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LA MUJER CASADA Y LA DISPOSICION DE SUS BIENES CONFERENCIA PRONUNCIADA EN LA ACADEMIA M atritense del N otariado EL DÍA 3 DE JUNIO DE 1966 POR D. ANGEL MARTINEZ SARRION Notario de Barcelona

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LA MUJER CASADA Y LA DISPOSICION DE SUS BIENES

CONFERENCIA

PRONUNCIADA EN LA ACADEMIAM a t r i t e n s e d e l N o t a r ia d o EL DÍA 3 DE JUNIO DE 1 9 6 6

POR

D. ANGEL MARTINEZ SARRIONN otario de Barcelona

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J u s t i f i c a c i ó n .

Sólo unas breves palabras que contribuyan a explicar mi presencia en este acto. Por esta tribuna suelen ir desfilando a lo largo de los años una multiplicidad de conferenciantes, unos de ellos con méritos más que sobrados para llegar hasta aquí ; otros, y es mi caso, por razones de compañerismo y de amistad, por haberme tendido una mano para ayudarme a seguir labo­rando humildemente y como muestra de que en el Notariado a los que ponemos buena voluntad y deseo de cumplir, aunque poco positivo podamos brindar, no se les deja pasar por alto. Motivos más que suficientes para no hacerme atrás, porque, en definitiva, pienso que aquí no se trata de hacer pasar por bueno lo que tan sólo es regular, y que los deméritos que pueda haber en abundancia en la exposición de mi tema, que tampoco es mío, ya que me lo brindó amablemente mi admi­rado maestro don R a m ó n F a u s , se pueden compensar con lo mucho aquí expuesto de excelente y, en último término, con­tribuir a que pueda juzgarse mejor la grandeza y magnitud de los que me han precedido y de los que me seguirán. Por lo cual no temáis que olvide mi papel, trocado en esta ocasión, y que por una vez ocupe, para aprender, el lugar donde otros vinieron a enseñar, y que, como era normal en los autores de comedia, recabe vuestro perdón por los momentos de atención que os sustraiga, al par que solicite no hagáis recaer sobre es­tas pobres bambalinas la mirada de jueces, sino aquella de hombres y maestros benévolos que saben dispensar y suplir lo que el discípulo no llega a ver. Y sin más, entremos en el tema.

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I.— L a r e a l i d a d a m b i e n t e

Recién ingresado en el Notariado, una de las primeras ma­nifestaciones con cierta trascendencia jurídica que me deparó la realidad, fue la de autorizar una serie de escrituras de compra, en virtud de las cuales todos o la casi totalidad de los 16 vecinos del pueblo de Escalarre adquirían unos trozos de prado, que hasta el entonces habían llevado en una de esas variedades de arriendo de pastos. Era la primera vez que veía, fuera de los formularios, escrituras de capitulaciones m atri­moniales y en que las situaciones jurídicas de hereu y pubilla venían a romper los esquemas de hombre y mujer, para dotar­los de una especial relevancia. Pues bien, ya me habían adver­tido los pageses y recordaba haber aprendido en los temas que el cavaler que se casa con pubilla es magnum tristitiae signum, mas, como en todo aforismo, nunca había pensado que pudiere tener mayor valor que el didáctico, y respecto a los dichos, que siempre mediaría la distancia de lo vivo a lo contado. Todo fue bien hasta llegar a una casa conocida. En estas comarcas pirinaicas, las casas tienen más valor que los individuos que las integran, y es frecuente en ellos— en vez de emplear sus apellidos— referirse al nombre genérico de ella, a modo de título genealógico. Como decía, en los tratos preliminares— en el Pirineo no hay contrato sin trato— yo, con cierta ignorancia me dirigía al varón, hasta que una de las veces, la mujer, un poco molesta, me advirtió que era a ella a quien tenía que ha­blar, que era la pubilla, o la dueña, para que yo me enterase, y que la última palabra sería la suya. El marido, como podía, trataba de hacerse oír, unas veces en plan conciliador para de­terminar el precio, otras explicando la pobreza de la tierra, mas todo era como a hurtadillas y callando tan pronto como su mujer le lanzaba una mirada. La mujer seguía en sus trece, y el marido cedía, hasta que ya, autoritariamente, Isabel, que así se llamaba, le impetó: «O te callas, o te mando salir.» Y el pobre hombre rotundamente calló.

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Volvieron las aguas a su cauce y se llegó a la escritura. Y a la hora de la firma, la pubilla compradora, dándose cuenta de mi impericia, reparó en que me había olvidado de consig­nar entre los comparecientes a su marido para darle la licencia. «¿Es que mi marido no tiene que darme la licencia?», parece que aún recuerdo su tono festivo. Y yo, un poco molesto y algún tanto herido, le repliqué: «Esta escritura no lleva licen­cia. Sería un contrasentido, y cuando una ley va en contra de la naturaleza no se puede aplicar.» No sé si se convenció o no. Lo cierto es que, bajo el imperio de la licencia marital y del artículo 169 R. N. y del 94 R. H., el Registrador susti­tuto opinó igual, y esta escritura se inscribió sin licencia ma­rital y sin ese farolillo rojo que había que poner, según M a r ­t í n e z S a n t o n j a . Por camino contrario al de las corrientes fe­ministas, había llegado a la conclusión de que, por paradoja, no faltaba más ahora que aplicar la licencia marital, la que, por cierto, en los ejercicios prácticos de las oposiciones suele gastar malas bromas.

Mas, como no hay moneda sin reverso, procede, para en­cuadrar el tema, sacar ese caso que, siempre que se examina con detalle la jurisprudencia, se encuentra, y que no suele aso­mar en esa breve y mutilada relación de considerandos que una casa editorial se complace en presentarnos periódicamen­te, con merma y detrimento de la buena formación jurídica, sino en los supuestos de hecho, que son, precisamente, los que explican el porqué de la aplicación de la norma. Ello viene configurado en la sentencia del T. S. de 2 de diciembre de 1915, que el profesor D u a l d e ( Una revolución en la lógica del Derecho, pág. 59) califica como un caso de «gramaticalis- mo» de nuestro Alto Tribunal.

Los cónyuges suscribieron un documento privado ante los testigos don Eduardo Dato Iradier y don Luis Díaz Cobeña, en el que, después de manifestar que el matrimonio que habían contraído en 1904 era y había de ser declarado nulo, esta­blecían :

El marido, «la renuncia absoluta, expresa y terminante a cuantos derechos le concedieran las leyes en su calidad de tal para intervenir en el manejo y administración de los bienes de

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todas clases, que en la actualidad pertenecieran y pudieran co­rresponder en lo sucesivo a su mujer, cualquiera que fuese su origen y procedencia, comprometiéndose a no realizar acto alguno, y a no establecer reclamación de ninguna especie».

La mujer, «se apartaba de todo derecho que pudiera asis­tirle respecto de los bienes presentes y futuros de su marido y sus productos, comprometiéndose a no intentar reclamación alguna contra ellos por vía de alimentos».

Tal documento fue protocolizado por el Notario de Madrid don Fidel Martínez Alcayna en 1911, y en méritos a él, en noviembre de 1913 compareció la señora ante el Cónsul Ge­neral de España en Francia y confirió poder para pleitos a fa­vor de Procuradores. Con base también en el documento deseparación indicado, la señora convino un préstamo reinte­grable de 28.000 pesetas, por plazo de dos meses, sin interés, con garantía de los muebles que le pertenecían y de los in­muebles que en lo sucesivo pudieran corresponderle, especial­mente los provinientes de la testamentaría de su padre.

En el mismo año 1913, el Procurador de la esposa, hacien­do uso del poder conferido en París, formula ante el Juzgado de Primera Instancia del Distrito del Hospital de Madrid de­manda de mayor cuantía, pidiendo que, con arreglo a lo pre­ceptuado en la Ley de Usura, se declarara nulo el contrato de préstamo. El Juzgado, en providencia dictada al siguiente día, tuvo por parte a dicho Procurador.

Se opone el marido presentando un escrito al Juzgado en el que solicita se le tenga por parte, se entiendan con él lassucesivas diligencias y cese en autos la representación de lademandante.

El Juzgado dicta providencia acordando que, una vez se acreditase haber sido revocada a la esposa del compareciente la licencia marital, se accedería a lo pedido.

Interpone el marido recurso de reforma alegando que ha­bía decidido personarse en el procedimiento para cumplir el deber de protección a su mujer y pedía la nulidad del contrato por ella celebrado, como hecho por mujer casada sin licencia marital, pues el documento privado exhibido era ineficaz, como contrario a la ley, y no contenía autorización para contratar ni

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para comparecer en juicio, y siendo esto así, no podía revo­carse una licencia que jamás se concedió.

La mujer interesó fuese desestimado el recurso, ya que estaba separada hacía tiempo de su marido, y en el documento de separación amistosa se contiene la licencia, como asimismo lo reconoció el marido al ser demandado por una casa de al­quiler de coches por servicios prestados a la exponente, ha­biendo opuesto la licencia marital y siendo absuelto de la mis­ma y que mientras vivía el padre de la mujer y no había he­redado, su marido siempre se excusó con la licencia.

