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Suplemento Cultural de La Jornada Domingo 13 de mayo de 2012 Núm. 897 Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver Entrevista con J OSÉ XAVIER NÁVAR y Raúl CRiollo El CINEMA RIF de Tánger Lizalde Eduardo tigre mayor MARIO BOJÓRQUEZ, MARCO ANTONIO CAMPOS, EVODIO ESCALANTE, ROSARIO SANMIGUEL y RAFAEL VARGAS

La Jornada Semanal

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■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 13 de mayo de 2012 ■ Núm. 897 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

Entrevista con José Xavier Návar y Raúl CRiollo • El CiNema rif de Tánger

Liza

lde

Eduardo

tigre mayor

mario BoJórquez, marCo aNtoNio Campos, evodio esCalaNte, rosario saNmiguel y rafael vargas

Page 2: La Jornada Semanal

Hugo Gutiérrez Vega

Directora General: C a r m e n L i r a S a a d e , Director : H u g o g u t i é r r e z V e g a , Je fe de Redacción: L u i S t o Va r , Edic ión : FranCiSCo torreS CórdoVa, Corrección: aLeyda aguirre, Coordinador de arte y diseño: FranCiSCo garCía noriega, Diseño Original: marga Peña, Diseño: Juan gabrieL Puga, Iconografía: arturo Fuerte, Relaciones públicas: VeróniCa SiLVa; Tel. 5604 5520. Retoque Digital: aLeJandro PaVón, Publicidad: eVa VargaS y rubén HinoJoSa, 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. Correo electrónico: [email protected], Página web: www.jornada.unam.mx

La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauh témoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui­tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jor nada Semanal núm. 04­2003­081318015900­107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores.

La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.

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Portada: Tigre poliédricoCollage de Marga Peña

bazar de asombros13 de mayo de 2012 • Número 897 • Jornada Semanal

LoS mErCaCHiFLES aérEoS

El notorio fracaso del sistema neoliberal ha pro­ducido, entre otras muchas cosas, una notable degradación de la calidad de la vida. El galope triunfal de los grandes monopolios derrotó a los remanentes de capitalismo competitivo que to­davía aleteaban tristemente en los aires domi­nados por los grandes empresarios que nos re­cuerdan la fantasía hecha realidad de la novela de Julio Verne, El dueño del mundo.

Hace unos días, una amiga viajó al aeropuerto de Newark en la todopoderosa (junto con Ame­rican) United. Antes hacía ese viaje por Conti­nental, pero la vieja y amable línea ha sido de­vorada por la gorda señora que ya controla una buena parte del espacio aéreo de las Américas (su competidora, American, manda en las islas del Caribe y obliga a todo el mundo a pasar por ese centro de control y de trato majadero que es el aeropuerto de Miami). Me cuenta mi amiga que los arrogantes uniteños ya sólo admiten la documentación de una maleta con 18 kilos de peso. Es obvio que los insaciables negociantes lo que están buscando es el pago de los kilos de sobrepeso. United decidió agasajar a sus pasa­jeros con un refresco o un jugo artificial. Los cacahuates se cobran, lo mismo las galletitas y los pretzels. Ya no ofrecen alimentos. Lo que han inventado (y esto le da al avión un aspecto de fonda de rancho) es la venta de una comida que consta de una escuálida ensalada y de una nau­seabunda concoct ion de codi tos reblandeci­dos, jamón arqueológico y mayonesa en frasco. El pan es incomible. Semejante esperpento culi­nario cuesta catorce dólares.

Las azafatas se ven apenadas ante semejan­te tacañería. Les da vergüenza la pérdida de las buenas costumbres y de los amables modales que caracterizaban a las compañías aéreas. En nues­tro tiempo todo es negocio; el dinero es la reli­gión de estos voraces mercachifles y todo ha perdido la cordialidad, la cortesía, la buena edu­cación, en suma, la calidad humana que eran tan importantes como el negocio de trasladar per­

sonas a gran velocidad de un lugar a otro de nues­tro planeta. Esas personas requieren de un trato especial para atenuar los naturales miedos que nos sobrecogen al abandonar los brazos de la madre tierra.

Todo es así en el mundo neoliberal que el pre­sidente Calderón acaba de defender de una ma­nera tan desesperada y tan insensata que llenó a los mexicanos de pena ajena. El neoliberalismo sólo favorece a los ricos empresarios y a los po­líticos y burócratas corruptos que cobran sueldos francamente escandalosos. El libre mercado es para los Wal­Mart y sus mordidas, la inversión sin control enriquece a las empresas y a los ban­cos extranjeros que piratean en nuestro terri­torio; el empleo ha caído, la clase media está depauperada y el número de miserables crece de manera geométrica. El neoliberalismo ha fraca­sado, el imperio, los rusos los chinos y los pre­potentes europeos así lo saben y, o lo dicen abier­tamente o lo callan avergonzados. El partido del Presidente siempre habló del papel de rector del Estado en la actividad económica. Nada tie­ne que ver la defensa ardiente y ya derrotada de Calderón al peor de los Estados gendarme con la doctrina de su partido.

Tal vez el asunto de la avaricia de los nego­ciantes aéreos (he vuelto a leer las palabras de Ezra Pound sobre la avaricia de algunos, casi todos, los banqueros y de los empresarios mono­polistas), fue sólo la gota que derramó el vaso de mi descontento (léase indignación). Propongo que en el próximo viaje en avión, en lugar de aplaudir al buen aterrizaje como se hacía antes, se organice una rechifla a los mercachifles que han acabado con los aspectos humanos de la an­tes hermosa aventura de recorrer los aires.

Lo dice Marco Antonio Campos

en su conciso texto introducto-

rio: Eduardo Lizalde “es hoy, lo

es desde hace mucho, uno de

los grandes poetas vivos de la

lengua española”, y es al autor

de Tabernarios y eróticos,

La zorra enferma, El tigre en la

casa y Rosas, entre muchos

otros, a quien está dedicado

este número, en el que colabo-

ran, entre poetas y críticos

literarios, el propio Campos y

Mario Bojórquez, Evodio

Escalante, Rosario Sanmiguel y

Rafael Vargas. Publicamos

además una entrevista con José

Xavier Návar y Raúl Criollo,

quienes en compañía de Rafael

Aviña son autores del libro

¡Quiero ver sangre! Historia

ilustrada del cine de luchado-

res, así como un texto de

Alessandra Galimberti sobre el

mítico Cinema Rif de Tánger.

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creación3 Jornada Semanal • Número 897 • 13 de mayo de 2012

[email protected]

bitácora bifronte

Francisco Torres Córdova

Monólogos coMpartidos

[email protected] maTEria HumaNa

El cuerpo cotidiano, uno y todos a la vez, el mismo

y otro, único, solo. Ese lugar tan común y propio,

íntimo, secreto, que no cesa de iniciarse en los ri­

tos del aire, que no deja de nacer –cada vez y siem­

pre la primera vez–, por la gracia y el poder de un

beso. El cuerpo que se rinde a los impulsos prima­

rios del agua y llega de la sombra de la nada al

relumbre de la sangre, y entonces desata su grito

y centra en la tierra su peso –meses que son eras,

milenios que son un instante. El cuerpo abismal,

del que tanto sabemos y nunca es suficiente, y tan

clara es su química exacta que así entre sus flujos

y reflujos nos urde, nos lleva y nos muere. Y tam­

bién el cuerpo encumbrado en los tumultos del

consumo, exaltado, ahíto y sin embargo insatisfe­

cho, y el hundido en el silencio que fermenta el

dolor ubicuo del hambre, su rabiosa comezón en

la inocencia de la carne. Tantos que puede ser,

desde el pleno y oloroso, el mimado por el azar y

la espiral de lo posible, al cínico indolente o el en­

fermo, el incompleto, el torcido y contrahecho por

la ignorancia que incorpora la miseria o los ve ne­

nos del olvido; del adolescente titubeante al joven

adusto que embrutecen los ejércitos, dispuesto a

la vulgar mitología de sus armas, las medallas re­

lucientes y sonoras en el pecho, y las heri das nun­

ca invisibles que el frente taja en la frente del alma;

del asombro y la risa todo corazón en que el niño

se derrama en la mañana, al anciano que concen­

tra sus severas soledades en las frágiles orillas de

sus pies, la incertidumbre de las manos y el glauco

nocturno de los ojos; del eficiente y cultivado del

atleta al refinado y vigoroso que la danza trans­

forma en alfabeto en el espacio y así articula la

condición mortal de lo sagrado que lo impulsa,

la belleza arraigada en la cadencia de huesos, ten­

dones, músculos y aliento. En la multitud amorfa

que somos, al final –o así desde el inicio– es el no­

ble cuerpo cotidiano, vulnerable y temeroso, an­

helante de otros cuerpos que lo amparen, que lo

arropen de los fríos de sus múltiples monólogos;

ese cuerpo que el viejo poeta de Alejandría invoca

desde adentro y más allá de la caricia, en esos lap­

sos delicados de tibia y pura eternidad que el

tiempo a veces distraído nos concede: “Cuerpo,

recuerda no sólo cuánto fuiste amado,/ no sólo los

lechos en que yaciste/ s ino también esos de­

seos que por ti/ brillaban en los ojos claramente/

y temblaban en la voz.” Ese cuerpo que cristaliza

la persona, que la aparta de la multitud con ape­

nas un reflejo de sol en el cabello, una sonrisa in­

teligente, un aroma. El amoroso, con la certeza

encandilada de los ojos que son, como la columna

vertebral y las entrañas, materia del espíritu •

ENTrE EL mar y EL DESiErTo

Compilación de poemas de Esmeralda Loyden y

fotografías de Ricardo María Garibay, Entre el mar

y el desierto, editado por la Comisión Nacional pa­

ra el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad

(2010), es un libro significativo que aborda el pai­

saje del noroeste del país y la vida de Koyka´ak, la

gente, los “seris” de Sonora. Tanto las imágenes

de Garibay como los poemas de Loyden reflejan

el movimiento vital de esa comunidad que ema­

na la vida espiritual de un pueblo antiguo. La fauna,

la flora y el ambiente, tanto del mar como del de­

sierto, aparecen en una suerte de conciliación de

contrarios (Paz, sic). En prólogo al volumen, el poe­

ta Eduardo Langagne habla de los seris como de

un pueblo resistente: “han mantenido una lengua

cargada de códigos secretos, de magia y conoci­

mientos”. En su Canto al desierto… Esmeralda Lo­

yden lo confirma: “Canto al silencio del desierto,/

donde no hay un solo nombre que no sea pronun­

ciado/ por el corazón ennegrecido de las rocas.//

La paz de Dios en la garganta ocre del ocaso/ guar­

da su luz en la florescencia efímera del tiempo.”

aNaCruSiS: La CaíDa DE uN VErSo

La lírica morelense ha incubado con fortuna a poe­

tas de la talla de Sergio Mondragón, Javier Sicilia

y Luis Francisco Acosta, de éste último releí algu­

nos poemas de Anacrusis –tiempo de caída– (Uni­

versidad Autónoma del Estado de Morelos, Cuer­

navaca, Morelos, México, 1997). La mayor parte fue

escrita en el período 1970­1977, el autor lo publi­

ca después de veinte años. Con 132 páginas regis­

tradas en el índice, el volumen abre con el poema

que titula el libro: “la vida en diminuendo/ eras de

caída/ desarrollando mudos pentagramas”.

Anacrusis, por la envergadura de su extensión,

es un libro que podría ser varios, incluso por sus

temas. El autor no busca unidad (que la busquen

los poetas truncados) en la obra, sino sentido, to­

no (nunca prescinde del oído), comunicación con

el lector, en todo caso razón del signo, encarnado

en la palabra del poeta.

En un escritor como Acosta, miembro del taller

literario de Juan José Arreola y maestro de varias

generaciones en su propio taller de la Universidad

de Morelos (uaem), se advierte la decantada voz, su

“sospecha de lenguaje improvisado/ en transi­

ción” que le refrenda una caída: “se vive por vivir/

cuando no hay más remedio/ que nacer darse en

la madre/ y seguir adelante”.

