca en este lado de lacarretera. Que las chicas sigan siendo unaimpresión dorada en mi mente como elhalo de la luna o el brillante resplandorde neón sobre la ciudad. Que el ordenado

latido de la guitarra eléctrica sigadeclarando:

Cuando perdí a mi amorcasi pierdo la cabeza.

Que los bordes de las colinas estén apunto de brillar. Que las hojas no ocultenlos árboles. Que las negras ciudadesduerman en una larga noche como laamante de Lesbia. Que los monjes demonasterios medio derruidos sigan con suplegaria en latín de las cuatro de lamadrugada. Que Pat Boone se mantengaen el primer puesto del «hit parade» y quele diga a los turnos de noche de lasfábricas:

Fui a ver a una gitanay me dijo la buenaventura.

Que la nieve dignifique siempre loscementerios de coches de la carretera deAyer’s Cliff. Que las barracas selladas delos vendedores de manzanas no exhibannunca frutos brillantes ni rastro de sidra.

Pero que yo siga recordando lo queahora recuerdo de los pomares. Queconserve mi décima de segundo defantasías y reminiscencias con todas lascapas al descubierto, como en una muestrageológica. Que el Caddie o el VW corrancomo un milagro, como una bomba, quevuelen. Que la melodía haga esperareternamente al anuncio comercial:

Bueno, puedo decíroslo,la noticia no era tan buena.

La noticia es fabulosa. La noticia es

triste, pero, como es una canción, no estátan mal. Pat está haciendo todos mispoemas en mi lugar. Llega a un millón depersonas. Es todo lo que yo quería decir.Pat ha destilado el dolor, lo ha glorificadoen una cámara de ecos. No necesito lamáquina de escribir. No es lo que depronto recordaría que no había incluidoen mi equipaje. Nada de lápices, debolígrafos, de cuartillas. Ni siquieraquiero escribir en la niebla de unparabrisas. Puedo ir inventando sagastodo el camino, hasta Baffin Island, perono tengo por qué escribirlas. Pat, me hasrobado el puesto, pero eres un buen tipo,americano triunfador de los viejostiempos, vencedor magnífico e ingenuo,

está bien así. Los agentes de relacionespúblicas me han convencido de que eresun tipo humilde. No puedo tomármelo amal. Mi única crítica es: sé másdesesperado, arranca sonidos másagónicos o tendremos que buscar un negropara que te sustituya:

Dijo que tu chica te hadejado,

esta vez se ha ido parasiempre.No dejes que las guitarras aflojen la

marcha como ruedas de locomotora. Nodejes que el locutor de la CKVL me digalo que acabo de oír. Dulces sonidos, nome rechacéis. Que las palabras continúencomo el paisaje del que nunca vamos a

salir:ido para siempre

Que perdure la última sílaba. Es ladécima de segundo por la que cambiaríatodas las presidencias. Los postestelefónicos trenzan complicados juegoscon los cables que pasan a todavelocidad. La nieve se amontona como elMar Rojo a cada lado del parachoques.Nadie nos espera ni nos echa de menos.Gastamos en gasolina todo el dinero,vamos repletos como camellos delSahara. El coche lanzado, los árboles, laluna y su luz sobre los campos de nieve,los resignados y trabajados acordes de lamelodía, todo guarda un perfectoequilibrio para la rápida congelación, la

caja eterna en el museo astral.empre

Hasta la vista, señor, señora, rabino,doctor. Adiós. No olvide su cartera deviajante con las muestras de aventuras. Miamigo y yo seguiremos aquí, en nuestrabanda de velocidad limitada. ¿Verdad,Krantz, verdad, Krantz, verdad, Krantz?

«¿Quieres que paremos a tomar unahamburguesa?», dice Krantz como siestuviera meditando sobre una teoríaabstracta.

«¿Ahora o uno de estos días?»

13

Breavman y Tamara estaban blancos.Toda la gente en la playa estaba morena.Krantz estaba descaradamente bronceado.

«Me siento superdesnuda», dijoTamara, «como si se me hubiera quitadouna capa de piel con el traje. Ojalá losdemás hubieran hecho lo mismo.»

Se tendieron en la arena caliente,mientras Krantz supervisaba el bañogeneral. Se sentó en una torrecilla demadera pintada de blanco, el megáfono enuna mano y el silbato en la otra.

El agua estaba plateada, llena decuerpos en movimiento. Su silbatoperforaba gritos y risas y de repente la

orilla quedaba en silencio. Daba unaorden y los niños se emparejaban y hacíandesde el agua una seña con las manoscogidas cuando llegaba su turno.

Entonces, en sucesión, los celadoressituados a lo largo del embarcaderogritaban bruscamente: «¡Revisión!»Ciento cincuenta niños se inmovilizaban.

Una vez hecha la comprobación,Krantz volvía a tocar el silbato y sereinstauraba el estrépito general.

En su papel disciplinario, Krantzsorprendió a Breavman. Sabía que Krantzhabía trabajado muchos veranos en uncampamento infantil, pero lo imaginabasiempre (ahora que lo pensaba) como unode los niños, o mejor dicho, como el niño

principal, inventando grandesestratagemas nocturnas, primera figura deun juego de sigue-al-jefe en medio delbosque.

Y sin embargo aquí estaba, señor dela playa, bronceado y hermético, absoluto.Los niños y el agua le obedecían.Deteniendo y poniendo en marcha el ruidoy la risa, y chapoteando con el silbato,Krantz parecía interrumpir la progresiónnatural del tiempo, como una películadetenida en una imagen y puesta de nuevoen movimiento. Breavman nunca lehubiera sospechado semejante poder.

Breavman y Tamara tenían el colorblanco de la ciudad, y eso los separaba delos cuerpos morenos, como si fueran

leprosos inocuos de segundo grado.Breavman se sorprendió al descubrir

que Tamara tenía en el muslo diminutospelos rubios. Su negro pelo estaba sueltoy el sol intenso le arrancaba destellosmetálicos.

No era sólo que estuvieran blancos,estaban blancos juntos, y su blancuraparecía denunciar un oscuro y cotidianoritual de interior compartido entre ambos.

«Cuando los negros tomen el poder»,dijo Breavman, «así es cómo nos vamos asentir todo el tiempo.»

«¿Verdad que Krantz estámaravilloso?»

Ambos lo miraron como si fuera laprimera vez que lo veían.

Quizá fuera la curiosa fractura deltiempo que Krantz conseguía con elsilbato lo que hizo que se deslizaraBreavman en la película a cámara lentaque siempre se estaba rodando en algunaparte de su cabeza.

Se contempla a sí mismo desde unaperspectiva muy lejana. El silbato haacallado los ruidos de la playa. Inclusolas golondrinas parecen inmóviles, enequilibrio, suspendidas en la cima deescaleras aéreas.

Esta parte de la película tienedemasiada luz. Le lastima los ojosrecordarla, pero le gusta contemplarlafijamente.

Demasiada exposición y doble

exposición. Detrás de cada una de lasimágenes brilla el sol veraniego de losLaurentian, y eso las convierte unas vecesen una silueta y otras en una brillantetransparencia gelatinosa.

El buceador es Krantz. Se curva comouna navaja en el aire, por encima delagua, mitad negro, mitad plateado. Lassalpicaduras saltan lentamente tras lospies que desaparecen, como plumasexpulsadas por un negro cráter.

Un bravo se eleva entre los chiquilloscuando trepa por el embarcadero. Todossus movimientos poseen intensidad, elgesto más pequeño entraña una potenciade primer plano. Los niños lo rodean ytratan de tocarle los hombros mojados.

«¿Verdad que Krantz estámaravilloso?»

Ahora Krantz corre hacia sus amigos,la arena pegada a las plantas de los pies.Les da la bienvenida con una sonrisa.

Ahora Tamara no está en contacto conBreavman; estaba echada a su lado, peroahora nada de ella le roza.

Tamara se pone en pieautomáticamente y los ojos de Krantz ysus ojos invaden la pantalla y cambian dela bienvenida a la sorpresa, a la pregunta,al deseo (aquí la película se detiene enseco, tatuada de pequeños soles), y anulantodos los demás cuerpos en la arena,durante un largo instante se apresuran sóloel uno hacia el otro.

Las golondrinas vuelven a volar connaturalidad y el caos habitual regresacuando Krantz se ríe.

«Ya era hora de que me hicierais unavisita.» Los tres se abrazaron y charlarondesenfrenados.

14

Tamara y Breavman se graduaron enla universidad. Ya no existía ningunaarmazón alrededor de su deterioradaunión, así que se vino abajo. Tuvieron lasuerte de una separación sin amargura.Ambos estaban hartos de dolor. Se habíanacostado con una docena de personas yhabían utilizado cada nombre como unarma. Era un catálogo-tortura de amigos yenemigos.

Se separaron en la mesa de un café.Allí se podía conseguir vino en tazas de tési se conocía a la dueña y se le pedía enfrancés.

Desde siempre, Breavman había

sabido que nunca la había conocido y quenunca la conocería. No basta adorar unosmuslos. Nunca se preocupó de saber quiénera Tamara; sólo vio lo que representaba.Se lo confesó y hablaron durante treshoras.

«Lo siento, Tamara; quiero tocar a lagente como si fuera un mago, paracambiarlos o para hacerles daño, dejarlesmi marca, embellecerlos. Quiero ser elhipnotizador, que no corre nunca el riesgode terminar él hipnotizado. Quiero besarmanteniendo un ojo abierto. Más bien, hequerido todo eso; ahora ya no.»

A ella le encantaba su manera dehablar.

De vez en cuando volvían a la

habitación de Stanley, de manera nooficial. Un veinteañero puede ser muytierno con una antigua amante.

«Sé que no te vi nunca. Todo el mundoresulta borroso en mi vida personal.Nunca oigo su propia música…»

Al cabo de cierto tiempo, el psiquiatrade Tamara le recomendó que no volvieraa verlo.

15

Breavman consiguió una beca parahacer su tesis de licenciatura en inglés enColumbia, pero decidió no aceptarla.

«No, Krantz, no hay nada que huelatanto a matadero como un seminario degraduados. La gente sentada en las mesasde las pequeñas aulas, con las manosensangrentadas de comas. Se hacenviejos, y la edad de los poetas continúasiendo la misma, veintitrés, veinticinco,diecinueve.»

«Eso te da cuatro años como máximo,Breavman.»

Se publicó su libro de historias deMontreal y fue bien acogido. Empezó a

verlo en las bibliotecas de sus amigos yparientes y se tomaba a mal que lotuvieran. No era asunto suyo enterarse decómo lucían los pechos de Tamara a la luzde la luna artificial de Stanley Street.

Los canadienses se vuelven locos porun Keats. Los anglófilos expresan supasión por medio de reuniones literarias.Breavman leyó sus historias en pequeñasasociaciones, en grandes grupos deuniversitarios, en brillantes reunioneseclesiásticas. Se acostó con todas lasbellas presidentas que pudo. Abandonó laconversación. Se limitaba a citarse a símismo. Era capaz de mantener unopresivo silencio en las mesas a las quese le invitaba para que la adorable hija de

la familia pensase que estaba rumiandosobre su espíritu.

La única persona con la que podíareírse era con Krantz.

El mundo estaba siendo estafadomediante una disciplinada melancolía.Todas sus historias hacían del anhelo unavirtud. Lo único necesario para serampliamente estimado era publicar laspropias ansiedades. El objetivo esencialdel arte era un despliegue calculado desufrimiento.

Paseaba con chicas pálidas y rubiaspor Westmount Boulevard. Les decía quecontemplaba como ruinas las casas depiedra. Les insinuaba que podrían hallarsea sí mismas a través de él. Podía apoyarse

en una chimenea con toda la ambiguatragedia de un Sansón ciego apoyado enlos pilares del templo.

Entre ciertos comerciantes judíosresultaba sospechoso, pero no podía sercondenado categóricamente. Lesdesalentaba la posibilidad de que pudieraconseguir un triunfo económico con lo queestaba haciendo. Esto agudizaba susúlceras de estómago. Su nombre aparecíaen los periódicos. Quizá no era unmiembro ideal de la comunidad, perotampoco lo eran Disraeli o Mendelssohn,cuyas apostasías han sido siempreperdonadas por los judíos en atención asus éxitos. Además, el acto de escribir esparte esencial de la tradición judía, y ni

siquiera puede destruirla una situación tandegradada como la contemporánea.Durante una generación o dos seguirámanteniéndose el respeto por los libros ylos artistas. No puede durar siempre si novuelve a ser consagrado.

Entre ciertos gentiles, Breavmanresultaba sospechoso por otras razones.Con su barbarie semítica escondida bajoel manto del Arte, se inmiscuía en suscócteles rituales. Estaban comprometidoscon la Cultura (como buenoscanadienses), pero Breavman era unaamenaza para la pureza de sangre de sushijas. Lo hacían sentirse tan vital como unnegro. Mantenía largas conversacionescon los agentes de la bolsa sobre el

exceso de pureza racial y la pérdida devitalidad creadora. Salpicaba susdiscursos con expresiones yiddish quejamás hubiera utilizado en otro sitio. Enlos salones, sin ninguna razón que lojustificara, solía improvisar pequeñasdanzas hasídicas alrededor de la mesitade té.

Incorporó Sherbrooke Street a susdominios generales. Creía comprender suelegante tristeza mejor que nadie en laciudad. Cuando entraba en alguno de suscomercios era consciente siempre de queestaba en lo que una vez había sido elsalón de una elegante mansión de laciudad. Exhalaba un suspiro histórico porlas mansiones convertidas en cervecerías

y en oficinas centrales de compañías deseguros. Se sentaba en las escaleras delmuseo y contemplaba a las mujereselegantes que entraban flotando en lastiendas de moda o paseaban sus costososperros frente al Ritz. Observaba a la genteque hacía cola para el autobús, que subíay desaparecía rápidamente. Siempreencontraba misterio en estas cosas. Sepaseaba por bancos con aspecto decuartos de baño y se preguntaba qué haríaallí la gente. Estudiaba los frontones consus vides esculpidas. Las gárgolas en lapiedra color marrón de la iglesia. Loscomplicados balcones de madera justo aleste de Park. La roseta de otra iglesiadefendida con clavos para impedir que las

palomas anidaran. Todo el viejo hierro,cristal, piedra.

No tenía planes para el futuro.Una mañana temprano, Breavman y

Krantz (no se habían acostado la nocheanterior) se sentaron en un muro bajo depiedra en la esquina de Mackay ySherbrooke, y arengaron a lasmuchedumbres trabajadoras de las ocho ymedia.

«Se acabó el juego», gritabaBreavman. «Todo ha terminado. Volved avuestras casas. No sigáis. Marchaos. Noaspiréis a reunir doscientos dólares. Irosderechos a vuestras casas. Volved a lacama. ¿No veis que todo ha terminado?»

«Consummatum est», apostillaba

Krantz.Más tarde, Breavman preguntó: «En

realidad tú no te lo crees, ¿verdad,Krantz?»

«No tan a fondo como tú.»No tenía planes para el futuro.Podía posar la mano en un vestido

escotado y a nadie le importaba. Era unaespecie de Dylan Thomas dócil, talento yconducta modificados para el paladarcanadiense.

Se sentía como si hubiera aparecidomasturbándose en la televisión. Estabadesprovisto de vida privada, de límites,de discreción.

«¿Sabes lo que soy, Krantz?»«Sí, y no me recites el catálogo.»

«El semental de las mujeresdesgraciadas. Un fisgón crepuscular deruinas victorianas. Un burgués experto encanciones sindicales destinadas alfracaso. Un exhibicionista de la razaperseguida luciendo permanentemente sucircuncisión. Un perro faldero que serefugia en la falda.»

Por eso, y de acuerdo con lastradiciones de su clase, emprendió untrabajo para hacer penitencia.

En uno de sus paseos por la zonaribereña de Montreal pasó por unafundición de cobre, una pequeña empresaque fabricaba piezas para cuarto de baño.Había una ventana abierta y miró dentro.

La atmósfera estaba llena de humo.

Estrépito incesante de maquinaria. Contrala pared se amontonaban montículos dearena de color terroso.

Al fondo de la fundición se calentabancrisoles de piedra en profundos hornos.Los hombres estaban cubiertos de tizne.Levantaban pesados moldes de arena. Através del humo parecían figuras de unode esos viejos grabados del purgatorio.

Vio que sacaban del horno un crisol alrojo vivo por medio de un sistema depoleas y lo dirigían, balanceándose, haciala hilera de moldes. Tras dejarlo en elsuelo, procedieron a quitarle la escoria dela superficie a paletadas.

Entonces intervino un hombregigantesco cubierto con un mandil de

amianto y anteojeras. Dirigió el crisolhacia los moldes. Por medio de unmecanismo de palancas inclinó el crisolde piedra y vació el cobre líquido en losorificios de los moldes.

Breavman se maravilló con el brillodel metal líquido. Era del color quedebería tener el oro. Era tan bello como lacarne. Era del color que imaginabacuando leía la palabra oro en oraciones ypoemas. Amarillo vivo y chillón. Caía enun arco de humo y blancos chisporroteos.Contempló al hombre que se movía entrelas hileras, distribuyendo aquellamaravilla. Parecía un ídolo monolítico.No, era un auténtico sacerdote.

Éste era el trabajo que Breavman

quería, pero no el que consiguió: sacarcables eléctricos. No especializado. Eljornal era de setenta y cinco centavos lahora. La jornada era de siete y media acinco y media, con media hora paracomer.

El tamaño del alma del cable eléctricodetermina el del orificio de la canilla.Ésta se hace de arena cocida, que cubre elalambre en toda su longitud. Se colocaentre las dos mitades del molde, y elcobre lo rodea y crea el orificio. Cuandose rompen los moldes y se saca el vaciadode las canillas, contienen todavía elalambre sobre el que se suspendieron lasalmas.

Su trabajo consistía en sacar esos

alambres. Se sentaba sobre un cajón nomuy lejos de las largas mesas bajas detambor en las que se colocaban losmoldes para el llenado. A su lado habíauna pila de canillas calientes con lasalmas de los cables asomando por losextremos. Las cogía una a una con la manoizquierda, cubierta con un guante, ysacaba de un tirón el alambre torcido conunos alicates.

Sacaba varios miles de alambres porsemana. Sólo paraba para contemplarcómo vertían el cobre. Resultó que elmoldeador era negro. Era imposiblesaberlo por la mugre que se depositaba enlas caras. Aquélla sí que era una auténticahistoria de proletarios heroicos.

Saca tu alambre, Breavman.La belleza del cobre no disminuyó

nunca.Ocupaba su puesto en el fuego y en el

humo y en la arena. La fundición no teníaaire acondicionado, gracias a Dios. En lasmanos le salieron callos, que a las chicasobreras les resultaban ordinarios, peroque otras acariciaban como medallas.

Se sentaba en su puesto y mirabaalrededor. Había encontrado el trabajoideal. Las máquinas cortadoras y el rugidode los hornos componían la músicaadecuada para la expiación. El sudor y lamugre en las espaldas granujientas de unhombre era todo un cuadro para darleperspectiva a la carne. La atmósfera era

hedionda: el aire aspirado tras unnostálgico suspiro llenaba la garganta deescoria de metal. La visión de viejos yjóvenes condenados a sus montones dearena añadía una nueva y excelentedimensión a su visión de corderos, bestiasy niños. Las ventanas del techo dejabanpasar rayos sucios de sol quedesaparecían al final entre la humaredageneral. Trabajaban en una oscuridadteñida de rojo por el fuego. Breavman sehabía integrado ya en el grabado delinfierno que había entrevisto pocassemanas antes.

La empresa no estaba sindicada.Breavman pensó intentar la sindicación ycontribuir a organizar a los obreros, pero

no estaba allí para eso. Estaba allí poraburrimiento y penitencia. Le descubrióWalt Whitman a un inmigrante irlandés ylo animó a asistir a la escuela nocturna.Hasta allí llegó su labor social.

El aburrimiento lo mataba. El trabajomanual no liberó a su mente para quevagabundease a voluntad. Logróadormecer su mente, pero la anestesia nofue lo bastante potente como para librarlode la consciencia. Todavía podíareconocer su cautiverio. De pronto sedaba cuenta de que había estadotarareando la misma melodía durante unahora. Cada alambre representaba unapequeña crisis y cada extracción unpequeño triunfo. No fue capaz de pasar

por alto este absurdo.Cuanto más aburrido estaba, más

inhumana era la belleza del cobre.Brillaba demasiado para poder mirarlo.Había que usar gafas. Estaba demasiadocaliente para permanecer a su lado. Habíaque utilizar mandil. Muchas veces al díacontemplaba cómo vertían el metal, y elcalor llegaba hasta su puesto. El arco delíquido llegó a representar una intensidadque él nunca conseguiría.

Durante un año estuvo fichando todaslas mañanas.

16

Su amigo se iba de Montreal paraestudiar en Inglaterra.

«Pero, Krantz, lo que dejas esMontreal, Montreal es el umbral mismode la grandeza, como Atenas, como NuevaOrleáns.»

«Los Frogs son malvados», afirmó.«Los judíos son malvados, los inglesesson absurdos.»

«Por eso somos grandes, Krantz.Fertilización cruzada.»

«De acuerdo, Breavman; quédate aquípara ser el cronista del Renacimiento.»

Era una tarde de verano en StanleyStreet. Breavman llevaba trabajando un

mes en la fundición. Las chicas quepasaban tenían los brazos desnudos.

«Krantz, brazos, pechos, nalgas. ¡Oh,maravilloso catálogo!»

«Efectivamente, han salido todas.»«Krantz, ¿sabes por qué Sherbrooke

Street es tan cochinamente bonita?»«Porque quieres acostarte.»Breavman pensó durante un segundo.«Tienes razón, Krantz.»Era estupendo volver a dialogar con

Krantz; no se habían visto mucho lasúltimas semanas.

Pero Breavman sabía que la calle erabonita por otras razones. Porque habíatiendas y viviendas en los mismosedificios. Cuando sólo hay comercios,

sobre todo los de fachada moderna, seproduce un hedor terrible a fría gananciade dinero. Cuando sólo hay viviendas, omejor dicho, cuando las viviendas estándemasiado lejos de los comercios, exudanalgún secreto venenoso, como unaplantación o un matadero.

Pero lo que había dicho Krantz eraverdad. No, no acostarse. Belleza en lapunta de los dedos.

Una joven volvió la esquina deSherbrooke a media manzana de distancia.Iba sola.

«¿Te acuerdas, Krantz? Hace tresaños la hubiéramos seguido con toda unaserie de sueños carnales.»

«Y hubiéramos huido si miraba hacia

atrás.»La joven pasó bajo un farol y la luz

resbaló entre las ondas de su pelo.Breavman empezó a silbar «LiliMarlene».

«Krantz, esto es una película europea.Nosotros somos antiguos oficiales quevamos a hacer algo importante.Sherbrooke es una ruina. ¿Por qué parececomo si una guerra acabara de terminar?»

«Porque tú quieres acostarte.»«Vamos, Krantz, dame una

oportunidad.»«Breavman, si te doy una oportunidad,

lloriquearás todas las noches del verano.»«¿Sabes lo que voy a hacer, Krantz?

Me voy a llegar hasta esa chica y muy

amable y cortésmente le pediré que nosunamos para dar un pequeño paseo por elmundo.»

«Hazlo, Breavman.»Aligeró el paso y se puso a su lado.

Esto saldría. Toda la compasión de losextraños. La joven volvió la cara y lomiró.

«Perdón», dijo Breavman y se detuvo.«Me he confundido.»

La joven se alejó; Breavman esperó aKrantz.

«Era un callo, Krantz. No hubiéramospodido dedicarle un brindis. Era todo loque no es una mujer guapa.»

«No es nuestra noche.»«Quedan multitud de noches.»

«Me tengo que levantar temprano parael barco.»

Pero no volvieron directamente aStanley. Pasearon lentamente por lascalles que les llevaban a casa: University,Metcalfe, Peel y McTavish. Bautizadascon nombres distinguidos de las islasbritánicas.

Pasaron por las casas de piedra y lasnegras verjas de hierro. Muchas de lascasas habían sido ocupadas por laUniversidad o se habían transformado enpensiones, pero aquí y allá vivía aún uncoronel o una vieja dama que arreglabanel césped y los macizos y todavía subíanlas escaleras de piedra como si todos losvecinos fueran nobles. Erraron a través

del campus.La noche, como el tiempo, daba a los

edificios una profunda dignidad. Ahíestaba la biblioteca, con su abrumadoracarga de palabras, oscuridad y piedra.

«Krantz, vámonos de aquí. Losedificios están empezando a reclamarme.»

«Se lo que quieres decir.»Cuando volvían a Stanley, Breavman

ya no se sentía en una película. Todo loque quería era volverse hacia Krantz ydesearle suerte, toda la suerte del mundo.No se le puede decir más a una persona.

Los taxis empezaban a amontonarsefrente a los centros turísticos. Mediamanzana más abajo podía beberse whiskyen tazas de café en un sudo lugar

disfrazado de club de bridge.Contemplaron a los taxistas, quemaniobraban y cambiaban de sentido en lacalle de dirección única: amigos de laPolicía.

Conocían a todas las patronas,propietarios y camareras. Eranciudadanos del corazón de la ciudad. YKrantz iba a despegar como un granpájaro.

«¿Sabes, Breavman? No eres eldoliente siervo de Montreal.»

«Sí que lo soy, indudablemente. ¿Nome ves crucificado en un arce en la cimade Mount Royal? Los milagros estánempezando a producirse. Me queda elsuficiente aliento para decirles: “Ya os lo

dije, crueles bastardos”.»«Breavman, eres un idiota.»Y pronto iba a quebrarse su diálogo.

Estaban silenciosamente apoyados en elbalcón, contemplando cómo seengranaban los mecanismos de la noche.

«Krantz, ¿tengo alguna cosa que vercon tu marcha?»

«Un poco.»«Lo siento.»«Tenemos que dejar de interpretar el

mundo el uno para el otro.»«Sí…, sí.»Los edificios eran tan familiares y la

calle tan conocida. Incluso Gautama llorócuando perdió a un amigo.

Mañana ya nada sería igual. Breavman

apenas se atrevía a pensarlo. Krantz noestaría allí. Sería como un bulldozersuelto en el corazón de la ciudad. No erandel tipo de gente que se escribe cartas.

Krantz echó una mirada a sualrededor. Dijo «yup» como un viejogranjero en una mecedora.

«Yup», coincidió Breavman.«Es la hora», dijo Krantz.«Buenas noches, Krantz.»«Buenas noches, viejo Breavman.»Breavman sonrió y apretó la mano de

su amigo.«Buenas noches, viejo Krantz.»Se cogieron las dos manos y luego

cada uno se fue a su habitación.

17

Todo Montreal comprabafuriosamente discos de Leadbelly y losWeavers, y se congregaba en Gesu Hallcon abrigos de visón para oír a PeteSeeger cantar sus canciones socialistas.Breavman fue a la fiesta en virtud de sureputación como cantante de folk ycelebridad menor. La anfitriona le habíasugerido sutilmente al teléfono que sellevara la guitarra, pero Breavman nohabía obedecido. Hacía meses que no latocaba.

«¡Larry, cuánto me alegro de verte;hacía años!»

«Estás muy bonita, Lisa.»

Con su primera mirada de aprobación,Breavman la reclamó inmediatamentecomo suya porque habían vivido en lamisma calle, porque conocía la blancurade su piel, porque su cuerpo huidizoestaba unido al suyo por una cuerda roja.Ella bajó los ojos.

«Gracias, Larry. Y tú has llegado aser famoso.»

«Sólo un poquito, pero suena bien.»«Vi tu entrevista la semana pasada en

televisión.»«En este país la televisión entrevista a

los escritores por una sola razón: paraproporcionarles un rato de risa al resto delos ciudadanos.»

«Todo el mundo dice que eres muy

inteligente.»«Todo el mundo es cruel y chismoso.»Le alargó un vaso y charlaron. Ella le

habló de sus hijos, dos niños, eintercambiaron información sobre susrespectivas familias. Su marido estaba enviaje de negocios. Él y su padre estabaninstalando boleras automáticas por todo elpaís. Al saber que estaba sola, Breavmanechó a volar su fantasía. Claro que estabasola, claro que la había encontrado, esanoche le sería entregada.

«Lisa, ahora que tienes niños,¿piensas alguna vez en tu propiainfancia?»

«Solía prometerme a mí misma quecuando fuera mayor recordaría

exactamente cómo había sido mi niñezpara educar a mis hijos desde esaperspectiva.»

«¿Y lo haces así?»«Es muy difícil. Te sorprendería lo

mucho que olvidas y el poco tiempo quete queda para recordar. Generalmenteactúas sobre la marcha y esperas que tudecisión sea la mejor.»

«¿Te acuerdas de Bertha?» Era laprimera cuestión que Breavman queríaplantear.

«Sí, pero ¿ella no…?»«¿Te acuerdas de mí?»«Desde luego.»«¿Cómo era?»«Supongo que te enfadarías si te

dijera que eras como cualquier otromuchacho de diez años. No lo sé, Larry.Eras un chico muy lindo.»

«¿Te acuerdas del soldado y laprostituta?»

«¿Qué?»«¿Te acuerdas de mis pantalones

verdes?»«Te estás poniendo tonto…»«Quisiera que te acordaras de todo.»«¿Por qué? Si nos acordáramos de

todo no podríamos hacer nunca nada.»«Si te acordaras de todo lo que yo me

acuerdo estarías ahora mismo conmigo enla cama», dijo ciegamente.

Lisa era lo bastante amable, ointeligente, o interesada, para no tomarse

a broma lo que Breavman había dicho.«No, no estaría. Incluso si quisiera, no

estaría. Soy demasiado egoísta, omiedosa, o gazmoña o lo que sea parajugarme lo que he conseguido. Quieroconservar todo lo que tengo.»

«Yo también. No quiero olvidar aninguna de las personas con quienes tuverelación.»

«No tienes por qué hacerlo. Sobretodo conmigo. Estoy contenta de habertevisto esta noche. Tienes que volver yconocer a Cari y los niños. Cari leemuchísimo, estoy segura de que te gustaráhablar con él.»

«Lo último que me apetece es hablarde libros con nadie, incluso con Cari.

Quiero acostarme contigo. Es muysencillo.»

Con su atrevimiento había pensadollegar rápidamente a ella y desarmarla,pero lo único que consiguió fue undiálogo elegante.