La Sala Segunda de la Audiencia de Madrid dicta auto revocatorio de la del Juzgado y estima no haber lugar a tener por parte al marido.

Interpuesto recurso de casación por el marido, por infrac­ción de los artículos 60, 63, 1.381 a 1.384 y 1.387 del Có­digo civil, el T. S. casa la sentencia, condenando a la mujer a perpetuo silencio, ordenando que se entiendan las diligen­cias con el marido y sentando la siguiente doctrina :

«Que el precepto del artículo 60 del Código civil es de orden público, en el concepto de que el marido, general e irrevocablemente, no puede renunciar a la representación legal de la mujer respecto de su representación en juicio en determinada clase de bienes, pues sería depresivo a la autoridad que le corresponde en la familia, por lo que la ley, previsora, expresa que únicamente puede dar la licen­cia, esencialmente revocable, siendo uno de los modos de revocación del poder la comparecencia por sí mismo y como representante legal de aquélla.»

La posición mantenida por nuestro Alto Tribunal, apuran­do un principio hasta sus últimas consecuencias, nos produce tanta perplejidad como la que debieron experimentar la espo­sa y sus abogados. No juega para nada la matización de los supuestos de hecho, esos detalles que son los que separan a un caso de otro, agotando la lógica jurídica del artículo 60 del Código civil. Téngase en cuenta que aún no había hecho su en­trada el poder irrevocable basado en una cláusula contractual, al menos durante el plazo de vigencia del contrato, y que, en

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materias de propiedad y de familia, por poco familiarizado que se esté con sus fallos, se aprecia la formación de las dis­tintas generaciones, más al uso de los tiempos en los Juzgados de instancia, un tanto oscilantes en las Audiencias, y plena­mente conservaduristas, con marcado respeto a los principios tradicionales en el alto organismo judicial.

Ciertamente que una abeja no hace colmena, o, como dicen en Cataluña, adaptando el aforismo clásico, que una oveja no forma rebaño, mas a la hora de juzgar, en el momento de pon­derar los intereses individuales, lo único que preocupa y ocupa lugar es precisamente la solución concreta. Como recordaba PuiG B r u t a u , el que acude a un Tribunal el único tratado de justicia que le importa es el que dicta el Juez.

Mas, como todo en la vida tiene su espera y su esperanza, como ha estudiado L a Ín , no se hizo esperar mucho la aplica­ción de estos descarnados principios. La mujer casada devol­vió la fineza poco tiempo después a su marido, dándole lugar para que, en su soberana función de representante, en la no menos digna de protector, tuviera que rascarse los bolsillos. Poco menos de dos años después de la primera sentencia en el Juzgado de Chamberí, la entidad inglesa «Louisse and Com­pany Limited» reclama al representante de la mujer 7.255 fran­cos por compras efectuadas por ella en la «Maison Lewis de Biarritz», girándole una letra al Hotel Carlton de París, que fue aceptada por la esposa, para abonarla con cargo a la he­rencia de su padre, mas que, cambiando de idea, dejó protes­tar, si bien, para manifestar sus buenas intenciones, solicitó que podía acumularse también el importe de las compras hechas por su hermana, ya que, según creía recordar, había prometido regalárselas.

Y hete aquí a nuestro buen conde, que lo era, además de marido y legal representante, dispuesto a volver a esgrimir las armas y sin rubor alguno, afirmando que «a mediados del año siguiente a su matrimonio se había separado de su espo­sa, viviendo cada uno, desde entonces, en distinto domicilio, sin haber vuelto a comunicarse ni a tener la más mínima rela­ción de trato, y que, por supuesto, por ello no pudo darle licen­cia, consentimiento y autorización para hacer las compras, por

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lo que eran nulas, y que aunque desconocía la clase y lujo de los atavíos con que se adornaba y vestía, le constaba, por el tiempo que vivieron juntos, y era, además, público y notorio, que acostumbraba a vestir con gran modestia y sencillez, sin que jamás le hubiera visto usar sombreros de 500 pesetas ni manguitos ni estolas de 3.100 pesetas», y haciendo uso de ese literalismo que tan buenos resultados le había producido, vuelve a entrar a estudiar, a la luz de la Academia, el artícu­lo 62 del C. c., que en su Diccionario equipara «consumo» a «gasto» y «ordinario» a «diario», quedando fuera los vestidos de lujo.

Pese a todo, con expresa condena en costas al marido por apreciar temeridad, entiende el T. S. que «los efectos adqui­ridos en distintas veces y ocasiones, por sus condiciones, cla­ses, precio y circunstancias, se armonizan perfectamente y son los normales y proporcionados al rango social, fortuna, cos­tumbres y modo habitual de vivir de la compradora».

Es un final en consonancia con lo que suele producirse en los órdenes todos de la vida, a los que no puede sustraerse el Derecho, y es que, como dice el argot popular, «no la hagas, y no la temas».

La originalidad de los argumentos empleados, y, si se quie­re, la misma doctrina sentada, pueden hallar justificación en lo insólito que eran estos supuestos, que, si bien es de suponer fundadamente que existiesen, no solían transparentarse, cuan­to menos llegar a formularse ante los Tribunales. Jugaba toda­vía mucho el respeto a los hijos, la consideración social, el temor al qué dirán, y la falta de ese anonimato que origina la concentración de la gran urbe, para obligar a los que, por razones de la índole que fuesen, conservar unidos los lazos de vida común, externamente, aunque estuviesen rotos. Era un sacrificio que recaía sobre el inocente, sobre el lesionado, y que el cristianismo suministraba lenitivos para el dolor y de­jaba abiertas siempre las puertas para una reconciliación más o menos lejana. Pero cuando las dolencias se recrudecen, se agudizan y ganan terreno, ya no llega uno a saber si lo patoló­gico está en la salud o en la enfermedad, y así, en pocos años, de hondos procesos de transformación, pudo llegar a constatar

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R a m ó n F a u s , en esta misma Academia, la normalidad de las «separaciones de hecho» y la necesidad de proveer en sus efectos, cosa inconcebible unos años antes, en que nuestro T. S., en 19 de diciembre de 1932, había afirmado rotundamente y sin rodeos que «la separación es opuesta al deber que el a r­tículo 56 del Código civil impone a los cónyuges», por lo que, ante una jurisprudencia tan tajante, a la hora de determinar su naturaleza jurídica, recordaba F a u s para estos estados la de «ser meros pactos de honor, basados no en las medidas coercitivas del poder público, sino en el valor de la palabra empeñada», aduciendo que si bien respecto a ellos el Notario no debe prestar su ministerio para ser elevados a escritura pú­blica, a la vista de los artículos 211 v 215 del Reglamento Notarial, podrán ser objeto de actas de protocolización con el fin de lograr por vía notarial los propios efectos autentica- dores.

El correr de los últimos años ha servido para contribuir a enmarañar más la cuestión. P u ig P e ñ a , en la R. D. Pr., en 1949, hablaba de la especial característica que a la separación de hecho le infundía la «unión de hecho», a la necesidad que el legislador sentía de romper su mutismo para regular lo que él llamaba «segunda vida de la unión marital de hecho», reco­nocida legalmente por la Ley guatemalteca de 29 de octubre de 1947 y resuelta en sentido favorable a esta unión more uxorio, según la terminología de Cicu (Scritti minori, voi. I, parte II, pág. 487)— a la que había precedido separación de hecho— por la sentencia del Tribunal Supremo de 13 de febre­ro de 1941, en la que la aplicación de beneficios derivados de la relación laboral la realiza en la familia efectiva, con la que existían las relaciones de convivencia y mantenimiento, y no a la mujer primera, criterio que, desde el puro plano de los principios, combatió en el A. D. C., en trabajo sobre «El concubinato», M o r e n o M o c h o l i . Dando de lado a todo lo vidrioso que lo expuesto entraña— tan sólo nos importa dejar- constancia del hecho— , es evidente que una evolución honda, no sociológica ni económica, de factores metajurídicos, sino en el campo de las relaciones que de una manera prim aria afec­tan al Derecho, se está produciendo. Ya es fácilmente consta-

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table la ruptura de la estabilidad de la familia, y cómo se agiganta el divorcio entre el sistema jurídico y la realidad que la vida impone. Ciertamente, que todo es cuestión de límites, mas limitar significa regular, armonizar, en modo alguno igno­rar o desconocer. Precisamente porque nuestra moral y nues­tra conciencia de católicos nos impide considerar el divorcio o la ruptura del vínculo, hay que evitar las soluciones heroi­cas y prestar la debida atención a esas circunstancias inter­medias, que si el Derecho no puede evitar que proliferai, tiene que dotar de líneas lo suficientemente claras para librarlas de la clandestinidad y del aspecto negativo que ahora tienen.