En sus poemas hay desencanto, pero también

fortaleza: “nada y todo son pormenores de mis

cuitas”. Nada sobra; en Anacrusis los significados

se traducen a vivencia, poesía de la experiencia,

pacto con la respiración y el ejercicio literario. Y sí

lo reivindica: “Y suele ocurrir que entre las horas

de cuervos/ y el tiempo del alba/ amenazan cre­

púsculos bermejos,/ se recomiendan viacrucis,

contriciones,/ a veces se bendice el pan/ y se ha­

bla de esperanzas fementidas,/ de rencores agri­

dulces/ caídos del árbol prohibido de la dicha/ y

se recuerdan diosecillos redentores/ que no alcan­

zaron redención.” •

Fotos: Ricardo María Garibay, incluidas en Entre el mar y el desierto

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413 de mayo de 2012 • Número 897 • Jornada Semanal

entrevista con José Xavier návar y raúl criolloJaimeduardo García

uando repararon que ellos eran quienes más habían escrito sobre el cine de lucha­dores, además de compartir la adrenalínica sensación de ver a El Santo o Mil Máscaras

lanzarse desde las cuerdas para derribar al rival, Raúl Criollo, José Xavier Návar y Rafael Aviña con­cluyeron que es un género “clave en la historia del cine mexicano, que no tenía, como dice Juan Villo­ro, su registro civil”, así nació ¡Quiero ver sangre! Historia ilustrada del cine de luchadores (unam /Edi­ciones b, 2011).

La investigación les llevó cinco años integrarla, incluye novecientas imágenes, muchas inéditas, ci­mentada en la consulta a la Filmoteca de la unam, a la Fonoteca de los Estudios Churubusco, y en entrevistas a luchadores y actores, además de recurrir a colec­cionistas privados y ver todas las películas del género.

¿Por qué hacer una recopilación de un género me­nospreciado por historiadores y críticos? Raúl Crio­llo precisa: “Siendo tan importante históricamen­te el cine de luchadores, tanto para la industria como para la cultura popular, no existía una inves­tigación que compilara todos los títulos.”

El cine de luchadores, de Nelson Carro, y Sensacio-nal de lucha libre, de Lourdes Grobet, anteceden a ¡Quiero ver sangre!, pero José Xavier Návar precisa que este último “se ocupa del fenómeno fílmico. Es una Guía roji autorizada del género”.

“El cine de luchadores es uno de los grandes in­ventos mexicanos, y no se le había hecho justicia. Gracias a las cintas de El Santo se pudieron filmar las películas que iban a concursar a Berlín y a San Sebastián”, agrega Návar.

Raúl Criollo destaca que el cine de luchadores es un reflejo social, porque registra “épocas, lenguaje, moda y preocupaciones. Un ejemplo: el surgimien­to de El Santo y su mancuerna Gory Guerrero, a quienes les llamaban la Pareja Atómica, es una re­ferencia a un período donde hubo temor por el po­der nuclear”.

Návar dice que los elementos distintivos del cine de luchadores son “sus tramas fantásticas, sus ar­gumentos delirantes, los diálogos enloquecidos.

Las máscaras son un imán. Las películas no salían tan bien, pero no fue culpa de los luchadores sino del director”.

Rafael Aviña sostiene que las películas de rum­beras, padrotes y policías a finales de los años cin­cuenta “iban a la baja”; en ese contexto surge el cine de luchadores. Raúl Criollo añade que “los produc­tores buscaron diferentes alternativas para atrapar al público nuevamente, pero ninguno calculó que fuera la opción ni supuso que generaría un produc­to de exportación”.

Xavier Návar asegura que “el cine de luchado­res demostró la modernidad. Las películas de El Santo inventaron la cámara de televisión ‘om­nipresente’, pues se podían seguir sus aventuras por televisión, ya fuera la Inquisición u otra épo­ca pero, ¿dónde estaban esas cámaras? Era surrea­lismo puro”.

Raúl Criollo asegura que la aparición “de siete enmascarados en la misma película anunció la ex­tinción del género. Antes bastaba con el mercado mexicano, después no alcanzaba ni con los ingresos de Centro y Sudamérica. Es muy difícil que el géne­ro reviva”.

Xavier Návar opina que “José Buil logró, proba­blemente, la cinta más emblemática del cine de lu­chadores: La leyenda de una máscara, la más comple­ta, no en vano obtuvo cuatro Arieles. Es la historia de El Santo, sin El Santo”.

Raúl Criollo afirma que rescataron materiales co­mo el producido por los fotógrafos de stills, “encar­gados de hacer las fotografías publicitarias o detrás de cámara; se archivaron en la Filmoteca de la unam y datan de hace treinta o cuarenta años, aunado a que elaboramos las fichas de la primera película, que da­ta de 1938, hasta las últimas”.

Návar afirma que para la investigación revisaron completas las revistas Halcón y Lucha Libre, “coteja­mos el archivo de la Filmoteca, de donde digitali­zamos más de novecientas imágenes, muchas de ellas inéditas. Recurrimos a coleccionistas priva­dos, como Rogelio Agrasánchez, que nos facilitó pósters y fotos raras”.

Con el cine de luchadores se han creado leyendas. Raúl Criollo explica que una de ellas es la película El vampiro y el sexo (1968), que se creía inexistente: “Se recuperó una copia; allí aparece El Santo con mujeres con pechos descubiertos. Pero nunca filmó con ellas; las escenas se hicieron de manera independiente y luego se mezclaron. Aldo Monti, uno de los prota­gonistas, nos dijo que sí filmó con actrices desnudas. Esa cinta no es un mito, ya se exhibió, aunque no hay una referencia de haberse proyectado en Europa para comprobarlo.”

Návar señala que el libro cierra en 2011 con el affai-re de El Hijo de El Santo en el Festival de Cine de Guadalajara, que “no quería que se proyectara El vampiro y el sexo, porque era un atentado y orillá­bamos a su papá al sexo. Es mentira. El Santo ni si­quiera aparece en esas escenas. La película se exhibió en Francia y en Estados Unidos, está documentado, existen las carteleras”.

Añade que el propósito del libro es que “la gente se divierta; incluimos la sección humorística Piquetes a los ojos, un homenaje a Guillermo Hernández, El Lobo Negro, que aparte de luchar, actuar y escribir guiones, tenía una columna con ese nombre en la revista Zas”.

Raúl Criollo defiende al género: “Cuando cues­tionan mi apasionamiento por el cine de luchadores respondo: en las películas de Pedro Infante el maria­chi no está detrás de él. Son convenciones narrativas de un género exitoso como fue la comedia ranchera. Eso pasa también con el cine de luchadores; las esce­nografías son de cartón piedra pero todo la narrativa es parte de un mundo fantástico”.

Puntualiza que a pesar de la denostación de la crí­tica, el cine de luchadores ha permanecido, “porque es parte de nuestro apasionamiento por la incógni­ta, por la fábula de las máscaras y sus misterios, que ha existido en todas las culturas prehispánicas y se ha extendido como un espectáculo gozoso dentro del cuadrilátero”.

José Xavier Návar concluye que “la idea es que el lector sepa dónde conseguir las películas; en Tepito aman el cine mexicano, porque, para qué hacer una guía si nadie las puede ver” •

y el cine

C

Losluchadores

José Xavier Návar, Rafael Aviña y Raúl Criollo

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5 Jornada Semanal • Número 897 • 13 de mayo de 2012 ensayo

esde 1966, con la publicación de Cada cosa es Babel, Eduardo Lizalde dio su primer libro notable, pero con El tigre en la casa (1970) em­pezó a volverse –se volvió‒ un autor de ca­

becera cuyos libros debíamos tener en el escritorio o llevar en los viajes. Ambos libros representan muy bien la doble línea que ha seguido en la escritura de la poesía: la abstracta y la concreta. Es hoy, lo es des­de hace mucho, uno de los grandes poetas vivos de la lengua española, y del cual, al menos, dos terceras partes de sus poemas son antologables.

De los textos que presentamos en este dossier, dos, los de Evodio Escalante y Mario Bojórquez, tocan un ángulo de la poesía de Lizalde; el de Rosario San­miguel versa sobre la narrativa y el de Rafael Vargas se ocupa sobre los trabajos paralelos de Lizalde a su labor de poeta y escritor.

Desde hace décadas Evodio Escalante ha tenido una deslumbrada admiración por la obra lizaldea­na; aquí analiza las versiones y adaptaciones de Eduardo Lizalde de los poemas de las rosas de Rilke,

l mismo año en que se publica La espiga amoti-nada, 1960, Eduardo Lizalde sorprende con la publicación de un libro individual, La cámara, integrado por una docena de cuentos que des­

velan su talento narrativo. Si en todo escritor se es­tablece una relación entre obra y tiempo, en Lizalde se manifiesta claramente en este conjunto de relatos comprometidos con el lenguaje y las ideas. La cáma-ra es un libro que se inserta en la tradición del cuen­to moderno mexicano por la economía expresiva de algunos de sus textos, las situaciones absurdas que plantea, la atmósfera de irrealidad que respiran las historias y a la vez la mirada caladora en los proble­mas sociales del individuo de nuestro tiempo.

La reflexión sobre el arte moderno, los artistas y los mercaderes son algunos de los temas que abor­da con prosa precisa y claro dominio de la técnica, construyendo un entramado que soporta el cuestio­namiento de fondo: la función cultural del arte mo­

marco antonio Campos

Eduardo Lizalde, tigre mayor

halla relaciones y oposiciones, y observa cómo, gra­cias también a la espléndida formación filosófica del poeta mexicano, “estética y metafísica se dan la ma­no en el libro”. Mario Bojórquez, en un examen crea­tivo y original, encuentra correspondencias de temas lizaldeanos ‒el tigre, la prostitución, la mu tilación unida a la belleza‒, con poemas de López Velarde (“Obra maestra”), Antonio Plaza (“A una ramera”) y Amado Nervo (“Delicta carnis“). Con su caracterís­tica lucidez, la narradora y ensayista chihuahuense Rosario Sanmiguel, disecciona con exacto cuchillo la parte medular de sus cuentos (La cámara) y sobre to­do de su vasta novela (Siglo de un día), libros a los que la crítica ha prestado injustamente una atención fu­gaz y precaria. Por su lado, el poeta Rafael Vargas, en un texto ameno y pleno de afecto, hace una lista de los trabajos que ha tenido Lizalde y el privilegio que tuvo de colaborar con el funcionario “eficiente y sencillo” en la Biblioteca de México. He aquí cuatro acercamientos a la obra de uno de nuestros intelec­tuales y poetas mayores •

rosario SanmiguelLizalde narradorderno frente al valor histórico de la falsificación de piezas clásicas y la idea de originalidad en el arte de nuestros días. Eduardo Lizalde despliega un mun­do ocupado por la desigualdad y la injusticia, un lugar donde conviven traficantes de arte, funciona­rios públicos farsantes y niños hambrientos. Tam­bién recurre a la sátira y a la ironía para evidenciar ciertas actitudes y vicios de nuestro sistema político. Sus relatos ponen de relieve el abominable dedazo, el ascenso y descenso de los funcionarios públicos inalcanzables en su falsa importancia, así como la imposición de tradiciones en contra de la razón.

El título de la colección también es del relato que abre el libro, único que ubica la historia en un espacio específico. Si las otras historias podrían suceder en cualquier jardín, calle o barrio del país, los sucesos de “La cámara” sólo son posibles en una zona fron­teriza. Con este relato Lizalde denuncia el infame tráfico de personas, la discriminación racial y las

Fsigue

D

E

Foto: Cortesía FIL Guadalajara / Gonzalo García Ramírez

Foto: archivo La Jornada

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6 Jornada Semanal • Número 897 • 13 de mayo de 2012

condiciones inhumanas a que se someten quienes van tras el sueño estadunidense; plantea una mira­da sobre el margen, el bordo, la frontera, la situación límite. Después de todo, ser indocumentado en el vecino país del norte es otro extremo al que puede llegar un mexicano. Desde esta posibilidad, la pro­puesta del libro desemboca en la crueldad de “La tormenta”, breve relato que acusa la obsesión des­tructora de cierto jefe revolucionario, y cierra la co­lección de cuentos al tiempo que tiende un largo puente hacia una novela ubicada de lleno en la Re­volución Mexicana. Se trata de Siglo de un día, publi­cada por Lizalde en 1993.

