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Suplemento Cultural de La Jornada Domingo 3 de marzo de 2013 Núm. 939 Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver Ciencia, drogas y penalización Medio Siglo de las luces, ANDREAS KURZ L EONARDO PADURA: escribir para algo T IM DOODY

La Jornada Semanal

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■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 3 de marzo de 2013 ■ Núm. 939 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

Ciencia, drogas y penalización

Medio Siglo de las luces, AndreAs Kurz • LeonArdo PAdurA: escribir para algo

Tim doody

Page 2: La Jornada Semanal

Hugo Gutiérrez Vega

Directora General: C a r m e n L i r a S a a d e , Director : H u g o g u t i é r r e z V e g a , Je fe de Redacción: L u i S t o Va r , Edic ión : FranCiSCo torreS CórdoVa, Corrección: aLeyda aguirre, Coordinador de arte y diseño: FranCiSCo garCía noriega, Diseño Original: marga Peña, Diseño: Juan gabrieL Puga, Iconografía: arturo Fuerte, Relaciones públicas: VeróniCa SiLVa; Tel. 5604 5520. Retoque Digital: aLeJandro PaVón, Publicidad: eVa VargaS y rubén HinoJoSa, 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. Correo electrónico: [email protected], Página web: www.jornada.unam.mx

La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauh témoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui­tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jor nada Semanal núm. 04­2003­081318015900­107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores.

La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.

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23 de marzo de 2013 • Número 939 • Jornada Semanal

Portada: Conciencia expandidaIlustración de Alex Grey

bazar de asombrosLA LITERATURA DE VILMA FUENTES: CALZADA DE LOS MISTERIOS

Vilma se pregunta en la novela cuáles son las razones de su quehacer literario y, con excepcional modestia, nos dice que es una diletante que se encuentra muy lejos de la noción clásica de literata. Se pregunta cuál es la ra­zón de buscar, desechar, encontrar, reunir, ordenar y estructurar palabras, párrafos, capítulos, en fin, libros. Son buenas las preguntas y algunas encuentran su res­puesta en el mismo libro. Vilma es una periodista ejem­plar, dueña de una prosa transparente que fluye sor­teando escollos y, por lo tanto, es una literata (ni modo; tienes que asumirlo, y como lo haces con humor y hu­mildad no sólo no haces daño sino que haces mucho bien); una literata que busca y encuentra las palabras para reflexionar sobre las razones de su quehacer en una novela que va mucho más allá del ejercicio nostálgico.

El eje del relato es el personaje, Pingo, su creci­miento, el crecimiento de la ciudad y su hermosa ini­ciación a la fantasía a través de Las mil y una noches. Los personajes salen de la voz del padre mago que ilu­mina la noche con su imaginación y con la fosforescen­cia viva de los cuentos de Bagdad. Su padre periodista fue un iniciador de Pingo en la búsqueda de esas pala­bras que son un laberinto del que solamente podemos salir pronunciándolas como un conjuro.

En la novela nuestra ciudad se ve como un laberin­to en el que se camina, en el que nos perdemos. Pero a Pingo le gusta perderse. Sólo así vive el misterio gozoso y, a veces, angustioso, de la ciudad inmensa, variadísima, con­trastada, dueña de una historia fascinante y, generalmente, no sólo inamistosa sino hasta cri­minal, violenta, ladrona, ase­sina... Por todo esto, el eje de la novela de Vilma es la intermi­nable Avenida de los Insur gen­tes. Por supuesto que estamos hablando de un laberinto no sólo físico sino también men­tal, en él reina lo imaginario.

Vilma niega ser el persona­je de la novela (no quiere que

sea una autobiografía, pero tal vez, querida Vilma, Madame Bovary cʼest moi). Niega ser la niña educa­da, en todos sentidos, por las monjas. Por otra parte, es cierto que la autora se salvó gracias a su anhelo de li­bertad, mientras que otras niñas de la escuela acepta­ron las consignas, anularon sus identi dades y se ple­garon a los dictados de una moral social represiva que alababa la sumisión y pregonaba los “valores” de la mediocridad.

Sin embargo, debemos recordar que el Colegio Francés sufrió una crisis muy interesante: las monjas se dividieron. Unas se inclinaron por la opción de los pobres (pensemos en la que fue asistente de don Sa­muel Ruiz) y por la teología de la liberación; dos lu­charon en Nicaragua al lado de los sandinistas, otra se levantó las enaguas y se casó con un jesuita des tripado. En fin... todo menos “mediocridad”. Retiro la palabreja.

Vilma apostó por la libertad, por el viaje, por la aventura, por la búsqueda de las palabras, por la magia de la literatura y por el compromiso del periodismo; como su personaje, no gusta de la pasividad de las com­pañeras de los héroes; de la docilidad de la dama que atiende la fatiga del guerrero. Nada de ternezas con­vencionales. A Pingo le gusta la acción; es un mosque­tero que combate a los esbirros del Cardenal.

Pingo, reina muñequita... el personaje tiene muchos nombres y muchos modos. Yo me quedo con Pingo crecien­do con una ciudad, huyendo de ella y, sobre todo, buscando las palabras para nombrar a los se­res y las cosas, escribiendo esos misterios (la calzada es el primero de ellos) con la impe­cable letra palmer del Colegio de Monjas. Pingo es el prodi­gio de la infancia, la soledad de la adolescencia. Es una ciudad, un personaje, una pa­labra que renace bajo la luz de la evocación.

A mediados de los años sesenta, la

Fundación Internacional de

Estudios Avanzados y otras insti-

tuciones públicas y privadas

investigaban legalmente los diver-

sos efectos de sustancias psicodéli-

cas como el LSD. Repentinamente,

la US Food and Drug Administration

prohibió todo tipo de investiga-

ción que involucrara el consumo

de sustancias que posteriormente,

en 1970 figurarían en una lista

dada a conocer por la DEA. Desde

entonces, las investigaciones de

Richard Alpert, James Fadiman y

otros egresados de Stanford,

Harvard y universidades similares,

han sido no sólo arrojadas al

olvido sino, en cierta medida,

también satanizadas. El ensayo de

Tim Doody aborda aspectos clave

de la relación entre ciencia,

drogas y penalización, fundamen-

tales de cara al reciente cambio en

Estados Unidos respecto del

consumo de mariguana, que

indudablemente repercute a nivel

internacional. Publicamos además

un ensayo de Andreas Kurz con

motivo del recientemente cumpli-

do medio siglo de El siglo de las

luces, de Alejo Carpentier,

así como un artículo sobre Leonar-

do Padura, ganador del Premio

Nacional de Literatura cubano.

Foto: José Carlo González

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uando Leonardo Padura llega al Pabellón Cuba, el cielo amenaza tormenta. Parece que la Feria Internacional del Libro de La Haba­na tiene esa mala pata: casi siempre coinci­

de con frentes fríos, con días de aire y lluvia, impro­pios de la imagen que uno tiene del Caribe. Pero esa tarde se presenta la segunda tirada cubana de El hom­bre que amaba a los perros y el público no repara en el estado del tiempo. El ritual se oficiará en un impro­visado auditorio al aire libre, lo que multiplica la amenaza. Aunque puede que en cualquier momen­to haya que salir corriendo de ahí, la gente aguanta y ocupa todos los asientos. Muchos, de pie, forman un anillo apretado, bordeando la sillería. En los pa­sillos se perfila otra tormenta. Es posible que los ejemplares disponibles de la novela no vayan a sa­tisfacer la demanda. Peor aún: es muy probable que horas más tarde ya estarán en el mercado negro.