Pero, es más. Hoy nuestra población campesina, limitada en el censo de 1964 a poco más del 31,671 por 100 de la po­blación de hecho, ha emigrado dejando abandonado el cam­po, en busca de las ciudades primero y después con deseo de encontrar un trabajo remunerador ha salido al extranjero. Es­tos emigrantes ocasionales han entrado por primera vez en su vida en contacto con el Derecho, a través de la compra del piso primero, del poder, de la autorización, del testamento después, quedando establecidas unas separaciones de hecho, al menos, en su contacto con sus relaciones jurídicas, en las que, el envío de fondos motiva el que la mujer actúe en la inver­sión de los mismos, en su colocación y en las adquisiciones del matrimonio, las cuales se ven entorpecidas frecuentemente por la exigencia de la licencia marital, por el poder para adminis­trar, por estas pequeñas bagatelas que, como algún compañe­ro nos refería, le hacían exclamar al mismo marido, «qué más licencia que el dinero logrado con el sacrificio y qué más muestra de confianza que su entrega para que disponga mi mujer, que, en definitiva, es la que mejor sabe, por su tacto femenino, si no la inversión más rentable, si la más útil». Una­se a esto la necesidad de hacer frente la mujer, que queda de cabeza de la familia, a todas las atenciones de ella, en estado de salud y de enfermedad, como rezan los capítulos matrimo­niales, y se verá más patente esa disyunción entre la realidad y el pretender aferrarse a la defensa de unos moldes clásicos, cuya bondad estamos comprobando diariamente dista mucho de ser tal.

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A esta situación hemos de añadir los Notarios que des­arrollamos nuestra labor en territorios de Derecho especial, con supresión de la licencia marital, el acogimiento a este ré­gimen de todos los pobladores, sean o no de regiones de Dere­cho común. Cuanto menos efectivos son los sistemas interven­cionistas, más oprimen. Nada hay más molesto que el requisito que puede suprimirse con la simple manifestación de que uno es catalán o balear. Y de hecho, en este sentido, como autén­ticos fraudes de ley, se están resolviendo diariamente las pape­letas que se plantean, o mejor dicho, que no llegan a plantear­se, porque a la afirmación tajante, rotunda y contundente del compareciente respecto a su vecindad, ¿quién tiene fuerza para oponer lo contrario? Séanos permitido recordar, aunque sea saliéndonos de la materia, lo que en otra ocasión expusimos : la necesidad de que en el documento nacional de identidad se mencionase el régimen civil aplicable, con un sistema ori­ginario, en el que las sucesivas renovaciones indicasen sus mo­dificaciones, el menos, mientras una coordinación en el sistema fam iliar no se consiga, evitando que al llegar a nuestros des­pachos y preguntar por la vecindad, nos puedan a su vez re­plicar: ¿de qué Registro se trata?

II.— E l p r i n c i p i o d e u n a n o r m a c ió n

Afirma S a n t o s u o s s o ( / / matrimonio e il regime patrimo­niale della familia, U. T. E. T., 1965, parte IV, cap. 1, pági­na 409) que la familia implica, evidentemente, diferentes pro­blemas económicos: El de los gastos necesarios para el mante­nimiento de sus componentes y el desarrollo de su entidad ; el de las personas más calificadas para decidir tales gastos y aplicar a ellos los bienes patrimoniales ; el problema de los fondos de que disponer para hacer frente a estas necesidades, o sea, sobre los que hayan de recaer las cargas económicas de la fam ilia; y, finalmente, el régimen patrimonial en sentido estricto, es decir, toda la normación que se refiere a la propie­dad y a la administración de los bienes de los componentes de la familia.

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Mas, con ser importante las mallas trazadas de esta hurdi- dumbre económica, ello no debe contribuir a desplazar de un primer lugar los aspectos jurídicos, íntimamente enlazados con la idea de titularidad. El lenguaje jurídico, con sus caracterís­ticas tradicionales, ha devenido en alguna ocasión inapropia­do, ya que, por ese mismo contacto con la realidad en que se encuentra, toma para servirse términos que pueden inducir a confusión ante la significación que la economía, o la política, o la moral puedan darles, de donde las relaciones familiares, al ser expuestas por los autores, se refieran más que a su as­pecto jurídico, al objeto que le sirve de base, en ocasiones, y en otras a sus derivaciones o implicaciones prácticas, manifes­tación en suma del complejo proceso al que están llamadas a servir. Es de ello que, un poco en labor de análisis, en esa sín­tesis orgánica que es la familia, tal y como la definía C i f e r ó n {De officiis 1, 17), «prima societas in coniugio una domus, communia omnia», se tenga que centrar el problema que nos afecta en torno a la disposición de los bienes de la mujer ca­sada, y más concretamente de la licencia marital.

Nuestro sistema jurídico, mantenido hasta no hace mucho tiempo con una uniformidad formal, ofrece en la actualidad un verdadero abanico de preceptos que, sin género de dudas, des­de una mera consideración externa, pueden calificarse de dis­cordantes.

1) La regla general de incapacidad (así lo dice el artícu­lo 1.264 del C. c., «la incapacidad declarada en el artículo anterior») de la mujer casada aparece formulada por el nú­mero 3.° del artículo 1.263 C. c.

(.(.Las mujeres casadas, en los casos expresados por la ley »

con la conocida interpretación doctrinal de volver el precepto por pasiva, criterio hermenéutico no recomendable ciertamen­te, porque precisamente las disposiciones que lo completan —toda norma que declara principios viene a ser en blanco— adoptan un criterio general limitativo, salvo, por su función, la Ley de 22 de julio de 1961, sobre derechos políticos, profe­sionales y de trabajo de la mujer, cuya exposición de motivos34

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trata de justificar el estado de cosas creado por la reforma del Código civil de 24 de abril de 1958, manteniendo «que el matrimonio exige una potestad de dirección que la naturaleza, la religión y la historia atribuyen al marido», viniendo a sus­tituir el régimen doméstico del schlüsselgewaít con otro que recuerda mucho al de los países nórdicos (verbigracia, Suecia, parágrafo 12 de la Ley de 11 de junio de 1920), al referirse a la libertad programada por el Fuero de los Españoles, res­pecto de la mujer para elegir «el taller y la fábrica», comple­tada con «el acceso de la mujer a aquellas profesiones y ta­reas públicas y privadas para las que se halla plenamente ca­pacitada, sin más limitaciones que las que su condición feme­nina impone», es decir, que se la faculta expresamente no tan sólo a abrir la llave para sacar del arca, como secularmente se venía propugnando, sino también a abrir la llave para en­trar en el arca, aunque respetando un criterio iusprivatista— a los que parece gusta el legislador de curarse en salud, y no sirva ello de censura, sino al contrario, por suerte para nos­otros— , en el artículo 5.° establece que: «Cuando por ley se exija la autorización m arital para el ejercicio de los derechos reconocidos en la presente, deberá constar en forma expresa (es decir, rigoristicamente frente a la posición generalmente acogida) y, si fuese denegada, la oposición o negativa del ma­rido no será eficaz cuando se declare judicialmente que ha sido hecha de mala fe o con abuso del derecho» ; mas, ¿cuándo en­tra la mala fe o el abuso del derecho?, ¿a qué mala fe se refe­rirá el legislador, cuando no tenemos un concepto unitario, y en cuanto al abuso del derecho, es sinónimo de mala fe, o a qué derecho se quiere indicar? Como puede verse, aunque esta ley se ha agitado por algunas manos femeninas como reivindicado- ra de derechos, se ha venido a consagrar con menos repercu­siones prácticas de las que podían preverse, viniendo a dar la razón a los que sostenemos que todas las revoluciones que no se traducen en el Derecho privado son más platónicas que efec­tivas, más efectivistas que consolidadoras.

2) La licencia exigida en general por el artículo 61, y en especial por el artículo 1.387 del C. c. para enajenar, gravar, hipotecar y comparecer en juicio para litigar sobre bienes pa-

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rafernales. Nos encontramos aquí, precisamente, con lo que ha venido a ser, casi de una manera inveterada, la cenicienta de los bienes integrantes del patrimonio de los cónyuges, y ello, porque los estudios jurídicos parece que los han dejado un tanto de lado, quizá porque esta misma licencia ha servido, la mayoría de las veces, de manto, más que protector, ocultador. Ya desde Roma, con frase al gusto de los tiempos, no alcan­zaron buena prensa. Surgidos en torno al «matrimonio sine manu» como abona recepticia» a los que se refiere la Oración de C a t ó n de 169 a. de C., fueron objeto de invectivas y de severa crítica por parte del austero censor, ya que sobre estos bienes reservados prestaban dinero a sus maridos, «eam pecu­niam vire mutuam dat», y después airadas con ellos, procu­raban zaherirlos y vejarlos, reclamándolos mediante un esclavo perteneciente a los mismos bienes, que exigía la restitución de la cantidad mutuada en el momento en que mayores dificulta­des tenía para devolverla el marido «servum recepticium sectari atque flagitare virum iubet». Las mujeres solían desig­nar para atenderlos procuratorem que no era su marido, y así C ic e r ó n , en Pro Aulo Caecina Oratio 5.14 ( B e r n a t M e t g e : Discursos, VII, pág. 53) refiere cómo Cesennia se confiaba en Ebucio, adulador de mujeres, procurador de viudas, abogado amigo de pleitos, concurrente asiduo a la Regia— edificio del Foro—-, inepto y tonto para los hombres, mas entre las muje­res hábil jurisconsulto. Esto era Ebucio para Cesennia, prosi­gue C i c e r ó n . N o preguntéis su parentesco. Nadie le era más extraño. ¿Era persona de confianza que le hubiese recomenda­do su padre o su marido? Nada de esto. Pues ¿quién era? Era nada más ni nada menos que el personaje que os acabo de describir : un amigo espontáneo de la mujer, vinculado a ella, no por parentesco alguno, sino por una fingida solicitud y por una falsa diligencia, manifestada en servicios general­mente más oportunistas que leales». Y M a r c i a l (Epigramas, 1. 5.61, Bernat Metge, II, pág. 32): «¿Quién es, Mariano, ese señoritingo que está siempre bailando al son de tu mujer? ¿Quién es este pegajoso, que susurra no sé qué en la tierna oreja de la señora y descansa al codo derecho en el respaldo de su silla? Le asoma en cada dedo un anillo ligero (los ele­