No es novedad en nuestras letras leer a poetas no­velistas. Ya en las primeras décadas del siglo xx los Contemporáneos incursionan en el campo de la ficción; sin embargo, su prosa breve y lírica más pa­rece continuación de su trabajo poético y no la elabo­ración de una novela. De ahí el epíteto novelistas sin novela. No es el caso de Eduardo Lizalde, autor de un texto de largo aliento cuyo tempo sostiene a lo largo de más de quinientas páginas. Siglo de un día es una novela que confirma que la representación his­tórica es uno de los rasgos preponderantes en la li­teratura mexicana del siglo xx. Un recorrido por los caminos de nuestra narrativa nos lleva inequívoca­mente de la novela de la Revolución hasta la finise­cular conocida como nueva novela histórica.

A pesar de que Eduardo Lizalde nos advierte que la suya no es una novela histórica, lo es. Ciertamente no a la manera de las de Azuela ni las de Martín Luis Guzmán, escritas al fragor de la batalla. Tampoco es la de Yáñez o la postrevolucionaria de Fuentes. Siglo de un día se escribe a partir de la perspectiva que otor­gan el tiempo y la distancia. Lizalde contempla en retrospectiva la saga nacional ligada a los avatares de su familia; escribe desde un punto de vista que

favorece la reflexión, la valoración, la cita. Por eso el recuento de la historia está a cargo de varios rela­tores, personajes definidos por su lenguaje: el profe­sor Quiroz, Prócoro y el tío Palemón. Son ellos los tramadores de la novela quienes comentan y deba­ten cada suceso, los que dan cuenta de las batallas de Zacatecas y Celaya, los que relatan la Decena Trágica y lamentan el saqueo y las no escasas traiciones.

Hay tantas maneras de tratar el tema de la Revo­lución Mexicana como novelas escritas. La de Eduar­do Lizalde arranca con un suceso clave, el asalto de Zacatecas por las fuerzas de Francisco Villa en 1914. Aunque por momentos el narrador retrocede hasta los años de la intervención francesa o se proyecta hacia el futuro, a los días de la huelga ferrocarrile­ra de los años cincuenta, la novela se desarrolla bá­sicamente en el período que comprende desde 1914 hasta el asesinato de Zapata. Este fragmento de nues­tra gesta histórica es reconstruido y organizado a partir de recuerdos, relatos de familia e historias contadas por parientes y amigos, testigos del movi­miento armado. Conocemos las historias del profesor

Quiroz por medio de los relatos que escribe y guarda en un cartapacio que lleva a todas partes, material que el propio profesor titula Siglo de un día. La pues­ta en abismo, el juego de voces, el diálogo con auto­res mexicanos, como Rafael F. Muñoz y José Vascon­celos, son recursos que muestran el calibre narrativo de Lizalde. Por otro lado, la reflexión sobre la repre­sentación histórica de los años ochenta, llevada tan­to al campo teórico como a la escritura ficcional, se ha complejizado bastante (tomemos como ejemplo dos novelas cumbre del género, Noticias del imperio y La guerra del fin del mundo), por lo que sólo es posible abordarla desplegando estrategias diversas.

Junto al comentario de libros, citas, poemas, ex­plicaciones cultas, como es el origen helénico de la pelea de gallos, Lizalde hilvana fragmentos de co­rridos y óperas con la clara intención de montar un amplio texto polifónico que cuestione lo narrado. Un solo blanco para diferentes tiradores. Contar la ba­talla de Zacatecas desde la visión de personajes diversos, o incluso mediante una sola voz que modi­fica la proeza cada vez que la cuenta, plantea el pro­blema de la memoria y su “variado espejo”; también el de la imaginación histórica, tema que interesa por igual a historiadores y novelistas, tópico implícito en la novela histórica.

Siglo de un día nos entrega una imagen contunden­te a través del discurso del profesor en su último via­je, cuando desde la ventanilla del tren contempla lo que tiene frente a sus ojos: “Carroña en vez de pie­dras por toda la ciudad, sangre apestosa en cada fuente, rapiña bandolera y destrucción y desampa­ro civil, y peste, ratas, pobreza, calvicie de los cam­pos. Desolación del mundo.” Las palabras del pro­fesor Quiroz pintan un paisaje luvinesco donde resuena el eco de aquella pregunta lanzada por otro profesor: “¿En qué país estamos, Agripina?” •

“ “Lizalde hilvana fragmentos de co rridos y óperas con la clara intención de montar un amplio texto polifónico que cuestione lo narrado.

Foto: Martín Salas

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713 de mayo de 2012 • Número 897 • Jornada Semanal

CHambaelmore Schwartz ‒el gran poeta estaduni­dense que a los veinticuatro años de edad mereció el elogio unánime del mundo litera­

rio estadunidense por la publicación de su primer libro, En los sueños comienzan las responsabi l ida-des (una amalgama de poemas y cuentos por los que llegó a ser comparado con Stendhal y con Chéjov), y que en 1966, a los cincuentaidós años, falleció em­pobrecido y paranoide en el elevador de un hotel de medio pelo, en Manhattan‒, escribió en uno de sus siempre perspicaces e incisivos ensayos, “La vo­cación del poeta en el mundo moderno”, que quien respondía al llamado de la poesía tenía muy pocas probabilidades ‒o ninguna‒ de ganarse la vida a tra­vés del ejercicio directo de la creación poética.

Existen ‒dice Schwartz‒ premios, becas, mecenas, y la poesía es celebrada con mucha generosidad y muchos honores. “Desafortunadamente, éstos le son otorgados al poeta hasta que él mismo ya ha logrado la estabilidad, pero durante los primeros años, quizá los más difíciles, lo mejor que un poeta puede hacer es conseguirse cualquier otro tipo de trabajo para poder pagarse el empeño de ser poeta.” Esto, que Schwartz escribió en 1958, hace más de medio siglo, refiriéndo­se a la situación de los poetas en Estados Unidos, era igualmente válido para los escritores del México de entonces, aunque en nuestro país la única institución que otorgaba becas de manera sistemática en esa épo­ca era el Centro Mexicano de Escritores, fundado en 1951 por la narradora estadunidense Margaret Shedd.

En su juventud, buen número de los narradores y poetas que habrían de contarse entre nuestros más renombrados autores desempeñaron los más diver­sos oficios, algunos muy apartados de la actividad literaria ‒Octavio Paz contaba y quemaba billetes retirados de la circulación en los hornos del Banco de México; Jaime Sabines comerciaba telas y confec­ciones en un negocio familiar; Juan Rulfo trabajaba como agente viajero para la llantera Goodrich Eu­zkady, y Juan José Arreola deambulaba vendiendo sandalias en Ciudad de México.

Aun en terrenos aparentemente más afines, se ñala Schwartz, el poeta que se convierte en profesor uni­versitario, guionista de radio, televisión o cine, pe­riodista, empleado de una casa editorial o de una agencia de publicidad, está siempre en riesgo de aca­bar apartándose de su verdadero trabajo, el que ha elegido por vocación: escribir poesía.

Ayer y hoy, en Estados Unidos o en México, el ejer­cicio poético se cumple siempre, incluso en los casos en que el desempeño de un puesto en la academia o en la administración pública parecerían garantizar una cierta tranquilidad económica, a contracorrien­te y a deshoras.

Por supuesto, ésta ha sido también la realidad en la que Eduardo Lizalde se ha visto sumergido des­de la adolescencia. En esos años se dio cuenta no só­lo de que era imposible vivir de escribir poemas, sino incluso practicando otros géneros literarios.

Por eso, además de los centenares de artículos pe­riodísticos y ensayos literarios y políticos que desde

comienzos de los años cincuenta ha escrito motu pro-prio (pero también para redondear el sostén personal y familiar), de los muy extensos guiones para teleno­velas históricas, de las decenas de programas para radio y televisión alrededor de una de sus grandes pasiones ‒la ópera‒, de los centenares de cápsulas radiofónicas, del incesante trajín que implica dirigir un suplemento cultural semanal (ha dirigido dos: La Letra y la Imagen, para El Universal, y El Semanario, para Novedades) Lizalde ha tenido que compaginar la construcción de su espléndida obra poética con una larga serie de funciones y cargos en instituciones como la Universidad Nacional Autónoma de México (donde ha sido profesor titular en la Facultad de Fi­losofía y Letras; director general de la Escuela de Verano; redactor de La Gaceta de la unam; jefe de la Imprenta Universitaria; director de Radio unam; director de la Casa del Lago); la Secretaría de Educa­ción Pública (primero como director general de Edu­cación Audiovisual, después como director general de Publicaciones y Medios); la cadena de Televi­sión de la República Mexicana (red de repetidoras dirigidas a las zonas rurales del país de la cual fue di­rector general); el Consejo Nacional de Ciencia y Tec­nología (donde se desempeñó como subdirector de Publicaciones); el Instituto Nacional de Bellas Artes (fue director general de la Compañía Nacional de Ópera) y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en cuyo extenso organigrama ocupa, desde 1996 hasta la fecha, el cargo de director general de la Biblioteca de México.

Precisamente en los años en que comenzó a des­empeñar esta última tarea tuve la fortuna de ser su colaborador. En 1996 yo era subdirector general de la Biblioteca, dirigida entonces por el poeta Jaime García Terrés, cuya salud decayó en abril de ese año de una manera tan acelerada que quienes lo rodeá­bamos ni siquiera fuimos capaces de anticipar su muerte, ocurrida a finales de ese mes. Transcurrió un semestre sin que se encontrara a la persona idónea para sucederlo. En noviembre llegó Eduardo Lizalde.

Lo primero que me llamó la atención en su estilo de trabajo fue su apuesta por la continuidad institu­cional. Algo, por desgracia, poco frecuente en el ser­

vicio público, donde lo usual es volver a partir de cero. Una vez que examinó las líneas de operación de la Biblioteca y los proyectos que se venían desarro­llando, decidió mantener en sus puestos a la totali­dad de colaboradores de confianza y proseguir con todas las actividades que había iniciado García Te­rrés. Enseguida, su principal empeño fue buscar un incremento en recursos financieros para dar al edi­ficio un mantenimiento adecuado, dotar a las dis­tintas áreas de nuevos equipos de cómputo (a veces parece imposible ganar la carrera contra el desgaste y la obsolescencia en ese terreno) y comprar un vo­lumen importante de libros, indispensable para re­novar y actualizar acervos.

Nunca es suficiente el dinero cuando se trata de una biblioteca. La cantidad de gastos que deben ha­cerse para su buen funcionamiento es literalmente interminable. (Y hay que tener presente que la Bi­blioteca de México es una de las más concurridas del país.) En obtener esos recursos y decidir la mejor manera de emplearlos se invierten tiempo y esfuer­zos preciosos, observables, en la mayoría de los ca­sos, sólo en el largo plazo.

Trabajar con alguien a quien se admira es un pri­vilegio. Naturalmente, admiraba la obra literaria de Eduardo Lizalde mucho antes de trabajar con él en la Biblioteca de México ‒mi generación creció leyendo y disfrutando sus poemas y escuchando en la radio sus múltiples programas en favor de la difusión de la ópera. Pero al trabajar a su lado cotidianamente tuve la oportunidad de admirar también al funcio­nario eficiente y sencillo, enemigo de aspavientos, siempre amable y gentil con sus colaboradores, siem­pre dispuesto a escucharlos y a tomar en cuenta sus opiniones. Como subdirector, conté siempre con su total confianza. Como editores de la revista Bibliote-ca de México, Jaime Moreno Villarreal y yo dispusi­mos de la más absoluta libertad y de su plena colabo­ración para realizar cada número.

