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Suplemento Cultural de La Jornada Domingo 27 de mayo de 2012 Núm. 899 Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver LOS INFINITOS ROSTROS DEL ARTE GABRIEL GÓMEZ L ÓPEZ

La Jornada Semanal

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■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 27 de mayo de 2012 ■ Núm. 899 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

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Hugo Gutiérrez Vega

Directora General: C a r m e n L i r a S a a d e , Director : H u g o g u t i é r r e z V e g a , Je fe de Redacción: L u i S t o Va r , Edic ión : FranCiSCo torreS CórdoVa, Corrección: aLeyda aguirre, Coordinador de arte y diseño: FranCiSCo garCía noriega, Diseño Original: marga Peña, Diseño: Juan gabrieL Puga, Iconografía: arturo Fuerte, Relaciones públicas: VeróniCa SiLVa; Tel. 5604 5520. Retoque Digital: aLeJandro PaVón, Publicidad: eVa VargaS y rubén HinoJoSa, 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. Correo electrónico: [email protected], Página web: www.jornada.unam.mx

La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauh témoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui­tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jor nada Semanal núm. 04­2003­081318015900­107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores.

La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.

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Comentarios y opiniones:

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Portada: Semblantes del arteDiseño de Marga Peña

bazar de asombros 27 de mayo de 2012 • Número 899 • Jornada Semanal

NotaS Sobre La NoVeLa De La reVoLuCióN (i de Vi)

En lo que se refiere a la novela de la Revolución mexicana vamos a enfrentarnos con una situa­ción muy especial. Casi todas las novelas sobre una revolución, especialmente la francesa y la soviética, son novelas de propaganda. En cuan­to a las novelas de la Revolución mexicana, que en su mayor parte son testimoniales, desde el primer momento muestran una actitud crítica hacia el movimiento. Claro, también hay entu­siasmo, por ejemplo el de Rafael f. Muñoz por la figura de Pancho Villa; el de Martín Luis Guzmán por el mismo Villa; el entusiasmo de Vascon­celos por Vasconcelos, o el de don Mariano Azue­la por algunos aspectos del movimiento, un en­tusiasmo que es moderado y a tenuado por e l escepticismo.

Mariano azuela y Los de abajo

Comenzaré por referirme a Mariano Azuela. Des­de el principio, en Los de abajo hace dos afirma­ciones: en la primera asienta: “¡Qué hermosa es la revolución!”, y esta afirmación se refleja en el entusiasmo que muestra por la toma de Zacatecas –que está presente en Los de abajo– y en la que manifiesta su preferencia por figuras como la de Villa y, en particular, por la de Pánfilo Natera, un general cam­pesino, una especie de estra­tega natural, lleno de talento y de vigor. Y la segunda afirma­ción, es: “Este es un pueblo sin ideales... ¡qué lástima de sangre derramada! ¿Hacia dónde nos va a llevar?”

Azuela t iene también un ensayo sobre quien considera el único estadista del siglo xx,

Lázaro Cárdenas, quien tenía un proyecto claro de nación que llevó a la práctica. Yo tampoco en­cuentro otro estadista en ese siglo, como no veo en el siglo xix a nadie más que a Benito Juárez. En un bicentenario, pues, tenemos sólo dos es­tadistas.

Don Mariano Azuela nació en Lagos de More­no, una ciudad muy especial en lo que se refiere a escritores. De ahí son, entre otros, Primo de Verdad, Rosas Moreno y Federico Carlos Kegel –que escribio una novela premonitoria llamada La hacienda, parecida a La parcela, de José Ló­pez Portillo. En ese tiempo funcionaba en Lagos una pequeña tertulia que giraba en torno al liceo del padre Guerra, con Francisco González León al frente, uno de los grandes poetas no sólo de México o de América, sino del mundo. Perteneció a los iniciadores de la poesía simbolista de Mé­xico, junto con el zacatecano Ramón López Ve­larde y el jalisciense Manuel Martínez Valadez.

Yo conocí a González León. Tenía yo diez años, me enteré de que era poeta y me puse a leer al­gunos de sus poemas, sobre todo aquel de la novia es colar, cuyas manos “olían a un lápiz acabado de tajar”, y el de la monja de los labios bellísimos, aquella monja que “bajo la toca lleva una boca en

forma de corazón”. Un día me le acerqué en su farmacia –él estudió para farmacéutico en la ciudad de Guadalajara– y le dije: “Señor, yo sé que usted es poeta”… era un viejito muy frágil, cuello de palomita, cor­batín negro y sombrero de alas anchas. Me vio, me puso la mano en la cabeza y me dijo: “Sí, hijito, pero ya no lo vuel­vo a hacer.”

Lo dijo Antonin Artaud:

“Nadie ha escrito, pintado o

esculpido nada, como no sea

para salir, de hecho, del infier-

no.” Desde esa perspectiva,

Gabriel Gómez López hace un

intensa revisión de algunos de

los infinitos rostros del arte,

en los cuales a lo estético,

complementándolo, se ha

sumado todo tipo de búsque-

das, todas ellas orientadas a la

interpretación del mundo,

tanto como a la comprensión

de uno mismo, desde Leonar-

do a El Bosco, de Oscar Wilde a

Henry James, Gautier o Dino

Buzzati, Balzac o el propio

Artaud. Publicamos además un

ensayo sobre dos novelistas:

el mexicano Rafael Bernal y el

checoslovaco Karel Capek, así

como una entrevista con

el poeta colombiano Juan

Manuel Roca.

Francisco González León

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creaciónJornada Semanal • Número 899 • 27 de mayo de 20123 bitácora bifronte

Jair Corté[email protected]

La obra poética de Rainer María Rilke no se cir­cunscribe, como podría pensarse, a sus poemas. Su obra escrita en prosa, como Los cuadernos de Malte Laurids Brigge y el conjunto de textos epistolares, conocido como Cartas a un joven poeta , demuestran una sensibil idad poética que rebasa los géneros literarios. Las Cartas a un joven poeta son el resultado de una estrecha correspondencia entre Rilke y Franz Xaver Kap­pus, a quien le debemos, en palabras de Vi cente Quirarte, “haber tenido el valor para dirigirse al

maestro, haber conservado sus cartas y publi­carlas veinte años después de la muerte de su autor”. Esa inocencia con la que Kappus habría de acercarse al consagrado poeta es lo que, qui­zá, enterneciera a Rilke, quien en una se rie de car­tas respondió no sólo a las preguntas de su in­terlocutor sino a los cuestionamientos que él mismo se formulaba. En sus cartas, Rilke no se l imita a proponer una preceptiva l iterar ia o poética, habla desde lo íntimo y sus ideas acer­ca de la poesía emergen de una manera confe­sional y total.

Hay que acotar que al publicar las cartas de Rilke, Kappus decidió omitir las propias con la idea ferviente de que sólo el poeta debería ha­blar, mostrando una verdadera lección de hu­mildad: “Lo único importante son las diez car­tas que s iguen. Impor tante para saber del mundo en que vivió y creó Rainer María Rilke. Importante también para muchos que se des­envuelvan y se formen hoy y mañana. Y ahí don­de habla uno que es grande y único, deben ca­llarse los pequeños.”

En la primera carta, fechada en París, el 17 de febrero de 1903, Rilke insta al joven Kappus a que indague en sí mismo en lugar de preguntar si sus versos son “buenos”: “Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí […]

Ahora bien (ya que me permite aconsejarlo), le suplico renuncie a todo eso. Su mirada está di­rigida hacia afuera; sobre todo, es lo que debe evitar en lo sucesivo. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. No hay más que un solo ca­mino. Entre en usted. Busque la necesidad que lo obliga a escribir, examine si sus raíces pe­netran hasta lo más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de escribir.” Rilke plantea un problema esencial respecto al arte de la poesía: la diferencia abis­mal entre el oficio de poeta y la simple escri tura de poemas. El oficio de poeta implica la asun­ción absoluta, el reconocimiento y autodes­cubrimiento del propio ser, mientras que la escritura es un acto circunstancial, un hecho derivado de un primer movimiento que es el saberse poeta. Rilke marca el punto de inicio de una poética propia de la que nacen sus as­piraciones no sólo artísticas sino vitales: la in­trospección, el camino de la soledad para po­der comprender, de una manera mucho más profunda, el misterio de la vida, tal como lo dictan los siguientes versos de sus Sonetos a Or feo : “Eres, amigo mío, solitario, porque…/ Paulatinamente nosotros nos apropiamos del mundo/ con gestos de la mano y con palabras,/ tal vez su más endeble y peligrosa parte.” •

A Hölderlin

Qué hermoso dormisteen las silenciosas aguas de tu locura,ave sagrada, tú, amigo de los dioses,¡y te apagaste en la lejaníade la belleza que tanto deseaste!

San Juan de la Cruz

Como rocío te derramas en mis manos,como escarcha te extiendes en la tierra.En tus árboles me pierdo todo el díaen Tus campos Te busco.De amor se llenaron mis manos,se llenaron de retoños de árboles,de sol se llenaron para Ti.No pedí de Ti otra cosamás que en tu éxtasis hundirme.

raiNer MarÍa riLKe: CartaS aL tieMPo

Tres poemasOlga Votsi

Miguel

El abismo ha tocado tu cabello,tus ojos han visto el corazón desconocido del mundo.Vienes del terrible silencio más allá de nuestros oídos,nos traes el escalofrío del aire que también a ti te ha estremecido.Te contemplamos y al país que habitabas le tememos,te contemplamos y a ese país anhelamos ir.Oh tú, que llenaste del misterio primero nuestro corazón,ese primer misterio en que el mundo se bautizó.Arcángel extraño. Te has llevado toda la palidez de mi alma.En tus párpados, llenos del silencio del abismo,cierro los ojos para depositar mi humilde beso.

Véase La Jornada Semanal, núm. 746, 21/Vi/2009

Versiones de Francisco Torres córdoVa

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4 Jornada Semanal • Número 899 • 27 de mayo de 2012

Carlos Pascual

y Farhadi, dosraraeavesMcQueen

i creyera en la transmigración de las almas, pensaría entonces que Ibsen se ha reencarnado en un director de cine iraní de cuarenta años; pero mientras que el dramaturgo noruego era

fiel de una forma calvinista a su tesis en cada pie­za teatral, Asghar Farhadi (Irán, 1972) lo es con sus personajes y sus motivaciones frente a la cámara. Farhadi no pretende esconder su formación dramá­tica y realiza un cine que los puristas fílmicos en­contrarán más escénico que cinematográfico. Pero su compromiso medular no es con la forma, sino con el retrato verosímil de la naturaleza humana y la auscultación del ineludible conflicto que se da cuan­do dos voluntades se contraponen. De cualquier forma, y esto se agradece, Farhadi no puede dejar de ser un estilista.

En contraste con el cine de Farhadi, en el cine del realizador británico Steve McQueen, todo parece emerger de la forma. Sus personajes, sus argumen­tos, sus diálogos respiran bajo la sombra o la luz de una estética. En Shame, su más reciente película, el personaje de Brandon –y su apetito sexual egoma­níaco– parece haber sido concebido para ser filmado de forma cenital, con su rostro sutilmente conster­nado, solo sobre su cama sola; luego levantarse bajo el empuje de una partitura ora invasiva, ora subyu­gante, caminar desnudo por su departamento hacia la ducha y masturbarse. McQueen construye su caso

con luces, colores, sombras, composición y música, y desde la secuencia inicial, tendrá nuestros ojos y oídos –y todo lo que éstos arrastran– en su puño.

En un viacrucis que muchos encontrarán frío, vacío y quizás hasta superficial, Brandon, encarna­do por el actor Michael Fassbender, recorre la gris cartografía de su existencia –en un New York casi irreconocible– salpicada aquí y allá con sexo casual, virtual, solitario, profesional y compulsivo en una espiral descendente durante la cual McQueen no se ocupará de psicologizar en lo absoluto; lo suyo es elaborar un poderoso, bellísimo y muchas veces incómodo retrato –casi clínico, pero difuso– de una conducta que quizás habría que explicar en labo­ratorio; o quizás simplemente establecer los ob­vios paralelos con otras adicciones que viven en nosotros y en todos los sitios; o quizás leer algún manual neurocientífico en referencia a la región ce­rebral dedicada a la respuesta de estímulos de placer y de dolor, para mejor entender la patología de Bran­don; pero McQueen sólo retrata –no sabe de manua­les–, y lo hace de forma soberbia.