«Para mí no es tan sencillo. No intentohacerme la graciosa, pero ¿por quéquieres acostarte conmigo?»

«Porque una vez nos cogimos lamano.»

«¿Y eso es una razón?»«Los seres humanos tienen la suerte de

entrar en contacto de muchas maneras,incluso a través de una mesa.»

«Pero no puedes estar en contacto contodo el mundo. Precisamente eso le

quitaría sentido.»«Para mí lo tendría.»«Pero ¿no hay otra manera de contacto

entre un hombre y una mujer más que lacama?»

Breavman respondió en términos degalanteo, no en base a su propiaexperiencia.

«¿Cuál otra? ¿Conversación? Soy delgremio y no tengo fe en las palabras.¿Amistad? La amistad entre un hombre yuna mujer que no se basa en el sexo eshipocresía o masoquismo. Cuando veo lacara de una mujer transformada por elorgasmo que hemos conseguido juntos,entonces sé que nos hemos encontrado.Todo lo demás es mentira. Éste es el

vocabulario que utilizamos hoy. Es elúnico lenguaje que queda.»

«Entonces es un lenguaje que nadiecomprende. Se ha convertido encháchara.»

«Mejor que el silencio. Lisa, vámonosde aquí. En cualquier momento alguien vaa preguntar por qué no he traído laguitarra y voy a verme obligado a pegarleun puñetazo. Vamos a tomar café a algúnsitio.»

Lisa movió suavemente la cabeza.«No.»Lo dijo de la mejor manera que se lo

habían dicho nunca, porque en la sílabahabía dignidad, aprecio y una firmenegativa. Eso le calmó y terminó el juego.

Ahora era feliz charlando, mirándola ysorprendiéndose igual que cuando losjóvenes de bufanda blanca iban a buscarlaen sus grandes coches.

«Nunca he oído esa palabra tan biendicha.»

«Pensé que era lo que querías oír.»«¿Cuándo te hiciste tan

condenadamente juiciosa?»«Ten cuidado, Larry.»«Mira lo que hemos descubierto.» La

anfitriona sonrió. Algunos invitados lehabían seguido.

«Nunca te he oído tocar —dijo Lisa—. Me gustaría mucho.»

Breavman cogió aquella guitarra queno conocía y la afinó. Quitaron el

tocadiscos y la gente le rodeó con sussillas o se acomodó en la gruesaalfombra.

Era un buen instrumento español, demadera muy liviana y cuerdas de sonidograve. Breavman no había cogido unaguitarra desde hacía meses, pero tanpronto como tañó la primera cuerda (Lamenor) se alegró de haber accedido atocar.

El primer acorde es siempre crucial.A veces suena muy poco, blando, yentonces lo mejor es dejar la guitarra,porque el tono ya no mejora y suscreaciones adquieren entonces un retintínde anuncio. Es lo que ocurre cuandoBreavman se acerca al instrumento sin

cariño o sin respeto. La guitarra lorechaza como una mujer frígida yceremoniosa.

Pero luego hay los momentos buenos,cuando el tono es profundo y prolongado yparece increíble que sea él mismo quienrasguea la guitarra. Contempla elmovimiento borroso de su mano derecha ylos dedos danzantes de la izquierda,escalonados a lo largo del traste, y sepregunta qué relación hay entre todo esemovimiento y la música en el aire, queparece proceder de la propia madera.

Eso fue lo que pasó cuando tocó ycantó sólo para Lisa. Cantó canciones dela guerra civil española no como unpartisano, sino como un historiador. Cantó

canciones ligeras de ausencias, pensandoen el maravilloso comienzo de Donne,

Mi más dulce amor, no mevoy

por cansancio de vos,que es la esencia de toda canción de

amor. Apenas cantaba las palabras, lasdecía. Volvió a descubrir la poesía que lohabía abrumado años antes, el verso fácilque se le entregaba suavemente pero que,antes de concluir, le tocaba de lleno.

Preferiría estar en uncallejón sombrío

donde no brille nunca el sol,que ver amando a otro a mi

verdadero amorcuando yo sé que tendría que

ser mía,Estuvo una hora cantando, dedicando

a Lisa toda su música. A medida quecantaba experimentaba la necesidad dedesatar la cuerda roja y liberarla. Era elmejor regalo que podía hacerle.

Cuando terminó y había dejado laguitarra con cuidado, como si dentroestuviera lo mejor de él, Lisa dijo:

«Esto me ha hecho sentirme más unidaa ti que ninguna de tus palabras. Porfavor, vuelve a vernos pronto.»

«Gracias.»Al poco rato se escapó de la fiesta y

se fue a pasear por la montaña. Contemplóla luna, que no se movió en mucho tiempo.

18

Cuatro días más tarde sonó el teléfonoa la una y media de la madrugada.Breavman se lanzó a cogerlo, feliz deromper su horario laboral. Sabía todo loque ella iba a decirle.

«No pensé que estarías durmiendo»,dijo Lisa.

«No lo estoy. Pero deberías estarlotú.»

«Me gustaría verte.»«También a mí, pero tengo una idea

mejor: cuelga el teléfono, vete a ver cómoduermen tus hijos y luego métete en lacama.»

«Ya lo hice. Dos veces.»

Era un país libre. Los viejos tabúsestaban desacreditados. Los dos ya eranmayores y nadie los iba a llamar para lacena. Lisa tenía unos veinte años, era rica,blanca, con un coche velocísimo y unmarido fuera de la ciudad: la clásicaviuda de viajante. Él estaba solo con suinsomnio y sus manuscritos garrapateados.

Breavman, falsario y lujurioso, tuhabitación terriblemente vacía, como tusonrisa de caridad. Sabía que me seríaentregada, Krantz.

Ella rompió el silencio:«¿Quieres que vaya?»«Sí.»Breavman amontonó toda la ropa

sucia en el armario y escondió un plato

con restos de comida entre la pila de losplatos limpios. Se sentó ante la mesa detrabajo y lentamente ató las hojas delmanuscrito, experimentando un placerdesconocido en este acto, como si ahoratuviera un derecho especial a despreciarlos papeles.

Lisa llevaba pantalones, su negro peloestaba suelto, pero recién peinado. Traíaa la habitación una limpia fragancialaurentiana.

«Hueles como si acabaras de esquiarpendiente abajo.»

Le ofreció una copa de jerez. Enpocos minutos, conoció toda la historia.Su marido no estaba viajando por Canadá,instalando boleras automáticas. Estaba en

Toronto viviendo con una mujer, unaempleada de la Canadian BroadcastingCorporation.

«Mi padre tiene el informe completode la agencia de detectives. Yo no quisesaber los detalles.»

«Esas cosas pasan», dijo Breavman, yla banalidad aplastó en un murmullo laúltima palabra.

Lisa hablaba y sorbía lentamente labebida sin que desapareciera la serenidadque había traído con ella. Breavman sabíaque, junto con sus cosas preciosas, sehabía dejado en casa las emociones. Ellasabía que estas cosas pasan, sabía quetodo pasa. ¿Y qué?

«Volverá.»

Lisa le dijo con la mirada que sumarido no necesitaba ser defendido.

«Tú lo amas, Lisa, y a tus hijos y a tucasa. Es lo más evidente que hay en ti.»

Lisa bajó la mirada y estudió la copade vino. Breavman pensó que estaríarecordando la cristalería de su casa,comparando el desorden de estahabitación con el orden de allí. Pero habíavenido por venganza y cuanto másdesabrido fuera el entorno, más dulce leresultaría. Quizá no se sentía sola, quizáse sentía sencillamente ofendida.

«No tengo ganas de hablar aquí sobreCari.»

«Estoy contento de que hayas venido.Me sentí muy bien gracias a ti la noche de

la fiesta, tu manera de escucharme. Nocreí que te volviera a ver nunca más asolas y deseaba que ocurriera.»

«Lo raro del caso es que decidí queeras la única persona que podía ver.»

Quizá quería realizar su venganza conél porque él era secreto, no formaba partede su vida, pero tampoco era un extraño:como conocer a alguien de tu propiopueblo en un lugar del extranjero.

Por eso podían sentarse juntos, quizáBreavman le podría coger la mano yhablar del curioso giro que toman lascosas. Podían pasear del brazo porSherbrooke; el verano estaba acabando.Podía ofrecerle su amistad y compañíacomo solaz. O también podían irse a la

cama inmediatamente; no había términomedio.

¿Había alternativa? ¿No había sólouna inevitable y más bien fastidiosa?Breavman avanzó hacia ella y la besó enla boca. Lisa se levantó y se abrazaron.En ese momento, ambos sintieron lanecesidad de destruir pensamiento ypalabra. Lisa estaba cansada de ofensas.Breavman estaba cansado de preguntarsepor qué deseaba su cuerpo o cualquiercuerpo.

Realizaron el acto del amor como éllo había hecho muchas veces antes, enprotesta contra el azar y lascircunstancias. Alabó su belleza y elesquí, que había contribuido a unas

piernas tan estupendas.Pero no durmió con la Lisa niña. No

volvió al parque donde las niñerasvigilaban a los niños marineros. Noconstruyó un misterioso garaje alrededorde su cuerpo desnudo. Hizo el amor conuna mujer, no con Lisa. Lo sabía cuando,tendidos, empezaron por fin a hablar de suinfancia y de la ciudad. Aquel pactointerrumpido por la Regla ya nunca secumpliría. Ahora se trataba de una mujercon la que quizás estaba empezando unahistoria. La niña que creció lejos de él, enpecho y grandes coches y cigarrillosadultos, no era la mujer tranquila queestaba ahora a su lado. Aquella niña se leescaparía y le obsesionaría siempre.

El sol ya había salido cuando Lisacomenzó a vestirse.

«Duerme un poco —le dijo—. Tellamaré mañana. Es mejor que no llamestú. Nunca llames a casa.»

Breavman se asomó a la ventana paraver alejarse el coche. Lisa bajó laventanilla y le dijo adiós con la mano, yde pronto ambos estaban diciéndose adiósde un modo más vivo y prolongado de lonormal. Ella estaba llorando y movía lamano hacia arriba, abajo y adelante enurgente semáforo como para borrar, porfavor, del aire de la mañana todos lospactos, votos, acuerdos, viejos o nuevos.Breavman se asomó a la ventana yagitando la mano convino en dejar que la

noche se disolviera, en dejarla enlibertad, porque ya tenía todo lo quenecesitaba de ella fijado en una solatarde.

19

Se dice que nadie abandona nuncaMontreal porque la ciudad, como todoCanadá, está diseñada para preservar elpasado, un pasado que ocurrió en otrositio.

Este pasado no se conserva en losedificios ni en los monumentos que tanfácilmente destruye la especulación, sinoen la mente de sus ciudadanos. Los trajesque llevan, los trabajos que realizan sonsolamente máscaras de moda. Cadahombre habla en la lengua de su padre.

Igual que no hay canadienses, tampocohay naturales de Montreal. Preguntadle aun hombre quién es y nombrará una raza.

Las calles cambian con rapidez, losrascacielos se yerguen como siluetascontra el St. Lawrence, pero en ciertomodo esto es irreal y nadie lo cree,porque en Montreal no existe el tiempopresente; sólo existe el pasado y sussupuestas victorias.

Breavman huyó de la ciudad.Su madre le telefoneaba todos los

días. Estaba sola, ¿sabía lo que era eso?Le dolía la espalda, tenía las piernashinchadas. La gente le preguntaba por suhijo y ella tenía que responder que estabatrabajando de obrero en una fábrica.

Ponía el teléfono sobre la cama y ladejaba hablar. No tenía ni fuerza niaptitudes para consolarla. Se sentaba

junto al aparato, incapaz de hablar o depensar, consciente tan sólo de lamonótona crepitación de su voz.

«Hoy me miré al espejo y no mereconocía de lo arrugada que estoy porlos disgustos que he tenido, por las nochesque me paso pensando en mi hijo, memerezco yo esto, quince años con unhombre enfermo, un hijo que no sepreocupa de si su madre está sola como launa o como un perro; una madre, la únicamadre abandonada como un trapo; unaprostituta no aguantaría de su hijo lo queaguanto yo; ni que tuviera tanto, ni quecomiera chocolate todo el día, ni que mehubiese ganado diamantes por todo lo quehe perdido, quince años, es que alguna

vez pedí algo para mí; dos piernas rotasen Rusia, los tobillos hinchados que hastael médico se asombró; pero mi hijo estádemasiado ocupado para oír la verdad,noche tras noche sentada ante latelevisión, se preocupa alguien de lo quehago, yo era una persona tan feliz, era unabelleza, ahora soy fea, la gente no mereconoce por la calle, para qué he dadomi vida, era tan buena con todo el mundo,una madre, sólo una vez en tu vida tendrásuna madre, no vamos a vivir eternamente,una madre es algo frágil, tu mejor amiga,no hay en el mundo nadie que se preocupetanto de lo que te pasa, te caerás en lacalle y la gente pasará sin mirarte, y solacomo la una, en todos los sitios del mundo

la gente se mataría por ir a ver a sumadre, pero a mi hijo eso no le importa,puede conseguir otra madre, sólo vivimosuna vez, todo es un sueño, es cosa desuerte…»

Cuando había acabado, Breavmandecía:

«Espero que te sientas mejor, madre»,y después, adiós.

Su madre estaba ahora bajotratamiento psiquiátrico. No parecíamejorar. ¿Tomaba las pastillas que lerecetaban? Su voz sonaba más histérica.

Breavman huyó de su madre y de sufamilia.

Había creído que sus altos tíos, consus oscuros trajes, eran los príncipes de

una fraternidad de élite. Había creído quela sinagoga era el hogar de supurificación. Había creído que susnegocios eran reinos de benevolenciafeudal. Pero había llegado a comprenderque ninguno de ellos pretendía siquieraestas cosas. Estaban orgullosos de suéxito financiero y social. Les gustaba serlos primeros, ser respetados, sentarse allado del altar, ser elegidos para trasladarlos libros sagrados. No se comprometíancon ninguna otra idea. No creían que susangre estuviera consagrada. ¿De dóndehabía sacado Breavman la idea contraria?

Cuando veía al rabino y al cantormoverse en sus blancas vestiduras, elbrillo de las letras de brocado en sus

taleds; cuando en pie entre sus tíos seinclinaba y unía su voz a las de ellosformulando las respuestas; cuando seguíaen el libro de oraciones el compendio dela magnificencia…

No, sus tíos no eran lo bastantefervientes. Eran estrictos, no fervientes.No parecían darse cuenta de lo frágil queera la ceremonia. Participaban ciegamenteen ella, como si fuese a durar eternamente.No parecían darse cuenta de loimportantes que eran; no importantes porellos mismos, sino importantes para elsortilegio, el altar, el ritual. Ignoraban elarte de la devoción. Eran simplementedevotos. Nunca habían pensado en locerca que está la ceremonia del caos. Su

nobleza era insegura, porque se basaba enla herencia y no en la creación momento amomento con el aniquilamiento a la vista.

En la parte más solemne o gozosa delritual, Breavman sabía que todo elproceso se podría desplomar en ladesolación en un segundo. El cantor, elrabino y los fieles escogidos se erguíandelante del Tabernáculo abierto, acunandolos pergaminos de la Tora, que parecíanmajestuosos niños con tortícolis, y losdevolvían uno a uno a sus sitiales de oro.La maravillosa música se elevabaproclamando que la Ley era árbol de viday sendero de paz. ¿Cómo no eran capacesde darse cuenta de que aquello tenía queser alimentado? Y todos aquellos hombres

que se inclinaban, que realizaban losmovimientos de costumbre, no eranconscientes de que otros hombres habíanescrito la melodía sagrada, de que otroshombres habían desarrollado los gestos,en apariencia eternos, a partir de un torpedesorden. Daban por sentado lo queestaba muriendo en sus propias manos.

Pero ¿por qué tenía que importarle?No era Isaías y la gente no reclamabanada. Ni siquiera le gustaban la gente ni eldios de su culto. No tenía derechos en esacuestión.

No quería culpar a nadie. ¿Por qué nopodía evitar el sentimiento de que lohabían defraudado? Estaba amargadoporque no podía heredar la gloria que

anunciaban mecánicamente. No podíaentrar a formar parte de su hermandad,pero deseaba estar entre ellos. Nostalgiade la solidaridad. ¿Por qué estabaimplicado el dolor de su padre?

Le volvió la espalda a la ciudad.Había abusado de las alabanzas a suscalles. Había esperado demasiado deciertas verjas de hierro fundido, detorreones especialmente absurdos, deescaleras de la montaña, de panoramas delos puentes del St. Lawrence al amanecer.Estaba cansado del misterio del que habíaintentado impregnar a plazas y jardinespúblicos. Estaba cansado de la atmósferaen la que había tratado de implicar a PeelStreet y a las mansiones-casas de

huéspedes. La ciudad se negaba adescansar tranquilamente bajo el cendalde melancolía que había tendido sobre susedificios. Esto reafirmaba su indiferencia.

Breavman se detuvo ahí.Nueva York. Vivía en la torre del

World Student House. Su ventana daba alHudson. Le aliviaba que aquélla no fuerasu ciudad y que no tuviera que describirsu horrible magnificencia. Paseaba por lascalles que quería y no tenía quenombrarlas en sus historias. Nueva Yorkya había sido cantada. Y por grandesvoces. Esto lo dejaba en libertad de ver ysaborear a su antojo. Todo el mundohablaba alguna clase de inglés, no habíaresentimientos, podía hablar con la gente

en cualquier parte. Deambulaba por losmercados a primera hora de la mañana.Preguntaba los nombres del pescado, tiesoy plateado, en cajones de hielo. No asistíaa ningún seminario.

Vio a la persona más bella y la siguió.Shell.

LIBRO III

1

Su segundo nombre era Marshell, porla familia materna, pero la llamabanShell.

Sus antepasados habían cruzado elocéano lo bastante pronto como para quesu madre pudiera ingresar en las D. A.R.[13] La familia había producido dososcuros senadores y una respetablecantidad de excelentes comerciantes.Durante los últimos setenta y cinco años,todos los varones (excepto losfrancamente estúpidos) habían estudiadoen Williams[14]. Shell era la tercera decuatro hermanos. El mayor era uno de losinfortunados que no llegó a Williams.

Para acabarlo de arreglar, se fugó con unabaptista e hizo a su padre amargamentefeliz cuando se peleó con su mujer por laeducación de los hijos.

Shell creció en una enorme casablanca de las afueras de Hartford, dondesu bisabuelo materno había fundado unpróspero banco. Había una fuente depiedra en el jardín, muchos acres deterreno y un riachuelo que su padre poblóde truchas. Cuando su hermano menor sehubo casado honorablemente y trasladadoa Pittsburgh, Shell y su hermana fueronobsequiadas con dos caballos. Seconstruyó un establo, reproducción enminiatura de la casa. A su padre legustaba hacer miniaturas de su casa.

Repartidos entre la arboleda había ungallinero, una conejera, una casa demuñecas y una casita para pájaros, todascopia de la casa original, que (comogustaban de recordar a sus invitados) erasólo para personas.

Los quehaceres domésticos serealizaban con gran decoro y ritual. Elpadre y la madre, profundos conocedoresde la historia americana y coleccionistasde muebles de la época colonial, tenían agala no haber deseado nunca visitarEuropa.

Todas las primaveras, Shell seencargaba de llenar de flores la fuente depiedra. Se tomaba muy en serio eso de seruna chica. Consideraba a su hermana

demasiado grosera, no entendía por qué sumadre elevaba el tono de voz y secondolía cuando ésta le llevaba lacontraria a su marido. No sólo creía enlos cuentos de hadas, sino que hacíaexperimentos poniendo guisantes debajode su colchón.

Odiaba su pelo, que era negro, espesoy largo. Cuando se lo lavaba le eraimposible dominarlo y la llamaban«zulú». Pero no quería cortárselo,pensando quizás en escalas colgadas delas ventanas de los castillos. No legustaba su cuerpo. No era un cuerpo deprincesa, estaba segura. No crecía en loslugares debidos. Envidiaba los pechos desu hermana pequeña y su pelo lacio de

color castaño rojizo. Vapuleaba el suyocon un cepillo y no paraba hasta llegar alos doscientos cepillazos por lo menos.Se espantó cuando uno de los amigos desu hermana intentó besarla.

«¿Por qué?», preguntó.El chico no lo sabía. Había contado

con ser aceptado o rechazado, no con serexaminado.

«Porque eres bonita…»Lo dijo como si lo dudara. Shell dio

media vuelta y echó a correr. De repente,el césped era blanco, los árboles eranblancos. Empezó a tirar las flores quehabía guardado para la fuente porque eranblancas y sucias como huesos. Era unaaraña en un campo de ceniza.

«Primavera —dijo Breavman cuandooyó la historia—. No Botticelli,Giacometti.»

«No quieres que conserve nada feo,¿verdad?»

«No.»Además, Breavman no podía resistir

la tentación de añadir a su memoria elcuadro de una delicada muchachaamericana corriendo por el bosque,esparciendo flores silvestres.

A Shell le gustaban las primeras horasde la mañana. Se trasladó al antiguocuarto de los niños, con ventanalesmirando a levante. Se le permitió que loempapelara a su gusto. El sol gateaba porel cubrecama de calicó. Era su milagro.

Por lo visto, la vida no era sóloRobert Frost y Mujercitas.

Un domingo por la mañana estaba enla cama de su madre escuchando unprograma infantil. Copos de nieve comodientes de león se amontonaban endiagonal en las ventanas de múltiplesvidrios. El cabello de Shell, recogido conuna cinta negra, descansaba dócil y suavesobre su pecho. Su madre se lo estabaacariciando.

En la radio, un niño cantaba un ariasimplificada.

«Papá es tan tonto… Dice que estáiscreciendo tan de prisa que la casa se va aquedar demasiado grande.»

«Nunca dejará sus peces y sus

pollitos.»Los dedos de su madre habían estado

enroscando y trenzando plácidamente,pero ahora sólo movía el pulgar y elíndice, unos pocos mechones de peloentre ellos. El movimiento era el mismoque el del que busca una ganga de rebajasy comprueba la textura de una solapa,pero más rítmico y prolongado.

Sonreía ligeramente y mirabafijamente a Shell, pero ésta no lograbaconectar con su mirada. El movimientodespersonalizaba el pelo. No pertenecía aShell. La manta se movía. Su madreestaba haciendo algo debajo de ella con laotra mano. El mismo ritmo.

Existe una clase de silencio con el que

respondemos a los vicios, inclinaciones,desenfrenos de las personas allegadas. Notiene nada que ver con la censura. Shellpermanecía muy quieta, miraba la nieve.Estaba entre la nieve y su madre,desconectada de ambas.

El locutor invitaba a todos los chicosy chicas a unirse al Caravan de la próximasemana para hacer un viaje a las lejanastierras de Grecia.

«¿Es que somos unos perezosos?Anímese, miss Dainty…»

Shell tardó mucho en vestirse. La casaparecía muy vieja, poblada de espectrosde viejas compresas, de ligas exhaustas,de hojas de afeitar usadas. Habíadescubierto la debilidad de los adultos sin

ninguna de las crueldades de los niños.Cuando su padre, que volvía

sonrosado y jovial de un paseo por elbosque, besó a su madre, Shell loscontempló atentamente. Le apenaba elfracaso de su padre, comprendía queformaba parte de él como su pasión porlas casas en miniatura y su amable interéspor los animales.

Esto ocurría pocos años antes de quesu madre comenzara a ejercer losderechos inalienables de la menopausia.Le dio por llevar un abrigo de pieles ygafas de sol en la casa. Primero empezó ainsinuar, para después afirmarlorotundamente, que había sacrificado sucarrera de concertista de piano. Cuando

se le preguntaba que en beneficio dequién, se negaba a contestar y bajaba eltermostato de la calefacción.

El marido se tomaba a broma susexcentricidades, incluso aunque susataques a sus jóvenes hijas resultarancrueles a veces. La dejaba ser el bebé dela casa y le daba un beso como decostumbre antes y después de las comidas.

Shell lo quería por su manera de tratara su madre, se consideraba afortunada porhaberse criado en esa atmósfera de cariñoconyugal. La paciencia del padre, susbesos, eran pequeños plazos de una deudaque él nunca podría pagar del todo.

La consecuencia negativa de esteinterludio neurótico fue la rivalidad entre

Shell y su hermana. La madre lafomentaba y agudizaba con el finísimoinstinto que desarrollan las personas queviven bajo un mismo techo para el dolorde los demás.

«Me es imposible precisar cuál devuestros nacimientos fue más doloroso —reflexionaba—. Menos mal que no fuisteisgemelas.»

El padre de Shell la llevaba al colegioen coche todas las mañanas. Había sidoidea suya mandar a las chicas a colegiosdiferentes. Eran las mejores horas del díapara las dos.

Shell contemplaba el bosque a supaso. Sabía lo feliz que se sentía su padre,porque hubiera heredado su mismo amor a

los árboles. Eso era más importante quesu propio deleite y la introducía en unmundo de mujer.

El padre conducía muy atentamente.Debía de ser incapaz de volver la cabezapara mirarla, llevaba una preciosa carga.No debía acabarse de creer que tuvieranada que ver con ella, era tan bonita, y sepreguntaría por qué creía lo que él lecontaba. Cuando cumplió los dieciséisaños le regaló un coche, un Austin desegunda mano.

El colegio era una continuación delhogar. Había muchos árboles y arbustosmuy cuidados, edificios desgastados porel tiempo o edificios construidos para quepareciesen desgastados. La matrícula

representaba una concentraciónimpresionante de antiguas fortunas, demanera que nadie podía acusar depretenciosas a las autoridades cuandodisfrazaron la nueva residencia juvenilcon una fachada de estilo americanoprimitivo.

El sistema de estudios no estabaconcebido para producir artistas,revolucionarios o ceramistas. Una versiónWall Street del pequeño colegioconstruido en rojo enseñaba a las niñas aadornar la sociedad más que acuestionarla o subvertirla.

Shell era formal. Se sentaba con unlibro en el césped frente a la biblioteca yse estiraba la falda sobre las rodillas.

Puntualicemos que el vestido erablanco, y el libro, uno de losinterminables diálogos de Ivy Compton-Burnett, y que en esa época llevabatrenzas.

Si deseaba pensar en algo, dejabacuidadosamente el libro y se apoyabasobre un brazo; quizá volvía algunapágina con el dedo, distraídamente.

Sabía que representaba algo inmortal,estaba segura. Era la joven frente aledificio. Su edad en primer lugar, sucuerpo de quince años, su cabello alviento intermitente, eran instrumentos paraensalzar aquel clima y aquellas viejaspiedras. Ella lo sabía y por eso componíael rostro.

Debía permanecer inmóvil para que elhombre mayor y desconocido que pasarapor el otro lado del patio, si miraba haciadonde estaba sentada, viera la cosaperfecta, la cosa quieta, la chica delantede la puerta defendida, la escena queexigía el corazón. Dependía de ella. Poreso estaba seria mientras el mundoestallaba en pedazos de plástico.

Le gustaba la luz horizontal delatardecer. Parecía proceder directamentede los arbustos y, durante unos preciososminutos, de la tierra misma. Tenía queencontrar una manera de sentarse en esaluz.

2

Breavman estaba furioso. No queríamover la cama. Quería meterse en ella,hacer el amor y dormir.

Habían estado conduciendo todo eldía. Breavman no sabía dónde estaban,probablemente en Virginia, y tampocosabía el nombre del albergue.

La madera era color castaño y tras elempapelado medio suelto y con motivoscircenses quizá se escondían siniestraschinches. Estaba demasiado cansado paraque le importara. Durante las últimas cienmillas, Shell había dormido con la cabezaen su hombro y él le reprochabavagamente su defección de las pruebas

penosas de la carretera.«¿Qué nos importa dónde esté la

maldita cama? A las ocho de la mañanaestaremos fuera de aquí.»

«La moveré yo.»«No seas tonta, Shell.»«Podremos ver los árboles cuando nos

despertemos.»«No quiero ver los árboles cuando

nos despertemos. Quiero mirar el techosucio y llenarme los ojos de trozos desucia vid de estuco.»

La fea cama metálica se resistía. Nohabía cambiado de lugar a lo largo degeneraciones de durmientes. Breavmanimaginaba que debajo habría una capaalgodonosa de polvo gris. Con un suspiro

compareció en el otro extremo.«Me había ofrecido a conducir yo»,

dijo ella para disculpar su energía.Pero él no soportaba ser conducido a

través de la noche, junto a un velocísimoconductor. Si tenía que encontrarse a símismo lanzándose a toda velocidad poruna carretera, con los moteles de luz neóny las hamburgueserías deteniéndoleabsurdamente, como esas imágenesborrosas que siempre relampagueaban ensu cabeza, quería encargarse élpersonalmente del caos.

«Además, tiene algo de irreverentemover estas cosas.»

Ella empujó con fuerza sus nudillosblancos en las barras metálicas.

A Breavman se le ocurrió de prontoque eran las manos de una monja,blancuzcas, enrojecidas por losquehaceres conventuales; él siempre habíacreído que eran muy delicadas. Igualocurría con su cuerpo. A primera vistapodía confundírsela con una maniquí deVogue, alta, de pechos pequeños,angulosa y frágil. Pero luego sus muslosllenos y sus anchos hombros modificabanesta impresión y en el amor descubrió quemontaba sobre una dulce suavidad. Lasventanas nasales de su rostro seensanchaban lo bastante como paradestruir la primera impresión de exquisitaarmonía y permitir la sensualidad.

Su gracia residía en algo muy estable,

disciplinado y atlético que se da confrecuencia en mujeres que creen que noson bonitas.

Sí, pensaba Breavman; hubieratrasladado la cama con mi ayuda o sinella. Ella es la Carry Nation[15] de lasSucias Habitaciones Cursis y yo soy elborrachín mugriento que sonríeestúpidamente ante el montón de postalesde las cataratas del Niágara. Ellaaprendió a manejar el hacha hacetrescientos años despejando un campo deNueva Inglaterra para cultivarlo luego.

Ahora ya estaba la cama debajo de laventana. Él se sentó y la llamó con lasmanos abiertas. Se abrazaron suavementey con tal lentitud, que parecían estar

esperando que se evaporaran losdemonios generados en el silencio dellargo viaje.

Por fin ella se levantó, un pocopronto, pensó él.

