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Dirección Marta Lamas Redaccción Cecilia Olivares Comité editorial Marta Acevedo Enid Álvarez Marisa Belausteguigoitia Gabriela Cano Dora Cardaci Mary Goldsmith Nattie Golubov Lucero González Sandra Lorenzano María Consuelo Mejía Araceli Mingo Hortensia Moreno Mabel Piccini María Teresa Priego Raquel Serur Estela Suárez Portada Carlos Aguirre Fotografía Jesús Sánchez Uribe Diseño Azul Morris Producción Alina Barojas Beltrán Admistración Acela Barojas Beltrán Ventas Ana Rosa Solís Apoyo editorial Patricia Ramos Publicidad Elvira Bolaños Queridas lectoras y queridos lectores: Hemos preparado para ustedes un nuevo índice de DEBATE FEMINISTA, esta vez con toda la información de los artículos publi- cados en los primeros treinta números de la revista, desde 1990 hasta 2004. Podrán encontrarlo en las librerías donde se vende usualmente la revista o solicitarlo en nuestras oficinas. Les recordamos, asimismo, que ya tenemos el servicio de suscripción por Internet, en www.debatefeminista.com. * * * * * La iniciativa de Ley sobre las Sociedades de Convivencia va a ser presentada nueva- mente para su aprobación en la Asamblea Legislativa del D.F. Será la cuarta vez que se intenta un dictamen favorable para esta ley y va a ser necesario que la ciudadanía muestre su apoyo, para que quede claro que aunque se trate de una ley que bene- ficia a una minoría, la legalización de las sociedades de convivencia nos concierne a todas las personas. Puedes enviar cartas de respaldo a Letra S o directamente a DEBATE FEMINISTA y nosotras nos encargaremos de hacerlas llegar a las y los legisladores del D.F. El equipo de DEBATE FEMINISTA

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DirecciónMarta Lamas

RedaccciónCecilia Olivares

Comité editorialMarta AcevedoEnid ÁlvarezMarisa BelausteguigoitiaGabriela CanoDora CardaciMary GoldsmithNattie GolubovLucero GonzálezSandra LorenzanoMaría Consuelo MejíaAraceli MingoHortensia MorenoMabel PicciniMaría Teresa PriegoRaquel SerurEstela Suárez

PortadaCarlos Aguirre

FotografíaJesús Sánchez Uribe

DiseñoAzul Morris

ProducciónAlina Barojas Beltrán

AdmistraciónAcela Barojas Beltrán

VentasAna Rosa Solís

Apoyo editorialPatricia Ramos

PublicidadElvira Bolaños

Queridas lectoras y queridos lectores:

Hemos preparado para ustedes un nuevo índice de debate feminista, esta vez con toda la información de los artículos publi-cados en los primeros treinta números de la revista, desde 1990 hasta 2004.

Podrán encontrarlo en las librerías donde se vende usualmente la revista o solicitarlo en nuestras oficinas.

Les recordamos, asimismo, que ya tenemos el servicio de suscripción por Internet, en www.debatefeminista.com.

* * * * *

La iniciativa de Ley sobre las Sociedades de Convivencia va a ser presentada nueva-mente para su aprobación en la Asamblea Legislativa del D.F. Será la cuarta vez que se intenta un dictamen favorable para esta ley y va a ser necesario que la ciudadanía muestre su apoyo, para que quede claro que aunque se trate de una ley que bene-ficia a una minoría, la legalización de las sociedades de convivencia nos concierne a todas las personas.

Puedes enviar cartas de respaldo a Letra S o directamente a debate feminista y nosotras nos encargaremos de hacerlas llegar a las y los legisladores del D.F.

El equipo de debate feminista

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ix Editorial

MATRIMONIO HOMOSEXUAL, FAMILIA HOMOPARENTAL

3 ¿Es el parentesco desde ya siempre heterosexual?Judith Butler

37 La política familiar feminista Joan W. Scott

52 Usos de la ciencia y ciencia de los usos. A propósito de las familias homoparentales

Eric Fassin

74 Reflexionespsicoanalíticassobrematernidadylapaternidadenparejas homosexuales

María Antonieta Torres Arias

86 El padre ante la prueba de homosexualidadMichel Tort

98 La ley de parejas de hecho en Buenos AiresMariana Carbajal

113 Las bodas gay en EspañaMarta Lamas

131 Discurso en el pleno del CongresoJosé Luis Rodríguez Zapatero

133 Del derecho de convivencia a la conveniencia de no reconocerloAlejandro Brito

POESÍA

159 Mis dos lenguasIrma Pineda Santiago

DESDE LA TEORÍA

177 Discusiones actuales de la teoría feministaMary Dietz

Índice

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DESDE LAS MASCULINIDADES

225 ¿Cómo transformar a hombres en "mujeres"?Rodrigo Parrini

DESDE LA FRONTERA

251 ¿A quiénesbeneficialaimpunidad?Lucía Melgar y Marisa Belausteguigoitia

DESDE LA ESCRITURA

265 La inconformista: Elfriede Jelinek en nueve pausasCristina Rivera-Garza

DESDE LA LITERATURA

273 La vuelta al mundoPerla Suez

DESDE EL MOVIMIENTO

277 Declaración de las ong feministas en la ix Conferecia Regional de la Mujer de América Latina y El Caribe

DOCUMENTO

285 Consenso de México, D.F. ix Conferencia Regional de la Mujer de América Latina y El Caribe

LECTURAS

299 El orden discursivo de géneroHortensia Moreno

311 Mientras más grandes, más fuertes y más creativas Carlos Amador

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ARGÜENDE

319 La bodaJesusa Rodríguez

326 TangotlLiliana Felipe y Jesusa Rodríguez

COLABORADORES 333

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Resulta fundamental para la vida democrática reconocer que las acciones de los ciudadanos van ampliando y transformando los márgenes de lo que tradicionalmente se considera aceptable o moral. Las leyes que rigen la convivencia son la concreción de esas concepciones, por eso cuando la sociedad cambia y las leyes no reflejan esas transformaciones, el orden so-cial entra en conflicto. En cambio, cuando sí reconocen las modificaciones en las conductas y las aspiraciones éticas de la ciudadanía, los procesos legales consolidan el avance social. Ese es el caso de la legislación de las uniones civiles y el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y como es de suma importancia difundir experiencias que muestran que en otras sociedades la diversidad sexual es un valor defendible en la agenda po-lítica, hemos dedicado este número de nuestro ladrillo feminista al tema del matrimonio gay y de la familia homoparental.

En debate creemos que la demanda de igualdad ciudadana en rela-ción con el matrimonio homosexual toca la definición misma de sociedad democrática. La demanda ciudadana de una acción política antidiscrimi-natoria respecto a la decisión de una pareja de casarse, decisión basada en el respeto al consentimiento mutuo y a la libertad responsable, pone el tema de la diversidad sexual en el centro de la agenda política democrática. Por eso, respetar la orientación sexual implica defender la vida democrática de nuestra sociedad.

Es evidente que en todas partes la homosexualidad es tolerada si perma-nece encubierta, discreta, callada; o sea, si las personas homosexuales siguen siendo ciudadanos de segunda. A mitad de la década de los noventa el tema de las uniones civiles entre homosexuales cobra relevancia política y en la medida en que se logra instalar esa figura jurídica, lesbianas y gays van más lejos y exigen el matrimonio: ¿por qué a una pareja de personas adultas, libres y responsables se les niega el derecho a realizar un matrimonio civil? El pun-to es, obviamente, el de los hijos. Todos los fantasmas se desatan: ¿crecerán

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"normales" (es decir, heterosexuales) los hijos de parejas del mismo sexo? La aceptación de las uniones civiles por parte de ciertos sectores sociales y su oposición al matrimonio tiene ese origen: la cuestión de los hijos.

El conjunto de ensayos que publicamos incursiona en torno a lo que está en juego en el reconocimiento del matrimonio gay y las familias homo-parentales. Judith Butler y Joan W. Scott, prestigiadas teóricas feministas, expresan lúcidamente sus puntos de vista sobre el tema a partir del debate francés en torno al Pacto Civil de Solidaridad (Pacs). Eric Fassin hace un espléndido recuento y alegato relacionado con la manera en que reaccio-naron intelectuales y expertos ante el mismo hecho. El caso de Francia es importante, pues varios sectores de la sociedad expresaron abiertamente sus ideas sobre la sexualidad, el matrimonio y la familia, y la manera en que se involucraron psicoanalistas, antropólogos, historiadores y sociólogos hizo del debate público un espacio privilegiado para el esclarecimiento de los temores y aprehensiones que rodean a la cuestión homosexual.

Como el tema de la familia homoparental se convierte en objeto de las preocupaciones no sólo de los científicos sociales sino también de psi-coanalistas, le pedimos a María Antonieta Torres Arias, una psicoanalista mexicana integrante de nuestro consejo, un comentario sobre esos ensayos. Tiempo después, gracias a Néstor Braunstein, otro psicoanalista, ubicamos el texto de Michel Tort. Así cubrimos con dos intervenciones psicoanalíticas una parte fundamental del debate.

Pero además de la reflexión teórica queríamos mostrar algunos procesos sociales en relación con el tema. Mariana Carbajal, una periodista argentina, nos ilustra sobre el notable caso de las uniones civiles en la ciudad de Bue-nos Aires. La legalización de las bodas gay en España es una experiencia imprescindible que vale la pena relatar y va acompañada del conmovedor y comprometido discurso del presidente Rodríguez Zapatero. Quedaba el caso de México y las sociedades de convivencia y quién mejor que uno de los actores centrales, Alejandro Brito, para ofrecernos una reconstrucción del proceso que se ha visto truncado en varias ocasiones y se retomará este año nuevamente.

Con esta sección queremos alentar una discusión que ayude a que los temores sobre la homosexualidad parental y la crianza infantil sean abor-dados de frente. Es importante recordar que ya en el pasado se han hecho predicciones apocalípticas concernientes a los hijos de familias divorciadas, los de familias monoparentales y a los hijos producto de las nuevas tecnolo-gías reproductivas. También entonces los conservadores pusieron el grito

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en el cielo y lanzaron sombrías predicciones sobre los efectos negativos de dichas situaciones en el psiquismo de las inocentes criaturas. Hoy, pese a tan tétricos augurios, estas familias se han "normalizado" ante la sociedad, al grado de que, en el caso de las que han recurrido a las nuevas tecnologías reproductivas, se "olvida" el origen biológico de los hijos.

El asunto para debate feminista es no sólo de interés intelectual sino de prioridad política. Con la publicación de esta sección, sostenemos la postura de que la pluralidad de la vida sexual actual se constituye no sólo por nue-vas subjetividades y transformaciones culturales, sino además por políticas públicas y cambios legislativos fundamentados en los principios de igualdad y libertad. La democracia se lleva a cabo también en la ética de las normas y los arreglos sexuales. La defensa del matrimonio gay y de las familias homo-parentales es un compromiso que asumimos públicamente.

En la sección de poesía publicamos los poemas de Irma Pineda, una joven poeta juchiteca. Se discutió en el comité editorial sobre si se publicaba, junto con la traducción al español, la versión original en zapoteco. Algunas integrantes del comité consideraban que había que hacerlo de la misma ma-nera que se ha hecho con otros poemas, que no publicamos en su idioma original, sino sólo en su traducción. Otras insistían en la importancia de hacer una edición bilingüe, justamente porque el zapoteco es una lengua poco conocida, y así se decidió hacerlo.

Mary Dietz es una de las pensadoras críticas más interesantes del femi-nismo. En debate hemos publicado dos ensayos clásicos suyos ("El contexto es lo que cuenta" y "Ciudadanía con cara feminista"). En esta ocasión, hemos traducido para nuestras lectoras su ensayo sobre los debates dentro de la teoría feminista: un repaso enciclopédico de las discusiones de los últimos 20 años.

En la sección de "masculinidades", Rodrigo Parrini presenta una parte de su investigación en una cárcel de hombres y analiza las dinámicas que llevan a los internos a convertirse en "mujeres parciales" para posibilitar la convivencia en las celdas.

Lucía Melgar y Marisa Belausteguigoitia no cejan en su denuncia sobre los horrores de Ciudad Juárez, tomando como pretexto, aquí, el libro reciente de Diana Washington.

Cristina Rivera Garza nos ofrece, con su talento literario acostumbrado, una mirada en nueve pausas sobre Elfriede Jelinek.

Para la sección de literatura, tomamos un trozo de la novela El complot de Perla Suez, interesante escritora argentina que sutilmente retrata una vivencia compartida por muchísimas mujeres.

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No quisimos dejar pasar dos documentos básicos para el movimiento feminista, relacionados con la novena Conferencia Regional sobre la Mujer en América Latina y El Caribe, realizada en México por la cepal en 2004: la declaración de las organizaciones feministas participantes y el documento oficial titulado "Consenso de México".

Esta vez tenemos dos reseñas: Hortensia Moreno nos presenta su lectura de El orden discursivo de género en Los Altos de Jalisco de Cristina Palomar. Y Carlos Amador nos ofrece una presentación de un libro de Robert W. Fogel en el que se demuestran las mejoras de la especie humana desde el siglo xviii hasta nuestros días.

Para la sección argüende recordamos que nuestras queridas Jesusa y Liliana habían realizado hace años una boda simbólica. Vestidas con trajes de papel expresamente diseñados para esa ocasión por Humberto Spíndola, sus fotos ilustran el texto que escribió Jesusa para la boda. Cerramos con un tango mexicano, "Tangótl", que escribió Liliana y que relata parte de su historia de amor •

M. L.

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matrimoniohomosexual,

familiahomoparental •

terceras 22/09

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3Judith Butler

¿El parentesco siempre es de antemano heterosexual?*Judith Butler

El tema del matrimonio gay no es el mismo que el del parentesco gay, aun-que parece que ambos se confunden en la opinión popular estadounidense cuando escuchamos que no sólo el matrimonio es una institución y un vínculo heterosexual, y debe permanecer así, sino que el parentesco tampoco funcio-na, ni califica como tal, a menos que adopte una forma reconocida de familia. Hay varias maneras de relacionar estas perspectivas. Una es afirmar que la sexualidad debe organizarse para favorecer las relaciones reproductivas y que el matrimonio, que proporciona estatus legal a la forma de la familia o, más bien, es concebido como lo que debe dar seguridad a la institución al conferirle estatus legal, debe seguir siendo el punto de apoyo que hace que estas dos instituciones se refuercen mutuamente.

Los cuestionamientos a este vínculo son, claro está, numerosos y adoptan varias formas en los Estados Unidos y en el ámbito internacional. Por un lado, en el área de la sociología hay varios modos de mostrar que en los Estados Unidos existe y persiste una considerable cantidad de rela-ciones de parentesco que no se ajustan al modelo de la familia nuclear, que dependen de relaciones biológicas y no biológicas que rebasan los alcances de los conceptos jurídicos prevalecientes y que funcionan de acuerdo con normas que no pueden formalizarse. Si entendemos el parentesco como un conjunto de prácticas que instituye relaciones de distintos tipos, las cuales negocian la reproducción de la vida y las exigencias de la muerte, resulta que las prácticas de parentesco son aquellas que surgen para ocuparse de formas fundamentales de dependencia humana, entre las que puede contarse el nacimiento, la crianza de hijas e hijos, las relaciones de dependencia y

* Tomado de Judith Butler, “Is Kinship Always Already Heterosexual?”, publicado en Undoing Gender, Routledge, Nueva York, 2004, pp. 102-130. Agradecemos a la autora el permiso para su publicación.

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apoyo emocional, los lazos generacionales, las enfermedades, la agonía y la muerte (por mencionar sólo algunas). El parentesco no es una esfera com-pletamente autónoma, definida como distinta de la comunidad y la amistad (o de las regulaciones del estado) mediante algún decreto, y tampoco está “acabado” o “muerto” sólo porque, como ha sostenido con lógica David Schneider, ha perdido la capacidad de ser formalizado o rastreado en las maneras convencionales que, en el pasado, ha intentado usar la etnología.1

En los recientes postulados de la sociología, los conceptos de parentesco se han alejado de las suposiciones sobre el matrimonio, así que, por ejemplo, Carol Stack (1974), en su ya clásico estudio del parentesco afroestadounidense en el ámbito urbano titulado All Our Kin, muestra la forma en que funciona el parentesco a través de una red de mujeres, algunas unidas por vínculos biológicos y otras sin ellos. El efecto perdurable de la historia de la esclavitud en las relaciones de parentesco afroestadounidenses se ha convertido en el núcleo de los nuevos estudios de Nathaniel Mackey (2000) y de Fred Moten (2003), quienes muestran cómo el hecho de que la esclavitud los desposeyera de relaciones de parentesco proporciona un legado, que aún continúa, de “parentesco dañado” en la vida afroestadounidense. Si, como afirma Saidiya Hartman, “la esclavitud es el fantasma en la maquinaria del parentesco”,2 esto se debe a que el parentesco afroestadounidense ha sido, al mismo tiem-po, el sitio de una intensa vigilancia y patologización por parte del estado, que ha conducido al problema doble de ser sujetos a las presiones para ser normalizados dentro del contexto de una continua deslegitimación política y social. En consecuencia, no es posible separar los asuntos del parentesco de las relaciones de propiedad (y considerar a las personas como propiedad) ni de las ficciones de la “línea de ascendencia directa”, así como tampoco de los intereses raciales y nacionales que sustentan estas líneas.

Kath Weston (1991) ha proporcionado varias descripciones etnográficas de relaciones de parentesco, no maritales, de lesbianas y gays, que surgen

1 Véase A Critique of the Study of Kinship (1984), donde David Schneider ofrece un análisis im-portante de cómo el enfoque para estudiar el parentesco se ha visto fatalmente debilitado por los supuestos inadecuados sobre la heterosexualidad y el lazo matrimonial en las descripciones etnográficas. Véase también su American Kinship (1980). Para conocer una continuación de esta crítica, sobre todo en su relación con el estatus como presupuesto del lazo matrimonial en los sistemas de parentesco, véase la revisión crítica que hace John Borneman (1996) sobre los estudios de parentesco desde una perspectiva feminista contemporánea.2 Saidiya Hartman en una conversación, primavera de 2001.

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fuera de los vínculos familiares basados en la heterosexualidad y que, en algunos casos, se aproximan sólo en parte a la forma de la familia. En 2001, el antropólogo Caï Hua refutó drásticamente la perspectiva de Lévi-Strauss sobre el parentesco como una negociación del vínculo patrilineal a través de los lazos matrimoniales; esto lo hizo Hua en su estudio sobre los na de China, grupo en el que ni los esposos ni los padres desempeñan un papel prominente en la determinación del parentesco.3

El matrimonio también ha sido separado de las cuestiones del paren-tesco, al grado de que a menudo las propuestas de legislación en torno al matrimonio gay excluyen los derechos de adopción o de acudir a las tecnologías reproductivas, como uno de los derechos que se adjudican al matrimonio. Tales propuestas se han presentado en Alemania y Francia, mientras que en los Estados Unidos las propuestas de matrimonio gay que han sido efectivas no siempre han tenido un efecto directo sobre las leyes que tratan la familia, sobre todo cuando tienen como objetivo primordial que el estado realice un “reconocimiento simbólico” de las relaciones diádicas.4

La solicitud de derechos matrimoniales tiene el objetivo de reclamar el reconocimiento del estado para las uniones no heterosexuales y, de este modo, configura al estado como la instancia que retiene un derecho que, en realidad, debería distribuir sin discriminación, sin importar la orientación sexual. El movimiento más prominente de lesbianas y gays, representado por la Campaña de Derechos Humanos, no reconoce plenamente como un problema el hecho de que la propuesta del estado pueda traer como resul-tado la intensificación de la normalización (Warner 1999). Sin embargo, el poder normalizador del estado queda muy claro cuando consideramos la forma en que los continuos dilemas sobre el parentesco condicionan

3 En una nota en la contraportada de A Society Without Fathers or Husbands: The Na of China de Caï Hua, Lévi Strauss señala que Caï Hua descubrió una sociedad en la que el papel de los padres “se niega o disminuye”, con lo que sugiere que el papel quizá sigue funcionando, pero que es negado por quienes ahí practican el parentesco. Esta interpretación logra minimizar el cuestionamiento presentado por el texto, que sostiene que el parentesco se organiza a partir de líneas que no se relacionan con el padre.4 Tengo entendido que en California y en otros estados, las leyes locales en torno a la asocia-ción doméstica ofrecen provisiones explícitas para los derechos del padre y la madre que la pareja comparte en igualdad de términos, aunque muchas propuestas buscan de manera explícita separar el reconocimiento de las asociaciones domésticas de los derechos de pater/maternidad compartida.

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y limitan los debates en torno al matrimonio. En algunos contextos, es preferible la asignación simbólica del matrimonio, o de los convenios pa-recidos al matrimonio, que alterar los requisitos para el parentesco o para los derechos individuales o plurales de tener o adoptar niños y/o niñas, o para compartir legalmente la parentalidad. Se considera que las variantes del parentesco que se alejan de las formas normativas de familia que son diádicas, basadas en la heterosexualidad y aseguradas mediante el voto matrimonial, no sólo son peligrosas para el hijo o hija, sino también para las leyes putativas, naturales y culturales, que supuestamente sustentan la inteligibilidad humana.

Es importante saber que, en Francia, los debates se han centrado en ciertas perspectivas estadounidenses sobre la construcción social y la va-riabilidad de las relaciones de género como el augurio de una peligrosa “americanización” de las relaciones de parentesco (filiation) en ese país europeo.5 En consecuencia, este ensayo tiene como propósito ofrecer una respuesta a dicha crítica, esbozada en la tercera sección, en un esfuerzo no por defender la “americanización”, sino por sugerir que los dilemas sobre el parentesco en las naciones del primer mundo, a menudo proporcionan alegorías de sus distintas preocupaciones en torno a los efectos destructivos de la variabilidad del parentesco en sus propios proyectos nacionales. Por otra parte, tengo la intención de explorar el debate francés sobre el paren-tesco y el matrimonio con el fin de mostrar cómo el argumento a favor de la alianza legal puede funcionar junto con una normalización por parte del estado de las relaciones de parentesco reconocibles, condición que extiende los derechos de contrato sin, en manera alguna, destruir los supuestos patri-lineales del parentesco ni el proyecto de nación unificada que éste sustenta.

En las secciones siguientes consideraré al menos dos dimensiones de este predicamento contemporáneo en el que se acude al estado porque puede conferir reconocimiento a las parejas del mismo sexo, y al mismo tiempo se lo resiste porque sigue ejerciendo un control regulatorio sobre el parentesco normativo. El estado no es el mismo estado en cada uno de estos puntos, puesto que pedimos que intervenga en un terreno (el matrimonio)

5 Para una consideración completa de las relaciones culturales franco-estadounidenses en lo que concierne al género y la sexualidad, véanse los textos de Eric Fassin que aparecen en la bibliografía y que, de muchas maneras, han formado el marco para mis propios comentarios sobre este tema.

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sólo para padecer su regulación excesiva en otro (el parentesco). Se plantea la pregunta de si el giro hacia el matrimonio hace más difícil la discusión en favor de la viabilidad de convenios de parentesco alternativos o en favor del bienestar del “hijo o hija” en una gran cantidad de formas sociales. Además, ¿qué sucede con el proyecto radical de articular y apoyar la proliferación de prácticas sexuales fuera del matrimonio y de las obligaciones del parentesco? ¿El giro hacia el estado señala el final de una cultura sexual radical? ¿Una perspectiva de este tipo queda eclipsada cuando nos preocupamos cada vez más por capturar el deseo del estado?

El matrimonio gay: el deseo del deseo del estado y el eclipse de la sexualidad

Evidentemente, el matrimonio gay parte de inversiones profundas y du-raderas no sólo en la pareja heterosexual per se, sino también en el tema de las formas de relación que deben ser legitimadas por el estado.6 Puede observarse esta crisis de legitimación desde varias perspectivas, pero consi-deremos por el momento el don ambivalente en que puede convertirse esa legitimación. Contar con la aprobación del estado es ingresar en los requisitos de la legitimación que allí se ofrecen y descubrir que la noción pública y reconocible que una tiene como persona depende fundamentalmente del léxico de esa legitimación. En consecuencia, los límites dentro de los que se dará la legitimación sólo ocurren a través de algún tipo de exclusión, aunque no se trate de una que sea patentemente dialéctica. La esfera de la alianza íntima y legítima se establece a través de las regiones que producen e intensifican la ilegitimidad; sin embargo, aquí funciona una obstrucción más fundamental. Comprendemos mal el campo sexual si consideramos que lo legítimo y lo ilegítimo parecen agotar sus posibilidades inmanentes; más allá de la lucha entre lo legítimo y lo ilegítimo, que tiene como meta la conversión de lo ilegítimo en legítimo, existe un campo que es menos concebible, uno que no se considera en vista de su convertibilidad última a la legitimidad. Se trata de un campo que está fuera de la disyunción entre lo legítimo y lo ilegítimo; ni siquiera se lo considera un dominio, una esfera o un campo, tampoco se lo considera legítimo o ilegítimo, ni ha sido objeto de

6 En 1999, el estado de California aprobó la iniciativa de ley Knight, que determinaba que el matrimonio debía ser un contrato en el que participan exclusivamente un hombre y una mujer. Se aprobó con un 63% de votos.

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reflexión en el discurso explícito de la legitimidad. Es un campo sexual que no cuenta con la legitimidad como su punto de referencia, como su deseo último. El debate sobre el matrimonio gay ocurre en medio de esa lógica, pues vemos cómo el debate se descompone casi de inmediato en la cuestión de si el matrimonio debe extenderse legítimamente a los homosexuales, lo cual significa que el campo sexual se circunscribe de tal modo que la sexua-lidad se considera de antemano en términos de matrimonio y éste, como la adquisición de la legitimidad.

En el caso del matrimonio gay o de las alianzas legales de afiliación, vemos cómo varias prácticas sexuales y relaciones que se hallan fuera del alcance de la ley santificadora se vuelven ilegibles o, mucho peor, insoste-nibles, y surgen nuevas jerarquías en el discurso público. Tales jerarquías no sólo imponen la distinción entre vidas queer legítimas e ilegítimas, sino que también producen distinciones tácitas entre varias formas de ilegiti-midad. La pareja estable que se casaría si pudiera hacerlo es presentada como ilegítima, pero elegible para una legitimidad futura, mientras que los agentes sexuales que funcionan fuera del alcance del lazo matrimonial y de su forma alternativa, reconocida aunque sea ilegítima, constituyen hoy en día posibilidades sexuales que nunca serán elegibles para ingresar en la legitimidad. Estas posibilidades se toman en cuenta cada vez menos en la esfera de la política debido a la prioridad que ha adoptado el debate en torno al matrimonio; se trata de una ilegitimidad cuya condición temporal es quedar privada de cualquier posible transformación en el futuro. No es sólo que aún no es legítima, sino que se encuentra irreparable e irrevocablemente más allá de la legitimidad: es lo que nunca será, es lo que nunca fue.

Aquí surge una cierta crisis normativa. Por un lado, es importante señalar cómo está circunscrito el campo de la sexualidad inteligible y co-municable, con el fin de poder ver cómo las opciones fuera del matrimonio están quedando excluidas como lo inconcebible, y cómo los términos de lo que es concebible son reforzados por los restringidos debates sobre quién y qué se incluirá en la norma. Por otra parte, siempre queda la posibilidad de disfrutar el estatus de ser inconcebible, si es un estatus, como el más crí-tico, el más radical y el más valioso. Como lo sexualmente irrepresentable, esas posibilidades sexuales pueden ilustrar lo sublime dentro del campo contemporáneo de la sexualidad, un sitio de resistencia pura, no apropiado por la normatividad. Pero, ¿cómo concebimos la política desde un sitio tal de irrepresentabilidad? Para no ser malinterpretada, permítanme plantear una pregunta igualmente apremiante: ¿cómo podemos concebir la política sin tomar en cuenta estos sitios de irrepresentabilidad?

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Esto también hace desear otro léxico completamente nuevo. La his-toria del progresismo sexual ha acudido una y otra vez a la posibilidad de un nuevo lenguaje y a la promesa de un nuevo modo de ser. En vista de este dilema, una puede hallarse con el deseo de salirse de toda esta his-toria, de operar en algún sitio que no es legítimo ni ilegítimo; pero aquí es donde la perspectiva crítica, la que opera en el límite de lo inteligible, también corre el riesgo de que se le considere apolítica. La política, al estar constituida mediante este discurso de inteligibilidad, exige que adopte-mos una postura a favor o en contra del matrimonio gay; no obstante, la reflexión crítica —que, sin duda, es parte de cualquier práctica y filosofía política y seriamente normativa— exige que preguntemos por qué y cómo es que esto se ha convertido en la cuestión que define qué se considerará aquí como un discurso político significativo. ¿Por qué, en las condiciones presentes, la perspectiva misma de “volverse política” depende de nuestra capacidad para operar dentro de ese binomio discursivamente instituido y no preguntar, e intentar no saber, que el campo sexual se estrecha de manera contundente al aceptar esos términos? Esta dinámica de fuerza adquiere mucho más vigor porque cimienta el campo contemporáneo de lo político y lo hace al excluir con fuerza al campo sexual del ámbito político. No obstante, la operación de esta fuerza de exclusión se ubica fuera del dominio del debate, como si no fuera parte del poder, como si no fuera un punto para la reflexión política. Por consiguiente, volverse política, actuar y hablar de maneras que se reconocen como políticas, es depender de la privación del mismo campo político que no se somete al escrutinio político. Sin la perspectiva crítica, la política depende fundamentalmente de una falta de conocimiento y de una despolitización, de las mismas relaciones de fuerza por las que se instituye su propio campo de operaciones.

Ser crítica no es, entonces, una posición per se, ni un sitio o lugar que pueda ubicarse en el interior de un campo ya delimitable, aunque una deba, en una catacresis obligatoria, hablar de sitios, de campos y de dominios. Una función crítica es hacer un escrutinio de la acción de delimitación misma. Cuando recomiendo que nos volvamos críticas, que nos arries-guemos a serlo en la reflexión acerca de la manera en que está constituido el campo sexual, no sugiero que podamos o debamos ocupar un atópico lugar otro, sin delimitación y radicalmente libre. El cuestionamiento de las condiciones que se dan por sentadas se vuelve posible de vez en cuando, pero no se puede llegar allí mediante un experimento pensado, un epoché, un acto de voluntad. Se llega allí, por decirlo de algún modo, al sufrir la dehiscencia, la fractura, del cimiento mismo.

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Incluso en el interior del campo de la sexualidad inteligible, encontramos que los binomios que aseguran las operaciones de dicho campo permiten la existencia de zonas intermedias y de formaciones híbridas, con lo que se sugiere que la relación binaria no agota el campo en cuestión. Evidentemente, hay regiones intermedias, regiones híbridas de legitimidad e ilegitimidad que carecen de nombres claros y donde la nominación misma entra en una crisis producida por los limites variables, a veces violentos, de las prácticas legitimadoras que entran en un contacto incómodo y a veces conflictivo entre ellas. No se trata precisamente de lugares en los que se elija pasar el rato, de posiciones de sujeto que elijamos ocupar. Son no-lugares donde una se halla a sí misma pese a una misma; se trata, sin duda, de no-lugares donde el reconocimiento, incluido el autorreconocimiento, resulta precario cuando no escurridizo, aunque hagamos nuestro mejor esfuerzo por ser sujetos en un sentido reconocible. No son sitios de enunciación, sino desplazamientos en la topografía desde los que surge un reclamo cuestionablemente audible: el reclamo del que aún-no-es-sujeto y del que casi es reconocible.

El hecho de que existan tales regiones, y que no sean precisamente opciones, sugiere que lo que causa problemas en la distinción entre la legiti-midad y la ilegitimidad son las prácticas sociales, específicamente sexuales, que no se presentan inmediatamente como algo coherente en el léxico de la legitimación con el que se cuenta. Son sitios de una ontología incierta, de difícil nominación. Si parece que ahora procederé a afirmar que todos y todas debemos procurar y celebrar los sitios de una ontología incierta y de una difícil nominación, debo decir que en realidad deseo ocuparme de una cuestión un poco distinta, que es prestar atención a la exclusión de lo posible que ocurre cuando, a partir del apremio para arriesgarse a plantear un reclamo político, naturalizamos las opciones que aparecen de forma más legible en el campo sexual. Prestar atención a esta exclusión, como un acto político que ejecutamos sin darnos cuenta, que ejecutamos sin darnos cuenta una y otra vez, ofrece la posibilidad de que haya una noción diferente de la política, una que se ocupe de sus propias exclusiones como efecto de su propio activismo consciente. No obstante, debemos mantener una posición doble en relación con este difícil terreno, pues no bastarán ni la violencia de la exclusión que estabiliza el campo del activismo, ni el camino de la pará-lisis crítica que está arraigado en el nivel de la reflexión fundamental. En lo que concierne al tema del matrimonio gay, resulta cada vez más importante mantener viva la tensión entre conservar una perspectiva crítica y hacer un reclamo políticamente legible.

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Mi intención no es sugerir que, en relación con los debates en torno al matrimonio y al parentesco gay, debamos mantenernos críticas más que políticas, como si tal distinción fuese al final posible o deseable, sino sólo que una política que incorpore una comprensión crítica es la única que puede seguir afirmando que es autorreflexiva y que no es dogmática. Ser política no significa simplemente adoptar una “postura” única y permanen-te; por ejemplo, no siempre es fácil decir que una está a favor o en contra del matrimonio gay, pues es posible que una quiera asegurar el derecho de quienes desean utilizarlo aunque una no lo desee para sí misma, o también es posible que una desee oponerse a los discursos homófobos que se han dirigido en contra del matrimonio gay, aunque no por ello quiera estar a favor de él. También es posible que una crea con gran firmeza que el matri-monio es la mejor forma de vida para lesbianas y gays y quiera instaurarlo como una nueva norma, una norma para el futuro. Asimismo, es posible que una se oponga a él no sólo por una misma, sino por todas las demás personas, y que al final la labor sea reelaborar y revisar la organización social de la amistad, los contactos sexuales y la comunidad, con el fin de producir formas de apoyo y alianza que no se centren en el estado, pues el matrimonio, debido a su peso histórico, se convierte en “opción” sólo al extenderse como norma (y, por ende, al excluir otras opciones), una opción que también extiende las relaciones de propiedad y hace que las formas so-ciales de la sexualidad sean más conservadoras. Para un movimiento social progresista, incluso uno que quizá desea presentar el matrimonio como una opción para las personas que no son heterosexuales, la propuesta de que el matrimonio deba convertirse en la única forma de sancionar o legitimar la sexualidad es de un conservadurismo inaceptable. Aunque el tema no sea el matrimonio, sino los contratos legales al ampliar los convenios de asociación doméstica y convertirlos en contratos, surgen varias preguntas: ¿por qué el matrimonio o los contratos legales deben convertirse en la base a partir de la cual se asignan, por ejemplo, los beneficios de la atención médica? ¿Por qué no hay maneras de organizar los derechos de atención médica de tal modo que todas las personas, sin importar su estado civil, puedan contar con ellos? Si sostenemos la idea del matrimonio como una manera de asegurar esos derechos, ¿no estamos entonces afirmando que derechos tan importantes como la atención médica deben seguir asignándose con base en el estado civil? ¿Cómo afecta esto a la comunidad de las personas que no están casadas, las solteras, las divorciadas, a quienes no les interesa,

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las que no son monógamas, y cómo es que el campo sexual se reduce, en su misma legibilidad, cuando extendemos el matrimonio como norma?7

Independientemente de lo que pensemos sobre el matrimonio gay, es claro que se exige a quienes trabajan en el área de los estudios de la sexualidad que respondan a muchos de los argumentos homófobos que se han dirigido contra las propuestas de este matrimonio. Muchos de estos argumentos no sólo están basados en sentimientos homófobos, sino que a menudo se centran en algunos temores con respecto a las relaciones reproductivas, sean naturales o “artificiales”: ¿qué ocurre con el hijo, la hija, el pobre niño o niña, mártir de un progresismo social ostensiblemente egoísta u obstinado? Resulta claro que los debates sobre el matrimonio y el parentesco gay, dos temas que a menudo se juntan, se han convertido en sitios de un intenso desplazamiento de otros temores políticos, temores sobre la tecnología, sobre nuevas demo-grafías y también sobre la unidad y transmisibilidad mismas de la nación, y temores de que el feminismo, al insistir en la atención infantil, haya logrado extender el parentesco fuera de la familia y lo haya abierto a los extraños. En los debates que se suscitaron en Francia en torno al Pacs (el “pacto civil de solidaridad”, que constituye una alternativa al matrimonio para cualquier par de individuos que no están unidos por la sangre, independientemente de su orientación sexual), al final la aprobación de la ley dependía de que se proscribieran los derechos de las parejas no heterosexuales para adoptar niños o niñas y para tener acceso a la tecnología reproductiva. Hace poco también se propuso y aceptó la misma medida en Alemania.8 En ambos casos podemos ver que el hijo o hija aparece en el debate como un sitio extremo para la transferencia y la reproducción de cultura, donde la “cul-

7 Véase Agacinski (1998), y la excelente réplica de Feher (1998).8 En Alemania, la ley Eingetragene Lebenspartnerschaft (agosto de 2001) estipula claramente que los dos individuos que participan en esta alianza son gays y que la ley los compromete a tener una relación a largo plazo de apoyo y responsabilidad. De esta manera, la ley compromete a dos individuos, en el entendido de que son gays, a participar en algo que se aproxima a la forma social del matrimonio. Mientras que el Pacs francés sólo extiende el derecho del contrato a dos individuos cualesquiera que deseen participar en él con el fin de compartir o heredar propiedades, la disposición alemana requiere, en un modo neohegeliano, que el contrato refleje un modo de vida específico, reconocido como marital, que merezca el reco-nocimiento del estado. Véase Deutscher Bundestag, 14. Wahlperiode, Drücksache 14/5627, 20 de marzo de 2001.

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tura” conlleva normas implícitas de pureza y dominio raciales.9 Podemos, sin duda, ver una conversión entre los argumentos que se dan en Francia en contra de la amenaza a la “cultura” que representa la perspectiva de gente gay legalmente unida que tiene hijos e hijas —debido a los fines de esta discusión, dejaré para otro momento la cuestión de lo que significa “tener”— y aquellos argumentos que se ocupan de asuntos de inmigración, de lo que es Europa. Este último interés plantea la pregunta, implícita y explícita, de qué es lo realmente francés, cuáles son las bases de su cultura que, mediante una lógica imperial, se convierten en la base de la cultura misma, en sus condiciones universales e invariables. Los debates no sólo se centran en las preguntas sobre lo que es la cultura y quién debe ser ad-mitido o admitida, sino también en cómo deben reproducirse los sujetos de la cultura. También tienen que ver con el estatus del estado y, en particular, con su poder para otorgar o retirar el reconocimiento a las distintas formas de alianza sexual. Sin duda, el argumento en contra del matrimonio gay siempre es, implícita o explícitamente, un argumento sobre qué es lo que debe hacer el estado y qué debe proporcionar, y también sobre qué tipos de relaciones íntimas debe ser posible elegir para que sean legitimadas por el estado. ¿A qué se refiere el deseo de evitar que el estado reconozca a las parejas que no son heterosexuales y qué es el deseo de exigir al estado que ofrezca ese reconocimiento? Para las dos partes del debate, el problema no es sólo qué relaciones de deseo deben ser legitimadas por el estado, sino también quién puede desear al estado, quién puede desear el deseo del estado.

Obviamente, las preguntas son mucho más complejas: ¿de quién es el deseo que podría calificar como un deseo de legitimación por parte del es-tado? ¿El deseo de quién podría calificar como el deseo del estado? ¿Quién puede desear al estado? ¿A quién puede desear el estado? ¿De quién es el deseo que será el deseo del estado? Por el contrario, y ésta es una mera especulación —aunque quizá la labor académica pueda considerarse un sitio social para esa especulación—, parece que lo que anhelamos cuando anhelamos el “reconocimiento del estado” para el matrimonio y lo que no

9 En The Queen of America, Lauren Berlant sostiene de manera persuasiva que “en la cultura reaccionaria del privilegio en riesgo, el valor de la nación no se presenta en nombre de un adulto que trabaja y que existe de verdad, sino de un estadounidense futuro, tanto incipiente como prehistórico: el feto y el niño o niña estadounidenses están especialmente investidos con esta esperanza” (1997: 5).

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anhelamos cuando anhelamos limitar el alcance de ese reconocimiento para otros, son anhelos complejos. El estado se convierte en el medio por el que una fantasía se vuelve literal: el deseo y la sexualidad se ratifican, se justifican, se conocen, se establecen públicamente y se imaginan como algo permanente y duradero. En ese mismo instante, el deseo y la sexualidad quedan despo-seídos y desplazados, y lo que yo “soy” y lo que “es” mi relación ya no son asuntos privados. Irónicamente, podría decirse que mediante el matrimonio el deseo personal adquiere cierto anonimato y se vuelve intercambiable; se convierte, por así decirlo, en algo mediado públicamente y, en ese sentido, se vuelve una especie de sexo público legitimado. Más aún, el matrimonio impone, al menos de manera lógica, el reconocimiento universal: todas las personas deben permitirte ingresar en un hospital; todas deben respetar tu derecho a llorar la pérdida de alguien; todas deben dar por sentado tus derechos naturales a tener un hijo o hija; todas deben considerar que tu relación alcanza una dimensión de eternidad. De esta manera, el deseo de reconocimiento universal es el deseo de volverse universal, de volverse intercambiable en la universalidad propia, de abandonar la solitaria parti-cularidad de la relación que no es ratificada y quizá, por encima de todo, de lograr tanto un lugar como la santificación en la relación imaginada con el estado. Un lugar y santificación: son fantasías poderosas y adoptan formas fantasmagóricas particulares cuando consideramos el esfuerzo que se hace en favor del matrimonio gay. El estado puede convertirse en el sitio para recircular los deseos religiosos, para la redención, para la pertenencia, para la eternidad. También podríamos preguntar qué ocurre con la sexualidad cuando recorre este circuito específico de fantasía: ¿queda aliviada de su culpa, de su desviación, de su discontinuidad, de su carácter solitario, de su carácter fantasmal? Y si queda aliviada de todo eso, ¿exactamente dónde quedan estas negatividades? ¿Acaso no tienden a ser proyectadas en quienes no han entrado en este territorio sagrado o no lo harán? ¿La proyección adopta la forma de juicio moral sobre los otros, de ejecutar una abyección social y, por ende, de convertirse en la ocasión para instituir una nueva jerarquía de convenios sexuales legítimos e ilegítimos?

La pobre hija o hijo y el destino de la nación

En Francia, la propuesta de instituir las uniones civiles (los pactos de soli-daridad social) como una alternativa al matrimonio tuvo de inmediato la intención de eludir el matrimonio y de asegurar los vínculos legales. Sin embargo, se topó con un límite cuando surgieron las preguntas sobre la re-

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producción y la adopción. Es obvio que en Francia la preocupación en torno a la reproducción se presenta junto con la preocupación sobre la reproducción de una cultura francesa identificable; como ya sugerí, es posible ver cierta identificación implícita de la cultura francesa con la universalidad, lo cual tiene sus propias consecuencias en la fantasía de la nación que está en juego. Para entender este debate es importante reconocer cómo, en particular, la figura del hijo o hija de padres y/o madres que no son heterosexuales se convierte en un sitio que atrae todas las ansiedades sobre la pureza cultural y la transmisión de la cultura. En el alboroto reciente en torno al Pacs, la única forma en que podía aprobarse la propuesta era negar a los individuos que vivían ese tipo de relación el derecho a una adopción conjunta. Como han sostenido Eric Fassin y otras personas, en el contexto francés lo que resulta escandaloso es que se alteren los derechos de filiación, no el matrimonio per se (Fassin 2001b). La vida del contrato puede extenderse dentro de ciertos límites, no así los derechos de filiación.

En parte del comentario cultural que acompañó la decisión de negar el derecho de adopción a la gente abiertamente gay, escuchamos a Sylviane Agacinski, reconocida filósofa francesa, decir que permitir a los homosexua-les formar familias contraviene el “orden simbólico”(1998: 23). Cualesquiera que sean esas formas sociales, no son matrimonios y no son familias; según ella, de ninguna forma son “sociales” en un sentido cabal, sino que son pri-vadas. La lucha concierne, en parte, a las palabras, trata de dónde y cómo pueden usarse, al igual que de su flexibilidad y su calidad equívoca; pero, de modo más específico, es una lucha sobre la posibilidad de que ciertas prácticas de nominación mantengan en su lugar los presupuestos sobre los límites de lo que es humanamente reconocible. Sin embargo, el argumen-to depende de una paradoja que sería difícil negar, pues si no se quieren reconocer ciertas relaciones humanas como parte de lo humanamente re-conocible, entonces es que ya se las ha reconocido y sólo se procura negar lo que, de un modo u otro, ya se ha comprendido. El “reconocimiento” se convierte en el esfuerzo de negar lo que existe y, en consecuencia, se con-vierte en instrumento para negar el reconocimiento. Así, se convierte en una manera de apuntalar una fantasía normativa de lo humano por encima, y en contra, de las versiones disonantes de ella misma. Defender los límites de lo que es reconocible en contra de los cuestionamientos, es comprender que ya fueron desafiadas las normas que rigen la calidad de ser reconoci-ble. En los Estados Unidos estamos acostumbradas a escuchar los alegatos conservadores y reaccionarios contra la homosexualidad como algo que

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no es natural, pero no es precisamente el mismo discurso el que se adopta en la polémica francesa. Agacinski, por ejemplo, no supone que la familia adopta una forma natural; más bien, el estado está obligado a reconocer que el matrimonio es heterosexual, dice ella, no por la naturaleza ni por las las leyes naturales, sino por algo llamado “el orden simbólico” (que corresponde a la ley natural y la ratifica). El estado, de acuerdo con los dictados de este orden, se ve obligado a negarse a reconocer esas relaciones.

A continuación expondré el planteamiento de Agacinski, no porque ella sea la oponente más notoria de las transformaciones del parentesco que puede conllevar el matrimonio gay, sino porque hace tiempo me enviaron un editorial que Agacinski escribió en Le Monde, una carta que de algún modo exigía respuesta (1999). En su editorial identifica cierta rama de teoría de género y queer como el futuro monstruoso que le espera a Francia si llegan a ocurrir estas transformaciones. Digamos, sin entrar en detalles, que en la primera plana de Le Monde se publicó cierta interpelación donde aparecía mi nombre como señal de la monstruosidad que se avecinaba. Tomen en cuenta que estoy en un aprieto, porque se utilizan mis propias opiniones para alertar contra un futuro monstruoso que se hará realidad si se permite a las lesbianas y los gays tener convenios de parentesco ratificados por el estado. Por un lado, está la exigencia de responder a esos argumentos y refutarlos; por el otro, parece crucial no aceptar los términos en que mi oponente ha delimitado el debate que, me temo, ni siquiera es un debate, sino una polémica muy publicitada y una manera de chantajear con el mie-do. El aprieto no es sólo mío. ¿Al oponerme a ella ocuparé una posición en la que reclamo la legitimación por parte del estado? ¿Es eso lo que deseo?

Por una parte, sería muy fácil decir que está equivocada, que las formas familiares en cuestión son formas sociales viables y que es posible oponerse al presente epistema de inteligibilidad y rearticularlo de manera útil a partir de estas formas sociales.10 Después de todo, su punto de vista acompaña y fortalece las opiniones que sostienen que las relaciones sexuales legítimas

10 Este argumento constituye el núcleo de mi objeción a los argumentos lacanianos contra la viabilidad de los matrimonios entre personas del mismo sexo y a favor de la familia hete-ronormativa que aparecen en Antigone’s Claim (Butler 2000a: esp. 68-73). Para conocer más argumentos que se oponen a los de Jacques-Alain Miller y a otras formas de escepticismo lacaniano en relación con las uniones de personas del mismo sexo, véase Butler 2000b: 136-181.

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adoptan formas hererosexuales sancionadas por el estado, y a quienes se esfuerzan para que no existan alianzas sexuales viables y significativas que no se ajusten a ese modelo. Claro que esta manera de impedir la existencia de alianzas tiene consecuencias que van más allá de herir los sentimientos de alguien o de ofender a un grupo de personas. Significa que cuando llegas al hospital para visitar a tu amante, no puedes hacerlo; que cuando tu amante entra en estado de coma, no puedes asumir ciertos derechos testamentarios; que cuando tu amante muere, no te está permitido recibir el cuerpo; que, cuando como padre o madre no biológico/a te quedas con tu hijo o hija, no tienes manera de oponerte a los reclamos legales de la familia biológica, quizá pierdas la custodia e incluso no tengas acceso a él o ella; que quizá tu amante y tú no puedan proporcionarse mutuamente los beneficios de la atención médica. Todas estas son formas muy significativas de privación de derechos que empeoran debido a las circunstancias personales de la vida diaria en que una termina por borrarse y que, de modo invariable, afectan una relación. La experiencia de deslegitimación puede hacer más difícil mantener un lazo que, de todos modos, no es real, que no “existe”, que nunca ha tenido la oportunidad de hacerlo, que nunca debió existir. Si las dos personas no son reales, con el tiempo puede ser difícil seguir, y es en este punto donde la ausencia de legitimación por parte del estado puede aparecer en la psique como una desconfianza hacia una misma que, si no es fatal, al menos es profunda. Si has perdido al o a la amante que nunca recibió reconocimiento como tal, ¿en realidad perdiste a esa persona? ¿Es una pérdida verdadera y puedes lamentarte por ella en público? Evidentemente, se trata de un problema que se ha extendido cada vez más en la comunidad queer debido a las pérdidas debidas al sida, las pérdidas de vidas y amores que siempre luchan por ser reconocidos como tales.

Por otra parte, procurar la legitimación del estado para reparar este daño implica un sinnúmero de problemas nuevos, por no decir nuevas congojas. La imposibilidad de asegurar el reconocimiento del estado para los conve-nios íntimos sólo puede vivirse como una forma de impedir la existencia si los términos de la legitimación estatal son los que mantienen el control hegemónico sobre las normas del reconocimiento, es decir, si el estado mo-nopoliza los recursos del reconocimiento. ¿Acaso no hay otras formas de sentir que sean posibles, inteligibles, incluso reales, alejadas de la esfera del reconocimiento del estado? ¿Acaso no deben existir? Si recordamos la historia del movimiento de lesbianas y gays, es lógico que este movimiento ahora acuda al estado: el interés que hay ahora por el matrimonio gay es, de

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alguna manera, una reacción ante el sida y, específicamente, una reacción que surge de la vergüenza, reacción en la que la comunidad gay busca negar su supuesta promiscuidad y en la que aparecemos como personas sanas, normales y capaces de, con el tiempo, mantener relaciones monógamas. Evidentemente, esto me regresa a la pregunta que Michael Warner (2002) planteó con mordacidad: si el impulso para volverse reconocibles dentro de las normas de legitimidad existentes requiere que suscribamos una práctica que deslegitima las vidas sexuales que se estructuran fuera de los lazos del matrimonio y de las suposiciones de la monogamia. ¿La comunidad queer está dispuesta a negar esto? ¿Cuáles serán las consecuencias sociales? ¿Cómo es posible que demos al estado el poder de reconocernos cuando insistimos en que, sin él, somos irreales e ilegítimos/as? ¿Existen otros recursos que pueden volvernos reconocibles o que nos permiten movilizarnos para desa-fiar a los regímenes existentes en cuyo interior se encuentran los términos de la posibilidad de ser reconocidos y reconocidas?

Aquí es donde podemos ver el terreno del dilema: por un lado, vivir sin normas de reconocimiento da por resultado un sufrimiento significativo y formas de privación de derechos que confunden las distinciones mismas que hay entre las consecuencias materiales, culturales y psíquicas. Por otra parte, la exigencia de ser reconocidos/as, que constituye una demanda política muy fuerte, puede conducir a nuevas e injustas formas de jerarquía social, a una obstrucción precipitada del campo sexual y a nuevas formas de sustentar y extender el poder estatal, cuando no instituye un desafío crítico a las mismas normas de reconocimiento que proporciona y requiere la legitimación estatal. No hay duda de que al solicitar el reconocimiento del estado sí restringimos el terreno de lo que será reconocible como convenios sexuales legítimos, con lo que se fortalecerá el estado como origen de las normas de reconocimiento y se ocultarán otras posibilidades en la sociedad civil y en la vida cultural. Exigir y recibir reconocimiento de acuerdo con las normas que legitiman el matrimonio y deslegitiman las formas de alianza sexual fuera de éste, o con las normas que se articulan en una relación crítica con el matrimonio, es desplazar el sitio de la deslegitimación de una parte de la comunidad queer a otra o, más bien, transformar una deslegitimación colectiva en una selectiva. Es difícil, cuando no imposible, reconciliar una práctica de este tipo con un movimiento sexualmente progresista y radical-mente democrático. ¿Qué puede significar excluir del campo de la legiti-mación potencial a quienes se encuentran fuera del matrimonio, a quienes llevan una vida no monógama, a quienes viven solos y solas, a quienes se

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encuentran en cualquier tipo de convenio en el que estén y que no es la forma matrimonial? Aquí agrego una advertencia: no siempre sabemos qué queremos decir con “el estado” al referirnos al tipo de “legitimación estatal” que se presenta en el matrimonio. El estado no es una unidad simple y sus partes y operaciones no siempre se hallan coordinadas entre sí; el estado no puede reducirse a la ley, así como el poder no puede reducirse al poder estatal. Sería un error considerar que el estado opera con un solo conjunto de intereses o medir sus esfuerzos como si su éxito fuese unilateral. Creo que el estado también puede ser trabajado y explotado; además, las políticas sociales, que implican implementar la ley en casos locales, muy a menudo pueden ser el sitio donde se cuestiona la ley, que se entrega a la corte para su uso, y donde los nuevos convenios de parentesco tienen la oportunidad de obtener una nueva legitimidad. Claro que ciertas propuestas siguen siendo muy polémicas: la adopción interracial, la adopción por parte de hombres solteros, de parejas de hombres gay, de personas que no están casadas, de estructuras de parentesco formadas por más de dos adultos y/o adultas. Por lo tanto, hay razones para preocuparse ante el requerimiento de que el estado reconozca las alianzas íntimas, y de esa manera convertirse en parte de la extensión del poder estatal al socius. ¿Acaso estas razones superan las que podemos tener para procurar el reconocimiento y la obtención de derechos mediante la participación en un contrato legal? Los contratos funcionan de maneras distintas —y es claro que lo hacen de modo diferente en los con-textos francés y estadounidense— con el fin de adquirir autoridad estatal y de someter a un control regulatorio a los individuos que se adhieren a esos contratos. Incluso si sostenemos que, en Francia, los contratos se con-ciben como derechos individuales y están mucho menos sujetos al control estatal, la forma misma de individuación se encuentra sustentada por la legitimación estatal, aun si el estado parece estar relativamente alejado del proceso contractual mismo, o precisamente cuando es así.

De esta manera, las normas del estado funcionan de modo muy distinto en estos contextos nacionales dispares. En los Estados Unidos, a menudo las normas de reconocimiento que proporciona el estado no describen ni regulan la práctica social existente y además se convierten en el sitio de articulación de una fantasía de normatividad que proyecta y delinea una explicación ideológica del parentesco, en el preciso momento en que pasa por un proceso de cuestionamiento y diseminación sociales. Así, parece que acudir al estado es, a la vez, acudir a una fantasía que ya ha sido insti-tucionalizada por éste y despedirse de la complejidad social que existe con

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la esperanza de, por fin, volverse “socialmente coherentes”. Esto también significa que hay un sitio al que podemos dirigirnos, entendido como el estado, que finalmente nos volverá coherentes, un giro que nos consigna a la fantasía del poder estatal. Jacqueline Rose sostiene con gran persuasión que “si el estado tiene significado sólo ‘en parte como algo que existe’, si depende de que los individuos crean que ‘existe o debe existir’, entonces empieza a verse siniestramente como lo que el psicoanálisis llama un fenó-meno de ‘como si” (1996: 8-9). Sus regulaciones no siempre buscan ordenar lo que existe, sino presentar la vida social en ciertas formas imaginarias. La desproporción entre las estipulaciones del estado y la vida social existente significa que esta brecha debe cerrarse para que el estado siga ejerciendo autoridad e ilustre el tipo de coherencia que se espera que confiera a quienes se encuentran supeditados a él. Como nos recuerda Rose: “El estado se ha vuelto tan ajeno y distante de las personas a quienes debe representar que, siguiendo a Engels, debe depender, de forma cada vez más desesperada, del carácter sagrado e inviolable de sus propias leyes” (1996: 10).

Así que esta moneda tiene dos caras, pero no tengo la intención de resolver este dilema en favor de una u otra, sino que deseo elaborar una práctica crítica que se ocupe de ambas. Quiero sostener que la legitimación es un arma de dos filos: es crucial que, políticamente, exijamos ser inteligi-bles y reconocibles; también es políticamente crucial que conservemos una relación crítica y transformadora con las normas que rigen lo que contará, o no, como una alianza y un parentesco inteligibles y reconocibles. El paren-tesco también implicaría una relación crítica con el deseo de legitimación como tal. También es crucial cuestionar la suposición de que el estado debe proporcionar las normas y lograr pensar críticamente en esto en que se ha convertido el estado la época actual o en cómo se ha convertido en el sitio para la articulación de una fantasía que busca negar o trastocar lo que nos han traído estos tiempos.

Al volver al debate francés, parece importante recordar que la polémica en torno a las leyes es, a la vez, una polémica sobre los tipos de convenios sexuales y las formas de parentesco cuya existencia puede ser admitida o considerada posible, y sobre lo que pueden ser los límites de lo imaginable. Para muchas personas que se opusieron al Pacs o, cuando menos, expresaron opiniones escépticas sobre él, el estatus mismo de cultura era cuestionado por la variabilidad de la alianza sexual legitimada. Se presentaba la inmi-gración y la parentalidad gay como cuestionamientos a los fundamentos de una cultura que ya había sido transformada, pero que procuraba negar la transformación que había sufrido (véase Raissiguier 2002).

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A fin de comprender esto debemos considerar cómo opera el término “cultura” y cómo, en el contexto francés, se invocó ese término en los debates para designar las condiciones universales para la inteligibilidad humana y no las formaciones culturalmente variables de la vida humana.

Ley estatal, cultural y natural

Aunque la filósofa francesa Agacinski no es lacaniana y, evidentemente, ni siquiera es psicoanalista, sí podemos ver en su comentario, de enorme im-portancia en el debate francés, cierta creencia antropológica que comparten muchos seguidores de Lacan y demás personas que practican el psicoanálisis en Francia y otros lugares.11 Se trata de la creencia de que la cultura misma requiere que un hombre y una mujer produzcan un hijo o hija, y que éste o ésta debe contar con dicho punto dual de referencia para su propia inicia-ción en el orden simbólico, que consiste aquí en un conjunto de reglas que ordenan y sustentan nuestra noción de realidad y de inteligibilidad cultural.

Agacinski escribe que la parentalidad gay no es natural y que constituye una amenaza para la cultura porque la diferencia sexual, que en su opinión es irrefutablemente biológica, obtiene importancia en la esfera cultural como el fundamento de la vida en la procreación: “Este fundamento (de la diferencia sexual) es la generación; es la diferencia entre los roles paternos y maternos. Debe existir lo masculino y lo femenino para dar vida”. Más allá y en contra de esta heterosexualidad que confiere vida y se encuentra en la base de la cultura, se halla el espectro de la parentalidad homosexual, una práctica que, además de alejarse de la naturaleza y de la cultura, también se centra en la peligrosa y artificial fabricación del ser humano y se presenta como una especie de violencia o destrucción. Agrega:

Requiere cierta “violencia”, si se es homosexual, desear tener un hijo o hija [Il faut une certaine “violence”, quand on est homosexuel, pour voiloir un enfant] …. Creo que no existe el derecho absoluto de tener un hijo o hija, pues tal derecho implica una fabricación cada vez más artificial de la descendencia. Por el bien del hijo o hija, no podemos hacer de lado su origen doble.

11 La posición de Lévi-Strauss ha sido defendida mucho más inflexiblemente por Françoise Héritier. Para conocer su oposición más vehemente al Pacs, véase su entrevista de 1998, donde señala que “aucune societé n'admet de parenté homosexuelle”. Véanse también Masculin/Féminin y L’Exercise de la parenté.

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El “origen doble” es su inicio invariable en un hombre y una mujer, un hombre que ocupa el lugar del padre y una mujer que ocupa el de la madre. “Este origen mixto, que es natural, también es una base cultural y simbólica”, añade (1998: 23).12

La argumentación de que debe haber padre y madre como punto doble de referencia del origen del hijo o hija parte de un conjunto de supuestos que resuenan con el eco de la posición de Lévi-Strauss en Las estructuras elementales del parentesco de 1949. Aunque Agacinski no pertenece a la es-cuela de Lévi-Strauss, su marco de referencia sí toma en préstamo un con-junto de premisas estructuralistas sobre la cultura que han sido revividas y renovadas en el contexto de este debate. Mi intención no es responsabilizar a las opiniones de Lévi-Strauss de los términos en que se plantea el presente debate, sino preguntar cuál es el propósito de revivirlas en el horizonte po-lítico contemporáneo si tomamos en cuenta que, en la antropología, por lo general se considera que las opiniones que Lévi-Strauss publicó a fines de la década de 1940 se encuentran superadas, y que el mismo Lévi-Strauss ya no las sostiene de la misma forma.13

Para Lévi-Strauss, el drama edípico no debía concebirse como un mo-mento o fase del desarrollo; por el contrario, consiste en una prohibición que está presente en el momento de iniciarse en el lenguaje, que a veces sirve para facilitar a todos los sujetos incipientes la transición de la naturaleza a la cultura. No es que con el tiempo se llegue a la barrera que prohíbe la unión sexual con la madre, sino que, en cierto sentido, se encuentra allí como una condición previa para la individuación, como un supuesto y un soporte para la inteligibilidad cultural misma. Ningún sujeto surge sin contar con esta barrera o prohibición como su condición, y no es posible reclamar ninguna inteligibilidad cultural sin pasar primero por esta estructura fundacional. Ciertamente, la madre queda vedada porque pertenece al padre, de modo que si esta prohibición es fundamental y comprendida, entonces el padre y la madre existen como aspectos lógicamente necesarios de la prohibición misma. Ahora bien, el psicoanálisis explica que no es necesario que el padre y la madre existan de verdad, pues pueden ser posiciones o figuras

12 La traducción es mía.13 Lévi-Strauss contribuyó al debate al dejar en claro que sus opiniones de hace más de cincuenta años no coinciden con sus posiciones del presente, y al sugerir que la teoría del intercambio no tiene que estar unida a la diferencia sexual, pero siempre debe tener una expresión específica y formal. Véase Lévi-Strauss 1969 y 2000.

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imaginarias, pero sí deben aparecer estructuralmente de alguna manera. El comentario de Agacinski también es ambiguo en este sentido, aunque insiste en que deben haber existido y en que el niño o niña debe entender que la existencia de ellos es esencial para su origen.

Comprender la manera en que esta prohibición se vuelve un elemen-to fundacional para una noción de cultura es rastrear la forma en que el complejo de Edipo en Freud se reconstruye como una estructura inaugural del lenguaje y del sujeto en Lacan; se trata de algo que no puedo hacer en este contexto y que quizá ya he hecho en muchas otras ocasiones (véase Butler 2000b). Lo que quiero subrayar es el uso del Edipo para establecer una noción determinada de cultura que tiene consecuencias demasiado restringidas para las formaciones de disposiciones sexuales y de género, y que presenta, implícitamente, la cultura como un todo, una unidad, algo que tiene el interés de reproducirse y reproducir su unidad singular mediante la reproducción del hijo o hija. Cuando, por ejemplo, Agacinski sostiene que para que todos los hijos e hijas crezcan de forma no psicótica deben existir un padre y una madre, parece a primera vista que no hace el señalamiento empírico de que padre y madre deben estar presentes durante todas las fases de la crianza y deben ser conocidos como tales. Ella presenta algo mucho más ideal: que al menos debe haber un punto psíquico de referencia para la madre y el padre y un esfuerzo narrativo para recuperar al progenitor y a la progenitora, incluso en el caso de que uno u otra nunca estén presentes ni se les conozca. No obstante, si esto quedara garantizado sin el convenio social de la heterosexualidad, Agacinski no tendría razones para oponerse a la adopción por parte de lesbianas y gays. Parecería que los convenios sociales sustentan y mantienen la estructura simbólica, a la vez que ésta legitima el convenio social. Para Agacinski, el coito heterosexual, independientemente del progenitor/a o progenitores/as que críen al hijo o hija, se entiende como el origen del hijo o hija, y tal origen tiene importancia simbólica.

Se entiende que la importancia simbólica del origen heterosexual del hijo o hija es esencial para la cultura por la siguiente razón. Si el niño o niña ingresa en la cultura a través de un proceso en que se asume una posición simbólica y si dicha posición es diferenciada por obra del Edipo, se supo-ne que el niño o niña adquirirá un género cuando asuma una posición en relación con las posiciones paterna y materna que le quedan prohibidas como objetos sexuales manifiestos. El niño se convertirá en niño, siempre y cuando reconozca que no puede poseer a su madre y que debe hallar una mujer que la sustituya, mientras que la niña se convertirá en niña, siempre

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y cuando reconozca que no puede poseer a su madre, que substituya esa pérdida al identificarse con ella y entonces reconozca que no puede poseer al padre y lo sustituya con un objeto que sea hombre. Según esta rígida es-quematización del Edipo, el género se obtiene mediante la satisfacción del deseo heterosexual. Esta estructura que (en un esfuerzo por reconstruir la postura de Agacinski) presento aquí con mucha más rigidez de la que se halla en Freud (véanse Tres ensayos sobre teoría sexual o El yo y el ello], se ve despojada de su estatus como una fase del desarrollo y sostenida como el medio por el que, en el interior del lenguaje, se establece un sujeto indivi-duado. Volverse parte de la cultura significa haber pasado por el mecanismo de diferenciación de género de este tabú y lograr, al mismo tiempo, tanto la heterosexualidad normativa como una discreta identidad de género.

Hay muchas razones para rechazar esta versión específica del Edipo como la condición previa para el lenguaje y la inteligibilidad cultural. Asimismo, muchas versiones del psicoanálisis rechazarían este esquema y darían paso a varias maneras de rearticular el Edipo, pero también li-mitarían su función en relación con el pre-Edipo. Además, varias formas de antropología estructural buscaron elevar el intercambio de mujeres al rango de condición previa de la cultura e identificar el mandato de exo-gamia con el tabú del incesto que operaba en el drama edípico. Mientras tanto, otras teorías de la cultura han ocupado su lugar y han cuestionado la explicación estructuralista; entre quienes, desde la antropología, han señalado con claridad la imposibilidad del estructuralismo para tomar en cuenta sistemas de parentesco que no se ajustan a este modelo, están David Schneider (1980, 1984), Sylvia Yanagisako (1987), Sarah Franklin y Susan McKinnon (2000, 2001), Clifford Geertz (1973) y Marilyn Strathern (1988, 1992). Sus teorías hacen hincapié en modos de intercambio distintos de los que presupone el estructuralismo y también cuestionan la univer-salidad de los postulados estructuralistas. Personas como Judith Stacey (1996, 1998) y Carol Stack (1974), desde la sociología del parentesco, así como Kath Weston (1991), desde la antropología, también han subrayado una variedad de relaciones de parentesco que sí funcionan y lo hacen de acuerdo con normas que no siempre, o no sólo, pueden rastrearse hasta el tabú del incesto.

En vista de esto, ¿cómo es que la explicación estructuralista de la dife-rencia sexual, concebida a partir del intercambio de mujeres, “regresó” en el contexto de los debates que se están dando en Francia? ¿Por qué varios y varias intelectuales, algunos/as de ellas y ellos feministas, proclaman que

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la diferencia sexual no sólo es fundamental para la cultura, sino también para su transmisibilidad; que la reproducción debe continuar como una prerrogativa del matrimonio heterosexual y que hay que poner límites a las formas viables y reconocibles de convenios de parentalidad que no sean heterosexuales?

Con el fin de comprender el resurgimiento en este contexto de un estructuralismo muy anacrónico, es importante considerar que en Lévi-Strauss el tabú del incesto no sólo funciona para asegurar la reproducción exogámica de los hijos e hijas, sino también para mantener la unidad del “clan” mediante la exogamia obligatoria, tal como se articula a través de la heterosexualidad obligatoria. La mujer de otro lugar asegura que los hombres de aquí reproducirán a su propia gente; así, también asegura la reproducción de la identidad cultural. El término ambiguo “clan” designa, para Lévi-Strauss en 1949, a un grupo “primitivo”, pero resulta que funciona ideológicamente para la unidad cultural de la nación en 1999-2000 en el contexto de una Europa asediada por la apertura de fronteras y los nuevos inmigrantes. Así, el tabú del incesto funciona junto con un proyecto racial de reproducir la cultura y, en el contexto francés, de reproducir la identifica-ción implícita de la cultura francesa con la universalidad. Es una “ley” que funciona para servir a los “como si” y asegurar una fantasía de nación que ya está, irremediablemente, en peligro. En este sentido, el hecho de invocar la ley simbólica es una defensa contra la amenaza a la pureza de la cultu-ra francesa que se ha llevado a cabo, o se está llevando a cabo, mediante nuevos patrones de inmigración, el aumento de los casos de mestizaje y la desaparición de las fronteras nacionales. Incluso en Lévi-Strauss, cuya pri-mera teoría sobre la formación del clan se encuentra nuevamente descrita en su texto Raza e historia [1952], vemos que la capacidad de reproducirse de la identidad racial se vincula con la reproducción de la cultura.14 ¿Hay algún lazo entre la explicación de la reproducción de la cultura presente en las primeras obras de Lévi-Strauss y sus reflexiones posteriores en torno a la identidad cultural y la reproducción racial? ¿Hay alguna conexión entre estos textos que pueda ayudarnos a entender el vínculo cultural que vemos ahora en Francia, entre el temor a la inmigración y los deseos de regular el parentesco no heterosexual? Puede considerarse que el tabú del incesto funciona en conjunción con el tabú contra el mestizaje, sobre todo en el

14 Véase la discusión de Lévi-Strauss sobre el etnocentrismo (1987: 19-26).

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contexto francés contemporáneo, en tanto que la defensa de la cultura que se realiza a través del mandato de que la familia sea heterosexual también es una extensión de nuevas formas de racismo en Europa.

Algo de este vínculo se observa ya prefigurado en Lévi-Strauss, lo que explica parcialmente por qué vemos la resurrección de esta teoría en el con-texto del debate que nos ocupa. Cuando Lévi-Strauss plantea que el tabú del incesto es la base de la cultura y que obliga a la exogamia, es decir, al matrimonio fuera del clan, ¿”clan” se entiende en términos de raza o, más específicamente, en términos de un presupuesto racial de la cultura que con-serva su pureza al regular su transmisibilidad? El matrimonio debe realizarse fuera del clan y debe haber exogamia, pero también debe haber un límite para ésta; es decir, el matrimonio debe darse fuera del clan, mas no fuera de un cierto entendido racial o de una comunidad racial. Por lo tanto, el tabú del incesto exige la exogamia mientras que el tabú contra el mestizaje limita esa exogamia requerida por el tabú del incesto. Atrapada entre la heterosexualidad obligatoria y el mestizaje prohibido, algo llamado cultura —saturada con la ansiedad y la identidad de una noción de raza blanca europea y dominante— se reproduce en la universalidad y como la universalidad misma.

Claro que han surgido en los últimos años, muchas otras maneras de debatir el modelo de Lévi-Strauss y no cabe duda de que su extraño resur-gimiento en el debate político reciente sorprenderá a los antropólogos y antropólogas como la aparición espectral de un anacronismo. Se ha afirmado que en una cultura son posibles otros tipos de convenios de parentesco; también existen otras formas de explicar las prácticas de ordenación que a veces ejemplifica el parentesco. Sin embargo, estas discusiones siguen dándose en el interior de un estudio del parentesco que supone que éste ocupa un lugar primordial dentro de una cultura y que casi siempre supone que una cultura es una totalidad unitaria y discreta. Hace varios años, Pierre Clastres señaló este punto de manera muy polémica en el contexto francés, pues afirmaba que no es posible tratar las reglas del parentesco como si proporcionaran las reglas de inteligibilidad para cualquier sociedad, y que la cultura no es una noción autónoma sino que debe observarse como algo fundamentalmente inmerso en las relaciones de poder, las cuales no pue-den reducirse a reglas.15 Pero si comenzamos a entender que las culturas

15 Véase Clastres (1987, 1994). Para conocer un estudio de los enfoques antropológicos sobre el parentesco después de Lévi-Strauss, véase Carsten y Hugh-Jones (1995).

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no son entidades o unidades autónomas, que los intercambios entre ellas, sus modos mismos de delimitarse y distinguirse constituyen su ontología provisional y, en consecuencia, están repletas de poder, entonces nos vemos obligadas a reconsiderar el problema del intercambio en su totalidad: ya no se trata del obsequio de mujeres, que supone y produce la identidad pro-pia del clan patrilineal, sino de un conjunto de prácticas de autodefinición potencialmente impredecibles y debatidas que no pueden reducirse a una heterosexualidad primordial que funda la cultura. Si desarrolláramos este punto, la tarea sería retomar el planteamiento de David Schneider de que el parentesco es una especie de hacer que no refleja una estructura previa, sino que sólo puede entenderse como una práctica que se lleva a cabo. Creo que esto nos ayudaría a alejarnos de una situación en la que una estructura de relaciones objetivada se oculta tras un convenio social real y nos permite considerar la forma en que los modos de hacer, performativos y a partir de un patrón, llevan a la operación de las categorías del parentesco y se convierten en los medios por los que se las somete a una transformación y un desplazamiento.

La heterosexualidad objetivada, ideada por algunas personas como algo que es más simbólico que social y, por ende, como algo que opera cual una estructura que funda el campo del parentesco mismo (y diseña los convenios sociales sin importar cómo aparecen ni lo que hacen), ha sido la base de la aseveración de que el parentesco siempre es de antemano hete-rosexual. De acuerdo con este precepto, quienes ingresan en relaciones de parentesco como personas no heterosexuales sólo tendrán sentido si adoptan la posición de madre o de padre. La variabilidad social del parentesco tiene poca o ninguna eficacia en la reescritura de la ley simbólica fundacional que abarca todo. El postulado de una heterosexualidad fundacional también debe leerse como parte de la operación de un poder tal (y yo agregaría, de una fantasía), que podemos empezar a preguntar cómo funciona la invocación de un fundamento así en la construcción de una cierta fantasía del estado y la nación. Las relaciones de intercambio que constituyen la cultura como una serie de transacciones o traslaciones no son sólo o fundamentalmente sexuales, pero sí consideran que la sexualidad es asunto suyo, por decirlo de algún modo, cuando está en riesgo la cuestión de la transmisión y la re-producción culturales. No digo que la reproducción cultural se lleve a cabo única, exclusiva o fundamentalmente a través del hijo o hija. Sólo quiero sugerir que la figura del hijo o hija es un sitio erotizado en la reproducción de cultura, un sitio que, de modo implícito, plantea la pregunta de si habrá una transmisión segura de la cultura mediante la procreación heterosexual;

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no sólo si la heterosexualidad cumplirá con el propósito de transmitir fiel-mente la cultura, sino si ésta será definida, en parte, como la prerrogativa de la heterosexualidad misma.

Cuestionar todo este aparato teórico no es sólo cuestionar las normas fundacionales de la heterosexualidad, sino preguntarse si puede llegar a hablarse de la “cultura” como un tipo de campo o terreno autosuficien-te. Aunque yo misma lo hago, al manifestar o sintomatizar la lucha por trabajar desde esta posición mediante un acto de reflexión pública, estoy consciente de que empleo un término que ya no significa como alguna vez pudo hacerlo. Ocupa el lugar de una posición anterior, es algo que debo usar para dejar en claro esa posición y sus límites, pero cuyo uso también suspendo. La relación entre la heterosexualidad y la unidad y, de forma implícita, la pureza de la cultura, no es funcional. Aunque exista la tenta-ción de decir que la heterosexualidad asegura la reproducción de la cultura y que la línea paterna asegura la reproducción de la cultura en forma de un todo que, a través del tiempo, es reproducible en su identidad, también es cierto que el concepto de una cultura como una totalidad que se autosustenta y se autorreplica es el soporte de la naturalización de la heterosexualidad, y que la totalidad del enfoque estructuralista sobre la diferencia sexual es un emblema de este movimiento para asegurar la heterosexualidad a través de la temática de la cultura. Pero ¿existe una manera de romper este círculo mediante el cual la heterosexualidad instituye la cultura monolítica y la cultura monolítica reinstituye y renaturaliza la heterosexualidad?

