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Suplemento Cultural de La Jornada Domingo 1 de abril de 2012 Núm. 891 Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver los libros y las convicciones Fuentes Carlos Una entrevista con F UENTES; textos de ANTONIO SORIA Y ANTONIO VALLE

La Jornada Semanal

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■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 1 de abril de 2012 ■ Núm. 891 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

los libros y las convicciones

Fuen

tes

Car

los

Una entrevista con Fuentes; textos de Antonio soriA y Antonio VAlle

Page 2: La Jornada Semanal

Hugo Gutiérrez Vega

Directora General: C a r m e n L i r a S a a d e , Director : H u g o g u t i é r r e z V e g a , Je fe de Redacción: L u i S t o Va r , Edic ión : FranCiSCo torreS CórdoVa, Corrección: aLeyda aguirre, Coordinador de arte y diseño: FranCiSCo garCía noriega, Diseño Original: marga Peña, Diseño: Juan gabrieL Puga, Iconografía: arturo Fuerte, Relaciones públicas: VeróniCa SiLVa; Tel. 5604 5520. Retoque Digital: aLeJandro PaVón, Publicidad: eVa VargaS y rubén HinoJoSa, 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. Correo electrónico: [email protected], Página web: www.jornada.unam.mx

La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauh témoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui­tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jor nada Semanal núm. 04­2003­081318015900­107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores.

La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.

[email protected] y opiniones:

[email protected]

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Portada: Aura y Artemio CruzFoto de María Melendrez Parada/

archivo La Jornada

bazar de asombros 1 de abril de 2012 • Número 891 • Jornada Semanal

LaS eNtreViStaS De MarCo aNtoNio CaMPoS

Respondo por lo que digo, libro de entrevistas he­chas por Marco Antonio Campos, es uno de los gran­des aciertos del programa editorial de la Universi­dad Autónoma Metropolitana dirigido por Bernardo Ruiz y por Laura González Durán. Marco Antonio es, sin lugar a dudas, uno de los grandes entrevis­tadores de temas culturales en nuestro país. Prepa­ra con minuciosidad, pleno conocimiento de la obra del entrevistado y sana y alegre malicia sus cuestio­narios que buscan, ante todo, crear la atmósfera es­piritual del diálogo en el que nacerá e irá creciendo la conversación esclarecedora.

Vale la pena recordar que Marco Antonio Campos es un hombre de letras en el sentido francés del con­cepto. Ha dedicado su vida a la creación literaria, la cátedra, la investigación y la promoción de la litera­tura, tanto en el monstruo centralista como en la pro­vincia que junta candideces con envidias, verdadera afición por la literatura con intrigas barrocas y mal­dades parroquiales. Su labor en la revista Punto de Partida, dirigida por la maestra Eugenia Revueltas, abrió las puertas de la publicación a numerosos es­critores jóvenes. Ha sido, además, organizador de festivales (lo he visto recorrer los pasillos laberín­ticos de los organismos culturales del Estado y de las universidades, buscando apoyos que le regatean o retardan los prepotentes burócratas) y de congre­sos de poesía en Morelia, Oaxaca, Aguascalientes, San Luis Potosí... Otra de las facetas de su trabajo de promoción son las conferencias que dicta en muchas ciudades del país y del extranjero (tiene un amor ino cultable por Colombia y se siente en su casa en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en donde con­vive con la memoria de García Lorca, Alberti, Mo­reno Villa, Buñuel, Dalí y otros muchos “grandes de España”. Convive en el dificultoso Madrid (me re­fiero al feroz medio literario) con el gran poeta Luis García Montero y con los señores editores de poesía que son unos verdaderos califas y que, por otra par­te, realizan una labor muy meritoria. En fin... diga­mos que nuestro amigo Marco Antonio tiene comal y metate con el mundo de las letras (a los únicos que no soporta es a los embaucadores y a los farsantes) y cultiva la hermosa vocación de apoyar a los que se inician en la literatura, siempre y cuando muestren una verdadera vocación y un talento en ciernes.

De su obra literaria me limitaré a mencionar los libros que prefiero y revisito con frecuencia: Viernes en Jerusalén, su poema más poderoso y entrañable; su cuento titulado: La desaparición de Fabri cio Mon­tesco, modelo de construcción y de sinceridad; la

novela Hemos perdido el reino, que llega a emocio­narme hasta las lágrimas; una buena cantidad de ensayos, artículos y columnas, así como su crónica De paso por la tierra en la que brilla una prosa que transcurre como un río de aguas amables que, de vez en cuando, se arremolinan y nos entregan toda la gama de las certezas, las dudas y las contradic­ciones.

Excelente traductor, tenemos que agradecerle sus versiones de Baudelaire, Rimbaud, Nelligan, Saba, Ungaretti, Drummond de Andrade y Trakl. Se trata de verdaderas recreaciones en las que el tra­ductor oscila en el filo de la navaja y llega a la meta anhelada al comprender que traducir poesía es un paso muy cerca del abismo, pues se trata de conci­liar dos lenguas, es decir, para ser más preciso, dos cosmovisiones.

De Respondo por lo que digo quiero destacar la formidable entrevista al friulano Claudio Magris (supongo que los suecos deben darle muy pronto ese premio que la industria editorial convierte en con­sagratorio). El entrevistador ubica de inmediato el escenario en la Mitteleuropa tan amada y recorrida por el escritor italiano. En las primeras preguntas sobresalen las figuras de dos triestinos eminentes, Saba y Svevo. Ambos fueron estudiados por Magris en sus días turineses. El Danubio recorre las pági­nas de la bella entrevista (la última vez que vi este río multinacional fue en la frontera entre Bulgaria y Rumania, en la Russe rumana y la Rustschuk búl­gara, la ciudad natal de Elías Canetti. Al pasar el puente vi las aguas grises y turbias del antes azul río). El imperio perdido (piense el lector en el ma­ravilloso libro de Chema Pérez Gay) renace en las páginas de los libros de Magris (no sólo en El Da­nubio), junto con sus grandes voces: Roth, Musil, Schnitzler, Werfel, Kraus, Kokoschka, Mahler, Freud, Einstein y más y más y más. No cabe duda de que la Viena finisecular fue la capital del arte y del pensamiento europeos. Propongo esta entrevista como modelo para los estudiantes de periodismo de las universidades del país. Tiene una cualidad hu­mana mayor: el entrevistador se olvida de su ego y se pone al servicio de la vida y de la obra del entre­vistado. Por eso la considero como un ejemplo se­ñero de generosidad y de inteligencia.

Cinco décadas e incontables

reediciones después, La muerte

de Artemio Cruz y Aura, de Carlos

Fuentes, son dos piezas literarias

que, más allá de su indiscutible

papel central en la narrativa

mexicana del siglo xx, ofrecen

a los lectores de las nuevas

generaciones una mirada amplí-

sima, crítica y al mismo tiempo

cálida sobre ciertos aspectos que

se cuentan entre los más deciso-

rios, socialmente hablando, para

quienes habitamos el mundo

contemporáneo: el poder visto

desde su conquista, su ejercicio y

su pérdida; la ambición y sus

disfraces de fama y lujo; la muer-

te y nuestra constante rebelión

ante sus designios; el deseo y su

dictadura sobre nuestros actos,

incluso los más cotidianos...

La entrevista exclusiva con

Fuentes que ofrecemos a nues-

tros lectores, así como los textos

de Antonio Valle y Antonio Soria

sobre La muerte de Artemio Cruz

y Aura, respectivamente, son la

manera como nos unimos a

la celebración del primer medio

siglo de este par de obras maes-

tras de la literatura.

Page 3: La Jornada Semanal

creaciónJornada Semanal • Número 891 • 1 de abril de 20123 bitácora bifronte

Jair Corté[email protected]

Para Omar Martínez Verde

Desde hace más de una década imparto cursos y ta­

lleres de literatura; estoy acostumbrado a que la ma­

yoría de los asistentes tengan interés en el tema que

ex pongo y reflexionen de manera crítica so­

bre el mismo. Nunca he considerado que

mis cursos son “clases”: son espacios pa­

ra discutir, para estar o no de acuerdo

respecto a una idea o experiencia;

son lugares en los que trato de

que, en grupo, encontremos

respuestas, pero sobre todo

preguntas formuladas des­

de una posición de búsque­

da continua. He impartido es­

tos cursos en d iversos lugares:

institutos culturales, centros peniten­

ciarios, museos y comunidades margina­

das, pero nunca había impartido “clases” en una

universidad, nunca, hasta hace unos meses. He de

adelantarles que ya no soy profesor universitario; mi

meteórica carrera como tal duró apenas cuatro o cin­

co meses, pocos días de clase, muchas suspensiones

por motivos de diferente índole: asistencia obligato­

ria de los alumnos a conferencias, funciones de circo

y lucha libre, festivales o días de asueto. De noventa

alumnos sólo algunos tuvieron la extraña costumbre

de poner atención. Cuando pregunté cuántos de

ellos sabían en qué consistía el movimiento

de los “Indignados”, la mayoría, siempre

despistada, buscaba en Google la

respuesta como si fuese una adivi­

nanza. Fui más allá: “¿Qué quie­

ren en la vida?” Muchos respon­

dieron: “Dinero y poder.” En su

actitud no había ni un gramo de

rebeldía sino ignorancia e indiferen­

cia, que son las hijas del desamparo bajo

el que han estado generaciones y gene­

raciones de estu diantes, jóvenes desorien­

tados, buscando en el estudio una zona de espar­

cimiento o de la prolongación de su etapa juvenil

para no trabajar y seguir recibiendo una beca fami­

liar. Pocos estudiantes me parecieron sobresalien­

tes, acaso cinco (los mismos que “sabían escribir y

leer correctamente”), conscientes no sólo de una

trágica circunstancia social, sino de un urgente cam­

bio que podría provenir de su desempeño educativo.

No quiero aderezar esta queja con el asunto del sala­

rio (casi ochenta pesos la hora clase), eso lo dejo pa­

ra otro día.

¿Qué Universidad? una pública, en provincia; no

digo el nombre porque no creo que haya mucha dife­

rencia en el sistema educativo mexicano, sólo basta

decir que, aunque no era una carrera relacionada di­

rectamente con la literatura, era una licenciatura del

área de humanidades.

El “azar burocrático” programó un horario mona­

cal para el siguiente período que me obligaría a des­

pertarme a las 5 de la mañana para impartir seis horas

continuas de la misma materia (sin descanso). Ese día,

casualmente, conocí a mi superior y, mientras firma­

ba mi renuncia, comprendí que los caminos de la

edu cación en México se truncan frente a la tragedia

nacional. “Es hora de inventar nuevos caminos”, me

dije mientras salía de la escuela, con un renovado

aire de libertad •

UNa teMPoraDa CoMo ProFeSor UNiVerSitario

En la colonia astral con los rostros cambiados

llevando una vida de laboratorio pagada de antemano

sin este peso que la madre Tierra

como el bien más valioso les había dado

a generaciones que su continuación perdieron

Sus ancestros se borraron (crimen

o accidente) con el asombroso planeta.

En la colonia astralAristóteles Nikolaídis

Véase La Jornada Semanal, núm. 742, 24/v/2009

Versión de Francisco Torres córdoVa

Solamente algunos leves vestigios

quedaron, algunas palabras secretas:

amor, libertad…. –¿qué significan?

Amor, libertad, culpa

y más profundamente

en los oscuros párrafos de la memoria

una fisura –Dios.

Page 4: La Jornada Semanal

espués de leer El último lector, de Ricardo Pi­glia, uno se dice que para extraerle todo el jugo a este libro, para poderlo gozar a caba­lidad, sería preciso haber leído todos y cada

uno de los libros que Piglia leyó en su vida. Pero de cualquier modo, pensando sólo en las varias citas de Kafka que se encuentran en el mismo, se me ocu­rre una curiosa reflexión.

Para Piglia no es ningún misterio que sin conocer el idioma original de lo que estamos leyendo, tene­mos que valernos de la traducción y, lo que es más: dándola por buena. No sé si él sabe alemán, pero sí veo que cita con bastante autoridad a Kafka, tanto como para sacar ciertas conclusiones de su Diario, y en otro pasaje cita asimismo, aunque mutilado, amén de tergiversado, un texto fabuloso del autor praguense, “La verdad sobre Sancho Panza”: “San­cho Panza –que por lo demás nunca se jactó de ello– en el transcurso de los años logró, componiendo una gran cantidad de novelas de caballería y de bando­leros, en las horas del atardecer y de la noche, apartar de tal manera de sí a su demonio (al que después dio el nombre de don Quijote).”