«Tengo que hacer la cama.»«¿Hacer la cama? Está perfectamente

hecha.»«Quiero decir al otro lado. No vamos

a ver nada.»«¿Haces todo esto a propósito?»Le sorprendió el odio de su propia

voz. No se había evaporado nada.Sus ojos lo miraron, tratando de

abrirse paso. Tengo que leer lo que quieredecirme, amo tanto esos ojos, se dijo él enun pensamiento relámpago; pero la ira lo

dominaba. Miró las maletas paraamenazarla.

«Lawrence, estamos aquí. Ésta esnuestra habitación para esta noche.Concédeme cinco minutos.»

Se movía deprisa, una especie dedanza de siega, de un lado a otro, y lassábanas volaban como si formaran partede su vestido. Breavman sabía que sóloella podía transformar la rutina en unritual.

Ahuecaba las almohadas dondedescansarían sus cabezas. Quitó una delas mantas y cubrió con ella un espantososillón, retocándolo con unos cuantospliegues y dobleces. Dentro del armariocolocó una mesita con servilletitas, un

florero y una curiosa caja rota con unpájaro de pico de tijera concebido parasacar cigarrillos. Abrió el cesto demimbre que él le había regalado y sacólos libros, que colocó cuidadosamente enla mesa grande contigua a la puerta.

«¿Qué vas a hacer con el lavabo? Haygrietas en la porcelana. ¿Por qué no quitasun par de tablones del suelo y lo metesdebajo de la alfombra?»

«Si me ayudas…»Le hubiera gustado arrancarlo de la

pared y hacerlo desaparecer con un trucomágico, nada por aquí, nada por allá, unregalo para Shell. Y le hubiera gustadoarrancarlo de sus mugrientas raíces y,manejándolo como una quijada, demoler

completamente la habitación que ellahabía empezado a destruir.

Shell sacó el estuche de afeitar y supropia bolsa secreta de cosméticos queolían a limón. Abrió la ventana conademán triunfante y Breavman oyó lashojas moviéndose en la noche deprimavera.

Había cambiado la habitación. Podíantender sus cuerpos en ella, ya era suya, lobastante buena para amar y hablar. No eraque ella hubiese dispuesto un escenario enel que dormir cogidos de la mano, sinoque había hecho que la habitaciónrespondiera a lo que creía que su amorexigía. Breavman sabía que en esarespuesta no había nada de él. Deseaba

rendirle homenaje por haber construido unhogar y se odiaba a sí mismo por haberlaquerido zaherir.

Pero ¿no comprendía ella que él noquería tocar un cenicero ni mover unacortina?

Había una pequeña lámparaencendida. Ella se irguió en las sombras yse desnudó y luego se metió rápidamentebajo las mantas, estirándolas hasta labarbilla.

Esta habitación es mejor para ella,pensó Breavman. Cualquier otra personase lo hubiera agradecido. Se merecería unlecho de plumas de ganso con sábanas deencaje. No se lo puedo regalar porque noquiero el castillo que lo alberga, con mi

divisa esculpida en la chimenea.«Ven.»«¿Apago la luz?»«Sí.»«Ahora es una misma habitación para

ti y para mí.»Se metió en la cama evitando

cuidadosamente tocarla. Sabía que suhumor precisaba un tratamiento. Como elque padece jaqueca crónica y se poneinseguro en manos del masajista quesiempre lo cura, se estiró rígidamente a sulado.

Ella ya había visto así su cuerpo. Aveces él desaparecía durante dos o tresdías y cuando volvía su cuerpo estaba así,acorazado, distante.

A veces un poema lo catapultaba lejosde ella, pero había aprendido aacercársele, equipada con lo que él lehabía enseñado sobre su propio cuerpo ysobre su belleza.

Era un rechazo el estar donde élestaba, aceptar las paredes, el reloj, elnúmero sobre el portal consabido, elfamiliar y limitado ser humano en la sillafamiliar y limitada.

«Te hubiera gustado todavía más sucia—dijo ella suavemente—. Hasta concucarachas en el lavabo.»

«No salen nunca con la luzencendida.»

«Y cuando la apagas tampoco lasves.»

«Pero hay un tiempo intermedio —ledijo Breavman progresivamenteinteresado—. Vuelves a casa por lanoche, enciendes la luz de la cocina y lapila es un enjambre negro. Desaparecenen segundos, no se puede descubrir dóndese meten y dejan la porcelana másbrillante de lo que nunca imaginaste elcolor blanco.»

«Como el haiku de las fresas en elplato blanco.»

«Más blanco. Y sin música.»«Hablas de tal manera que cualquiera

diría que a duras penas hemos salido delpeor de los suburbios.»

«Así ha sido, pero no me pidas que telo explique porque sonaría como la

tontería más grande de un burguéssuperprivilegiado.»

«Entiendo lo que dices y sé que estáspensando que no tengo la menor idea.»

Ella lo alcanzaría, estaba seguro. Lodescubriría para que pudiera empezar aamarla.

«El palacio forma parte del suburbiotanto como tu horrible lavabo. Quieresvivir en un mundo en el que se acaba deencender la luz y todo acaba de surgir dela oscuridad. Eso está muy bien,Lawrence, y puede ser incluso valiente,pero no puedes vivir allí siempre. Yoquiero construir el lugar al que vuelvas ydescanses.»

«Haces un meritorio trabajo

dignificando a un niño mimado.»No se trataba de que las cosas se

degradaran, de que las empresas delhombre fueran efímeras; él creía ver másallá. Las cosas estaban degradadas, lasempresas estaban corrompidas en símismas, los monumentos estaban hechosde gusanos. Quizás ella era su camaradaen la visión, en el conocimiento delextrañamiento.

«No querías tocar nada cuandoentramos aquí. Sólo querías despejar unrinconcito para dormir.»

«Para hacer el amor», corrigióBreavman.

«Y me odiabas porque hacía la cama yla ponía donde pudiéramos ver los

árboles, y escondía la horrible mesavieja, porque todo eso significaba que nopodíamos soportar la porquería, ynosotros teníamos que enfrentarnos conella.» «Sí.»

Él encontró su mano.«Y en realidad me odiabas porque te

estaba obligando a ello y porque hubierassido libre si hubieses estado solo, con lamañana a pocas horas de ti y el cocheaparcado fuera.»

Dios, lo sabe todo, pensó volviéndosehacia ella y procurando que olvidara todolo que él recordaba de ella.

3

Miss McTavish era alta, unahombruna graduada de Bryn Mawr[16] dela promoción del 21, y creía secretamenteque era la única persona en toda Américaque comprendía de verdad la poesía deGerard Manley Hopkins.

También creía que el mundoacadémico no era digno del verdadero deHopkins y por ello se resistía a discutirsus propias teorías. La mismasuperioridad la mantenía apartada de lasuniversidades. No quería complicarse enla gran conspiración pedante contra Viday Arte.

La misma superioridad, más una

grotesca nariz, la mantuvieron fuera delmatrimonio. Sabía que un hombre lobastante intenso, salvaje y alegre comopara entrar en comunión con ella no podíadedicarse a la vida doméstica y con todaprobabilidad ya estaría consagrado a lavida monástica o al montañismo.

Reservaba su pasión para los poemasque leía en clase. Incluso el estudiantemás cínico sabía que algo muy importanteestaba ocurriendo cuando más olvidadaparecía estar miss McTavish de todosellos. Shell escuchaba como unadiscípula, dándose cuenta de que lospoemas eran más bellos porque missMcTavish tenía esa nariz tan divertida.

A miss McTavish le gustaba

imaginarse que la biblioteca neogótica erasu casa particular. Camino de losficheros, flotaba sobre las cabezasinclinadas como una anfitrionapresidiendo una fiesta.

Una tarde, bajo los altos vitrales, ledijo a Shell algo verdaderamente extraño.No se veían las figuras del cristal, sólolos separadores de plomo abollado. Laluz de la habitación, grande y silenciosa,tenía un color como si la caoba fueratranslúcida y hubiera sido utilizada comofiltro. Era invierno y Shell tenía lasensación de que estaba nevando, aunqueno podía asegurarlo porque no había vistola calle desde primera hora de la tarde.

«Te he estado observando, Shell. Eres

la única aristócrata que conozco —la vozse estranguló—. Te quiero porque megustaría haber sido como tú, es lo quesiempre he deseado.»

Shell extendió la mano como siacabara de ver a alguien herido frente aella. Miss McTavish se recuperóinmediatamente de aquel instante deconfesión, cogió la mano extendida deShell y la estrechó formalmente, como silas acabaran de presentar. Las doshicieron varias reverencias apenasperceptibles y un observador exteriorhubiera pensado que iban a empezar abailar un minué. La misma imagen debióde ocurrírseles a ellas, pues se echaron areír, aliviadas.

Estaba nevando. Sin hablarlo,acordaron salir a dar un paseo. Los pinosque rodeaban el patio eran oscuros, altosy estrechos como las ventanas de labiblioteca; anaqueles de nieve en lasramas los separaban de la noche,alineándolos en filas de esqueletos depescado verticales.

Shell sintió que estaba en un museo dehuesos. No se daba la impresión de estaral aire libre, sino que imaginaba hallarseen una extensión siniestra de la biblioteca.Y ya estaba haciendo acopio de sucapacidad de compasión, pues presentíaque iba a tener que utilizarla.

Miss McTavish silbó un trozo decuarteto.

La pieza terminó en un jadeo.«Nunca he hecho esto antes.»Shell no se movió cuando sintió el

beso en la boca y percibió el alientomasculino y alcohólico de su profesora.Intentó pensar más allá de este presente,llegar al bosque auténtico por el quepasaba en coche con su padre, pero nopudo.

«Ja, ja —gritó miss McTavishdejándose caer hacia atrás sobre la nieve—. Soy valiente. Soy muy valiente.»

Shell la creía. Era una mujer sobre lanieve, que se humillaba a sí misma. Teníaque ser valiente, como son valientes lasmonjas con cilicios y los marinerosborrachos en la tormenta. La gente que se

adentra en la desolación, los mendigos,los santos, llaman a los que dejan atrás, ysus gritos son más nobles que los devictoria de los generales. Shell habíaaprendido esto en los libros y en su casa.

No muy lejos había una carretera desegundo orden. Los faros de un cochetaladraron el bosque, desaparecieron ycomunicaron a la mujer y a la joven unrenovado sentido del mundo exterior, unmundo regulador que, como Shell yasabía, estaba diseñado contra loextraordinario.

Miss McTavish había conseguidohundirse casi por completo en un socavónde nieve. Shell la ayudó a salir de allí. Seenfrentaron la una a la otra igual que

habían hecho en la biblioteca. Shell sabíaque su profesora hubiera preferido volveratrás en el tiempo, que no se hubieranproducido ni la declaración ni el beso.

«Eres lo bastante mayor para que no tetenga que decir nada.»

A Breavman le sorprendió que Shellse escribiera todavía con ella.

«Una o dos veces por año», dijoShell.

«¿Por qué?»«Hasta que me fui del colegio estuve

intentando convencerla de que no habíaperdido nada ante mis ojos y que seguíasiendo mi apreciada y cotidiana profesorade inglés.»

«Conozco ese tipo de tiranía.»

«¿Me dejas que le mande tu libro?»«Si tu idea de la caridad es aburrir a

una erudita en Hopkins…»«No es por ella.»«Quieres terminar con esa

obligación…» «Sí.»«… para convertirte en lo que ella

quería que fueras.»«En cierto sentido. Tengo un rey.»

«Ummm.»No estaba muy convencido.

4

Cuando Shell tenía diecinueve años secasó con Gordon Ritchie Sims. Comoaclaraba la noticia aparecida en The NewYork Times , él estaba terminando lalicenciatura en Amherst[17] y ella eraestudiante de primer año en el Smith[18].

Fue padrino el compañero dehabitación de Gordon, un devotoepiscopaliano cuya familia de banquerosera de origen judío. Estaba medioenamorado de Shell y soñaba con unamujer del mismo tipo que garantizara ycimentara su integración.

Gordon quería ser escritor y cortejabaa Shell literariamente. Disfrutaba con las

largas cartas que le escribía desdeAmherst. Todas las noches, después dehaber trabajado bastantes horas sobre sutesis, llenaba sus características cuartillascon membrete personal de promesas,amor y esperanzas, la pasión atemperadapor un estilo que imitaba el de HenryJames.

El correo se convirtió en parte delcorazón de Shell. Elegía cuidadosamenteel lugar en que leer esos larguísimoscomunicados, que eran mucho másexcitantes que los capítulos de una novelaporque el personaje principal era ella.

Gordon evocaba un mundo de honor,orden y cultura, y el retorno al sistema devida más simple, más exaltante, que ya los

americanos practicaron una vez y que él,en virtud de su nombre y de su amor, seproponía resucitar con ella.

Shell amaba su seriedad.Los fines de semana que había rugby

practicaba la quietud al lado de Gordon,consintiéndose a sí misma los placeres dela devoción responsable.

Gordon era alto y de piel blanca. Lasgafas de montura de carey daban unaapariencia pensativa a un rostro que sinellas hubiera sido simplemente soñador.

En los bailes, su quietud y el interéscon que lo observaban casi todo daba laimpresión de que eran «carabinas» másque participantes en la fiesta. Casi era deesperar que dijeran: «Nos gusta estar de

vez en cuando con la gente joven, es tanfácil quedar desfasado.»

Junto a Gordon, Shell pasódirectamente de la incipiente bellezajuguetona de la adolescencia a esaespecie de elegante senilidad tipificadapor las reinas madre y las viudas depresidentes americanos.

Anunciaron sus nupcias en verano,tras una sesión de masturbación recíprocaen el porche cubierto de la casa que losSims tenían en Lake George.

Se casaron, e inmediatamenteterminada su licenciatura, Gordon semarchó al servicio militar. Cuando loacompañaba a la estación, Shell se diocuenta de que él no la había visto nunca

completamente desnuda, que había sitiosque ni le había tocado. Intentóinterpretarlo como un cumplido.

En los dos años siguientes apenas sevieron, algún fin de semana de vez encuando, en los que él solía estar agotado.Pero sus cartas eran regulares einfatigables, por no decir inquietantes.Parecían amenazar la serenidad de unaviudedad temporal que Shell había sidocapaz de aceptar casi por completo.

A ella le encantaba su ropa, que eraoscura y sencilla. Le encantaban lasfrecuentes y largas visitas a casa de suspadres y de los de Gordon. Y encontró sulugar en el mundo: era la amante de unsoldado.

Casi hubiera preferido no abrir lossobres. Intactos, abultados, sobre eltocador, formaban parte del espejo ante elque se cepillaba su largo pelo, parte delaustero mobiliario colonial que ibacomprando poco a poco.

Abiertas, no contenían lo que Gordonprometía. Se habían convertido encomplicadas invitaciones al amor físico,llenas de aderezos, cremas, barras delabio, espejos, plumas, juegos donde elseñuelo se encontraba en lugares íntimos.

Pero los fines de semana en queGordon conseguía volver a su pequeñoapartamento estaba demasiado cansadopara hacer otra cosa que no fuera dormir ycharlar e ir a pequeños restaurantes.

Las cartas no se mencionaban.

5

Shell creyó que tenía los pechosrellenos de cáncer.

El médico le ordenó que se pusiera lablusa.

«Eres una chica sana. Y encantadora.»Añadió que podía decirlo porque ya eraviejo.

«Me siento tontísima. No sé cómo handesaparecido los bultos.»

Mientras tanto, Breavman estabainterno en la fábrica de poemas deMontreal, preparándose para convertirseen el Médico Absoluto de Shell.

6

Una vez terminado el servicio,decidieron trasladarse a Nueva York ytomaron un apartamento bastante caro enPerry Street, en el Village. Gordonconsiguió trabajo en el Newsweek, en lasección de literatura, y el SaturdayReview también le compraba algunosartículos. Shell se convirtió en la manoderecha de uno de los editores delHarper’s Bazaar . Rechazó, no sin placer,muchas propuestas para trabajar demodelo.

Según sus amigos, tenían unapartamento muy artístico. Había un relojde pie sin agujas, con entrañas de madera

y rosas pintadas. Había un enormearmario de esquina con muchas vidrierascuadradas en el que guardaban lasbebidas y las copas. Les había costadomucho trabajo quitarle la pintura ybarnizarlo.

Colgado sobre la mesa del comedorhabía un cuadro pintado por un aprendizde retratista, representando un niño con untraje muy austero sobre un fondo negro,que garantizaba la dignidad de susfrecuentes fiestecillas.

Eran buenos chicos que se comían sucrema helada de camarones y estaban apunto de asumir el control de los bancos,los periódicos, el Departamento deEstado y el Mundo Libre.

En una de estas reuniones, Roger, elantiguo compañero de habitación deGordon, se las ingenió para hablar a solascon Shell. Estaba liberado por seiscoñacs.

«Si alguna vez la cosa deja defuncionar —el movimiento de sus manosabarcó todo el triunfo acumulado en añosde visitas a tiendas de antigüedades—,vente conmigo, Shell.»

«¿Por qué?»«Porque te quiero.»«Sé que me quieres, Roger —sonrió

—. Y Gordon y yo te queremos. Lo que tepreguntaba es por qué iba a dejar defuncionar.»

Shell sostenía una bandeja de plata

vacía y él podía ver su rostro reflejadoentre las migas.

«No te quiero cariñosamente,fraternalmente, no te quiero, viejo tiempopasado, no te quiero, amiga mía de SigmaChi.»[19]

Había hablado en broma; añadióseriamente: «Te deseo.»

«Lo sé.»«Por supuesto que lo sabes.»«No —dijo ella, agradeciendo la

bandeja entre ambos—. No con su mejoramigo.»

«No puedes ser feliz.»«¿No?»Algo estaba mal en su traje, los

pantalones tenían una caída fea, debería

asesinar a su sastre, la cocina erademasiado pequeña, él no era elegante.

«Nunca te toca.»«¿Cómo puedes decirme eso?»«Me lo dijo.»«¿Qué?»«Le pasaba lo mismo en el colegio.

No puede.»«¿Por qué? ¡Dime por qué!»Ahora lo más importante era saber.

Aparentemente, Roger creía, por suformación comercial, que ella le pagaríacon un beso. Se encontró de improvisocon la nariz pegada a la bandeja de plata.

«No puede, eso es todo. No puede. Nopudo nunca. Sois de risa, todos vosotros»,añadió, manifestando su fondo auténtico.

7

¿Cómo es posible que alguien se tomeen serio los rascacielos?, se preguntaBreavman. ¿Y qué si iban a durar diez milaños, y qué si el mundo hablabaamericano? ¿Dónde estaba la satisfacciónahora? ¡Cada día la dádiva del padrepesaba más —historia, ladrillos,monumentos, nombres de calles— ymañana ya estaba destruida!

¿Dónde estaba la satisfacción?¿Dónde estaba la guerra que haría de él unhéroe? ¿Dónde estaban sus legiones?Había visto a mucha gente con númerosgrabados en las muñecas, algunos de ellosdestruidos, otros astutos y muy tranquilos.

¿Dónde estaba su verdadera prueba?¿Tomar drogas, unirse a los enemigos

de la policía, entregarse voluntariamenteal crimen? ¿Corregir a América con laviolencia? ¿Sufrir en el Village? Pero loscampos de concentración eran vastos,inimaginables. Todos parecían descenderhacia el hombre desde muy arriba. YAmérica era tan pequeña, una obra dehombres.

En su habitación de la World StudentHouse, Breavman apoya los codos en elantepecho de la ventana y contempla elsol ígneo sobre el Hudson. Ya no es el ríode basuras, depósito de condones,excrementos, veneno industrial, la rutaseguida por pesadas barcazas.

¿Hay algo que pueda hacer lo mismocon su cuerpo?

Debe haber algo escrito en el aguaardiente. Un testimonio divino. Un mapapormenorizado del destino. La direcciónde su esposa perfecta. Un mensaje que lodesigna para la gloria o el martirio.

Su habitación está en la torre, al ladodel pozo del ascensor, y se oye el pesadomecanismo de cables y pesas. Tanpoderoso como el mecanismo de su manohacia arriba y hacia abajo. El resplandordel Hudson es monótono. Una paloma seposa sobre la tumba de Grant. Entra fríopor la ventana abierta.

8

Gordon y Shell hablaron. Gordonacogió con agrado la charla porque, unavez más, era una manera literaria de tratarel problema. Y puesto que habíanetiquetado sus cuerpos ausentes como unproblema y definido los límites de lasituación, pudieron remendar su uniónpara que durase un poco más.

Como Gordon decía, tenían un hogarsólido, ¿por qué destruirlo porque noentraba en juego una de las habitaciones?Eran personas inteligentes que se amaban,seguro que habría alguna manera. Ymientras buscaban prudentemente unasolución no debían descuidar el arreglo

de las otras habitaciones.Así, prosiguieron su ordenada

existencia; verdaderamente aquellomarchaba. Shell cambió de modista,Gordon orientó su política más a laderecha. Compraron un terreno enConnecticut con una cerca de ovejasincluida que pensaban conservar.Consultaron a los arquitectos.

Shell se había encariñado conGordon. Tenía que acudir siempre a estadefinición cuando examinaba sussentimientos. Esto le producía malestar,porque no deseaba dedicar su vida a uncariño. No era el tipo de sosiego quequería. La elegancia de una pareja debaile emanaba directamente de la gracia

originada en la dulce lucha de la carne.De otro modo era como un espectáculo deguiñol, algo espantoso. Empezó aconcebir la paz como una secuela.

Ahora ella parecía tan cansada comoél. Las pequeñas fiestas eran ordalías alas que había que enfrentarse. La casa seconvirtió en un proyecto enorme. Teníanque ir al campo los fines de semanaalternos y el tráfico de carretera eraimposible. Y era mejor comprarlo todoahora porque el año próximo habríansubido los precios. Los grandes objetosque compraban los almacenaban, pero elapartamento estaba atestado de moldes debizcochos, moldes para hacer velas,bancos de zapatero, cubos de madera y

una rueca que era demasiado frágil paraperderla de vista.

Shell llegó a creer, en expresiónmetafórica de Gordon, que vivían ya entreruinas y que la puerta cerrada era la únicavía de entrada de la salud y el descanso.Pero Gordon se había empeñado endelimitar limpiamente el problema, notanto para examinarlo como paraesconderlo bajo tierra. No era uno de esostipos apasionados y peludos, no era sumanera de ser, casi se lo creía, a menosque, como todos nosotros, soñara. Ensueños se hace realidad el hecho de quetodas las grandes obras se llevan a caboen ausencia de caricias.

Una mujer contempla su cuerpo con

desagrado, como si fuera un aliadoinseguro en la batalla de amor. Shell seestudiaba ante el espejo, que tenía unmarco del siglo XVIII.

Era fea. Su cuerpo la habíatraicionado, sus pechos parecían huevosfritos. No tenía en cuenta lo que sabía deGordon, su grado de responsabilidad en elfracaso. Era este fardo de carne, huesos ypelo que no podía dominarcompletamente. Ella era la mujer, la flordel mal, ¿cómo iba a culpar a Gordon?Miraba el tamaño de los muslos: sedesparramaban horriblemente cuando sesentaba. Gordon era alto, delgado, blanco;de piernas menos pesadas que las suyas.La cicatriz del apéndice era una

cuchillada espantosa que arruinaba suvientre. Maldito médico carnicero. Habíaque perdonar a Gordon por no quereracercarse a una herida seca.

El deseo la hacía cerrar los ojos noante Gordon, no ante un príncipe, sinoante el hombre de carne y hueso que ladevolvería a su envoltura de piel y sesentaría a su lado bajo el sol delatardecer.

También sus amigas tenían problemas.Una brindó con su séptimo martini por eldifunto macho americano. Shell no levantósu vaso; además, no le gustaban aquellosgallineros. La que había brindado selamentaba de la carestía de aldeanosamericanos y de guardabosques, y se

quejaba de que los taxistas, los mozos decaballos, los lecheros habían cedido elsitio a los psicoanalistas y a los westernspsicológicos. A Shell no le consolaba elfracaso generalizado de los hombres.

¿Qué hacían las modistas? ¿Por quétodos esos miembros masajeados estabancontenidos en trajes costosos? Un masajeno es ninguna caricia. Los complicadospeinados, las mangas cortas para enseñarlos brazos, los ojos de niña rescatadoscon lápiz, ¿para qué? ¿A quién gustar?Muerte bajo el terciopelo. Lashabitaciones cuidadosamente terminadas,los viejos diseños de papel de empapelar,el elegante mobiliario, la opulenciavictoriana rescatada, ¿a qué estaba

destinado todo eso? La base era errónea.La unión no se producía. Tenía que partirde los cuerpos entrelazados.

La bañera estaba llena. Shellamamantó su cuerpo en ella, doblando lasrodillas y después extendiendo las manossobre la superficie del agua como si fueraun calentador en una habitación fría; sedeslizó de espaldas, mojándose incluso elpelo, completamente entregada al calor yal exquisito olor a limpio del jabón delimón.

9

La multitud ascendía rápidamente lasescaleras de piedra. Quizá cuandollegasen al nivel de la calle sus vidashabrían cambiado, les esperarían callesdoradas, hogares y familias diferentes.

Dos hombres caminaban más rápido yla multitud los dejaba pasar. Sus vidas noestaban en el exterior del túnel.

Breavman subía a velocidad distinta,estudiando los graffiti, preguntándose acuál de aquellas secretarias podría librarde la rutina del trabajo para esa tarde. Notenía dónde ir. Había dejado de ir a lasclases que tenía a esa hora desde que elfamoso profesor había accedido a dejarle

escribir la tesis sobre su propia obrabreavmanesca.

«¡Alto!»Cuando menos, aquello sonaba como

un alto. Breavman se detuvo, pero laorden no iba dirigida a él.

«¡Hermano!»Le hubiera gustado comprender aquel

lenguaje. ¿Por qué había creído conocerla esencia de las palabras? Los doshombres se pegaban en las escaleras yBreavman quedó arrinconado contra lapared. Consiguió sacar los pies condificultad, como alguien atrapado en arenamovediza.

Aquello duró un par de segundos. Seabrazaron fuertemente. Se oyó un gruñido

cavernoso. Breavman no pudo precisar decuál de los dos hombres provenía.Después, uno de ellos se levantó y echó acorrer. La cabeza del otro pendía sobre elborde de un escalón, mucho menoserguida de lo que una cabeza suele estar.En la garganta tenía un largo y profundocorte.

Se oyeron gritos llamando a laPolicía. Un hombre con aire de médico searrodilló al lado del cuerpo, que ya estabaempapado en sangre, movió la cabezafilosóficamente, como para indicar queestaba acostumbrado a este tipo de cosas,se levantó y se fue. Su gesto habíatranquilizado a la muchedumbre que ahoraempezaba a congestionar el pasadizo,

pero cuando se marchó se redoblaron losgritos llamando a la Policía.

Breavman pensó que debería haceralgo. Se quitó la chaqueta con la intenciónde taparle a la víctima no la cara, quizálos hombros. Pero ¿para qué? Esas cosasse hacen en casos de conmoción. Un tajoen la garganta no era ninguna conmoción.La sangre manaba blandamente sobre lasescaleras del IRT en la confluencia de lacalle Catorce con la Séptima avenida. Ala una en punto de la tarde. Pobre matónpiojoso. La corbata blanca, graciosamenteanudada. Los zapatos blancos y marrones,de punta afilada y recién lustrados.

Breavman plegó la chaqueta sobre subrazo. Echársela encima podría

implicarlo. La Policía querría saber porqué cubrió con ella un cadáver. Unachaqueta ensangrentada no es un buenrecuerdo. Sirenas en la calle. La multitudcomenzó a disolverse y Breavman se unióa ella.

Unas cuantas manzanas más abajopensó que dos años antes sí lo hubierahecho. Una pequeña muerte, comodescubrir que ya no te cabe la ropainterior antigua o que ya no puedes hacersonar la campana con el mazo de maderaen la feria.

¿Por qué no pensaba en el hombre?Dos años antes hubiera empapado la

chaqueta, hubiera hecho el gesto eintervenido en el accidente. ¿Se estaba

desvaneciendo el ritual? ¿Significaba estoun progreso en el alejamiento de lamorbosidad?

Ante él apareció la imagen de lasjuventudes hitlerianas. Filas y filas decabezas rubias desfilando delante delsoldado asesinado. Introducían lasbanderas de la compañía en la herida yjuraban. Breavman tragó bilis.

Persistía una cuestión oscura. ¿Quiénera el hombre? A veces la cuestión sedisimulaba con ¿dónde se compró loszapatos? o ¿desde qué esquina veníaluciéndolos? ¿Quién era el hombre? ¿Erael que se dormía en el metro a las tres dela mañana vestido con un traje nuevo ycon señales de arañazos en el blanco de

los zapatos? ¿Les gustaba a las chicas sutónico capilar? ¿De qué miserablehabitación había salido, reluciente comola madonna de plástico sobre su tocador?¿Quién era el hombre? ¿A dónde iba, porqué fue la riña, dónde estaba la chica, acuánto ascendía el dinero? Y el cuchillo,¿en qué río fue arrojado y desde quépuente brumoso? Barry Fitzgerald y elpolicía novato querían saberlo todo.

¿Por qué no pensaba en el hombre?Se apoyó en un cubo de basura y

vomitó. Un camarero chino saliócorriendo del restaurante.

«Vomite en la calle. Aquí viene lagente a comer.»

Vomitar libera el espíritu, pensó

mientras se alejaba. Caminaba con todo sucuerpo, que de nuevo volvía a ser ligero,asequible a promesas atléticas. Estáslleno de veneno, lo tienes fermentando encada bolsa, agujero y cavidad de tusentrañas, eres un fangal, y de pronto elmilagro nauseabundo, ¡sluf! Y ya estásvacío, eres libre, comienza de nuevo tusegunda oportunidad fría y clara; gracias,gracias.

Los edificios, portales, aceras,grietas, árboles se recortaban con brillo yprecisión. Él estaba donde estaba, todo él,junto a una tintorería, embriagado con elolor de los trajes limpios en bolsas decolor marrón. No estaba en ninguna otraparte. En la ventana había un busto

inmemorial de un hombre con una camisade estuco desportillada y una corbatapintada encima. Breavman lo mirófijamente, pero no le recordaba nada. Sesentía inmensamente feliz de estar dondeestaba. Limpio y vacío, tenía un lugardesde el que empezar, ese lugardeterminado. Podía elegir cualquier otrositio adonde ir, pero ni siquiera tenía quepensar en eso, porque estaba allí y cadainspiración libre y profunda constituía unprincipio. Durante un segundo vivió enuna ciudad real, una ciudad con alcalde,basureros y registros estadísticos. Duranteun segundo.