Farhadi, por su parte, ha vuelto a poner, como ya lo había hecho con su anterior película Todo sobre Elly, la seria especulación ética en la pantalla, en tiempos en que intentar hacer una valoración profunda y equilibrada sobre nuestras aspiraciones y costum­bres se ha convertido en un ave raris dentro de nues­tro complejo y predominantemente banal sistema de entretenimiento. Durante el planteamiento de La separación, una mujer de clase media alta, Simin y su marido, Nader, en un aparente estado de igualdad

–apariencia que desaparecerá de forma sutil con el avance del diálogo–, declaran ante un juez invisible su conflicto marital: ella quiere salir de su país para ofrecerle a su hija mejores opciones de vida; él, Na­der, en contraste, no sólo prefiere quedarse sino que, le aclara al juez, le es imposible dejar el país, ya que cuida de su padre, quien padece la enfermedad de Alzheimer. Simin representa el compromiso con el futuro; Nader, el compromiso con las raíces, con el pasado, con la tradición.

Farhadi tiene cuidado de establecer una democra­cia de visiones para contar su historia; pero este mo­saico tiene mucho cuidado de ser sólo expositivo; las conclusiones definitivas sólo se podrán dar en la persona de cada espectador. Y todo esto lo logra Farhadi andando en el delgado alambre del disimu­lo que todo director iraní, que intente decir algo im­portante, tiene que recorrer para evadir la censura del régimen de la república islamista. Otros artistas iraníes han recurrido al simbolismo, a la parábola, a la fábula; Farhadi, sin embargo, se mantiene en un naturalismo sobrio que exige una inteligencia cris­talina para articularse.

El trabajo de McQueen también transparenta un gran respeto por la capacidad intelectual de sus es­pectadores, pero lo suyo es una dictadura formal. En Shame, el director forzará a su personaje principal a seguir un camino sin retorno para ilustrar su punto de vista. Todo servirá para ese fin. Así, cuando ya ha sido presentado el protagonista y su principal frac­tura vivencial, aparece en su entorno una hermana que no vendrá a cuestionar, enriquecer o hacer más

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Michael Fassbender (Brandon) y Carey Mulligan (Sissy) en una escena de Shame

Escena de La separación de Asghar Farhadi

Asghar Farhadi. Foto: Rafał Placek

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527 de mayo de 2012 • Número 899 • Jornada Semanal

i abuelo paterno, don Pepe Martín, que gran parte de su vida tra­bajó en la destilería de la Casa Luis Achurra, nunca leyó a Ernest Heming way. Esta minucia no le impidió compartir con el escritor su desmedida afición por el ron, llegando a beber, al igual que el esta­

dunidense, más de dos litros de “mata diablo” en una tarde.Sin importarle la amenazante sombra de la diabetes, solía llevar en el bolsillo

derecho de su flus, una chatita de un ron habanero –que aún producen los suce­sores de los Achurra en Yucatán –, bautizado con el extravagante nombre de Pizá Araña. Recuerdo que mientras conversaba con nosotros se llevaba de cuando en cuando la botella a la boca y se relamía los labios para que no se le escapase ni una sola gota.

Este ron, rezaba la publicidad de la época, era una bebida que “debía su ex­traordinario sabor a que reposaba pacientemente por meses en barricas de roble americano”. Yo, que aún no contaba con edad suficiente para degustarlo, moría de curiosidad por averiguar a qué sabría ese destilado que, yacente entre made­ras preciosas, se parapetaba tras los hilos de la telaraña. Años más tarde, cuando por fin tuve edad para constatarlo, ya mi abuelo había muerto a causa de una complicación hepática y el Bacardí comenzaba a imponerse como el ron de moda entre los muchachos de mi generación. Tendría que esperar varios años más pa­ra probar el veneno del Araña.

La ocasión se dio mucho tiempo después, un día de la Santa Cruz. Ya iba a cum­plir treinta años y me había embarcado en la tarea de construir mi casa en las afue­ras de la ciudad.

“De lo que negociemos esta tarde dependen tu tranquilidad y el precio del me­tro cuadrado de construcción”, me dijo el arquitecto, mientras destapaba la pri­mera de las caguamas que me encargó para brindar con el contratista y su gente. Y yo, que recién había leído Los albañiles, de Leñero, intuí que nada iba a ser sufi­ciente para calmar la sed de los alarifes, así que cuando a ritmo de cumbia se ter­minó el tercer cartón de la tarde, no me hice de rogar y mandé al contratista por el desempance. En cuestión de minutos el tipo apareció con un par de botellas de Pizá Araña. Sólo verlas anticipé su gris sabor de nostalgia. Ahora que, la verdad, cuando el ron pasó por mi garganta tuve la sensación de que la ponzoña del in­secto entumía mi cerebro. A partir de ese instante, salvo la música que nunca cesó, todo se volvió confuso. ¿En qué momento aparecieron más botellas de licor? ¿Cómo fue que el contratista aceptó terminar la obra por la mitad de lo que ori­ginalmente pretendía cobrarme? Hasta la fecha, nada se ha esclarecido y tampoco pretendo hacerlo. Ni siquiera recuerdo cómo fue que volví sano y salvo a casa. Supongo fue el fantasma de mi abuelo quien guió mis acciones. En el recuerdo que conser­vo de esa tarde todo gira alrede­dor de la mítica botella del Pizá Araña. Desde entonces, me basta con evocarla para volver hasta allí y asir, una vez más, la ma­no protectora de don Pepe Mar­tín Cuevas •

ambiguo el conflicto de Brandon, sino para hacerlo más visible. Su personaje no establece una dialécti­ca con el protagonista, sino que funciona como esos elementos que en laboratorio sirven para hacer re­saltar lo que se ausculta. La actriz Carey Mulligan nos regala aquí, con apenas unos trazos, un perso­naje exasperante y entrañable, pero sólo serán unos trazos, porque su misión es llevar a Brandon a un pozo más profundo.

Si McQueen nos plantea en su historia la impo­sibilidad de la vinculación emocional entre sus per­sonajes, Farhadi nos ilustra en su drama la imposibi­lidad del aislamiento. Uno ilustra un ácido vértice de la cultura del individualismo y la persecución de la satisfacción personal, el otro lo complicado y ex­tenuante que es tratar de hacer coincidir los intere­ses individuales en un grupo que intenta ser demo­crático, bajo un régimen que no lo es.

Farhadi ha convencido a sirios y a troyanos y ha hecho valer otra vez el anatema de que para ser uni­versal hay que ser profundamente local. Pero su his­toria no sucede en ese mundo rural que hemos apren­dido a mirar a través de las producciones iraníes que deambulan cada año por los festivales internacio­nales, sino en el mundo de una clase media que mues­tra los verdaderos alcances de una globalización ideológica y cultural. Una visión que nos hace mucho más cercanos a un pueblo que los medios de comu­nicación nos quieren hacer completamente ajeno. El mundo que retrata McQueen es de todos conocido; es el mundo de la hegemonía, del poder, del centro mundial de la infección, y su protagonista, Bran­don, es un retrato actualizado de un arquetipo de los años ochenta, un heredero dry ultracool de Bud Fox de Wall Street; Patrick Bateman, de American Psycho y John Gray de 9 1/2 semanas.

De forma abstracta, uno puede pensar que Mc­Queen ha construido su historia con piezas pulidas de color azul y gris en un conjunto armónico. Que ha meditado meticulosamente en cómo colocar es­tas piezas en un discurso visual coherente y que ha logrado que cada una y el todo emitan una belleza minimalista y sobria bajo la musicalización original de Harry Escott y la fotografía de Sean Bobbit.

Farhadi, en cambio, ha urdido su pieza como una gran alfombra persa en la que ha logrado tramar una infinidad de hilos para crear patrones, temas, elipsis. Sus escenas respiran una organicidad que sólo se puede explicar por el proceso creativo con el que trabaja y que ha explicado en algunas entrevis­tas: mientras escribe sus guiones, talla con su elenco las escenas y los personajes hasta darles toda la pro­fundidad y aliento posibles, antes de montar el re­sultado frente a la cámara. Y el resultado ha sido una historia de suspenso ético con una gran economía de elementos. En su escena final, con la aparición de los créditos, nos sorprende una pieza de piano; entonces algunos nos damos cuenta apenas: Fahradi no ha uti­lizado la música en ningún momento de la historia para apoyar su narración.

Con Farhadi y McQueen tenemos dos significati­vas miradas, voces, registros en el cine de nuestros días. Sus visiones ocupan dos márgenes del discurso cinematográfico: la de Farhadi, un ámbito de pala­bras e ideas, enriquecido por el discurso corporal de personajes, y una sintaxis cinematográfica inteligen­te y compleja; y la de McQueen, una que se incendia en la inagotable incandescencia del certero encuen­tro entre la imagen y el sonido, apuntalados, en su caso, en una estructura narrativa mínima y solvente.

Por ahora es el ave raris la que más me entusias­ma; el mundo está lleno de artistas visuales pode­rosos; pero hay pocos Fahradis allá afuera •

Carlos Martín briceño

Veneno dearaña

M

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entrevista con Juan Manuel rocaernesto Gómez-Mendoza

627 de mayo de 2012 • Número 899 • Jornada Semanal

uando leemos su poesía aparece la sombra fre-cuentemente como punto de llegada, como condición de las cosas, del poema y del poeta...

‒Bueno, sin que tenga rango de fórmula ma­temática ni que sea la división tan tajante, hay poe­tas solares y poetas lunares. Hay poetas que están muy dados al día, a la claridad del día, a lo meridia­no, y otros poetas para los cuales la noche, la sombra, la oscuridad es un territorio muy propicio para la creación de poesía. Sin que yo tenga una línea pro­gramática en ese sentido, a lo largo de lo que yo he intentado escribir siempre me doy cuenta que la pre­sencia de la sombra es también la idea que tengo de la poesía, en el sentido de que a mí me gusta aquella imagen que es mas elusiva, y una palabra que si bien

Cazador de sombras

Un timbre propio, un tono manifiesto

desde el cual puede enunciar glosa tras

glosa sobre las cosas que no deben

resbalar hacia la nada o el silencio

porque el poeta busca redimirlas o

denunciarlas a una tribu de ciegos.

Hace más de diez libros que Juan

Manuel Roca tuvo en la poesía colom-

biana el efecto de un guijarro sobre la

quietud del estanque. Los diez libros

sucesivos tienen algo de piedra lanzada

a lo que el crítico Carlos Monsiváis

llamó “tradiciones de la imagen”.

Vidente marginal que desde su orilla

señala lo que no pueden ver aquellos

que se han instalado en el centro. Una

conversación un poco al socaire.

no es encriptada, sí es, por lo menos, menos direc­ta, y eso tiene que ver mucho con la sombra. Como amante de la pintura siempre me ha atraído el claros­curo, pero principalmente las sombras que se pro­yectan sobre un cuadro, porque la sombra y el enig­ma siempre van de la mano. Y pienso que los hombres a pesar de estar hechos de esas mismas dos naturale­zas, hechos de luz y hechos de sombras, cuando tran­sitamos por el camino de la intuición que es el camino de la poesía, del rapto poético, de la imaginería que arranca, de una forma un tanto inconsciente, de quien la escribe o la plasma en la pintura, está muy ligada a eso, a la parte de la nocturnidad, de lo des­conocido de lo que no podemos aprehender de una manera muy evidente. Esa presencia de la sombra, de la ceguera, de la nocturnidad, que son como de la misma familia poética, me han tocado permanente­mente, pero no de una manera, repito, programática, sino que después de que he escrito mucho me he dado cuenta de que sí es tal como tú señalas, una obsesión.

–¿Frente al lenguaje práctico, hundido en los inte-reses y los discursos manipuladores, la sombra de las palabras no viene siendo la verdad del lenguaje?