No sé qué versión es la que ha manejado Piglia en su cita, pero me atrevo a pensar que no es una suya, porque no lo creo capaz de semejante manipulación, cortando una frase mediante un tajo inmisericorde en la mitad de su desarrollo.

Veamos, pues, cuál es la verdad de “La verdad so­bre Sancho Panza”, un texto que ha corrido desigual fortuna en nuestro idioma.

Versión literal a partir del original (de donde tam­bién hizo la suya Borges, según veremos):

Sancho Panza –quien por lo demás nunca se vanaglorió de ello–, logró al correr de los años, y con la ayuda de una gran cantidad de novelas de caballeros y de ladro­nes durante las horas de la tarde y de la noche, distraer de tal modo a su demonio –al que luego daría el nom­bre de Don Quijote–que éste acometió como una vele­ta las más locas hazañas, las cuales, sin embargo, por falta de un objeto predestinado –que justamente hu­biera debido ser Sancho Panza– no perjudicaron a na­

die. Sancho Panza, un hombre libre, acompañó sereno a Don Quijote en sus andanzas, quizás por un cierto sentido de la responsabilidad, y obtuvo de ello, hasta el fin de sus días, una muy grande y útil diversión.

Versión que hace Borges, e incurre en la transgre­sión de convertir en tres los dos párrafos del origi­nal, amén de traducir “haltlos” como “desampara­do”, siendo así que según dice el propio Kafka en su segundo párrafo, Sancho Panza nunca dejó de acom­pañar a Don Quijote en sus aventuras:

Sancho Panza –quien, por otra parte, jamás se jactó de ello–, en las horas del crepúsculo y de la noche, en el curso de los años y con la ayuda de una cantidad de novelas caballerescas y picarescas, logró a tal punto apartar de sí a su demonio –al que más tarde dio el nombre de Don Quijote–, que éste, desamparado, co­metió luego las hazañas más descabelladas. Estas ha­zañas, sin embargo, por faltarles un objeto predesti­nado, el cual justamente hubiese debido ser Sancho Panza, no perjudicaron a nadie. Sancho Panza, un hom­bre libre, impulsado quizás por un sentimiento de res­ponsabilidad, acompañó a Don Quijote en sus andan­zas, y esto le proporcionó un entretenimiento grande y útil hasta el fin de sus días.

Versión publicada en el suplemento Áncora, de La Nación, San José de Costa Rica, sin mención de su traductor, y donde se incurre en la misma trans­gresión de la conversión en tres de los dos párrafos del original, aunque “haltlos” viene mejor tradu­cido como “inconteniblemente”. Pero a cambio, y de un modo que el original no autoriza a inferir, convierte la lectura de los libros en escritura de los mismos (lo mismo que sucede en la versión usada por Piglia):

Con el correr del tiempo, Sancho Panza, que por otra parte, jamás se vanaglorió de ello, consiguió mediante la composición de una gran cantidad de cuentos de ca­balleros andantes y de bandoleros, escritos durante los atardeceres y las noches, separar a tal punto de sí a su

demonio, a quien luego llamó Don Quijote, que este se lanzó inconteniblemente a las más locas aventuras.

Sin embargo, y por falta de un objeto preestableci­do, que justamente hubiera debido ser Sancho Panza, no perjudicaron a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió de manera imperturbable, tal vez en razón de un cierto sentido del compromiso, a Don Quijote en sus andanzas, y obtuvo con ello un grande y útil solaz has­ta su muerte.

Mi propia versión, que prefería hasta hace poco a la literal (aunque cambie la prosodia del original):

Al correr de los años, durante las horas vespertinas y nocturnas, y gracias a una gran cantidad de novelas de caballeros y de facinerosos, a Sancho Panza –quien por lo demás nunca se vanaglorió de ello– le fue posible distraer de tal modo a su demonio –al que luego daría el nombre de Don Quijote–, que éste acometió como una veleta las más locas hazañas, las cuales, sin embargo, por falta de un objeto predestinado –que justamente hubiera debido ser Sancho Panza– no perjudicaron a nadie. Y quizás por un cierto sentido de la responsa­bilidad, Sancho Panza, un hombre libre, acompañó se­reno a Don Quijote en sus andanzas, y obtuvo de ello, hasta el fin de sus días, una muy grande y útil diversión.

Una nueva versión propia que terminó prefiriendo (y que sigue más pegada a la prosodia del original):

Al correr de los años, y gracias a una gran cantidad de novelas caballerescas y picarescas leídas en las horas vespertinas y nocturnas, Sancho Panza –quien por lo de­más nunca se vanaglorió de ello– consiguió despistar de tal modo a su demonio –al que luego daría el nom­bre de Don Quijote–, que éste acometió como barco sin remos las más locas hazañas, las cuales, no obstante, por falta de un objeto predestinado –que justamente hubie­ra debido ser Sancho Panza–, a nadie perjudicaron. Sancho Panza, un hombre libre, acompañó sereno a Don Quijote en sus andanzas, quizás por un cierto sen­tido de la responsabilidad, y obtuvo de ello una muy grande y útil diversión, hasta el fin de sus días •

ricardo Bada

La verdad sobreSancho

Panza

DSancho Panza en el Monumento a Cervantes, Plaza de España, Madrid

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Page 5: La Jornada Semanal

5 Jornada Semanal • Número 891 • 1 de abril de 2012

ersonaje central del cine de Hollywood, Grou­cho Marx será recordado por muchas gene­raciones como el hermano de labia implacable entre los tres Marx que quedaron de los cuatro

originales para hacer grandes películas cómicas. Si en sus diversos bailes se podía ver la influencia de otros notables del humor musical, Gilbert y Sullivan, puede decirse que todo ese bagaje correspondía a la pluma todavía más fina del propio Groucho, como atestigua su creación literaria.

Para los puristas, habrá que excluir de tal obra la serie de guiones escritos con Chico Marx y otros coescritores para la serie radiofónica transmitida en la nbC, patrocinada por las compañías petroleras, por ser de creación conjunta. También hay quien dice que su amplia corres­pondencia, también publicada, no cuenta como creación literaria, si­no como muestra de su ingenio, que dejaba traslucir incluso en sus mi­sivas personales con parientes y amigos. Tal vez es ahí donde habría que buscar al verdadero humoris­ta, pero al literato hay que buscar­lo en sus textos. Con dos obras cen­trales: Groucho y yo y Memorias de un amante sarnoso, Groucho Marx se ha plantado en la literatura (sin adjetivos) del siglo xx, sobre to­do por mostrar un humor que casi cincuenta años después de su creación sigue vigente. Podría­mos incluir Camas , su peculiar manual para convencer e ins­truir a los lectores de las ventajas de casi vivir en la cama, pero este pequeño libro apenas hace eco de los otros dos.

Groucho y yo está escrito en pri­mera persona. Es un largo monó­logo donde Groucho divaga con esa sorprendente libertad que mostraba en el cine, al hacer en voz alta sus per­sonales anotaciones de lo sucedido, sabiendo que sólo será escuchado por el espectador, pues mira a la cámara. Para justificar la escritura en parte autobiográfica, Marx acota que ha pro­ducido el libro por haber sido extor­sionado por el editor, aunque poco éxito se augura a sí mismo, puesto que su trabajo estará compitiendo con li­bros de cocina, autoayuda y bélicos, cierto de que en unos meses la mitad de esas obras estarán a mitad de precio. Bueno, dice el autor, quizá para vender mis libros deba colocar un huevo frito en la portada y regalar con cada ejem­plar cien libras de maíz; de todos mo­dos, el lector gringo promedio, dice,

ricardo Guzmán Wolffer

Un escritor llamado

Groucho Marx

Groucho Marx

odia a los granjeros. Y apenas está por empezar este compendio de anécdotas, donde vemos desde las precarias condiciones en que vivieron su infancia los hermanos Marx hasta sus muchas correrías ci­nematográficas.

Entre la balacera de ocurrencias, sátiras, chistes y diversas muestras de divertimento, Marx no deja de analizar con total soltura al país que le tocó vi­vir. Generalmente la censura no revisa al humoris­ta, ¿o será que suele ser incapaz de percibir la crítica cuando no es directa o está teñida de amarillo? Habla de la doble moral gringa (niegan la prostitución, pe­ro la ejercen en la clandestinidad, con todas las con­secuencias de ese ocultamiento) y del servicio social que hacían los prostíbulos, al menos para los traba­jadores itinerantes, como los comediantes y artistas

de teatro, quienes viajan casi todo el año sin su fami­lia y quieren huir de la soledad y otras abstinencias. Habla de los abusos de los comerciantes, de peque­ña y gran escala, y sus consecuencias en las clases de pocos recursos económicos. Habla de ese peculiar gusto por las mujeres con amplios pectorales, dando cuenta de cómo la sociedad solía tener preferencia por cierta estética y recato y cómo la voluptuosi­dad se anidó en el pecho femenil, del que “ni siquie­ra hace falta que sea natural. Debajo del vestido puede haber goma elástica, cañamazo o ambas cosas a la vez. Aparentemente, lo único que importa es que, sea cual sea la sustancia que haya debajo, la blusa sobre­salga hasta una distancia inconcebible”. Habla de la manía en poner nombres por las razones más absur­das (uno de los nombres reales de Groucho, Julius, le fue adjudicado pensando en que podría heredar al tío que se creía que era rico –y que murió endeuda­do–; el otro le fue puesto para no pagar una deuda de la madre). Habla de su familia con una franqueza implacable; muestra cómo todos los hermanos fue­ron hechura de una madre mitad neurótica, mitad visionaria, y de un padre que era tan mal sastre que los propios hijos evitaban recibir un traje, incluso regalado; por supuesto, incluye a los hermanitos, flojonazos vividores que acabaron de actores por una más de las ocurrencias de la madre que no sabía qué hacer con esa caterva de negados para el trabajo, pe­ro que eran capaces de conseguir mujeres incluso a media función, para luego terminar la cita en una guerra de naranjas y salir huyendo entre las patadas

del propietario del lugar. Habla de los doctores y sus abusos descarados. Sin falso pudor, habla

de cómo estuvo un tiempo en Hollywood só­lo por obtener dinero, no tanto por impor­tarle la calidad de las películas. En fin, la maravilla no es que hable de muchos temas importantes, sino que lo hace sin piedad y con humor innegable. A pesar de ser un libro de largo aliento, el efecto anímico en el lector no decae.

Memorias… es una suerte de exten­sión, apenas distinguible por la au sencia de temas de la familia Marx con tanto detalle como en el primer texto, pero de nuevo aborda temas esenciales del vi­vir gringo: la desaprobación social de la “desviación sexual”; o el matrimonio y las divagaciones cotidianas que de tal institución emanan, como el mari­do infiel que aplaca su conciencia con carísimos regalos y establece que tal vez su esposa no aprobaría su actuar, pero al menos está mejor atendida que las esposas de maridos fieles que nun­ca les dan regalos. Menciona su preca­ria postulación para vicepresidente y la esperanza de su manager para que así mantenga la boca cerrada.

Al final de Groucho y yo, relata el au­tor que al ser detenido por una admira­dora ésta le dijo: “No se muera, se lo suplico. Siga viviendo para siempre.”

Sin duda, en el cine y la literatura, el hom­bre del bigote y el puro lo ha logrado •

P

Collage de Marga Peña

Page 6: La Jornada Semanal

1 de abril de 2012 • Número 891 • Jornada Semanal 6

ace treinta años, cuando leí La muerte de Arte-mio Cruz, ya había descubierto el universo de Aura, otra de las grandes novelas de Carlos Fuentes. Ambas historias cumplen medio si­

glo de existencia, ambas han batido récords de ven­tas, y no sólo entre los lectores de nuestro país, sino en las ligas internacionales. Recientemente volví a leer La muerte de Artemio Cruz. Comprobé que esa mexicanísima novela no sólo no ha perdido nada de su color sino, al contrario, ante la sombría situación que vive México es impresionante su actualidad po­lítica. Buena parte de los infortunios de hoy se fra­guaron en el laberinto de la corrupción que puede examinarse a la luz de ese relato.

La muerte de Artemio Cruz es una historia ‒a caba­llo‒ entre la novela de la revolución, precursora de Gringo viejo, y de la compleja narrativa de Terra nos-tra. En ella los temas del tiempo y la memoria son simbolizados por los caballos, esa parte inconscien­te de la psique a la que constantemente invoca un agónico antihéroe. Mediante el recurso literario de la confesión, Artemio cuenta una historia no lineal, mientras niega que está a punto de morirse.