Vomitar libera el espíritu. Breavmanrecordó cómo se sentía. La papelería

Fry’s, comprando material escolar. Diezaños. El nuevo año escolar ovillado comoun dragón destinado a ser conquistado porlos afilados lápices amarillos Eagle.Gomas de borrar frescas, filas enteras deellas, que exigían ser sacrificadas en arasde la pureza y de los premios a laPulcritud. Montones de cuadernosdeslumbrantes vacíos de faltas, másperfectos que lo Perfecto. Compasesafilados, letales, conteniendo millones decírculos, demasiado agudos y sustancialespara los estuches de cartón que loscontenían. Tinta de gente mayor, triunfosnegros, errores indestructibles. Bolsas depiel para los viajes desde casa a clase,los brazos libres para las batallas con

bolas de nieve y para los asaltos a loscastaños. Clips sorprendentementepesados en su cajita, reglas con señalestan importantes y complicadas como eltablero de mando del Spitfire, gruesasetiquetas de bordes rojos para ponerle tunombre a cualquier cosa. Todasherramientas benignas, sin estrenar.Ningún cómplice todavía del fracaso.Fry’s tenía un olor más fresco que el delperiódico que se recoge en invierno trashaber oído el golpecito en el porche. Y élera el jefe de todos aquelloslugartenientes rutilantes.

Vomitar libera el espíritu, pero losjugos venenosos vuelven en seguida.Nueva York se perdió en la ciudad

privada de Breavman. La gasa lo envolviótodo y como de costumbre tuvo queimaginar el contorno real de las cosas. Novolvió a sentir la ligereza del aspiranteolímpico. El busto de estuco pintado lerecordó las estatuas religiosas de unaventana a pocas manzanas de allí. Eranchillonas, de plástico, fosforescentes, deaspecto jovial. El busto era viejo, sucio,el blanco era terroso, como el de unatobillera terapéutica. Intentó escupir elmal sabor de boca. La camisa de estuco,el cielo, la acera, todo tenía color democo. ¿Quién era el hombre? ¿Por qué noconocía el folklore de Nueva York? ¿Porqué no recordaba aquel artículo sobre eltipo de árboles que plantaban en las

ciudades, árboles resistentes quesoportaban el aire contaminado?

Se equivocó de metro en la Séptimaavenida. Cuando subió a la superficienotó que todo el mundo era negro. Erademasiado complicado salir de Harlem.Tomó un taxi para volver. En la WorldStudent House el ascensorista, unpuertorriqueño, condujo la máquinachirriante hasta el piso once. A Breavmanle hubiera gustado entender la letra de lacanción que el hombre cantaba. Decidiódarle las gracias en español cuandosaliera del ascensor.

«Cuidado con el escalón.»«Gracias», dijo Breavman en perfecto

inglés.

Antes de abrir la puerta sabía que ibaa odiar su habitación. Era exactamente lamisma que cuando salió. ¿Quién era elhombre? No quería mirar por la ventanahacia el lugar en que estaba el generalGrant y señora, o Gabriel en el tejado dela Iglesia de Riverside, o el luminosoHudson, ajeno y aburrido.

Se sentó en la cama, con la llaveapretada en la mano derecha exactamenteen la misma posición con que la hizo giraren la cerradura, y mordiéndose con lasmuelas la cara interna de la mejilla. Enrealidad, no estaba mirando la silla, peroera la única imagen que tenía en la mente.No movió ni un músculo durante cuarentay cinco minutos. Entonces pensó, invadido

por una ola de pánico, que si no hacía ungran esfuerzo por levantarse se quedaríaasí para siempre. La criada lo encontraríahelado.

Abajo, en la cafetería, el hombre queservía los pedidos con movimientosveloces le llamó para darle la vuelta.

«¿Lo echamos al bote, profesor?»«No; lo necesito, Sam.»«Mi nombre es Eddy, profesor.»«¿Eddy? Me alegro de conocerte,

Sam.»Me estoy volviendo loco, pensó. Se

sentía feliz hasta las lágrimas por esteintercambio trivial de palabras. Se sentóen una mesa pequeña y sus manos ciñeronla taza de té, disfrutando de su calor. Fue

entonces cuando vio a Shell por primeravez.

Qué buena suerte, estaba sola; perono, había un hombre avanzandocuidadosamente hacia la mesa con unataza en cada mano. Shell se levanto y lecogió una. Tiene pechos pequeños, meencanta cómo va vestida, espero que notenga dónde ir, rezó Breavman. Esperoque se quede ahí sentada toda la noche.Miró a su alrededor. Todo el mundo laestaba contemplando.

Con el codo apoyado en la mesapresionó el rabillo de sus ojos con elíndice y el pulgar, un gesto que siempre lehabía parecido presuntuoso. El coronelcurtido firmando la orden que envía a los

muchachos, a sus muchachos, a una misiónsuicida, y que después vemos petrificadoante la lista de bajas, todos los ayudantesse han ido a dormir, él está solo con susmapas llenos de alfileres y a lo mejorplano encadenado de muchachos haciendola instrucción, primer plano de sus rostrosjóvenes.

Ahora estaba seguro. Era la primeracosa que aprendía sobre sí mismo desdehacía mucho tiempo. No quería mandarninguna legión. No quería estar en ningúnbalcón de mármol. No quería cabalgarcon Alejandro, ser un niño-rey. No queríadescargar su puño sobre la ciudad, guiar alos judíos, tener visiones, amar a lasmultitudes, llevar una marca en la frente,

mirar en todos los espejos, lagos ytapacubos para ver reflejada la marca.No, por favor. Quería consuelo. Queríaser confortado.

Cogió un puñado de servilletas delvaso, enjugó el exceso de tinta de subolígrafo en el pico de una de ellas ygarabateó nueve poemas, seguro de queella seguiría allí mientras él escribiera.La punta del bolígrafo rasgaba lasservilletas y no consiguió leer las trescuartas partes de lo que había escrito; noes que valiera gran cosa, pero eso no teníanada que ver. Se metió los restos en elbolsillo de la chaqueta y se levantó.Estaba armado de amuletos.

«Perdone», le dijo al hombre que la

acompañaba, sin mirarla.«¿Sí?»«Perdone.»«¿Sí?»A lo mejor lo digo diez veces más.«Perdone.»«¿Puedo servirle en algo?» Mostrando

una ligera irritación. El acento no eraamericano.

«Me permite…, quisiera decirle algoa la persona que está con usted.» Elcorazón le latía tan fuerte que creyó quelos latidos se transmitían como lasseñales horarias que preceden a lasnoticias.

El hombre le dio permiso moviendohacia arriba la palma de la mano abierta.

«Es usted maravillosa, pienso.»«Gracias.»Ella no lo dijo exactamente, su boca

formó la palabra mientras dirigía los ojoshacia sus manos entrelazadas en el bordede la mesa en actitud de colegiala.

Después Breavman salió de la salaagradecido de que fuera una cafetería y yahubiera pagado la consumición. No sabíaquién era ella ni lo que hacía, pero notenía la menor duda de que volvería averla y la conocería.

10

Shell tuvo un amante al final de suquinto año de matrimonio. Poco tiempodespués de comenzar su nuevo trabajo.Era consciente de lo que hacía.

Las conversaciones con Gordonhabían fracasado. Él estaba más quedispuesto a hablar. Shell quería que losdos fueran al psiquiatra.

«Por Dios, Shell.» Le dedicó unasonrisa paternal, como si fuera unaadolescente recitando el Rubaiyat conexcesivo convencimiento.

«Te lo digo de verdad. Nos lo cubreel seguro.»

«No creo que sea necesario», declaró

suavemente, dando a entender que era lomás ultrajante que le habían dicho jamás.

«Yo silo creo.»«He leído a Simone de Beauvoir —

declaró Gordon de buen humor—. Sé queel mundo no es benévolo con lasmujeres.»

«Estoy hablando de nosotros. Porfavor, hablemos. No dejemos pasar otranoche.»

«Un momento, cielo.» Sabía que eneste prenso instante lo estaba retando paraun encuentro solemne. Sospechaba que ibaa ser la última vez que se dirigiera a él deesa manera. También sabía que no habíanada en su interior a lo que pudieserecurrir para ir a su encuentro. «No creo

que nuestra vida en común puedacalificarse de catastrófica.»

«No quiero calificarla de nada,quiero…»

«Hemos tenido mucha suerte.» En sualarde de humildad iba incluido elapartamento, el armario lleno de vestidosde Shell, los planes para el segundo pisode la casa que reposaban sobre elescritorio y a los que él estaba ansioso devolver.

«¿Quieres que te dé las gracias?»«No era necesario decir eso.» Le dejó

entrever que estaba enfadado hablandocon una ligera entonación británica.«Procuremos comprender el proceso delmatrimonio.»

«¡Por favor!»«No te pongas histérica conmigo.

Vamos, Shell, no seas chiquilla. Unmatrimonio cambia. No puede ser siemprepasión y promesas…»

Nunca lo fue. Pero ¿de qué serviríagritar esa frase? Gordon estaba haciendola novela de una tormenta anterior decarne y violencia a partir de la cualhabían madurado. Lo creía o deseaba queella lo creyese Ella nunca le perdonaríaesa falta de honestidad.

«… que tenemos ahora valemuchísimo.»

De pronto, Shell no quiso médicos, noquiso salvar nada. Mientras hablaba lomiraba con esa terrible atención

inquisitiva que puede convertir en extrañoa un compañero de cama. Gordon notóque le estaba hablando desde muy lejos.Ella era un reportero novato en la ruedade prensa. Era demasiado tarde para elfácil murmullo conyugal o el silencioíntimo. Él sabía que ella fingía estar deacuerdo y le agradeció esta simulación.¿Qué otra cosa podía hacer Shell?¿Llorar? ¿Quemar la casa? Estaba en unahabitación con él.

Después ella dijo: «Bien, ¿dóndeponemos el tabique?», y se inclinaronsobre los planos de la casa, jugando a lascasitas.

Breavman rebobina esta escenamuchas veces. Shell se la contó un año

más tarde. Los ve a los dos acodadossobre el escritorio encerado, de espaldasa él, y se ve a sí mismo en un rincón de lahabitación de estilo antiguo,contemplando el increíble cabello,esperando a que ella sienta su mirada, sevuelva, se levante, venga hacia élmientras Gordon trabaja con su afiladolápiz diseñando el cuarto de baño y labofetada insultante de un cuarto para losniños. Shell viene hacia él, hablan en vozbaja, ella mira hacia atrás, se van. Enalgunas de las versiones él dice: «Shell,siéntate en silencio, construye la casa,ponte fea.» Pero su belleza le hace seregoísta. Tiene que venir con él.

Cuando Shell decidió cambiar de

trabajo, Gordon pensó que era una buenaidea. Se sentía contenta por volver alambiente académico. Gordon dijo que eracomo buscar las huellas perdidas. Podíavolver a determinar su rumbo.Sencillamente, Shell no se sentía capaz depermanecer un día más en el Harper’sBazaar. Viendo trajes, cuerpos fríos.

Una amiga hacía trabajo voluntario enla World Student House, un par de tardespor semana, como anfitriona de los téspara estudiantes extranjeros, ocupándosede la decoración, representando aAmérica con su sonrisa más encantadoraante los futuros ministros de lasrepúblicas de raza negra. Le dijo a Shellque había un puesto vacante en el

Departamento de ActividadesRecreativas. La solicitud y las entrevistasno pasaron de ser puro formalismo,porque un amigo de su familia era directory benefactor de la organización. Setrasladó a una agradable oficina colorverde, decorada con reproducciones de laUnesco, que daba al Riverside Park, casila misma vista que tenía Breavman, perocontemplada desde más abajo.

Hacía bien su trabajo. El GuestSpeakers Program, el Sunday DinnerProgram, el Tours Program salían mejorque nunca. Se reveló como una expertaorganizadora. La gente la escuchaba.Quizá no habían imaginado que unacriatura tan encantadora pudiera hablar

con tanto sentido común. Nadie queríadefraudarla. El éxito la dejó aterrada.Quizás estaba destinada a esto, no a amarni a vivir con nadie. Sin embargo, legustaba trabajar con estudiantes, reunirsecon gente de su misma edad queestuvieran planeando y empezando suscarreras. Entró de lleno en una atmósferaprimaveral, se descubrió a sí mismahaciendo planes.

Era extraño lo cerca que se sentía deGordon. La construcción de la casa erafascinante. Le interesaban todos losdetalles. Alquilaron una camioneta paracargar unos entrepaños de un viejo hotelde las afueras que estaba siendodemolido. Gordon veía su estudio en

madera de roble. Shell sugirió una paredde madera para la sala de estar y las otrastres en ladrillo descubierto. A ella mismale desconcertó su interés.

Luego se dio cuenta de que enrealidad estaba dejando a Gordon. Suinterés era del mismo tipo que el que semanifiesta por un primo junto al cual se hacrecido y al que no se espera volver a veren mucho tiempo. Uno se excita queriendosaberlo todo de la familia… durante unrato.

Cuando se acostó con Med se tratabasencillamente de la firma al pie de unacarta de despedida que había estadoescribiendo durante cerca de un año.

Era un profesor del Líbano que

visitaba Nueva York, un joven muy guapo,experto en estas materias, que en laintimidad le confesaba a su compañeraque lo que más le atraía de la vidaacadémica era la constante proximidad de«cosillas deseables». Medía más de metroochenta, delgado, pelo negrocuidadosamente alborotado y echadohacia atrás, ojos negros algo estrábicos,siempre como si estuviera contemplandoextensiones de arena donde realizargrandes hazañas. Era un T. E. Lawrencebeduino con acento de Oxford y exquisitasmaneras teatrales. Intentaba sacar partidode un modo tan evidente, estaba tancautivado por su propio encanto y por suindiscutiblemente bella apariencia, tan

dedicado a su vocación, y era tanpresuntuoso, que resultaba delicioso.

Shell dejó que la cortejara con suextravagante estilo durante tres semanas.Él no estaba del todo en forma, porquerealmente la consideraba una belleza, yeso obstaculizaba el perfecto desarrollode su técnica.

Le regaló un broche de filigrana enforma de cimitarra que aseguraba habíapertenecido a su madre, y que Shell nohubiera aceptado si no hubiese estadosegura de que viajaba con una maletallena. Aceptó un camisón negro ytransparente como los que se anunciabanen la contraportada de Playboy y que élcreía en serio que era la ilusión de toda

chica americana. Shell pensaba que suingenuidad era encantadora.

Privada durante tanto tiempo del dulcemandato sexual, o más exactamente, sinhaberlo conocido nunca, ahora reivindicócelosamente su derecho a hartarse. Ycomo él era tan encantador, tan absurdo,nada de lo que ella hiciera a su lado podíaser serio o importante. Lo que Shell sabíaque iba a ocurrir podía no haber ocurrido.Excepto que necesitaba la dinamita deladulterio para hacer estallar su vida, paravolar la casa en construcción.

¿De quién eran esas caderas por lasque se deslizaba el frívolo traje negro?

Shell veía su pelo a través de la tela.En el espejo del baño de un hotel del

Broadway alto. Un espejo de bordesredondeados, con marco metálico. ¿Dequién es ese cuerpo?

Med había reservado la habitaciónpara una semana. La semana crítica.Nunca se había gastado tanto dinero enuna aventura.

El cuarto de baño estabaluminosamente limpio. Ella había temidoencontrar una bombilla colgando de uncordón, la porcelana rajada, pelos en lapastilla de jabón usado. ¿Esto es Shell?,inquiría aturdida por su imagen, no porquequisiera saber o incluso abordar siquierael tema, sino porque esa pregunta era laúnica forma que podía asumir suhonestidad.

Al principio, Med no pudo hablar.Había cometido un error: podía haberseenamorado de verdad; el error másdoloroso para un hombre de su carácter,que sucede una o dos veces en la vida ydestroza el corazón. La habitación estabaen penumbra. Había dispuesto las luces ysintonizado la emisora de música clásicaen su transistor. Ella parecía crear supropio silencio, la propia sombra en lacual situarse. No formaba parte deldecorado de Med.

«¿No es la Quinta?», dijo él por fin.«No lo sé.»Sabía qué sinfonía era. Su frase

respondía a la pregunta delante delespejo.

«Yo creo que sí. La, la, la, la, la, la.Sí, sí es.»

Shell deseaba que empezara.No sentía ningún deseo. Eso la

complacía y le dolía al mismo tiempo. Eldeseo lo almacenaría para un amante.Med no era su amante. El deseo hubierahecho importante lo que hacía y no eraimportante, no debía serlo. Un arma sí,pero no una noche especial de su corazón.No con ese payaso. Sin embargo, y poreso le dolía, él era un hombre, y sin dudaella ansiaba sencillamente que alguien laabrazara después de tanto tiempo. Habíasoñado con el amor, con morder, conrendirse, pero lo único que sentía ahoraera interés. ¡Interés! A lo mejor Gordon

era su auténtico compañero, después detodo.

Med disponía de una vista de mirónpara recorrer el cuerpo de ella yexcitarse.

Shell estaba fascinada de ver a unhombre abrumado de deseo.

Shell, grita Breavman cuando oye lodel hotel, cuando ella se lo cuenta con lavoz que utiliza siempre que necesitacontárselo todo. Shell, escapa. Llena deflores la fuente de piedra. Tú no con elTonto Experto, en una habitación como lasque construyeron los Breavman. Tú no,que llevabas vestidos blancos.

Cuando Med se tendió a su lado,catalogando en silencio lo que había

cosechado, Shell sucumbió ante unaoleada de odio que hizo rechinar susdientes. No sabía a qué era debido.Primero pensó que Med era demasiadosimple. Además, por primera vez desdeque lo conocía, él parecía auténticamentetriste, no teatralmente melancólico.Supuso que se estaba paseando por unmuseo de formas femeninas muertas. Conaire ausente le acarició la nuca. Intentóodiarse a sí misma, pero lo único queconsiguió fue odiar su estúpido cuerpo.¡Odiaba a Gordon! Estaba aquí por suculpa. No, no era verdad. Pero de todosmodos lo odiaba, y esta verdad le hizoabrir los ojos, enormes en la oscuridad.

Se examinó a sí misma mientras se

vestía. Su cuerpo parecía el de unagemela, interesante y extraño, unaexcrecencia que no le pertenecía, comouna verruga en un dedo.

Breavman se muerde el labio mientrasescucha.

«No debería decirte esto», dice Shell.«Sí.»«No era yo. No era el yo que tú tienes

ahora.»«Sí que lo era. Lo es.»«¿Te duele todo esto?»«Sí», dice besándole los ojos.

«Tenemos que darnos todo el uno al otro.Incluso los momentos en que somoscadáveres.»

«Entiendo lo que quieres decir.»

«Sí, lo sé.»Si siempre soy capaz de descifrar eso,

piensa Breavman, entonces no nos puedeocurrir nada.

Armada con su traición, Shell seacercó a su marido.

Se necesitan armas para cazar a losque están cerca. Hay que utilizar aceroextranjero. El mundo del hogar conyugales demasiado esponjoso, demasiadofamiliar. El dolor, presente enabundancia, es absorbido. Hay queintroducir otros mundos para romper elentumecimiento.

Gordon estaba echando agua calienteen una cesta de fresas. Él ya sabía queocurriría así. Auden lo había dicho. Tras

las primeras palabras de Shell pareció noseguir oyendo. Siempre supo que ocurriríade esa manera.

Dijo «ya» y «claro que comprendo» y«ya» varias veces más. Mantenía la manoentre el agua fría y la caliente. Conservarintacto el envoltorio de color cobró unaimportancia enorme.

Y de repente ella le estaba dejando. Yla vida de él estaba cambiando también enese momento.

«Quiero vivir sola durante algúntiempo.»

«¿Algún tiempo?»«No sé cuánto.»«En otras palabras, durante mucho

tiempo.»

«Quizá.»«En otras palabras, no tienes intención

de volver.»«No lo sé, Gordon. ¿No ves que no lo

sé?»«No lo sabes, pero tienes una idea

bastante clara.»«Basta, Gordon. No conseguirás nada

por ese camino. Nunca lo hasconseguido.»

En ese momento, Shell se dio cuentade que cuando había empezado a hablarno pensaba abandonarle, sino darle unaúltima oportunidad.

«Quédate.»Cerró el grifo, empujó la cestilla con

decisión hasta un rincón de la pila como

si fuera un peón de ajedrez y se secó lasmanos. Habló con un tono de voz muy feo.Sus palabras no llegaban a ser una súplicay eran más que una propuesta.

«Quédate. No rompas nuestromatrimonio por esto.»

«¿Significa tan poco?»«Las mujeres tienen amantes», dijo él

sin filosofía.«Estuve con un hombre», dijo Shell

incrédulamente.Pero quería que aquello fuera el fin

del mundo. Quería ostentar una señal en lafrente que demostrara que la unión estabapodrida. Era difícil que se diera cuenta deque él estaba luchando por su vida. Ellainterpretó sus palabras como parte de su

afrenta diaria. Lo que él pretendía ahoraera formalizar el desastre.

«No me interpondré. No te harépreguntas.» «No.»

Gordon pensó que ella estabaregateando.

«Te desahogarás. Ya lo verás,aguantaremos el temporal.»

«¡No!»Él nunca supo a qué correspondía ese

«no».Incluso los hombres de poca

imaginación pueden imaginar lo peor aveces. Por eso, a Gordon no debiósorprenderle realmente verla haciendo lasmaletas, ni oír cómo discutían los dossobre quién se quedaba tal escritorio o

tales candelabros, ni encontrarse a símismo telefoneando a los transportistaspara ahorrarle a Shell la molestia.Durante muchos años fue consciente deque no la merecía; era cuestión de tiempo.Ahora estaba sucediendo y él ya teníapensado de antemano su caballerosopapel.

Shell fue a ver a sus padres aHartford. Los dos solos vivían aún en lagran casa blanca. Oficialmente deploraronla separación e hicieron votos para quevolviera pronto a su marido y a lacordura. Pero tuvo una larga charla con supadre cuando paseaban por la propiedad.El verde de las hojas se debilitaba, perotodavía no se habían puesto a brillar.

Shell se asombró de lo fácilmente quepodía hablar con él.

«No tenía ningún derecho», fue loúnico que dijo de Gordon, pero el quehablaba era un guapo anciano que habíallevado una vida viril, y eso fortificaba aShell.

Él la dejó hablar, invitándola con susilencio y los senderos que elegía.Cuando terminó le habló de los primerosbrotes de algunos árboles que habíaplantado.

No pudo evitar el sentimiento de quesu madre consideraba la ruptura como unsiniestro triunfo de la herencia, como lahemofilia de un niño de familia real queparecía excesivamente saludable.

Tuvo la suerte de encontrar unpequeño apartamento de alquiler en lacalle Veintitrés. No quería vivir muy lejosdel Village. Se componía de una solahabitación, a más de la diminuta cocina, elcuarto de baño y el vestíbulo. Colocó elreloj de pie en la entrada de la habitaciónprincipal. Pintó las paredes de color deespliego y colgó en las ventanas cortinastransparentes del mismo color, queparecía hacer más etérea la luz, afinarla, yperfumar la atmósfera con tonos frescos.

No era su casa, de la misma maneraque su cuerpo no era su cuerpo.Simplemente vivía en ellos. Secontemplaba a sí misma deambulandoentre los bellos objetos. No creía ser la

mujer adecuada para tener un buen trabajoo abandonar a un marido o tener unamante. Todo eso la horrorizaba.

No volvería a ver a Med, desde luego,y una tarde le explicó por qué en unacafetería. No estaba hecha para unaaventura menor. La conversación fueinterrumpida por un joven cuya curiosadeclaración la conmovió irracionalmente.

11

Breavman pensaba en ella todo eltiempo, pero no la deseaba sexualmente.Esto era nuevo. Imaginaba su presenciasin nada de codicia. Estaba viva, subelleza existía, se ponía los guantes o seechaba hacia atrás el pelo o contemplabauna película con sus enormes ojos. Nodeseaba destrozar al escenario de sufantasía y rescatarla de la oscura ficción.Ella estaba allí. Estaba en la ciudad, o enalguna ciudad, en algún tren, en algúncastillo o en alguna oficina. Sabía que suscuerpos se movían a la par. Eso era lomínimo.

No se imaginaba como amante. Sabía

que estarían boca sobre boca, más felices,más seguros y más salvajes que nunca.Uno de los consuelos de la meraexistencia de ella era que no necesitabahacer planes.

Una vez o dos se dijo que debíabuscarla, preguntar a la gente. Pero no eranecesario. Estaba dispuesto a rendirlehomenaje tanto si la volvía a ver como sino. Igual que un héroe wordsworthiano,no deseaba hacerla suya.

Ni siquiera recordaba su caraperfectamente. No la había estudiado aldetalle. Había bajado la cabeza ygarabateado poemas de servilleta. Ellaera lo que esperaba, lo que habíaesperado siempre. Era como volver a

casa de noche tras un largo y fatigosoviaje. Te quedas un minuto en elvestíbulo. No enciendes la luz. Él no tuvoque examinar sus rasgos. Pudo lanzarse aalabarla a ciegas una vez que la primeramirada desarmada había respondido de subelleza.

Fue la última vez que Breavmanabandonó las rígidas y duras promesasque apenas podía enunciar. No escribíanada. Se suspendió en el presente. Leyóun informe sobre la arquitectura de laciudad de Nueva York y quedósorprendido por su capacidad deconcentración e interés. Atendía en lasclases sin pensar en la ambición delprofesor. Fabricó una cometa. Paseaba

por el Riverside Park sin desear a lasniñeras solitarias ni imaginar el destinode los niños a partir de sus juegos decarreras. Los árboles estaban bien comoestaban, perdiendo las hojas, con susignorados nombres latino y común. Noanidaba mucho terror en las ancianas deabrigos negros y medias de hilo que sesentaban en los bancos de Broadway alto,ni en los vendedores mutilados de lápicesy vasos de plástico. Breavman no habíaestado nunca tan tranquilo.

Pasaba muchas tardes en la sala demúsica de la World Student House.Gruesa alfombra azul, paneles de madera,mobiliario pesado y oscuro y un letreroque rogaba silencio. La colección de

discos era simplemente correcta, perosignificó un auténtico descubrimiento paraél. Antes no había escuchado realmente lamúsica. Había sido un telón de fondo parala poesía y la conversación.

Ahora oía a otros hombres. ¡Cómohablaban! Aquello hacía que su propiavoz empequeñeciera, y que su cuerpo sereuniera con el de las multitudes delmundo. Ninguna imagen aparecía mientrasescuchaba, nada que pudiera robar parasus páginas. Era el paisaje de ellos, y élsólo un huésped.

Seguía la flauta en un cuarteto deSchubert. Ascendía, regresaba y subía denuevo, arrojada y acogida por laspoderosas cuerdas bajas. Shell abrió la

puerta, entró en la habitación y se volvióde nuevo hacia la puerta para cerrarlasilenciosamente. Cruzó rápidamente porla mullida alfombra y se sentó en un sillónal lado de las ventanas francesas, a travésde las cuales podía ver el parque que ibaoscureciendo, los muros, la calle.

Breavman observó cómo intentabarelajar el cuerpo para transformarse enuna niña que escucha su cuento favorito.Pero sus manos apretaban los brazos demadera labrada y durante una centésimade segundo fue como si estuvierasufriendo el tormento de la silla eléctrica.Después se arrellanó y se dispuso aaniquilarse en la melodía.

Algunas mujeres poseen la belleza

como poseen un coche deportivo o uncaballo pura sangre. La conducencorriendo a todas las citas y concedenentrevistas desde la silla. Las másafortunadas sufren pequeños accidentes yaprenden a andar por la calle porquenadie quiere escuchar a una vieja damaarrogante. Algunas mujeres tienen musgosobre su belleza y de vez en cuando algolo arranca —un amante, un embarazo,quizás una muerte— y se trasluce entoncesuna increíble sonrisa, profundos ojosfelices, piel perfecta, pero eso estemporal y pronto reaparece el musgo.Algunas mujeres estudian y falsifican labelleza. Se han creado industrias paraservir a esas mujeres, y los hombres han

sido condicionados para favorecerlas.Algunas mujeres heredan la belleza comouna característica familiar y aprenden avalorarla lentamente, como el vástago deuna gran familia se enorgullece de subarbilla insólita porque la han lucidotantos hombres distinguidos. Y algunasmujeres, pensaba Breavman, mujerescomo Shell, la crean con el tiempo, y másque sus caras lo que cambia es el aire quelas rodea. Rompen con las viejas reglasde la luz y no pueden ser interpretadas nicomparadas. Hacen originales todas lashabitaciones.

Le pareció que ella estaba sufriendoalgún problema o, más bien, algunaderrota. La delicadeza que aparentaba

parecía rebelarse y escapar de ella, comoa veces un poema se muestra salvaje eincontrolable bajo la pluma. Esto notransformó su admiración. Lo que ellacreaba era siempre importante. No seatrevería a entrometerse en eso. Pero a lomejor podía desempeñar un papelconsolándola.

Ella lo reconoció y sostuvo su miradaporque sabía que era la mejor manera deencarar al seductor profesional, peroinmediatamente percibió que no habíanada en sus ojos que intentara hacer deella un instrumento indiferente, un objeto.Sencillamente, estaba siendo adorada. Poralguna curiosa razón se acordó de un trajeque tenía cuando iba al colegio y deseó

vagamente llevarlo puesto ahora o saberdónde había ido a parar. Él tenía lacabeza inclinada, estaba sonriendo. Estádispuesto a contemplarme toda la noche,pensó ella. Sin hablar, sin preguntar nada.Se preguntó quién sería. El rostro erajoven, pero tenía unas líneas inusualmenteprofundas desde la nariz a las comisurasde la boca. Era como si allí estuvieraregistrada toda su experiencia. La bocahubiera sido demasiado llena y sensual,como esos labios gordos, idiotas ybesucones de los dioses hindúes, a no serpor las líneas disciplinarias.