Los trabajos antropológicos ya no ubican el parentesco como la base de la cultura, sino que lo conciben como un fenómeno cultural compleja-mente entretejido con otros fenómenos de tipo cultural, social, político y económico. Por ejemplo, las antropólogas Franklin y McKinnon escriben que el parentesco se ha ligado con “las formaciones políticas de las identi-dades nacionales y trasnacionales, los movimientos económicos de trabajo y capital, las cosmologías de religión, las jerarquías de las taxonomías de raza, género y especie, y las epistemologías de la ciencia, la medicina y la tecnología”. En consecuencia, sostienen, el mismo estudio etnográfico del parentesco ha cambiado de tal forma que ahora “incluye temas como las culturas de diáspora, las dinámicas de la economía política mundial o los cambios que ocurren en los contextos de la biotecnología y la biomedici-na”(2000: 17. Véase Franklin y Mckinnon 2001). En el contexto del debate francés, Eric Fassin sostiene que debemos entender la invocación del “orden simbólico” que relaciona el matrimonio con la filiación de manera necesaria y

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fundacional, como una reacción compensatoria ante el colapso histórico del matrimonio como institución hegemónica, que en francés lleva el nombre de démariage (2001b). En este sentido, la oposición al Pacs es un esfuerzo por hacer que el estado sustente una cierta fantasía de matrimonio y nación cuya hegemonía ya se encuentra irreversiblemente cuestionada en el nivel de la práctica social.

De modo semejante, Franklin y McKinnon entienden el parentesco como un sitio donde ya funcionan ciertos desplazamientos, donde las ansiedades en torno a la biotecnología y las migraciones trasnacionales se vuelven centro de atención y se ven con desaprobación. Parece que esto se ve con claridad en la posición de Agacinski, al menos en dos formas: el temor que revela sobre la “americanización” de las relaciones sexuales y de género en Francia da testimonio del deseo de mantener esas relaciones organizadas de manera específicamente francesa, y acudir a la universalidad del orden simbólico es, claro, un tropo del esfuerzo francés por identificar su propio proyecto nacionalista con uno universal. De manera semejante, su temor de que las lesbianas y los gays empiecen a fabricar seres humanos, en una exageración de lo que es la biotecnología de la reproducción, sugiere que estas prácticas “no naturales” terminarán en una ingeniería social de lo humano al por mayor, con lo que se vinculan otra vez la homosexualidad y el resurgimiento potencial del fascismo. Podemos preguntarnos qué fuerzas tecnológicas pre-sentes en la economía mundial o qué consecuencias del proyecto del genoma humano producen este tipo de angustia en la vida cultural contemporánea. Sin embargo, parece que es un desplazamiento, cuando no una alucinación, identificar el origen de esta amenaza social, si es que es una amenza, con las lesbianas que, en medio del frío invernal de Iowa, escarban el hielo en busca de esperma cuando una de ellas está ovulando.

Franklin y McKinnon escriben que el parentesco “ya no se conceptualiza como algo que se basa en una idea fija y singular de la relación 'natural', sino que se ve como algo ensamblado de manera consciente a partir de una mul-tiplicidad de trozos y piezas posibles” (2000: 14). Parecería crucial entender la operación de ensambladura que ellas describen en el contexto de la tesis de que el parentesco mismo es una especie de hacer, una práctica que realiza ese acto de ensamblar las significaciones al mismo tiempo que ocurre. Pero, ¿con esa definición puede el parentesco separarse definitivamente de otras prácticas comunitarias y de afiliación? El parentesco pierde su especificidad como objeto cuando se lo caracteriza de manera muy general como modos de relaciones duraderas. Obviamente, no todas las relaciones de parentes-

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co perduran, pero cualquier relación que califica como parentesco ingresa en una norma o convención que tiene alguna permanencia, y esa norma adquiere permanencia al ser reinstalada una y otra vez. Así, una norma no tiene que ser estática para perdurar; de hecho, no puede ser estática si es que debe perdurar. Se trata de relaciones que tienden a la naturalización y son interrumpidas repetidas veces por la imposibilidad de consolidar la relación entre la naturaleza y la cultura; además, según el planteamiento de Franklin y McKinnon, el parentesco es una manera de significar el ori-gen de la cultura. Yo lo pondría así: la historia del parentesco, tal como la tenemos desde Lévi-Strauss, es una alegoría del origen de la cultura y un síntoma del proceso de naturalización mismo; se lleva a cabo, brillante e insidiosamente, en nombre de la cultura misma. Así, podríamos agregar que los debates en torno a la distinción entre la naturaleza y la cultura, que se intensifican claramente cuando ya no se encuentran establecidas las dis-tinciones entre animal, humano, máquina, híbrido y cyborg, se presentan en el sitio del parentesco, pues incluso una teoría del parentesco radicalmente culturalista se estructura en oposición a una “naturaleza” desacreditada y, entonces, permanece en una relación constitutiva y definitoria con lo que afirma trascender.

Podemos ver con qué rapidez el parentesco pierde especificidad en lo que concierne a la economía mundial, por ejemplo, cuando consideramos la política de la adopción internacional y de la inseminación con donadores, pues las “familias” nuevas en las que las relaciones de filiación no se basan en la biología, a veces se encuentran condicionadas por las innovaciones biotecnológicas, las relaciones comerciales internacionales y el mercado de niños. También está el asunto del control de los recursos genéticos, conce-bidos como un nuevo conjunto de relaciones de propiedad que deben ser negociadas por las leyes y las decisiones de las cortes. Pero el colapso del orden simbólico también tiene consecuencias claramente benéficas, pues los lazos de parentesco que unen a las personas pueden no ser más ni menos que la intensificación de los lazos comunitarios, pueden basarse o no en re-laciones sexuales duraderas o exclusivas, y pueden consistir en ex amantes, no amantes, amigos, amigas y miembros de la comunidad. En este sentido, las relaciones de parentesco alcanzan límites que cuestionan la posibilidad de distinguir entre el parentesco y la comunidad o que requieren una con-ceptualización distinta de la amistad. Todo esto constituye un “colapso” del parentesco tradicional que no sólo desplaza de su definición el lugar central de las relaciones sexuales y biológicas, sino que también proporcio-

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na a la sexualidad un terreno separado del dominio del parentesco, lo cual permite que se considere el lazo perdurable fuera del marco conyugal y, por ende, abre el parentesco a un conjunto de lazos de comunidad que no se reducen a la familia.

Narrativa psicoanalítica, discurso normativo y crítica

Desafortunadamente, los importantes trabajos que se han realizado en lo que puede llamarse los estudios antropológicos de posparentesco no han tenido una contraparte de trabajos similarmente innovadores en el campo del psicoanálisis, el que, a veces, sigue partiendo del supuesto de un paren-tesco heterosexual para elaborar teorías sobre la formación sexual del sujeto, aunque sí hay trabajos importantes en esa área, como el de Ken Corbett (2001). Muchos y muchas expertos y expertas del campo de la antropología no sólo han extendido el significado y las formas posibles de parentesco, sino que también han puesto en duda el hecho de que éste siempre sea el momento definidor de la cultura. Ciertamente, si cuestionamos el postulado en que el Edipo, concebido en términos rígidos, se convierte en la condición para la cultura misma, ¿cómo es posible volver al psicoanálisis una vez realizada esta ruptura? Si el Edipo no es el sine qua non de la cultura, eso no significa que no hay lugar para él; sólo quiere decir que el complejo que lleva ese nombre puede adoptar una variedad de formas culturales y que ya no podrá funcionar como condición normativa de la cultura misma. El Edipo puede funcionar universalmente o no, pero hasta quienes sostienen que sí lo hace tendrían que descubrir de qué maneras se presenta y no podrían sostener que siempre lo hace de la misma forma. El hecho de que sea un universal, y debo confesarme agnóstica en este punto, de ninguna manera confirma la tesis de que es la condición de la cultura, tesis que implica saber que el Edipo siempre funciona de la misma manera, es decir, como una condición de la cultura misma. Pero si se interpreta de manera amplia el Edipo, como un nombre para la triangularidad del deseo, enton-ces las preguntas que destacan son qué forma adopta esa triangularidad, si debe presuponer la heterosexualidad y qué ocurre cuando comenzamos a entender el Edipo fuera del intercambio de mujeres y del supuesto del intercambio heterosexual.

El psicoanálisis no necesita asociarse exclusivamente con el momento reaccionario en que se considera que la cultura se basa en una heterosexua-lidad irrefutable. Hay tantas preguntas que el psicoanálisis podría explorar

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para ayudar a comprender la vida psíquica de quienes viven fuera del pa-rentesco normativo o en alguna mezcla de lo normativo y lo “no-”: ¿cuál es la fantasía del amor homosexual que adopta inconscientemente el niño o niña en las familias gay? ¿Cómo entienden sus orígenes los hijos e hijas que se ven alejados de sus familias originales o que nacen por implantación o por inseminación del esperma de un donante? ¿De qué narrativas cultu-rales disponen y qué interpretaciones específicas dan a estas condiciones? ¿La historia que el hijo o hija cuenta sobre sus orígenes (historia que sin duda será contada de muchas maneras distintas) debe ajustarse a una sola historia sobre cómo nace el humano? ¿O veremos al humano surgir de estructuras narrativas que no se reducen a una sola historia, la historia de una Cultura con mayúscula? ¿Cómo debemos revisar nuestra compren-sión de la necesidad que puede tener un niño o niña de un entendimiento narrativo del ser que incluya una consideración de la forma en que esas narrativas se revisan e interrumpen con el tiempo? ¿Y cómo empezamos a entender qué formas de diferenciación de género se llevan a cabo para el niño o niña cuando la heterosexualidad no es el presupuesto del Edipo?

Este es el momento no sólo para que el psicoanálisis reconsidere sus propias nociones de cultura, aceptadas incondicionalmente, sino para que nuevos convenios sexuales y de parentesco exijan una reconsideración de la cultura misma. Cuando las relaciones vinculantes ya no pueden rastrearse hasta la procreación heterosexual, la homología misma entre naturaleza y cultura que sustentan filósofos y filósofas como Agacinski, tiende a verse socavada. Es claro que no permanecen estáticas en el trabajo de Agacinski misma, pues si el orden simbólico es el que determina los orígenes hetero-sexuales y lo simbólico se entiende como lo que legitima las relaciones sociales, ¿por qué habría ella de preocuparse por relaciones sociales putativamente ilegítimas? Ella supone que estas últimas tienen el poder de destruir lo simbólico, con lo que se sugiere que éste no precede lo social y, finalmente, no es independiente de él.

Parece claro que cuando quienes practican el psicoanálisis hacen aseve-raciones públicas sobre el estatus psicótico o peligroso de las familias gays, esgrimen el discurso público en maneras que requieren una fuerte oposición. Los lacanianos y lacanianas no tienen el monopolio de esas afirmaciones. En una entrevista con Jacqueline Rose, la conocida kleiniana Hanna Segal reitera su opinión de que “la homosexualidad es un ataque a la pareja progenitora” y una “interrupción del desarrollo”; expresa su furia ante la situación en que dos lesbianas crían a un niño y agrega que considera que

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“la estructura homosexual adulta es patológica” (1990).16 Cuando, en una presentación pública en octubre de 1998, le preguntaron si aprobaba que dos lesbianas criaran a un niño, contestó llanamente que no. Responder directamente a Segal, como han hecho muchas personas, insistiendo en la normalidad de las familias de lesbianas y gays, es aceptar que el debate debe centrarse en la distinción entre lo normal y lo patológico; pero si buscamos entrar en el terreno de la normalidad o revertir el discurso para aplaudir nuestra “patología” (es decir, como la única posición “razonable” dentro de la cultura homófoba), entonces no hemos cuestionado el marco que proporciona las definiciones. Y una vez que entramos en ese marco, en cierto grado somos definidas por sus términos, lo que significa que somos tan definidas por esos términos cuando buscamos establecernos dentro de los límites de la normalidad como lo somos cuando suponemos que esos límites son impermeables y nos ubicamos permanentemente afuera. Des-pués de todo, hasta Agacinski sabe cómo emplear la aseveración de que las lesbianas y los gays son “inherentemente” subversivas y subversivos cuando afirma que no se les debe conferir el derecho de casarse porque la homosexualidad se encuentra, por definición, “fuera de las instituciones y de los modelos fijos” (1998: 24).

Podemos considerar que el pensamiento de dos filos sólo nos conducirá a la parálisis política, pero hemos de ponderar las consecuencias mucho más graves de adoptar una postura única en esos debates. Si utilizamos los términos que proporcionan estos debates, entonces ratificaremos el marco al momento en que adoptamos nuestra postura, lo cual señala cierta parálisis ante el ejercicio de poder para cambiar los términos que hacen impensables esos temas. En realidad, precisamente está en juego una transformación social más radical cuando nos negamos, por ejemplo, a permitir que el parentesco se reduzca a la “familia” o cuando nos negamos a permitir que el campo de la sexualidad se mida a partir de la forma matrimonial. Así como los derechos de adopción y, obviamente, la tecnología reproductiva

16 Segal apunta que: “Un analista que se precie de serlo, conoce la enfermedad desde el interior. No siente que 'a diferencia de mí, eres un pervertido', sino: 'Sé un poco cómo llegaste a ese punto, he estado allí y, en parte, ahí sigo'. Si cree en Dios, dirá: 'si no fuera por la gracia de Dios, estaría allí”'. Y después agrega: “Podría afirmarse con razón que las relaciones heterosexuales pueden ser igual de perversas o narcisistas, o incluso más. Pero no es algo inherente a ellas. La heterosexualidad puede ser más o menos narcisista, puede estar muy desequilibrada o no. En la homosexualidad es algo inherente” (1990: 212).

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deben garantizarse para los individuos y las alianzas que están fuera del marco matrimonial, permitir que el matrimonio y la familia, o incluso el parentesco, marquen los parámetros exclusivos dentro de los que se reflexiona sobre la vida sexual, constituiría una drástica restricción de la política sexual progresista. El hecho de que ese campo sexual se ha cerrado mediante debates en torno a si deberíamos casarnos o concebir o criar hijos e hijas, deja en claro que cualquier respuesta —tanto el “sí” como el “no”— sirve para circunscribir la realidad de maneras precipitadas. Si decidimos que éstos son asuntos decisivos y sabemos de qué lado estamos, entonces habremos aceptado un campo epistemológico estructurado por una pérdida fundamental que ya no podemos nombrar lo suficiente ni para lamentarnos. La vida de la sexualidad, del parentesco y de la comunidad que se vuelve impensable en los términos de estas normas constituye el horizonte perdido de la política sexual radical, y hallamos nuestro derrotero “políticamente” a la luz de lo que no puede ser motivo de lamentaciones •

Traducción: Julia Constantino

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Los debates sobre el pacto civil de solidaridad (Pacs) en Francia han oca-sionado un desbordamiento de opiniones sobre la naturaleza de las fami-lias. El tema del estatus de las parejas de personas del mismo sexo ha sido especialmente irritante. En lo que se refiere a la herencia y otras cuestiones legales, las asociaciones de personas del mismo sexo podrán ser reconocidas como “uniones” reguladas por ciertos convenios contractuales, pero se ha establecido un límite en cuanto a la posibilidad de llamar “familias”a esas uniones, debido a la cuestión de los niños/as. Se han solicitado todo tipo de declaraciones a personas expertas sobre el tema de la “filiación” y el parentesco, la mayoría con el fin de probar que en el caso de los hijos/as concebidos o criados por dos progenitores del mismo sexo, existe algo no natural, culturalmente desviado y/o psicológicamente dañado. Algunas personas han escrito sobre el “derecho” de las niñas y niños a vivir en fa-milias heterosexuales; otras han objetado la parentalidad homosexual por ser una distorsión de los hechos de la naturaleza. Sylviane Agacinski lo expresó del siguiente modo: “No creo que vaya a ser bueno para los niños y niñas que en el futuro se ubiquen en una filiación asexual u homosexual que borre el hecho de que todos los seres humanos provienen de un hombre y una mujer”.1

El comentario de Agacinski no toma en cuenta que las tecnologías re-productivas y de clonación ya han alterado el significado de este “hecho”

Política familiar feminista*

Joan W. Scott

* Quisiera agradecer a Charles Shepherdson por sus sugerencias críticas al primer borrador de este ensayo, y a Didier Eribon, Eric Fassin, Françoise Gaspard y Claude Servan-Schreiber por ayudarme a entender los matices de los Pacs y los debates actuales sobre “la familia” en Francia. Este ensayo se publicó originalmente como “Feminist Family Politics” en French Politics, Culture and Society, núm. 17 verano-otoño 1999, pp. 20-30. Agradecemos a la autora el permiso para reproducirlo1 Agacinski comentó esto para L’Express, 5 de marzo de 1999, p. 38.

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(sería más preciso, por ejemplo, decir que hoy en día todos los seres humanos son producidos por un huevo y un espermatozoide) y se basa en la dudosa suposición de que los dos miembros de la pareja que son el padre y la madre “reales” de un niño o niña están presentes en las “familias” actuales. Tales familias forman en realidad una minoría en Francia y en otros lados del mundo. Sin embargo, lo más interesante, desde el punto de vista de una historiadora de las mujeres y del feminismo, es la forma en que Agacinski (que se considera feminista y está comprometida con la igualdad de los sexos) vincula la concepción de los hijos con su crianza, dando por sentado que las dos tareas las llevan a cabo necesaria (e idealmente) las mismas per-sonas. Esto no sólo distorsiona los registros históricos (tema al que volveré en breve), sino que naturaliza la familia nuclear heterosexual haciendo que los roles sociales de padres y madres y las relaciones sexuales entre ellos dependan totalmente de la biología reproductiva. Puesto que las feministas han afirmado desde hace mucho tiempo que las familias son justamente instituciones sociales y por lo tanto mutables, es sorprendente encontrarse con alguien que se llama feminista y que se ubica del lado de lo que resulta ser un determinismo biológico (aunque, por supuesto, las feministas pocas veces han logrado ponerse de acuerdo en algún tema). De todos modos, la reforma de la familia mediante la separación de las funciones reproductivas de las mujeres, por un lado, y su actividad sexual y responsabilidad social, por otro, siempre ha estado en el centro de las críticas feministas al patriarca-do moderno. Uno de los muchos argumentos feministas que podría citar es el de Olympe de Gouges y su elocuente rechazo a tomar la naturaleza como la base ontológica de la organización social de la diferencia sexual: “Miren, busquen y después distingan, si pueden, a los sexos en la administración de la naturaleza. En todas partes los encontrarán mezclados, en todas partes cooperan de manera armoniosa en esta obra de arte inmortal” (101).

Agacinski argüiría, me imagino, que aunque parecería que ella aprueba la importancia enorme de la reproducción en la constitución de las familias, su preocupación se refiere más a la representación simbólica de la diferen-cia sexual que a los asuntos estrictamente biológicos o genéticos. Esta es, asimismo, la posición de la socióloga Irène Théry, cuyo informe, Couple, filiation et parenté aujourd’hui: Le droit face aux mutations de la famille et de la vie privée, preparó el camino para la legislación que fue aprobada. Théry argumenta con fuerza a favor de la necesidad de que la ley tome en cuen-ta los cambios que han hecho del matrimonio legal, estable y perdurable una institución del pasado. Reconoce que los niños/as viven ahora en una

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variedad de situaciones (“Si tomamos una familia de hoy en día, un grupo de parentesco común, encontramos parejas casadas, parejas divorciadas, parejas que se han vuelto a casar, familias monoparentales y parejas que nunca se han casado. ¡Así es la familia clásica en nuestros días!”) y que las normas han cambiado dramáticamente, pero se niega a aceptar la idea de que una pareja homosexual pueda ser considerada como progenitora por ningún modelo social o legal:

Nadie es hija o hijo de dos mujeres o dos hombres. Entiendo bien que pueda haber gente que se sienta escandalizada al descubrir que las personas homosexuales unidas no pueden adoptar un niño o una niña. Pero permitirlo sería volver a cuestionar la naturaleza mixta de nuestro sistema genealógico. Si permitimos que las parejas ho-mosexuales puedan adoptar, esas niñas/os tendrán dos madres o dos padres, lo que resultaría en una negación de la diferencia sexual. Pero la humanidad es sexuada; así es como se reproduce. ¿Cómo, y por qué, deberíamos negarlo?2

Me siento tentada a hacer ciertas preguntas ingenuas ante tales afirma-ciones: ¿por qué suponer que las personas que criarán a los niños y niñas se considerarán sus progenitores y que los niños y niñas serán incapaces de ver la diferencia? ¿Por qué suponer que las diferencias físicas entre los sexos se verán “borradas” o “negadas” por las madres y padres homosexuales? ¿En qué se diferencia una unidad doméstica homosexual de aquellas en las que dos mujeres —hermanas o una madre y una abuela, digamos— están criando a las niñas o niños? ¿O de una unidad doméstica en la que una madre soltera cría a sus hijos e hijas que tienen padres diferentes, ninguno de los cuales ha estado presente nunca? ¿O de una familia en la que un padre viudo está criando a hijas e hijos? ¿O de una unidad doméstica presidida por una pareja heterosexual, uno de cuyos miembros tiene un/a amante homosexual? Las respuestas (para Théry y Agacinski) parecen apoyarse menos en el tema de quién se hace cargo y cría a los hijos/as que en su objeción al deseo ho-mosexual mismo, una objeción que no pueden plantear directamente porque no quieren ser percibidas como homofóbicas. En vez de ello, convierten la “diferencia sexual” de los progenitores en el requisito para una “familia”, una diferencia sexual que significa tanto la presencia literal (en algún momento) de un hombre y una mujer, como una relación sexual entre ellos. Llamar “familia” a una relación homosexual confundirá, de acuerdo con su punto de vista, el origen biológico de los bebés y también violará las reglas de “notre

2 Apareció en Le Nouvel Observateur, 11 de junio de 1998, p. 18.

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système genealogique”. Pero a menos que creamos que este “sistema” es inmutable, la insistencia en que se deben preservar las reglas es evidente-mente ideológica; es simplemente la defensa de los regímenes normativos de la heterosexualidad en contra del cuestionamiento y el cambio.

Quienes argumentan a favor de la inmutabilidad del sistema, a menudo invocan “lo simbólico” como una alternativa a la biología, aparentando intro-ducir la autoridad del psicoanálisis a la controversia sobre la parentalidad homosexual. La implicación es que en cualquier cultura, los niños o niñas privadas de su padre y madre naturales y heterosexuales (encarnación de la diferencia sexual) terminarán, si no psicóticos, por lo menos bastante confundidos acerca de su identidad sexual, pues (en estas distorsiones del psicoanálisis) lo sociológico y lo psicológico, lo literal y lo simbólico, se hacen depender uno del otro. El término “lo simbólico” parece referirse a las teorías de Jacques Lacan, pero de hecho el trabajo de Lacan no justifica el uso que se hace de sus ideas. De acuerdo con Lacan, la diferencia sexual se basa no en la anatomía, sino en la articulación simbólica. Ni la familia biológica ni la sociológica tienen mucha relación con las posiciones simbólicas de “ma-dre” y “padre”. Para tomar un ejemplo, en la discusión de Lacan sobre el orden simbólico, el padre desempeña un papel clave; pero este padre —esta acción consciente que establece la ley que regula el deseo— es una posición o función, y puede ser ocupada por un sujeto que no necesariamente sea un padre ni tampoco hombre. El padre simbólico, escribe Jacqueline Rose, representa “una insistencia en que el padre significa un lugar y una función que no se reduce a la presencia o ausencia del padre real como tal” (Mitchell y Rose 1983: 39). Aunque es cierto que Lacan mantiene que la ausencia de un padre simbólico es un factor en la psicosis, nunca dice que este padre simbólico deba ser el progenitor. Incluso, cuando Lacan sí se refiere a los padres reales, señala primero que la realidad de su posición la establece no la biología, sino el lenguaje. Añade que su presencia en el hogar familiar no es garantía de que cumplirá con su papel edípico (como agente de la cas-tración); de hecho, el niño puede experimentar esta castración en ausencia del padre real. La comprensión de la diferencia sexual por parte de niñas y niños no requiere modelos a seguir en la familia y no se logra por una correspondencia uno a uno (que las niñas se identifiquen con sus madres, los niños con sus padres). En vez de ello, el proceso de formulación de una identidad sexual es un proceso complejo, una negociación continua ( y va-riable) entre normas sociales de género, deseos inconscientes y modos de identificación, e historias de vida individuales. De manera más sencilla, ni

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el sexo, ni el género, ni la sexualidad de padres y madres pueden predecir la relación con la diferencia sexual o las elecciones sexuales de sus hijos e hijas.

Charles Shepherdson nos recuerda que para Lacan y para Freud hay “una separación explícita entre el origen biológico y la identidad simbólica”. La definición de la familia moderna como una unidad biológica, añade, “sostiene una ilusión de ‘naturaleza’ que oculta la verdadera función de la familia como una institución cultural” (ver cap. 4). Como institución cultu-ral, además, la familia es una institución cambiante. Aun si aceptamos que “lo simbólico” es un factor en todos los procesos psíquicos humanos, no quiere decir que opere fuera de todos los contextos históricos o culturales. Lo simbólico no se traduce en un solo conjunto de instituciones sociales o psicologías individuales. A ello se debe que la evocación de “lo simbólico” no nos libre de la necesidad de lo histórico.

La idea de que “nuestro sistema genealógico” es fijo o natural, niega la historicidad de los arreglos familiares y de parentesco, una historicidad que Théry reconoce cuando habla acerca de la necesidad de hacer que la ley esté de acuerdo con las nuevas realidades demográficas y sociales. Estas nuevas realidades, se podría argumentar desde una perspectiva feminista, incluyen el declive de las consideraciones patriarcales, por lo menos en tanto están dirigidas a consolidar alianzas sociales y transmitir propiedades y poder de una generación a la siguiente. Alguna vez, las feministas denostaron el “nombre del padre” porque lo veían como una apropiación de parte del hombre del trabajo de reproducción de las mujeres (Jeanne Deroin, en sus escritos de la década de 1830, lo llamó “el hierro con el que se marcan las iniciales del amo en la frente del esclavo”); las mujeres hoy evitan esa subyugación no casándose.3 (Las hijas e hijos de las parejas casadas todavía deben llevar el nombre de su padre.) La antigua preocupación por estable-cer la legitimidad de hijos e hijas (y por tanto de sus derechos a la herencia paterna) también ha disminuido; en su lugar tenemos una obsesión con los legados genéticos y las identidades sexuales.

¿A qué se debe que el debilitamiento de las formas y prácticas patriar-cales vaya acompañado de la angustia por la retención de las marcas de la

3 Jeanne Deroin, “Profession de foi”, p. 40. Utilicé una copia de este documento manuscrito de los Fonds Enfantin, 7608, núm. 39, de la Biblioteca de l’Arsenal, hecha por Claire Goldberg Moses, a quien agradezco que lo compartiera conmigo. Otra versión del texto está, como “Pro-fession de foi de Mlle. Jenny De Roin”, en Riot-Sarcey 1992: 116-39.

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diferencia sexual? Me parece una pregunta digna de tomarse en cuenta, pero no lo haré sino hasta la parte final de este ensayo. Primero, quiero explorar parte de la historia de la relación entre la crianza de los hijos y la reproduc-ción y sugerir que esta relación depende, no de las leyes “naturales” de la diferencia sexual —ya sean biológicas o psicológicas—, sino de los cambios en las ideas acerca de la responsabilidad que tienen padres y madres ante los hijos/as y de los regímenes cambiantes de la ley patriarcal.

“Un hombre del siglo xvi o xvii estaría asombrado ante las exigencias sobre el estatus civil a las cuales nos sometemos de manera bastante natural. En cuanto nuestros hijos empiezan a hablar, les enseñamos su nombre, su edad y el nombre de sus padres” (15). Así comienza el estudio monumental de Philippe Ariès, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen. Ariès exa-mina todo tipo de evidencias para establecer que la forma de familia que hemos idealizado (nuclear, centrada en las hijas e hijos, privada) data sólo del siglo xvii. En esa época, “la familia dejo de ser simplemente una institución para la transmisión de un nombre y un estado: asumió una función moral y espiritual: modelaba cuerpos y almas” (412). La familia moderna, además, fue “originalmente un fenómeno de la familia de clase media”; había, nos dice Ariès, “un vínculo entre el concepto de familia y el de clase” (414). La nobleza y las clases bajas tenían ideas diferentes y ponían en práctica formas diferentes de vida familiar, algunos de cuyos aspectos persistieron a pesar de la creciente estandarización ejercida por el código civil después de 1804. Una de las marcas de la nueva visión de clase media sobre la familia fue el énfasis creciente en el papel de las mujeres como criadoras de los hijos e hijas. Las tareas que hasta el momento habían estado distribuidas —entre nodrizas, nanas, sirvientas, profesores, padres, clérigos, vecinos, familia-res y otros— se reunieron bajo la rúbrica de la responsabilidad materna. De manera concomitante, la reproducción, una de las muchas actividades asociadas con las mujeres —y no exclusivamente con ellas—se convirtió en el aspecto que definiría su carácter y sus vidas. El valor económico de las mujeres (medido de diversas maneras, entre la nobleza, por su dote, vínculos familiares y la producción de herederos legítimos y, entre las clases bajas, por la dote y varias formas de trabajo productor de valor y de salarios) se calculaba ahora en referencia a la “calidad” de sus hijos e hijas. La presencia de la madre que estaba en la casa con su prole, se volvió un signo de la salud física, económica y emocional de la familia.

Aunque algunas historiadoras (entre ellas algunas feministas) han argumentado que combinar las tareas de progenitora con las de criadora le

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dio a las mujeres un nuevo y más alto estatus social (porque era un estatus que pertenecía únicamente al sexo femenino), también es cierto que la fu-sión de reproducción y crianza limitó los roles que en el pasado se habían adscrito a las mujeres e interpretó estos roles sólo como una función de la biología (véase Degler; Offen). Además, introdujo una división sexual del trabajo mucho más rígida en la definición de la reproducción. Antes, las autoridades religiosas y estatales habían dado por sentada la responsabili-dad y la parte que le tocaba al padre en la concepción del hijo o hija y ellas mismas fomentaban “la recherche de la paternité”, como una manera de exigir las contribuciones paternas para el mantenimiento y educación de hijos e hijas, fueran o no legítimos. En cambio, a principios del siglo xix, con las disposiciones del código civil, el reconocimiento del papel del padre y la atribución de responsabilidades por su progenie dependía no del hecho de su contribución biológica, sino del estatus legal de la mujer a la que “preñara”. Si estaba casado con la mujer, el hijo o hija era suyo, fuera o no el padre biológico; si no estaba casado, la hija o el hijo le pertenecían por completo a ella. A diferencia de la función materna, que se tomaba como un resultado incuestionable de la biología, la función paterna era por completo un asunto legal. Y la familia que esta ley establecía (como he argumentado en otro lado) se consideraba una forma de propiedad del hombre, importante no sólo porque permitía la transmisión de bienes materiales de una generación a otra, sino también porque era el emblema tangible de la individualidad masculina (Scott 1996: 62-4).

Vale la pena darle una mirada a la historia de “la recherche de la pa-ternité”, aun cuando aborda aspectos excepcionales de las relaciones entre parejas heterosexuales y su descendencia. Muchas veces al tratar lo que se consideran excepciones, se aclara el fundamento para las reglas que gobier-nan los acuerdos normativos. Quiero decir que estos acuerdos normativos no sólo tuvieron una historia, sino que también construyeron la biología para que se ajustara a una visión particular de “la familia”.

De acuerdo con una ley de 1556, una mujer soltera o viuda que estuviera embarazada, tenía que presentarse ante un magistrado y responder a tres preguntas relativas a su condición. La primera indagaba sobre la fecha en que había quedado embarazada, la segunda sobre la identidad del padre, y la tercera sobre el lugar y circunstancias del coito. Para verificar la infor-mación, la partera debía llamar al magistrado cuando la mujer estuviera dando a luz; entonces el magistrado repetía las preguntas. Se pensaba que en estas condiciones, de sufrimiento y dolor, había más probabilidades de que

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la mujer dijera la verdad. El propósito de esta ley (que ha proporcionado amplia documentación para la historia de la sexualidad moderna en sus inicios) era impedir que las mujeres se recluyeran en secreto y pudieran cometer infanticidios, y evitar que las autoridades religiosas y/o políticas locales tuvieran que hacerse económicamente responsables del niño o niña al obligar al padre a casarse con la madre (si es que no estaba ya casado) o pagar una pensión. Otra ley, de 1670, permitía a la madre de un niño o niña nacida fuera del matrimonio demandar al padre putativo por daños y perjuicios financieros (con base en el incumplimiento de una promesa, rapto, violación, seducción y engaño) y obtener un cierto estatus legal para el niño o niña. Dependiendo de su testimonio, de los testigos que pudiera presentar, de su propia reputación, de la reputación y estatus social del hombre demandado, y de la empatía del magistrado, una mujer podía llegar a ganar. Y aunque no era común que en estas circunstancias se le diera la custodia del niño o niña al padre, se estaba reconociendo su papel en la concepción y por tanto su relación legal y financiera con su hija/o (Hufton; Traer).

Durante el siglo xviii, el periodo en el cual, según Ariès, surgieron las ideas sobre la familia en la clase media, existía una fuerte presión para refor-mar las leyes. Rousseau se preocupaba por la inconfiabilidad del testimonio de las mujeres respecto de la paternidad de sus hijos (no había manera de probar que estuvieran equivocadas, así que con mayor razón podían men-tir), y algunos magistrados tendían a ser más escépticos ante las demandas de las mujeres (véase sobre todo el libro 5). La legislación en la época de la revolución francesa se fundamentaba en dos principios que se hallaban en conflicto: uno que buscaba igualar el estatus de todos los niños y niñas eliminando la distinción entre descendencia legítima e ilegítima (en cierto momento, por ejemplo, se dio el derecho a los niños y niñas ilegítimos/as de heredar de ambos padres en tanto tuvieran pruebas de la paternidad, cuya búsqueda se permitía durante un cierto tiempo), y el otro, que buscaba fortalecer los vínculos afectivos y legales de las familias legítimas. El código civil de Napoleón resolvió la tensión entre estas dos demandas, adoptando una postura que favorecía a las familias legítimas. El artículo 340 prohibía a las madres que solicitaran apoyo paterno para sus hijos e hijas nacidas fuera de matrimonio y absolvía a los padres de responsabilidad legal, fiscal, moral y social frente a estas niñas y niños. Las madres, por su parte, no podían desconocer ni la maternidad ni la responsabilidad. Mientras que “la recherche de la maternité” era obligatoria, “la recherche de la paternité”

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estaba prohibida. Las madres de hijos o hijas ilegítimas eran evaluadas de acuerdo con el criterio de la naturaleza (el hecho de que la ley se refiriera a estos niños y niñas como “hijos naturales” lo hace aún más explícito); a los padres se los protegía de la “naturaleza” mediante la ley. (Las secciones del código que tratan el adulterio demuestran que en el centro del vínculo marital estaba una relación legal y no una sexual: mientras que el adulterio de una esposa justificaba que su marido la matara, el adulterio de un esposo estaba sancionado, a menos que introdujera a su amante en la casa en la que vivían su esposa y su familia [véase Fuchs; Picq].

Lo que quiero demostrar con este ejemplo, hasta ahora, es que las normas sobre la familia primero se establecen de manera legislativa y después se justifican apelando a la biología, y que las familias se organizan en referencia a relaciones legales y no sexuales; no son (como implican Agacinski y Théry) encarnaciones de la verdad de la naturaleza. Esto significa, en general, que las familias son instituciones infinitamente maleables (como muestran las leyes sobre adopción, que han permitido desde hace mucho que adultas/os solteras/os establezcan un parentesco legal con personas que no están relacionadas biológicamente con ellas).4 Significa, de manera específica, que la conexión entre la reproducción y la crianza es un producto de la historia —el resultado de decisiones sobre políticas sociales fuertemente cuestionadas—, no un requisito de la naturaleza o de su alter ego en el debate actual, “lo simbólico”. Esta aclaración no es nueva ni para quienes se dedican a la historia de la familia ni para las feministas; pero un nuevo vistazo a “la recherche de la paternité” —esta vez a las discusiones sobre cómo reformar la sección 340 del código civil— puede iluminarla con mayor claridad.

A lo largo del siglo xix, una serie de feministas, reformadores sociales y legisladores presentaron ideas para cambiar las disposiciones del código acerca de la paternidad. Las cortes ya las estaban modificando al invocar otros artículos del código y cuando otorgaban indemnizaciones a mujeres y niñas o niños que estaban “hors mariage” (“fuera del matrimonio”); quienes pagaban las indemnizaciones (algunas veces sólo al niño o niña, a veces

4 Sólo en los últimos años, la identidad sexual —es decir, la heterosexualidad— se ha vuelto un prerrequisito para quienes desean adoptar. En el pasado, los homosexuales (sin admitir su homosexualidad) formaban familias y aseguraban el derecho a heredar propiedad mediante la adopción que hacía uno de los miembros del otro. Esto todavía es posible si la homosexualidad no se reconoce o se oculta a las autoridades.

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también a la madre) eran los hombres a los que se les probaba la paterni-dad. (La suma que se pagaba no era porque se reconociera la paternidad, sino por haber sido responsable de “daños” no especificados.) Los refor-madores pretendían que el código estuviera de acuerdo con las decisiones jurídicas; desde 1878 se propusieron leyes que no se aprobaron. A algunos reformadores los movían las consideraciones morales: querían ser los re-gidores de la promiscuidad masculina o, bien, que los hombres asumieran su responsabilidad por (lo que la feminista Jeanne Deroin llamó en 1883) su “égoisme bestial”. (De hecho, Deroin sostenía que mientras que los padres debían asumir su responsabilidad por el mantenimiento de sus hijos e hijas, las madres no tenían que hacerlo. Si las madres abandonaban a sus hijas e hijos o se los entregaban a otras personas para que los criaran, había que respetar esa decisión y considerar que era lo mejor para el niño o niña [”La recherche”]). Otros se oponían a que a la mujer le tocara la carga más pesada al tener que hacerse cargo de la descendencia que resultara de un encuentro sexual (ya fuera seducción o violación) o de una relación a más largo plazo que había involucrado a dos personas. Y algunos reformadores presentaban a las mujeres como víctimas del poder masculino, seducidas en contra de su voluntad o sin que se dieran cuenta y después abandonadas no sólo por los padres de sus hijos/as, sino también por la ley. Cuando finalmente se aprobó la legislación en 1912, se atuvo estrictamente a la jurisprudencia, requiriendo no el reconocimiento de la paternidad, sino una contribución financiera para el sostén de los hijos/as, pero sólo de parte de hombres solteros (exigir tales contribuciones a hombres casados habría significado desestabilizar a sus familias legítimas). Se mantenía así la ilusión de que los hijos/as eran el producto legítimo sólo del sexo marital.

Las feministas se hallaban divididas en sus opiniones sobre la manera de cambiar la ley. Algunas querían castigar la depravación de los hombres, otras querían resarcir a las mujeres, pero la discusión más seria tenía que ver con la institución del matrimonio y el bienestar de los niños/as. ¿“La recherce de la paternité” terminaría avalando la jerarquía marital que las feministas buscaban cambiar o introduciría una mayor igualdad en la relación entre padre y madre? ¿Se podía ganar algo más que una ventaja financiera para los niños/as? ¿Su bienestar implicaba conocer a su padre o sería suficiente con eliminar el epíteto de “bastardo” para garantizar aceptación social y estabilidad emocional?

En el segundo Congreso Internacional de Obras e Instituciones Feme-ninas, realizado en París en 1900, se discutieron ampliamente estas y otras

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cuestiones.5 Jeanne Chauvin, la primera mujer que terminó sus estudios de derecho en Francia, insistió en que “la recherche de la paternité” se limi-tara a la evaluación de “daños y perjuicios” y que se resarciera tanto a las mujeres como a los niños/as. Esto no implicaría ni el reconocimiento legal de parte del padre ni obligaría a introducir al hijo “natural” a la familia legítima del padre. El objetivo era, a la vez, lograr apoyo financiero para la madre, proveer para la subsistencia y educación del niño y proteger a “la familia”. En palabras de M. Bonzon: “Requerir al padre los gastos de manutención y no la paternidad […] también protege a la familia legítima. Esa debe ser nuestra meta: existen esposas e hijos legítimos cuyo honor es tan importante como el de la madre no casada. Debemos pensar en esta persona desconocida que ustedes querrían hacer entrar a la familia y en la odiosa unión de bastardos e hijos legítimos que se tendría como resultado” (Congrès 1: 271). Por razones como ésta —que establecían una distinción entre obligación moral y paternidad legal— la resolución de Chauvin tuvo el apoyo de una mayoría de las delegadas reunidas.

En el otro extremo del espectro estaba la propuesta de Maria Pog-non. Obtuvo pocos votos, pero dio pie a una discusión larga y acalorada. Pognon representaba a la Liga por los Derechos de las Mujeres, que se mofaba de la conveniencia de “la recherche de la paternité”. No sólo era una pérdida de tiempo buscar a los padres delincuentes, señaló Pognon, sino que tampoco resultaría en una ganancia económica si los padres eran obreros y pobres. Por otra parte, pedirle a las mujeres que identificaran a sus parejas sexuales y explicaran las circunstancias en las cuales se embarazaron era un insulto y una humillación, y las mujeres no siempre eran las víctimas de varones depredadores; el embarazo también podía ser el resultado se-cundario y no anticipado del amor. “El hijo que requiere su atención nació del amor, no de los conceptos sociales que ustedes manejan” (Congrès 1: 277). Pognon dejaba implícito que la consumación de una relación amoro-sa no necesitaba del matrimonio. Y la preocupación por los niños y niñas —el futuro de cualquier sociedad— no tendría que estar determinada por el estatus legal de sus padres. “Que un hijo sea reconocido por un padre específico no es importante; lo que importa es la subsistencia y educación de ese niño (Congrès 1: 277). La palabra “bastardo”, le dijo Pognon a M.

5 Las actas se publicaron como Congrès International des Ouvres et Institutions Féminines, 4 vols., Blot, París, 1900.

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Bonzon, no tiene lugar en nuestro vocabulario. “El niño debe ser respetado, sin importar las condiciones en las que haya nacido. Es un pequeño ser cuyo futuro desconocemos y que tal vez, algún día, preste grandes servicios a todos los hombres y las mujeres” (1: 277). Con el objeto de cuidar a todos los niños y niñas, Pognon propuso pasar enteramente por alto a las familias para depender, en vez de ello, de una “caisse de la maternité” (fondo para la maternidad) disponible para todas las madres “sans exception” y finan-ciado por el estado. La propuesta de Pognon sustituía al padre por el estado como tutor financiero del niño o niña, pero no avalaba totalmente la retórica paternalista tan evidente entre los legisladores republicanos de principios del siglo xx. Y aunque daba por sentado que las madres solicitarían fondos, no suponía que ellas eran las únicas responsables por la crianza de los hijos e hijas. Eso, también, debían proporcionarlo algunos organismos estatales.

Como otras feministas antes y después que ella, Pognon definía la reproducción como una función social y buscaba una compensación social para las mujeres que realizaban esta tarea, una tarea que no sólo se daba en beneficio de los individuos o las familias, sino de la sociedad en su con-junto. En 1853, Jeanne Deroin (discípula de las enseñanzas de Saint-Simon y Fourier) había propuesto algo parecido a la “caisse de la maternité” con estas palabras:

Cada uno de los niños que nace es un trabajador más que incrementará la riqueza social, en proporción a lo que la sociedad esté dispuesta a entregarle para asegurar el desarrollo completo y el ejercicio libre de todas sus capacidades. Cuando una mujer se embaraza, tiene un hijo y lo alimenta, ha realizado un trabajo que beneficia a todo el mundo. Por lo tanto, corresponde a la sociedad hacerse cargo de las necesidades de la madre y de su hijo (Deroin 1853: 75).

De esto se seguía que las leyes sobre el matrimonio y la herencia debe-rían reemplazarse por “l’adoption des enfants par la famille sociale”; sólo entonces se lograría la emancipación de la mujer y los niños serían tratados igualitariamente. Con el objetivo explícito de asegurar el mantenimiento de los hijos ilegítimos y sus madres, estas propuestas feministas cuestionaban la razón de ser de la estructura de la familia de clase media y se imaginaban el estado (un estado en el que estarían representadas como ciudadanas) como la respuesta al patriarcado. Aunque aparentemente apelaban a la idea prevaleciente de que las madres eran por entero responsables de la crianza de sus hijos e hijas, de hecho, defendían lo que parecía ser un plan más subversivo. Se basaba en una visión social que separaba la crianza de la reproducción y se negaba a una reglamentación de las relaciones sexuales, a la vez que solicitaba que el cuidado de las niñas y niños y su educación

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estuviera a cargo del estado. Tenía menos importancia la persona que cria-ba a las criaturas que el hecho de que todos tuvieran un acceso igual a los recursos que los convertirían en ciudadanos productivos y que no existiera un estigma legal vinculado a las circunstancias de su nacimiento o vida “familiar”. Esta política feminista suponía que las familias existían debido a la ley, y que la ley podía cambiarse para aplicar nuevas visiones sociales.

Dichas propuestas feministas, que buscaban ampliar el terreno concep-tual de “la familia”, se ofrecían en respuesta a las restricciones que había acarreado la generalización de las ideas y prácticas de la clase media. Ariès termina su libro con una descripción de lo que implicaba esta transforma-ción. En el Antiguo regimen, dice

La gente vivía en un estado de contrastes: el origen noble o la riqueza extrema convivían con la pobreza, el vicio con la virtud, el escándalo con la devoción. A pesar de los estri-dentes contrastes, esta mezcla de colores no causaba ninguna sorpresa […]. La sociedad antigua concentraba la máxima cantidad de tipos de vida en el espacio más mínimo y aceptaba, si no es que imponía, la yuxtaposición abigarrada de una gran variedad de clases. La nueva sociedad [de clase media], por el contrario, proporcionaba a cada estilo de vida un espacio confinado en el que se entendía que las características dominantes debían respetarse y que cada persona tenía que parecerse a un modelo convencional, un tipo ideal, y no alejarse nunca de éste bajo pena de excomunión. El concepto de familia, el concepto de clase y tal vez en otras partes, el concepto de raza, aparecen como ma-nifestaciones de la misma intolerancia ante la diversidad, la misma insistencia en la uniformidad (415).

Yo añadiría que el concepto de heterosexualidad normativa, con su in-sistencia en que la diferencia genital de los miembros de la pareja es el único fundamento apropiado para una “familia”, es también el producto de este tipo ideal de la clase media, otra manifestación de “la misma intolerancia ante la diversidad, la misma insistencia en la uniformidad” que hizo su aparición hace unos dos siglos.

En los debates sobre la familia del siglo xix y comienzos del xx, el bien de la niña y el niño, especialmente su salud psíquica, no se tomaba mucho en consideración. En cambio, hoy en día es uno de los temas centrales en las discusiones. Una razón, por supuesto, tiene que ver con nuestra preocu-pación, de fines del siglo xx, con la psicología y la incorporación de parte del pensamiento psicoanalítico al “sentido común”. Pero otra, me parece, tiene que ver con la angustia que acompaña la pérdida de estructuras que una vez se dieron por sentadas como aspectos definitorios de la vida social. La defensa apasionada de la parentalidad heterosexual aparece en un momento de agotamiento de la forma familiar que la requirió. Esa familia nuclear no es ya más un modelo realista ni una realidad vivida. ¿Qué vendrá

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después? Este es uno de los temas centrales en los debates actuales. Pero hay otro tema que va más allá de la pregunta sobre quién puede apropia-damente adoptar, tener hijos y criarlos, y se refiere a la diferencia sexual. La familia de clase media se entendía como el crisol de la diferencia sexual, el lugar en el que se llevaba a cabo la reproducción: reproducción tanto de la especie como de las formas sociales que la garantizaban. En tanto se consideraba que esta familia era la única forma natural para la expresión de la diferencia “natural”, su desaparición sugiere la desaparición de la diferencia sexual también. La extrema angustia que se da como respuesta a esta insinuación revela lo que pretende esconder: que la diferencia sexual es producida de manera social, cultural y lingüística. Establecer un límite ante la parentalidad homosexual no tiene sólo que ver con el bienestar de los niños y niñas, como quieren sostener Agacinski y Théry. Se trata, más bien, de una manera de protegernos del conocimiento —un conocimiento que al feminismo le ha costado un enorme esfuerzo— de que la organiza-ción social del sexo y el deseo sexual puede adoptar (e históricamente ha adoptado) muchas formas diferentes •

Traducción: Cecilia Olivares Mansuy

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En Francia, el debate público alrededor del Pacto Civil de Solidaridad (Pacs) habrá tenido el mérito de cuestionar la evidencia de nuestra definición del matrimonio y hasta de la familia. Es un mérito paradójico, puesto que la ley no pretende tocar ni al primero ni a fortiori a la segunda. De todas maneras, aunque nos alegremos o lo deploremos, la definición de matrimonio y de familia a partir de la “diferencia de sexos” (para retomar los términos de la controversia), dicho de otra manera, a partir de la heterosexualidad de la pareja parental (si renunciamos a eufemizar la expresión) ha dejado de ser evidente: hemos pasado bruscamente de lo implícito a lo explícito. Porque ya no es más invisible, esta definición es objeto de discusiones públicas: se convierte, hablando propiamente, en discutible. La nueva visibilidad social y política de las parejas homosexuales y, más allá, de familias que se declaran “homoparentales” (el neologismo se extiende debido al debate), nos obliga en efecto a interrogarnos sobre nuestras presuposiciones.

La homosexualidad de los padres es lo que caracteriza a esas familias monoparentales, como lo muestra la heterogeneidad de sus modelos de composición: de acuerdo con los casos, los niños pueden ser el producto de un pasado heterosexual, de adopciones para los solteros, de inseminación artificial para las mujeres, o de proyectos de coparentalidad para los gays y las lesbianas. Dicho de otra manera, se trata menos de diferencia de sexos, inscrita o no en la filiación, que de sexualidades diferentes, admitidas o no en la familia. La actualidad social y política despierta por lo tanto una pre-gunta: ¿la familia es heterosexual por definición o bien, junto a la variante

Usos de la ciencia y ciencia de los usos.A propósito de las familias homoparentales*

Éric Fassin

* Este ensayo apareció en ’L’ Homme, revue française d’anthropologie, número especial “Question de parenté”, 154-155, abril-septiembre 2000 (pp. 391-408). Agradecemos al autor el permiso para su publicación.

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homoparental, la familia que podríamos llamar “heteroparental” es, no el modelo, pero un modelo entre otros, aunque sea ampliamente mayorita-ria? ¿La definición de la familia hace impensable la realidad de las familias homoparentales? A su vez, ¿la realidad de las familias homoparentales no nos conduce a repensar la definición de la familia? Y en este caso, ¿el tema es simplemente ampliar la definición, para hacer lugar a los recién llega-dos, o bien hay que, más radicalmente, cuestionarse acerca de la definición misma? Lo vemos, el replanteamiento hecho por la sociedad no es gratuito para las ciencias de la sociedad: se ve sacudida no solamente la definición social, sino también la sociológica o antropológica.

No hay que sorprenderse: si las ciencias sociales tienen una historia, esa historia no se despliega fuera del mundo. Por el contrario, los saberes sobre la sociedad se enriquecen con las preguntas que nuestras sociedades les formulan. No es, por supuesto, que el erudito se contente con responder a una demanda social: es la reformulación de los cuestionamientos lo que caracteriza a la empresa científica. Podemos así revindicar la autonomía de la ciencia sin por ello hacer abstracción de la sociedad de la cual habla y desde donde habla. No habría que imaginar la ciencia de acuerdo con el modelo de una fortaleza erigida contra el tumulto del tiempo, preservando sus verdades eternas al abrigo de las turbulencias del siglo. A diferencia de un territorio fortificado, esas construcciones provisorias le permiten seguir moviéndose, con la esperanza de avanzar todavía. Lejos de ser inmutables, las ciencias de la sociedad se mueven. Pueden y deben moverse. Y si la antropología o la sociología, no menos que la historia, tienen por vocación el movimiento, más que la inmovilidad, ¿cómo creer que las evoluciones de la sociedad no las afectarán de alguna manera?

I. El abuso de las ciencias sociales: una crítica política

En nuestra sociedad, parece hoy totalmente natural, como preámbulo al debate democrático sobre el matrimonio o la familia, confiar la definición a las ciencias sociales. Es la evidencia de una secuencia en dos tiempos: definición científica, luego deliberación política. Podemos, sin embargo, poner en duda esta evidencia y desplazar con ese fin la pregunta que la actualidad nos plantea. Nos preguntaremos, en efecto, no cómo definir, sino más bien, ¿qué es definir el matrimonio y la familia?, ¿hay que definirlos?, ¿quién debe definirlos? En otras palabras, la misma operación de definición científica, lejos de ser un punto ciego, entra así en nuestro campo de visión: se convierte en objeto de reflexión.

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No se trata entonces de proponer aquí, en nombre de la ciencia, algu-na definición alternativa del matrimonio y de la familia que abriría una puerta a los homosexuales, en lugar de prohibirles el acceso: la apertura del matrimonio y de la filiación a las parejas del mismo sexo corresponde a una elección política y no a una necesidad científica. En otras palabras, la responsabilidad le corresponde al ciudadano y no al erudito.1 Interrogado a propósito del Pacs, Claude Lévi-Strauss lo recuerda: “Las elecciones de la sociedad no le corresponden al erudito en tanto que erudito, sino —él mismo lo es— al ciudadano”.2

No es cuestión, por supuesto, de condenar a las ciencias sociales a una torre de marfil académica. No se trata de desechar, sobre este punto esencial, la herencia de Durkheim, que escribía hace un siglo: “estimaríamos que nues-tras investigaciones no merecen ni una sola hora de penas si sólo tuvieran un valor especulativo”.3 No se trata de revindicar una absurda partición entre el erudito, sordo a la política, y el político, ciego al saber. Es, por lo tanto, legítimo que los sociólogos o los antropólogos intervengan como expertos, para informar la decisión política, pero no para fundarla científicamente.

En efecto, el problema es el resultado de una confusión de roles.4 En su informe al gobierno sobre la familia, la socióloga Irène Théry, retomando palabra por palabra la definición que había aplicado primero a la familia, en 1996, y luego al matrimonio en 1997, se encargó de definir en 1998 el paren-tesco: “en el sentido más universal del término, más allá de las diferencias de acuerdo con las culturas, el parentesco es la institución que articula la

1 Sobre esta distinción, me permito en particular remitir a mi testimonio (“Para la igualdad de las sexualidades”) ante la Comisión de Leyes del Senado, el 27 de enero de 1999, con motivo de las audiencias públicas sobre los Pacs: “Soy sociólogo, pero si intervengo hoy, es en nombre de un principio político y no científico: la igualdad”. Cf. Senado, informe núm. 258, Anexo al proceso verbal de la sesión del 10 de marzo de 1999, sesión ordinaria de 1998-99, p. 176.2 La frase de Claude Lévi-Strauss es citada al final de la Introducción a Au-delà du Pacs. L’expertise familiale à l’épreuve de l’homosexualité, p. 1; ha sido tomada de una carta con fecha 19 de julio de 1999, reproducida en el mismo volumen (ver pp. 109-110), enviada por el antropólogo como respuesta a mis preguntas.3 Durkheim 1930: xxxix.4 He desarrollado en otra parte una crítica política del abuso de la expertise: aquí sólo se encontra-rá un recordatorio, como preludio a otra crítica, de naturaleza epistemológica. Este recordatorio es, sin embargo, necesario puesto que se trata de articular in fine las dos críticas. Remito a mi análisis de los trabajos de Irène Théry: Fassin 1998a. Propongo superar la alternativa entre el “sabio puro” y la expertise en Fassin 2000.

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diferencia de los sexos y la diferencia de las generaciones”.5 “Pareja, filiación y parentesco hoy”—es el título del informe— se encuentran de esta manera anclados, al abrigo de los vientos de la historia, en el puerto considerado “antropológico” (el término es recurrente) de una definición a la vez uni-versal e inmutable, es decir ahistórica.

Hay que entender una definición semejante, desde luego, como reacción al surgimiento de la cuestión homoparental, es decir, en oposición a las demandas de innovación familiar: vale no sólo por lo que permite pensar, sino también por lo que convierte en impensable. Para percibir su carácter normativo, podemos pensar en sus efectos estigmatizantes sobre familias homoparentales, pero también monoparentales, no fundadas sobre la “di-ferencia de los sexos”, o sea, sobre la doble filiación de un padre y de una madre. No se trata sólo de normas sociales, sino también legales. Así, la adopción por parte de un soltero, legal en Francia, no tendría un lugar en este modelo: algunos, como la Unión Nacional de Asociaciones Familiares, lo descubren en ocasión de los debates actuales.

Si es verdad que lo erudito puede aconsejar a lo político, sin que por eso se hable de usurpación, en revancha, nos inquietaríamos del abuso de la referencia erudita cuando pretende fundamentar científicamente la de-cisión política. La expertise es legítima sólo a condición de tomarse como lo que es. A la inversa, cuando desliza la definición como una verdad grabada en el mármol eterno de la naturaleza o de la cultura, sustituyendo así la deliberación democrática por una cierta determinación “antropológica”, el experto usurpa las prerrogativas de la representación democrática. En efecto, bajo el pretexto de una definición preexistente, lo que se plantea son ya los parámetros y los perímetros del debate. A la manera de axiomas, se los sustrae de la reflexión: no es una definición de trabajo que se propone a la discusión científica, sino la verdad misma del orden de las cosas que se

5 Las definiciones de Irène Théry han sido primero propuestas en dos artículos (igualmente publicados bajo la forma de Notes de la Fondation Saint-Simon): Théry 1996: “se puede con-siderar a la familia como la institución que articula la diferencia de los sexos y la diferencia de las generaciones” (p. 68). Luego, en Théry 1997 (seguido de un dossier documental preparado por Marianne Schultz, pp. 188-211): “el matrimonio no es la institución de la pareja, sino la institución que liga la diferencia de los sexos a la diferencia de las generaciones” (p. 181). Estas reflexiones encuentran su resultado político en su informe dirigido a la ministra del Empleo y de la Solidaridad y a la Garde des Sceaux en 1998, ver p. 21.

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busca imponer al debate político. Es abusar de la referencia erudita, ocul-tando las elecciones políticas de la definición.

Es la “lección” que desarrollaba ya Pierre Bourdieu en 1982: Cuando se atribuye el derecho, que se le reconoce a veces, de señalar los límites entre las clases, las regiones, las naciones, de decidir, con la autoridad de la ciencia, si existen o no clases sociales, y en qué medida, si tal o cual clase social —proletariado, campesinado o pequeña burguesía—, tal o cual unidad geográfica —Bretaña, Córcega u Occitania— es una realidad o una ficción, el sociólogo asume o usurpa las funciones de rex arcaico, investido, según Benveniste, del poder de regere fines y de regere sacra, de nombrar las fronteras, los límites, es decir lo sagrado.6

De la misma manera, señalar los límites de la familia no es describir lo que es, sino prescribir lo que debe ser —y por lo tanto—, quién lo es y quién no lo es. Delimitar un adentro y un afuera, una zona de inclusión y una zona de exclusión; es, propiamente hablando, un trabajo político y no uno científico.

Es, por otra parte, a Irène Théry a quien debemos la puesta en guardia más severa contra los peligros de la expertise, particularmente en el dominio de la sociología de la familia. Con sus trabajos sobre el divorcio, mostró los resultados perniciosos de una referencia científica abusiva:

Estos presuntos saberes son la derrota del conocimiento, como la “psi” es la derrota de la psicología clínica, de la psiquiatría y del psicoanálisis, como el sociologismo es la derrota de la sociología. Transformados en expertise social, diciendo siempre más y otra cosa que lo que es de su competencia, no garantizan y no alimentan más que el moralismo, esa forma degradada de la moral. Dejan creer que es necesario saber, cuan-do la apuesta es elegir, es decir, determinarse de acuerdo con un sistema de valores. Piensan por los demás.7

Lo que es verdad cuando se invoca el “interés del niño” no lo es menos para el que quiere trazar el círculo de la familia; lo que es verdad para la expertise “psi” no lo es menos para la ilusión “antropológica”.

La alerta vale, por otra parte, para todos: en tanto que expertos, los eruditos no tienen mayor inclinación por legitimar la reivindicación de las familias homoparentales que por obstaculizarlas. No se trata, por lo tanto, de proponer una “contra-expertise” al servicio, por ejemplo, de una asociación, por oposición a la expertise sometida al gobierno. La crítica de los abusos de la expertise vale igualmente, sea cual fuere la política, o el actor político, del cual pretendiera fundamentar científicamente la legitimidad. Esta crítica es necesaria para proteger la deliberación democrática de las usurpaciones de

6 Bourdieu 1982: 12.7 Théry 1996b: 422.

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la ciencia; no es menos indispensable para preservar la autonomía del debate científico de las intrusiones políticas. Es, entonces, fundamental si queremos salvaguardar la especificidad del trabajo científico tanto como la decisión política: cuando la expertise pasa por encima de sus derechos, abusa al mismo tiempo de las legitimidades eruditas y políticas.

II. Acerca de las ciencias del uso social: una crítica epistemológica

Para evitar este abuso, ¿deberían las ciencias sociales renunciar a definir? ¿No deberían antes revisar su definición de la definición? La crítica políti-ca es, en efecto, indisociable de una crítica epistemológica. Por una parte, no corresponde a los saberes definir las reglas del mundo social, sino a la crítica política. Por otra parte, aunque renunciara a imponer sus reglas en el debate político, el erudito no necesariamente tendría la vocación de proponer definiciones científicas del mundo social, eso le corresponde a la crítica epistemológica, que debemos ahora precisar.

1. La definición de las ciencias sociales

¿Y si el trabajo de las ciencias sociales no fuera producir definiciones del mundo social para trazar los límites de lo pensable y de lo impensable, al mismo tiempo que de lo lícito y de lo ilícito? Sin duda, parece un buen método el que se enuncie primero una definición del objeto —sea en el te-rreno de la comprensión (con la ayuda de una proposición teórica), sea en el terreno de la extensión (apoyándose en una categoría estadística)— trátese de la familia o de cualquier otro grupo social. Saber de antemano de qué se habla, ¿no es la condición mínima del rigor? Sugiramos, sin embargo, que no trabajan así las ciencias sociales, aun cuando son históricas. Así, los libros más fecundos en esta tradición, aunque traten sobre una categoría social, no la definen a priori: los grupos son definidos históricamente —por eso el trabajo social de definición se convierte en objeto de la investigación.

Dos obras ejemplares ilustran bien esta conducta: una, en historia, la otra, en sociología. La primera analiza, en Inglaterra, la formación de la clase obrera: el trabajo publicado en 1963 por E. P. Thompson, The Making of the English Working Class. La segunda refiere, en Francia, la constitución de una nueva categoría social: el estudio de Luc Boltanski sobre Les Cadres, en 1982, es decir, de acuerdo con el subtítulo, sobre la formación de un grupo social. Si, en los dos casos, la definición no se plantea como una condición previa, sino por el contrario se desarrolla a todo lo largo de la investigación, es porque para los autores el trabajo de representación es de naturaleza política: y,

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en consecuencia, el trabajo de definición es de naturaleza histórica. Es la sociedad, antes que las ciencias sociales, la que se encuentra comprometida en un trabajo permanente de definición y de redefinición: la historia social y la sociología histórica dan cuenta de este trabajo —work in progress.

Para el erudito no sólo es una mala política, sino también un mal método ocupar el lugar de los actores sociales imponiendo a través de la ciencia su representación del mundo social. La definición no es un instrumento científico objetivo y neutro: es la apuesta de luchas políticas. Para no ser instrumenta-lizadas, las ciencias sociales deben, pues, tomar por objeto la historia política de las definiciones. Es por esto que la definición de la familia no debería ser formulada por el erudito. Éste no puede decirnos la “verdad” de la familia; su tarea es primero estudiar las batallas que se libran alrededor de tales representaciones. Encontramos el llamado de atención de Pierre Bourdieu, haciéndose eco del pensamiento de Michel Foucault: son las relaciones entre saber y poder las que están en juego en la idea misma de verdad. Es por eso que el sociólogo (y de la misma manera el antropólogo) “es aquel que se esfuerza por decir la verdad de las luchas que tienen como apuesta —entre otras cosas— la verdad”.8 Aunque sea un experto, debe rechazar la tentación, heredada del filósofo-rey, de definir la verdad de la sociedad en lugar de los actores sociales: la crítica epistemológica se encuentra con la crítica política.

En consecuencia, la cuestión se plantea: ¿cómo hablar de un objeto sin definirlo por anticipado? Pero también: si debe renunciar a plantear primero una definición, ¿cómo procede el erudito, en particular en el momento de “hablar de familia”? Propondremos la siguiente respuesta: la antropología y la sociología se basan menos en la definición que en la descripción. O mejor: lejos de ponerse en el lugar de la descripción, la definición se confunde con ella. Las ciencias sociales son, en efecto, ciencias del uso social: dan cuenta de los usos —no en el sentido de usos y costumbres, sino de utilizaciones—. Dicho de otra manera, toman por objeto las prácticas de los actores sociales. En este sentido, la definición no es el principio de las prácticas: a la inversa, son (por ejemplo) las prácticas familiares las que definen, no a “la familia”, sino a (volveremos sobre esto) la “familia” de las familias. ¿De qué manera los actores sociales se sirven de “la familia” para “hacer familia”, es decir para hacer sus familias?

8 Bordieu 1982: 16.

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2. La universalidad antropológica

No es, sin embargo, así como se le plantea la cuestión a las ciencias sociales, y como ellas se la plantean hoy, frente a la nueva realidad de las familias “homoparentales”. Es verdad que la expertise sociológica se ha encontrado un poco disminuida: tiene la costumbre de apoyarse en realidades estadís-ticamente señaladas: datos demográficos que suponen transformaciones cuantitativamente importantes. De esta manera ha podido tomar en cuenta las transformaciones que acompañan al divorcio y a las recomposiciones familiares, el concubinato y los nacimientos fuera del matrimonio. Con las familias homoparentales al igual que con las nuevas técnicas ligadas a la reproducción asistida, la sociología se encuentra confrontada con una dificultad: se trata de realidades estadísticamente invisibles. La cuestión no es más, entonces, saber si el derecho debe alcanzar a las costumbres, sino realizar una elección jurídica que anticipe una evolución social. Dicho de otra manera, se trata de utilizar una expertise ya no a posteriori, pero por el contrario a priori.

Es por eso que la demanda de expertise se vuelve hoy, como no hace mucho en los debates sobre la bioética, hacia la antropología.9 Sabemos en efecto que los discursos sobre “el orden simbólico” opuestos a la homoparen-talidad, tanto en los políticos como en los intelectuales, en los obispos como en los psicoanalistas, han hecho continua referencia a los “fundamentos antropológicos” de la cultura.10 El adjetivo “antropológico” nos remite aquí, para definir la norma de manera intangible, a la universalidad que trasciende las especificidades culturales. En respuesta a las críticas, Irène Théry vuelve sobre la definición que propuso, para justificar la función política:

No se ve bien, a priori, en qué una definición abstracta a partir de todas las formas de la familia y del parentesco conocidas en el mundo puede ser “un uso abusivo de las ciencias sociales”. Uno pensaría en cambio que tenemos ahí el mejor de los usos científicos (y también políticos) de la antropología, puesto que la universalidad de la categoría tiene como fin el evitar toda tentación etnocéntrica, en el sentido en que una categoría más restringida condenaría al Otro, a la extrañeza.11

9 He tratado de analizar este contraste entre la expertises antropológica y sociológica en Fassin 1999: 101-103.10 Sobre este punto, me permito remitir a mi texto: “L’illusion anthropologique: homosexualité et filiation”, Fassin 1998b.11 En un artículo reciente, que vuelve sobre la polémica: 1999 (las cursivas aparecen en el texto original).

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La universalidad antropológica tiene entonces valor normativo: el denomi-nador común de la definición indica las características mínimas que están y deben estar presentes siempre y en todo lugar.

Podríamos sorprendernos de que la lógica “antropológica” identifique la universalidad y la norma para plantear e imponer la “diferencia de sexos” al principio mismo del matrimonio, de la familia y del parentesco. Recor-demos en efecto que para Claude Lévi-Strauss, lejos de confundirse con la universalidad, la norma se opone a ella, como la cultura a la naturaleza: “Digamos, entonces, que todo lo que es universal, en el hombre, concierne al orden de la naturaleza y se caracteriza por su espontaneidad, que todo lo que está sujeto a una norma pertenece a la cultura y presenta los atributos de lo relativo y de lo particular”. El argumento de Structures élémentaires de la parenté reposa precisamente sobre esta oposición, que no es superada más que en un caso: “la prohibición del incesto presenta, sin la menor duda e indisolublemente reunidos, a los dos caracteres en los que hemos reco-nocido los atributos contradictorios de dos órdenes exclusivos: constituye una regla, pero una regla que, única entre todas las reglas sociales, posee al mismo tiempo un carácter de universalidad”. La prohibición del incesto es, por lo tanto, para Claude Lévi-Strauss, el único ejemplo de regla universal. Y, sin embargo, hay que entender el sentido de esta universalidad, que no tiene nada de una invariación: no supone ningún núcleo duro, contenido fijo o denominador común que trascienda las particularidades culturales. “El hecho de la regla, visto de manera enteramente independiente de sus modalidades, constituye en efecto la esencia misma de la prohibición del incesto”.12 Dicho de otro modo, aunque nos parezca que por todos lados las reglas difieren, en ningún lugar la regla está ausente: aunque la regla deba estar siempre presente, puede sin embargo no ser nunca semejante.13

No es, por lo tanto, sobre los trabajos de Claude Lévi-Strauss que se apo-ya la gestión que querría fundar la norma familiar sobre la universalidad de la regla. La universalidad de la diferencia de los sexos invocada en el debate

12 Lévi-Strauss 1967: 10 y 37.13 De la misma manera, para pensar la universalidad de la función simbólica, Claude Lévi-Strauss se niega a darle un contenido: en contraste con el subconsciente, lleno de imágenes acumuladas durante una vida particular, “el inconsciente está siempre vacío; o más exacta-mente, es tan extranjero a las imágenes como el estómago a los alimentos que lo atraviesan”. Lévi-Strauss 1967: 224.

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sobre los Pacs14 remite en realidad a los análisis de Françoise Héritier sobre la “valencia diferencial de los sexos”. En sus trabajos sobre el parentesco, recuerda, por supuesto, el axioma propuesto en 1898 por Durkheim: “Todo parentesco es social”. Es así, comenta Héritier, “que se pudo decir que un sistema de parentesco no existe más que en la conciencia de los hombres y no es más que un sistema arbitrario de representaciones”. Y asiente: “Todo esto es verdad seguramente”. Pero es para darle en seguida cierto matiz: “Pretendemos de todas maneras que a partir de un dato biológico elemen-tal, que no puede ser el mismo desde siempre, el pensamiento humano ha refinado y simbolizado explorando todas las posibilidades lógicas de combinaciones paradigmáticas que ese sustrato podía ofrecer”. Convendría entonces completar el análisis de Claude Lévi-Strauss:

Introduciremos aquí una segunda ley fundamental del parentesco, condición misma de la primera y tan profundamente enmascarada e ignorada como ella por las mismas razones, a saber, la fuerza aparentemente natural de su evidencia: se trata de la valen-cia diferencial de los sexos o, si se prefiere, el lugar diferente de los dos sexos sobre una tabla de valores, más generalmente el dominio del principio masculino sobre el principio femenino.15

El agregado de Françoise Héritier representa una separación en relación con el análisis de Claude Lévi-Strauss. Es verdad que en la obra que publicó en 1949, son siempre los hombres los que intercambian los mujeres.

La relación global de intercambio que constituye el matrimonio no se establece entre un hombre y una mujer donde cada uno debe y cada uno recibe algo: se establece entre dos grupos de hombres, y la mujer figura como uno de los objetos de ese intercambio, y no como uno de los socios entre quienes el intercambio tiene lugar.”16

Sin embargo, esta disimetría sexual no es necesaria en la lógica estructural del intercambio. El autor por otra parte lo explicará:

Que las lectoras, alarmadas de verse reducidas al rol de objetos de intercambio entre socios masculinos se tranquilicen: las reglas del juego serían las mismas si adoptásemos la convención inversa, haciendo que los hombres sean los objetos de intercambio entre

14 No discutiremos aquí la otra vertiente de la definición (“la diferencia de generaciones”), cuyo rol político habrá sido menor. Remitimos de todas maneras a Claude Lévi-Strauss: “Numerosas sociedades practican, en ocasión misma del matrimonio, la confusión de las generaciones, la mezcla de las edades, el cambio de los roles, y la identificación de relaciones a nuestros ojos incompatibles.” Critica aquí a Malinowski, que afirmaba imprudentemente que “ninguna sociedad podría existir en tales condiciones”. Lévi-Strauss 1958: 557-558.15 Héritier 1981: 15-16 y 50.16 Lévi-Strauss 1967: 135.

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partes femeninas. Algunas raras sociedades de tipo matrilineal muy avanzadas tienen, en cierta medida, formuladas las cosas de esta manera.

Pero no se trata de una simple permutación, pues podemos llevar más lejos el razonamiento: “Y los dos sexos pueden acomodarse a una descripción del juego un poco más complicada, que consistiría en decir que los grupos, cada uno formado de hombres y de mujeres, intercambian entre ellos las relacio-nes de parentesco”.17 Dicho de otra manera, según Claude Lévi-Strauss, la diferencia de los sexos no es constitutiva del intercambio: la lógica estruc-tural permite pensar más allá de los hechos. A la inversa, para Françoise Héritier, “los hechos son tercos”. “Si la lógica implica la reversibilidad total (o recíproca) de la fórmula sin dañar al sistema en su totalidad, la realidad se empeña en mostrar que una desconcertante mayoría de las sociedades humanas han ilustrado una sola de las dos fases lógicamente posibles de una misma realización”.18 La “valencia diferencial de los sexos” es, por lo tanto, la “segunda ley fundamental del parentesco”.

Según Françoise Héritier, la universalidad biológica de la diferencia de los sexos no determina ciertamente el parentesco: si no, sus variaciones serían incomprensibles. De todas maneras, los “datos de base” de este sustrato fuerzan el pensamiento: ciertas figuras, “lógicamente posibles y conceptualmente pensables”, permanecen así “naturalmente impensables, visceralmente inadmisibles y técnicamente irrealizables”.19 Dicho de otra manera, “la observación de la diferencia de los sexos es el fundamento de todo pensamiento, tanto tradicional como científico”: “la diferencia sexuada y el rol diferente de los sexos en la reproducción”, he aquí el “tope último del pensamiento”.20 Las potencialidades normativas de esta coerción cognitiva aparecieron claramente en el debate reciente: es así que Françoise Héritier, en un reportaje en el diario La Croix, recordó su concepción de la diferencia de los sexos como “topes no superables del pensamiento” para explicar (la expresión es retomada como título del artículo) que “ninguna sociedad admite el parentesco homosexual”. Comenta así esta negación: “Pensar es ante todo clasificar; clasificar es primero discriminar, y la discriminación fundamental está basada sobre la diferencia de los sexos. Es un hecho irre-ductible: no se puede decretar que esas diferencias no existen, son topes no

17 Lévi-Strauss 1983: 90-91.18 Héritier 1999: 78. Para su discusión del análisis de François Héran, ver Héritier 1998.19 Héritier 1981: 51.20 Héritier 1996: 19.

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superables del pensamiento, como la oposición entre el día y la noche”. Y la antropóloga agrega: “Nuestros modos de pensar y nuestra organización social están, por lo tanto, fundados sobre la observación principal de la diferencia de los sexos. Y no se puede razonablemente sostener que esta di-ferencia se desplaza al corazón de la pareja homosexual”.21 El “parentesco homosexual” sería entonces imposible, por impensable.

Notemos de paso que si la universalidad de la diferencia de los sexos definida como ley fundamental del parentesco puede, como se ve aquí, de-sembocar en una antropología normativa, esta consecuencia no era sin embargo inevitable. Se encuentra también en Françoise Héritier el programa de una antropología crítica: en Masculin/féminin, revindica —en efecto— una lógica del “develarse”:

De la permanencia de las ideas y de los pensamientos de la diferencia así puestos al día no debe nacer la constatación de que todo esfuerzo para hacer desaparecer las dispa-ridades establecidas esté condenado inexorablemente al fracaso sino, por el contrario, la certeza de que para luchar mejor es necesario conocer con el fin de poder adaptar el combate a la naturaleza del enemigo.22

En ese caso, el objeto es menos la diferencia de los sexos en sí misma que (como lo indica el subtítulo de la obra) “el pensamiento de la diferencia”, dicho de otra manera, las “representaciones” que son “interpretaciones”. La autora apela pues a Voltaire, en el momento de combatir los “prejuicios”. En este caso, la antropología puede ayudar a “que las cosas se muevan”, y no a la inversa.