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gantes del entonces acostumbraban a tener anillos para el ve­rano y para el invierno, según refiere J u v e n a l (Sátiras I, 28), exhibiendo unas pulcras y cuidadas piernas, muy depiladas. ¿No me contestas? «Es el que cuida los negocios de mi mu­jer», dices. Sí, sí : es un hombre, de confianza, rudo, ignoran­te, que basta verle la cara para saber que es procuratorem : no sería más activo Anfidio de Quios. ¡Oh, y cómo te has he­cho merecedor, Mariano, a las bofetadas de Latino! : Pienso que serás el sucesor de Panniculo (eran dos famosos actores de mimos, Latino hacía de protagonista en las comedias de adulterio, el segundo hacía de bobo y recibía los golpes del primero). ¿Se ocupa de los negocios de tu mujer? ¿De nego­cios este atontolinado?» Y termina con estas palabras: «No se ocupa de los negocios de tu mujer, sino de los tuyos» : «res non uxoris, res agit iste tuas». El panorama en el Derecho clásico se completa con el texto de U l p i a n o (D. 23.2.9.3.), del que se deduce que el inventario libellus que la mujer efectúa «ut vulgo fieri videmus» de las cosas que ella lleva, entiende el jurista que no se hacen del marido, «no porque no se le en­tregan, porque qué importa que queriéndolo él se lleven a su casa o que se le entreguen, sino porque no creo que esto se haga entre el varón y la mujer, para que a él se le transfiera el dominio «sed quia non puto hoc agi inter virum et uxorem, ut dominium ad eum transferatur, sed magis, ut certium sit in domum eius illatas», sino más bien para que conste la cer­teza de que fueron llevadas a su casa, a fin de que no se nie­gue si alguna vez se hiciere la separación», concediéndole como respecto a extraños la «actio ad exhibendum».

Esta es, con los puntos de crítica no demasiado construc­tiva, como también ahora se suele decir, el sistema establecido por el Derecho clásico. Libertad plena para la disposición de los bienes «entrados» por la mujer en la casa del marido, sin haber sido aportados al matrimonio, que, según B o n f a n t e , comprenderían tanto muebles como inmuebles, frente a la po­sición restrictiva de C a s t e l l i ( 7 parapherna nei papiri greco­egizi e nelle fonti romane, Milano, 1913. En scritti guiridici varii. Milano, 1923, pàg. 194), que pretende demostrar sobre la base del Derecho de los papiros que entre los greco-egipcios

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ios bienes parafernales no afectan propiamente a todos los bie­nes extradotales, sino tan sólo a algunas aportaciones especia­les de la mujer, consistentes fundamentalmente en dinero y en objetos de uso personal.

La regulación de estos bienes en la época del bajo Imperio que se ha llamado por N ie b u r g «monarquía helenística», se hace a base de desconocer la licencia o autorización marital, apareciendo el nombre de «parafernales» en una Constitución de Teodosio y Valentiniano del año 450. El Codex consagra el libro 5, título 14, a regular aDe pactis conventis tam super dote quam super donatione ante nuptias et paraphernis-», en los cuales respecto a estos últimos se establece que no se comuni­quen al marido, prohibiéndolo la mujer «¿re his rebus, quas extra dotem mulier habet, quas Graeci parapherna dicunt, nu­llam uxore prohibente habeat communionem», es decir, im­porta insistir en el sentido de comunicación al marido y no en el específico de comunidad, tal como solemos generalmente entenderla. El sistema justinianeo queda completado por la re­gulación que el mismo Emperador establece, en Codex, libro 5, título 14, ley 11; en el capítulo 5 de la Novela 97, y en Edic­to 9, capítulo 7.

Este sistema jurídico, que los autores suelen presentar como tardío, originado bien entrada la época clásica, no sue­len acompañar las razones por las cuales se produce este pro­ceso: mas, fácil es determinarlas, por cuanto, precisamente, como es sabido, la mujer estuvo sometida a tutela, salvo los expedientes que fueron hallándose, como la tutela optiva y la coemptio fiduciaria, hasta que con carácter general la debilita las leyes Iulia, Papia Popea y Claudia. Es de ello que la libre disponibilidad de la mujer se mantenga con total independen­cia del patrimonio familiar, como un reducto separado, aun­que en esto venga a suceder como en todas las instituciones del Derecho romano, que la práctica y el valor de la afectio, de la fides y de la pietas desempeñan en cada caso un papel muy distinto :

¿Cómo se llega al requisito de la licencia respecto a estos bienes no comunicados al marido, tal cual textualmente y en sentido propio refieren las fuentes romanas? La legislación de

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Partidas, preocupada por un escolaticismo sobre los distintos momentos que puedan presentarse en el tiempo sobre los bienes dotales, tan sólo y de pasada, siguiendo el mismo plan esco- lasticista trazado, menciona como una especie sin importancia en la Ley 17, título 9, Partida 4.a, con un sentido narrativo y de pasada— manifestado en la forma negativa de redacción del texto, «e si las non diere al marido señaladamente, ni fuese su intención que aya el señorío en ellas, siempre finca la muger por señora dellas» sin hacer la menor luz sobre el pro­blema que nos afecta. De donde tengamos que convenir, pese a las Leyes del Estilo, por aplicación de los postulados roma­nos, o con más propiedad romanistas, que en tesis de principio se mantendría, con toda la gama que la práctica en esta mate­ria impone, el sistema de libre disposición.

La necesidad de la licencia aparece impuesta por las le­yes 55 a 59 de Toro, que pasaron a integrar el título primero del libro 10 de la Novísima Recopilación, y que constituyeron la legislación vigente hasta la publicación del Código civil. La ley 55 estableció:

«La muger durante el matrimonio sin licencia de su marido como no puede hacer contracto alguno, assi mismo no pueda apartar ni desistir de ningún contracto, que a ella toque, ni dar por quito a nadie del, ni pueda hacer casi contracto, ni estar en juyzio faciendo, ni defendiendo sin la dicha licencia de su marido, et si estoviere por si, o por su procurador, mandamos que no vaia lo que fi­ci ere.»

Permitiendo la 56 que esta licencia pueda ser general ; facultando la 57 al Juez para «compelerlo» y a darla por sí mismo «si compelido no gela diere» ; admitiendo la 58 la ra ­tificación posterior— reconociendo el carácter anulable del re­quisito con una claridad que para sí hubiesen deseado los ar­tículos 62 y 65 del C. c.— y, atendiendo la 59 al supuesto clá­sico, que tanto preocupaba, aunque raramente se producía, de la ausencia, más con afanes de aventura que de otra cosa, en aquellas calendas en que empezaba a hablarse de los viajes ultramarinos, pocos años antes comenzados.

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Dirá A n t o n io G ó m e z (Commentarii in Legem L V ) que «ista licentia mariti, et sine ea uxor nihil potest facere per nostras leges», ya que «requiritur hodie in omnibus licentia mariti», a lo que se une J u a n L ó p e z d e P a l a c i o s R u b i o s (Glossemata Legum, Tauris, quas vulgo de Toro appellat) «quae quidem leges voluerunt uxorem esse sub viri potestate, ut nihil sibi praeiudiciale facere possit absque eius licentia, nec mi­rum, cum propter mulieris primae praevaricationem maledic­tam fuerit, et sub viri potestate posita», argumentos reconduci- dos al Génesis, como queriendo indicar que la licencia marital es ni nada más ni nada menos que una consecuencia del peca­do original con que se distingue a la mujer casada. Algo así «como para que te cases».