Bueno, ¿qué estaba haciendo allípensando en sus labios? ¿Y qué estabahaciendo en aquel sillón sentada tan

inmóvil para él? Debería estar en suapartamento, pensando, considerando sufuturo, aprendiendo un idioma, ordenandolas cosas o haciendo lo que se supone quetodo aquel que vive solo hace cuandovuelve a casa por la noche.

Se dio cuenta de que así era como lehubiera gustado ser contemplada añosatrás, con música, delante de una ventana,con luz tamizada por la vieja madera.

Dentro de poco no podría distinguirlos ladrillos de los muros o la valla dehierro que cercaba los arbustos. Lasaceras estaban nacaradas y, aunque nopodía verlo, sabía que el sol estabatirando de la oscuridad mientras se poníatras las colinas de bordes rosados de

Nueva Jersey. ¿Es que él no se iba amover nunca?

Cerró los ojos y siguió sintiendo sumirada. Tenía la fuerza de la alabanzaindefensa. No apelaba a su belleza, sino aella misma para que se deleitara en supropia belleza, lo que es máscomprensible y más humano, y a ella legustaba contemplar el placer queproporcionaba. ¿Quién era el hombre quele provocaba esta sensación? Abrió losojos y le sonrió su curiosidad. Él selevantó y se dirigió hacia ella.

«¿Te vienes conmigo?»«De acuerdo.»«Es casi de noche.»Salieron de la habitación

silenciosamente. Breavman cerró lapuerta con cuidado. Se dijeron el nombreentre susurros y se echaron a reír cuandose dieron cuenta de que podían hablar envoz alta.

Pasaron una y otra vez por el espaciode cemento que se extiende ante la tumbade Grant. Se respira cierta formalidad enesa zona; de noche podría ser el jardínprivado de un amigo ilustre.

«Los Grant son unos anfitrionesexcelentes», dijo Shell.

«Se retiran muy temprano por latarde», afirmó Breavman.

«¿No crees que su casa es un poquitopretenciosa?», preguntó Shell.

«Eso es demasiado amable. ¡El

vestíbulo parece un condenado mausoleo!—dijo Breavman—. Y dicen que bebe.»

«También bebe ella.»Se cogieron de la mano y

descendieron corriendo por la colina. Lashojas crujientes se quebraban bajo suspies y ellos buscaron los montonesformados por el viento para pisotearlas.Después contemplaron el veloz tráfico dela carretera allá abajo, las luces deinfinitos coches. Sobre el Hudson habíaotras luces: el collar del puente de GeorgeWashington, las barcazas de lento navegary la señal del Alcoa en el agua. El aireera claro, las estrellas grandes. Ambosestaban juntos y lo heredaban todo.

«Debo irme ya.»

«¡Quédate esta noche conmigo! Iremosal mercado de pescado. Hay grandes ynobles monstruos metidos en hielo. Haytortugas vivas para los grandesrestaurantes. Rescataremos una,escribiremos mensajes en su concha y ladejaremos en el mar, Shell, conchamarina[20]. O iremos al mercado dehortalizas. Compraremos bolsas de rejillaroja llenas de cebollas que parecen perlasenormes. O iremos a la calle Cuarenta ydos y veremos diez películas ycompraremos un boletín mimeografiadocon los trabajos que se pueden conseguiren Pakistán…»

«Trabajo mañana.»«Lo cual no tiene nada que ver con

esto.»«Pero es mejor que me vaya ahora.»«Sé que es insólito en América, pero

te acompañaré casa.»«Vivo en la calle Veintitrés.»«Exactamente lo que deseaba. A más

de cien manzanas de aquí.»Shell se cogió de su brazo, él apretó

el codo contra su mano y los dos formaronparte de un único movimiento, una especiede agradable bestia siamesa que podíarecorrer diez mil manzanas. Shell retiró subrazo poco después y él se sintió vacío.

«¿Hay algo que no marcha?»«Estoy cansada, supongo. Ahí hay un

taxi.»«Explícamelo en un segundo antes de

que subamos al coche.»Shell pensó que era demasiado difícil

de explicar. Si se lo decía lo iba aconsiderar como una perfecta necedad dehembra posesiva. No quería pasearcogida de esa manera con cualquiera. ¿Esque él se le tenía que declarar cuando laconocía desde hacía sólo unas horas? Nisiquiera ella misma sabía lo que quería;era un extraño. De una sola cosa estabasegura. No podía quedarse en los detallessecundarios.

«Estoy casada», fue todo lo que dijo.Él estudió su rostro. Era una tentación

aislar su belleza de los prosaicosproblemas humanos. Todas susexpresiones eran tan maravillosas que

¿qué importaba lo que las provocase? ¿Noeran perfectos sus labios cuandotemblaban? Entonces recordó el dolor quehabía intuido en ella cuando estabasentada delante de la ventana. Sacudió lacabeza y respondió:

«No, no creo que lo estés.»Llamó a un taxi y, antes de que

pudiera tocar el cierre de la portezuela, eltaxista se inclinó y la abrió. Times Squarefue una brusca invasión de luz. Venasazules aparecían en la piel de sus caras ymanos y en la calva del conductor.Agradecieron la relativa oscuridad de laSéptima avenida. Todavía no se conocíanlo bastante para disfrutar de la fealdad.

Le ordenó al taxista que esperase y la

acompañó hasta el ascensor.«No te invito a subir», dijo Shell sin

coquetería.«Lo sé. Tenemos tiempo.»«Gracias por decir eso. Me encantó el

paseo.»Despidió al taxi y se recorrió las cien

manzanas a pie. Sólo intentaba no pisarlas junturas; ésa era la única prueba quese imponía. Se había refugiado en lacomodidad, que es hacer lo que sabes quepuedes hacer.

Shell se preparó rápidamente parameterse en la cama. De pronto, tendida enla oscuridad, se dio cuenta de que no sehabía cepillado el pelo.

12

Breavman había envidiado siempre alos antiguos artistas que tenían grandes ybien acogidas ideas a las que servir.Entonces ya se podían izar los estandartesdorados y estatuir la gloria. La muerte deun dios en escarlata y hojasresplandecientes es muy diferente alcolapso mortal de un borracho en un tristecafé, diga lo que quiera la literaturaunderground.

Nunca se definió a sí mismo comopoeta ni calificó su obra de poesía. Elhecho de que las líneas no lleguen hasta elextremo de la página no es ningunagarantía. La poesía no es una ocupación,

es un veredicto. Odiaba las discusionessobre técnicas de versificación. Un poemaes algo sucio, maldito, ardiente, que tieneque agarrarse primero con las manosdesnudas. En un tiempo el fuego cantaba ala Luz, la suciedad a la Humildad, lasangre al Sacrificio. Ahora los poetas sontragadores profesionales de fuego que sealquilan en cualquier carnaval. El fuegose agota fácilmente y no distingue a nadieen particular.

Durante un tiempo, Breavman parecióservir a algo más que a sí mismo. Ésosfueron los únicos poemas que escribió ensu vida. Eran para Shell. Deseabadevolverle su propio cuerpo.

Bajo mis manos

tus pechos pequeñosson los vientres vueltos hacia

arribade palpitantes gorriones

caídos.¿O era en realidad para ella para

quien trabajaba? Todo era más fácil siShell lograba amar su propio cuerpo. Lacama era más sosegada. No empezaroncomo poemas, sino como propaganda. Elveredicto era poesía. Si Shell continuabacreyendo que su carne era un enemigoindiferente no dejaría que la mirara comoél quería.

Quitaría la sábana que cubría sucuerpo para contemplarla mientrasdormía. No había nada en la habitación,

excepto su carne descubierta. Breavmanno tenía que compararla con ninguna cosa.Arrodillarse a su lado y deslizarsuavemente los dedos por sus labios,seguir cada contorno era como aniquilartodos los ocasos que él no podía tocar. Laambición, la necesidad de excelenciadesaparecían felizmente cuandodescansaba en ella. Aquello era lo másadmirable. Pero tenía que sentirse a símisma por completo. Una diosa no puedeestar inquieta. Por eso tenía que trabajarpara hacerla feliz y sosegada. Ellaaprendió el instrumento convencional delclímax, que para una mujer es el comienzodel orgullo y la calma.

Cuando, por fin, intercambió su

cuerpo, tímidamente, con el de Breavmanno estaba segura de no inspirarle asco.Gordon le había dicho que la amaba, perose había abstenido de tocarla. Cinco años.Había permitido contactos limitados. Noel cuerpo de ella, sino los dedos de unamano trazaban quizá las furtivasincursiones al placer de él. La carne deShell murió a causa de eso. Cada nocheencanecía más y más.

Breavman echó a un lado la sedacomo si fuera una telaraña caída en loshombros de Shell. Ella hizo un ruidito deplacer y resignación, como si ahora yaBreavman supiera lo peor. Él apoyó lacabeza en su pecho, esa vieja postura quetan bien expresaba sus sentimientos.

Aprendió rápidamente, pero ningunamujer es tan bella que no desee que subelleza sea pronunciada otra vez en verso.Él era un profesional, sabía cómoconstruir a una amante para cortejarla.

Creía que los poemas hacían que lascosas pasasen. No despreciaba al amanterobot que hacía de cada noche unacelebración y de cada comida una fiesta.Él era un producto evolucionado,remachado cuidadosamente, algo que aBreavman no le hubiera importado ser.Aprobaba la ternura del amante, inclusoestaba envidioso de algunas cosas que elamante decía, como si fuera un ingeniosoal que Breavman hubiera invitado acomer.

El amante, tan perfectamenteplanificado, tenía su propia vida y amenudo dejaba atrás a Breavman. Llegabacon un regalo para Shell: por ejemplo, unapluma de avestruz adquirida en unalmacén de la Segunda avenida, o rosasde té del puesto de la esquina de la calleOctava. Iba a comer con Shell y charlabany hacían planes.

Dondequiera que estésescucho el sonido de alas

cercanas,de alas en descensoy me quedo mudoporque has caído junto a mí,porque tus pestañasson espinas de animales

diminutos y frágiles.«Me canjearon un cheque en el

supermercado.»«Privilegios de la belleza. La última

casta de la América sin clases.»«No, hicieron lo mismo con una

anciana negrita.»«Así que subsisten las virtudes de la

buena vecindad.»«¿Qué tal tu trabajo?»«He emborronado mi página.»

Tengo miedo del tiempoen que tu bocacomienza a llamarme

cazador.La charla seguía y seguía. Historias de

Hartford, la fuente de piedra, los veranos

en Lake George, enormes casasrecordadas. Historias de Montreal, lasexcursiones nocturnas en coche conKrantz, la muerte de un padre. Y a medidaque vivían juntos, iba creciendo tambiénsu propia historia, mitos del primerencuentro, del comienzo del amor,serenidad de las futuras incursiones.

«¿Puedo leerte algo?»«¿Tuyo?»«Sabes que no resisto nada de ningún

otro.»Quería que él se sentara a su lado en

una postura especial que era su favorita.«¿Es sobre mí?»«Bueno, espera hasta que te lea el

rollazo.»

Ella escuchaba seriamente. Le pedíaque lo leyera otra vez. Nunca había sidotan feliz. Él comenzaba a leer con su vozde bajo, que siempre abdicaba ante elsentido de las palabras, nunca forzaba unefecto. A ella le gustaba esa honestidad,esa intensidad que conseguía que todofuera importante.

«Es estupendo, Lawrence; esverdaderamente estupendo.»

«Bueno. Eso es lo que yo quería.»«Pero no es para mí, no es para

nadie.»«No, Shell; es para ti.»Ella le tenía reservada una sorpresa:

fresas congeladas.Cuando me pides que me

acerquepara decirmeque tu cuerpo no es belloquisiera convocara los ojos y a las escondidas

bocasde piedra de luz de aguapara que testimonien en

contra.Breavman observaba cómo su

delegado la hacía feliz mientras él mirabay miraba. Una noche la contemplómientras dormía. Quiso averiguar lo queocurría en ella. Algunos rostros mueren desueño. Las bocas cojean. Los ojos idosdejan tras sí un cadáver. Pero ella estabaintacta y adorable, la mano apoyada cerca

de la boca apretando un pico de la sábana.Oyó un grito en la calle. Se deslizó hastala ventana, pero no vio nada. El gritohabía sonado como si algo hubieramuerto.

Quieroque se rindan ante ti,la rima temblorosa de tu

rostrodesde sus profundas órbitas.

Me tiene sin cuidado a quien esténasesinando, pensó. Me tienen sin cuidadolas cruzadas que se están planeando enhistóricos cafés. Me tienen sin cuidado lasvidas destrozadas en los arrabales. Buscóel alcance de sus inquietudes humanasmás allá de aquella habitación. Y era éste:

suave condolencia por las mujeres menosbellas que Shell, por los hombres menosafortunados que él.

Porque estaba ligado a lo mágico, lospoemas continuaban. No se daba cuentade que Shell había sido vencida no por eltexto, sino por la total atención de que lahacía objeto.

«¿Puedo entrar?»«No.»«¿Por qué?»«Me estoy vistiendo.»«Precisamente.»«No entres, por favor. Te vas a hartar

de mí. Todos los libros dicen que tengoque guardar mi misterio.»

«Quiero contemplar cómo te vistes

misteriosamente.»No era extraño que ella interpretara

como amor esta devoción por supresencia.

Cuando me pides que meacerque

para decirmeque tu cuerpo no es belloquisiera que mi cuerpo y mis

manosfueran estanquespara tu mirada y tu risa.

13

Shell decidió pedir el divorcio.Gordon accedió. Había pensado presentarbatalla, pero cuando ella lo visitó en laoficina lo intimidó. Estaba tan sosegada yamistosa, preguntando por su trabajo, felizpor sus éxitos. Habló con palabras tiernasde su matrimonio, pero se mantuvo firmeen darlo por terminado, como si hubierasido un juego en el crepúsculo, despuésde la cena, pero ahora los niños tuvieranque irse a la cama. Gordon no tenía queadivinar el origen de su fortaleza. Exceptouna tarde en que rellenaban los últimosdocumentos e hizo un postrer esfuerzo pordetenerla, se dio por contento con haber

vivido cinco años con ella. Y dentro depocos años sus aptitudes literarias, norecompensadas por el Newsweek, lepermitirían aparecer más dramático antelas mujeres jóvenes por esta pequeñatragedia.

«Es un asunto entre Gordon y yo», ledijo Shell a Breavman. Como todos losamantes, no podían hablar sino el uno enbrazos del otro. «Así que tú, quietecito.»

Vivían juntos desde hacía casi un año.Ella no deseaba que Breavmanconsiderase el divorcio como una señalde proponerle matrimonio. Desde luego,quería casarse con él. No estaba hechapara amantes, porque su idea del amor eraesencialmente la de lealtad, una lealtad

basada en la pasión.A veces creía que no era posible dar

tanta ternura, tanta atención, excepto comouna inversión para el futuro. A vecessabía, localizaba el dolor en su corazón,que él sólo podía dar tanto si se estabayendo de su lado.

Ella ya se lo había dado todo, unaentrega que realizamos una vez en nuestravida solamente. Quería que la amase enlibertad. Ese es el máximo de la entregatotal. Ella también había sido educada enla línea de los mártires-héroes y quizá seveía a sí misma como una nueva Eloísa.Sólo el hombre aventurero era capaz deamar —eso era lo que él escribía— ysólo a la mujer que había abandonado su

casa y su nombre —eso era la sociedadconvencional—. Los aventurerosabandonaban el lecho, las mujeresretomaban el nombre; esta consciencia esla prueba que mantiene el broche cerrado.

No es corriente encontrar a alguienque tenga una visión de lo que podríamosser igual a la que nosotros tenemos.

Shell y Breavman, o mejor dicho sudelegado, se contemplaban el uno al otrocon esta gran generosidad.

Una tarde ella llegó llorando.Breavman le quitó los guantes y el bolso,los puso sobre la cómoda de maderaencerada y la sentó en el sofá verde.

«Por lo que le dije a Gordon.»«Tenías que decírselo.»

«No todo. Soy horrible.»«Eres una horrible bruja malvada.»«Le conté lo bien que me iba contigo;

no tenía por qué haberlo hecho. Lo quequería era hacerle daño.»

Hablaron toda la noche, hasta queShell pudo declarar: «Lo odio.»

Breavman se dijo que estaba másalejada del divorcio de lo que ellapensaba. Las mujeres toman muy en serioel intento de mutilar sus cuerpos.Breavman no comprendía que Shell selibró del odio tan pronto como pronuncióaquellas palabras en sus brazos. Leinquietaba saber que Shell estaba tomandoauténticas decisiones, actuando,cambiando su propia vida. Quería

contemplarla en reposo. Todo eso loimplicaba en el mundo de casas ysemáforos. Se estaba convirtiendo en unaauténtica ciudadana, utilizando el amor deél para fortalecerse.

Supongamos que continuabaavanzando con ella hacia una intimidad devida, hacia una incesante y confortablecharla de matrimonio. ¿No estabaabandonando algo más austero e ideal,incluso aunque se riera de ello, algo quepudiera aplicar la belleza de ella a lascalles, el tráfico, las montañas, e inflamarel paisaje, y que él habría podido dominarsi hubiese estado solo? ¿No era por esopor lo que la contemplaba, seautosatisfacía en cada gesto, en cada

expresión? Quizás era sólo la convicciónde que no estaba hecho para la comodidadlo que le perturbaba. Le perturbabaporque se estaba desvaneciendo.

Estaba muy cómodo. Había empezadoa aceptar la alegría de su delegado. Eseamante era lo más eficaz que había creadonunca y la tentación era equiparlo con unacartera y una identidad y arrojar almaestro Breavman en una zonaespecialmente contaminada del ríoHudson.

El ojo Breavman, entrenado paracontemplar volcanes, huéspedescelestiales, muslos ideales, y ahora en unaactividad perfecta ante el paisaje delcuerpo de Shell, corría el peligro de

dormirse. Cada vez más el amanteacaparaba a Shell. Ésta es la época queBreavman no recuerda muy bien porqueera demasiado feliz.

14

El verano era muy joven aún.¿Sabíais que los nomeolvides eran tan

pequeños?Subían a la colina por detrás de la

cabaña, oían a los pájaros, consultaban laguía para identificar sus cantos.

Él no quería ofrecerle aquellasflorecillas porque los dos les dabanmucha importancia a los nombres.

Hablaban de cómo procederían encaso de separación. Para los amantes estetema es tan remoto e interesante como ladiscusión de la defensa atómica en uncongreso de alcaldes.

«… y si a alguno de nosotros no le va

bien, debe decírselo al otro.»«… y esperemos tener el valor de

cortar por lo sano.»Shell estaba fascinada por un grupo de

abedules.«¡Parecen árboles desnudos! Hacen

que los bosques parezcan negros.»Por la noche oían el rumor del lago

batiendo la arena y las piedras de laorilla. Un cielo luminoso y oscurofabricado con chapa de plata trabajada alfuego. Los gritos de los pájaros, ya másmojados y desesperados, como siestuvieran implicados el alimento y lavida.

Shell dijo que cada sonido del lagoera diferente. Breavman prefería no

investigar; gozaba de su felicidad difusa.Ella escuchaba con más atención que él.Los detalles la enriquecían a ella, yencadenaban a Breavman.

«Si grabas sus cantos, Shell, y lospasas a una velocidad más baja oiráscosas extraordinarias. Lo que el oídopercibe como una nota son en realidaddos o tres notas cantadas simultáneamente.¡Un pájaro puede emitir hasta tres notas ala vez!»

«Me gustaría poder hablar así. Megustaría poder decir doce cosas a la vez.Me gustaría poder decir con una solapalabra todo lo que se puede decir. Mehorroriza todo lo que puede ocurrir entreel comienzo y el final de una frase.»

Breavman trabajaba cuando elladormía. Cuando oía su respiración regularsabía que el día había sido sellado y quepodía empezar a registrarlo.

Una curiosa distorsión de lahonestidad

me mantiene apartado de ti…Shell se despertó en medio de la

noche. Las mariposas nocturnas chocabancontra la ventana junto a la que Breavmantrabajaba. Se deslizó a su espalda y lobesó en el cuello.

Él giró en redondo, sorprendido, ellápiz en la mano, y le arañó la piel de lamejilla. Al levantarse volcó la silla.

Quedaron uno frente al otro bajo laluz, fría y plana, de la linterna Coleman.

La noche era ensordecedora. El aleteo ylos golpes de las mariposas nocturnas, elzumbido de la linterna, el agua trabajandoentre los guijarros, los animales pequeñoscazando. Nada estaba en reposo.

«Creí que…» Se interrumpió.«¡Creíste que estabas solo!», gritó ella

con dolor.«Creí que…» «Creíste que estabas

solo», escribió cuando ella se volvió adormir.

15

Una noche, mirándola, decidiómarcharse a la mañana siguiente.

Si no, estaría siempre a su lado,contemplándola.

Era a mediados de junio. Trabajabade ascensorista en un pequeño edificio deoficinas, trabajo de desgraciados.Conseguía algún dinero extra limpiandounas cuantas oficinas los viernes por latarde. Era un desvencijado ascensor concapacidad máxima para cinco personas yse estropeaba en cuanto quedabademasiado por debajo del nivel delsótano.

Por la noche estaban Shell, la poesía y

su diario, mientras ella dormía.La mayor parte del tiempo era feliz.

Esto le sorprendía y le alteraba, como ungeneral inquieto durante una pazprolongada. Le gustaba el ascensor, que aveces era una carroza, a veces una torturakafkiana, a veces una máquina del tiempoy, en el peor de los casos, un ascensor. Ledecía a la gente que se llamaba Charon yles daba la bienvenida a bordo.

Y luego estaban las cenas con Shell.Esterillas de paja sobre una mesaplegable encerada. Luces de candelabro yolor a cera de abejas. La complicadacomida que los amantes preparan el unopara el otro, cocinada con vino,apuntalada con palillos. O los festines

matutinos, tan alegres y dulces, a base delatas y alimentos congelados.

Estaban los desayunos de fin desemana con huevos y bollos de arándano,en los que Shell era la experta cocinera deuna vieja granja a miles de años de NuevaYork (podían abandonarla en cualquiermomento por el sofá verde, que erainmemorial). Estaban las sesiones de lastardes, los análisis mitológicos depelículas del Oeste de ínfima categoría,los históricos platos de spagueti enTony’s, en donde descubrieron lapresuntuosidad de Bergman.

Los poemas continuaban, y loscelebraban a los dos. Poemas de adiósque un hombre escribe a una mujer a la

que nunca perderá de vista. Ya habíabastantes para un grueso libro, pero él noquería un libro. Eso vendría después,cuando necesitara convencerse de quehabía vivido realmente esa vida de amor ytrabajo.

Se convirtió en su delegado. Volvía asu torre de control una hora de vez encuando para escribir su diario. Escribíarápidamente, según pensaba, sin creer enlo que hacía, igual que un suicida que hafallado tres veces busca hojas de afeitar.

Exorcizaba los demonios de la gloria.Las cuartillas se apretaban en un cajónantiguo que Shell respetaba. Era una cajade Pandora llena de visados ycuadernillos de billetes de avión, y él se

habría volatilizado si Shell llega aabrirlo. Luego regresaba a la camacaliente, los cuerpos más dulces todavíapor la amenaza.

Dios, qué bella era. ¿Por qué nopermanecer a su lado? ¿Por qué no ser unciudadano con su mujer y su trabajo? ¿Porque no debía incorporarse al mundo? Labelleza que había planeado como undescanso entre soledades lo empujabaahora a plantear las viejas preguntas de lasoledad.

¿Qué podía traicionar permaneciendoa su lado? No se atrevía a recitar losreproches aún no del todo definidos. Yahora podía sentir el gusto de la culpa quelo invadiría si la abandonaba. Pero no

quería dejarla definitivamente. Lo quenecesitaba era estar a solas para poderañorarla, para conseguir una perspectiva.

Metió una carta certificada por víaaérea en el cajón atiborrado.

La contempló dormida, la sábanacogida con la mano como un amuleto, elcabello esparcido en la almohada enondas Hokusai. Ciertamente, merecía lapena matar por ese cuerpo suspendido.Era su única lealtad. Entonces, ¿por quésepararse de él?

Su mente saltaba más allá de laseparación hasta el arrepentimiento. Leestaba escribiendo desde una grandistancia, desde algún escritoriodesesperado y cubierto de carne situado

en el futuro.Mi querida Shell, hay alguien perdido

dentro de mí a quien hace tiempo ahoguéestúpidamente con juegos peligrosos; megustaría entregártelo; se introduciría en tusensueños sin preguntar y cuidaría de tucarne como un erudito borracho, entrerisas y citas a pie de página, preciosas ysecretas. Pero te lo repito: está ahogado ohundido en un sueño cobarde, totalmentedrogado, sin sueños, con los oídostapados con algas marinas o algodón; nosé siquiera el lugar que ocupa su cuerpoexcepto a veces, que se agita como un fetohambriento en mi corazón cuando terecuerdo vistiéndote o moviéndote en lacocina. Es todo lo que puedo escribir. Me

habría gustado traértelo a él, no estacuartilla, no este dolor.

Levantó la vista del cuaderno rayado.Imaginó la silueta de Shell y la suyapropia. Novios de San Valentín de laépoca de sus padres. Una postal de sucolección. ¿Podría embalsamarla paramás fácil localización?

Shell cambió de postura manteniendoapretada la sábana blanca a todo lo largode su costado, de manera que su cintura ysus muslos parecían surgir del mármol sindesbastar. No podía hacer comparaciones.No era sólo que las formas fueranperfectas o que él las conociera tan bien.No era una bella durmiente, la princesauniversal. Era Shell. Era una mujer

determinada, con una dirección y unosrasgos heredados de su familia. No era uncaleidoscopio que se adaptara adiferentes visiones. Todas susexpresiones representaban sentimientos.Cuando reía era porque. Cuando cogía sumano en plena noche era porque. La razónera ella. Shell, la Shell que él conocía erala dueña del cuerpo. El cuerpo lerespondía a ella, era ella. No le servía aél desde un pedestal. Había chocado conuna persona determinada. Bonita o no, oarruinada mañana por el vitriolo, eso noimportaba. Shell era su amor.

Shell abrió los ojos cuando la luz delsol casi llenaba la habitación.

«Hola», dijo Breavman.

«Hola. ¿No has dormido nada?»«No.»«Ven.»Se sentó, arregló la ropa de la cama y

la dobló por una punta invitándolo aentrar. Breavman se sentó en el borde.Ella quería saber qué pasaba.

«Shell, creo que me voy a ir aMontreal un tiempo…»

«¿Te vas?»Él percibió cómo se tensaba.«Volveré. Krantz viene, me escribió y

me ofreció trabajo en un campamento…»«Sabía que te ibas. Lo sabía desde

hace semanas.»«Sólo el verano…»«¿Cuánto tiempo?»

«El verano.»«¿Cuántos meses?»Antes de que pudiera contestar se

llevó los dedos a la boca y exhaló unpequeño sonido dolorido.

«¿Qué pasa?», preguntó Breavman.«Estoy hablando igual que Gordon.»La tomó en sus brazos para decirle

que no era igual, ni mucho menos. Ella lerecordó su promesa de cortar por lo sano.

«Eso era una tontería, lo sabes. Venga,vamos a fabricar un gran desayuno.»

Se quedó ese día y el siguiente, peroal tercero se marchó.

«Créeme, Shell: es sólo el verano.»«No he dicho nada.»«Me gustaría que estuvieras más

triste.»Ella sonrió.

LIBRO IV

1

Que trata de los cuerpos queBreavman perdió. Ni un detective loshubiera encontrado. Los perdió en sucalidad de máxima belleza. Estos cuerposson:

una ratauna ranauna muchacha dormidaun hombre en la montañala luna

Tú y yo tenemos nuestros cuerpos,todo lo mutilados que se quiera por eltiempo y la memoria. Breavman losperdió en el fuego, donde permanecen máscompletos y perfectos. Este tipo de

permanencia no consuela a nadie. Trasmucho quemarlos se convirtieron enlánguidas constelaciones que locontrolaban a él mientras giraban en supropio cielo. Hay que decir que fuerondevorados por la zarza de Moisés quetodos cultivamos en nuestro corazón, peropocos nos preocupamos de incendiar.

2

Estaba en el césped del AllanMemorial, contemplando Montreal a suspies.

Los lunáticos tienen la mejor vista dela ciudad.

Aquí y allá había enjambres depersonas amontonadas sobre el costosocésped alrededor de bancos y mesas demadera. Aquello podría ser un club decampo. Las enfermeras lo delataban.Había una, blanca y perfecta, en el bordede cada corro, sin participar del todo enla conversación, sino llevando un controltranquilo, como una luna.

«Buenas tardes, Mr. Breavman —dijo

la enfermera de sala—. Su madre sealegrará de verlo.»

¿Había un reproche en su sonrisa?Abrió la puerta. La habitación estaba

fresca y oscura. Su madre empezó tanpronto como lo vio. Breavman se sentó.Esta vez ni se molestó en decir hola.

«… quiero que te hagas cargo de lacasa, Lawrence, va a ser para ti, para quetengas un rincón donde descansar, tienesque defenderte solo, se llevarán todo, notienen corazón, yo ya he llegado al final,lo que he hecho por todo el mundo, yahora tengo que estar entre locos,abandonada como un perro, fuera delmundo, de todo el mundo, no se lodesearía ni a un perro, mejor estaría en un

hospital, ¿es esto un hospital?, no sabennada de mis piernas, ¿que no puedoandar?, pero mi hijo está demasiadoocupado, oh, es un gran hombre, un poetapara el mundo, ¡para el mundo…!»

Ahora empezó a gritar. Nadie entró aver qué pasaba.

«… pero para su madre estádemasiado ocupado, para su mujerzuelagentil dispone de todo el tiempo, estandocon ella no cuentan los minutos, despuésde lo que le hicieron a nuestro pueblo, yotuve que esconderme en un sótano enPascua, nos perseguían, lo que yo hepasado, y ahora ver a mi hijo, ver a unhijo, traidor a su pueblo, tengo queolvidarme de todo. No tengo hijo…»

Continuó durante una hora, con losojos clavados en el techo mientrasdeliraba. Cuando dieron las nueve,Breavman dijo:

«No me dejan quedarme más, madre.»Ella se interrumpió bruscamente y

guiñó los ojos.«¿Lawrence?»«Sí, madre.»«¿Te cuidas?»«Sí, madre.»«¿Comes bastante?»«Sí, madre.»«¿Qué has comido hoy?»Breavman murmuró unas cuantas

palabras. Intentaba componer un menú quemereciese su aprobación. Hablaba a duras

penas y ella casi no le escuchaba.«… nunca toqué ni un centavo, todo

era para mi hijo, quince años con unhombre enfermo, ni que pidiera diamantescomo cualquier otra mujer…»

Breavman la dejaba hablar.Fuera se desarrollaba una danza

terapéutica. Enfermeras enlazadas porenfermos atemorizados. Música pop,fantasías románticas más ridículas aún eneste marco.