3. Redefinir la definición

Como vemos, no es más ineluctable identificar universalidad empírica y norma social que suponer, detrás de la definición, aunque sea universal, el núcleo duro de un denominador común invariable. Para escapar a esta doble identificación, podemos comenzar por buscar las grietas en la mura-lla, es decir, las excepciones a la universalidad de la regla. Es por eso que miraremos del lado de los “matrimonios de mujeres”, bien conocidos por los antropólogos desde los años 1930. Es en Evans-Pritchard que se encuentra el ejemplo más celebre: “Lo que nos parece (pero no a los nuer) como una unión un poco rara, es cuando una mujer se casa con otra y cuenta como el

21 El reportaje está publicado en La Croix de noviembre de 1998, a propósito del debate sobre el Pacs.22 Héritier 1996: 10.

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padre social (pater) de los niños nacidos de esta mujer”.23 Es verdad que a los ojos de Françoise Héritier, en la misma entrevista concedida a La Croix, esta excepción no es tal, puesto que de las dos mujeres, la que es estéril —Evans-Pritchard lo había dicho claramente— “cuenta por esa razón, en algunos aspectos como un hombre”.

Para volver a nuestra actualidad, siguiendo esta lógica, sería necesario que (pero sería suficiente también sin duda), en una pareja lesbiana, una sea el hombre, y en una pareja gay, uno sea la mujer, para que el parentesco homosexual se convierta en pensable: en efecto, el problema según Françoise Héritier, es que, contrariamente al ejemplo nuer, “no existe en nuestras so-ciedades una definición social que designe en la pareja homosexual quién es el padre y quién es la madre”. Sería, sin embargo, prematuro concluir que esta filiación no es pensable más que en las sociedades no igualitarias, que asignan a los dos sexos roles claramente diferenciados y que en conse-cuencia “ninguna sociedad admite el parentesco homosexual”. Quizá a la inversa, en nuestras sociedades de filiación indiferenciada, la diferencia de los sexos (estableciendo quién es el padre y quién es la madre) es menos indispensable que en las sociedades de filiación unilineal. En todo caso, hoy mismo en Estados Unidos, el parentesco “homosexual” existe, no sólo en la práctica, sino también a los ojos de la ley:24 he aquí un hecho, no menos terco. La antropología no podrá dejar de tenerlo en cuenta, incluso en Francia.25

El interés último de estas excepciones no es que nos obligarían a refor-mular la definición, sino más bien que invitan a poner en tela de juicio la universalidad de toda definición: ninguna dirá la verdad universal (y por lo tanto definitiva) del matrimonio y de la filiación. Podemos releer en este sentido las reflexiones críticas iniciadas en la antropología británica por los lectores asiduos de la obra de Claude Lévi-Strauss. Ya en los años 1950,

23 Evans-Pritchard 1990: 108. Podríamos igualmente pensar en el ejemplo radical de los na de China: Caï Hua sugiere que se trata de “una sociedad sin padre ni marido”, dicho de otra manera, de una sociedad radicalmente matrilineal: la diferencia de los sexos no define de ninguna manera la filiación, y el matrimonio no existe: Cf. Hua 1997. Ya sea que el análisis sea confirmado o desmentido, empírica o teóricamente, de todas maneras podemos estar de acuerdo en que da qué pensar.24 No solamente, por otra parte, con la adopción sucesiva por los dos padres, sino también, desde 1997, en Nueva Jersey, con la adopción conjunta. Lo impensable ya es pensado, en otros lugares.25 Los primeros trabajos de antropólogos americanos son de hace ya unos cuantos años: Lewin, 1993; Weston, 1991. En Francia, Anne Cadoret lleva adelante una investigación sobre las familias homoparentales.

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Edmund Leach sugería que el matrimonio no es más que un “manojo de derechos” (bundle of rights): sacaba así la conclusión de que “todas las defi-niciones universales del matrimonio son vanas”; lo mismo valía para la familia. Declaraba así incompetente la definición, por entonces formulada en un manual de antropología inglés, cuya sustancia se retoma hoy un poco por todos lados en Francia: “El matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer de tal manera que los hijos nacidos de la mujer son reconocidos como la descendencia legítima de los dos miembros de la pareja”.26 La crítica empírica conduce así al rechazo de la definición universalista, o quizá de una cierta concepción de la universalidad. Es lo mismo para el matrimonio que para la prohibición del incesto: el hecho es universal, y no los caracteres, infinitamente variables.

Esta postura teórica es retomada por Rodney Needham, lo que lo lleva a repensar la definición. Más allá de los debates técnicos que tratan sobre un punto u otro, el antropólogo propone en efecto un acercamiento “escéptico” al parentesco. Según él, “los fenómenos clasificados bajo la rúbrica ‘parentesco’, por ejemplo, no tienen siempre trazos específicos que justifiquen la formulación de proposiciones generales”. Más generalmente, “no es necesario que los fenómenos de ‘parentesco’ tengan algún elemento en común, no más que los de ‘alianza’, de ‘filiación’, de ‘terminología de parentesco’ o de ‘incesto”. El problema reside en nuestra manera de pensar la clasificación: “Nuestros hábitos conceptuales nos empujan lamentablemente a suponer sin reflexionar que todos los fenómenos que clasificamos juntos, como el ‘parentesco’ y el resto, tienen puntos en común —de allí nuestras dificultades teóricas”. En materia de parentesco, hay que renunciar a buscar denominadores comunes.27

Resumiendo, “el ‘parentesco’ no existe; de donde se deduce que no tendría que haber una ‘teoría del parentesco”. No se trata de renunciar a hablar de “matrimonio”, de “familia”, o de “parentesco”. Como lo dice Needham, “si un etnógrafo decide hablar de matrimonio, sabemos por

26 El artículo, primero publicado en Man, es retomado en una compilación: Leach, 1961: 105. Edmund Leach vuelve sobre la controversia que suscitó, y precisa su argumento, en su manual de 1982, cap. 6: 176-211.27 El argumento se encuentra desarrollado en muchos artículos y obras. Ver particularmente Needham 1974. Da una presentación tan cómoda en la obra sobre el parentesco que ha dirigido que ha sido traducida al francés: La parenté en question, dir. Rodney Needham, Seuil, Paris, 1977. [1a edición inglesa: Rethinking Kinship and Marriage, 1971]; su capítulo: “Remarques sur l’analyse

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lo menos desde un principio que no se va a precipitar sobre el problema de la construcción de diques”. Dicho de otra manera, las palabras como “matrimonio” son cómodas, a condición de tomarlas por lo que son, sin atribuirles una función teórica que unifique la diversidad de sus usos. Son, en efecto, “palabras multiuso”: Needham toma la expresión de Wittgenstein (odd jobs), y más allá, toda la teoría llamada de “los parecidos familiares”.28 La misma crítica es dirigida a la ciencia y al lenguaje ordinario: encontra-mos la misma ilusión, que nos hace buscar un denominador común allí donde no hay más que “parecidos familiares”, en el conjunto de nuestras “representaciones colectivas, se trate de generalizaciones casi técnicas de la antropología social o de recursos ordinarios del lenguaje cotidiano”.29

El aporte del filósofo puede ser en efecto decisivo para las ciencias sociales; algunos en Francia lo han comprendido muy bien, de Jacques Bouveresse a Pierre Bourdieu.30 Wittgenstein propone, en efecto, una crítica de las ilusiones inherentes al lenguaje filosófico, y sobre todo de nuestra “sed de generalización”:31

La tendencia a buscar algo en común a todas las entidades que ubicamos comúnmente bajo un término general. Tenemos tendencia a pensar que debe haber algo en común a todos los juegos, cuando en realidad los juegos forman una “familia” cuyos miembros tienen parecidos de familia. Algunos de ellos tienen la misma nariz, otros las mismas cejas, y otros el mismo andar; y estas semejanzas se encabalgan (57/17).

En este sentido, pero sólo en este sentido, “‘los juegos’ forman una familia”.32 La abstracción de la definición es siempre un contrasentido, que pretende asignar a la palabra un sentido único, universal y definitivo.En realidad, sería mejor hacer el inventario de los usos, que unen sólo pareci-dos parciales.

de la parenté” (citas pp. 129 y 128). El libro está, por otra parte, dedicado a Edmund Leach, y Needham se refiere a él desde el comienzo. Sorprende que a pesar de la traducción, se le tome tan poco en cuenta en el debate francés: así, la síntesis de Francis Zimmermann no cita la obra en la bibliografía, ni el argumento, para no discutir más que sobre las contribuciones más téc-nicas de Needham —presentado en una noticia bibliográfica sólo como “vigoroso defensor del estructuralismo y de la teoría de la alianza en el mundo anglosajón”. Zimmermann 1993: 228.28 Needham, 1977: 107 y 108.29 Needham 1983: 65 (mi traducción).30 Para el primero ver Bouveresse 1982. Para el segundo, ver en particular Bourdieu 1968 y 1980.31 Wittgenstein 1958. Utilizo la traducción de Marc Golding y Jerôme Sacker, publicada en 1996. Entre paréntesis se indican las páginas de la traducción, luego de la edición original.32 Wittgenstein 1958: parr. 67, p. 32 (mi traducción).

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Como escribe Jacques Bouveresse, “el error que se comete aquí es creer que la tarea del filósofo es sacar de la extrema diversidad de los usos y de los ejemplos, conceptos unitarios o esencias”. Esto no implica renunciar a utilizar estas palabras: “se puede perfectamente utilizarlas, y hasta darles un lugar central en la búsqueda filosófica sin sentirse obligados primero a definirlas”.33 El problema no son por lo tanto las palabras, sino la ilusión de la definición: “Somos incapaces de circunscribir claramente los conceptos que utilizamos; no porque no conozcamos su verdadera definición, sino porque no tienen una verdadera ‘definición” (68/25). El denominador común de la definición no existe: entre los usos, hay solamente un “aire de familia”. De todas maneras, y es el último punto que vamos a abordar por el momento, la puesta en duda de la definición universal no reduce a la nada el proyecto antropológico al condenarlo al relativismo cultural. En efecto, más que las invariantes, la antropología podría tomar como objeto de estudio, inspirándose en Wittgenstein, a la gramática de los usos sociales.

III. Un aire de familia: cuando hacer es decir

La doble crítica que acabamos de esbozar aspira a trazar los límites, no de la familia, sino del poder y del saber de las ciencias sociales. La crítica polí-tica se ocupa de los usos de la referencia erudita: no es la razón científica la que debe decidir en el debate democrático. La expertise es abusiva cuando sustituye a la elección política por una pretendida necesidad erudita. En cuanto a la crítica epistemológica, podría ser resumida en estos términos: “la más bella ciencia del mundo no puede dar más que lo que tiene”. No vayamos a pedirle al sociólogo o al antropólogo que nos den definiciones universales e inmutables del mundo social: no es su tarea. Dicho de otra manera, se trata de recordar al mismo tiempo lo que la ciencia no debe hacer y lo que no puede hacer. No obstante, esta doble crítica tiene también por vocación, de manera positiva, abrir una reflexión sobre lo que las ciencias sociales pueden decir y hacer, a condición de tomar en cuenta el lugar de los actores sociales y el rol de las prácticas sociales en la definición, no de “la familia”, ya lo hemos visto, pero de “la familia de familias”.

Para Wittgenstein, comprender el sentido de una palabra no es encontrar la definición que estaría en el principio de sus usos. El filósofo insiste en

33 Bouveresse 1976: 211.

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efecto: “no olvidemos que una palabra no tiene un significado conferido, de alguna manera, por un poder independiente de nosotros, de tal modo que podríamos llevar a cabo una investigación científica sobre lo que la palabra significa realmente” (72/28). La crítica política puede derribar a la crítica epistemológica: en el momento en que sociólogos y antropólogos creen sacar una definición absoluta del matrimonio, de la familia o del parentesco, no hacen más que encontrar, no su significado universal, sino la definición impuesta por un poder “independiente de nosotros”, es decir el estado. De hecho, la expertise tiene más autoridad para la administración que la solicita desde el momento en que produce científicamente la misma definición que organiza ya el pensamiento del estado: hace explícitas las categorías implícitas.

Es el argumento del texto de Pierre Bourdieu sobre “el espíritu de familia”: frente a la definición de la familia, el escepticismo tiene razón frente al realismo. Al menos en un primer momento. En efecto, “si es cierto que la familia no es más que una palabra, es verdad también que es una palabra de orden”. Esta categoría tiene para sí el peso de las instituciones: esta ficción es por lo tanto bien real. Los agentes del estado (estadistas, tra-bajadores sociales y magistrados, pero también sociólogos) “contribuyen a reproducir el pensamiento estatizado que forma parte de las condiciones de funcionamiento de la familia”. Para resumir, “la familia es una ficción, un artefacto social, una ilusión en el sentido más ordinario del término, pero una ‘ilusión bien fundada’, puesto que, habiendo sido producida y reproducida con la garantía del estado, recibe a cada momento del estado los medios para existir y subsistir”.34

Sin embargo, podemos extraer del pensamiento de Wittgenstein otra lección, que nos aleja del análisis de Pierre Bourdieu. La crítica epistemo-lógica, cuando está unida a la crítica política, abre la posibilidad de pensar, no solamente en la reproducción que condenaría a la familia a no cambiar jamás, sino en un cambio. Después de todo, la familia no cesa de transfor-marse: está inscrita en la historia, atravesada por la historia. Si cambia, es porque nuevos usos llegan a imponerse, es decir, porque nuevos actores llegan a imponerse. Los actores sociales pueden hacer cambiar bruscamente la definición circular que intercambian el estado y los saberes del estado;

34 Retomado en Bourdieu 1994: 137, 144 y 145. Ver también los análisis de Lenoir 1999: 45-60.

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sacuden a veces esta reproducción de lo idéntico. Dicho de otro modo, con-viene reemplazar el análisis de la definición por el estudio de los usos. La verdad de la familia no está más inscrita en la eternidad de las categorías del estado que en el cielo platónico de las ideas abstractas; las familias se encarnan en las prácticas. Son, por lo tanto, susceptibles de cambio.

Y, de hecho, hay algo nuevo. La novedad es, por una parte, una evo-lución social y, por otra parte, una transformación política. La evolución social nos remite a los cambios de modos de vida homosexuales, con la (re)apropiación de la pareja y, vía los hijos, de la familia. La transformación política es el trabajo de representación, delante de los medios y en la esfera propiamente política que deja ver esos cambios —la Asociación de Padres Gays y Lesbianas es un vector, pero también otra asociaciones, algunas po-líticas, de intelectuales, etc.—. Lo hemos visto, una expresión resume esta novedad: la familia homoparental. El golpe de fuerza es llegar a imponer este nuevo uso. Ayer todavía, la familia homoparental parecía un oxímoron. Hoy, afirmar que las familias homoparentales no serían familias comienza a parecer una contradicción en los términos. Son las prácticas, sociales y políticas, las que transforman aquí el lenguaje y la definición por el uso. El efecto de imposición de la verdad de la familia por las instancias legítimas se encuentra un poco sacudido: su magia performativa es perturbada por la participación de los actores. La proposición clásica sobre los actos de lenguaje puede ser aquí invertida: hacer es decir.

Para ilustrar esta apropiación del lenguaje por las prácticas y la reno-vación de las representaciones que se derivan, podremos tomar el ejemplo contrastado de dos grandes diarios nacionales, de la mañana y de la noche. Prolongando el debate sobre los Pacs, Le Monde (fechado del 14 al 15 de marzo de 1999) ha titulado recientemente, en primera página: “Esas parejas homosexuales que quieren hijos”. Los artículos recuerdan, por supuesto, que hay debate (“Sociólogos, psiquiatras y psicoanalistas están divididos”), pero al mismo tiempo difunden imágenes de familias ordinarias, familias como las otras. Esta banalización depende del prejuicio descriptivo: es una “realidad”, aunque es todavía “estadísticamente invisible”. Los lectores de Le Monde pueden así reconocerse: en el fondo, la diferencia no sería tan grande… El signo más seguro de la “normalización” de la cuestión homo-parental, es que se puede sonreír sin caer en el sarcasmo homófobo; los dibujos de Plantu y de Pessin lo muestran bien.

Unos meses más tarde, Libération (el 24 de agosto de 1999) eligió inscribir la familia homoparental en una serie consagrada a “las familias del siglo”.

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El ejemplo de Carla y Marie-Laure no sirve para ilustrar la nueva banalidad de la homoparentalidad; al contrario, se trata de poner el acento sobre “la vida de esta familia no como las demás”: “Hijas de mayo del 68, Carla y Marie-Laure han vivido de a tres (con el novio de Carla), de a dos, luego de a cinco, después de que han tenido, juntas, tres hijos por inseminación arti-ficial”. En esta libertad del deseo, heredada de los años setenta, los lectores de Libération se reconocerán quizá de buena gana. No es más la normalidad de la familia homoparental lo que se pone por delante, sino el cuestionamiento de la norma. Dicho de otra manera, son dos maneras opuestas, pero com-plementarias, de inscribir la familia homoparental en el paisaje de la familia. La diversidad de usos que indican estos dos ejemplos muestra bien que el uso se ha impuesto: a cada quien su familia homoparental.

Podemos volver entonces a nuestro punto de partida. ¿Qué es una familia? El singular es tramposo, lo sabemos, existen tantas familias diferentes. Pero hay que llevar más lejos el análisis del plural: detrás de la diversidad de las familias, no se encontrará una definición mínima. El interés en las familias homoparentales es, por lo tanto, grande para las ciencias sociales: ayudan a repensar la definición; no solamente con vis-tas a agrandarla, como ayer con las familias recompuestas, sino para poner en duda nuestra definición de la definición. En efecto, con la diferencia de los sexos es, sin duda, el principio de la familia el último denominador común que se apresta a desaparecer. Es verdad que la etnología nos lo había ya enseñado hace mucho tiempo; pero no pudimos escucharla, de tal manera las evidencias más ancladas en nuestra sociedad nos impedían escuchar la lección de Leach en los años cincuenta y de Needham en los años setenta. Era necesario que nuestra cultura cambiara en los años no-venta para que comprendiéramos lo que ponían, sin embargo, en duda claramente otras culturas, a saber, la idea de una definición unitaria que redujera la diversidad de las familias.

Bien entendido, ningún modelo de familia encarna a la familia, ni reune todos sus rasgos: el modelo ideal no es un tipo ideal; es una norma legítima, sin duda, pero no una definición. Con las otras familias, las familias homopa-rentales tienen solamente (pero es suficiente) “un aire de familia”: la boca de ésta, los ojos de aquélla, el mentón de una, la nariz de otra. Como las familias heteroparentales, pueden recomponerse. Como las familias monoparentales, pueden construirse con un solo padre y en todo caso sin la doble filiación de un padre y de una madre. Como las familias que recurren a la adop-ción simple, pueden reposar sobre una filiación plural, con la coparentalidad.

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Como las familias heteroparentales surgidas de la reproducción asistida o que eligen la vía de la adopción plena, ponen a veces entre paréntesis el origen biológico, y a veces no. En síntesis, las familias “homoparentales” se inscriben en una “familia de familias”, sin que más allá de las semejanzas parciales sea necesario, ni posible, suponer un denominador común: hay que renunciar a sustituir la diferencia de los sexos por otro núcleo duro, para hacer lugar a esta realidad nueva. La descripción de los usos de la familia alcanza para definirla.

Es, por otra parte, por lo que —aunque sea estadísticamente marginal— el ejemplo de las familias homoparentales nos conduce a repensar el conjunto de las configuraciones familiares: ellas señalan lo impensado de la familia, lo que ayer todavía creíamos impensable. Como siempre, las ciencias sociales tienen mucho que aprender de la realidad social. Pueden estudiar las trans-formaciones de la definición de la familia, pero no impedirlas en nombre de la definición que dan de ellas. Antropólogos o sociólogos no deberíamos equivocarnos de vocación: nuestras definiciones no son nunca definitivas, porque son siempre descriptivas. La historia nos impone revisiones regulares para tomar en cuenta la realidad en movimiento. Sería mejor renunciar a imaginar que nuestras definiciones están en el principio de la realidad: la tarea del sociólogo o del antropólogo es estudiar la gramática de los usos sociales. Si las ciencias sociales pueden así modificar su definición de la definición, podemos pensar que escaparán más fácilmente a la tentación normativa de fijar el “buen uso”•

Traducción: Cecilia Ponteville

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El avance de la investigación médica en materia de desarrollo de nuevas téc-nicas de fertilización asistida como la inseminación artificial, la fecundación in vitro, la donación de óvulos y de esperma, así como el congelamiento de los mismos y lo más reciente, la clonación, permite hoy en día que el deseo de acceder a la maternidad y la paternidad sea cada vez más posible para los individuos, independientemente de su edad e identidad sexual. Quedan superados los límites, algunos biológicos, como la menopausia, la infertili-dad y las alteraciones del aparato reproductor; así como los impuestos por la cultura. La procreación ya no queda restringida a las parejas heterosexuales dentro del matrimonio.

El deseo y el derecho al matrimonio, la adopción y la procreación mé-dicamente asistida se han extendido entre los homosexuales y las lesbianas que reclaman ser reconocidos por todas las leyes y tener la posibilidad de fundar una familia dentro de los cánones sociales establecidos.

Cada vez es más fuerte la exigencia, en los países occidentales, para que se legalicen los matrimonios civiles e incluso religiosos entre parejas del mismo sexo. De hecho, los estados no tendrían por qué no concederles los mismos derechos y obligaciones que otorgan a las parejas heterosexuales, sin que ello implique desconocer que son padres y familias diferentes, que están fundando otro orden familiar y por tanto una organización y estructura familiar diferente. Al psicoanálisis la pregunta que se le plantea es deter-minar las consecuencias o alteraciones psíquicas de esta nueva modalidad de procreación y de familia, y si incidiría en la estructuración psíquica y básicamente edípica de los sujetos. Aún no se sabe, pero es posible anticipar que nos encontraremos con una nueva novela familiar que se inscribirá en relación con el nuevo saber de la ciencia.

El debate que se está dando en torno a este tema entre antropólogos, sociólogos, filósofos, psicoanalistas e historiadores sobre los significados de

Reflexiones psicoanalíticas sobre la maternidady la paternidad en parejas homosexuales

María Antonieta Torres Arias

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la maternidad, paternidad y los hijos producto de esta nueva modalidad de procreación, demuestran que los límites que franquea la ciencia cues-tionan los órdenes sociales y culturales existentes: sus leyes, ordenamientos, suposiciones y prejuicios. Como bien señala el médico ginecólogo y obstetra Rodríguez Rábago:

las posiciones tomadas por los grupos conservadores más radicales y aquellos amantes de lo políticamente correcto, han creado un vacío donde la reflexión y el análisis de la reproducción en parejas homosexuales por medio de técnicas de reproducción asistida, es difícil. Los médicos, por lo menos en este país, no se caracterizan por sus posturas liberales en casi ningún tema y han preferido mantenerse al margen de las posibles discusiones, a pesar de estar involucrados directamente en las consecuencias de las decisiones que se pueden llegar a tomar.1

En el momento en que el médico es convocado por mujeres lesbianas y solteras para cumplir su deseo de reproducción asistida e interviene desde su saber científico, la medicina deja de ser un asunto de progreso en el cono-cimiento para convertirse en algo que funciona en beneficio del discurso del amo, y el acto reproductivo pasa a ser del orden del sector salud, público o privado, que debe actuar o abstenerse de hacerlo, dependiendo del consenso social. ¿Cuántos médicos se interrogan sobre el deseo inconsciente de sus pacientes? ¿Qué tanto conocen las verdaderas motivaciones subjetivas de la demanda de sus pacientes?

Los aportes de los tres artículos de Butler, Scott y Fassin,2 publicados en este número de debate feminista, demuestran que en el momento en que los individuos solicitan la intervención de otras instancias como la médica o la jurídico-legal para cumplir sus deseos y necesidades de reproducción, convierten de nuevo la procreación y la crianza de los hijos en un evento social y ya no puramente privado y personal; se puede pensar que la dismi-nución de la población joven, sobre todo en Europa, ha motivado a más de uno a la adopción o la reproducción asistida por razones de sobrevivencia, tener al hijo/a para el cuidado de su vejez, razón por la cual la sociedad y los gobiernos se ven en la necesidad de legislar e intervenir en las decisio-nes; posición que oponen y complementan al poder público y el privado.

Los individuos se están quedando fuera del control del estado y de la iglesia, lo que básicamente produce un gran temor ante las posibles

1 M. Rodríguez Rábago, comunicación personal.2 Ver en este número los trabajos de J. Butler, J. W. Scott y E. Fassin.

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consecuencias psíquicas y sociales, que en muchos casos, están aún por determinarse. Un ejemplo de ello es lo expresado por Bárbara Katz, soció-loga estadunidense, citada por Seldes (1992), quien ha dicho que “cul-turalmente estamos ante cuestiones profundas sobre los significados de la maternidad, la paternidad y los hijos […]. Estos avances nos empujan hacia caminos muy raros”. Ahora bien, por lo que se deduce de los aportes de But-ler y Scott, no todas las voces de advertencia se encuentran necesariamente del lado de una posición conservadora o alarmista, pues precisamente ellas centran su debate en oposición a las posturas rígidas e intransigentes que se manifiestan en algunos sectores en Francia.

Una psicoanalista francesa, Elisabeth Roudinesco (2003), llama a estos nuevos planteamientos “la familia en desorden”; expone la preocupación de los conservadores por el gran deseo de normatividad de las minorías homosexuales y lesbianas hasta ahora perseguidas. Para los conservadores, el deseo de los homosexuales y lesbianas de fundar una familia, tener des-cendencia y establecerse como cualquier pareja convencional, sembraría un supuesto desorden en la sociedad, pues el estado no sabría cómo garantizar su control. Todos temen que no sea otra cosa que el signo de una decadencia de los valores tradicionales de la familia, la escuela, la nación y sobre todo de la paternidad: el padre, la ley del padre y la autoridad en todas sus formas, lo que tiene que ver básicamente con la pérdida del poder patriarcal.

Excluidos de la familia, los homosexuales y las lesbianas de antaño eran al menos reconocibles, identificables: se los marcaba y estigmatizaba. Integrados son más peligrosos, por ser menos visibles. Todo sucede como si hubiera que rastrear en ellos lo inefable, lo inédito o la diferencia sexual abolida. En realidad lo que se ve amenazado es el orden patriarcal vigente, de allí el terror del final del padre, de un naufragio de la autoridad o de un poder ilimitado de la mujer: lo materno que ha invadido el cuerpo social en el momento mismo en que la clonación parece amenazar al hombre con una pérdida de su identidad. Pienso que lo que ha movilizado básicamente a todas las instancias gubernamentales, religiosas y científicas es precisa-mente el papel protagónico de la mujer, la determinación de apropiarse de su cuerpo, su sexualidad y reproducción, prescindiendo no sólo de la palabra sino también de la participación real de los hombres. Se teme que las mujeres con la posibilidad de adquirir independencia económica, por una parte, e independencia legal para hacer de su cuerpo y su sexualidad lo que les venga en gana, por otra, atenten contra el orden vigente y modi-fiquen todo lo que hasta ahora se tenía establecido, concebido y regulado

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sobre la maternidad y la crianza de los hijos, hasta hace poco exclusivas de la heterosexualidad y de las familias tradicionales. Todo este planteamiento es abordado en forma clara y puntual por Judith Butler, cuando se interroga y analiza si la crianza de los hijos es exclusiva de los heterosexuales.

¿Por qué esta preocupación ante el aumento de las posibilidades de las parejas lésbicas y homosexuales de realizar sus deseos de descendencia, prescindiendo de la relación sexual con un hombre o una mujer? ¿Se teme la abolición de la diferencia sexual? ¿Cómo poner un límite al saber cientí-fico, cuando sabemos que el progreso en el conocimiento está extendido y comprometido más que nunca con una economía de mercado en donde el cuerpo humano o sus partes —células madre, óvulos, esperma, órganos— son una mercancía que se puede comercializar? Es decir, en un mundo en el cual los mismos sujetos son reducidos cada vez más a una posición de simple mercancía. La medicina actual realiza aquello que en el imaginario no es sino fantasma: la fragmentación del cuerpo en la imagen especular, con los efectos psíquicos concomitantes. En otros términos, el riesgo para el sujeto de ser reducido a ser únicamente órganos y partes desprendibles de su cuerpo lo confronta con una imagen de sí mismo fragmentada, lo que ocasiona la pérdida de la representación inconsciente de su cuerpo como unidad corporal espacio-temporal, con la consecuente emergencia de la angustia; un proceso de desidentificación que lo amenaza con la pérdida de su identidad particular, su mismidad como una totalidad. Es por todo esto que Lacan se atreve a decir que la ciencia en realidad no sabe lo que hace.

Cuando los homosexuales hombres o mujeres se establecen como pareja conyugal y deciden tener hijos, ya sea por medio de la adopción o de la fertilización asistida, tienen que estar conscientes de que están construyendo nuevos parámetros en las relaciones familiares y sociales, pues esto tiene que ver con la sociedad y la identidad social del sujeto, pero sobre todo, con un cambio en la manera de concebir la procreación al excluir de ella la relación sexual. Por ello, es importante poner el énfasis en el hecho de que la ciencia sustituye al ser humano y la relación sexual es reemplazada por una acción médica; podemos decir, de manera metafórica, que el médico se constituye en el instrumento fálico simbólico en sustitución del falo real; el médico y la ciencia que lo sustenta se sitúan en el lugar del Otro, en posición de amo. Roudinesco señala que “la definición de la familia basada en las leyes del parentesco y el interjuego edípico es sustituida por una horizontalidad inventada por el individuo moderno, apuntalado por el saber médico”.

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Hoy en día, se pueden concebir libremente niños sin placer y más aún, sin deseo, es decir, el imperativo es el deseo del hijo en sí mismo y no el hijo como producto de un deseo y un abrazo amoroso con determinada mujer u hombre. Sin embargo, debemos distinguir, por un lado, entre el hijo del deseo inconsciente y el hijo anhelado consciente y deliberadamente y, por otro lado, siguiendo los desarrollos de P. Aulagnier:

un deseo de maternidad que es la negación de un deseo de hijo, una de cuyas conse-cuencias es la imposibilidad de la madre de investir positivamente el acto procreador, el acto de nacimiento, y todo aquello que demostraría que al dar la vida se engendra un ser “nuevo”, factor que puede inducir el destino psicótico: aquel cuyo nacimiento hubiese debido testimoniar normalmente la realización de un anhelo no encuentra ningún deseo que le concierne como ser singular (1975).

En este punto, el psicoanálisis se plantea el problema sobre la función paterna, en la medida en que la aplicación y extensión de las técnicas de fecundación asistida producen un desplazamiento de los límites posibles. Incluso para algunos psicoanalistas conservadores que aún se apegan a la teoría edípica freudiana,

la presencia real del padre es condición indispensable para que éste pueda ejercer su función paterna y evitar así la constitución de estructuras psicopatológicas. Sostienen que será el sujeto que ejerce el difícil oficio de padre, el encargado de transmitir y pro-mover la función discriminativa que separa el lugar paterno del filial, organizando de este modo la jerarquía generacional y la diferencia de los sexos […]. La prescripción simbólica del padre ordena desear y apropiarse de cualquier mujer que no sea la ma-dre y le impide al hijo ocupar el lugar prohibido junto a ésta. La teoría psicoanalítica del límite supone, entonces, la prohibición del goce incestuoso en cualquiera de sus modalidades expresivas. Se deben preservar los lugares diferenciales de padre, madre e hijo, los cuales siempre se hallan de algún modo confundidos en toda estructura psicopatológica (Milmaniene 1995).

Planteamiento conceptual al que se adhieren algunos antropólogos, sociólogos, filósofos y feministas, que rechazan o desconocen los desarrollos psicoanalíticos realizados por J. Lacan en torno a la función paterna y la significación de la función edípica.

La significación del Edipo no debe ser reducida al conflicto edípico imaginario, a lo que J. Lacan llama “la fantochada de la rivalidad sexual”. La representación triangular padre-madre-hijo propuesta no da cuenta de la función del Edipo porque no muestra que se trata de un proceso, de una matriz simbólica cuya función es asignar lugares, ni simétricos ni fijos, que posibilite la inscripción del sujeto en el orden significante y básicamente porque no indica nada sobre sus vicisitudes y su desenlace. Esta reducción triangular del Edipo se debe a que atribuye al padre y a la madre posi-

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ciones iguales y comportamientos preestablecidos en la suposición de que cada uno cumple a cabalidad su función y su lugar. Freud, en efecto, habla de un aspecto concreto, el que se refiere a la actitud del niño y de la niña hacia el padre, que determina la evolución del complejo de Edipo en ambos.

Por eso Lacan no utiliza esta representación triangular, sino que se refiere a la función del orden edípico como la “metáfora paterna”. Plantea que en la relación intersubjetiva entre la madre y el niño/a se constituye un imaginario: el niño/a reconoce que la madre desea otra cosa (el falo) más allá del objeto parcial que el hijo/a representa; también cae en la cuenta de su presencia-ausencia y finalmente en quién constituye la ley del padre que tiene como función separar, ordenar, dar lugar, que no necesariamente recae en el padre biológico; sin embargo, es en la palabra de la madre donde se hace la atribución del responsable de la procreación, palabra que sólo puede ser el efecto de un puro significante, el Nombre-del-Padre, de un nombre que está en el lugar del significante fálico.

Lacan llama Nombre-del-Padre a esa función simbólica que constituye el principio eficaz del Edipo y que pone en evidencia que su función es pro-mover la castración simbólica, que consiste en separar al hijo/a de la madre. De hecho, la ley de la prohibición del incesto recae fundamentalmente en la madre y se enuncia como: “no reintegrarás el producto a tu vientre”. La castración es un acto de corte que recae más bien sobre un vínculo que sobre una persona. El acto de castración, aun cuando es asumido por el padre o su representante, no es en realidad la acción de una persona física, sino la operación simbólica de la palabra paterna presente en la madre, que funciona como ley. El acto de la castración obra por la ley a la cual el padre mismo o el que ejerza esa función, como sujeto, está inexorablemente sometido.

Ahora bien, el mito edípico está presente en el inconsciente del in-dividuo occidental, no es necesariamente obligatorio ni universal. En otras civilizaciones existen otras estructuras encargadas de promover la castración simbólica. En nuestra cultura, el mito edípico atribuye al padre la exigencia de la castración, sin embargo, para Lacan no es más que una consecuencia de la sumisión del ser humano al significante, va más allá del poder de la palabra del padre.

Sin embargo, que un hombre no quiera un acto carnal con una mujer para engendrar y que una mujer sólo quiera de un hombre su semen para procrear —lo que se constituye en una trasgresión— no quiere decir a priori, que los nuevos padres y madres gays y lesbianas pretendan cuestionar los dos grandes interdictos fundadores de las leyes de parentesco: prohibición

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del incesto y prohibición de la confusión de las generaciones. Es más, con frecuencia nos encontramos frente a padres y madres homosexuales que quieren probar a toda costa que son buenos padres y que sus hijos adoptados o procreados artificialmente se comportan tan bien y son tan normales como los hijos de parejas heterosexuales. Según información proporcionada por el doctor Rodríguez Rábago, es frecuente que las parejas lésbicas o mujeres homosexuales solas pidan inseminación de donantes conocidos; los argu-mentos por lo general son que el donante tiene características deseadas por estas mujeres: es sensible, inteligente amoroso, tiene un don particular, es amigo de toda la vida, también es gay, etc. Todo esto puede resultar con-traproducente para el hijo o hija, pues al forzarlo a ser “normal”, es decir como los “otros” hijos o hijas de parejas heterosexuales, y ellos esforzarse en demostrar a los que los rodean que esas hijas o hijos nunca se convertirán en homosexuales o suponer que el hijo/a desarrollará las características deseadas del donante elegido, pone a los hijos/as en una situación de riesgo, ya que se ejerce una violencia psíquica, un forzamiento de su identidad, y si no se cumplen las expectativas del ideal de los padres, se corre el peligro de darles una imagen adversa e insatisfactoria de sí mismos.

Las nuevas formas de reproducción llevaron a Lacan en 1975, en su escrito “Subversión del sujeto”, a interrogarse sobre si “¿deberá alcan-zarnos la práctica, que tal vez algún día tendrá la fuerza de la costumbre, de inseminar artificialmente a las mujeres en sedición fálica, para que saquemos de nosotros mismos un veredicto sobre la función paterna?”. Es decir, el acento queda puesto en la paternidad-maternidad y en su esencia problemática, exacerbada por la separación entre el encuentro sexual y la reproducción. ¿Es válido para los individuos reproducirse independientemente de la capacidad real o supuesta para la crianza de los hijos? ¿Produce esto nuevas subjetividades y un reacomodo de las relaciones edípicas? ¿Se modifica la novela familiar? , y si es así ¿cuáles son sus consecuencias en el sujeto?

Seldes dice con acierto que “nadie puede suponer que al interrogante del sujeto sobre sus orígenes se le conteste que es producto de un esperma-tozoide o de un óvulo”, o que la madre se las arregló para tener el hijo sin intervención de ningún hombre, dando pie a fantasías de auto-engendra-miento, o bien, a la idea de que el hombre es prescindible, incluso que se eligió al progenitor de acuerdo con una serie de características inscritas en el catálogo de un banco de semen. Con respecto a esto, hay una diferencia fundamental con la adopción de hijos o hijas por parte de parejas gays y

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lesbianas, las cuales asumen que el hijo/a fue engendrado por otros padres a los que ellos sustituyen a cabalidad en todas sus funciones parentales; tam-bién está el caso de hombres homosexuales que pueden alquilar o convenir con alguna mujer para que engendre un hijo/a para ellos. Indudablemente la organización edípica de estos nuevos sujetos tiene variantes que van a depender de la posición que asuman los nuevos padres y madres bajo es-tas circunstancias y las respuestas que den a los interrogantes que, tarde o temprano, los hijos les formulen.

Lacan propone establecer la diferencia entre la función del padre y el genitor, introduce para ello la categoría de un significante que designa como Nombre-del-Padre, lo que permite separar de forma más clara la instancia simbólica de sus soportes. Significante que en el sentido psicoanalítico está separado del referente, se define fuera de toda articulación, al menos en un primer momento, con el significado. La función del significante concebido como autónomo de toda significación es la de representar al sujeto y tam-bién determinarlo.

Es importante aclarar que, para el psicoanálisis, lo simbólico es una función compleja y latente que abarca toda actividad humana, incluye una parte consciente y una parte inconsciente que se adhiere a la función del lenguaje y, más específicamente, a la del significante. Se habla de un orden simbólico, en el sentido en que el psicoanálisis ha reconocido su primacía en la disposición del juego de los significantes que condicionan el verdadero resorte del complejo de Edipo, que acarrea sus consecuencias en la vida afectiva. En otras palabras, en la medida en que un sujeto toma por su cuenta el amor del que ha nacido y vivido primordialmente de sus progenitores, asume el estatus narcisista de su ser en el mundo que le permite la identificación consigo mismo. El propio estatus narcisista está ligado a los juegos del significante, pero más particularmente al deseo de los padres para que le sea posible reconocerse como ser amado, al abrigo de la muerte y la castración; de lo contrario, si el acceso a lo simbólico no está suficientemente integrado, se produce la angustia y con ella, el desen-cadenamiento del conflicto psíquico.

El concepto Nombre-del Padre revela ser muy apropiado para desig-nar el significante que permite asegurar el orden de lo simbólico; también permite distinguir entre los efectos inconscientes de la función paterna y las relaciones narcisistas, incluso las reales que el sujeto sostiene con la imagen y la ideología de sus progenitores y la acción de la persona que la encarna. La función paterna actúa como un obstáculo frente al goce contenido en la

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relación madre-hijo/a y se opone a la instauración de una completud ima-ginaria en la que ambos quedarían reunidos. Esto habla de la necesidad de un tercero que realice la función de corte entre la madre y el hijo/a, esto es, la extracción del sujeto fuera del campo del deseo de la madre, función que no recae necesaria o exclusivamente en el padre biológico, sino que puede ser realizada por cualquier sujeto, sin importar su sexo o su género.

Más allá de las representaciones del yo, más allá de las identificaciones imaginarias, especulares, el sujeto está capturado en el orden simbólico, anterior y exterior a él, que lo determina y del que depende a pesar de todo. Dentro del lenguaje se distinguen los sexos y las generaciones, y se codifican las relaciones de parentesco. Es en el Otro del lenguaje donde el sujeto va a buscar situarse y tratar de hacer reconocer su deseo. Así, el significante Nombre-del-Padre consiste principalmente en la puesta en regla del sujeto con su deseo, respecto del juego de los significantes que lo animan y constituyen su ley. Inscrito en este campo, el significante Nombre-del-Padre constituye una instancia “pacificadora” de las trampas de lo imaginario. Permite establecer un universo de sentido bajo el cual se ordena el mundo de las cosas, instaurándose así vínculos entre el sig-nificante y el significado. El sujeto asume su deseo consintiendo en la Ley (castración simbólica) y su sometimiento a las leyes del orden simbólico, del lenguaje.

Está comprobado que el papel represivo frente al niño no lo sostiene el padre real en todas las culturas, sino que lo hacen otras personas, a menudo el tío paterno. En una estructura social como la nuestra, con más frecuen-cia vemos que el padre real no siempre está presente por diversas causas: muerte, abandono de la familia, divorcio, madres solteras, fertilización asistida, etc. En estas diferentes formas de organización familiar, siempre hay un miembro de la familia que ejerce la función paterna. En las parejas lésbicas, por lo general, una hace el papel de padre: la encargada del soporte económico, el orden y la ley y la otra la función materna, o bien, cuando hay dos padres, uno se disfraza de madre.

Lacan (1985) se refiere a estos hechos cuando concibe el complejo de Edipo como “correlativo de una estructura social”; plantea, con mucha razón, que la imagen paterna en el orden social vigente está dotada de una existencia autónoma, independiente, hasta cierto punto de quienes son su soporte. Aclara que lo vivido por el sujeto moderno en las diferentes etapas de la vida, lo que le permite encontrar su permanencia en la independencia, en el sitio de cualquier identificación, de cualquier nominación, de cualquier

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otro, está vinculado, en las sociedades occidentales, con el hecho de que se le ha atribuido al padre ser el representante, la encarnación, de una fun-ción simbólica que concentra en ella lo que hay de más esencial, de más normativizante —a saber, los goces pacíficos, o más bien simbólicos, cultu-ralmente fundados y determinados—, a diferencia del amor de la madre, es decir, del polo con el cual el sujeto está vinculado por un lazo, para él o ella, incuestionablemente natural. Pero hay que decir que, hoy en día, este planteamiento es lo que está en cuestión, pues ningún lazo filial ni ninguna función paterna o materna se ciñen a estos planteamientos.

Es necesario que el padre no sea solamente el significante Nombre-del-Padre, sino que represente en toda su plenitud el valor simbólico cristalizado en su función. Ahora bien, está claro que este recubrimiento de lo simbólico y de lo real es absolutamente inaprehensible. En nuestra cultura aquel que encarna su función demuestra necesariamente no estar a su altura: el padre real siempre es carente, discordante, es un padre humillado. Hay siempre una discordancia entre lo que es percibido por el sujeto en el plano de lo real y la función simbólica que el padre o su representante debe ejercer. En este intervalo se sustenta lo que hace que la función del Edipo tenga su valor, para nada normativizante sino, es el caso más frecuente, patógeno.

Lacan subraya que la identificación del padre se produce por medio de la palabra de la madre, de tal forma que la atribución de la procreación al padre no puede ser sino efecto de un puro significante. El nombre propio inscribe en primer lugar al sujeto como eslabón intermediario en la secuencia de las generaciones; en tanto significante intraducible, este nombre soporta y transmite la represión y la castración simbólica.

La nominación paterna, en el sentido que le da Lacan, no es el equi-valente de la transmisión del patronímico, sino de un reconocimiento simbólico. Por consiguiente, el concepto de Nombre-del-Padre no queda invalidado por el hecho de que el hijo pueda heredar el patronímico de su madre y no el de su padre. Si un niño/a es concebido por inseminación artificial, jamás sabrá el nombre de su genitor, lo cual no lo hace menos legítimo. Sin embargo, es preciso admitir, como bien señala Roudinesco, que los hijos de padres homosexuales llevan, como otros, pero mucho más que otros, la huella singular de un destino difícil. Los hijos heredan en el inconsciente la infancia de sus padres, el deseo y la historia de éstos, tanto como una diferencia sexual. Y cuando han sido adoptados o son el fruto de una procreación asistida, que disocia la reproducción biológica

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del acto sexual y el parentesco social, nunca salen indemnes de las per-turbaciones ligadas a su nacimiento.

Si partimos del hecho de que la estructura social en la que se insertan los nuevos sujetos no se ha modificado, la estructura psíquica que soporta la novela familiar no tendría por qué modificarse, es decir, el interjuego de todos los actores involucrados, los lugares y los roles asumidos determina-rán la constitución subjetiva del sujeto. Hay que reconocer que cada quien es padre y madre con su historia, con su inconsciente. Hoy por hoy en el análisis de cualquier biografía infantil, que instituye su particular novela familiar, se localiza la manera en que se han inscrito los deseos, tanto cons-cientes como inconscientes del padre y la madre. Deseos que se supone no pueden ser anónimos para que puedan trasmitir la cadena generacional y fundamentalmente la cadena significante irreductible que determinará la subjetividad del sujeto por advenir. De cualquier modo, el sujeto, inde-pendientemente de las modalidades de su gestación, deberá ubicar en la estructura del Otro el deseo que lo ha generado.

De esto se desprende que las parejas lésbicas y homosexuales, así como las madres solteras, bien harían, independientemente del método de procreación elegido, en interrogarse sobre la verdadera motivación de su demanda a la sociedad, al médico, al otro, sin dejar de lado la cuestión del deseo que esa demanda vehiculiza: si están preparados para enfrentar las dificultades, oposiciones y rechazos sociales que su decisión puede acarrearles a ellos y a sus descendientes; si están dispuestos a asumir su función de padre/madre simbólico o de otorgarle al hijo/a un representante paterno/materno, para así allanarles el camino de su adaptación al orden y los desórdenes del mundo actual.

Hay que admitir que asistimos al surgimiento de un nuevo orden simbólico, lo que obliga necesariamente al psicoanálisis a replantearse la conceptualización de la función del Nombre-del-Padre y del Edipo. Respecto a las consecuencias que tendrá en los sujetos que están por venir, se trata de algo aún imprevisible •

Bibliografía

Aulagnier, Piera, 1975, La violencia de la interpretación, Amorrortu, Buenos Aires.Lacan, J., 1975, “Subversión del sujeto”, en Escritos 2, Fondo de Cultura Económica,

México.Lacan, J., 1985, Intervenciones y textos, Manantial, Buenos Aires.Milmaniene, José.E., 1995, El goce y la ley, Paidós, Buenos Aires.

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Roudinesco, Elisabeth, 2003, La familia en desorden, Fondo de Cultura Económica, México.

Seldes, R., 1992, La fertilización asistida, Manantial, Buenos Aires.

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A mediados de los años noventa, los argumentos expuestos por numerosos psicoanalistas involucrados en el debate sobre la pareja homosexual y la homoparentalidad, tomaron la escena haciéndose valer desde ese acceso muy particular que se supone poseen los psicoanalistas en estas cuestiones. En principio, por su saber acerca de la homosexualidad, y sobre todo por su conocimiento de los avatares del desarrollo psíquico. En el filo de los deba-tes, la referencia a una teoría psicoanalítica de la homosexualidad se redujo con frecuencia a su más simple expresión. Teoría sostenida sólidamente, sobre las bases de un descubrimiento: “El homosexual ama al otro, en tanto que reflejo de sí mismo”1 y “la homosexualidad (se dice) nos remite a una negación psíquica de la diferencia de los sexos durante la adolescencia”.2

Freud se dedicó a principios del siglo pasado a vincular la elección de objeto homosexual con los nudos de inversión afectiva y de identificación que llamó “complejo de Edipo”. No hay lugar para pretender unificar a pos-teriori una posición de vanguardia en Freud, como intentan los hagiógrafos incurables. Existen textos de distintos alcances: no todos los desarrollos del psicoanálisis están contenidos en los bolsillos de Freud, como sostienen los adeptos de la nueva teoría del preformacionismo cultural, quienes no miden la esterilidad del enfoque escolástico. Ha sido necesario el estímulo brutal del cambio social de los sujetos homosexuales para reavivar un entendimiento psicoanalítico que dormía con los puños cerrados.3 Muchos no apreciaron ser arrancados de su sueño.

El padre ante la prueba de la homosexualidad*

Michel Tort

* Tomado del libro Fin du dogme paternel, Aubier, París, 2005. Agradecemos al autor el permiso para la reproducción de este capítulo de su libro.1 S. Lesourd, Le Monde, 14-15 de marzo de 1999.2 Ibid.3 Encontramos esta reapertura del debate en dos números de la Revue Française de Psychanalyse, 63 (4), L’Identité, 1999 y 62 (1) Homosexualités, 2003.

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La diferencia de procedimientos en lo que concierne al tratamiento de la diferencia sexual salta inmediatamente a la vista. Freud jamás hizo de la diferencia de los sexos eso que observamos de manera corriente en los últimos diez años. La operación principal consiste, en efecto, en establecer un vínculo entre la negación de la diferencia de los sexos y el acceso a la parentalidad, comenzando en este terreno, con los sujetos homosexuales. Correspondería a las competencias de los psicoanalistas el trabajo de fundar el lazo de parentesco. Es así que Christian Flavigny declara:

La parentalidad tiene en efecto una función que concierne al desarrollo psico-afectivo de aquellos a quienes intenta designarles un lugar particular: los niños. Pero ante el tema de la repercusión del vínculo parental sobre los avatares de este desarrollo, la investigación antropológica permanece muda, ya que no dispone de los instrumentos de observación y de estudio adecuados. Es el psicoanálisis quien está en situación de pronunciarse acerca de los elementos que fundan, en este sentido, el lazo de paren-talidad: por su acercamiento singular con el sufrimiento psíquico, observación que ha desarrollado, muy en particular, y ahora igualmente por su cercanía con el niño y su familia. El psicoanálisis observa en su intimidad las lastimaduras afectivas que conlleva el desarrollo del niño y busca un remedio para sus dificultades.4

Que el psicoanálisis permita acceder a los resortes subjetivos del lazo de parentalidad, es una cosa, que el psicoanálisis funde el lazo de la paren-talidad, se revela, rápidamente, bastante más ambiguo.

Lo que se antepone como resultado de la experiencia del psicoanálisis de niños es, en toda justicia, la importancia para el niño del acceso a sus orígenes. A la verdad con respecto a sus orígenes. Pero sabemos, por ejemplo, que el modelo procreativo actualmente dominante ha organizado, mucho antes de que la homoparentalidad tuviera que hacer visible el problema, una negación del acceso a los orígenes perfectamente legal con el iad (insemina-ción artificial con donador) o el parto bajo el nombre x.5 En estos montajes, que en el caso del iad dan testimonio de la obsesión por una caricatura de la “naturaleza”, Christian Flavigny no ve ningún problema, siendo que las consecuencias nocivas de la negación del acceso a los orígenes son considera-das hoy bastante evidentes: “Estas implicaciones fueron tomadas en cuenta para favorecer el florecimiento de las iniciativas parentales inhabituales; así que todo un protocolo acompaña la inseminación artificial con donador (a

4 Flavigny 1999.5 Iacub 2000 y 2002 (2ª parte).

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fin de que el deseo del padre tenga primacía sobre la esterilidad orgánica, paliada por la donación de esperma)”.6

En cambio, la adopción homosexual plantearía un problema mayor. En efecto, “el deseo de paternidad de los homosexuales le ha dado la vuelta al asunto del parto”.7 Este deseo se supone afectado por una contradicción.

Cuando se trata de las nuevas demandas (el derecho de adopción para un adulto solo o por una pareja homosexual) el legislador no puede ocultar el hecho de que se trata de la demanda de un derecho (el de ser padre) que los interesados mismos se cuestionan (dado que su vida sexual no es potencialmente procreativa). Seguramente el legislador se encuentra colocado en una situación delicada: rechazar ese derecho ¿no sería cerrar abusivamente una iniciativa quizá portadora de una maduración afectiva para los padres y de un porvenir propicio para el niño? Pero aceptarla ¿no es validar —preci-pitadamente— la evidente contradicción de la demanda, en el corazón de la cual será ubicado el niño?8

Idéntico discurso de Serge Lesourd, quien recrimina “el rechazo de la esteri-lidad” que implica la homosexualidad, mientras que “en la base de la educa-ción, está la frustración”.9 Está claro: la procreación como tal, aun potencial, es la que determina de hecho la parentalidad. Jean Pierre Winter expresa dicha cuestión de manera brillante cuando evoca aquello que desvincularía a la escena sexual de la escena de la concepción, o aquello que apuntaría “a aliviar a los hombres y a las mujeres de las obligaciones biológicas”.10 Este naturalismo se despliega en un recordatorio de las condiciones “que permi-ten a una sociedad continuar asegurando y asumiendo la transmisión de la vida”. Así de simple. Todo apuntalado por una larga cita de Schopenhauer sobre la perpetuación de la raza humana. Por lo tanto, hasta aquí, ninguna necesidad del psicoanálisis para sostener una argumentación según la cual la procreación está al servicio de la especie, argumentación perfectamente compatible con el naturalismo cristiano del padre Anatrella: “Una pareja heterosexual está en general [sic] determinada a favorecer la supervivencia de la especie humana…no nos parece que seamos puntillosos —aun si es políticamente incorrecto— si nos preguntamos si esa reflexión vale para dos individuos del mismo sexo”.11

6 Ibid.7 Ibid.8 Flavigny 1999.9 Lesourd 1999.10 Winter 200011 Anatrella 1999.

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Desde esta óptica, la parentalidad homosexual aparece representada como organizadora de un verdadero delirio que comprometería los proce-sos psíquicos fundamentales, mediante los cuales el sujeto puede formarse la representación de sus propios orígenes y sus teorías sexuales infantiles.

Es en este punto que intervendría “lo simbólico”, inmediatamente des-pués de responderse si “dos individuos del mismo sexo están determinados a favorecer la supervivencia de la especie”. La idea es singular: al proponerle al niño, aun antes del lenguaje, el espectáculo de dos sujetos del mismo sexo y de sus fantasmas delirantes acerca de la no-diferencia de sexos, el sujeto se vería obstaculizado en la construcción de sus representaciones incons-cientes y, en consecuencia, obstaculizado en su acceso al lenguaje y a la ley. Ni más ni menos. “Estaría frente a la imposibilidad de que su propia vida sea resultado de una relación fecunda entre personas del mismo sexo”.12

Ninguna duda de que privado del acceso al lenguaje y a la ley, el sujeto no lograría recuperarse de la herida simbólica: “Podríamos temer que esta herida se transforme, en la primera generación, en la segunda, tal vez hasta en la tercera, en una suspensión de la transmisión de la vida: en la locura, la muerte o la esterilidad”.13 Como podemos observar, el sujeto es la especie; la apuesta: la transmisión de la vida. La introducción de lo simbólico no hace sino ataviar distinto esta extraña representación de la perpetuación natural. Nombrar “lo simbólico” permite también desplegar un espacio de predicti-bilidad sobre los efectos de una modificación del modelo de parentalidad. Los unos y los otros son más o menos prudentes o perentorios con respecto a estas previsiones a largo plazo. De la inquietud discreta “en buena lid” a la amenaza apocalíptica de Legendre.14

Último capítulo de la intervención psicoanalítica: recordarle la ley a la ley. Se trata en principio de dejar escuchar pura y simplemente —apoyados en el hecho de que los psicoanalistas son los especialistas fuera de serie del incesto— que todas esas maniobras que van de la procreación artificial a la homoparentalidad no son sino transgresiones de la prohibición del incesto o iniciativas cuya naturaleza lo promueve.

Con los Pacs, podemos validar jurídicamente la indiferenciación entre el hombre y la mujer, y hacernos creer que el respeto de la prohibición del incesto no está vinculado a

12 Ibid.13 Ibid.14 Legendre 1997.

¢

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la pareja hombre-mujer. Adoptar el Pacs, tal y como está redactado, resultaría en una supresión de la diferencia de sexos como elemento de división del sujeto, al igual que la prohibición del incesto. Trampa literalmente perversa.15

Bajo una forma un poco menos primaria, pero no más analítica, se trata-ría de sumarse al actual concierto de críticas que atañen al famoso “sujeto de derecho”, los derechos subjetivos. Toda propuesta que pretenda cuestionar el orden empírico de la ley, incluidas las leyes variables que históricamente rigen la parentalidad, es asimilada a una subversión perversa o loca (cada uno de los detractores elige el registro) de las leyes fundamentales de la prohibición del incesto o del asesinato.

Un paso más: ¡qué necesidad de multiplicar las leyes escritas del dere-cho positivo! “El derecho nunca ha cambiado nada de las leyes no escritas. La prohibición del incesto no está formulada como tal en nuestros códigos, ni aun en los diez mandamientos.”16 Allí, el psicoanálisis nos invitaría a simplificar el trabajo del legislador. Los diez mandamientos son más que suficientes para regir la vida: no se ha inventado nada mejor. Pero ¿necesi-tamos realmente del psicoanálisis para declarar: “Dios, el Otro, el espacio de lo simbólico está allí para recordarle a una mujer que su hombre no es un Dios, y que entre ella y él debe ser organizado un lugar, por la voz de la humanidad como tal?”.17

El psicoanálisis no es necesario: la religión ha bastado desde siempre. La pregunta rebota de todas maneras: ¿por qué sería necesario que la religión tome la forma del psicoanálisis o que el psicoanálisis tome hoy la forma de la religión?

Una cosa es cierta: en el tema de la homoparentalidad, como en el tema de las familias homoparentales, el apellido o las procreaciones artificiales, invocar al psicoanálisis garantiza las formas establecidas del derecho, mos-trando que corresponden a un orden psíquico profundo que pasa inadver-tido para el común de los mortales, sobre el cual, después de los religiosos, ejercerían su sagacidad los psicoanalistas.

Cuando un psicoanalista comienza un artículo acerca de la homose-xualidad, haciéndose eco de la marcha gay que desfiló bajo sus ventanas, y termina concluyendo al vapor, que sí, el psicoanálisis está listo para curar a

15 A. Magoudi, Le Monde, 5 de noviembre de 1977.16 Winter 2000.17 Ibid.

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los homosexuales de su homosexualidad, ¿se trata de debates psicoanalíticos o de polémicas culturales?18 La realidad de lo que se juega en el exterior es invocada de un modo alusivo. La penumbra del gabinete de consulta garan-tiza que las palabras no tengan el mismo sentido que en el exterior y que se beneficien de una transmutación difícil de comunicar. Sucede aquí lo mismo que cuando el antropólogo constata la supremacía del principio masculino, “la valencia” diferenciada de los sexos. Lo esencial está en el pequeño des-fasamiento que promete un modo de referencia a lo universal, antes de que el movimiento social venga a mover lo “universal” del momento. ¿Cómo sacar las cuentas realmente? Es decir, la selección entre las aportaciones del psicoanálisis como teoría y como práctica en lo que se refiere a la relación de los sujetos con el sexo, el género y la diferencia, y el reciclaje de discursos históricos acerca de la diferencia de sexos. Seguramente no es suficiente con aislar, compungidos, un núcleo de verdad psicoanalítica protegida —por las vidrieras dobles del consultorio— de los efectos “culturales” históricos. Sino que se trata de recordar cómo ciertos elementos de teorización psicoanalítica fueron constituidos dentro de un dispositivo histórico que los condiciona y sobre el cual influyen.

En la misma edición que publica el artículo iconoclasta de Ralph Roughton19 para abrir el debate, un texto de César Botella, “La(s) homo-sexualidad(es): vicisitudes del narcisismo”, desarrolla un recorrido metap-sicológico perfectamente abstracto, sin ningún argumento sostenido en la clínica. El autor acepta ingenuamente in fine: “Que quede claro que lo que estamos tratando son más bien modelos teóricos que realidades clínicas definidas”. Lo que no le impide —después de haber perseguido imper-turbablemente una hipótesis “metapsicológica” sobre “la falla narcisista de los homosexuales”— concluir su artículo con una declaración solemne escasamente relacionada con su argumentación: “En la hora actual, con el aumento de conocimientos, tanto en el nivel teórico como práctico, debe ser posible afirmar [sic] que el psicoanálisis está llamado a resolver el problema de la homosexualidad”.20 ¿Llamado por quién?

El aspecto más sorprendente de semejante declaración no es solamente la confesión de un pensamiento especulativo, sumado a una predicción perentoria y sin fundamento. La sorpresa reside en un trastocamiento muy

18 Botella 1999: 1317.19 Roughton 2001.20 Botella 1999: 1309.

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extraño. Si en efecto, nos atuviéramos a un discurso, por otro lado, bastante común desde Freud mismo, correspondería al psicoanálisis determinar de qué y de cuál síntoma pretende liberar al sujeto, siendo aquí ese síntoma la homosexualidad. Desde los orígenes, las preguntas planteadas al psicoanáli-sis por los sujetos homosexuales están atrapadas en lo que no es ni siquiera un equívoco, sino un estuche malsano. Mientras que los psicoanalistas no intervienen en principio y, hasta donde sabemos, sino cuando son solicitados por los sujetos mismos, todo sucede como si les correspondiera interpretar los movimientos homosexuales y las reivindicaciones sociales de identidad que son objeto de controversias en los movimientos gay y lésbicos. De ma-nera que los psicoanalistas, allí donde se supone que son competentes, por la transferencia, se callan o están fuera de servicio; en revancha, allí donde se sitúan en el mismo plano que todos los ciudadanos, irrumpen intervi-niendo en su calidad de psicoanalistas. El resultado de este juego cruzado es desastroso. Las “interpretaciones” sobre los movimientos colectivos reproducen estereotipos bajo una vestimenta psicoanalítica. Cuando estas “interpretaciones” son recibidas fríamente por los interesados, podría quizá parecernos insuficiente invocar “el rechazo del psicoanálisis”, “la negación del origen psíquico de la homosexualidad”. Se alega que este des-acuerdo ¡comprometería las investigaciones sobre la homosexualidad! ¿Se supondría acaso que los sujetos homosexuales están invitados a prestarse dócilmente para ser sujetos de experimentación?

De la misma manera, aunque los modelos superpuestos no tengan algunas veces ninguna base clínica, los homosexuales son invitados a so-meterse a esas construcciones, por lo menos esos homosexuales cuyos casos no son aún desesperados. Recordamos, en efecto, que “el psicoanálisis” está llamado a resolver el problema de “la homosexualidad”. Entonces, el sujeto es “el psicoanálisis”, y no los homosexuales, ni los psicoanalistas. Entonces el psicoanálisis resolverá el problema de la homosexualidad, “a condición de que el analizante no esté sometido desde el punto de vista psíquico, a la necesidad de una concreción homosexual [?] al punto de reivindicar la existencia de una tercera vía sexual, y si no entrampa su narcisismo defen-diendo frente a la sociedad su derecho a ser homosexual”.21

La lección es luminosa: no se puede ser, a la vez, un sujeto en análisis y un sujeto de derechos. Sin embargo, significó un parteaguas en la historia

21 Ibid.

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de la subjetividad ese momento en el que los objetos del saber psiquiátrico fueron reconocidos como sujetos plenos, cuyo punto de vista acerca de su posición ocupó —de allí en adelante— un lugar central. Ciertamente la ilusión de una coincidencia del sujeto consigo mismo está rebasada, como consecuencia del desconocimiento del yo y de la división del sujeto. Pero en la interpretación pública ex cathedra no están dadas las condiciones para que el sujeto reconozca su propia división. Se trata de asestarle al sujeto la lección de un saber cuya fragilidad ya constatamos y de dictarle —como en el buen pensamiento de antes— la lectura de su propia vida.

¿Cuál es la lección de este episodio? Primero, prueba que la cultura analítica, toda ella, sin hablar del psicoanálisis, no nos inmuniza contra un derrape homófobo monumental, en el cual la corporación tiene dificulta-des para diferenciarse del episcopado —o de los tenores de las dos asam-bleas— al negar la palabra de los sujetos homosexuales. Sobre este punto insiste Eric Fassin a propósito de la “inversión de la cuestión homosexual”.22 Contrariamente a las afirmaciones venenosas de ciertos fieles de las iglesias lacanianas, no se trata de colocar las elaboraciones psicoanalíticas (acerca de la homosexualidad o de otros temas) bajo advertencia, sustituyendo la vox populi con la argumentación psicoanalítica, sino al contrario, se trata de liberar el abordaje propiamente psicoanalítico de las consideraciones aproximativas surgidas, a fin de cuentas, de los estereotipos colectivos.

Por otro lado, se desarrolló espontáneamente una posición de expertise, que no puede ser psicoanalítica, en nombre de los saberes establecidos en psicopatología infantil, con el tema de los supuestos “efectos transgene-racionales” de la homoparentalidad. En lugar de que la cuestión política planteada por los sujetos homosexuales haya encontrado en el psicoanálisis su relevo, el análisis ha sido utilizado para atiborrarles sus reivindicaciones en la garganta, en nombre claro está, de las particulares luces que supues-tamente alumbran a los analistas para trasladar esta cuestión a sus fuentes infantiles.

Ante la realidad de tener que aceptar que la cuestión sexual en el psi-coanálisis precisa ser rearticulada a partir de las reflexiones que nos sugiere la homosexualidad y sus avatares históricos, admitiendo así que el enten-dimiento psicoanalítico puede ser y es afectado por la discordia pública,

22 Fassin, “Poderes sexuales”.

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ha sido más fuerte la tentación de re-fabricar una concepción consensual, sustraída a las intemperies. Un psicoanálisis de repliegue y de tregua. Justo ahora, que la teoría y, sin duda, la práctica de los psicoanalistas cualquiera que sean sus orientaciones, han sido afectadas por el debate público de la homosexualidad. Es una evidencia. Basta con comparar los textos publicados durante los diez primeros años, para aprehender el replanteamiento de las preguntas y la necesidad de reelaborarlas, incluido un intercambio con las perspectivas estadounidenses.

Quizá deberíamos distinguir, en esta perspectiva, dos tipos de proble-máticas que se desprenden con bastante claridad de las recientes prolon-gaciones del debate.23

La primera sería metodológica y psicopatológica. Se trata, sobrepasando la pura deducción metapsicológica que ya vimos en acción, de concentrarse en responder a los argumentos según los cuales los hijos de madres/padres homosexuales no tenderían a estar más perturbados que los hijos de ma-dres/padres heterosexuales, lo que se concluye a partir de diversos estudios psicológicos o médicos.24 La fragilidad de algunos de estos trabajos ha sido puesta en evidencia muy acertadamente por Paul Denis:25 ausencia de un grupo de control, de estudio longitudinal, reclutamiento en las asociaciones de militantes, etc. Pero falta determinar en qué terreno se sitúan, tanto estas objeciones pertinentes como los trabajos que critican; está claro que se trata de argumentaciones psicológico-médicas de una parte y de otra.

Pero la cuestión psicoanalítica no está ubicada en este plano. Ella su-pone, en principio, que haya sido reexaminado el estatus de la relación con la norma, con las normas en el psicoanálisis, en ocasión y sobre las bases concretas de la clínica de la homosexualidad. Pero el estatus psicoanalítico de las perversiones fracasa, hasta el momento, en su intento de salir del callejón sin salida de la normalización. Por otra parte, las dificultades que nos representaríamos en nombre de una concepción del derecho (el no derecho al hijo), además de que coincidirían con una de las posiciones que se oponen en las controversias jurídicas, pertenecen al dominio jurídico y necesitarían, justamente, una argumentación psicoanalítica específica. En

23 De manera notable en “Les enfants de l¢homoparentalité”, Revue Française de Psychanalyse, 67 (1), Homosexualités, 2003.24 Nadaud 2002.25 Denis 2003.

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cuanto al principio de precaución (“¿Se puede, con toda tranquilidad de espí-ritu, en todos los casos, sin serias y positivas razones, prescribirle a un niño, una pareja de padres homosexuales?”26) el punto no puede ser invocado… sin precaución. Porque la adopción no es una prescripción, y sobre todo, porque la aplicación de las mismas exigencias a las parejas heterosexuales fértiles tendría probablemente efectos devastadores.

En fin, los argumentos sustraídos de la clínica analítica misma perma-necen bastante restringidos en sus alcances. El caso narrado en la misma edición: el psicoanálisis de un hijo de padre homosexual27 que relaciona la dificultad de identificación viril con la homosexualidad del padre es inte-resante, pero uno puede preguntarse qué es lo que tendríamos que inferir de la exposición del caso. ¿No sería perfectamente compatible el mismo cuadro con un padre heterosexual? El límite mayor de esas argumentaciones, desde el punto de vista psicoanalítico, es que corren el riesgo de presentar observaciones establecidas a propósito de los sujetos homosexuales, como si estas constataciones estuvieran vinculadas a la parentalidad homosexual como tal, subrayando así los riesgos que esta parentalidad acarrearía en el desarrollo psíquico de los niños. De manera que, por un lado, aun tomando la precaución de apartar toda visión simplista de la causalidad psíquica —lo que sucede generalmente— la homosexualidad del padre o de la madre (parece ser que particularmente la del padre) es presentada como un riesgo establecido por la clínica. Por otra parte, hay que notar que podemos enun-ciar legítimamente que no sabríamos “exigir la organización por la ley”, de “situaciones organizadas espontáneamente por los individuos”28 desde el punto de vista del derecho, o del ciudadano, no del psicoanalista.

La segunda dirección de análisis que aparece es bastante poco habitual y presenta la ventaja de partir de una constatación empírica. Más de la mitad de los sujetos en Occidente no viven en condiciones tradicionales,29 es decir, con su padre y su madre; ya no es satisfactorio, en estas condiciones, persis-tir en la interpretación de que el desapego a la norma es patológico. (Es la misma observación que hicimos con respecto a las situaciones de soltería, o de divorcio y otras.) Se impone, entonces, reconsiderar las normas (que

26 Denis 2003.27 Ody 2003.28 Denis 2003.29 Citado por K. Corbett, del New York Times del 11 de junio de 1999.

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aparecen como tales), revaluar las teorías del desarrollo en virtud de un prin-cipio: “las historias dependen, tanto de los ideales, como de los hechos”.30

Al mismo tiempo, en vez de establecer deductivamente los efectos negativos de situaciones no tradicionales, entre los cuales la parentalidad homosexual no es más que un aspecto, podría plantearse como principio que la realidad de los padres gays y madres lesbianas somete a un niño a dificultades inéditas, sui generis, que serán determinadas empíricamente y tratadas en su singularidad, y que el analista puede ayudar al niño y a sus padres a resolverlas por caminos que no tienen nada que ver con la guerra emprendida contra la “patologización” sabia e incriminante, y la reacción defensiva que niega a los sujetos. En el caso presentado por Ken Corbett, la dialéctica del donador y del padre es devuelta a su intrínseca sutileza, el analista ayuda al sujeto a inventarse un padre que no corresponde sólo al dominio de lo real, y las madres ayudan a comprender su experiencia de marginalidad, no negada, sin negar ni sus angustias, ni los placeres de la diferencia.31

El interés de este trastocamiento de perspectiva aparece claramente cuando, sobre las bases de situaciones nuevas en familias no tradicionales, incluidos las homosexuales, “la” escena primaria misma es reinterrogada.

La escena primaria implica una singularidad o uniformidad de deseo que no concuerda con la multiplicidad de la experiencia del deseo sexual.32 El meollo es la manera en la que se acepta como verdad que la “escena primaria” configura las relaciones heterosexuales en tanto que núcleo simbólico de la sexualidad, y de la procreación.33

De una manera más general, esta dualidad de perspectivas, que aparece en el debate de la homoparentalidad, pareciera corresponder, de facto, a dife-rencias culturales en la manera de abordar las cuestiones de la sexualidad, según una partición que opone a muchos de los trabajos anglosajones y franceses. Si tal es el caso, se vuelve difícil utilizar a rajatabla una herra-mienta metapsicológica, en la cual la naturaleza “meta” no llega hasta el punto de neutralizar las diferencias culturales y nacionales, sin hablar de las evoluciones históricas. Se vuelve urgente —y es el sentido que podemos dar a los debates que se desarrollan en los contextos considerados— partir

30 Corbett 2003.31 Ibid.32 Aron 1995: 214, citado por Corbett 2003: 212.33 Corbett 2003.

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de las diferencias culturales e históricas para re-conceptualizar lo “metap-sicológico”•

Traducción: María Teresa Priego

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El 13 de diciembre de 2002, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires entraba en la historia como la primera de Latinoamérica en legalizar la unión civil de parejas gays o lesbianas. A casi cuatro años de la sanción de la ley, Bue-nos Aires sigue siendo la única jurisdicción al sur del Río Grande con una normativa de esta naturaleza.

En realidad, más que otorgar grandes beneficios, la unión civil es un reconocimiento social para las parejas de hecho, del mismo o de diferen-te sexo. En la práctica, la ley les permite inscribirse en un registro oficial para que quede probado el vínculo y les otorga un tratamiento similar al de los cónyuges en un matrimonio, pero sólo a quienes trabajan en el estado porteño: maestros, personal de salud y empleados de las distintas reparticiones municipales, entre otros, que estén unidos civilmente pueden pedir días de licencia para cuidar a su pareja, si está enferma, o de duelo, si fallece. También pueden beneficiarse con planes de la Comisión Municipal de la Vivienda o de ayuda social otorgados por el gobierno de la ciudad. Los mismos derechos no alcanzan a los que trabajan en empresas privadas u organismos nacionales, aunque vivan en Buenos Aires, porque según establece la Constitución nacional, el matrimonio y todos los derechos que derivan de él son establecidos por el Código Civil, que debe ser reformado por el Congreso nacional y no por una legislatura de una ciudad o de una provincia. Para las parejas cuyos miembros no trabajan en el estado porte-ño, la ley, de todas formas, tiene utilidad: los juristas consideran que estar en el registro de uniones civiles es un antecedente importante para futuros reclamos ante la justicia. Además, constituye un aval para acceder a visitas preferenciales si la pareja está en terapia intensiva o en una unidad penal.

No está previsto por la ley que la obra social1 de uno de los integrantes de la pareja deba brindar cobertura al otro, salvo en el caso de los empleados

La ley de parejas de hecho en Buenos Aires

Mariana Carbajal

1 La obra social equivale a seguridad social o seguro médico.

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del estado porteño. De todas formas, actualmente en Argentina hay varias obras sociales que reconocen la cobertura a parejas del mismo sexo.

¿Qué factores influyeron para llegar a la aprobación de la Ley de Unio-nes Civiles en una ciudad gobernada por el centro-progresismo y en un contexto de un movimiento glttb débil y que sólo moviliza unas cuatro mil personas en su marcha del orgullo? ¿Qué obstáculos debió sortear el proyecto? ¿Cómo fue el debate político que atravesó hasta su discusión en el recinto de la legislatura porteña? ¿Qué estrategias desarrolló la Comuni-dad Homosexual Argentina (cha), entidad impulsora de la iniciativa, para sumar adhesiones entre los diputados que resistían una normativa de estas características? ¿Cómo se rebatieron los argumentos en contra? ¿Cómo jugó la iglesia católica? Estos son algunos de los interrogantes que se intentarán clarificar en las próximas líneas.

Entre la presentación del proyecto en la legislatura por parte de la cha y su aprobación como ley, transcurrieron casi diecisiete meses. En el me-dio, se dio un proceso que implicó para los activistas de la cha y de otras organizaciones gay lésbicas, una lucha día a día contra los detractores de la iniciativa, que alzaron la voz para boicotearlo fogoneados por los sectores más conservadores vinculados a la jerarquía católica.

La primera pregunta que hay que responder es por qué la cha impulsó la legalización de la unión civil en el momento en que lo hizo. Durante años la lucha en contra de la represión policial ejercida sobre las travestis y los edictos policiales y otras normas que atacaban la libertad individual de la comunidad glttb venían siendo temas prioritarios para la entidad, la más importante y representativa del movimiento gay lésbico de la Argen-tina y con mayor visibilidad y reconocimiento en los medios de comuni-cación. Con el foco puesto en la problemática travesti, los dirigentes de la cha empezaron a recibir reclamos de militantes homosexuales para que se ocuparan también de otras cuestiones de interés para ellos. Fue así como la cha se planteó como objetivo la sanción de una ley de uniones civiles para parejas del mismo sexo. Desde un comienzo, los dirigentes de la cha y otros/as activistas que trabajaron en pos de la aprobación de la ley, tuvie-ron en claro —y ésta fue una de sus estrategias— que más que “el mejor” proyecto, promoverían un proyecto “posible“ que, por sus características, obtuviera el consenso necesario para ser aprobado. En aquel momento, la composición progresista de la legislatura y la movilización social generada tras el fatídico diciembre de 2001 (que arrastró al gobierno de Fernando de la Rúa) les hacía soñar con una normativa de este tipo. En lugar de apuntar a una ley nacional, buscaron la sanción de una norma local, cuyo alcance

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fuera más acotado, otro aspecto que —estimaron— favorecería su avance legislativo y generaría menos objeciones.