‒Me identifico con una frase de ese gran escritor, de corte anarquista, Henry David Thoreau, que dice que la poesía es la salud del lenguaje. Hay un lengua­je corriente, un lenguaje que nos sirve para la so­brevivencia; sin embargo, en nuestra evolución, en nuestro espíritu no nos modifica. Sirve para pedir algo de comer, para entendernos con quien nos ven­de algo, para un tráfico de cotidianeidad despobla­do de intereses realmente esenciales. Pero donde yo encuentro una virtud de las palabras es cuando ellas no designan un tráfico de asuntos inmediatos sino algo que trasciende eso, y que está muy ligado a la órbita del misterio: cómo cada palabra ‒como dices‒ proyecta una sombra. Uno de mis libros se titula Lu-na de ciegos porque para mí la poesía es como una luna que nos permite ver en nuestra ceguera histó­rica, en nuestra ceguera impuesta, y de alguna ma­nera eso está proyectado por una gran sombra. En ese juego de luces y sombras que proyecta la palabra, creo que muchas veces lo que desconocemos o que olvidamos o que ignoramos es, precisamente, la par­te oculta de esa palabra, que todavía guarda un sig­nificado secreto, no desgastado, no trajinado. Puede suceder esa cosa terrible con la palabra libertad, po­sada frecuentemente en labios de carceleros. En la som­

bra que uno puede encontrar detrás de esas palabras, detrás del barniz de tantas malas interpretaciones, tenemos un elemento que es materia poética.

–Un poco a lo García Márquez, que creó un pueblo con sus casas y habitantes y con los sueños y delirios, usted esboza en sus poemas un vecindario con ande-nes, esquinas, manzanas, puertas y ventanas, tran-seúntes, oficios, patios y lunas. ¿Por qué el afán de crear estos mundos paralelos? ¿Responde a un deseo de emular a Dios?

‒Creo que toda persona que se pone a escribir lo hace por una insatisfacción con la realidad, como lo hace también el pintor, como lo hace el músico; como no resulta suficiente la realidad ‒la encontra­mos pobre, mezquina, chata, roma‒, pues intentamos de una manera soberbia ‒hay que reconocerlo‒ trans­formarla, como si se pudiera transformar a partir del arte, y en eso hay una emulación del Creador; algu­nos se atreven a decir que no son artistas o pensa­dores, sino creadores. Es una actitud deificante y en cierta forma un deseo de emparentarse con al­guien que puede crear como lo haría Dios. Creo que eso de tomar el arte en forma tan solemne y creer que puede cambiar la realidad hay que verlo con sor­na. Yo siempre digo, y lo repito hasta el cansancio, que intentar cambiar la realidad con poesía es como intentar descarrilar un tren atravesando una rosa en la carrilera. Pero lo que sí existe es una gran insatis­facción. Cuando tú hablas de la fundación de ciertos espacios que se han vuelto míticos, se piensa obvia­mente en Faulkner; pero también se piensa en otro pueblo imaginario, Spoon River, creado por Edgar Lee Masters, un pueblo en la Recesión, y lo que este poeta conjura a través de los epitafios del cementerio de Spoon River es nada más ni nada menos que una región fabulada, que llega a tener tal rango de cre­dibilidad que a veces hay quienes la involucran en el mapa físico de Estados Unidos. Ese es un libro que leyó con mucha pasión Juan Rulfo, quien también acometió la construcción mítica de un poblado, Comala. Yo, la verdad, estéticamente me siento más habitante de Comala que de Macondo; esa cosa ma­gra de ir al hueso sin la adiposidad del lenguaje me parece que es extraordinaria en Rulfo, y atiende a esa visión que se tiene de la muerte por parte de la cul­tura mexicana. Pero también uno pensaría en la Santa María de Onetti, quien logra crear un poblado extraordinario a través del lenguaje, un sitio en don­

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7 Jornada Semanal • Número 899 • 27 de mayo de 2012 voz interrogada

con espejos

de uno podría, perfectamente, y mentalmente, reco­rrer sus calles o entrar a sus bares. En Colombia nun­ca nos acordamos que antes de Macondo fue fundado el pueblo de Cedrón, en esas espléndidas novelas de Héctor Rojas Herazo, ese autor que, aunque funda­mental en nuestras letras, a veces se olvida. De algu­na manera me ha asaltado más bien el tema que la idea y han ido apareciendo tal como lo señalas, re­giones geográficas y espirituales, pequeños mapas, oficios, etcétera, porque yo creo que ante esa insa­tisfacción con la realidad hay una realidad paralela que uno busca plasmar en lo que escribe.

–¿Qué imágenes y qué sombras –en un poema te lla-mas cazador de sombras– has perseguido en Pasapor­te del apátrida?

‒Yo creo que es un libro provocador; desde esa condición del apátrida a lo Cioran, de que no perte­necemos a un entorno físico aunque tengamos nues­tras raíces en él. Nos define el desarraigo, porque la patria casi siempre tiene dueño. Entonces hay una

visión un tanto ácrata y burlona sobre ese sentimien­to de la patria. En el libro he consignado las palabras que dijo Rimbaud cuando supo que le iban a hacer un monumento: que aceptaba siempre y cuando el monumento se utilizara para hacer balas para dispa­rarle a los franceses. La actitud del poeta mostraba

no sólo el horror por la gloria, sino un horror a la idea de patria. El libro no es que sea privativamente sobre esa imagen; también recoge una serie de homenajes a personajes que me han acompañado carismática­mente durante mi vida. Pienso, ojalá sea así, que en ese libro he logrado calibrar un poco más un sentido tal vez hedonista de la poesía. Cada vez me repele más la poesía solemne, con todo y ser una gran poesía pura, una poesía ceremonial; pero a mí siempre me falta la mosca en la nariz del orador, para disminuir la demasiada solemnidad en nuestra poesía, siempre muy dada al acartonamiento, con contadas excepcio­nes magnificas: “Gotas amargas”, de José Asunción Silva es un temprano antipoema en América Latina, antes de que se adjudicara el rótulo de gestor de la anti­poesía a Nicanor Parra; antipoesía que vuelve en “Suenan timbres”, de Lus Vidales, y como burla de la heráldica modernista, en Luis Carlos López. Creo que ese tipo de “poesía acá”, con las ideas solem­nes que tenemos alrededor de la palabra no ha sido suficientemente valorada, y creo que es un aire que de alguna manera refresca tanta estatuaria, tanta idea acartonada sobre el lenguaje y los temas precon­cebidamente poéticos. El gran cronista de la genera­ción de Los nuevos, Luis Tejada, decía que había que darle el mismo rango estético a la rosa que a la zana­horia. Por supuesto, es más fácil hacer parecer poé­tico un mal poema en que se le lleva un ramo de rosas a la amada que a un buen poema en que se le presen­ta un manojo de zanahorias. Ese matiz de impresión caricaturesca del mundo, de cierta ironía que puede desplegarse por medio del lenguaje poético, cada vez me interesa más y Pasaporte del apátrida está saturado de esta posición.

–Viviste un tiempo en México. ¿Fue importante para ti? ¿Que impresión te deja la literatura mexicana?

‒Viví parte de mi infancia en México y, visto por un espejo retrovisor, ello me ha significado muchas cosas, todas de un orden muy positivo. Por un lado, digamos que ese fasto de la cultura mexicana en sus letras, en su música, en su cine, contribuyeron a mo­delar un cierto imaginario y a una educación senti­mental que yo habría descubierto mucho después, en un sedimento, un bagaje, ese almacén de recuer­dos de la cultura mexicana que fue apareciendo en mi escritura, y de la mejor manera, que es cuando uno se sorprende de lo que ha escrito y dice “yo no sabía que sabía eso”. En la plástica de México, para mí es Tamayo un pintor extraordinario, o la mirada bur­lona y desmitificadora de la muerte de José Guada­lupe Posada. Alguien cuyo descubrimiento resultó primordial: Julio Torri, poeta de la narrativa breve, que logra un lenguaje anfibio entre el cantar y el con­tar a partir de pequeños poemas argumentales o de pequeñas historias líricas, que debo reconocer como influencias, sobre todo su libro Fusilamientos. Juan José Arreola también, en esa línea de Marcel Schwob y de Julio Torri, que logra unos pequeños poemas en prosa que me parecen realmente extraordina­rios. Por supuesto, Rulfo. Y por supuesto todo el imaginario popular, porque en México no se necesi­ta escarbar mucho para encontrar la cultura popular y un pasado esplendoroso que uno encuentra muy vecino, muy próximo •

“ “A mí siempre me falta la mosca en la nariz del orador, para disminuir la demasiada solemnidad en nuestra poe-sía, siempre muy dada al acartonamiento.

Fotos: Gabriel Ruiz Arbeláez

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“ “El vacío, como la imagen, también es una fuerza poderosa.

rtE Es podEr, como el dinero, la reli­gión o el miedo. Poder de la imagen tras­ladado a la palabra. Pienso en Filomela, privada de su lengua, buscando la imagen para sobrevivir.

¿Por qué un cuadro como La Gioconda es robado por indígenas de la Sierra Ma­dre para ser deificado? ¿Qué han encon­

trado en la casquivana Monalisa para adorarla bajo la advocación de Nuestra Señora de Nequetejé? ¿Tie­ne razón la psicoanalista al afirmar que se identifi­caban con ella por la serenidad de sus rasgos, por el color de la piel? ¿Es la misma fuerza que lleva a mi­llones de turistas a agolparse ante el retrato? Quizás la inspiración, que engendró la imagen, conserva su aroma de misterio, incluso a pesar de su impacto me­diático y entronca con el arquetipo de la Gran Madre que nos acompaña desde las cavernas.

De la devoción a la perversión. En La hora estelar de los asesinos, de Pavel Kohout, las sublimes imáge­nes del martirio de Santa Reparata son la fuente de inspiración de un asesino serial en la Praga de 1945, para purificar a las viudas con la habilidad de un sacerdote azteca.

Y de la devoción a la corrupción. Considero la mercantilización y la banalidad como los dos jinetes apocalípticos del arte: la simonía y la fatuidad. En Réquiem, de Antonio Tabucchi, Las Tentaciones de San Antonio, de El Bosco, un cuadro de alto valor tauma­túrgico en la antigüedad, se convierte en motivo de ostentación de un coleccionista texano que corrom­

pe, con el poder de su dinero, el talento de un artista, encargándole copias a gran escala del tríptico, para tapizar los muros de su interminable rancho.

En “El retrato oval”, de Poe, a caballo entre la pin­tura y la palabra, al referir la historia del cuadro junto con su descripción, permite comparar la fuer­zas de imagen y palabra. Narra la lucha desigual entre el Arte y el Amor: “¡Aciaga la hora en que vio, amó y desposó al pintor!” ¿Cómo podía luchar contra ese monstruo devorador de vida? Ella, tan hermosa que a lo único que podía temer era al pincel, aceptó posar en un recinto donde no caía una sola gota de luz. El artista, abstraído en su labor, no se daba cuen­ta de que pintaba a costa de la sangre de su esposa. La lucha de poder a poder entre el arte y la vida ori­gina lo que llamo el principio de indeterminación del arte, que está en relación inversa con la vida.

El título de El vellocino de oro, de Gautier, sugiere la búsqueda de un objeto fantástico. El personaje, fascinado por El descendimiento de la cruz, de Rubens, se hunde en un abismo de luz, naufraga en un océano de oro: la Magdalena. Nuevo Pigmalión condenado a venerar un cuadro, enloqueció. No podía vivir sin él, sintió celos de Cristo. Escrutaba la belleza aun en las pinceladas más imperceptibles. Pero al encontrar su vellocino dorado, la encarnación viva de la Mag­

Gabriel Gómez López

dalena, cometió un horrendo pecado, un acto de ino­cente maldad. Pidió a la mujer que había renunciado a todo por seguirle, que posara con el atuendo de la santa pecadora. Nada menos que Ella fuera la Otra, condenándola a ser una mera suplente.

También Hoffmann, en “La Iglesia de los jesuitas de g” relata el encuentro de la musa y el artista… con efec­to aniquilador hacia el arte. Bien sabían los griegos que debían evitar las relaciones íntimas con las diosas.

VerSe taL CuaL

Es privilegio del narrador utilizar un relato para terminar una obra inconclusa y develar un misterio de siglos. Dino Buzzati en “El Maestro del Juicio Fi­nal” recurre a un lejano descendiente de El Bosco, un relojero, para apreciar el mecanismo interno que mueve a las imágenes. ¿Qué ocultan los enigmáticos

cuadros? ¿Son interpretaciones del Averno, de las herejías o culpas que lo agobiaban? ¿Las neurosis de la época? El descendiente, poseído por el espíritu del pintor, culmina El Juicio Final perdido en un incen­dio en El Prado. El narrador da fe de que El Bosco era un pintor realista y no fantástico, pintaba las cosas tal como las veía. Circulaban por las calles de Holan­da, como en las de cualquier ciudad de cualquier tiempo: “sucios pájaros, lagartijas hinchadas de odio, ve jigas infames con patas de araña”, pululaban entre hombres comunes y corrientes. Ladraban, vo­mitaban, babeaban, despojados de las máscaras que los hacían parecer inofensivos. Bastaba con echar una ojeada al exterior.

