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Suplemento Cultural de La Jornada Sábado 15 de septiembre de 2012 Núm. 915 Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver GERMAINE GÓMEZ H ARO AGUSTÍN L ARA en blanco y negro HORACIO COPPOLA, un artista de la cámara Klimt ARREBATO Y CONTEMPLACIÓN

La Jornada Semanal

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Page 1: La Jornada Semanal

■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Sábado 15 de septiembre de 2012 ■ Núm. 915 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

Germaine Gómez Haro

aGustín Lara en blanco y negro • Horacio coppoLa, un artista de la cámara

Klimtarrebato y contemplación

Page 2: La Jornada Semanal

Hugo Gutiérrez Vega

Directora General: C a r m e n L i r a S a a d e , Director : H u g o g u t i é r r e z V e g a , Je fe de Redacción: L u i S t o Va r , Edic ión : FranCiSCo torreS CórdoVa, Corrección: aLeyda aguirre, Coordinador de arte y diseño: FranCiSCo garCía noriega, Diseño Original: marga Peña, Diseño: Juan gabrieL Puga, Iconografía: arturo Fuerte, Relaciones públicas: VeróniCa SiLVa; Tel. 5604 5520. Retoque Digital: aLeJandro PaVón, Publicidad: eVa VargaS y rubén HinoJoSa, 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. Correo electrónico: [email protected], Página web: www.jornada.unam.mx

La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauh témoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui­tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jor nada Semanal núm. 04­2003­081318015900­107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores.

La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.

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Comentarios y opiniones:

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Portada: Gustav Klimt, El beso (fragmento), 1907­1908

bazar de asombros 15 de septiembre de 2012 • Número 915 • Jornada Semanal

UNa aNGUStiaDa eSPeraNza

Tienen razón los muchachos del #YoSoy132 que or­ganizaron la marcha fúnebre para enterrar a la de­mocracia. La pobre difunta tenía ya muchos años de estar enferma. Además recibió golpes y toda clase de malos tratos propinados por los dueños del país y sus alicuijes del pri y del pan. Por supuesto que colaboraron en la tortura y el homicidio los seño­res del Trife, enriquecidos defensores de sus propios intereses y solícitos turiferarios de los miembros del aparato de coherencia interna del neoliberalismo nacional que se mantiene en el poder a fuerza de toda clase de tranzas, cochupos, compra de votos, ame­nazas, coacciones, encuestas amañadas y manipula­ción informativa de la que está a cargo ese nido de falacias, pillerías y gesticulaciones que es el duopo­lio televisivo que, junto a algunos medios escritos y radiofónicos, forma el aparato de control que Morin llama “industria de la conciencia”.

Algunos incautos pensamos que las elecciones de 2000 marcaban el fin del astuto autoritarismo del pri y el inicio de una nueva democracia. El torpe, igno­rante y perverso señor Fox y su cogobernante con­sorte se encargaron de matar esa ilusión y no intenta­ron desmantelar las estructuras priístas, sino que, por el contrario, se unieron a ellas, las imitaron y les compitieron en ma­teria de corrupción y de simulación. Los gobernadores del pri dominaron ese poder alternativo que es la Cona­go y las estructuras del viejo régimen siguieron vivitas, coleando y prepa­rando el regreso a Los Pinos. La ton­tería y la mala fe de la pareja gober­nante fueron determinantes en la enfermedad que empezó a debilitar a la falsa nueva democracia. La sinies­tra trampa panista de 2006, avalada por sus contlapaches del pri, fue el golpe de muerte a la malherida demo­cracia que, en algunos aspectos, si­guió boqueando y sobreviviendo entre estertores, hasta que el funesto

jueves 30 de agosto, como dicen los rancheros de Lagos de Moreno, “pasó a mejores”.

Siguen unos meses de gesticulación (debemos leer de nuevo el prólogo que escribió Usigli para su obra principal) y de saturación de propaganda a car­go de los tufirerarios del duopolio y de otros medios afines a las imposición. Insistirán en el rostro impe­cable de nuestro sistema electoral, en la sabiduría jurídica de los magistrados que calificaron el resul­tado ya anunciado por las encuestas amañadas y di­vulgadas por el duopolio y sus adláteres. Todo será, por lo tanto, un oprobioso festín de gesticulaciones.

En las manos de la sociedad civil rota y desasose­gada, del inteligente y valeroso #YoSoy132, de Mo­rena y su fundador e indiscutible líder, de las golpea­das organizaciones sindicales, del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, de los organismos no gubernamentales y del sigiloso y callado pero vivo zapatismo, está la posible respuesta a los gesticula­dores. En esos grupos sociales, defensores de lo hu­mano perdido, laten, con fuerza oculta, la angustiada esperanza y la voluntad de seguir luchando por la li­bertad y por la justicia social.

“Celebrado en sus días, olvida-

do e inclusive rechazado

después de su muerte, y resca-

tado años más tarde para ser

colocado en uno de los pedes-

tales más altos del arte del

siglo XX”: con estas palabras,

precisas y sucintas, define la

crítica de artes plásticas Ger-

maine Gómez Haro al pintor

austríaco Gustav Klimt, de

quien este año se cumple el

sesquicentenario de su naci-

miento. Gómez Haro propone,

como se ha hecho alrededor de

todo el mundo, “una fresca

lectura de su compleja y

exuberante pintura”, y a esa

tarea contribuye el ensayo de

su autoría que ofrecemos en

estas páginas. Completan el

número un artículo del puerto-

rriqueño Luis Rafael Sánchez

sobre Agustín Lara, un texto

del uruguayo Alejandro

Michelena sobre el extraordi-

nario fotógrafo argentino

Horacio Coppola, fallecido a

los 105 años de edad el pasado

mes de junio, así como un

poema del mexicano Jorge

Valdéz Díaz-Vélez.

Foto: Guillermo Molina

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creación3 bitácora bifronte

Jair Corté[email protected]

twitter: @jaircortes

Se cree, erróneamente, que la tradición poética en Mé-

xico está construida desde lo solemne, sin embargo

existen ejemplos contundentes de que el humor es un

elemento recurrente y de gran poder en la poesía mexi-

cana: Salvador Novo, Efraín Huerta, Re nato Leduc, Ga-

briel Zaid, Ricardo Yáñez y Ricardo Castillo son, entre

otros, autores que en algún momento de su obra han

utilizado el humor como recurso poético. Otra impre-

sión que se tiene de la poesía mexi cana es que sus

formatos no rebasan el libro. Para desmentir

lo anterior basta revisar la infinidad de bardas

que refrescaron el decir poético desde la dé-

cada de los sesenta. Siguiendo esta dinámica,

que ya desde la an tigüedad era utilizada para

difundir mensajes de diversa índole, encontra-

mos acción poética, un movimiento que con-

siste en pintar versos o frases en las bardas de

las ciudades con el fin de captar la mayor can-

tidad de lectores-transeúntes posibles. Ac-

ción poé tica es un movimiento iniciado en

Monterrey, Nuevo León, México, por un poe-

ta nacido en esa misma ciudad en 1969: Ar-

mando Alanís Pulido, quien desde 1996 co-

men zó a publicar poemas emparentados con la

antipoesía de Nicanor Parra o los poemínimos de Efraín

Huerta. Res pecto de acción poética, Alanís Pulido ex-

presa: “la idea es que la poesía sea parte del paisaje

urbano, así, después de dieciséis años y más de 6 mil

paredes que hablan, el proyecto se ha reproducido en

varias ciu dades del país y el extranjero”. Las “bardas

pintadas” por Alanís Pulido aparecen, incluso, en un

video musical del famoso grupo regiomontano Panda.

Desde su primeros versos hasta sus recientes li-

bros publicados (que en total suman dieciséis), Ala-

nís Pulido ha creado un modus operandi que busca

mezclar elementos cuya referencia es inmediata en

nuestro diario acontecer con aquellos temas cons-

tantes como el amor, la muerte, el tiempo, el narco-

tráfico o la televisión. Su poesía se alimenta de lo que

aparentemente sucede en la rutina, pero el poeta

imprime una carga de trascendencia que nos obliga

a cuestionar la idea de la fugacidad para dar

sitio a una reflexión profunda, a veces desde

la risa, como en el poema “Esto no es un poe-

ma de amor, es algo más serio”: “El amor no

tiene nada que ver con las canciones de José

José./ Mil perdones, príncipe.”

Lo que encontramos en los libros de Ala-

nís Pulido es también lo que se lee en las

bardas que él mismo pinta: una realidad que

creemos conocer, pero que a través de la

poesía se revela compleja y laberíntica y

que, en los medios expresivos de este autor,

se vuelve asequible y se fija en nuestra me-

moria •

arMaNDO aLaNÍS PULiDO Y aCCiÓN POÉtiCa

Mariposas

Dentro de jaulas había mariposas enormes que por diez dracmas les acariciabas las alas y durante una noche te quedaba en la palma de la mano la marca de su terciopelo, sus be­llos colores negro y amarillo y un embriaga­dor aroma a polen.

A quien más le gustaba esta distracción era a las mujeres. Venían de lejos sólo para tocar aquellas anchas y polícromas alas. Luego se escondían cerca de los huertos, se sentaban bajo los manzanos e ignorando las canciones y los llamados de los cocheros, besaban, be­saban con pasión la mano que había tocado a la mariposa.

Dos poemasEpaminondas j. Gonatás

El muertoa la memoria de Teófilo

Entro en la pequeña habitación. A la derecha, una larga y enorme cama de acero, con un colchón muy grueso que se hincha. Un hombre está sentado en la cima, con un edredón de algodón blanco. “Cuidado –me dice– con las patas delanteras de la cama, pues con el paso de los años el piso no ha dejado de elevarse y subir de este lado hacia el techo y ya no se apoyan en el suelo sino en la pared. Así mi cabeza ya casi llega a esa pequeña ventana sin postigos y siempre abierta frente a mí. En pocos años, cuando toda la cama y no sólo su parte delantera llegue a apoyarse en la pared (por el momento forma un ángulo), podré mirar hacia afue­ra sin tener que levantarme. También entonces como ahora estaré acostado en mi cama, pero parecerá que estoy de pie.”

“Está muy estrecho aquí adentro”, digo.“No tienes para nada razón. ¡Mira qué hermosa campiña!”, me responde y me

señala de nuevo la ventana.Voy a la ventana. Está muy alta. Para alcanzarla tengo que subir primero al

baúl. Subo y miro afuera. Apenas a medio metro de distancia sólo veo las paredes maltrechas de una serie de casas deprimentes que por ventanas tienen –como cajetillas de cerillos– unos microscópicos tragaluces con barandilla. Nada más. Frente a esta vista, siento ahora una mayor presión en el pecho.