En la ciudad de Buenos Aires ya existía un marco jurídico que le daba sustento a una iniciativa de esa naturaleza: el artículo 11º de la joven Cons-titución local establece que

Todas las personas tienen idéntica dignidad y son iguales ante la ley. Se garantiza el derecho a ser diferente, no admitiéndose discriminaciones que tiendan a la segregación por razones o con pretexto de raza, etnia, género, orientación sexual, edad, religión, ideo-logía, opinión, nacionalidad, caracteres físicos, condición psicofísica, social, económica, o cualquier circunstancia que implique distinción, exclusión, restricción o menoscabo. La Ciudad promueve la remoción de los obstáculos de cualquier orden que, limitando de hecho la igualdad y la libertad, impidan el pleno desarrollo de la persona y la efectiva participación en la vida política, económica o social de la comunidad.

La inclusión de este artículo en la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires había sido un logro del movimiento glttb.

Para la redacción del proyecto, desde la cha se contactaron con una jueza (Graciela Medina), autora de varios escritos sobre derechos de pare-jas homosexuales que, en 1999 como integrante de la Cámara Civil de San Isidro (provincia de Buenos Aires), había reconocido en un fallo inédito el derecho a la herencia a un viudo gay.2 Profesora de derecho de familia en la Universidad Nacional de Buenos Aires (uba), Medina fue la autora del texto original.

Algunos meses antes de la presentación pública del proyecto, un estudio de opinión nacional encargado por el Instituto Social y Político de la Mujer (ispm) mostraba que en los principales centros urbanos del país existía un grado de aceptación a la legalización de las uniones civiles de personas del mismo sexo que superaba el 40% de la población mayor de edad y llegaba casi a 50% en la ciudad de Buenos Aires. Ante la pregunta: “¿Las parejas ho-mosexuales deberían tener derecho a la unión civil?”, 19.3% respondía estar “muy de acuerdo” y 28% “bastante de acuerdo”. En la ciudad de Buenos Aires se detectaron los mayores índices de aprobación. Respondieron estar

2 La sentencia de la Cámara Civil de San Isidro fue firmada por los jueces Graciela Medina, Roland Arazi y Carmen Cabrera de Carranza, con fecha 22 de junio de 1999. En el fallo con-sideraron probada una “unión de hecho homosexual” entre el hombre fallecido y el viudo a partir de las declaraciones de múltiples testigos. Los tres camaristas coincidieron con el juez de primera instancia en que al no haber en el país una legislación que contemple a las parejas homosexuales, “pueden aplicarse los mismos principios utilizados para las resolución de controversias entre parejas de hecho heterosexuales” (Página/12, 24/09/1999).

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“poco” de acuerdo 15.5% y “nada”, 31.5%.3 Los impulsores de la iniciativa tomaron en cuenta estos resultados.

Entre otras decisiones a la hora de promover el debate legislativo, la cha asumió que presentaría el proyecto como propio, en lugar de otorgárselo a algún partido político, aunque debía ingresar a la legislatura con la firma (como autor) de un legislador, de acuerdo con la reglamentación del cuerpo parlamentario. Pero antes de darlo a conocer públicamente, la entidad se preocupó por entregarle una copia del texto a cada uno de los 60 diputados que integraban la legislatura porteña y trabajó en la obtención de una base de consenso: previo a su presentación formal, un amplio número de diputados de distintos bloques acordaba con “el espíritu del proyecto”. También la cha se encargó de conseguir el aval de algunos organismos del estado en el área de derechos humanos, donde había funcionarios “amigables” al proyecto. Así la iniciativa llegó a la legislatura con cartas de apoyo de la entonces subsecretaria nacional de Derechos Humanos (Diana Conti), del presidente del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Raúl Eugenio Zaffaroni, hoy ministro de la Corte Suprema de la Nación) y de la ombudsman adjunta de la Ciudad de Buenos Aires (Diana Maffia).

La cha acordó que el mejor camino de ingreso del proyecto al cuerpo legislativo sería la Comisión de Derechos Humanos: por su composición —diputados comprometidos con los derechos humanos—, resultaría más sencillo que allí obtuviera un primer dictamen favorable.

El anuncio de la existencia del proyecto se dio a conocer a través de un artículo en el diario nacional Página/12,4 un par de días antes de la fecha prevista, con la idea planificada de generar mayor repercusión en los otros medios. De hecho, el día de la presentación, el 28 de agosto de 2001, en el

3 La Encuesta Nacional sobre unión de parejas lesbianas o gay se hizo entre el 15 de mayo y el 7 de junio de 2001, entre población mayor de 18 años, en ciudades de más de 20 mil habitantes, con una muestra representativa de 2 000 entrevistas en 16 localidades. En el nivel nacional mostró que un promedio de 43% aprobaba en ese momento la unión civil, contra un promedio de 35% que no estaba nada de acuerdo, mientras que el resto se repartía en “poco de acuerdo”. Las cifras mostraban, desde un punto de vista histórico, un progreso de la opinión pública frente al tema. Mientras a finales de la década de los ochenta y principios de los noventa se discutía la posibilidad del reconocimiento jurídico de una institución en el debate por el otorgamiento de la personería jurídica a la cha, diez años después la unión civil se ponía en discusión como un derecho con un consenso considerable.4 De centroizquierda, con una posición ideológica de defensa de los derechos de las minorías sexuales.

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marco de una reunión de la Comisión de Derechos Humanos, el lugar estaba atiborrado de cámaras de televisión y cronistas de radio y diarios.

El encuentro fue presidido por la entonces diputada Alicia Pierini, abogada y hoy titular de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, quien en un principio, por su militancia católica, se manifestó con-traria a la iniciativa y con el correr de los meses se fue convenciendo de su importancia y terminó siendo una de sus más fervientes defensoras (ver más adelante su discurso el día de la votación). Tanto la camarista5 civil Graciela Medina, autora del proyecto, como César Cigliutti, presidente de la cha, se encargaron de explicar en la Comisión los alcances y los fundamentos de la iniciativa. El diputado Roque Bellomo del Frente Grande (centro izquierda) fue el primero en estampar su firma para acompañar el proyecto. Dos días después, 18 diputados de todo el arco político (de un total de 60) habían seguido sus pasos.

A lo largo de su debate en las comisiones de la legislatura, el proyecto sufrió una serie de modificaciones en busca de alcanzar un mayor consenso entre los diputados. El tratamiento en la Comisión de Derechos Humanos llevó unos ocho meses. Entre otras decisiones, sus integrantes pidieron que una serie de organismos se expresaran sobre el tema. Dirigentes de la cha se encargaron de hablar personalmente con la mayoría de los interpelados antes de que emitieran su dictamen. Una de las estrategias de la entidad gay, a lo largo del casi año y medio que demandó el debate parlamentario, fue seguir atentamente las discusiones legislativas y estar en permanente contacto con los asesores de los diputados, para obtener información crucial sobre el avance del proyecto, como, por ejemplo, a quiénes se consultaba, qué diputados mostraban más resistencias.

Otra herramienta que tuvieron en cuenta fue estudiar a fondo el re-glamento de la legislatura, a fin de conocer cuáles eran sus derechos como particulares dentro de la burocracia parlamentaria.

La Comisión de Derechos Humanos consultó a juristas de la Cátedra de Derecho de Familia de la uba, de la Comisión de Derechos Humanos del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, de la Clínica de Abo-gados de la Universidad de Palermo6 y del Tribunal Superior de la Ciudad. Las opiniones resultaron favorables: con excepción del Tribunal Superior

5 Integrantes de un tribunal de segunda instancia que en Buenos Aires se llama Cámara; no son legisladores.6 Universidad privada, ubicada en el barrio homónimo de la ciudad de Buenos Aires.

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que no se manifestó en contra, sino que prefirió no opinar “por fuera de su función específica”, los demás coincidieron en que tener un registro para las uniones de personas del mismo sexo no implicaría ninguna violación al Código Civil ni a la Constitución Nacional, dos de los argumentos prin-cipales que empezaba a esgrimir la derecha para rechazar la viabilidad del proyecto. En realidad, los juristas que respondieron positivamente no fueron elegidos al azar: eran personas que previamente adherían al tema.

La cruzada anti-gay

El proyecto salió victorioso de la Comisión de Derechos Humanos a princi-pios de mayo de 2002: un amplio número de sus miembros lo apoyaban. El examen siguiente en la Comisión de Asuntos Constitucionales sería el más difícil, por la posición ideológica de varios de sus integrantes. Por entonces, el debate había trascendido el ámbito legislativo y se había instalado en los medios. El conservador diario La Nación servía de tribuna para los detrac-tores.7 Así, el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, alineado en la derecha católica y opuesto ideológicamente al Colegio Público de Abo-gados, denunciaba a través de las páginas de La Nación que la legalización, en el ámbito de la ciudad, de las uniones civiles de homosexuales y lesbianas era “inconstitucional”. Refiriéndose al proyecto, el entonces presidente de la entidad, Roberto Durrieu afirmaba: “Trata de extender el régimen legal de la familia a un ámbito extraño a ella, tema que no compete a los poderes locales, ya que el orden constitucional reserva tal facultad al Poder Legislativo de la Nación”. A su juicio, la iniciativa “implicaría consumar un extravío que los poderes públicos locales y nacionales deben evitar a toda costa, so pena de dar pasos a veces irreversibles hacia la disolución de las bases sociales”. Para Durrieu, la propuesta implicaba “el desconocimiento de la ley natural, que organiza la célula fundamental de la sociedad sobre la base de la unión estable de varón y la mujer, y le atribuye fines concretos que sólo pueden ser alcanzados mediante su normal constitución”.8

Por su parte, el abogado Jorge A. Mazzinghi, integrante de la Comisión de Derecho de Familia de la misma entidad colegiada presidida por Durrieu sostenía:

7 Del mismo modo que Página/12 jugaba a favor del proyecto.8 La Nación, miércoles 15 de mayo de 2002.

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El argumento central que le da sustento (al proyecto) es evitar que se discrimine a determinadas personas por su orientación sexual. Probablemente el uso abusivo de la palabra “discriminación” es uno de los factores que ha causado mayor confusión en el derecho contemporáneo, ya que se suele incurrir en el error de que discriminar es, de por sí, una actitud perversa, en vez de ser como es, el ejercicio de la inteligencia para tratar de modo distinto lo que es, en sustancia, distinto. Es claro que puede haber dis-criminaciones inaceptables por su notoria injusticia, y ellas deben ser evitadas, pero el temor a incurrir en tal extravío no debe inhibir de aplicar aquel principio romano: juzga bien quien bien distingue […]. La pretensión de que una unión que se exterioriza como una “relación afectiva estable y pública, análoga a la familiar”, con prescindencia del sexo de sus integrantes, produzca efectos equivalentes a los del matrimonio, no es un modo de evitar la discriminación, sino un medio para ocultar la realidad y para fingir que es igual lo que es diferente. El matrimonio es una institución con raíces echadas en la naturaleza del ser humano, que concurre a celebrarlo con todas sus capacidades morales, psíquicas y físicas, para lograr una complementación íntima entre dos personas de sexo diferente.

Así concluía Mazzinghi en una columna de opinión del diario La Nación.9

El abogado ponía al descubierto una de las estrategias a las que apeló la derecha católica para bastardear el proyecto: sostener falazmente que la ley equipararía jurídicamente las uniones entre homosexuales y lesbianas con el matrimonio.

Desde las páginas del mismo diario, la jueza Graciela Medina, autora del proyecto, replicaba los conceptos de Durrieu y de Mazzinghi:

Desde hace más de 40 años, la Ciudad de Buenos Aires ha otorgado derechos sociales a las parejas de hecho. En forma precursora, en 1961 promulgó la ordenanza 18.447 que extendió a la concubina del trabajador comunal fallecido los beneficios correspondientes a la viuda. Hace más de 30 años, esta ordenanza fue atacada de inconstitucionalidad por otorgar derechos provisionales en violación al derecho de familia. Y la Corte Suprema de Justicia, en 1978, se encargó de decir que estas leyes eran constitucionales, ya que regían situaciones independientes del régimen matrimonial y ajenas a las relaciones de familia, disponiendo sobre una materia propia del municipio y que en nada se inmiscuía con las leyes civiles. Hoy, 24 años después, advertimos que hay quienes sostienen la inconstitucionalidad de una ley de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La ley de uniones de hecho no se opone, ni directa ni indirectamente, a una disposición de la Constitución nacional y tampoco a una norma de jerarquía superior que hubiese sido sancionada por el Congreso, muy por el contrario, la ley en cuestión cumple con el mandato de la Constitución de la Ciudad de no realizar discriminaciones en virtud de la orientación sexual, con los tratados de Derechos Humanos a los que nuestro país ha adherido. Una mala lectura de la ley —seguía Medina— puede hacer pensar que se está legislando sobre el matrimonio homosexual, nada más alejado de la intención de los legisladores y de la clara letra de la ley, que en nada se refiere al matrimonio, ni alude al derecho civil. Pensamos que la ley de unión civil no hace sino aceptar un hecho

9 Miércoles 15 de mayo de 2002.

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innegable, cual es la existencia de uniones de hecho homosexuales y adoptar frente a ellas una posición de reconocimiento, lo que no implica el derecho a casarse, que está reservado a parejas heterosexuales.10

En pos de que no quedaran dudas de que el proyecto no buscaba equi-parar jurídicamente las uniones civiles con el matrimonio, el texto original elaborado por Medina fue sufriendo algunas modificaciones, sobre todo en ciertos términos que podrían generar confusiones.

El proyecto también pasó el examen de la Comisión de Asuntos Consti-tucionales, en donde se tuvo en cuenta, entre otras, la opinión de una presti-giosa civilista del Colegio Público de Abogados y docente de investigación de la Facultad de Derecho de la uba, Nelly Minyersky. Y siguió su curso por la Comisión de Legislación General y la de Presupuesto.

Algunos legisladores peronistas plantearon que las uniones civiles de-bían limitarse a las parejas del mismo sexo y no habilitarlas también a las heterosexuales, pero para la cha ese era un aspecto que no se negociaba: no querían una especie de “registro rosa”. Paradójicamente, para la iglesia católica resultaría menos insoportable que votaran un “registro rosa”, reco-nociendo la convivencia de homosexuales, que ese mismo nuevo derecho incluyera a los heterosexuales. La jerarquía eclesiástica se lo dejó claro a los diputados a través de sus voces en la legislatura: sostenían que con la crea-ción de un registro de uniones alternativo al matrimonio, ese “sacramento” fundamental se debilitaría y con ello la propia institución.

No sólo desde el Arzobispado de Buenos Aires se trataba de influir sobre los legisladores más permeables a su pensamiento; al mismo tiempo desde la Universidad Católica Argentina (uca) se organizaba una jornada interdisciplinaria,11 presidida por su rector, monseñor Alfredo Zecca, para que especialistas de distintos campos se explayaran sobre el texto del pro-yecto, e incluso, más allá, sobre la misma homosexualidad. Sus opiniones quedaron plasmadas en un cuadernillo de 61 páginas de encendida verba homófoba, que luego se repartió a los diputados. En esas páginas pueden leerse conceptos como los siguientes: “la homosexualidad es una enferme-dad psiquiátrica” o “la orientación homosexual debe ser vivida en castidad o en silencio”, y dudas del tipo “¿no se está cambiando la tolerancia —de gays y lesbianas— por la plena aceptación social?”.

10 Miércoles 15 de mayo de 2002.11 El encuentro se llevó a cabo el 19 de junio de 2002.

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En aquella jornada, disertaron cinco abogados especialistas en derecho civil o constitucional, profesores de la uca. Uno de los expositores del panel jurídico fue César Pedro Astigueta, quien consideró que las uniones entre gays o lesbianas “constituyen una deplorable distorsión de lo que deberían ser la comunión de amor y vida entre un hombre y una mujer, en recíproca donación y abierta a la vida”. En las ponencias de los letrados católicos vuelve a quedar en evidencia la intención de la iglesia católica de generar “fantasmas” sobre los alcances de la ley, tales como que el proyecto invo-caría la pretensión de considerar la unión civil como un “grupo familiar” o que la unión civil sería aquella en la “que conviven en una relación de afectivi-dad estable y pública, análoga a la familiar, con independencia de su sexo y orientación sexual”. Pero ninguno de esos aspectos figuraba en el texto que se había ido consensuando en las discusiones de las comisiones. Por otra parte, los letrados convocados por la uca insistían en la inconstitucionalidad de la normativa, sosteniendo falazmente que quería avanzar sobre materias propias del derecho de fondo, que obviamente no son incumbencia de la jurisdic-ción de la Ciudad de Buenos Aires, sino de las funciones de poder nacional.

Para responder a la cruzada anti-gay, desde la cha se organizaron dos debates académicos, con destacados especialistas cuyas posturas eran fa-vorables al proyecto de uniones civiles. Uno se hizo en el Área de Estudios Queer, dependiente del Centro Cultural Ricardo Rojas (de la uba), enca-bezada por Flavio Rapisardi (entonces vicepresidente de la cha), donde abogados, psicólogos y sociólogos de la universidad pública y centros de investigación reflexionaron sobre la iniciativa y rebatieron los argumentos y las posiciones vertidas en el cuadernillo elaborado por la uca. Con sus exposiciones también se armó una publicación, de la que se hicieron 60 copias y a cada diputado se le entregó una en mano. Durante el segundo encuentro promovido por la cha expusieron exclusivamente juristas y se llevó a cabo en la Facultad de Derecho de la uba.12

12 Fueron invitados a este debate académico Julio César Rivera (profesor titular de Derecho Civil de la uba), Graciela Medina (autora del proyecto), Nelly Minyersky (profesora consulta de la Cátedra de Derecho de Familia y Sucesiones de la uba), Adriana Wagmaister (profesora titular de la Cátedra de Derecho de Familia de la uba), Martin Bohmer (entonces decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Palermo), Andrea Pochak (directora del Área de Litigio y Asistencia Legal del Centro de Estudios Legales y Sociales), Eduardo Molina Quiroga (vicepresidente de la Asociación de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires).

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Una de las últimas estrategias de la cha, a horas de que el proyecto llegara finalmente a votación, fue juntar firmas de apoyo a la iniciativa entre reconocidos intelectuales y artistas del país. Sus nombres acompañaron una carta que distribuyeron en los despachos de los legisladores un día antes de la esperada sesión, en la que se trataría la iniciativa. “Consideramos una forma de desigualdad y de olvido que las uniones de pareja de quienes cada tanto son convocados para la rutina del sufragio igualitario todavía hoy no sean reconocidas en la Argentina por ningún instituto jurídico”, decía el texto de la carta abierta, redactada por el presidente de la cha, César Cigliutti. Los firmantes, entre ellos el escritor Ernesto Sábato, actores, cantantes y académicos, expresaban su “adhesión para con la comunidad homosexual, a menudo hostilizada, y con el proyecto de unión civil, por debatirse, en un país que necesita más que nunca humanizar la convivencia entre sus particulares”.13

La hora de la verdad

El día señalado para el tratamiento en el recinto fue la última sesión del año, el 13 de diciembre de 2002. Había pasado casi un año y medio de profunda discusión y el proyecto había sorteado las vallas y las dudas de los legisla-dores en cuatro comisiones. Los cálculos de la cha indicaban que de los 60 legisladores, alrededor de 34 votarían a favor de la iniciativa, desde los liberales a los de los partidos de izquierda, pasando por los de centro izquierda, la mayoría de los radicales y algunos peronistas. Los activistas de la cha trabajaron para que las bancadas mayoritarias, donde había po-siciones contrarias, no votaran en bloque y sus autoridades dieran libertad de conciencia a los legisladores para decidir su voto.

En la reunión de “Labor parlamentaria”, donde los presidentes de los bloques acuerdan la agenda de la jornada, se resolvió que el proyecto de uniones civiles sería el último tema a tratar. Los activistas de la cha siguieron atentamente los movimientos de cada uno de los legisladores. Si la sesión llegaba a quedar sin quórum, había que esperar otro año para conseguir la histórica normativa. A medida que pasaban las horas —y se votaban un sinnúmero de temas acumulados para la última sesión del año— la tensión iba en aumento. Los votos positivos que la cha había calculado horas atrás, mermaban con cambios de posición de último momento. El tratamiento

13 Página/12, 11 de diciembre de 2002.

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14 Alicia Pierna, Discurso. Ley de Uniones Civiles, Sesión 33, 411-412 (Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 12 de diciembre de 2002).

del proyecto comenzó cerca de la medianoche y culminó a las 6.30 del día siguiente, tras una maratónica sesión, con un triunfo de 29 votos a favor y 10 en contra.

Uno de los discursos más destacados fue el de la diputada Alicia Pierini, presidenta de la Comisión de Derechos Humanos quien, en un principio —como ya se dijo— había objetado la iniciativa:

Su esencia (la de la ley), desde el punto de vista jurídico, se trata de la creación de un registro cuya naturaleza jurídica consiste en anotar una relación privada de convi-vencia entre personas, anotación que habrá de producir efectos de orden público. Sin embargo, más allá de esa naturaleza jurídica, debemos reconocer la naturaleza social de esta innovación […]

La conversión de un vínculo privado en el doble carácter de privado y público con-lleva la aceptación, desde lo público, de la dignidad de tales vínculos privados, y por eso los incluye en su propio campo. Este es el nudo por el cual ingresó por la Comisión de Derechos Humanos: las palabras que estoy utilizando son dignidad, aceptación e inclusión. Éstas son las claves para este debate, a nuestro juicio; y también son las llaves con las que hemos abierto nuestro razonamiento para esta creación legislativa.

Por principio constitucional, las acciones privadas que no afecten el orden público ni perjudiquen a terceros, están reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magis-trados. Hay un vasto caudal de parejas, hombre-mujer o de igual sexo, que conviven en relación de afecto y de permanencia, sin casarse.

La jurisprudencia fue creando con el tiempo una paridad en cuanto a los efectos jurídicos entre concubinato y matrimonio. Esa paridad fue tomando estado jurídico, pero a partir de que la sociedad lo había aceptado como vínculo en dignidad y derechos. Utilizo las palabras “dignidad y derechos” porque son las que utiliza el artículo 1º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Muchas otras personas pueden convivir también en relación de afecto y de perma-nencia. Sin embargo, por ser del mismo sexo aún reciben discriminación social. Cabe preguntarse, desde el punto de vista de los derechos humanos, por qué no es tan aceptable en dignidad y derechos una convivencia estable y afectiva entre dos personas sean o no de igual o de distinto sexo. Y la respuesta aparece simple. Es que hay una historia humana que ha tendido a discriminar al diferente entendiéndolo como aquel que no se ajusta al modelo establecido de las mayorías. Y es que las mayorías necesitan mucho nivel de conciencia para aceptar la inclusión de las minorías.

Por eso, en esta ley hemos querido que no sea la decisión jurídica de la norma sólo para beneficiar a una parte de la sociedad, sino que sea inclusiva y que ofrezca una op-ción más de vínculo a las parejas heterosexuales que por distintas razones personales, les sea más conveniente registrar su unión que la simple convivencia en concubinato o la compleja trama del matrimonio civil. Es decir: pensamos en una norma de inclusión porque incluir es la manera de dar dignidad, así como excluir es echar al margen. Es entonces ésta una norma en el marco de la política de no discriminación.14

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Ésta fue la primera parte del discurso de Pierini, quien algunos párrafos más adelante confesaba las dudas que había tenido al conocer el proyecto y sus conflictos de conciencia por su militancia católica de esta forma:

En cuanto a mi postura personal, como abogada y militante en el campo de los derechos humanos, comparto todos los fundamentos que he dado con anterioridad. Pero también voy a ser sincera y voy a decir que hubo un conflicto en mi conciencia, porque soy un cuadro político de origen cristiano, y porque este proyecto ha traído conflicto.

En lo político se me planteaban contradicciones. Mi convicción es que el derecho debe ser creador de conciencia; hay momentos en que los cuadros políticos —si somos cuadros y no meros opinadores mediáticos— tenemos que poner coraje para cambiar el curso de los acontecimientos. Si no, todo habrá de quedar igual y dejaremos que una indignidad prevalezca simplemente porque contradecirla tiene costos políticos.

Como cristiana me guío por la luz del Evangelio, por ejemplo de Cristo. El Evangelio me enseña que Dios es amor y que no condiciona al amor, mientras sea tal. El Evan-gelio me enseña a amar al prójimo, sin imponerle condiciones a ese prójimo […]. Cristo me enseña a incluir, incluyéndose él mismo en el mundo humano. Se incluyó entre los pobres al nacer en un pesebre […]. Cristo enseña que amar es incluir.

En mi conciencia puse, en uno de los dos platillos de la balanza, la enseñanza de la doctrina de la iglesia, que es mi iglesia, a la que pertenezco, que sé que está en contra de este proyecto explícitamente, y en otro platillo puse mi propia fe.

Decidí correr los riesgos de la fe, porque creo que ésa es una conducta cristiana. En el Evangelio encuentro la verdad trascendente y el amor de Cristo, mientras que en la historia de mi propia iglesia he visto muchas veces el error humano. Entonces, por razonamiento jurídico, por convicción progresista, y también desde mi fe, mi voto individual es afirmativo.15

En un trabajo publicado en la Revista Jurídica de la Universidad Intera-mericana de Puerto Rico, Rapisari y otros dos investigadores, analizaron los discursos parlamentarios:

La izquierda marxista planteó la defensa del proyecto en la idea de ampliación de be-neficios sociales y creación de nuevos vínculos no sacramentales. El progresismo, por su parte, insistió con su propuesta de igualdad “formal” de oportunidades. Ambos, izquierda y centro izquierda, sostuvieron la necesidad de la neutralidad estatal respecto a los ideales de “buena vida” gestados en la sociedad.16

En el debate, hubo tres legisladores que pidieron el archivo del proyec-to. Los fantasmas que habían agitado voceros de la jerarquía católica a lo largo de los meses en que el proyecto estuvo en discusión parlamentaria

15 Idem.16 Flavio Rapisardi, Ilona Aczel, Juan Enrique Péchin, “Regulaciones, normas y conflictos cul-turales: la Ley de Uniones Civiles en Buenos Aires”, en Revista Jurídica uipr, vol xxxviii:1:35, septiembre-diciembre de 2003.

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aparecieron en el recinto. El argumento central de la oposición a la norma se basó en una postura legalista sobre la jurisdicción que tenía la legislatura para sancionarla. En su despacho de minoría,17 el diputado Fernando Cairo (Unión Cívica Radical), escribió:

Que el proyecto elaborado conjuntamente en las comisiones dice que los integrantes de la unión civil tendrán, en cuanto a los derechos que le asisten, un tratamiento similar al de los cónyuges. En ambas redacciones (el primer proyecto presentado por la cha y el que se discute). No se puede otorgar igual trato a quienes no gozan de las mismas condiciones o estatus jurídico; para que se vean equiparadas deben surgir de la legislación nacional.18

La oposición también presentó como segundo problema que el recono-cimiento de este tipo de unión atentaba contra la institución matrimonial. En su despacho de minoría, Jorge Enríquez (Unión Cívica Radical) señaló:

Que no significa alentar ninguna forma de discriminación basada en la orientación sexual, porque el plan de vida de cada uno está protegido por el artículo 19 de la Cons-titución Nacional y por los tratados internacionales de derechos humanos. Que una cosa es respetar una preferencia, un modo de vida, y otra es asignarle determinadas consecuencias jurídicas que fueron elaboradas a lo largo de infinidad de generaciones para otro tipo de relaciones.19

El texto de la ley

La Ley 1004 finalmente se aprobó con el siguiente texto:

Artículo 1°.- Unión civil: A los efectos de esta ley, se entiende por unión civila) A la unión conformada libremente por dos personas con independencia

de su sexo u orientación sexual.b) Que hayan convivido en una relación de afectividad estable y pública

por un periodo mínimo de dos años, salvo que entre los integrantes haya descendencia en común.

c) Los integrantes deben tener domicilio legal en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, inscripto con por lo menos dos años de anterioridad a la fecha en la que solicita la inscripción.

d) Inscribir la unión en el Registro Público de Uniones Civiles.

17 Dictamen que sale de una comisión parlamentaria sin la mayoría de los votos de sus inte-grantes, algo así como voces disidentes al dictamen mayoritario. 18 Fernando Cairo, Despacho de Minoría, Ley de Uniones Civiles, Sesión 33, 404-406.19 Jorge Enríquez, Despacho de Minoría, Ley de Uniones Civiles, Sesión 33.

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Art. 2º.- Registro Público de Uniones Civiles: Créase el Registro Público de Uniones Civiles, con las siguientes funciones:

a) Inscribir la unión civil a solicitud de ambos integrantes, previa verifi-cación del cumplimiento de los requisitos dispuestos en la presente ley.

b) Inscribir, en su caso, la disolución de la unión civil.c) Expedir constancias de inscripción o disolución a solicitud de cualquiera

de los integrantes de la unión civil.

Art. 3º.- Prueba: El cumplimiento de los requisitos establecidos en el artícu-lo 1º, a los efectos de proceder a la inscripción de la unión civil, se prueba por testigos en un mínimo de dos (2) y un máximo de cinco (5), excepto que entre las partes haya descendencia en común, la que se acreditará fehacientemente.

Art. 4º.- Derechos: Para el ejercicio de los derechos, obligaciones y beneficios que emanan de toda la normativa dictada por la Ciudad, los integrantes de la unión civil tendrán un tratamiento similar al de los cónyuges.

Art. 5º.- Impedimentos: No pueden constituir una unión civil:a) Los menores de edad.b) Los parientes por consanguinidad ascendiente y descendiente sin limi-

tación y los hermanos o medio hermanos.c) Los parientes por adopción plena, en los mismos casos de los incisos b)

y e). Los parientes por adopción simple, entre adoptante y adoptado, adoptante y descendiente o cónyuge del adoptado, adoptado y cónyuge del adoptante, hijos adoptivos de una misma persona, entre sí y adop-tado e hijo del adoptante. Los impedimentos derivados de la adopción simple subsistirán mientras ésta no sea anulada o revocada.

d) Los parientes por afinidad en línea recta en todos los grados.e) Los que se encuentren unidos en matrimonio, mientras subsista.f) Los que constituyeron una unión civil anterior mientras subsista.g) Los declarados incapaces.

Art. 6º.- Disolución: La unión civil queda disuelta por:a) Mutuo acuerdo.b) Voluntad unilateral de uno de los miembros de la unión civil.c) Matrimonio posterior de uno de los miembros de la unión civil.d) Muerte de uno de los integrantes de la unión civil.

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En el caso del inciso b), la disolución de la unión civil opera a partir de la denuncia efectuada ante el Registro Público de Uniones Civiles por cualquiera de sus integrantes. En ese acto, el denunciante debe acreditar que ha notificado fehacientemente su voluntad de disolverla al otro integrante de la unión civil.

Art. 7.- El Poder Ejecutivo dictará las disposiciones reglamentarias para la aplicación de lo establecido en la presente ley en un plazo de 120 días corridos desde su promulgación.

Art. 8.- Comuníquese, etc.

Los alcances de la ley

Más que otorgar grandes beneficios, la unión civil es un reconocimiento social para las parejas de hecho que en la Argentina son poco tenidas en cuenta. ¿Qué cambió con la sanción de la ley? Las parejas que conviven, sean sus integrantes del mismo o de distinto sexo, ahora pueden inscribirse en un registro que creó el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Las últimas estadísticas oficiales indicaban que se habían inscrito 333 uniones civiles. De ese total, 203 eran parejas homosexuales y las 130 restantes, heterosexuales.20

Más allá de sus limitaciones, la ley ha sido celebrada como un gran logro por el movimiento gay/lésbico argentino, porque sienta un antecedente fundamental para seguir avanzando en el reclamo de derechos civiles para las parejas del mismo sexo •

20 Datos del Registro Civil porteño hasta abril de 2005.

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España aprueba el 30 de junio de 2005 una reforma al Código Civil que permite a las personas homosexuales casarse y adoptar criaturas.1 Desde el año anterior, el Partido Socialista Obrero Español (psoe) aborda el tema del matrimonio homosexual como una de las más importantes demandas en materia de derechos civiles a las que se había comprometido durante su campaña electoral. El cumplimiento de este compromiso genera un abierto enfrentamiento con la jerarquía de la iglesia católica y sus grupos instrumentales. Conocer y analizar la disputa es útil para otras sociedades, como las latinoamericanas, en las que la influencia católica es sustantiva.

En noviembre de 2004, cuando todavía era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, el hoy papa Benedicto xvi, en entrevista con Marco Politi, quien le preguntó si juzgaba negativa la decisión que se había tomado en España de legalizar el matrimonio homosexual, (El País 2004d) dijo:

Sí, porque es destructiva para la familia y la sociedad. El derecho crea la moral o una forma de moral, puesto que la gente normal considera comúnmente que lo que afirma el derecho también es moralmente lícito. Y si consideramos esta unión más o menos equivalente al matrimonio, tenemos una sociedad que ya no reconoce la especificidad ni el carácter fundamental de la familia, es decir, el ser propio del hombre y de la mujer, que tiene el fin de dar la continuidad, no sólo en el sentido biológico, a la humanidad. Por eso, la elección que se ha hecho ya en España no beneficia realmente a estas personas, pues así destruimos elementos básicos de un sistema de derecho.

Politi insistió: “A veces la iglesia, al decir que no a todo, se ha encontrado con derrotas. ¿No debería ser posible al menos un pacto de solidaridad entre dos personas, incluso homosexuales, reconocido y tutelado por la ley?”, a

Las bodas gays en España

Marta Lamas

1 El periódico español El País da un seguimiento cuidadoso del proceso. Ver las varias ediciones de finales de 2004 a mediados de 2005 citadas en la bibliografía.

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lo que Ratzinger se negó y se refirió a una “Europa en decadencia” que se inclina hacia esa elección.

Cuando se realizó esta entrevista, la mayoría de los países europeos2 ya tenía legalizadas las uniones civiles entre personas homosexuales, in-cluida España, y Holanda (2001) y Bélgica (2003) ya habían borrado toda referencia al sexo en los contratos matrimoniales. En la Unión Europea (ue) se otorgó paulatinamente a la homosexualidad el mismo estatuto legal que a la heterosexualidad, mediante un proceso tanto jurídico como simbólico. Esto no ocurrió nada más porque sí. La presencia cada vez más visible de lesbianas, gays y transexuales, con sus reivindicaciones de igualdad ciuda-dana, impulsó en la ue un debate jurídico sobre la discriminación que las leyes del momento ejercían debido a la orientación sexual de las personas. Los principios igualitaristas, inherentes a las garantías individuales (como el derecho a la intimidad, la libertad de conciencia y la libertad de expresión), son parte integral del derecho europeo comunitario y en ellos se basaron los grupos de activistas litigantes cuyas demandas judiciales iniciaron en la Corte Europea una fase de acción jurídica. Además, este debate en la ue se alimentó de investigaciones y reflexiones sobre la sexualidad humana que le otorgan un sentido nuevo a la homosexualidad. Todo ello hizo de la orientación sexual un tema susceptible de ser tratado en Europa por los instrumentos jurídicos tradicionales de protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales (Borrillo 2000). Se cuestionó, así, la pertinencia de normar la ciudadanía a partir de la vida sexual, lo cual condujo a la Unión Europea a plantear una serie de cambios legales que impulsaron la legitimación simbólica de la homosexualidad. O sea, Ratzinger no se equivocaba al pensar que “El derecho crea la moral o una forma de moral, puesto que la gente normal considera comúnmente que lo que afirma el derecho también es moralmente lícito”.

El proceso de la ue arrancó formalmente el 9 octubre de 1979, cuando una comisión del Consejo de Europa hizo una propuesta de protección moral y jurídica para lesbianas y gays. Además de contar con un informe sobre la discriminación de las personas homosexuales, esa primera propuesta

2 Dinamarca es el país precursor en registro de parejas en 1989; le siguen Noruega (1993), Sue-cia (1995), Islandia (1996), Hungría (1996), Holanda (1998), España, inicialmente en Cataluña (1998), Francia (1999), Alemania (2001), Portugal (2001), Suiza, en los cantones de Ginebra y Zurich (2001), Finlandia (2002), Croacia (2003) y Gran Bretaña (2004).

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planteaba una recomendación a los estados miembros de la Unión Euro-pea para modificar el artículo 14 de la Convención de los derechos humanos: añadir la orientación sexual entre los motivos de discriminación que deben prohibirse.3 Las demandas individuales lograron que las sentencias de la Corte Europea confirmaran que no se vale discriminar a las personas por su orientación sexual; de ahí, la Unión Europea pasó a las recomendaciones y resoluciones. Dos documentos emitidos en 1981 marcan el despegue oficial de este proceso: por un lado, la resolución 756 del Consejo de Europa y, por otro, la recomendación 934 de la Asamblea Parlamentaria Europea, ambas relativas a la discriminación de las personas homosexuales. Paulatinamente, la Comisión Europea inscribió un programa de acción política antidiscrimi-natoria hacia lesbianas y gays en su agenda. Este programa se fortaleció con la enunciación y defensa de los principios igualitarios del Consejo de Europa y el Parlamento Europeo. Por eso es que la Corte Europea, que a principios de los ochenta todavía castigaba las relaciones homosexuales consentidas entre personas adultas, unos años después condena tal medida como una intromisión del estado en la vida privada de las personas, y actualmente ha convertido a la homofobia en materia de penalización.

En los años noventa, ya nada puede detener el proceso de igualación ciudadana entre heterosexuales y homosexuales. En 1993, todo país sig-natario de la Convención europea de los derechos humanos debe proceder a la despenalización de la homosexualidad para integrarse al Consejo de Europa (documento 176/1993). En 1994, una resolución sobre la igualdad de los derechos de lesbianas y gays en la Unión Europea es aprobada por el Parlamento Europeo, y en ella se invita a los estados miembros a establecer

3 Además de exigir igualdad en el tratamiento de las personas homosexuales en materia de empleo, remuneración y seguridad social, proponía la supresión de toda discriminación contra los padres/madres homosexuales en lo relativo a la custodia, el derecho de visita y el aloja-miento de los niños. También sugería la interrupción de toda actividad o investigación médica destinada a modificar las inclinaciones sexuales de los adultos. Asimismo, dicha propuesta hacía una invitación a directores de cárceles y otras autoridades públicas a evitar que los reclusos homosexuales fueran objeto de violencia en las prisiones, y también proponía la destrucción de las fichas policíacas de las personas homosexuales. Igualmente, pedía la reparación para los homosexuales que sufrieron los campos de concentración. Por último, instaba a renunciar a todo tipo de definición médica o psiquiátrica; en su lugar proponía el apelativo de orientación sexual e invitaba a la Organización Mundial de la Salud a suprimir la homosexualidad de su catálogo de enfermedades mentales.

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los mismos límites de edad para todas las relaciones sexuales,4 a proteger a las personas homosexuales contra toda forma de discriminación y a alentar el sostenimiento económico de las asociaciones de lesbianas y gays. Ahí se anuncia un proyecto de recomendación que busca terminar con la prohibi-ción de casarse y adoptar, y que plantea que las parejas de lesbianas y gays deben beneficiarse de las mismas disposiciones jurídicas de que gozan las otras parejas. En 1997, el Tratado de Ámsterdam incorpora la orientación sexual entre los motivos de discriminación que deben ser abolidos. La orientación sexual se define como el deseo afectivo y sexual que puede darse entre personas del mismo sexo, de sexo contrario o, indistintamente, con personas de un sexo y del otro. Puede considerarse como una elección, por lo tanto similar a lo que ocurre con la religión, o como una condición predeter-minada, parecida a la raza. Sin embargo, sea una elección o una condición, para la Unión Europea la orientación sexual debe ser protegida con vigor (Borrillo 2000). De dicha reforma se desprenden numerosas disposiciones que exigen abrogar sin dilación las formulaciones legales que violan los derechos humanos de lesbianas y gays. En mayo de 1999, el Tratado de Ámsterdam es ratificado por los 15 países miembros de la Unión Europea, con lo cual se cierra un ciclo de veinte años desde que en 1979 apareció el primer informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa relativo a la discriminación de las personas homosexuales.

A lo largo de este tiempo, la cuestión gay no ha cesado de constituir un tema recurrente en las discusiones a propósito de los derechos humanos en la Unión Europea. Asimismo, se ha convertido en un tema crucial en el debate democrático, pues aceptar legalmente la homosexualidad no impli-ca que las personas la admitan subjetivamente. La acción antidiscriminato-ria no impulsa, por sí misma, una comprensión de la sexualidad humana sino sólo la estricta aplicación del principio de igualdad. Aunque la Corte de Justicia de Europa y el Parlamento Europeo han desempeñado un papel importante en la política antidiscriminatoria, legitimando la homosexua-lidad como una conducta lícita, todavía amplios sectores de la población la siguen viendo como una degeneración o una perversión, y asocian homo-sexualidad con pedofilia, pederastia, travestismo y prostitución. Estos prejuicios afloran con más fuerza cuando se plantea el tema de los hijos.

4 Una forma de discriminación era que las relaciones consentidas entre las personas homo-sexuales sólo se permitían a mayores de 21 años, cuando para las personas heterosexuales la edad límite variaba entre los 14 y los 16 años.

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Ciertos sectores sociales, que no objetan el reconocimiento de las parejas homosexuales, se oponen ferozmente a que dicha unión se iguale al matri-monio, pues eso permitiría la adopción de criaturas. El debate en Francia sobre el Pacto Civil de Solidaridad (Pacs), analizado en este número en los ensayos de Fassin, Scott, Butler y Tort, se centró en el esclarecimiento de los efectos de la homoparentalidad en el sistema de parentesco, en especial, las consecuencias psíquicas de esa forma de crianza. Este debate tuvo un rango social espectacular, pues participaron en él no sólo los grupos lgbt5 y los conservadores, sino también intelectuales y académicos, y uno de sus efectos positivos fue que se abordaron muchos de los temores e incompren-siones que rodean la homosexualidad. En Francia, ambas partes requirieron la presencia de “expertos”, lo que introdujo una interesante y enriquecedora confrontación de ideas y conocimientos. Mientras unos analizaban por qué a una pareja de personas adultas, libres y responsables se les niega el de-recho a concertar un matrimonio civil y adoptar hijos, otras argumentaban el quiebre del orden simbólico y el advenimiento de seres psíquicamente modificados. Al mismo tiempo, varios psicoanalistas daban a conocer casos de familias homoparentales ya constituidas que habían tratado.6

La discusión francesa condujo a repensar la organización de las relacio-nes familiares. Uno de los señalamientos importantes fue el de la necesidad de poner en evidencia la analogía que se hace entre la complementariedad reproductiva de hombres y mujeres, y su supuesta complementariedad se-xual. Desde hace tiempo se sabe que la existencia de dos sexos7 permite tres combinaciones posibles de atracción erótica y, por lo tanto, de pareja sexual: mujer/hombre, mujer/mujer, hombre/hombre. Basarse en el modelo repro-

5 Las siglas lgbt corresponden a: lésbico-gay-bisexual-transexual, y se usan para aludir al movimiento por la diversidad sexual.6 Aunque el debate profesional se lleva a cabo en revistas como la Revue de Psychanalyse, hay una filtración de sus posturas en periódicos, semanarios políticos y revistas femeninas. Un ejemplo: por su trabajo con familias homoparentales, la psicoanalista Genevieve Delaisi de Parseval es entrevistada por Libération (14 junio 2000) y Elle (18 octubre 2004). Ella declara que las familias homoparentales ya existen y que “Lo que importa para el futuro de una criatura adoptada es que tenga dos figuras parentales equilibradas, que formen una pareja estable, sean o no del mismo sexo”.7 Los seres humanos venimos al mundo básicamente en cuerpo de mujer o de hombre, pero no hay que olvidar que también hay personas hermafroditas y personas intersexuales, que aunque no tienen demasiado peso estadístico, tienen un peso simbólico y permiten hablar, como hace Fausto-Sterling (1995), de al menos cinco sexos.

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ductivo tradicional como paradigma de relación sexual es flagrantemente ideológico y conduce a una situación imposible: negar la realidad del deseo homosexual. Y hoy ya no hay manera de eludir la gran visibilidad social del deseo homosexual, como tampoco el hecho indiscutible de que las lesbianas y los gays son ciudadanos con los mismos derechos que los demás, según la definición legal y política de la Unión Europea. Por eso, finalmente, el dilema queda enmarcado en Europa, más que como un debate médico-psicológico, como una cuestión de ciudadanía.

Claro que en España había ya un clima social favorable hacia las parejas homosexuales, como se vio con la aceptación que tuvo la reglamentación de las uniones civiles. En 1998, Cataluña votó la primera ley que reconocía la legalidad a las llamadas uniones de hecho, heterosexuales u homosexuales, con los mismos derechos, excepto la adopción. Siguieron Aragón (1999), Navarra (2000) y Valencia (2001). Sin embargo, lesbianas y gays no se con-formaron con el registro de sus parejas, pues requerían el matrimonio para poder adoptar o compartir la tutela de los hijos. Una serie de acciones desde la sociedad pusieron en el centro de atención la demanda de matrimonio, por ejemplo, la pareja de lesbianas que en Barcelona acudió a un notario para hacer un acta donde quedaran consignados los derechos y obligaciones de la madre no biológica (El País 2001). Por esos días, el portavoz del Partit dels Socialistes de Catalunya (psc) destapó su condición de homosexual ante el parlamento catalán y pidió que se legalizara el matrimonio gay. La batalla legal arreció. En Navarra, la ley de parejas de hecho permitía la adopción de menores por parejas del mismo sexo, pero la medida fue recurrida por el Partido Popular (pp) ante el Tribunal Constitucional. Mientras Asturias preparaba una iniciativa de ley que incluyera la adopción, Navarra ganó el juicio y poco después el País Vasco votó igual. Para 2003, en todas las demás comunidades autonómicas del estado español se discutieron o legalizaron las uniones de hecho y la adopción.

En marzo del 2004, el Partido Socialista Obrero Español (psoe) ganó las elecciones y otras reformas se sucedieron con velocidad. En abril, las Cortes de Aragón aprobaron la adopción por parejas homosexuales (El País 2004a), decisión que suscitó una respuesta del arzobispo de Madrid y del nuncio (embajador) del Vaticano (El País 2004b). Poco después, el gobierno catalán anunció la modificación de varios artículos del Código de Familia y de la Ley de Uniones Estables de Pareja para permitir que las parejas homosexuales adoptasen niños (El País 2004c). Las leyes reforma-das desplazaron el problema a otro: el de la igualdad de derechos entre los

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habitantes del estado español. ¿Por qué en ciertas partes las parejas homo-sexuales sí podían adoptar y en otras no? El psoe, comprometido desde su campaña a legalizar el matrimonio homosexual si era elegido, inició ese año los procedimientos para cumplir su palabra. El 21 de abril del 2005, el congreso español aprobó el matrimonio homosexual con una reforma que iguala en derechos y obligaciones a los contrayentes del mismo sexo, incluso en lo que se refiere a la adopción de criaturas. La reforma fue enviada al Senado, que no la ratificó, lo cual no impidió que el Congreso la aprobara el 30 de junio con la mayoría del psoe.

Ante la contundente decisión del gobierno de otorgar iguales derechos a las parejas homosexuales y de borrar la distinción entre matrimonio hetero y unión homosexual, la Conferencia Episcopal Española (cee) reaccionó negativamente y orquestó, junto con el conservador Partido Popular (pp), una campaña de protestas que culminó el sábado 18 de junio con una masiva manifestación. Convocada oficialmente por el Foro Español de la Familia, con asistencia de 19 obispos —entre ellos el cardenal de Madrid— y figuras del Partido Popular (pp) —como su secretario general, el portavoz parla-mentario y varios ex ministros— la marcha salió de la Plaza de la Cibeles y llegó a la Puerta del Sol. Los manifestantes ondearon banderas de España y del Vaticano, gritaron consignas homófobas y portaron pancartas que rezaban “La familia sí importa”, “Eliminar a la familia es derrumbar a toda la sociedad”, “Familia = hombre + mujer”, “Por el derecho a una madre y un padre”, “Obispos sed valientes, no estáis solos” y “Sodomía no con mi dinero”. Como se ve, mezclaron cuestiones como las prácticas sexuales, la defensa de la moral y la idea naturalista de la familia heterosexual.

Si bien el Centro de Investigaciones Sociológicas (cis) de España apunta —en un estudio realizado en 2004 en todo el país sobre Opiniones y actitu-des de la familia— que 79% de la población opina que la homosexualidad es una opción tan respetable como la heterosexualidad y que dos de cada tres españoles aprueban el matrimonio entre homosexuales, es obvio que para el 21% restante el asunto es inaceptable. A pesar de que la cee se había abstenido de impulsar la participación de los obispos en temas de mayor relevancia para los derechos humanos, en esta ocasión se decidió a hacerlo. Aunque el presidente de la cee no participó en la marcha y hubo un obispo que se “desmarcó” públicamente de la manifestación, argumentando que él sólo iba a procesiones religiosas (2005b), la embestida de la iglesia católica fue total. Claro que, como bien señaló El País (2005), los obispos han te-nido que “sobreactuar para participar”; por ejemplo, el obispo de Málaga

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declaró que “los católicos son objeto de torturas psicológicas, que no son menos dolorosas o graves que las otras”, mientras que el portavoz de la cee dijo que la iglesia católica “nunca se encontró nada parecido en sus 2000 años de historia”. Se llevó la palma el obispo de Burgos, para quien “la legalización del matrimonio homosexual es más grave que el divorcio y el aborto, aunque en éste esté en juego la vida de una persona, porque se desestructura la vida de donde puede nacer”. Que un obispo pueda calificar el contrato matrimonial homosexual como más grave que el aborto, da una medida de la conmoción que dicha reforma causa en una iglesia en la que la sexualidad se justifica sólo por su finalidad reproductiva. Como valora únicamente ese aspecto de la sexualidad, el catolicismo la conceptualiza como la actividad de parejas heterosexuales, dirigida a fundar una familia. Por lo tanto, otras sexualidades sin fines reproductivos, no heterosexuales, no de pareja, son definidas como perversas, anormales, enfermas y moral-mente inferiores. Sin embargo, hoy, cuando algunas parejas homosexuales también se plantean fundar una familia, son rechazadas brutalmente ¿Qué ocurre entonces?

Para el Vaticano, aceptar que lesbianas y gays se casen significa poner en cuestión la norma heterosexista8 sobre la que está construido el orden simbólico católico. No sorprende, por lo tanto, que la jerarquía de la iglesia católica esté aterrada por lo que vive como el derrumbe de su moral (obvia-mente pensada como La Moral). Nada cuenta que grupos de católicos de base anuncien que no obedecerán a los obispos y que muchos católicos gays declaren su desilusión e indignación ante la actitud discriminatoria de su iglesia. El rechazo de la jerarquía es total y está acompañado de declaracio-nes sin sentido. El Foro de la Familia, por ejemplo, dice que la legalización era una estrategia internacional del “lobby homosexual” (El País 2005j). Su ignorancia sobre el proceso de la ue y sobre las resoluciones y recomenda-ciones que se han venido haciendo desde 1979, es patente.

Por su parte, el pp hace y deshace todo lo que puede para frenar la reforma. Incluso lleva al Senado a Aquilino Polaino, el director del de-partamento de psicología en una universidad católica, que afirma que ser homosexual es una enfermedad. El escándalo es mayúsculo, pues desde

8 Se califica de heterosexismo a la ideología que postula la complementareidad de los sexos, y que al mismo tiempo discrimina en función del sexo. El orden social patriarcal es heterosexista.

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1990 la Organización Mundial de la Salud suprimió la homosexualidad de la clasificación de enfermedades mentales.9 El fiasco de su experto, que plantea la homosexualidad como patología a contracorriente de la postura oficial de la Unión Europea, lleva al PP pocos días después a “desmarcarse” de él (El País 2005x).

Dentro de la iglesia católica y del pp hay voces disidentes que instan a respetar la orientación sexual distinta. Sin embargo, lo que las declaraciones, actuaciones y maniobras mayoritarias hacen evidente es la dimensión de la homofobia. Esta angustia, vivida como el miedo a la atracción erótica por una persona del mismo sexo, es un temor/rechazo irracional, que implica cuestiones de la subjetividad. Vista como una supuesta repulsión por las prácticas sexuales homosexuales, la fobia remite a un mecanismo psíqui-co, común a todas las culturas, que ante cualquier diferencia clasifica a las personas en dos grupos: las que son iguales a mí y las que son distintas. Así se mira a los otros, a los extraños, a los diferentes. Y como todo grupo humano busca mantener su cohesión mediante la exclusión de lo diferente, de lo raro, entra entonces en acción ese mecanismo por el cual toda dife-rencia se traduce, en un primer momento, en antagonismo, rechazo y/o temor. Ahí se encuentran las “raíces psíquicas del odio” (Castoriadis 2001) que alimentan el fundamentalismo, generando una actitud irracional que expresa: el diferente amenaza mi existencia, me invade, me contamina, me pone en riesgo, o simplemente me obliga a reconocer que hay otras formas de ser, lo cual atenta contra mis creencias o cuestiona mi idea de mí mismo y del mundo. Es un hecho que las personas toman por “natural” un sistema de reglamentaciones, prohibiciones y opresiones que han sido marcadas y sancionadas por el orden simbólico. Las creencias sociales que troquelan la organización de la vida colectiva estigmatizan lo distinto, lo diferente, lo que se aleja de la norma. Sin embargo, el orden simbólico no es inamovible, y se ha ido transformando. Por eso es que, por ejemplo, el estatuto social y político de las personas vistas como “diferentes” ha ido cambiando. Hasta hace poco los negros, los indígenas y las mujeres eran considerados seres de segunda, y sus derechos humanos estaban restringidos. Ahora le toca

9 Desde 1979 una comisión del Consejo de Europa envió a la Organización Mundial de la Sa-lud (oms) una invitación a suprimir la homosexualidad de su clasificación de enfermedades mentales. La oms tardó más de 10 años en asumir dicha recomendación, finalmente lo hizo el 17 de mayo de 1990. La American Psychiatric Association lo hizo desde 1973.

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el turno a las personas homosexuales, cuya “diferencia” radica en el hecho de que su objeto erótico/amoroso es una persona de su mismo sexo. Y aunque cada vez son menos las lesbianas y gays que se niegan a sí mismos hasta el punto de casarse con personas del sexo opuesto como si fueran heterosexuales, todavía hoy, para tener una familia, las personas con un deseo homosexual lo tienen que reprimir o esconder. Son pocas las parejas homosexuales que valientemente asumen de manera abierta su deseo distin-to, pagando costos altísimos. Pero justamente lo que ha ido transformando el orden simbólico en relación con la sexualidad es la cada vez más amplia y decidida participación de lesbianas y gays en la vida política y cultural.

Un dato vital del proceso europeo es el peso que tiene la deliberación democrática. En Francia, el proceso de legalización del Pacs mostró que la reflexión académica no está necesariamente circunscrita al debate parlamen-tario, y que nada prohíbe pensar “más allá” de lo que se está discutiendo políticamente. El debate francés ayudó a definir los términos de la relación entre los intelectuales y los políticos, mostrando la importancia del diálogo sin hacer abstracción de la actualidad política. Paradójicamente, la partici-pación de los eruditos puso en evidencia los abusos de ciertos “expertos” y logró desmontar la eficacia política adjudicada a la expertise al convocar a otros especialistas de las mismas disciplinas invocadas por los expertos. Así, a los psicoanalistas, antropólogos y sociólogos conservadores se oponen sus colegas progresistas, y este equilibrio coloca en su punto justo los términos del debate: las decisiones de la sociedad no pertenecen a los eruditos ni a los expertos, sino a los ciudadanos.

Todo el proceso europeo, y en concreto el español, resalta la importancia del elemento crucial que modifica el orden simbólico: la acción colectiva. En España tal vez lo más positivo es la manera decidida en que las parejas homosexuales y las familias homoparentales10 salen a dar la cara y a luchar por sus derechos. Además de esta activa participación de los colectivos de lesbianas y gays, lo notable es que los socialistas pasen por alto la dura resistencia católica e impongan sus principios igualitarios, confirmando claramente que lo que cuenta, en última instancia, es que se respete la vo-luntad política de la ciudadanía. El gobierno del psoe no pretende apoyarse en opiniones de “expertos” para legitimar una decisión antidiscriminatoria.

10 Según Roudinesco (2003), el término homoparentalidad fue acuñado en Francia, en 1996, por la Asociación de Padres y Futuros Padres Gays y Lesbianas (apgl). En el mundo angloparlante se usa lesbian and gay families.

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Para los socialistas españoles no hay argumentos del psicoanálisis, la an-tropología o la sociología que justifiquen la no aplicación del principio de igualdad. Sin embargo, el hecho de que no se requiera una argumentación científica para fundamentar las decisiones políticas no significa que la re-flexión académica deba clausurarse. La función política del debate intelec-tual es ampliar el debate democrático. Por eso es necesario que el trabajo intelectual se dé al lado de los debates políticos, y ambos se retroalimenten, como ocurre en Francia.

Curiosamente, la ue llega ahora a lo que Freud postuló un siglo antes: la calidad indiferenciada de la libido. El psicoanálisis freudiano define la producción de la orientación sexual a partir de procesos relacionales e imaginarios. Freud encuentra flexibilidad en la orientación sexual, por ello habla de una bisexualidad inicial, común a todas las personas; a medida que vamos creciendo, dicha bisexualidad se inclina por un sexo o por el otro. Sin embargo, todas las personas tenemos disposiciones homosexuales y heterosexuales. Las tendencias homosexuales son parte integral de las inclinaciones de todos los sujetos desde el inicio de la vida. Por eso, Freud subraya que el psicoanálisis se opone a separar a las personas homosexuales en un grupo aparte.

Mistificar la heterosexualidad y negar la maleabilidad sexual humana deriva en la heteronormatividad imperante, que es la base ideológica de la homofobia. Distinguir la reproducción de la sexualidad es el primer paso para desechar la idea de que la sexualidad humana requiere complemen-tareidad. La distinta función reproductiva de mujeres y hombres no deter-mina los deseos eróticos ni los sentimientos amorosos. La sexualidad es un continuum de elementos variables y variantes, y su concreción (la conducta específica que se vive) es producto del proceso de socialización, de las prácticas disciplinarias y de las tradiciones y ritos culturales.

Hoy día resulta inútil tratar de censurar la libido. Una de las cuestiones más importantes de la democratización es que, en vez de enviar el tema sexual a la vida privada, ahora se ventila y la batalla por la libertad sexual se libra a la luz de la plaza pública. Cuando la actualidad sexual cobra actuali-dad política, en vez de seguir la política del avestruz, resulta imprescindible desarrollar una comprensión distinta de la sexualidad humana, apuntalada por información científica. Desmontar el determinismo biológico y enfrentar el conservadurismo político son tareas necesarias para exhibir el contenido de los discursos ignorantes que sostienen la “naturalidad” de la relación mujer/hombre. Postular lo “antinatural” de la homosexualidad es negar la

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“naturalidad” de las prácticas homosexuales en todas las sociedades, a lo largo de la historia. Además, no es válido fijar un imperativo moral a partir de un inexistente orden “natural”. Lo “natural” en la conducta humana no existe; a menos que se le otorgue el sentido de que todo lo que existe, todo lo humano, es natural. Con el término “natural” grupos conservadores quieren validar ciertas conductas sociales, estigmatizando determinadas prácticas y proponiendo la “normalización” de los sujetos y, en algunos casos, su represión. Desde una mínima información científica, no se puede pensar la sexualidad humana derivada de un orden “natural”, a menos que se lo haga con el sentido pluralista de que vale todo lo que existe. Esta perspectiva libertaria no puede evitar que surja un dilema de trascendencia: ¿cómo plantear una ética sexual que reconozca la legitimidad de la gran diversidad de conductas sexuales que existen en el amplio espacio social y que, al mismo tiempo distinga, condene o excluya las prácticas negativas, que atentan contra la integridad del otro?

A lo largo de los siglos, la sexualidad ha estado imbuida de un conjunto de aspiraciones y regulaciones políticas, legales y sociales cuyo objetivo ha sido inhibir o alentar, estigmatizar o alabar, determinados deseos y formas de expresión sexual. Hoy resulta prioritario distinguir el carácter del intercambio sexual en sí mismo de los contenidos simbólicos que les adjudican las personas. Mientras que para unas personas ciertas prácticas son per se ilegítimas, para otras lo definitorio como validación ética de un acto sexual no radica en un acceso preestablecido al sexo opuesto, junto con una determinada forma de usar los órganos y orificios corporales, sino en la libre elección y en la relación de mutuo acuerdo y de responsabilidad de las personas involucradas. Así, para la Unión Europea cualquier intercambio donde haya verdaderamente autodeterminación y responsabilidad mutua es ético. Un valor de suma importancia es el consentimiento, definido como la facultad que tienen las personas adultas, con ciertas capacidades mentales y físicas, de decidir su vida sexual. Frente al atraso conservador, que invoca una única moral “auténtica” para restringir la sexualidad a sus fines reproductivos, se alza esta postura ética que defiende la posibilidad de una relación placentera, consensuada y responsable.

La polémica con la iglesia católica en torno a las bodas gays expresa la dificultad de esa institución para reconocer que no hay un orden “natural” y divino, sino un orden social. Sin perder de vista la historicidad, ni retros-pectiva ni prospectivamente, el orden social ha evolucionado y lo seguirá haciendo. Además, el orden social está constituido por ideas que parten de

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la sexuación de los seres humanos, pero que son orquestadas por el género, es decir, por las creencias de lo “propio” de las mujeres y lo “propio” de los hombres. A estas creencias podemos seguirles la pista y desconstruirlas. El sistema sexual no está inscrito en “la naturaleza de las cosas”; es resultado de una historia. La comprensión de la sexualidad pasa por su desnaturaliza-ción: por entenderla como una construcción social y no como algo “natural”. Mujeres y hombres no son el reflejo de una realidad “natural”, sino que son el producto de una realidad “construida”. En ese sentido, los seres humanos son el resultado de una síntesis en la que participan un proceso biológico, una estructuración psíquica, una producción cultural y un momento histórico. La reivindicación del matrimonio gay es mucho más que la exigencia de igualdad de un grupo: implica defender la condición humana y aceptar que todas las personas somos seres con inconsciente, marcados por la cultura, cruzados por el tiempo y con cuerpos deseantes.

Un mes después de instalada la nueva legalidad en España, parejas de todo tipo aprovechan para formalizar sus uniones. Una boda específica es paradigmática de la libertad que se alcanza al cambiar los términos tradicio-nales del matrimonio. Me refiero al caso de dos mujeres que anunciaron que se casarán con la nueva ley, pero para vivir como marido y mujer. Una de ellas, María Remedios (Meme), siempre se había sentido hombre, pero había sido obligada a casarse de joven; de tres relaciones sexuales que tuvo con su marido, quedó embarazada y parió una niña. Años después se enamoró de Mari, una vecina también casada y con cuatro hijos. Meme se hizo amiga de Mari y la apoyaba en múltiples cuestiones. A Mari el marido la había enviado varias veces al hospital por las palizas que le propinaba. Un buen día Meme intervino, golpeó al tipo y éste salió corriendo. Meme se hizo cargo de Mari y sus hijos, y se pusieron a vivir juntas. Asumida como hombre, con aspecto y actitudes varoniles, Meme se convirtió en Antonio. No intentó operarse, como hacen muchos transexuales, ya que Mari lo aceptaba tal cual. Sin embargo, su carné de identidad y sus papeles oficiales seguían con el nombre de María Remedios. Hoy, con la nueva ley, Antonio (Meme) y Mari legalizarán su unión como dos mujeres, para seguir viviendo como marido y mujer (El País, 2005i2).

Aunque varias parejas homosexuales ya se han casado, muchas otras no pueden hacerlo, porque en España la disputa interna continúa y el PP, junto con la iglesia católica, se dedica a poner obstáculos al cumplimiento de la ley. La negativa de algunos funcionarios del PP de cumplir con su obligación y casar a las parejas homosexuales ha iniciado un debate sobre si pueden alegar “objeción de conciencia”. El gobierno considera que no, porque esa categoría

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de “objeción” se reserva para las leyes que imponen la obligación de ejecutar prestaciones de carácter personal (como el servicio militar o la realización de un aborto), mientras que el registro de un matrimonio civil es el cumplimien-to de una competencia que la ley encomienda a los funcionarios públicos en beneficio de terceros. El portavoz del Consejo General del Poder Judicial explicó que los jueces no tienen duda de que tienen que cumplir la ley, pero sí se plantean la duda de la validez de la objeción de conciencia y esperan que el Tribunal Constitucional se manifieste sobre la constitucionalidad o no de la objeción de conciencia en relación a celebrar matrimonios homosexuales (El País 2005j2). Por su parte, la directora general de Registros y Notariado acusó al PP de “estarse escondiendo detrás de los jueces” para no impulsar el recurso de inconstitucionalidad a la ley del matrimonio gay. Este recurso se podría plantear con 50 diputados o 50 senadores, pero le acarrearía al pp un claro costo político. De ahí que prefiera librar esa batalla con escaramuzas indirectas.

Pero a pesar de esas piedras en el camino, la cuestión de las bodas gay en España es un ejemplo contundente del anhelo libertario e igualitario de la mayoría de la población. Que la orientación sexual sea hoy un valor de la agenda política democrática en España se debe al dedicado activismo lgbt y se enmarca en la acción política antidiscriminatoria de la Unión Europea, que ha logrado el avance de una concepción política y jurídica respecto a la sexua-lidad basada en el respeto al consentimiento mutuo y a la libertad responsable.

Vemos pues que la pluralidad de la vida sexual actual se constituye no sólo por nuevas subjetividades y transformaciones culturales, sino además por políticas públicas y cambios legislativos fundamentados en los principios de igualdad y libertad.

Lo que queda claro en relación al matrimonio homosexual es que su de-manda de igualdad ciudadana toca la definición misma de sociedad democrática. y como la democracia se lleva a cabo también en la ética de las normas sexuales, respetar la orientación sexual implica defender la vida democrática de nuestra sociedad.

El presidente de España, José Luis Rodríguez Zapatero, lo dijo en un conmovedor y comprometido discurso:

Hoy la sociedad española les devuelve el respeto que merecen, reconoce sus derechos, restaura su dignidad, afirma su identidad y restituye su libertad. Es verdad que son tan sólo una minoría; pero su triunfo es el triunfo de todos. También aunque lo ignoren es el triunfo de quienes se oponen a esta ley, porque es el triunfo de la libertad. Su victoria nos hace mejores a todos, hace mejor a nuestra sociedad (Rodríguez Zapatero 2005).

¡Enhorabuena españoles!•

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128 matrimonio homosexual, familia homoparental

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129Marta Lamas

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130 matrimonio homosexual, familia homoparental

University of Illinois Press (Reproducido en este número de debate feminista como “Política familiar feminista”.)

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131José Luis Rodríguez Zapatero

Madrid, 30 de junio de 2005

Hoy mi Gobierno somete definitivamente a la aprobación de la Cámara el Proyecto de Ley por el que se modifica el Código Civil en materia de de-recho a contraer matrimonio en estricto cumplimiento de un compromiso electoral ante la ciudadanía y ante esta Cámara.

Reconocemos hoy en España el derecho de las personas a contraer matrimonio con otras de su mismo sexo. Antes que nosotros lo hicieron Bélgica y Holanda, y antes de ayer lo reconoció Canadá. No hemos sido los primeros, pero tengo por seguro que no seremos los últimos. Detrás vendrán otros muchos países impulsados, Señorías, por dos fuerzas imparables: la libertad y la igualdad.

Se trata de un pequeño cambio en el texto legal: se agrega apenas un escueto párrafo en el que se establece que el matrimonio tendrá los mismos requisitos y los mismos efectos cuando los contrayentes sean del mismo o de diferente sexo; un pequeño cambio en la letra que acarrea un cambio inmenso en las vidas de miles de compatriotas.

No estamos legislando, Señorías, para gentes remotas y extrañas. Es-tamos ampliando las oportunidades de felicidad para nuestros vecinos, para nuestros compañeros de trabajo, para nuestros amigos y para nuestros familiares, y a la vez estamos construyendo un país más decente, porque una sociedad decente es aquella que no humilla a sus miembros.

En un poema titulado “La familia” nuestro Luis Cernuda se lamentaba: “Cómo se engaña el hombre y cuán en vano / da reglas que prohíben y con-denan”. Hoy la sociedad española da una respuesta a un grupo de personas que durante años han sido humilladas, cuyos derechos han sido ignorados, cuya dignidad ha sido ofendida, su identidad negada y su libertad reprimida. Hoy la sociedad española les devuelve el respeto que merecen, reconoce sus derechos, restaura su dignidad, afirma su identidad y restituye su libertad.

Discurso del presidente del gobierno español,José Luis Rodríguez Zapatero, en el pleno del Congreso de los diputados para defender la modificación del código civil que reconoce el derecho a contraer matrimonio apersonas del mismo sexo

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132 matrimonio homosexual, familia homoparental

Es verdad que son tan sólo una minoría; pero su triunfo es el triunfo de todos. También aunque aún lo ignoren, es el triunfo de quienes se oponen a esta ley, porque es el triunfo de la libertad. Su victoria nos hace mejores a todos, hace mejor a nuestra sociedad.

Señorías, no hay agresión ninguna al matrimonio ni a la familia en la posibilidad de que dos personas del mismo sexo se casen. Más bien al contra-rio, lo que hay es cauce para realizar la pretensión que tienen esas personas de ordenar sus vidas con arreglo a las normas y exigencias del matrimonio y de la familia. No hay una conculcación de la institución matrimonial, sino justamente lo opuesto: valoración y reconocimiento del matrimonio.

Soy consciente de que algunas personas e instituciones están en pro-fundo desacuerdo con este cambio legal. Deseo expresarles que, como otras reformas que la precedieron, esta ley no engendrará ningún mal, que su única consecuencia será el ahorro de sufrimiento inútil de seres humanos. Y una sociedad que ahorra sufrimiento inútil a sus miembros es una socie-dad mejor.

En todo caso, manifiesto mi profundo respeto a esas personas y a esas instituciones, y quiero pedir además a todos quienes apoyan esta ley ese mismo respeto. A los homosexuales, que han soportado en carne propia el escarnio y la afrenta durante años, les pido que al valor demostrado en la lucha por sus derechos sumen ahora el ejemplo de la generosidad y expresen su alegría con respeto a todas las creencias.

Con la aprobación de este Proyecto de Ley, nuestro país da un paso más en el camino de libertad y tolerancia que inició en la transición demo-crática. Nuestros hijos nos mirarían con incredulidad si les relatamos que no hace tanto tiempo sus madres tenían menos derechos que sus padres y si les contamos que las personas debían seguir unidas en matrimonio, aun por encima de su voluntad, cuando ya no eran capaces de convivir. Hoy podemos ofrecerles una hermosa lección: cada derecho conquistado, cada libertad alcanzada ha sido el fruto del esfuerzo y del sacrificio de muchas personas que hoy debemos reconocer y enorgullecernos de ello.

Hoy demostramos con esta ley que las sociedades pueden hacerse mejores a sí mismas y que pueden ensanchar las fronteras de la tolerancia y hacer retroceder el espacio de la humillación y la infelicidad. Hoy, para muchos, llega aquel día que evocó Kavafis hace un siglo: “Más tarde, decía, en la sociedad más perfecta / algún otro, hecho como yo, / ciertamente surgirá y actuará libremente”•

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133Alejandro Brito

Del derecho de convivencia a laconveniencia de no reconocerlo.La izquierda y el movimiento por las sociedades de convivencia

en México

Alejandro Brito

De febrero de 2001 a febrero de 2004 se dio en la ciudad de México un fuerte movimiento por el reconocimiento legal de las parejas del mismo sexo y de otras formas de arreglos domésticos agrupados en la iniciativa de Ley de Sociedades de Convivencia, que buscaba garantizar derechos mínimos de sucesión, tutela, manutención y arrendamiento para sus integrantes.

Esta iniciativa de ley, impulsada por una red de organizaciones lésbicas, gays, transexuales y de derechos sexuales, tenía condiciones políticas muy favorables para ser aprobada: se presentaba en el contexto de un gobierno de izquierda, con una fracción parlamentaria de izquierda mayoritaria, un importante apoyo de intelectuales, artistas, académicos y juristas, una opinión pública cada vez más favorable a la iniciativa, y con una diputada lesbiana encabezando la lucha, que además presidía la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa local. ¿Por qué entonces no se logró su aprobación? ¿Qué fue lo que falló?

Sin duda, en el proceso pueden señalarse algunos errores de táctica y estrategia cometidos por sus impulsores, pero la responsabilidad de esta derrota recae principalmente en el partido que representa a la izquierda mexicana: el Partido de la Revolución Democrática (prd), cuyo oportunis-mo lo lleva a incumplir su compromiso de aprobarla para evitar cargar con los costos políticos de sancionar una ley tan polémica y dañar la imagen y las relaciones del jefe del ejecutivo con el arzobispado de México en su carrera hacia la presidencia de la república. Ellos iniciaron la discusión, la precipitaron, para luego echarse para atrás, dar bandazos y terminar por bloquearla. Lo más grave del desenlace de esta controversia fue la concesión que los poderes ejecutivo y legislativo de la ciudad de México hicieron a la jerarquía católica; terminaron por sucumbir al veto eclesiástico. En esta contienda, la principal fuerza ganadora fue precisamente la jerarquía de la iglesia católica, cuya influencia política se extiende ahora dentro de las filas de la izquierda.

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Lo que exponemos enseguida es un recuento de los principales hechos y argumentos dados por los protagonistas en este primer combate por el reconocimiento jurídico de las parejas del mismo sexo en México, esperando que sea de alguna utilidad en el imprescindible análisis de esta peculiar experiencia.

Antecedentes: Quítate tú pa’ ponerme yoCon la llegada de Enoé Uranga a la Asamblea Legislativa del Distrito Fe-deral (aldf) en diciembre de 2000 como diputada abiertamente lesbiana, gracias a una coalición entre la organización feminista Diversa y el Partido Democracia Social, se abría para el movimiento lésbico-gay la posibilidad de impulsar leyes o reformas en dirección del reconocimiento de derechos. Como antecedente, habría que apuntar que la legislatura anterior reformó el Código Penal del Distrito Federal con el objetivo de penalizar todas las formas de discriminación, incluida la derivada de la orientación o preferencia sexual. En 1999, el diputado local del prd, David Sánchez Camacho, quien posteriormente asumiría de manera pública su identidad gay, impulsó la reforma del entonces artículo 281 bis de dicho código a partir de un exitoso foro legislativo sobre diversidad sexual y derechos humanos. Más tarde, en el 2001, se reformaría el artículo 1º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos para prohibir todo tipo de discriminación, y en junio de 2003, se promulgó la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación por cualquier motivo, incluidas las preferencias sexuales.

Por otro lado, el triunfo de la izquierda por segundo periodo consecutivo en las elecciones para jefe del gobierno capitalino en el año 2000, y el arribo de una fracción parlamentaria de izquierda a la Asamblea Legislativa, que aun cuando no ganó la mayoría absoluta sí constituyó la fracción mayorita-ria, creaban un contexto político favorable para impulsar una figura jurídica de reconocimiento legal a las parejas del mismo sexo.

Dentro de ese panorama general, lo que procedía era crear el consenso necesario, primero entre los grupos lésbico-gays sobre la fórmula jurídica más factible y sobre la estrategia a seguir para, posteriormente, acudir con una propuesta bien elaborada a las diferentes diputaciones de la Asamblea Le-gislativa. Pero la discusión pública no partió del activismo lésbico-gay, como era de esperarse. El debate lo abrió de manera inesperada el coordinador de la fracción del prd y presidente de la mesa directiva de la Asamblea Legisla-tiva, Armando Quintero, al anunciar en diciembre de 2000 una iniciativa de reformas y adiciones al Código Civil del df con el propósito de introducir

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la figura jurídica de “uniones solidarias” para dar reconocimiento legal a las parejas del mismo sexo. Según él, su iniciativa contaba con el respaldo de toda la fracción parlamentaria de su partido y de representantes de más de 100 organizaciones lésbico-gays, además de la Asociación de Abogados Democráticos, lo que de inmediato fue desmentido. Este anuncio lo hizo sin consultar a nadie y sin siquiera dar aviso a sus propios correligionarios, a quienes agarró por sorpresa. Las reacciones fueron inmediatas y todas de rechazo por parte, obviamente, de la derecha y de la jerarquía católica, pero también de la izquierda y de los grupos lésbico-gays.