Verse tal como se es representa una de las supre­mas pruebas de la antigüedad. La fascinación de Me­dusa y de Narciso es la misma. En Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia, Pseudo­Calístenes narra có­mo la reina Cadance mandó retratar en secreto a Ale­jandro. Así, cuando éste se presentó de incógnito, ella le mostró su retrato. “¿Reconoces tu imagen?”, le dijo. Alejandro temblaba, aterido de miedo. El con­quistador de los pueblos, el amo del mundo, estaba en poder de una mujer. Todo relato es una galería de espejos, pero encontrarse desnudo, frente a sí mis­mo, es otra cosa. ¡Sin su secreto no era nada!

El artista y el profeta entonan la misma frecuencia. En Los cuadros proféticos, de Hawthorne, el protago­nista se convierte en el rey de la Tierra Baldía, culpa­ble de la decadencia de su entorno. Pintaba tanto a las imágenes como la mente y el corazón de sus mo­delos. “¡Los originales no se parecían tanto a sí mis­mos como a sus retratos!”, rivalizando así con el Creador. Un día, tras pintar a una pareja, contempló una expresión de angustia y terror en el cuadro que no recordaba haber visto en la modelo. Años más tar­de, al corroborar lo profético de su arte, se pregunta­ba si no sería el artífice de lo que había imaginado.

El rEtrato dE dorian Gray, de Oscar Wilde, es una obra en proceso que no habla de una pintura sino de un li­bro llamado El retrato de Dorian Gray que narra la vida de Oscar Wilde, sus hechos reales e imaginarios. Con el pincel de sus palabras plasma cuanto él anhela ser en realidad. Se presume de lo que se carece. Una y otra vez Wilde postula que un artista no debe poner nada de su vida en la obra… pero también afirma lo contra­rio: “Hay demasiado de mí mismo en el cuadro.” En el texto está el secreto de su vida. Paradoja singular la de caer en la trampa de la que se quiere escapar. “Sien­to celos de mi retrato”; “cada instante que pasa me arrebata algo y le da algo a él”. El cuadro, más que revelar su historia, plasma sus anhelos ocultos. Al es­cribir el relato, Wilde está pintando su autorretrato, enamorándose de su propia belleza, observando con delectación la corrupción de su propia alma, experi­mentando el enorme placer de transferir el mal al cua­

dro. Y contempla, en la más absoluta intimidad, su bitácora personal, su retrato oculto. Al dar la última pincelada, al entregarlo al editor, la obra tendrá vida propia y él ya no será necesario.

eL arte: PaCieNCia, eStiGMa y VeNGaNza

Lanzarote, prisionero de Morgana, a riesgo que ser descubierto, pintó en los muros su pasión. Las pin­turas “estaban tan bien ejecutadas que se hubiera dicho que no había hecho otra cosa en su vida”. Be­saba la imagen como si estuviera ante su amada de carne y hueso. El arte había sido su puerta de escape de la realidad, su muy particular catarsis.

En La madona del futuro, de Henry James, se habla de un pintor virtual que consagró su vida a realizar una obra, pero nunca fue capaz de ejecutarla. Y aun­que encontró a la modelo ideal, aplazaba su obra para un futuro hipotético. Y no pintaba nada porque, aunque disertaba como un genio, desconocía el abe­cé del dibujo. Su único patrimonio, su obra inmortal, era un pedazo muerto de tela blanca, agrietada y descolorida que envejeció en espera de un poco de pintura. Desperdició su vida en los preparativos sin dar el primer paso. El vacío, como la imagen, también es una fuerza poderosa.

A

Los infinitos rostros

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9 Jornada Semanal • Número 899 • 27 de mayo de 2012

En El Judas de Leonardo, Leo Perutz nos muestra el poder de la paciencia. No se debe forzar la inspi­ración. Leonardo mantiene en suspenso su Última cena; le falta el Judas. Un hombre que debía ser no la maldad pura, sino alguien “que por orgullo de­jara pasar el amor de su vida”. Por dos veces en el relato se cruzan el modelo y el pintor. No importa: tarde o temprano la orquesta comenzará a tocar. Pero el solista, al interpretar a Judas, se convierte en la imagen arquetípica del traidor, objeto de mofa y escarnio. El cuadro vengará a la joven traicionada. La imagen devolverá al malvado su maldad, ojo por ojo. El arte como estigma vergonzante.

En “La pátina del tiempo” de Henry James, tam­bién hay una venganza a través de un cuadro. Por azares del destino, la víctima se convierte en verdu­go. Si no pudo tener al hombre real, conservará su imagen, involuntariamente restituida por quien lo había robado.

Al pintor de La obra maestra desconocida, de Bal­zac, le faltaba encontrar a la mujer perfecta para concluir su cuadro. Sería capaz de bajar al mismo infierno para conseguirla. Su imprudente discípulo le acortará el camino, entregándole a su amada para que pueda terminarlo. ¡Infame sacrilegio! ¡La musa es única! ¿Qué marido conduciría a su esposa a la deshonra? Sólo un artista podría sacrificar a su mu­jer por el arte. Y en tanto la modelo, obligada a po­sar, sollozaba desconsolada, su imagen arribaba al otro mundo en mística apoteosis. El artista había alcanzado lo indecible, lo irrepresentable. Pero era

el único que podía contemplar las formas sublimes que había pintado. Como un poeta que es el único en comprender su poema. Los otros sólo veían co­lores confusamente aglomerados, una muralla de pintura sin sentido. Aunque, mirando con atención, podía verse la punta del iceberg, un detalle apenas, el esbozo de un pie delicioso, vivo, emergiendo en­tre un caos de tonos y matices indecisos. Sólo el Creador podía ver el resto.

El sueño de la razón engendra monstruos, de acuerdo, pero cuando el monstruo sueña… produce arte. En un relato de César Aira, “Un episodio en la vida del pintor viajero”, el pintor, estimulado por el opio, la jaqueca y el deshielo nervioso, tras ser alcanzado por un rayo, visualizaba pesadillas que se conectaban con la realidad y la iban deformando: “los abismos tenían abismos a su vez. Árboles como torres, flores con patas o riñones, salmones del ta­maño de terneros”. Visiones efímeras, fugaces como la inspiración, lo desbordaban a tal velocidad que era incapaz de contenerlas. ¿Por dónde comenzar? El arte es largo pero la vida es corta.

Narra Séneca que Parrhasios compró a un viejo esclavo y procedió a torturarlo con crueldad a fin de pintar, lo más real posible, una imagen de Pro­meteo encadenado. ¡Era suyo! ¡Lo había compra­

do, tenía derecho a hacer con él lo que quisiera! En “El Biombo del infierno”, de Akutagawa, el arte es llevado a extremos insospechados. Yoshihide, un pintor excepcionalmente dotado, no se detenía ante ningún obstáculo para lograr la perfección. En su pintura sobresalía lo desagradable, lo per­verso. A lo único que amaba era a su hija, y, celoso, la defendía de su patrón. Cuando decidió la ejecu­ción de un biombo que representara al infierno, entre sus modelos, cadáveres y rostros putrefac­tos alternaban con cortesanos y sacerdotes. Pero no alcanzaba la inspiración final. En medio del cuadro un carruaje caía del cielo, en su interior se veía a una cortesana lujosamente ataviada, deba­tiéndose en las llamas del infierno… pero no podía captar su rostro con claridad. Porque sólo podía pin­tar aquello de lo cual había sido testigo o visto en

Los infinitos rostros deL arte

sueños. La petición a su patrón era insólita. “Os ruego señor que hagáis que se queme una carroza delante de mis ojos, y si fuera posible, dentro de la carroza…”

¿Qué es el arte? ¿Una venganza cruel?¿Un grito atormentado que brota desde un corazón que se retuerce entre las llamas del remordimiento? ¿A qué abismos morales es capaz de descender un ar­tista para conseguir su inspiración? ¿Sería incluso capaz de sacrificar lo que más ama? ¿Acaso no hizo lo mismo Agamenón cuando partió para conquistar Troya? ¿Y no fue un acto de suprema humildad, alabado por lo siglos de los siglos, el de Abraham cuando obedeció la orden de sacrificar a su hijo? Por eso dice Artaud: “Nadie ha escrito, pintado o esculpido nada, como no sea para salir, de hecho, del infierno.” •

Ilustración de Marco Perulli

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10leer 27 de mayo de 2012 • Número 899 • Jornada Semanal

Por las sendas de la memoria. Prólogos a una obra,

Octavio Paz,

fce,

México, 2011.

CAMBIAR EL DESTINO DE LOS CLÁSICOS

RAÚL OLVERA MIJARES

Ventajas de viajar en tren,

Antonio Orejudo,

Tusquets,

México, 2012.

ENCADENAR HISTORIAS

JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ

Entre 1990 y 1997, la última década en la vida del escritor, a iniciativa de Hans Meinke, al frente del Círculo de Lectores, casa editora que en España daría a la luz las Obras completas, Octavio Paz revisó, descartó, dispuso y editó la totalidad de sus escritos. Catorce cuidados volúmenes fueron el resultado de este magno esfuerzo que cuenta en México con el preclaro antecedente de Alfonso Reyes. Paz, sin embargo, introdujo la costumbre de encabezar cada tomo con un prólogo, de exten-sión y carácter variable, que va desde la nota acla-ratoria sobre la edición original con ligeros cambios, hasta la crónica de la génesis del libro e incluso la minucia autobiográfica casi de un diario mínimo. El revisionismo, tanto de tintes estricta-mente estilísticos como de corrección ideológica, es una tendencia que espolea la laboriosidad y los escrúpulos de algunos autores. Esta inclina-ción resulta difícilmente soslayable en el caso de Paz. Los prólogos de los volúmenes aparecidos en vida de sus Obras completas constituyen un valio-so y revelador legado.

Particularmente lúcidos, inmejorables, son los prólogos correspondientes a volúmenes donde el autor aborda la vida y obra de otros escritores y los propios conceptos acerca de la poesía. Menos ágiles son los ensayos históricos y psicológi-cos respecto de México. Todo el discurso sobre los cambios de ideología cae más en el género auto-biográfico que en el ensayo propiamente dicho. Siempre sugerentes y lúcidas resultan, en cambio, las reflexiones sobre artes plásticas. La historia de su infancia, transcurrida en Mixcoac, sus viajes, particularmente el encuentro con el grupo de los surrealistas en París y el descubrimiento poste-rior del lejano Oriente. Todo se encuentra en este libro iluminador y fascinante con pasajes que resultan incluso conmovedores cuando el autor vuelve la mirada al presente, los últimos días de un hombre de ochenta años, herido ya de muer-te, que con serenidad y emoción contempla lo pasado y tiene fugaces pero certeros atisbos de lo que está por venir, tanto en las tendencias del arte o bien editoriales, como en los inminentes cambios políticos y sociales que ese Nuevo Orden Mundial traerá para beneficio de algunos y para perjuicio de otros.

Al referirse a su Obra poética, lamentando el título para los dos tomos que recogen su lírica, el autor recuerda que Alfonso Reyes titulara Cons-tancia poética a sus poemas completos, un hallazgo que resulta envidiable, pues si algo caracteriza la vocación de un poeta es la asiduidad, la terque-

dad, la obsesión intermitente que lo lleva a compri-mir la idea individualísima que abriga acerca del tiempo. Paz en los dos tomos de su Obra poética recogió todo: verso tradicional, verso libre, poema en prosa, prosa poética y traducciones de poemas, tantas veces realizadas al alimón. La poesía era para Paz, ante todo, afición y libertad; Libertad bajo palabra (1949) reza el primer título memorable de uno de sus nutridos y frecuentes poemarios •

Es muy probable que un lector de nuestros días de pronto se encuentre atrapado en medio de una enorme andanada de propuestas narrativas. Ejer-cicios formales se hallan por doquier y la idea de pelear contra el texto para ver quién resulta el vencedor está muy en boga por estas fechas. En sí mismo, el hecho de enfrentarse con los libros no está mal ni mucho menos. Las lecturas exigentes suelen ser las que más aportan y las que permiten que uno se desarrolle como lector. Sin embargo, un malentendido apunta a que las complicaciones en el campo de lo formal son sinónimo de exigen-cia cuando, en realidad, en muchos de los casos pueden significar apenas distractores esnobis-tas. Esto se debe, sobre todo, a que por privilegiar la forma, muchos autores hacen de lado la tarea sustantiva de los textos narrativos: contar histo-rias. De poco sirve hacer un planteamiento nove-lístico que conlleve todas y cada una de las compli-caciones formales si, a la hora de leer, el lector se da cuenta de que no le están contando nada o de que la historia es apenas una breve anécdota maquillada.

