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LA «MODIFICACION DE CONDUCTA, EN LA PRACTICA DE LA PSIQUIATRIA INFANTIL J. TORO TRALLERO La cienca de la conducta parte de un hecho fundamental, básico, mil veces demostrado: la respuesta es función del estímulo: Toda respuesta está controlada por un estímulo. Esta afirmación, mejor esta verificación -tantas veces malentendida, tantas veces caricaturizada- cimenta, no sólo la citada ciencia de la conducta, sino también su corolario, es decir las técnicas de modificación de conducta propiamente dichas. Reconocer gue la respuesta es función del estímulo es formular microscópicamente la realidad macroscópica fundamental: la conducta es función del ambiente. Precisando más, a partir de las posibilidades suministradas por su dotación genética, la conducta de todo individuo es fruto de la acción del medio. La influencia del medio sobre la conducta no es negada, claro está, por ninguna escuela psicológica. Sin embargo, la aceptación de su determinación concreta ya es harina de otro costal. En la práctica el ser humano hace notables esfuerzos para negar las relaciones de causa- efecto que se manifiestan en su conducta. Pese a la revolución antro- pológica iniciada por Darwin, seguida por Pavlov y extendida hasta la actualidad por toda una galería de científicos, el peso de la tradición cultural occidental -y no sólo occidental- se hace sentir con todas sus consecuencias. Cuando el hombre se ha hecho a sí mismo objeto de la ciencia, ha tendido a desvirtuar la metodología de la propia ciencia. Si la ciencia, por definición, es materialista y determinista, es decir si la naturaleza es materia y sus leyes son determinantes, el hombre, al estudiarse, al juzgarse, ha pretendido situarse por encima de la naturaleza y al margen de la materia. La práctica psiquiátrica basada en las aportaciones de la ciencia de la conducta parte, pues, del determinismo materialista propio de toda la ciencia. Y pretende desarrollarlo y aplicarlo hasta las últimas conse- cuencias.

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LA «MODIFICACION DE CONDUCTA, EN LA PRACTICA DE LA PSIQUIATRIA INFANTIL

J. TORO TRALLERO

La cienca de la conducta parte de un hecho fundamental, básico, mil veces demostrado: la respuesta es función del estímulo: Toda respuesta está controlada por un estímulo. Esta afirmación, mejor esta verificación -tantas veces malentendida, tantas veces caricaturizada­cimenta, no sólo la citada ciencia de la conducta, sino también su corolario, es decir las técnicas de modificación de conducta propiamente dichas.

Reconocer gue la respuesta es función del estímulo es formular microscópicamente la realidad macroscópica fundamental: la conducta es función del ambiente. Precisando más, a partir de las posibilidades suministradas por su dotación genética, la conducta de todo individuo es fruto de la acción del medio.

La influencia del medio sobre la conducta no es negada, claro está, por ninguna escuela psicológica. Sin embargo, la aceptación de su determinación concreta ya es harina de otro costal. En la práctica el ser humano hace notables esfuerzos para negar las relaciones de causa­efecto que se manifiestan en su conducta. Pese a la revolución antro­pológica iniciada por Darwin, seguida por Pavlov y extendida hasta la actualidad por toda una galería de científicos, el peso de la tradición cultural occidental -y no sólo occidental- se hace sentir con todas sus consecuencias. Cuando el hombre se ha hecho a sí mismo objeto de la ciencia, ha tendido a desvirtuar la metodología de la propia ciencia. Si la ciencia, por definición, es materialista y determinista, es decir si la naturaleza es materia y sus leyes son determinantes, el hombre, al estudiarse, al juzgarse, ha pretendido situarse por encima de la naturaleza y al margen de la materia.

La práctica psiquiátrica basada en las aportaciones de la ciencia de la conducta parte, pues, del determinismo materialista propio de toda la ciencia. Y pretende desarrollarlo y aplicarlo hasta las últimas conse­cuencias.