Carlos Fuentes organizó esta novela en trece ca­pítulos. En esas escalas, como si fuera un trío de jazz, lee mos –escuchamos‒ un ensamble a contratiempo que va y viene por la mente de un moribundo; voz cantante que de vez en vez se deja acompañar por otras voces, verdaderos instrumentos líricos que lo custodian durante su pasión mortal. Ninguna de esas voces se tienta el corazón para retratar a este perso­naje que, desde la Revolución, se ha dedicado a hacer con el gobierno un “íntimo business reaccionario”.

Con esa estructura no convencional, la historia fluye –por distintas fugas‒ a través de seis décadas del siglo xx mexicano. Desde el rural novecento y has­ta la más cosmopolita década de los años sesenta, vemos a Artemio Cruz exhibiendo, a semejanza de algunos de nuestros connacionales públicos, a un tipo que va en un ascenso público constante, pero con una historia interna desintegrada. De hecho, uno de los fondos más importantes del relato, invisible y silencioso, es el de la identidad. Como en Pedro Pára-mo, en la novela de Fuentes también subyace el fon­do clásico de una estirpe de progenitores que, al vulnerar la integridad simbólica de la madre y la de ellos mismos, provocan una profunda distorsión en la personalidad de sus descendientes; es decir, de los potenciales personajes.

La HiStoria CoMo eSPeJo

Como si se contemplara en un espejo hecho añicos, Artemio Cruz va recordando trozos –aparentemente inconexos‒ de su historia. Es un personaje que hace valer la “providencial” violencia de los mexicanos. Pero como en “El perro tendrá su día”, ese durísimo relato de Juan Carlos Onetti, el perro Artemio Cruz lo tuvo el día que comenzó a recordar su historia mien­tras, literalmente, vomitaba las entrañas. Carlos Fuentes nos otorga un pase para acceder a la deliran­te confesión de un moribundo inmortal.

En esa historia, el “milagro económico” del que México gozó en la década de los cincuenta es visto desde autos de lujo o en escenarios fulgurantes: un convento jerónimo del siglo xVii, algún club dorado de Acapulco, una hacienda restaurada o una suntuo­sa residencia. Aunque la parte más significativa de su biografía Artemio Cruz la construye en escenarios miserables: túneles colapsados en minas del desier­to, bohíos montados con varitas, veredas y barrancas polvorientas, prisiones y sórdidos cuartuchos don­de mueren sus prescindibles compañeros. No obs­

tante, el escenario predilecto de Artemio Cruz es su propia mente; especialmente, el territorio que ocupa su máximo deseo. “Cruzamos el río a caballo”, excla­ma una y otra vez. En este sentido, La muerte de Arte-mio Cruz, que abreva ‒y simultáneamente nutre‒ a la novela revolucionaria, también tiene chispas que recuerdan a lo mejor del western estadunidense. Aun­que los caballeros brillan por ausencia, abundan yeguas y caballos. Como en algunas pinturas de Cha­gall, encontramos hermosos caballos azules y blan­cos, también hay moribundos y de sorprendente brío, caballos de guerra cruzando valles y montañas, ani­males que podrían atravesar el mar del inconsciente, o un país devastado por la guerra civil. Ante la mag­nitud de esa hecatombe, cabriolean caballos de due­lo negros y empenachados que han sido vestidos para las pompas fúnebres. Tampoco faltan los exu­berantes potros sin silla ni brida, emblemas de una mente salvaje, cuyas fulgurantes imágenes aparecen y se ocultan como en la canción “Wilde horses”, de los Rolling Stones.

UNa orFaNDaD a CaBaLLo

Por supuesto, Artemio Cruz posee una vivacidad sobresaliente, tiene la inteligencia y la audacia de

quienes padecen profundos complejos de inferio­ridad. La semejanza que este hombre tiene con al­gunos personajes reales no es mera coincidencia: Carlos Fuentes ha hecho de Artemio Cruz un gran retrato hablado, un arquetipo de las “celebridades” que emergen y se esfuman en esa arena que es la rea­lidad política y social de México. Así, al hacerse vie­jo, “la gente” se refiere a él como una momia, metá­fora del encumbrado que no quiere renunciar a su poder. Es el antihéroe clásico que nunca va a eclip­sarse y que, en medio de una escolta carnavalesca, vestida de blanco y negro, pone a girar un caleidos­copio de lujo donde danzan negociantes, mujeres hermosas, periodistas, comediantes y muchachitos ambiciosos. Mientras, el antiguo cacique, ahora en­vuelto en un gran fashion, escucha fragmentos dis­persos de la feria de vanidades que enmascara a la violencia política y racial en México. Al comenzar la década de los sesenta, el know how de este personaje resume a un sector político que será intensamente cuestionado por los estudiantes mexicanos en 1968. Ficción y radiografía, biografía perversa del caudillo, fresco elaborado con pinceladas precisas que revela

las luchas y transacciones que realizan individuos, grupos, clases sociales, y hasta algunas razas, du­rante la primera mitad del siglo xx mexi cano. No es casual que Carlos Fuentes dedicara esta novela a c. Wright Mills, el sociólogo estadunidense de la new left que en la década de los sesenta, sin dejar de ob­servar las estructuras del poder, exploró las múlti­ples aristas donde coinciden la biografía y la historia. Así, Fuentes construye el andamiaje histórico en el que Artemio Cruz se pinta solo. Al reverso de la mo­neda, La muerte de Artemio Cruz es un relato de la se­

antonio Valle

antes de la última batallaartemio Cruz,

H

“ “Carlos Fuentes organizó esta novela en trece capítulos. En esas escalas, como si fuera un trío de jazz, lee mos –escuchamos‒ un ensamble a contratiempo que va y viene por la mente de un moribundo.

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cuela psicológica que provoca una orfandad. Dentro de ese gran déspota ilustrado habita un pequeño que le sobrevive a un padre des conocido ‒presumible­mente francés‒ y a una madre negra, hambrienta y mexicana. Es un protagonista astuto, no mal pareci­do, un arribista de ojos verdes que lleva el apellido de una madre (que seguramente fue preciosa) y cu­yos ancestros tal vez nacieron en Cabo Verde o en algún otro país de esa triste África proveedora de esclavos. Personaje que no debió apellidarse Cruz sino Dubois. Niño Artemio que vivió “tan cerca y tan lejos” de unos amos ‒parientes enloquecidos‒ en un paraíso perdido del trópico veracruzano.

Si los potros son vehículos de la memoria, el caba­llero, además de ser un personaje, es un símbolo. Por eso sus avatares han sobrevivido en la narrativa post­moderna, en la poesía y en el cine. Como el personaje intemporal de El caballero, la muerte y el diablo, famo­so grabado de Alberto Durero, cuya valentía y código de honor han sido puestos a prueba por la perversi­dad, el deseo y el tiempo. La marcha estoica de ese caballero que avanza hacia la izquierda del gra bado representa la búsqueda de la plaza central de sí mis­mo, lo que implica hacer una travesía por el largo y sinuoso camino a través de un inconsciente plagado de tentaciones y peligros. El famoso caballero encarna

el reverso de los valores que exhibe Artemio Cruz, quien, no obstante y a pesar de su maldad ex trema, de ninguna manera debe ser considerado un personaje plano. Veteado de luz y sombra, Artemio no desco­noce los sentimientos de amistad, del trance amoro­so y del amor filial. Sin embargo, es un protagonista aislado, que al observarse en un espejo oscuro y roto mira la fragmentación de su “yo” desde una soledad aterradora. Como en “La señal”, esa patética canción de Álvaro Carrillo, cuando Artemio Cruz “habla y habla” de su síntoma, parece estar gozando con su propia agonía. Con ese deleite punzante es tructura un monólogo estremecedor. Ese pensamiento en voz alta, a cincuenta años de su publicación, ha logrado que una legión de lectores haya tenido una vía privi­legiada a la mente deslumbrante de uno de los más formidables bandoleros de la literatura.

LaS triaDaS y arteMio CrUz

Existe un método curioso para acceder a las claves menos visibles de esta historia. A través del análisis de los epígrafes que seleccionó Carlos Fuentes es po­sible trazar algunas líneas hermenéuticas para aproximarse a ella. Por ejemplo, al analizar el sor­prendente verso del poema “Muerte sin fin”, de Go­

rostiza: “…de mí y de Él y de nosotros tres ‒¡siempre tres!”; desde luego puede aludir a la síntesis de una trinidad que religa a los mortales con la divinidad; o, a la cifra sexual del macho ‒o del hombre‒, y des­de luego al tiempo. Puede sugerir al rostro ternario de Hermes y abismarse ante las estructuras perfectas a las que Borges dedicó un verso con un toque esoté­rico: “Oh tiempo, tus pirámides”, que acaso apunte a esa arquitectura que se desdobla en los espejos de agua de nuestras ciudades precolombinas; o más lla­na y simplemente a la conocida metáfora de la pi­rámide como emblema del poder tlatoani. En este sentido es interesante la especulación del nudo borro-meo, en la que Jacques Lacan ha propuesto tres ele­mentos psíquicos enlazados para explicar la comple­jidad del hombre en los registros que tiene de lo real, de lo simbólico y de lo imaginario. Exploración inte­gral de la psique humana, que en Artemio Cruz equi­vale a las tres voces paradójicas de sus expresiones poéticas y narrativas: “Yo no sé… no sé… si él soy yo… si tú fue él… si yo soy los tres.” Evidentemente, cuando falla alguno de los tres registros ‒imagen de los aros que se desenlazan‒ provoca que “rueden li­bres” diversas patologías mentales. En otra sorpren­dente oración, Fuentes dice: “Donde la tierra tronará bajo los cascos, tú agacharás la cabeza, como si qui­sieras acercarla a la oreja del caballo y acicatearlo con palabras…” Por supuesto, para Artemio Cruz ese caballo psicopompo que abreva en el fondo de su men­te representa la posibilidad de la fuga y el olvido, o un viaje de regreso por su propio inconsciente para restablecer contacto con su memoria fragmentada.

La úLtiMa BataLLa

A propósito de la ficción heroica y de la verdad his­tórica, Fuentes ha dicho de la novela de William Faulkner, Absalon, Absalon, que “se encuentra en el futuro y nos mira de frente a la cara”. Desde la pers­pectiva de La muerte de Artemio Cruz, esa idea expli­caría, en buena medida, al México profundo y al de la postmodernidad. Quizá, si escucháramos con atención el ensamble de ese “trió de voces”, lograría­mos entender por qué un movimiento histórico que tantas esperanzas generara, terminó llevándose a los de abajo a un triste inframundo; mientras un foraji­do, que ha cruzado todos los ríos de “arriba” ‒metá­fora de la transgresión de los límites del honor y el decoro‒, una y otra vez fracasa en su intento por cru­zar el río definitivo, el temible Aqueronte para des­hacerse a gusto en el Hades.

En la orilla de enfrente un potro negro otea entre la bruma. Espera que el sensual bandido acabe de morirse. Quizás Artemio Cruz se decida por el sui­cidio, pero no podrá llevarse con él a su arquetipo, porque el villano, y su reverso, el caballero, son in­destructibles. Tal vez otros relatos vengan con sus héroes a decirnos que han hallado una cura milagro­sa para la enfermedad que sufre el inmortal agoni­zante; en otras palabras, la cura para un país pro­fundamente herido. Necesitarían ir por distintos tiempos y senderos de la historia, y como Artemio, ir a caballo contra la imagen que le devuelve su propio espejo narcisista. Y entonces sí, como el Caballero del grabado de Durero, disponerse a dar contra el mal, el tiempo y la muerte “la última batalla” •

alberto Durero, El caballero, la muerte y el diablo, grabado en metal, 1513

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entrevista con carlos fuentesPaula Mónaco Felipe

ivió en Buenos Aires en 1943?‒Sí, cuando trasladaron a mi padre a

la embajada de México en Buenos Aires fui con él. Yo quería seguir mis cursos pero me encontré con una escuela muy filonazi, a favor de Hitler y del Eje. Yo venía del México de Lázaro Cárdenas,

del Estados Unidos de Roosevelt, de Chile y el Fren­te Popular, y de repente me zampan en esa escuela. Le dije a mi padre: “no soporto esto, vengo de otra manera de pensar y hacer y esto me repugna total­mente”. Mi padre, bendito sea Dios, me dio la razón

y me dijo: “pues no hagas nada, tienes quince años, dedícate a descubrir Buenos Aires”. Y a eso me de­diqué, no fui a la escuela, llegué un año atrasado a México pero gané mucho.

–Eran tiempos del esplendor del tango, era muy po-pular.