Padura asume su propia presentación. Le ex­plica a los centenares de lectores ahí reunidos al­gunas de las claves de esta su novela más exitosa. Los editores estaban inquietos porque el texto pa­recía tener demasiadas explicaciones de un hecho conocido: el asesinato de Trotsky. El autor alegaba que para una porción importante de su auditorio, toda o casi toda la historia sería novedosa. Él mismo –como generaciones enteras en su país– desconocía hasta entonces el grueso de la trama.

Le acaban de dar el Premio Nacional de Litera­tura. Sin embargo, aquí hay otra especie de premio: el reconocimiento activo de la calle. “Ya es un fenó­meno mediático”, me dice un joven profesor, bien enterado del mundo editorial. “Hay gente que no ha leído nada de Padura, pero ya saben quién es él y cómo piensa.” La televisión dirá que es el autor más leído en la Isla. Esa tarde, en el Pabellón Cuba –un centro de ferias y conciertos en el corazón de La Habana–, el que también es el escritor cubano vivo más conocido en el extranjero, circula por la reali­dad de su propio impacto popular: su público, sus

lectores, las copias de sus libros, la firma de ejem­plares (un plus en la reventa), lo ponen en el centro de su vertiente extraliteraria. Es un líder de opi­nión y una figura socialmente reconocida en su propio país.

La ceremonia oficial para entregar el Premio Na­cional (que en su momento tuvieron Nicolás Gui­llén, Dulce María Loynaz o Cintio Vitier) es al día siguiente. Padura llega el domingo al fuerte de La Cabaña –frente a la bahía de la capital– con una lis­ta larga de honores. Ya está traducido a más de quin­ce idiomas y en 2010 obtuvo el Premio Roger Cai­llois que entregan el Pen Club, la Casa de América Latina de París y la Sociedad de Amigos y Lectores del desaparecido crítico y ensayista francés. An­tes se lo dieron a José Donoso, Álvaro Mutis, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, entre otros.

Padura se pone saco esta vez y lee su discurso. A la hora de los abrazos, su barba encanecida se rodea de otras iguales. Sin embargo, es el Premio Nacional más joven de la última década. Todos los escritores que lo recibieron en ese lapso eran septuagenarios al momento del reconocimiento, con la excepción de Reynaldo González (2003). Al decidirse ahora por un autor de cincuenta y siete años, el jurado mueve la mirada hacia un creador en plena producción.

Al final de sus propias explicaciones sobre su carrera, el escritor siempre pone su infatigable vo­luntad de trabajo. Me dice que entre lo que se ha dicho y escrito sobre él en las últimas semanas, le gustó especialmente la descripción que de su tra­yectoria hizo Abilio Estévez: “Nadie como tú para poner en evidencia que golpear cada día el yunque saca chispas en el metal más duro.” Me recuerda que no hace sólo literatura, sino que asume su pro­sa como una función pública. “Eso me ha costado tener algunos debates, haber sufrido algunas in­comprensiones, haber recibido incluso críticas y ataques, pero no me he parado por eso. Creo que si escribo es no sólo por algo, sino, también, sobre todo,

para algo, y siempre que voy a escribir una novela, un cuento, una crónica, me pregunto antes de em­pezar: ‘¿qué quiero decir con esto? Para eso escribo. El resto, lo bueno y lo malo, los ataques y los reco­nocimientos, las suspicacias y las solidaridades, me lo he ganado yo con esa decisión que ha sido, como podría decir mi santo patrón, José María He­redia, la novela de mi vida.” Cita, como suele, al poeta transterrado del siglo xix, autor de la célebre oda a las cataratas del Niágara, que vivió y murió en México y es el eje de La novela de mi vida (2001), una vigorosa exploración de Padura a las raíces de la nacionalidad cubana.

El creador del detective Mario Conde es de los que cree que mucho está cambiando en Cuba. Di­ce que se siente feliz si con su trabajo puede ayu­dar o ha podido hacerlo “a que se abran espacios de comprensión, cercanía, entendimiento de que la literatura y el pensamiento no tienen por qué ser una masa homogénea”.

Comparo sus palabras con los tópicos que ha puesto Padura sobre la mesa de los lectores, aunque sólo sean recursos literarios: corrupción en la poli­cía; el drama existencial del veterano de Angola; hostilidad oficial contra los homosexuales; violen­cia, droga, delincuencia y marginalidad en La Ha­bana; intolerancia y autoritarismo; la larga per­vivencia del estalinismo... Ahora escribe Herejes, sobre los riesgos de asumir la libertad individual.

Apartado de las convenciones de la novela ne­gra, ha hecho una crónica social desde la Cuba con­temporánea, bajo una estructura de ficción. El hom­bre que amaba a los perros lleva más de diez ediciones, seis traducciones y otras cuatro en preparación. Al día siguiente de recibir el premio, Padura sólo al­canza dos párrafos en el diario oficial. La novela, que en su venta oficial estuvo a 30 pesos cubanos (1.25 dólares) se ofrece en la calle a 30 pesos conver­tibles: es decir, 30 dólares, 750 pesos cubanos. Más que el salario de un ministro •

Gerardo Arreola

Leonardo Padura:

escribir para algo

CFoto: canada.grandquebec.com

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43 de marzo de 2013 • Número 939 • Jornada Semanal

na tarjeta de presentación introduce el caos en medio del caos. Un nombre representa para tres individuos un nuevo siglo cuyo co­mienzo anacrónico es el año 1789. Un nombre

genera una novela fina y perfectamente equilibra­da, una de las mejores de la madurez literaria lati­noamericana: El siglo de las luces, publicada por pri­mera vez en 1962. La tarjeta irrumpe en el cuarto segmento de la novela:

ViCtor HugueSNégociaNt

àPort-au-PriNce

Irrumpe el francés en el ambiente hispanohablante de la isla de Cuba, irrumpe la estricta regularidad geométrica y gráfica de la tarjeta en el mundo anár­quico formado por Sofía y Carlos, los hermanos, y Esteban, el primo, después de la muerte del padre, un comerciante tan rico como aburrido. Irrumpe so­bre todo el nombre escrito, el significante por exce­lencia, en un mundo que había podido existir sin nombres ni significantes porque se desarrollaba so­bre los significados. El mundo de Sofía, Esteban y Carlos significaba algo; era una realidad encerrada en un almacén caótico y deliberadamente desorde­nado. Los jóvenes vivían en medio de mercancías diversas, inútiles o podridas muchas de ellas; tangi­bles, palpables o degustables todas. Leían libros que expresaban ideas nuevas, ideales hermosos y senti­mientos nobles de igualdad, fraternidad y libertad. Los libros eran tangibles y degustables. Libros, ob­jetos puros, mundos redoblados sobre sí mismos. Libros que contenían ideas que eran otros mundos