Antonio Orejudo (Madrid, 1963) es un claro ejemplo del balance que se agradece a la hora de combinar forma y fondo. Ventajas de viajar en tren se reedita tras varios años de ausencia en las librerías. El planteamiento es simple. Una mujer se encuentra con un hombre en un tren. Ella está regresando de la clínica psiquiátrica donde acaba de ingresar a su marido. Él le pregunta si le puede contar su historia. Luego le confiesa que es un doctor de esa misma clínica y que, en su carpeta, carga con las confesiones escritas de varios pacien-tes. En una estación baja del tren por un refrige-rio y no alcanza a abordarlo de vuelta, dejando la carpeta en manos de la mujer.

Sólo eso. Una carpeta abandonada y la tenta-ción de convertirse en un metiche. Justo lo que todos los lectores somos. Así, pues, la novela se irá configurando a partir de historias que se enca-denan. Una tras otra darán la impresión de ser rela-tos aislados que, poco a poco, irán configurando una entidad mucho mayor. Y para contar todo lo que cuenta Orejudo no requiere de artificios. Le basta una prosa simple, diferenciada entre cada uno de los personajes, para meter al lector en una vorágine de tensión dramática.

Es cierto, Las mil y una noches o El Quijote son claros ejemplos de esta estructura narrativa. Orejudo no inventa nada nuevo. Sin embargo, la frescura con la que su prosa fluye, la manera en que las historias se van encadenando y la forma en la que consigue que el lector participe de la trama son razones poderosas para no despegar-se de esta novela. Además, cada una de las anéc-dotas que cuenta basta para volver entrañable al más extraño de los personajes. Algo que los lecto-res siempre agradecerán •

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en nuestro próximo número

Jornada Semanal • Número 899 • 27 de mayo de 201211

próximo número

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LETRAS ADOLESCENTES

Entre pasiones y extravíos,

Octavio Rodríguez Araujo,

Ed. Orfila,

México, 2012.

OJOS QUE LEEN, CORAZÓN QUE SÍ SIENTE

ALEJANDRA ATALA

Vidas secretas, Rogelio Guedea, Ediciones b, España, 2012.

Esta es la tercera novela de Rogelio Guedea, en la que se narra la historia de un profesor mexicano (que bien podría ser el propio autor) que luego de pasar algunos años como académico en una universidad de Nueva Zelanda se ve envuelto en una relación erótica con una de sus estudiantes, quien, a su vez, tiene un rasgo peculiar: es bailarina en un table dance. La vertiginosa relación entre profesor y estudiante, que se resolverá en un final inesperado, es alternada por dos escenarios más: el de la vida académica, no del todo afortunada como pudiera pensarse, y el de la experiencia de vivir en una cultura antípoda. Una novela breve pero intensa en la que se nos ofrece una reali-dad poco común si se compara con las temáticas abordadas por la narrativa mexicana más reciente.

Inevitable es pensar en los caminos que va toman-do la pluma cuando el autor “quiere” una cosa y sobre el papel se “manifiesta” otra. Tal es el caso de m. Proust (1871- 1922), con su memorable libro En busca del t iempo perdido , o el mismo h . de Balzac (1799- 1850), con su pródiga Comedia humana; en ambos casos la pretensión era la reali-zación de estudios o ensayos sociológicos que fueron derivando, no sin asombro de los poetas, a sendas obras literarias de gran peso y manufac-tura feliz. El libro Entre pasiones y extravíos, del doctor en Ciencia Política y profesor emérito de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, Octavio Rodríguez Araujo, si bien se cumple en la estructura de la novela, en veinticinco capí-tulos y una carta, parecería un muy ameno tratado sociológico del siglo xx si no fuera por el vehículo literario que va guiando la pluma del autor, por cierto, además de académico, también investiga-dor y narrador de otras dos novelas –por no contar la veintena de libros que de su puño y letra han florecido‒, cuya urdimbre es de especie poli-cíaca. Y digo todo esto porque no deja de maravi-llar aquello que la poesía o la literatura busca en quien encuentra, v.gr., los citados Proust y Balzac, y en este caso Rodríguez Araujo, en pleno siglo xxi, dotado de la deliciosa pedagogía que sólo puede brindar quien ha hecho suyo lo aprehen-dido, de tal forma que Entre pasiones y extravíos abre más de una puerta, al mismo tiempo, al lector. Con gran intuición literaria y una extraordinaria agilidad, Rodríguez Araujo nos invita a recorrer la historia de México a través de la historia que son las historias que conforman una entrañable amistad que ocurre entre tres hombres del siglo xx: Santiago, Armando y Nicasio.

Al parecer, toda obra poética o literaria nace de los brazos de una pregunta, misma que, con frecuencia más inconsciente que conscientemen-te, se va resolviendo a lo largo de la obra. En las novelas policíacas esto resulta mucho más claro; sin embargo, en las tramas líricas o épicas está presente ese cuestionamiento que en ocasiones, como es el caso de Entre pasiones y extravíos, en donde las reflexiones del autor son preguntas que van arboreciendo de un capítulo a otro, resolvién-

dose en lo inmediato, en algunas ocasiones y, en otras, como lo es la original pregunta de Rodrí-guez Araujo, se resuelven hasta el final.

La pregunta que tiende el también autor de El asesino es el mayordomo (Ed. Orfila), tiene que ver con el origen de la pasión y con los extravíos a la que ésta en no pocas ocasiones nos lleva. La interrogación tiene que ver con la “comedia humana” que va tejiendo el escritor a través de cuatro voces: la de la narradora, las de Armando y Nicasio y la propia del protagonista Santiago, al abrigo de una amistad de la que con hondura nos hace partícipes.

Si partimos de que “pasión” tiene que ver en su concepto más preciso con el padecer, el dolor es el que se va expresando en esta sinfonía de voces cultas, instruidas, preparadas y al mismo tiempo todavía “ciegas” para las emociones, nos dice Rodríguez Araujo: “Cultura y barbarie no son antónimos, sino dos fenómenos distintos que pueden ocurrir simultáneamente.”

Así, pues, no es tiempo perdido, ni búsqueda fallida la que nos ofrece Rodríguez Araujo en esta su primera novela lírica, pues en esas afluen-cias en las que va bregando su pluma nos lleva a navegar, en un período de cincuenta años, de los cuarenta a los noventa, en los ámbitos políticos, sociales, económicos, culturales, cinematográfi-cos, musicales, psicoanalíticos, sexuales, en el sentido de una vida, la de Santiago, que se cumple mexicana y que en cierta forma toma, lo quiera o no, la esencia del surrealismo de su patria, para lanzarnos al alma la inconfesable tristeza prove-niente de una falta de paternalismo y autoridad que conlleva a la inevitable destrucción •

012-018 Ejes y transición de la República, Salvador Vega y León (coordinador), Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2011.

Los capítulos en los que se divide este volumen colectivo son elocuentes respecto de la pertinencia y aun más, la impor-tancia crucial que en estos momentos tienen los temas aquí abordados, como puede leerse: el texto introductorio, a cargo del coordinador de la edición, se intitula Aportación para com-prender la sucesión presidencial; le siguen Cultura política y poderes fácticos, con ensayos de Fernando Sancén, Alejandro Ordorica, José Antonio Crespo, Alberto Aguirre, Purificación Carpinteyro, Liliana López y Marialba Pastor; Emergencia de los movimientos sociales, con textos de Michelle del Campo, José Luis Cisneros, Sergio Gómez Montero y Kenia López Rabadán; y finalmente Los medios en la disputa electoral, con las colabora-ciones de Gabriel Sosa Plata, Javier Esteinou, Beatriz Solís Leree, Enrique Velasco Ugalde y Elia Baltazar.

Textos desde la Comunidad de Diagnóstico Integral para Adolescentes del DF

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arte y pensamiento ........

Verónica Murguía

27 de mayo de 2012 • Número 899 • Jornada Semanal

Elogio de la relecturaPara Carlos Fuentes, in memoriam

Como todos, suelo cambiar algunas de las frases que me parecen memorables para ajustarlas a mis fines. Lo hago sin darme cuenta, por supuesto. Quizás dichas frases me llamaron la atención porque, al oírlas o leerlas, creí que confirmaban lo que pienso. Luego me pasa que, en medio de una discusión, acudo al libro para amparar-me tras la autoridad de un escritor célebre y me llevo un chasco, pues resulta que el hombre escribió una cosa distinta de la que yo sostengo. Así con una célebre cita de Vladimir Nabokov: “El buen lector, el lector mayor es un lector activo y creativo, un lector que relee.” En mi memoria, apuntalando y condonando mis costumbres, Nabokov afirmaba: “El buen lector sólo relee”.

Me lo repetía muy ufana, mientras abría por milésima vez las páginas de Memorias de Adriano o El hacedor. “Y tú, ¿qué estás leyen-do?” me preguntaba algún amigo. Yo respondía con parsimonia: “Lo mismo de siempre”, convencida de que Nabokov, desde un cielo lleno de mariposas, me miraba con aprobación.

Hace poco me di cuenta de que anduve equivocada varios años, escudándome tras Nabokov para justificar mis manías. La diferen-cia entre la cita verdadera y mi invento es enorme: Nabokov se re-fiere, por supuesto, al acto de leer como un acto participativo, de creación conjunta. En la misma conferencia define la escritura como un descubrimiento, una puesta sobre el papel de una porción de la experiencia colectiva. Para Nabokov, las historias nos pertene-cen desde el origen a todos, de ahí que, para él, el acto de leer sea un reencuentro.

Estoy de acuerdo, pero la comprensión cabal de la cita no des-pierta en mí el entusiasmo que suscitó la primera y errónea impre-sión. “El buen lector sólo relee” me sonó a música porque yo releo y

releo. Cuando escribo, co-rrijo y corrijo. Padezco una penosa lentitud de espíri-tu: soy incapaz de ir de un libro a otro sin hacer para-das y pausas, descansando entre páginas familiares y frases tan amadas que las siento mías.

Tengo para mí que la mejor manera de ser un buen escritor es aprender-se de memoria libros aje-nos. Cuando era una niña que pensaba que tenía todo el tiempo del mundo –y a esa edad sí lo tenemos–, me aprendí de memoria Los tres mosqueteros. Repe-tía como perico pasajes incomprensi-bles, porque hablaban de encuentros sexuales, pero igual me emocionaban. Como aquél en el que D’Artagnan le arre-bataba a la dama de compañía de Mi-lady una nota destinada al conde de Wardes, invitación a entrar por la noche en la recámara.

La traducción, mala, decía ̋ billete” en lugar de nota, seguramente por billet doux, la misiva amorosa del original. ¿Un billete? ¿Para entrar de noche a casa de Milady? ¿Era dinero? Sepa.

La villana del libro, una femme fatale de siete suelas, recibía al amante en pei-nador. Otro tropezón. Para mí un peina-dor era un señor con una bata de manga corta, un peine en el bolsillo y una tijera para cortar el pelo en la mano. Mi imagi-nación infantil diseñó una bata de pe-luquero cuajada de pasamanería y con vueltas de encaje en los puños. Fea pe-ro barroca. Si no hubiera memorizado el libro, no sabría ahora que el papel que D’Artagnan robó era una carta pa-sional y que el peinador era una bata, sí, pero sexy.

Carlos Fuentes leía El Quijote una vez al año y solía afirmar que cada lectura le revelaba algo distinto. No lo dudo: ¿cómo, si no, desentrañar los misterios del son-riente método cervantino? Con cada re-lectura se le revelaba una nueva faceta. Pienso en un hilo que condujera al cora-zón de Sancho. Quizás el hilo fuera un re-frán descabellado y, sin embargo, recono-cible. Imagino a Cervantes creando su autorretrato en veladuras, oculto tras Ci-de Hamete Benegeli.