‒Era una gran era del tango, el ritmo estaba en la ciudad, le pertenecía y yo me entregué a Buenos Ai­res a través del tango. Pero también fui a la ópera; mi madre me dijo: “tienes que ir”, porque allí estaba el Teatro Colón. Me impresionó, aprendí óperas de me­moria que todavía me sé. El año mío en Buenos Aires fue un año que me formó mucho. Todo el tiempo lo forma a uno, cada lugar donde está, las escuelas que conoce, los lugares a donde va, los libros que lee, to­do lo va formando, pero la formación personal que me dio Buenos Aires es incomparable. Era yo chino libre, andaba suelto por la ciudad.

–¿Y qué huellas le dejó?‒Me marcó enormemente porque, por ejemplo,

iba yo a la librería El Ateneo y descubrí a Sarmien­to, a Borges, a todos los grandes autores argentinos. Hasta me eché la Juvenilia, de Cané. Leí toda la lite­ratura argentina porque me sentía abierto a todo el conocimiento del país a través de su literatura, de su

música y de su cine. Vi muchísimo cine argentino; pregúntame lo que quieras de esa época. Iba diaria­mente al cine, era mi escuela.

–¿A quiénes conoció?, ¿cuál era su mundo allá?‒Yo no trataba con nadie, era un joven adolescen­

te muy solitario que sentía la compañía de Buenos Aires y no tuve tiempo de hacer amigos. Vivíamos en el centro, en Callao [dice “Cashhhao”, arrastrando el sonido], y de ahí salía a mis migraciones diarias que me hacían sentirme libre, hombre, persona. Me ex­ponía a los placeres y a los peligros de una vida soli­

taria y hermosa, de libros, cine y tango. Me enamoré de la ciudad.

–Dice que allí descubrió a Jorge Luis Borges. Lo ha elo-giado mucho, ha dicho que “sin él la literatura latinoa-mericana prácticamente no existiría”, pero también que fue “un idiota político”. ¿Me explica su postura?

‒Era un buen escritor, no cabe duda. Vino a México, buscó verme y yo me negué. No quise verlo porque quería mantener la imagen del escritor a quien ad­miraba y no del hombre político con quien no estaba de acuerdo porque felicitó a Johnson por la invasión a República Dominicana, era partidario de Pinochet, unos horrores. Con ese hombre político, que tenía de­recho a hacer lo que quería, no tuve el menor contacto. Mi contacto con Borges fue estrictamente la lectura de sus libros y ahí debo decir que se dio cuenta de que la cultura en español no es solamente castellana o cris­tiana, sino que tiene una enorme carga árabe, musul­mana y judía. Llevó estos temas a la literatura latinoa­mericana, donde no estaban antes.

–¿Se puede separar al escritor como profesional del escritor como persona? ¿Puede valorarse una obra independientemente del ser humano que la produce?

‒Absolutamente, y pasa todo el tiempo. Louis Fer­dinand Céline revolucionó la novela francesa, que era

El tango se respiraba en el Buenos Aires de los años cuarenta. Las letras de Hugo del Carril, Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo retumba-ban por las esquinas. Aníbal Troilo,

Juan DʼArienzo y Francisco Canaro recorrían teatros y clubes de barrio

con sus orquestas típicas en bailes a los que nadie quería faltar. Carlos

Fuentes, entonces un adolescente de quince años, perseguía el ritmo

cadencioso, melancólico y seductor del dos por cuatro. “Me convertí en

hincha de Pichuco (Troilo) y lo seguí por bares de La Boca. Donde tocaba él yo iba porque me encantaba el tango.

Y las muchachas me enseñaron a bailar bastante bien.” Un año apenas vivió en esa ciudad que lo deslumbró con sus trasnochados arrabales pero también con aires europeos, opulen-cia y literatura. No fue un año cual-

quiera: en lugar de ir a la escuela, Fuentes anduvo por calles, cines y

barrios porteños. Fue su primer año de libertad y le dejó huellas.

los libros y las convicciones

FuentesCarlos

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muy académica; le dio un vigor de lenguaje popular, macabro, lépero, extraordinario, y era un fascista, un partidario de los nazis, un antisemita espantoso. Quevedo era un hombre muy reaccionario, un lam­biscón de los reyes. Terrible políticamente, ¡pero qué escritor! No escribiríamos en español sin Quevedo.

–De que se puede, se puede, pero ¿es bueno hacer esa separación?

‒No sé, pero se da mucho. Creo que al escritor hay que juzgarlo por su obra más que por sus opiniones, porque las opiniones cambian y la obra permanece.

No sé cuántos escritores antes del advenimiento de la prensa escrita le debían la vida al poder público. ¿Qué hubiera hecho Velázquez sin la protección real? No hubiera pintado nada, hubiera sido un ca­ricaturista apenas. Shakespeare dependía mucho de la corte isabelina.

–Durante esa breve estancia en Argentina también vivió el pre-peronismo. En su texto a propósito de Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, relata cómo conoció a Eva Duarte por medio de sus radionovelas. Es un personaje que no le causa simpatía, ¿verdad?

‒No es cuestión de simpatía; me parecía ridícu­la. Yo oía sus radionovelas y me atacaba de la risa. “¡Maximiliano, Maximiliano que me vuelvo loooca!” ¡Las películas! Hizo unas películas espantosas. Tenía genio político, sabía manipular la política, dirigirse a las masas y ser la compañera ideal de Perón, pero ella como actriz era bastante ridícula, y hay un ele­mento de extrañeza porque, además, muere a los treinta y dos años, tiene una vida muy corta y una influencia muy larga. Es muy difícil juzgarla porque hay dos facetas de ella, una actriz muy mala y la mu­jer de Perón. Son dos Evas distintas.

–Y usted, ¿cómo definiría su propia postura política? ¿Cuál es su ideología?

‒Yo pertenezco a una izquierda, centro izquierda digamos. Creo que estoy ahí. Usted me dirá que no, pero yo me sitúo así.

A sus ochenta y tres años, Carlos Fuentes nada ca-da vez que puede , camina y s igue trabajando dia-riamente, de 8 a 13 horas. “Donde quiera que estoy, no dejo un día s in paginita, ni uno.” Elogia la dis-c ipl ina y la asocia directamente con e l éxito : ¡Co-nozco tantos escritores mexicanos que hablaban de l ibros que iban a escribir y se quedaron en e l café o la cantina!

–Este año se cumple medio siglo de la publicación de Aura y La muerte de Artemio Cruz, dos de sus libros más destacados. ¿Qué tan vigentes están?

‒Creo que si es buena literatura es vigente siem­pre. El Quijote no envejece, y no me comparo con Cervantes, pero la buena literatura no envejece.

–Pensando en La muerte de Artemio Cruz, ¿al país lo ve más, menos o igual de corrupto?

–Corrupto siempre ha sido. No hay revolución que no sea corrupta, no hay régimen que no lo sea en cierto grado. La corrupción es inevitable para el de­sarrollo, para el progreso, y pasa en Estados Unidos, la Unión Soviética o México, donde quiera. Eso no me llama la atención, y sin corrupción pues no escri­biríamos buenas novelas, fíjese.

–En ese libro muestra cómo personas vinculadas con la Revolución perdieron sus ideales. ¿Con el paso del tiempo el ser humano va perdiendo sus convicciones?

‒Así es. Es muy difícil mantener una serie de con­vicciones políticas y morales a lo largo de la vida, es algo que no pasa. A la gente que las mantiene la con­sidero muy admirable, porque generalmente la gen­te sucumbe, se acomoda, y eso nos permite escribir novelas. Si no hubiera todo eso, ¿de qué escribimos? Y además, ¿quiénes son los personajes interesantes?

FuentesLos villanos, los malos son los que quedan, no los héroes. De manera que ahí estamos, en un mundo de contradicciones que permiten la literatura. Quizás no permiten la felicidad, pero la literatura sí.

–En México aumentan las novelas sobre el narcotrá-fico. ¿Es banalizar el tema o es una opción válida?

‒Es muy justo. Hubo muchas novelas y películas que trataron la prohibición del gangsterismo en los años veinte y treinta de Estados Unidos, es normal. Hubo un momento en que la novela latinoamericana tenía una temática específica, la Revolución mexica­

na y la postrevolución en dos grandes novelistas, Yáñez y Rulfo. Luego la vida urbana, sus quebrantos y tratar de entender el pasado. García Márquez, Var­gas Llosa, yo mismo, tratamos mucho el pasado para comprender dónde estamos. Pero a los jóvenes ya no les interesa eso; les interesa escribir novelas de ac­tualidad y lo que está pasando hoy es muy variado. De México a Buenos Aires, para los novelistas hay un mundo novedoso y diversificado. Ya no es posible decir: “Este es el camino de la novela latinoamerica­na.” Hay muchos caminos.

–Usted ha tenido una obra prolífica, ha recibido mu-chos premios, ha escrito varias películas y hasta una ópera. ¿Qué le falta?

‒Ser cirquero yo creo, lanzarme de un décimo pi­so con un paraguas o algo así.

–¿No tiene pendientes?‒Siempre. Y el pendiente mayor es el dolor por la

gente que se ha ido, el sentimiento de pérdida que nada lo compensa. Yo perdí a mis dos hijos, los tengo muy presentes cuando escribo, siempre estoy dicien­do: “esto dirían ellos” o “no me permitirían decirlo”. Empieza uno a vivir con la gente que quiere del pa­sado, no sólo los hijos. Padres, amigos, mucha gente lo va acompañando a uno hacia el final •

Fotos: Carlos Cisneros/ archivo La Jornada

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México: visitar el sueño,

Philippe Ollé-Laprune,

fce,

México, 2011.

VISIÓN SOBRE LA LITERATURA MEXICANA

RAÚL OLVERA MIJARES

Canción de tumba,

Julián Herbert,

Literatura Mondadori,

México, 2012.

CONJURANDO A LOS DEMONIOS

JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ

Existen temas que, en sí mismos, despiertan el inte-rés de los lectores. La industria editorial sabe de ello tanto como las editoriales y los propios auto-res. Es por esas razones que, de pronto, se encuen-tran libros similares en los anaqueles de las libre-rías. No es gratuito que a una saga de vampiros siga otra y que existan varios libros en los que las prota-gonistas han muerto y buscan reparar los daños. Más allá de esas modas, también hay temas que llaman la atención por lo que son. Suelen ser difíci-les, peliagudos. Hasta podría considerárseles ponzoñosos en el sentido de que terminarán infectando a los lectores. En esa categoría caben la violencia extrema, la mal llamada literatura del narco y todos aquellos que cargan con el lastre del dolor. Y llaman la atención porque despier-tan, de inmediato, una delectación morbosa contra la que parece imposible luchar. Es como acercarse a la jaula de los depredadores desde la seguridad de la reja. Sólo que en la lectura no hay rejas que valgan.

Julián Herbert (Acapulco, 1971) sabe de eso. En Canción de tumba un hombre joven está velando la agonía de su madre. Ella se encuentra en etapa terminal y él no duda cuando se trata de quedar-se a su lado setenta y dos horas seguidas o lo que haga falta. Ha decidido escribir la novela de su propia vida. Una novela que sólo tendrá sentido si ella muere, porque será hasta entonces que pueda terminarla.

Así pues, mientras acompaña esa respiración incierta y se ocupa de ser testigo de cómo su madre se despoja de toda dignidad, recuerda. Sobre todo el fin de su niñez y su adolescencia. Es, durante ese período, que podía ser calificado con el peor de los epítetos: era el hijo de una prostituta. La misma que agoniza a su lado. Como se puede suponer, el periplo es largo y cargado de intensi-dad. Sin embargo, la sorpresa llega cuando se confirma la sospecha: el protagonista de la nove-la y el autor comparten nombre, se parecen, son casi la misma persona, el mismo escritor que sabe no acabará la novela hasta que muera su madre. La novela que tenemos entre manos.

He ahí el tema: difícil y pesaroso; cargado de connotaciones y posibilidades. Pero un buen tema no garantiza una gran novela y Canción de tumba lo es. Julián Herbert no se hace la vícti-ma ni crea un melodrama. Además, otro Julián Herbert ahora investido de autor sabe manejar el lenguaje, no por nada es poeta. Cada una de sus palabras está cargada de sentido. Tanto, que en la fantasiosa vorágine de la segunda parte de la

novela podemos tocar fondo con él , con su personaje, con sus perversiones, para luego recomponernos hacia una última parte que nos sacudirá por completo.