Naturalmente, lo más fácil fue admirar cada vez más a la persona y sentir cada vez más afecto hacia quien, de pronto, un buen día, descubrimos que se cuenta entre nuestros mejores amigos ‒como lo era ya en las páginas de sus libros. Ojalá todo mundo tuviera la felicidad de trabajar alguna vez con al­guien así •

rafael Vargas en laEl tigre

D

Eduardo Lizalde con Carlos Monsiváis y Hugo Gutiérrez Vega, septiembre de 2004. Foto: Yazmín Ortega Cortés/ archivo La Jornada

Martí Soler, Eduardo Lizalde y Carlos Montemayor. Foto: Círculo de Poesía

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uando leemos un poema estamos leyendo toda la poesía universal; este trabajo en colaboración im­plica al idioma y a la experiencia vital del hombre sobre la Tierra. Cuando leemos a un poeta leemos también a aquellos otros que dieron testimonio de su vida y, aún más, los poemas que aún no han sido es­critos por autores que aún no nacen. En la poesía de Eduardo Lizalde encontramos rasgos inequívocos de la obra de Ramón López Velarde. Esta influencia ha sido analizada y comentada por la crítica a partir de la publicación de El tigre en la casa y confirmada en Caza mayor y otros libros. La figura del tigre, se ha dicho, le ha llegado a Borges por Blake y a Lizalde por Darío. Esto puede ser cierto; de Borges sabemos su gusto por el trocaico tigre que “en las selvas de la noche es un brillo ardiente”, y en Lizalde recorda­mos su diálogo con Darío en “las fieras se acarician, Rubén,/ bajo las vastas selvas primitivas” que nos remiten al poema “Estival”. Sin embargo, noso­tros creemos que es del texto “Obra maestra”, de Ra­món López Velarde, que viene su final filiación; ya Vicente Quirarte ha apuntado a principios de la dé­cada de los noventas: “El tigre es el gran mendigo cósmico, el solterón lopezvelardeano, el de la inau­dita belleza que atrae y que repugna”, y en otro mo­mento Ramón Xirau se refiere así a El tigre en la casa:

“Nace, ahora cercana a López Velarde –nuevamente punto de partida‒ ‘la amada’, pero surge en el ‘resen­timiento’‒ ¿se trata de un re-sentimiento, un nuevo sentir?” Sí, nos parece que se trata de un nuevo sentir; pensamos que la poesía de Eduardo Lizalde ha re­novado el discurso amoroso en la poesía española contemporánea, ha logrado inyectarle esa fiereza que viene de “Obra maestra”, esa desesperación que en el vértigo se abisma, ese girar sobre el signo del infinito. Desesperado, furioso, colérico, conocedor de la po­tencia que la naturaleza ha dispuesto en su semilla, pero al mismo tiempo excedido por no lograr la per­fección, la indigencia espiritual que en racimos de ira, de odio en peso, en vilo, lacera las paredes del al­ma, injerta garras de amargo y dorado odio. Ya la perra enorme ha dado al dogo fiel vástagos de puerca en El tigre en la casa, y en Caza mayor la tigra destruirá a la camada y compartirá, con el tigre real, el amo, el sol, el solo, el soltero, las tiernas carnes del filicidio. En López Velarde leemos “El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mis­mo, describe el signo del infinito con tan maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio. El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad.” He aquí

retratada la fiereza del tigre de Lizalde, su descarnada furia, que destruye porque la piedad no es un atributo de la belleza; aquí su maquinal fatalidad, su engrasa­da maquinaria de odio y de placer rencoroso; aquí el retrato del tigre­soltero: “El tigre en celo/ es como un pozo de semen,/ como un brazo de río:/ más de cin­cuenta veces en un día/ copula y se descarga lar­gamente en la hembra,/ como un cielo encendido en éxtasis perpetuo,/ una tormenta de erecciones.”

Un poeta romántico mexicano casi desconocido para las nuevas generaciones, un autor digamos de culto, es quizá una de las fuentes del lenguaje injurian­te en la poesía mexicana. Muchos poetas nuestros han establecido una suerte de diálogo con la obra de An­tonio Plaza, pero será sin duda el poeta Eduardo Li­zalde quien mejor reflejará esta influencia literaria. Su libro, El tigre en la casa, conserva rasgos definitivos de la escritura de “A una ramera”, el tema de la amada como el ser más vil y vicioso: en Plaza, la ramera; en Lizalde, la perra: “La perra más inmunda/ Es noble lirio junto a ella/ Se vendería por cinco tlacos a un caimán/ Es prostituta vil, artera zorra/ Y ya tenía po­drida el alma a los cuatro años./ Pero su peor defecto es otro:/ Soy para ella el último de los hombres.”

Mientras que en Antonio Plaza reconocemos la devoción del amor por un ser manchado en el des­

mario bojórquez

o la poesía del resentimiento

Rilke y Lizalde:

LizaldeC

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o la poesía del resentimiento

Evodio Escalante

Rilke y Lizalde:e trata, bien a las claras, de una confrontación. Si puedo incurrir en una caricatura, de la que tendría que desdecirme de inmediato, sugeri­ría que es el encuentro entre los que en la jerga

boxística se llaman el “técnico” y el “rudo”. Dígase si no: Rainer María Rilke, acaso el más depurado poe­ta del siglo xx, el fruto más elevado y exquisito del simbolismo, es traducido al castellano por Eduardo Lizalde, un poeta desengañado, materialista y con una cierta debilidad por la putrefacción de la carne. El carácter etéreo de los ángeles, criaturas de belleza terrible, contrasta con la voracidad del tigre lizaldea­no que carcome por dentro a quien lo mira; la sutile­

Fsigue

precio social, en Eduardo Lizalde esta visión se ha modernizado, incide en el destino de un hombre que ha tenido que sutilizar su amorosa entrega a al­guien por quien él mismo siente ese desprecio: “¡Ámame tú también! seré tu esclavo,/ tu pobre pe­rro que doquier te siga./ Seré feliz si con mi sangre lavo/ tu huella, aunque al seguirte me persiga/ ri­dículo y deshonra; al cabo, al cabo,/ nada me impor­ta lo que el mundo diga./ Nada me importa tu man­chada historia/ si a través de tus ojos veo la gloria.”

En sus poemas “Lamentación por una perra” y “La ciudad ha perdido su Beatriz”, Eduardo Lizalde con­sigue ir más allá en el uso violento del lenguaje con expresiones que causan pasmo en el sorprendido lec­tor: “También la pobre puta sueña./ La más infame y sucia/ y rota y necia y torpe,/ hinchada, renga y sor­da puta,/ sueña.” Con expresiones de amargo y áci­do desencanto va colocando el repertorio de injurias: “despreciable perra”, “cloaca ambulante”, “perra in­noble”, “perra sin límites”, “perra impune”, y aun las prostitutas al lado de esa “perra” se ven como decen­tes señoritas: “¡Grandes hetairas,/ qué pequeñas sois junto a ella!/ qué despreciables,/ qué puras.” En tan­to que Antonio Plaza logra una mezcla agridulce de injurias y devoción enferma evidenciado en el uso del contraste, tal como en Petrarca reconocemos el tema

de los contrarios en el amor con su Pace non trovo…, donde a cada proposición positiva en el discurso se alterna una proposición negativa en sus valores más eminentemente morales: “Mujer preciosa para el bien nacida,/ Mujer preciosa por mi mal hallada,/ Perla del solio del Señor caída/ Y en albañal inmundo se­pultada;/ Cándida rosa en el Edén crecida/ Y por manos infames deshojada;/ Cisne de cuello alabas­trino y blando/ En indecente bacanal cantando.”

Una de las figuras plásticas más impresionantes en la obra de Eduardo Lizalde es la de la mutilación y el desgarramiento; en el poema 3 del Retrato habla-do de la fiera. Dice que “el amor era una fiera lentísi­ma:/ mordía con sus colmillos de azúcar/ y endul­zaba el muñón al desprender el brazo”. Y en el poema “Bellísima” de La zorra enferma afirma: “Si fuera us­ted un poco menos bella/ si tuviera un defecto en algún sitio/ un dedo mutilado y evidente.” Y más adelante insiste: “Y desespera comprender/ que aun la mutilación la haría más bella/ como a ciertas es­tatuas.” La referencia mexicana a este uso poético,

za del temblor anímico, con la dentellada del ins tinto animal. El resultado de esta colisión de personalida­des es doble. Por un lado, Lizalde da a las prensas un libro con sus versiones del ciclo de poemas que el poeta austríaco escribiera originalmente en francés: Les roses/Las rosas (Conaculta­El Tucán de Virginia, 1995), por el otro, como si la traducción de Rilke sig­nificara una cita consigo mismo que lo obligase a resolver un reto personal de creador, trama sus pro­pios poemas ceñidos todos al mismo asunto de la rosa. El resultado de ello es un poemario de Lizal­de de una intensidad sorprendente: Rosas (El Tu­cán de Virginia, 1994).

donde se unen belleza y mutilación, la podemos en­contrar en un hermoso poema, “Delicta Carnis”, de Amado Nervo, donde el poeta nayarita se duele en oración por su alma que se pierde entre los tormentos de la pasión carnal; rechaza a la Afrodita impura pa­ra alcanzar el sosiego de los justos, pero en sueños temibles la Venus de Milo lo persigue y desea: “Y no encuentro esperanza, ni refugio ni asilo,/ y en mis noches, pobladas de febriles quimeras,/ me persigue la imagen de la Venus de Milo,/ con sus lácteos mu­ñones, con su rostro tranquilo/ y las combas triun­fales de sus amplias caderas.”

Cuando leemos un poema leemos también de nue­vo al hombre en su simpleza, en la modesta conven­cionalidad no heroica de sus ínfimos actos; leemos en ese verso la misma pulsión que gobernó el latido del aeda, y leemos al poeta futuro, aquel que volverá a cantar con nuevos acentos las melodías antiguas. Cuando nos acercamos a la obra de un poeta verda­dero, como Eduardo Lizalde, nos acercamos a la his­toria del alma humana •

Estas Rosas, entendida la expresión en un sentido no restrictivo, son de algún modo imitaciones de los textos de Rilke. El propio Lizalde así lo afirma en el pequeño prólogo que antecede a su traducción. Los textos “fueron primero concebidos como juegos de apócrifos rilkeanos o parodias risueñas con cierto tufo romántico a divanes y cuadros art nouveau”. El gesto de la denegación, tan preferido por el autor, se impone de inmediato: “El ejercicio, que consistía en pulsar la misma cuerda una y cien veces, para sacar­le todos los matices posibles a la idéntica agotada melodía, naturalmente se frustró. Me resultaron epi­gramas y pastiches ‒frecuentemente irrespetuosos‒,

la guerra de las rosas

S

Foto: Carlos Aguilar

Foto: María Luisa Severiano/ archivo La Jornada

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1013 de mayo de 2012 • Número 897 • Jornada Semanalensayo

y poemas, o glosas de otros textos, más cercanos a mis obsesiones.”

Lo bueno de este ejercicio frustrado, agrego por mi parte, es que gracias a él existen estos poemas que, aunque escritos a la sombra de Rilke, relumbran to­dos ellos con la auténtica luz lizaldeana. Acaso el más rilkeano podría ser el poema xxv, el cual surge en efecto de una lectura directa del segundo de los poemas de Las rosas, de Rilke, que establece una cer­canía entre la rosa blanca y una mariposa que se ha confundido en lo que bien podría ser la duplicación vegetal de su ser. Lizalde retoma esta aproximación, dibuja la fascinación de la mariposa por la señera flor… pero agrega sin dilación el sello de la casa: de un solo zarpazo un gato intruso acaba con las dos.

El universo de Lizalde es cruel hasta el extermi­nio. Y su rosa, con toda su belleza, no siempre es fas­cinante: a veces algo tiene de mórbida. La llama “anen­cefálica” en un poema, que es como decirle estúpida. En otro texto, después de ensalzar el hechizo sin duda sexual de sus emanaciones odoríferas, atreve con un destello de ironía este comentario feliz: “si las rosas pensaran,/ su dios sería un barbudo jardine­ro,/ con exactas y críticas tijeras de podar”.

El poema ix delata para mi gusto las lecturas filo­sóficas del autor. Militante durante los años cincuen­ta y sesenta del pasado siglo, primero en el Partido Comunista de México, y luego en la Liga Leninista Espartaco, donde coincidía con la camaradería de ese marxista genial que fue José Revueltas, Lizalde no es sólo un hombre de muchas letras, sino igualmente de abundantes lecturas políticas y filosóficas. De mo­do señalado tendría que mencionar a Kant, a Witt­genstein y a Hegel. Alguna vez he escrito que su obra maestra, el extenso poema llamado El tigre en la casa, es en buena medida una puesta en escena de la no­ción de autoconsciencia tal y como la concibe Hegel en la Fenomenología. Hegel piensa que Dios y su crea­ción, el universo entero, se necesitan mutuamente, por eso ha dicho: “Dios, sin el universo, no sería Dios.” Lizalde elabora una hermosa variante de es­ta sentencia: “Rosa, libro estelar,/ te hojean los dio­ses,/ de milenio en milenio,/ para saber la clave de su propia, eterna,/ impensable belleza,/ fraguada en su criatura.”