El periodista Julio Hernández López lo resumió muy bien en su colum-na “Astillero” del periódico La Jornada, que me permito citar en extenso. Después de calificar de “grave irresponsabilidad política” el anuncio del diputado Armando Quintero, el articulista continúa:

De hecho, lo que el peculiar diputado Quintero hizo fue un tradicionalísimo madruguete. Necesitado tal vez de reflectores y cámaras, escogió un tema delicado, sensible, digno de mejor trato, para lanzarlo a la jauría derechista que, desde luego, ha destrozado la mencionada pretensión e, inclusive, podría generar una involución social sobre el tema. Ha sido tal la reacción tan adversa a la ocurrencia de Quintero, que ni siquiera fue pre-sentada formalmente en la tribuna del recinto legislativo de Donceles […].

Lo más delicado del caso es que se ha manoseado y dañado una idea que hubiera merecido mejor destino. Las relaciones estables entre personas del mismo sexo han generado en todo el mundo necesarias adecuaciones del marco jurídico que había sido diseñado pensando sólo en parejas de distinto sexo […]. Una obligación de la izquierda es, desde luego, empujar, con inteligencia y con tacto político, iniciativas como la que ahora se ha denominado de “unión solidaria”.

Sin embargo, en este caso específico, el coordinador de los diputados capitalinos del prd no tuvo en cuenta el entorno de enardecida derechización que vive el país, ni la necesaria construcción de alianzas y pactos que debían arropar tan polémica pretensión. Por el contrario, como mago que sacara un conejo para distraer a la concurrencia, el diputado Quintero hizo aparecer de la nada una iniciativa que, en estricto sentido, ni siquiera ha ganado formalidad. Fue una simple ocurrencia. Un deseo de parecer audaz y avanzado. Un acto más de irresponsabilidad política que generará retroceso a la causa presuntamente impulsada (La Jornada, 15 de diciembre de 2000).

Presentar una iniciativa de este calibre en esas condiciones parecía en efecto un acto aventurero y provocador destinado al fracaso. La desconfianza de las y los activistas gays ante las verdaderas intenciones del coordinador perredista estaba más que justificada. La diputada Enoé Uranga así lo ad-vertía “Esa iniciativa se puede perder en este momento y queremos ganar”, debemos generar “el escenario necesario para que salga exitosa” (México Hoy, 15 de diciembre de 2000). Por su parte, asambleístas del prd cuestionaron a su coordinador por haber hecho pública una iniciativa sin haberlos consul-

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136 matrimonio homosexual, familia homoparental

tado antes, “la hizo a título personal”, adujeron algunos, y admitieron que no existía consenso sobre una iniciativa que ni siquiera conocían.

A raíz de la polémica desatada, el periódico Reforma publicó el resultado de un sondeo telefónico entre 395 adultos del df, que da cuenta del efecto de este “madruguete”: 54% de los consultados se manifiesta en desacuerdo con legalizar la unión entre personas del mismo sexo, y sólo 32% lo aprueba. Es decir, sólo un tercio de los capitalinos apoya esa posibilidad, pero 6 de cada 10 la rechazan.

Finalmente, ante la andanada de rechazos, Armando Quintero desiste de su afán protagónico, pero el daño ya estaba hecho.

De esta manera, la propuesta de reconocer legalmente las uniones del mismo sexo en México hacía su entrada por la puerta menos apropiada: la del escándalo.

Presentación en sociedad: por el derecho a la diferencia, las sociedades de convivencia

El escándalo provocado por el diputado Quintero precipitó la discusión pública sobre el tema. La andanada derechista desatada contra las “uniones solidarias” colocó a las y los defensores de esa bandera en una incómoda y desventajosa posición defensiva. La confusión creada por la falsa polémica, pues no se dio a conocer texto alguno de la susodicha iniciativa, llevó el debate no hacia la cuestión central del derecho al trato igualitario ante la ley para un sector de la población, sino que impuso la necesidad del constante deslinde de la figura del matrimonio y de la adopción de menores, tópicos a los que la derecha trasladó ventajosamente el debate.

Tomando en cuenta esta situación, las y los activistas gays decidieron apostarle a lo posible y no a lo deseable; es decir, a una iniciativa de ley que tuviera posibilidades reales de aprobarse, de lograr un consenso social amplio; se decidió también presentarla como una propuesta ciudadana no vinculada con partido político alguno para evitar la politización extrema de la discusión y lograr el mayor apoyo posible de las fuerzas políticas representadas en la aldf. Un elemento fundamental era lograr el apoyo de aliados “naturales” de la iniciativa, más allá de las organizaciones del movimiento lésbico-gay.

En primer lugar, se buscó un nuevo apelativo distinto al de “uniones solidarias”, cartucho quemado ya por la torpeza política perredista, y que tuviera un mayor alcance más allá del reconocimiento de las uniones del mismo sexo para abarcar también otras formas de convivencia doméstica

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no incluidas en las figuras jurídicas del concubinato y el matrimonio. Una iniciativa planteada de esta manera dejaría en claro que no se buscaba esta-blecer supuestos privilegios destinados a una minoría o, por el contrario, una ley ad hoc o especie de apartheid jurídico para homosexuales.

Esta apreciación se basaba en los cambios ocurridos en la composición de los hogares registrados por el Consejo Nacional de Población (Conapo) en las últimas décadas. De acuerdo con este registro, sólo poco más de la mitad de los hogares mexicanos (52 por ciento) responde al modelo de familia nuclear. La otra mitad está compuesta por una diversidad de arre-glos domésticos entre hogares monoparentales, parejas sin hijos, hogares extendidos y hogares compuestos. Pero de todas estas formas de arreglo doméstico, lo que más llama la atención es el crecimiento de los hogares formados por co-residentes sin parentesco alguno (donde se supone esta-rían ubicadas las parejas del mismo sexo), que pasaron de 4 por ciento en 1982 a 7 por ciento en el 2000, lo que representa un aumento de más del 70 por ciento en menos de veinte años.1 No existen registros sobre los hogares mexicanos integrados por parejas del mismo sexo, pero de acuerdo con un cálculo del entonces director general del Conapo, Rodolfo Tuirán, de los 22 millones de hogares mexicanos, el 2 por ciento (más de 400 mil hogares) responden a esa composición.2 Algunas de estas cifras fueron incluidas en la exposición de motivos de la iniciativa para dar sustento a la propuesta.

De esta manera, surgió la figura jurídica de “sociedades de convivencia” basada, sobre todo, en el modelo francés del Pacto Civil de Solidaridad aprobado en noviembre de 1999, pero, a diferencia de este último, la nueva figura abarcaba, además de las parejas de hecho del mismo o distinto sexo, otras formas de convivencia, incluso las formadas por más de dos personas, ya que el vínculo primordial para establecerla se basaba en la voluntad personal de permanencia y apoyo mutuo, y no sólo en el vínculo conyugal.

La propuesta de Ley de Sociedades de Convivencia fue presentada públicamente en febrero de 2001 por la diputada Enoé Uranga acompa-ñada en rueda de prensa por representantes de diversas organizaciones civiles lésbicas, gays, transexuales, de mujeres y de derechos sexuales, las cuales formaron una Red Ciudadana con el fin de apoyar las acciones encaminadas a su aprobación.

Ahí se informa el sentido de la propuesta:

1 El perfil sociodemográfico de los hogares en México, Conapo, 2001.2 Letra S, Salud, Sexualidad, Sida, núm. 59, suplemento de La Jornada, junio 7 de 2001.

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“La sociedad de convivencia constituye un marco jurídico nuevo que no interfiere con la constitución del matrimonio ni la vulnera. No impide ni compite con la práctica del concubinato. No modifica normas vigentes relativas a la adopción”, aclaran de entrada.

Entre el articulado destacan los siguientes:Artículo 2. La sociedad de convivencia se constituye cuando dos perso-nas físicas, con capacidad jurídica plena, deciden establecer relaciones de convivencia en un hogar común, con voluntad de permanencia y ayuda mutua.

También podrán formar sociedad de convivencia más de dos personas, que sin constituir una familia nuclear, tuvieran entre sí relaciones de convi-vencia y cumplan con los demás requisitos señalados en el párrafo anterior.

Artículo 3. La Sociedad de Convivencia genera relaciones familiares entre sus integrantes.

Artículo 4. Sólo podrán constituir Sociedad de Convivencia las personas libres de matrimonio y aquellas que no hayan suscrito otra Sociedad de Convivencia que se encuentre vigente.

Artículo 5. No podrán celebrar entre sí Sociedad de Convivencia los parientes consanguíneos en línea recta sin límite de grado o colaterales hasta el cuarto grado.

Artículo 10. [...] se generará entre los convivientes el deber recíproco de darse alimentos, siempre y cuando hayan vivido juntos por un periodo de dos años a partir de que se haya otorgado la Sociedad de Convivencia [...].

En caso de terminación de la Sociedad de Convivencia, sus integrantes se proporcionarán alimentos por un periodo igual a la duración de ésta, contado a partir de su disolución.

Artículo 11. Entre los convivientes se generarán derechos sucesorios, los cuales estarán vigentes a partir del registro de la Sociedad de Convivencia [...].

Artículo 12. Cuando uno de los integrantes de la Sociedad de Conviven-cia sea declarado en estado de interdicción, en términos de lo previsto por el Código Civil para el Distrito Federal, los demás integrantes serán llamados a desempeñar la tutela siempre que hayan vivido juntos por un periodo inmediato anterior a dos años a partir de que la Sociedad de Convivencia se haya otorgado.

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Artículo 13. En los supuestos de los artículos 9, 10, 11 y 12 de esta ley, se aplicarán, en lo relativo, las reglas previstas en el Código Civil para el Distrito Federal en materia de alimentos, sucesión legítima y tutela legítima.

Artículo 15. La sociedad de convivencia se termina: I. Por la volun-tad de cualquiera de los convivientes. II. Por voluntad de todos los convivientes. III. Por el abandono del hogar común de uno de los convivientes por más de tres meses sin que haya causa justificada. IV. Porque alguno de los convivientes contraiga matrimonio o viva en concubinato.

Artículo 16. Cuando fallezca un conviviente, y éste haya sido titular del contrato de arrendamiento del inmueble en el que se encuentra establecido el hogar común, los sobrevivientes quedarán subrogados en los derechos y obligaciones respecto de dicho contrato.

Artículo 19. El registro a que se refiere la presente ley tendrá verificativo ante el Archivo General de Notarías.

Artículo 24. La Sociedad de Convivencia a que se refiere el primer párrafo del artículo segundo de esta ley, se equiparará al concubinato para las consecuencias de derecho previstas en las demás leyes.

En resumen, esta ley pretende dar reconocimiento de derechos mínimos de tutela, arrendamiento, alimentación y sucesión de bienes a compañeros co-residentes, a parientes lejanos y a parejas de diferente o del mismo sexo que deciden cohabitar sin comprometerse en matrimonio. El equiparar esta novedosa figura de convivencia con el concubinato se hace con la mira de que surta efectos en cuanto al derecho a la salud. En las discusiones sucesi-vas con las y los diputados del prd, esta ley se irá modificando poco a poco hasta perder su perfil original.

En la rueda de prensa mencionada, también se informa de la organiza-ción de un registro simbólico de parejas que se realizaría el 14 de febrero, Día del amor y la amistad, en frente de la explanada del Palacio de Bellas Artes, lo que provoca gran revuelo y expectativa en los medios. Las y los organizadores añaden que el evento contará con la presencia y el apoyo de diversos artistas e intelectuales.

La condena de la jerarquía católica y de los voceros del conservadurismo ultra y de la derecha política es inmediata. “Debemos evitar que la unión conyugal se trivialice”, reclama el arzobispado de México y califica al acto

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del 14 de febrero de evento “propio de un carnaval” (Milenio, 9 de febrero y La Prensa, 14 de febrero de 2001). Serrano Limón de Provida califica al acto de “kermesse” y a la iniciativa la tilda de “orgía familiar” (La Jornada y Reforma, 12 de febrero). “Se quiere legalizar lo ilegalizable”, arremete el diputado local panista Ernesto Herrera (Milenio, 9 de febrero). Curiosamente algunas voces disidentes dentro del activismo lésbico-gay coinciden con estas apreciaciones, como en lo expresado por la ex diputada lesbiana Patria Jiménez quien vaticinó que el acto sólo sería “parte de un espectáculo, en lugar de un ejercicio de la ciudadanía” (Milenio, 9 de febrero).

Pero en contra de todos los malos augurios y fatídicos vaticinios, el pri-mer registro simbólico de parejas resulta todo un éxito y, sorpresivamente, la prensa y los medios electrónicos, con excepciones contadas, responden de manera muy favorable. “Adiós a la hipocresía”, cabecea el Milenio su crónica del evento; de “hecho histórico”, lo califica El Universal, y el diario más amarillista, La Prensa, deja ver su desconcierto por la ausencia del “carnaval” esperado:

Los vestidos de canutillo y de lentejuela brillaron por su ausencia. A diferencia de las marchas que organizan cada año diferentes organizaciones de homosexuales y lesbianas, donde se ve a todo su esplendor el “glaomur” [sic] de la gente gay del Distrito Federal, en las bodas simbólicas que se celebraron la tarde de ayer en la explanada del Palacio de Bellas Artes, hubo un “apagón”, la mayoría de la gente acudió vestida con ropa sport (15 de febrero 2001).

Los cálculos de los medios varían entre los dos mil y cinco mil asistentes y entre 200 y 500 registros de parejas de gays, lesbianas y algunas hetero-sexuales. La convocatoria de las y los organizadores fue rebasada y las cien fichas programadas para el registro se agotaron de inmediato. “La colorida y solemne explanada del recinto fue testigo de ‘un hecho histórico’ repudiado por los sectores más acres de la sociedad. Fue la unión simbólica —no una payasada— de parejas de homosexuales y lesbianas”, apunta la crónica del periódico El Universal (Estela Juárez Aguilar, 15 de febrero).

El evento contó con la presencia y el apoyo de actrices como Angélica Aragón y María Rojo, la escritora Sara Sefchovich, diputados locales de los diferentes partidos representados en la aldf, incluido Armando Quintero, coordinador de la fracción perredista, y las actas llevaron estampada la firma de Diana Bracho, Gonzalo Celorio, Rolando Cordera, Elena Poniatowska, Federico Reyes Heroles, Gilberto Rincón Gallardo, Sara Sefchovich, María Rojo, Angélica Aragón y Jesús Silva Herzog-Márquez.

Finalmente, la iniciativa de sociedades de convivencia se presenta al pleno de sesiones de la aldf el 26 de abril de 2001, con el aval de 41 diputa-

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dos de todos los partidos, salvo del Partido Acción Nacional (pan). El aval no significaba un espaldarazo a la iniciativa, sino simplemente el respaldo para que la aldf diera entrada al trámite de análisis y revisión por parte de las comisiones correspondientes para su dictamen.

De esta manera, la figura de sociedades de convivencia iniciaría un vía crucis que duraría casi tres años por el empedrado camino de comisiones, dictámenes, mociones, quórum y cabildeos de que se compone todo ese amasijo de jaloneos y golpes bajos que caracteriza a los cuerpos legislativos.

Primer round: Se suspende la función por causas de repentina moción

Una vez que el pleno de la aldf dio entrada a la iniciativa de sociedades de convivencia, el pleito se centra ahora en lograr que las comisiones correspon-dientes (la de Derechos Humanos y la de Estudios Legislativos y Prácticas Parlamentarias) la dictaminen para que pueda ser discutida y votada en el pleno de sesiones. Sin embargo, los opositores a la iniciativa recurrirán una y otra vez a la artimaña de hacerle el vacío a través de la falta de quórum en las reuniones de las comisiones mencionadas convocadas para dictaminarla.

El 14 de febrero de 2002 se realiza en el Hemiciclo a Juárez el segundo registro simbólico de parejas al que acuden esta vez las actrices y cantantes Isela Vega, Sasha Sokol, Jesusa Rodríguez, Liliana Felipe, María René Pru-dencio y el cineasta Jaime Humberto Hermosillo. La prensa registra entre 3 mil y 5 mil asistentes y 800 las parejas registradas. Las y los impulsores de la iniciativa informan que ya se concluyó el análisis técnico y jurídico de la ley por parte de una comisión de asesores, por lo que esperan que esta vez sí se apruebe en el próximo periodo de sesiones.

Después de varios intentos infructuosos por dictaminar la iniciativa, el 20 de marzo de 2002 las comisiones mencionadas emiten juntas, por mayoría absoluta, un dictamen favorable a la propuesta. Sin embargo, diputados locales del pan y del Partido Revolucionario Institucional (pri) desconocen el dictamen y acusan a la legisladora Uranga de dar un albazo, porque según ellos cuando se votó ya no había quórum. De los once diputados necesarios para el dictamen, sólo votaron siete. “Previendo que, como ha ocurrido en otras (tres) ocasiones, no llegaran los 11 diputados necesarios para hacer quórum, la estrategia fue permitir que los legisladores sólo firmaran la lista de asistencia y se retiraran, tal como ocurrió en los casos de Quintero, Án-geles Moreno y Carmen Pacheco, entre otros”, consigna en su edición del 22 de marzo el diario La Jornada. Por su parte, el diputado panista, Ernesto

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Herrera amenaza con recurrir a la moción suspensiva contra dicha ley en el pleno, “por los vicios de procedimiento durante la votación del dictamen” (Reforma, 22 de marzo de 2002).

Las impugnaciones llevan a ratificar el dictamen en una sesión de las comisiones unidas el 15 de abril para acallar rumores sobre su supuesta invalidez. De un total de 23 legisladores, 16 asistieron a la reunión y, de esos, 15 aprobaron el dictamen (Reforma, 17 de abril de 2002).

Ese mismo día, la Red Ciudadana por las Sociedades de Convivencia (compuesta por alrededor de 300 organizaciones según sus integrantes) da una conferencia de prensa para expresar su apoyo a la iniciativa. Ahí, el abogado Rodolfo Millán, uno de los autores de la iniciativa, denuncia la distorsión que se ha hecho de esa figura jurídica, “producto de una mani-pulación irresponsable” y una completa falta de información por parte de sus opositores, quienes insisten en afirmar que dicha ley busca legalizar la adopción de menores por parte de parejas homosexuales y equipararse al matrimonio. La propuesta, afirma el asesor jurídico de la Red Ciudadana, busca brindar protección jurídica a las relaciones de personas del mismo o distinto sexo que no están contempladas en ninguna otra figura jurídica del Código Civil, la iniciativa reconoce la asociación familiar, garantiza el derecho a la pensión alimentaria, los derechos sucesorios y regula la tutela en caso de que alguno de los integrantes de la unión no pueda gobernarse a sí mismo (El Universal y Reforma, 16 de abril de 2002).

Una vez librado el requisito del dictamen, las sociedades de convivencia deberán superar una prueba más antes de pasar al pleno de la Asamblea: lograr que la Comisión de Gobierno de la aldf, presidida por la priísta María de los Ángeles Moreno, la incluya en el orden del día antes de que concluya el periodo ordinario de sesiones. Sin embargo, con el pretexto de que en sus respectivas fracciones no existía consenso sobre el tema y, por tanto, necesitaban más tiempo para discutirla, los representantes del pri y del prd en la Comisión de Gobierno decidieron no incluirla como tema a discutir en el periodo ordinario de sesiones que estaba a punto de concluir.

Por su parte, el grupo de once diputados de diferentes partidos que apoyan la iniciativa anuncia su determinación de incluirla en el periodo extraordinario de sesiones del mes de julio siguiente. En conferencia de prensa, las diputadas Alicia Téllez, del Partido del Trabajo, Enoé Uranga, de Democracia Social y los diputados Miguel González Compeán del pri, Armando Quintero del prd, Jaime Guerrero, de Democracia Social, y Ar-nold Ricalde, del Partido Verde Ecologista Mexicano (pvem), informan del

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compromiso de las diferentes fracciones parlamentarias en la aldf para crear mecanismos institucionales a través de los cuales se pueda informar de los contenidos y las características de la iniciativa y, de esta manera, contrarrestar las confusiones generadas en torno a ella y elevar el debate legislativo (Reforma, 30 de abril de 2002).

El periodo extraordinario de sesiones de la aldf da inicio a principios de julio y finalmente se agenda el punto de las sociedades de convivencia para el día 4 de ese mes. En los días previos, las y los legisladores de todas las fracciones son sometidos por igual a intensos cabildeos por parte de los promotores y de los opositores a la iniciativa. Justo el día de la discusión, un grupo numeroso de intelectuales y artistas publica en los principales diarios de la capital un desplegado en apoyo a las sociedades de convivencia. “La votación, a favor o en contra, decidirá si la intolerancia, los prejuicios y el miedo seguirán prevaleciendo por encima de los derechos ciudadanos”, advierten.

Por su parte, el pan convoca a conferencia de prensa apoyado por Provida, la Red Familias, el Ilustre y Nacional Colegio de Abogados y la Asociación Nacional Cívica Femenina. “Esta ley está de más”, exclama En-rique Selvas, asesor jurídico de los diputados locales panistas, puesto que, según él, en el Código Civil y en la Constitución se contemplan ya todos los derechos a que hace referencia la iniciativa. Además, se refirió a la figura de sociedad de convivencia como “un contrato de matrimonio con otro nom-bre”, y advirtió que después de ser reconocidas legalmente, las parejas del mismo sexo exigirán el derecho a pedir un hijo en adopción. “Y no vemos cómo dos hombres amamanten a un niño de seis meses”. La dirigente de Provida, Rocío Gálvez, se manifestó en el mismo tenor: “Consideramos que los derechos que reclaman ya están suficientemente resguardados, pero no se les pueden dar derechos de adopción ni mayores a los que existen dentro del matrimonio”. Y advirtió a las y los legisladores favorables a la iniciativa que “la sociedad se los va a reclamar; su voto va a tener repercu-sión negativa, no sólo para ese legislador sino para todo su partido”. En un comunicado de prensa, el grupo parlamentario del pan en la Asamblea se pronuncia contra la homofobia y la discriminación de cualquier tipo. Por ello, afirman, la solución real de esta diferenciación está “en la creación de una cultura de respeto y tolerancia”, en el “cambio de actitudes más que de leyes”. Manifiestan diferir “respetuosamente” de la iniciativa en cues-tión “por razones jurídicas, sociales y de derechos humanos” que darán a conocer en su oportunidad, cosa que nunca sucede.

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El pri reaccionó de manera típica: prometiendo una cosa y haciendo otra. La coordinadora de esa fracción, María de los Ángeles Moreno, se comprometió a dejar en libertad a los diputados priístas para expresar su voto a favor o en contra de acuerdo con las convicciones de cada quien, sin embargo, en los hechos no dejó de darles línea. Algunos priístas, que en un principio manifestaron su simpatía por la iniciativa, cambiaron de posición por puro pragmatismo y oportunismo políticos, como fue el caso del diputado Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre, quien no tuvo empacho en argumentar que “el grupo de homosexuales que apoyan la propuesta es muy pequeño y la Unión de Padres de Familia que está en contra es muy grande, opinión —esta última— que sí me importa”.

El día fijado para discutir la iniciativa, la expectación en la Asamblea Legislativa crecía a medida que se acercaba la hora de abordar el punto más importante de la orden del día. En las gradas del recinto, decenas de activistas gays y lesbianas seguían con atención el desarrollo de la plena-ria. Pero llegado el momento de abordar el tema, de manera repentina el inefable diputado panista Francisco Solís Peón (mejor conocido como el Diputable o Pancho Cachondo por su afán exhibicionista), quien tan sólo el día anterior había manifestado su apoyo a la iniciativa, solicitaba “a título personal” una moción suspensiva para que se regresara la propuesta de ley a comisiones por considerarla carente aún de fundamentos jurídicos. Dicha solicitud se fue a votación. En una primera ronda, los promotores de esta maniobra no alcanzaron los votos suficientes. De los 62 diputados presentes, 31 votaron a favor de la moción, 30 en contra y, de manera sorpresiva, el viejo diputado panista Hiram Escudero Alvarez, quien además presidía la sesión, se abstuvo. La confusión se apoderó de la sala. Los panistas pidieron una segunda votación. La coordinadora de esa fracción, Patricia Garduño, envió un mensaje fulminante al diputado Escudero, quien tuvo que cambiar la intención de su voto en la segunda votación, enviando la iniciativa de sociedades de convivencia a la temida congeladora.

La fracción del pan en la aldf quería evitar a toda costa que se discutie-ra el tema en el pleno para evitar exhibirse como intolerante y excluyente. Sin embargo, lo que el resultado de la votación dejó entrever es que la maniobra no fue urdida sólo por la coordinadora del pan, sino que contó con el aval de la coordinadora del pri, María de los Ángeles Moreno, cuya fracción, ella incluida, votó casi en su totalidad a favor de la moción, y del coordinador del prd, Alejandro Sánchez Camacho, quien ordenó a algu-nos de sus diputados ausentarse a la hora de la votación. Cabe mencionar

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que con esos tres votos perredistas, la moción suspensiva en contra de la iniciativa no hubiera pasado. Resulta vergonzoso para ese partido que los activistas gays y lesbianas tuvieran que realizar marcaje personal a las y los diputados perredistas y andarlos arreando de sus oficinas a la sala de sesiones a la hora de la votación.

A la salida, algunos activistas gays encararon a la diputada María de los Ángeles Moreno. “Nos falló diputada”, le espetaron. A lo que contestó sin inmutarse, muy al retorcido estilo priísta, que el voto de su fracción había sido a favor de la iniciativa de sociedades de convivencia, pues con la moción suspensiva se ganaba tiempo para presentarla en el siguiente periodo de sesiones en condiciones más favorables.

Segundo round: Si no es por falta de ganas que no te quiero, sino por falta de quórum

La derrota sufrida no menguó en nada el ánimo y la fortaleza del movi-miento por las sociedades de convivencia. Al año siguiente, en el 2003, la convocatoria de apoyo a la iniciativa volvió a reunir el 14 de febrero a miles de personas en el Hemiciclo a Juárez para realizar el tercer registro simbólico de parejas. “Ha llegado el momento de que las leyes contemplen a las personas que tenemos una forma diferente de vivir nuestros afectos y que se reconozcan nuestros derechos como al resto de la sociedad”, de-claró el dramaturgo y poeta José Ramón Enríquez en la rueda de prensa realizada días antes para convocar al evento. “Lo que queremos es que la Asamblea Legislativa discuta de una vez por todas esta iniciativa ciudadana. El hecho de que evadan el tema no hará que el sector gay de la población desaparezca, la iniciativa tendrá que discutirse tarde o temprano a pesar de los oscurantismos presentes en la aldf”, expresó por su parte el abogado Rodolfo Millán Dena, uno de los artífices de la propuesta.

Esta vez, el acto, al que acudieron más de 5 mil personas y durante el cual se registraron más de mil parejas de distinto y del mismo sexo, contó con la presencia destacada del maestro Emilio Alvarez Icaza, presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Y a diferencia del om-budsman nacional, José Luis Soberanes, quien dos años atrás había declarado que el reconocimiento jurídico de parejas del mismo sexo no era un asunto de derechos humanos, el ombudsman capitalino manifestó que la aproba-ción de la iniciativa era un acto de “mínima congruencia con los derechos humanos”. Una de las características de la ciudad de México, explicó, es la diversidad de formas de vida de sus habitantes, “por lo tanto, se deben

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respetar y dar derechos iguales a quienes la habitan”, al tiempo que se debe “fomentar la no discriminación hacia los sectores vulnerables”, enfatizó.

En abril del 2003, se repite el tortuoso intento de llevar al pleno de se-siones de la aldf la discusión de la iniciativa de sociedades de convivencia. Al igual que en el proceso anterior, luego de varios intentos infructuosos —por falta de quórum— de dictaminar la propuesta de ley, en su reunión del 22 de abril de ese año, las comisiones unidas de Derechos Humanos y de Estudios Legislativos y Prácticas Parlamentarias de la aldf aprueban un nuevo dictamen con 13 votos a favor, una abstención y un voto en contra, lo que abre el camino para su discusión en el pleno.

En el ínter, continúan las expresiones de apoyo. Una de esas voces es la del magistrado Juan Luis Alcántara y Carrancá, quien califica de novedosa a la propuesta y explica que responde a la realidad familiar que se está viviendo en la sociedad.

La familia en la actualidad ha cambiado. Ya no podemos asegurar que en todos los ho-gares existen familias conformadas por el padre, la madre y los hijos. Pero la propuesta de Ley de Sociedad de Convivencia ha sido satanizada por algunas interpretaciones erróneas y han descuidado su principal aporte, que es el relacionado con las pensiones alimenticias y con la sucesión de bienes

declaró a la agencia NotieSe. El presidente del Tribunal de Justicia del df agregó que “las uniones entre personas del mismo sexo es un fenómeno social que no se puede ignorar, por lo tanto, si esta iniciativa pretende reglamentar esas relaciones, es algo que va a servir de mucho en nuestra sociedad y estará ubicando esas relaciones en el marco del derecho” (No-tieSe, abril 28, 2003).

Se repiten también los intentos de la coordinadora de la fracción panista para excluirla de la orden del día de las sesiones plenarias, así lo denuncia en conferencia de prensa del 28 de abril, el grupo plural de once legislado-res partidarios de la iniciativa. Finalmente, luego de arduas negociaciones, logran agendarla para el día 30 de abril, el último día del periodo ordinario de sesiones.

Llegado ese día, las y los diputados impulsores de la propuesta se encuentran con la novedad de que la Comisión de Gobierno de la aldf no incluyó en la agenda el dictamen de la iniciativa de Ley de Sociedad de Convivencia, por lo que deciden tomar la tribuna de la Asamblea para forzar su inclusión e interrumpir el desarrollo de la sesión. Luego de dos horas de deliberaciones entre los coordinadores de las principales fracciones legislativas, se decide incluirlo en el punto 18 de la orden del día, pero la estrategia para boicotearla ya estaba ideada.

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Justo antes de abordar el punto, al término del desahogo del punto 17, el presidente de la mesa directiva, el panista Tomás López García, se apresuró torpemente y sin guardar las formas para dar por concluida la sesión por la supuesta “falta de quórum”, prácticamente huyó por la parte trasera del recinto, lo que provocó confusión y gritos. En ese momento sólo había 33 de los 34 diputados que se necesitan para seguir sesionando. En estampida también, se escabulleron los demás diputados panistas, con excepción de nuevo del diputado Hiram Escudero.

Como un “golpe de mano” de Acción Nacional que violentó el orden legal de la sesión calificó el diputado perredista Armando Quintero la jugada, pues el presidente de la mesa directiva estaba obligado por ley a realizar un segundo llamado a votación y a dar aviso de la falta de quórum: “ni siquiera clausuró de manera protocolaria los casi tres años de trabajos de esta ii Le-gislatura”, observó el ex coordinador de la bancada perredista. Por su parte, Enoé Uranga, principal promotora de la ley, afirmó que se trataba de un acto de autoritarismo y de censura contra el mismo proceso parlamentario. “El pan es un partido que recurre a la ilegalidad para ocultar sus fobias, su conservadurismo y su profunda falta de honestidad para reconocer que no tiene argumentos válidos para defender su postura”, declaró.

Los panistas decidieron sacrificar siete iniciativas de ley que aún faltaban por abordar con tal de evitar que el tema tomara la tribuna. El pan rehuyó exponer sus argumentos en contra en el pleno de la Asamblea, pero no así en los medios. El diputado Salvador Abascal, uno de los principales opositores, declaró que su partido se oponía “para proteger a los niños” de una ley que no se refiere en absoluto a la adopción, como se explicó hasta el hartazgo.

De esta manera, por segunda ocasión, la coordinadora del pan, Patricia Garduño, evitó que se discutiera el tema a pesar de haberse cumplido cabal-mente con todos los requisitos reglamentarios. La diputada conservadora contó de nuevo con la anuencia de la coordinadora del pri, María de los Ángeles Moreno, que ya tenía preparado a uno de sus correligionarios, el diputado Edgar R. López Nájera, para recurrir al mismo recurso de la moción suspensiva utilizado la vez anterior, y del coordinador del prd, Alejandro Sánchez Camacho, cuyos miembros de su corriente Izquierda Democrática [sic] volvieron a ausentarse oportunamente.

Tercer round: Ley que no está bendecida no es bien nacida La renovación de la legislatura en la Asamblea Legislativa del df, luego de las elecciones intermedias del 2003, trae una correlación de fuerzas aún más

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favorable para la izquierda, lo que permite a las y los activistas impulsores de las sociedades de convivencia apostar nuevamente a su aprobación.

La popularidad del jefe de gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador, gracias a su buen oficio y desempeño, se tradujo en un mayor porcentaje de votos para su partido, lo que le valió obtener sin mayores problemas la mayoría absoluta de escaños en ese cuerpo legislativo al con-seguir 37 de las 66 diputaciones que lo componen.

En septiembre de ese año, el nuevo coordinador de la fracción mayori-taria y presidente de la Comisión de Gobierno de la aldf, René Bejarano, se compromete públicamente a impulsar la iniciativa de sociedades de convi-vencia y declara a los medios su intención de retomar el documento en los mismos términos en que lo dejó la pasada legislatura: “No queremos mo-dificar el dictamen, porque creemos que ha sido suficientemente discutido y no queremos entorpecer el proceso”, afirma. Por su parte, el pri, en boca de su coordinador de fracción, Manuel Jiménez Guzmán, también anuncia que apoyará la iniciativa y ofrece el voto de sus 6 diputados.

De esta manera, a finales del año 2003, y a pesar de la renovada anda-nada conservadora en contra, todo parecía indicar que para las sociedades de convivencia la tercera era la vencida. El dictamen de la iniciativa de ley se realiza esta vez sin contratiempos. Las comisiones correspondientes lo aprueban en lo general en su reunión del 5 de diciembre, y su presentación al pleno de sesiones se programa para la siguiente semana.

Pero cuando parecía que el barco de las sociedades de convivencia lle-garía por fin a buen puerto, empezó a hacer agua por todas partes cuando el jefe de gobierno del df, Andrés Manuel López Obrador, que hasta entonces había guardado silencio en torno al tema, propone repentinamente consultar a la ciudadanía antes de su aprobación: “Yo lo que sostengo es que cuando hay iniciativas muy polémicas lo mejor es preguntarle a la gente, es decir, lo mejor es la consulta, es lo más democrático, en vez de caer en descalifi-caciones de un lado y de otro. Ahora sí que, para no equivocarnos, lo mejor es preguntar”, declaró a los medios. La citada iniciativa, prosiguió, contiene aspectos de carácter humanitario, como el relacionado con la herencia, que es un derecho fundamental, pero también puede tener “otras cosas que generen rechazo” (La Jornada, 8 de diciembre de 2003).

La intervención del ejecutivo local da el golpe definitivo a la iniciativa. El mensaje político de su propuesta, y así lo registraron los medios, era que él se negaba a cargar con el costo político de la aprobación de una ley tan controversial dado que, como gobernante, le tocaba ratificarla o vetarla.

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Costo que seguramente se le cobraría en su carrera hacia la presidencia de la república.

La propuesta de consultar a la gente dividió de nueva cuenta a la principal fuerza política impulsora de la iniciativa dentro de la Asamblea Legislativa. Su coordinador, René Bejarano, ex secretario particular de Ló-pez Obrador, se apresuró a apoyar la ocurrencia de su jefe. Sugirió que la consulta podría realizarse una vez que la aldf se la enviara al gobernante para su promulgación. “Entonces el gobierno convocaría a la consulta, y si la mayoría de la gente está de acuerdo pues entraría en vigor, si no, no” (La Jornada, 8 de diciembre de 2003). En una reunión de la fracción perredista para tomar una decisión sobre la consulta propuesta por el jefe de gobierno capitalino, Bejarano advierte a sus compañeros que “no hay que ser suicidas políticos ni pelearse con Andrés Manuel, que tiene 93% de popularidad”. Incluso hubo quien sugirió “cuidar que las relaciones del jefe de gobierno con el clero no se vean afectadas” (El Universal, 12 de diciembre de 2003). No se llegó a ninguna decisión por lo polarizado de las posiciones. El único acuerdo fue aprobar la ley antes de que terminara el periodo de sesiones de la aldf. En un comunicado oficial emitido el 11 de diciembre manifiestan: “Ratificamos nuestra decisión” de aprobar la ley, de difundir “el contenido real de la iniciativa”, pero aún se evalúa “la posibilidad de llevar a cabo una consulta” (Milenio, 12 de diciembre de 2003).

Por el lado de la disidencia a la postura de López Obrador, la legisladora Lorena Villavicencio y el presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la aldf, Julio Moreno, diputados del mismo partido, rechazan la opción de la consulta y se inclinan porque se siga con la ruta marcada para aprobar a la brevedad la iniciativa. El jefe de gobierno de la ciudad se equivoca cuando afirma que se le pretende endosar el costo político de la aprobación de la ley, sostiene la primera y añade: “que no se preocupe, los diputados asumimos el costo político de nuestras decisiones” (El Economista, 12 de diciembre de 2003). En su turno, Moreno descartó la consulta pues “el derecho de las minorías no puede estar en juego o ser aprobado por las mayorías” (El Universal, 9 de diciembre y La Jornada, 10 de diciembre de 2003).

Fuera del recinto de Donceles, la propuesta obradorista generó todo tipo de reacciones, sobre todo de rechazo. El magistrado José Luis Gonzá-lez Alcántara y Carrancá, consideró inadecuado que el gobierno capitalino sometiera a consulta la ley. Es el mismo caso de las leyes fiscales, “si se so-metieran a consenso o referéndum, todos pediríamos no pagar impuestos”, ejemplificó (La Jornada, 10 de diciembre de y El Universal, 10 de diciembre

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de 2003). Emilio Alvarez Icaza, presidente de la Comisión de Derechos Humanos del df, consideró incorrecto someter a consulta la aprobación de la ley: “sería muy delicado que las mayorías tutelen los derechos de las minorías”, expresó en una reunión con los diputados de las comisiones unidas encargadas del dictamen de la iniciativa (La Jornada, 16 de diciembre de 2003). Por su parte, en entrevista, el escritor Carlos Monsiváis calificó de “desafortunada” la propuesta del gobernante capitalino, porque la justicia no pertenece a la democracia directa sino a los derechos impostergables de las personas:

a López Obrador sólo le queda atenerse a los principios de la ley, y éstos dictaminan defender y acatar, en todo momento, los derechos civiles, y uno hasta ahora olvidado es el que se integra en la iniciativa de las sociedades de convivencia. Por eso me parecen desafortunadas las declaraciones del jefe de gobierno sobre la consulta telefónica. Eso no es serio y no corresponde al tamaño del asunto que involucraría, positivamente, a demasiadas personas, la mayoría, insisto, heterosexuales [...]. Garantizar los derechos de las minorías es una obligación, y desdeñar las campañas de calumnias es otra”.

Y llama “alarmistas morales” a los obispos y políticos de derecha que im-pulsan la campaña de miedo y de mentiras sobre la ley:

El truco del arzobispado primado, de los ridículos de Próvida y del pan y compañía es declarar que se quieren legalizar los matrimonios gay, y alarmarse y movilizarse en consecuencia. Mienten o exhiben su desapego de la verdad [...]. Si el señor Norberto Rivera declara que el matrimonio está en peligro pone a funcionar la ecología del miedo ante el derrumbe de la moral, etcétera (El Independiente, 12 de diciembre de 2003).

Por su parte, la Red Ciudadana por las Sociedades de Convivencia también rechaza la posibilidad de que se someta a consulta ciudadana su iniciativa, porque los derechos de las personas no pueden someterse a escrutinio público. En boca de su asesor jurídico, Rodolfo Millán Dena, los representantes de esa organización informan, en una reunión con un grupo de asambleístas del prd, encabezado por Bejarano, que en teoría del estado hay dos limitantes respecto al plebiscito y al referéndum: “No se puede acudir a estas figuras cuando se trata de impuestos o de derechos funda-mentales”. Pero si insisten en llevarlo a cabo, “nos daría la oportunidad de acudir a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, para discutir en ese órgano si somos seres humanos, personas a las que se les tengan que reconocer los derechos fundamentales por los que estamos apelando” (Re-forma, 14 de diciembre de 2003).

Una encuesta de Ómnibus Parametría en el df, revela que la población joven es la más proclive a respaldar la existencia de las sociedades de con-vivencia, pues 67% de los capitalinos de entre 18 y 35 años se pronuncia en

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ese sentido; aunque 60% del total de los consultados reveló desconocerla. Por otro lado, 22% piensa que la ley se ha trabado por presiones de la iglesia católica (El Independiente, 15 de diciembre de 2003). Por otro lado, María Consuelo Mejía, de Católicas por el Derecho a Decidir, y Roberto Blancar-te, investigador del Colegio de México, dan a conocer los resultados de la Encuesta Opinión Católica, donde se revela, entre otras cosas, que 82% de las y los católicos mexicanos respaldan la protección jurídica a homosexuales y lesbianas para evitar la discriminación en su vida política y privada. Lo anterior contrasta con la posición de rechazo frontal de la jerarquía católica a todo reconocimiento legal a esas opciones sexuales. Además, la gran mayoría rechaza la intromisión de la iglesia en cuestiones políticas y se inclinan a favor del estado laico.

En el ínter, los grupos conservadores y de ultra derecha continúan con las protestas y las expresiones en contra. Un grupo de evangélicos se instala en las escalinatas del recinto de Donceles para protestar con cantos y rezos contra la “Ley gay” porque “afectaría la cultura mexicana” y “acabaría con nuestra sociedad” (Ovaciones y la Prensa, 12 de diciembre de 2003). Por su parte, la Red Familia fija su posición en un desplegado publicado en varios diarios del país el 11 de diciembre. La Ley de Sociedades de Convivencia, exponen

tiene como propósito real legalizar la unión de parejas homosexuales para que tengan un carácter parecido al matrimonio civil o equivalente al concubinato, con el fin de tener el derecho de adoptar. [...]. Reconocemos los derechos humanos y civiles de los homo-sexuales, vivan o no juntos; derechos que ya están garantizados en las leyes vigentes. Si, por ejemplo, pretenden hacerse copartícipes de sus patrimonios y responsabilidades, existen ya las figuras jurídicas para ello: la renta vitalicia, el fideicomiso, los seguros, la sucesión testamentaria, etc. No se trata de impedirles el ejercicio de sus derechos, se trata de que ejerzan sus derechos con las leyes que ya existen, sin necesidad de simular familias para la adopción de niños y niñas...

La Red Familia es una coalición que dice tener más de 300 organizacio-nes afiliadas en todo el país. El responsable del desplegado es un tal Juan Esteban Guitérrez Manzano.

La confusión provocada por el desconocimiento de la iniciativa de ley es el argumento ahora utilizado para posponer por tercera ocasión el dictamen en lo particular de la iniciativa. La razón dada fue que se estaban escuchando opiniones de diversos sectores sobre el contenido de la misma. Lo que sí acordaron los diputados integrantes de las comisiones encargadas de dar trámite al dictamen de la iniciativa fue seguir la “ruta crítica” para su aprobación: el 22 de diciembre el dictamen en lo particular y el 30, su

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discusión en tribuna. Un nuevo argumento contra la iniciativa comienza a manejarse. En una reunión plenaria de la fracción perredista en la Asam-blea, realizada el 10 de diciembre, se entrega a los diputados el documento “¿Qué es la Ley de Sociedad de Convivencia?”, para que conozcan a fondo y en detalle las características y los alcances de esa iniciativa legislativa. En dicho documento, se advierte que dicha ley sí permitiría la adopción de me-nores por parte de los convivientes porque la figura jurídica de sociedad de convivencia se equipara al concubinato. El documento destaca 16 puntos de la ley y señala que en el nuevo ordenamiento “se establece el derecho a la adopción por parte de los convivientes, pues al estar equiparada la so-ciedad de convivencia con el concubinato, y al no ser restringida la figura jurídica de adopción por la legislación estudiada, se entiende permitida”. Lo anterior se deduce “en base al principio jurídico de que lo que no está prohibido está permitido y al principio de analogía en materia civil, amén de que cualquier persona tiene el derecho a la adopción, siempre y cuando cumpla con los requisitos exigidos por el Código Civil para el df” (Milenio, 15 de diciembre de 2003). Este nuevo argumento aportará mayor confusión a la discusión y retrasará aún más la aprobación de la ley.

Esta nueva postura es reforzada, y muy posiblemente originada, por algunos magistrados del Tribunal Superior de Justicia del df (tsjdf) y especialistas en derecho familiar. Reunidos con René Bejarano el 15 de diciembre manifiestan que la Ley de Sociedad de Convivencia tiene en la equiparación con el concubinato, uno de sus mayores defectos. El artículo 6 de la referida ley indica que “Para efecto de las demás leyes, la sociedad de convivencia se regirá en los mismos términos que el concubinato”. Bajo esa figura, las sociedades de convivencia no estarían impedidas de adoptar infantes, aunque expresamente la ley no las faculta, advirtieron. El magistrado Antonio Muñozcano Eternod avirtió que el proyecto de ley debe adecuarse “a las normas y disposiciones vigentes que tenemos en el derecho civil”, ya que si bien la ley civil, mencionó, permite que un soltero pueda adoptar a un niño, en materia de convivencia no lo establece, por lo que este punto, como otros, deben analizarse cuidadosamente “para no violentar el marco jurídico y sobre todo la propia idiosincrasia de los capitalinos”. Además, también advirtieron sobre una posible controversia constitucio-nal si dicha ley contraviene las disposiciones legales vigentes en materia de derecho familiar contenidas en el Código Civil, y si no se verifica que la aldf tiene facultades constitucionales para legislar sobre esa materia. El especialista Julián Buitrón Fuentevilla hizo hincapié en aspectos de técnica

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jurídica que podrían llevar al fracaso la iniciativa mencionada, porque se le quieren dar efectos semejantes a la familia. Por su parte, la especialista en derecho familiar Leova Castañeda Rivas cuestionó la facultad de la aldf para legislar sobre la materia. “¿El mandato constitucional de la aldf la faculta para legislar en materia de sociedades de convivencia? Yo creo que no hay un mandato constitucional que permita que legislen en esa materia”, concluyó (La Jornada, 16 de diciembre de 2003). También coincidieron con los argumentos de los grupos de derecha en el sentido de que la regulación de los derechos sucesorios y la obligación de otorgarse alimentos, está sal-vada en el Código Civil del df. El abogado René Irra indicó al respecto que dicho código “permite la unión de esfuerzos de una o varias personas para crear relaciones de orden patrimonial”, en tanto que la obligatoriedad de los alimentos “no requiere de un estatuto legal específico” (Milenio, 17 de diciembre de 2003). A la reunión también asistieron los magistrados Lázaro Tenorio Godínez, Rebeca Florentino Pujol Rosas y Adriana Canales Pérez.

En las discusiones posteriores, el artículo 6 de la iniciativa se convierte en la manzana de la discordia que pospondrá de nuevo su aprobación y dividirá aún más a la ya escindida fracción perredista. La polémica se cen-tra ahora en eliminar ese artículo o sólo modificarlo sin cambiar de fondo el sentido de la iniciativa. Las organizaciones civiles agrupadas en la Red Ciudadana por las Sociedades de Convivencia aclaran en un documento que el propósito de ese artículo no es conceder la adopción de menores, esas acusaciones provienen del “fundamentalismo homofóbico”, acusan, sino de contar con “la posibilidad de acceder a la salud y a la previsión social”, y proponen una nueva redacción: las sociedades de convivencia se equipararán al concubinato “sólo para los efectos jurídicos de los que habla la ley, así como para lo que hace a la seguridad social, previsión social y salud”. El documento se hace llegar a los diputados de la Asamblea, y se da a conocer en conferencia de prensa.

El 22 de diciembre, día señalado para discutir y en su caso aprobar en lo particular el dictamen de la iniciativa aprobado ya en lo general, el diputado René Bejarano entrega una propuesta con modificaciones a la redacción de la original y la inclusión de términos jurídicos diferentes. La nueva pro-puesta o “alterna” como le llamaron, ya no contenía la equiparación con el concubinato y remite a otro articulado la posibilidad de adquirir derechos de seguridad social. Incluso propone cambiarle de nombre a la ley por el de “Ley que previene la discriminación de parejas y regula la sociedad en con-vivencia en el df”. Esta maniobra enfurece a varios diputados del prd y del

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pri quienes reclaman que se haya presentado un documento diferente al que originalmente se había dictaminado en lo general. Por esa razón, solicitan decretar un receso para poder analizar esa nueva propuesta.

Al día siguiente, más de un centenar de integrantes de la Unión Fra-terna de Iglesias Cristianas y Evangélicas se manifiestan en las escalinatas del recinto legislativo de Donceles y Allende contra la aprobación de la mencionada ley. “Por el honor y por la conservación de la familia normal. no a la ley gay”, expresan en pancartas. Por su parte, la Red Ciudadana apremia a la fracción del prd a cumplir su palabra comprometida de apro-barla antes de que termine el año. En conferencia de prensa, pidieron que se retomara la iniciativa y el dictamen original que había sido aprobado en lo general, y sólo se modificara el artículo sexto en que se equipara a las sc con el concubinato.

En su calidad de presidente de la Comisión de Gobierno de la aldf, y con la facultad que le confiere su cargo, René Bejarano solicita al presiden-te de la Comisión de Derechos Humanos de la aldf, Julio César Moreno Rivera, aplazar por quinta vez la discusión y aprobación en lo particular del dictamen de ley, por considerar que no existe consenso suficiente para subirlo al pleno. Y le pide levantar la sesión permanente de las comisiones unidas y que se le envíe el dictamen correspondiente para que la instancia de dirección que encabeza “impulse los consensos necesarios para su pos-terior dictaminación”, es decir, que ahora el asunto lo atraerá la Comisión de Gobierno. De esta manera abrupta, se da por terminado el proceso de análisis y aprobación del dictamen en lo particular. La diputada perredista Lorena Villavicencio, una de las promotoras de la iniciativa, admite que la existencia de la división en su bancada pone en riesgo la aprobación de la ley, por lo que, afirma, debe buscarse un acuerdo interno. Bejarano anuncia que se reunirán el domingo 28 para tomar una postura. “Si se logra el consenso subirá, si no, no”, afirma (La Jornada, 27 de diciembre de 2003).

Finalmente, en la reunión a puerta cerrada de los asambleístas del prd, el dirigente de ese partido en el df, Agustín Guerrero, y el secretario de go-bierno del df, Alejandro Encinas, se determina sepultar la iniciativa de Ley de Sociedades de Convivencia al aplazar indefinidamente su presentación al pleno de sesiones de la aldf; con ello incumplen la palabra empeñada de aprobarla antes de que concluya el año. “No hay condiciones” para sacarla adelante, expresó Bejarano. Ante sus compañeros explicó que por cuestiones de “cálculo político” no era conveniente llevar esa iniciativa al pleno de la Asamblea, sino abrir un compás de espera. Por su parte, Encinas manifestó

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que en el gobierno capitalino “no vemos adecuado que se apruebe por el momento esa iniciativa de ley” (La Jornada, 29 de diciembre de 2003). “Fue algo calculado respecto a las implicaciones”, dijo al respecto la diputada Guadalupe Chavira, al ser cuestionada sobre el peso de los costos políticos (Reforma, 29 de diciembre de 2003).

Derrota en tribuna, victoria en la opinión públicaA pesar de que el jefe de Gobierno del df, Andrés Manuel López Obrador rechazó cualquier injerencia de la iglesia católica en su propuesta de so-meter a consulta ciudadana la ley sobre las sociedades de convivencia, y negó tener temor de afectar su relación con los jerarcas de esa iglesia, pues ello estaría en contradicción con sus principios juaristas (El Universal y La Jornada, 18 de diciembre de 2003), la percepción general prevaleciente sobre el papel desempeñado por su gobierno y el prd es que ambos sucumbieron a la Arquidiócesis de México y, en particular, al cardenal Norberto Rivera, que en suma se trató de una concesión al clero católico. Así lo manifiestan las y los activistas integrantes de la Red Ciudadana impulsora de la inicia-tiva en el plantón de protesta que llevan a cabo frente a la sede de la aldf: “prd intolerante, izquierda vergonzante”, “prd traidor, López Obrador conservador”, y “Aquí no se venera a Juárez, se obedece al Clero” rezan las mantas que colocan en ese lugar. Pero también es la misma percepción de otras fuerzas como las del pri. Para el diputado local de ese partido, Mau-ricio López, la posición del prd fue “retardataria”, pues “demuestra que se impuso el punto de vista de los grupos conservadores de la sociedad” (La Jornada, 31 de diciembre de 2003).

Una posición parecida expresé en un artículo titulado “Pilatos Obrador”, publicado en La Jornada:

En el prd, el reconocimiento de derechos a homosexuales y lesbianas siempre ha sido un tema incómodo, asociado al “desprestigio” político. En su esquema de “revolución democrática”, no termina por encajar esa opción. En parte por la homofobia tan pre-sente aún entre sus filas, pero en parte también por oportunismo político. Por mucho que promulguen en sus principios dicho precepto, no están dispuestos a jugársela por un asunto de “dudosa reputación” o, mejor todavía, de dudosa ganancia política, aun cuando se trate de una tímida reforma o iniciativa de ley como la de Sociedades de Con-vivencia. En el cálculo de legisladores, dirigentes partidarios y gobernadores perredistas, el partido tiene más que perder que ganar en esta apuesta [...]. Pero lo más peligroso y lamentable es la concesión que se hace a la jerarquía católica. Por ello, sostengo que en la aprobación o no de esta ley está en juego algo más que el reconocimiento de derechos a un sector de la población. Está en juego también la autonomía y el carácter laico de los poderes públicos (18 de diciembre de 2003).

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El escritor Carlos Monsiváis, en carta a La Jornada, sostiene una opinión similar:

En la aldf el manejo de la iniciativa de la ley de sociedad de convivencia por parte de la mayoría del prd (37 de 66) es, por lo menos, triste. Lo que filtra —que se amplía al no desmentirse y al omitirse cualquier declaración del partido— notifica lo previsible: el miedo al costo político de promulgar la ley, el centrarse en el “cálculo de la conveniencia en este momento”. De nuevo, todo se subordina al 2006, el Año en que Reanudaremos Nuestra Existencia. La actitud es insostenible y la iniciativa es inobjetable: hay personas que viven, porque así lo han decidido, una situación legal y legítima.

Esto ya existe o puede darse sin inconveniente alguno. Se trata entonces de reco-nocerle a esas personas, no sólo parejas según el texto de la iniciativa, los derechos propios de la sociedad laica. Como advierte cualquiera que revisa la iniciativa, no hay matrimonios ni adopción de niños ni rituales, sólo el tardío pero necesario reconoci-miento de que, al no vivir la ciudad de México bajo una teocracia, los derechos de los ciudadanos no se apegan a la interpretación cupular de las creencias y los prejuicios atribuidos a la mayoría religiosa.

La aprobación de la iniciativa de la ley de sociedad de convivencia es importante por ser en sí misma justa y porque el verdadero costo político de no hacerlo es negar la secularización a favor de la mentirosa y no muy convincente autarquía confesional (La Jornada, 30 de diciembre de 2003).

No todo fue pérdida desde luego, en el balance de esta peculiar y azarosa contienda, debemos apuntar un triunfo no menor: si bien se perdió la pelea legislativa —que en realidad fue una derrota técnica, porque no se la derrotó con argumentos, sino con argucias legule-yas—, se ganó con creces la discusión pública. El triunfo se obtuvo en el debate que se desarrolló en la opinión pública, que se inclinó favorablemente por el reconocimiento de derechos de convivencia y acuerdo mutuo entre dos personas adultas sin importar sus pre-ferencias sexuales•

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poesía •

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159Irma Pineda Santiago

Mis abuelos sólo hablaron diidxazá, mi madre y mi padre aprendieron ya grandes y a golpes el español. Cuando nací, ellos quisieron darme un idio-ma que me facilitara habitar el mundo, así que en casa sólo me hablaban en español; pero apenas cruzaba el corredor, la vida estallaba en zapoteco: los niños, los juegos, las mujeres vendedoras de frutas y dulces, los hom-bres que volvían del campo con el maíz en las carretas jaladas por una yunta de bueyes; los que cargaban los cestos con peces que aún sacudían las escamas o traían en hombros tortugas marinas que cabalgábamos por el Callejón de los Pescadores.

Cada mañana en flor despertaba con el diidxazá hecho canto y anun-cios de comidas y sucesos importantes a través de los altavoces (hasta hoy efectivo sistema de comunicación y comercialización). Así aprendí a soñar y a reír en zapoteco, aprendí a mover mi pensamiento de un idioma a otro, como cambiar de canal. Mi madre y mi padre entonces alimentaron mis dos lenguas, y mi hogar y mi vida fueron desde entonces bilingües.

Más tarde extendí las alas sobre ajenas tierras, me escuché hablando en un solo idioma y un zopilote llamado nostalgia me abrazó; así que para impedir que mi corazón se marchitara empecé a hacer poemas que leía al viento para no olvidar el sonido del diidxazá y escribía en español para que otros supieran lo que yo quería decir.

Aunque, en realidad, cuando invento poemas prefiero hacerlo prim-ero en diidxazá, porque esta lengua es de por sí metafórica: cuando uno dice biuladxe’ quiere decir “algo entró en mi corazón”, y en español sólo decimos “me gustó”. O cuando decimos siado’ guie’ para referirnos a la primera hora del día, lo que estamos diciendo es “mañana en flor”. Para decir “vida” utilizamos la palabra guendanabani, que significa el don de la vida, la esencia de la vida. Así pues, cuando hablamos en zapoteco estamos siempre creando poemas.

Mis dos lenguas

Irma Pineda Santiago

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160 poesía

Ahora, después de algunos años, he retornado a mi origen, escucho de nuevo cómo la vida aún estalla en diidxazá y mi corazón se alegra. Pienso entonces que no puedo concebir el mundo, la vida, el pensamiento, los sueños, en un solo idioma, que todo es mucho más rico y hermoso para mí porque puedo decir poemas, verdades y mentiras, puedo jugar, cantar, soñar, sentir, pensar, amar y muchas cosas más en mis dos lenguas.

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Irma Pineda Santiago [1974, Juchitán, Oaxaca]

Guirá dxi, ribaque’ guie’ lu mexa’ne racua’ xinaxhi ribeza gueedandou’,xhisi yanadxi gudxi ti manihuini naama guiruti suguaa rua nisadóca dxi die’ sica guibá zé cane lii la ngui nisazienelu’ laaca.

* * * * * * * * * * * * * * * *

Guirá dxi naa bacuzaguí ti biaani’ dxido’ si laa galaa gueela biaani’ ni ruyaa lú xquendabiaanilu’ lugialu’ Sica ti batee ni biaxha lu beeu Ni rucachi’ lade ñeu’ Guié lu

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163Irma Pineda Santiago

Irma Pineda Santiago [1974, Juchitán, Oaxaca]

Cada día, pongo alcatraces en la mesa y me visto de aromas para tu llegada, pero hoy la golondrina me ha dicho que no hay más barcos en el puerto, que los días se fueron pintados de azul y que por cierto, marinero, te has ido con ellos.

* * * * * * * * * * * * * * * *

Cada día soy luciérnaga luz silenciosa en la medianoche luz que danza en la memoria sobre tu cuerpo Chispa desprendida de la luna Para esconder en tus muslos sus ojos

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Pa guiniu’

Pa guiniu’ gubidxa ruuya guendaricaguíPa guiniu’ guí ruuya xpele beeuPa guiniu’ rini naa naca’ ti nisaguié ró’ suhuaa huadxíPa guiniu’ yú ricala’dxe’ biaani’ lulu’Pa guiniu’ nisadó’ naa naca guendariati nisa, xizaa ne dxiña yagaPa naa guinie’ sidi, guendaranaxhii, nisadó’, gubidxaLii riniu’ guiigu’

Ne naa raca ti guié

* * * * * * * * * * * * * * * *

Caguiidxe’ xhieladilu’ naga’nda’

Caguiidxe’ xhieladilu’ naga’nda’ ribaque’ lari ladichongalu’ cabaquechahue’ ra gatalu’ ni chineú’: cuguaa ti xiga ti qui gusiaandu’ guelu’ cuba neza zeú’. Cuguaa xquelaguidilu’ nacubi ti nácabe xhirooba neza ca nalága guiigu’ nacahuidó’ nga checá. Cuguaa xhabalu’ ni jmá sicarú, lari saa, xtaanilu’ di’ba’ guie’ lu ne bisuudi’ olán cadi mala si na’ guendaguti guyaa ne lii ti son yaa.

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165Irma Pineda Santiago

Si dices

Si dices sol veo el incendio Si dices fuego creo en la llamarada de la luna Si dices sangre soy tormenta parada en la tarde Si dices tierra suspiro el brillo de tus ojos Si dices mar soy sed, angustia y miel Si digo sal, amor, mar, sol Tú dices río Y me convierto en piedra

* * * * * * * * * * * * * * * *

Abrazo tu fría desnudez

Abrazo tu fría desnudez arropo la rigidez de tu cuerpo preparo tu cama eterna tu equipaje: Pongo una jícara para que no olvides beber pozol por donde vayas. Pongo tus huaraches nuevos pues dicen que es largo el camino que es ancho el río de penumbra es el paisaje. Pongo tu ropa hermosa, la de fiesta, tu huipil bordado de flores tu enagua de olán no sea que la muerte quiera contigo bailar un son.

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166 poesía

Ribeza lii

Ribeza lii de dxi zieú’ nasa’ guie’ nalu’. Ribeza lii nanna dxiiche sabiguétalu’ ne xhinaxhi guie’ stia’ lu xhiá’ ti biulu’ huiini nanna zeedu’ ne bi xandu’ zeeda gannu’ li’dxu’ ni bisaanu’ zeeda guuyu’ gui’chi ra dié’ luulu’ suguaa lu mexha bidó’ zeedu’ zeeda tidxu naa nuu saa ra li’dxu’ ti chiniá guié’ ti chiniá riunda’.

* * * * * * * * * * * * * * * *

Ti bere xtiá ripapa guiá’ nga lii. Gudxilu’ naa ne dxi zelu’ guche ca xhiaa

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167Irma Pineda Santiago

Te espero

Te espero desde el día en que te marchaste con un ramo de flores entre las manos Te espero sé que volverás en el perfume de la albahaca o en las alas de un colibrí sé que vendrás con los vientos de octubre a visitar la casa que dejaste a contemplar tu retrato puesto en la mesa de los santos vendrás a invitarme a la fiesta de tu casa para que te lleve flores para que te lleve cantos.

* * * * * * * * * * * * * * * *

Eres paloma que vuela libre me dijiste y tu adiós de tiempo me quebró las alas

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Gunaa que’

Gunaa que’ rusigapa lade ñee ti nisadó’ Nguiiu que’ biráni güé’

Lu xidxi gunaa que’ ridá nisa naxhi Nguiiu que’ guca ti yuze huiini

Gunaa que’ mala si guca neza Nguiiu que’ qui ñanna nizá

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Ella

Ella guardaba entre las piernas un mar Él se volvió desierto

Los senos de Ella manaban miel Él fue un becerro

Ella se volvió camino Él no supo andar

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170 poesía

Cue’ yoo

Lu ti cue’ yoo nanda diidxa’ ti cue’ yoo qui riniibi, ruyadxí si zidi’di dxi. Cadi nacha’hui’ di’ iza ridi’di’ runiná ladi ne ndaani’ cue’ yoo.

Laa suguaa dxi si ridiee ladi, rácu gui’chi’ ne lari guie’, yagahuiini’ rusiéche laa, necati’, ma cadi nguéca si laa. Cusigápa guendaruuna’ bicuezadxi tuuxa guendaruxidxi bireeyaande xtidxi ca ni ranaxhii ne saa ladxido’ca’.

Nuu ni rizaaca qui riaanda nuu diidxa’ qui riné di dxi laa cani cue’ yoo ladxido’be. Gasti’ naca gutieú’ lú nitiicasi gutieú’ qui suxiá xquendaredasilube.

Nannadxiichibe ni: ca iza ca qui rusiandaca’ guendananá xisi binni riaa guibaniné laa.

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171Irma Pineda Santiago

La pared

Una pared escurre historias contempla fija, inmóvil, el paso lento de los días. El tiempo no es generoso marca en la piel y lastima sus entrañas.

La pared permanece reviste de colores, cuadros, libros, las plantas la alegran, pero ya no puede ser la misma. Va guardando el eco de llantos contenidos y risas que desbordan, el gemir de los amantes y el latido de sus corazones.

Hay historias que no se olvidan historias que el tiempo no puede llevarse están escritas en la pared en su corazón. Es inútil pintar mil colores no borran su memoria.

Ella bien lo sabe: no es que con el tiempo duela menos es que uno se acostumbra a vivir con el dolor.

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Bacuzaguí

Tu zanda gucueza xquendaruuna bacuzaguí cayuuba ladxidó’, bacuzaguí cayuuna xquendaranaxhii, pa ma gasti’ gueela’ ni icaa xpiani’ xhiaa.

* * * * * * * * * * * * * * * *

Ndaani’ gueela’

Ndaani’ gueela’ canazaya cuyube’ ti bigu nuu xpiaani’ nua stale iza ti bigu ni ro yu ni re’ diti dxi ni rusianda xilase ti gusianda ladxidua’ nabé naná ti gué nisa ruuna bandá’ luguiaya’ ti cué lu gubidxa yuuba’ xtine’

Cuyube’ ti bigu gusiga’de’ naa laya naduxhu’ lidxi guiiba’ xquendarizá dxi ne xtuuba’ biaani’ ndaani’ guidxilayú di’

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173Irma Pineda Santiago

Luciérnagas

Quién puede consolar los gemidos de mis luciérnagas heridas, luciérnagas enamoradas, si no hay más noches para mis alas de luz.

* * * * * * * * * * * * * * * *

En el vientre de la noche

En el vientre de la noche avanzo busco una tortuga sabia cargadora de mil años una tortuga comedora de tierra bebedora profunda de los días curadora de nostalgias para sanar un alma que me duele tanto para beber las lagrimas que me derraman las sombras para asolear esta tristeza mía

Busco una tortuga que me regale sus afilados dientes su casa de hierro su andar despojado de ira y prisa y su huella de luz sobre la tierra.

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177Mary Dietz

Introducción

Antes de evaluar las discusiones actuales en el ámbito de la teorización feminista académica, es importante reconocer que el feminismo es un mo-vimiento históricamente constituido, local y mundial, social y político que posee un objetivo de emancipación y un contenido normativo. Plantea la existencia de un sujeto (las mujeres), identifica un problema (la sujeción y reificación de las mujeres a partir de la relaciones de género) y expresa varias intenciones (acabar con las relaciones de dominación, terminar con la discriminación sexual, asegurar la liberación sexual de las mujeres, lu-char a favor de sus derechos e intereses, crear “conciencia”, transformar las estructuras institucionales y legales, introducir una perspectiva de género en la concepción de la democracia) en nombre de principios específicos (la igualdad, los derechos, la autonomía, la dignidad, la realización propia, el reconocimiento, el respeto, la justicia, la libertad). Como movimiento histórico, el feminismo está enfocado a la coordinación de acciones y a la transformación social, así como al cuestionamiento de las condiciones exis-tentes y las relaciones de poder, con la intención no sólo de interpretar, sino de cambiar el mundo. En consecuencia, los debates filosóficos y analíticos que surgen de la teorización feminista son inevitablemente políticos (no son sólo filosóficos), en tanto todo proyecto de emancipación que tenga como meta la libertad debe realizar un análisis histórico y teórico del poder, y todo proyecto teórico que surja de contextos de acción materiales y reales debe dirigirse a las dimensiones políticas y éticas de la transformación y el cambio. Ante la diversificación mundial del movimiento feminista du-rante los últimos veinte años, la teoría feminista occidental (una categoría

Las discusiones actuales de la teoría feminista*

Mary G. Dietz

* Publicado originalmente en Annual Review of Political Science, vol. 6, junio de 2003.

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problemática en sí misma) se ha visto forzada o alentada a ir más allá de las limitaciones de las propuestas de la segunda ola —angloamericanas, del Norte occidental— que no habían tomado en cuenta las historias de las mujeres que no pertenecían a Occidente, ni el trabajo de académicas africanas, sudasiáticas y centroeuropeas. En consecuencia, al dirigirse a las mujeres del mundo, y en sus manifestaciones más saludables, la teoría femi-nista contemporánea se está volviendo menos irreflexivamente occidental y más concienzudamente occidental, más internacional, más comparativa y más democrática en sus esfuerzos por comprender las complejidades de las culturas humanas, los órdenes sociales y sus prácticas. Sin embargo, al mismo tiempo, el conflicto de interpretaciones que parece ser un aspecto permanente de la teoría feminista actual no ha producido nada parecido a una sincronización fluida con el movimiento social y político denominado feminismo, en ninguno de los lugares del mundo en los que se practica.

En la academia, durante las últimas dos décadas, la teoría feminista se ha transformado de manera sustancial a la luz de una amplia gama de discursos intelectuales y filosóficos y nuevos enfoques teóricos. Las contro-versias teóricas feministas han ido mucho más allá de los términos ideo-lógicos “liberal”, “socialista” y “radical” que acostumbraban enmarcarlas (Jaggar 1983; Tong 1989). Por supuesto, la teoría feminista y los estudios de género forman parte de esta gama de nuevos enfoques teóricos, pero una característica notable de la teoría feminista ha sido su capacidad táctica para apropiarse y desplegar varios métodos y teorías, a menudo irreconciliables, mientras discurre sobre su propio tema. Estas teorías provienen de diversas corrientes de la crítica contemporánea e incluyen la teoría crítica, la ética del discurso, la fenomenología, la desconstrucción, la genealogía, el postestruc-turalismo, la teoría poscolonial, el psicoanálisis, la semiótica, los estudios culturales, el análisis del lenguaje, el pragmatismo, el neomarxismo y el posmarxismo. Muchas teóricas feministas arman combinaciones ingeniosas de estos discursos y métodos y crean sus propias posturas híbridas críticas e interpretativas; pero sería un error suponer (y nada aconsejable desear) que sus diversas posturas se reúnen en última instancia y de manera coherente bajo el adjetivo “feminista” como una categoría unitaria. Por ejemplo, hoy en día no existe un acuerdo sobre el significado y estatus de los conceptos “mujer” e “identidad de género”; ni siquiera hay consenso sobre la mejor manera de apropiarse del género para que sea una categoría útil de análisis (Scott 1988a; Nicholson 1994; Carver 1996). Por lo tanto, lo que realmente conocemos con la rúbrica de “teoría feminista” es un campo de investigación

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que tiene muchas facetas, controvertido en su discurso y que no promete resolverse en ningún tipo de consenso programático ni converger en nin-gún tipo de terreno conceptual compartido. Ya sea que, en el largo plazo, resulte ser una situación positiva o no, el hecho es que habla con claridad del dinamismo y la vitalidad que caracterizan hoy en día al feminismo.

La construcción del estatus del “género”

A pesar del sinnúmero de divergencias existentes al interior del feminismo académico, parecería que su elaboración teórica ha partido desde mediados de los años setenta de una estrategia conceptual general: la articulación del género como un fenómeno separado de los argumentos biológicos sobre la diferencia sexual natural entre mujeres y hombres, a la vez que relacionado con éstos. El segundo enfoque es un subproducto de la fisiología de la reproducción de los siglos xviii y xix, que situaba la diferencia sexual en la anatomía de hombres y mujeres (Schiebinger 1989; Laquer 1990). Separar el concepto de género de la variable dicotómica del sexo biológico, terminar con su sinonimia, fue una de las características de la filosofía feminista de la segunda ola y del trabajo de investigación realizado por las ciencias sociales desde la celebrada aseveración de Simone de Beauvoir (1949): “no se nace mujer, se llega a serlo”. Dentro de la investigación en ciencias sociales, la primera articulación sistemática del género como una categoría formal de análisis feminista crítico apareció en la descripción antropológica, de ten-dencia estructuralista, de un “sistema de sexo/género” elaborada por Gayle Rubin (1975). Basándose en Freud, Lévi-Strauss y Lacan, Rubin dio cuenta de ciertos mecanismos culturales e institucionales que transforman a mujeres y hombres biológicos en una jerarquía de género (con el corolario de una disposición heterosexual) que subordina a las mujeres. Lo importante aquí es la premisa operativa que se halla detrás de este momento particular de la evolución del feminismo analítico. Como resume Lovendiski, “el sexo y el género son analíticamente distintos, el género es relacional y el concepto de sexo no tiene significado excepto cuando se entiende en el contexto de las relaciones de género” (1998: 337).

Es difícil sobreestimar la significación política que ha tenido dicha in-novación conceptual en cuanto al género: la relación supuestamente natural entre “hombres y mujeres” podría ya elaborarse teóricamente como el pro-ducto de procesos sociales, culturales, históricos y discursivos específicos, un desplazamiento que cuestiona tanto el concepto de naturalidad, como el significado de construcción social (Butler 1987, 1990; Nicholson 1990). Ade-

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más, el sistema de sexo/género que representaba esta relación considerada natural hasta entonces, ahora podía teorizarse como una condición social constituida por las relaciones de poder, y, por lo tanto, abierta a la crítica y a la posibilidad de cambio. Aunque no todas las modalidades de la teori-zación feminista abandonaron los argumentos biológicos fundacionistas o esencialistas, el marco “constructivista social” para comprender el género se volvió parte integral de los discursos feministas contemporáneos y de los programas de investigación en las ciencias sociales (Chodorow 1978: Gilligan 1982; Ferguson 1984; Keller 1984; Fausto-Sterling 1985; Klein 1986; Scott 1988a; MacKinnon 1989), así como de la interpretación de la teoría política y la filosofía occidentales (Okin 1978; Elshtain 1981; Pitkin 1984; Brown 1988; Di Stefano 1991; Coole 1993; Lloyd 1993). Sin embargo, a pesar de los refinamientos alcanzados por la noción de género como una construcción social constituida por una cultura (un sistema o una estruc-tura específica de relaciones) y constitutiva de ésta, en la teoría feminista, el concepto sigue siendo, como escribe Butler (1990: 16) “una complejidad cuya totalidad siempre se ve diferida, y no es nunca completamente lo que es, en un momento dado”. De hecho, a pesar del giro constructivista y la proliferación de “estudios de género”, las teóricas feministas hoy en día, en general, y a menudo de manera radical, no están de acuerdo con las im-plicaciones prácticas-normativas del uso del “género” como, por un lado, una configuración binaria de lo masculino/femenino o de hombre/mujer enraizada en la idea del sexo o de la diferencia sexual ni, por otro lado, como un proceso o un efecto del discurso que está en producción constante y por lo tanto es cambiante y fluido. Las diversas formulaciones sobre el género y el sexo, así como su relación con la diferencia, que empezaron a aparecer en la década de los ochenta, llevaron a la teoría feminista hacia lo que se consideró una “crisis de identidad” dentro del campo (Alcoff 1998).

Desde el género hacia la subjetividad: la controversia sobre las “mujeres”

En un contexto políticamente volátil y filosóficamente diversificado, tal vez el tema más apremiante en la teoría feminista durante la década de los ochenta y los noventa fue cómo construir el sujeto del feminismo bajo la categoría de la mujer o de las mujeres, y si valía la pena hacerlo. En realidad, de todas las preocupaciones que han acompañado la conceptualización del género durante las dos últimas décadas, ninguna ha producido mayores divisiones teóricas que el esfuerzo por repensar el significado de la diferencia de género, o la idea de lo femenino dentro de la diferencia sexual, como un fenómeno

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social, histórico, cultural y psicosimbólico. La controversia puede enmar-carse en la forma de dos preguntas: ¿existe un concepto coherente de mujer previo a la elaboración de los intereses o puntos de vista de las mujeres, o un concepto de lo femenino que funcione como un inconsciente simbólico? Y si es así, ¿qué identidad o significado epistemológico se adhiere a tales conceptos de la subjetividad?

Para esquematizar, podemos presentar la controversia actual sobre la mujer (o “el sujeto”) desde las tres perspectivas dominantes, elaboradas durante las últimas dos décadas de teorización feminista: el feminismo de la diferencia, que se divide a su vez en “social” y “simbólico”; el feminismo de la diversidad y el feminismo desconstruccionista. El feminismo de la diferencia, ya sea el social o el simbólico, tiene como interés la revaloración de “las mujeres” o lo femenino con el fin de establecer un relato positivo del lado femenino del binomio del género o del aspecto femenino de la diferen-cia sexual. Ambas formas del feminismo de la diferencia teorizan sobre la tenacidad de la identidad de género como diferencia masculino/femenino y sitúan la subordinación de las mujeres o la represión de su capacidad de acción dentro de un sistema social o simbólico de bifurcación genérica asentada en las relaciones psicológicas o las estructuras psíquicas. Ambas apelan, aunque con énfasis diferentes, al cuerpo femenino, lo maternal, o a la opresión universal de las mujeres como un medio privilegiado de acceso a formas de conocimiento o de ser/hablar al interior del sistema patriarcal.