En una lectura melancólica, el lector se demoraría en el final de las aventuras, cuando Alonso Quijano recupera la ra-zón. En otra, presidida quizás por las ga-nas de comer, se releerá gustosamente el capítulo donde se describen las bodas de Camacho.

Yo, tristísima como estoy porque Car-los Fuentes ya no está entre nosotros, acudo al Quijote que él tanto amaba para asirme de una frase que me dé consuelo. La encuentro, por supuesto. Es mi despe-dida en esta hora enlutada. Hago mías las palabras de Sancho al caballero: “¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de toda la Mancha y aun de todo el mundo, el cual faltando tú en él quedará lleno de mal-hechores, sin temor a ser castigados de sus malas fechorías!” •

El último poema de Paul Celan

A la memoria de Carlos Fuentes

Si algo caracterizó a Paul Celan es la manera en que respondió al desafío lanzado por Teodoro Adorno: “No se puede escribir poe-sía después de Auschwitz.” La afirmación guardaba –aún guarda– un argumento válido: si un poeta vive de la lengua que le propor-ciona su época, una lengua envilecida al grado de permitir y justificar el horror, no puede ya darle nada a la poesía, el más sa-grado de los lenguajes. Celan, sin embargo, desafió el argumento: tomó la lengua envilecida por la administración nazi, la lengua a través de la cual su madre, su padre y millones de seres humanos habían sido aniquilados, y trató de rehacerla.

No ha habido, en este sentido, un intento más profundo y des-mesurado que el de Celan. Nadie tampoco –quizá con excepción de Beckett– ha llevado el lenguaje de la poesía a los territorios a los que él la condujo. ¿Qué dice? El intento de revelar lo inefable. No sólo el horror del mal, sino la presente ausencia de un Dios y de una madre que a falta de un nombre llamó “tú”, la encarnación, a través de la lengua alemana, de lo que los profetas anunciaron en hebreo y que los nazis habían borrado de la palabra como habían borrado los cuerpos en el humo de los hornos crematorios –esa “tumba ex-cavada en el aire”.

¿Lo logró? No lo sé. Lo que sé es que este sobreviviente –como lo definió su mejor estudioso, John Felstiner, con las palabras de Celan–“de las múltiples tinieblas del discurso mortífero”, hizo que “sus palabras jadeantes” y su escritura trabajada con los “afilados cuchillos de ruego/ de mi/ silencio”, se volvieran cada vez más crípticas, más inefables en su decir, más balbucientes, hasta frisar el silencio absoluto. ¿Era el de los místicos? En un sentido posi-

tivo sí. Su último poema, escrito el 13 de abril de 1970, lo insinúa, no con el gozo de Juan de la Cruz, sino con el pe-sar de Ezequiel: “Los Abiertos llevan/ la piedra detrás de los ojos,/ ella te reco-noce/ am Sabbath” (“en el día del Sa-bbath [el día del reposo, el día en que Dios descansó después de haber crea-do, el día que pertenece a su silencio] o “cuando venga el Sabbath” o “que ven-ga el Sabbath”, traduce Felstiner las múl-tiples posibilidades del verso hebreo). Habría que decir, sin embargo, que ese silencio, ese reposo, fue también místi-co en un sentido negativo, el de los des-esperados, que en un mundo desalo-jado de Dios han perdido cualquier mediación –incluso la de la palabra que lo nombra y que no alcanza para refun-dar el sentido después de Auschwitz. Treinta y ocho días después de escrito el poema, Celan se suicida arrojándose al Sena en el puente Mirabeau. El sitio no es sólo emblemático; es, en su mis-ma condición de emblema y de Shibbo-leth (contraseña), el sentido de su silen-cio. El poema de Apollinaire, que lleva el nombre de ese puente, habla del tiem-po, del amor y de la permanencia. En el fluir del río –el indómito dios pardo de Eliot–, el amante, que per-manece sobre el puente, mira el paso terr ible del t iempo y el amor que se ha ido con él. Celan, que en el puente del poema buscaba rescatar la permanencia del amor y e l sentido del dios, decidió su-mergirse en sus oscuras aguas para alcanzar “el silencio de la respuesta”. Ese silencio no es un fracaso; es el más profundo de sus poemas, cuya hermosa resonancia habría que bus-

carla en el poema “¿Dónde?”, escrito seis años atrás: “En la masa movediza de la noche// En la rocalla y los derrubios de la pena,/ en la más lenta agitación,/ en el pozo-sabiduría Nunca.// Aguagujas/ recosen la sombra/ estallada-hacia/ lo más profundo/ logra ser/ libre.” Frente al retorcimiento que Celan había hecho de la lengua para forzarla a decir lo que los hombres habían envilecido, llega de nuevo Felstiner en nuestra ayuda: “Co-mo ‘sombra’ en alemán tiene el género masculino, esas líneas finales pueden, tal vez, estar diciendo “él hacia/ lo más profundo/ logra ser/ libre.” Allí, donde el silencio de Dios hace los significa-dos y en el f luir del t iempo y de sus aguas limosas los recoge en su inson-dable silencio.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-cm del Casino de la Selva, escla-recer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la appo, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón •

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Luis TovarAlonso [email protected]@yahoo.com

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Jornada Semanal • Número 899 • 27 de mayo de 2012

De cómo nos alcanzó el futuro

Se dice que Hatsune Miku tiene dieciséis años, mide 158 centíme-tros y pesa 42 kilos. ¿Que quién es? Una cantante japonesa de pop-dance cuyas canciones varían entre los 70 y 150 beats por minuto (velocidad). Su rango vocal (esto es qué tan grave o agudo puede llegar su voz) se extiende desde un La 3 del piano hasta un Mi 5. Lo interesante de los datos y de que se haya convertido en la entertai-ner más exitosa del archipiélago asiático es que, créalo o no el lector, ni siquiera existe. Vende discos, boletos de conciertos y aparece en la televisión, pero no existe. Es una especie de holograma hiperreal que conjunta diversos programas computarizados.

Pensemos a bote pronto en textos literarios como la Eva futura, de Auguste Villiers de l’Isle-Adam, o “Plastisex”, de Juan José Arreo-la; en películas como Blade Runner o Simone; en series de animé como Evangelion o Astroboy; es decir, pensemos una vez más en esa idea arquetípica, propia de dioses, de crear un ser perfecto. Antigua meta que se manifiesta a lo largo de la historia en estatuas y autó-matas, en marionetas y maniquíes, hoy ha superado la meta de los pesados robots llegando a la sutileza del engaño, a la ligereza de lo que flota en el aire.

Principio que hoy nos tiene en vilo, es viejo y se ha usado cada vez más desde los años ochenta (alcanzó notoriedad en los noven-ta con la película El cuervo, cuando, tras la muerte de Brandon Lee, terminaron sus escenas con una cabeza virtual). Sin embargo, se ha refinado y varias compañías alrededor del mundo pondrán pronto a prueba la imaginación y moral de sus contratantes. He allí el espi-noso punto. En el caso de Hatsune Miku, su fama resulta inevitable y hasta graciosa, con todo y las implicaciones culturales que tiene. Claro, no es la primera, pues el paso más importante hacia la anima-ción lo había dado la banda Gorillaz; empero, se trata de un brinco

mucho más adelantado que pone la piel de gallina. En el caso de Tupac Shakur, rapero fallecido hace tres lustros y resu-citado virtualmente en el último festi-val Coachella de California, hay precisa-mente un ingrediente moral que, de no plantearse y discutirse a tiempo, pue-de causar enormes malestares y con-secuencias futuras. ¿Por qué?

No se trata de ver pietaje antiguo de un hombre (muerto) con el robusteci-miento de una proyección tridimensio-nal. Se trata de la manipulación comple-ta y nueva de su persona, basando la programación de movimientos y voz en los registros previos de su vida. Eso es lo grave. Como se vio en la aparición de Tupac, quienes manejan a estos “ava-tar” son los nuevos titiriteros de nuestro tiempo y pueden hacer andar a Lázaro, pero también lo pueden poner a bailar y cantar contra lo que hubiera sido su voluntad.

En el caso de Tupac la tenían fácil, pues usaron uno de sus discos. Pero en el de Miku fue justo al revés: primero surgió la voz y luego la imagen. El pro-grama que produce su canto se llama Vocaloid. Fue creado en 2007 para que músicos y gente común pudiera intro-ducir letras y melodías a una compu-tadora recibiendo a cambio un canto prác t icamente humano (la voz pro-viene de una perso-na real) con gran cantidad de ajus-tes (rango, to-no, timbre, vi-

bratos, glissandos, duración, ataque, etcétera). Al comprobar su éxito vino la idea de llevarla al escenario.

Claro, herederos como los hermanos Jackson ya están sopesando la idea de incluir a su desaparecido benjamín, Mi-chael , en una nueva gira; mientras, mercachifles y científicos de alto cali-bre, como la compañía Virtual Celebrity Produc tions o el Center for Future Storytelling, se plantean la posibilidad de resucitar a Elvis, Mari lyn, James Dean y demás figuras muertas antes de tiempo (un condimento fundamental para que el morbo pague boletos). Pero lo cierto es que, por más que avance la tecnología, será imposible que un holo-grama reaccione espontáneamente a su entorno, celebrando entre piel y neuro-nas la asociación de una vida única, la síntesis de ese trayecto individual que lleva a la suprema originalidad de la in-terpretación (por buena o mala que sea). Además, hay que decirlo, lo que hacen estos hologramas es bastante frío, pues la verdadera perfección se halla en los mínimos e incalculables defectos, no en la imitación obsesiva y detallada.

¿No se supone que el acto en vivo de un músico debe ser la síntesis de su preparación entera, errores incluidos; la suma de esa preparación y nuestra disposición crítica? ¿Cómo juzgar en-tonces, cómo disfrutar algo que viene enteramente programado desde una

máquina? ¿Cómo regalarle a ese pro-ducto un aplauso, un grito de res-

puesta? En fin. Así son nuestros días. Todo cuestionamiento a

la tecnología parece un aten-tado al avance humano. Todo regreso al fuego parece inútil. Observemos. Escuchemos. Pero no olvidemos. •

De viajes y otros lugares

Dos cortometrajes –Vivir y Beso negro– y un largometraje docu-mental –Bardo– en sus faltriqueras creativas le han sido suficientes al egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica, Gabriel Mariño, para acometer la realización de su primer largometraje de ficción, titulado Un mundo secreto (2012), mismo que ha partici-pado en varios festivales fílmicos –verbigracia la Berlinale, el de San Sebastián en España y el ficg en Guadalajara, en sus más recientes ediciones–, y que forma parte también de la programación del tri-gésimo segundo Foro Internacional de la Cineteca.

A partir de un guión escrito por él mismo, apoyado en el trabajo de verdad sobresaliente en la cámara de Iván Hernández, y acom-pañando a Pedro g. García en labores de montaje, Mariño logró una pieza narrativa sólida, compacta y, tratándose de una ópera prima en largo de ficción, prefiguradora de lo que más adelante, cuando los términos meramente cuantitativos den pábulo, quizá permita hablar de una voz fílmica propia o de un estilo personal.

Dicha posibilidad se incrementa al considerar que Mariño ha elegido un tema y un género que, en años recientes y en esta cine-matografía nuestra, son más que frecuentes, si no hasta un tanto manidos: por citar sólo ejemplos de ésos que llegan muy rápido a la mente, póngase A tiro de piedra y Vete más lejos, Alicia, cintas que con Un mundo secreto forman una tríada de road movies mexicanas, realizadas en el último lustro, que además de la pertenencia gené-rica tienen en común algunos otros aspectos, entre los cuales el más importante es, sin lugar a dudas, la coincidencia en hacer que su protagonista sea una persona joven y solitaria, en el primero de los casos un hombre y en los dos restantes una mujer.