Incluso las divinidades mismas tienen que mirar­se de vez en vez en el espejo delicado de la rosa para saber cuáles son los alcances de su fuerza generatriz. Como se ve, estética y metafísica se dan la mano en este libro. Por eso otro de los poemas de Lizalde pue­de iniciar formulando estas preguntas que en su con­texto se antojan imprescindibles: “¿Cómo pasó esta rosa de la nada al ser/ y cómo de la nada el ser pasó a la rosa?”

La insinuación, no cuesta trabajo mostrarlo, ya estaba en Rilke. De modo particular en el poema xxiii de Las rosas que cierra con esta pregunta: “¿Tu innu­merable estado hace que conozcas/ en amalgama donde todo se confunde,/ ese inefable acuerdo de la nada y el ser que todos ignoramos?” (Transcribo se­gún la versión de e. L.) Pero… Lizalde va más allá. Ya no se trata de un acuerdo sino de una transición.

Y de la transición a la transfiguración sólo hay un paso. Un paso que traspasa una frontera, por decir así. La transfiguración de la rosa, que deja de ser una

metáfora literaria para convertirse en un símbolo de la trascendencia absoluta, está por supuesto en Rilke. Sin ello, no sería simbolista. Lizalde en este punto se encuentra desgarrado. Por una parte, la rosa puede representar la obsesión sexual y el desbarrancamien­to en el abismo. Lo ilustra el poema inicial de Rosas que se abre con esta definición retórica: “La rosa es como un león recién nacido”; para proceder en se­guida a mostrar la cara enemiga de la sublime flor: “detesta a los poetas que han cantado/ su irracional belleza” –y no sólo esto: a varios de ellos se ha lleva­do a la tumba. De modo tal que el poeta no puede concluir el texto sin un señalamiento precautorio: “Guardarse de las rosas,/ cuyos tallos se rompen de dulces y de esbeltos,/ que a mansalva acuchillan/

sobre todo a los bardos,/ que a las inhalaciones in­efables/ son divinos adictos.”

Por otra parte, se diría que Lizalde hace suyas las preocupaciones metafísicas de Rilke, y que de cierto modo las supera o las conduce a un límite. En el que es para mí el más perturbador de los poemas de su libro, Lizalde identifica con innegable audacia a la rosa con el Creador. Esta identificación es portentosa y a la vez fascinante porque conjuga lo finito con lo infinito. Transcribo este texto de Rosas que sería ar­duo tratar de comentar y que estimo una verdadera contribución a nuestra mejor tradición literaria. Aquí va: “Viii. Rosa y Doctor Angélico. Sabía la rosa an­gélica,/ desde su nacimiento,/ que su especie era menos que mortal,/ un punto de existencia,/ algu­na brizna de inmensurable perfección,/ y que cielos arriba,/ y boreales auroras adelante,/ hacia el fondo del Cosmos de entraña inexplorada,/ Dios vive ahí, como una rosa de infinitos pétalos,/ de eterna y de fragante juventud,/ ante la cual se ruborizan,/ son renegrida sombra/ las auroras y soles más grandio­sos y puros./ Dios vive ahí, en esas honduras/ y abis­mos deleitosos,/ latiendo y aromando, envenenan­do/ a veces, todo el Universo,/ pues la rosa es el Ser.”

¿Qué más puedo decir? Sólo una cosa: ¡Admi­rable! •

“ “El universo de Lizalde es cruel hasta el exter-minio. Y su rosa, con toda su belleza, no siempre es fascinante: a veces algo tiene de mórbida.

Foto: María Luisa Severiano/ archivo La Jornada

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11 leer

en nuestro próximo número

Jornada Semanal • Número 897 • 13 de mayo de 201211

RELATOS EVOCADORES Y SIMBÓLICOS

RAÚL OLVERA MIJARES

Catálogo esencial. Museo Nacional de Antropología,

varios autores,

Conaculta,

México, 2011.

Las Artámilas,

Ana María Matute,

fce/Universidad de Alcalá,

México, 2011.

próximo número

JOHN CHEEVER, un neoyorquino de todas [email protected]

EL MUESTRARIO DE LO ESENCIAL

RICARDO GUZMÁN WOLFFER

Un cuento inédito en español de Cheever y un texto de Leandro ArellanoTextos sobre Bernal, Capek y Guillermo Fernández

La década de los cincuenta fue el tiempo ideal para leer a Ana María Matute (1926), una de las voces femeninas de la postguerra en España que más se dejaron sentir. En la década anterior, nove-listas como Camilo José Cela con La familia de Pascual Duarte (1942) y Carmen Laforet con Nada (1944) habían abierto brecha. Carmen Martín Gaite, otra mujer, junto con Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Ignacio de Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan García Hortelano y, last but not least, Juan Goytisolo, formaban las filas de una milicia polifacética que, partiendo del llamado realismo social, se fue engolfando en eso que llegaría a ser la respuesta ante el boom latinoamericano por parte de la vanguardia peninsular.

A raíz del Premio Cervantes, otorgado en 2010 a Ana María Matute, María Paz Ortuño Ortín decidió aderezar una selección con muestras del trabajo narrativo de la autora, en particular una novela breve y varios relatos, complementados con una entrevista realizada por la propia antólo-ga. Ana María Matute vio la luz del mundo en la ciudad de Barcelona, si bien la familia procedía de la región de La Rioja, de una localidad llama-da Mansilla de la Sierra, donde existen unos promontorios de roca afilada que se conocen como los picos de la Artámila. De ahí proviene esta voz de probable origen prerrománico. Con el afán de evitar alusiones concretas y posibles molestias, la autora forja, en una geografía imaginaria, las tres Artámilas, la Alta, la Baja y la Grande, –o sea la de en medio–, situando en esta última el Ayunta-miento y la Parroquia. En la Artámila Baja arranca Fiesta al noreste, la novela breve, ganadora del Premio Café Gijón en 1952 y publicada en Madrid por la editorial Afrodisio Aguado.

Los trece relatos aparecen –casi todos– en revis-tas de la época, como Garbo, recogidos después en dos volúmenes: Historias de la Artámila (Desti-no, 1962) y El río (Argos, 1963). El ambiente del campo, el lenguaje, los giros coloquiales no permi-ten a la autora negar el apego a Castilla. Las inten-ciones literarias de Ana María Matute oscilan entre una narración escueta más bien sobria, que renuncia a florilegios psicológicos o conceptuo-

sos, y un carácter poético fuertemente impreso en las atmósferas, los personajes y las formas de contar abiertas. Relatos altamente evocadores y simbólicos son algunos de los que componen la última parte del libro, como “Los alambradores”, “El árbol de oro” y “La rama seca”. Otros relatos, en cambio, presentan una trabazón interna más cercana a la del cuento moderno, como “Don Payasito”, “Pecado de omisión”, “La chusma” y “Caminos”. Un tercer grupo se hallaría a la mitad, textos ubicados en una tierra forjada por la fanta-sía de la autora, mediante la recreación de ciertos recuerdos de su infancia, en particular las vaca-ciones de verano a la finca de sus abuelos, como serían “Los chicos”, “Bernardino”, “El Mundelo”, “El odio” y “Los pájaros” •

La importancia del Museo Nacional de Antropo-logía es tal, que el mero intento de catalogar su acervo principal es un triunfo en sí mismo. Y digo intento por las muchas piezas que no aparecen en este inventario esencial, pero las ahí mostradas son señeras de las tantas culturas que han existido en México y muestran un aspecto irrebatible de lo esencial del mexicano: su pasado histórico, que no tiene paralelo en el mundo.

El libro inicia con breves textos de antropólo-gos imprescindibles y, ante el alud de piezas, conceptos e historias, se busca presentar el museo por salas: introducción a la antropología y dobla-miento de América; preclásico altiplano central; Teotihuacan; los toltecas y su época; mexica; cultu-

ras de Oaxaca; culturas de la costa del golfo; Maya; culturas de occidente; y, culturas del norte. Con textos didácticos y concretos se acompañan una serie de fotografías de primera calidad, donde se documentan esculturas, maquetas, joyería, arte textil, coraza, orfebrería, piezas de cerámica, de piedra, recreaciones de entierros, pinturas, y varios más que ciertamente representan un reto incluir en un catálogo de tamaño casi media carta, que permite su manejo cotidiano y su fácil trans-porte. Otro acierto de este catálogo es mostrar la historia de cada pieza y su significado contextual. Es una invitación al conocimiento no sólo del museo mismo (de una arquitectura única y donde la música regional y otras artes confluyen en cada sala), sino al de las diversas culturas de las que apenas se muestra una parte. Habrá quien identi-fique como símbolo de la cultura azteca al llama-do “calendario azteca” y será muy útil enterarse de su nombre correcto (Piedra del sol), así como saber un poco del significado de los relieves talla-dos en esta enorme piedra, pero habrá quien se limite a disfrutar la estética de esta imagen repro-ducida en todo el mundo para identificar a Méxi-co y su herencia prehispánica, gracias a la calidad de la fotografía. Parte importante de esta selec-ción es difundir creaciones monumentales que nos suenan conocidas, pero de las que pocos cono-cen el nombre y su significado antropológico (cada quien encontrará en su interior la importancia y alcance de estos trabajos imperecederos), como la “piedra de Tízoc”, el Teocalli de la Guerra Sagra-da, el impresionante Ocelocuauhxicalli y muchos otros. Y también se nos recuerda que la impor-tancia no sólo reside en el volumen de las piezas. Para ello están las piezas de cerámica o el lanza-dardos mixteco, en cuyos 44 centímetros se narran dos historias de la mitología oaxaqueña en la Mixteca alta.

El incensario efigie maya y las demás piezas de la sala maya denotan la importancia de esta cultu-ra que ahora destaca por la supuesta fecha apoca-líptica y cuya trascendencia va, con mucho, más allá de tan insignificante dato.

Un libro imprescindible para quienes valoran las culturas de México •

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RÍARodolfo Alonso

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AVerónica Murguía

13 de mayo de 2012 • Número 897 • Jornada Semanalarte y pensamiento ........

La balada de Haroldo Conti

Más allá de que los temas del río y del mar, de barcos y marinos, devienen elementos casi míticamente subyacentes en el mundo de Haroldo Conti, es en los mejores momentos de su escritura, en lo que ya podemos definitivamente llamar su estilo, donde la narra-ción alcanza ese ritmo sostenido y tocante, suelto y escandido, ilu-minador y contagioso, hecho de aliento y fuerza, de ligereza y de poder, ineludiblemente orgánico y al mismo tiempo etéreo, flotan-te, mágico.

Cuajó de manera magnífica –incluso con algunas rebarbas y con algún punto grueso aquí y allá, prueba de su gestación espontánea, en absoluto intelectualizada– con La balada del álamo carolina. Ese libro por tantos motivos revelador, especialmente en el breve e in-deleble relato inicial, que da título al conjunto, pero también en otros tan logrados como Memoria y celebración o Las doce a Bragado, por citar sólo algunos, pero sin duda ejemplares. La supuesta dis-cusión sobre los rótulos resulta, aquí también, infinitamente irrele-vante. Que yo descubra lirismo donde algún otro percibirá realis-mo nunca será sólo un problema de conceptos. Porque el lenguaje humano, ya lo sabemos, ay, inviste la misma ambigüedad que nues-tra condición. Pero es de esa carencia, justamente, de esa dificultad de comunicación monosémica, en un único sentido, que el gran arte de la literatura hizo siempre su cantera, su taller de trabajo.

Como lo prueba, entre nosotros, precisamente Haroldo Conti. Que era además una gran persona, un hombre sensible, afable, hu-milde, sin pavoneo alguno y sin la más mínima soberbia, a la vez concienzudo y fraternal, pero sin proponérselo, como natural ema-nación de su ser más legítimo. Como me tocó conocerlo, durante un largo rato, la única vez en que nos fue dado encontrarnos personal-mente, cuando yo dirigía una revista y quise hacerle una nota a co-

mienzos de los años sesenta. Circuns-tancia que, felizmente, quedó reflejada en una significativa serie de fotografías

Los juegos del hambre

Una de las consecuencias felices que tuvo la aparición de Harry Pot-ter fue el repentino surgimiento de millones de niños lectores que se convirtieron en adolescentes a la par del protagonista. Esos niños apagaron, por lo menos durante el tiempo que les tomó leer los li-bros de la serie, la televisión. La lectura retomó el carácter gozoso que debe tener, al menos en los libros infantiles, y se despojó del aura de beatitud y corrección política que la lastraba.