Y no será sólo por el tema porque, en verdad, no es suficiente. Sino por la capacidad que tiene Herbert de contagiarnos de esa historia, de esas palabras, de ese conjuro que hace para con sus demonios. Ahí es donde nos afecta y se vuelve grande: en el momento en que se vuelve un asun-to personal para cada uno de los lectores •

Philippe Ollé-Laprune (París, 1962) es un diplo-mático, promotor cultural y ensayista francés con veinte años de residencia en México. Durante 2009 fungió como comisario consejero por parte de la legación mexicana en el Salón del Libro. Autor de una antología de literatura nacional aparecida en Les Éditions de la Difference, la cual reúne a ochenta escritores. Desde 1998 dirige la Casa Refugio Citlaltépetl. No deja de sorprender el riesgo que representa editar una traducción de una obra sobre México y sus letras. En un centenar de páginas es casi imposible mencionar todos los nombres de autores y libros que resultan impres-cindibles. Para unos la tentativa se ha de quedar corta, por las numerosas exclusiones, y sobre todo las generalizaciones un tanto apresuradas acerca de la dependencia que en México tienen los escri-tores respecto del poder. Se señala al Estado como principal mecenas o impulsor de la cultura, con la consiguiente connivencia entre los creadores y los políticos.

La Otra, Revista de Poesía, Artes Visuales y Otras Letras, México, año 3, número 13, octubre-diciembre de 2011.

En esta entrega, la publicación dirigida por el colega y poeta José Ángel Leyva ofrece, entre muchos otros materiales, un in-teresante artículo de Guadalupe Flores titulado “Introducción al cuento chipriota”, así como un fragmento ensayístico sobre artes plásticas, obra del recientemente desaparecido y gran amigo Daniel Sada. Cuatro textos se encargan de ensalzar la memoria de otro fallecido en tiempos recientes que, como a Sada, nadie ha de olvidar: el poeta Tomás Segovia. Ocho poetas, entre ellos Amalia Bautista, Rodolfo Mata y Rodolfo Alonso –este último colaborador de ljs–, son parte del poetariado que se incluye y, finalmente, el número incluye un dossier del fotógrafo Pascual Borzelli, acompañado por un texto de Óscar de la Borbolla.

Interfolia, año 3, número 9, México, mayo-septiembre de 2011.

Editada por la Capilla Alfonsina Biblioteca Universitaria de la Universidad Autónoma de Nuevo León, esta revista concebida, diseñada e impresa con evidentes gusto y recursos –cualidades de las que desgraciadamente suelen adolecer otras publicacio-nes culturales– destinó para su noveno número una nómina de todo punto irreprochable: abre con Borges, continúa con Alfonso Reyes, se sigue con Antonio Gamoneda, pasa por Gon-zalo Rojas, recala en Vargas Llosa, visita a Ramón López Velarde, prosigue con Hugo Gutiérrez Vega, y no paran ahí los autores de autoridad incontestable. Verifíquelo el lector a través de la personal y sin duda gozosa constatación.

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11 leer

en nuestro próximo número

Jornada Semanal • Número 891 • 1 de abril de 201211

próximo número

Pánico al amanecer,

Kenneth Cook,

Seix Barral,

México, 2011.

PERMISO PARA VIVIR

JUAN GERARDO SAMPEDRO

[email protected]

DICKENS Y LA ESPERANZARicardo Guzmán Wolffer

Bárbara Jacobs entre libros, J.D. Argüelles

Estos y otros problemas del panorama literario mexicano se ponen de relieve, aunque también se hacen señalamientos halagüeños en torno del carácter y la calidad de las letras de México. En un rápido repaso, con ecos de Deleuze, el autor pretende caracterizar tres tendencias fundamen-tales en el escritor mexicano: el sacerdote, el solda-do y el docto. “El sacerdote representa la volun-tad de revelar una verdad oculta , expresar mediante lo escrito un deseo de trascendencia. Puede pensarse en Paz y en sus libros formida-bles sobre la palabra poética; en Rulfo y su deseo de ubicar el rencor en el centro del universo mexi-cano, de romper el muro de la muerte y escu-char las voces de los desaparecidos.” Proteger y conquistar es lo propio del soldado. Las quere-llas entre grupos culturales antagónicos, como el de Vuelta y Nexos, ejemplifican este temperamento. “El docto administra el patrimonio, la herencia, y fija las reglas. Se comprende mejor, por ejemplo, por qué la obra de un Alfonso Reyes, en el que la dimensión de docto es ejemplar, no tiene ningu-na presencia en otras lenguas. El tono apacible y el aspecto prudente de su estilo están más confor-mes con la pluma de un diplomático que de un insumiso.”

El autor también menciona los escritores de su patria, como Antonin Artaud y Benjamin Péret, que alguna vez visitaron México y dejaron testi-monio por escrito, así como la pléyade de escrito-res anglosajones encabezados por Aldous Huxley, Graham Greene, d. h. Lawrence, Malcolm Lowry, w. s. Burroughs, Howard Fast o David Lida. En los extranjeros domina el gusto inicial, luego viene el desencanto con la aurea mediocritas de los nacio-nales, para rematar con el ensueño de cada cual al que los lanza el ambiente exótico. Visión soco-rrida y sincera de la de este autor, la cual en la traducción permite ver, a quien no lo sabe de ante-mano, cómo es que se ve al escritor mexicano en el exterior •

Editada originalmente en 1961, bajo el recurso de una sorprendente voz narrativa omnisciente, Pánico al amanecer resulta ahora una agradable novedad en su versión al castellano. Hacia 1971 se convirtió en un éxito cinematográfico y, a cincuenta largos años de la primera edición y de su éxito editorial a varias lenguas, permanece como “una vertiginosa novela de culto, un clásico moderno”. Se convirtió, asimismo, en culto a la tragedia, en lo que tiene lo trágico de más humano. En palabras del novelista: la capacidad que se puede lograr para que alguien se convierta en ruin o grandiosa en idénticas circunstancias.

El horror que se despliega y se percibe en las páginas de Pánico al amanecer logra ahora el mismo efecto devastador que siempre tuvo en la sensibilidad de los lectores.

El personaje de la novela, John Grant, un joven profesor de Tiboonda, decide pasar unas vacacio-nes en Sydney después de doce meses de ininte-rrumpido trabajo. Deberá entonces hacer una breve escala en Bundanyabba, ciudad minera, desértica y polvorienta al Oeste de Australia. John Grant no encuentra diferencia entre ambas y sí una similitud: la versión del infierno.

Australiano de la costa, Grant sólo piensa en Robyn, la mujer que ama y en Sydney, “con sus mareas subiendo y bajando”.

Y es entonces que a John Grant lo esperan una serie de acontecimientos en los que se ve envuel-to involuntariamente y que cambiarán su vida de manera sorpresiva.

La forma en que se van concatenando los hechos puede parecer un fácil recurso para el autor del texto: un mal momento en la vida de John Grant da paso a otro y luego a otro. Pareciera que la vida para él se ha convertido en una gran nube opaca sobre sus pasos. Pero aquí, en el argumento, todo debe ser así porque hay veces que al hombre le es permitida la vida quizá con el objeto de ver clara-mente –lo piensa el personaje– que “los aconteci-mientos que desencadena una persona pueden (...) tornarse en una forma de cordura”.

En efecto: el personaje Grant transita un temi-ble recorrido donde no intenta oponer resistencia, no trata de cambiar nada: bebe y lo pierde todo en un juego de azar, se topa con personajes verdade-ramente siniestros que lo invitan a seguir bebien-do y a la caza de canguros donde él conoce de cerca

la sangre y –como lo marca la cuarta de forros– el “infierno de su propia destrucción”.

Pánico al amanecer se ha convertido, como lo señala j.m. Coetzee, en un clásico de la literatura australiana. En sus páginas está contenido el horror que sólo es posible percibirlo si hay una extraña y dura sensibilidad.

El horror está en todos, sólo hace falta el permi-so para vivirlo •

Para volver a Dante, José Ma. Espinasa

In memoriam

Antonio Tabucchi(1943-2012)

Estudios Cinematográficos. Revista de Actualización Técnica y Académica del Centro Universitario de Estudios Cinematográ-ficos, año 17, núm. 34, México, octubre 2011-enero 2012.

Siempre bienvenida, siempre también –y por desgracia– espe-rada algo más de lo que uno quisiera dadas las demoras re-currentes por las que llegan a sufrir editores y lectores, la revista del cuec aborda esta vez, y desde las más diversas perspectivas, uno de los temas más álgidos e infortunadamente actuales que en materia cinematográfica puede haber: la censura y, como reza el título del número, “otros inconvenientes”. A pesar de que entre los especialistas que se incluyen hay voces más que autorizadas dando cuenta, en seis ensayos, de los cómos y los porqués de los sempiternos ataques a la libertad de expresión y creación cinematográficas en México, ninguno de ellos tan valioso como el firmado por Andrzej Wajda, “Censura y libertad. Una mirada del Este”, auténtica joya de esta corona editorial con la que Estudios Cinematográficos refrenda su primerísimo lugar en el espectro de las publicaciones especializadas en cine.

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arte y pensamiento ........

Verónica Murguía

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Acerca de la noche

Nunca he dormido bien. De niña, en la casa a oscuras, cercada por los fantasmas que agobian a todos los escuincles que en el mundo han sido, me revolvía entre las sábanas mientras mis padres y mis hermanos dormían el sueño de los justos. Invisible para ellos, me cercaba una variopinta turba salida de las películas clase b: bajo la cama acechaba un zombi con una mano peluda y, por excepción, velocísima; dentro del clóset, entre el uniforme de deportes y los suéteres, nos miraba el monstruo de la Laguna Negra, con su blanda facha de mojarra. Adherido a la ventana, el vampiro Karol de Lavud, es decir Germán Robles, se lamía los colmillos con gesto voraz. En las películas, el conde Karol vivía en haciendas morelenses, dato que me espantaba más que cualquier hecho vampírico de un Drácula que vagara por Londres o Rumania.

Sigo con la enumeración de los villanos que poblaban la casa en las noches: en la cocina, un ladrón con antifaz y traje a rayas se ro-baba las latas de duraznos, al tiempo que una extraña creación de la cinematografía vernácula, la Momia Azteca, caminaba con la tor-peza distintiva de los muertos revividos, sacudiendo las ramas de los rosales sembrados por mi madre en el diminuto jardín de la casa familiar.

El peor era la momia. Se llamaba Popoca, y lo que me daba risa de día –Popoca, popó-caca y babosas derivaciones de este tipo– me erizaba los pelos de noche. Popoca había sido novio de Rosita Are-nas cuando, en una reencarnación anterior, fue sacrificada en un altar maya (las precisiones históricas les eran tan ajenas a los guio-nistas de la película como a la niña de ocho años que fui). Recuerdo que la heroína evocaba su pasado mirando un aparatito en el que una espiral pintada sobre un cartón giraba y giraba. Olvidé cómo resucitaron a Popoca, pero no que usaba un pectoral de oro. El

malo era el doctor Krupp y el bueno un señor enmascarado y panzón cuyo nom-bre de batalla era El Ángel.

Con este elenco me amanecía. Mi padres jamás me aceptaron en su ca-ma y mis hermanos tampoco, así que no me quedaba más que esperar, can-sada y aturdida, a que amaneciera.

Sigo igual. Los miedos han variado, pero apenas se apagan las luces, co-mienza el desfile de preocupaciones, hipocondrías y terrores. Afectivas, la-borales, nacionales. No me consuelan los libros, pues a esa hora no entiendo nada. Y la noche es el ámbito natural de la lectura y la escritura, por lo que ade-más me siento una inepta.

Una de las reflexiones sobre la noche que más me ha gustado es la que escu-chamos en febrero de 2005, leída por el escritor Christopher Domínguez en ocasión del Premio Villaurrutia que le fue concedido por el libro Vida de Fray Ser vando . Cito: “He sido educado en una tradición que concibe la lectura y la escritura como aquello que ocurre, fatalmente, en la biblioteca y durante la noche, en ese momento en que entra-mos en comunicación con los escritores muertos, cuando la vida se manifiesta en esa vasta y laboriosa necrópolis que componen las literaturas.”

Esta elaboración del tema quevedia-no del diálogo con los muertos ofrece además la imagen de la laboriosa necró-polis, tan bulliciosa como las tradiciones literarias a las que nos acerquemos. Ima-giné una escalera de Jacob por la que subía o bajaba el escritor solitario con el libro en la mano, atravesado por el soplo de los muertos; una ventana abierta a la noche y a los libros, oscuridad surcada por los relámpagos del pensamiento.

Tantos otros, nuestros mayores, han escrito sobre la noche y desde la noche,

alumbrados por la luz vacilante de las ve-las: un ejército afanoso, atormentado o alegre; leyeron libros copiados a mano, páginas sueltas, pergaminos. Escribie-ron con cálamos, varitas, plumas de gan-so que había que afilar con un cuchillo. La cama solía estar infestada de pulgas y la noche era más negra que la nuestra.