redoblados sobre sí mismos. Esteban, Sofía y Carlos vivían en un paraíso cuya destrucción comienza con la aparición de Victor Hugues, no en balde figura histórica emigrada a un espacio reservado a la ima­ginación. Un apellido de seis letras se reduce a una realidad fonética de dos sonidos: “yg”. El nombre engaña y aleja a los tres jóvenes de su realidad. Un hombre experimentado, nacido en el centro de la his­toria del siglo xViii, engaña y se engaña con ideas nuevas, ideales hermosos y sentimientos nobles de igualdad, fraternidad y libertad. Victor Hugues in­troduce a Carlos, Esteban y Sofía en la historia y les roba la ingenuidad, los priva de una remota posi­bilidad de ser felices. El négociant à Port­au­Prince introduce la historia francesa en el mundo caribe­ño y, con este acto violento, pervierte aún más la ino­cencia de las ideas nobles que de inocentes cada vez menos tenían después de 1789. Francia se encarga de la decadencia de fraternidad, igualdad y libertad, el Caribe agrega un elemento fanático, cierto atavismo nativo, Victor Hugues aporta la guillotina y la am­bición, los ingredientes esenciales de la idiosincra­sia dictatorial. Satisfecha la ambición del poderoso, la guillotina cae en desuso. Las ejecuciones sobran cuando los mecanismos nefastos del poder personal y el carisma se imponen.

Pero nos adelantamos. Hugues apenas está en­trando en la casa­almacén de los tres huérfanos, ape­nas la historia empieza a tomar su curso previsible, la historia con mayúsculas y las historias individua­les, pequeñas e insignificantes, pero las únicas que verdaderamente importan. La historia de Esteban sobre todo, el asmático curado por un médico­curan­dero, francmasón y culto, quien aplica métodos má­gicos donde la medicina académica fracasa. Esteban, el adolescente débil, devorador de libros, quien pre­tende convertirse en hombre de la acción revolucio­naria francesa, y regresa, desengañado y cínico, a la isla de Cuba donde sus hermanos siguen creyen­do en fraternidad, igualdad y libertad. La historia de Sofía, la muchacha dedicada a una vida religiosa que

no podrá vivir jamás porque su fe sólo tiene un ob­jeto: Victor Hugues, el hombre de los hechos, los sueños realizados, el hombre que forja (y fuerza) la historia, la moldea según sus ideas, planes y ambi­ciones. Sofía, la que huye de la casa paterna para re­fugiarse románticamente en los brazos de Victor quien le revela que las ideas y los planes son secun­darios, que sólo la ambición cuenta. La historia de Sofía y Esteban, quienes terminan sus existencias el 2 de mayo de 1808 en Madrid, después de un encar­celamiento voluntario en una casa réplica, en la ca­lle de Fuencarral, de la casa­almacén cubana, cuan­do deciden que los años de la felicidad individual han de acabarse para permitir la entrada a la destruc­ción que pretende construir la felicidad colectiva. Carlos, marginal en el libro, pero tan necesario para la historia, la que sin su infatigable labor de nego­ciante sin pretensiones políticas no sería historia estructurada, sino sólo caos narrativo sin anclaje.

El siglo de las luces es una novela de nombres, de signos que pretenden significar y –más ilusorio aún‒ actuar, influir en las vidas pequeñas y la historia gran­de. Fraternidad, igualdad y libertad llegan a significar sus contrarios. La guillotina, que había infundido el terror, se transforma en el Caribe en un gallinero pa­cífico. Las sirvientas negras de Hauguard, dueño de un albergue, se llaman Angesse y Scholastique, cuan­do no hay huella ni de ángeles ni de escolares. Al co­mienzo está el nombre, pero al nombre se le asigna un significado cualquiera. Al comienzo de la revolución francesa hay un lema, tres palabras, y hay un símbolo, la Bastilla. Alrededor de las palabras se construye una historia que no entiende de lingüística y termina en­carcelando con la libertad, discriminando con la igual­dad, odiando con la fraternidad y elevando al poder a los asesinos de la Bastilla. Los filósofos que saben de epistemología dicen que el conocimiento se desarrolla y se crea de derecha a izquierda: hay fenómenos que buscan nombres que sólo por comodidad se les asig­nan, dado que de alguna manera tenemos que hablar de los fenómenos, y parafrasearlos, circunscribirlos siempre sería muy tedioso.

La historia no sabe de lingüística, ni tampoco de epistemología. El siglo de las luces escoge al azar unos nombres y construye los fenómenos que no habían existido antes y nunca existirán. Sólo aparecen fan­tasmas, sombras de conceptos inefables y amena­zantes. Afortunadamente, aún hay otros nombres, los que el escritor y sus lectores contemplan asom­brados porque resumen y revelan, comprimen un fenómeno que había existido desde siempre. Los usamos por comodidad, porque hay que comunicar­se, pero cuando los descubrimos, se nos abre un mun­do nuevo. El escritor no inventa las palabras, sólo las (re)descubre. En este acto informativo reside su tarea de demiurgo: fija palabras y nombres a conceptos y fenómenos que siempre ya existen y que no deben ser usados ni por la historia ni por las ambiciones personales: “…muchas criaturas marinas recibían nombres que, por fijar una imagen, establecían equí­vocos verbales, originando una fantástica zoología de peces­perros, peces­bueyes, peces­tigres, ronca­

Andreas Kurz

Medio Siglo

U

Escena de El siglo de las luces, adaptado por Humberto Solás para

Televisión Cubana

Alejo Carpentier

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53 de marzo de 2013 • Número 939 • Jornada Semanal

dores, sopladores, voladores, colirrojos, listados, tatuados, leonados, con las bocas arriba o las fauces a medio pecho, barrigas­blancas, espadones y peje­rreyes…” El nombre se fija, pero él nunca fija nada: los fenómenos se mueven libremente en sus mundos, sin que la historia, las ambiciones y ni siquiera los ideales pretendan decretarlos. Esteban vive su epi­fanía cuando contempla un caracol cuya forma de espiral es la historia. Una forma presente desde mi­lenios cuyo nombre, en un momento, descubre una idea: la historia siempre se retuerce hacia atrás en un movimiento elíptico, siempre regresa, pero nun­ca a un punto de origen.

El siglo de las luces debía titularse originalmente Explosión en una catedral. El cuadro que figura como leitmotiv en la novela expresa desde lo pictórico la arbitrariedad e inestabilidad de las letras. Su creador es un nombre sin persona, o un nombre que indivi­dualiza a varias personas de las que sólo una puede ser el autor de Explosión en una catedral, o ninguna…

Monsu Desiderio es un nombre inventado probable­mente por André Breton, quien redescubrió una serie de pinturas obscuras en varios sentidos: por su colo­rido, su temática, su origen y su posición al margen de un Barroco de opulencia cromática. Breton descu­bre un fenómeno y le asigna un nombre: Monsu Desi­derio. Este nombre misterioso incita el interés de los historiadores del arte, quienes proponen a François de Nomé (nace en 1592) y Didier Barra (dos años ma­yor que de De Nomé) como autores reales de estos cuadros poco comunes. Barra era dueño de un taller, De Nomé su alumno. Sin embargo, parece ser imposi­ble distinguir la autoría de uno de los dos en cuadros como Explosión en una catedral. No firman sus obras, estas obras. Por ende, no se puede descartar la opción de otra figura responsable de las pinturas. Importan poco tales pesquisas, los objetos existen y el nombre de Monsu Desiderio basta para que podamos hablar de ellos, inclusive supera a los otros nombres pro­puestos: invito a los lectores al juego de los anagramas que posiblemente participó en el efímero renacimien­to del pintor después del 11 de septiembre de 2001.