Véase La Jornada Semanal núm. 756, 30/Viii/2009Versiones de Francisco Torres córdoVa

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i

a irrupción arrebatada de una banda sonora avisa que comienza el relato prometido en el título. La banda incluye boleros, por siempre vivos, en el pecho de cuantos nos reconocemos

sentimentales hasta el libertinaje. Digamos “Piensa en mí”. Digamos “Arráncame la vida”. Digamos “So­lamente una vez.”

En la banda sonora participa una selección arbi­traria de entre las cuatrocientas ocho canciones que, según el pleiteado rumor, compuso Agustín Lara, nombre de soslayo imposible en la historia de la música del siglo xx.

Si dicha música la ascienden a culta o descienden a popular, “no tiene la menor importancia”, cual sen­tenciaba Arturo de Córdova en cada nuevo peliculón que confirmaba su vena de regio actor melodramá­tico. Comoquiera, la música de Agustín Lara reca­la en la grandeza, sea por la melodía, sea por la letra, sea por el sabor que le agrega el giro cursi: un toque de cursilería supone al bolero lo que el limón a la cubalibre.

Mimado con guantes de seda por la caprichosa inspiración, a Lara lo rebautizan el Flaco de Oro tras el precoz acopio de gloria y fama y fortuna. La su­sodicha trinidad de atributos, más el simpático re­bautizo, le garantiza la consumación de pasiones eróticas de alto vuelo e inmensa resonancia mediá­tica: dado que María Félix encabeza la nómina, aña­dir otras conquistas supondría blasfemia. Por otro lado, conjeturo que la trinidad debió obligarlo a ma­tricularse en una Introducción a la calistenia genital, para mejor frecuentar las pasioncillas de escaso vue­lo y ninguna resonancia mediática; pasioncillas que lo llevaron a filosofar: “Cada noche un amor, distinto amanecer, diferente visión.”

No soy bolerólogo. Para serlo me falta la sensibi­lidad de los grandes poetas que descifran boleros: el mexicano José Emilio Pacheco, el colombiano Darío Jaramillo Agudelo, el puertorriqueño José Luis Vega. Además, carezco de la sapiencia de musicólogos ma­gistrales como el cubano Cristóbal Díaz Ayala, el puertorriqueño Irvin García, el colombiano Jaime Rico Salazar, el cubano Sigfredo Ariel. Tampoco soy historiador de las cuitas amorosas que hallan la fuer­za motriz en el bolero, por el estilo enjundioso de una Iris Zavala, un Óscar Collazos, un Carlos Monsiváis.

Soy, llana y sencillamente, bolerómano. Y lo soy por la herencia, el contagio y el vicio en que se me convirtió el cine mexicano.

¿La herencia? Mi madre cantaba boleros como con­trapunto redentor a las faenas domésticas. El cocinar y el fregar, el lavar y el planchar, el restregar la casa con cepillo y jabón Camisa Negra, eran faenas que enmarcaba su canturreo puntual de boleros idílicos.

¿El contagio? Juntamente, aprendí a tararear bo­leros y a gatear. Mi país reconocía como dioses tu­telares a Toña la Negra y Daniel Santos, María Lui­sa Landín y Pedro Vargas. Sobre todo a Bobby Capó, cantautor que refigura al varón como perro capaz de esconder los colmillos, si esconderlos conviene a su falsía. En “Qué falta tú me haces” el perro falsario transige: “Yo espero que tú vuelvas, no pongo con­dición.” En “Juguete” el perro falsario reniega del machismo antediluviano: “No me interesa tu histo­ria,/ ni el futuro incierto si contigo es./ Yo quiero ser un juguete/ si es de tu querer.”

¿El cine mexicano? Me envició cuando reinaba en la pantalla grande. El bolero sugirió infinidad de tra­mas a aquel cine nacional que, sin querer querien­do, narró los llantos y las risas de la América descal­za, la América amarga, la América en español.

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Por no ser bolerólogo, musicólogo o historiador de las cuitas amorosas, se me imposibilita jerarqui­zar las composiciones del Flaco de Oro, desde la con­trovertible perspectiva de la superioridad. ¿Supera el brío amatorio de “Mujer” el brío amatorio de “Pa­labras de mujer”? ¿Cómo demonios saber si enamo­ra más el veneno que fascina, oculto en la mirada, o las palabras sollozantes dichas por ella y escuchadas por él, muy quedo?

Igual respondería si se me pidiera jerarquizar las canciones de Rafael Hernández. ¿Quién osará afir­mar que el diseño del bolero “Desvelo de amor” supera el diseño del bolero “Ya no me quieras tan­to”? Hasta los oídos menos sensibles reparan en la exquisitez de ambos, a pesar de uno festejar el amor infinito y el otro renegar del amor incordio. “Des­velo de amor” recuenta un amor que se afinca en la piel del alma. “Ya no me quieras tanto” recuenta la mala vibra del amor hastioso.

Las comparaciones son funestas. Pero, cuando se comparan logros artísticos magistrales, más que en la odiosidad, se incurre en el despropósito. ¿Hamlet o Segismundo? ¿Madame Bovary o Ana Karenina? ¿María Félix en Enamorada o María Félix en La Cuca-racha? ¿El bolero “Santa”, de Agustín Lara, o el bole­ro “Pecadora”, de Agustín Lara?

iii

El relato anecdótico prometido en el título transcurre en el Gran Hotel Diligencias, ubicado en el centro de Veracruz, donde culminan las actividades relacio­nadas con la Cátedra Carlos Fuentes, que me man­tuvieron ajetreado el marzo último, en la compañía

lujosa del mismísimo Fuentes y de mis compatriotas Luce López Baralt y Arturo Echavarría.

Mientras deshago la maleta y desestrujo la ropa, dizque impermeable a los calores de un puerto tro­pical, descubro la fotografía de Agustín Lara, en ra­diantes blanco y negro, que abarrota una pared de la habitación número 121, donde me hospedo.

Supongo que el propietario del Gran Hotel Dili­gencias habrá mandado colgar fotografías seme­jantes por todas las habitaciones, en señal de grati­tud a quien compuso el himno alterno de la ciudad, triunfal desde el primer verso: “Noche tibia y callada de Veracruz...”

Supongo mal. La fotografía, sin firma, sólo enga­lana la habitación 121. Que se reservó, con carácter exclusivo, para cuando el Flaco de Oro visitara Ve­racruz. Me lo informa Guadalupe Corona, ama de llaves del hotel.

¡Oh diosa Casualidad! ¡Mueves tus hilos para que hospeden a un bolerómano, del montón, en la recá­mara que Agustín Lara ocupó mil y una veces! El hospedaje le regala al bolerómano la posibilidad de fantasear: ¿visitaba Veracruz en plan de juerga y car­navaleo, o en plan de dejarse seducir por inspiración?

El regalo de la diosa tiene ñapa: cuando remiro la fotografía enorme descubro que se tomó en la habi­tación 121. Reconozco los muebles. Reconozco deta­lles específicos de las ventanas. Reconozco la butaca donde estoy sentado, en paños menores, como la butaca donde está sentado Agustín Lara, vestido con flux elegantísimo.

La elegancia del flux se propaga hacia el chaleco, hacia la corbata, hacia la pose de dandy en sosiego. La pose reafirma una actitud típica del dandy: jamás

Luis rafael Sánchez

en blanco y negroagustínLara

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5 Jornada Semanal • Número 915 • 15 de septiembre de 2012

expresar duda alguna en la propia valía. Reafirma, además, la guapura maldita que rezuman las caras cortadas. Una guapura aumentada, paradójicamen­te, por la mueca, con su tris de ironía, que la cicatriz inflige a la boca.

¿Compuso o bosquejó el Flaco de Oro nuevas so­natinas pasionales en esta habitación? Como no soy poeta que descifra boleros, ni musicólogo magistral, ni historiador de cuitas amorosas, debo callar. Pero callar una respuesta no me impide liberar pregun­tas: ¿fue durante sus encierros en la habitación 121 cuando musitó aquello de “vibro con lo tenso”?

La tarde se deshace. Apresurado, me distancio de la fotografía y avanzo a duchar y guarecer en la ropa, dizque impermeable a los calores de un puerto tro­pical. Ocurre que, a primeros de la noche, voy de paseo y fiesta por los escenarios exteriores donde se filmaron La mujer del puerto y Danzón. Pues la memo­ria se disparó a proyectar secuencias de ambas, hoy películas de culto, en cuanto mencioné a Veracruz. El paseo y la fiesta aspiran a homenajear mi memoria. Asimismo, los rostros de Andrea Palma y María No­varro, carcomidos por la espera y la esperanza.

La irrupción arrebatada de una banda sonora avi­sa que termina el relato prometido en el título. La ban­da incluye boleros, por siempre vivos, en el pecho de cuantos nos reconocemos sentimentales hasta el libertinaje. Digamos “Señora Tentación”. Digamos “Por qué negar”. Digamos “Amor de mis amores”.

Post Scriptum. El tajo en la mejilla, asestado en 1927, no resultó de la sublevación de gángsteres contra charros, como alucinaría Juan Orol. Resultó del tem­peramento celoso de una jovenzuela de navajas to­mar. No obstante la mala intención, del tajo floreció una cicatriz legendaria.

Agustín Lara merece un epíteto afín con la cicatriz legendaria. Uno que suene a rezo pagano y siglo xxi, a substancia celestial infes­tada por substancias te­rrenales. Uno que evoque su gusto desesperado por la belleza y su jefa­tura eternal de las no­ches de ronda. Dicho lo dicho, ahora digo que el epíteto ideal sería el Divino Caricortado •

La estación de las lluviasjorge Valdés Díaz-Vélez

Bajo el agua más cálida y desnuda,

los últimos silencios, los murmullos,

fueron su territorio y el destino

de aquella vastedad se abrió en sus labios.

En los ojos del otro derramaron

el puro resplandor de su deseo,

su afán de abandonar la piel del alma

en sábanas de lluvia. Eran hermosos

los cuerpos en su entrega, eran tan líquidos

la inocencia, el temblor y las caricias

engarzados al canto de las lenguas,

que el mundo al despertar les hizo suyos

la tristeza, el amor donde emergieron

a imagen de la luz que los hería.

Era sólo el principio. En la mirada

conservan la humedad y entre las manos

el fuego de las noches que aún no han visto

bailar contra el diluvio, muy despacio.

Foto tomada del libro Agustín Lara:

canciones, de Pável Granados,

editado por Océano

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os ojos no recordaban una visita previa a la ciu­dad y la memoria conservaba no más que un re­cuerdo vago. Aconteció el milagro cuando se desen cadenó uno de esos resplandores que se ma­

nifiestan desusadamente: una ráfaga de luminosidad dorada que el cielo descargó de repente y se derra­maba abrazadora y suavemente sobre la multitud y todas las cosas, como un rayo de luz inmaculada.