El ejemplo de las leyes de Toro, tan al compás de su época, iba también en armonía con el enarrativo que deja prever el artículo 226 de la Costumbre de París, que pasó directamente a ser recogido por el «Code napoleónico». Ello hizo que ya desde sus comienzos, por los comentaristas, se fuese trazando teóricamente, con casos surgidos en la práctica forense o en las disquisiciones académicas, una serie de actos a los que lue­go ha venido a aumentar una copiosa jurisprudencia, y con­cretamente a ello debió su aparición la doctrina de los actos de administración y de disposición y el principio o, como, con mayor razón, quería G o n z á l e z P a l o m in o , consecuencia de la subrogación real, aumentando el dogmatismo del círculo cerrado de unas creaciones de suyo ya lo más dogmático que cabe imaginar. Tengo recogidos cerca del centenar de supues­tos de licencia, algunos de ellos curiosos y otros enconados, mas, por razones de tiempo, lamento tener que omitirlos, como también he de dar de lado a la consideración jurídica que ellos entrañan, y a los aspectos interesantes que su exposición nece­sariamente impone.

De estas consecuencias, y salvando, en aras de su referen­cia, el gran espacio de tiempo, dada su proximidad a nosotros, importa destacar la influencia que la posición dominante en cada estadio ha ejercido sobre nuestro Reglamento Notarial. El artículo 243 del de 7 de noviembre de 1921 imponía la obligación de «abstenerse de autorizar contratos de mujeres

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casadas cuando no comparezcan asistidas de sus maridos o no acrediten con documento fehaciente que obtuvieron anterior­mente la licencia», mientras que el de 8 de agosto de 1935 llevó a su artículo 169 el texto que se contiene en el actual y que ha de armonizarse con el artículo 94 del Reglamento Hi­potecario.

No puede negarse el criterio bien intencionado del Regla­mento de paliar dentro de los límites en que necesariamente había de circunscribirse, las consecuencias que trascienden a la vida real, producidas por la rigurosa aplicación de unos pre­ceptos que, por desgracia, no permitían en aquel entonces am­pliar más sus márgenes. Que no sea afortunada la solución, como no lo son todas aquellas que entrañan una situación pro­visoria, es otra cosa. Mas, en definitiva, el defecto arrancará más que de la norma en sí, de la situación que se propone am­parar, como han puesto de manifiesto las sentencias del Tribu­nal Supremo de 24 de abril de 1951 v 22 de marzo de 1965.

La puerta abierta para desbordar los linderos de la debi­da aplicación del artículo 1.387 C . c. la ofrece el artículo 60, que ha constituido el argumento base para todas las reclama­ciones de los maridos que, invocando a sus indefensas muje­res, se han convertido en paladines de sus particulares y perso­nalism os intereses. No ha faltado la buena doctrina, y basta recordar, como intuitivamente sostenía A g u a d o , que tan sólo, para los negocios judiciales, legitima el artículo 60 al marido al atribuirle el título de legal representante de su mujer, ya que para los restantes negocios, al conceder la licencia, lo hace en nombre propio.

Con gran claridad ha dicho don F e d e r ic o d e C a s t r o (.Derecho civil de España, II, pág. 258) que al no enumerar el artículo 32, con razón, la condición de la mujer casada en­tre las causas de restricción de la personalidad, el artículo 60 debe entenderse como una especialidad de la capacidad proce­sal y no como imponiendo a la mujer, al modo de los incapa­citados, un representante legal.

Mas esto, por desgracia, no se ha empleado a la hora de la verdad, siempre así: una vieja sentencia de 5 de marzo de 1888, procedente de la Audiencia de Puerto Rico, en interdic-

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to de recobrar la posesión de unas aguas, manifestò en su p ri­mer considerando que «el marido está facultado, según el ar­tículo 45 de la Ley de matrimonio civil, para representar a su mujer en juicio sin necesidad de su autorización». El procedi­miento del T. S. fue correcto: se trataba de un interdicto y de un interés que de otra manera resultaría perdido, cual supo­nía recabar, previa demostración de unos hechos, el agua nece­saria para continuar regando una hacienda. Ahora bien, lo que está mal es que, perdido totalmente el nexo con la realidad, se hizo figurar por la doctrina, como dogma incontrastable, la consecuencia a que, por razones de justicia, había llegado el Alto Tribunal, y así, M a n r e s a , omitiendo toda referencia al supuesto de hecho, en sus Comentarios (pág. 341), respecto a la aplicación del artículo 60 por la jurisprudencia, escribe que «siendo el marido el representante de la mujer, no nece­sita de la autorización ni consentimiento de ésta para compa­recer por ella en juicio, siendo válido el poder que otorgue por sí solo el marido a un procurador», añadiendo «doctrina esta, conforme con la opinión de G o y e n a , que estimaba que, aun contra la voluntad de la mujer, podía el marido demandar sobre bienes propios de ella, y defenderse, por tener el con­cepto de menor sujeta a curatela».

Ciertamente que hubo de confundir a toda clase de juris­tas, teóricos y prácticos, en sus respectivas actuaciones profe­sionales, la fórmula de compromiso con que apareció el ar­tículo 60 del C. c., criterio transaccional en el que se compren­dió el contenido del artículo 49 de la Ley del matrimonio ci­vil, el primer párrafo del artículo 60 y el segundo del artícu­lo 62 del Proyecto de 1851 y el artículo 47 del de 1882. Tan sólo interesa afirmar que, como todo precepto transaccional, recogió varias orientaciones yuxtapuestas, mas no unitarias. De aquí que afirme en el orden de las relaciones personales la re­presentación del marido. Que seguidamente hable del ejerci­cio de los derechos de la mujer ante los Tribunales. Pero, tén­gase bien en cuenta que el primer inciso solamente dice: «El marido es el representante de su mujer», repito, en lo que afecta a las relaciones personales, pero en modo alguno sos­tiene que es el «representante de los bienes de la mujer» o de

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«la mujer en sus bienes». Consiguientemente, el ámbito de la representación tendrá que venir configurado por otros precep­tos y en general por el examen de cada caso concreto por los Tribunales, tal y como ha afirmado la sentencia de 26 de fe­brero de 1956 en su último considerando— en ponencia del inolvidable don C e l e s t i n o V a l l e d o r — , que «la norma del artículo 60 del C. c., a tenor de la cual corresponde al marido la representación de su mujer, y, en su virtud, está legitimado para ejercitar en nombre de ella, pues quiebra en supuestos como el de autos, en que, referida la acción a un bien para- fernal, habrá de ser utilizada con el consentimiento e interven­ción de la mujer».

3) En el Código de comercio la actuación de la licencia respecto a la mujer casada adquiere caracteres especiales, de signo opuesto al que hasta ahora se ha podido contemplar. Por un lado, el artículo 4.°, en su número 2, in fine, considera li­mitada la capacidad para el ejercicio habitual del comercio a las personas «sujetas a la autoridad marital». Mas esta auto­ridad se desvanece, según el artículo 6, «con la autorización de su marido», que habrá de «consignarse en escritura pública e inscribirse en el Registro Mercantil» o deducirse por el «mero conocimiento del marido de que su mujer ejerce el co­mercio» (arts. 6 y 7). De todos estos supuestos, coordinados con la responsabilidad en que recaen las resultas del ejercicio mercantil, parece que se agranda la posibilidad de actuación de la mujer casada comerciante, ya que quedan obligados solidariamente no sólo sus bienes dotales y parafernales, sino «todos los bienes y derechos que ambos cónyuges tengan en la comunidad o sociedad conyugal, pudiendo la mujer enajenar e hipotecar los propios y privativos suyos, así como los comu­nes» (art. 10, pr. 1), lanzando las campanas al vuelo tanto la vieja doctrina, como B l a n c o C o n s t a n s (tomo 1, pág. 417), quien añade que incluso «podrá comparecer en juicio sin li­cencia de su marido» ; A l v a r e z d e l M a n z a n o , B e n i t o y E n d a r a , B o n i l l a S a n M a r t í n y M i ñ a n a , G a y d e M o n t e ­l l a (Comentarios, 1, pág. 103), como en la reciente, V i c e n t e \ G e l l a (Curso, 4.a ed., Zaragoza, 1960, págs. 132 a 135), L a n g l e , U r i a (Derecho Mercantil, 2.a ed., Madrid, 1960, pá-

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ginas 89-91), G a r r i g u e s (Curso, I, Madrid, 1959, págs. 234 a 240) y V e r d e r a , que en las notas señala que «toda esta ma­teria de los efectos patrimoniales de la mujer constituye una zona gris entre el Derecho civil y el mercantil», todos los cua­les vienen a considerar, aun los que buscan armonizar posi­ciones, como G a r r i g u e s , una ampliación de las facultades de la mujer casada para el desempeño de la actividad mercantil, haciendo especial hincapié V i c e n t e y G e l l a de que ésta sea ejercida en rama completamente distinta y autónoma de la del marido.