Explosión en una catedral podría representar una crisis de fe, muy prematura a comienzos del siglo xVii si miramos el cuadro con la visión global de la histo­ria de las ideas, entendible y lógica si tratamos de entenderlo desde la perspectiva de un individuo un siglo menor que François Rabelais. La muralla de ideas, creencias, actitudes y normas ‒el nomos de los sociólogos‒ nunca se cierra herméticamente. Hay puertas y ventanas en ella que permiten la entrada a un mundo a­nómico que sólo individuos, con sus historias insignificantes, habitan. A veces los indivi­duos son artistas, escritores o pensadores que logran transmitir la visión a­nómica a un futuro en cuya construcción ellos mismos participan sin saberlo. No son los pocos elegidos de los que Mallarmé, Von Hof­

de las luces

mannsthal y D’Annunzio fabulan, los que, desde su aislamiento estético, crean conscientemente un fu­turo que jamás se hará presente; son los anónimos que el azar escogió para que sean visionarios contra su voluntad, son los Monsu Desiderio.

Una iglesia se derrumba. No sabemos si por un acto violento o por el insistente trabajo de las dé­cadas. El pintor detiene la caída de los pilares y es­tatuas. No sabemos tampoco si la destrucción será definitiva o sólo parcial, si la construcción del templo quedará intacta o desaparecerá. Sólo podemos in­tuir que el edificio permanecerá: la solidez de una parte de los muros lo indica. Una fe que parecía eter­na se desmorona. Las estatuas sacras dirigen sus mi­radas hacia arriba, imploran la ayuda de Dios. De los humanos insertos en la obra, cuatro están en postu­ras defensivas: huyen o sencillamente no saben qué hacer. Dos defienden su fe: con la cruz y una daga. ¿Un acto inútil ante la potencia de toneladas de pie­dra? ¿Un acto de locura y fanatismo? Sin duda, pero un acto que –así lo esperan la fe y la ambición‒ podría tener éxito y justificar el sacrificio personal, el sui­cidio. Monsu Desiderio, el individuo anónimo cla­rividente, no glorifica ni la fe ni la iglesia ni el heroís­mo, no condena ni la cobardía ni la franca vileza ni el cinismo. El pintor sólo –y este “sólo” implica una valentía admirable‒ simboliza la inutilidad de cual­quier acto revolucionario y la trágica vulnerabilidad de los seres humanos frente a los acontecimientos históricos, tan trágica que se vuelve grotesca. Sim­boliza la grandeza de Sísifo –a­nómica en el siglo xVii y en el xxi‒ que consiste en hacer algo a pesar de la certeza del fracaso y la amenaza del castigo.

Sofía y Esteban terminan sus días como seres a­nómicos en el país de los antiguos usurpadores, en una casa que es el simulacro de un paraíso perdido, ignorados por casi todos los vecinos, objetos de la curiosidad morbosa de algunos pocos. Su muerte en la revuelta del 2 de mayo de 1808 es tan inútil como estúpida: la posteridad no les va a dar la razón, la historia no va a registrar sus nombres, la causa por la que mueren, los ideales nobles y sentimientos her­mosos, siempre va a perder. La piedra de Sísifo vuel­ve a rodar montaña abajo. Sofía y Esteban corren tras de ella. Se sienten libres e independientes de cual­quier poder mundano o celestial. La piedra los aplas­ta. Sísifo vuelve a cargarla sobre sus hombros en El siglo de las luces •

“ “El escritor no inventa las palabras, sólo las (re)descubre. En este acto informativo reside su tarea de demiurgo.

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voz interrogada 3 de marzo de 2013 • Número 939 • Jornada Semanal 6

entrevista con Antonio ColinasRaúl Olvera Mijares

e qué manera estos temas se esclarecen y al-canzan una síntesis armónica?

‒Creo que mi obra nace de un gran afán de libertad creativa, de la ausencia de sectaris­

mo. Aparte de que he valorado mucho el sentido ór­fico, el ritmo, que me parece la condición primera del verso. De ahí el que uno de los grandes temas de mi poesía sea ese diá logo fecundo de mis raíces leone­sas con el mundo o espíritu mediterráneo. Los cua tro años que viví en Italia y los veintiuno en la isla de Ibiza fecundaron y acrecentaron ese diálogo. Luego está la presencia de lo telúrico, de la naturaleza, que no hay que entender nunca como expresión de lo ru­ral, lo costumbrista o lo meramente paisajístico, sino como esa especie de fuente de la que todo brota; un tema que ya está presente –siempre que se universa­liza– en la tradición literaria desde los orígenes, des­de la poesía china e hindú, desde Hesíodo y Virgilio en Europa, desde los cantos nahuas en América y, de

necesaria poesíaPoeta, novelista, ensayista y traductor

del italiano y del catalán, Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946) es uno

de los pilares que mantienen en pie la tradición clásica de la poesía en

lengua castellana. Su Obra poética completa (fce­Conaculta­Siruela,

2011) acaba de aparecer en México. La raíz telúrica de su poesía, las fuertes

reminiscencias de la tierra leonesa, la romanización temprana del noroeste español, la filiación mediterránea en

general, son temas que se han señalado como centrales en su obra.

manera central, en el Renacimiento italiano y en el Romanticismo centroeuropeo. También en muchos de los poetas americanos.

–En su poema “Madrugada en Teotihuacan”, ¿cómo pone en relación Venecia, Toledo, Granada y el Mé-xico prehispánico?

‒En esos cuatro lugares el ser humano se ha for­mulado en el fondo las mismas preguntas; pregun­tas para las cuales el poeta ha buscado respuestas en sus poemas. Esas preguntas y respuestas atañen a temas esenciales: el amor, la naturaleza, el tiempo, lo sagrado, el mal, la injusticia, la muerte, el más allá. Esos lugares están traspasados de universalidad por­que el ser humano no habita una aldea sino un pla­neta. En el fondo, la naturaleza es la que siempre impone sus ritmos e influencias en cada lugar. Es esa fuente de que hablaba. Así lo vieron los románticos centroeuropeos: como un ambicioso diálogo con el misterio, con lo que el ser humano desconoce, que todavía es bastante. “El alma del poeta/ se orienta hacia el misterio”, nos dijo Antonio Machado y Eins­tein contemplaba este misterio como “el fin del ver­dadero arte y de la verdadera ciencia”.

–¿Desde cuándo data su relación con México, cómo se ha ido desarrollando a través de los años?