Los autores de libros infantiles se encontraron en la rara situa-ción de ser aceptados en las editoriales, así que se pusieron a darle. Todos sabíamos que cada vez que los lectores de Harry Potter ce-rraban una de las entregas, se miraban entre sí y se preguntaban “Y ahora, ¿qué hago?”

Las respuestas van de lo conmovedor –ibros sobre Harry escri-tos por niños y para niños, diseminados por internet– a lo repelen-te, como la serie Artemis Fowl, escrita por Eoin Colfer y patrocinada por Disney. Así, la divertida Molly Moon, de Georgia Byng; Los acon-tecimientos infortunados, de Lemony Snicket y una larga lista en la que, como en todo, abundan los malos y escasean los buenos. Lo peor fue Crepúsculo.

Por culpa de Crepúsculo, a los niños disfrazados de magos se sucedieron hordas de muchachitas que se arañan los cachetes mientras lloran. La prosa risueña de j. k. Rowling fue sustituida por el lento fluir de la melcocha; en lugar del humor, nos topamos con la ñoñería de Bella y Edward. Uno de los misterios de la vida es la increíble popularidad de esta serie: no entiendo. Y la he leído, por-que lo considero un deber profesional. Lo que sí entiendo es la ins-tantánea aparición de libros casi idénticos en los estantes, pues Cre-púsculo, como antes Harry Potter, ha vendido millones y millones de ejemplares en todo el mundo.

Como es de suponerse, si el original es malo las copias son peores, metidas con calzador en los moldes: siempre hay un triángulo amoroso, la heroína es una lela, todos son desmayantes de guapos, el vampiro es un magnate y el sexo está prohibido. Todavía más pre-tenciosa que Crepúsculo es El descubri-miento de las brujas, de Deborah Hark-n e s s , u n t o m a z o q u e e n c a b e z a l a avalancha de novelas rosas disfrazadas de novelas de terror, para adolescentes y señoras distraídas.

Por eso, cuando apareció la trilogía Los juegos del hambre, de Suzanne Co-llins, tuve desconfianza. Pero apenas leí una c incuentena de páginas me di cuenta de que estos libros son distintos. En primer lugar, la heroína, Katniss Ever-deen, no es una boba en busca del amor; es una muchacha que trata de mantener vivas a su madre y a su hermana, quie-nes, como todos aquellos que habitan el Distrito 12, donde viven, están en peli-gro de morir de hambre. En un futuro distópico, en el que Estados Unidos se desintegra debido a una guerra civil provocada por la escasez, un solo esta-do, Panem, reina sobre otros doce y les exige tributo. A semejanza de la historia de Teseo según Apolodoro, también se exige jóvenes para ser sacrificados en la arena en “los juegos del hambre”.

Collins ha mencionado a Teseo en alguna entrevista, pero no sé si ha asu-mido públicamente la deuda que tiene con dos novelas: El rey debe morir, una hermosa reinvención de Apolodoro es-crita por Mary Renault, y Battle Royale, de Koushun Takami. A Takami le debe la anécdota, las reglas del juego, la edad de los participantes, la imposición del Estado; pero Battle Royale es de una vio-lencia intraducible.

No importa: los libros de Collins, a pe-sar de vacilaciones en la primera entre-ga, son muy buenos. Puntuales, duros, sin complacencias. Collins afirma en las entrevistas que de la guerra y los realitiy shows salió todo.

Ha de ser. Hace poco Los Angeles Ti-mes publicó unas fotos en las que apa-recen soldados estadunidenses posan-do, muertos de risa, junto a los cadáveres despedazados de talibanes. En una apa-recen con un letrero en el que se puede leer Zombie Hunter; en otra, sostenien-do una mano a la que le doblaron los dedos menos el cordial; en la de allá con un par de piernas sin cuerpo. Así, el tele-vidente está preso entre las imágenes de una guerra que lleva, oficialmente, 106 mil iraquíes muertos y 55 mil afga-nos y la banalidad estúpida de la mayo-ría de los realities. Todo protagonizado por gente que apenas tiene la edad para pedir una copa en el bar.

Por un lado, la muerte; por otro, la tele, el circo, la violencia trivializada. Co-mo aquí •

que todavía conservo y donde se le ve joven y abierto, se le percibe comunica-tivo y responsable.

“Dulce farito del Cabo de Santa María, obelisco suplen-te, ¡cuántas historias alumbra-rás todavía cuando yo sólo persista en estas líneas!” De pronto estas bellísimas pala-bras de Haroldo Conti, pura in-tensidad y calidez, transidas de melancól ico l i r ismo, leídas prácticamente poco antes de finalizar una feliz reedición de La balada del álamo carolina, uno de sus libros más entrañables, no sólo me atenazaron la gar-g a nt a co n u n a co n m ov i d a emoción que no me cuesta imaginarme compartida. Sino que de algún modo, como en la tragedia griega, venían a cerrar el círculo. Porque esa muerte, teórica pero ineludible, ape-nas presentida en 1975, cuan-do escribía Tristezas de la otra banda , iba a concretarse en forma perversa el 4 de mayo del año siguiente, cerrando la parábola de su destino sud-americano, al poco tiempo de instalarse la dictadura, que convirtió a este gran escritor en uno de los primeros desapa-recidos, en una de las primeras víctimas de la represión ilegal. Como llega a ocurrir sólo en contados casos, en casos se-ñalados, a la límpida metáfo-ra viva de su obra la muerte vino a acuñarle, como som-brío resplandor, como aura trágica, la dolorosa metáfora de su sino •

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[email protected] Arreola Luis Tovar

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........ arte y pensamientoJornada Semanal • Número 897 • 13 de mayo de 2012

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[email protected] Arreola Luis Tovar

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Bienvenidos: Ryuichi Sakamoto & Alva Noto

Ryuichi Sakamoto tiene sesenta años de edad. Nombre señero para la música experimental de Japón, hoy resulta chocante escucharlo en su primer ensamble de finales de los setenta, ése con el que se reúne muy de vez en cuando para recordar viejos tiempos. Habla-mos de la Yellow Magic Orchestra, trío con el que se diera a conocer editando piezas como “Behind the Mask”, “Computer Games” y la insuperablemente extravagante “Tighten Up”, original de Archie Bell & The Drells. Siempre pionero, incluso en ese irregular y extraño proyecto de electro-pop instrumental –respuesta a los alemanes Kraftwerk– ya se notaban las capacidades pianísticas de Sakamoto, la amplitud de un lenguaje que conoce fuentes clásicas pero que sabe interesarse por los últimos fenómenos de la tecnología.

Caminando en paralelo a la Orquesta de Magia Amarilla –que se extinguió al iniciar los años ochenta–, Sakamoto fue produciendo sus primeros trabajos como solista; álbumes de tecno mucho me-nos interesados en el pop. El primero fue The Thousand Knives of Ryuichi Sakamoto. El segundo: b-2 Unit. Superiores en su búsqueda tímbrica (nuevos instrumentos y sonoridades computarizadas), es inevitable relacionarlos con precursores como el también japonés Isao Tomita, o contemporáneos como el francés Jean Michel Jarre. Empero, Sakamoto se distinguió de ellos por su mayor uso de eje-cuciones orgánicas en guitarras y percusiones, y por evolucionar en torno a un sofisticado minimalismo. Tristemente, hay que decir-lo, muchas de las obras que hallaron en la electrónica una fuente prolífica para su arenga, han visto perdida la batalla contra el tiem-po pues, comúnmente, la música anclada en las resonancias tecno-lógicas de una época sacrifica la posibilidad de su larga vida en pos de la explosividad de la sorpresa.

Ya luego Sakamoto creció, se hizo famoso por componer la música de la película El último emperador (la cual le dio un Oscar), por la partitura de la in-auguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona y un largo etcétera que no queremos enlistar este domingo. Hoy deseamos celebrar su visita al ciclo Au-ral del Festival de México, acompañado por el compositor alemán Carsten Ni-colai, mejor conocido como Alva Noto. Esto sucederá en tres días, el miércoles 16, en el Teatro Metropólitan, cuando ambos músicos se coloquen a los extre-mos del escenario y comiencen a exten-der su mantel, a trazar paisajes, pro-fundidades, espacios, planos, tex turas, lienzos… todo aquello en donde la ima-ginación pueda posarse para completar lo abstracto. Entre ellos, provocando a la vista, deberá estar una gran pantalla que manifieste lo que ya observan los tímpanos. Valdrá muchísimo la pena.

No será un concierto de grandes cur-vas. No habrá muchas figuras flotando cual asideros para el oído geométrico. Sin embargo, sí será un concierto de sensaciones honestas, bueno para ge-nerar comunicación entre el pecho, el estómago y la cabeza. Será conmove-dor, por momentos. Así se puede atesti-guar en los cinco álbumes que han tra-bajado juntos desde el 2002: summvs, utp_, revep, insen y vrioon. Por-que sí, lector: Sakamoto y Noto son de los que aman las letras minúsculas, redondas y sin pati-nes; el diseño gráfico ventilado, simple pero provocador; las pá-ginas de internet llanas, inteli-gentes; el papel de alto gramaje y buena impresión; el precio elevado para recordarle a quien lo paga que formar parte de su

élite también es un asunto semántico. En otras palabras, este miércoles flota-rán acordes breves de piano con poco movimiento en sus voces (muchos se-rán alterados), arpegios de suavidad acuática, sobriedad… programaciones rítmicas mínimas, exquisitas, muy fi-nas… tersas notas teñidas por códigos binarios, al fondo de todo, cual fantas-mas apenados.

Esperamos que tal esfuerzo de Aural sirva de antecedente para que Sakamo-to y Noto vuelvan, pero acompañados por el Ensamble Moderno, ese conjunto de cámara con el que sin duda alcanza-ron su clímax estético en 2007 (disponi-ble en dvd y en Youtube). Igualmente, esperamos que el encuentro sirva al melómano mexicano para afirmar sos-pechas respecto a este célebre japonés, pero sobre todo para acercarse a una vena oculta de la electrónica alemana, todavía relacionada con los ecos indus-triales de grupos como Einstürzende Neubauten. Hace no mucho tiempo, de hecho, hablamos aquí del duelo escéni-co que atestiguamos en Berlín entre Alva Noto y Blixa Bargeld (exvocalista del propio Neubauten). Un dueto que pone los pelos y las neuronas de punta y que recomendamos buscar. En fin. Nos vemos en tres días en el Metropólitan, ya listos para levitar •

Cine para leer (iii y última)

“Un acercamiento a la historia reciente del cine mexicano para em-pezar a organizar algunos elementos que nos permitan entender las razones por las cuales una industria que ha rendido enormes frutos y, en alguna época, grandes dividendos, sigue apareciendo como un proyecto siempre inacabado”: con tales palabras define José Rodríguez López, el muy estimado Rolo, este libro concebido, gestionado y coordinado por él mismo.

Cine México 1970-2011 es el título de esta obra colectiva, en la que –de nuevo citando al Rolo– participa “más de una veintena de autores, todos ellos cercanos a la experiencia cinematográfica”. Entre ellos, cuéntese al cineasta y actual director del cuec Armando Casas; al también cineasta, funcionario y denodado defensor del cine nacional Víctor Ugalde; a los realizadores Alberto Cortés, Juan n. López y Nicolás Pereda; al también director, profesor y extitular de imcine Alfredo Joskowicz; a los muy experimentados productores Gerardo Barrera, Carlos Taibo y Jorge Sánchez Sosa; así como al his-toriador, investigador y docente Eduardo de la Vega Alfaro. Vein-tidós autores, para ser exactos, que –como es evidente en la porción citada– pisan o han pisado más de un área del amplísimo terri-torio conocido bajo el nombre de “cine” y, en particular, del mexi-cano: cineastas, productores, guionistas, académicos, investigado-res, cinefotógrafos, cineclubistas, programadores y directores –o ex– de festivales cinematográficos, críticos… que ostentan diversas licenciaturas, maestrías, doctorados y especializaciones, amén de trayectorias profesionales desarrolladas durante años o décadas. Consígnase lo anterior para dar cuenta del alto grado de califica-ción con el que cuentan los autores convocados pero, más que eso, del conocimiento de causa, la oportunidad y la pertinencia de los conceptos vertidos por cada uno de ellos.