No obstante, las diferencias entre los filmes de Sebastián Hiriart-Elisa Miller y el de Mariño comienzan a perfilarse precisamente en

dicha elección argumental: mientras Hiriart propone al personaje Jacinto Medina –en A tiro de piedra– y Miller hace lo propio con la Alicia del título de su filme, Mariño es el ú n i co q u e, d e e n t ra -da, rompe con esa suerte de atadura –o jettatura– genéri-ca, en virtud de la cual pare-c iera no solamente obvio sino inevitable que u n re a l i -zador hombre cuente histo-rias “de hombres” y una mujer cuente historias “de mujeres” (muy en otro registro y con un talento fílmico bastante más elevado, Tideland, de Te-rry Gilliam, es otra feliz demostración de lo que puede lograrse cuando se quiebran ciertos convencionalismos). Así pues, Mariño deposita lo mismo que sus colegas Hiriart y Miller, es decir, entre varios otros pesos el de la responsabili-dad dramático-actoral, así como el icó-nico, en cantidades muy próximas al total, no en un personaje masculino sino en una joven llamada María –encarnada en Lucía Uribe, una estupenda no actriz que a partir de esta experiencia deci-dió estudiar actuación. Toda enormísi-ma proporción guardada, el acierto de Mariño cae en los terrenos del ya cita-do Gilliam o, en literatura, de Flaubert creando a Mme. Bovary, vale decir, en los de una apuesta bastante más arriesga-da que la comparativamente simple de reflejarse, creativamente, en el alter ego que inevitablemente acaba siendo un personaje central en una road movie, máxime si se trata, como es el caso, de una en donde –y aquí de nuevo una de las reincidencias temático-formales más acusadas de nuestro cine reciente– el viaje tiene como propósito último o

acaso único, el famoso “encuentro con uno mismo”.

Felizmente, Mariño no se contenta con que su María agarre sin más ni más la mochila, se la eche al hombro y se convierta en mero pretexto para que los ojos del espectador puedan ver uno y mil paisajes/lugares/detalles que de tan parejamente bonitos –o mala, triste-mente embonitados– acaban por dar lo mismo, luego de todo lo cual se supone que uno debería sentirse tan empático como resulte posible con esa epifanía profana consistente en “haberse halla-do”. Es decir, algo así le sucede a María pero, a diferencia por ejemplo de lo que pasa con la Alicia de Miller, ella sí tiene una carga de vida, de historia personal y de cotidianidad que la acompañan du-rante el viaje, y es precisamente a partir de dichos antecedentes –que por cierto no paran de incidir en los sucesos del via-je– que se vuelve no nada más verosímil, sino en efecto cercana, semejante a uno en su inevitable diferencia. Se trata, pues, algo así como de un viaje a un lugar co-nocido –por no llamarle común–, em-pleando para ello una ruta igualmente conocida, pero que al final conduce a un sitio inesperado •

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Felipe Garrido

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27 de mayo de 2012 • Número 899 • Jornada Semanal

Ricardo Sevilla

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Philip Roth, el joven retraído

Antes de saltar a la fama, Philip Roth es un joven tímido, casi depresivo. Aislado y taciturno, posee cierto aire som-brío: es un muchacho de flacura y arrugas alarmantes. A pesar de tener un cuerpo bronceado y macizo, es un arisco empecinado. No consigue hablar con fluidez, y cada uno de sus ademanes le confiere un aspecto de aldeano retraído.

En el colegio, sus mentores lo delatan: el estudiante Roth, aunque obtiene buenas notas y resulta, incluso, un alumno sobresaliente, padece severas crisis emocionales. Es difícil lidiar con este chico de nariz roma y mandíbula prominente que, además de consagrar dos horas diarias a la natación, se niega a participar en cualquier actividad gru-pal. Los párpados fatigados –a los que se agregan unos té-tricos hombros anchos y desmayados– hacen pensar en un ser vencido por la melancolía. Demostrando que la moce-dad no es equivalente a esplendor, Philip resulta, en efecto, un adolescente particularmente anómalo: la cabeza peque-ña, el cabello enmarañado y un par de cejas negras e hirsu-tas lo hacen reconocible a varios metros de distancia. No sorprende que, en la escuela y en el sector donde vive, sus amigos sean escasos.

Philip Milton Roth nace en 1933, en Newark, Nueva Jer-sey. Su familia –adherida testarudamente a los anticuados preceptos del buen samaritano– es solícita y hospitalaria. Los amigos de la familia, de hecho, han sido celosamente elegidos entre los colegas de su padre: Herman Roth, un perseverante vendedor de fianzas. Aunque no es precisa-mente musculoso, este corredor de seguros transmite una sensación de vitalidad y fortaleza. La madre –Beth Roth, que años más tarde cobrará niveles míticos en las novelas de Philip– es una mujer alta y enjuta como un tallo seco. Tiene los rasgos angulosos y severos que son habituales en las rígidas e inocuas amas de casa.

La casa paterna está ubicada, a ocho kilómetros al oeste de Manhattan, en un suburbio apacible y con arbustos en las aceras. En las paredes de todas las habitaciones pen-den retratos familiares: abuelos, hijos, tíos, primos, sobrinos, y hasta fotos de algunos amigos cercanos. En general, se trata de un hogar cómodo y acogedor cuya estética, super-visada y mantenida tozudamente por Beth, defiende una norma elemental: conservarlo todo en su lugar. Cincuenta años más tarde, Philip le confesará a un periodista del Wash-ington Post: “Creo que nunca le ofrecí demasiados pro-blemas a mis padres. Yo era un jovencito amable, a quien le gustaba su casa, su cocina, su madre y su cama. Aún me gustaría tener todo aquello.”

Hijo de inmigrantes judíos, este afectuoso e indulgente jovenzuelo –que ya comienza a fatigarse de tanta bondad y desea elevar la voz ásperamente pero sin incordiar a su piadosa familia– trata de cumplir con su cuota de hebraís-mo. Acude a la sinagoga y está presente en casi todas las celebraciones: Rosh Hashaná, Yom Kipur, Sucot, Pésaj, etcé-tera. No obstante, la ortodoxia no encuentra cabida en la excitable conciencia del futuro escritor. Si bien admira y lee a un puñado de novelistas judíos –Bruno Schulz, Saúl Be-low, Primo Levi y Bernard Malmud– son más los autores que execra y satiriza: “hay escritores plañideros o delez-nables, cuyas obras merecen mi completa antipatía: Iliá Erenburg, Gertrude Stein o ese bufón obsceno llamado Allen Ginsberg”.

Curiosamente, las primeras obras de Roth son tan frívo-las y anodinas como aquellas que amonesta. Los textos de su juventud son todos sainetes y melodramas que no lo-gran trascender la puerilidad: Goodbye, Columbus, un insul-so libro de narraciones cortas e insípidas; Deudas y dolores, un mamotreto cuyo barroquismo e intriga es tan enreda-da como soporífera; El mal de Portnoy, una infortunada fá-bula sicalíptica, cuyo desolado mérito consiste en resistir impávidamente los vituperios de la ortodoxia judía.

Cuando Harold Bloom –encumbrado en su arrogancia monacal– proclame a Roth como “el artista más fino entre los escritores estadunidenses desde William Faulkner y Henry James”, es posible que ignore diez de los treinta li-bros firmados por el flamante ganador del Pulitzer. Lo cier-to es que el celebérrimo Philip Roth –que lleva a cuestas una veintena de galardones, premios y una persistente candidatura al Premio Nobel– tiene apenas un manojo de obras memorables: La conjura contra América, un portento-so ejercicio imaginativo, en donde el héroe de aeronáutica Charles Lindbergh conquista la Presidencia, vence a Franklin d. Roosevelt y consuma una pasmosa e inconcebi-ble alianza con Hitler; El teatro de Sabbath, la perturbadora historia de Mickey Sabbath, un rancio y licencioso titiritero cuyas semejanzas con los personajes del marqués de Sade son inquietantes •

Revancha

El tío Ramiro resistió la operación. Un tumor en el cerebro, en el

encéfalo, por ahí en la cabeza. El gusto nos duró poco, porque

quedó como vegetal. Una lástima verlo en la cama, volviendo la

mirada en todas direcciones, sin reconocer a nadie. Don Ramiro,

incorregible aún pasados los setenta, que durante más de medio

siglo hizo ver su suerte a la tía Clementina, dulce y abnegada,

puesta a disculparlo. Así es él, decía, y que nadie se lo tocara.

Metido siempre en sus asuntos, sus clases, todo el tiempo entre

libros, congresos, academias... y faldas, las enamoradas, una tras

otra. Porque lo buscaban, me consta. Y se comprende, porque su

labia... Ahora lo atienden la tía y sus tres hijas. Lo alimentan, lo

limpian, lo cuidan, no se le separan. Y por las tardes, con qué cui-

dado lo pasan de su cama a la salita, cómo lo acomodan, cómo se

aseguran de que pueda verlas todas, de las cuatro a las diez, dia-

riamente, las comedias que pasan por televisión •

Lector sin ventana

Siempre que leo algo que me gusta siento unas ganas irreprimibles de

compartirlo. Unas ganas de llamar a éste o aquél, de convocar a amigos y

familiares para mostrarles mi hallazgo. O de salir a la calle a decírselo a un

desconocido, al menos, el primer extraviado que pase al otro lado de la

cerca. Pero no: sucede que cuando tengo esos hallazgos son las tantas

horas de la madrugada, que es cuando leo o me dejo leer largamente, y

no hay nadie a quien llamar a esas horas, todos duermen bajo la oscuridad

de sus lámparas, y ni siquiera las ventanas pueden sacarnos del atollade-

ro porque dan a calles vacías, a casas oscuras, a otras ventanas ciertamen-

te cerradas. Y a mí no me queda más remedio que esperar que mi corazón

se acompase y la euforia se eche sobre mis pies como un perrillo faldero

y todo vuelva a esa normalidad de los pequeños e insignificantes acon-

tecimientos: que, dicho sea de paso, son los que nos mantienen vivos •

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Jorge [email protected]

....... arte y pensamientoJornada Semanal • Número 899 • 27 de mayo de 2012

Miguel Ángel Quemain LA OTRA [email protected]

Twitter: @JorgeMoch

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Distópico público crítico

Televisa ya no es lo que fue. Lejanos los tiempos en que el público le aplaudía todo lo que emitiera. Aunque sigue co-mo la cabeza más poderosa de la hidra que acapara el es-pectro radioeléctrico mexicano –en leyes que son letra muerta un bien nacional, de todos los mexicanos, y no pro-piedad privada de oligarcas prepotentes–, la merma de credibilidad que resulta de décadas de su habitual abonar al servilismo político, aunado a la pobreza de propuestas televisivas y la reiteración de la estulticia en el diseño de sus contenidos, y aderezado todo además con una arrogancia absolutamente acrítica de tantos condenables usos y cos-tumbres, resulta hoy en un consorcio al que cada vez más televidentes le retiramos confianza o simpatía, y aún más: ha crecido rápidamente entre la teleaudiencia otrora pasi-va y rumiante la convicción de que las televisoras son di-simuladas enemigas de la democracia.

La constante desinformación o la distorsión cotidiana de la realidad, con previsibles omisiones de información incómoda al régimen o a los intereses de los consorcios y sus favoritos, que por décadas supusieron la “astuta” mane-ra en que ese brazo mediático de gobiernos tradicional-mente autoritarios y después tecnócratas en los últimos veinticinco años modificaba en el ideario colectivo la ingra-ta realidad nacional, ha resquebrajado su presunto presti-gio. El mentís cotidiano de las televisoras –hoy más que nunca evidente en la constante difusión de encuestas sos-pechosamente favorables para el candidato del pri, preci-samente cuando las repetidas y multitudinarias manifes-taciones de rechazo a su persona ya en las calles, ya en las redes sociales, son prueba irrefutable del descontento de la gente con su postulación– ha perdido su otrora incues-tionable capacidad de incidencia en la población. Las ma-nifestaciones en días pasados de estudiantes (de universi-dades privadas en su mayoría) contra todo lo que Televisa (y tv Azteca) representan fueron tan contundentes que la misma Televisa dio un golpe de timón a esa distante soca-rronería con que habitualmente se referían sus comenta-ristas a cualquier manifestación popular de rechazo al em-porio, y hasta informaron a principio de esta semana de las concentraciones estudiantiles de Santa Fe y San Ángel donde se corearon hasta el cansancio eufóricas consignas en contra de la empresa.