‒En primer lugar, porque a mí me han interesado mucho las culturas de los orígenes. Luego, en mi ge­neración nos hemos formado con los libros editados en América en los años cincuenta y sesenta, y parti­cularmente con los publicados por algunas editoria­les mexicanas. Más tarde, por mi interés específico por los autores de su país, que son muchos y valiosos. No quiero olvidar injustamente a nadie, pero recuer­do la influencia fecunda de ciertos autores, ya des­de Sor Juana, aquella gongorina prodigiosa, hasta Efraín Huerta, Sabines, Paz o Pacheco. Y, por último, gracias al contacto directo con México. He visitado su país en seis ocasiones y ello me ha permitido reen­contrarme no sólo con mis lectores y amigos de ahí, sino con la cultura prehispánica y con lo que yo lla­maría “la otra España”; es decir, con aquello que ustedes poseen y con lo que sintonizamos: la huella colonial, la arquitectura, la lengua, las obras de los exiliados.

–¿Alguna vez intentó apropiarse del alemán como idioma?, ¿qué memorias le trae la evocación de aquellas tierras y, sobre todo, aquella cultura?

‒A veces ponemos a Alemania cerca de las lacras y del belicismo del siglo xx , pero nos olvidamos que Alemania es también el lugar de una cultura muy especial, que posee en su literatura, en su música, en su filosofía, momentos universalmente cimeros. Si tuviera que citar a un solo ser que resumiera de manera ideal a la humanidad, recordaría a J.S. Bach. Lo que yo llamo la “matemática celeste” de su músi ca, su perfección y fecundidad, su humanismo, son úni­cos. También Hölderlin, Rilke, Trakl, Celan, son paradigmas de poetas que escribieron en alemán. Como en mi contacto con México, también me han influido los viajes que he hecho a Alemania, a algu­nas universidades donde se ha seguido de manera especial mi poesía.

–¿Cómo es ese particular modo del poeta de estar-en-el-mundo y si la poesía tiene alguna posibilidad de transformar –para bien– la forma de vida del hom-bre actual?

‒El poeta no “fotografía” la realidad, sino que la debe metamorfosear con su palabra. Creo que la poe­sía es un medio ideal para transformar la realidad, pero no hay que olvidar que la poesía acaso tiene los lectores que debe tener, que exige una cierta inicia­ción. Pero es inconcebible, frente a lo que piensan los escépticos, un mundo sin poesía. El día en que esto sucediera querría decir que el ser humano es otra cosa que humano. ¿Cómo renunciar al sentir y al pen­sar, que confluyen en el poema de una manera ideal? Por eso, hay quien dice que allá donde no alcanzan otras formas del conocimiento, siempre aparece y es necesaria la poesía. Cuando ya no sirven los otros lenguajes aparece la poesía. Hay un momento en el que las palabras comunes ya no sirven, y ahí es donde aparece la poesía, que debe ser y es, la pala­bra nueva •

-¿D

La

“ “Creo que la poesía es un medio ideal para trans-formar la realidad, pero no hay que olvidar que la poesía acaso tiene los lectores que debe tener, que exige una cierta iniciación.

Foto: lainformacion.com

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7 Jornada Semanal • Número 939 • 3 de marzo de 2013 ensayo

a obra de Sánchez Vázquez, como se sabe, es más que relevante en la revisión crítica del marxismo y esto, lamentablemente, es sólo re­conocido en el mundo del pensamiento en es­

pañol; se sabe, también, que su trabajo en el área de la estética no sólo es seminal y pionero en muchos aspectos, sino de una vigencia poco reconocida en la actualidad. El filósofo marxista exiliado en México a causa del franquismo español puede ser un exce­lente índice para conocer el estado de la estética en el siglo xx. Sus debates no sólo se centraron en las tradiciones marxistas, materialistas y formalistas de la estética, sino que debatió puntualmente con las estéticas de corte idealista, las estéticas analíticas y, en los últimos años de su vida, con las estéticas de la recepción. Nunca abandonó, además, los estudios de caso sobre poéticas específicas, en especial, las con­cernientes a las artes plásticas y la literatura. Bajo la idea de la filosofía de la praxis, en la que una relación vital entre la práctica y el ejercicio de la teoría deter­mina la viabilidad y la demarcada objetividad de nuestros juicios, siempre se preguntó por las condi­ciones de existencia y recepción del arte, así como las condiciones de socialización del fenómeno estético en lo que consideró el hostil mundo del capitalismo.

Una de sus últimas conferencias, subtitulada La intervención del receptor en nuevas experiencias artísticas del siglo xx y, en particular, en las aso­ciadas con las últimas tecnologías, nos muestra el talante crí tico y abierto de este sui generis marxista.

En dicha conferencia, Sánchez Vázquez comienza por hacer un breve recuento histórico de la intervención de las tecnologías en lo que él no duda en llamar nuevas artes. Estas recien­tes poéticas pueden ser llamadas artes de intervención, y se fundan en los años sesen­ta y setenta, donde, a decir de Sánchez Váz­quez, “se produce una serie de obras que permite y requiere una participación activa del receptor, no sólo en el plano de la inter­pretación”. Estas artes tendrían una influen­cia directa de la cibernética y en ellas desta­can artistas como Nicolas Schöffer, Nam Jun Paik o Metger. En este contexto es que se dan las primeras formas del “arte por satélite”, en el que participan artistas como Joseph Beuys o John Cage, un arte que como indica Sánchez Vázquez es pionero en acelerar la simultaneidad –y fragmentación, añadiría­mos‒ del participante y la experiencia “mul­tinacional”. Esto es, se trata de las primeras muestras de lo que ahora es la estética deste­rritorializada, desnacionalizada, simultánea en el espacio virtual que impulsan los gran­des monopolios de transmisión de informa­ción. Esta expe rimentación se trasmina, para bien y para mal, de forma muy obvia en la música y en el cine, pero ningún arte le es ajeno y preludia todo el mundo que ahora nos empieza a gobernar, el mundo digital.

Sánchez Vázquez destaca que los desa­rrollos en el plano de la música –Stockhau­sen, Luciano Berio, Henri Pousseur y Pierre Boulez‒ serán la base de la teoría de la recep­

ción que alcanza su mayor desarrollo en la teoría de la obra abierta que postula Umberto Eco. Un ex­pe rimento extremo de esto en la literatura, habrá que recordar, es el 62. Modelo para armar, de Julio Cortázar.