Cuando las golondrinasvuelvan a CapistranoMás allá del círculo de luz tenue en el

que se movían se elevaba la oscurapendiente de Mount Royal. Más abajorelampagueaba la ciudad comercial.

Breavman contempló la danza y, comohacemos siempre que nos encontramoscon los desesperados, derramó sobreellos todo el amor caótico que no podíadepositar en parte alguna. Vivían en elterror.

Deseó que una de las mujeres deblanco inmaculado le acompañara por lacolina abajo.

3

Durante las dos semanas que estuvo enla ciudad se vio con Tamara casi todas lasnoches.

Había dejado al psiquiatra y se habíacasado con el Arte, que era menosexigente y más barato.

«Tamara, no nos descubramos ni unasola cosa nueva de nosotros.»

«¿Eso es pereza o amistad?»«¡Eso es amor!»Breavman imitó un desmayo teatral.Tamara vivía en una curiosa y

pequeña habitación de Fort Street, unacalle de casas de muñecas. Tenía unachimenea de mármol con antorchas y

corazones esculpidos, y encima un espejoestrecho rodeado de pilares yentabladuras de madera fina, una especiede Acrópolis en castaño.

«Ese espejo no le sirve a nadie ahíarriba.»

Lo sacaron del marco y lo colocaronal lado de la cama.

La habitación había sido dividida almilímetro por alguna propietariaahorrativa. La parte de Tamara era untercio, pero por el techo tan alto parecíaestar de canto. A ella le gustaba porqueparecía tan eventual.

Se dedicaba a la pintura ahora, perosólo pintaba autorretratos. Había telas portodas partes. El único fondo de los

retratos era esta habitación en la quevivía. Tenía pintura debajo de las uñas.

«¿Por qué te pintas sólo a ti misma?»«¿Hay alguien más bella, encantadora,

sensible, inteligente, etc.?»«Te estás engordando, Tamara.»«Entonces pintaré mi infancia.»Tenía el mismo cabello negro, no se

lo había cortado.Una noche fundaron los Lilisteos

Compasivos y limitaron a dos el númerode miembros. La asociación estabadedicada a la adoración de lo vulgar.Alababan las aletas del nuevo Cadillac,defendían a Hollywood y al Hit Parade, lamoqueta y los restaurantes polinesios, yafirmaban su lealtad a la Sociedad de la

Abundancia.De las molduras de vid se

desprendían rosas de papel pintado. Laúnica pieza del mobiliario era una camacomprada al Ejército de Salvación,abarrotada y peligrosamente estropeada.Tamara se mantenía trabajando comomodelo de artistas y sólo comía plátanos,la moda de la semana.

Una noche antes de que Breavman semarchara le ofreció una sorpresa a él y atodos los leales Filisteos Compasivos. Sequitó el pañuelo. Se había teñido el pelode rubio, en consonancia con losobjetivos de la organización.

Adiós, vieja Tamara, escribióBreavman para sus biógrafos, que

florezcas, tienes una boca de trescientosmil dólares.

4

¿Cuándo reanudaría su antiguo diálogocon Krantz?

El lago estaba hermoso por la tarde.Las ranas saltaban como muellesdisparados.

¿Cuándo se sentarían al lado del agua,como pequeños personajes de un brumosorollo de pinturas, y hablarían sobre sulargo exilio? Quería contárselo todo.

Krantz daba lecciones a los celadoressobre Juegos de Interior para DíasLluviosos. Krantz planificaba los díaslibres. Krantz inventaba un nuevo sistemade a dos para la costa y durante dos horasenseñaba los ejercicios a los celadores.

Krantz llevaba un portafolios y un silbatocolgado al cuello.

Por las mañanas no los despertabaningún terrible trompeteo, sino unagrabación de los primeros compases delconcierto para trompeta de Haydn,transmitido a través de los altavoces. Ideade Krantz. La quinta mañana del programade entrenamiento precampamento paraceladores, Breavman se dio cuenta de quele habían estropeado este concierto parasiempre.

Bueno, Krantz estaba muy ocupado.Además, estaba la chica, Anne, que lohabía seguido desde Inglaterra. Gracias aDios no era bonita. Era bailarina de balletmoderno.

Una vez terminada la organización yllegados los muchachos, las cosasvolverían a transcurrir dulcemente ypodrían reanudar su viejo comentariosobre el universo.

Krantz explicaba el béisbolamericano.

«Si un tipo agarra la pelota despuésdel golpe, el bateador queda fuera.»

«Eso parece racional», dijo Anne, yse abrazaron.

Breavman esperaba que el diálogoempezase pronto, porque no le gustabanada del campamento. Obsceno. Lo supoal minuto de llegar. Hay algo obsceno enun campamento de niños ricos. Algo tanevidente que da asco. Es como un parque

de diversiones, con filas de complicadasmáquinas de juego. Contemplaba loscampos de deportes, las canchas debalonmano, los catres, las barcas…,receptáculos para albergar a los niños enverano y liberar a los padres. Gangrena enla familia. Allá en Montreal las casashedían a intimidades tortuosas.

Le alegraba que a cuatrocientas millasShell le estuviera esperando.

Los celadores estaban en elembarcadero, tumbados al sol. Breavmanexaminó la carne. Pronto todo el mundoestaría moreno, el bronceado rodearía lostirantes del sostén. Ahora estaban blancosde ciudad. Hasta los pinos debíandespreciarlos.

Breavman examinó a una muchachaalta llamada Wanda. Estaba sentada en elextremo del embarcadero, con los dedosde los pies en el agua. Tenía unas buenaspiernas y un cabello muy rubio, pero no leatraía. No encajaba lo suficiente en lagran tradición dorada. Wanda, te librastede Breavman.

Todas las chicas eran muy poca cosa.Y ahí estaba la gracia. Sabía lo quepodían dar de sí dos meses de comunidad.Acabaría escribiéndoles sonetos a todas.Esos poemas en potencia le cansaron.

El cielo de los Laurentians estabaabarrotado de estrellas. Breavman, que nosabía los nombres de las constelaciones,pensaba que la confusión era un aspecto

de su belleza.«Reunión de celadores», llamó Krantz

al balcón.«No asistamos, Krantz.»«Brillante idea, excepto que yo soy el

presidente.»Cuando se dirigían a la sala de

celadores se les unió Ed, un estudiante deprimero de Derecho en McGill.

«El primero que se tire a Wanda,gana», propuso. «Es cuestión de tiempo.Al final nos la vamos a tirar todos antesde que acabe el verano; es lo que ocurretodos los años; pero así uno de nosotrosva a cobrar.»

Breavman odiaba ese lenguaje demacho joven. Deseó tener el valor de

pegarle una bofetada. Quizá Krantz lohiciera. Era de suponer que ahora estabaenamorado.

«Supongo que os preguntaréis cómopodemos asegurarnos cuando el primeroreclame el dinero.» Ed, legalista,interpretaba así el silencio de los otrosdos. Breavman buscaba en el silencio suantigua unidad.

«Creo que podemos confiar unos enotros», dijo Krantz. «¿Breavman?»

Breavman les señaló una estrellafugaz.

«Un pacto de significación cósmica.»Convinieron en que cinco dólares por

barba harían interesante la apuesta.¿Qué esperabas, Breavman: una

reunión en la montaña azotada por elviento, una ceremonia con cuchillo ointercambio de sangre?

5

La estación de autobuses era un caosde padres, niños, cañas de pescar,raquetas de tenis y perros aturdidos quehabían sido arrastrados a despedir a susjóvenes amos. Las madres, que esperabanel gran día desde hacía semanas, eransúbitamente asaltadas por la certeza deque sus nenes se iban a morir de hambresin ellas. Una dieta especial presionó lamano de Breavman, junto con un billete decinco dólares.

«Sé que cuidará de él», grito unamujer apresuradamente mientras queescudriñaba entre la multitud para ver sipodía sobornar a algún otro.

Quince minutos antes de la hora departida, Breavman se deslizó en uno delos autobuses vacíos. Cerró los ojos yescuchó el griterío que penetraba a travésde las ventanillas. ¿Qué estaba haciendocon esa gente?

«Mi nombre es Martin Stark. Smayúscula, t minúscula, a minúscula, rminúscula y k minúscula. Sin e final.»

Breavman giró en redondo.En el asiento de detrás, muy

tiesamente sentado, había un niño de unosdoce años. El blanco de sus ojos eraenorme, no naturalmente, sino como si seestuviera esforzando por enseñarlo almáximo posible. Por eso tenía laexpresión de acabar de contemplar una

catástrofe.«A veces yo mismo lo escribo con e

final y tengo que romper la página yempezar de nuevo.»

Hablaba monótonamente, peroarticulando en demasía cada palabra,como si estuviera dando una lección depronunciación.

«Mi nombre es Breavman. Bmayúscula, r minúscula, e minúscula…»

Ya le habían hablado de Martin, queiba a ser uno de sus campistas. Según Ed,era medio chiflado, medio genio. Parecíaque su madre se avergonzaba de él. Entodo caso, nunca iba a verlo los días devisita. Hoy, según le contó el chico aBreavman, había venido una hora antes y

lo había depositado en el autobús con laorden de no moverse. De esa formaesquivaba encontrarse con otros padres.

«Este año soy tu celador, Martin.»Martin no mostró reacción alguna ante

esta información. Continuó mirando másallá de Breavman con una especie deterror vacío, inalterable. Tenía rostrohuesudo y nariz cesárea. Cuando nohablaba mantenía los dientes fuertementeencajados, por lo que las líneas de lamandíbula tenían un trazo muy marcado.

«¿Cuál es tu almacén favorito?»,preguntó.

«¿Cuál es el tuyo?»«Dionne’s. ¿Cuál es tu aparcamiento

favorito?»

«No lo sé. ¿Cuál es el tuyo?»«El aparcamiento de Dionne’s.»Las preguntas excitaban a Martin,

porque ahora preguntó casi sin aliento:«¿Cuántas ventanas tiene el edificio deDionne’s?»

«No lo sé, Martin. ¿Cuántas?»«¿En todas las paredes?»«Por supuesto, en todas las paredes.

¿Qué interés tendría saber el número deventanas en sólo una pared o incluso entres paredes?»

Martin facilitó una cifra con airetriunfante. Breavman se prometió, comoun idiota, que lo comprobaría la próximavez que fuera a la ciudad.

«¿Cuántos coches había en el

aparcamiento de Dionne’s el juevespasado?»

«Dímelo.»Cincuenta campistas invadieron el

autobús. Se produjeron grandes luchas ynegociaciones por los asientos y se perdióla intimidad entre Breavman y elmuchacho. Martin se sentó calmosamentedurante todo el trayecto, farfullando parasí. Más tarde, Breavman se enteró de quele gustaba plantearse a sí mismomultiplicaciones de cuatro unidades.

Camino del norte, Breavman lepreguntó: «¿Te gusta el campo?»

«Antes tengo que investigarlo.»

6

Trescientas mandíbulas masticando ala vez hacen un montón de ruido. Losbancos estaban siempre demasiado cercao demasiado lejos de las mesas y habíaque ajustarlos tras complicadas accionesconjuntas. Breavman estuvo a punto depegarle una bofetada a un campista quehacía pompas en su vaso de leche.

Después de comer, Breavman y Edtocaron, Breavman intentando acordescomplicados que sabía que se perdían, yEd arruinando los registros altos de laarmónica para sobreponerse a labarahúnda general de la sala.

Breavman, que siempre había deseado

oír a Händel tocando en su cabeza,golpeaba las cuerdas metálicas de unaguitarra prestada. Su mano izquierda notenía bastantes callos para soportar lasmordeduras de las cuerdas en sus dedos.

Los campistas a su cargo y al de Edcompartían un pabellón de literas y losceladores habían reservado para ellos unazona tabicada en el mismo edificio demadera. Habían decidido imponer unapolítica de rigurosa disciplina losprimeros días. Después podríansuavizarla y ser camaradas agradables.Tras una severa alocución, los chicos sefueron diligentemente a la cama, exceptoMartin, que tardó media hora en orinar.Ed les dijo que no hicieran ruido a la

mañana siguiente, fuera la que fuera lahora a que se levantaran.

Los celadores se tumbaron en suscatres; la atmósfera de control estricto senotaba pesadamente. Se oyó la extrañavoz entrecortada de Martin.

«¿Puedo hacer mayores antes deformar?»

«Sí, Martin.»«¿Puedo limpiarme la nariz?»«Si no es una operación ruidosa.»«¿Puedo escribirle a mi hermano?»Ed se acercó y le susurró a Breavman:«No tiene hermano.»Cuando todos dormían, Breavman

corrió a la cocina, donde estaba elteléfono. Telefoneó a Nueva York, a

Shell. Necesitaba su voz para borrar eldía. Necesitaba oírle decir «amor mío».Le había telefoneado media docena deveces desde la ciudad y la factura iba aser hermosa.

Él no le dejó entrever nada ypermaneció en silencio, leyendo una yotra vez el impreso de instrucciones de laCompañía Telefónica sobre cómo marcarun número. Una voz interior gritaba: «Nofunciona, no funciona.»

Shell le dijo que le encantaba JosephConrad.

Se dijeron adiós en voz muy baja,sabiendo los dos que los tres minutoshabían sido un fracaso.

Estuvo dos horas escribiendo,

narrando el día con todo detalle. Lemolestaban las picaduras de las moscasen los brazos y lo apuntó. La chaqueta ledaba calor, pero no le apetecía quitársela.Lo apuntó también.

7

Martin le fascinaba. Habíainterpretado mal su expresión. No era deterror vacío, sino de admiraciónuniversal. Era la criatura más extraña queconocía, un niño loco y feliz. Los otrosniños comprendían su destino y lotrataban con una especie de veneración.

Una tarde se entretuvieron, en círculoa su alrededor, disparándole grandesnúmeros para multiplicar.

Él oscilaba hacia delante y haciaatrás, como un hombre en oración, con losojos cerrados. Mientras pensaba, segolpeaba los muslos con la palma de lamano, como un pájaro desgarbado

intentando levantar el vuelo, y emitía unzumbido como si su mente fuera unamáquina.

«Em-m-m-m-m-m-m-m-m-m…»«¡Ahí va, ahí va!»«Em-m-m-m-m-m-m-m…»«¡Vamos, Martin!»«Ochenta y un mil novecientas

dieciocho», anunció abriendo los ojos.Los muchachos estallaron en aplausos y loabrazaron.

Luego reparó en un pequeño pino. Separó en seco, con la mirada fija, y saliódel círculo. Breavman le siguió.

«¿Estás bien?»«Oh, sí. Creo que voy a contar éstas.»Hasta la hora de la cena se divirtió

contando las agujas que podía tener unpino de tamaño pequeño.

Krantz se enfadó cuando descubrió enqué ocupaba Breavman las tardes.

«Mrs. Stark no se gastaba el dineropara eso.»

«¿No?»Era increíble que se hubiera originado

una situación en que uno podía castigar alotro.

«No para que utilicemos a su hijocomo un fenómeno de feria.»

«Entonces, ¿para qué nos da sudinero?»

«Déjalo, Breavman. Sabes que eso noes sano. Quiere que su hijo sea un chicocomo todos los demás, integrado,

corriente. Ya tiene bastante con esto.»«De acuerdo, le obligaremos a jugar

al béisbol.»«Las infracciones del reglamento

serán severamente castigadas, HerrBreavman.»

8

Por detrás de las instalaciones delcampamento se elevaban una serie decolinas en forma de herradura. En una deellas había un anfiteatro con bancos demadera y escenario. Se utilizaba pararepresentaciones, recitales y, durante elSabbath, como casa de oración.

Cuán bellas son tus tiendas,oh Jacob,

y tus moradas, oh Israel.Cantaban en hebreo; sus voces se

confundían con los rayos del sol. Elambiente era fragante; los pinos, secos,altos y negros. El campamento secongregaba con trajes blancos.

Así somos hermosos, pensabaBreavman, en esta única ocasión, cuandocantamos. Fuerzas de choque, bandas decruzados, partidas de esclavos hediondos,honrados ciudadanos, tolerablesúnicamente cuando sus voces se unen a lapar. Cualquier canción imperfecta aludeal tema ideal.

Ed contó una conmovedora historia deSholem Aleichem sobre un muchacho quequería tocar el violín, pero cuyos padres,ortodoxos, no se lo permitían. Por uninstante, Breavman pensó que se iba apasar, pero no, se movía y danzaba con suviolín imaginario y todo el mundo creía enél.

El mismo Ed, que había apostado por

el cuerpo de una chica.Breavman pensaba allí sentado que él

no podría nunca hacer nada así, nada tansosegado y mágico. Y eso era lo que legustaría ser: el héroe maravilloso al queadora el pueblo, el hombre que habla alos animales, el Baal Sem Tob que lleva ahombros a los niños.

Nunca podría pronunciar conseguridad ni una sola palabra judía.

«Krantz», susurró, «¿por qué no se nosdejó pasar nunca al otro lado?»

Doce rostros honorables le sisearonpara que callara.

Por otra parte, y sabía que aquello eraarrogancia, la mayor parte de las veces seconsideraba a sí mismo como el Auténtico

Judío. Su medio de vida le habíaenseñado lo que significa sentirse distinto.Estaba agradecido por ello. Ahora podíaampliar esa experiencia a su propiopueblo.

Pero, de cualquier manera, ¿quésignificaba eso? Un hombre solitario en eldesierto pidiendo que un rostro seinclinara.

Anne bailó una danza hasídica,haciendo desaparecer toda la feminidadde su cuerpo con movimientos envarados,irónicos. Pero durante unos instantesestuvieron perdidos en Europa, con la pielsin broncear, esperando el milagro enestrechas callejuelas, y la oportunidad deuna venganza que nunca llevarían a cabo.

Después del servicio del Sabbath unamariposa pareció seguirle hasta el pie dela colina, y desapareció cuando salió dela arboleda y penetró en la cálida zona delcampamento. Durante todo el día fueconsciente del honor que había recibido.

9

«Es tan duro», dijo la voz de Shell.«Todo el mundo tiene un cuerpo.»

«Lo sé», dijo Breavman. «Y hay unmomento durante la noche en que lo quenecesitas más urgentemente es un brazosobre tu espalda.»

«Me gusta que podamos hablartodavía.»

Su honestidad la obligaba a describirsus tentaciones. No quería ocultarle nada.Ambos comprendían el peligro de estatécnica: hay personas que me desean.Consérvame u otros lo harán.

Breavman se apoyaba en la pared dela cocina y escuchaba. Era curioso que

alguien le hablara con esa voz tan suave.¿Cómo había conseguido provocar elmilagro de que alguien le hablara tansuavemente? Era una magia que estabaseguro nunca había poseído, como la deleer los primeros poemas de uno. Pero erasu propio nombre el que oía ahora ensusurros.

En su corazón anidó el desagradablepresentimiento de que arrastraría a lapersona que susurraba a cien camasindiferentes y la silenciaría.

«¡Shell, mañana salgo para NuevaYork!»

«¿Vas a dejar el campamento?»«No hay nada que me retenga aquí.»«Oh, Lawrence.»

Cuando salió fuera, con su voz todavíaacompañándole, estaba lloviendo.Empezó a dar vueltas por uno de loscampos de deportes. Los altos pinosalrededor del campo y las colinas leproducían la impresión de hallarse dentrode un tazón. Había una colina oscura queparecía tan relacionada con su padre queapenas se atrevía a mirarla mientras dabavueltas y más vueltas, tropezando como unborracho.

La lluvia nublaba las luces eléctricasaisladas aquí y allá. Lo dominaba unsentimiento indescriptible de vergüenza.Su padre estaba relacionado con lascolinas, deslizándose como el viento entrelos millones de hojas húmedas.

Entonces lo sacudió una idea: ¡teníaantepasados! Sus antepasados seprolongaban cada vez más hacia atráscomo margaritas ensartadas en un collar.Breavman completaba círculo tras círculoen el barro.

Tropezó y se cayó, notó el sabor de latierra. Se quedó muy quieto, tumbado,mientras su ropa se empapaba. Algo muyimportante iba a suceder en este ruedo.Estaba seguro. No en el oro, no en la luz,sino en este barro iba a tener lugar algonecesario e inevitable. Tenía quequedarse para ver su manifestación. Tanpronto como se preguntó por qué no teníafrío, comenzó a tiritar.

Envió a Shell un divertido telegrama.

10

Breavman recibió una carta de Mrs.Stark, la madre de Martin.

No era corriente que los padrescontestaran a los informes oficiales quelos celadores estaban obligados aenviarles.

Querido Mr. Breavman,Estoy segura de que mi hijo

Martin está en buenísimas manos.No estoy inquieta y no espero

más informes respecto a suconducta.

Atentamente,R. F. STARK

«¿Qué demonios le escribiste?»,

preguntó Krantz.«Mira, Krantz, resulta que el

muchacho me gusta. Me costó un montónde trabajo escribir la carta. Lo queintentaba era explicar que creía que era unser humano muy valioso.»

«¿Eso decías?»«¿Qué era lo que tenía que decir?»«Nada. Lo menos posible. Te dije

cómo es ella. Durante dos meses al año notiene que verlo todos los días y puedeimaginar que es un muchacho normal queestá haciendo cosas normales con otrosmuchachos normales en un campamentonormal.»

«Bueno, pues no es así. El chico esmucho más importante que todo eso.»

«Muy bondadoso, Breavman; muycompasivo. Pero guárdatelo para ti,¿quieres? A quien estás haciendo feliz esa Breavman, no a la madre del chico.»

Estaban en el balcón del edificio de laadministración. Krantz iba a anunciar lasactividades nocturnas por el altavoz.

¿Acaso Krantz no sabía lo mismo queél sobre el muchacho? No, eso no eraverdad. El mismo no sabía nada del chico,pero lo quería. Era un idiota divino.Seguramente la comunidad debía sentirsehonrada de contarlo entre sus filas. Nodebía ser sólo tolerado, las institucionesdebían construirse a su alrededor, eloráculo tradicionalmente incoherente. Alaire libre y atemperado por el diálogo no

sonaría tan loco.Krantz consultó su reloj, que llevaba

en la parte interior de la muñeca. Alvolverse para entrar adentro vislumbróuna figura tendida boca abajo en la zonade sombra que había cerca de la fila dearbustos del fondo del prado.

«Por amor de Dios, Breavman, ésasson las cosas a las que me refiero.»

Breavman se acercó rápidamente,atravesando el prado.

«¿Qué haces, Martin?»«Veinte mil veintiséis.»Breavman volvió al balcón.«Está contando la hierba.»Krantz cerró los ojos y dio varios

golpecitos en la barandilla.

«¿Cuál es la actividad de tu grupopara esta tarde, Breavman?»

«Scavenger hunt.»[21]

«Bien, llévalo con el resto del grupo.»«No le interesa jugar a Scavenger

hunt».Krantz se inclinó hacia él y dijo con

una sonrisa crispada: «Convéncelo. ¿Paraqué crees que estás aquí?»

«¿Qué diferencia puede haber paraMartin entre buscar los periódicos de ayero contar hierba?»

Krantz bajó de un brinco lasescaleras, ayudó a Martin a levantarse ylo llevó a hombros por el campo en queestaba reunido el grupo de Breavman.Martin trepó a su espalda alegremente y

mientras cabalgaba se metió los índicesen los oídos sin ninguna razón aparente,parpadeando como si esperara unaexplosión atronadora.

Todas las noches, antes de acostarse,Martin tenía la costumbre de declararcuánto se había divertido durante el día.Lo valoraba de acuerdo con un misteriosoideal.

«Bueno, Martin, ¿qué tal te ha idohoy?», preguntaba Breavman, sentándoseen su cama.

La voz mecánica no dudaba nunca.«Setenta y cuatro por ciento.»«¿Y eso es bueno?»«Pasable.»

11

Se maravillaba de lo inmóvil quepodía estar.

Estaba tan inmóvil como el agua quereflejaba el verde de las montañas.

Wanda no se estaba quieta, fingiendoescribir una carta a la escasa luz quequedaba del día. De manera que su largopelo amarillo no lucía exactamente segúnla gran tradición. Sus miembros de vellorubio podían ser adoradosindividualmente, pero de su amalgama nosurgía la belleza. Sin embargo, ¿cuántosmuslos podía él besar a la vez?

Si tuviera una boca inmensa.Las moscas eran horribles. Se ponían

la loción Six-Twelve. Wanda extendía elbrazo, pero Breavman le alargaba elfrasco de la loción, en vez de aplicárselaél mismo. Su fantasía: aplicar la locióncon mayor y mayor frenesí por toda sucarne.

Una ligera lluvia barría la superficiedel agua, cubriéndola con una red deplata. De vez en cuando les llegaban losvítores desde el campamento, que sehabía reunido en el salón comedor paraver una película de Lassie.

Dejó de llover y se recompuso laquieta superficie.

«Nunca he vivido al lado de un lago»,dijo Wanda, que era dada a paseardescalza.

«No vayas a hacer poesía, Wanda.»Con aire ausente le acarició el rostro

y el pelo, que era más suave de lo quehabía imaginado.

Un ojo interior que se desplazabalejos del cobertizo de las barcas, comouna estrella lejana y lenta, le reveló unadiminuta caja de madera chapada en laque dos minúsculas figuras (¿insectos encelo?) se hacían el uno frente al otroinevitables movimientos de ballet.

Wanda estaba intentando colocar lacabeza en una postura que le permitierabesar los dedos que la acariciaban.

Por último, él la besó en los labios, enla boca, en el estómago, en todas partes.

Entonces ocurrió algo muy

perturbador.El rostro de Wanda se difuminó para

convertirse en el de la pequeña Lisa, elcobertizo de las barcas estaba oscuro, yese rostro se transformó en otro que noreconocía y que terminó disolviéndose enel de Bertha, quizás era el cabello rubio.Miró intensamente para interrumpir lastransformaciones, para volver a la chicaque estaba a su lado.

Persiguió a los diferentes rostros conla boca, sin lograr detener a ninguno.Wanda confundió aquel ejercicio con lapasión.

Volvieron paseando por el sendero. Elcielo estaba malva. La luna emergía entreuna suave acumulación de nubes. El

sendero estaba alfombrado por millonesde agujas de pino. Quizá Martin hubieraaveriguado cuántas.

Wanda estornudó. El suelo de maderahúmeda.

«Está todo tan tranquilo allí abajo, tantranquilo.»

Breavman experimentó la tentación decastigarla por el ritmo vulgar de la frasehablándole de la verdadera composiciónde su cuerpo.

«¿Sabes lo que ambiciona nuestrageneración, Wanda? Querríamos sermísticos orientales viviendo en chozas depaja, pero acostándonos a menudo.»

«¿No puedes decir algo que no seacruel?», chilló ella mientras se alejaba

corriendo.Se quedó en vela toda la noche para

castigarse por haberla herido.Comenzaron a cantar los pájaros de lamañana. Por la ventana se filtraba una luzfría y gris, más allá los árboles todavíaestaban oscuros. En la montaña había unaleve niebla, pero él no tenía ganas deseguirla.

Unos pocos días más tarde descubrióque Wanda le había pegado el resfriado.No podía comprender cómo su grupo decampistas se hinchaban de comida.Hacían pompas en la leche, diluyéndolacon salivazos; disputaban por los platosextra, estrujaban el pan para hacerfiguritas.

Breavman dirigió su mirada a Martin.El muchacho no había comido nada.Krantz le había advertido que debíavigilar cuidadosamente la dieta delmuchacho. A veces practicaba misteriosashuelgas de hambre, cuya razón nunca pudoser descubierta. En esta ocasión,Breavman sintió ganas de abrazarlo.

Tenía la cabeza completamentecargada. Las moscas eran horribles. Sefue a la cama al mismo tiempo que loscampistas, pero no pudo dormir.

Permaneció tumbado pensando enKrantz y Anne como un estúpido, en Shellcomo un enamorado.

La posición horizontal era una trampa.Habría que aprender a dormir en pie,

como los caballos.Pobre Krantz y Anne, allí en el

bosque. ¿Cuánto tiempo podránpermanecer desnudos antes de que lasmoscas se ceben con ellos? Krantz tendráque apartar las manos del pelo y de lacarne de ella para rascarse.

«¿Puedo entrar?»Era Wanda. Por supuesto que podía.

Estaba preso en la cama, ¿no?«Quería explicarte por qué no he

dejado que me veas.»Apagó las luces como último recurso

contra las moscas. Unieron sus dedosmientras ella hablaba. Inmediatamenteantes de atraerla hacia sí y de besarlasuavemente, Breavman observó una

luciérnaga en el rincón. Lanzaba destellosmuy de tarde en tarde. Seguro que estabacasi muerta.

«¿Por qué me besas?»«No lo sé. No vine para eso. Justo

para lo contrario.»Breavman estaba cada vez más

interesado en la luciérnaga. No estabamuerta del todo.

«¿Por qué diablos no lo sabes?»«Pues sí que es una conversación

apasionante ésta.»«Me has roto el tirante del sostén.»Manoseaba torpemente debajo de la

blusa.«Es mejor que me vaya.»«Es mejor que te vayas. Es mejor que

se vaya. Es mejor que nos vayamos. Esmejor que se vayan.»

«Por lo visto, no puedes hablar connadie.»

¿Tenía que ponerle triste eso? Enabsoluto. Estaba inmerso en la crisis de laluciérnaga. Los intervalos entre lospequeños fríos destellos eran cada vezmás largos. Era Campanilla[22]. Todo elmundo tendría que creer en la magia.Nadie creía en la magia. Él no creía en lamagia. La magia no creía en la magia. Note mueras, por favor.

No se murió. Resplandeció largotiempo después de marcharse Wanda.Resplandeció cuando Krantz entró por elTime de Ed. Resplandeció cuando intentó

dormir. Resplandeció cuando garabateó aoscuras en su diario.

Todos los niños pequeños dicenbuaábuaábuaábuaabuaá.