Mas ninguno de ellos presta atención a un problema fun­damental: a la serie de posibilidades que nuestro Código de comercio pone en manos del marido con bienes privativos abun­dantes para que diestramente pueda devenir empresario ocul­to. Cuando a raíz de un tema de oposiciones entre Notarios tra­tábamos de reconducir la obra de W a l t e r B ig ia v i (El empre­sario oculto) a nuestro Derecho, tan sólo hallábamos el su­puesto contenido en el artículo 13-2 de la Ley de Sociedades Anónimas, al referir «la misma responsabilidad alcanzará a las personas por cuya cuenta hayan obrado los fundadores», sentando un principio de responsabilidad, que queda circuns­crita en el caso del marido de la mujer comerciante. Por un lado se limita su responsabilidad— sólo responden los bienes de la mujer y los comunes— , quedando en principio fuera los suyos propios, y por otro tiene libertad para poner fin a esta actividad tan pronto como las cosas empiecen a ir mal, táctica nada desdeñable en una época como la actual. Se está en pre­sencia de una figura intermedia entre el comerciante indivi­dual con responsabilidad ilimitada y el comerciante individual con responsabilidad limitada, que podemos apelar como un supuesto de responsabilidad concretada. La gama de cuestio­nes que de esta posición se originan, queda de manifiesto con sólo formular interrogantes : ¿quid en el supuesto de suspen­sión de pagos o quiebra de la mujer? ¿Cuál carácter se asig­nará a los préstamos personales del marido al comercio ejer­cido por su esposa y acreditados contablemente? ¿Cómo se regirá la preferencia de créditos? ¿Qué criterio se aplicará res­pecto al artículo 1.413 reformado del C. c., con los actos dis­

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positivos de la mujer? Sólo respecto a este último, señalar nuestra disconformidad con B r o s e t a , que en una nota (Código de comercio de Aguilar, pág. 10) sostiene que la mujer casa­da necesitará, por una especie de reciprocidad, el consenti­miento de su marido para cada acto en concreto. Nosotros esti­mamos que los actos a contrario revisten una especial consi­deración, y que si la ley no los regula, hay que entender im plí­citamente conferida la autorización establecida por el Código de comercio como comprensiva del consentimiento m arital en sentido genérico, pues de otro modo equivaldría a conferir auto­rización para realizar unos actos que ya inicialmente carece­rían de total eficacia, lo cual no es concebible.

4) Como un caso especial de licencia, importa consignar el artículo 44 del Apéndice de Derecho Aragonés. Después de declarar la aceptación a beneficio de inventario, no exige la licencia del marido para aceptar herencias, aunque sí para repudiarlas, recogiendo íntegramente el texto de la ley 54 de Toro, que sentaba el mismo criterio.

El Proyecto de Fuero Compilado de Navarra, de 1959, que llevó a cabo una comisión de juristas en la que participa­ron los Notarios G a r c ía G r a n e r o y L ó p e z J a c o i s t i , bajo la presidencia de don F e l i p e Z a l b a , consagraba con gran meti­culosidad y casuísmo el requisito de la licencia en los artícu­los 29 a 32.

5) El artículo 49-2 de la Compilación de Derecho civil especial de Cataluña establece que :

«La mujer tendrá el dominio, disfrute y libre adminis­tración de los bienes parafernales, pudiendo adquirirlos, enajenarlos, gravarlos, defenderlos en juicio y aceptar he­rencias y legados sin licencia de su marido»

criterio sancionado por el artículo 4-2 de la de Baleares, al decir, refiriéndose a los actos enumerados, que «sin necesidad de que en el ejercicio de tales facultades medie licencia, inter­vención o consentimiento». Se ha suprimido en estos territo­rios la licencia marital.

Los comentaristas de Derecho catalán, tanto F a u s E s t e v e y C o n d o m i n e s V a l l s como G a s s i o t , se limitan a hacer una

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ligera referencia, mientras que V i r g i l i (A. D. C., 1962, I , ' págs. 37 a 43) lleva a cabo un completo estudio de cómo histó­

ricamente en Derecho catalán no se conoció la licencia hasta que fue introducida por una sentencia del Tribunal Supremo de 12 de mayo de 1866, si bien, por resultar extraña, todos los proyectos de Apéndices posteriores ( D u r a n y B a s , art. 92 ; R o m a n i T r í a s , art. 161; P e r m a n y e r , art. 1.746, y A l m e d a , T r í a s y D o m e n e c h , art. 363) la suprimieron. Por nuestra parte, interesa añadir que nuestra Dirección General, en reso­lución de 29 de abril de 1865, declaró inscribible una escritu­ra de venta de bienes parafernales, otorgada en Cataluña por una mujer casada, sin la intervención de su marido, y que cir­cunstancialmente la Ley de 19 de junio de 1934, dictada para el territorio catalán, en su artículo 4.° establecía que «los cón­yuges pueden ejercer profesión, cargo, oficio, comercio o indus­tria que no les impida el cumplimiento de los deberes familia­res y sin obligar al otro cónyuge», y el artículo 5.° suprimía la licencia marital, siguiendo el Anteproyecto de Ley elabo­rado por una Comisión presidida por M a l u q u e r y V i d a l o t ,

y de la que formaban parte los Notarios P a r T u s q u e t s y R o c a S a s t r e , y los jurisconsultos M a r t í M i r a l l e s , M a s p o n s

y A n g l a s e l l , M i e s y C o r d in a y J o s é M .a T r í a s d e B e s , actuando como Secretario G i r o n e s y M a r t í n .

Sin embargo la legislación de Cataluña no ha estado afor­tunada. Ha dejado traslucir la Compilación la falta de voca­ción legislativa de nuestro tiempo y el deseo de conservar el mayor cúmulo posible de instituciones. Se ha suprimido la licencia marital, pero ha quedado algo peor: la presunción muciana que flamea a los cuatro vientos a través del artícu­lo 23. Cuantas veces he hablado con los compiladores han te­nido que reconocer que viene a romper la armonía del con­junto. De mí sé deciros que en mis aficiones personales me trae a la memoria las comedias de capa y espada de nuestra edad de oro, como querían que se llamase Ludwing Pfand y K arl Vossler, o nuestros sainetes de damas ultrajadas, cuya inocencia quiere la ley ayudar a proclamar, «ut verius et ho­nestius est» ; y en cuanto, como profesional del Derecho, cada vez he de reconocer que me crea más serias dudas sobre la

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necesidad de hacer intervenir al marido, no para un requisito meramente formalista de la licencia, sino para algo más grave, para desvirtuar el signo de la presunción, para llevar a cabo una confesión extrajudicial a manera de la que respecto al artículo 1.407 del C. c. tan cumplida y profundamente estu­dió en esta Academia G o n z á l e z E n r í q u e z . De desear sería que por lo pronto se suprimiera— el podar los árboles no es por razones de estética, sino de crecimiento y vida—-y que se llevara, si se quiere, al Código de Comercio, al lugar que tiene reservado que es a efectos de la quiebra y suspensiones de pagos.

Ante este panorama legislativo que en sus líneas generales hemos dejado esbozado, todo jurista, indispensablemente, tie­ne que adoptar posiciones, recabando la mirada del legislador para que pueda percatarse de esta serie de preceptos disonan­tes que boy, en que la gente es menos sedentaria, en que uno se traslada libremente y en pocas horas a los extremos de la geografía, le suelen afectar varias veces en su vida. Por ello, la solución no puede ser la simplista que proponía la vieja doctrina, como se compendia elocuentemente en estas frases de C a l i x t o V a l v e r d e :

«Sin llegar nosotros a la extrema censura de algún escri­tor, que sostiene que la institución de los parafernales es repe­lida por la civilización y por la ciencia, si estimamos poco conveniente la existencia de estos bienes. En efecto, su regula­ción por los Códigos, su admisión, en suma, por las leyes, re­presenta una desconfianza del marido, al suponer una excep­ción al principio mantenido por las leyes de que aquél sea el jefe de la sociedad conyugal..., la existencia de los bienes parafernales, al representar la desconfianza en la gestión del marido, constituye una perturbación muy grande en la marcha de la sociedad conyugal, y si la ley ha querido reservar a la mujer la administración de sus bienes parafernales, no ha he­cho bien, porque, según dijimos en las consideraciones doctri­nales, medios tiene el legislador para impedir tales perjuicios, esto aparte de que nadie puede asegurar que sea la adminis­tración de la mujer, en todo caso, mejor que la del marido».

La crítica al texto aducido, puede venir nada menos que

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de los países socialistas, que reconocen la igualdad de dere­chos y deberes en el matrimonio, y en el que esta «comunidad de vida y de trabajo» no afecta a las relaciones patrimoniales. No necesita mantenerse una autoridad legal en el marido : pobres maridos los que tengan que reconducir todos y cada uno de sus actos a un precepto legal. Por ello B o r i s l a v B l a g o - j e v i c (Les régimes matrimoniaux. Les rapports de propieté entre époux. En Le droit de propieté dans les pays de l’Est. Journées d’etude 4-6 novembre 1963, dirigés par René Dek- kers, 1964, págs. 100-101). ha podido decir: «Aunque las normas jurídicas proclaman la igualdad, las mismas posibili­dades, los mismos deberes para asumir las cargas, en la comu­nidad fam iliar el marido goza siempre de una posición pre­dominante, sea en la adquisición de la propiedad, sea en la gestión de los bienes pertenecientes a los esposos.»