El marxista estudia en dicha conferencia diversos casos de estas nuevas formas estéticas que florece­rán en los años setenta y ochenta, pero nos sorpren­de al decirnos hacia dónde, realmente, todo esto nos ha conducido. Al final de este periplo, no nos encon­tramos con el arte exquisito, sofisticado, privativo, caro o frívolo que enlaza las últimas manifestaciones del arte con los desarrollos de la ciencia y la tecno­logía. Ese arte que para existir y ser comprendido, por ejemplo, implica sacar a un elemento, frecuente­mente a un animal, de su contexto natural, interve­nirlo, mostrarlo y, por si fuera poco, crear neodis­ciplinas humanísticas que estudian esos delitos sin riesgo, “delitos de bajo precio”, diría Adorno. No, el verdadero fin de toda esa experimentación está, entre otros lugares, en las artes convertidas en vi­deojuegos y en los viajes virtuales. “Ya no se trata, escribe Sánchez Vázquez, de la participación sólo mental, reivindicada por la Estética de la Recepción, ni tampoco de la intervención práctica, como conti­nuación de la ‘obra abierta’, teorizada por Umberto Eco, sino de la participación que se integra en ella, de tal manera que el receptor con su actividad se sien­te parte de la obra misma.” El secreto de esta partici­pación se encuentra, como es sabido, en una inver­sión tecnológica fundamental, lograr que el mundo

real sea el artificio virtual.Sánchez Vázquez da ejemplos muy pre­

cisos al referir los videojuegos pioneros: Quake, Blade Runner, Myst y Doom o el cono­cido viaje virtual The Legible City. Y sus con­clusiones son, a la par que antidogmáticas y críticas, muy sorprendentes. Estas nuevas artes, respecto a lo que él considera gran ar­te –Picasso, Stravinsky, Brancusi o Tamayo‒, son pobres, pues el “aspecto semántico, sig­nificativo o reflexivo queda arrinconado en la recepción ante esta preeminencia de la sensualidad en su nivel más elemental”. No obstante, lo que este arte digital no aporta en el “plano estético” sí lo hace en el “plano so­cial”, y esto sucede por “la posibilidad que abre al desarrollo de la capacidad creadora, en mayor o menor grado, de cada indivi­duo”; ahí “reside su valor humano” o la “al­ta función social que puede cumplir”. Sán­chez Vázquez no se engaña: “su función social se halla limitada en las condiciones capitalistas que lo hermanan con el arte de entretenimiento o de masas que difunden los medios masivos de comunicación” y, sin em­bargo, este es un arte que permite “exten­der la creatividad”. Es una forma estética más democrática que el arte de alta creativi­dad, hecho “para un público restringido por tratarse de obras difícilmente accesibles, o relativamente herméticas para un sector eli­tista de receptores. O sea, un arte de alto va­lor estético y bajo valor social” •

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Foto: dgcs.unam.mx

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urante décadas, el gobierno estaduni­dense prohibió los estudios médicos sobre los efectos del LSd. Sin embargo, para un investigador de larga data y de

primera línea, era demasiado tentadora la promesa de obtener revelaciones sorprendentes.

A las nueve y media de la mañana, un arquitecto y tres científicos veteranos ‒dos de Stanford y el otro de Hewlett-Packard‒ recibieron unos anteojos y unos audífonos, se sentaron en unos cómodos sillones y esperaron que hiciera efecto la dosis de LSd apro bada por el gobierno. Desde el otro lado de la habitación y con no pocas expectativas, el doctor James Fadiman giró los controles de un impecable sistema de sonido y liberó la Sinfonía núm. 6 en fa mayor, opus 68, de Beethoven. A continuación, se mantuvo atento para disipar cualquier preocupación o incomodidad.

Para este experimento en particular, cada volun­tario de los sillones llevaba consigo tres problemas muy técnicos de sus campos respectivos que no ha­bían logrado resolver al menos durante varios meses. Más o menos en dos horas, cuando el LSd estuviese activo por completo, se retirarían los anteojos y los audífonos, y se dedicarían a hallar alguna solución. Fadiman y su equipo supervisarían sus intentos e ideas, y con los resultados determinarían si una dosis relativamente baja de ácido ‒100 microgramos, para ser precisos‒ había aumentado su creatividad.

Era el verano de 1966. La mañana comenzó como tantas otras en la International Foundation for Ad­vanced Study (iFaS), organización de nombre suge­rente y financiamiento privado dedicada a la in­vestigación sobre drogas psicodélicas, ubicada, de modo aún más sugerente, en el segundo piso de una plaza comercial en Menlo Park, California. No obs­tante, esa mañana en particular no sería como las demás de los cinco años anteriores, durante los cua­les los investigadores de la iFaS administraron LSd de manera legal. Aunque Fadiman no recuerda la fecha exacta, ese fue el día, al menos para él, que la música dejó de sonar. O, tal vez con mayor preci­sión para todas las partes involucradas en este estu­dio de creatividad, fue el día anterior.

Más o menos a las diez de la mañana, un mensa­jero entregó una carta urgente a la recepcionista, quien a su vez la hizo llegar sin demora a Fadiman y

Tim Doody*

Ciencia, drogas ylos demás investigadores. Debían dejar de ad­ministrar LSd, por orden de la u.S. Food and Drug Administration (Fda), vigente de inme­diato. Docenas de otras instituciones priva­das y afiliadas a universidades recibieron cartas semejantes ese día.

Que a los centros de investigación se les per­mitiese explorar las fronteras posibles de la con­ciencia parece sorprendente para aquellos de nosotros que provenimos de una era en que la norma era una aplicación rigurosa de la pro­hibición psicodélica. No se distingue mucho de la última generación de los patios de juegos in­fantiles, en su mayoría erradicados durante la década de 1990, más altos y peligrosos que los laberintos de plástico suave de nuestros días. (Es interesante que ahora cada vez más psicólo­gos in fantiles defiendan aquellos patios de jue­gos, con el argumento de que presentaban a los chicos tanto emociones como profundas leccio­nes de vida que sencillamente no obtienen cerca del suelo.)

Cuando llegó la orden de la Fda, Fadiman contaba con veintisiete años de edad, el inves­tigador más joven de la iFaS. Era un ferviente discípulo del evangelio de la psicodelia desde 1961, cuando Richard Alpert (ahora Ram Dass), su antiguo profesor de Harvard, le dio psiloci­bina, la magia del hongo, en un café en París. Ese día se desprendió de su estrecho y egocéntrico pensamiento, como si de una capa de piel se tra­tara. La gente viviría con más armonía, pensaba, si accedía a esta conciencia cósmica. En ese mo­mento y lugar decidió que su vocación sería fa­cilitar ese acceso a los demás. Se mudó a Califor­nia (por supuesto) y se asoció con psiquiatras e investigadores para explorar si acaso, y cómo, la psicodelia en general ‒y el LSd en particular‒ mejo­raría de manera segura la psicoterapia, tratamientos para adicciones, empresas creativas y el crecimien­to espiritual. En la Universidad de Stanford inves­tigó este tema a cabalidad mediante una tesis, la cual, desde luego, la prohibición gubernamental acaba­ba de aniquilar.

¿No comprendían acaso lo que estaba en juego? Fadiman estaba devastado y más que un poco in­

dignado. Sin embargo, aunque deseara resistirse a la moratoria de la Fda con argumentos ideológicos, en la práctica era imposible hacerlo: cuatro personas que nunca antes habían probado el ácido estaban a punto de despegar.

‒Creo que abrimos esto mañana ‒anunció a sus colegas.

Así, una orquesta tras otra tejió melodías cada vez más visuales alrededor de los hombres en los sillo­nes. Después, poco antes del mediodía, como estaba previsto, emergieron de sus capullos y pusieron ma­nos a la obra.