¿Su duración?, no más que unos instantes: la lar­gueza de toda epifanía. ¿El sitio?, la Alameda central, diáfana entonces, cordial y diligente. ¿La época? Los álgidos sesenta, siete u ocho, la diferencia no hace mucho al caso.

El cielo suele ser una pantalla sobre la que se pro­yectan las profecías. Provinciano que accede a la gran metrópoli, contemplaba la belleza de la urbe galante, su magnificencia y sus hechizos, bien que el miedo atávico nos mantenía en guardia frente a invitaciones y acometidas.

Los signos citadinos eran confiables aún, un orden –elemental y todo‒ predominaba sobre los elementos. El smog era un riesgo insos­pechado a pesar de los presagios, y el cielo se recortaba azul, entretejido por nubes maravi­llosas. Las muchachas y los jóvenes transi­

taban confiados por las plazas, ataviados con épica prestancia. Ellas se arriesgaban a acortar la falda y ellos a alargar el cabello.

La lucha ancestral entre el caos y el orden se in­clinaba precariamente al equilibrio, peatón y con­ductor reconocían su territorio y se atenían al privi­legio propio. Ni por asomo la fantasía se imaginaba el terror del llamado ambulantaje y la vista alcanza­ba los extremos tendidos de los montes circundantes, que hoy ciegan los llamados dobles pisos.

Las calles y avenidas nunca fueron emporios de civilidad, pero aún no rebalsaban obstruyendo todo. Poseían, además, nombres cuya sonoridad y signifi­cación transmitían confianza al ánimo –todavía se­reno– del transeúnte, una seguridad que desconoce el mineral anonimato de los ejes viales. ¿Cómo equi­parar el encanto y la cadencia de la Avenida del Niño perdido o de San Juan de Letrán con el tosco pragma­tismo y sequedad de Eje Central? Con el nombre se iniciaba la gracia.

Los desvíos urbanos no hollaban aún la engañosa ruta del progreso y las caprichosas marchas ciudada­nas eran pesadillas del futuro. La convención de los semáforos era más que menos contenida y el guía ofi­cial y su silbato gozaban todavía de la sombra de la duda. Lejanos, ignorados se hallaban los esperpentos bautizados como distribuidores viales, en tanto que plazas y parques admitían gozosas a los enamorados.

Más podían entonces las buenas costumbres que las buenas leyes. Aún se transitaba sin temor y sin estorbos sobre el concreto humilde y pulido de la acera concertada. Su curso aún no era extraviado con

Leandro arellano

elegíacitadina

los ominosos puestos de comida callejera, como tam­poco se acuñaba el vocablo franelero ni se presagia­ba el pavor de los subterráneos amos de los espacios callejeros.

La memoria de entonces, entre tantos heroísmos y calamidades mantenía su equilibrio. La misma sen­sación que transmitía el ambiente: ni calor ni frío se ofuscaban.

Aves de paso que pasaron y ahora,poco a pocose mueren...,

se lamenta tu poeta. Acaso todo aquello era nomás el rescoldo oscuro

de la gran Tenochtitlán. ¿No permanece cálida la vie­ja sangre irrebatible? Los aires perdieron su pureza antigua y su olor remoto; tan sólo los antiguos guar­dianes de la ciudad continúan rumiando vigilantes, con su eterno fuego interior.

La nostalgia es un espacio inmenso en el que caben todos los suspiros del mundo. El tráfico metropoli­tano aún transita en la memoria, en una como cinta gozosa y muda, transportada en cámara lenta. En la atmósfera pululaba un hervor de luz y el firmamen­to sonreía. La vista del cielo libre se abría a ráfagas de rayos sonrosados que fluían por calles, plazas, parques y avenidas, contagiando el ánimo. El aire reposaba sereno, compartiendo el espacio con el verde arrodillado y el paisaje se disfrazaba con tonos de alegría silenciosa.

¿Cuándo capituló el sortilegio? ¿Cuándo y dón­de se extraviaron aquellos nobles propósitos? ¿Qué sentido tiene la galopante brutalidad de los he­chos? ¿Quiénes entre los dioses lo prescribieron con tal saña? •

L

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José María espinasa

traición, De

inse

nsib

ilida

d ymuerte

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l Sinaloa es la segunda novela de Guillermo Rubio, y el calificativo de “segunda” debe ir subrayado. La primera, Pasito tun tun, pu­blicada hace ya unos cinco años, es un libro

extraño, irrepetible y excepcional. Si hay una segun­da, esa novela ya no puede tener esos calificati­vos, pues lo excepcional no se normaliza a menos de dejar de serlo. Es como la violencia en el país, lo peor que puede pasar es que se nos vuelva cotidia­na. Para un lector desatento lo excepcional de la primera se pierde –se desaparece‒ en la normalidad de la segunda. Es justamente el mecanismo que si­gue la violencia en el proceso de insensibilización ante la muerte: un decapitado es aterrador, una do­cena, escenografía.

La narrativa de Rubio tiene, a diferencia de la aho­ra de moda novela del narco, derivada de la narrativa negra y con leyes muy semejantes en un contexto distinto, una finalidad moral: no aceptar esa sensi­bilidad sin sentimientos, anestesiada, para la cual, como dice José Alfredo, la vida no vale nada. Al con­trario, la vida vale un chorro de dólares, quiero decir, eso “vale” terminar con ella. El sicario, digno del gé­nero pulp fiction, que atravesaba vertiginosamente las páginas de Pasito tun tun, que construía su per­sonalidad en el delirio de la huida permanente de la muerte matando a los demás (ojo, a los demás, pues para el narco la noción del otro no existe, está de más), adquiere en El Sinaloa las características normales de un típico héroe romántico, lo que significa que quie­re vivir, aunque cada cierto tiempo se diga a sí mismo y nos lo diga a nosotros, en un nihilismo absoluto, “chingue su madre el mundo, ya qué”.

El Sinaloa, protagonista de la novela a la que da nombre, a diferencia del Yaqui, el sicario de Pasito tun tun, no es un artista de la muerte, sino un artesa­no; tiene oficio, sabe cómo hacerlo, lo planea; inclu­so, aunque después volveremos sobre esto, tiene va­lores. Para el Yaqui se trata de un vértigo, una razón de vida, un delirio; para el primero, de una profe­sión. Ese es su trabajo, mejor dicho, y ustedes entien­den la diferencia; esa es su chamba. No voy a repe­

tir a ustedes la historia del texto que terminó siendo Pasito tun tun. Doy por sentado que la conocen: lo que va del deseo de escribir por un hombre que no sabe hacerlo, que es, si nos ponemos rigurosos, un anal­fabeto escriturario, pero con un inmenso talento narrativo transmitido a través de una escritura –o lo que vagamente se cree que eso designa‒ en una caí­da libre en el abismo de la violencia. Eso fue Pasito tun tun, que toma su título de la conocida canción que el sicario canta como leitmotiv de sus asesinatos y posterior ritual.

Insisto: El Sinaloa es una segunda novela, y con eso quiero decir que es el segundo libro publicado de un escritor que ya ha dejado atrás esa condición anor­mal de su primer libro. ¿La ha dejado atrás? Yo creo que sí. Esta novela está mejor escrita, mejor armada, tiene un ritmo más construido, y se inserta, claro, en el contexto de la narconarrativa como género. Mien­tras que El Yaqui nos habla desde un mundo que es ya el de los muertos, aunque esté entre los vivos, El Sinaloa no, nos habla desde los vivos y no quiere mo­rir. Le encargan “un jale” que terminará por dejar un reguero de muertos.

A lo largo de las reflexiones epigramáticas que preceden cada capítulo se nos insiste mucho en que el tema de la novela es la traición. La función que en nuestro mundo cumple la lealtad, en ése lo cum­ple la traición. Se es leal hasta que se traiciona, lo que ocurre, en otra expresión muy mexicana, “en un mo­mentito”, que es la manera de llamar a la conversión de lo instantáneo en permanencia y que Octavio Paz señaló como tarea del poema.

“Un momentito” no es una expresión que designe algo mensurable, una duración concreta; es el tiempo sin duración, el tiempo de la traición. El hecho de que en ese tiempo sin transcurso el héroe romántico se mantenga tal cual es resulta bastante aleccionador. Cuando suena el teléfono y llaman al Sinaloa para hacer una chamba, la respuesta es: voy para allá. La disponibilidad ya no forma de ser sino, como diría el existencialismo, el ser en sí. Por eso no hay escapato­ria, de ese mundo no se escapa ni muerto.

Lo verdaderamente milagroso es que en esa zona fronteriza entre dos países, pero también entre la vi­da y la muerte, entre la cultura y la barbarie, lo que el novelista quiere rescatar es al personaje, un perso­naje sin valores que lo vuelvan tal. Por eso la acción, ese valor supremo esgrimido por la mayoría de los practicantes del género narconovela, es realidad in­significante; si dependiera de la acción su valor lite­rario, estas novelas serían muy aburridas, pues si algo las caracteriza es la falta de imaginación.

El Sinaloa es tan detestable como todos los perso­najes de la novela, y lo que ocurre es tan previsible como en una novela rosa. ¿Qué es entonces lo que nos lleva a seguir leyendo hasta el final sin soltar el libro? No, desde luego, la esperanza de que algo cambie, al fin y al cabo los vengadores son también muy previ­sibles, sino el vértigo que produce el acontecimiento insignificante de la muerte •

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“ “... no hay escapatoria,

de ese mundo no se

escapa ni muerto.

Foto: neotraba.com

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ay creadores cuyo arte sufre las incle­mencias y bondades del paso del tiem­po de manera más enrevesada que otros. El contexto y la circunstancia que a cada artista le toca vivir son factores deter­minantes del devenir de su obra, en al­

gunos casos inclusive más allá de la justa valoración de su trabajo. Gustav Klimt es un claro ejemplo del artista celebrado en sus días, olvidado e inclusi­ve rechazado después de su muerte, y rescatado años más tarde para ser colocado en uno de los pe­destales más altos del arte del siglo xx. Sus pinturas, confiscadas por los nazis por ser consideradas “ar­te degenerado”, después de la segunda guerra mundial recuperaron literalmente el esplendor áu­reo que su autor les imprimió, a tal punto que en 2006 el celebérrimo Retrato de Adèle Bloch-Bauer se convirtió en el cuadro más caro del mundo, adqui­rido en subasta por 135 millones de dólares por el magnate de la industria cosmética Ronald Lauder. A 150 años de su nacimiento, Gustav Klimt es feste­jado con diez magnas exposiciones en Viena y otras más en diferentes partes del mundo. Los estudio­sos del artista consideran la ocasión pertinente pa­ra revisitar su obra y proponer una fresca lectura de su compleja y exuberante pintura que –como en el caso de Frida Kahlo‒ ha sido víctima de una enaje­nación mercantilista desmesurada que banaliza el valor intrínseco de su trabajo, una de las creaciones más originales, honestas y estremecedoras del arte moderno universal.