En imitación del poema de Auden de-dicado a los poetas medievales, uno quie-re saber “…¿cómo pudieron/ sin anesté-sicos o drenaje/ con el peligro cotidiano de las brujas, hechiceros/ leprosos, la San-ta Inquisición/ mercenarios forasteros/ que iban quemando todo a su paso/ có-mo pudieron ustedes, escribir con rego-cijo/ sin pucheros de autocompasión?”

Quiero imitarlos, pero no puedo. Pero me queda consolarme con los versos que compuso Lope, precisamente, a la noche: “Que vele o duerma, media vida es tuya:/ si velo, te lo pago con el día,/ y si duermo, no siento lo que vivo” •

La alianza innatural

Para Lucila, María Luisa, Brisa y Víctor, peregrinos del Evangelio

Desde la muerte de Iván Illich y la lectura de su último libro –la larga y exhaustiva entrevista que David Caylley le hizo hacia el final de su vida: The Rivers North of Future, un verso tomado de Paul Celan– no he dejado de pensar en la base espiritual y teológica que constitu-yó todo el pensamiento de Illich: “La corrupción de lo mejor es lo peor” o, en términos más explícitos, la corrupción del Evangelio engendró la institucionalización de la caridad y de las sociedades de servicio del mundo moderno con sus recursos al poder, al dinero y a la administración totalitaria de la vida.

El origen de esa corrupción pude mirarlo en Asís, al que el últi-mo día de nuestra agotadora visita al Vaticano fuimos para agrade-cer y también, en mi caso, para reclamar a san Francisco no haber guardado de los asesinos a mi hijo, a quien en su bautismo su madre y yo consagramos. En medio de la sobria belleza de Asís, la corrup-ción de la que hablo aparece de una manera extremadamente cla-ra y brutal en lo que fue la cuna del franciscanismo y el lugar en el que el propio san Francisco, enfermo y devastado, eligió morir: la Porciúncula (“Pequeña porción de tierra”). Esa pequeña capilla, eri-gida a 4 kilómetros del pueblo de Asís en un bosque de robles por los eremitas del valle de Josafat, entre los años 352 y 366 y restaurada por el propio Francisco, está hoy no sólo rodeada de comercios y suburbios, sino cobijada por una inmensa iglesia, Santa María de los Ángeles, edificada en el siglo xvii: inmensa, monstruosa y fea en su inane barroquismo como el poder del imperio romano al que quie-re imitar.

La pobreza de la Porciúncula –rostro del Evangelio en uno de los santos más hermosos del cristianismo– contrasta de manera brutal

y grotesca con la chata magnificencia del templo que quiere cobijarla. Ese contraste revela, en el orden de la arqui-tectura, el gran problema de la corrup-ción del Evangelio: la alianza innatural entre el pobre de Nazareth y el poder del César. Bajo ese rostro de Jano en el que la Iglesia se convir t ió después de que Constantino I la asimiló a la ad-ministración del imperio romano, el Evangelio se preserva, pero deformado. Lo que nos dice el esplendor kitsch de la iglesia de Santa María de los Ángeles que busca cobijar la minimal belleza de la Porc iúncula , es que la pobre-za evangélica sólo puede preservarse al precio del poder y del juego de la mundanidad política.

Nada más alejado de Jesús y de Fran-cisco, para quienes el Evangelio es inse-parable de la pobreza, hija de la libertad, de la proporción, de la negación de cual-quier administración política y, por lo mismo, de la inestabilidad.

La iglesia de Santa María de los Án-geles, que envuelve a la Porciúncula, no es más que la expresión en piedra del resultado de haber querido unir lo inna-tural: el recurso, dice Illich, al poder, al dinero, a la organización, a la gestión, a la manipulación y a la ley, para asegu-rar la presencia social de lo que sólo pue-de ser –es lo que se lee en el Evangelio, en la vida del Pobre de Asís y en la Por-ciúncula– la inestable y hermosa liber-tad de ir al encuentro de otros para vivir en la pobreza y la gratuidad del amor.

La vida verdaderamente evangélica tiene, por lo mismo, y como lo muestran Jesús, que nunca tuvo “dónde reclinar la cabeza”, y Francisco, que eligió para vi-vir, fundar su orden y morir, una capilla pobre, derruida y restaurada con sus manos, un hermoso grado de locura en

términos del poder. Por desgracia, la historia del cristianismo, cuyo rostro es la iglesia de Santa María de los Ángeles, del rostro imperial que es el Estado Va-ticano, y de las formas modernas y secu-lares del Estado y de sus instituciones de servicio, es la traición gradual a esa po-breza y a esa libertad de la que Cristo es el modelo y el testimonio, la traición grotesca a esa hermosa locura llamada Francisco de Asís y la Porciúncula que reactualizaron el Evangelio que el po-der volvió a pervertir en su intento inna-tural por preservarlo.

Además opino que hay que respe-tar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-cm del Casino de la Selva, escla-recer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los pre-sos de la appo, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de se-guridad y resarcir a las víct imas de la guerra de Calderón •

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Luis TovarAlonso [email protected]@yahoo.com

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Jornada Semanal • Número 891 • 1 de abril de 2012

Fiona Apple

Sobre el festival sxsw de Austin, tx

Hemos vuelto de Austin, Texas, con un sentimiento ambivalente. La pasamos bien escuchando música nueva, caminando calles atesta-das de melómanos, cazadores de ignotos trazos aéreos. Es incues-tionable: el festival South by South West (sxsw) no puede compa-rarse con nada. No sólo cumple objetivos específicos para los actores de la industria del entretenimiento (paneles, encuentros, conferen-cias, exposiciones, relaciones públicas), sino que además se pose-siona por completo de esta ciudad universitaria ofreciendo un número inverosímil de grupos, películas y shows tecnológicos (en realidad son tres festivales en uno), con más de 32 mil personas registradas (eso sin contar al público). Sólo en la parte musical ha-blamos de cerca de setecientas bandas provenientes de cinco continentes, las que hacen sonar su obra a lo largo de cuatro días. ¿Se imagina el lector?

Claro, parece el paraíso. Empero, la Sexta Avenida de Austin nos hace recordar los viejos tiempos de la Avenida Revolución de Tijua-na, o la calle del casino en la Feria de San Marcos. O sea, se parece más al infierno, ése en el que tanto deseamos inmolarnos cuando estamos hartos de la carencia de opciones y de los precios de los conciertos, cuando estamos ávidos por saber qué de nuevo suce-de allende las fronteras. Ríos de gente que bebe, ríe, baila –y riñe– frente a músicos que desde las aceras o sobre el asfalto piden algún billete a cambio. A sus costados: cientos de bares, cafeterías, billares, restaurantes y demás negocios afiliados al sxsw, todos con proyec-tos tocando en sus tinglados internos.

Entre lo que más nos sorprendió podemos citar a Band of Skulls (Inglaterra), Theophilus London (eu), Vetusta Morla (España), Ances-tros (Colombia), Prime Ministers (Ecuador) y The Cult (británicos de quienes escuchamos un par de piezas desde ese interesante bas-

tión del pasado que es la tienda de dis-cos Waterloo). Pero también hubo nu-merosos shows a los que renunciamos debido al procedimiento tipo Disne-ylandia que exige: llegar dos o tres horas antes para que, muy probablemente, los únicos que puedan entrar sean los pri-vilegiados poseedores de gafetes pla-tino, oro y demás extravagancias, por encima de las pulseras de músicos (cu-ya enorme mayoría invierte en ir al sxsw) y más aún del público en general, que por supuesto prefiere quedarse disfru-tando la gratuidad de la calle. Nos refe-r imos a las presentaciones de Jack White, Tenacious d, Bruce Springsteen, Fiona Apple y tantos más. Otros de los que esperábamos algo mejor fueron Kimbra, Zechs Marquise (hermanos del Mars Volta, Omar López Rodríguez) y The Shins, de quienes soportamos dos canciones en el inmenso parque Shores (folk tan bien hecho como aburrido).

Sobre el breve concierto conjunto que dieron Torreblanca, Ximena Sari-ñana, Javiera Mena, Andrea Balency y Natalia Lafourcade en el Centro de Con-venciones, sólo Natalia nos dio la impre-sión de estar en su centro con una fragi-lidad distinta, hija del trabajo, el riesgo y el juego. Todos los demás, sobra decir-lo, tienen harto talento y buenas com-posiciones. Todos cantan y suenan bien y son acompañados por músicos sol-ventes; el asunto es que parecen sufrir las tablas; estar frente a una audiencia con menores referentes e información sobre sus vidas. Aunque no queremos generalizar, pues se trata sólo de una pre-sentación, creemos que normalmente diluyen la fuerza en pos de la delicadeza perdiendo algo de sustancia. Lo positi-vo, ciertamente, es que se suman con gracia a una moda que privilegia la he-chura de canciones por encima de la

producción y los efectos. Además, son muy jóvenes y harán grandes cosas a futuro.

Así las cosas, nosotros tocamos en el Bar 96 junto con otras bandas firmadas por el sello mexicano Intolerancia, entre las que destacaron Turbina, Juan Cirerol y Sonido San Francisco. Y no, no quere-mos crear un conflicto de intereses, menos un acto promocional. Mencio-namos esta experiencia porque, de to-do lo que pudimos escuchar durante el sxsw, lo que más movió nuestro espíritu fue, precisamente, Juan Cirerol, un jo-ven cantautor surgido en las calles de Mexicali que, únicamente con su gui-tarra de doce cuerdas y una armónica, logró encarnar todo lo original, hones-to, desgarrado, humorístico y entrete-nido que puede tener la música norte-ña. No es un virtuoso cantando. No es un virtuoso escribiendo. Pero sí es un gran instrumentista y un virtuoso de su pro-pio reflejo.

En conclusión, el Festival sxsw 2012, en su xxiv edición, ofreció nuevamente un cúmulo inefable de información an-te la cual recomendamos rendirse de inmediato, para entonces disfrutar de la casualidad, de lo que se aparezca fuera de planes e itinerarios, lejos del hambre y el afán coleccionista. Porque sí, muchos asisten brincando de un sitio a otro como quien suma estampitas para un álbum de futbol, olvidando que lo mejor de la música difícilmente ocurre en una vitri-na que aguarda al mejor postor •

Guadalajara xxvii (iii y última)

El mexican curios descerrajado por el realizador estadunidense Tom Gustafson, que ganó el Mayahuel correspondiente a Mejor Largo-metraje de Ficción Mexicano, por desgracia y para más desdoro de dicha sección competitiva no fue la única cinta cuyas características la hacían más digna de ocupar, por ejemplo, las pantallas temble-ques de los autobuses México-Pachuca, y no las de un festival que gusta de pensarse y vivirse como el más importante en el ámbito iberoamericano. Uno se siente impelido a especular una de dos –o ambas–: primero, si esto fue lo que eligieron de un universo de cua-renta y cinco, ¿cómo estará lo no seleccionado?, y segundo, ¿serán las diferencias –de concepción, factura, intención, etecé–inexplica-blemente abismales entre unos y otros filmes la constante y, por lo tanto, parte fundamental del diagnóstico aplicable al cine mexica-no de ficción? He aquí un par de muestras:

Vampiros chinos de ojos redondos

Casi no hay competición cinematográfica mexicana que se prive de ofrecer una película que reclama suyo, como diría Monsiváis, “el monopolio del fracaso”. Esta triste forma de alcanzar notoriedad, en función del indeseado antiprivilegio de ser considerada la peor cinta de cuantas concursaron, le cupo completo a Sangre de familia (2011), segundo largometraje de ficción del capitalino Eduardo Rossoff –autor, hace doce años, de Ave María.