III. Los NUEVOS HORIZONTES JURÍDICOS

Una nueva temática principia a descubrirse en Europa. Sin nadie ponerse de acuerdo, se está desarrollando una corriente muy interesante que tiende a acercar a todos los países. V a l l e t exponía con notas grises en el Colegio de Abogados de Bar­celona, no hace mucho, las consecuencias de este derecho de masas: de esta uniformidad de problemas, de esta actuación constante de slogans y propagandas, ¡también había de salir algo bueno! Un gran paso se ha andado en el orden internacio­nal con la tendencia a dar cohesión a la gestión familiar en la Ley alemana de 21 de junio de 1957, y las supresiones de la licencia marital en las leyes holandesa de 14 de junio de 1956, belga de 30 de abril de 1958 y en la francesa de 13 de julio de 1965, y complementaria de 26 de noviembre del mis­mo año, en cuyo artículo 224, párrafo 2.°, establece que «los bienes que la mujer adquiere por su gestión y salario en el ejercicio de una profesión separada de la de su marido, tienen el carácter de reservados, pudiendo administrarlos, disfrutar­los y disponer de ellos libremente» ; y respecto a los bienes propios de la mujer, el artículo 1.509 sienta el principio de

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que «la mujer por sí sola puede disponer de ellos sin consen­timiento del marido, si bien cuando no sea para atender a necesidades de su profesión, tan sólo podrá disponer de la nuda propiedad».

Como sostiene mi buen amigo C a s a l s C o l l d e c a r r e r a en una ponencia al Instituto de Derecho Comparado sobre el «Estatuto jurídico de la mujer», trabajo inédito que amable­mente nos ha ofrecido, «el moderno movimiento legislativo de 1956 en Holanda a 1965 en Francia, surge con especial impor­tancia, puesto que se trata de aquellos países más fuertemente influenciados por las ideas del «Code Napoleón» sobre el ré­gimen matrimonial, de aquí su extraordinaria importancia para valorar el cambio de «status jurídico» triunfante y percatar­nos de cómo una opinión sociológicamente dominante (Preám ­bulo de la Carta de las Naciones Unidas y artículos 1 y 8 de la Carta, añadimos nosotros), expresada en una «desiderata» internacional, ha venido a convertirse en ley civil que rige la vida de todos los países occidentales». De aquí que el pro­yecto de ley francesa, como reconoce su exposición de motivos, hubiese de resultar laborioso. Presentado al Parlamento en 1959, fue retirado por el gobierno después de la crítica de M a r c i l h a c y y de S a m m a r c e l l i en 1961, y entregado nueva­mente en 1963, no vio la luz hasta 1965, para entrar en vigor, según su artículo 9, el 1 de septiembre del mismo año.

Mas no queda así la cosa. Una unificación respecto a la supresión de la licencia marital se ha logrado por diversos ca­minos, por supuesto, más el resultado para el observador es el mismo, en Alemania, Italia, Austria, Inglaterra, Irlanda, Nue­va Zelanda, Canadá (a excepción de las antiguas provincias francesas), Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca, U. R. S. S., Bélgica, Holanda, Francia, Cataluña y Baleares. Mantener el requisito de la licencia ha venido a ser, así lo expresa con su peculiar gracia A n d r é M a u r o i s , sinónimo de p a í s subdesa- rrollado. Escuchemos lo que dice: «A propósito de una Ley •—la francesa de 1965— que autoriza a la mujer casada a dis­poner de sus bienes, a elegir lo que mejor le plazca, a opo­nerse a la enajenación de los comunes, un ministro ha habla­do de la «descolonización» de la mujer. La palabra está bien

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escogida. ¿Qué es un pueblo colonizado, sino un pueblo man­tenido en tutela por un pueblo colonizador, más poderoso o de civilización más eficaz? Si los colonos eran justos y gene­rosos, los «indígenas» tenían cierta probabilidad de recibir un trato justo, un salario suficiente y de participar en la civiliza­ción que los dominaba ; si los colonos se mostraban brutales y avaros, los colonizados llevaban una vida miserable y no te­nían, para liberarse, otra salida que la revuelta. Debemos reconocer, nosotros los hombres, que durante largo tiempo hemos colonizado a las mujeres. Ellas también debían obe­decer a leyes que no habían hecho. Estaban administradas por maridos como las colonias por gobernadores. Hasta la Revo­lución francesa, no tenían apenas más derecho que el de elegir su marido, igual que una colonia conquista el derecho a ele­gir a sus funcionarios. El hombre las consultaba no porque la ley le obligase, sino porque había aprendido a respetar su opi­nión y quería conservar su afecto. El marido devenía entonces como Lyautey en Marruecos, un Residente general que no bus­caba tan sólo ser obedecido, sino ser amado. Esto hacía un imperialismo soportable; pero ciertamente era un imperialis­mo, y el pueblo de las mujeres se sentía esclavo. Nos hiere cuando leemos que una George Sand, mujer genial, de gran inteligencia y, por descartado, capacitada para administrar los bienes que eran muy suyos, debía inclinarse ante la voluntad de un marido estúpido que la arruinaba. Tanta injusticia no podía durar. Poco a poco el pueblo de las mujeres ha obtenido su independencia», finalizando con estas palabras: «¿Cuálserá el porvenir? No olvidemos que entre las abejas, tan sólo los zánganos aceptan ser colonizados.» {Elle, 5 agosto 1965, núm. 1.024, págs. 62 v 63.)

Dando de lado a los textos literarios, expresión de unos sentimientos de los que no se puede prescindir para valorar de una manera completa el hondo proceso evolutivo que se está produciendo, que no en vano más de un historiador ha podido constatar como encaminado hacia una nueva Edad Media, en­tendida la expresión cual corresponde a las épocas de transi­ción, de la que es de esperar que salga fortalecido el viejo De­recho con una regulación en consonancia con las necesidades35

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que imponen los tiempos, sin eufemismos ni concesiones a las nuevas modas, ya que lo jurídico no puede rendir tributo a ellas ni caminar en vanguardia, mas tampoco demasiado ape­gado a lo viejo, porque, como decía P a s c a l , en las viejas nor­mas algunas veces, más que buscar la justicia, se encuentra la comodidad, interesa, desde una posición de hombres de le­yes, examinar el problema y sus repercusiones dentro de nues­tro Derecho común.

Después del trabajo de Don F e d e r ic o d e C a s t r o , ya no cabe hablar de la licencia marital, como lo han hecho al unísono y monocordemente doctrina y jurisprudencia, tanto sentencias como resoluciones que han quedado como trasfondo para constituir meros datos informativos de historia del Dere­cho. Con su proverbial maestría ha dicho don F e d e r i c o : «La especial condición jurídica de la mujer casada deriva de dos causas: una, común a la mujer y al marido, el estado de ma­trimonio ; otra, peculiar a la mujer casada, la de que al ma­rido corresponden normalmente la autoridad fam iliar y la di­rección económica de la familia, que la mujer y los terceros han de respetar. En este respecto, el alcance de la capacidad patrimonial de la mujer depende: a) del régimen de bienes de la sociedad conyugal; b) de que el marido, en su caso, pueda ejercer y ejerza la autoridad que le corresponda. La ca­pacidad patrimonial de la mujer es, pues, normalmente lim i­tada (según el régimen común y situación más general), pero variable, pues será más o menos amplia según el régimen pa­trimonial de la sociedad conyugal y la situación jurídica del marido.»

Se impone, en consecuencia, examinar la situación de la licencia m arital respecto a los bienes parafernales en el régi­men de la sociedad legal de gananciales.

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IV.— L a l i c e n c i a m a r i t a l e n e l r é g im e n s u p l e t o r i o DEL ARTÍCULO 1.315 C. C.

El párrafo segundo del artículo 1.315 C. c. establece como sistema legal supletorio en los territorios de Derecho común «el régimen de la sociedad legal de gananciales». Ello plantea la cuestión de tener que referirnos a esta llamada sociedad legal, y resulta interesante constatar que cuando existe no se la ve y cuando se la ve es porque ha dejado de existir. Así lo reconoce el artículo 1.392 al decir que «al disolverse el ma­trimonio, el marido y la mujer harán suyos por m itad...».

La doctrina, como nos sintetiza A n g e l S a n z con esa faci­lidad tan suya que nadie ha podido imitar, ha girado en torno a tres posiciones :

1) L a de la gesamten Hand. Mantenida por P é r e z G o n ­z á l e z , Ga s t a n , R o c a S a s t r e , H e r n á n d e z R o s , P u ig P e ñ a y D e l o s M o z o s .

2) La que la niega, bien por volver a la idea antigua de sociedad ( R o y o M a r t í n e z ) o por acudir a una comunidad es­pecial de tipo familiar ( B e l t r Án d e H e r e d i a ).

3 ) L a q u e a d m it ie n d o la c o m u n id a d g e r m á n ic a la r e f ie ­r e n o a la s c o s a s o d e r e c h o s c o n c r e to s , s in o a l c o n ju n to p a tr i­m o n ia l . e n te n d id o c o m o u n a c o m u n id a d d in á m ic a so b r e u n p a tr im o n io ( L a c r u z B e r d e j o y E s c r i v á DE R o m a n Í y e l

m is m o S a n z ).