Gustav Klimt nació el 14 de julio de 1862 en Baum­garten, un poblado cercano a Viena, entonces capital del imperio austro­húngaro que comenzaba a per­filarse como la gran metrópoli financiera y cultural en la que se convertiría hacia fines del siglo. Hijo de un modesto orfebre que luchó sin mucho éxito por sacar adelante a siete hijos, a Klimt –el segundo varón de la familia‒ le tocó crecer al margen de una sociedad hipócritamente conservadora y pretencio­sa en la que la burguesía financiera e industrial es­calaba los peldaños de la gloria a pasos agigantados, toda vez que el imperio más prominente de Europa Central se debilitaba lenta e irremediablemente sin querer percatarse de su inminente desplome. Para­dójicamente, surgía el fenómeno socio­cultural co­nocido como Viena 1900, del que surgieron algunas de las figuras artísticas, intelectuales y científi­cas más relevantes de la primera mitad del siglo pasado. Gustav Klimt es, sin duda, la estrella crea­tiva más brillante de esa constelación.

Germaine Gómez Haro

Klimtarrebato y contemplación

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“ “... una de las creaciones

más originales, honestas

y estremecedoras del

arte moderno universal.

Nuda Veritas, 1899

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eL SUrGiMieNtO De UN iCONO

Gustav y sus dos hermanos, Ernst y Georg, se ini­ciaron en el oficio de la orfebrería, al cual solo Georg dio seguimiento, mientras que Gustav y Ernst muy pronto manifestaron una inusual destreza para la pintura y el dibujo, lo cual los llevó a matricularse en la Escuela de Artes Decorativas. Junto con Franz Matsch, los hermanos Klimt fueron los discípulos más cercanos de Ferdinand Laufberger, pieza clave del movimiento de diseño decorativo que por esos años estaba en pleno apogeo en la renovación de la capital vienesa. Entusiasmado por el extraordinario trabajo en equipo que realizaban los tres jóvenes, Laufberger fue el motor que los lanzó a la realiza­ción de importantes obras por encargo que muy pronto los catapultaron a la fama: en 1879 trabajaron

en el proyecto para celebrar las bodas de plata de los emperadores Francisco José y Sissi; en 1880 de­coraron las pechinas y el plafón de la sala de reu­niones del Palacio Sturany en Viena y la escena prin­cipal del plafón del balneario de Karlsbad, en la República Checa. En 1883, tras finalizar sus estu­dios, los tres artistas rentaron un estudio y formaron la Compañía de Artistas, un taller que ofrecía la producción de pintura mural decorativa para es­pacios públicos. Dado el auge de la renovación ar­quitectónica por el que atravesaban numerosos edificios de la recién trazada Ringstrasse (la majes­tuosa calle circular que rodea la ciudad, donde el monarca hizo levantar los edificios más suntuosos) el trío de jóvenes artistas recibió múltiples encar­gos, entre ellos las pinturas para el nuevo teatro de Viena –el Burgtheater‒, por el que Gustav recibió en

Fsigue

Klimtarrebato y contemplación

Friso de Beethoven (fragmento), 1902

Judith II (Salomé),1909

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1888 de manos del emperador la Cruz de Oro al Mé­rito Artístico. Formó parte de la Kunstlerhaus (Casa de los Artistas), donde se reunían los creadores más destacados del momento, y ese mismo año rea­lizaron las pinturas para el Museo de Historia del Arte (Kunsthistorisches Museum), por las que les fue otorgado otro importante reconocimiento. Las obras de este período obedecían a la tradición aca­démica neoclásica promovida por el Estado, un es­tilo historicista que muy pronto comenzó a cansar al inquieto Gustav, cuyos demonios internos co­menzaban a aflorar.

En 1892 murieron su padre y su hermano Ernst, y en 1894 colaboró por última vez con Matsch en el proyecto más ambiciosos que les fuera comisionado y por el cual se desató una descomunal polémica: las famosas Pinturas de las Facultades, realizadas para el Aula Magna de la Universidad de Viena, en las que Klimt desarrolló los temas de La Filosofía, La Me dicina y La Jurisprudencia. En estos lienzos de grandes di­mensiones (430 x 300), Klimt se aventuró por prime­ra vez a romper de tajo con el lenguaje histo ricista, tanto en la forma como en el contenido, y dio rienda suelta a su imaginación inspirado en el movimiento simbolista que recién había descubierto, lo que pro­vocó el rechazo de los académicos que es peraban una representación didáctica acorde al positivismo deci­monónico. Al ser tachadas de “por nográficas” por la crítica, Klimt optó por retirarlas y renunciar al cargo. A partir de estas obras cargadas de veladas referen­cias ontológicas y símbolos crípticos, Klimt se desli­ga del sector oficial y se convierte, sin proponérselo, en el artista avant garde por excelencia del arte vienés, y una figura fundacional del arte moderno. Las pin­turas se conservaron más tar de en el Palacio Immen­dorf donde fueron destruidas por un incendio pro­

vocado por las tropas nazis durante la segunda guerra mundial.

La SeCeSiÓN VieNeSa Y La LUCHa POr La LibertaD DeL arte

1897 es una fecha crucial en el panorama cul­tural de la flamante capital austríaca, por esos años ya convertida en una urbe altamente so­fisticada y cosmopolita comparable a París, el epicentro artístico del fin de siècle. En los cafés y tertulias de salón en las que Klimt partici­paba, alternaban los escritores Karl Kraus, Ar­thur Schnitzler, Hermann Bahr, Hugo von Hof­mannsthal, Peter Altenberg; los pintores Carl Moll, Ferdinand Andri y Koloman Moser; los arquitectos responsables del nuevo urbanis­mo vienés Otto Wagner, Adolf Loos, Josef Hoff­mann y Josef Maria Olbrich; los músicos Gus­tav Mahler, Arnold Schönberg y Anton von Webern, y una figura clave cuya influencia fue crucial en el devenir de todos los creadores del momento: Sigmund Freud.

El 3 de abril de ese año se concretó el deseo acariciado por Klimt de independencia y li­bertad tras su ruptura con el sector oficial que, paradójicamente, lo había convertido en el “pintor de moda” de la época: la creación de la Secesión de Viena, una asociación de artistas rebeldes que pugnaban por un arte libre de ata­duras y convenciones, encabezada por Moser, Hoffmann y Olbrich, y de la cual Klimt fue su presidente fundador. El objetivo de la asocia­ción se sintetiza en palabras de Hermann Bahr, portavoz del grupo y miembro activo de la van­guardia literaria vienesa: “Queremos declarar

la guerra a la rutina estéril, al rígido bizantinismo, a todas las formas del mal gusto… Nuestra Secesión no es un enfrentamiento de los artistas modernos con los viejos, sino una lucha por la revaloración de los artistas frente a los buhoneros del arte que se las dan de artistas y que tienen interés comercial en evitar que el arte pueda florecer.” La Secesión vienesa com­partió afinidades con otros movimientos coetáneos en Europa, como el modernismo español, el art nou-veau en Francia y Bélgica, el modern style en los países anglosajones, el Jugendstil en Alemania y los Paí­ses Nórdicos, el liberty o floreale en Italia, y el nieuwe kunst en los Países Bajos. En 1898 tuvo lugar la i Ex­posición de la Secesión de Viena. El cartel que Klimt diseñó para la ocasión –una representación de Teseo y el Minotauro‒ levantó nuevamente los vientos de la controversia por ser considerado inmoral, situación que se repitió de tanto en tanto a lo largo de toda su carrera. Sin embargo, la muestra resultó todo un éxito, inclusive en el sector oficial que aprovechó la coyuntura para difundir una imagen oficial moderna y progresista que escondiera su verdadera realidad: una Viena fragmentada por conflictos territoriales, sociales, políticos y culturales. El año siguiente se inauguró su sede, un edificio paradigmático cons­

Palas Atenea, 1898

Judith con la cabeza de Holofernes, 1901

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truido por Olbrich que se convirtió en el templo del arte moderno vienés, sobre cuya puerta de entrada reza la siguiente frase que sintetiza la filosofía del grupo: “A cada tiempo su arte, y a cada arte, su li­bertad.” Se publica la revista Ver Sacrum (“Primave-ra do rada”), órgano de difusión de sus preceptos estéticos e intelectuales. La Viena imperial, con sus contradicciones y contrastes deviene, en el ocaso del siglo, una ciudad luz que brilla con la misma intensidad que París.

DeL eSCáNDaLO a La CONSaGraCiÓN

Inmerso en el frenesí creativo propiciado por los ai­res liberales de la secesión, Klimt realiza dos pinturas emblemáticas que son el detonante de un estilo que alcanzará el más alto grado de sofisticación en la re­presentación de la mujer: Palas Atenea (1898) y Nudas

Veritas (1899), en cuya sección superior se lee un verso de Schiller que el artista hace suyo co­mo leitmotiv de su postura estética: “No puedes agradar a todos/ con tu hacer y tu obra de ar­te;/ haz justicia sólo a unos pocos;/ gustar a muchos es malo.” Con esa premisa, Klimt en­tra de lleno a la modernidad y consolida su lenguaje estético contra viento y marea, según sus propias palabras: “Lo importante para mí no es a cuántos gusta, sino a quiénes.”

En 1905, tras su participación en numerosas exhibiciones en la Secesión que cosecharon grandes éxitos económicos y reconocimientos en el extranjero, Klimt decide separarse del grupo a consecuencia de un conflicto generado en torno al Friso de Beethoven, una de sus obras más ambiguas y provocadoras que suscitaron un nuevo escándalo. En el marco de una expo­sición en homenaje al gran compositor alemán, Klimt realiza tres pinturas murales de gran­des dimensiones en las que se centra en la lu­cha entre el bien y el mal, inspirado en el Himno a la alegría del cuarto movimiento de la Novena Sinfonía. Con este pretexto, el pintor inicia una reflexión sobre la esencia de la condición hu­mana, en la que aparece el erotismo, la sensua­lidad y la belleza ejemplificados por hermosas figuras femeninas, así como la contraparte del mal, la miseria y la muerte están presentes a través de figuras esperpénticas, cráneos y mu­jeres perversas, por lo que nuevamente fue ta­chado de demente y pervertido.