Sobre todo en oposición al feminismo de la diferencia social, el feminis-mo de la diversidad cuestiona, tanto filosófica como políticamente, la noción de un sujeto femenino y la coherencia misma del concepto de “mujer”. El feminismo de la diversidad complejiza y multiplica el concepto al considerar la raza, la clase, la etnicidad, la sexualidad y otras categorías identitarias de adscripción. En efecto, el feminismo de la diversidad cuestiona la primacía de la diferencia sexual o de género y su omisión de otras formas colectivas de diferencia e identidad.

El feminismo desconstruccionista argumenta a favor del desmantela-miento total de las polaridades inhibitorias del género: masculino/femeni-no. Esta perspectiva rechaza cualquier idea de un sujeto femenino previo, asentado en un cuerpo presexuado, cualquier concepto de “la mujer” como fundamento de una política feminista, o cualquier concepción de la dife-rencia sexual que represente lo femenino o una supuesta heterosexualidad como el locus privilegiado de la ética o la existencia. Desde esta perspectiva, ni el sexo ni el cuerpo son animales, pasivos o dados, sino que constituyen

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sistemas de significado, significación, realización, reiteración y representa-ción. Así, en vez de inscribir el sexo como una categoría esencial, biológica o psíquicamente fundacional y el género como una construcción social, el feminismo desconstruccionista rechaza de entrada la oposición entre sexo y género, esencialismo y constructivismo.

Por supuesto, y dada la multiplicidad académica de la teoría feminista, existen importantes variaciones teóricas, no sólo al interior del feminismo de la diferencia, sino también al interior de los feminismos de la diversi-dad y desconstruccionista. De hecho, los esfuerzos para nombrar, categorizar y revisar las alternativas se han convertido en una pequeña industria de la literatura sobre el tema (por ejemplo: Echols 1983; Harding 1987a; Moi 1987; Alcoff 1988; Hawkesworth 1989; Snitow 1989; Braidotti 1991, 1994; Ferguson 1991; Grant 1993; Grosz 1994; Coole 1994; Nicholson 1994; Fraser 1997; Arneil 1999; Kruks 2001). (La teoría feminista está extremadamente consciente de sí misma.) Sin embargo, lo que está en juego en estos debates es tan práctico y político como categórico, analítico y filosófico. Así, en palabras de Butler: “Durante el transcurso de este proceso que cuestiona el hecho de que ‘las mujeres’ sean el sujeto del feminismo, la invocación no problema-tizada de dicha categoría podría excluir la posibilidad del feminismo como una política de la representación” (1990: 5). O, como se pregunta Nicholson retóricamente: “¿No requiere la política feminista que la categoría mujer tenga cierto significado determinado?” (1994:100). Por lo tanto, las controversias sobre la diferencia sexual, la identidad de género y el concepto de mujer en la teoría feminista, así como la política de las perspectivas de la diferencia, la diversidad y la desconstruccionista, requieren un examen más meticuloso.

El problema de la subjetividad en el feminismo: las teorías de la diferencia

Una de las controversias fundamentales de la teoría feminista se refiere a la confusión relativa a la teorización del género o la “diferencia” sexual. Cual-quier esfuerzo para aprehender el sentido de este término debe comenzar con el reconocimiento de dos abordajes separados, aunque relacionados indirec-tamente, del campo. El primer abordaje es el feminismo de la diferencia social de teóricas angloamericanas, sobre todo, que entienden el género desde su construcción social o psicológica y a menudo se apoyan en descripciones empíricas de la evolución del género y la internalización de normas. La segunda perspectiva es el feminismo de la diferencia simbólica de teóricas, principalmente, francesas cuyos proyectos comenzaron con el psicoanálisis,

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y con la exploración de los efectos que la diferencia sexual tiene sobre los ámbitos del inconsciente, lo simbólico y el imaginario. Como señala Zakin (2000: 22), estas dos lógicas del feminismo de la diferencia no tienen que ser inconmensurables, pero tienden a operar en campos diferentes de la realidad (histórica-material y simbólica-psíquica) que rara vez se sobreponen en el nivel del comentario crítico en la teoría feminista (aunque véase Eisenstein y Jardine 1980; Meyers 1992; Butler 1994; Zakin 2000). De modo que no es sorprendente que la controversia sobre la “diferencia” se bifurque en dos literaturas separadas: las feministas de la diversidad responden sobre todo al feminismo de la diferencia social y las feministas desconstruccionistas responden principalmente al feminismo de la diferencia simbólica.

Feminismo de la diferencia I: el género como realidad social y punto de vista feminista

El contexto discursivo dominante de la teorización feminista angloamerica-na de fines de la década de los setenta y comienzos de los años ochenta se construyó a partir del feminismo de la segunda ola, incluyendo el feminismo existencial de De Beauvoir (1949), el feminismo liberal de Friedan (1963), el feminismo radical de Millet (1970), el feminismo socialista-marxista de Rowbotham (1972), el feminismo psicoanalítico de Mitchell (1973) y otras escritoras de la “liberación de la mujer” de los años sesenta y principios de los setenta. En respuesta a los conceptos y categorías dominantes de dichas elaboraciones teóricas (por ejemplo, patriarcado, androginia, misoginia, concientización, sororidad), a las críticas socialistas-feministas del patriar-cado capitalista y de la teoría de los “sistemas duales” (Young 1981), y las proclamas radicales estilo Simone de Beauvoir sobre la crianza de los hijos, la vida en familia y el papel de esposa y madre como el locus de la opresión de las mujeres, emergió una nueva perspectiva sobre “la cuestión de las mujeres”. Ahora contamos con una serie de términos para identificarla: teoría del punto de vista feminista, epistemología del punto de vista, feminismo cultural, feminismo social, feminismo ginocéntrico, teoría centrada en la mujer y teoría de la diferencia. El feminismo de la diferencia social presenta reflexiones tomadas del materialismo histórico dialéctico y marxista, o sus combinaciones (O‘Brien 1981; Hartsock 1983; MacKinnon 1983); la escuela de relaciones objetales de la teoría psicoanalítica (Chodorow 1978; Flax 1980; Hartsock 1983); el análisis cognitivo del desarrollo y la psicología moral (Gilligan 1982); la psicología social y la sociología situacional (Miller 1976; Smith 1987); las ciencias sociales interpretativas (Rose 1983; Harding 1986), y

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los trabajos sobre espiritualidad y esencia corporal (Rich 1976; Daly 1978). El objetivo colectivo de estas teóricas es que el feminismo asentado en las realidades de las vidas de las mujeres y en las formas de conocer o ser que fluyen de las experiencias de las mujeres (Harding 1987b) o del cuerpo femenino (Rich 1976) se convierta en un tema central.

El recuento más sistemático de la epistemología del feminismo de la diferencia social es el de Hartsock (1983, 1987), con quien se asocia más estrechamente la frase “punto de vista feminista”. La idea de un punto de vista feminista (o feminismo del punto de vista) se convirtió en un icono o, para parafrasear a MacKinnon (1987: 151), un término epistémico del arte para un sector de la teoría feminista académica. Al elaborar la postura feminista, Hartsock (1983, 1987) propone a) una tesis histórico-materialista en deuda con Marx, aunque dirigida al análisis del género en vez de la clase social, y b) una psicología de relaciones objetales influida por Chodorow (1978) y Flax (1980) que propone un yo distintivamente femenino sintonizado con la conexión y no con la separación, con la continuidad más que con la diso-ciación y con el conocimiento relacional más que con la razón abstracta. De este modo, Hartsock señala una diferencia estructural profunda entre las “realidades vividas” de las mujeres y las de los hombres en una sociedad estructurada por la heterosexualidad obligatoria y la dominación masculi-na. Dentro de este marco materialista, Hartsock (1987: 164) encuentra una consecuencia epistemológica: el “doble aspecto” de las vidas de las mujeres es la base de una específica “comprensión de las relaciones sociales” y una “privilegiada posición de ventaja sobre la supremacía masculina”, que puede servir como fundamento para una crítica incisiva de las instituciones y la ideología falocráticas que constituyen la forma capitalista del patriarcado. La tarea del feminismo es revalorar la experiencia de las mujeres, buscar “hilos comunes que conecten las diversas experiencias de las mujeres” y articular un punto de vista que ofrezca “la posibilidad de una comunidad completamente humana”, asentado todo en un análisis de los derechos de las mujeres al conocimiento (Hartsock 1987: 174-175; también Harding 1987b, 1991).

A pesar de las divergencias entre los recuentos biológicos, por un lado, y las explicaciones psicológicas, sociales o culturales de los elementos comunes entre las mujeres, por otro, las feministas de la diferencia social comparten tres estrategias teóricas que vale la pena señalar. Primero, en el nivel de la teoría social, todas las perspectivas de la diferencia incorporan al proyecto feminista una epistemología implícita dirigida en gran parte a acceder a la

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verdadera (aunque no biológica) naturaleza y realidad social de las mujeres. Segundo, en el nivel del análisis conceptual, todas las teóricas de la diferen-cia social presuponen la coherencia de una descripción de la identidad de género asentada en la diferencia entre los dos sexos, sin que importe cómo llegaron allí; en otras palabras, para el feminismo de la diferencia social, las personan son preeminentemente masculinas o femeninas. El asunto es no cuestionar la realidad de esta formulación diádica o negar su lógica como un marco analítico, sino explorar sus significados sociales, morales y políticos y la manera en que estructura el poder. Según esta perspectiva teórica, para parafrasear a Adams y Minson (1990), lo masculino/femenino simplemente “marca el sexo siempre ya dado en la categoría de la humanidad”. Tercero, el feminismo de la diferencia social no registra únicamente la diferencia entre las mujeres y los hombres, sino que moviliza la diferencia de género con el fin de iluminar con “claridad” (MacKinnon 1987: 57) los temas epistemológicos, para defender la superioridad de las formas de conocimiento de las mujeres o para reclamar su voz moral.

Feminismo de la diferencia II: la diferencia sexual y la estructura psicosimbólica

El contexto discursivo dominante de la teorización feminista europea de la década de los ochenta se vio influido, en la academia, por el estructuralismo (Lévi-Strauss), el psicoanálisis (Lacan), el postestructuralismo (Foucault, Deleuze) y la desconstrucción (Lyotard, Derrida), así como por las formas radicales de la práctica en la esfera política europea (Fraser y Barky 1992). Juntas, estas fuerzas produjeron en la teoría feminista un complejo único de posturas llamadas feminismo francés, asociado principalmente con los escritos filosóficos y literarios de Cixous (1976), Irigaray (1985a, b, 1993), Le Doeuff (1989) y Kristeva (1980, 1982, 1984), aunque también surgieron otras pensadoras feministas importantes influidas por los enfoques pos-marxistas (por ejemplo, Wittig 1976, 1980; Plaza 1978; Delphy 1984). Durante las dos últimas décadas, el feminismo francés ha recibido amplia atención de la filosofía feminista anglófona y de los estudios literarios, culturales y cinematográficos. Se ha publicado un gran número de libros dedicados a comentarios críticos sobre los textos psicoanalíticos feministas franceses y a aplicaciones interpretativas (por ejemplo, Marks y de Courtivron 1980; Ga-llop 1982; de Lauretis 1987; Moi 1987; Spivak 1988; Brennan 1989; Butler 1990; Whitford 1991; Braidotti 1991, 1994; Cornell 199, 1995; Fraser y Bartky 1992; Grosz 1989, 1994; Burke et al. 1994; Zerilli 1994; Deutscher 1997). El feminismo

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francés tiene mucho en común con el feminismo descontruccionista (sobre todo en su visión de la identidad sexual como un fenómeno mediado por la lengua o el discurso); pero su compromiso con el concepto de diferencia sexual irreductible garantiza su inclusión en la categoría del feminismo de la diferencia, a pesar de sus diversas estrategias de desplazamiento.

Un aspecto distintivo del feminismo francés, especialmente en los escritos de Kristeva y en los de Irigaray (de mayor influencia), es la tenaci-dad con la que se aferra a la diferencia sexual como un concepto ante todo crítico-analítico y a una ontología fundamental de la existencia humana. Apropiándose y subvirtiendo de manera simultánea las categorías laca-nianas de “orden simbólico” (o la “Ley del Padre”), el “imaginario” y la jouissance, Kristeva (1980) localiza la diferencia sexual en la zona semiótica (femenina) de lo preverbal, el cuerpo materno pre-edípico, los momentos de vinculación entre madre e hijo/a y los ritmos maternos que preceden a la zona (masculina) del orden simbólico, en la que el deseo del niño por la madre se reprime totalmente. Kristeva (1984, 1986) estructura lo simbólico y lo semiótico para marcar formas lingüísticas sexualmente diferenciadas; el primero mantiene conexiones lógicas y es lineal, pero el segundo “marca un punto de resistencia ante la autoridad cultural paternalmente codifica-da”, no está limitado por las leyes de la lingüística y está conectado con la expresión de los impulsos libidinales (Fraser 1992: 187). Así, en las raíces psíquicas inconscientes del poder patriarcal, Kristeva (1986: 294) identifica a una “disidente” transgresora encarnada en la Mujer como el signo de lo fe-menino, aunque no en las mujeres como seres sociales, reales, históricamente situadas. A este respecto, la concepción de Kristeva sobre la subjetividad femenina se mantiene “firme en la interfase entre lo psíquico y lo político” (Braidotti 1991: 231), involucrada en una subversión poética perpetua del código lógico-simbólico falogocéntrico.

Si el pensamiento de Kristeva exhibe el poder del relato psicoanalíti-co feminista francés sobre la tenacidad del sexo, entonces la escritura de Irigaray ejemplifica la insistencia continuada del feminismo francés en “la naturaleza fundamental y, de hecho, el estatus de infraestructura de la di-ferencia sexual en referencia a la existencia humana como un todo” (Cheah y Grosz 1998: 3-4). Dentro de esta postura, Irigaray (1985b: 136) explora la especificidad de la mujer simbólicamente como “ser dos” (“no Uno”). Invoca la figura metonímica del sexo semiabierto, cuyos labios desplazan al significante fálico para convertirse en la base que permite imaginarse “hablando (como) debiera una mujer” (parler femme), en contra del orden

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simbólico. En el centro de esta maniobra psicolingüística, se halla la dife-rencia sexual entre mujer y hombre, o lo que Irigaray llama los diferentes modos de articulación “entre el deseo y el lenguaje femenino y masculino” (1985b: 136). Como Kristeva, Irigaray (1985b: 110, 134) quiere modelar un nuevo tipo de intercambio lingüístico, una “sintaxis femenina” que ya no privilegiaría la “unicidad” o “alguna distinción de identidades”, sino que se articularía en el inconsciente como el juego de la metonimia. Los primeros trabajos de Irigaray estuvieron, por lo tanto, dirigidos a la teorización de lo femenino y a hablar el cuerpo de la mujer no como “esencias” ya dadas, sino como categorías utópicas que apuntan hacia, o bien inauguran, un futuro dentro del lenguaje y la inteligibilidad. Su trabajo más reciente (Irigaray 1993, 1996) se ha desplazado desde lo femenino en la diferencia sexual a la diferencia sexual misma, o a “la figura de ser dos”, en un esfuerzo por repensar los derechos y la ética. Para Irigaray (1993: 13-14; 1994, 1996), “la pareja fecunda” de la diferencia sexual, como “un intervalo generativo”, es una categoría analítica que sirve para criticar la opresión de género y la globalización neocolonial (Berger 1998; Fermon 1998), y que permite la diseminación de nuevos valores y la transfiguración de la vida cultural y sociopolítica (Schwab 1998).

“El tema que simplemente se niega a desaparecer”: esencialismo y diferencia

No hay una cuestión filosófica más persistente dentro del problema de la subjetividad de la teoría feminista que el esencialismo, “el tema que simple-mente se niega a desaparecer”, en parte porque su posición dentro del femi-nismo no puede resolverse con facilidad (Fuss 1992; 95, 1989; Heyes 2000). Las dos corrientes del feminismo de la diferencia han tenido que enfrentar la cuestión del esencialismo en forma de preguntas acerca de la posibilidad o deseabilidad de adelantar un concepto colectivo de “las mujeres”, valorar un llamado simbólico a “lo femenino” o plantear “la diferencia sexual” irreductible, sin afirmar una sustancia metafísica odiosamente exclusiva o normalizadora, una forma de vida natural o una estructura profunda res-pecto de estas entidades. El tema es particularmente complicado porque, con unas cuantas excepciones (p.ej. Rich 1976 y Daly 1978), ni las feministas de la diferencia social ni las de la diferencia simbólica han recurrido a un concepto fundacional de la mujer esencial o declarado una diferencia in-nata entre las mujeres y los hombres. El feminismo de la diferencia social, pensemos lo que pensemos sobre sus esfuerzos por articular una identidad para las mujeres, se mantiene comprometido con el concepto de género

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como una construcción y una condición social y psicológica (Alcoff 1988); y el feminismo de la diferencia simbólica —piénsese lo que se piense acerca de sus esfuerzos por asegurarle un espacio a lo femenino— sigue compro-metido con el despliegue de la ironía, los tropos, los artilugios literarios y un esencialismo “estratégico” que se niega a someterse a las dicotomías del “falomorfismo” occidental, incluyendo la categoría binaria de esencia/acci-dente (Fuss 1992: 108). A pesar de todo, estos compromisos no han salvado al feminismo de la diferencia social de las acusaciones de esencialismo (latente) y universalismo, lanzados por las teóricas de la diversidad (ver más abajo). Ni han rescatado al feminismo francés de los ataques referidos a su supuesto idealismo metafísico (Burke 1981; Moi 1985); su reduccionismo psicologista (Plaza 1978); su dependencia de una psicología política inadecuada y una bifurcación de género (freudiana) inhibidora (Leland 1992; Meyers 1992); su ahistoricidad estructuralista (Spivak 1988; Fraser 1992), y, en cuanto al tema de la diferencia sexual irreductible, su presunta heterosexualidad (Butler en Cheah y Grosz 1998). De este modo, proliferan intensos debates sobre “el riesgo de la esencia” en la teoría feminista, especialmente en la intersección entre los feminismos de la diferencia simbólica y el desconstruccionista.

La multiplicación del sujeto: el feminismo de la diversidad

La tendencia del feminismo de la diferencia social a apropiarse del concepto de “mujeres” como un término universal no problemático invita a que se lo acuse de esencialista, plantea el asunto de la exclusión y enciende la antorcha de la crisis de identidad dentro de la teoría feminista (Lugones y Spelman 1983; Alcoff 1988; Fraser y Nicholson 1990; Grant 1993). En una revisión de textos clásicos de la teoría feminista contemporánea, Spelman (1989) argumenta que, comenzando con De Beauvoir, el feminismo prestó poca atención a la etnicidad, la clase, la raza y cayó en las manos de presupuestos heterosexistas no analizados. Al presuponer que las vidas de las mujeres blancas, heterosexuales, de clase media son el paradigma para la situación de todas las mujeres, arguye Spelman, las corrientes dominantes de la teo-rización feminista no toman en cuenta la manera en que las construcciones sociales de raza, clase y sexualidad alteran profundamente el estatus de género, complican la identidad y, sobre todo, pluralizan y particularizan el significado de “mujeres”. Al parecer, el feminismo de la diferencia no pudo teorizar adecuadamente las diferencias entre las mujeres (Hekman 1999) o incorporar la diversidad cultural e histórica a la noción de punto de vista que se apoya filosóficamente en un “sujeto hablante que es una mujer indi-

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vidual, autónoma y consciente de sí misma” (Alarcón 1990: 363). Así, en el nivel de las políticas prácticas y la organización estratégica, la articulación que hace el feminismo de la diferencia social de la experiencia de las mujeres y el carácter cuasi prescriptivo de sus generalizaciones resulta limitado y reduccionista; privilegia no sólo a la raza blanca y la “conciencia”, sino que además sólo considera el género y excluye los demás ejes de dominación y opresión (Alarcón 1990; Fraser y Nicholson 1990). Cott (1986: 49) resume bien los dilemas conceptuales del feminismo de la diferencia social: “Re-conoce la diversidad entre las mujeres a la vez que plantea que las mujeres reconocen su unidad. Requiere como fundamento una conciencia de género, pero exige la eliminación de roles de género impuestos”.

En respuesta a estas insuficiencias angloamericanas, comenzaron a tomar forma las redefiniciones de la subjetividad femenina en lo que Rich (1976) denomina una “política de la ubicación” y Kruks (2001: 86) llama más tarde “una política de la afirmación de la identidad” (el término genérico es “política de la identidad”). En ambos casos, las pensadoras feministas comenzaron a presionar al movimiento de mujeres existente y al “etno-centrismo clasista” (Alarcón 1990: 364) de la teoría feminista dominante, exigiendo reconocimiento, poder, respeto y voz para las mujeres de color (Moraga y Anzaldúa 1983; Lorde 1984; Trinh 1989; Anzaldúa y Keating 2002). La articulación de Collins (1991) de una “epistemología feminista afrocéntrica” o “punto de vista de las mujeres negras” es un intento siste-mático para contrarrestar la blancura de la teoría feminista en nombre de una “política del empoderamiento” que se basa en el reconocimiento de la marginalidad y estatus de excluidas de las mujeres negras (ver también Hull et al. 1982; Smith 1983; hooks 1981, 1984, 1989, 1990; Carby 1987; Christian 1988). Las críticas a la “heterosexualidad obligatoria” (Rich 1983) y, más tarde, a la “matriz heterosexual” (Butler 1990) cuestionan aún más el esta-tus hegemónico de los conceptos de género y sexualidad planteados por el feminismo (de la diferencia) dominante (ver también Wittig 1976, 1980; Fuss 1989; Pelan 1989; Card 1995). La blancura y el etnocentrismo de las teorías feministas sobre el género, la diferencia sexual y la subjetividad —en Occidente— también caen bajo la mirada escrutadora de las teóricas de los estudios poscoloniales y del tercer mundo que tratan lo “subalterno” (Spi-vak 1988), cuestionan las prácticas de colonización (Alexander y Mohanty 1997) y analizan la producción de las mujeres como grupos socioeconómicos políticos en contextos locales e históricos específicos, con la idea de afirmar los procesos materiales y discursivos de formación de la identidad (Lazreg

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1988; Mohanty et al. 1991). Finalmente, Haraway (1990: 201; 1991) se em-barca en un cuestionamiento epistemológico y tecnológico de las teorías del punto de vista feminista, rechaza la noción de un solo punto de vista feminista y critica la “supresión no buscada de las diferencias polivocales, inasimilables y radicales” en el enfoque formulado por primera vez en el trabajo de Hartsock.

Dada la multiplicidad de visiones de los feminismos de la diversidad (que son tan teórica y metodológicamente variados como la diversidad que lideran), es difícil identificar un conjunto de características filosóficas o políti-cas que les permitan aglutinarse en un todo unificado. El enfoque de Collins (1991), por ejemplo, tiene mucho más en común con la teoría del punto de vista de Hartsock (1983) que con el constructo de Haraway sobre la identidad social como fragmentaria, contradictoria y no sustentada en el color de la piel, que se halla más cercana al feminismo desconstruccionista. La política de identidad cultural/grupal de Anzaldúa (1987) tiene poca relación con la crítica materialista histórica de Mohanty (1991: 51), que con vehemencia se distancia de “un sujeto monolítico individual” producido a partir de expe-riencias, compartidas de manera putativa, de subordinación, dependencia, opresión o victimización o a partir de una identidad grupal preconstituida.

Sin embargo, la perspectiva de la diversidad, por lo menos así como la construyo aquí, exhibe cuatro características clave: primero, le da al proyecto feminista un énfasis en las diferencias, las pluralidades, la heterogeneidad y la multiplicidad en la teorización sobre las mujeres, rechazando así la no-ción de un grupo unitario o una categoría genérica singular (y con mayor razón, una categoría genérica superior en cuanto a la experiencia o la moral). Segundo, hace hincapié en la condición situada, específica, históricamente encarnada del sujeto femenino, atendiendo sobre todo a las así llamadas identidades socioculturales basadas en la etnicidad, la religión, la sexua-lidad, la clase, el color, etc. Tercero, como parte de un proyecto político de empoderamiento, el feminismo de la diversidad invoca repetidamente a aquellas “otras” subyugadas y silenciadas que están desplazadas, margi-nadas, explotadas u oprimidas bajo estructuras de dominación que privi-legian al sujeto blanco, masculino, heterosexual, eurocéntrico u occidental. Cuarto, para la perspectiva de la diversidad, la articulación, negociación y reconocimiento de identidades o subjetividades previamente sumergidas, negadas o desdeñadas (junto con una gama de diferencias politizadas no sólo enfocadas sobre las mujeres) son una tarea central de una política feminista de resistencia.

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La teorización de las subjetividades desde un punto de vista epistemológico

Una secuela de estos feminismos de la diversidad es la entrada al escenario de la teoría feminista académica de un “conjunto de interrogantes epistemo-lógicos y políticos” (Brown 1995: 43) en la forma de encuentros entre las fe-ministas de la diferencia social y de la diversidad. Parafraseando a Haraway (1988) y a Hartsock (1997, 1998), el problema es cómo sostener de manera simultánea un relato radical y contingente de reclamos de conocimiento y sujetos conocedores, disolviendo así el falso “nosotras” del punto de vista feminista, a la vez que se mantiene la solidaridad entre mujeres, a través de las diferencias, en nombre de un movimiento feminista de largo plazo o de amplio alcance. ¿Es posible incorporar un concepto de diferencias y diversidad sin ceder el terreno privilegiado (de la verdad) de “un punto de vista de las mujeres” o el concepto de la diferencia sexual? Como sostiene bell hooks (1989: 22-23), “el reconocimiento de las interconexiones entre el sexo, la raza y la clase subraya la diversidad de experiencias, llamando a la redefinición de los términos para la unidad”; pero el desafío sigue siendo determinar con exactitud qué es lo que necesita la redefinición.

Ante este problema, la teoría feminista se centró en la filosofía, en temas como el significado del yo, el sujeto y la subjetividad de género, así como el contenido de una epistemología feminista (e.g., Jaggar y Bordo 1989; Code 1991; Gunew 1991; Harding 1991, Alcoff y Potter 1993; Scheman 1993; Campbell 1998). En respuesta al desafío de Hekman (1997, 1999) de que la teoría del punto de vista trate la cuestión de las diferencias, por ejemplo, Hartsock (1997; 1998: 240-41), comienza a reformular su visión inicial en términos de la “multiplicidad y variedad real” de las epistemologías con-tenidas en la experiencia de los grupos dominados, y Collins (1997) apela a las “experiencias basadas en grupos”. El esfuerzo de Haraway (1988) por lograr una reconciliación con la teoría del punto de vista reemplaza una postura epistemológica unitaria y privilegiada por un concepto de “saberes situados” y “perspectivas parciales” diversos y comunicables (no necesa-riamente privilegiados). Benhabib (1992: 10-11) imagina un continuo ético que se mueve desde el “punto de vista” de lo generalizado hacia la/s otra/s “concreta/s”, particularizada/s y distinta/s; Weeks (1998:8,10) apela al pun-to de vista feminista como un “ejemplo inspirador” para una subjetividad feminista colectiva, que construye “sujetos antagonistas” y está enraizado en un sentido de comunidad con otras mujeres. Hirschmann (1992: 338-39) elabora una teoría feminista sobre la variedad y multiplicidad de puntos de vista que reconoce “la interdependencia de diferentes tipos de opresiones” y

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acentúa la articulación de la identidad como una “empresa de colaboración” que involucra la conversación y el reconocimiento mutuo. Kruks (2001: 176), invocando a De Beauvoir, recomienda una intersubjetividad “que puede reconocer y aceptar la otredad” y respetar la diferencia como parte del “proyecto de un viaje feminista alrededor del mundo”.

Estas multiplicaciones se llevan a cabo no sólo en el nivel de la interac-ción entre posiciones de sujeto y subjetividades, sino también al interior del individuo, teorizado como yo y como sujeto. Alcoff (1988: 432-33) avanza una concepción del sujeto como posicionalidad, “en la que la identidad es una cuestión de “elecciones” que se vuelven “relativas frente a un contexto en constante cambio” que es mutable, fluido y puesto en escena de manera per-sistente. Anzaldúa (1987: 98; Anzaldúa y Keating 2002) introduce el concepto de conciencia mestiza para capturar la identidad, no como un conjunto de componentes compartimentalizados (raza, sexualidad, clase, etc.), sino como un complejo de cruces fronterizos y añadidos; de manera similar, Clough (1994: 115-116) y Sandoval (1991) valoran la identidad como híbrida “y no como una identidad de sujeto unificada”. Alarcón (1990: 366) cita una “plu-ralidad del yo” y “múltiples antagonismos” al describir la subjetividad de las mujeres de color; Haraway (1991) busca el concepto de subjetividad e hibridez feminista a través de la imagen dislocada del “cyborg”; De Lauretis (1990) teoriza al sujeto como un proceso de relaciones encarnadas, materiales, interconectadas, una multiplicidad de posicionamientos y entrelazamientos. A pesar de diferencias considerables en cuanto a su sustancia, todos estos proyectos intentan describir los elementos que constituyen a los sujetos a nombre de los cuales habla el feminismo y asignar un valor normativo a estas descripciones, a la vez que reconocen que privilegiar al sujeto, aunque sea un sujeto de “múltiples voces”, no es suficiente (Alarcón 1990).

La reconciliación entre algunas de las feministas de la diferencia social y de la diversidad significa que el género queda integrado en una mezcla de identificaciones y que la subjetividad feminista es ahora un fenómeno pluralizado en cuyo tejido se hallan hilos distintos. No obstante, a pesar de su visión de las “mujeres” como una identidad constituida por color, clase, etnicidad, cultura, identidad sexual, sexualidad, etc., este sector de la teoría feminista no abandona al “sujeto” en ningún momento; simplemente lo complejiza y lo sitúa, así que la pregunta política prevaleciente es cómo estos saberes diversamente situados, perspectivas parciales o sujetos complejos se conectan o traducen a través de “múltiples diferencias intersectantes” (Fraser 1997: 180) que no están en ningún caso limitadas al género. Como veremos,

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la “teoría de la diversidad” o el “multiculturalismo pluralista” (Fraser 1997: 185) y el problema epistemológico consecuente del “reconocimiento” genera una gran cantidad de controversias acerca del significado, los procesos y los procedimientos de una política de la identidad (feminista).

Antes de centrarnos en dicho tema, sin embargo, necesitamos examinar el feminismo desconstruccionista, la tercera perspectiva de la teoría feminista contemporánea, en la que la política feminista de la identidad teoriza su propia negación al designar a “las mujeres” como un campo de diferencias que no puede resumirse mediante ningún contenido de identidad o categoría descriptivas. El feminismo desconstruccionista quiebra y desmantela todas las categorías multívocas y preconstituidas (raza, color, clase, género) y “los etcéteras” (Butler 1990: 143) que las teorías de la diversidad promueven como de importancia capital tanto cultural como políticamente.

El desmantelamiento del sujeto: feminismo desconstruccionista

El desafío que representa teorizar el “sujeto” dentro de la categoría de las mujeres queda ejemplificado de una manera controversial, que se ha vuelto famosa, en los primeros escritos de Butler (1986, 1987, 1990, 1991, 1993), especialmente en El género en disputa. El feminismo y la subversión de la iden-tidad [1990]. “Mediante la trayectoria horizontal de adjetivos” escribe Butler sobre el feminismo de la diversidad (1990: 143), “estas posiciones buscan englobar un sujeto situado, pero no llegan nunca a ser completas […]. Ésta es una señal de agotamiento así como del proceso ilimitado del significado mismo”. La negación de Butler (1955a) del sujeto “voluntarista” presituado ha producido respuestas intensas y variadas en la teoría feminista (y queer) actual. De manera más general, el proyecto de debilitar cualquier noción de una subjetividad prediscursiva o un agente libre ha sido abordado con la etiqueta de la relación del feminismo con el posmodernismo (y la ansiedad que éste despierta) (Lovibond 1989; Bordo 1990; Fraser y Nicholson 1990; Nicholson 1990; Flax 1990; Hekman 1990; Singer 1992; Walby 1992; Benha-bib et al. 1995; Nicholson 1999; MacKinnon 2000), el postestructuralismo (Alcoff 1988; Fraser 1995), y la posmodernidad (Brown 1995). Aunque la designación, algunas veces peyorativa, “posmodernismo” se convirtió en una muletilla en las negociaciones teóricas entre el feminismo y las críticas desconstruccionistas post-Ilustración en las décadas de los ochenta y los noventa, es demasiado vago y abarca a muchos pensadores distintos como para proporcionar un apoyo adecuado sobre los temas teóricos específicos en estos debates (ver Butler 1995a).

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A pesar de todo, Benhabib (1995a: 18-21), por ejemplo, se basa en el trabajo de Flax (1990) para ubicar en “la posición posmoderna” las tres tesis de “la muerte del Hombre, la muerte de la Historia y la muerte de la Metafísica” y encuentra afinidades entre las demandas posmodernas y las feministas. Benhabib recomienda un “escepticismo” feminista al enfrentarse a las orien-taciones posmodernistas, con el fin de que la “emancipación femenina” no se vaya a pique junto con los paradigmas post-Ilustración que adoptan la incertidumbre, la fluidez, la inestabilidad y la indeterminación y se saltan un “principio regulador” para la capacidad de acción, la autonomía y la individualidad. La conclusión de Benhabib (1995a), de que el feminismo y el posmodernismo no son aliados políticos conceptuales, la comparte de manera enfática MacKinnon (2000) (quien de manera problemática pre-senta al posmodernismo y el multiculturalismo como aliados); pero estos puntos de vista han tenido respuesta de teóricas que encuentran comple-mentariedades entre el feminismo y varias críticas desconstruccionistas o postestructurales (e.g. Butler 1995a, b; Brown 1995; Carver 1996; Fraser 1997; Scott 1998b; Webster 2000). La controversia sigue siendo una de las más virulentas dentro de los debates teóricos feministas de estos momentos.

Lo que realmente parece estar en juego en la confrontación entre el feminismo y el posmodernismo es a) la desconstrucción del sujeto dentro de la categoría de las mujeres en la teoría feminista y b) la formulación de una política feminista posfundacional que se mueva del concepto de agente autónomo a la teorización de las relaciones discursivas del poder, juegos de lenguaje, significados, subversiones y performances. En lo que se refiere a dichos temas, el trabajo de Butler es central, si es que no absolutamente definitivo (ver también Riley 1988; Spivak 1988; Cornell 1991, 1992; Scott 1992; Grosz 1994; Brown 1995, 1997; Deutscher 1997; Zerilli 1998a).

El objetivo político del proyecto teórico de Butler es someter los con-ceptos de sujeto, cuerpo, sexo, género, sexualidad y materialidad a una “crítica desconstruccionista” dirigida a desplazarlos “de los contextos en los que han sido desplegados como instrumentos de poder opresivo”. Inevitablemente, este proyecto va acompañado de la “pérdida de certeza epistemológica” o de una identidad ontológica fuertemente asegurada como origen de la acción consciente, cuestiones especialmente pertinen-tes, como hemos visto, a los feminismos de la diferencia y la diversidad y a la política feminista (Butler 1995a: 51). Butler comienza con ciertos elementos clave de los escritos de Foucault y va más allá para explorar la manera en que el feminismo produce y oculta al sujeto sexuado y genérico

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dentro de una matriz heterosexual que perpetúa las prácticas de exclu-sión, debilitando, de manera paradójica, las metas del feminismo (1990: 5-6). Esta exploración, que Butler denomina una “genealogía feminista de la categoría mujeres”, involucra una serie compleja de interpretaciones textuales que incluyen los escritos de Freud, De Beauvoir, Rubin, Fou-cault, Lacan, Kristeva, Wittig e Irigaray. De esta exploración podemos destilar por lo menos tres puntos críticos que definitivamente posicionan la versión de feminismo desconstruccionista de Butler (1990:5).

El primer punto sostiene que no existen sitios o fundamentos predis-cursivos, previos o naturales, ni para el sexo ni para el género, en los cuales apoyar la identidad. En efecto, “el ‘sexo’ está tan culturalmente construido como el género” y es por tanto una categoría generizada (gendered) (Butler 1990: 7; 1993). El segundo se refiere a que el género está mediado por el poder y regulado por la institución de una “heterosexualidad obligatoria y naturalizada”, bajo la relación binaria jerárquica y opresiva de lo masculino/femenino (1990: 22-23). Sin embargo, en tercer lugar, las reglamentaciones po-líticas y las prácticas disciplinarias que producen el género (como diferencia heterosexual) pueden “salir del campo de visión” mediante el “juego de las ausencias significativas” que se sostienen a través de “signos corporales y otros medios discursivos” (1990: 136). Esta última aseveración es el inicio de una de las percepciones más originales de Butler: el género es “performati-vo”, un acto intencional o una “estrategia” que sugiere una “construcción de significado dramática y contingente” (1990: 139). La performatividad, tal y como la articula Butler, “es el modo discursivo mediante el cual se instalan efectos ontológicos” (1996: 112) a través de subversivos actos de habla: parodias, repeticiones y recitaciones; por ejemplo, en las prácticas culturales de las “vestidas”, los y las travestis y “la estilización sexual de las identidades machorra/femme” (1990: 137). En escritos subsecuentes, estas prácticas llegaron a tener un significado paradigmático, intención no buscada por Butler en un inicio (1996).

Lo que cuenta aquí, en lo que se refiere a la teoría feminista, es la desconstrucción que el concepto de Butler sobre la “performatividad” discursiva “del género” (1990: 139) realiza sobre el sujeto, el cuerpo y la categoría de sexo, todos las cuales, en estos términos, ya no se construyen (como ocurre entre las feministas de la diferencia social y de la diversidad) como entidades previas a las prácticas de significación. En vez de ello, el cuerpo, el sexo, el deseo y el sujeto son efecto de un ordenamiento discursivo y de significación, “en donde dependiendo del contexto, cada quien hace

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su propia interpretación”, y están circunscritos como cuestiones políticas y producciones de poder (1995a: 54). Butler insiste, sin embargo, en que esta reconceptualización radical de la identidad como un efecto, de hecho, abre mayores posibilidades de capacidad de acción consciente que están exclui-das por posiciones que subrayan la matriz heterosexual y “consideran que las categorías de identidad son fundacionales y fijas” (1990: 147; 1995b, 1997a). Y en sus escritos más recientes, con un giro hacia el psicoanálisis, Butler (1997a, 2000a) se empeña en teorizar la identidad como una disposición compleja, formada mediante la pérdida y la ambivalencia, la melancolía y la finitud. Sin embargo, estos desplazamientos no han vacunado a su genealogía crítica contra una amplia gama de señalamientos amistosos y no amistosos de parte de teóricas feministas que sostienen que el proyecto desconstruccionista, y algunos (si no todos) los aspectos del posmodernismo debilitan el compromiso del feminismo con la capacidad de acción cons-ciente de las mujeres (p. ej. Benhabib 1995a, Weeks 1998), la identidad y un sentido de individualidad (p. ej. Di Stefano 1990; Hartsock 1990; Moya 1997; Kruks 2001), la liberación (Fraser 1995), la realidad social (MacKinnon 2000) y la justicia social (Nussbaum 1999b). En este nivel, el feminismo desconstruc-cionista de Butler, imbuido en cierto momento de un gesto afirmativo hacia la subjetividad y la capacidad de acción consciente (Butler 1997, 2000a), sigue siendo un terreno de cuestionamientos, y “el sujeto” del feminismo —ya sea ante la mirada de la diferencia, la diversidad o la desconstrucción— persiste como un espectro aparentemente imposible de erradicar, perpetuamente problemático, que persigue al pensamiento feminista.

La teorización de la política feminista

El problema esencial y la idea fija de la teoría feminista sigue siendo, hasta ahora, el problema de la identificación epistémica: colocar o dislocar al sujeto, fijar o desconstruir la categoría de “mujeres”, discernir o desman-telar el significado del “nosotras” feminista y teorizar o desplazar las “identidades”. Así, no sorprende que las teorías feministas de la política, la acción y la esfera pública, a pesar de sus importantes diferencias, tien-dan a mapear las controversias epistemológicas/de identificación que se refieren al yo, al sujeto y la subjetividad y que enmarcan la teoría feminista como si estuvieran grabadas en piedra. Young (1997b: 18) implícitamente captura esta situación cuando afirma: “la política feminista se evapora […] si no existe alguna concepción de las mujeres como un colectivo social”. De ahí a la aseveración de Hekman (1997: 142) hay sólo un pequeño paso: “la

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política feminista es necesariamente epistemológica”; manera de entender las cosas que comparten muchas teóricas políticas feministas, pero que no suscriben quienes no entienden la teoría como dirigida hacia la articula-ción de certezas filosóficas o como una epistemología a priori, incluyendo afirmaciones filosóficamente verificables que afirman una identidad previa del sujeto femenino (Mouffe 1992; Brown 1995; Fraser 1997; Zerilli 1998b, 2000; Heyes 2000; Dietz 2002). Las teóricas políticas del último tipo tienden a considerar —de maneras no formales ni filosóficas— que la identidad no es previa, por ejemplo, a la historia ni a la economía ni a la cultura ni a la sociedad, sino interpretable sólo a través de este complejo de elementos y en relación con las prácticas humanas y los efectos del poder. Sin embargo, entre las teorías feministas sobre política de hoy en día podemos de hecho ver cómo el problema epistemológico define las fronteras y circunscribe los contornos de algunos de los temas que tocamos. El debate epistemológico sobre la “diferencia” y la “diversidad” se ha transformado en una enorme serie de escritos relativos a las concepciones feministas de la ciudadanía y la ética, la política de las diferencias de los grupos, la representación y el multiculturalismo y las normas del discurso democrático.

Uno de los aspectos más sobresalientes de las teorías feministas con-temporáneas sobre política es su compromiso común, en principio, con el concepto de democracia, a pesar de la realidad histórica y política de la sujeción de las mujeres, de su subordinación, subrepresentación y priva-ción de derechos como ciudadanas en los estados democráticos modernos (Pateman 1989; Mendus 1992; Phillips 1991, 1993, 1995). En tanto la teori-zación feminista se ve a sí misma no sólo como un proyecto interpretativo, sino también como un proyecto de emancipación, ha buscado articular los problemas de la democracia con una visión dirigida a las estrategias de representación y participación, capacidad de acción colectiva y libertad, que incluyan los principios y metas feministas. Como argumenta Pateman (1989: 223) “una teoría y una práctica ‘democráticas’ que no sean feministas al mismo tiempo, simplemente sirven para mantener una forma fundamen-tal de dominación y por lo tanto se burlan de los ideales y valores que se supone que la democracia encarna”. No obstante, tal y como hemos visto, el coordinado conceptual crítico “feminista” que Pateman avanza es discutible y lo son asimismo los proyectos teóricos que se lo apropian y lo despliegan en el contexto actual de la teoría política democrática feminista. Las con-troversias siguen, en líneas generales, los términos epistemológicos de la diferencia, la diversidad y la desconstrucción, sólo que ahora se traducen a

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la teorización de la ciudadanía, la representación, el multiculturalismo, el discurso democrático y la acción política.

La ciudadanía como diferencia generizada y desde una perspectiva de género: las mujeres en la esfera pública

En tanto el feminismo de la diferencia social es una política y a la vez una epistemología, pone en cuestión las teorías feministas liberales-igualitarias convencionales que predominaron en la década de los setenta y que ubican la emancipación política de las mujeres en la “equidad” de género o en la eliminación de distinciones de género ofensivas entre mujeres y hombres y por tanto en la minimización de la diferencia de género misma (p. ej. Okin 1989a). Del otro lado de lo que llegó a ser conocido como el debate de “la igualdad contra la diferencia” (p. ej. Okin 1989a; Young 1990: Phillips 1991; Bock y James 1992; Mendus 1992; Lister 1997), las feministas de la diferencia social se centran en la identidad de las mujeres y la relacionalidad femenina como los cimientos para una sociedad realmente civil y una ciudadanía au-ténticamente democrática. Como muchos teóricos liberales-igualitaristas, las feministas de la diferencia social suponen que las personas son de manera preeminente masculinas o femeninas, pero en vez de subrayar un concepto de neutralidad de género (un universal “abstracto” liberal que desenmasca-ran y consideran, como lo es en realidad, una norma particular desde el punto de vista de la dominación masculina), cuestionan la “concepción patriar-cal de la sociedad civil” (Pateman 1989: 52). La alternativa a la ciudadanía masculinista es una concepción de ciudadanía sexualmente diferenciada, pero basada en la idea de igualdad que reconocería a las mujeres como mujeres, valoraría el cuerpo femenino y privilegiaría ciertas habilidades sociales presuntamente femeninas (p. ej. intimidad, capacidad de atención, relacionalidad, autodefinición relacional, reciprocidad) y prácticas sociales (p. ej. maternaje, prestación de cuidados, resolución de conflictos). Jones (1990: 18; 1988) hace un llamado a una forma de gobierno “que sea empá-tica con las mujeres y con la multiplicidad de sus intereses”, una forma de gobierno que cuestione los conceptos liberales de justicia supuestamente masculinos y los requisitos masculinos para la ciudadanía, siguiendo lo que ya ha sido desenmascarado por la teoría crítica feminista (e.g. Pateman 1988, 1989; Shanley y Pateman 1990; Okin 1989b; Lister 1997).

En su forma teórica política más programática, el feminismo de la diferencia social (como el feminismo de la diferencia simbólica) confronta la “represión de la diferencia sexual femenina” (Cavarero 1992: 40) con la

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idea de afirmar el valor ético y político de lo femenino contra lo masculino, lo privado contra lo público y el ethos del cuidado contra el ethos de la jus-ticia. Sin embargo, el feminismo de la diferencia social hace hincapié en las prácticas, experiencias y formas de ser y saber (socialmente construidas) de las mujeres, especialmente en el ámbito de la maternidad, el maternaje y el pensamiento maternal. De acuerdo con esto, los roles de las mujeres en el ámbito privado de la familia y las relaciones íntimas, especialmente las que se dan entre madre e hijas/os, se presentan como la base para una nueva moralidad pública, política (Elshtain 1981, 1982; Noddings 1984; Ruddick 1989; Held 1990), una esfera pública revitalizada (Elshtain 1981; Hartsock 1987), o un discurso y unas acciones democráticas feministas (Elshtain 1982; Jones 1990; Boling 1996). Al apelar a la “mujer privada” con el propósito de reinventar el ámbito público, el feminismo de la diferencia intenta hacer retroceder la relación normativa que identifica en el pensamiento occidental patriarcal, en el cual el ámbito privado de lo femenino está subordinado al ámbito público de lo masculino. En el feminismo de la diferencia social, entonces, lo “público masculino” se “mujeriza” mediante la importación de virtudes femeninas putativas al ámbito político. Sin embargo, en este proyecto, la dualidad conceptual original de lo público y lo privado no se desplaza, sino que se mantiene relativamente estable, espacial y fija. De modo que puede que el feminismo social privilegie las virtudes femeninas, la conectividad y la paz con el fin de cuestionar la hegemonía del guerre-ro varón autónomo y violento en el estado como esfera pública (Elshtain 1987; Tickner 1992), pero, en el nivel conceptual, no desmantela el binomio genérico de lo masculino/femenino, ni el binomio espacial de lo público/privado. En muchos aspectos, la perspectiva que adopta el feminismo de la diferencia social sobre la ciudadanía vista desde una perspectiva de género —incluyendo su deuda con Gilligan (1982; Gilligan et al. 1988) y su énfasis en la identidad y valores unitarios de las mujeres, la prioridad de la familia, el ámbito privado como origen de los valores políticos femeninos, el cuidado de los niños, la singularidad de la voz y las conexiones relacionales de las mujeres y la preocupación por la comunidad— sigue siendo el elemento dominante en gran parte del feminismo académico angloamericano, así como en el discurso político feminista cotidiano, incluyendo el discurso de la política electoral e institucional de los Estados Unidos (Goodman 2002, discurso inédito).

En el contexto de la teoría política feminista de la academia, sin em-bargo, el feminismo de la diferencia social se ha topado con varias críticas,

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entre las cuales destaca la de Tronto (1987, 1989, 1993). Tronto complica sociológicamente la ética del cuidado, incorporando la raza y la clase, y en lo político ubica el cuidado en relación con (no en oposición a) la justicia y la ciudadanía democráticas, desmantelando así la perspectiva de género adoptada por el feminismo social que ve la justicia como masculina y el cuidado como femenino (ver también Bubeck 1995; Sevenhuijsen 1998). El feminismo de la diferencia también resulta vulnerable a la crítica de las feministas que teorizan prácticas de responsabilidad más complejas (Smiley 1992) y las autoconcepciones y las vidas sociales de las mujeres (Walker 1998), y que cuestionan que para conceptualizar la política, el feminismo social se base en la distinción entre lo público y lo privado (Dietz 1987) y rechazan el pensamiento maternal así como la díada madre/hijo(a) como modelos adecuados para una política y acción democrática y no jerárquica (Dietz 1985, 1987, 2002; Phillips 1991; Mouffe 1992). Por supuesto, los impulsos homogeneizantes, generalizadores y a veces comunitarios del feminismo de la diferencia social también son objeto de la crítica de las feministas de la diversidad, quienes “sospechan de los conceptos unívocos del poder” (Acklesberg 1997: 170) que forman parte de cualquier concepto unitario o específico de género, sobre ciudadanía, comunidad y política que no reco-nozca las diferencias sociales y culturales entre mujeres o que formule ejes de identidad más allá del género.

La ciudadanía cuestionada: el feminismo universal y el choque de culturas

La tensión entre igualdad y diferencia, y la cuestión concomitante de la neutralidad de género versus la especificidad de género, continúan siendo características fundamentales de la teorización, tal vez de manera más notable en los estudios jurídicos y de derecho angloestadounidenses (p.ej. Rohde 1989; Minow 1990), las teorías sobre la justicia (Okin 1986, 1989a; Young 1990) y sobre seguridad social (Fraser 1997; también Young 1997b). Sin embargo, en el nivel de la teorización sobre una política de la ciudadanía, los debates sobre la igualdad y la diferencia llegaron a un impasse en la década de los ochenta, cuando los nuevos enfoques teóricos modificaron las teorías feministas sobre la ciudadanía. Entre estos problemas el más importante se refiere a la diversidad, es decir a la manera en que la sociedad política, como un constructo amplio, construye a las personas y los grupos a lo largo de líneas múltiples de identidad, incluyendo el género, la raza, el color, la sexualidad, la clase, la religión, la etnicidad y la nacionalidad. El reconoci-miento de la diversidad cultural y las diferencias entre grupos plantea al

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feminismo ciertos dilemas, tanto locales como mundiales, que se remontan a la oposición del movimiento a las formas jerárquicas de dominación y su constante preocupación por la igualdad sexual: cómo teorizar sobre una concepción de la justicia (o la igualdad de derechos) que se aplique a todo el mundo a la que vez que se mantiene la integridad de los grupos diversos y los colectivos culturales y el respeto hacia ellos. El problema, en otras palabras, es cómo reconocer que el pluralismo implica un conjunto de derechos de los grupos o las identidades culturales, sin fomentar a la vez que un solo grupo o subgrupo se beneficie a expensas de otro. ¿Pue-de reconciliarse la universalidad con las diferencias? ¿Pueden definirse o teorizarse la verdad, los derechos y la igualdad moral de manera que se construya un punto de vista aceptado universal y transculturalmente?

En este contexto, algunas teóricas feministas han comenzado a acusar a los teóricos de los derechos culturales, o al multiculturalismo en general, de haber pasado por alto los derechos de las mujeres y las “desigualdades entre los sexos” (Okin 1999:23), cuando promueven los derechos de gru-pos o culturas, reinscribiendo así las mismas estructuras de dominación masculina a las que se opone resueltamente el feminismo (Okin 1995, 1998; Nussbaum 1995, 1999a; MacKinnon 2000). Estas especialistas están de acuer-do en que entre los “peligros del acomodamiento multicultural” (Shachar 1998: 287; ver también Spinner-Halev 2001), se encuentra la aquiescencia a la subordinación, explotación y opresión continua de las mujeres en todas las esferas de la cultura y la sociedad. De este modo, el título de un libro reciente pregunta ¿Es malo el multiculturalismo para las mujeres? (Okin 1999). Lo que está en juego es no sólo el análisis de las prácticas culturales o religiosas que las críticas del acomodamiento multiculturalista consideran opresivas de los derechos individuales, la dignidad y la libertad de mujeres y niñas (por ejemplo, las pañoletas para cubrirse el cabello, el velo, la clito-ridectomía, la poligamia), sino también la posición de las mujeres al interior de las culturas y los grupos. También se halla en juego el tema más amplio, filosófico-político, que se refiere a si (y si es que sí, cómo) puede articularse en nombre de las mujeres un universalismo feminista moderno, atento a las culturas pero también comprometido con los principios abstractos de la justi-cia y los derechos (Benhabib 1995b). Las teóricas feministas que contestan de manera afirmativa a esta interrogante (p.ej. Chen 1995; Okin 1995, 1998, 1999; Nussbaum 1995, 1999a, 2000; Benhabib 1995b, 2002; Jaggar 1998; Ackerly y Okin 1999; MacKinnon 2000) no están necesariamente de acuerdo en cuanto a los fundamentos o suposiciones que podrían conformar un proyecto de

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este tipo. (Nussbaum, por ejemplo, formula un humanismo aristoteliano modificado, Okin defiende un liberalismo rawlsiano modificado y Benhabib ofrece una ética discursiva de la interacción, basada en Habermas.) Pero todas parecen compartir una orientación que visualiza la posibilidad de una “comunidad moral dialógica mundial” (Benhabib 1995b: 237; 2002) que abordaría cuestiones de justicia e injusticia marcadas por las condiciones culturales y políticas de las vidas de las mujeres, especialmente de las vidas de las mujeres pobres en las culturas locales del segundo y tercer mundos. Así, las aseveraciones feministas universales acerca de las condiciones y derechos de las mujeres se apoyan en concepciones sustantivas del bien social y público que son inevitables en tanto están sujetas a la justificación racional y se practican de manera concreta.

Sin embargo, la noción de una “defensa calificada del esencialismo” (Okin 1995: 275) y un discurso ético global asentado en principios de justicia y derechos para las mujeres qua mujeres es justamente lo que otras teóricas feministas de las culturas locales y mundiales quieren contrarrestar (e.g. Lazreg 1988; Spivak 1988; Moghadam 1989; Trinh 1990; Mohanty 1991; al-Hibri 1999; Honig 1999; Euben 2001; Butler 2000b). A lo menos, estas espe-cialistas de la “cultura” plantean preocupaciones sobre la interpretación, la metodología y la política en cuanto a lo que constituye una representación adecuada de las mujeres en tanto que mujeres, o una comprensión justifi-cable de las prácticas culturales distintas a las propias, o una apreciación del contexto, especialmente en lo que se refiere a las mujeres del segundo y tercer mundos. Los mismos términos que crean una oposición entre “muje-res” y “multiculturalismo” o reducen una serie de culturas a un solo “ismo” son también cuestiones de interés (Norton 2001). Putnam (1995: 311), por ejemplo, argumenta que a algunos proyectos universalistas feministas se los puede acusar de “sustitucionalismo”, o en palabras de Alarcón (1990: 356) de una “lógica de identificación”, mediante la cual las académicas feministas del primer mundo (mujeres angloamericanas, de clase media) perpetúan el sesgo de las teorías occidentales sobre justicia en nombre de todas las mujeres, especialmente de aquellas que no provienen de Occidente. De manera correspondiente, otras críticas arguyen que el feminismo universal no admite “el carácter intolerante de sus propias normas” ni “considera la manera en que el feminismo trabaja en complicidad total con las metas colonialistas de los Estados Unidos, imponiendo normas de civilidad” en las culturas del segundo y tercer mundos (Butler 2000b: 35; ver también Ahmed 1992; Smolin 1995-1996; Sassen 1998; Al-Hibri 1999).

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Estas respuestas vuelven a tocar de manera muy vívida algunos aspec-tos de los debates feministas sobre la diferencia y la diversidad, trasladados ahora a la política de la cultura y a la teoría del poscolonialismo. Como una extensión de las discusiones filosóficas sobre la relación entre el universalismo y el particularismo, las feministas culturales hacen hincapié en la importancia de diferenciar, desde las perspectivas de la historia y la cultura, las prácticas sociales dentro y a través de las culturas, incluyendo los esfuerzos cultura-les opresivos que intersectan la diferencia de género (p.ej. los esfuerzos por controlar la sexualidad masculina) (Honig 1995). Una teoría feminista crítica dirigida a la emancipación debe, afirman estas feministas, estar dispuesta a ensuciarse las manos mediante la creación de genealogías históricas concretas. Para las universalistas que desean defender el binomio de género como una categoría de análisis e identificar la desigualdad entre los dos sexos como el objetivo principal de “la mayoría de las culturas” (Okin 1999: 13), sin embargo, estas exigencias de especificidad contextual y respeto por las diferencias culturales amenazan con caer en el relativismo que asegura que “todas las culturas son igualmente válidas” (MacKinnon 2000: 699) o coincidir “con las posiciones de la reacción, la opresión y el sexismo” (Nussbaum 1995: 66, 2000).

En suma, a pesar de los esfuerzos en contra (Okin 1999), la tendencia universalista a interpretar la sospecha feminista cultural sobre los ideales nor-mativos reguladores como equivalentes de un relativismo nihilista, radical, y la tendencia culturalista a interpretar el llamado universalista a los principios morales abstractos como la vuelta al imperialismo hegemónico occidental, no han aliviado las tensiones entre el feminismo y el multiculturalismo en la teoría o en la práctica. Aunque puede parecer que esta controversia entre las feministas universalistas y las culturalistas se dirige a una versión del impasse que se dio entre la igualdad y la diferencia, hay proyectos recientes dentro de la teoría feminista que buscan poner nuevamente en escena el concepto de lo universal (e.g. Zerilli 1998a; Butler 2000b) y explorar los aspectos paradójicos del discurso de los derechos (Scott 1996; Brown 2000) desde la perspectiva del postestructuralismo y en los cuales no se intenta simplemente reinscri-bir ni, tampoco, abandonar por completo los discursos occidentales sobre la modernidad. Algunos de estos proyectos reconocen la complejidad y la ambigüedad discursiva que conforman a las luchas políticas y que se dan en la brecha entre el consenso ideal y el nihilismo, o entre “prácticas culturales recalcitrantes y principios morales abstractos” (Euben 2001: 891). Así que el objetivo de esta dimensión de la teoría feminista crítica es investigar cómo las

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luchas concretas, históricas, emplean estrategias discursivas tanto universales como culturales con la mirada puesta en la justicia y la libertad sociales.

El debate los discursos democráticos

En años recientes, las teóricas políticas se han dedicado a debatir sobre lo que puede querer decir conceptualizar una praxis política feminista que esté alineada con la democracia pero que no comience con el binomio del género. En este sentido, Mouffe (1992: 376, 378; 1993), por ejemplo, propone una concepción feminista de la ciudadanía democrática que convertiría la diferencia sexual en algo “no pertinente”. Tal vez, el aspecto más visible de tales concepciones es que están atentas a la pluralidad, que colocan a la sociedad democrática como un campo de interacción en el que se politizan e intersectan múltiples ejes de diferencia, identidad y subordinación (e.g. Phelan 1994; Young 1990, 1997b, 2000; Benahbib 1992; Honig 1992; Ferguson 1993; Phillips 1993, 1995; Mouffe 1993; Yeatman 1994, 1998; Bickford 1996; Dean 1996; Fraser 1997; Nash 1998; Heyes 2000; McAfee 2000). Aunque estas teóricas tienden a compartir una concepción de la política democrática que comienza con la realidad de la interacción y el conflicto entre adversarios, muestran, no obstante, considerables divergencias en sus puntos de vista cuando se habla de la teorización de la política democrática. Sin embargo, en cada una de estas perspectivas se halla en juego no tanto la cuestión ju-rídico legal de cómo salvaguardar las diferencias o la cuestión institucional de cómo representarlas (aunque véase Phillips 1995 y Young 2000), sino más bien la cuestión de lo que significa actualizar los espacios públicos y actuar la política democrática.

Las teóricas feministas de la pluralidad democrática se dividen a grandes rasgos en dos líneas de interés. Los enfoques asociativos (ver Dietz 2002: 136-37) están más cercanos al proyecto epistemológico del feminismo de la diversidad, puesto que tienden a comenzar con la “identidad politizada” (Brown 1995: 69) y después teorizan la política (democrática) en términos de la proliferación, la negociación y la coordinación de identidades, indivi-dualidades o grupos múltiples e intersectantes. Los proyectos asociativos están especialmente interesados en la “política del reconocimiento” (Fraser 1997) y las condiciones necesarias para lograr un discurso realmente demo-crático, una interacción comunicativa y la solidaridad (Fraser 1986; Young 1990, 1997b; Phillips 1995; Benhabib 1996; Bickford 1996; McAfee 2000). Desde esta posición, contribuyen de manera importante a la expansión de la bibliografía que trata la deliberación democrática.

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En contraste, los enfoques agonistas rechazan las formulaciones basadas en la identidad y están más vinculados con los proyectos de desconstrucción. Teorizan la política como un antagonismo constitutivamente persistente que es fragmentador y potencialmente subversivo; de este modo, las iden-tidades singulares tales como “mujeres” o incluso las identidades múltiples tales como “la mestiza”,1 no se hallan articuladas previamente, sino que son producto del habla y la articulación, vulnerables siempre al cuestionamiento, la transformación y las maniobras desestabilizadoras, como la performati-vidad (Honig 1992; Mouffe 1992, 1993; Brown 1995; Butler 1997b, c; Zerilli 1998b). Así, la categoría de mujeres “es el significante vacío”; no el sujeto que precede a su afirmación, sino la “articulación de una identidad políti-ca” (Zerilli 1998a: 19). Aunque teorizan el habla, el discurso y el lenguaje como sitios de significación, poder y realización, los enfoques agonistas no se ocupan de las condiciones para la deliberación política o la política de coaliciones, ni presentan argumentos teóricos referentes a acuerdos, con-sensos o incluso la competencia comunicativa al interior del campo de la política democrática. En vez de ello, hacen hincapié sobre la dinámica de la “equivalencia democrática (Mouffe 1992: 381) y la “libertad performati-va” (Honig 1992: 226; 1993) que, mediante la acción, agonistamente genera nuevas e impredecibles identidades. (Como indicador de la elasticidad interpretativa de algunos textos de teoría política señalamos el hecho de que tanto las teóricas asociativistas como las agonistas se inspiran en Arendt [ver Honig 1995; Dietz 2002], aun cuando las primeras también tienen afinidad con Habermas, mientras que las segundas reconocen su deuda con Foucault y a veces con Wittgenstein [Mouffe 1992; Zerilli 1998b; Heyes 2000]).

Entre las teóricas asociativistas, Young (1990: 10, 167, 184) es conocida por su formulación de “la política de la aseveración grupal” y los conceptos de “ciudadanía diferenciada por grupos” y del “público heterogéneo”, to-dos los cuales moviliza para pedir mecanismos políticos que proporcionen reconocimiento efectivo y representación en la esfera pública de grupos de electores que están en desventaja, marginados u oprimidos. El pensamiento de Young es tal vez el ejemplo paradigmático del esfuerzo por teorizar (y estabilizar) la diferencia y la representación entre grupos. A pesar de ello, ha recibido críticas de las teóricas feministas de la pluralidad que cues-tionan el esfuerzo mismo de totalizar, unificar o esencializar a “un grupo

1 En el original está en español (N. de la T.).

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social” (Phillips 1993; Mouffe 1993; Bickford 1996; Narayan 1997; Yuval-Davis 1997), particularmente en formas que suprimen las diferencias entre diversos grupos (Lister 1997) o no distinguen de manera adecuada entre la identidad y la posición social (Bickford 1999) o entre intereses culturales y económicos (Fraser 1997) o entre las maneras que amenazan simplemente con recapitular el pluralismo de intereses de grupo en vez de la solidaridad política (Mouffe 1992; Dean 1996). (Para una crítica de la política grupal de identidad, ver Elshtain 1995.) Lo que está en discusión entre estas críticas de la identidad o diferenciación de grupos y las demandas que surgen de ellas, es una cuestión de importancia central para cualquier teoría que, a la luz de los movimientos sociales de finales del siglo xx, se considere com-prometida con un proyecto democrático: ¿exactamente qué distingue una lucha verdaderamente emancipatoria por la identidad o el reconocimiento y la diferencia de una distracción inútil, una mistificación burguesa, una celebración solipsista o un “apego herido” (Brown 1995: 52)? Esta pregunta (e incluso el hecho de que sea legítimo plantearla) resulta muy acuciante sobre todo para las teóricas feministas asociativistas y agonistas, que a menudo disienten con vehemencia no sólo acerca de lo que constituye una formulación adecuada de las demandas identitarias de justicia o libertad, sino también acerca de la misma prioridad, centralidad y relacionalidad de algunas luchas de resistencia en relación con otras. También es tema de dis-puta la manera en que debe teorizarse sistemáticamente este asunto. Fraser (1997), por ejemplo, argumenta que la política cultural del “reconocimiento” ha eclipsado la política económica de la “redistribución” y busca realinear el equilibrio entre ellas. Tanto Young (1997a) como Butler (1997c) critican la distinción de Fraser por estar totalmente esquematizada e inadecuadamente atenta a la potencialidad política de las luchas basadas en la identidad, así como a la cultura como un espacio clave de la resistencia.

Cualquiera que sea la eficacia de un concepto de diferencia de grupos o la prioridad de una política del reconocimiento, la inclinación por los modelos de un público heterogéneo, contra-públicos subalternos o una red dispersa de muchos públicos (Benhabib 1996: 83; Fraser 1997) ha llevado a los proyectos de democracia del feminismo asociativo directamente al terreno amplio y “publicista” de la democracia deliberativa y la ética del discurso. Aquí, los debates sobre lo que constituye la interacción comunicativa emancipatoria, el discurso democrático y, más específicamente, los procesos y procedimientos adecuados para la adjudicación de derechos, necesidades y creencias, han galvanizado la atención de las teóricas de la democracia, el multiculturalis-

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mo, el nacionalismo y el poscolonialismo. La teoría democrática feminista, siempre alerta a las formas en que las estructuras y prácticas aparentemente igualitarias pueden legitimar o enmascarar la dominación y la exclusión, aporta una mirada crítica al ámbito público deliberativo y discursivo (Mans-bridge 1990; Lara 1998; Lugones 2000). Las contribuciones de Benhabib (1992) y Fraser (1989, 1992) son notables porque ambas, a pesar de importantes diferencias teóricas (véase Benhabib et al. 1995) han presentado críticas de los modelos liberales del público burgués a favor de modelos del discurso o dialógicos que incorporen posibilidades democráticas y feministas. Otras teóricas asociativistas buscan contrarrestar la dominación incrustada en ciertos modos de (teorizar) la comunicación aumentando la intersubjetividad discursiva con formas complementarias de interacción dialógica, incluyendo las formas de saludo, la retórica y el relato (Young 1997b; Lara 1998), el testi-monio (Sanders 1997) y la escucha (Bickford 1996). En este sentido, algunas feministas democráticas asociativistas teorizan el discurso político en un marco interpretativo que recuerda el interés del feminismo de la diversidad por la subjetividad relacional (McAfee 2000), así como narraciones de la vida personal, el relato de experiencias y las perspectivas críticas parciales de mujeres de minorías o del tercer mundo (Lara 1998; Ackerly 2000). Otras presentan modelos del discurso que ponen en primer plano el razonamiento deliberativo, la argumentación, el escrutinio crítico y el ejercicio del juicio político (Benhabib 1996; McAfee 2000). De ahí que los elementos discursivos y procedimentales necesarios en el ámbito público democrático, si no es que la prioridad normativa de la acción comunicativa por sobre la acción estratégica, sigan siendo asuntos para la discusión y temas de desacuerdo entre las feministas democráticas asociativistas.

Sin embargo, los temas fundamentales en discusión entre las teorías de la política asociativista y agonista se refieren a la calidad emancipatoria del lenguaje o al discurso como política (la mayoría de las teóricas asociativistas y agonistas evitan tratar los modelos estructurales psicosimbólicos del lenguaje utilizados por el feminismo francés, ver Fraser 1992). Butler (1997b), cuyo feminismo desconstruccionista aparece en otros textos como teoría política democrática agonista, pone distancia entre su propio enfoque de actos de habla y la concepción habermasiana procedimental y modificada de la política deliberativa de la esfera pública favorecida por Benhabib (1996; ver también Kohn 2000; Webster 2000) y reformada por Young (2000). Como “agonistas”, Butler (1997b) y Mouffe (2000) creen que la formación de posiciones de sujeto necesariamente se lleva a cabo al interior de complejas redes de relaciones

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de poder que también marcan una diversidad permanente dentro del campo semántico. Desde este punto de vista agonista (que no comienza por alinear la política con un espacio de interacción comunicativo público), la política es esencialmente una práctica de creación, reproducción, transformación y articulación (no de coalición), en la cual las reglas del juego, así como las personas que juegan, no son nunca totalmente explícitas, estables o fijas, y están siempre constituidas mediante actos de poder (Mouffe 2000). La po-sición agonista afirma que el tema crucial para la política democrática no es cómo eliminar el poder o aspirar a una comunicación no distorsionada, sino más bien “cómo constituir formas de poder más compatibles con los valores democráticos” (Mouffe 2000: 100). De este modo, las agonistas evitan tratar proyectos que analizan las condiciones que rodean a los contextos comunica-tivos participativos, así como los procedimientos encarnados por éstos, sobre la base de que estos proyectos malinterpretan el lenguaje y evaden en vez de confrontar la naturaleza constitutiva del poder. Finalmente, en este recuento del poder, la agonista ubica al sujeto “ni como un punto de partida ni como un producto, sino como la posibilidad permanente de un cierto proceso de resignificación” (Butler 1995a: 47). Puesto de manera sencilla, las feministas asociativistas analizan las condiciones de exclusión para poder teorizar la emancipación del sujeto en la esfera pública de la interacción comunicativa; las feministas agonistas desconstruyen los procedimientos emancipatorios para revelar la manera en que se produce al sujeto a través de exclusiones políticas y se le posiciona en contra de ellas.

Este contraste en la teorización democrática nos lleva de regreso a la cuestión central de la teoría política feminista contemporánea: el estatus del sujeto como punto de partida para la teorización política feminista. Es decir, que volvemos a la pregunta de si es posible o deseable determinar un terreno para el sujeto en el feminismo. Y aunque una teórica política ha sugerido que es momento de “romper el hechizo” con el que este panorama epistémico tiene encantadas a la teoría y la política feministas (Zerilli 1998b: 455), es poco probable que eso ocurra en el futuro cercano. ¿Puede la teoría feminista abandonar su idea fija de estabilizar (o desestabilizar) al sujeto sin dejar de lado al feminismo como un movimiento político emancipatorio? ¿Puede el feminismo vivir sin una teoría ideal que ofrezca criterios reguladores para la interpretación y la acción políticas? Por ahora, las respuestas a estas pre-guntas existen sólo dentro de los cuestionamientos que son la realidad, y la vitalidad de las teorías contemporáneas del feminismo•

Traducción: Cecilia Olivares Mansuy

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225Rodrigo Parrini

Los estudios de género han seguido una extraña trayectoria. El primer per-sonaje que vemos esbozado en el ya clásico artículo de Gayle Rubin sobre el “Tráfico de mujeres” es una mujer doméstica a la que se le han asignado ciertos deberes y determinadas tareas, según una división sexual del trabajo que dispone el trabajo doméstico para las mujeres y el remunerado para los hombres. En ese artículo, Rubin se pregunta —estableciendo un símil con unos párrafos de Marx— “¿qué es una mujer? Una hembra de la especie”, responde, “[S]ólo se convierte en doméstica, esposa, mercancía, conejito Playboy, prostituta o dictáfono humano en determinadas relaciones” (Rubin, 1996:36; las cursivas son mías). En determinadas relaciones emerge de una hembra de la especie —sólo de la especie humana, por lo demás— una dueña de casa o una conejita Playboy, o ambas alternadamente. Una hembra de la especie, el personaje que Rubin delinea en su artículo, que puede ser muchas cosas a la vez, o sólo una de ellas, pero que tiene como destino, en tanto hembra, ser alguna de esas cosas o muchas otras, pero no todas entre el conjunto de posibilidades que la especie esgrime para sus retoños. No será sacerdote, al menos entre los miembros de la especie que dicen profesar la fe católica, ni tampoco parlamentaria entre otros que la consideran inferior para asumir tareas públicas. Hembras que han sido muchas cosas en ciertos momentos históricos y que no han podido ser otras tantas.

Pero, de todas formas, el personaje que Rubin esboza tiene al menos dos características centrales: es una hembra de la especie y en determina-das relaciones se transforma en algunas cosas, mientras que otras le están vedadas. Son relaciones productivas –-indican lo que estas hembras son o pueden ser— y restrictivas —lo que no podrían ser—. Luego, se detallan las posibilidades: domésticas, esposas, mercancías, conejas, prostitutas o dictáfonos. Tal vez su elección sea reveladora, pues tenemos, por un lado, roles domésticos —esposas y amas de casa— y por otro ciertos papeles públicos —prostitutas o conejas Playboy— relacionados, sin embargo, es-

¿Cómo transformar a hombres en “mujeres” y ordenarles que trabajen y sirvan?La división sexual del trabajo en una cárcel de hombres

Rodrigo Parrini

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trictamente con la sexualidad; es decir, nuevamente con lo doméstico. De algún modo, sólo existe un conjunto de opciones: aquellas que se vinculan intensamente con el sistema de sexo-género que la misma Rubin ha esbozado, un sistema que transforma ciertas necesidades biológicas en productos de la actividad y la cultura humanas y que en dicha transformación dirime labores, deberes y destinos. No es casual que la cita de Marx, parafraseada por Rubin, corresponda a la pregunta: “¿qué es un esclavo?” Esclavo se reemplaza por hembra, pero ambos quedan de algún modo unidos o vinculados: esclavo/hembra, producto de determinadas relaciones que los crean a ambos. Entonces, se especifica una relación de precedencia: primero existen determinadas relaciones y luego emerge un personaje —sea esclavo o hembra— que ejecutará ciertas acciones o cumplirá con algunas labores, dadas ciertas relaciones sociales que lo permiten y lo configuran. Pero atendamos a que en la descripción de Rubin hay una posibilidad central: la hembra también puede ser mercancía. Aunque sólo se lo enuncia de paso, este papel será significativo para todo el razonamiento de la autora, pues se dedicará a realizar una exégesis —son sus palabras— de ciertos textos clásicos: los de Freud, Marx y Lévi-Strauss. Y su exégesis se fundamentará, en último término, en el intercambio del que serán protagonistas las mujeres, pero en tanto sus objetos.

Dijimos que la trayectoria de los estudios de género era extraña. A prin-cipios de los años noventa la mujer doméstica ha perdido su importancia y el cetro lo ha recogido otro personaje: el travesti o la drag-queen. Es Butler (2001) quien representa el cambio de escenarios y de personajes. Las dolidas mujeres dedicadas a las labores domésticas o a la prostitución dan paso a estas figuras menos agónicas, tal vez más coloridas y centelleantes, puestas ellas mismas en una escena propia, entre cantos, plumas y cosméticos. El drama del intercambio es reemplazado por cierta agónica del poder y de la representación y los límites que estrictamente separaban a las hembras de los machos se desdibujan paulatinamente. El género, el nuevo artefacto conceptual que Rubin lanza al aire con elegancia y cierta osadía, se ve tras-tocado y los límites que alguna vez supuso —con el sexo, por supuesto— se difuminan. El género, que en Rubin explicaba las relaciones determinadas que permitían que una hembra de la especie se transformara en coneja o en dictáfono, ahora explicaría los límites mismos que lo distinguían del sexo, como aquello que se presentaba como lo dado de una relación que resultaba en una construcción social. El género es la construcción social de la diferencia sexual era el lema. Butler no se conforma con estas fronteras conspicuas y

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227Rodrigo Parrini

señala: el sexo también es género; el sexo ha olvidado su propia construcción para emerger como un dato irrevocable de la naturaleza, pero ya conocemos su operación y cuando alguien dice: hombre o mujer, hembra o macho, lo que hace es actuar un orden social que configura la anatomía.