Nosotros entendemos que conviene someter a crítica, a vie­jas y nuevas concepciones, ya que todas ellas han partido de admitir, sin discusión, la tesis de la comunidad. Esto es lo que pretendemos efectuar ahora, analizando los requisitos que la ley ha establecido.

1) Se trata de una sociedad legal.— Hablar de sociedad legal equivale a afirmar que su origen está en la ley que la establece, y en consonancia con ello, que su configuración, sus caracteres, su naturaleza y sus efectos vendrán determinados o bien por los principios generales que para regular los tipos

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generales el legislador ha previsto o bien por aquellas nor­mas especiales que, por su peculiaridad, ha creído oportuno dictar.

2) Como sociedad legal, el artículo 1.395 la remite a las reglas del contrato de sociedad «en todo aquello que no se oponga a lo expresamente determinado por este capítulo». Ya inicialmente se está ante una sociedad especial, por cuanto se constituye por omisión, «en defecto de pacto» en la genera­lidad de los casos, y sólo en muy contados supuestos puede sostenerse que la anima el espíritu de lucro. La redacción de los artículos del Código se presenta pensando que se está en presencia de una sociedad, criterio al que el legislador se inclina frente al de la comunidad. Pero esta sociedad no tiene consistencia, porque aun prescindiendo del carisma de la per­sonalidad jurídica, le falta el requisito fundamental de la aafjectio .societatis», entendida como el deseo exteriorizado en la voluntad continuada de seguir en tal estado y prestando su cooperación para ello. Si tal «affectio societatis» se pierde, ello lleva consigo la desaparición de la sociedad y, sin embar­go, en los supuestos frecuentes de separaciones de hecho, en los que si algo claro hay es precisamente de signo contrario a tal permanencia, la sociedad legal de gananciales prosigue. Y es que, según la sentencia de 31 de marzo de 1964, aresulta indiferente el hecho de la vida en común para que cada uno de los esposos pueda reclamar los derechos que le correspondan».

3) Como dice el aforismo clásico acum non affectione societatis incidimus in communionem». Por tanto, si la termi­nologia legal vemos que no es suficientemente adecuada, cabe pensar que se trata de una simple denominación asociedad de gananciales», a la que habría que aplicar, pese a la remisión del artículo 1.395 C. c., las normas de la comunidad.

Ahora bien, cabe preguntar ¿de qué comunidad? Y aquí autores y jurisprudencia coinciden en que en modo alguno las normas de la romana, que entra en funcionamiento, como ha sostenido reiteradamente R o c a S a s t r e , y recoge la Resolución de 20 de octubre de 1958, por todos conocida, a la muerte de uno de los cónyuges, permaneciendo la germánica durante todo el tiempo de vida común.

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Mas, no se olvide que la «sociedad de gananciales» es le­gal : es la ley, el Código civil, la que la crea y la que la apli­ca. Y el Código civil no conoce más comunidad que la roma­na, caso de que ésta sea la que se regula en los artículos 392 a 406. Resulta anodino referir que a una institución legal para determinar la naturaleza jurídica, a la cual van ligados sus efectos, hay que abandonar el cuerpo legal y salir a bus­car las normas de la Gemainschaft zur Gesamten Hand, que nuestro Código desconoce. Que se diga y se mantenga esto res­pecto de los aprovechamientos colectivos de pastos, o de la pro­piedad colectiva de bosques, o de ciertas formas de emprius que se advierte aún en nuestros días, en las comarcas monta­ñosas del Pirineo, que el Código no ha recogido y que llevan una vida precaria basada en inveteradas costumbres, tal y como las pudo constatar J o a q u ín C o s t a , hay sobradas razones para mantenerlo, ya que son restos de otros tiempos que guardan una especial similitud con la comunidad de tipo germánico. Pero esto, que en estos supuestos es correcto, en modo alguno cabe aplicarlo traslaticiamente a una institución, que es pre­cisamente la ley la que la establece, la que la impone como prototipo y la que la regula, pues que, precisamente, está lla­mada a desplegar su eficacia y a entrar en juego en defecto de pacto.

3) Como no es sociedad civil, sin escritura, aunque se aporten inmuebles ni siquiera con pactos reservados entre los «contratantes» que no son tales, sino «contrayentes», como el mismo término indica; ni comunidad romana, porque sólo se exterioriza como tal provisoria e interinamente entre la diso­lución y la liquidación ; ni germánica, porque nuestro Código civil no sólo que no la regula, sino que la desconoce ; ni quizá sea por ignorancia del legislador, sino porque su existencia no alcance más allá que la del método dogmático a que co­rresponde, un poco sacada a posteriori en labor de sedimen­tación de aspectos parciales generalizados a base de análisis de instituciones concretas; entonces ¿no cabrá convenir en que hayamos dado por bueno el valor de unas expresiones, y, en aras a una fe impremeditada, estemos hablando de una comu­nidad que es de vida y de personas, pero que no llega a deter-

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minar una realidad tangible e independiente en lo que afecta a los bienes?

Llegados a este punto, pienso que los preceptos del Código civil pueden desempeñar igual su función si se prescinde de esa ficción de patrimonio común, que no es independiente, aunque esté independizado, y que cambia de naturaleza con la misma facilidad que las señoras se mudan de traje. ¿Qué es lo que verdaderamente entraña la expresión «sociedad legal de gananciales»? A mi entender, lo que las fuentes romanas exponían sin la menor vacilación : una comunicación de bie­nes. Y una comunicación de bienes del patrimonio de la mujer al del marido. No existe un patrimonio independiente, ni es tampoco la manera adecuada de expresar el resultado que con el matrimonio respecto a los bienes gananciales se obtienen, sino una ampliación patrimonial originada a consecuencia de una ampliación de las titularidades de goce y dispositivas, aun­que limitadas, que se confieren al marido. ¿Qué razones mili­tan para que la dote pase al patrimonio marital y no suceda igual con las ganancias y lucros obtenidos «constante m atri­monio»? Hay una ampliación de titularidades en el espacio, semejantes a las que en el tiempo se producen respecto a los bienes fideicomitidos, en el período en que su titularidad la ostenta el fiduciario. Ciertamente tiene que transmitir— más que conserva, como decía G o n z á l e z P a l o m in o , es reserva— , mas no hay que establecer un patrimonio común, aunque la titularidad compartida con los fideicomisarios imponga restric­ciones e incluso actos de disposición conjuntos. De análoga forma es el marido el que hace suyos todos los bienes, no por derecho propio, sino por comunicación establecida en la ley, con una finalidad y alcance previamente fijados: la de que al fallecer cualquiera de ellos, y en general, a su disolución, en­trará en juego el artículo 1.392 y habrá de entregar o le serán detraídos a sus herederos la mitad matemática de ellos, por­que es entonces precisamente cuando la titularidad se norma­liza. Y ahora, no es que se transforme en comunidad romana, sino es que no puede ser de otra manera, porque siempre que hay indivisión, existe comunidad. Piénsese que esta ilu­sión óptica, vamos a llamarle así, hizo por mucho tiempo sos-

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tener a los juristas que entre los sui y el pater había una comu­nidad en los bienes que integraban la hereditas. En definitiva, respecto a los bienes gananciales, juega plenamente el aforis­mo romano, reducido a la dote, y que ampliado a todos los bienes, dice así : «Constante matrimonio dos in bonis mari- tii est)).

Las notas que fragmentariamente hemos dejado expuestas tienen la finalidad de pretender demostrar que no habiendo comunicación alguna respecto a los bienes parafernales, perma­neciendo éstos en poder de la mujer, ¿para qué es necesaria la licencia? Se ha desbordado la función marital a bienes que le están sustraídos, sin que pueda esgrimirse seriamente el ar­gumento de que sus frutos están sujetos en último extremo al levantamiento de las cargas del matrimonio. Esto es, como si a todo accionista de una sociedad se le obligase a mantener un capital de reserva por si acaso la sociedad necesitaba em­plearlo para evitar caer en quiebra, la mezcolanza de térmi­nos jurídicos y económicos no resulta ventajosa para nadie. Dad al César lo que es del César y a la mujer lo que es de la mujer. Cuando estos puntos de enfoque se olvidan, ahí que­dan esos remiendos de los artículos 95 y 96 del Reglamento Hipotecario, verdaderos parches reglamentarios, como los lla­mó R o m e r o C e r d e i r i ñ á , y ese haz de consentimientos del ar­tículo 1.413 reformado que ha contribuido a poner descon­fianza donde antes había paz. Sin concesiones a la retórica, ni a la economía, ni a la sociología, ni a las páginas de M a u r o i s , jurídicamente, no hay razón para mantener la licencia mari­tal. Esta es la verdad del razonamiento. Si alguien alimenta alguna duda, que me perdone doblemente, por el tiempo que le he sustraído y por no habérsela sabido resolver.

Muchas gracias.

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