A partir de este suceso, Klimt se deslinda definitivamente de la opinión pública y en 1907 da comienzo su etapa de mayor carga sexual, conocida como “período dorado” por la profu­

sión del oro como motivo decorativo que envuelve sus composiciones altamente barrocas en un destello lumínico en contraste con la fuerza expresiva de los personajes, a veces envueltos por un halo trá­gico. El beso (1907­1908) es sin duda el cuadro icónico del pintor vienés que ha dado la vuelta al mundo plasmado en toda suerte de objetos comerciales para el consumo de los turistas ocio­sos. Es una obra de gran impacto visual que atra­pa por la ternura que provocan los dos cuerpos entrelazados en un abrazo simbiótico que se antoja casi místico, y la profusión decorativa de sus ropajes con base en formas geométricas y orgánicas de un colorido excepcional. La pin­tura despertó el entusiasmo general y fue ad­quirida de inmediato por la Galería Nacional de Austria, convirtiéndola en el ícono de la modernidad vienesa. Sin embargo, según mi percepción, no necesariamente se trata de su mejor obra, ni la más significativa. En forma pa­ralela a la delicadeza de El beso, Klimt crea su repertorio de mujeres estremecedoras y cauti­vadoras que obedecen al concepto de la femme fatale, tan en boga por esos años, con las que el artista expresa su capacidad de riesgo, tanto en las soluciones compositivas como en su signi­ficado intrínseco. Danae (1907­1908), presenta­da al lado de El beso en la muestra inaugural es, para quien esto escribe, una de las representa­ciones más osadas, eróticas y poderosas de la

historia del arte moderno, y encierra, en su simbo­lismo críptico, la fusión de convulsión y belleza que Klimt supo imprimir a sus representaciones femeni­nas como ningún otro artista. Muchas son las mujeres míticas y emblemáticas que pueblan el universo Kli­mt debatiéndose en la dicotomía de la mujer­objeto y la femme fatale, a un tiempo delicadas e impetuosas, fogosas y glaciales, tiernas y perversas, eróticas y ma­ternales. Judith, Salomé, Eva… Vírgenes, gorgonas, ondinas, esfinges, alternan en sus exuberantes lien­zos como un homenaje vehemente de un creador pasional y febril a las mujeres que fueron el epicentro de su creación y de su arrebatada vida sentimental –se dice que tuvo amantes por decenas, y que a su muerte aparecieron catorce hijos de distintas ma­dres, aunque su gran musa, Emilie Flöge, permane­ció a su lado hasta el fin de sus días. De manera pa­ralela a su pintura figurativa, Klimt despliega el paisaje, género poco conocido dentro de su obra, en el que se palpa la melancolía de su época y el ritmo y la sonoridad de la música de Mahler entonando la experiencia lírica de sus vivencias estivales.

En 1918, a los cuarenta y seis años de edad y en el clímax de su carrera, Gustav Klimt murió víctima de una apoplejía, dejando como legado una de las obras más fascinantes, enigmáticas, estremecedoras y pro­positivas. Con la distancia podemos ver con claridad que el artista, considerado hace unas décadas como “decorativista y superficial”, fue un visionario que supo adentrase en los claroscuros del alma humana y plasmar sus vericuetos ontológicos como pocos lo han conseguido. Su visión del universo coincide con Schopenhauer: el Mundo como Voluntad, como ener­gía en el ciclo infinito de nacimiento, amor y muerte. Haciendo suya la frase bíblica: “Mi reino no es de es te mundo”, Gustav Klimt rompe las barreras de la tra­dición y, rebasando los límites de la razón y de la belleza convencional, nos lega su arte revolucionario que aún hoy da mucho de que hablar •“ ““Lo importante para mí no es a

cuántos gusta, sino a quiénes.”

Las tres edades de la mujer (fragmento), 1905

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arte y pensamiento ........

Verónica Murguía

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Ilan Stavans

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Refranero melancólicoPara Paloma Bernal

Yo no sé si el lector se ha fijado, pero hay mucha gente que va por la vida diciendo que “no entiende a los mexicanos”. Y una de las carac-terísticas más evidentes de las personas que así manifiestan su desconcierto, es que son tan mexicanos como aquellos a los que no comprenden. Los primeros suelen ser parte de una minoría. Quizás no dejan basura en la calle y se enfurecen ante la propensión nacio-nal a tirar pañales usados en los arriates, o detestan la propaganda oficial, o les importó un bledo la boda de Eugenio Derbez. Son, digo, una minoría desorientada que mira al vecino con pasmo.

Si un francés, un gringo o un camerunés, por decir algo, confe-saran que no entienden a los mexicanos, sería, yo creo, normal. Hay particularidades francesas que me resultan insondables; gringas que me parecen aterradoras –la pasión por la guerra– y este es el momento en el que debo admitir que de Camerún sólo sé el nombre de tres jugadores de futbol: Roger Milla, François Oman Biyik y Samuel Eto’o. No entiendo nada de Camerún.

Estos días mi ignorancia se ha enriquecido: me he sumado al conjunto de compatriotas que no entiende a la generalidad de los mexicanos. Y, quién sabe por qué, me la paso repitiendo refranes que, según yo, describen la triste situación nacional.

No entiendo cómo Enrique Peña Nieto ganó las elecciones; me quedo de a nueve ante las ruinas polvorientas de lo que fue el ife (el que a dos amos sirve, con uno queda mal) y me da pena ajena ver cómo son aduladores los locutores de Televisa y tv Azteca, aunque sé que con dinero baila el perro.

Conjeturo que algo hay de esposa golpeada en el apático carác-ter nacional. Un dócil fatalismo, un rendirse ante la fuerza bruta, la mentira, el cinismo. Me pega porque me quiere, parecen afirmar

los resignados ante el desfile apabullante de dinero, tráfico de influencias y mentiras. El que no transa, no avanza , nos mur-muran al oído Mónica Arriola –la hija de Elba Esther Gordillo– y el niño verde, flamantes miembros del Senado, un Senado que sólo puedo describir como surrealis-ta. Sólo falta Incitato, el caballo de Calígula, que como recordará el lector, también fue senador.

Tal vez el pri sea para los que están conformes con este Sena-do, esta Presidencia, este ife, una suerte de padre abusivo, de esposo gol-peador pero predecible. Ya saben que es corrupto, que se ha enriquecido inexpli-cablemente, que es misógino, mentiro-so, represor. Lo prefieren a lo ignoto (o de plano al pan, esposo golpeador, bea-to e hipócr ita) . Más vale malo cono -cido que bueno por conocer , se dicen. Creen que la represión, la rapacidad, el descaro, son cosas que vienen con la edad, como las arrugas.

Además, hundidos como estamos en el caos, hostigados y atontados por la cantidad de propaganda que se escu-cha por todas partes, muchos no pue-den imaginar que la situación empeore. El voto por el pri, supongo, fue un hipo-tético regreso a un México pasado, an-terior a la guerra contra el narco. Pero así como no se puede viajar en el tiempo, tampoco se pueden borrar los defectos y vicios del partido que sembró las se-millas que, bajo la inepta tutela de Feli-pe Calderón, han dado los frutos sangui-narios que sacuden al país.

Más sabe el Diablo por viejo que por Diablo. Imaginan que la decrepitud del pri equivale a sabiduría. Pero ni el pri, tan peor de por sí, se salvó de acumular ras-

gos de decadencia después de doce años de panismo. Si antes Televisa era la servi-dora diligente del gobierno, desde Vicen-te Fox es al revés. El presidente en turno le debe todo a Televisa y a tv Azteca. Y per-dón, pero me cuesta trabajo comprender esta parodia, este chiste adocenado, este guión mal escrito.

Si antes a los presidentes les molesta-ba parecer ignorantes o tontos, después de los despliegues de estupidez protago-nizados por Vicente Fox, o los desplantes de obcecación y majadería de Felipe Cal-derón, que se note el cobre ya no importa. Si ya se trabó el alacrán, ¿qué le temes a la araña?

Aquí no me queda más remedio que aceptar que el refrán que afirma que no hay mal que por bien no venga me parece tan enigmático como el oráculo de Del-fos. ¿Qué bondad puede surgir de tanto descaro? Y poco consuelo encuentro en mal de muchos…

M e q u e d o co n q u e c u a n d o e l q u e manda pierde la vergüenza, los que obede-cen pierden el respeto. O quien gana dos y gasta tres, ladrón es.

Pero ya ni llorar es bueno. Y uno llora de todos modos •

Twittear

Finalmente, la semana pasada abrí mi propia cuenta de Twitter (@IlanStavans) y me sumé a más de 200 millones de usuarios que nos comunicamos –“impersonalmente y en persona”, para parafrasear a Cantinflas– a través de este servicio de microblogging. Micro por-que cada tweet (que, en español, significa pío-pío) tiene una exten-sión máxima de 140 caracteres. ¿Qué puede decirse en tan poco espacio? (Este párrafo, por ejemplo, tiene 463 caracteres sin con-tar espacios en blanco e incluyendo esta frase parentética. Equiva-le, pues, a más de tres tweets).

Según Wikipedia, cada día se escriben unos 65 millones de tweets. La mayor parte de los usuarios son adultos. Sólo el doce por ciento son jóvenes de entre doce y diecisiete años de edad. El país con mayor número de usuarios es Estados Unidos (107.7 millones), seguido de Brasil (33.3) y Japón (29.9). No muy lejos están México (10.5) y España (7.9). Muchos twitteros no usan Facebook, es decir, este es su medio de comunicación social prevalente.

Hay que distinguir entre twitteros y twitteratti. Estos últimos son individuos famosos (yo sigo a Paul Krugman y Steve Martin), cuyos tweets llegan a millones de usuarios.

Mis propios tweets son aforísticos. Al escribirlos, pienso en Am-brose Bierce, en su lexicón El diccionario del Diablo, publicado origi-nalmente, bajo el título The Cynic’s Word Book, en 1906. Porque para mí lo que vale la pena termina en un libro. Escribo mis tweets de manera declarativa, como si escribiera apotegmas, adagios o máximas, como si alguien me hubiese encomendado la tarea de compilar mi propio refranero.

En su mayoría, los efectos de Twitter son favorables. Pero los per-cances son obvios también. La nuestra, como se le vea, es una civi-lización neurótica. La normalidad está definida como un tránsito

constante entre lo que ocurre en nues-tro interior y ese río torrencial que es la real idad. Por tránsito, me ref iero al puente comunicativo. Vivir incomunica-do es ser anormal.

El arte de twittear, entonces, es el de permitirle a los demás un vistazo fugaz a nuestro flujo de conciencia. Introspec-ción y extroversión se confunden. La intimidad es sinfónica, por no decir ca-cofónica. De cierta forma, este ejercicio de microblogging nos convierte a todos en personajes de una novela de Virginia Woolf que se lee en voz alta, a gritos. To-dos estamos encerrados en una celda sin paredes, aislados en nuestra propia psicosis.