Quizás entre Rubin y Butler hay un texto paradigmático, la introducción que Foucault (1980) realiza para la publicación de las memorias de Herculine Barbin, hermafrodita francés del siglo xix. En ese texto, de unas cuantas pá-ginas, Foucault presenta las memorias y a Herculine, desafortunada señorita a la que se obligó a cambiar de sexo y adoptar nombre masculino, porque un lamentable error había confundido a los funcionarios que la inscribieron como mujer, cuando en verdad era un hombre. Lamentable error, lo dice uno de los médicos que escribió sobre el caso, que generó una confusión sobre su sexo verdadero. Así se llama la introducción de Foucault, en la que esboza esta noción y la importancia que ha tenido para las tecnologías del poder y los dispositivos de identidad durante más de un siglo. Si bien la anatomía de Herculine era equívoca, la mirada de los médicos que la declararon como mujer fue poco avezada, y no descubrió, tras los signos aparentes, la verdad del sexo que se ocultaba entre pliegues y hendiduras. Eso es lo que rectifican, y esa institutriz católica y esmerada, que atendía una escuela para niñas en la provincia francesa, debió transformarse en hombre para honrar la verdad de su anatomía y permitir la verdad de su subjetividad. Foucault se detiene en el sexo verdadero que proclaman los médicos y que esgrimen en sus informes y señala que ahí, en esa petición de verdad para el sexo, encontraremos una clave para comprender la configuración de la sexualidad en nuestros días. Será la relación entre verdad y sexo la que nos conduzca hasta los recintos de la sexualidad y sus dispositivos.

Dijimos: este es un texto clave y se encuentra entre el de Rubin y el de Butler. Al menos, en términos teóricos, si no cronológicos. Entre porque ambas, de algún modo, discuten la verdad del sexo y la impugnan y su-gieren el trazo oblicuo que se esboza sobre la carne para hacerlos coincidir. Sexo verdadero que emerge de determinadas relaciones y que esconde su operación tras los velos de la anatomía. ¿Qué es el sexo verdadero? Se lo puede leer como género: el género es el sexo verdadero, por lo tanto, una operación que especifica una verdad a partir de la anatomía. Pero, quizás, apunta también a que cualquier pregunta sobre el sexo y sobre el género, ya se deba uno al otro o no, sea una petición de verdad. Verdad de las relaciones que transforman a una hembra en dictáfono y verdad de los límites que se deben difuminar para proclamar “también el sexo es género”.

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Colinas de polvos y camas deshechas: ¿quién barre la celda?

Hemos escrito lo anterior para adentrarnos en lo que nos interesa en este artículo. Nos pareció atingente empezar con las propias variaciones que los estudios de género han experimentado y con un remanente político que permanece en sus designios: la verdad, la petición de verdad. Ambos para arribar a nuestro caso. Ni hembras, ni drag queens, ni hermafroditas. Sólo hombres de la especie, por así decirlo.

Este es un trozo de una investigación más amplia sobre la configura-ción de la masculinidad y los procesos de subjetivación que suceden en una cárcel de hombres del Distrito Federal.1 Es un texto extenso en el que abordamos una diversidad de temas y aquí, en este artículo, sólo nos remi-timos a uno de ellos: la división sexual del trabajo que los internos realizan para fines de su reproducción social cotidiana y las posiciones que esti-pulan para organizar dicha división. En el espacio cotidiano más relevante, la celda, encontramos dos posiciones diferenciadas y centrales. Una es la mamá, el interno de mayor antigüedad y quien ordena y organiza las labores cotidianas. El otro es el monstruo, el interno más nuevo que debe realizar todas las labores domésticas.

Hablamos antes de verdad y del extraño trayecto para traer agua a nuestro molino. La división sexual del trabajo que los internos realizan y disponen sucede sólo sobre cuerpos masculinos y entre hombres. Aquí no encontraremos a ninguna mujer, al menos según su definición hegemónica o anatómica (si es que fueran distintas). Lo que sí hallaremos son machos de la especie que son transformados en mujeres, en términos de la reproducción de un sistema de sexo-género en su versión carcelaria, para que realicen las labores comúnmente asignadas a ellas en la versión mayor de dicho sistema. Pero he aquí el tema de la verdad. No es a una verdad del sexo a la que se remiten los internos, pues no les interesa ni les importa. La verdad es un

1 El texto completo corresponde a una tesis de la maestría en estudios de género impartida por el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer de El Colegio de México titulada: “Panópticos y laberintos: subjetivación, deseo y corporalidad en una cárcel de hombres”. La cárcel en la que se realizó la investigación en su fase empírica fue el Reclusorio Varonil Norte. La investigación tuvo un carácter cualitativo: se realizaron 15 entrevistas a hombres presos que vivían en diferentes dormitorios de la prisión y estaban condenados por diversos delitos. Parte de las conversaciones transcritas se reproducen en este texto. Los análisis se fundamentaron en ellas y hemos conservado el lenguaje utilizado por los internos, así como sus vacilaciones, repeticiones e interrupciones.

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síntoma del poder, y entre ellos, éste puede operar sin ella; sólo ordenando los cuerpos para determinadas funciones, sin que se pida ni se requiera identidad. Decimos: en la cárcel una mujer es un macho de la especie que en determinadas relaciones debe cocinar, lavar, ordenar, tender y barrer; pero se le pide sólo eso y ninguna seña identitaria o subjetiva; sólo su acatamien-to. Por eso, las mujeres de las que hablamos son “mujeres parciales”, que permiten la reproducción de una división sexual del trabajo y de un orden de género sui generis, aunque estrictamente consecutivo con la versión más hegemónica de él y que podríamos encontrar fuera de la cárcel. Si, como señala Barbara Ehrenreich, entre una cama desecha y una colina de polvo, que una mujer tiende y barre, lo que hay es “una relación entre seres humanos, en el más típico de los casos una esposa y un esposo”, que constituye “una representación simbólica de las relaciones entre los sexos” (Ehrenreich, 2000: 78; las cursivas son mías); nosotros podríamos indicar que entre esa colina y esa cama, en la cárcel, hay una relación entre una mamá y un monstruo, que representará simbólicamente las relaciones entre los sexos. Finalmente, es a lo que Scott apunta cuando escribe que hombre y mujer son categorías vacías y rebosantes, “[V]acías, porque carecen de un significado último, trascenden-te. Rebosantes, porque aun cuando parecen estables, contienen en su seno definiciones alternativas, negadas y eliminadas” (Scott, 1996: 301). Vacías, si no están imbricadas en determinadas relaciones, como señala Rubin; y, en la misma medida, rebosantes. Vacías y rebosantes como las mismas camas y las colinas de polvo que alguien barre: una mujer, un monstruo.

Mamás y monstruos: dos posiciones

Como señalamos, la vida al interior del penal se organiza en torno a algu-nas posiciones centrales que explican gran parte de las relaciones cotidianas de poder y la distribución del trabajo y de las prerrogativas. Hablamos de posiciones, porque lo primero que nos sorprendió fue la falta de identidad y la variabilidad de estos puntos, y lugares, de organización de las relaciones sociales en la cárcel. No hay algo así como un “personaje” que sedimente características o que requiera de determinadas cualidades para ser represen-tado. De este modo, las únicas posiciones que hemos encontrado, a saber, la mamá y el monstruo, son dos posiciones extremas en un orden de distribución del poder y del trabajo cotidiano de supervivencia. Estas posiciones resultan de la organización de los mismos internos, no de una atribución institucional, y los nombres provienen del argot carcelario. Asimismo, consideramos que no constituyen una jerarquía, pues aunque suponen poderes diferenciales y un

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gradiente en las prerrogativas son, ante todo, momentos en la trayectoria temporal de los internos dentro del penal, sustentada en la acumulación paulatina de antigüedad. Además, tampoco suponen una distribución ge-neral de las relaciones de poder en la prisión y muestran, más bien, su com-partimentación según los espacios sociales donde se conforman y suceden. De este modo, el poder que se ejerce en la celda no traspasa su radio, y no implica una distribución de aquél en conglomerados sociales y relaciones mayores —como los dormitorios y el penal completo—; fuera de ella las relaciones podrían ser distintas. La posicionalidad de la que hablamos, así como permite una cierta fijeza en las trayectorias de los internos dentro de la población carcelaria y organiza de una determinada forma las relacio-nes cotidianas en las celdas, permite, también, una gran flexibilidad en las relaciones, según los espacios y los grados de agregación que se estipulen.

De modo general, cualquier interno puede ser monstruo o mamá, depen-diendo del tiempo que lleve preso: un monstruo es siempre un interno recién llegado y la mamá es el interno más antiguo de una celda. Uno y otro responden, principalmente, a formas de organización de la convivencia al interior de las celdas y de las tareas cotidianas de manutención. De esta forma, mamá y monstruo representan una división “sexual” del trabajo sui generis, pero efectiva y operante, de acuerdo con la cual el monstruo realiza todas las labores de limpieza, aseo, preparación de los alimentos y cuidado de las que se encargan las mujeres habitualmente; y, de modo inverso, la mamá funge como jefe de hogar: es quien organiza la distribución de las tareas, resuelve los conflictos y dirime la organización del espacio en la celda.

(Aquí cabe mencionar el hecho de que nadie pudo explicar por qué es mamá y no papá, a pesar de que funge como “jefe de hogar” y tal vez por eso porque se ocupa de repartir tareas de mujeres y esa no es una tarea que le corresponda a los “papás”).

Mandar y esperar: las mamás

Como señalamos, la mamá es el interno más antiguo en una celda y quien organiza la vida en su interior. Los internos mencionan, cuando hablan de la mamá, estos dos rasgos, es el más viejo y es quien manda. Así como se le atribuye el máximo poder, se indica que tiene capacidad para dictar las normas que rigen la convivencia en una celda. No obstante, la legalidad que permite la posición mamá es general en el ordenamiento de las relaciones entre los internos. Las normas que puede dictar en su celda dependen de esta normativa mayor que posiciona al interno más antiguo como mamá

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de su celda. Por lo tanto, si bien el ejercicio del poder es local y específico, la legalidad es global y general. Las relaciones de poder, en este sentido, aparecen sancionadas procedimental pero no expresivamente: determinan quién pero no cómo. La legalidad, esta pequeña normativa de la conviven-cia, de las tareas y de los recursos, funciona como un diagrama que esboza con precisión ciertos aspectos en determinados espacios —tales como quién debe ser mamá o monstruo y cómo se realiza la sucesión hacia una u otra posición— y deja indeterminados muchos otros, sujetos a acuerdos especí-ficos y a regímenes diferenciales.

Por otro lado, la mamá detenta una cierta capacidad de decisión y de gestión y combina tanto las atribuciones de un jefe de familia como las de un propietario. De este modo, no sólo organiza la vida cotidiana en lo referente a las funciones y las tareas de los habitantes de una celda, sino que es “dueño” de la celda como espacio físico y puede vender las literas2 y rentar los artefactos; puede también vender antigüedad, de modo que si algún interno nuevo quiere evitar ser monstruo compra una “remisión”3 a la mamá. Si bien, uno de los internos señala que “la cárcel no es de nadie”, se forma un cierto régimen de propiedad sustentado en la antigüedad. La mamá, de este modo, es “jefe” de hogar porque es “dueño” de casa. La celda se constituye, así, en una especie de familia, con una “madre” que hace de “padre”, con un jefe de familia y un dueño de casa. Hogar en tanto espacio de convivencia cotidiana; familia en tanto organización de las relaciones. Una “madre” y sus subordinados. Una familia y sus monstruos.

Pus tiene el poder, se puede decir que es el máximo poder en la celda, porque es el más viejo, o sea, yo llevo tantos años aquí, entonces, todo lo que está, todo cómo se maneja la celda, todas esas normas yo las he puesto, todas esas reglas yo las he puesto. Entonces tienes que acatar las cosas, tú como vas llegando tú no me puedes decir qué vamos hacer, o sea, tú no puedes poner condiciones en una celda ¡porqué tú vas llegando! ¡Al contrario! Debes acatar y ganarte a la gente (Boris, 28 años).

La mamá, el que organiza todo, la que organiza toda la estancia, respecto de que sabes que: mira tú vas a hacer eso, tú vas hacer lo otro… (Leandro, 30 años).

2 Es necesario considerar que una litera es un lugar preciado dentro de una celda, pues implica ocupar un espacio en cierto modo privado y más cómodo para dormir que los otros disponibles, fundamentalmente, el suelo de la celda. Los espacios en la cárcel están abarrotados de internos y en una celda diseñada para 8 o 12 habitantes pueden vivir 25. Gran parte de ellos dormirán en el piso, arropados con mantas y utilizando colchones improvisados. En este contexto, una litera supone un mayor bienestar. 3 Dice el Diccionario de la Real Academia que “remitir” significa perdonar, alzar la pena, eximir o liberar de una obligación.

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La mamá es el de la estancia, el que más tiempo tiene, se le dice “madre”, mamá o sea, el más viejo en la estancia es el que ordena, el que manda todo (Venustiano, 33 años).

La mamá resulta de una acumulación de tiempo y el tiempo es un modo en el que se suma prestigio. Poder y tiempo, en este orden, se encuentran vinculados. A más tiempo, más poder. Poder impuesto, resultado de deter-minada organización social que estipula la antigüedad como fundamento de las prerrogativas, pero poder también consensual y modificable. Ser más antiguo no significa, en este sentido, acumular superioridad sobre los otros internos, sino que se reconoce como una característica contingente y también variable en la medida en que otros elementos pueden entrar en liza para modificar el orden; por ejemplo, mediante el uso de la fuerza y mediante el dinero, como ya lo señalamos.

Por ejemplo, aquí toda la gente que llega, por ejemplo, eres nuevo, tienes que acatar las reglas que hay en cada celda, ¿no? Por ejemplo, cada celda, cada dormitorio, tiene sus normas, sus reglas, por ejemplo, tú en tu celda, por la antigüedad que llevas, aquí lo manejan así, haz de cuenta tú llevas ¿cuánto llevas?, ¿cuánto tiempo llevas aquí en la celda?, ¿no? ¡No, pus yo llevo cuatro años! ¿Eres el más viejo? ¡Sí! Entonces por lo tal como lo manejan aquí, pus eres, eres la mamá del cantón, ¿no?, de la celda, o sea, eres el que das las órdenes ¿no? Que realmente la prisión no es de nadie, ¿no?. O sea, la prisión no es de nadie, pero se ha creado una idea de que, pus el más viejo es el bueno del cantón, ¿no? (Boris, 28 años).

La mamá es […] el más viejo de la celda, el que pus, él no hace nada ahí, él es el que manda todo, ese es el que manda a todos (¿Y por qué puede mandar a todos?) Porque él es el de más tiempo, él es el de más tiempo, por eso se le llama, se le dice madre o mamá, ¿no? (¿Sólo porque tiene más tiempo?) Sí, sí, pus, al del tiempo se le respeta porque casi, aquí en todas las canas, por su tiempo nomás, pero quizá uno puede ser más que él ¿no? que, que le pone en la madre a todos y es el mero mero ahí, ¿no? Por eso, porque se ha visto, yo en las celdas que he estado, bueno, que convivo, no que he estado, que convivo, yo he visto que llegan nuevecitos y le dan en la madre hasta a la mamá y ¡pum! pus se quedan los chavos de mero mero, ¿no? (Nico, 32 años).

Se distingue una polaridad en las relaciones de poder y en las atribucio-nes éticas; por una parte, el mero mero, esta reiteración performativa de un poder no cuestionable, ni enfrentable, es quien puede imponer su voluntad a los internos en una celda, a la fuerza si es necesario, y puede trastornar el orden de sucesión temporal y de jerarquías contingentes. Por otra parte, la mamá, en tanto interno más antiguo, es el “bueno” de la celda, no por virtuoso, sino que por su poder de decisión y gestión. El mero mero, esta reiteración performativa de un poder no cuestionable, ni enfrentable, y la bondad de la mamá (bondad de su poder) se interceptan como formas de construir determinadas relaciones de poder entre los internos. Nico dice, no obstante, que el mero mero le puede dar en la madre a la mamá de una

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celda, destituyéndola mediante lo que le es propio: su maternidad social, que obliga a sus protegidos a obedecerle. La da a la mamá en su madre. Otra reiteración del poder, pero para una operación inversa: destituir a la mamá de su posición y permitir al mero mero ocuparla en su reemplazo. Lo que tenemos es una nueva mamá; la reiteración del poder empieza donde termina, generando los mismos resultados.

Señalamos antes que la mamá puede vender una remisión a un interno nuevo y evitar que cumpla las funciones de monstruo. Pero puede vender-la porque es su prerrogativa instaurar a un interno —o a varios— como monstruo. Esto sucede en un momento específico, cuando un interno recién llega a una celda, sea porque ha ingresado a la cárcel hace poco o porque lo trasladaron desde otra. En este sentido, como lo anotamos, todos los pro-cesos de acumulación, para ubicarse en una posición o en otra, funcionan sólo dentro de cada celda y no son traspasables a otras. Podría suceder que un interno antiguo en una celda fuera trasladado a otra, cuyos habitantes tuvieran más antigüedad que él, y tendría que fungir como monstruo; o que a una celda llegaran constantemente internos nuevos o salieran en libertad los antiguos. No obstante, las posiciones son fijas, lo que se modificaría permanentemente es quién ocupa cada posición.

¡Ah!, pues es cuando, es como le digo, pus, cuando llega ahí, pus es el que los manda, sabes qué, tú vas a lavar la taza y tú te vas a poner a barrer y tú te vas a poner a lavar los trastes ¡y ya! Nada más, dos, dos días diario, digo, dos veces diario, lavar los tras-tos, los trastes son tres veces, en la mañana y a medio día y en la tarde, y el otro pus, nomás lavar la taza y a barrer, que esté limpio, la celdita, donde ora sí donde vivimos, nada más (Adrián, 62 años).

(¿Y por qué tenías que hacer tú las cosas en el dormitorio, en el cantón al que llegaste?) Porque pus, como le dijo, siempre el más nuevo hace las cosas. (¿Y quién te dijo que tenías que hacerlas?) El chavo que ya lleva el mayor tiempo ahí. (¿Por qué él?) O sea, porque, haga de cuenta, en un dormitorio, en una estancia, siempre hay uno que ya lleva más que, más tiempo y ahí dicen que es, o sea la mamá del cantón, el que tiene que ordenar a los demás, entonces él fue el que me empezó a decir eso y si no lo hacía pus me pegaban o me castigaban. (¿Cómo te castigaban?) Toda la noche parado. (¿Cuántos había en ese dormitorio?) Catorce (Demetrio, 18 años).

Así también, tanto como una familia, la celda es un pequeño feudo. Existen señores y sirvientes, y tiene un orden de sucesión.4 La sucesión se organiza, otra vez, según el tiempo, pues si una mamá sale libre le sucede

4 El vínculo que señalamos entre el esclavo de Marx y la hembra de Rubin se detecta en este caso también.

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quien le sigue en el orden de antigüedad. De este modo, a cualquier interno le puede tocar ser mamá, basta con que acumule años y se despeje el camino. La sucesión está resuelta por el respeto a la temporalidad acumulativa de la que hemos hablado. Funciona según sus reglas y permite mantener ambas posiciones de modo permanente y resolver la organización de la celda. La sucesión confirma y sostiene la legalidad propia de los internos a la que nos referimos antes. Entonces, así como hay posiciones, hay normas para su asunción y su desempeño. Una pequeña burocracia en el encierro, un orden funcionarial para el hacinamiento. Podríamos comprender cada posición también como cargos en una determinada organización del trabajo —feu-dal, como señalamos— que dispone para algunos la exacción completa de su fuerza de trabajo —el monstruo como sirviente— y la disposición total de otro sobre dicha fuerza —la mamá como señor—. No obstante, esto sólo funciona en el espacio de la celda, pues no hay algo así como la casta de las mamás; una vez que el interno transita a espacios mayores se enfrenta con otros regímenes de poder y otros “sistemas económicos”. Por ejemplo, en el espacio mayor del penal, existe uno de tipo capitalista, basado en la venta permanente de drogas, que instaura a algunos como padrinos —los dueños del tráfico— y genera una red intensa de vendedores y consumi-dores asiduos, un sistema de préstamo, de intereses y de pago. Es distinto y funciona de modo independiente al que hemos descrito para las celdas.

(Y la mamá de tu cantón ¿cuánto tiempo lleva?) Cinco años, de hecho cinco años, que ya está por irse en agosto, ya está por irse en agosto. (¿Y qué pasa cuando ella se vaya?) Cuando ella se vaya, la segunda persona que queda en su lugar, pues de hecho sigo yo, de hecho sigo yo. (¿Te va tocar ser mamá?) Según, sí, aquí, sí claro. (¿Cómo te parece eso?) Pues es algo ya, éste, más grande, es algo que tienes que ver, porque de hecho también aquí los custodios saben o sea, quién lleva la batuta de cada cantón ¿no? O sea, quién es el más viejo de cada cantón, y aquí las reglas se respetan y se siguen, de hecho ¿no? Y ya yéndose ella, pues yo me quedaría a cargo de la estancia y viendo de que la estancia siga igual de tranquila como hasta orita, eso es en lo que me cae a mí, de que siga igual (Sara, 35 años).5

No obstante lo anterior, puede suceder que una celda se organice de modos distintos. Esto lo encontraremos, especialmente, en las celdas que agrupan a internos de clase media, quienes eligen formas más igualitarias

5 Para evitar confusiones posibles debemos señalar que dos de los internos que entrevistamos se identificaban como travestis y eligieron que los tratáramos por sus apodos femeninos. Los que acá se anotan son seudónimos que respetan su decisión.

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de distribución del poder e incluso rechazan usar los términos comunes a los internos —mamá y monstruo—. En una celda, quien funge como mamá no quiere que le llamen así, según el relato de un interno, y se remite a las relaciones de parentesco para decir que “no es mamá de nadie”. Si no hay mamá, no hay hijos, y cada cual debe asumir un papel adulto y autónomo. En vez de familia, se constituye un colectivo de iguales, en términos relativos. En otra celda, si bien no hay mamá, lo que se mantiene de la organización común entre los internos es la ascendencia del tiempo en el ordenamiento.

(¿Y uno de ellos es la mamá?) Sí, se le menciona así como la mamá, pero a él no le gusta pues, no le gusta que le digan la mamá, porque él dice que él no es mamá de nadie, que todos somos seres humanos, todos pensamos, razonamos, o sea, ¡no tiene por qué estarle diciendo a la gente qué hacer y qué no hacer! (Venustiano, 33 años).

(Pero en el dormitorio de usted ¿cuál es la importancia de la antigüedad?) Únicamente para eso (¿No hay mamá?) No hay mamá, con nosotros no, pero siempre ahí está […] el más viejo (Esteban, 28 años).

Otra posibilidad es que la igualdad resulte de un equilibrio de poder entre los internos que habitan una celda y de relaciones anteriores al encie-rro. En este caso, este equilibrio y este conocimiento previo permiten una organización igualitaria de las tareas y de las prerrogativas. En contraste, las posiciones de mamá y monstruo resuelven la convivencia entre sujetos desconocidos que no necesariamente quieren estar juntos, y para ello dispone de un orden obligatorio y no evitable.

(¿Y por qué no tienen mamá?) ¿Por qué? porque más que nada todos los que vivimos en mi celda, es un punto a tocar, ¿no? No te lo dije, pero los que vivimos en mi celda somos personas que nos conocemos de la calle, por, por coincidencia llegaron a la celda ¿no? Hay unos amigos que son de la siguiente calle donde yo vivía, o sea, somos conocidos no de aquí, sino que nos conocemos del exterior, de la calle y, entonces, por tal razón convivimos bien[…]. Yo, por ejemplo, si veo sucia mi celda, yo, yo he agarrado la escoba y me pongo a limpiar, veo acomodado afuera de mi celda que hay trastes, los meto en el bote de los trastes, o sea, vaya, que todos, todos organizamos la celda (Boris, 28 años).

Barrer y cocinar: los monstruos

Debemos anotar que este análisis se conforma con relatos y versiones gene-rados por internos que se encuentran en distintas posiciones en las relaciones de poder y la distribución de los trabajos que hemos descrito antes. Si bien ninguno reconoció abiertamente que fuera mamá de una celda, algunos de los entrevistados eran los más antiguos y les correspondía ocupar dicha posición dentro de la legalidad y las formas de sucesión analizadas; a la inversa, varios de los entrevistados cumplían con las labores asignadas

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al monstruo en este contexto y lo señalaban abiertamente. En esta sección, hemos contrastado las versiones de internos que ocupan —sea efectiva o simbólicamente— la posición de mamá con las de aquellos que son monstruos, para analizar esta última posición. En muchos puntos, los relatos son seme-jantes a los anteriores y dicen cosas parecidas; el énfasis, no obstante, está en la especificidad que otorga al discurso elaborado la posición que se ocupa.

El monstruo se instaura apenas llega a una celda un interno nuevo. Es un resultado, inmediato y macizo, de la “novedad” de un interno entre la pobla-ción. La recepción está signada tanto por la violencia como por una orientación instructiva. Los internos, y específicamente la mamá, le dicen al interno nuevo lo que debe hacer. Resalta, en este punto, que la mamá ejerce un poder consen-tido por los otros internos de una celda; en la medida en que “representa” los intereses de la celda, los otros se suman a sus decisiones y las apoyan. En este sentido, se puede decir que el monstruo es una creación colectiva.

Acá cuando me pasaron para el dormitorio sí, ahí sí ya no me golpearon ¡me regañaron! Pero y luego, luego me éste, me pusieron hacer algo que hiciera yo, lavar trastes, lavar el cuartito, ahí on tamos. (¿Y quién lo puso hacer eso?) Pues el que ya tiene más tiempo ahí, que le dicen la mamá o sea, el que, suponemos el que ya tiene más tiempo, unos cuatro, tres años, cinco años, ése es el que manda ahí, los manda a todos (Adrián, 62 años).

(Y qué pasa cuando recién tú llegas al, cuando recién llegaste al cantón donde estás ¿cómo te recibieron?) ¡Ah, no!, pus, bueno, cuando yo llegué me recibieron bien ¡ya te la sabes! ¿No? pus, de qué se trata o qué, hay que mantener limpio el cantón, cubetas llenas y todo llenas y trastes limpios, cantón limpio ¡órale! Mañana te va a decir el chavo que hacía todo esto para que… entons el chavo ya me empieza a decir, esto va así y esto va acá, y esto se lava y esto no se lava y esto se acomoda y esto… ¡órale! Empiezo ya al siguiente día, al tercer día sin que me digan ellos, entons yo ya sé lo que tengo que hacer, ¿no? (Crisóstomo, 22 años).

Un interno que es mamá de su celda, dice que esta instauración del mons-truo corresponde a un “bautizo”. Adquiere la forma de un ritual de paso, que adentra al interno nuevo en el mundo al que ha llegado, posicionándolo de una manera específica durante un tiempo; especie de periodo liminar entre el ingreso y la integración consistente al colectivo de los internos. Curiosamente, el “bautizo” se resuelve en agua: lavar la ropa, las cobijas; añadir limpieza —y pureza como en todo bautizo— a la suciedad previa.

Por nuevo, como decimos “es el bautizo”, es que tienes que lavar las cobijas de todos, tienes que lavar la ropa de todos, y eso nada más lo vas hacer durante un mes, dos meses (Chino, 55 años).

Aunque hemos señalado que existen formas para evitar ser monstruo, que pasan específicamente por la voluntad de la mamá de la celda, y que permiten ciertos márgenes de negociación, cuando éstos no funcionan, o el

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interno nuevo no los puede gestionar (pagando, por ejemplo), la imposición por parte de la celda y la mamá sobre quien ocupe la posición de monstruo recurre, en último término, a la violencia. No obstante, el interno puede aceptar hacer lo que se le ordena de forma voluntaria, aunque, en realidad, casi no tiene elección para elegir otra cosa. Es una elección relativa y que se basa, más bien, en formas de reemplazar la obligación o de comprarla. Pero la voluntad que dispone a un interno como monstruo no es personal, sino colectiva, y forma parte de la legalidad que hemos señalado; sobre quien se niegue se yergue una amenaza de castigo, por parte de la mamá y/o de otros internos de la misma celda. Podría suceder que fuera expulsado de la celda, lo que no altera la legalidad, sino que la exime de resolver una confrontación específica. La ley sigue imperando: acatamiento, compra o expulsión son sus resoluciones.

(¿Y por qué se les respeta [a las mamás]?) Pus porque, si uno les contesta te agarran a golpes, o sea, te hacen cualquier cosa, nunca te tratan bien. (¿Cómo cualquier cosa?) Pus ya te avientan el agua, te queman, pus está uno descuidado, está uno lavando los trastes, por atrás te llegan, te empiezan a prender una servilleta y te empiezas a quemar, y así, cualquier cosita te hace, entons, uno por no tener problemas […] ya lo hago, ponen la mesa, comen tranquilos y ellos están comiendo bien y uno está ahí calentando las tortillas (Fulgencio, 35 años).

Quien es conminado a ocupar una posición puede aceptarla, e incluso asumir la tarea según un derrotero ético: el bien de la celda. De alguna forma, la posición se establece mediante un contrato, no estrictamente voluntario, pero sí signado —lo hemos dicho— por una legalidad y una cierta adhesión entre los “contrayentes”. Si bien la violencia se presenta como forma para lograr el acatamiento, la posición se sustenta, ante todo, en las palabras que se pronuncian, que así como distribuyen las tareas, otorgan cierta densidad a las relaciones y a los destinos dentro de la cárcel. Insisto: el punto es señalar que las posiciones no se pueden sustentar sólo en la violencia y que son establecidas y conminadas, en alguna medida, de forma ritual. Como en un matrimonio, el marido puede ser violento, pero no es la violencia la que permite el contrato. Asimismo, como señala uno de los entrevistados: “finalmente, esto es una cárcel”. El contexto determina el contrato que se puede establecer. En la celda se produce una intersección entre significados y prácticas, que remiten al espacio familiar, con otras que provienen de formas políticas de asociación: un vínculo coti-diano de supervivencia y un contrato que ordena las relaciones. Violencia y palabra; gesto y destino.

Como lo leímos antes en otra cita, se apela a una lógica del sistema que es, en sí misma, incuestionable, y que es lógica en tanto natural y evidente.

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Si algo que es estrictamente social en su construcción aparece como natu-ral en su justificación, entonces, estamos ante una ideología o ante cierta operación ideológica. Una ideología de la cárcel, que desglosa posiciones y legitimizaciones, y que es recursiva en sus aseveraciones: una cárcel es una cárcel, nos dijo un interno, así como el mero es mero. La recursividad es un proceso de naturalización. La cárcel es cárcel y, por lo tanto, violencia, insul-tos, fajinas, deberes... El mero es mero: la identidad precede a la acción y la constriñe. Identidad de la cárcel consigo misma y del mero consigo mismo. Vemos que el poder opera mediante la recursividad e identidad, afirmando lo que sostiene, anticipando una aseveración ante cualquier descripción posible. Esta lógica esgrime la “novedad” del monstruo como una deuda con el colectivo, que se paga mediante trabajo doméstico e identifica el orden señalado como acreedor generalizado para cualquier posición y destino (no sólo el monstruo, sino también la mamá). Orden social que se pliega sobre sí para surgir denso y compacto entre sus propias formulaciones, lógico en sus formas y relaciones, causa de todos sus efectos. Todos le deben su suerte y sus avatares.

Ahora bien, también encontramos un orden de sucesión para los monstruos. Orden inverso con respecto al que rige para las mamás. Si las mamás se conforman por antigüedad, el monstruo lo hace por novedad. En una celda, así como llegan otros internos nuevos unos dejan de ser monstruos y otros comienzan a serlo. Sin embargo, quien era monstruo asume una labor de enseñanza sobre quien lo reemplaza. Un interno dice “corregir”. El monstruo nuevo hereda una ortopedia para su labor y una pragmática para sus tareas. Porque la posición del monstruo es una de ca-rácter correctivo y disciplinario: debe acatar, pero también debe aprender a obedecer las órdenes, se le pide un modelamiento ante el régimen de la celda, una adscripción que supera la mera realización de ciertas labores. Los mandatos se traspasan de monstruo a monstruo. Otro interno dice que cuando la sucesión ocurre, quien era monstruo “escapa y descansa”. Se establece una pequeña cárcel dentro de la cárcel, formas concéntricas de internamiento y de encierro; grados consecutivos de libertad, vinculados con el tiempo de permanencia.

(¿Y qué pasa si llega alguien nuevo ahí en la celda?) ¡Ah, no pus me quitan a mí! De los deberes que se deben de hacer, entons, me toca a mí corregirlo al chavo. (¿Cómo corregirlo?) Sí, sí de decirle, por ejemplo, que no está haciendo bien el aseo, ¡ira! No estás haciendo bien el aseo, esto se hace así y así, esto y con esto se lava los trastes y con este bote se usa, ¿no? Ya le empiezo a decir todo eso, ya, entons agarro y… (Crisóstomo, 22 años).

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Pero, también, se habla de una pasión: Rolando dice que cuando llega otro más nuevo, entonces el monstruo que lo precede “se desafana de la fajina”. Tenemos la corrección de un monstruo por otro, pero también pa-sión —afecto— en el trabajo, que finaliza cuando ocurre la sucesión entre los monstruos. Una virtud, como lo hemos mencionado, que se despliega como voluntad ante un orden ineludible; una corrección que sustenta la continuidad del orden —la secuencia de los mandatos y del control, como señala Sara—, y una pasión que vincula al sujeto con sus acciones —la “faji-na”— y que otorga una densidad emocional, un afán, al hacer. Las palabras se unen con las cosas según estos modos: virtud de la voluntad, corrección de las conductas y pasión de las acciones.

(¿Y cómo se organizan dentro del dormitorio las tareas, las cosas que hay que hacer, las fajinas?) Bueno, cuando llegas aquí de coc a dormitorio, son tres meses de fajinas, todos los nuevos, ya cumpliendo tus tres meses, sales y los que van llegando van ha-ciendo la fajina, ahí en mi celda, éste, uno tiene que hacer el cantón, tiene que lavar los trastes, acarrear agua para dentro allá de la celda, y también de tanto tiempo como van llegando también los nuevos ahí en la celda, vas, éste, como quien dice desafanando la fajina (Rolando, 36 años).

Los fragmentos que hemos citado hasta el momento en este acápite corresponden todos a internos que eran o habían sido recientemente mons-truos al momento de la entrevista. Ahora, queremos utilizar fragmentos de quienes ocuparían la posición de mamá en sus celdas o, al menos, son presos con antigüedad suficiente para hablar desde otro lugar —específicamente uno de mando— sobre los monstruos.

Las mamás miran a sus monstruos

A un interno, que es mamá de su celda, le preguntamos sobre la distribución de las tareas en ella y él relata la forma en que se posiciona a alguien como monstruo. Contrasta al interno encargado de la fajina con la mamá, que es el “mero mero de la celda”. Dice, por un lado, que al monstruo le toca todo el trabajo, en contraste con una ausencia de deberes para la mamá, quien, no obstante, es el “mero mero” de la celda. Ante el trabajo, los internos ordenan las categorías a partir de quien no hace “nada” hasta quien hace “todo”. El mérito es no hacer nada.

(Qué pasa, que usted dice que los mandó) “La fajina” se le llama. (¿Por qué?) Porque van llegando. (¿Y tienen algún nombre ellos?) No, ¡ah, bueno! Sí, se les dicen “los monstros”. (¿Y por qué monstruos?) Porque son los que tienen que hacer toda la fajina, así se les dicen, los monstros, a la mamá es el mero mero ¿no? los monstros son los que pus andan acarreando el agua ¿no? (Nico, 32 años).

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Relacionemos esto con lo que hemos dicho sobre la ideología y constatare-mos que este mérito es, también, una forma progresiva de naturalización y de recursividad. El mero mero no hace nada —doble negación o negación recursiva del hacer—. Entonces, por un lado, el poder es una forma de di-ferenciación progresiva de los deberes y de abandono parcial del hacer en pos del decir —dar órdenes—. Por otro, el trayecto de la misma cárcel, que empieza con la virtud de la voluntad, la corrección de las conductas y la pasión de las acciones, termina por introducir la nada como destino final de cualquier poder. ¿Poder de qué? Poder de nada, pero poder de nada en tanto poder de todo. Implosión nihilista del poder que colapsa por saturación e instauración de este vacío en el que todo es nada y en el que hacer es no hacer. Éste es un modo de construir los méritos estrictamente opuesto al que la cárcel promueve entre sus fines rehabilitatorios, sustentados, en parte, en el trabajo de los internos. Antes, vimos que al monstruo que deja de serlo le toca corregir al que empieza. Entre los internos, el orden correctivo funciona de modo inverso al que sostiene la institución: a más tiempo menos deberes, a menos tiempo más tareas. La corrección de los propios internos opera como un castigo a la novedad de un interno y va disolviéndose en tanto pasa el tiempo. Un preso antiguo es “menos corregible”, en este orden, que uno nuevo. La disciplina —en su sentido lato— funciona como una forma de capturar mano de obra gratis que asegure la manutención de la celda; en su sentido estrictamente foucaultiano, opera como una forma de maximi-zar el rendimiento de los individuos en el trabajo —régimen específico de adiestramiento de la economía capitalista— (Foucault, 2003 y 1988; Dreyfus y Rabinow, 1988). En la cárcel, la disciplina, en ambos sentidos, funciona como una forma de disponer de una fuerza de trabajo que se dedique a las tareas de reproducción, pero invierte el funcionamiento disciplinario y co-rrectivo de la cárcel —como institución—: dispone la disciplina en el inicio y ordena una correctividad menor y difusa dada la acumulación de años. En este sentido, un interno nuevo estaría mejor engarzado con el régimen disciplinario de la cárcel —al menos, el que se esboza en sus pronuncia-mientos formales— que uno antiguo, pero mediante la acción misma de los internos antiguos. Los más viejos, quienes son menos corregibles según su propio ordenamiento, corrigen a los más nuevos para convertirlos, fi-nalmente —dada la legalidad y el orden de la temporalidad de los mismos internos— en alguien “incorregible”. Vemos un funcionamiento fantasmal de la disciplina, que en tanto se ejerce comienza a disiparse y a modificarse. Por una parte, la disciplina es asumida por el colectivo de los internos, para

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sus propios fines, y por otra es disuelta por ellos mismos según el transcur-so del tiempo. Es como si los años disolvieran la cárcel como institución.

Por otra parte, las mamás constatan en los mismos monstruos una vo-luntad de serlo, como antes vimos que se les adjudicaba una voluntad de cumplir y realizar las labores que se les ordenaban. El origen impuesto, que encontramos en los otros relatos, aparece aquí invertido. No hay ‘creación’ del monstruo por parte de la mamá, sino que petición de un interno para cons-tituirse en monstruo. Asimismo, hay un saber que soluciona estos trances: los más nuevos saben —conocen la legalidad de los internos— y ellos mismos asumen dicho saber como un deber y como destino —“quiero quedarme”—. Es un saber positivo, que permite comprender la legalidad carcelaria y las posiciones que dispone. El saber permite una relación de poder y el poder exige un saber. En este caso, cuando se pide saber, cuando el saber se supone y se estima previo a cualquier poder, es el mismo poder el que dispone su positividad. Como el sujeto que enuncia Althusser (1977), que está previa-mente interpelado y es, por tanto, sujeto por esa misma anticipación de la interpelación, el sujeto carcelario, dada esta positividad del saber, está previamente interpelado por la cárcel misma. Es como si estuviera preso antes de estarlo, de modo que se le puede exigir lo que no necesariamente conoce, saber lo que no tendría por qué saber.

Pero si un interno nuevo no se asumiera como monstruo voluntaria-mente, lo que se impone es la legalidad dura del encierro. Un interno señala que es “obligación” de los internos nuevos hacer las cosas, quiéranlo o no, y que dicha obligación se impondrá mediante la violencia si es necesario —la violencia, lo hemos visto, aparece como un mecanismo consensual-mente señalado para posicionar a un interno nuevo como monstruo—. No obstante, el mismo interno señala que “debe” existir una voluntad por parte del interno nuevo, tanto para acatar la legalidad que rige la vida de la celda, como para realizar las tareas sin que se le golpee. Él también habla de un saber previo que informa a los nuevos de sus deberes, pero agrega una “bondad” por parte de ellos para cumplir sus tareas. Otro matiz de la disciplina, que no funciona en primer lugar, obligando, sino que espera un convencimiento “interior”, una “bondad”, por parte del sujeto para hacerla operar en sí mismo y sobre sí. Se intercepta un razonamiento “legal” con otro pragmático: la voluntad del interno nuevo para realizar las tareas coopera con el bienestar general de la celda y, específicamente, con el suyo propio, mediante la consecución de la higiene del recinto. La celda se dispone como una especie de cuerpo inerte, que tiene “animales” y plagas, y que debe ser

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aseada y mantenida. Pero, otra vez, el espacio que sirve como referente es el hogar: nadie puede llegar a su casa a sentarse y no hacer nada. De esta forma, el acatamiento corre por parte del monstruo, que podría negarse a realizar lo que se le encomienda, pero que recibirá como respuesta una golpiza. Voluntad y bondad contra los puntapiés posibles.

Porque muchas veces hay individuos que se pasan de listos, con tu situación de que, no pues yo no, éste, no puedo, llegan de nuevos y dicen, no pues yo no hago nada, entonces no te dejan otra cosa más que aquí hay una obligación, cuando tú llegas, tienes que hacer ciertos enseres, ciertos quehaceres de larga distancia, y si tú te niegas, pues te obligan o los obligan a que te golpeen, ¿no? ¿Por qué? porque son obligaciones que tú como nuevo tienes que hacerlas […]. Entonces tiene que ser también una persona que sea limpia, sea aseada y tenga también la buena voluntad de obedecer. (¿Cómo la buena voluntad?) Digamos tu comportamiento debe ser positivo, ¿no? Digamos, yo sé que voy a llegar de nuevo aquí, ya sé de antemano desde que vengo de ingreso, desde que vengo deseo ser, ya sé de antemano lo que hay allá adentro, que hay que acarrear agua, que hay que lavar la celda, que hay que, pus, mantener una higiene ¿Por qué?, porque me voy a dormir en el suelo, entonces, si tú sabes, ya vienes con eso y obedeces y te mantienes ora sí que a la, a la voluntad de esa, por un tiempo, que es por un tiempo, no es por siempre ¡pues lo haces! Pero si no tienes esa bondad y eres, eres, agresivo, eres peleonero, como decimos ahora aquí también y se dice como eres muy león, entonces lo único que provocas es que te, te den en la madre, lo único que provocas es que, pues te lleves una patiza y no de uno, de dos o tres, porque no quieres hacer nada. Es como si tú llegas a tu casa y siempre llegas aventando la chamarra, te echas en el sofá ¡pues qué vida de rey! ¡Siéntate a comer! ¿No? Entonces eso no está bien, ¿no? Está bien que te acomodes, acomodas tú chamarra, te sientas, haces lo que vas hacer (Chino, 55 años).

Otra vez, el orden se naturaliza mediante las referencias a una fami-lia o un hogar, a las relaciones cotidianas normales y esperables y que se supone cualquiera conoce: Chino dice que si “llegas a tu casa y avientas la chamarra y no haces nada” —otra vez el no hacer nada—, tienes “una vida de rey”, pero que este tipo de vida no se puede llevar en la cárcel. Un rey, como la mamá y el mero mero, no hace nada, y ése es su mérito: sostenerse en las palabras para evitar siempre cualquier hacer. Las pala-bras y las cosas, que vimos interceptarse, en el caso del monstruo, mediante la positividad de un saber y un cierto emocionar, se cruzan, en el caso de la mamá y el rey, de forma negativa: sólo no haciendo nada es que se pueden sostener ciertas palabras —órdenes, mandatos—. Entonces, la escena de la performatividad requiere de esta pregunta: ¿quién puede hacer cosas con palabras, en determinadas circunstancias? No cualquiera, sin duda, lo hemos visto insistentemente. Pero no es una prerrogativa de quien se ubica en una cierta posición el señalar qué se puede decir o hacer —o no hacer—, sino que es la posición misma la que es performativa, de modo

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que no se puede estudiar la performatividad del lenguaje sin estudiar la performatividad del poder, imbricada en y con ella.6

No obstante, cualquier orden en la cárcel está lleno de excepciones. Ésta es, más bien, la regla: disponer salidas para todos los mandatos, especifi-cidades para todas las normas. De este modo, existen algunas formas que permiten a un interno nuevo no ser monstruo en su celda —válidas para su celda, exclusivamente—. Primero, pagando para que se le exima de los deberes: un interno señala que así como es una ley asumir las tareas coti-dianas, una ley que se aplica a todo el que llega sin importar quién sea, si se paga, la ley deja de funcionar. O más bien, la misma ley contempla una excepción sustentada en el dinero. Se le puede pagar a la mamá, que eximirá de los deberes, o se le puede pagar a otro interno para que los asuma en vez del recién llegado.

(¿Y qué pasaba si tú no querías hacerlo?) Pues, pagaba dinero y ya lo hacía otra persona. (Y entonces a ti te toca hacer la fajina) Me tocaba. (¿Por qué ya no?) Porque han llegado muchos después de, de ocho meses que llevo aquí, pues ya llegaron. (¿Y cuánto tiempo te toco?) Como dos meses. (¿Y eso cómo fue hacer todo eso?) No, pues yo pagaba para que lo hicieran. (¡Ah! Tú lo pagabas ¿a quién le pagabas?) A una de ahí que no tiene visitas y ella lo hacía, pues para tener dinero, porque se tiene que pagar la lista (Esther, 19 años).

Otra posibilidad es que se llegue a un acuerdo, que resulta en una ex-pulsión cotidiana y consistente del interno nuevo de la celda, hasta la hora en que se cierran las celdas. Se dice que dicho interno se va de candado, en referencia al momento en el que debe regresar: cuando se pone candado. Es una forma en la que el interno nuevo se excluye de la vida cotidiana de la celda que se le asignó y debe resolver por sus propios medios todo lo relativo a su supervivencia en la cárcel. No hace nada, pero tampoco recibe nada. Esta alternativa está disponible para presos que ya tienen un conoci-miento de la vida al interior del penal y pueden resolver su manutención. Un primerizo sin conocimientos no podría optar por este acuerdo, pues se pondría en un riesgo permanente ante el ataque de otros internos y tendría dificultades importantes para su alimentación; se pondría fuera de los sistemas de intercambios entre trabajo, espacio para habitar, protección y medios de supervivencia. De forma semejante, tener conocidos en la cárcel

6 En esto seguimos a Butler (2001) cuando señala que el género es una operación performativa, en el sentido de Austin: se hacen cosas con palabras. Se construyen identidades y posiciones mediante un cierto funcionamiento del lenguaje. Se levanta una división sexual del trabajo, que organiza cosas y palabras entre camas y colinas de polvo.

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puede ser una forma de evitar ser monstruo; los conocidos representan una antigüedad que avala al recién llegado. En contraste, la posición de monstruo es una forma de reconocer a quien llega y que se desconoce, es un modo de conocer sus comportamientos y costumbres y de estimar su potencial de con-flicto para la celda. Atendamos a que el intervalo entre la salida de un interno de su celda, dado que no quiere participar en su reproducción cotidiana, y su regreso es llamado candado: el momento en el que se cierran las celdas. La prisión correspondería, para este interno, a ese preciso instante; pero dispone de un espacio intermedio en el que podría disponer de su tiempo y de sus actividades de forma relativa.

(¿Le ha tocado obedecer?) Obedecer, sí, me ha tocado obedecer. (¿Y qué pasa si había pleito?) Pus, haga de cuenta que, que usted es la mamá y me decía, aquí haz algo y no, nunca no quería, pus todos platicaban, sabes qué, mejor hay que sacarlo, que llegue el candado y que se vaya al candado si no quiere hacer nada. (¿Cómo que se vaya al candado?) A la hora que nos despertaban, que nos abrían la celda, en la mañanita, te salías y volvías a entrar hasta que apagaban otra vez en la noche, porque no querías hacer nada, eso es (Rolando, 36 años).

Mujeres parciales, tareas domésticas

El monstruo, lo hemos visto en muchas citas, realiza diversas labores dentro de la celda, todas relacionadas con la reproducción cotidiana y la supervi-vencia. Es lo que hemos señalado como una forma específica de división sexual del trabajo. Una división sexual, pero sin sexo, sólo con posiciones creadas performativamente.7 Si tiene sentido mencionar dicha división y su carácter sexual, es porque replica otra exterior y mayor que sucede en torno a la reproducción social y que destina ciertas labores a las mujeres y otras a los hombres —“comen tranquilos y uno está ahí calentando las tortillas”—; pero, ante todo, es una forma de distribuir el poder, mediante el mando y el acatamiento. El monstruo lava, cocina, tiende, ordena, carga, acarrea, sacude, desinfecta… Curiosamente, los internos dicen que les “toca hacer las cosas”, frente a las palabras pronunciadas: un hacer frente a un decir,

7 Atendamos a que, según Butler, el sexo también se crea performativamente. Pero, tal vez, en nuestro caso se realiza un operación performativa de segundo orden, que consiste en crear una división sexual del trabajo a partir, o sobre, la división ya existente, pero cuya vigencia, es prudente anotarlo, no se sustenta en un orden natural, sino que es, en sí misma, una creación performativa. Quizás esta operación segunda que se realiza sobre sus propias formulaciones, citándolas de modo oblicuo, demuestra, finalmente, su carácter performativo o lo expone.

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palabras ante cosas, voluntad ante trabajo. Las órdenes se emiten, las cosas se hacen. El poder sigue este derrotero parlanchín en su operación, pero los resultados son muy concretos: camas que se tienden, pisos que se trapean, comidas que se preparan.8

Del monstruo se captura su fuerza de trabajo y se lo pone a hacer las cosas. Hace lo que una dueña de casa en libertad. Nada nuevo, nada excepcional. Lo particular, de este caso, es que suceda todo entre hombres. Hombres que reproducen una división sexual del trabajo, pero, como lo indicamos, sin sexo. Sólo recurren a la parcialidad de otros hombres. Mujeres parciales no significa que se les trate como mujeres, ni que se los identifique como tales. Es, más bien, una deducción teórica, pero que demuestra la distancia entre las anatomías y los arreglos culturales. Los presos no necesitan del sexo, porque sólo esgrimen palabras para configurar un orden de género. Orden que resuelva tanto la representación simbólica, que menciona Ehrenreich, como la distancia entre una cama desecha y una colina de polvo, que alguien y sólo alguien tiende o barre. Éste es el problema: ¿quién lo debe hacer? Entonces, los internos para responder a esta pregunta de modo local y de-terminado, crean una Mujer Parcial. Sí, ésa sería la respuesta correcta. No es que cada monstruo sea una mujer parcial específica, sino que todos juntos construyen una Mujer Parcial, universal y generalizable, sobre múltiples cuerpos y disposiciones. Porque eso será un sistema que permita una divi-sión sexual del trabajo y de la reproducción social: una segmentación de los sujetos, de las relaciones y de los deberes, fundamentada en un horizonte binario: masculino o femenino, hombre o mujer.

Mujer parcial que sería, como Frankenstein, producto del ensamblaje de múltiples cuerpos y diversas partes. Cada monstruo aporta sus propias

8 Esta escena de cosas que se hacen mediante órdenes que se emiten es clásica en la teoría de la performatividad. Dice Austin (1982) que si alguien emite una orden en una isla desierta, esta no tiene porque ser cumplida; a la inversa, si la orden la emite un capitán en su barco, tiene un carácter perentorio. El enunciado podría ser el mismo, por ejemplo, levanten la mesa, pero el contexto y las convenciones que lo permiten son distintos; de manera tal que en una circuns-tancia se debe obedecer y en lo otra podría ser síntoma de cierta locura. Esta contextualidad de los enunciados y su convencionalidad nos indica que se debe estudiar la performatividad como una forma en la que se despliega y actua el poder. Como lo hemos anotado, el orden carcelario —su recursividad, anterioridad y su inevitabilidad— constituye el contexto y las convenciones necesarias —la legalidad que mencionamos— que permiten que las cosas sean hechas una vez dichas ciertas palabras. Si no existiera dicho orden y su legalidad, las palabras de la mamá serían como las órdenes de alguien en una isla desierta. Austin lo señala, no se puede bautizar a un niño como 2740 o nombrar como cónsul a un caballo.

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secciones y fuerzas. De todas ellas nace una mujer, que permite replicar un orden, adaptándolo. La parcialidad es necesaria ante la totalidad del orden que se reproduce. Si hay hombres, camas desechas y montañas de polvo, entonces lo que hay es un problema a resolver; insistimos: ¿quién debe hacer qué? El monstruo, mujer parcial, trozo de un orden y dispositivo que per-mite su funcionamiento. Tal vez, por eso es monstruo, como lo era el mismo Frankenstein: remedo de lo natural, producto abyecto de una falta —la de las mujeres reales—, solución disparatada para lo que no tiene arreglo. Pero, atendamos a que su parcialidad permite que los hombres, que reproducen y organizan la división sexual del trabajo mencionada, mantengan y conserven su totalidad; donada por el mismo horizonte binario: hombres o mujeres.

Como Herculine, los monstruos son trozos de muchas cosas. Pero, al contrario de la infortunada hermafrodita, no requieren y no necesitan de un sexo verdadero; no al menos en sus cuerpos ni en sus identidades. El sexo verdadero está, en este caso, en el sistema mismo, en su binarismo. Es cierto, se pueden alterar las anatomías y hasta las identidades, pero lo que permanece sólido como una roca es el orden binario que las distribuye.

Pero, atendamos a que si los monstruos son mujeres parciales o partes funcionales de una Mujer Parcial generalizada, que barre y lava entre re-jas, las mamás también son mujeres. Mamás que son patriarcas y señores, figuras oscilantes en su capacidad de violencia y mandanto. Si creemos que sólo los monstruos constituyen una Mujer Parcial, nos equivocamos, pues las mamás son trozos de una Mamá colectiva y anónima, voz de un orden y de una legalidad que los antecede. Pero, paradojicamente, ellas son las que piden un sexo verdadero para existir, pues lo que la mamá conforma en sus gestos y sus énfasis es el espacio de la celda como un familia y un hogar no buscado, ni siquiera querido, pero perentorio y necesario. Ella le da a todo esto un matiz sexual más intenso del que nos aportaban los monstruos. Tal vez, la división sexual del trabajo que estudiamos no sólo funciona sin sexo, sino que también invertida, pues ahora son las mamás las que ordenan y los hijos —sus monstruos— los que trabajan. Éste puede ser el punto que nos devele por qué le dicen mamá. Mamá de hijos funestos y no queridos, dueña de casa de un hogar estrafalario, señor-a en dominios particulares. Atendamos a que, en algun momento, los internos nos dijeron que la mamá era el interno que llevaba más tiempo en la celda; al igual que en una familia, precede a sus hijos, está antes de que ellos lleguen, y los recibe (a golpes en este caso). La mamá crea al monstruo, en algun sentido lo pare simbólicamente y lo posiciona estratégicamente.

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Dicho esto, nos enfrentamos a otra paradoja, pues si esta división sexual del trabajo tiene, por un lado, monstruos, y por otro, mamás, entonces lo que está excluído de ella son los hombres. Todos los que participan en su fun-cionamiento lo hacen tras los ropajes de algún desvío: o monstruo o mamá. Lo abyecto, tal vez, sea la división sexual misma que extirpa el sexo para evitar que los hombres participen de ella,9 y que crea sólo Mujeres Parciales que se encargarán de todo: de mandar y de obedecer. Pero, entonces, ya no hay ni siquiera el binarismo mencionado: hay sexo, sí, pero sólo como mujeres, como mujeres inexistentes, como remedos. Como Herculine y como Frankenstein, mamás y monstruos son figuras que traslapan sobre si un orden sexual, repartiendo sus partes sobre sus cuerpos y sus conductas, esbozando un mapa agrietado sobre coordenadas borrosas y equivocas.

Luego de las mujeres domésticas de Rubin y de los drag-queens de Butler, tenemos a los monstruos, trozos performativos de un régimen de poder y de saber. Mujeres parciales y monstruosas que permiten que todo permanezca como siempre ha sido. El orden naturalizado y recursivo de la ideología, que antes señalamos, tiene su expresión más sofisticada en esta creación particular: un monstruo, una mujer parcial, que permite que la recursividad y la naturalidad no se alteren, sino que sólo creen nuevos sofismas y otras justificaciones.

Finalmente, lo que se necesita es que alguien tienda las camas y barra las colinas de polvo. Necesidades pedestres y minúsculas, pero en las que se juega un orden y su reproducción. Arreglos monstruosos para requeri-mientos cotidianos. Como lo indicó Freud, lo ominoso surge en las rutinas diarias, entre nuestras queridas costumbres y nuestras pertenencias. En las casas, en las cárceles. Colinas de polvo, cama desechas…•

Bibliografía

Althusser, Louis,1977, Ideología y aparatos ideológicos del Estado, trad. Alberto Pla Nueva Visión, Buenos Aires.

Butler, Judith, 2001, El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, trad. de Mónica Mansour y Laura Manríquez, México, pueg/Paidós.

Dreyfus, Hubert y Paul Rabinow (eds.), 1988, Michel Foucault. Más allá del estruc-turalismo y la hermenéutica, trad. de Corina de Iturbe, Universidad Nacional Autónoma de México, México.

9 Insistimos en que extirpa no un sustrato natural, sino que recrea un orden performativo.

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Ehrenreich, Barbara, 2000, “Servicio a la medida”, trad. María Teresa Priego, debate feminista, núm. 22, octubre, pp. 76-99.

Foucault, Michel (recop. e introd.), 1980, Herculine Barbin: Being the Recently Discovered Memoirs of a Nineteenth-Century French Hermaphrodite, Pantheon, Nueva York.

Foucault, Michel, 1988, “El sujeto y el poder”, en Hubert Dreyfus y Paul Rabinow (eds.), Michel Foucault. Más allá del estructuralismo y la hermenéutica, trad. Corina de Iturbe, Universidad Nacional Autónoma de México, México.

Foucault, Michel, 2003, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, trad. Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI, México.

Rubin, Gayle, 1996, “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo”, en Marta Lamas (comp.), El género: la construcción cultural de la diferencia sexual, trad. Stella Mastrangelo, pueg-unam, México, pp. 35-96.

Scott W., Joan, 1996, “El género: una categoría útil para el análisis histórico”, en Marta Lamas (comp.), El género: la construcción cultural de la diferencia sexual, trad. Eugenio y Marta Portela, pueg-unam, México, pp. 265-302.

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Mi hija desaparece el 14 de febrero. Siete días tardó. Cuatro días después se inicia la búsqueda. El predio donde la encontraron no hicieron el croquis del levantamiento y del cuerpo encontrado. No mandaron analizar el cuerpo ni nada. Yo estaba desesperada. Leí que el presidente Fox iba a tener una reunión en un hotel en la Cibeles y me lancé. Estuve en la Cibeles esperando horas. Estaba todo acordonado. Me fui por detrás y allí vi a un grupo de señores. Me escondí y esperé el momento adecuado. Cuando lo vi, que me brinco el cerco y corro hasta arañar una barda y a saltos, resbalones y empujones, saltarla. Hablé con Fox yo sola. Vino a inaugurar una maquila. Si en tres segundos no captas su atención estás fuera. Al mes me llega una respuesta que no podía dar cita. Solicité otra audiencia y la respuesta fue la misma: “No podemos verla”.

Norma Andrade (en entrevista con M.B.)1

Desde hace ya 12 años, nos llegan periódicamente noticias de mujeres y niñas asesinadas en Ciudad Juárez, crímenes que en los últimos años se han extendido a otras ciudades de Chihuahua y del país. No obstante las implicaciones de estos asesinatos para la sociedad juarense en primer término, para las mujeres mexicanas y, en última instancia, para toda la sociedad, las autoridades, en todos sus niveles, han hecho lo posible por minimizar el asunto. Las “muertas de Juárez” son un “mito”, o fueron , inexplicablemente, culpables de sus muertes, o han sido en su mayoría víctimas de “violencia intrafamiliar”, de crímenes “pasionales” o de narco menudeo; en todo caso, de crímenes “del fuero común” que no competen realmente al gobierno federal.2

¿A quiénes beneficia la impunidad?

Lucía Melgar y Marisa Belausteguigoitia

1 Lilia Alejandra García Andrade, de 17 años y madre de dos hijos, fue encontrada estrangulada el 21 de febrero de 2001. Hay claros indicios de que, de haberla buscado desde el momento en que los familiares reportaron su desaparición, las autoridades habrían tenido tiempo de encontrarla viva. 2 Según Patricia González, procuradora de Chihuahua, entre 60 y 70%de las víctimas en Cd.Juárez han sido asesinadas “por motivos sexuales o por violencia intrafamiliar” (Reforma,

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La insensibilidad y falta de sentido ético de los gobernantes los ha llevado a hacer declaraciones dignas de una antología del horror y de la irresponsabilidad, pero que, más allá de la burla o crítica recurrente que provocan, indican una grave crisis de lo que se llama todavía “estado de derecho” y de lo que debería ser la Justicia. Si el propio presidente de la República declara que “a veces la justicia es escasa”,3 ¿qué sentido tiene hablar de justicia, exigir justicia a las autoridades, creer que en efecto la pgr, las autoridades de Chihuahua y demás tienen algún interés en resolver los crímenes o pueden hacerlo? La persistencia de las madres de las víctimas en exigir justicia a las autoridades mexicanas no es, sin embargo, mera ne-cedad: es la prueba de que aun en las peores circunstancias de indiferencia e impunidad es preciso recordarle al gobierno estatal y federal que sus funcio-narios son responsables de sus acciones, de su inacción y que deben rendir cuentas. Como las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina, las madres de las víctimas de Ciudad Juárez han levantado su voz en memoria de sus hijas, y en nombre de ellas exigen lo que son derechos de todas las mujeres: los derechos humanos, el derecho a no ser víctima de violencia, el derecho a saber el paradero de sus hijas, a recibir sus restos si han sido asesinadas.4

A diferencia de la Argentina de los años setenta y ochenta, sin embar-go, en México no se está viviendo una guerra sucia. Y a diferencia de la Argentina posdictatorial, ante la violencia brutal contra las mujeres, aquí no se ha sentenciado a un solo criminal que haya sido legalmente juzgado y cuya responsabilidad no se haya cuestionado. Recordemos el caso de María Soledad Morales, una joven argentina de diecisiete años, asesinada, desfi-

26 de abril de 2005). En mayo de 2005, después de un informe devastador de Amnistía Inter-nacional, la pgr emitió declaraciones contradictorias acerca de la posibilidad de que la pgr atrajera todos los casos. El subprocurador Alvarez Ledezma afirmó que la pgr “no puede ni debe” hacerlo (La Jornada, 27 de mayo). Cabe señalar que el Grupo de Trabajo Alternativas y la anad, por ejemplo, sustentaron desde el 2004 el argumento de que la pgr puede y debe atraer todos los casos (documentos presentados a la Comisión Especial sobre Feminicidios en la República Mexicana de la Cámara de Diputados, 2004).3 Palabras de Vicente Fox en respuesta a demandas de madres de las víctimas, el 25 de no-viembre de 2004.4 Es siniestro y criminal el manejo que se ha hecho de los restos de las víctimas. En más de un caso, los familiares no están seguros de la identidad del cadáver o de los restos que recibieron. De ahí la importancia del trabajo de forenses argentinas que se han ocupado de identificar cadáveres enterrados en fosas comunes (El Universal, 6 de agosto de 2005), aun cuando los restos examinados sean pocos y se identifiquen sólo años después de los asesinatos.

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gurada y lanzada a un basurero en 1990, hija de una familia modesta del pueblo de Catamara. Este crimen causó tal indignación que se llevaron a cabo marchas del silencio en ese país, con las cuales se logró que en poco tiempo los asesinos fueran consignados y sentenciados; entre ellos, el hijo de una importante figura pública, diputado local. Sabemos por muchos indicios expuestos tanto en Huesos en el desierto (2002) de Sergio González Rodríguez, como en Cosecha de mujeres (2005) de Diana Washington,5 que comentamos aquí, que en estos crímenes contra las mujeres están implicados de diferen-tes formas personajes de nuestra política nacional. En Argentina, el caso de María Soledad se resolvió en unos meses. En México, acumulamos ya más de diez años de crímenes y más de trescientas mujeres asesinadas.

Las madres de Ciudad Juárez y Chihuahua también han salido a las calles para decir su verdad y exigir que las autoridades investiguen y cas-tiguen a los verdaderos culpables,6 pero en México no hemos producido un solo juicio legal de estas muertes violentas. Tal parece que en México la imagen de madres dolientes, cientos de mujeres de negro, y de ciudadanos y ciudadanas que en silencio o vociferantes marchan, no causa ningún efecto.

La desinformación, la mentira vil, la falsedad y la simulación que han caracterizado la actitud de funcionarios, e incluso de algunos medios, ante este caso, forman parte de los crímenes mismos: no sólo han sido asesinadas cientos de mujeres en Chihuahua, un tercio de ellas previa tortura, violación y mutilación, sino que los crímenes han quedado impunes y se han usado para desinformar y ocultar.

Llama la atención, en efecto, que después de 12 años, todavía haya que preguntar por qué y quiénes cometen estos crímenes. Cierto que mientras no haya investigaciones serias y no se encarcele a todos los culpables, no se podrá saber exactamente quiénes matan a las muchachas y niñas de Ciudad

5 Diana Washington escribió este libro en inglés, con el título Harvest of Women. Safari in the Mexican Desert. Curiosamente, se ha publicado primero en español, con el título Cosecha de mu-jeres. Safari en el desierto mexicano, Océano, México. La traducción es de Marisela Ortega Lozano.6 La fabricación de culpables ha sido práctica común de las autoridades de Chihuahua. Wash-ington documenta, entre otros, el caso de Sharif y el de Gustavo González Meza y Víctor Javier García Uribe, dos choferes que desde el principio denunciaron que se habían declarado culpa-bles bajo tortura. En julio de 2005, después de 3 años y medio bajo proceso, y de una condena a 50 años de prisión, este último fue exonerado y liberado. Su compañero, Gustavo, murió en circunstancias sospechosas en la cárcel. Estos son sólo dos de los “chivos expiatorios” de Chihuahua. Se puede también mencionar el caso de Ulises Perzábal y Cynthia Louise Kiecker, también liberados después de meses de prisión arbitraria.

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Juárez ni por qué. No obstante, llama la atención también que medios de comunicación y hasta funcionarios cercanos al problema sigan manejando hipótesis amarillistas que no se sustentan en hechos y que investigadores del caso han descartado, como las historias de tráfico de órganos o de videos snuff, hipótesis que asustan y que a la vez darían un sentido, una “lógica” económica a estos actos criminales, como si así los asesinatos se volvieran más explicables o “tolerables”. Contra esta desinformación, contra las mentiras, las amenazas y la apatía cómplice de la impunidad, Huesos en el desierto y Cosecha de mujeres son ya lecturas imprescindibles.

Cosecha y sacrificio

Cosecha de mujeres se escribe desde dos posiciones privilegiadas: desde la frontera geográfica —Diana Washington vive y escribe en El Paso— y desde un posicionamiento cultural binacional. Nacida de madre mexicana y educada en los Estados Unidos, la periodista posee una visión bicultural que contribuye a una percepción doblemente informada de lo que acontece en Ciudad Juárez. Washington vive día a día la frontera y sus escenarios económicos, políticos y culturales.

Resultado de sus investigaciones como periodista de El Paso Times, este libro es un documento contundente y estremecedor acerca de la corrupción de la policía y de las autoridades, así como de las complejas redes de com-plicidades que enlazan a narcotraficantes, hombres de negocios poderosos, políticos de ambos lados de la frontera, policías, funcionarios, militares y paramilitares. Basado en entrevistas con fuentes de agencias de investigación estadounidenses y mexicanas (fbi, cisen), policías, periodistas, familiares de víctimas, abogados; en documentos confidenciales y públicos, y en otras investigaciones periodísticas, el libro va tejiendo conexiones entre los ase-sinatos, sus posibles autores materiales e intelectuales, sus encubridores, y hechos específicos como la firma del tlc, los cambios de gobierno, la guerra sucia de los años setenta.

El título no podía ser más adecuado: “cosecha” como fruto de mujeres trabajadoras o en busca de trabajo, para el consumo; consumo ligado al sa-crificio de mujeres. Las mujeres son literalmente puestas en la mira por ser mujeres. Mujeres jóvenes, a veces niñas, pobres, guapas, son “sacrificadas”, es decir sometidas a procesos de violencia extrema —secuestro, violación, mutilación, tortura— que culminan en muerte y en la postvictimización que implica ser tiradas como objetos (símbolos, despojos, señales) en algún descampado.

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La noción de sacrificio, utilizada por la prensa mexicana, fue la que disparó el profundo interés y dedicación de la periodista, pues, como señala al principio del libro, la noción cultural de “sacrificio” usada en Estados Unidos la inquietó. Su significado apunta no solamente al destino mani-fiesto de las mujeres para el bienestar, el gusto o las miserias de otros, sino que responde a la utilización ritual de las mujeres. A lo largo del libro, esta noción de “sacrificio” reaparece a través de indicios de que los asesinatos acompañados de torturas y marcas particulares corresponden a un método para sellar pactos y fraternidades, para comprometer a hombres vinculados con el poder. Quienes sellan estos pactos, o envían mensajes cifrados a tra-vés de los cuerpos de las mujeres no son, sin embargo, miembros de sectas narcosatánicas o demenciales (aunque pueda haber alguna), son sobre todo hombres ligados al poder, que tejen poder y que reciben protección o son tolerados por el poder estatal y federal, puesto que sus crímenes quedan impunes.

Si bien el libro no ofrece “pruebas” legales, sí establece claramente líneas de investigación que las autoridades deberían seguir y han dejado de lado y nos lleva a confirmar la sospecha de que, en efecto, algo muy terrible y poderoso se esconde tras la política de indiferencia y simulación oficial, pues de otro modo no puede explicarse que ni tres presidentes, ni gober-nadores y alcaldes de distintos partidos (pan y pri) hayan logrado detener estos crímenes que, en los últimos años, han detonado la indignación de la comunidad nacional e internacional y han sido objeto de análisis de orga-nismos nacionales e internacionales como la cndh, Amnistía Internacional y diversas instancias de Naciones Unidas.

Una violencia tal no surge de la noche a la mañana

Los planteamientos de Cosecha de mujeres son claros: según información conocida por agencias federales mexicanas y estadounidenses, las líneas de investigación que habría que seguir partirían de la participación en los crímenes de por lo menos dos asesinos seriales, narcos de bajo nivel, dos pandillas, hombres ligados al poder del capital empresarial y político e imitadores (copycats).

Además, el libro presenta otras líneas de investigación inéditas que, en el contexto de violencia y de revisión del pasado violento del país, son sin duda preocupantes. Por una parte, se apunta aquí al análisis de los femicidios como mensajes dirigidos contra los proyectos económicos entre México y los Estados Unidos, ya sea las estrategias bilaterales anti-

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droga o los tratados de intercambio comercial. Esta clave marcaría la zona fronteriza como espacio densamente atravesado no sólo por pactos entre bandas de criminales, asesinos en serie o narcotraficantes, sino que apun-taría a pactos, compromisos e intereses ligados al comercio bilateral o a la utilización transnacional de recursos naturales, humanos y financieros. Por otra parte, se traza también una conexión significativa entre la guerra sucia de los años setenta, con la presencia de las Brigadas Blancas en Chihuahua y la participación de militares y paramilitares en la guerra y contraguerra en torno al narcotráfico.

La violencia que ha atravesado la zona fronteriza, en forma de desapa-riciones, ejecuciones y femicidios, no surge de la noche a la mañana, plantea Washington: se repiten métodos criminales, marcas en los cuerpos; puede detectarse un modus operandi que sugiere relaciones estrechas, presentes y pasadas, entre los distintos actores de los conflictos que han corroído el norte del país. A tal punto que no extraña que policías federales u otros agentes lleguen a decir que ya no saben para quién trabajan, si para el gobierno o para el narco, ni que el fbi haya dudado en colaborar con el gobierno de Chihuahua o con ciertos funcionarios mexicanos, ni que algunos agentes del fbi o de otras agencias pasen información a los diarios porque sus jefes la tienen pero no han hecho nada.

Washington establece que las autoridades saben quién mata. Existe un doble archivo: el muerto que contiene información que podría conducir hasta los asesinos y el vivo, el que día a día nos avergüenza por su inoperancia y franca desfachatez.

En varios aspectos, el diagnóstico de Washington coincide con los planteamientos de Luis Astorga, especialista en estudios del narcotráfico, quien rechaza la visión del narco como estado paralelo:7 narcotraficantes, empresarios y funcionarios, e incluso agentes antinarcóticos o militares en-cargados de combatir el tráfico de drogas son a veces integrantes del mismo cuerpo, cómplices en el mismo negocio, formen o no parte del mismo grupo o “cartel”. El hecho es que “el narco” no es externo al estado.

Las implicaciones de este entrelazamiento parecen ya muy obvias o por lo menos permitirían entender por qué a lo largo de doce años el feminici-

7 Véase, por ejemplo, su libro El siglo de las drogas. El narcotráfico, del Porfiriato al nuevo milenio.Tomamos también en cuenta las exposiciones presentadas en el seminario “Drogas y democracia en México”, realizado el 21 de junio del 2005 en la unam.

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dio8 de Ciudad Juárez ha quedado impune y por qué lo que se extiende a otras ciudades del país y hasta a Guatemala9 es una forma particularmente extrema, vil y escandalosa ( en el sentido literal de la palabra) de cosecha , consumo (voraz) y destrucción de mujeres.

Misoginia, crímenes de odio, crímenes de lesa humanidadHacia el final del libro, Washington comenta el tipo de crímenes que ha examinado, aquéllos en que las mujeres son asesinadas por ser mujeres. En un principio no pensó en ellos en términos de género, pero el hecho de que se usaran los cuerpos de las mujeres para “tatuar” mensajes en ellos, que se asesinara a mujeres con características similares y a veces con métodos claramente semejantes, mediante una organización y gracias a una amplia red de complicidades, así como sus intercambios con otras estudiosas, la llevó a pensar que, cualquiera que fuera el tipo de asesinato, se trataba de crímenes de género, relacionados con el género. Es decir, si, como han planteado varias feministas, se mata a las mujeres por ser mujeres o, como señala Julia Monárrez, el “feminicidio es una expresión radical de la vio-lencia masculina” y está también ligado a la condición de marginación y subordinación de las mujeres,10 sin ser el único factor explicativo, el odio a las mujeres es un factor evidente.

Washington considera que se puede hablar de “crímenes de odio”, en el sentido de hate crimes, aunque no respondan a motivos étnicos o raciales sino al sexo. En efecto, la misoginia está necesariamente en la base de la violencia extrema contra las mujeres, también presente en la violencia intrafamiliar

8 Desafortunadamente, en la traducción de Harvest of Women (Cosecha de mujeres) se utiliza el término “feminicidios” como sinónimo de asesinatos de mujeres. “Femicide” en su acepción estricta equivale a “femicidio”, femenino de homicidio. En la literatura en inglés, el término “femicide” se usa también con una connotación semejante a la de genocidio. Cuando tradujo este término, tomado de la bibliografía en inglés más centrada en el fenómeno como un todo, Marcela Lagarde acuñó el neologismo “feminicidio” para referirse a un conjunto de femicidios y lo ha asociado también con el “genocidio”. El uso del término ha sido muy variado. Aquí definimos “feminicidio” como asesinato sistemático e impune de mujeres por el hecho de ser mujeres.9 Washington sugiere una posible conexión entre el feminicidio en Cd.Juárez y el de Guatemala pero no ahonda en ello. En Guatemala han sido asesinadas más de 1 500 mujeres de 2000 a inicios de 2005, 450 tan sólo en 2004 (Le Monde, 17 de diciembre de 2004 y El Norte de Cd. Juárez, 25 de enero de 2005).10 Véase “Feminicidio y marginalidad urbana en Cd. Juárez” en que Monárrez y C. Fuentes señalan las condiciones socioeconómicas que hacen que ciertas mujeres sean más vulnerables a la violencia.

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y en la violencia contra las mujeres que, según declarara la Alta Comisio-nada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Louise Arbour, es “extrema” en nuestro país (El Universal, 30 de junio de 2005).

El término crímenes de odio remite al carácter misógino de la sociedad mexicana y corresponde a la saña con que se cometen los crímenes que han caracterizado a Ciudad Juárez desde 1993 hasta los asesinatos de Airis Estrella y Anahí , niñas de 7 y 10 años, perpetrados en mayo de 2005. Cabe señalar brevemente que para los organismos internacionales no se trata “so-lamente” de crímenes de odio sino de “crímenes de lesa humanidad”, término legal que también “dice”, de otra manera, de qué se trata. La importancia de este término no debe soslayarse: los crímenes de lesa humanidad nos remiten al ámbito del derecho internacional y necesariamente al ámbito de la guerra, puesto que en los conflictos bélicos nacionales o internacionales es donde más suelen darse este tipo de actos.11

No es exagerado afirmar que la recurrencia de estos crímenes y la impu-nidad persistente a lo largo de más de una década sólo pueden compararse con lo que sucede en un escenario de guerra. La frontera mexicana, sobre todo aquellos estados que posibilitan el cruce “al otro lado” y con éste la dudosa promesa de una vida mejor, parece constituirse como espacio des-territorializado, externo a toda vinculación con la justicia y los poderes del estado-nación. Esa franja fronteriza, como lo señala Gloria Anzaldúa en Borderlands/La Frontera , podría catalogarse como “zona de guerra”.