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Part iendo de la base de que la conducta -en principio, toda con­ducta- está causada por el medio y que esta relación organismo-me­dio sigue unas leyes concretas, la ciencia de la conducta no tiende a distinguir entre conducta normal y conducta patológica. Toda con­ducta existente ha sido condicionada, aprendida. La conducta llamada «anormal», «patológica», suele ser una mera desviación respecto de lo que es promedio en un grupo social determinado . La conducta «anor­mal» se aprende del mismo modo que la conducta <<normal». Hablar de conducta anormal es formular un juicio de valor en función de unas circunstancias culturales, sociohístóricas, incluso políticas deter­minadas. (Claro está, no me refiero aquí a las manifestaciones directas de las perturbaciones orgánicas claramente establecidas). Ello supone oponerse a lo que se ha dado en llamar el «modelo médico>> actuante en la psiquiatría tradicional.

H agamos breve historia. En · efecto, en los pueblos pwmuvos la conducta «anormal» era

considerada como algo al margen de todo control por parte del indivi­duo, fruto de la acción de fuerzas mágicas, telúricas, más o menos di­vinizables . Tales fuerzas actuaban sobre el individuo, dentro del indi­viduo. En nuestra cultura occidental , las cosas se complican, especial­mente po.r la concepción religiosa del hombre. El hombre actúa por su propia iniciativa. Sus actos no dependen del medio influyente, sino de su alma. Se trata de un principio actuante en su interior que determi­na su conducta. Es lo intrínsecamente humano. Estamos de lleno en el idealismo. Y, en un principio, antes de la aparición de la medicina científica, la conducta inaceptada socialmente, la conducta «anormal», implicaba la posesión demoníaca, el maligno actuando dentm del indi­viduo, poseyéndolo interiormente.

El p rogreso de la ciencia médica arrumbó en parte estas concep­ciones de lo patológico. La enfermedad no es una manifestación de fuerzas misteriosas, etéreas, sino una perturbación de los órganos in­ternos, provocada por causas naturales. La conducta «anormal» fue con­siderada como enfermedad, lo cual suponía un avance para el huma­nismo. Pero, como en toda enfermedad, se buscó siempre y en todo caso la organicidad subyacente a toda conducta anormal. Estamos en la fase organicista de la psiquiatría, la de la afectación cerebral, la constitucional, lo hereditario, lo endógeno, etc. Estamos, ahora, rozando o incurriendo en el mecanicismo.

Rompiendo, de algún modo con esta concepción, aparecen las lla­madas corrientes psicodinámicas. Se acepta por vez primera que una gran parte de la conducta «anormal» dee~nde de la experiencia previa del individuo, es decir de la influencia del ambiente . Pero, una vez más, después de vislumbrar el determinismo ambiental de la conducta, se vuelve a incurrir en los errores de siempre. El ambien te influ ye,

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ciertamente, pero en un momento dado lo que cuenta, lo que decide una conducta, es la acción de unos hipotéticos agentes internos, miste­riosos, inobservables, que luchan entre sí, que gozan de vida y recur­sos propios. Este es el «modelo médico». Lo observable son los «sínto­mas» de una especial situación «interna» . Como el síntoma ictericia depende del estado de la célula hepática o de las vías biliares, asf el «síntoma» constituido por una conducta «anormal» ha de depender del estado de los supuestos agentes internos, mentales, inmateriales . Así se llega a la paradoja de aceptar que una determinada conducta - lla­mada síntoma dada la tradición médica- es fruto de unas experien­cias determinadas, es decir, de una acción ambiental, al tiempo que se relega el ambiente, se desprecian las leyes que regulan su interacción con el organismo, y se centra la atención en unos supuestos intermedia­rios de sospechosa localización.

En última instancia, para quien se sitúa en la ciencia de la conducta existen escasas diferencias- diferencias de fondo, se entiende- entre afirmar que una conducta concreta está motivada por una divinidad, por una posesión demoníaca, por los impulsos reprimidos de ello, por una disfunción cerebral, por una predisposición constitucional, o por falta de voluntad. Oscilando entre el idealismo y el mecanicismo, nunca se aborda así directamente, abiertamente, científicamente, la relacíón entre ambiente y conducta.