Inevitablemente hay ausencias no-tables, y se echan de menos varias plu-mas. Por mencionar sólo algunas, pón-ganse las de Jorge Ayala Blanco, Paula Astorga, Carlos Bonfil, David Maciel, Ana Cruz, Magdalena Acosta, Carlos Mendo-za, Gustavo García, Ernesto Diezmartí-nez, Rafael Aviña… pero termínese la lista con la suposición de que fue por causas técnico-editoriales exclusiva-mente que el volumen llegó a donde llegó, y manifiéstese aquí el deseo de que, más pronto que tarde, un segun-do tomo complemente y enriquezca este magnífico esfuerzo.

En matEria

Consecuente con la diversidad de pro-fesiones, puntos de vista y experien-cias de los autores, los temas que éstos abordan son igualmente diversos: agru-pados bajo los rubros Nuestro cine, La producción, Formación, Distribución y exhibición, Pensamientos en la oscuri-dad en la sala y La esperanza tangible, se leen ensayos como “Reencuadrando lo obsceno. Tres miradas a la violencia en el cine mexicano contemporáneo”, “Al-gunas reflexiones acerca de la difusión y distribución del cine documental en México”, “Exhibición y difusión del cine mexicano. Las razones de un mercado sin razón”, “La aportación de las escuelas de cine a la nueva cultura fílmica mexi-cana”, “El cine de Nuevo León, Nuevos paradigmas en el desierto que crece”, “La producción del cine mexicano. Una radiografía actualizada”, “Un sistema de producción alternativo”, “La educa-ción cinematográfica en México” y “¿A quién pertenece el cine mexicano?”, entre otros.

El resultado son más de doscientos cincuenta folios tamaño carta en los

que se informa, se reflexiona, se analiza, se cuestiona, se denuncia y se propone una larga lista de situaciones, proble-máticas, inercias, tendencias, distorsio-nes, equívocos y verdades a medias, pero también virtudes, ventajas, opor-tunidades, posibilidades y ejercicios novedosos que permitan dar respuesta –necesariamente múltiple, cambiante y adaptable– a eso que el Rolo plantea desde la Introducción: por qué nuestro cine sigue pareciendo, desde que con-cluyera nuestra ya polvosa época dora-da cinematográfica, una suerte de pro-yecto inconcluso o, vale decir más, una contradicción monumental con cabeza de hidra, si se coteja el relativo buen es-tado de salud de muchos de sus com-ponentes con el pésimo semblante que luce cuando se le mira en conjunto.

Aquí siempre se insistirá en la nece-sidad de la reflexión –sobre todo la co-lectiva– en torno a nuestra cinematogra-fía, entendida en su doble naturaleza: la de actividad económica y la de ex-presión cultural. Gracias, en tal sentido, al Rolo y a Gran Númeronce Produccio-nes, la empresa editorial, por aportar este buen grano de arena •

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Felipe Garrido

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Rogelio Guedea

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arte y pensamiento .......

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13 de mayo de 2012 • Número 897 • Jornada Semanal

Alejandro MichelenaRETRATOS

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La vitalidad de Tennessee Williams

En el contexto del teatro estadunidense del pasado siglo, la obra de Tennessee Williams sigue manteniendo una pre-sencia firme y constante en los escenarios de todo el mun-do, apuntalada por el aplauso unánime de públicos siempre renovados. Se destaca todavía más cuando comparamos su vigencia con la de dramaturgos –muy estimables y nota-bles, de una generación anterior– como Eugene O’Neill o Thornton Wilder. Mientras que los textos de éstos apenas si asoman en muestras de escuelas de teatro o en propuestas “de cámara”, las piezas de Williams siguen desplegando su profundidad psicológica y su intensa poesía en exitosos estrenos multiplicados en los centros teatrales más impor-tantes del mundo. Los nombres de su propia generación casi se difuminan, mientras que el suyo está instalado fir-memente en el lugar de lo clásico.

Pero esto no ha sido siempre así. Hace un cuarto de siglo, en sus años finales cargados de angustia y desolación exis-tencial, y un poco más tarde en los tiempos posteriores a su muerte, parecía que su obra iba a entrar en un fatal cono de sombra.

ObErtura final cOn EfEctO EscénicO

Los últimos momentos de Tennessee Williams se parecen mucho a la secuencia de alguna de sus obras o, más bien, a la caricatura del final de una de sus desoladas heroínas.

En sus años postreros su salud era precaria. Además, lo aquejaba una irrefrenable compulsión hipocondríaca. Gran parte de su tiempo y su dinero se iban en consultas médicas (para atender dolencias reales y supuestas) y recurrentes visitas al psicoanalista. También se automedicaba: consu-mía dosis exageradas de pastillas para dormir y otras para mantenerse lúcido. De la depresión pasaba a la exaltación, y para compensar sus impulsos tanáticos exageraba el consumo de alcohol y la promiscuidad sexual, lo que agu-dizó su real enfermedad cardíaca.

La última noche, Williams estaba solo en su departa-mento de Nueva York. Se sentía muy mal, con la sensación de estar acabado como artista. Le parecía que sus propues-tas ya no interesaban, y que los elencos y el público le esta-ban dando la espalda. Muy lejos percibía sus días de gloria –entre los años cuarenta y los cincuenta–, cuando su estre-lla llegó a brillar con rara intensidad en el cielo de una fama que parecía eterna.

El sentimiento de soledad, el sentir que todo se desmo-ronaba, llevó al dramaturgo a refugiarse en el alcohol y los fármacos. Y en esa oportunidad, precisamente, intentaba con impaciencia abrir un frasco de barbitúricos. El nervio-

sismo lo volvía más torpe. No atinaba a desenroscar el ta-pón. Intentó hacerlo con los dientes, y con un espasmódico esfuerzo lo logró al fin ...pero la propia violencia del impul-so hizo que se atragantara con el fatídico tapón. Nadie lo acompañaba, y nadie pudo ayudarlo. Murió asfixiado.

Annus mirAbilis

Un año especialmente significativo para Tennessee Williams fue 1947. En el mes de abril, el Thèatre du Vieux-Colombier de París estrena El zoo de cristal, en lo que sería la consagra-ción del dramaturgo ante la exigente crítica francesa y el sofisticado público parisino. Meses después estrena Verano y humo, y el 3 de diciembre se pone en escena su obra ma-yor: Un tranvía llamado deseo.

Esa puesta, memorable, tuvo dirección de Elia Kazan y el elenco lo integraron Jessica Tandy en el papel de Blanche du Bois, el entonces muy joven Marlon Brando encarnando al temperamental Stanley Kowalski, Kim Hunter como Ste-lla y Karl Malden como Mitch. En la versión cinematográfica de la obra, que llegó a las salas en 1951, los nombres se rei-teran, salvo el de la protagonista, para la ocasión encarnada en una estrella rutilante como Vivien Leigh.

Como lo volverá a hacer en varias de sus piezas, el autor contrapone en Un tranvía... su personaje femenino –sutil y frágil, perteneciente a los restos del naufragio de la vieja aristocracia sureña– con un hombre joven y vital, hijo de inmigrantes y, en este caso, de extracción proletaria. Lo que atrae a criaturas tan contrapuestas es justamente lo que las diferencia, y en ese mismo móvil que propicia el romance está también la semilla del caos y la destrucción.

Esta obra magnífica forma parte de la constelación de textos escénicos que han devenido arquetipos, porque logran sintetizar de manera precisa los dramas esencia-les contemporáneos. Intensidad y poesía, violencia e in-trospección, verdad y simulaciones, prejuicios y pulsio-nes inconfesables, son algunos de los ingredientes que la mano maestra del dramaturgo transmuta en creación insuperable •

JunioPara Jessica Trejo

Menuda, sonriente, pícara, esquiva, puso en mis manos una hoja

arrancada a un cuaderno de escuela, doblada en cuatro, y salió

corriendo. No pude recordar su nombre. Leí el recado al rato, a la

salida, donde nadie me viera:

“Quisiera saber que estás muerto, pero eso no pondría fin a

mi tragedia. Porque el olor a lluvia se me cuela en el alma. Desde

aquella primera vez cuando nos vimos todo me sabe a junio. Has-

ta las nostalgias. Aquí estoy en esta calle, mojándome. Desearía

que ya no hubiera lluvia, que ya no hubiera junio en el calendario.

Luego quisiera que tu piel y la mía pactaran, y me ato a sueños

infernales donde juntos nos destrozamos. He querido culpar a la

vida, a tu pasado, tu indiferencia, mi manera de entregarme. Pero

la culpa es de la poesía. Hay que entender que la poesía está en

el odio. Luego llega otra vez junio, llega otra vez la lluvia, llega

otra vez esta necesidad de soñar contigo, para odiarte cada

vez más” •

Taxista con novela adentro

Por primera vez, mi carro me dejó tirado a mitad de la calle. Tuve que ca-

minar y caminar hasta ver, a un costado del Warehouse, un taxi. Cuando

llegué, agitado, y asomé la cabeza por la ventana, caí del asombro: el con-

ductor leía una novela. Una novela gruesa. Tipo Stephen King o así. Esos

autores que ya no deben tener culo de tanto que escriben. Resolví hablar-

le bajo. Excuse me, dije. Nada. Carraspeé y volví: excuse me, sir. Tampoco.

El hombre seguía ido, ausente completamente de este mundo. Alcé un

poco la voz: siir. El taxista, literalmente, dio un salto, miró hacia un lado y

hacia otro y, luego de disculparse, me invitó a subir. ¿Está buena la novela?,

pregunté. Sin pensarlo dos veces, dijo: no puedo dejar de leerla. No puedo.

Me tiene subyugado. Intenté ver el autor y el título, pero fue imposible. El

hombre la cerró y la puso debajo del asiento. El taxista arrancó y tomamos

por una larga avenida. Yo me fui viendo fijamente la línea que dividía un

carril de otro, con la certeza de que nada me habría hecho más feliz en la

vida que el autor de esa novela que el taxista leía hubiera sido yo •

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Jorge [email protected]

Twitter: @JorgeMoch

....... arte y pensamientoJornada Semanal • Número 897 • 13 de mayo de 2012

Miguel Ángel Quemain

[email protected] OTRA ESCENA

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Debates y definiciones

A una semana del primer debate entre los candidatos a la presidencia no hay mucho que se pueda decir que no se haya dicho ya, pero creo que se desperdició la oportunidad, con ese formato amojamado, de contrastar propuestas y convertir el debate en entretenida arena donde los candidatos se dieran hasta con la cubeta. Después de todo, apersonarlos en un mismo foro es en sí una suerte de espectáculo de combate. Edulcorar la discusión y suavi-zarla resulta aburrido, y visto que al menos dos de los cuatro candidatos se negaron a participar en un debate abierto –donde Enrique Peña Nieto hubiera tenido todo el tiem-po del mundo, en lugar de quejarse de anemia del cronó-metro durante sus intervenciones del domingo pasado–, agostar el escenario a la prefabricación del ife es una lástima. Si me preguntan, yo diría que el formato del debate, la apa-rentemente inducida distracción de un escote (por una edecán contratada por un productor que resultó ser exfun-cionario del foxismo y estar vinculado además, con tv Azte-ca) y las pifias de los tiempos (y de la iluminación, que juega un papel fundamental en la psique del televidente) estaban diseñados si no para favorecer a Peña o a Vázquez, candi-datos de la derecha pragmática neoliberal, sí para atenuar los efectos negativos de sus previsibles torpezas al debatir en vivo, y aquí hay que tener cuidado porque se estaría an-te una sofisticada arquitectura electoral para manipular el voto antes de la jornada electoral.

Los debates venden, como le enseñó bruscamente el rating de10.5 puntos generales del debate a Ricardo Sali-nas Pliego contra su futbolito llanero con el que pretendió distraerse la atención del gran público. Las televisoras sa-

ben que un debate representa audiencia (el postdebate es un fenómeno mediático por sí mismo), pero los vasos co-municantes de su propia red de complicidades con el go-bierno y su reiterada vocación antidemocrática les impide hacer juego limpio.