CREATIVIDAD ASISTIDA

Durante el año anterior, los investigadores de la iFaS administraron dosis a un total de veintidós personas para el estudio de creatividad, entre quienes se en­contraban un matemático teórico, un ingeniero elec­trónico, un diseñador de muebles y un artista co­mercial. Al aceptar sólo a aquellos cuyo trabajo se relacionara con las ciencias duras (la ausencia total de mujeres participantes dice mucho acerca de las opciones de carrera del siglo pasado para ellas), pre­tendían examinar los efectos del LSd en el pensa­miento tanto visionario como analítico. Un grupo así ofrecía un beneficio adicional: todo lo que produje­ran durante el estudio estaría sujeto al escrutinio de juntas departamentales, juntas distritales, paneles de revisión, clientes corporativos, etcétera, lo que proporcionaría a sus resultados una medida de refe­rencia de la vida real e imparcial.

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Ilustración de PL/ tikkun.org

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93 de marzo de 2013 • Número 939 • Jornada Semanal

Ciencia, drogas y

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En entrevistas aplicadas poco des­pués de sus sesiones de creatividad mejorada mediante LSd , los volunta­rios del estudio, algunos de los mejo­res y más brillantes en sus áreas, habla­ban como neopaganos viajados en una reunión en el monte. Sus mentes, afir­maban, habían florecido y conectado con el universo; habían contemplado mode­los geométricos irregulares pero diá­fanos que brillaban hacia el infinito, habían sentido una rectitud ante las so­luciones manifestadas, e incluso visua­lizado fórmulas, conceptos y materias primas pertinentes.

Pero he aquí el argumento decisivo. Luego de que se tranquilizaron sus recep­tores neurales 5HT2A, sostuvieron lo dicho: sin ninguna duda, el LSd los ayudó a resol­ver sus complejos y en apariencia irresolu­bles problemas. Y el Sistema en general es­tuvo de acuerdo. Los veintiséis hombres generaron un montón de innovaciones muy bien recibidas poco después de sus experien­cias con LSd, como un teorema matemático para circuitos de compuerta lógica nor, un modelo conceptual de fotones, un aparato acelerador de electrones lineal dirigido por haces, un nuevo di­seño del micrófono vibratorio, una mejora técnica de la grabadora de cinta magnética, planos de una re­sidencia privada y una plaza comercial de artesa­nías y una sonda espacial experimental diseñada

para medir propiedades solares. Fadiman y sus co­legas publicaron estos asombrosos resultados y die­ron su tarea por terminada.

En una audiencia con un subcomité del Congreso ese año, el senador Robert F. Kennedy cuestionó a los reguladores de la Fda acerca de su prohibición de estudios sobre el LSd:

“¿Por qué, si valían la pena hace seis meses, no valían la pena ahora? ‒para él, la prohibición tam­bién era un asunto personal: su esposa, Ethel, se había sometido a terapia de LSd en Vancouver‒. Qui­zás en cierto grado perdimos de vista que ‒el sena­dor Kennedy se refería específicamente al LSd– pue­de ser muy, muy útil en nuestra sociedad si se administra de manera adecuada.

Su objeción nada logró para aliviar el pánico que se desató en los pasillos gubernamentales. El estado de California ilegalizó el LSd en el otoño de 1966, y siguieron en rápida sucesión muchos otros estados y luego el gobierno federal. En 1970, los agen­tes de la dea dieron a conocer una exhaustiva base de datos en la que clasificaban sustancias muy co­nocidas, en categorías o listas. Las drogas de la Lis­ta 1, en donde se anotaban el LSd y la psilocibina, tienen un “potencial significativo de abuso”, afir­maban, y “ningún valor médico reconocido”. Co­mo se consideraba que las drogas de la Lista 1 eran las más peligrosas de todas, se pensaba que quie­nes las consumían, elaboraban, adquirían, lleva­ban consigo o distribuían eran merecedores de las penas más graves.

Al declarar la guerra a la psicodelia y sus segui­dores, el gobierno estadunidense no sólo canceló

estudios prometedores, sino también orilló la discusión franca de estas sustancias a los már­genes contraculturales. Y esa sabiduría tan convencional aún sostiene que la psicodelia ofrece una de escasas posibilidades: un brote psicótico, una mirada a Dios o un viaje visual­mente asombroso pero sin sentido; pero de ninguna manera contribuiría a la obtención de un pensamiento práctico basado en resul­tados. (Para eso está el ritalín: sólo pregunte a cualquier estudiante de alguna universi­dad de renombre.)

Aún así, hay claves intrigantes que su­gieren que, pese al estigma y al riesgo de encarcelación, algunos de nuestros mejores innovadores no dejaron de alimentar sus mentes y la sociedad en su conjunto cose­chó los beneficios. Francis Crick confesó que estaba viajando la primera vez que imaginó la hélice doble. Steve Jobs consi­deró el LSd “una de las dos o tres cosas más importantes” que había experimen­tado. Y Bill Wilson afirmó que lo ayudó a facilitar avances significativos de una clase más conmovedora: décadas des­pués de ayudar a fundar Alcohólicos Anónimos (aa), probó el LSd y sostuvo

que le permitió alcanzar la misma conciencia espi­ritual que la que le posibilitó la sobriedad, y pro­puso ‒en vano‒ su consumo terapéutico a la junta de aa. Así las cosas, quizás en realidad la música nunca dejó de sonar. Quizá sea más preciso decir, en cambio, que la música sonó con un volumen mu­cho más bajo. Y quienes aún la oían debieron fingir que no escuchaban nada en absoluto.

Fsigue

“ “Al declarar la guerra a la psico-delia y sus seguidores, el go-bierno estadunidense no sólo canceló estudios prometedores, sino también orilló la discusión franca de estas sustancias a los márgenes contraculturales.

Alex Grey, Espejos sagrados

El cerebro escaneado en un viaje de LSD Imagen: acid-age.blogspot

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3 de marzo de 2013 • Número 939 • Jornada Semanalensayo 10

“UN DIÁLOGO FRESCO”

Cuarenta y cinco años después de administrar esas últimas dosis legales, James Fadiman se presentó al frente del oscuro recinto de la iglesia Judson Me­morial, refugio céntrico de Nueva York de movi­mientos artísticos, progresistas e incluso revolucio­narios. Muy arriba de él, en una ventana de vidrios de colores, una banda dorada envolvía enigmas del estilo de Escher alrededor de los cuatro evangelis­tas. Fadiman se veía mucho más mundano: anteojos, barba recortada, pelo corto, pantalones de vestir, tenis, como un señor bien portado en una conven­ción con credencial al cuello y su nombre escrito en una pegatina.

Ante él y a lo largo de los pasillos laterales de la iglesia se sentaron unas doscientas personas en si­llas plegables. Se acomodó el micrófono que llevaba en la cabeza, ordenó sus notas y bajó del podio. Se sentía afortunado de estar allí por muchas razones; comenzó, por ejemplo, por una cicatriz quirúrgica que llevaba desde hacía unos meses: un caso muy avanzado de periocarditis.

‒Algunos de ustedes, lo sé, han experimentado lo suficiente con sustancias para “morirse”. Pero estar en urgencias es otra cosa ‒bromeó‒. Y sin haber consumido nada.

Casi todos rieron con la ocurrencia y compren­dieron que comparaba, de manera muy desfavora­ble, su experiencia reciente con la forma en que, bajo la influencia de altas dosis de psicodelia, la per­sonalidad tiende a dispersarse cual polvo estelar. Sobra decir que Fadiman no se dirigía a un público común.