Hay otro efecto: Twitter nos fuerza a pensar de manera sucinta, lacónica, sen-tenciosa, como si de pronto todos fué-semos escritores de esas insípidas ga-lletitas de la suerte que regalan en los restaurantes chinos al final de la cena. Muchas veces los mensajes en esas ga-lletitas son incoherentes, igual que los tweets. Los escribimos sin pensarlos lo suficiente. La cultura del tweet es la cul-tura de la bobería.

Lo que más me entusiasma de Twit-ter es la libertad intelectual que repre-senta, la difusión contrainstitucional de las ideas políticas y su transgresión de las fronteras lingüísticas. Cada tweet lanzado al ciberespacio es parte de un proyecto democratizador. Hay, por su-puesto, gobiernos más o menos censo-res. Entre los más asiduos al silencio twittero son Irán, China y Corea del Nor-te. Por el contrario, en los países pro-Tweeter el valor de un tweet individual es igual o mayor a uno que proviene del Estado. La Primavera del mundo árabe (así como el caos en Siria) no habrían sido factibles sin el espíritu twittero.

Igual podría decirse de la campaña pre-sidencial de Barack Obama de 2008.

A nivel verbal, todo twittero termi-na escribiendo en un idioma híbrido. En español, la gente tiene poco interés en la sintaxis correcta. Tomamos presta-do un sinfín de términos. Nos referimos a un seguidor de tweets como un fo-llower, deletreamos la palabra tweet de maneras distintas (tweet, twit, twitt, tuit, trino, tutifruti, etcétera), el tema del mo-mento es un trend y un mensaje directo es un dm (direct message).

Me pregunto si un nigromante en algún sitio del planeta twittea con los muertos. Quizás esa es una de las dos únicas fronteras insorteables. La otra es la frontera de los sueños. Ayer inten-té sin éxito twittear mientras dormía. Al despertar, lo único que hallé fueron mis anteojos rotos •

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Luis TovarAlonso [email protected]@yahoo.com

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Jornada Semanal • Número 915 • 15 de septiembre de 2012

Entrevista con John Cage por un triple aniversario

La experiencia sonora que prefiero es la del silencio.John Cage

Gracias por platicar con nosotros en el centésimo aniversario de su nacimiento. Le prometemos brevedad. A veinte años de morir, una de sus piezas más emblemáticas sigue siendo “4’33’’”, ese famoso silencio de cuatro minutos con treinta y tres segundos dividido en tres movimientos (30, 2:23 y 1:40, respectivamente). Cuando se pre-sentó por primera vez en 1952 (también celebramos este sexagési-mo aniversario), algunos la tomaron por charlatanería y otros definieron su contenido como la mayor oda al silencio jamás compuesta. En nuestros días la discusión sigue: unos reafirman la importancia de una audiencia activa, atenta mientras se “eje-cuta”, al tiempo que otros aspiran al silencio absoluto e imposible que parece proponer entre líneas. ¿Qué puede decirnos sobre el silencio cuando la comunicación vive un raro “apogeo” y el flujo de información parece privilegiar la “banda ancha” sobre la reflexión?

John Cage:–De los intérpretes de “4’33’’” que presenció ¿a quiénes desta-

caría? Recordamos a David Tudor y William Marx, y a la pianista Mar-garet Leng Tan, también experta en esas obras para piano prepara-do en las que usted introducía múltiples objetos entre las cuerdas.

jc: –De seguir vivo, usted hubiera podido conocer una interpreta-

ción especial de la Orquesta Sinfónica de la b b c dir igida por Lawrence Foster. Muchos consideran que ese arreglo de “4’33’’es el mejor que se ha hecho, pues no es lo mismo escuchar el silencio de un pianista solitario que el de una dotación completa. ¿Qué opi-

nión le merece la posibilidad de un si-lencio orquestal?

jc:–¿Realmente era necesaria la pala-

bra “Tacet” en la partitura para que los músicos atendieran al silencio?

jc:–“4’33’’” no fue su primer experi-

mento en torno al silencio. Usted estu-vo interesado en esa materia desde mucho antes. Se sabe que mencionó la idea de esta pieza en clases y conferen-cias previas. Obras más tempranas ya jugaban con ese sólido vacío. Un año antes de escribirla, se metió a la cámara anecoica de Harvard, en donde tampo-co obtuvo el silencio absoluto pues es-cuchó su sistema nervioso y el recorri-do de la sangre. ¿En qué momento se creyó listo para componerla?

jc:–Hubo otras obras silenciosas an-

tes que la suya; sin embargo “4’33’’” aprovechó nuevos cont e x t o s y m e -dios, extendió el silencio lo suficiente como para hacer mella en la definición de música. ¿Cree que por ello fue in-comprendida en esa premiere de Woods-tock, hace seis décadas?

j c :–¿Es por el silencio que también ama

la pintura y la micología?jc:–Bob Goldberg, maestro de música

en una primaria de Brooklyn, compar-tió en internet que tras sensibilizar a los niños en el acto de escuchar a través de “4’33’’”, éstos se la solicitaron varias ve-ces más, e incluso le pidieron que agre-gara un minuto a la pieza original. Otra vez los niños a la vanguardia…

jc:–En 1962, para celebrar los primeros

diez años de “4’33’’”, usted compuso

“0’00’’”, en cuya partitura se leía: “en una situación con máxima amplificación, interprete una acción disciplinada”. De seguir vivo, ¿compondría una terce-ra parte?

jc:–Perdone la pregunta: ¿tiene acceso

a internet? jc: –Allí puede encontrar numerosos

arreglos de “4’33’’”, incluso uno hecho en death metal. Claro, ése dura menos de tres minutos, pues cambiaron su tempo.

jc: –Pero…jc: –Por cierto: ¿conoce usted al poeta

mexicano Xavier Villaurrutia? Él tiene un texto llamado “Nocturno en el que na-da se oye” que tal vez pudiera intere-sarle. Comienza así: “En medio de un silencio desierto como la calle antes del crimen…”

jc:–Si ve a Villaurrutia por favor salú-

delo de nuestra parte. ¿Nos ayudaría a entrevistarlo?

jc: –Es curioso: usted nació en 1912, en

1952 compuso “4’33’’” y murió en 1992. O sea que justo a la mitad de su vida se regaló una pausa, nos dio un “interme-dio”. Por ello estamos en un triple aniver-sario. Así las cosas, ¿cómo ha vivido estas dos últimas décadas de silencio?

jc: –¿Señor Cage?Nota del autor: Ofrecemos una dis-

culpa al lector por el inesperado aban-dono del señor Cage. Para conocer más sobre la celebración de su obra y des-cargar la aplicación de Piano Prepara-do para tabletas y celulares, v is ite : www.johncage.org •

A su manera

“Muy respetables damas, gentiles caballeros; asistencia toda: lo que estamos a punto de presenciar –aquí bajo la digna representación de la palabra escrita, vehículo humano inmejorable para la expre-sión del pensamiento– es una serie de consideraciones, de reflexio-nes en torno a un hecho cinematográfico, quehacer sublime por cuanto pertenece al arte, si bien quisieron la suerte y la historia que se le haya asignado el sitio postrer. Una película, pues, y en el espa-cio que nos ocupa, unas palabras en torno a ésta, las cuales no tienen más pretensión que la de contribuir, con los modestos ha-beres del entendimiento de quien las pergeña, al disfrute de una pieza del ya referido séptimo arte. Ruego que usted, respetabilísimo público, no las tome sino como prenda de honestidad de éste que le habla y que espera, desde el fondo del alma, que de alguna utili-dad le sean.”

Virtuoso del churro, inefable y contradictorio moralista de bol-sillo, esteta del estereotipo cinematográfico, el célebre gallego avecindado en México Juan Orol arrancó buena cantidad de su nu-merosa filmografía con oberturas de similar naturaleza retórica, muy posiblemente sin ser consciente de que sus prólogoadverten-cias se hacían eco de una antiquísima y ya para entonces perdida usanza teatral. De Orol se dijo, y sigue diciéndose, absolutamente todo: que era malísimo pero prolífico; que de cine no sabía nada de nada; que los guiones nacían en sus rodillas y a la mera hora terminaban ignorados y en algún basurero próximo al set... pero también se afirma, entre otras osadías comprobadas o todavía por comprobar, que fue él y nadie más el creador del alguna vez robus-tísimo subgénero de las rumberas; que lo suyo era surrealismo del más puro, si bien por completo involuntario; que los ingresos en taquilla generados por sus filmes representaron, en su mejor mo-

mento –es decir, el mejor de Orol en particular y el mejor del cine mexicano en gene-ral–, un porcentaje nada des-preciable de montos compa-rativamente jamás vueltos a alcanzar...

Inmisericordes, implaca-bles e impertérritos, los cole-gas de aquellos tiempos nun-ca dejaron de refocilarse en el definitivamente fácil destaza-miento de piezas cinemato-gráficas a las que les dolía to-do: producción, cinefotografía, lógica narrativa, más un luengo etcétera. Em-pero, como bien se sabe –y como de he-cho sigue sucediendo–, a un cineasta exitoso las críticas siempre le han hecho lo que el viento a Juárez. En el oroliano caso que aquí nos ocupa, dicho éxito se manifestó en una presencia cartelérica que tuvo de constante lo mismo que de consistente: siempre había una de Orol y siempre era mala. (Entre paréntesis, este arrimacomas disiente por comple-to de una frase cada vez más escuchada por ahí, según la cual “hay películas tan malas que son buenas”: facilismo retóri-co indemostrable, útil solamente para fingirse ingenioso y, de paso, negar lo innegable: que lo malo es malo y punto.)

Vistas en retrospectiva, vida y obra de Juan Orol son el epítome del patetis-mo tragicómico en el que, apenas se le analiza un poco a fondo, consiste la ma-yor parte del cine mexicano que confor-ma la muy traída y llevada –y fuera de términos monetarios, muy discutible– época de oro. Nadie como él para la ins-titucionalización de la improvisación, formalmente hablando; para la instau-ración de clichés que se querían para-digmas o modelos, ya fuesen colectivos

o de corte personal, en términos argu-mentales; para la incorporación inme-diatista de modas y tendencias, en cuan-to a efectos escénico-ambientales.

Añádase a todo lo anterior el hecho casi sublime de que Orol siempre de los siempres se tomó a sí mismo en serio, y lo que se obtiene es un espejo en el que ningún cineasta querría reconocerse pero en el que, entonces como ahora y con secreto e inconfeso terror, Masdeu-no seguro ha visto su propio y orolesco semblante. Eso sí, le queda la posibili-dad de que, dentro de algunas décadas, en ellos esté basado algún biopic reivin-dicante, si bien ya no estarán ahí para que nadie diga, hueramente, que “sus pelícu-las eran tan malas que eran buenas”.