En 2006 Carmen Aristegui entendió como pocos que incorporar a su programa radial un acre debate estrecha-mente vinculado a las campañas significaría puntos de au-diencia, además de que cumpliría afortunadamente con la intrínseca demanda social de información y de contraste de propuestas. El ejercicio le costó la chamba cuando su salida de w Radio tuvo que ver con la llegada al directorio del Grupo Prisa, copropietario de la emisora, del cuñado del ya entronizado Calderón y quien, precisamente como coordinador –o personero al menos– de medios en la cam-paña de su cuñado, representó al panismo en los debates de aquel entonces. A saber si lo que vino después, la salida intempestiva del espacio radioeléctrico de la apreciada voz de Aristegui, fue una venganza con tufos de adverten-

cia para el gremio. Afortunadamente la censura lejos es-tuvo de prosperar; Aristegui regresó con redoblada fuer-za a la señal de mvs con reposicionamiento privilegiado. Ahora ya dos veces se han negado Enrique Peña Nieto y Jo-sefina Vázquez Mota a debatir en la mesa de Aristegui.

El común de los medios masivos electrónicos, incluida buena parte de la radio y portales de internet como Yahoo!, es el sometimiento a los intereses corporativos que tra-ducen invariablemente, por simples coincidencias de pro-yecto social que más bien es de carácter lucrativo, fiduciario, en los del grupo en el poder. Ahí la arrogancia de Salinas Pliego, sus desacatos a la reiterada demanda de que se transmitiera el debate en cadena nacional, el cinismo de las televisoras del duopolio Televisa-tv Azteca respecto a su histórico y turbio quehacer electoral a favor del candidato de sus preferencias y la languidez del consejero presidente del ife, Leonardo Valdez, de incomprensible lasitud con las televisoras. Pero nada de esto sorprende: la televisión corporativista en México es refractaria a la regulación del Estado, y los postulados elementales del pragmatismo neoliberal se insertan precisamente en el ámbito de preexistencia de cualquier monopolio, de cualquier corporación que considera más importante la acumu-lación particular de la riqueza que su distribución so-cialmente responsable.

Sería bueno que para el segundo debate se modifique el acolchado formato y dejar que los candidatos salgan con argumentos, sin preguntas preparadas ni trucos de ilu-minación, a mostrar realmente quiénes son en lugar de las caretas que vimos al menos en dos de ellos hace una sema-na. Los caminos de la democracia no pueden admitir, para ser verdaderos, utilerías, y la tramoya sale sobrando •

Teatro y moralidad: Olguín y Psalmón

David Olguín y David Psalmón son dos directores, drama-turgos, ensayistas y editores que hacen del teatro un mate-rial que está signado por una forma de actualidad (la de lo clásico) que politiza su arte, ofrece asociaciones y miradas sobre el presente y el pasado que pueden llegar a producir una gran incomodidad en el espectador, sin dejar de ren-dir una especie de tributo enamorado a la tradición artísti-ca en todos sus órdenes.

A pesar del vigor y el ímpetu propio de los hombres jó-venes, su visión también es patrimonialista. Son directo-res y dramaturgos (diría, sobre la escena) y, sin embargo, se preocupan por que sus congéneres (incluidos los críticos, en el caso de Ediciones El Milagro) permanezcan y sean leí-dos. Son editores de gran imaginación y buen gusto (el buen gusto apegado a la tradición editorial más añeja, no ése de lo “bonito, suajado, en relieve y a todo el color que acepte el couché) que hacen libros para la memoria, para el lector y para el creador escénico.

Las características que los hacen tan semejantes dotan a sus productos de la más alta moralidad artística. Sus pues-tas en escena forman parte de un proyecto que suele tener mayores alcances que una puesta en escena para una “tem-poradita”, que les permita mantenerse en forma y “cham-bear”, pues como sea “hay que chambear”.

Por eso cuando una obra como Los asesinos, dirigida y escrita por David Olguín, ocupa la cartelera teatral, aunque sea de manera intermitente, como lo he señalado, en cortas temporadas que se alargan artificialmente en espacios di-versos bajo la figura de “reestreno” (algunas compañías y agrupaciones teatrales han adoptado el “reestreno” como parte de su dinámica vital ante las temporadas tacañas a las

que está sometido el teatro “serio” de hoy), siempre es un acontecimiento en la historicidad de nuestro teatro.

Los asesinos concluyó una nueva temporada de reestre-no, pero está lista para ser invitada a festivales, encuentros y todo lugar que trate de explicarse artísticamente el poder devorador del mal, del crimen y de una naturaleza que pa-rece moldeada por el clima, la religión y las dosis personales de ambición por el poder que es dinero, por el dinero que es poder. Que reviven la ecuación de la servidumbre y el dominio y se extienden conceptualmente sobre un paisaje anímico que nos es conocido: la fratría, la filialidad y la es-tructura familiar con sus personajes jerárquicos.

Los asesinos es un mundo de luces y sombras. De cla-roscuros, pues, como dirían los compas chilangos de Chi-huahua (Carretera 45, Teatro ac). Esa aguafuerte está eviden-ciada por un trabajo que podría tener un impacto visual mayor, realizado por Gabriel Pascal, y en lo emocional y ac-toral por Laura Almela, poderosa y dotada actriz cuyo mo-vimiento es el eje de la rotación de unos personajes que se

fagocitan entre sí, bajo la mirada oscura de un poder re-presentado sobre el mundo frágil conducido sobre una silla de ruedas/observatorio/judicial que condena y ab-suelve como el Jefe de Jefes.

El brEcht dE Psalmón

Psalmón ha construido un dilema en el que no cree por completo. Los que dicen sí, los que dicen no, de Brecht, son los “jueces” a los que deja ir triunfantes sin exigencia. Deci-den que un joven debe morir para que se cumplan los ob-jetivos de una empresa justa pero incierta. Está en sus ma-nos hacer la diferencia y optan por un futuro sostenido en un deseo sin garantías de que las cosas mejoren (en sesen-ta funciones, sólo dos veces ha ganado la opinión que pen-só en salvar al niño). La anécdota consiste en que un joven sin condiciones propicias pero con mucha fe se suma a un grupo de hombres que conseguirán un antídoto para sal-var a su aldea. En el camino el joven enferma y el asunto es optar entre regresarse a curarlo o dejarlo en el camino y seguir adelante.

La concepción de la puesta en escena es de gran rique-za y variedad, pero la realización cojea del lado de una co-reografía insuficiente y esquemática, por un trazo que hace evidentes borradores que no terminaron de fluir con ener-gía y precisión, a pesar de la conjunción que ha logrado ese teatro sin paredes que unifica Psalmón.

Pero entre esos altibajos hay una bella concepción de lo escenográfico, de los niveles que puede tener un plano cuando las naturalezas representadas, pétreas, tienen una arquitectura plena de plasticidad al servicio de lo teatral (voz, corporalidad expresada en posturas, tensiones y flexiones), con una música que también es libreto y se eje-cuta en vivo con comprometida pasión •

Page 16: La Jornada Semanal

13 de mayo de 2012 • Número 897 • Jornada Semanal 16

Ilustración de Juan Gabriel Puga

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El Cinema Rif de Tánger

ensayo

espués de haber sido uno de los emblemas de la época colonial estra-falaria, de haber permanecido luego durante largas décadas en abando-

no, y tras haber estado a punto de caer en manos de una franquicia extranjera de supermercados, el Cinema Rif renació hace pocos años, abriendo sus puertas para convertirse, desde 2007, en la sede de la activa y prolija Cinemateca de Tánger, en la punta norte de Marruecos, allí donde el continente africano se asoma y desparrama hacia Occidente.

Su fundación data de la primera mitad del siglo pasado, cuando Tánger se encontraba some-tida al dominio de las potencias mundiales, bajo el régimen sui generis de un protectorado inter-nacional que, de 1923 a 1956, le otorgó entre otras cosas un estatus de neutralidad en los conflictos bélicos de la época.

Durante aquellos años, la ciudad se convir-tió en puerto de llegada de miles y miles de extranjeros que arribaban sin parar en un barco tras otro, huyendo de la guerra, la desidia, el hast ío , e l vacío y en busca desesperada de nuevas experiencias que renovaran el sentido a sus vidas. Llegaron así extravagantes millo-narios, vividores, espías, estafadores, republi-canos españoles y también artistas y escritores. Llegó William Burroughs que se inspiró para escribir su Almuerzo desnudo; llegó Paul Bowles, que ambientó aquí gran parte de la novela El cielo protector, posteriormente llevada a la panta-lla por Bernardo Bertolucci. Los extranjeros, en el lapso de unos pocos años, convirtieron la ciudad en un oasis de permisividad, liberti-naje, droga, glamour y perdición, y en un contex-to social extremadamente violento, fundamen-tado en un férreo dominio colonial y racial, hacían de su vida y su obra ora una oda, ora un lamento al desarraigo y a lo insoportable de la alteridad. Todos, por último, extranjeros que en el fondo mostraban en sus foros, en sus paletas o en sus letras la irremediable ausencia: la no palabra, lo indecible, la imposibilidad de enla-zarse con la otredad, con el árabe, con el bere-ber, con el habitante originario de la tierra que ocupaban.

El Cinema Rif, con su fachada blanca moder-nista, especializado en la proyección de películas españolas, en aquel entonces era la insignia de una rica y exuberante vida cultural que discurría bajo la batuta de los colonos europeos-estaduni-denses, sobre las cenizas de un pueblo sometido al más vil servilismo.

Hoy las cosas han cambiado. En la actualidad, el Cinema Rif no solamente es un incuestionable templo del cine, sino también y fundamental-mente un reflejo y una ventana al Marruecos independiente y a todo el mundo árabe contem-poráneo. Y esto es gracias al empecinado entu-siasmo y obcecada labor de Yto Barreda, una mujer de doble nacionalidad, franco-marroquí, una gestora cultural y una artista visual que encarna, asume y exorciza, a través de toda su obra artística y su quehacer como gestora, la experiencia cotidiana de la frontera, de la alteri-dad, aun cuando está profundamente sumida en la conciencia de la fractura entre el norte y el sur, fractura que asume y vive no ya como un abis-mo, sino como un espacio dialéctico de miradas

diferentes, pero de frente, y de palabras inven-tadas o renovadas capaces de nombrar y contra-rrestar el discurso hegemónico. Una alteridad vivida a partir de la experiencia incesante de la partida, de la llegada y del retorno, en un movi-miento continuo y constante. Ese es el signo vital inconfundible que ha infundido Yto Barreda a la cineteca tangerina.

En sus pasillos se disfruta el acalorado alboro-to de jóvenes árabes que acuden a ver las proyec-ciones, a participar en los muchos talleres de producción, a consultar los libros y revistas de la biblioteca, a presenciar algún concierto de músi-ca en vivo o simplemente a perpetuar el rito del té en alguna de las mesas de su cafetería. En las pantallas se proyecta todo tipo de cine de autor, pero sobre todo una amplia gama de documen-tales de realizadores procedentes de los muchos países de África de norte o del Medio Oriente que escarban en las diferentes facetas del rico mundo árabe actual con todas sus contradiccio-nes, búsquedas, retos, ideales, dificultades y fisuras, pero firmemente anclados en una identi-dad viva, dinámica, cuestionadora y al mismo tiempo claramente reivindicativa.

El mismo rico y complejo mundo de adentro se desarrolla afuera de sus paredes, en plena Plaza 9 de Julio, donde el Cinema Rif se levanta; aquella misma explanada que sirvió de escenario del discurso independentista y emancipador del rey Mohamed v a finales de los años cuarenta, y también para las recientes revueltas de la Prima-vera Árabe; la misma plaza en que se observa sin cesar el tránsito de Mercedes Benz, de limousines, de campesinas del Rif, de hombres elegantemen-te encorbatados, de subsaharianos que espe-ran el momento para cruzar el Estrecho de Gibraltar; de estudiantes que repasan los versos del Corán o el manifiesto de Marx; de palmeras dispersas aquí y allá que se confunden con el minarete de la mezquita desde donde el muecín llama puntualmente a la oración; de mujeres con escote, otras con piercings y/o con burka; de ambulantes que ofrecen películas piratas de Hollywood o, para no perder en ningún momen-to el rastro del deseo, lámparas de aceite labradas en alabastro •

Alessandra Galimberti