Al afirmar que la conducta es función del estímulo, el científico de la conducta afirma que la conducta del hombre -la conducta del niño- es decir cada una de sus conductas concretas, depende esencial­mente de cada una de las conductas concretas contingentes producídas por quienes le rodean desde su nacimiento. Saltando etapas, esto sig­nifica que la conducta del niño depende de la conducta de su madre, su padre, sus maestros, sus condiscípulos, etc., conductas que a su vez estarán determinadas por las conductas de otros individuos. Este pro­ceso, en última instancia debe llevar a responsabilizar de la conducta individual a la cultura, la es tructura y la historia de una sociedad de­terminada.

Dicho todo esto ya pueden sacarse conclusiones que permitan deli­mitar qué es y qué no es la «modificación de conducta» aplicada a la práctica psiquiátrica infantil. .

Las técnicas de modificación de conducta pretenden alterar determi­nados comportamientos problemáticos de un niño, abordando la situa­ción total del niño y no el niño individualmente considerado. La modi­ficación de conducta implica actuar esencialmente sobre el ambiente. Son los padres, los maestros, los educadores quienes deben cambiar para que el niño cambie. Es la familia y la escuela la que debe cambiar para que el niño cambie. Es, pues la estructura y la dinámica de su sociedad la que debe cambiar para que el hombre cambie.

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Considerar la conducta problema en función del ambiente que la provoca o la controla significa, pues, plantear que es la situación social en que se desarrolla la conducta en cuestión lo que debe ser objeto de análisis y cambio. Pero ello no significa la culpabilización de la madre, del padre, o de quienquiera que sea, sino poner en primer plano el proceso de interacción o intercambio personal. Así pues, trabajar sobre el medio, y no directamente sobre el individuo, implica que la conducta de la madre, pongamos por caso también es en parte fruto de la conduc­ta del niño, de la misma conducta anómala que se pretende modificar .

Así pues, desde esta perspectiva no parecen procedentes muchas de las llamadas psicoterapias. Por un lado - ya se ha dicho- porque pretenden solucionar las conductas problemáticas actuando sobre el interior del individuo y no sobte el medio que las origina. En segundo lugar, porque, aún cuando se consigan modificaciones conductuales en el despacho del psicoterapeuta, la situación es suficientemente distinta de las que el niJ1o vive en su ambiente natural para que resulte difícil pronosticar la generalización a las situaciones cotidianas de los posi­bles cambios sobrevenidos. (Quede claro que no me refiero a ciertas técnicas en las que lo importante es el intercambio verbal entre el tera­peuta y el paciente, especialmente si el paciente es un adolescente.)

En este punto, en el que se pretende delimitar ciertas diferencias entre las técnicas de modificación de conducta y las corrientes psicodi­námicas, convendrá aclarar ciertos puntos objeto de permanente confu­sión para los navegantes sin brújula definida.

En primer lugar, debe quedar muy claro que el análisis de la con­ducta acepta y defiende la existencia de conductas «inconscientemente motivadas», utilizando la terminología al uso . Ciertamente, no acepta la existenecia de un supuesto espacio inespacial denominado inconsciente. Pero sí debe afirmar la existencia de conductas cuyas causas no son co­nocidas o discriminadas por el individuo. Concretamente, una gran par­te del reforzamiento social, interhumano, se produce sin ser discrimi­nado por el sujeto, de modo que percibe su propia conducta como inex­plicable o gratuita - al margen de su «voluntad»- por no haberle sido posible analizar o discriminar las relaciones de causa a efecto. Este hecho tiene suma importancia en el abordaje terapéutico de muchas conductas anómalas del niño, p. ej ., rituales obsesivos, anorexia nervio­sa, biperactividad, etc.