Estos y otros temas fílmico-históri-cos recoge Sebastián del Amo, director y coguionista, en El fantástico mundo de Juan Orol (México, 2011), homenaje re-dondo y de magníficas hechuras volun-tariamente mal hechas, “a la Orol”, y las despliega con dos delicias entre mu-chas otras: el tono agridulce que le im-primió a esta historia de fronteras borra-das entre el dato real y la ficción, así como el soberbio desempeño de Roberto So-sa, inmejorable Orol redivivo •

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Rodolfo Alonso

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Felipe Garrido

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Rogelio Guedea

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arte y pensamiento .......

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15 de septiembre de 2012 • Número 915 • Jornada Semanal

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La luz de Mario Luzi

Si alguna vez intuí, como prueba de fuego con respecto a una gran poesía, precisamente su dificultad para ser tradu-cida a otra lengua, diferente de aquella en la que había lo-grado encarnar como ser vivo de lenguaje, soberbia y orgá-nicamente autónomo, la del límpido, entrañable italiano Mario Luzi (nacido nada menos que en Florencia, el mismo año en que se desencadenaba la primera guerra mundial, y fallecido allí mismo en 2005), resulta en forma explícita un paradigma, un testimonio viviente, una evidencia.

La sobria, voluptuosa musicalidad de estos versos per-fectos, no se agota sin embargo en sí misma. Sonido y sen-tido, esa carne viva de lenguaje, obviamente intransferible, con ser bellamente modulada, nunca deja de transferirnos, de contagiarnos al mismo tiempo la presencia de un yo y un mundo hondamente aprehendidos.

¿Por qué no animarnos todavía a seguir llamando clási-cos a estos modernos poemas, transidos y cantados, donde el oído atiende directamente al corazón de la belleza en el dominio de una humanísima experiencia humana, en la tensión efímera y eterna del tiempo y la memoria de nues-tra condición, ineludible, volátil e indeleble?

Toda traducción, entonces, toda palabra acaso, no deja-rán, nunca, de ser, para mí, y temblorosamente, al mismo tiempo que sincero homenaje e intención frustrada, digna y patéticamente, aproximativas.

MARFIL

Habla el ciprés equinoccial, oscuroy montuoso el macho cabrío exulta,dentro de rojas fuentes lavan lentaslas yeguas de los besos a sus crines.Desde las tenues selvas a ciudadesexcelsas inmensos chocan ríoslargamente, se mueven en un sueñoafectuosas velas hacia Olimpia.Correrán las intensas vías de Orienteoreadas muchachas y en mercados salobres mirarán el mundo alegres.¿Pero dónde alcanzaré yo a mi vidaahora que el tembloroso amor ha muerto?Al horizonte lo violaban rosas,vacilantes ciudades en el cielorociadas por jardines tormentosos, en el aire su voz era una rocainfecunda de flores y desierta.

DIANA, DESPERTAR

El viento libre luce entre los humosde la llanura, el monte ríe raroiluminándose, surgen relumbresdel agua, ¿hay mensaje más caro?

Hora es de levantarse, de vivirpuramente. Ya vuela en los espejosun sonreir, un temblor en los vidrios,vuelve un sonido a confundir los oídos.

Y tú acudes alegre y contradicesde inmediato a la muerte. Así cuandose abre una puerta desbordan feliceslos colores, la sombra va de vuelta

a disolverse. Nacen rientes imágenes,en la sangre se filtra, ciego vuelve,el espíritu del sol, nos llevan céfirosconsigo: a existir, a extinguirse en un día.

MARINA

Qué exhaustas aguas contra la frágil costa,qué oleada gris contra los postes. E islasmás allá y bancos donde un incierto afánse separa del día que nos deja.

Qué dispersas lluvias navegas, qué luces.¿Cuáles? ignora si no finge el pensar,si no recuerda niega: allá viví,consciente aquí del tiempo de otro modo.

Qué memoria heredamos, qué imágenes,qué edades no vividas, qué existenciasfuera de la alegría y del dolorluchan en la marea con los muelles

o en el mar que florece y se despide.Regresas tú, te acoges a esta orillay en el cielo que zarpa chirría un pino de pájaros que vuelven, corazón.

Versiones de Rodolfo Alonso

Paulita

Hacía un rato que había pasado los setenta, pero pocas cosas le

hacían tanta ilusión como platicar un rato con su esposo. Lo dis-

frutaba. Se sentía escuchada. Con él podía desahogar sus penas,

abrir su corazón, compartir sus alegrías, dar paz a su vida. Le agra-

daba llegar a su lado. Barría mientras le hablaba, ya sin rencores,

habiéndole perdonado todo, absolutamente todo: la pobreza en

que vivieron, sus infidelidades, su tomadera, los maltratos, lo

mucho que ella tuvo que hacer para sacar adelante a los ocho

hijos que engendraron. Porque, vaya que luchó. ¿No hasta a un

médico había formado? ¡Con lo cara que es esa carrera! Pero ella

vendió piñatas, raspados, rebanadas de sandía, jícamas con chi-

lito y limón, géneros... Qué no vendió Paulita. El sueldo de don

Jorgito no alcanzaba; porque era profesor, y porque era coqueto

y bebedor. Le gustaban los claveles, y ella se los llevaba. Los aco-

modaba antes de irse. Rojos como la sangre, como la pasión •

El mundo bocabajo

Tuve ganas de un café y me detuve en un Oxxo. Cogí un vaso, vacié el

contenido y luego cogí otro vaso con su tapa para compartirlo con mi

mujer. Metí el vaso lleno dentro del vaso vacío y fui a la caja. Puse mi car-

tera en ristre. La despachante fijó la vista en mi café y arrugó el entrecejo.

¿Agarró otro vaso?, preguntó molesta, como si en realidad hubiera des-

cubierto a un ladrón con las manos en la masa. Sí, dije. Tiene que pagar el

vaso, escupió. ¿Y cuánto es? Diecisiete pesos. ¿Y del café? Diecisiete pesos,

replicó. Ah caray. Como no me salían las cuentas, volví a preguntar: ¿el

puro vaso diecisiete y el vaso con café diecisiete? Sí, dijo la despachante.

Al verme desorbitado, agregó: en realidad lo que usted paga es el vaso,

no el café. Y yo: ¿cómo es eso? Y ella: el café no vale nada, lo que vale es

el plástico. Miré mi vaso de café, miré el otro vaso vacío, saqué de mi

cartera un billete de veinte pesos y pagué. La despachante me entregó

tres pesos de cambio y, con ellos, una gran lección: ahora vale todo lo

que nada vale •

Tres poemasMario Luzi

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Jorge [email protected]

....... arte y pensamiento

LA OTRA ESCENA

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Miguel Ángel Quemain

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Testimonio provisorio del apóstata frustrado (i de iii)

Ya he dicho antes que soy mexicano, nacido a mediados de la década de los sesenta y su parafernalia psicodélica, y tal vez sea esa la razón (o solamente una de las muchas razo-nes) por las que a lo largo de mi vida siempre he creído pa-decer una suerte de extranjería en mi tierra, como si no acabara de pertenecer de veras a esta sociedad que no es-toy muy seguro si me acoge o apenas me soporta. La para-noia, dice mi mujer que suele hacer exhibición de una sabi-duría ecuménica, no es más que el miedo del narcisista. No me gustan las rancheras; de hecho siempre he rechazado cualquier expresión artística o musical presuntamente muy mexicana: géneros que me parecen horribles –inclu-yendo el albur– y nunca me ha gustado el futbol, al que considero el verdadero opio del pueblo. Por éstas y algunas otras razones, y concediendo con algún atropello que los escritores somos gente de un ego acromegálico y por ende narcisistas en mayor o menor grado, es fácil colegir por qué, dados los ingredientes mencionados, mi sentido de perte-nencia social, histórica y nacional es minúsculo. Supongo que ese es caldo similar al cultivo del apátrida.

Pero ha sido siempre el religioso uno de los principales renglones de mi alienación. A pesar de haber nacido en el seno de una familia católica, a pesar de haber sido bautiza-do según el rito católico, a pesar de haber sido “confirmado”, y de haber hecho a los ocho años –un poco a la fuerza– la primera comunión, y a pesar hasta de haberme casado tam-bién con ceremonia católica (cosa harto sui generis, porque si no, se nos moría la abuela de mi mujer), no soy católico, ni guadalupano ni le impuse el credo a mi descendencia co-mo mis padres hicieron conmigo (y todavía, como se ve, les guardo algún rencor por ello). Sin embargo, fui un contra-dictorio monaguillo, porque recuerdo que las propinas

eran jugosas, aunque no siempre de origen lícito; simple-mente, antes de terminar la misa, mi hermano y yo nos co-brábamos por la libre para salir disparados a comprar sen-das paletas “percheronas” de coco y vainilla. No era un mal negocio, hasta que nos descubrieron.

A diferencia de la inmensa mayoría de las familias mexi-canas con las obvias excepciones de las comunidades judía o protestante, la mía vivía una especie de partenogénesis ideológica, aunque se trataba de una partición sin pleitos ni fisuras violentas, un cisma más bien terso, de sobreenten-dida aceptación, aunque no siempre amistosa ni abierta-mente tolerante, de otredades metafísicas; si bien la familia de mi madre y mi madre misma fueron rabiosamente cató-licos, la familia de mi padre, alguna vez judía (una de las le-yendas de familia reza que “Moch” viene del hebreo moshe), era una colección variopinta de credos, desde el judaísmo, la masonería o el agnosticismo, hasta el culto Hare Krishna o el ministerio bautista, pasando por un catolicismo casi siempre endeble y perdedor de todas las batallas contra esas otras religiones o cuando se ha estrellado con la impe-cable lógica ateológica.

Mi escepticismo lo alimentó mi abuelo paterno, que era masón. Cuando a los seis o siete llevas años escuchando en la escuela de curas y en reuniones de la familia materna –en casa de una tía abuela se hacían misas con permiso pa-pal; allí oficiaba el obispo las farragosas misas familiares de Navidad y Año Nuevo– que los masones son adoradores del Diablo, pero resulta que el queridísimo abuelo Andrés, ese señor que todo lo sabía, que había sido marinero en la se-gunda guerra mundial y tenía una colección inmensa de fascículos espléndidos de la revista National Geographic que se remontaban a las dos o tres primeras décadas del xx,

el mismo viejo que había sido alpinista y había conquis-tado el Popo, el Izta, el Pico de Orizaba, y además hablaba tres o cuatro idiomas y leía todos los días al amanecer lo mismo la Biblia católica que la Tora o el Corán, y con el que además compartía uno el congénito amor a los perros, digo, ése que roncaba como si tuviera un trombón en el gaznate y todo lo veía con sus luminosos ojos azules de águila, aunque se hiciera el desentendido cuando le escul-cábamos el armario para tocar sus navajas, botas, polainas y piolet, cuando oía esas sandeces inquisitoriales propias de catetos medievalistas armados con la antorcha y no con el compás, con el crucifijo y no con el telescopio, lo menos que podía pasar era que empezara a dudar de los curas, las mon-jas, la parentela rezandera, las vírgenes, los rosarios, los escapularios, los novenarios y finalmente de Dios mismo •

(Continuará.)