Era el primer orador del día en el quinto año de Horizons, foro anual que duraba un fin de semana, organizado para “procurar un diálogo fresco” sobre el papel de la psicodelia en “medicina, cultura, his­toria, espiritualidad y creatividad”. La concurrencia constaba de personas jóvenes y mayores, fachosos y trajeados, rastafaris y gente bien. Un autoprocla­mado profeta estaba sentado cerca de un especialis­ta en adicciones del Hospital Bellevue. Ambos esta­ban en favor de la psicodelia, si bien diferían en lo que calificaba como un consumo adecuado. Ese especialista en adicciones en la actualidad receta psilocibina a personas con cáncer recurrente y avan­zado en un estudio ‒¡sorpresa!‒ aprobado por el gobierno. Casi todos los participantes en ese estu­dio informan que una sola sesión psicodélica redu­jo de manera considerable su ansiedad respecto de la muerte, y la califican también como una de sus experiencias más espirituales.

En el escenario y en sus textos, Fadiman sostiene que, en un marcado contraste, la mayoría de los miembros de las sociedades postindustriales se per­cibe como engranajes casuales en la relojería del universo y, en consecuencia, manifiestan una alie­nación profunda y cada vez más peligrosa. La diso­ciación del yo es tan fundamental que las biorre­giones se subdividen en extensiones para viviendas; los recursos, en ganancias trimestrales; y a la gente, en privilegiados y el resto. Al menos para Fadiman, incluso la terapia occidental tradicional, que pre­tende realinear al individuo enfermo con su visión del mundo, debe terminar necesariamente en un callejón sin salida.

Marlene Dobkin de Rios, antropóloga médica, sostiene que hay una fuerte correlación entre el po­

der centralizado y la prohibición psicodélica, pues los líderes autoritarios siempre han asociado estas sustancias a las tendencias subversivas. De hecho, sea en la Europa del siglo xVii o en el Estados Unidos del xix, incluso cuando los partidarios de la Iglesia y el Estado cercaban tierras comunales y subyu­gaban a sus habitantes, se dirigían especialmente a quienes consideraban más resistentes al control ideológico: chamanes, brujos, magos, ocultistas y demás personas que preparasen, bebiesen y distri­buyesen sustancias psicodélicas, y creyesen estar en un discurso continuo con la tierra, las especies no humanas y los espíritus.

La !kung (se pronuncia con un chasquido de len­gua primero y después “kung”) es una de las socie­dades anarquistas con impulso psicodélico que so­brevivieron a estas purgas hasta bien entrada la época contemporánea. Pueblo nómada, armonizó con los ritmos austeros del desierto de Kalahari durante miles de años. Elizabeth Marshall Thomas, quien vivió con ellos durante la década de 1950, es­cribe que los !kung reconocían una dolencia lla mada “enfermedad estelar”, que doblegaba a los miembros de la comunidad con una fuerza no distinta a la gra­vedad y causaba una profunda desorientación. In­capaces de ubicarse en el cosmos de manera signi­ficativa, los afectados manifestaban celos, hostilidad y una marcada incapacidad de dar; los mismos sín­tomas que azotan a muchos occidentales, de acuerdo con Fadiman (y sin duda, con muchos más).

Para curar y prevenir la enfermedad estelar, los !kung efectuaban bailes en trance que duraban toda la noche, alrededor de una fogata y cuatro veces al mes en promedio, y solían intensificarlas con plan­tas psicoactivas, como dagga (mariguana) y gaise noru noru (más que mariguana). Mientras los baila­

rines cantaban, agitaban cascabeles y giraban, una fuerza hirviente llamada n/um se concentraba en su abdomen y en ocasiones fluía hacia afuera a tra­vés de la cabeza, lo que les permitía remontar el vuelo sobre terrenos fantásticos. Se decía que estas grandiosas panorámicas ofrecían la perspectiva ne­cesaria para realinear a los miembros de la comuni­dad tanto con las estrellas como entre sí.

Con seguridad, el modo de gobierno de los !kung reflejaba estos ajustes astrales periódicos. Hasta la década de los setenta, cuando los colonizadores de la época del apartheid alteraron de manera irrevo­cable la flora, fauna y flujos del Kalahari, los !kung se habían organizado mediante tomas de decisio­nes sin líderes y basadas en el consenso, junto con un humor subido de tono que se introducía incluso en los momentos más sagrados para disipar la ten­sión y calibrar el ansia de poder. Esta forma de com­partir el poder no se ve distinta de la que los mani­festantes de Ocupa Wall Street intentaron el año pasado en sus Asambleas Generales y Consejos Grupales. Quizá tanto los Ocupa como los !kung ha­yan descubierto algo primordial: cuando los inves­tigadores aíslan células cardíacas en una cáp sula de Petri, las células brincan a su propio ritmo idiosin­crático; pero si se las coloca juntas, se sincronizan en un ritmo colectivo.

La urgencia de conectarse con lo Divino es aún fuerte en todo el mundo, incluso Occidente, aunque los expertos médicos la cataloguen como patolo­gía, los burócratas monoteístas la castren y los lan­zadores de conjuros de la avenida Madison la ex­ploten. Desde luego, las plantas psicoactivas, los hongos y las sustancias sintéticas no son la única forma de saciar esta urgencia: los sufís giran, los músicos requintean y los físicos elaboran fórmu­las. Y en ocasiones la psicodelia queda de camino, de acuerdo con el erudito religioso Huston Smith.

Tras explorar la contracultura de finales de la década de los sesenta, advirtió que sin los cimien­tos de una práctica espiritual de largo plazo, el consu­mo de drogas psicodélicas equivale, en el mejor de los casos, a “una religión de experiencia religiosa”, una serie de asombros místicos descontextualiza­dos de la salud personal y comunitaria.

Sin embargo, es notable que lo que tal vez equi­valga a una mayoría de las sociedades humanas perciba las “plantas maestras” ‒como algunos cha­manes denominan a la flora que induce visiones‒ como una puerta legítima y de particular eficacia hacia el tejido y el significado de la realidad. Michael Pollan popularizó, con su libro de 2001 The Botany of Desire, lo que los etnobotánicos afirman desde hace tiempo: plantas y personas sostenemos una relación simbiótica desde hace milenios: seducen nuestro olfato, entrañas y cerebro; nosotros nutri­mos su tierra. Es un secreto a voces que el Amazonas no sólo alberga los ingredientes necesarios para la aya huasca, uno de los brebajes psicodélicos más fuertes y antiguos, sino que la selva misma no es tanto un área silvestre, sino un jardín de 10 mil años de antigüedad bajo cuidado indígena •

* Escritor y periodista neoyorquino. Textos suyos han aparecido, entre otras publicaciones, en Brevity, The

Rambler Magazine, The Brooklyn Rail, Topic Magazine y The Indypendent.

Traducción de ricardo MarTín rubio ruiz

“ “Sus mentes, afirmaban, habían florecido y conec-tado con el universo; habían contemplado modelos geométricos irregulares pero diá fanos que brillaban hacia el infinito.

Doctor James Fadiman Foto: bestofyoutoday.com