12

Eran las tres de la madrugada yBreavman se sentía contento de que todoel mundo durmiera. Así las cosas estabanmás ordenadas, campistas y celadoresalineados en sus catres, fila tras fila.Cuando estaban despiertos habíademasiadas posibilidades, egos queenfrentar, caras que interpretar, mundosque traspasar. La variedad traía laconfusión. Ya era bastante duroenfrentarse con otra persona. Unacomunidad es un pretexto para el fracasodel amor individual.

Una noche clara y lo bastante fría paraque el aliento se condensase. El paisaje

parecía íntimamente conectado con elcielo como si estuviera sostenido por laspuntas de las estrellas, lejanas y frías.Árboles, colinas, casas de madera,incluso un leve jirón de niebla, estabanclavados a la roca del planeta. Parecíaque nada se iba a mover nunca, que nadapodría romper el sueño general.

Breavman caminaba, más bienmarchaba, entre las cabañas llenas deoscuridad. Estaba exultante por ser elúnico agente libre en este universodormido. Wanda estaba dormida, sucabello decolorado. Martin estabadormido, sus mandíbulas relajadas,tranquilo en su terror. Anne estabadormida, una bailarina en descanso.

Krantz estaba dormido. Sabía cómodormía Krantz, cómo avanzaban suslabios cada vez que exhalaba su ronquidode borracho.

Hacía desintegrar mentalmente lasparedes a medida que pasaba entre ellas,e inventariaba cada forma de soledad. Esanoche el sueño tenía una falta de graciaextraña. Se fijó en la expresión ávida queasume el durmiente, la misma que unsolitario comensal en un banquete. En elsueño todos los hombres son hijos únicos.Giraban, se movían, estiraban un brazo ouna pierna, sacaban un codo, giraban denuevo, se movían de nuevo, colección decangrejos de primera, cada uno en sublanca playa privada.

Todas sus ambiciones, energías,prisas, individualidad, estaban envueltasen virutas, como ristras de adornos deNavidad fuera de temporada. Cada una delas formas, tan ambiciosa de poder, estabaencerrada allá lejos, en una lucha infantil.Y parecía que la noche, tan afilada ytranquila, el mundo físico, esperabainmóvil a que volvieran todas.

«Habéis perdido», les dijo Breavmanen voz alta. «Esta vida nuestra es unconcurso de hipnotismo y lo he ganadoyo.»

Decidió compartir el premio conKrantz.

La rejilla de la ventana que daba a lacama de Krantz estaba abollada. Cuando

Breavman la golpeó desde fuera seoriginó un trueno en miniatura.

Su cara no aparecía. Breavman golpeóotra vez. La voz incorpórea de Krantzempezó monótona.

«Estás pisando las flores, Breavman.Si miras hacia abajo descubrirás que estásen un lecho de flores. ¿Por qué estás sobrelas flores, Breavman?»

«Krantz, escucha esto: el últimorefugio del insomne es su sentido desuperioridad sobre el mundo queduerme.»

«Eso es estupendo, Breavman. Buenasnoches.»

«La última superioridad del refugio esun sentido dormido del mundo insomne.»

«Excelente.»«El mundo de refugio de la

superioridad es un último sentido delinsomne dormido.» «Ummm. Sí.»

Se oyó un crujido de muelles y Krantzapareció parpadeando en la ventana.«Hola, Breavman.»

«Ahora ya puedes volver a dormirte,Krantz. Lo único que quería eradespertarte.»

«Bueno, también podías haberdespertado a todo el campamento.¡Despierta al campamento, Breavman!Ésta es la noche.»

«¿La noche de qué?»«De la Cruzada de los Niños.

Marcharemos sobre Montreal.»

«Así que existe una razón para todaesta disciplina. Perdóname, Krantz, debíahaberlo sabido.»

Planearon el asalto a Montreal y elmartirio subsiguiente con siniestroentusiasmo. Después de cuatro minutos deconversación Breavman interrumpió lafantasía.

«¿Me estás haciendo un bien, Krantz?¿Una especie de terapia caritativa?»

«¡Vete a la mierda, Breavman!»La cama crujió de nuevo y a los pocos

segundos Krantz estaba fuera, envuelto enun albornoz y con una toalla alrededor delcuello.

«Vamos a dar un paseo, Breavman.»«Estabas consintiéndome, Krantz.»

«No sé cómo puedes ser tan perspicazalgunas veces y tan condenadamentecegato otras. Lo admito. Estabadurmiendo y sentí ganas de mandarte alcarajo. Además, Anne estaba en micama.»

«Lo siento, no…»«No, ahora sí que quiero hablar

contigo. Hace semanas que lo estoyintentando.»

«¿Qué?»«Te has hecho completamente

inaccesible, Breavman. Para mí, para todoel mundo…»

Se sentaron junto a las barras de lascanoas, hablando, escuchando el sonidodel agua. La arena estaba húmeda y

realmente hacía demasiado frío para estarallí, pero ninguno de los dos deseabaestropear la comunicación que habíacomenzado y que sabían que era frágil.

La niebla de la orilla empezaba aamontonarse en espesos jironesserpeantes, y el horizonte se teñía de unazul majestuoso.

Hablaron de sus chicas, un pocosolemnemente, evitando con cuidado todainformación sexual.

13

Contemplaba a Martin limpiándose lanariz, la gran nariz cesárea que merecíahaber patrocinado campañas históricas,pero que sólo contaba hierba y agujas depino.

Todas las mañanas se levantaba mediahora antes para cumplir el ritual.

Palillos, algodón en rama, vaselina,espejos. Breavman le preguntó el motivo.

«Me gusta tener una nariz limpia.»Le pidió a Breavman que le echara al

correo una carta para su hermano. Mrs.Stark había dado instrucciones para queesas cartas fueran interceptadas ydestruidas. Breavman las leía y a través

de ellas se acercaba más a la angustia delmuchacho.

Querido Valentón gordo túValentón sucio.

He recibido tus últimas treintay cuatro cartas y vi en un segundolos millones de mentiras. Esperoque estés hambriento y que tuspatochadas se rompan por la mitadcon montones de chillidos y dejeescapar los escarabajos despuésde lo que le contaste a ella de mí.Por qué no te llenas la boca detoallas y cuchillas de afeitar:Mamá no es una calavera estúpidaechó una mirada con la linterna yleyó la mierda venenosa que me

escribías debajo de la manta.te quiere tu hermano

Martin Stark

14

Día libre. A pesar del calor que hacíaen el autobús, estaba lleno de júbilo porvolver a Montreal.

Pero ¿quiénes eran los bastardosresponsables de la destrucción de laszonas más bellas de la ciudad?

Fue a ver a su madre y le resultóimposible hacerle comprender que habíaestado fuera. El mismo horror de siempre.

Paseó por Sherbrooke Street. Lasmujeres de Montreal eran bellas. Laspiernas ascendían desde los estrechostobillos como misiles dirigidos haciaatmósferas de altitud exclusiva.

Elaboró teorías descabelladas sobre

pliegues y dobleces.Las muñecas, blancas y ligeras como

estrellas fugaces, lo disparaban mangasadentro. Aquella noche ellas tendrían quedesenredar de sus cabelleras los globosoculares de Breavman.

Hundió cientos de sus manos en lossenos, como si fueran tesoros escondidos.

En consecuencia telefoneó a Tamara.«Entra, viejito, entra.»Olor a trementina. Otra tanda de

autorretratos atormentados.«Tamara, eres la única mujer con la

que puedo hablar. Las dos últimassemanas me he dormido con tu boca en lamano.»

«¿Qué tal el campamento? ¿Qué tal

Krantz?»«Floreciente. Pero nunca llegará a ser

un Filisteo Compasivo.»«Hueles maravillosamente. Y estás

morenísimo. Yumm.»«Seamos inmoderados.»«Buena idea para cualquier situación

determinada.»«Glorifiquemos nuestros genitales.

¿No odias esa palabra?»«Referida a mujeres, sí. Está bien

para los hombres. Suena a ondulación, acosas que cuelgan. Me hace pensar en unaaraña de cristal.»

«Eres estupenda, Tamara. Dios, megusta estar contigo. Puedo ser cualquiercosa.»

«Yo también.»Shell, con su total entrega, pensó de

golpe, le obligaba a una cierta nobleza.«Vamos a hacer uso de todo.»A las cinco de la mañana salieron de

la habitación para devorar una copiosacomida en el China Gardens. Riendocomo maníacos, se daban uno al otro lacomida con los palillos chinos ydecidieron que estaban enamorados. Loscamareros no les quitaban los ojos deencima. No se habían preocupado delavarse la pintura.

Cuando volvían hablaron de Shell, desu belleza. Breavman le preguntó aTamara si le importaba que telefonease aNueva York.

«Claro que no. Ella es otra cosa.»Shell estaba medio dormida, pero

también contenta de tener noticias suyas.Hablaba con voz de niña pequeña.Breavman le dijo que la amaba.

Cogió el autobús de primera hora parael campamento. Inmortal Tamara, loacompañó a la terminal. Después de sólouna hora de sueño, él consideró aquellouna muestra de auténtico cariño.

15

Ahora tenemos que echar una ojeadamás cuidadosa al diario de Breavman:

Viernes noche. Sabbath. Música ritualpor el altavoz. Santo, Santo, Santo, SeñorDios de los Ejércitos. Llena está la tierrade tu gloria. Si al menos pudiera poner fina mi odio. Si pudiera creer en lo queescribieron y envolvieron en sedas ycoronaron de oro. Quiero escribir lapalabra.

Nuestros cuerpos están morenos.Todos los niños están vestidos de blanco.Haznos aptos para la adoración.

Devuélveme de nuevo a mi hogar.Construye de nuevo mi casa. Haz que

more en ti. Toma mi dolor. Ya no mesirve a mí. No embellece nada.Transforma las hojas en cenizas. Ensuciael agua. Transforma tu cuerpo en unapiedra. Una vida santa. Déjame llevarla.No quiero odiar. Hazme florecer. Que tusueño florezca en mí.

Hermano, dame tu nuevo coche.Quiero volar hasta mi amor. A cambio teofrezco esta silla de ruedas. Hermano,dame todo tu dinero. Quiero comprarle ami amor todo lo que desee. A cambio teofrezco la ceguera para que puedascontrolar a todos durante el resto de tusdías. Hermano, dame a tu mujer. Es a ellaa quien amo. A cambio he ordenado atodas las prostitutas de la ciudad que te

fíen infinitamente.Vos, ayudadme a trabajar. Todas las

obras que salen de mis manos tepertenecen. No dejes que mi oferta sea tanmiserable.

Líbrame de la locura. No dejes quecaiga delirando tu nombre.

No siento el gusto de otra carne que lamía.

Líbrame de la seguridad. No existeseguridad donde estoy.

¿Cómo dedicaré mis días a vos? Porfin lo he dicho. ¿Cómo dedicaré mis díasa vos?

16

Queridísima Shell.Tu pendiente de jade adornado

con filigranas de plata. Lo veo entu oreja. Después veo el perfil detu cabeza y los caminos aéreos detus cabellos. Después, tu rostro.Finalmente, toda tu belleza.

Después recuerdo quesospechabas de los elogios a tubelleza. Por eso yo elogiaba tuespíritu, siendo el tuyo el único enque creo.

He descubierto que la bellezade tus ojos y tu carne era el ropajecotidiano del alma. Se volvió

música cuando le pregunté cuálera su ropaje del Sabbath.

Con todo mi amor,Lawrence

17

Anne y Breavman estaban de guardiajuntos. Sentados en los escalones de unacabaña esperaban la revista de losceladores.

Sí, sí; Krantz estaba en la ciudad porasuntos del campamento.

Su trenza era un grueso meandro.Luciérnagas, unas a la altura de la copa delos pinos, otras junto a las raíces.

Ahí va mi poema para ti.No te conozco, Anne.No te conozco, Anne.No te conozco, Anne.

Tema eterno: pequeñas moscas ymariposas nocturnas estrellándose contra

la bombilla de la entrada.«Éste es el tipo de noche en que me

gustaría emborracharme», dijo ella.«A mí me gustaría estar sobrio.»Empezó a caer una ligera lluvia.

Breavman miró hacia arriba, tratando dedar a entender lo que sentía.

«Voy a dar un paseo.»«¿Puedo ir contigo? No me importa

pedírtelo porque es como si te conociera.Krantz me ha hablado tanto de ti.»

Llovió durante diez segundos.Caminaban por la carretera del pueblo. Sedetuvieron donde el olor de los pinos eramás fuerte. Breavman se sorprendió a símismo balanceándose hacia delante yhacia atrás, como si estuviera en una

sinagoga.La deseaba, y cuanto más la deseaba,

más participaba de la niebla y los árboles.Nunca saldré de aquí, se dijo a sí mismo.Me quedaré. Me gusta el aroma. Me gustaestar tan cerca, tan alejado. Tuvo lasensación de que estaba fabricando laniebla. Se desprendía de sus poros.

«Me voy si quieres estar solo.»Tardó miles de años en responder.«No, mejor nos vamos juntos.»No se movió.«¿Qué es eso?» Anne se refería a un

ruido.Él empezó a hablarle de las

golondrinas, de las golondrinas de lasrocas, de las golondrinas americanas. Lo

sabía todo sobre golondrinas. Se habíadisfrazado de golondrina y había vividoentre ellas para aprender sus costumbres.

Estaba muy cerca de ella, pero norecibió ninguna señal de radar que lepermitiera abrazarla. Se alejórápidamente. Volvió. Le tiró de la trenza.Era gruesa, tal como había imaginado. Sealejó de nuevo a grandes zancadas yarrancó una rama de los arbustos de lacarretera.

La blandía salvajemente azotando elfollaje. Daba golpes alrededor de los piesde Anne. Ella saltaba, reía. El polvo lellegaba hasta las rodillas. Pero de nuevoatacaba a los arbustos, los troncos de losárboles, la pequeña hierba amarilla,

blanca en la noche. Después, más polvo,la rama daba en los tobillos de ella.Deseaba que el polvo los cubriera a losdos, que la aguda vara partiera suscuerpos.

Anne huyó corriendo. Breavmancorrió detrás azotándole las pantorrillas.Los dos gritaban y reían. Ella corrió hacialas luces del campamento.

18

Querida Anne,me gustaríacontemplarlos dedos de tus piescuando estásdesnuda.

Lo que le comunicó cientos de vecescon los ojos sin pensarlo siquiera.

19

«Cincuenta centavos por una manoentre sus muslos.»

Krantz bromeaba con Breavmanacerca de venderle a Anne pieza porpieza. A Breavman no le gustaba labroma, pero reía.

«Un pezón casi nuevo por veinticincocentavos.»

Oh, Krantz.Habían discutido por la manera en que

Breavman trataba a Martin. Breavman sehabía negado categóricamente a ordenaral muchacho que participara en lasactividades de grupo. Había amenazadocon abandonar su puesto.

«Sabes que no podemos empezar abuscar un sustituto a estas alturas de latemporada.»

«En ese caso me tendrás que dejaractuar a mi manera.»

«Yo no te estoy diciendo que loobligues a participar en las actividades degrupo, pero juraría que lo animas en laotra dirección.»

«Me gusta su locura. A él le gusta sulocura. Es la única persona libre que heencontrado. Nadie hace nada tanimportante como él.»

«Me estás diciendo un montón detonterías, Breavman.»

«Probablemente.»Luego había decidido que no podía

pronunciar su plática ante el campamentocuando llegase su turno el sábado por lamañana. No tenía nada que decir.

Krantz le miró resueltamente.«Cometiste un error viniendo aquí,

¿verdad?»«Y tú otro pidiéndome que viniera.

Los dos queríamos comprobar cosas muydistintas. Ahora ya sabes que tú tomas tuspropias decisiones, Krantz.»

«Sí —dijo lentamente—, lo sé.»Fue sólo un momento, ese encuentro

verdadero, y Breavman no trató deentenderlo hasta convertirlo en unagarantía. Se había entrenado para gozar delo fragmentario. «Sólo perdura lo que másamas, el resto es escoria.»

«Sabes perfectamente que te hasidentificado con Martin y que es sólo a tia quien excluyes cuando le permites quese separe del grupo.»

«No con esa jerga, Krantz, por favor.»«Yo lo recuerdo todo, Breavman.

Pero no puedo vivir instalado en ello.»«Mejor.»Sin embargo, Breavman no tuvo más

remedio que reírse cuando Anne se lesreunió y Krantz dijo: «Las nalgas se estánponiendo muy baratas.»

20

Al atardecer estaba inmóvil acodadoen el balcón del comedor. Krantz iba aponer un disco por el altavoz.

«Eh, Anne, ¿quieres Mozart, laCuarenta y nueve?», gritó. Ella corrióhacia él.

Breavman vio hojas de trébol entre lahierba, un descubrimiento, y nieblaacumulada en la cima de las montañasbajas, como una mancha en una foto.Oleadas de agua se movían en la mismadirección que la niebla, del negro al plataal negro.

No movía ni un músculo, no sabía siestaba tranquilo o paralizado.

Steve, el tractorista húngaro, pasó pordebajo del balcón y cogió una flor blancade un arbusto. Estaban apisonando unterreno para otro campo de deportes, yrellenando un barrizal.

El pájaro flauta tenía una aguja en sutrinar. Una puerta rota en la colina al ladode los pinos de tronco grueso.

London Bridge is fallingdown

falling downfalling down[23]

cantaba una fila de niños.En el sendero alfombrado de agujas

de pino estaba Martin, inmóvil, comoBreavman, el brazo extendido en saludofascista, la camisa arremangada.

Estaba esperando que aterrizasen losmosquitos.

Tenía una nueva obsesión. Se habíanombrado a sí mismo el Azote de losMosquitos y los contaba a medida que losiba matando. Su técnica no era nadafrenética. Extendía el brazo y los invitaba.Cuando se posaba uno, ¡pam!, con la otramano. «Te odio», le decía a cada uno y loañadía a su estadística.

Martin vio a su celador en el balcón.«Ciento ochenta», notificó a modo de

saludo.Mozart irrumpió con fuerza por el

altavoz, reuniendo todo lo que Breavmanobservaba. Entrelazaba, casaba a las dosfiguras inclinadas sobre los discos, todo

lo que la música tocaba, niño atrapado enel puente de Londres, cima montañosadisolviéndose en la niebla, columpiovacío balanceándose como un péndulo, lahilera de brillantes canoas rojas, losjugadores apiñados bajo la canasta,saltando por el balón como una fotoestroboscópica de una gota de aguasalpicada; todo lo que tocaba seinmovilizaba en un inmenso tapiz.También él estaba dentro, una figura en labarandilla.

21

Desde que había comenzado su misióncontra los mosquitos, el porcentaje dediversión de Martin se había elevado.Todos los días rondaba el noventa y ochopor ciento. Los otros chicos estabanencantados con él y lo convertían en unornamento de la cabaña para ser mostradoa los visitantes y asombrarlos. Martinseguía siendo un protagonista inocente.Pasaba casi todas las tardes en el pantanodonde los tractores trabajaban paraconstruir las nuevas pistas. Tenía el brazohinchado de las picaduras. Breavman leaplicaba calamina.

En su siguiente día libre, Breavman se

fue con una canoa a pasear por el lago.Los mirlos de rojas alas se elevaban y sesumergían entre los juncos. Desgarró conviolencia un tronco de nenúfar. Estabaveteado de espuma púrpura.

El lago estaba tranquilo ytransparente. De vez en cuando lellegaban los ruidos del campamento, elaltavoz anunciando el baño general; lasgrabaciones musicales se filtraban através del bosque y serpenteaban sobre elagua.

Se metió por el riachuelo hasta que nopudo avanzar más porque los bancos dearena se lo impedían. La única indicaciónde la corriente la daban las hierbassubacuáticas inclinadas. Almejas negras

con las valvas recubiertas de lodo, unsucio alimento. Un chasquido en el agua yel verde cuerpo de una rana saltó bajo lacanoa. El sol bajo deslumbraba. Mientrasremaba buscando un sitio donde acampar,las palas resplandecían en oro.

Encendió una hoguera, extendió elsaco de dormir sobre el musgo y sepreparó para contemplar el cielo.

El sol es siempre parte del cielo, perola luna es un extraño, remoto yespléndido. La luna. Uno vuelve siemprea mirarla, como si se tratara de una mujerbonita en un restaurante. Pensó en Shell.Creía que cuando sintiera que habíaconseguido la confianza suficiente paravivir solo, podría vivir con Shell.

La niebla cabalgaba lentamente sobreal reflejo de los abedules; ahora seamontonaba como un ventisquero.

Cuatro horas más tarde se despertósobresaltado y cogió su hacha.

«Soy Martin Stark», dijo Martin.Todavía el fuego arrojaba alguna luz,

pero no la suficiente. Breavman dirigió sulinterna a la cara del muchacho. Tenía unamejilla llena de arañazos producidos porlas ramas, pero sonreía alegremente.

«¿Cuál es tu almacén favorito?»«¿Qué estás haciendo aquí en plena

noche?»«¿Cuál es tu almacén favorito?»Breavman lo envolvió en el saco de

dormir y le alborotó el pelo.

«Dionne’s.»«¿Cuál es tu aparcamiento favorito?»«El aparcamiento de Dionne’s.»Una vez terminado el rito, Breavman

recogió sus cosas, metió al muchacho enla canoa y remó hacia el campamento. Noquería pensar en lo que hubiera sucedidosi Martin no llega a encontrarlo. Esamejilla necesitaba yodo. Y parecía quealgunas de las picaduras estabaninfectadas.

Era bonito volver remando, con lascañas arañando el fondo de la canoa yconvirtiéndola en un frágil tambor.

Martin era un jefe indio acurrucado asu lado, arropado con el saco de dormir.El cielo mostraba continentes de fuego.

«Cuando vuelvo a casa —dijo Martinen voz muy alta—, las ratas me comen.»

«Lo siento, Martin.»«Cientos y cientos de ratas.»Cuando Breavman vio las luces del

campamento experimentó una necesidadloca de no detenerse, de seguir remandopor el lago con el chico, acampar encualquier sitio de la orilla entre losabedules desnudos.

«Ten cuidado, Martin. Nos matarán sinos oyen.»

«Eso estaría bien.»

22

¿Verde? ¿Beige? En el autobúsintentaba recordar el color de lahabitación de su madre. Así evitabapensar en ella, acostada allí. Algún colorprudente escogido en una conferenciamédica.

Ella pasa el tiempo en esta habitación.Tiene una bonita vista de la ladera sur deMount Royal. En primavera se puedenoler las lilas. Apetecería abrir la ventanade par en par para aspirar su aroma, perono se puede. Las ventanas sólo se abrenhasta cierto punto. No quieren suicidasque estropeen el prado.

«Hace mucho que no le vemos, Mr.

Breavman», dijo la enfermera jefe.«¿Sí?»Su madre miraba fijamente al techo.

Breavman miró también. Quizás estabaocurriendo algo y nadie lo sabía.

Las paredes eran de un gris oscuro.«¿Estás mejor, madre?» Se limitó a

darle pie.«¿Que si estoy mejor? ¿Mejor para

qué? ¿Para salir de aquí y ver lo que estáshaciendo con tu vida? Gracias, para esono tengo que salir, para eso prefiero estaraquí, en esta habitación, con los locos, tumadre en un manicomio…»

«Sabes que no lo es, madre. Es sóloun sitio donde puedes descansar.»

«¡Descansar! ¿Cómo puedo descansar

con lo que sé? Un traidor por hijo. ¿Esque crees que no sé dónde estoy? Con susinyecciones y sus buenos modales, unamadre así, y él por ahí nadando…»

«Pero, madre, nadie intenta hacertedaño…»

¿Qué estaba haciendo, tratando dediscutir con ella? Había estirado un brazoy buscaba algo a tientas en la mesilla denoche, pero se lo habían llevado todo.

«No interrumpas a tu madre. ¿No hesufrido bastante ya? Un hombre enfermodurante quince años. ¿Es que no lo sé?¿Es que no lo sé? ¿Es que no lo sé…?»

«Por favor, madre, no grites.»«Oh, ¡se avergüenza de su madre, su

madre va a despertar a los vecinos, su

madre va a asustar a sus gentilesamiguitas, traidor! ¡Lo que me habéishecho todos! Una madre tiene que estartranquila, yo era bella, vine de Rusiahecha una belleza, la gente me miraba…»

«Déjame que te hable…»«La gente me hablaba. ¿Me habla mi

niño? El mundo sabe que estoy aquí solacomo la una, me decían que era unabelleza rusa, todo lo que di por mi niño,tratar así a una madre, no aguanto pensaren eso, así deberían pagarte tus propioshijos, tan seguro como que hoy es martesque tu hijo te hará lo que tú me haces, unarata en mi casa, en la vida pudeimaginarlo, me tenía que pasar a mí, quefui tan buena con mis padres, mi madre

tenía cáncer, el médico se quedó con elestómago en las manos. ¿Es que alguienintenta ayudarme? ¿Mi propio hijo mueveun dedo? ¡Cáncer!, ¡cáncer! He tenido queverlo todo, he tenido que consumir mivida entre personas enfermas, eso no esvida, ver esas cosas, tu padre te hubieramatado, tengo la cara vieja, no mereconozco cuando me miro al espejo,arrugas donde antes era bella…»

Breavman se había acomodado en lasilla, ya no intentaba interrumpirla. Si lodejara hablar, no lo oiría. En realidad, nosabía lo que hubiera podido decir sihubiera sabido que ella lo escuchaba.

Intentó dejar vagar su mente, pero seconcentraba en todos los terribles

detalles, en espera de que llegara la horade levantarse.

Hacia las diez llamó a la puerta deTamara. Se produjo un intercambio desusurros en el interior. Ella preguntó:«¿Quién es?»

«Breavman del norte. Pero estásocupada.» «Sí.»

«De acuerdo. Buenas noches.»«Buenas noches.»Buenas noches, Tamara. Está bien que

compartas tu boca. Pertenece a todo elmundo, como un parque.

Le escribió dos cartas a Shell y mástarde le telefoneó para poder conciliar elsueño.

23

Se esperaba que el grupo de Edganase el campeonato de béisbol.

Las líneas del cuadro se señalaron conbanderas israelíes.

¿Qué derecho tenía a sentirseagraviado por la utilización de esesímbolo? No estaba grabado en su escudo.

Un niño lanzaba bravos a su ladoblandiendo una botella de Pepsi-Cola.

Breavman repartía los perritoscalientes. Estaba contento por haberaprendido a sospechar de la impureza desus vecinos gentiles, y no a creer enbanderas. Ahora podía aplicar esteconocimiento a su propio pueblo.

Un home run[24]

Envía a tus hijos a las academias deAlejandría. No te sorprendas si vuelvenalejandrinos.

Tres bravos. Mazel tov[25].Hola, Canadá, gran Canadá, insulso,

de grandes recursos. Todo el mundo escanadiense. La máscara de los judíos noservirá.

Cuando le tocó arbitrar a Ed,Breavman atravesó el campo hasta ellodazal y contempló a Martin matandomosquitos. Los tractoristas conocían aBreavman porque iba con frecuencia a vercómo Martin cumplía su misión.

Había matado más de seis milmosquitos.

«Mataré unos cuantos para ti, Martin.»«No los puedo incluir en mi lista.»«Entonces empezaré mi propia lista.»«Te ganaré.»Los pies de Martin estaban mojados.

Algunas de las picaduras se habíaninfectado definitivamente. Deberíamandarlo a la cabaña, pero parecíadisfrutar tan intensamente… Todos losdías llegaba al noventa y nueve porciento.

«Te desafío a que empieces tu propialista.»

Cuando volvían al campamento conlos chicos, Ed dijo:

«No sólo has perdido el partido,Breavman, sino que, además, me debes

cinco dólares.»«¿Porqué?»«Wanda. Anoche.»«Ah, Dios, la apuesta. Lo había

olvidado.» Revisó su diario y pagógustosamente.

24

Hacía sol todos los días y los cuerposestaban bronceados. Veía únicamentearena y carne al sol, maravillándosecuando un tirante caído dejaba ver lasuave blancura de ciudad. Deseaba todaslas sombras extrañas de carne.

Apenas miraba al cielo. Lo sorprendióun pájaro volando muy bajo sobre laplaya. En el altavoz bramaba uno de losconciertos de Brandeburgo. Yacía deespaldas, los ojos cerrados,disolviéndose en el calor, en el fulgor, enla música.

De pronto, alguien se habíaarrodillado junto a él.

«Déjame que se la quite yo», dijo lavoz de Anne.

Él abrió los ojos y se estremeció.«No, déjame a mí.» Wanda reía.Intentaban quitarle una espinilla de la

frente.«Dejadme en paz», gritó como un

maníaco.La violencia de su reacción las dejó

atónitas.Intentó sonreír, dejó pasar un intervalo

razonable de tiempo y se fue de la playa.La cabaña estaba demasiado fresca. Elaire de la noche no se había caldeado.Examinó el pequeño cubículo de madera.Su bolsa de ropa sucia estaba reventando.Se le había olvidado entregarla. Aquello

no estaba bien. Ni siquiera para él. Habíauna caja de galletas Ritz en el antepechode la ventana. No era así como debíacomer. Sacó su diario. No era así comotenía que escribir.

25

Martin Stark murió en la primerasemana de agosto de 1958.Accidentalmente fue atropellado por unbulldozer que limpiaba un lodazal. Elconductor del bulldozer, el húngarollamado Steve, no notó que hubierachocado con algo que no fueran losconsabidos cantos, raíces y rocas.Probablemente Martin estaba oculto entrelas cañas, el mejor sitio para atrapar a susenemigos.

Cuando no apareció para la cena,Breavman pensó que estaría allí arriba.Le dijo a un celador más joven queocupara su sitio en la mesa. Se fue

lentamente hacia el lodazal, feliz de tenerun pretexto para alejarse del bulliciosocomedor.

Oyó un ruido entre la maleza. Creyóque Martin lo había visto y estaba jugandoal escondite. Se quitó los zapatos yavanzó. Martin estaba terriblementedestrozado, el tractor le había pasado porencima de la espalda. Estaba tendido bocaabajo. Cuando Breavman le dio la vuelta,los intestinos le asomaban por la boca.

Breavman volvió al comedor y se lodijo a Krantz. Se quedó lívido.Convinieron en que los campistas nodebían enterarse y que había que trasladarel cuerpo en secreto. Krantz fue al lodazaly volvió a los pocos minutos.