Coproducida con Rigoberto Castañeda, dirigida y escrita por el propio Rossoff, esta Sangre… da testimonio de cuán improbable puede llegar a ser que intenciones y resultados arriben a una misma coordenada del espaciotiempo. Es diáfana la intención primera del filme: contar la historia de amor entre Alejandro –Shalim Ortiz– y Yolanda –Liz Gallardo–, pero de inmediato la sencillez resulta

traicionada por lo que, ciento seis minutos después, acaba m a n i fe s t á n d o s e co m o u n a banda sinfín de truculencias indigeribles, entre las cuales cabe destacar: Yolanda se ali-menta de sangre humana, con-dición que le concede vida ma-tusalénica tanto a ella como a su hermano –Raúl Méndez– y todo como consecuencia de que a uno de sus antepasados un día le cayó un rayo que no lo mató pero lo con-virtió, por así decirlo, en un vampiro sin colmillos. Aunque sus ojos sean redon-dos como lunas llenas y sus pieles luzcan claramente mestizas, resulta que estos hermanos son descendientes directos de chinos y, para más barroquismo, de chinos mafiosos que arrastran rencillas viejas y venganzas pendientes…

Rebautizada por el desagrado como Crepúsculo mazatleco –pues todo suce-de en Mazatlán–, la cinta padece defec-tos de crasa elementalidad: actuaciones de maniquí, diálogos de cursilona tiesu-ra insuperable –“es el destino el que se encargó de reencontrarme con él”–, sub-tramas inanes, efectos visuales más chis-tosos que impresionantes, así como una lamentable tendencia al humor involun-tario, cuya máxima joya es como sigue: Alejandro y Yolanda están horizontales y paralelos, convenientemente desnu-dos, concentrados en la consumación de su amor carnal, y justo cuando él está a punto de penetrarla, ella le dice: “no sabes en la que te estás metiendo”…

Lesbianas sesenteras y condones sin chiste

Eso sí, Sangre de familia tuvo –y no fue poca ni débil– seria competencia cuan-do se trató de consensuar cuál sería el peor de todos los largos mexicanos de

ficción. Se apuntaron, con argumentos de contundencia inobjetable, al me-nos dos producciones:

La noche de las flores (2011), produ-cida y dirigida por Adrián Burns a par-tir del mítico guión jamás filmado de su ancestro, el fallecido cineasta Archibal-do Burns. Ambientada en un inverosímil, evidentemente “producido” 1968, y es-camoteada la más ínfima alusión a los hechos ineludibles de aquel año, la cinta refiere los encuentros y desencuentros lésbico-culpígenos de una dieciochoa-ñera –Jimena Guerra– y su flamante ma-drastra –Diana Bracho–, aderezados de onirismos varios, constantes rogativas católicas a cargo de personajes secun-darios y otros descoyuntamientos argu-mentales.

El otro filme de presencia cuestiona-ble en cualquier competición fílmica digna de respeto fue La cama (2012), es-crita y dirigida por Rafael Montero, cuya longevidad fílmica –diecisiete largos de ficción en treinta y ocho años de carrera– no explica, y si lo hace quizá resultaría peor, ni la indigencia narrativa ni el falli-do propósito humorístico de algo que, al ser paralelamente una suerte de largí-simo anuncio de condones, comprue-ba una vez más cómo se ha pervertido la intención original del apoyo fiscal a la producción cinematográfica vía el ar-tículo 226 de la ley de Hacienda •

La cama

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Felipe Garrido

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1 de abril de 2012 • Número 891 • Jornada Semanal

Rolando el Negro Gómez

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La cocina literaria

No hace mucho alguien me escribió reprochándome la falta de unidad

en mi novela Conducir un tráiler. Me hablaba de la “estructura” en un tono

algo beligerante. Señaló virtudes, pero yo me quedé con el asunto de la

“unidad”. Me puse a pensar y en realidad no encontraba en dónde le

faltaba unidad a todo eso. Tonto de mí. Caí en la cuenta de que el

error estaba en el concepto que cada quien tiene de “unidad”. Para mí,

por ejemplo, mi vida tiene unidad, y es la misma unidad que intento im-

primirle a mi obra literaria. Cuando digo que mi vida tiene unidad me

refiero a que, como en mi obra literaria, siempre va por ningún lado.

Incluso cuando trato de darle sentido, el sentido se me tergiversa a mi-

tad del camino. Las citas se me postergan, las personas que creía leales

me defraudan, los viajes se me cancelan a último minuto, pienso una

cosa y termino haciendo otra. Para mí esa es la unidad de la vida, pero

veo que para muchas personas conocedoras de lo que es la ciencia lite-

raria esto no es así, sino todo lo contrario. Por eso agradezco que se me

haya advertido del error, aun cuando una parte de mí, muy en el fondo,

siga tiritando de escepticismo •

20 centavos

Por veinte centavos –eran otros tiempos–, uno podía entrar a la

carpa y oír lo que decía el dueño de la feria. Un hombre de botas,

vestido de negro, gordo y tuerto:

–¿Cuánto tiempo llevas ahí encerrada?

–Ya perdí la cuenta.

–¿Y qué comes?

–Gusanos, bichos, chinches; otras porquerías.

Chico y Pilates hicieron gestos de asco.

–¿Qué te pasó? Cuéntele al público. Diles qué hiciste.

Tenía muchas patas, cuerpo de araña, cabeza de niña, ojos

bonitos. Estaba rodeada de espejos para que se viera al mismo

tiempo de frente y de lado, iluminada con foquitos, como letrero

de botica. Atrás había unas cortinas.

–Diles, para que aprendan.

El Pollo nos había contado que una vez la vio en la calle y que

tenía piernas, pero nadie le creyó. Sócrates dijo que todo era un

truco, pero no pudo explicarlo. A mí me gustaba su boca; me da-

ban ganas de morderle los labios.

–Qué pues –dijo el hombre.

La niña clavó en mi boca sus ojos de estrella:

–Tenía malos pensamientos –dijo •

Luis Alberto Spinetta y el templo de la música

Debe haber sido el año 1970 o 1971; no recuerdo muy bien. Tampoco recuerdo si era invierno o verano, aunque en las imágenes de mi memoria no aparece el agobiante calor.

El segundo tucumanazo estaba en preparación, sin que ninguno de nosotros lo supiera. Desde el poder nos comen-zaban a hablar del Gran Acuerdo Nacional, pero muchos ya sabíamos que era una trampa más. A pesar de que éramos, al fin y al cabo, jóvenes casi niños, buscábamos nuestras propias alternativas, políticas y culturales.

Respecto a estas últimas, presentíamos que la propues-ta del folclor tradicional, tan querido y respetado en la provincia, no era suficiente. No eran tiempos de cantarle a la luna y las estrellas. Presentíamos que el folclor había sido secuestrado por el poder; por la dictadura militar. Es tal vez por eso que los jóvenes preferíamos aquella otra música, aunque nos dijeran que no era ni nacional ni po-pular, sino “extranjerizante”.

Alejandro Medina ya por entonces vociferaba “vacacio-nes por un día sin cobrarme…”, y nosotros sabíamos exac-tamente de qué hablaba. Ya muchos de nosotros habíamos tomado esas “vacaciones”. No lo decía al ritmo de chacare-ra, pero la amenaza nocturna era real, y la conocíamos. Aunque la música sonara extranjera, presentíamos ya en-tonces que el arte no conoce fronteras, y esa música era también de nosotros.

Y luego apareció el lonplei con la figura del hombrecito triste con turbante rosa. Todo el mundo lo quería tener. No todos podíamos comprarlo, así que a veces pasaba de mano en mano. Íbamos a clase con el lonplei bajo el brazo, protegido cuidadosamente entre la regla t y el tablero de dibujo. Lo llevábamos a la casa del Loco González, que te-

nía un Winco nuevito con la púa siempre chalita, para no dañar el disco. A veces salíamos al centro con sólo el lonplei entre las manos, para que todos lo vieran. Para que todos vean que uno lo escuchaba. Era como una especie de pro-nunciamiento público. En esa época nadie imprimía reme-ras con consignas. Si las hubiera habido, hubiéramos vesti-do una remera que dijera “somos seres humanos, sin saber lo que es hoy un ser humano…”

Y entonces, Almendra vino a Tucumán.El concierto se hizo en el viejo club de básquet Estudian-

tes, en Rivadavia al 900. Aunque pequeño, la cancha era ya entonces techada. Sacaron el aro del lado norte y armaron allí un precario escenario con tablones de madera. Pusie-ron sillas plegables en el piso de cemento de la cancha, y habilitaron una sola tribuna para el público del lado este. Pocas luces. Sólo algunos spots con filtros de colores.

Yo pude entrar entre los primeros y ocupé con mi her-mano una de las sillas plegables frente al escenario. Me contaron luego que cuando las pocas sillas y las tribunas estaban ya llenas, la cola de jóvenes queriendo entrar daba vuelta a la esquina de la Avenida Sarmiento. Los que había-mos alcanzado a entrar ya disfrutábamos de las preparacio-nes en el escenario. Edelmiro templando la guitarra, el equi-po técnico ajustando el sonido; Almendra en el escenario.

Los idiotas de la administración del club Estudiantes decidieron entonces cerrar el portón de ingreso al club. Habían llenado su bolsa con entradas y no les importaba nada más.

Los jóvenes tucumanos que quedaron afuera no lo pen-saron dos veces. Con la experiencia previa de un tucumana-zo y varias barricadas, sabían muy bien cómo derribar un portón alambrado, y lo hicieron. En pocos minutos el públi-co dentro del club se duplicó, entre gritos de alegría y salu-dos solidarios a los recién llegados, conocidos o no.

La respuesta tardó algunos minutos, pero llegó: un nu-meroso pelotón de panzones “antidisturbios”, defensores de las tradiciones nacionales, entró al club a la carrera y rodeó al público joven, preparando amenazadoramente sus pistolas de gases lacrimógenos y sus temibles Itacas calibre 12.

Durante unos segundos hubo pánico. Luego, de a poco, surgieron de entre la multitud los silbidos de repudio y sur-gió un crescendo de conocidas consignas: “sevacabaar, sevacabaaaaar, ladictaduramilitar…”. Los puños en alto se agitaban como en las barricadas.

De pronto, el Flaco Spinetta agarró uno de los micrófo-nos, todavía ni siquiera ajustado, y con sonido de feeback todos escuchamos palabras que me acuerdo casi textual-mente, a pesar de que pasaron tantos años: “Desde el momento en que Almendra entró a este lugar, este recinto se ha transformado en un Templo de la Música. Y en el Tem-plo de la Música no está permitida la violencia ni el des-pliegue de armas. Les pido a esos señores de azul que se retiren, para que podamos comenzar a tocar…”

Las dos horas que siguieron a aquellas palabras fueron un mágico aquelarre de arte y libertad •

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Jorge [email protected]

....... arte y pensamientoJornada Semanal • Número 891 • 1 de abril de 2012

LA OTRA [email protected]

Miguel Ángel Quemain

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“Haz deporte” (y atragántate de porquerías)

México es un país de gordos. Este que escribe y muchos de quienes me leen somos gordos. Las autoridades sanitarias han reconocido ya como serio problema de salud pública la gordura del mexicano, su propensión a la diabetes, a las cardiopatías, a la hipertensión y otros padecimientos que se derivan de nuestra obesidad y de nuestros malos hábi-tos. Junto con otros récords mundiales que suman otras vergüenzas, como el hombre más rico del mundo en un país con millones de pobres, el narcotraficante más poderoso del orbe y quizá el más generoso pagador o la ciudad más contaminada y atestada del planeta, nos jactamos de ser el país donde más refresco embotellado se consume por ha-bitante. La Coca Cola nos ama. Uno de sus gerentes fue pre-sidente de la nación, vaya caricato.

La televisión, causa y efecto de esa perversidad postmo-derna que es la publicidad, es corresponsable de esa enaje-nación alimentaria que ha convertido a México en paraíso de productos chatarra. Las constantes manifestaciones de interés público, a menudo enderezadas por personeros de la izquierda, para regular la oferta de comida chatarra comercial, por ejemplo, en las escuelas del país, ha encon-trado una formidable resistencia que va desde el simple y descarado desacato hasta campañas de cabildeo que inclu-yen, desde luego, a los medios masivos electrónicos, y allí la televisión juega un papel de obvia preponderancia. La re-gulación hasta hace unos años inexistente en el rubro publicitario de los productos chatarra es fruto de una lu-cha constante contra poderosos consorcios, propiedad de personeros de derechas y notorios contribuyentes en las campañas electorales de la derecha, como Lorenzo Servitje,

el dueño del grupo Bimbo, o los ejecutivos y accionistas de otros emporios de la chatarra, como el grupo Femsa, que controlan el mercado de los refrescos embotellados y las golosinas. De hecho, en la praxis cotidiana, las dispo-siciones gubernamentales que ponían coto a la oferta de alimentos chatarra procesados y saturados de sodio, gra-sa o azúcares de nulo valor nutrimental, como papitas, pas-telitos o refrescos embotellados, han sido esquivadas o incumplidas con algún disimulo; si ahora hay cafeterías escolares donde no se ofrece una gaseosa, hay en cambio un sucedáneo igualmente endulzado con fructosa indus-trial y saturado de saborizantes y colorantes, pero que en lugar de “refresco” en el envase promete “jugo”.