Asimismo parece oportuno decir algo acerca de la «sustitución de síntomas» una ele las críticas más frecuentes hechas a las técnicas de modificación de conducta desde una perspectiva psicodinámica. Crítica, ésta, a mi juicio, pésimamente respondida por los conductistas al uso que suelen limitarse a decir «no» y a presentar algunos datos estadís­ticos.

Es preciso caer en la cuenta que lo inaceptable es afirmar que una conducta anómala y dada -un «síntoma>>-, una vez modificada, ex-

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tinguida o paliada, deba volver a resurgir como tal o a través de otra conducta - o sín toma- sustituida si previamente no se solucionare el supuesto conflicto interior que la causara. Evidentemente no puede valorarse la impottancia de tal agente interior cuando la causa de la conducta se sitúa en la acción social del medio .

Ahora bien, esto no significa que la conducta anómala eliminada o corregida no pueda volver a producirse o aparezcan otras similares a aquella («Como sh> la sustituyeran) . Ello ocurrirá siempre que las cosas se hagan deficientemente o incompletamente, cosa frecuente entre noso­tros. En efecto, en el momento de una intervención trapéutica, dada la modificación específica del medio que ello supone, pueden producirse ciertos cambios deseados. Pero, si no se consigue modificar, de modo completo y definitivo, aquellos elementos del medio ambiente que con­t rolan o dan lugar a la conducta en cuestión, ésto u otras semejantes - generalización- pueden aparecer lógica e ineludiblemente. Y ello quede claro, es algo que sucede a menudo dada la insuficiencia de me­dios y conocimientos con que solemos actuar los que de algún modo nos dedicamos a estas cosas.

En otro orden de cosas, y cambiando de punto de mira, la práctica de la modificación de conducta supone una notable desconfianza hacia . la farmacología, por lo menos hacia una gran parte de la práctica psi­cofarmacológica corriente. Por un lado, la terapéutica farmacológica implica permanentemente la presunción de organicidad de la conducta que se pretende modificar. En la inmensa mayoría de los casos esto no ha sido demostrado nunca. Pero ciertamente suele resultar refor­zante -si no, no se haría con tanta frecuencia- ese acto médico de extender una receta en clara complicidad con la familia del niño, para quien es más llevadero considerar que el niño está «enfermo», y por consiguiente debe ser <<curado», que aceptar la propia y personal res­ponsabilidad en las conductas problema, modificando en consecuencia todo el sistema de relaciones interpersonales familiares. Y -conste­esto lo dice quien, como el que habla, desgraciadamente ha pasado gran parte de su historia profesional prescribiendo en demasía, modifi­cando escasamente, y solucionando probablemente poco.

Ciertamente es más cómodo prescribir un fármaco que modificar un ambiente, sabiendo que la tendencia a hacerlo puede haber sido prees­tablecida - es preciso recordarlo una vez más- por la publicidad de los laboratorios. Dicho sea de paso, esta publicidad está alcanzando unos extremos realmente intolerables. Ultimamente no sólo se mantienen las proclamas en favor de esas panaceas «para todo», desde los tics a la enuresis, desde la agresividad a la subnormalidad, sino que se llega a hablar de drogas correctoras del mal humor, la extroversi6n y la timidez (sic) .

Aqtú es preciso aclarar que nada tienen que ver estos comentarios con los estudios psicofisiológicos y psicofarmacol6gicos serios, fruto de

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un enfoque científico y experimental plenamente hermanado con la ciencia de la conducta . Sin embargo, es preciso recordar que la psico­fisiología y psicofarmacología infantiles propiamente dichas son toda­vía muy limitadas en sus aportaciones por una serie de circunstancias que no hacen al caso. Pero los estudios psicofisiológicos resultan im­prescindibles, a no ser que se pretenda caer en el reduccionismo am­biental, simplista e ingenuo, de las primeras épocas del conductismo. A mi modo de ver, ha sido éste un importante equívoco de la ciencia de la conducta.