¿Acto de contrición?, ¿recapacitación de una línea edi-torial inamovible? Difícil creerlo. Más bien, esta aparente apertura se puede deber a dos razones principales. La pri-mera es que es más que evidente que Enrique Peña Nieto, el “puntero” candidato priísta, apoyado a fondo por las televi-soras, no las tiene todas consigo. Hace unos días discutía yo

con algunos conocidos que son priístas, funcionarios algu-nos de gobiernos priístas y hasta partidarios de esas salva-jadas represivas que hemos visto en algunos lugares del país en que grupos de choque coordinados desde el pri golpean y maltratan a manifestantes “antipeña”. Y lo que pude leer entre líneas, asomado entre sus muestras de falsa, excesiva confianza (“vamos a ganar, les guste o no”) y sus bravatas de funcionarios enardecidos (“a esos cabrones había que madrearlos en el momento”) es miedo. Miedo a volver a perder canonjías y privilegios –infamantes– que creen recuperados y daban por sentado. Está nervioso el priísmo duro y eso lo hace buscar la salida brutal y violenta. La otra razón es pragmática: las televisoras, que finalmente son grandes aparatos de negocio, quizá empiezan a ver con otros ojos a su público, al que ya no se deja como antes, al que ya no les cree, el que se burla de la vehemencia de sus comentaristas y se encoleriza ante su cinismo o lambisco-nería con el poder político. Es un hecho irrefutable que la teleaudiencia ha cambiado. Quizá en sectores que en térmi-nos demográficos son minoría, como los universitarios –y más de universidades privadas, usualmente territorio de privilegiados– en medio de una vasta mayoría de gente que no habla dos idiomas ni tiene coche del año, ni viaja de vaca-ciones al extranjero, pero se trata de una teleaudiencia que representa millones de potenciales clientes o enemigos con capacidad de compra e influencia de decisión futura.

Basta con una apertura menos sesgada de las televi-soras para que la democracia en México avance, por prime-ra vez en mucho tiempo, verdaderamente hacia territo-rios trazados por sí misma y la sociedad en conjunto, y no por la mezquindad exaltada del cuarto de guerra de un grupúsculo de oligarcas arramblados por el miedo •

El laberinto interior de Rocío Carrillo

Labyrinthos, instalación escénica interdisciplinaria, idea original y dirección de Rocío Carrillo, es un montaje que posee múltiples significados: para la escena mexicana in-dependiente y su relación con el teatro institucional(izado), el universitario, con sus estrategias de producción y subsis-tencia, con el sentido de colaboración entre artistas de te-rrenos tan diversos como adyacentes.

Pero también lo puede disfrutar un espectador a quien no le importan, o muy poco, las vicisitudes de nuestro tea-tro, el diálogo entre el pasado y el presente escénico nacio-nal/latinoamericano, las jerarquías laborales y sociales entre los actores, los beneficiados por las becas de cual-quier signo, porque está enraizado en la naturaleza del sus-penso, de la pasión natural por escuchar historias de otros y asomarnos a su vida con la comodidad del voyeur, esa entidad que mira comprometida sólo con su excitación.

Pensemos en el puro teatro, su espacio, el recorrido la-beríntico que propone Rocío Carrillo en ese escenario her-moso y dúctil que es el Museo del Chopo, vivo y receptivo a la fecundidad fecundante del teatro. Pensemos también en el trabajo de dirección de actores, que posee la riqueza de extraer de cada actor sus posibilidades creadoras de acuer-do con una jerarquía.

La tridimensionalidad de Labyrinthos permite desglosar los logros exquisitos de Rocío Carrillo con los enormes de Betsy Pecanins, que en devota gratitud, complicidad y afi-nidad, diseña el sonido y propone una música que tiene el poder de ilustrar un camino, crear un repertorio de suge-rencias temáticas en lo auditivo y lo musical. Oído de poeta, Betsy logra crear atmósferas sonoras que abren los sentidos

a la problemática que plantea el horizonte de sucesos plás-ticos, discursivos y actorales que propone la directora.

Con este montaje, Rocío Carrillo muestra su destreza técnica, la profunda lección que ha tomado de su trabajo en masivos, iluminando, sonorizando y haciendo posible que un escenario se ilumine con algo más que el aura de su circunstancial protagonista (aunque esa circunstancia, la mayoría de las ocasiones, era Betsy Pecanins).

A pesar de su destreza, Carrillo no lleva a escena su so-ledad creadora, hace de su creación un mundo compartido como queda constatado en el programa de mano, donde acredita el diseño de ambientación y esculturas a Juan Ma-nuel Marentes, artista plástico que contribuyó a edificar estos iconos, donde los transeúntes de esta odisea contem-poránea nos paseamos como en un aeropuerto en espera de la siguiente salida al mismo puerto, donde tiene lugar una herrumbre semejante a la estación precedente.

Rocío Carrillo perteneció a un extraordinario colectivo llamado La Rendija, que reunió una decena de talentos. En ese laboratorio de la amistad, la diversidad, la imaginación

y el rigor se confiaba en una dramaturgia de conjunto que se hilvanaba con el material de la experiencia personal en las líneas que habían trazado Bob Wilson, Richard Fore-man y Gabriel Weisz (quien es el reconocido maestro de esta brillante generación) y que conocemos como tea-tro personal.

Este montaje tiene mucho de esa experiencia. La actua-ción de Alejandro Juárez-Carrejo es el ejemplo más vivo de esa búsqueda personal que no le pertenece totalmente al director, aunque su mirada ordene las intuiciones de un actor que tiende a iluminar su propio camino, a dosificar su emocionalidad y armonizar con el resto del paisaje actoral sin excluirse, sin considerarse por encima del director y sus eficaces compañeros. Las actuaciones excelentes mere-cen un análisis por separado.

Pero vuelvo a la dramaturgia. Es la historia de una alta-nería, la del rey Minos que desobedece a Poseidón, quien le ha concedido una gracia que afirma su poder frente a su tribu: un bello toro que deberá sacrificar, pero se niega a hacerlo y, en castigo, su esposa Pasifae cae enamorada de la bestia. Lo adora a tal grado que se disfraza de una vaca para atraerlo y hacer público un amor que deriva en el na-cimiento del asesino Minotauro.

Rocío Carrillo teje una historia con palabras pero no las necesita, porque su discurso es de gran complejidad plás-tica, política, filosófica y de orden antropológico, muy in-fluenciada por el cine (Lynch sobre todo) y la proliferación de lenguajes visuales. Una actualidad sobrecogedora que se contempla en una intimidad que propone el laberinto que crece en el corazón mismo de nuestra existencia des-graciada y ensombrecida por la violencia de una guerra que no es nuestra •

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27 de mayo de 2012 • Número 899 • Jornada Semanal 16

a universalidad de lo literario y sus implicaciones suele encontrarse en las creaciones de aparente localidad: entre más se cierra el escenario de creación,

más comprensible resulta para lectores de otras latitudes: entre menos genérica es la trama, más amplio es e l segmento de lectores que pueden identificarse con esa lectura. Cuando en México se buscaba afianzar o demostrar la exis-tencia de una identidad nacional, se insistía en presentar lo indígena como único: El diosero, de Rojas, es revelador. Además, se buscaba que la literatura fuera lo más solemne posible, como si lo formal fuera lo revelador. Quizás por eso Su nombre era muerte (1947), de Rafael Bernal (México 1915-1972), pasó desapercibida

Para muchos es una obra de ciencia ficción: un borracho en las oril las del río Usumacinta, quien en sus desvaríos alcohólicos da con el lenguaje de los mosquitos y logra comprenderlos y comunicase con estos insectos para descu-brir que entre los alados chupasangre hay una organización militar piramidal cuyo fin inamovible es acabar con la especie humana. Muchas lectu-ras presenta esta gran novela que se ha editado en forma discontinua, a diferencia de la n o v e l a m á s c o n o c i d a d e Bernal, El complot mongol . Ni se diga otros textos de Bernal, como la melodram át i ca C ar iba l . E l in f i e rno verde, editada por Conaculta en su colec-ción de Lecturas mexicanas.

Una muestra de la universa l idad de Su nombre…, es su parcial paralelismo con otra novela que bien podría ser clasificada como de ciencia ficción, pero que también contiene un análisis sobre los hombres, la naturaleza humana y su forma de acabarse al atentar contra el medio ambiente: La guerra de las salamandras, del notable autor Karel Capek (Checoslovaquía, 1890-1938), curiosamente famoso, más que por su obra, donde se puede advertir un conocimiento claro y casi didáctico de filosofía y de análisis geopolítico, por haber acuñado el término “robot”, que ahora es de uso popular.

Es cosa de buscar los enlaces para evidenciar cómo ambas novelas muestran la naturaleza humana al establecer la manera en que los hombres se relacionan con los animales y su entorno, pero, sobre todo, cómo al nombrar y entender a las fieras, los hombres decimos más de nosotros que de las cualidades o caracterís-ticas de tal o cual especie.

Las coincidencias de tales obras no son cosa menor. Máxime si se advierte que, salvo la cali-dad de la obra literaria de ambos autores y el hecho de ser creadores multidisciplinarios, con doctorados cada uno, Bernal en literatura y Capek en filosofía, habría de suponerse que comparten pocos aspectos creativos y persona-les, si se toma en cuenta su nacionalidad, la época que vivieron (Bernal en la guerra fría y Capek en la antesala de la segunda guerra

donde habitan demonios: salamandras de tama-ño humano que imitan sonidos y que bailan en las patas traseras en las noches de luna llena. Pronto percibe su inteligencia y cómo constru-yen túneles abajo del mar; después del primer encuentro, intercambian favores (el marinero les da armas para que se defiendan de los tiburo-nes y ellas le dan perlas). Al ver el grado de inte-ligencia, propone a un empresario hacer nego-cios con las salamandras. Después de que el mundo entero se convence de su habilidad como mano de obra, la historia mundial cambia: los continentes se expanden, los países se pelean por tener sus propias salamandras (son ya millones) y ‒de ahí el título del libro‒, las salamandras entran en conflicto directo con la humanidad. Han dejado de ser unas curiosas bestias para convertirse en una metáfora de la esclavitud (primero humana, pero también de la naturale-za, por la forma en que los hombres la destruyen

como si fuera propia). Lo más terrible de las salamandras es su homogeneidad, salvo

las salamandras alemanas (clara burla a los nazis: hasta sus salamandras

deben ser mejores). Las salaman-dras son poderosas porque

s o n u n a m a s a , u n g r u p o compacto carente de indivi-

dualidades al que es imposible vencer si los individuos no impor-

tan, no se diferencian y no luchan por preservar sus peculiaridades. Y es esto

mismo lo que los mosquitos de Su nombre… pretenden aplicar a los hombres: tratarlos

como salamandras: cuando el mosquito princi-pal convence al personaje de su poder, le ofrece un trato para que los hombres sobrevivan en el planeta: deben entregar a 3 millones de huma-nos y así sobrevivirán los restantes. Como los mosquitos invaden el mundo entero, pueden acabar con los hombres, según se demuestra en la selva lacandona, cuando el personaje habla con los indios y los otros mestizos para comuni-carles el poder de los mosquitos, que matan a uno de los incrédulos y a varios que quieren salir del área para avisar al resto de la región.

Las implicaciones de cada novela son distin-tas. Bernal, católico crítico y activista, funda el resultado de la trama en mostrar a los mosqui-tos la existencia de Dios y cómo ese concepto puede liberar, no sólo a los hombres sojuzga-dos, sino a los mosquitos que no constituyen la élite guerrera de la organización de insectos. Capek critica el abuso de los poderosos y muestra la futilidad de las naciones “superiores” y su necedad en imponerse a las restantes; e incluso da nota de los riesgos de modificar las condicio-nes naturales esenciales (¿cuál no lo es?) y opina sobre los derechos de los trabajadores: implí-citamente hace un análisis sobre los derechos humanos a partir de estos anfibios con muchas características humanas: piensan, trabajan y, qué más humano, hacen la guerra.

Dos autores, dos animales y una especie por comprender •

L

ensayo

Ricardo Guzmán Wolffer

Bernal y Capek:entre mosquitosy salamandras

mundial –muchos analistas literarios insisten en que a Capek no le dieron el Nobel de literatu-ra por temor a los nazis‒) y el aparente desen-cuentro derivado de la manía de viajar de Bernal y el aspecto combativo de Capek.

La guerra… trata sobre unas peculiares cria-turas descubiertas por un marinero que decide entrar al territorio prohibido por los locales,

Ilustración de Juan Gabriel Puga