Prácticamente todos los anuncios de la televisión que ponderan las delicias de galletas, chilitos, chicles o botanas saladas mencionan de pasada, en cintillos o con susurros apretados de sus locutores, las recomendaciones más ob-vias, que están allí solamente para hacer como que las em-presas –y los medios– cumplen responsablemente con tratar de mejorar la alimentación –o al menos reducir tanta peli-grosa adiposidad– de nuestros niños, es decir, su nicho de mercado: “disfrútalo con leche”; “come frutas y verduras”; “haz deporte”, pero tanto los fabricantes como las televiso-ras se niegan a suprimir el mentiroso bombardeo de sus publicidades porque se trata de una elemental visión “de negocios”, y por encima del bien público en este sistema retorcido y perverso que es el consumismo brutal siempre se sitúa primero el lucro particular de esas empresas y la riqueza sin fin de sus dueños. Además de todo hay otros actores y factores que se sumaron a la problemática alimen-taria del mexicano a partir de la inclusión de México en el mercado global, y se trata desde luego de las cadenas de

comida rápida, que también son esencialmente alimentos chatarra, excesivamente saturados de grasas, de sodio y de azúcares no nutritivos, que nos han invadido como franqui-cias de marcas estadunidenses de pizza, de pollo frito o de hamburguesas. Las riadas de dinero que tales franquicias gastan en publicidad televisiva, al poner automáticamente a los cabilderos de las televisoras a su servicio, han blinda-do en la práctica la perniciosa oferta de sus productos al público mexicano.

No se trata únicamente de que los gordos nos ponga-mos a dieta y hagamos ejercicio, sino de que se fomente conciencia pública de la deliberada campaña lanzada en con-tra de la salud de los mexicanos, principalmente de nues-tra niñez, por un puñado de crasos a los que les importa un dietético pepino el bienestar de nuestra gente, aunque es precisamente el pueblo el que los ha enriquecido, y cuyos egoísmo, avaricia y ambición no tienen final ni escrúpulos: una cuestión de salud de muchos contra la excesiva rique-za de unos pocos •

Pasar revista, la teatralidad editorial

La revista Paso de gato celebra sus primeros diez años con un número rico en exploraciones escénicas, dramatúrgicas y actorales. Es un número de colección porque los materia-les que reúne podrán ser consultados por investigado-res, historiadores y docentes. Su dossier está dedicado a Shakespeare y lo llama reloaded porque en el mismo edi-torial se reconoce la vastedad de la figura y su influencia. Nada menos que Harold Bloom, para referirse a este enor-me poeta de todos los tiempos, considera que a esa obra mayor puede atribuírsele la invención de lo humano.

Esta celebración sobre la presencia de Shakespeare en el teatro mexicano está enmarcada en primer lugar por las celebraciones olímpicas londinenses en este año, comple-mentadas por el World Shakespeare Festival que le permi-tió a Susan Chapman y a la Anglo Mexican Foundation rea-lizar la idea del dossier.

No quiero pasar al recuento del contenido (en la próxi-ma entrega) sin hacer un breve recuento de lo que significa

contar con una revista de teatro mexicana capaz de aso-marse a un orbe muy amplio de expresiones internaciona-les y que cobija una revista de cine, Cine Toma, Revista Mexi-cana de Cine. También Paso de Gato ha sido posible por un conjunto de hacedores que, desde hace por lo menos tres décadas, no han dejado que cese la investigación teatral que se ampara en los recursos del periodismo cultural es-pecializado.

Paso de Gato sería impensable sin la lección que desde La Cabra, luego Escénica y Artes escénicas impusieron bajo el rigor de Josefina Brun, quien desde el espacio universi-tario siempre consideró los desarrollos académicos y expe-rimentales de un teatro sin público (es decir, esas personas que van y pagan, que se atildan y planean también ir a cenar y conversar tras la función) pero con espectadores entera-dos y críticos, ellos mismos estudiantes o partícipes del hecho escénico.

En ese esfuerzo estuvieron siempre presentes Esther Seligson, quien nos enseñó a mirar el teatro como una ce-remonia antigua donde encontrar la poesía de la escena; Armando Partida, traductor, estudioso, propositivo de múl-tiples lecturas de la dramaturgia con recursos que la lin-güística, la sociología y la antropología del teatro proveían; Alberto Dallal, cuya memoria, humor y diversidad de regis-tros recordaba la necesidad de crear instrumentos capaces de insertar al teatro en espacios sociales más amplios.

En la esfera del periodismo cultural, Miguel Ángel Pine-da, quien en la década de los ochenta propuso una manera de aproximarse al teatro a través del periodismo que com-binó interpretación, crítica y documentación, búsquedas que si bien estaban presentes en el trabajo de Fernando de Ita y Patricia Cardona, con Pineda alcanzaron una luz distin-

ta que hoy esbozan con gran naturalidad periodistas cul-turales que también ejercen la crítica: Braulio Peralta y Ale-gría Martínez son dos de los mejores ejemplos.

Hago este recorrido porque no dejo de recordar (por supuesto con nostalgia, pero no aquella que consiste en pedirle al tiempo que vuelva, sino la que medita sobre unas semillas que no fructificaron del todo) a un joven Jaime Chabaud ambicioso, inteligente, “sabelotodo” y refugia-do en el siglo xix que puso mucha atención en esa mane-ra de editar que ahora reproduce en la revista que dirige y que, en ocasiones, pareciera querer sacudirse ese pa-sado tan determinante conformado también por expe-riencias como Repertorio, la investigación de Escenología y el empuje internacional (hacia adentro y hacia fuera) que le dio a nuestro teatro Ramiro Osorio (director y actor, di-rector de festivales) que impulsó un diálogo con España, que ahora pierde Primer acto, una revista señera y ejemplar a la que alude Chabaud en su editorial.

Loto rojo: eL gesto de La discapacidad

Este fin de semana concluye una breve temporada de seis funciones de Loto rojo bajo la dirección coreográfica del dotadísimo maestro, coreógrafo, bailarín e investigador Gerardo Sánchez González, con Anatha Pindika en la direc-ción artística. La indagación sobre el cuerpo herido, dolien-te e incompleto de la discapacidad ha derivado en un con-junto de hallazgos para compartir, entender y analizar a partir de esta “coreografía para un discapacitado, tres bai-larinas” acróbatas, contemporáneas y afiliadas al butho “y un músico en escena”. Domingo, 18:00 horas, Teatro Sergio Magaña (Sor Juana Inés de la Cruz 114, Sta. María la Ribera) Metro San Cosme •

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Número 891 • Jornada Semanal

linealidad cronológica; subversión del cometi-do formal que se espera de la fe religiosa; subver-sión, a través de una fascinación insuperable, de las posiciones relativas supuestamente obvias entre deseo y repulsión; y subversión, en fin, de las categorías que también se suponen lógicas de contexto, materia, realidad…

Visitar la propia casaIgualmente sabido es que decenas de cientos o miles de páginas se han escrito sobre Aura, inter-pretándola, explicándola, profundizando en su complejidad de engañoso rostro sencillo. Sin desmedro de la validez de aquellos ríos de tinta, estas líneas quieren enfatizar la relevancia del que quizá sea, de los cinco mencionados, el perso-naje menos atendido: la casa situada en Donce-les 815, donde –fuera del brevísimo lapso inicial, antes de que Felipe Montero se presente en ella– toda la historia se desarrolla.

Como bien han apuntado muchos, la casa es a la vez residencia de la magia –esa variante de la subversión– y espacio propicio para vivir, como la anciana Consuelo, en un tiempo detenido o al que ella busca detener. Añádase a esta perspecti-va un factor psicológico, cuya universalidad puede explicar la vigencia literaria de Aura

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L

Fotomontaje de Juan Gabriel Puga

ensayo

Antonio Soria

Aura o el deseo de sí

o d i j o e l p ro p i o C a r l o s F u e n t e s : “Aura es mi nove-la emblemática del

tiempo y del deseo” y, como es de sobra conocido, mucho antes de que el autor diese esta definición tan sucinta como explíci ta , e incluso antes de haber escri to en torno a la génesis de la que habría de convertirse en una de sus obras capitales –defi-n i c i ó n n e c e s a r i a m e n t e osada tratándose, como se trata, de un opus l iterario que abunda en insoslaya-bles–, este relato de precisión explosiva, novela-relámpago, narración-latiga-zo, había suscitado ya unanimidad en torno a la certeza de hallarse, como los siguientes años se encargaron de corroborar, ante un clásico de la literatura mexicana que accedió a tal condi-ción prácticamente tan pronto como la primera edición salió de la imprenta.

Cinco décadas después de su primer bautizo lector, no se cuentan por miles, ni por decenas de miles, sino por generaciones enteras a los lecto-res que hoy, como en 1962, ven ceder su voluntad y su noción convencional de realidad ante el vértigo de incredulidad vencida que gobierna y define a Aura desde la primera y hasta la última línea. Creada en los tiempos literarios del llama-do boom latinoamericano y del realismo mágico –conceptos igual de traídos, llevados, enarbola-dos y negados–, la novela tuvo desde siempre los atributos suficientes para trascender el momen-to, circunstancialmente favorable, en que fue dada a conocer.

¿Quién, que se considere lector –no se diga incluso buen lector–, desconoce la historia que se cuenta en Aura? A menos que suceda lo mismo que con otras obras llamadas “clásicas”, más referidas y mencionadas que leídas, puede consi-derarse de dominio común el pequeño y autóno-mo universo compuesto por el quinteto de perso-najes que entran en juego aquí: el joven profesor e historiador Felipe Montero; el general Llorente, muerto hace muchos años; su viuda, la anciana Consuelo; Aura, la jovencísima y hermosa sobrina de ésta y, de modo preponderante, la vieja casa marcada con el número 815 de la calle de Donce-les en el centro de Ciudad de México.

Sabe, pues, el lector cuál es el desenlace de esta historia que mezcla sin retorno posible pasado y presente; conoce, porque la experimentó con Felipe Montero, la renuncia a las categorías racio-nales básicas a cambio de la consumación del deseo; y no ignora, por supuesto, la subversión que, a nivel múltiple, plantea Fuentes en la sínte-sis impresionante de los menos de cien folios que Aura ocupa: la ya mencionada subversión de la

medio siglo más tarde: si la Casa es arquetipo que mani-f ies ta , mater ia lmente , e l estado mental de sus habi-tantes, aquí Montero susti-tuye, uncido a la belleza de los ojos –ventanas del alma– de Aura, su propia psique de “historiador joven, escrupu-loso, ordenado”, por la que le es ofrecida en Donceles 815: ámbito hurtado a la tempo-ralidad que, por ajeno, debe-ría suponerse inviolable pero que desde un inicio no lo es, como queda de manifiesto en las puertas de la Casa –“ya no esperas que alguna se cierre

propiamente; ya sabes que todas son puertas de golpe”–, así como en la manera en que Montero la habita: renunciando sin mayor resistencia a una remota y anónima casa de huéspedes donde había vivido hasta ese momento –una suerte de estado provisional de su propia mente–; reco-rriendo completa esta nueva-vieja Casa como no lo hacen la anciana ni Aura; acomodándose sin remilgos a las costumbres inveteradas de aqué-llas; descubriendo patios y presencias que sólo para él son reales; pero sobre todo, y a través de la carne de Aura-Consuelo, poseyendo el espa-cio, penetrándolo, que es decir re-integrándose, tomando posesión de sí mismo, como bien sabe el lector que ocurre al final, cuando Montero se re-conoce en uno de los viejos daguerrotipos que integran los legajos del fenecido –aunque ahora sepamos que no es así– general Llorente.

“Dar dentro de sí mismo un salto tan fuerte, que termine en los brazos del otro”, decía Cortá-zar en una obra publicada sólo un año después de Aura: eso precisamente puede afirmarse que sucede con Montero-Llorente y Aura-Consuelo, entregados, uno sin saberlo a ciencia cierta y la otra con la absoluta conciencia requerida para guiar a ambos, al encuentro con ese Otro que siempre termina siendo el mismo.

Efectivamente, amor y deseo más allá de la vejez y la muerte son las primeras claves de la contundencia temático-formal de esta enorme pieza narrativa, pero bajo esos signos, de suyo poderosos, fluye el rumor aún más fuerte del torrente donde navega otra búsqueda funda-mental: la de la identidad propia, y el símbolo de ésta es la Casa inserta en pleno centro bullicioso de la ciudad pero al mismo tiempo silenciosa, separada y distante; capaz de albergar a un tiem-po floración vital y decadencia, erotismo puro y decrepitud; hecha de recintos oscuros y tragalu-ces repentinos; sede dual de la realidad que ofrecen los sentidos, pero también de esa otra que elaboran las ideas, sin que muchas veces pueda determinarse –lo sabe cualquiera que alguna vez a sí mismo se haya visitado– cuál va primero •