Pero volvamos a las técnicas de modificación de conducta aplica­das a la práctica psiquiátrica infantil. Y sigamos con los equívocos que conviene aclarar. Para quien honradamente pretende abordar las cosas desde Ja plataforma de las ciencias de la conducta resulta muy triste, hondamente triste, ver con cuanta frecuencia, con cuanta alegría, se opina que la «modificación de conducta» es mera cuestión de premios y castigos, dicho esto en el sentido más peyorativo de dichos términos. Opiniones así se justifican plenamente dada la falta de información que tradicionalmente venimos padeciendo todos. Sin embargo, es pre­ciso notar que no pueden simplificarse de este modo unas técnicas ba­sadas en la denominada «contingencia de tres términos o factores», en la que, si bien los reforzadores de la conducta son esenciales, también lo son -y en muchos casos todavía más que aquéllos- los estímulos discriminativos. Pero de esa imprescindible labor de crear, modificar y programar estímulos discriminativos nadie habla.

Por otro lado, partiendo de ese tópico de «los premios y castigos», se ha llegado a criticar el uso del castigo incluso desde una perspectiva humanista. Es triste que las cosas ocurran así cuando precisamente las técnicas de modificación de conducta procuran conseguir sus objeti­vos evitando por todos los medios el castigo como instrumento, al tiempo que pretenden, como un primer objetivo, suprimir toda esti­mulación aversiva en el medio ambiente significativo del niño. Puede afirmarse que en el año 1975 éste es un principio básico, esencial, al que se ha llegado no por consideraciones humanitarias o filosóficas, sino por la verificación práctica de los efectos secundarios del castigo. En efecto, al no poder disociarse el castigo de la ansiedad que genera en el niño y ser ésta incompatible con muchas de las conductas que se preten­den instaurar, no hay más remedio que prohibir el castigo.

Dicho lo que antecede, convendrá hacer unas reflexiones de carácter más general, sociológico incluso.

Las técnicas de modificación de conducta, como tantas veces se ha insistido aquí, implican la actuación sobre el medio del niño problema. En los casos auténticamente importantes la asistencia psiquiátrica en cuestión precisa ineludiblemente de un trabajo institutcional y en equi­po. A pesar de que este enfoque pretende eliminar del terapeuta su

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papel misterioso y traumatúrgico, señalando la idoneidad de cualquier persona para actuar «terapéuticamente», y eludiendo la imagen de un clan preñado de saberes y poderes especiales, es imprescindible el equipo de trabajo y la institución asistencial. La observación del niño problema, la elaboración del programa, la recogida de informa­ción en el ambiente natural, el aconsejamiento familiar, la práctica te­rapéutica, el seguimiento, etc., implican una estructura asistencial real­mente compleja.

Junto a este hecho no podemos olvidar otro de radical importan­cia. Todos los estudios demográficos y epidemiológicos coinciden en señalar que todas las anomalías, deficiencias o trastornos que constitu­yen la llamada psicopatología infantil se distribuyen socialmente en proporción inversa al nivel socioeconómico del grupo de población de que se trate. Por consiguiente, cuanto más inferior, sodoeconómica­mente hablando, sea un grupo o clase, más y más graves serán las anomalías conductuales de su población infantil. Y, por lo menos entre nosotros, menores son sus posibilidades asistenciales .

Así pues, prescindiendo de otras posibles razones, que podríamos llamar ideológicas para entendernos, los hechos que acabo de citar pa­recen exigir radicalmente la socialización plena de la asistencia psiquiá­trica infantil. Solo así, además, podría contarse con la infraestructura docente e investigadora que actualmente brilla por su ausencia . Sin instituciones asistenciales, sin psiquiatría infantil en la universidad, sin investigación básica y aplicada, sin maestros y sin tradición, corremos el riesgo de ser permanentemente, como hasta la fecha, autodidactas, francotiradores, aficionados e ineficaces, como sin duda lo es el que les habló.