«Vete allí hasta que todos se acuesten.Ed se hará cargo de tu grupo.»

«Quiero llevar el cadáver a laciudad», dijo Breavman.

«Veremos.»«No, no veremos. Voy a acompañar a

Martin.»«Breavman, vete al diablo y no me

vengas con discusiones en un momentocomo éste. ¿Qué es lo que te pasa?»

Estuvo de guardia varias horas. Nadieapareció por allí. Los mosquitos eranterribles. Se preguntó qué estaríanhaciendo con el cuerpo. Cuando loencontró, se estaban cebando en él.Apenas había luna. Oía a los mayorescantando al lado de la hoguera. Sobre la

una de la madrugada llegó la Policía y laambulancia. Trabajaron a la luz de losfaros.

«Me voy con él.»Krantz acababa de hablar con Mrs.

Stark. Había estado muy tranquila. Hastahabía mencionado que no presentaríaninguna querella por negligencia criminal.Krantz estaba muy agitado.

«Muy bien.»«Y no volveré.»«¿Qué quieres decir con que no

volverás? No empieces ahora conmigo,Breavman.»

«Dejo el trabajo.»«El campamento no acaba hasta dentro

de tres semanas. Y no tengo a nadie más

para sustituirte.»«No me importa.»Krantz le cogió del brazo.«Firmaste un contrato, Breavman.»«Al carajo con el contrato. No me

pagues.»«Oye, cabrón, en un momento como

éste…»«Y me debes cinco dólares. Fui el

primero que estuvo con Wanda. Once dejulio, si quieres ver mi diario.»

«Por amor de Dios, Breavman, ¿deque estás hablando? ¿No ves dónde estás?¿No ves lo que ha ocurrido? Un niñoacaba de morir y te pones a hablar de un“plan”…»

«Un plan. Ése es tu lenguaje. Cinco

dólares, Krantz. Y después me voy. No esaquí donde creo que debo…»

Fue imposible aclarar quién de losdos lanzó el primer puñetazo.

26

NO PRETENDAS EXPRIMIR NADADE TU CUERPO NO TE DEBE NADAera la única anotación.

Golpeaba violentamente las teclas enel autobús de Montreal, con la máquina deescribir en las rodillas.

Era el tramo peor de la carretera, lasseñales, las gasolineras y el cogote delconductor y su maldita camisa de nylonlavable le quemaban la sangre.

Si por lo menos la muerte seapoderara de él, llegara a través de laespuma, lo dignificara.

¿Qué era lo que cantaban al final dellibro?

¡Energía! ¡Energía!¡Renovémonos!Nunca aprendería los nombres de los

árboles que veía, nunca aprendería nada.Siempre se enfrentaría con un misterioindolente. Quería ser el alto enlutado quelo aprende todo ante el hoyo.

Lo siento, Padre, no sé el nombrelatino de las mariposas, no sé qué tipo depiedra es la del mirador.

El conductor tenía problemas con laspuertas. A lo mejor no se abrirían nunca.¿Qué se sentiría si uno se asfixiase en unacamisa de nylon?

27

Queridísima Shell.Me va a llevar un buen rato

contártelo todo.Son las dos de la mañana.

Estás durmiendo entre las sábanasde rayas verdes que compramosjuntos, y sé exactamente cómo estátu cuerpo. De lado, las rodillasdobladas como un jockey,probablemente has tirado laalmohada y tu pelo es unacaligrafía, una mano en forma decopa junto a la boca y un brazoque pende sobre el borde como unbauprés, y tus dedos fláccidos

como objetos a la deriva.Es maravilloso poder hablarte,

amor mío, Shell. Estoy sereno,porque sé lo que quiero decir.

Tengo miedo a la soledad.Visita si no un hospitalpsiquiátrico o una fábrica, siéntateen un autobús o en una cafetería.La gente de todo el universo viveen la más profunda soledad.Tiemblo cuando pienso en esasvoces solitarias que se elevan,garras dirigidas al cielo en buscade un premio de lotería. Y suscuerpos envejecen, sus corazonespierden aire como viejosacordeones, los riñones enferman,

los esfínteres se aflojan comoelásticos viejos. Es lo que nos estáocurriendo, a ti bajo las rayasverdes. Todo esto me hace desearcoger tu mano. Y es por esemilagro por el que todas lasmáquinas tocadiscos estántragando monedas. Que podamosprotestar por toda esta masacreindiferente. Una protesta muyeficaz es coger tu mano. Quisieraque estuvieras ahora a mi lado.

Hoy he ido a un funeral. Noera la manera de enterrar a unchiquillo. Su muerte realcontrastaba violentamente con elsagrado silencio de la capilla. Las

bellas palabras no parecíanapropiadas en los labios delrabino. No sé si existe un hombremoderno preparado para enterrar aotra persona. El dolor de lafamilia era real, pero el aireacondicionado de la capillaconspiraba contra sumanifestación. Me sentírepugnante y angustiado porque notenía nada que decirle al cadáver.Cuando transportaban el pequeñoataúd pensé que el chico habíasido engañado.

No voy a recitar ningunalección. Cuando leas mi diario tedarás cuenta de lo cerca que estoy

del asesinato. Ni siquiera puedopensar en ello o quedo paralizado.En el sentido más literal. Nopuedo mover un músculo. Todo loque sé es que algo prosaico, elmundo confortable, ha sidodestruido irrevocablemente y quealgo importante ha sidoreafirmado.

Un hedor religioso cubre estaciudad y todos lo respiramos. Sesigue trabajando en el Oratorio deSt. Joseph, se va levantando lacúpula metálica. El templo deEmmanuel inicia una campaña derecaudación de fondos. Un hedorreligioso compuesto de rancios

olores de relicarios ytabernáculos, coronas ajadas ytablas podridas de bar mitzvah.Hastío, dinero, vanidad, culpa,abarrotan los bancos de la iglesia.Los candelabros, los monumentosconmemorativos y las llamasvotivas brillan de modo pococonvincente, como señales deneón, y tan sinceras comoanuncios. Los vasos sagradoseructan nubes de miasmas. Losbuenos amantes dan media vuelta.

Yo no soy un buen amante oestaría ahora contigo. Deberíaestar junto a ti y no utilizando estaansiedad como demostración de

mis sentimientos. Por eso teescribo y te mando mi diario deeste verano. Quiero que sepas algode mí. Aquí lo tienes, día a día.Mi querida Shell, si tú me lopermites, siempre te tendré acuatrocientas millas y te escribirébonitos poemas y cartas. Ésta es laverdad. Tengo miedo de vivir encualquier punto que no sea laexpectativa. No soy capaz dearriesgar mi vida.

A principios de verano,dijimos: hay que cortar por losano. No quiero verte ni oírte. Megustaría compensar con ternuratodo esto, pero no voy a hacerlo.

No quiero ataduras. Quieroempezar de nuevo. Creo que teamo, pero amo más la idea devolver a empezar. Te puedo decirestas cosas porque hemos llegadoa esta intimidad. La tentación de ladisciplina me hace implacable.

Quiero acabar aquí esta carta.Es la primera de la que no hehecho copia. Estoy luchando porno volar a tu lado y meterme en lacama, junto a ti. Por favor, no metelefonees ni me escribas. Algoquiere empezar en mí.

LAWRENCEShell le envió tres telegramas a los

que no contestó. El teléfono estuvo

sonando cinco noches sin que lo cogiera.Una mañana, Shell se despertó de

pronto y no pudo contener su terror.¡Lawrence había hecho con ellaexactamente lo mismo que Gordon, lascartas, todo!

28

Bebían pacientemente, esperando laincoherencia.

«Tamara, ¿te das cuenta de queestamos perdiendo la guerra fría?»

«¡No!»«Tan claro como el agua. ¿Y sabes lo

que está haciendo la juventud china eneste mismo momento?»

«¿Fundiendo lingotes en los patiostraseros?»

«Correcto. Y los rusos estánaprendiendo trigonometría en los jardinesde infancia. ¿Qué piensas de todo esto,Tamara?»

«Pensamientos negros.»

«Pero eso no tiene importancia,Tamara.»

«¿Por qué?»Breavman trataba de mantener en pie

una botella invertida.«Te lo voy a decir, Tamara. Porque

todos estamos maduros para el campo deconcentración.»

La frase resultó un poco brutal para sugrado de borrachera. En el sofá,Breavman refunfuñó algo.

«¿Qué estás diciendo?»«No digo nada.»«Estabas diciendo algo.»«¿Quieres saber lo que decía,

Tamara?»«Sí.»

«¿De verdad quieres saberlo?»«Sí.»«De acuerdo, te lo diré.»Silencio.«¿Y bien?»«Te lo diré.»«Pues bueno, dímelo.»«Decía lo siguiente…»Se produjo una pausa. Se levantó de

un salto, corrió hacia la ventana, lanzó unpuñetazo contra el cristal.

«Coge el coche, Krantz —gritó él—.¡Coge el coche, coge el coche…!»

29

Examinemos otro fantasma más.Se dirigía hacia la Côte des Neiges.

Patricia dormía allá en su habitación deStanley, profundo sueño solitario, elcabello rojizo sobre los hombros, comodiseñado por un viento boticelliano.

No podía dejar de pensar que erademasiado bella para ser suya, que él noera lo bastante alto ni erguido, que lagente no se volvía a mirarlo en la calle,que no gobernaba la gloria de la carne.

Ella se merecía a alguien, quizás unatleta, que se moviera con la mismagracia, que ejerciera idéntica tiranía debelleza en rostro y miembros.

La conoció en una fiesta de actores.Había protagonizado Hedda Gabler. Unafría arpía, lo había hecho muy bien, todaambición y pámpanos. Era tan bella comoShell, como Tamara, una de las grandes.Era de Winnipeg.

«¿Existe el Arte en Winnipeg?»Después subieron por Mountain

Street. Breavman le mostró una verja dehierro que ostentaba como caligrafíasiluetas de golondrinas, conejos yardillas. Ella se le abrió en seguida. Lecontó que padecía de úlcera. Dios, a suedad.

«¿Cuántos años tienes?»«Dieciocho. Te sorprende, ¿verdad?»«Me sorprende que tengas esa

serenidad viviendo con lo que te estároyendo el estómago.»

Pero algo tenía que pagar por sumanera de moverse, por los pasos quedaba, que parecían música primitivaespañola, por su rostro, que actuaba porencima del dolor.

Breavman le mostró las partes másinteresantes de la ciudad aquella noche.Intentaba volver a ver la ciudad de susdieciocho años. Aquí una pared que élhabía amado. Allí un portal con unadecoración demente que quería que ellaviera, pero al llegar comprobaron que eledificio había sido derribado.

«Où sont les neiges?», dijo Breavmanteatralmente.

Ella le miró directamente a los ojos ydijo:

«Me has vencido, LawrenceBreavman.»

Y él supuso que eso era lo que habíaestado intentando.

Yacían separados como dos losas.Nada de lo que hicieran sus manos o suboca lo implicaba en la belleza de ella.Era como hacía años con Tamara, lasilenciosa cama de la tortura.

Sabía que no podía comenzar denuevo el mismo proceso. ¿Qué habíasucedido con su plan? Por último,encontraron palabras que decir y ternura,de las que siguen al fracaso.

Se quedaron juntos en la habitación.

Al final del día siguiente él habíaescrito un poema que nació muerto sobredos ejércitos que van a la batalla desdeextremos distintos de un continente. Nuncaentran en combate en la llanura central. Elinvierno hace estragos entre los soldadoscomo una nube de polillas en un traje debrocado, dejando las filas metálicas de laartillería dispersas y sin artilleros,muchas millas por detrás de los hombrescongelados, diseños absurdos de un vastosuelo de armario. Meses más tarde, doscabos de idiomas distintos se encuentranen un campo verde, intacto. Tienen lospies envueltos en trapos arrancados de losuniformes de sus superiores. El campo enque se encuentran es uno de los que los

poderosos mariscales habían dispuestopara la gloria. Como los hombres hanllegado por caminos distintos, se encaranuno al otro, pero han olvidado por qué sehan tambaleado hasta allí.

La noche siguiente, Breavman lacontemplaba moviéndose por lahabitación. No había visto nunca nada tanbello. Estaba acurrucada en un sillóncolor castaño, estudiando un guión.Recordó un color que le gustaba en lafundición de cobre. Su cabello tenía esemismo color y su cuerpo parecíareflejarlo como el rostro de un fundidoriluminado por los moldes de vaciado.

PAUVRE GRANDE BEAUTÉ!¡POBRE BELLEZA PERFECTA!

Dedicó toda una alabanza muda a suspiernas, a sus labios, no por el tumulto deldeseo personal, sino por pura exigenciade perfección.

Habían hablado lo bastantetiernamente como para que ella estuvieradesnuda. La línea de su vientre lerecordaba a Breavman las suaves formasdibujadas en la pared de las cuevas porlos artistas cazadores. Se acordó de susintestinos.

QUEL MAL MYSTERIEUXRONGE SON FLANC

D’ATHLÈTE?¿QUÉ MISTERIOSO MALDEVORA SU FLANCO DE

ATLETA?

Tendido a su lado pensabafrenéticamente que un milagro los reuniríaen un abrazo sexual. No entendía por qué,eran dos personas encantadoras, ellenguaje natural de los cuerpos, y ella seiba mañana. Patricia posó la mano en elmuslo de Breavman, ningún deseo en elcontacto. Cuando se durmió, él sintió, conlos ojos abiertos en la oscuridad, que suhabitación nunca había estado tan vacía niuna mujer tan lejos. Escuchó surespiración. Era como el delicioso motorde una máquina cruel, intercalando unadistancia tras otra entre ambos. Su sueñoera el recogimiento final, más perfectoque todo lo que pudiera decir o hacer.Tenía una gracia más profunda que sus

movimientos.Sabía que el pelo no siente; se lo

besó.Se dirigía hacia la Côte des Neiges.

La noche había sido creada por un puristade otoños de Montreal. Una ligera lluviahacía brillar las negras verjas de hierro.Las hojas yacían, como grabadas alaguafuerte, sobre el pavimento mojado,planas como si se hubieran desprendidode diarios íntimos. El viento emborronabalas hojas de la pequeña acacia de MacGregor Street. Caminaba por viejas callesde verjas y mansiones que se sabía dememoria.

La necesidad de Shell lo dominó enbreves segundos. Se sentía atravesado en

el aire por una lanza de deseo. Y con eldeseo llegaba un fardo de soledad quesabía que no podía soportar. ¿Por queestarían en dudarles distintas?

Corrió al Mount Koyal Hotel. Unamujer que limpiaba de rodillas leagradeció el barro que traía.

Estaba marcando el numero, gritandoa la telefonista, ordenando cobrar aldestinatario.

El teléfono sonó nueve veces antes deque ella descolgara.

«¡Shell!»«No iba a contestar.»«¡Cásate conmigo! Es todo lo que

quiero.»Hubo un largo silencio.

«Lawrence, no puedes tratar así a lagente.»

«¿No quieres casarte conmigo?»«He leído tu diario.»Su voz era tan bella, acolchada por el

sueño.«No hagas caso del diario. Sé que te

hice daño. Por favor, olvídalo.»«Voy a seguir durmiendo.»«No cuelgues.»«No colgaré», dijo cansadamente.

«Esperaré hasta que digas adiós.»«Te amo, Shell.»Se produjo otro largo silencio y

Breavman creyó oír su llanto.«Te amo. De verdad.»«Por favor, vete. No puedo ser lo que

necesitas.»«Sí puedes. Lo eres.»«Nadie puede ser lo que necesitas.»«Shell, esto es demente; aquí hablando

a cuatrocientas millas de distancia. Mevoy a Nueva York.»

«¿Tienes dinero?»«¿A qué viene eso?»«¿Tienes dinero para el billete?

Dejaste el campamento y sé que cuandoempezaste ese trabajo no tenías mucho.»

Su voz nunca había sido tan amarga.Eso lo serenó.

«Voy.»«Porque no quiero esperarte si no

vienes.»«¿Shell?»

«Sí.»«¿Queda algo?»«No lo sé.»«Hablaremos.»«De acuerdo. Buenas noches ahora.»Esto último lo dijo con su antigua voz,

la voz que lo aceptaba y lo ayudaba en susambiciones. Le entristeció oírla. En élmismo se había agotado la emoción que loimpulsó a llamarla. No necesitaba ir aNueva York.

30

Empezó a pasear por las calles delcorazón de Montreal. Estaban cambiando.Por todas partes desaparecían las casitasde cuento victorianas y en una esquina decada dos se alzaba el esqueleto, mediocubierto, de un nuevo edificio de pisosdestinado a oficinas. La ciudad parecíatener unas ganas locas de modernizarse,como si de pronto hubiera adoptado unanueva teoría de higiene y hubieradescubierto con horror que era imposiblearrancar la suciedad de los resquicios delas gárgolas y de las vides esculpidas, deahí que se decidiera a cauterizar todo elpaisaje.

Pero eran bellas. Eran la únicabelleza, la última magia. Breavman sabíalo que sabía, que sus cuerpos nuncamorirían. Todo lo demás era ficción. Loque contenían era la belleza. Lasrecordaba a todas, no había perdido nada.Para adorarlas. Cantaba mentalmente unaloa a medida que subía por una callehacia la montaña.

Por el cuerpo de Heather, que dormíay dormía.

Por el cuerpo de Bertha, que se cayócon manzanas y una flauta.

Por el cuerpo de Lisa, antes ydespués, que olía a velocidad, a bosques.

Por el cuerpo de Tamara, cuyosmuslos lo habían convertido en fetichista

de muslos.Por el cuerpo de Norma, con carne de

gallina, mojado.Por el cuerpo de Patricia, que aún

tenía que domar.Por el cuerpo de Shell, que era tan

dulce en su memoria, al que amaba,mientras caminaba, los pequeños pechossobre los que escribió y su cabello tannegro que brillaba azul.

Por todos los cuerpos con o sinbañadores, vestidos en el agua, andandoentre habitaciones, tendidos en el césped,con señales de hierba, en orden de danza,saltando sobre caballos, creciendodelante de espejos, acariciados comotesoros, baboseados, engañados, todos

ellos, en gran desfile de ballet, crema enellos, sol en ellos, aceite untado.

Mil fantasmas, un solo fuego, todo loocurrido, desvirtuado por la palabra,contribuía a la visión, y cuando locontemplaba, estaba en el mismo centrode las cosas.

A tientas subió los escalones demadera que ascendían por la vertiente dela montaña. Lo detuvieron los altos murosdel hospital. Las torres italianas eransiniestras. Su madre dormía en una deellas.

Se volvió y miró la ciudad a sus pies.El corazón de la ciudad no estaba allá

abajo entre los nuevos edificios y lascalles ensanchadas. Estaba allí mismo, en

el Allan, que con drogas y electricidadmantenía cuerdos a los hombres denegocios, alejaba del suicidio a susesposas y libraba del odio a sus hijos. Elhospital era el verdadero corazón, quebombeaba estabilidad, erecciones yorgasmos, y sueño en todos los marchitosmiembros comerciales. Su madre dormíaen una de las torres. Con ventanas queapenas se abrían.

El restaurante inundaba la esquina deStanley y St. Catherine con una luz quehacía amarillear la piel y resaltaba lasvenas. Era un salón grande, lleno deespejos, abarrotado como de costumbre.No había una mujer a la que poder mirar.

Breavman observó que un montón de

hombres usaban tónico capilar; tenían loscostados de la cabeza brillantes yhúmedos. La mayoría de ellos erandelgados. Y todos parecían estar deuniforme, casi. Guerreras ajustadas, concinturones en la espalda, jerseys concuello de pico, sin camisa.

Se sentó a una mesa. Estaba sediento.Se palpó el bolsillo. Shell estaba en locierto. No tenía mucho dinero.

No, no iría a Nueva York. Lo sabía.Pero debía estar siempre en contacto conella. Aquello no debía romperse nunca.Todo sería sencillo, siempre queestuviese en contacto con ella, siempreque los dos recordaran.

Un día llegaría a comprender lo que le

había hecho, a ella, a la criatura, yexperimentaría un acceso tal deculpabilidad, que permanecería sentadodurante días, sin moverse, hasta que otroslo transportaran y los aparatos médicos ledevolvieran la palabra.

Pero no todavía.La máquina tocadiscos gemía.

Breavman creía comprender el deseo demelodías baratas mejor que nadie de allí.La máquina era una gran bestia, condestellos de dolor. Era la herida de neónde todo el mundo. Un ventrílocuosufriente. Era como esa mascota mimadaque la gente necesita. Un oso eterno al quehostigar, con sangre eléctrica.

A Breavman le sobraban veinticinco

centavos. La máquina era gorda, amabasus cadenas, gluguteaba y estaba dispuestaa amargar toda la noche.

Breavman decidió arrellanarse ysorber su Orange Crush. Un recuerdo losacudió urgentemente y pidió un lápiz a lacamarera. Garabateó en la servilleta:

¡Dios! Ahora recuerdo cuálera el juego favorito de Lisa.Después de una gran nevada nosíbamos a un patio trasero con unoscuantos amigos. El cuadro denieve era blanco y continuo.Bertha era la hiladora. Tú lacogías de las manos mientras ellagiraba sobre sus talones. Dabasvueltas alrededor de ella hasta que

tus pies se levantaban del suelo.Entonces ella te soltaba y volabassobre la nieve. Te quedabas en lamisma postura en que aterrizabas.Cuando todo el mundo se habíaarrojado de esta manera en lanieve, empezaba la parte bonitadel juego. Te levantabascuidadosamente, intentando portodos los medios no estropear laimpresión que habías producido.Ahora las comparaciones. Porsupuesto, habrías hecho lo posiblepara aterrizar en una posturaabsurda, en un lío de brazos ypiernas. Después nos íbamos,dejando un maravilloso campo

blanco de formas florales contallos de pisadas.

LEONARD COHEN (Montreal, 1934- Los Ángeles, 2016) Escritor, compository cantante canadiense. Considerado unafigura fundamental del folkestadounidense de los sesenta y setenta,sus canciones, que sobresalenparticularmente por la fuerza y calidadliteraria de sus letras, reforzadas porexpresivas melodías, influyeron en lamayoría de cantautores contemporáneos.

Su vocación lo llevó en sus inicios a laliteratura. Publicó novelas como El juegofavorito (1963) y Los hermosos vencidos(1966), aunque ciertamente su génerofavorito era la poesía. De 1956 esComparemos mitologías, al que seguiríannumerosos volúmenes de poemas: La cajade especias de la Tierra (1961),Parásitos del paraíso (1962), Florespara Hitler (1964), La energía de losesclavos (1972), El libro de lamisericordia (1984).

Si bien la poesía parecía ser suprincipal centro de interés, hacia 1966empezó a ser habitual su presencia en losescenarios de los clubes de folk delbarrio neoyorquino del Greenwich

Village. Inició su carrera musical con laayuda de Juddy Collins, quien introdujo alpor entonces prometedor escritor y poetaen los círculos musicales. La versión queCollins hizo en 1966 de su canciónSuzanne (publicada como poema dentrodel libro Parásitos del paraíso)reforzaría el interés ya existente por lacompleja personalidad de Cohen, que casise vio obligado a debutardiscográficamente en enero de 1968. Peroiba a ser John Hammond (famosocazatalentos del sello CBS) elresponsable final del paso de Cohen a lamúsica, tras ver actuar al canadiense en elFestival de Folk de Newport de 1966.

Su primer álbum se tituló

sencillamente Songs of Leonard Cohen(Canciones de Leonard Cohen, 1968). Deeste disco fue sin duda un acierto suproducción mínima, prácticamentereducida a la presencia de la voz y laguitarra de Leonard, lo que destacó elinterés de las letras. En cualquier caso,este primer trabajo colocó de inmediato aCohen en la primera línea de loscantautores del momento. El contenidointimista de los textos dejaba bien clarodesde el primer instante su posturaprogresista dentro y fuera de losescenarios. Desde entonces el cantautorcanadiense, ajeno siempre aplanteamientos comerciales y a lasgrandes campañas promocionales,

compaginaría con idéntico interés y rigorla literatura, la composición y grabaciónde nuevos temas y las actuaciones endirecto.

Su segundo álbum, Songs from a room(Canciones desde una habitación, 1969),se mantuvo en la misma línea y elevó alcantautor al rango de líder de toda unageneración de músicos interesados por elfolk. Su actuación en el Festival de Wightde 1970 y su posterior gira europeaampliaron el número de seguidores fuerade Canadá y de los Estados Unidos ysirvió a Cohen para descubrir la islagriega de Hydra, a la que convertiría en ellugar preferido de sus periódicos retiros.

Ya en los setenta, su producción

discográfica comenzó a hacerse mássofisticada por lo que respecta a losarreglos de los temas contenidos en suálbumes, manteniendo, sin embargo, lamisma coherencia inicial en las letras desus canciones. En 1971 publicó Songs oflove and hate (Canciones de amor y deodio) y en 1973 el álbum en directotitulado Live Songs. Ambos anticiparon eléxito popular que alcanzaría New skin forthe old ceremony (Nueva piel para lavieja ceremonia, 1974).

Después de la publicación deGreatest Hits en 1977, se habló de unaretirada definitiva de Leonard Cohen de lamúsica, pero el rumor fue desmentido deinmediato con el lanzamiento de Death of

a Ladies’ Man (Muerte de un mujeriego,1977), producido por Phil Spector. Lagrabación de este nuevo trabajo sedesarrolló en un ambiente de constantetensión entre Spector y Cohen, quienesmantuvieron fuertes discrepancias en losarreglos de cada tema, hecho queperjudicó el resultado final. Tal vez porello, el cantautor canadiense volvería asus raíces en Recent songs (Cancionesrecientes, 1979).

La irrupción de nuevas corrientemusicales a finales de los setenta, como elPunk y la New Wave, pareció desplazar aLeonard Cohen de los primeros planos dela actualidad. Pero Cohen, ajeno siemprea las modas, se dedicó igualmente a seguir

escribiendo canciones y a escribir,protagonizar y dirigir el cortometraje I ama hotel, que merecería el Gran Premio delFestival Internacional de Televisión deMontreaux, en Suiza. Meses después, en1985, publicó Various positions(Diversas posiciones), un álbum quemostraba a un Leonard Cohen muy puestoal día en los arreglos de sus canciones.Ganador ese mismo año de un Awardcanadiense (compartido con Lewis Furey)por la música de la Ópera-Rock NightMagic, en 1988 recuperó las cotas de suantigua popularidad con el álbum I’myour man (Soy tu hombre), superventas aambos lados del Atlántico.

Sus posteriores trabajos, como The

future (El futuro, 1992), siguierondemostrando un alto nivel de creatividad,en una línea de trabajo que, pese a suevolución estilística, mantiene lasconstantes y las esencias de sus inicios,las mismas que lo convirtieron en el granletrista y compositor de los setenta. Suscanciones han sido versionadas por losartistas más importantes de cada momento(Joe Cocker y su versión de ChelseaHotel es el ejemplo más recordado).Finalizada la gira de presentación de sunuevo trabajo, Cohen se retiró a unmonasterio zen en San Diego (California),donde permanecería durante seis años.Tras nueve años de silencio creativo, elcantautor volvió en 2001 a la escena

musical para presentar el vigésimo tercerálbum de su carrera, que se editó con elescueto título de Ten new songs (Diezcanciones nuevas). Dear heather (2004),Old ideas (2012), Popular problems(2014) y You want it darker (2016)fueron los últimos títulos de sudiscografía.

Cohen fue más popular como cantautorque como poeta, pero, paradójicamente,se le reconoció más esta última faceta quela primera. Como cantante recibió elCrystal Globe en 1988 por haber vendidocinco millones de discos fuera de EstadosUnidos. En 1991 entró en la Hall of Famede músicos en Toronto (Canadá) y recibióel premio Juno al escritor de canciones

del año. En 1993 le fue concedido el Junoal mejor cantante masculino del año. Sinembargo, en literatura, la lista degalardones cosechados es casiinterminable; mereció dos títulos Honoriscausa por las universidades de Dalhousie(1970) y McGill (1992), y en 2011recibió el Premio Príncipe de Asturias delas Letras.

Notas

[1] Bebida fría de leche y cacao. (N.de las T.) <<

[2] Despectivamente, los soldadosalemanes. (N. de las T.) <<

[3] Entre los judíos, ceremonia deiniciación que se celebra cuando unmuchacho cumple trece años, edad queseñala el comienzo de sus deberes yresponsabilidades religiosos. (N. de lasT.) <<

[4] Especie de amito con que losjudíos se cubren la cabeza y hombros ensus ceremonias religiosas. (N. de las T.)<<

[5] En yiddish, cierto tipo derosquillas glaseadas. (N. de las T.) <<

[6] Devocionario judío que contieneoraciones hebreas y arameas. (N. de lasT.) <<

[7] Baile del conejito. (N. de las T.)<<

[8] Frogs: ranas. Término despectivo:gabacho, francés. Aplicado en Canadá alos franco-canadienses. (N. de las T.) <<

[9] «¡Quédate ahí, maldito judío!» Enfrancés en el original. <<

[10] La parte interior y más sagrada delTabernáculo. (N. de las T.) <<

[11] Término de béisbol. <<

[12] En español en el original. (N. delas T.) <<

[13] Siglas correspondientes aDaughters of the American Revolution.(N. de las T.) <<

[14] «College» universitario paravarones situado en Williamstown,Massachusetts, fundado en 1785. <<

[15] Amelia Carry Nation (1846-1911),propagandista norteamericana de la totalabstinencia alcohólica. (N. de las T.) <<

[16] «College» universitario femeninofundado en 1880 y situado en la ciudaddel mismo nombre, en Pennsylvania. <<

[17] «College» universitario paravarones fundado en 1821 en la localidaddel mismo nombre, en Massachusetts. <<

[18] «College» universitario mixtofundado en 1871 en Northampton,Massachusetts. <<

[19] Asociación universitarianorteamericana. <<

[20] Juego de palabras intraducible.Shell significa concha. <<

[21] Juego infantil en el que participandos bandas que tienen que encontrardeterminados objetos, por lo generalextraños. (N. de las T.) <<

[22] Tinker Bell, personaje de PeterPan. (N. de las T.) <<

[23] Canción popular infantil inglesa.(N. de las T.) <<

[24] Golpe de béisbol que permite albateador recorrer todas las bases yanotarse una carrera. (N. de las T.) <<

[25] Enhorabuena, en yiddish. (N. delas T.) <<