Chéjov, el misterio escénico

La excepcionalidad de Chéjov está localizada en varios puntos de su obra y de su manera de acercarse al teatro. En su biografía se encuentran pocas pistas sobre su originali-dad dramatúrgica, que le ocasionó muchos problemas en su época por esa excentricidad respecto a la tradición de su lengua y de los cánones del teatro clásico, porque escribía como nadie lo hacía. Pareciera que las ligeras desviaciones de lo ordinario se admiten como formas de lo original y se aplaude la buena nueva de un obra que se reconoce como inaugural pero sin cruzar los límites de lo ilegible.

Con Chéjov parecía que el acuerdo generalizado consis-tía en considerar muy extraña su dramaturgia, un poco fuera de lugar, es decir, del orden dramatúrgico imperante. Galina Tolmacheva, traductora de su Teatro completo (Adri-sana Hidalgo, 2010), comparte con sus lectores la profunda autodevaluación de Chéjov ante sus logros, pues conside-raba raras sus propias obras.

Su dolor consistía en no proponerse como un innovador sino como un artista sencillo, en pos de un aprendizaje tea-tral que no llegaba y que, en voz de sus más sinceros co-mentaristas, recibía zarandeadas y regaños por los errores que consistían en salirse de los rieles de lo conocido, de lo aplaudido, sin esa traza de novedad que tanto atemoriza a los contemporáneos, tanto críticos como creadores.

Chéjov podría ser contemporáneo de muchos de nues-tros creadores. David Olguín o Ignacio Escárcega han pro-bado recientemente su amistad con el dramaturgo, pero hay más veteranos, como Luis de Tavira, por ejemplo, que prueban episódicamente su amistad con el ruso no sólo en lo que tiene que ver con el arte de la palabra sino con la relación física, con la cercanía al teatro y la admiración que puede suscitar el proliferante mundo de sugerencias escé-nicas que puede aportar un director no dedicado a ilustrar sino a desentrañar el sentido de sus obras.

Otro eje extraordinario y enigmático, cargado de mito-logías en el orden de lo histórico, es su filiación a lo actoral. Algo de sonoro y físico se hace presente en la lectura en voz alta de sus personajes, y los más modestos pueden ser ex-plosivos y potentes. Basta ver el ejemplo de Afterplay. Sabe-mos de la enorme creatividad y energía de un actor como Rodolfo Arias, de una presencia capaz de eclipsar a quienes lo rodean. Sin embargo, hay algo en su personaje que per-mite el brillo radiante del conjunto de innegable calidad que no es una suma de individualidades, sino un fluir que permi-te a Mónica Dionne, Marcial Salinas y Martha Moreyra con-seguir una órbita propia que se llama el sistema Chéjov, como si se tratara de la réplica terrestre de un orden sideral.

No se puede negar la sabiduría de Escárcega, que se apropia de un éxito extranjero, anglosajón/irlandés y do-

mina un palimpsesto que, sin poner en primer plano a Ché-jov, lo hace evidente y lo dota de una presencia donde la experiencia dramatúrgica de Brian Friel permite colocar-se detrás de una composición tan clásica que no parece haber perdido la edad sino situarse en el presente, a pesar del vestuario de época y el amaneramiento de una puesta que bien podría vestirse con el ropaje de nuestros días y ocultar aún más el maridaje entre el escritor inglés que ama al clásico, a través de un imaginativo pastiche, y al escritor ruso que se hizo amar por un lector que tal vez imaginó en un futuro que sólo llegaría a conocer a través de intuiciones/imaginaciones. Vale la pena abundar sobre las relecturas de Friel.

No puedo olvidar la pasión de Margules, con su mirada incendiada por los murmullos del ruso, que lo llevó a ex-traer más de su memoria que de los textos trenzados en polaco a un Chéjov que materializaría a fines de los años setenta, en la lectura de un Tío Vania que seguramente montó como si se tratara de un talismán que lo insertaría para siempre, más allá de la muerte, en un teatro que lo recuerda y emula.

Todos los directores que montan Chéjov son a su modo un Vladimir Nemirovich-Danchenko, director artístico y literario del Teatro de Arte de Moscú, que regresa periódi-camente para reconocer la grandeza y el misterio de esa teatralidad que potencia a los actores aún cuando los arro-je en las peores incertidumbres sobre sus interpretaciones: como sucede en la estupenda anécdota que nos comparte Tolmacheva sobre la actriz que hacía Charlota en El Jardín de los cerezos y que le preguntó a Chéjov si se podía poner un lazo verde. Chéjov le contestó: “Sí se puede… pero no es necesario” •

Page 16: La Jornada Semanal

19 de agosto de 2012 • Número 911 • Jornada Semanal 16

C

Horacio Coppola, un artista

de la cámaraAlejandro Michelena

ensayo

uando en 1930 se publicó un libro titu-lado Evaristo Carriego, fueron dos las sorpresas que ocasionó su lectura: que su autor, el joven poeta vanguar-

dista Jorge Luis Borges, revalorara en ese ensayo –destinado a marcar un antes y un después en el estudio de la obra del poeta del suburbio‒ la melancólica figura de Carriego, un romántico tardío con tonos populares poco apreciado por el canon literario de aquellos momentos; pero también despertaron interés las fotos que ilustra-ban el volumen, verdaderos retratos de la vida de los barrios de Buenos Aires que en ese entonces iban cambiando de manera acelerada, debidas al ojo y a la cámara de otro joven casi desconocido llamado Horacio Coppola.

Tales fueron los comienzos del gran fotógrafo que dejó este mundo a los 105 años, el pasado 18 de junio, en la ciudad que lo vio nacer y a la cual recreó en diferentes etapas a través de sus tomas, logrando uno de los más impecables retratos foto-gráficos de una gran ciudad en el siglo pasado.

Que Borges lo convocara para ilustrar su libro no fue algo casual. A ambos los unía la ambición de búsqueda y cambio, y el amor por esa cosmo-polis compleja y variada en que vivían, muy lejos ya –en su explosivo crecimiento‒ de aquella “gran aldea” de finales del siglo xix. Antes y después, Coppola seguiría fotografiando esas calles suburbanas, esas esquinas, esos climas urbanos. Poco después la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo, le pide algunas fotos que se publican en los números 4 y 5, y que son editadas no como i l u s t r a c i ó n d e t e x t o s , s i n o re a l z á n d o l a s c o m o obras en sí mismas, algo inusual en aquella época y en Latinoamérica.

Cronista fotográfico de la gran ciudadPor la misma época, la Municipalidad de Buenos Aires lo contrata para hacer un retrato fotográfi-co de la ciudad. Trabaja en dos etapas –1931 y 1936‒, en dos formidables series que se publica-rán en un libro conmemorativo del cuarto cente-nario de la capital argentina. En la primera, Horacio Coppola va desarrollando su mira-da, apoyándose en los tópicos urbanos y proban-do nuevos recursos formales a través del ángulo y la iluminación, trabajando siempre con su moderna Leica de 35 mm. Para el artista todavía en formación, el paisaje ciudadano era una conti-nuación de la inmensidad de la pampa; por eso sus cielos más allá de los muros, su captar los hori-zontes lejanos en la fuga de las calles suburbanas.

Luego vendrá el periplo europeo y la conexión con la Bauhaus, instancias que le ayudarán a afinar sus recursos y a lograr su peculiarísima mirada. Y a su retorno realizará la segunda serie –la del año ’36‒ en la que abarcará a Buenos Aires desde todos sus ángulos: de los más célebres, como el Obelisco, la novedosa Diagonal Norte,

la Boca y el Riachuelo, a los empedrados anóni-mos y las esquinas de barrio; de los bares y cafés con sus parroquianos todavía luciendo sus “ranchos de paja” como sombreros de verano, al tránsito de tranvías, ómnibus y colectivos. En síntesis, todo el latir de la compleja urbe que por esas fechas llegaba a su apogeo, quedó fijado –trasmutado en arquetipo‒ a través del genial lente de Coppola.

El fotógrafo seguirá, de ahí en más, registran-do con verdadera pasión a Buenos Aires. Por ejemplo en la serie que dedicó a la intensa vida de la calle Corrientes con sus teatros, sus cafés y su vida nocturna. Pero también extenderá sus inquietudes hacia otros ámbitos: sus elocuentes fotos europeas, las intensas imágenes de las obras del escultor brasileño El Aleijadinho, sus imáge-nes de huacos en el altiplano andino.

Sin negar la variedad de sus temas e intereses, el paisaje urbano y específicamente Buenos Aires hacen que se le recuerde y valore como el gran cronista gráfico de la gran ciudad; algo más que un cronista: uno de los artistas que supo fi jar algunos de sus momentos más vitales y espléndidos.

Homenaje al maestroHace pocos años, un fotógrafo mucho más joven que se consideraba su discípulo, Facundo de Zubiría, le propuso a Coppola realizar un libro en conjunto, que incluyera una selección de aquellas fotos ya emblemáticas de la ciudad de los años treinta y cuarenta, con el complemento de otras del propio Zubiría captando los mismos escenarios en clave contemporánea. El volumen fue publicado en 2006 por Ediciones Lariviere, y entre sus méritos tiene el dar a conocer esa obra imprescindible entre nuevas generaciones que a lo más habían visto de él fotos aisladas.

Con la muerte de Horacio Coppola se va el últi-mo representante de generaciones brillantes de fotógrafos latinoamericanos, la que encabezan el mexicano Manuel Álvarez Bravo y el peruano Martín Chambí. En estos tiempos de foto digital y de sobresaturación icónica, la riqueza de mati-ces, la sutileza y la profundidad de propuestas como la de Coppola nos reconcilia con la digni-dad del arte fotográfico.

Vale la pena volver a observar y valorar con detenida atención su apasionante relato en clave fotográfica del Buenos Aires de los años treinta, para conocer realmente, en lo esencial, la gran ciudad, de la misma forma que comprendemos mejor aquel París del siglo xix a través de las novelas de Balzac. Pero también: tal cual sucede con las imágenes de otros maestros de la cáma-ra como Cartier-Bresson, acercarnos al verda-dero arte de la fotografía •

próximo número EL UNIVERSO PIAZZOLAEsther Andradi

El spanglish y la Real AcademiaChavela Vargas en la residencia de estudiantes [email protected]

In memoriamLamentamos profundamente

el deceso del maestro

Ernesto de la Peña(1927-2012)

amigo entrañable y colaborador de este suplemento.