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Empezó cuando era niño como un juego, un medio ino- cente de conseguir mi objetivo último. Sin embargo, y tras ejercitarla durante décadas, la contorsión no parecía surtir el efecto esperado. Cierto es que después de años inverti- dos retorciendo vísceras, sentimientos y emociones, había logrado situar la audacia y la valentía en la boca, para no traicionarme al hablar tanto como de costumbre; la com- pasión, la generosidad y la esperanza incondicionales –casi suicidas- en la cabeza. Fue así como conseguí que la razón no resultara tan mandona, y que acabase creyendo en lo que –todavía- no puede medirse y que, como todo el mun- do sabe, no sólo es que exista “de verdad”, sino que es lo más importante. La melancolía, por fin, pude empotrarla en los riñones, porque desde niño me gustaba tener una pe- queña dosis en sangre; tras, eso sí, un saludable filtrado. Para tener cuarenta años no estaba nada mal: un despliegue virtuoso que causaba admiración de propios y extraños, una aparente comunión casi perfecta entre cuerpo y alma, emociones bajo control. ¡Qué madurez! ¡Qué elegancia! ¡Qué sabiduría! Pero de cuerpo para dentro…ay… todo mentira. Lo que yo deseaba con todas mis fuerzas había resultado completamente imposible. El miedo, torpón y tozudo, se había instalado con toda su ponzoña paralizante al lado del corazón, y no había manera de que dejase de teñir todo cuánto allí llegaba, así que –en realidad - cada esfuerzo por extender lo bueno que llamaba a las puertas de la válvula mitral a través del caudal sanguíneo, resultaba baldío. 20 19 La reconquista Texto: Fran Loud Fotos: Revista Joyce

La reconquista

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Page 1: La reconquista

Empezó cuando era niño como un juego, un medio ino-cente de conseguir mi objetivo último. Sin embargo, y tras ejercitarla durante décadas, la contorsión no parecía surtir el efecto esperado. Cierto es que después de años inverti-dos retorciendo vísceras, sentimientos y emociones, había logrado situar la audacia y la valentía en la boca, para no traicionarme al hablar tanto como de costumbre; la com-pasión, la generosidad y la esperanza incondicionales –casi suicidas- en la cabeza. Fue así como conseguí que la razón no resultara tan mandona, y que acabase creyendo en lo que –todavía- no puede medirse y que, como todo el mun-do sabe, no sólo es que exista “de verdad”, sino que es lo más importante. La melancolía, por fin, pude empotrarla en los riñones, porque desde niño me gustaba tener una pe-queña dosis en sangre; tras, eso sí, un saludable filtrado. Para tener cuarenta años no estaba nada mal: un despliegue virtuoso que causaba admiración de propios y extraños, una aparente comunión casi perfecta entre cuerpo y alma, emociones bajo control. ¡Qué madurez! ¡Qué elegancia! ¡Qué sabiduría! Pero de cuerpo para dentro…ay… todo mentira. Lo que yo deseaba con todas mis fuerzas había resultado completamente imposible. El miedo, torpón y tozudo, se

había instalado con toda su ponzoña paralizante al lado del corazón, y no había manera de que dejase de teñir todo cuánto allí llegaba, así que –en realidad - cada esfuerzo por extender lo bueno que llamaba a las puertas de la válvula mitral a través del caudal sanguíneo, resultaba baldío.

2019

La reconquistaTexto: Fran Loud

Fotos: Revista Joyce

Page 2: La reconquista

Ni siquiera había conseguido alojarlo en un órgano menor, o no tan influyente- ¿quién temería a un miedocodo o a una rodillamiedo?- pero no había manera. Acabé pendiente de que –al menos- lo que ya estaba colocado no se desliza-ra hacia lugares más inconvenientes; suscribiéndome, por pura supervivencia y como todos, al mal menor. Con todo, le conocí hace tres meses, y aunque he estado muy conten-to, como seguía viviendo con sordina, ni siquiera me azoré un poco cuando empecé a notar que –en este tiempo- había perdido gran parte de la capacidad para contorsionarme y, por ende, de preocuparme por que todo permaneciera en su sitio. Supongo que, dormir tan a gusto a su lado, es también la razón por la que anoche no escuché las tropas de asalto que, desembarcando en mi vientre a través de quién sabe dónde, concluyeron la conquista total de mí mismo en cues-tión de minutos (tampoco opuse resistencia). El corazón fue –precisamente-la última víscera tomada, y el lugar elegido por aquel hombre que parecía dirigir la operación para leer-me en voz alta las condiciones de su particular armisticio obligatorio. A saber: la compasión, la generosidad y la es-peranza se quedaban; la audacia y la valentía ascendían de rango, y se asignaba a la melancolía –que no paró de llorar- un pequeño refugio en el bazo, perdiendo gran parte de su capacidad para infiltrarse en cualquier otro sitio. -“El miedo se va, eso sí, caballero.”, concluyó rotundo -“¿Perdone?”-

“Que el miedo se va, lo desahuciamos. Mis compañeros y yo no podemos en modo alguno vivir en el mismo sitio”. Un frotamiento de ojos y un pellizco después, recuperado del susto inicial, le pedí (en voz baja) que, al menos, tuviera la amabilidad de explicarme en nombre de quién tomaban posesión de un cuerpo que –sin ser perfecto- tantos años me había costado retorcer a mi antojo. Me miró incrédulo: -“No se haga el ingenuo, por favor. Asuma su destino de inmedia-to y no nos haga perder el tiempo. ¿O es que pretende fingir que no sabe usted per-fec-ta-men-te que soy el amor?”

Yo no, ya no...

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