Podríamos decir que, en efecto, los feminicidios de Ciudad Juárez y Chihuahua se han dado en el marco de la “guerra contra el narco” orques-tada por Estados Unidos y el gobierno mexicano (cuyas consecuencias contraproducentes ha documentado también Astorga), o que, como señala Washington, tanto en las fuerzas gubernamentales como en las del “narco” hay agentes entrenados para combatir “como en la guerra” (sin respetar sus códigos, sin embargo).12 Más allá de estos símiles, de por sí escalofriantes, lo

11 En 2003, el juez español Baltazar Garzón, en una conferencia sobre “Violencia de género” se refirió a la legislación internacional y, entre otros casos, a los Balcanes. Según él, “las más de 370 mujeres muertas y las más de 4 000 desaparecidas en diez años en Ciudad Juárez (Chihuahua, México), constituyen un auténtico crimen contra la humanidad” (texto de conferencia del 9 de diciembre de 2003).12 En el verano del 2005, la creciente violencia en el norte del país ha contribuido también a este escenario bélico. Una vez más, es preocupante que en la “guerra entre narcos” y “contra ellos”, no parezca haber reglas claras, al contrario, los argumentos de que los “narcos se ma-tan entre ellos” que esgrimieron algunos funcionarios para minimizar la importancia de las

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que cabe recordar es que ni en Ciudad Juárez ni en Chihuahua ni en otras ciudades donde se secuestra, tortura, mutila, viola y asesina impunemente a mujeres hay un estado de guerra. De ahí que sea aún más grave que las autoridades supuestamente encargadas de hacer valer la ley, o algún tipo de ficción de “estado de derecho”, pretendan hacer pasar por “delitos del fuero común” o “crímenes pasionales” lo que son crímenes comparables a las violaciones sistemáticas en los Balcanes, por ejemplo.

Como Huesos en el desierto, como los informes internacionales y na-cionales de los últimos años, y como las declaraciones y denuncias de los familiares de las víctimas y de organizaciones ciudadanas de ambos lados de la frontera, Cosecha de mujeres presenta un panorama estremecedor de la vida política y social en la zona fronteriza y de la violencia extrema de que son víctimas mujeres y niñas en Ciudad Juárez y Chihuahua. Los feminici-dios13 —asesinatos impunes y sistemáticos de mujeres— que asolan a Ciudad Juárez, se están extendiendo a otras zonas del país. Las fronteras porosas con la impunidad, las falsas promesas de una vida mejor y la inoperancia de la justicia y el derecho se reproducen en toda la nación. El gobierno tiene el deber de enfocar decididamente su atención hacia las zonas colindantes con las libertades y ficciones del mercado, la presencia del narcotráfico y su colusión con los poderes locales.

La impunidad, palabra que a fuerza de repetirla va quedando hueca, es, como señala Washington, lo que hace de los asesinatos en su conjunto un atentado contra las mujeres del cual el gobierno (federal y local), por su inacción (complicidad, negligencia, colusión, indiferencia) es responsable. De ahí que, como en otros casos que han indignado y lastimado a la co-munidad internacional, tal vez en éste la búsqueda de justicia deba ir más

ejecuciones constantes o el cierre del consulado de Estados Unidos en Nuevo Laredo en julio de 2005, sugieren que esa “guerra” se da “en tierra de nadie”.13 Este término, como lo hemos definido antes, se enlaza con el concepto de “crímenes de odio”, con los “crímenes de lesa humanidad” y apunta a la responsabilidad del gobierno. A nuestro parecer, este uso más riguroso de la terminología permite distinguir más claramente el tipo de fenómeno que se ha dado en Ciudad Juárez y lo aleja claramente de cualquier connotación de crimen del fuero común o pasional. A la vez, permitiría plantear que si hay impunidad, incluso los asesinatos “intrafamiliares” pasarían a formar parte del feminicidio. Más allá de los tér-minos, es importante destacar la particularidad del caso de Ciudad Juárez sin desconectarlo, sin embargo, de la misoginia que se manifiesta también en la “violencia familiar” y en las declaraciones de funcionarios y funcionarias que con este término pretenden normalizar la violencia contra las mujeres, incluso cuando es extrema.

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lejos, como también sugiere la periodista. Si el gobierno sabe quiénes son los responsables o por lo menos cómo podría encontrarlos y no hace nada, no sólo es encubridor, es también responsable. En ese caso, correspondería acudir a un tribunal internacional, opción que ya han considerado diversos grupos que apoyan a los familiares de las víctimas.14 Es notable que en estas sociedades producto de una globalización descontrolada, la única oportu-nidad de obtener justicia sea salirse de la nación y buscarla afuera. Esto no exime a la sociedad mexicana de informarse y exigir que se deje de lado la mentira y se haga justicia. Las mujeres asesinadas (que no “muertas”) en Ciudad Juárez han sido sólo las primeras; ¿hasta cuándo seguiremos tolerando lo intolerable?•

Bibliografía

Anzaldúa, Gloria, 1987, Borderlands/La Frontera. The New Mestiza, Aunt Lute Press, San Francisco.

Astorga, Luis, 2005, El siglo de las drogas. El narcotráfico, del Porfiriato al nuevo milenio, Plaza y Janés, México.

González Rodríguez, Sergio, 2002, Huesos en el desierto, Anagrama, Barcelona.Monárrez, Julia, 2002, “Feminicidio sexual serial en Ciudad Juárez: 1993-2001”,

debate feminista, núm. 25, abril.Monárrez, Julia y César Fuentes, 2004, “Feminicidio y marginalidad urbana en Cd.

Juárez”, en Marta Torres F. (comp.), Violencia contra las mujeres en contextos urbanos y rurales, piem/El Colegio de México, México, pp. 43-70.

Amnistía Internacional, 2003, Muertes intolerables, agosto.cidh, 2002, Situación de los derechos de la mujer en Cd. Juárez, México: el derecho a no ser

objeto de violencia y discriminación.

14 Diversas organizaciones y personas ya han empezado a recurrir a instancias internacionales como la cidh y Naciones Unidas. En mayo de 2005, unos días después de los asesinatos de las niñas Airis Estrella y Anahí, un grupo de personas entregó a la oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, una petición para que Naciones Unidas y la comunidad internacional instaran al gobierno de México a cumplir con sus compromisos inter-nacionales. Esta petición fue apoyada por casi mil personas y organizaciones, lo que indica la preocupación de la sociedad por este asunto, agudizada en ese momento por el reciente asesinato de las dos niñas, así como la desconfianza creciente en las autoridades nacionales.

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cndh, 2003, Informe especial de la cndh sobre los casos de homicidios y desapariciones de mujeres en el municipio de Ciudad Juárez, Chihuahua.

Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito, 2003, Informe de la Comi-sión de Expertos Internacionales de la Organización de las Naciones Unidas, Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito, sobre la Misión en Ciudad Juárez, Chihuahua, México, noviembre.

Radford, Jill y Diana E. H., Russell, 1992, Femicide. The Politics of Woman Killing, Twayne Publishers, Nueva York.

Russell, Diana E. H. y Roberta A. Harmes, 2001, Femicide in Global Perspective, Teachers College Press, Nueva York y Londres.

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265Cristina Rivera-Garza

I

No conozco a Elfriede Jelinek personalmente. No sé si me gustaría hacerlo.Digo esto porque nada de lo que sé o creo saber o sé a medias o de plano

no sé y sé que no sé es lo mismo mientras la leo.Y digo lo que acabo de decir porque la palabra de Jelinek, como la poesía

sobre el otoño de Rainer, uno de los cuatro jóvenes y violentos personajes de Los excluidos, “apesta excesivamente a luz”.

Y digo esto de lo que acabo de decir porque, como los libros anti-absorbentes de los que hablara el teórico norteamericano Charles Berstein, los de Jelinek no buscan gustar ni confirmar a ni congraciarse con sus lec-tores. Su encanto no está en la identificación. Me corrijo: no hay encanto en ellos. El desencanto, si por desencanto se entiende esta cosa crítica de suyo incómoda que no pacta con nada, es la forma de des-identificación que encanta desde sus libros. Me descorrijo entonces.

En resumen: su iluminación alumbra, es decir, quema. Su anti-absorben-cia hiere, es decir, establece, como muchos de sus personajes, una relación sadomasoquista, en este caso con el lector que, en honor a la verdad, es lectora.

Confesión tristísima: uno se queda con Jelinek a pesar de uno. Yo me quedo con ella porque me duele. Porque me irrita. Porque me hace mover la cabeza de arriba abajo, insistentemente, en forma de asentimiento. No quiero asentir. Asiento. Estoy con Elfriede Jelinek. No quiero. Estoy. Leo.

Cosa sin remedio.Emily Dickinson lo decía mejor: no dejamos el puñal porque amamos

la herida.

II

Leía hace no mucho un artículo de Eve Gil aparecido en Arena, el suplemento cultural del periódico Excélsior, en el que relataba ciertos interesantes he-

La inconformista: Elfriede Jelinek en nueve pausas

Cristina Rivera-Garza

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chos acontecidos en el vi Congreso Internacional de Escritoras que se llevó a cabo entre el 23 y el 26 de septiembre de este año en Guadalajara, Jalisco. Motivada por las presentaciones de una mesa peculiar y tratando de mover el debate del más bien ingenuo y poco productivo concepto de “literatura femenina” hacia las dinámicas muy reales y muy complejas que informan la producción y circulación de escrituras en el mundo en que vivimos, Gil lanzó (al decir del citado artículo) la siguiente pregunta al aire:

“—¿Puede alguno de ustedes decirme cómo es que, si bien William Faulkner y Carson McCullers triunfaron al unísono y gozaron del bene-plácito de la crítica de su tiempo, que los consideraba igualmente buenos, hoy todo el mundo conoce a Faulkner y ha olvidado a Carson?... ¿Por qué si se considera que los mejores autores que ha dado Austria son Thomas Bernhard y Elfriede Jelinek, todos saben quién es Bernhard e ignoran quién es Jelinek?... ¿Por qué en más de cien años de premios Nóbel, solamente nueve mujeres han ganado el de literatura?...”

Repito aquí la pregunta de Gil —lectora de Jelinek desde que se podían conseguir dos de sus libros, Los excluidos y La pianista, por 10 pesos en las mesas de saldo del metro— no sólo porque me parece que no es una pregunta retórica ni ideológica ni innecesaria sino también porque creo que los libros de Jelinek se aproximan una y otra vez, peligrosamente en cada ocasión, a ella. Los libros de Jelinek la vuelven, quiero decir, contemporánea.

No sé si Jelinek se describa a sí misma como feminista pero su acerada, inclemente, feroz crítica contra el sistema de jerarquías patriarcales de una Austria que bien podría ser el mundo entero es del tipo de feminismo que no deja en paz ni a hombres ni a mujeres. Sin complacencia alguna, sin gui-ños cómplices, sin ganas de hermanarse en un abrazo de falsa humanidad, Jelinek insiste en quitarle las ropas, las carnes, los músculos, cualquier cosa que no sea el hueso mismo, a términos tan pomposos como descarados tales como “amor”, “relación sexual”, “patria”, “realidad”. En Las amantes hay, por ejemplo, una mujer de nombre Brigitte que sólo posee su presente y su cuerpo (poseído a su vez por la industria de la belleza poseída a su vez por el capitalismo rampante). Esa Brigitte decide invertir tal presente y tal cuerpo en un hombre, Heinz. Heinz tiene pene y, por lo tanto, futuro. Heinz podría conseguirse una mejor inversión, pero Brigitte, que tiene todos los pelos de tonta, es suficientemente segura. A Brigitte no le molesta, por ejemplo, limpiar la mierda del excusado de la madre de Heinz y la madre se venga así de las humillaciones que le costó conseguir el pene del padre de Heinz. Una bella historia de amor: no. Una historia de amor: no. Amor: sí.

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Su médula. Por algo escribe Jelinek que: “la historia de B. y H. no es algo que se desarrolla, es algo que de pronto está (fulgor) y se llama amor”. ¿Cuántas toneladas de crítico sarcasmo caben en los paréntesis que rodean a la palabra fulgor en esta frase?

Y las cosas no mejoran, de ninguna manera, cuando la mujer, como en el caso de Ana de Los excluidos, no tiene los pelos de tonta que tiene Brigitte. Ana, la hermana de Rainer, la que no le tiene miedo a nada, la intelectual, se enamora de Hans, el trabajador manual, el de los bíceps, el gracioso. Y el amor —esa maquinación, ese cálculo, esa inversión— no hace sino convertirlos a los dos en cuerpos. El amor los reduce a cuerpos. Así, “a pesar de haberle visto el juego, [Ana] quiere comprobar lo que hay detrás de todo ello. Y si finalmente todo se reduce a unos tendones, a unos músculos y a una piel, también es suficiente. Basta ya de hablar. Ella tiene un cerebro que ahora quiere dejar de lado y sólo ser un cuerpo para Hans, que tampoco debería aspirar a ser más que un cuerpo”. El amor: esa degradación. Ese golpe. Esa penetración. Ese doblegarse. Ese duro reír. Ese quebrarse. Ese ineludible poder. Esa socialidad. Ese daño. Ese fulgor. Efectivamente: ese fulgor. Entre paréntesis.

III

Pronunciaban la palabra. La escupían. La celebraban.Corrían.(Atrás de este vocablo debe oírse el pasar del viento.)Hablaban a contrapelo. Interrumpiéndose. Ah, tan descaradamente.Vivían a la intemperie, que es el mismo lugar donde sentían.Supongo que así nacieron.No sabían de refugios, de techos, de amparos, de patrocinios.Estaban heridas de todo (y todo aquí quiere decir la historia, el aire, el

presente, el subjuntivo, el contexto, la fuga).Agnósticas más que ateas. Impactantes más que hermosas. Vulnerables

más que endebles. Vivas más que tú. Más que yo. Estoicas más que fuertes. Dichosas más que dichas.

Intolerantes. Sí. A veces.¿Mencioné ya que eran brutales?

IV

Y no sé si Jelinek se diga comunista (aunque sí sé que perteneció al partido comunista), pero su comunismo es de la estirpe vitriólica ésa que ataca por

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igual a la estúpida brutalidad de la clase media como a la estúpida bruta-lidad del proletariado como a la estúpida brutalidad del intelectual como a la estúpida brutalidad del convertido como a la estúpida brutalidad del rebelde y la estúpida brutalidad del nihilista. Con inusuales frases peque-ñísimas (y peculiarmente musicales, explican los que hablan leen entienden comprenden alemán) y con una polifónica voz narrativa que está siempre en un nervioso e inesperado plural, Jelinek obliga a cada uno de sus per-sonajes a increparse y a mostrar sus más íntimas humillaciones y a caer de rodillas y a fallar. ¿Será por eso que casi todos sus hombres terminan llorando después de la violencia del robo o del amor? Nada en todo caso más lejano de cualquier asomo de trasnochado realismo o de convencional Tradición (así, en singular y con mayúscula) en sus libros. La inconformista es, habrá que decirlo de todas las maneras posibles, una experimentalista.

Tú no me has de querer, declara Jelinek en cada una de sus líneas.

V

Supongo que sólo con el tiempo se volvieron así.Con hombres o, a veces, sin ellos, besaban labiodentalmente.Y se mudaban de casa y se cambiaban los calcetines y preparaban arroz.Y bajaban las escaleras y tomaban taxis y no sentían compasión.Decían: Este es el viento que todo lo limpia. Y pronunciaban la palabra. Enfáticas. Tenaces. Pre-humanas.Tajantes. Sí. Con frecuencia. Conmovedoras más que alucinadas. Sibilinas más que conscientes.

Subrepticias más que críticas. Hipertextuales. Claridosas.Estoy segura de que ya mencioné que eran brutales.

VI

En el eterno juego de las desidentificaciones, el lector de Jelinek tiene que desear no ser tal o cual personaje, no parecerse a ninguno de ellos. A dife-rencia de los puristas que la costumbre vuelve rígidos y más papistas que el papa, a diferencia de los fiscales que legislan para todos excepto el Sí-Mismo y Sus Amigos Más Fervientes, Jelinek tampoco pide identificación alguna con el autor.

Tú no me has de querer, demanda Jelinek, por debajo de cada una de sus líneas.

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269Cristina Rivera-Garza

VII

¿Mencioné ya que eran brutales?

VIII

Hélène Cixious lo dijo de esta manera en Fotos de raíces: Siempre tenemos miedo de vernos sufrir. Es como cuando tenemos una herida abierta: tene-mos un miedo terrible de mirarla… pero al mismo tiempo somos quizá la única persona que es capaz de mirarla.

IX

No sé si deseo conocerla personalmente.Todavía no lo sé.Tú no me has de querer.

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273Perla Suez

Mi padre y yo avanzábamos con los caballos, des pacio, por donde el barro estaba más firme, sin apartar los ojos de la huella. El camino a Colón co rría paralelo al río. Al cruzar el puente vi la lancha de Bruno Edels amarrada al muelle, y pensé en ese viejo, y le deseé lo peor.

Mi padre me dijo que acompañaría al inglés a bus car el yate que había comprado en Buenos Aires. Dijo también, cuánto tiempo más voy a seguir tra-bajando para los Edels, y qué me va a quedar de todo esto. Recordó que el inglés le había propuesto que se fuera a trabajar con él, que a su lado podía ganar dinero: era su oportunidad. Desde el día en que mi madre se fue con otro, yo creí que nunca nos moveríamos de La Lucera, pero no fue así. Mi padre dijo,

Ahora, mi niña, quiero una vida mejor para usted.Le sonreí y me pregunté cómo haría mi padre para darme una vida

mejor. Era evidente que sabía de lo que hablaba cuando me dijo eso.Anduvimos un rato, en silencio, a lo largo del mu ro del cementerio.Mi padre me preguntó,¿En qué piensa mi niña?No pienso...Dijo,¡Ah!, mi niña guarda un secreto.Sonreí.¿Qué le gustaría ser cuando sea grande?Maestra, padre, dije.Dejamos el puente y a lo lejos, vimos las luces de la ciudad, que re-

lampagueaban junto al río.

La vuelta al mundo*

Perla Suez

* Tomado de Perla Suez, Complot, Norma, Buenos Aires, 2004.

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274 desde la literatura

Al llegar a Colón, nos encaminamos al parque. La entrada estaba ilumi-nada con pequeños focos rojos y amarillos que se encendían y se apagaban.

¿Cuántas luces, eh, Mora?, dijo mi padre. Y se quedó parpadeando bajo los brillos afilados de las lámparas, el sombrero en la mano.

Yo miraba con sorpresa hacia todos lados, y vi a unas muchachas que cruzaban el aire en las sillas vola doras, y me quedé escuchando los gritos y las risas que se mezclaban con la voz ronca de un hombre que can taba, Titina, oh, Titina... Después, caminamos hasta un quiosco donde una mujer nos dio unas argollas de co lores a cambio de un boleto. Yo traté de embocarlas en el gollete de las botellas. Le erré. Seguimos caminan do sin hablar, entre la gente que deambulaba por allí.

¡Diez centavos para la vuelta al mundo!, gritó un mu chacho, que estaba parado en una tarima.

Mi padre me compró un billete y yo subí.No podía creer que la rueda se moviera de ese modo.Todos nos echamos hacia atrás, de cara al viento, hasta que la rueda

se detuvo.De nuevo en tierra, esperé. Mi padre me había di cho que, cuando

bajara, no me moviera de allí, que volvería a buscarme.Miré al hombre que accionaba la rueda con una pa lanca y hablaba

con un muchacho que tenía la cara grasienta. Al verme guiñó el ojo al otro. ¿Querés subir, nena?, dijo. Por una mamada te llevo.

Los dos se rieron.Corrí, temblorosa, y busqué a mi padre. Al verlo, el alma me volvió

al cuerpo.Dijo,¿Qué te pasa que estás colorada?Nada, contesté.¿Qué le gustaría hacer ahora a mi niña?Volver a casa. Y lo tomé de la mano.Antes, una limonada, dijo él.Vaciamos los vasos de limonada, y buscamos los ca ballos, y nos fuimos

por el camino que se alargaba y se alargaba •

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desde elmovimiento •

segundas 27/09

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Comisión Económica para América Latina y el Caribe Novena Conferencia Regional de la Mujer

de América Latina y El Caribe

Señora PresidentaSeñoras y Señores DelegadosIntegrantes de las agencias de cooperación del sistema de la onuIntegrantes de las organizaciones de la Sociedad Civil

otra vez en la cepal. Como en Mar del Plata en la vi Conferencia, otra vez en la cepal. Como en Lima y en Santiago de Chile, otra vez en la cepal. Como en Tegucigalpa, Kingstown y Brasilia, ¿por qué las organizaciones de mujeres, las redes feministas, las organizaciones de jóvenes estamos otra vez en la cepal? Si como algunos señalan las decisiones del mundo globalizado no se están tomando acá, si los organismos financieros multi-laterales tienen un margen de decisión mayor que nuestros gobiernos, si la obligación de progresividad de los derechos se incumple con el argumento de que “hay que pagar la deuda externa”, por qué estamos otra vez en la novena conferencia regional sobre la mujer de américa latina y el caribe, si todos los pactos internacionales no han podido evitar las torturas que los “paladines” de las cruzadas por la libertad cometen contra los invadidos en su nombre?

Estamos porque creemos en la democracia y en sus instituciones, porque empecinadas seguimos creyendo en la soberanía de nuestros estados y en los acuerdos que fortalecen la justicia y el bienestar de toda la ciudadanía. Estamos en esta conferencia de la cepal porque creemos en los sistemas que garantizan los derechos humanos dentro de los cuales la Plataforma de Acción Mundial constituye una pieza fundamental para profundizar la democracia. Estamos porque nos sabemos parte de una misma región

Declaración de las organizaciones feministas

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forjada por originarios y migrantes que compartieron sueños y pesadillas sangrientas, pero que la han hecho diversa y creativa y por eso la queremos abierta, solidaria, respetuosa y sustentable. Una región que fue la primera en el mundo en tener una declaración de derechos humanos y una conven-ción contra la violencia hacia las mujeres. Una región que en el marco de las Naciones Unidas ha sabido tener posiciones comunes sobre la justicia, el desarrollo y la paz.

Somos las feministas. Somos campesinas y académicas, somos las ne-gras y las lesbianas, somos indígenas y mestizas, las jóvenes y las viejas. Somos las ateas, las que creemos en el dios cristiano, en las diosas yorubas, en las cosmogonías mayas y en las fuerzas de la naturaleza. Somos las que tenemos fe en la vida y en los corazones y la inteligencia de la gente. Somos las organizaciones y las redes que desde la autonomía de cualquier partido político, cualquier gobierno, de cualquier iglesia, cualquier financiamiento, han construido movimientos que nos han hecho mejores a hombres y muje-res. Somos las que junto con otras compañeras, desde los talleres, marchas, manifestaciones, seminarios, revistas y pintadas en los muros, hemos llevado a las calles, las charlas y las camas, el discurso y la práctica de una vida distinta, más libre, más igualitaria, más justa, más querida. y somos, claro está, las que desde 1975 en México, como lo recordaron Carmen Barroso y Aída Gonzáles, levantamos las banderas de igualdad, desarrollo y paz que hoy, 30 años después, se expresan en la reafirmación de la Plataforma de Acción Mundial, en el mismo México hospitalario.

Reafirmamos la Plataforma de Acción en el nombre de las más de 300 asesinadas y muchas más desaparecidas en Ciudad Juárez, como resultado de un modelo de desarrollo económico y comercial que profundiza la dis-criminación y la violencia contra las mujeres, así como de la complicidad de un sistema de justicia donde reina la impunidad, el cual no ha logrado impedir que el feminicidio se extienda en México ni en otros países en donde está surgiendo, como es el caso de Guatemala.

Reafirmamos la Plataforma de Acción en el nombre de las miles de desplazadas, asesinadas y secuestradas en Colombia y de las organizaciones sociales perseguidas.

Reafirmamos la Plataforma, porque en la región más desigual del mun-do, se implementa un modelo económico que obstaculiza la posibilidad de tener un desarrollo justo y equitativo. Porque en una región donde el pago de los intereses aumenta las deudas, más que políticas “focalizadas” contra la pobreza, necesitamos la erradicación del modelo económico que

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la produce. Porque a esta región de excluidos, desplazados, discriminados y silenciados, la queremos libre de racismo, libre de xenofobia, libre de cualquier tipo de violencia.

Reafirmamos la Plataforma de Acción, porque defendemos la vigencia de un estado laico, sustento de la democracia, que supone el pleno respeto por la libertad de creencias, pero que de ninguna manera significa que los credos de algunos ciudadanos puedan servir de fundamento a la legislación y las políticas de toda la ciudadanía.

Reafirmamos la Plataforma de Acción y lo hacemos desde el em-poderamiento. Y por esto entendemos no sólo las cuotas, no sólo votar y ser votadas, no sólo formar parte de los gabinetes. Empoderamiento también significa reconocer a las organizaciones feministas y de mujeres como actores políticos, respetar las decisiones autónomas sobre nuestra sexualidad y reproducción y vivir en un mundo que nos permita crear y comer, soñar y trabajar, bailar y estudiar. Tenemos derecho a exigir igualdad cuando la desigualdad nos interioriza, pero tenemos el derecho de reivindicar las diferencias cuando la igualdad nos descaracteriza, nos oculta o nos desconoce.

Reafirmamos la Plataforma, porque las mujeres no somos un sector, ni un grupo, ni un tema, estamos en todos los sectores, los grupos y los temas, y aun cuando siguen siendo imprescindibles acciones afirmativas, exigimos la universalidad de las políticas públicas. Queremos una institu-cionalidad que supere las estructuras actuales de avance de las mujeres, una institucionalidad con recursos suficientes y políticas de estado que garanticen la transversalidad, los mecanismos de monitoreo y la participa-ción. Todas las mujeres somos iguales, pero algunas somos más iguales que otras y las mujeres jóvenes, las indígenas, las desplazadas, las migrantes, las afro-descendientes, organizadas o no, han quedado fuera de la toma de decisiones públicas que afectan sus vidas.

Reafirmamos la Plataforma, porque celebramos varios de sus avances, pero como dijimos en el Comité de Población en Santiago ”Si no se aumentan y priorizan los recursos para prevenir el sida con métodos efectivos, para respetar el derecho de las mujeres y evitar las muertes por abortos insegu-ros y clandestinos... Si se pretende garantizar el ejercicio de los derechos sexuales y los derechos reproductivos sólo para un tipo de familia y no se reconoce que se trata del goce de los derechos humanos de todas las per-sonas, con celebrar no alcanza. Si en una región que se pretende moderna y democrática, a la juventud se le permite elegir a los gobernantes, pero no

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decidir sobre sus cuerpos y el amor de Carmen y María vale menos que el de Rita y Roberto, con celebrar no alcanza.

Como dijimos en la Reunión Preparatoria en Brasilia “La Plataforma de Acción es fruto de un consenso maduro y posible entre la sociedad civil organizada y sus estados. El camino para cumplirla se recorre en diálogo con las mujeres y sus organizaciones, con la asignación de recursos sustantivos y sobre todo, con la voluntad política de los gobiernos de nuestra región”.

Con el mismo espíritu de Santiago, del Consenso de Lima y del Consenso de México logrado por ustedes, señoras y señores delegados, esperamos que respondan a las expectativas y las esperanzas de millones de mujeres y de pueblos de nuestra región, empecinados con la democracia, la justicia y los derechos humanos para todos y para todas.

Articulación de Mujeres BrasilerasArticulación de Mujeres Negras BrasilerasArticulación Feminista marcosurArticulación de Redes y organizaciones de Seguimiento a Beijing (Co-lombia)cafraCampaña 28 de septiembre Día por la Despenalización del aborto en Amé-rica Latina y el CaribeCampaña contra los FundamentalismosCampaña de América Latina y el Caribe “Las mutilaterales en la mira de las mujeres”Campaña por la Convención Interamericana de Derechos Sexuales y De-rechos Reproductivos Católicas por el Derecho a DecidirCoalición de Jóvenes RedSiempreComisión Nacional de Seguimiento “Mujeres por Democracia Equidad y Ciudadanía” (Uruguay)Comité de América Latina y el Caribe de Defensa de los Derechos de la Mujer Coordinación de Mujeres de ong por un Milenio Feminista (México)Educación y Networking para LatinasForo Nacional de Mujeres y Políticas de Población (México)Foro Red de Salud y Derechos Sexuales y Derechos Reproductivos (Chile)Grupo Impulsor Nacional “Mujeres por la Igualdad Real” (Perú)Grupo de Iniciativa de Mujeres (Chile)International Gay Lesbian Human Rights Commission

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International Lesbian Gay AssociationIniciativa Centroamericana de Seguimiento a la Plataforma de Acción MundialIniciativa Feminista CartagenaInstituto de Mujeres Jóvenes dawnRed de América Latina y el Caribe Mujer y HábitatRed Chilena Contra la Violencia Doméstica y SexualRed Argentina de Monitoreo de Políticas de GéneroRed de Educación Popular entre MujeresRed de Género y Medio Ambiente (México)Red Latinoamericana y Caribeña de Jóvenes por los Derechos Sexuales y ReproductivosRed de Mujeres Afro Descendientes de América Latina y el CaribeRed de Mujeres Rurales de América Latina y el CaribeRed de Mujeres Transformando la EconomíaRed de Promotoras y Asesoras Rurales (México)Red de Salud de las Mujeres de América Latina y el CaribeRed de Trabajadoras de la Educación (México)Red Internacional de Género y ComercioRed por los Derechos Sexuales y Reproductivos (México)awidActionAid Región AméricasdawnIpaswedo

México, 12 de junio del 2004

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Los gobiernos de los países participantes en la novena Conferencia Regional de la Mujer de América Latina y El Caribe

Reunidos en Ciudad de México del 10 al 12 de junio de 2004,

Recordando que el próximo año se cumplen tres décadas desde la Conferencia Mundial del Año Internacional de la Mujer (primera Conferencia Mundial), celebrada en México en 1975, una década de la Cuarta Conferencia Mun-dial sobre la Mujer y cinco años del periodo extraordinario de sesiones de la Asamblea General titulado “La mujer en el año 2000: igualdad entre los géneros, desarrollo y paz para el siglo xxi”, de la Cumbre del Milenio y de la octava Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y El Caribe,

Teniendo en cuenta que durante la octava Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y El Caribe, realizada en Lima, Perú, en febrero de 2000, se acordó extender más allá del año 2001 la vigencia del Programa de Acción Regional para las Mujeres de América Latina y El Caribe,

Teniendo presente que la Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y El Caribe es un órgano subsidiario de la Comisión Económica para América Latina y El Caribe, y que su Mesa Directiva en su trigésima quinta reunión acordó que la novena Conferencia se concentraría en el examen de la implementación y el cumplimiento de los acuerdos internacionales y regionales y que en dicha reunión se analizarían dos temas de importancia estratégica para la región: i) pobreza, autonomía económica y equidad de gé-nero y ii) empoderamiento, participación política y desarrollo institucional,

Reconociendo la contribución del movimiento de mujeres, en todas sus expresiones, al desarrollo de políticas públicas con perspectiva de género

Consenso de México, D.F.Novena Conferencia Regional de la Mujer de América Latina y El Caribe

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en la región, tomando en cuenta la diversidad étnico-racial y generacional, y en particular al desarrollo de mecanismos para el adelanto de las mujeres a nivel internacional, regional y nacional,

Destacando la significativa contribución de las mujeres a la disminución de la pobreza, el fortalecimiento de la democracia, la igualdad de género, la justicia social y el desarrollo en los países de la región,

Expresando su inquietud por los efectos sociales negativos de las políticas de ajuste estructural y, bajo ciertas circunstancias, la apertura comercial, uno de cuyos aspectos es la fragmentación de las políticas sociales, y por la pesada carga del servicio de la deuda externa,

Reconociendo que la globalización tiene beneficios y costos que no se distribuyen de forma equitativa, tanto entre los países como en su interior, y que a los países en desarrollo les resulta particularmente difícil responder a este reto,

Reconociendo los avances logrados en los ámbitos legislativo, educa-tivo, de la salud, del trabajo, de la lucha contra la violencia, del desarrollo sostenible y del diseño de políticas públicas con equidad de género,

Reconociendo también que esos avances son insuficientes y que aún se enfrentan múltiples obstáculos, por lo que se requiere redoblar los esfuer-zos y los recursos disponibles, a fin de alcanzar las metas y los objetivos compartidos,

Reconociendo asimismo la importancia de promover y fortalecer medidas de acción afirmativa que favorezcan el acceso a recursos y el empoderamien-to de las habitantes de las áreas rurales, las indígenas, las afrodescendientes, las jóvenes y las mujeres de la tercera edad,

Deplorando las diversas formas de violencia y sus manifestaciones que afectan a las mujeres y a las niñas, los niños y los adolescentes de la región,

Reconociendo la magnitud del fenómeno migratorio en la región y la necesidad de promover y proteger los derechos humanos y las libertades fundamentales de las y los migrantes, junto con reconocer las remesas como una fuente importante de divisas para sus países de origen, así como su apor-tación positiva a las sociedades que los reciben,

1. Acogemos con beneplácito el documento elaborado por la Secretaría, titulado “Caminos hacia la equidad de género en América Latina y El Caribe”, y reconocemos que refleja un enfoque compartido por los go-biernos de América Latina y El Caribe luego del correspondiente proceso de consultas con representantes de los Estados miembros participantes en

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la Conferencia, que incluyó cinco reuniones subregionales, dos de ellas a través del uso de tecnologías de comunicación;

2. Reafirmamos los acuerdos de las tres reuniones subregionales preparato-rias de la novena Conferencia para El Caribe, Centroamérica y México y América del Sur, celebradas respectivamente en San Vicente y las Grana-dinas, Honduras y Brasil como contribución a esta Conferencia;

3. Reafirmamos también nuestro compromiso con los objetivos de la Pla-taforma de Acción de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer (Beijing, 1995), el Programa de Acción de la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo (El Cairo, 1994), el Programa de Ac-ción de la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (Copenhague, 1995), el Programa de Acción de la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia (Durban, 2001) y la Declaración del Milenio (Nueva York, 2000) adoptados por la Asamblea General de las Naciones Unidas; y con todos los acuer-dos posteriores en los que se reafirma la adhesión de los gobiernos a esta agenda internacional; 1

4. Reiteramos que la plena y eficaz implementación de la Plataforma de Acción de Beijing, el Programa de Acción Regional para las Mujeres de América Latina y El Caribe, el Plan de Acción de la caricom y los com-promisos enunciados en el párrafo anterior es una contribución esencial para el logro de los objetivos de desarrollo que figuran en la Declaración del Milenio de las Naciones Unidas;

5. Tomamos nota con satisfacción que la mayoría de las delegaciones nacio-nales acreditadas ante esta novena Conferencia cuentan con representantes de la sociedad civil y parlamentarias, de conformidad con lo acordado en la trigésima quinta reunión de la Mesa Directiva;

1 Naciones Unidas, Plataforma de Acción y Declaración de Beijing. Informe de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer (A/CONF.177/20), Beijing, 1995; Informe de la Confe-rencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo (A/CONF.171/13/Rev.l), El Cairo, 1994; Informe de la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (A/CONF.166/9), Copenhague, 6 a 12 de marzo de 1995; Informe de la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia (A/CONF.189/12), Durban, 31 de agosto a 8 de septiembre de 2001; Declaración del Milenio (A/RES/55/2), Nueva York, septiembre de 2000.

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6. Los gobiernos de los países participantes en la novena Conferencia Re-gional de la Mujer de América Latina y El Caribe reafirmamos nuestra decisión de hacer lo siguiente:

i) Adoptar medidas, en todas las esferas y en particular las de los ámbitos político, social, económico y cultural, incluidas medidas legislativas y reformas institucionales, para asegurar el pleno desa-rrollo y adelanto de las mujeres de todas las edades, con el objetivo de garantizarles el acceso a la justicia y el ejercicio y goce de todos los derechos humanos, incluidos los derechos civiles, políticos, económi-cos, sociales y culturales y las libertades fundamentales en igualdad de condiciones con los hombres;

ii) Realizar esfuerzos por incorporar la perspectiva de género, tomando en cuenta la diversidad étnico-racial y generacional, en la elaboración, ejecución y evaluación de las políticas públicas mediante la aplica-ción de instrumentos de seguimiento y evaluación, garantizando la transparencia en la gestión pública, con el fin de institucionalizar la rendición de cuentas y la difusión de información sobre el progreso en el cumplimiento de las metas y la real participación ciudadana de las mujeres;

iii) Asegurar la plena inclusión de la perspectiva de género, tomando en cuenta la diversidad étnico-racial y generacional, en el diseño y la ejecución de los planes nacionales de desarrollo, y de las políti-cas y los programas públicos en todos los ámbitos de la acción del Estado, así como en los presupuestos destinados a financiarlos;

iv) Diseñar e implementar políticas públicas que ayuden a superar las condiciones de pobreza que afectan a las mujeres de la región, en especial de los países menos desarrollados y los pequeños estados insulares en desarrollo, en las que se reconozca el impacto diferen-ciado que tiene en hombres y mujeres la desigual distribución de beneficios y costos de la globalización;

v) Adoptar políticas proactivas que promuevan la creación de empleos, incluyendo acciones afirmativas que aseguren igualdad de condicio-nes en el mercado laboral entre mujeres y hombres, y fortalezcan la capacidad emprendedora de las mujeres y se asegure el pleno respeto de sus derechos laborales e individuales, así como también su acceso equitativo a los beneficios de la protección social;

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vi) Reconocer el valor económico del trabajo doméstico y productivo no remunerado, procurar protección y apoyo para las mujeres que trabajan en el sector informal, particularmente en relación con los servicios de cuidado de niños y niñas y personas adultas mayores, e implementar políticas que permitan conciliar la vida familiar y laboral, involucrando a hombres y mujeres en este proceso;

vii) Alentar a los Estados a integrar consideraciones sobre el impacto de género, tomando en cuenta la diversidad étnico-racial y generacional en el desarrollo de políticas nacionales y la formulación de posiciones relacionadas con las negociaciones de acuerdos comerciales bilatera-les y regionales, así como a incluir la equidad e igualdad de género, como tema prioritario en las estrategias de desarrollo de la capacidad comercial en los planos nacional y regional;

viii) Revisar y examinar las políticas y la legislación, a fin de fortalecer la obligatoriedad del pago de la asistencia económica de niños, niñas, adolescentes y otros dependientes, así como instar a los Estados a convenir tratados para la persecución y/o el cobro de las obligaciones a los evasores;

ix) Impulsar políticas educativas que respondan a las necesidades del desarrollo de los países, favoreciendo la educación de todas las muje-res y su acceso a las actividades económicas, tecnológicas y científicas que contribuyen a su inserción equitativa en un mundo globalizado;

x) Fomentar una cultura de respeto de los derechos humanos de las mujeres e impulsar amplios programas de concientización en todos los niveles de la enseñanza. También incorporar la educación en derechos humanos con perspectiva de género, raza y etnia en todos los niveles de la enseñanza;

xi) Revisar e implementar la legislación que garantice el ejercicio res-ponsable de los derechos sexuales y reproductivos y el acceso sin discriminación a los servicios de salud, incluida la salud sexual y reproductiva de conformidad con el Consenso de Lima;2

2 Reserva de El Salvador: “Reiteramos la reserva al numeral 6 xi) de la presente declaración, específicamente a la frase referida a ‘Revisar e implementar la legislación’, debido a que su redacción no es compatible con lo establecido en nuestra Carta Magna, artículo primero, re-

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xii) Fortalecer los esfuerzos de prevención, diagnóstico y tratamiento de las infecciones de transmisión sexual, en particular el vih/sida, sal-vaguardando los derechos de todas las mujeres y las niñas que viven con el virus, y garantizar el acceso, sin discriminación, a información, atención, educación y servicios de prevención del vih/sida;

xiii) Reforzar la plena participación de las mujeres en la preservación y el manejo del medio ambiente para lograr el desarrollo sostenible;

xiv) Adoptar medidas para promover y proteger los derechos humanos de los y las migrantes, de conformidad con los preceptos constitucionales y los instrumentos internacionales vigentes;

xv) Adoptar las medidas integrales que sean necesarias para eliminar todas las formas de violencia y sus manifestaciones contra todas las mujeres, incluidas la violencia familiar, el abuso y acoso sexual, el incesto, la explotación sexual y el tráfico y trata de mujeres y niñas, la prostitución forzada, los asesinatos y las violaciones sistemáticas, y la violencia en situaciones de conflicto armado, entre otras, así como eliminar las medidas unilaterales contrarias al derecho internacional y a la Carta de las Naciones Unidas.

xvi) Promover el acceso de todas las mujeres a las tecnologías de la in-formación y la comunicación con miras tanto a erradicar la pobreza como a promover el desarrollo;

xvii) Profundizar el desarrollo de un sistema de información basado en estadísticas desagregadas por sexo para incorporar efectivamente la perspectiva de género, tomando en cuenta la diversidad étnico-racial

ferido a la persona humana, que ‘...reconoce como persona humana a todo ser humano desde el instante de la concepción”. Reserva de Estados Unidos: “La delegación de los Estados Unidos entiende que los términos ‘derechos y/o servicios reproductivos y sexuales’ no deben interpretarse como un respaldo al fomento del aborto o el uso de métodos abortivos”. Reserva de Nicaragua: “En referencia a los términos contenidos en la página 2, numeral 3 y en la página 4, numeral 6, inciso xi, Nicaragua acepta los términos siempre que no afecte sus reservas al Programa de Acción de la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo (El Cairo, 1994) y la Plataforma de Acción de la Conferencia Internacional sobre las Mujeres (Beijing, 1995)”. El texto íntegro de las reservas de El Salvador, Estados Unidos y Nicaragua, aparecerá en el informe de la novena Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe.

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y generacional, en todos los programas y políticas de gobierno, otor-gando particular atención a la pobreza, el trabajo no remunerado, el uso del tiempo, la violencia de género y la migración internacional;

xviii) Diseñar y revisar las leyes, a fin de asegurar que, allí donde exista el derecho a la posesión privada de tierras y de propiedades, se reco-nozca a las mujeres plenos e iguales derechos a poseer tierras y otras propiedades, incluso en virtud del derecho a heredar, y mediante la realización de las reformas administrativas y la adopción de las demás medidas necesarias para otorgar a las mujeres los mismos derechos que los hombres al crédito, el capital, la tecnología apropiada y el acceso a los mercados y la información;

xix) Garantizar a los mecanismos nacionales para el adelanto de la mujer los recursos financieros y humanos, y reforzar su capacidad política y la consolidación de su rango institucional al más alto nivel, a fin de que puedan cumplir sus mandatos con eficacia y eficiencia;

xx) Estrechar la colaboración entre los mecanismos nacionales para la mujer, los organismos regionales e internacionales;

xxi) Promover la participación plena e igualitaria de hombres y mujeres en todos los niveles de toma de decisiones en el Estado, la sociedad y el mercado y fomentar la participación de la sociedad civil, inclui-das las organizaciones no gubernamentales y las organizaciones de mujeres en los procesos de adopción de decisiones en los ámbitos local, nacional, regional y global a fin de avanzar en la construcción y ejercicio de la ciudadanía plena de todas las mujeres de la región;

xxii) Desarrollar instrumentos de seguimiento y evaluación de las políticas públicas con el fin de incorporar una perspectiva de género, toman-do en cuenta la diversidad étnico-racial y generacional, en todas las acciones del Estado;

xxiii) Invitar a los parlamentos de la región a que revisen sus legislaciones, a fin de armonizarlas con los instrumentos internacionales en materia de derechos humanos y de no discriminación de las mujeres, niños, niñas y adolescentes;

xxiv) Exhortar a los gobiernos que aún no lo han hecho a considerar la rati-ficación y aplicación efectiva de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer y su Protocolo

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facultativo, así como de la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer y la adopción de un mecanismo efectivo para la aplicación y seguimiento de esta última por los Estados parte;

xxv) Promover la cooperación internacional en apoyo a las actividades de los mecanismos nacionales para el adelanto de las mujeres destinadas a la implementación de la Plataforma de Acción de Beijing e instar a los organismos y las organizaciones especializadas de las Naciones Unidas a que, de conformidad con sus mandatos, sigan apoyando los esfuerzos nacionales en pro de la igualdad de derechos y la creación de oportunidades para las mujeres en la región, a través de programas de cooperación, estudios y análisis, entre otros;

7. Acogemos con beneplácito la agenda de investigación que figura en el documento “Caminos hacia la equidad de género en América Latina y El Caribe” y solicitamos a la Secretaría de la cepal que, en colaboración con gobiernos de la región y otros organismos internacionales, realice las tareas que fueren necesarias para su cumplimiento;

8. Declaramos que el Consenso de México constituye la contribución re-gional a la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer en su cuadragésimo noveno periodo de sesiones, previsto para marzo del 2005;

9. Solicitamos a la Presidencia que someta a la consideración de la cepal, en su trigésimo periodo de sesiones, previsto para junio-julio del 2004 el presente Consenso;

10. Agradecemos al pueblo y al Gobierno de México las facilidades otor-gadas para la realización de esta Conferencia y su calurosa hospitalidad.

21 de julio de 2004

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Cuadro resumen del Consenso de México Novena Conferencia Regional de la Mujer

de América Latina y El Caribe México, junio de 2004

Al reafirmar los compromisos con los objetivos de la Plataforma de Acción de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer (Beijing, 1995), los Programas de Acción de El Cairo (1994), Copenhague (1995), Durban (2001) y la Decla-ración del Milenio (2000), los gobiernos reafirmaron también su decisión de:

Acceso a la justicia y goce de los derechos humanos

y las libertadesfundamentales

Políticas públicas, planesy presupuestos con

perspectiva de género

Asegurar el pleno desarrollo y adelanto de las mujeres de todas las edades, con el objetivo de garantizarles el acceso a la justicia y el ejercicio y goce de todos sus derechos humanos y libertades fundamentales en igualdad de condiciones con los hombres.

Incorporar la perspectiva de género, tomando en cuenta la diversidad étnico-racial y generacional, en:

• la elaboración, ejecución y evaluación de las políticas públicas;

• el diseño y la ejecución de los planes nacionales de desarrollo, y las políticas y los programas públicos;

• los presupuestos destinados a financiarlos;

Garantizar la transparencia en la gestión pública con el fin de institucionalizar la rendición de cuentas y la difusión de información.

Desarrollar instrumentos de seguimiento y evaluación de las políticas públicas con perspectiva de género.

Integrar consideraciones sobre el impacto de género en:

• el desarrollo de políticas nacionales; • las negociaciones de acuerdos comerciales;• las estrategias de desarrollo de la capacidad comercial

en los planos nacional y regional.

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Pobreza

Pobreza

Acceso atecnologías de información

Derecho a la tierra, crédito,

capital, mercados

Igualdad de condiciones

y respeto a los derechos laborales

Trabajo doméstico y no

renumerado

Implementar las políticas públicas para superar las condiciones de pobreza que afectan a las mujeres de la región.

Promover el acceso de todas las mujeres a las tecnologías de la información y la comunicación con miras a erradi-car la pobreza y promover el desarrollo.

Diseñar y revisar las leyes paara asegurar a las muje-res plenos e iguales derechos a poseer tierras y otras propiedades, incluso en virtud del derecho a heredar, los mismos derechos que los hombres al crédito, el capital, la tecnología y el acceso a los mercados y la información.

Adoptar políticas proactivas que promuevan la creación de empleos, incluyendo acciones afirmativas que asegu-ren igualdad de condiciones en el mercado laboral entre mujeres y hombres;Fortalecer la capacidad emprendedora de las mujeres;Asegurar el pleno respeto de sus derechoslaborales e individuals y su acceso a los beneficios de la protección social.

Reconocer el valor económico del trabajo doméstico y productivo no renumerado;

Proteger y apoyar a las mujeres que trabajan en el sector informal;

Políticas que permitan conciliar la vida familiar y laboral.

Empleo

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Legislación

Pago de asistencia económica

Armonizaciónde la

legislación

Ratificación y aplicación de instrumentos

internacionales

Salud

Derecho a la tierra

Educación

Educación y concientización

en derechos humanos

Derechos sexuales y

reproductivos

vih/sida

Fortalecer la obligatoriedad del pago de la asistencia económica de niños, niñas, adolescentes y otros depen-dientes.

Armonizar las legislaciones con los instrumentos in-ternacionales en materia de derechos humanos y de no discriminación de las mujeres, niños, niñas y adoles-centes.

Exhortar a los gobiernos que aún no lo han hecho a con-siderar la ratificación y aplicación efectiva de la cedaw y su Protocolo facultativo, así como de la Convención de Belén do Pará y la adopción de un mecanismo efecti-vo para la aplicación y seguimiento de esta última.

Revisar e implementar la legislación que garantice el ejercicio responsable de los derechos sexuales y repro-ductivos y el acceso sin discriminación a los servicios de salud.

Diseñar y revisar las leyes para asegurar a las muje-res plenos e iguales derechos a poseer tierras y otras propiedades.

Impulsar políticas educativas que respondan a las necesidades del desarrollo de los países, favoreciendo la educación de todas las mujeres y su acceso a las activi-dades económicas, tecnológicas y científicas.

Fomentar una cultura de respeto de los derechos huma-nos de las mujeres;Impulsar amplios programas de concientización en todos los niveles de la enseñanza;Incorporar la educación en derechos humanos con perspectiva de género, raza y etnia en todos los niveles de la enseñanza.

Revisar e implementar la legislación que garantice el ejercicio responsable de los derechos sexuales y repro-ductivos y el acceso sin discriminación a los servicios de salud.

Prevención, diagnóstico y tratamiento de las infeccio-nes de transmisión sexual, en particular el vih/sida, salvaguardando los derechos de todas las mujeres y las niñas que viven con el virus, y garantizar el acceso, sin discriminación, a información, atención, educación y servicios de prevención.

Educación

Salud

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Eliminar todas las formas de violencia y sus manifestaciones contra todas las mujeres, incluidas la violencia familiar, el abuso y acoso sexual, el incesto, la explotación sexual y el tráfico y trata de mujeres y niñas, la prostitución forzada, los asesinatos y las violacionessistemáticas, y la violencia en situaciones de conflicto armado, entre otras.Considerar la adopción de un mecanismo efectivo para la aplicación y seguimiento de la Convención Belén do Pará.

Promover la participación plena e igualitaria de hombres y mujeres en todos los niveles de toma de decisiones en el Estado, la sociedad y el mercado.Fomentar la participación de la sociedad civil en los procesos de adopción de decisiones en los ámbitos local, nacional, regional y global.

Profundizar el desarrollo de una sistema deinformación basado en estadísticas desagregadas por sexo, otorgando particular atención a la pobreza, el trabajo no renumerado, el uso del tiempo, la violencia de género y la migración internacional.

Garantizar a los mecanismos nacionales para el adelanto de la mujer los recursos financieros y humanos y reforzar su capacidad política y la consolidación de su rango institucional al más alto nivel.

Estrechar la colaboración entre los mecanismos nacionales para la mujer, los organismos regionales e internacionales.

Promover la colaboración internacional en el apoyo a las actividades de los mecanismos nacionales para la mujer destinadas a la imple-mentación de la Plataforma de Acción de Beijing.

Promover la colaboración internacional en el apoyo a las actividades de los mecanismos nacionales para la mujer destinadas a la imple-mentación de la Plataforma de Acción de Beijing.Instar a los organismos y las organizaciones especializadas de las Naciones Unidas a que apoyen los esfuerzos nacionales en pro de la igualdad de derechos y la creación de oportunidades para las mujeres de la región, a tráves de programas de cooperación, estudios y análisis.

Reforzar la participación de las mujeres en la preservación y el manejo del medio ambiente para lograr el desarro-llo sostenible.

Promover y proteger los derechos humanos de los y lasmigrantes, de conformidad con los preceptos cosntitucionales y los instrumentos internacionales vigentes.

Violencia

Participaciónen la toma de

decisiones y ejercicio de la ciudadanía

Estadísticasdesagregadas

por sexo

Fortalecimiento institucional

Cooperación internacional

Medio ambientey desarrollo sostenible

Migrantes

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El orden discursivo de género

He aquí un certamen donde se dirime la definición mexicana del concepto de “belleza”. Ocurre en Los Altos de Jalisco desde hace varios años y hace gala de las características más importantes en la vida de sus mujeres. Pretende representar, en el acotado contexto de un escenario luminoso, el drama alteño por excelencia: el de la división social de los papeles sexuales a partir de un guión que, al mismo tiempo, legitima y establece las reglas de las relaciones entre alteños y alteñas. Se parece mucho a los concursos de belleza transmitidos por los medios, excepto por un detalle: aquí no hay una exhibición de cuerpos femeninos en breves trajes de baño.

Su contrapartida es el “deporte nacional”: la charreada. Ritual público y colectivo, la fiesta charra despliega ante los ojos del espectador los valores en donde se funda la mística regional. Porque el arrojo y la habilidad con que los charros de Jalisco practican sus suertes no están desligados —dicen— del mundo donde se originan y de donde provienen el amor a la tierra, la entrega al trabajo y una muy cercana relación con los animales, sobre todo con los caballos, donde el noble bruto compite con las mujeres por el amor de los alteños.

Ambas escenificaciones —el certamen y la charreada— incluyen participantes de uno u otro sexo; pero el protago-nismo femenino o masculino se dejan sentir como elementos tautológicos: el concurso de belleza es el ámbito de las mujeres y norma con exactitud las características deseadas para las representantes del sexo femenino; pero la presencia masculi-na se impone en un plano jerárquico indiscutido: los varones organizan, patrocinan y son jueces de la belleza y la pulcritud

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de las concursantes. En un nivel infra-micro se reproduce y pone en escena el esfuerzo de una comunidad (imaginaria, como todas) por uniformar y seguir presentando un modelo de mujer prácticamente inexistente, como si fuera representantivo del conjunto. Un puro juego de fantasmas en los espejos. Lo primordial es la belleza, aunque la pureza y la decencia están implícitas, en diversos niveles del discurso, en la definición de la mujer alteña. La imaginería del género se despliega en el acontecimiento social entre opacidades y transparencias.

El júbilo narcisista de la fiesta charra, por su parte, admite la presencia de mujeres en su papel de espectadoras, bellas flores inanes que adornan con sus vestidos de vivos colores las gradas del lienzo charro. Sin embargo, las mujeres participan, desde su origen, en las labores del rancho que sirven de base al espectáculo charro; las mujeres montan, administran, deci-den. Las mujeres también aman a los caballos (¿más que a los hombres?). Y no obstante, su participación en la arena, en el espacio de la competencia, de la fuerza y del poder, se concibe como una presencia obscena. La charreada es el escenario de la masculinidad que sólo de manera marginal, y con muchos remilgos y restricciones, admite el goce del cuerpo femenino en su relación también intensa y franca y erótica con el caballo. He aquí la escaramuza: un conjunto de muchachas montadas a mujeriegas toma por asalto la arena para demostrar que la velocidad no tiene sexo. Ocho minutos de regocijo, un estallido de color y emoción. Y punto. De ahí en adelante, la charreada se arrastra en el aburrimiento de la exhibición gris del charro hegemónico, campeón de Dios, símbolo de la patria, adalid de la familia.

Un campo paradójico

Cristina Palomar Verea encuentra, en El orden discursivo de género en Los Altos de Jalisco, un instrumento muy poderoso de análisis en estas dos “arenas”, es decir, en estas dos “con-figuraciones de género regional”; dos espacios simbólicos que permiten rastrear la construcción de los discursos y del imaginario a propósito de los hombres y las mujeres de la región. Ése es el elemento que los pone en el mismo plano de

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análisis, sin que sean fenómenos equivalentes en sí mismos.Del análisis, me llama la atención el estatuto ciertamente

secundario del certamen en comparación con la importancia estructural (en términos de constitución de la comunidad) del evento charro. El evento charro —legitimado como deporte nacional de importante valor simbólico— tiene documentos formales (reglamentos) que fijan y estructuran el acto, el cual se mantiene como una institución donde se refleja de manera palpable el poder económico y político (¿qué tal los líderes charros?, ¿y qué tal nuestro secretario de gobernación “auténticamente charro” y haciendo símiles entre gobernar y charrear? Perlas finas de nuestra mexicanísima idiosincrasia).

En cambio, el certamen de belleza —espacio femenino— está en manos de alguien que puede adaptar la exhibición y reestructurarla; no cuenta con una legislación ni constitutiva ni simbólica. Esta falta de formalidad (muchas de las reglas son “sabidas” pero no escritas) tiene que ver también con la imposibilidad de explicitar ciertas cuestiones demasiado contradictorias para ser fijadas en reglamentos, o difícilmente formulables. Es más flexible e, insisto, secundario. Aunque sea el acontecimiento más importante en la vida de ciertas muchachas alteñas destinadas al matrimonio y la maternidad. Ciertamente, los certámenes parecen agonizar: cada vez cuesta más trabajo encontrar muchachas que “cuadren” con el tipo que se quiere presentar como el “típico” de la región.

Las paradojas se multiplican en la exposición cuando se explora el discurso de género: las mujeres hacen el mismo trabajo que los hombres, pero no pueden ser charras. Y si son charras, las reducen al bonito espectáculo de las escaramuzas y las obligan a montar de la manera más absurda, incómoda, peligrosa; y si ni así, se ponen celosos y dicen que les roban cámara, ¡o que son conflictivas!, las mujeres, y por eso no se puede contar con ellas en la charreada: ¡porque se pelean con el novio o las castiga su papá y luego no las dejan participar! Esas son joyas del discurso de género que la autora pesca con una perspicacia ejemplar.

Para mí que la construcción imaginaria de una identidad comunitaria étnica “pura, blanca, criolla” es parte de un con-

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junto de estrategias de reproducción de capital económico y capital simbólico cuyo fruto es precisamente la existencia de una clase social (una casta) apartada del conjunto de la comu-nidad (donde, me imagino, también hay gente sumamente pobre y prieta) por intereses específicos y prácticas sociales muy obvias (espacios restringidos, mecanismos de herencia, atribuciones profesionales i.e. quiénes se vuelven monjas, curas, abogados, académicos...). Porque, desde este lado del texto, podría también interpretarse solamente como esa “apa-riencia”, como el deseo de ser así, blancos, güeros y bonitos. Es una relación paradójica: debe tener distintas maneras de manifestarse en los cuerpos reales de la gente.

Me detengo en el asunto del cuerpo (el trabajo de Palomar Verea alrededor del cuerpo es magnífico): la autora parte de una “concepción del cuerpo como entidad culturalmente cons-truida [...como un] territorio privilegiado para la encarnación de los discursos de género y como el medio fundamental para su actuación”. El texto despierta muchas incógnitas: ¿cómo dis-curre el doble estándar de moral sexual en Los Altos? ¿Cómo se explican los “hijos ilegítimos”? ¿Los productores de esa estrellita nacional que es el tequila de agave son abstemios? ¿Hay prostitución en Tepatitlán? ¿A la gente destrampada la mandan a Garibaldi?

La autora me aclara (en comunicación personal):La homogeneidad en la comunidad alteña es una ficción en cuya construcción las prácticas discursivas han sido determinantes. No todos son blanquitos, güeritos, etc., pero se hace lo posible por borrar lo que pueda ponerlo en duda. Lo que más resalta no es que sea cierta la ficción discursiva, sino el esfuerzo que se invierte en la insistencia de que es así. Lo más granado es lo que escriben los fa-mosos cronistas: claro que son todos parientes entre sí, descendientes de aquellas “familias originales”, todos de la misma clase social y compartiendo más o menos el mismo “tipo alteño”.

Hay historias individuales de todo tipo: chicas alteñas modelo que acaban embarazadas de un “fuereño”; otras de ellas que se aca-ban casando con mestizos o simplemente “prietos adecentados” por el dinero; muchachos que frecuentan prostitutas, doble moral sexual, etc. Pero mira, hay por el otro lado datos como estos: en Los Altos el índice de detección de cáncer cérvico-uterino es mayor que en otras regiones del estado, al parecer porque los maridos no permiten [sic] a sus mujeres ir a hacerse el Papanicolau. Las muchachas que quedan embarazadas son inevitablemente llevadas al matrimonio, para salvar el honor familiar. Las discotecas cierran a las doce y no

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hay prácticamente antro alguno. O sea: los lugares comunes del cine mexicano ahí siguen rifando, no cabe duda. Pero esto también es una generalización. Las comunidades alteñas son muy severas en sus mecanismos de control, lo cual tiene también que ver con el esfuerzo por sostener fuertemente sus fronteras simbólicas.

Los matices del género

A últimas fechas, cuando leo trabajos académicos (artículos, li-bros, tesis de posgrado) “con perspectiva de género” me siento atrapada en un juego de simulaciones donde el dichoso género se utiliza nada más porque es necesario desde el punto de vista formal —porque está de moda, porque es políticamente correcto, porque es una condición académica o institucional para obtener grants—; sin embargo, con enorme frecuencia, las investigaciones “de género” resultan fallidas y el uso del concepto suena postizo, como un agregado que realmente no aporta nada a la reflexión general.

De ahí el entusiasmo que me despierta un texto en que la conceptualización de género es realmente orgánica, con-sustancial al pensamiento: una maquinaria, una estrategia explicativa. En El orden discursivo de género encuentro una aplicación apropiada y clarificadora de ideas de pensadores y pensadoras que se han vuelto en nuestros medios los siempre citados y nunca comprendidos; pero sobre todo, encuentro un pensamiento en acción, una serie de ideas originales, en lugar de una repetición más o menos digerida de lo que ya se dijo. Su gran mérito es que logra ganarle la batalla a la oscuridad del género en el contexto concreto de la investigación, porque solamente ahí se vuelve un concepto pleno de significado, y su uso está justificado en la solidez de la argumentación teórico-conceptual y metodológica; el género no es una panacea, ni mucho menos, pero tiene un gran potencial cuando se acota y especifica su uso, más allá de las retóricas académicas.

El origen del trabajo es la investigación para una tesis de doctorado en ciencias sociales en la especialidad de antropo-logía social. Se trata de un trabajo denso, extenso, en algunos aspectos muy técnico. Sin embargo, tiene la frescura de una curiosidad legítima y de una mirada abierta e inquisitiva. En ciencias sociales (y en feminismo) somos muy dadas al retrué-

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cano. El texto no se salva del retruécano (ni modo), pero en todo momento es claro el manejo de un aparato teórico que distingue con inteligencia entre prácticas discursivas, imaginario social y horizonte discursivo, entre comunidad e identidad, entre sujetos e instituciones. Por eso no se siente que esté “usando una terminología”, sino más bien que se apropia de una forma de pensamiento y que maneja el lenguaje de manera creativa; por eso a veces hasta parece que el libro es fácil de leer.

El tema es la identidad. O más bien, la manera en que se representa la identidad; los mecanismos a partir de los cuales las identidades se constituyen en la acción social y se refrendan en el ámbito simbólico; las estrategias que permiten interiori-zar los roles y estatus (impuestos y adquiridos) con los que se configura la personalidad social.

Lo que se plantea es la existencia de actos performativos donde se representa el género (actos de género). Tales actos tienen diferentes modalidades; pueden ser discursos (los cuales inclu-yen textos escritos y orales, académicos y legos, institucionales e informales...) o pueden ser rituales y ceremonias. Discursos y rituales tienen una profunda interrelación. La representación no es homogénea ni necesariamente coherente, sino un conjunto diverso y plural de expresiones culturales para darle sentido a las ideas que permiten establecer y definir las diferencias entre los hombres y las mujeres como un hecho perceptible, explicable y constitutivo de las relaciones entre las personas.

El orden discursivo de género logra exponer esta presencia de los actos de género en el análisis de dos ámbitos especí-ficos —que Palomar Verea denomina “arenas sociales”—: el certamen de belleza y la fiesta charra en la región de Los Altos de Jalisco. Estos dos rituales colectivos posibilitan la puesta en escena de los actos de género con una duración temporal dada, como experiencia compartida y como acción colectiva. Para Palomar Verea, este tipo de ceremonias es crucial en la construcción y sostenimiento de las fronteras simbólicas de la comunidad. Por una parte, el ritual y el simbolismo trans-miten las “reglas éticas” vigentes; por la otra, la puesta en escena hace explícitas las leyes sociales e integra las sanciones políticas y los tabúes que rigen la representación del género.

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Racismo y mestizaje

El giro más interesante es que encuentra una estrecha relación entre el discurso étnico y las configuraciones de género pro-ducidas en el ámbito local. Los Altos de Jalisco es una región diferenciada por su geografía, su historia y su orden discur-sivo. Tal y como los alteños se definen a sí mismos —a través de sus cronistas, historiadores y académicos—, la zona es un país aparte, “un lunar rubio en medio de un México moreno”. En el relato del origen de la comunidad —obsesiva y macha-conamente traído y llevado por sus portavoces oficiales—, la cuestión indígena es insidiosamente mitificada en diversos relatos fundacionales.

En la investigación hay claves fundamentales. La inda-gación sobre producciones discursivas donde los alteños se definen a sí mismos revela una angustia muy acusada por demostrar que no hubo ni hay ni habrá nunca mestizaje en Los Altos de Jalisco. La insistencia está puesta en la caracte-rística fenotípica de una comunidad que se postula a sí misma como un grupo racialmente “puro”, que se ha preservado en su blancura y en su limpieza de sangre1 mediante estrategias reproductivas endogámicas —incluido el incesto— de las que están muy orgullosos los alteños. Están orgullosos también de su racismo y su xenofobia (de la misma manera que se declaran profundamente conservadores y más papistas que el papa). Para el imaginario alteño, la sangre mestiza conlleva la idea

1 La noción es literal: hay estudios académicos (enmarcados en congre-sos organizados por y para los jefes de las 117 familias supuestamente originales) donde se habla de la existencia de documentos probatorios de la pertenencia antigua a la cristiandad; la aclaración se la debemos a un académico (González Leal) bastante angustiado por demostrar que es falsa la hipótesis originaria de que la emigración peninsular incluía un importante contingente de los judíos sefarditas expulsados por los reyes católicos en 1492. Hay incluso proposiciones más desaforadas: los peninsulares que llegaron a la región con la Conquista eran de Andalucía, cuyo origen etimológico es “Vandalucía”; los vándalos provienen de la región nórdica de Europa, donde la gente es alta, rubia y de ojos azules; por lo tanto, los alteños son nórdicos. Así, de un plumazo se borra la presencia árabe y judía de aquella región.

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de “lo impuro”; por lo tanto, las muchachas mestizas son “impuras” (en el sentido sexual de la idea); como contrapar-tida, la “blancura” de las alteñas evoca la imagen mariana de pureza y virginidad.

Para probar su etnicidad sin mezcla, los alteños propo-nen varias explicaciones —peregrinas y contradictorias entre sí y con la evidencia histórica—: que en la región no había asentamientos indígenas; que los había, pero pertenecían a tribus bárbaras y nómadas, carentes de una “alta cultura”; que la población indígena fue exterminada por la guerra y las epidemias; que los indígenas se concentraron en los pueblos y los blancos en los ranchos, y no hubo mezcla; que sí hubo mestizaje, pero poco significativo.

En todo México, la reflexión sobre el mestizaje y los “güe-ritos” es moneda corriente, aunque subterránea. Por ejemplo, el asunto de los rubios de ojo claro (y ésa es la definición de la belleza en este país) está presente de manera crónica en mi familia: mi mamá cuenta que su abuelo y su abuela discutían sobre el tema de “por cuál de las familias entró el indio” y se acusaban mutuamente: “por la tuya”.

Género y nación

Aquí quiero recurrir a las películas de Jorge Negrete; las historias de amor del cine mexicano —el cual, según Palomar Verea, ha desempeñado un papel fundamental en el origen, la difusión y la consolidación de cierta representación de lo mexicano al crear un México charro, “una patria imaginaria con una capital sentimental —Jalisco— [la provincia mexi-cana por excelencia] más importante aun que la misma sede de los poderes” (67).

En nuestras películas, Jorge Negrete es el criollo (a diferen-cia de un Pedro Infante mestizo, ni duda cabe) que requiere a una mujer blanca para reproducir a la especie de los criollos. La endogamia funciona, pero sólo en una dirección —y Palomar Verea la señala con mucha claridad—: los que reproducen la “sociedad alteña” son los varones criollos; sólo ellos tienen la posibilidad de transmitir el apellido. Por lo tanto, los me-canismos sociales de la endogamia alteña tienen que ver con el control de las mujeres, no de los varones: siempre tiene que

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haber disponibles unas cuantas vírgenes blancas de sangre pura decentísimas e incapaces de adulterio.

En lo personal, después de relacionar el cine con las estrategias de reproducción en Los Altos, lo que me inquieta grandemente es el otro lado: las “otras”. Regreso con Pedro Infante y Jorge Negrete: uno de los elementos de la masculi-nidad en la construcción de los estereotipos cinematográficos es la potencia sexual: los machos son mujeriegos, de eso se trata la película (al menos, las de mi ídolo Pedro Infante): el hombre prueba su potencia sexual de manera obsesiva y constante con las “hembras” del pueblo, muchachas de trenzas largas.

El cine mexicano (racista de baja intensidad, pero muy) no utiliza personas de aspecto indígena;2 las muchachas de las películas no son morenas; su “fenotipo” no se distingue exce-sivamente del que ostenta la estrella (la que se va a convertir en la esposa legítima, i.e.: el verdadero amor), y sin embargo, están marcadas como las “otras” porque “esas muchachas nada más son para vacilar” (según lo explica Pedro Malo en Dos tipos de cuidado). Aquí está el meollo de la cuestión. Las muchachas “para vacilar” son las mestizas, las que provie-nen de esa población indígena que los académicos al servicio de la familia Barba no quieren reconocer porque su idea de nación implica una homogeneidad imaginaria a partir de la cual pueden hacer afirmaciones como “la gente de Los Altos (toda, pareja, sin excepción) es güera, alta y de ojos verdes”. Sin embargo, en ese “vacilar” de los machos de Jalisco tuvo que haber, necesariamente, intercambio de adn.

¿Dónde está el producto de esa “exogamia”? No he ido nunca a Los Altos y me pregunto, ¿de veras existe esa homo-geneidad, o es la característica de un estrato (esa casta) de clase muy acotado (las famosas 117 familias), productor de curas y charros, ganadero y rico, con una reserva de mujeres encerra-das en su papel de reproductoras biológicas? Es decir, la clase dominante toma la parte por el todo y se considera portadora

2 Yo postularía como hipótesis de trabajo que es imposible entrar a los mass media mexicanos si una persona porta piel morena y rasgos autóctonos. De hecho, la India María no es indígena.

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del fenotipo de la región y luego, de la representación, nada más y nada menos que de la nacionalidad mexicana. Porque el charro y la china poblana que bailan el jarabe tapatío son representaciones culturales orgullosamente alteñas.3

El problema no es que existan representaciones cultura-les más o menos “falsas”; el problema es cómo esos mismos elementos que producen la identidad, generan a su vez meca-nismos de exclusión, discriminación y xenofobia para que las comunidades se protejan de la mezcla, para agudizar la con-ciencia étnica, para proporcionar medios, modos y resguardos de una identidad que se reconoce a sí misma por evidencias tangibles. Según Palomar Verea, en Los Altos están presentes

estrategias muy activas para obstaculizar la incorporación en la comunidad de elementos considerados extraños; la conciencia de fragilidad interna es proyectada hacia afuera a través de la actitud xenófoba y el permanente trabajo comunitario de autoafirmación y levantamiento incesante de sus fronteras (162).

La necesidad de preservar el imaginario fenotípico es tan intensa que consume todo tipo de recursos: desde la margi-nación, invisibilización y expulsión de los diferentes, hasta la construcción de un intrincado discurso academicista que recoge una amplia memoria colectiva capaz de rastrear, a través de apellidos constantes y transgeneracionales, relaciones de parentesco en estratos muy amplios de la población.

[L]o que al parecer constituye el más fuerte temor alteño: el miedo a la diferencia, a perder la pureza, a la hibridación [...] se manifiesta en la rígida separación social de género. Se odia al otro, al diferente y extraño porque representa la posibilidad de que se presente el deseo de mezclarse. La mezcla, el mestizaje, es una pérdida, no un encuentro enriquecedor (165).

Lo cierto es que no hay tal homogeneidad en Los Altos; el conjunto de discursos con que se defienden del “otro” es

3 No obstante, según Palomar Verea, los charros de Los Altos se dis-tancian de las figuras cinematográficas; no se ven reflejados en Jorge Negrete y —menos— en Pedro Infante; en ese mismo afán genealo-gista que los caracteriza regionalmente, se vinculan más bien con los caballeros de la Orden de Guadalupe y con la tradición caballeresca, que implicaba una masculinidad menos enjundiosa y tamizada por ideales más abstractos.

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solamente un manto discursivo cuya finalidad es cubrir las heterogenidades presentes e inevitables. Es por eso que Pa-lomar Verea contempla Los Altos como un laboratorio micro de la manera en que se construyen las ideas sobre la nación mexicana. Ahí florecen impunes los mecanismos de la exclu-sión, la omisión, la negación, para resaltar solamente una parte oscureciendo el todo.

Lo cual nos conduce —a los integrantes de esta otra co-munidad imaginaria llamada México— a una situación suma-mente paradójica: la construcción discursiva de la identidad nacional (de esa identidad en la que los mexicanos nos vemos como charros y chinas, y consideramos la charrería nuestro deporte nacional) se basa en una contradicción profunda. Este discurso racista tan transparente en Los Altos se reproduce con más o menos impudor en todas las regiones y en todos los estratos sociales; y nuestros sentimientos de culpa —la imborrable culpa de haber arrasado una cultura completa desde la brutal arrogancia del hombre occidental— no van a resolver nada.

Lo más llamativo de nuestro racismo es que se perpetra hacia nosotros mismos: los mexicanos no odiamos tanto al indio que tenemos enfrente como al indio que llevamos dentro. Por eso es tan importante esta investigación: descubre los sig-nificados ocultos, “latentes” (en muchos momentos a partir de técnicas psicoanalíticas) en una época en que queremos esco-tomizar lo indígena incluso cuando tratamos de reivindicarlo.

La contradicción se ha vuelto conflictiva en particular en los momentos en que la región se ha visto presionada a inte-grarse en un panorama nacional que reivindica como discurso nacional el mestizaje. Uno de los elementos con que Los Altos marca su diferencia respecto del resto de la nación se relaciona de manera tangencial con la cuestión étnica, y es la cuestión religiosa. No es casualidad que Los Altos sea semillero de curas, que profese una versión tan cerrada del catolicismo, que haya sido cuna de los cristeros. De esta manera, Los Altos se legitima y actualiza como auténtica comunidad imaginaria en su enfrentamiento de la provincia con el centro, en su odio expreso contra los chilangos, en su actitud levantisca contra

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la autoridad federal.Y, sin embargo, su cultivo de las nociones de belleza

femenina y de hombría permean al conjunto.

Unos cuantos peros

No quiero cerrar este comentario sin apuntar varias críticas de orden formal. A pesar de que la investigación y la reflexión teórica son muy valiosas y sería de una tremenda mezquin-dad desconocer ese valor nada más porque me encontré algunos defectos, no puedo dejar de mencionarlos; me parece de ho-nestidad elemental señalar también los problemas, porque de otra manera, la calidad del elogio queda muy comprometida.

Los problemas atañen al tratamiento editorial, que pudo haber sido mucho más cuidadoso. Por ejemplo, hay varias referencias que no aparecen en la bibliografía. Yo digo que esas cosas son pecata minuta, pero reflejan el asunto que me preocupa, que es de carácter estructural y tiene que ver con la organización general del libro. Es un trabajo monumental y yo creo que le faltó una lectura meticulosa para afinar el conjunto. Hay momentos en que la enorme cantidad de in-formación que maneja se distribuye de manera desordenada y repetitiva. Un buen trabajo de edición (es decir, de revisión final) hubiera limpiado las reiteraciones y hubiera exigido una exposición más ordenada; hubiera verificado que cada referencia estuviera citada y le hubiera dado un aspecto final al libro mucho más amistoso para la lectora. En fin, es un pro-blema “de apariencia” seguramente relacionado con la prisa que las dinámicas institucionales imponen a las universidades en los últimos tiempos. De todas formas, la prosa es correcta —a veces intrincada—, el método de aproximaciones sucesivas es muy eficaz y la agudeza en el tratamiento en que se entretejen de manera tan fina los temas de la identidad no me permitió soltar el libro sino hasta el punto final •

Hortensia Moreno

Cristina Palomar Verea: El orden discursivo de género en Los Altos de Jalisco, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2005, 405 pp.

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311Carlos Amador

Mientras más grandes, más fuertes y más creativas

La investigación científica progresa infinitesimalmente paper a paper. De vez en cuando, sin embargo, tenemos suficientes avances como para presentar un salto de tamaño considerable y alguien escribe un libro. La investigación que respalda las afirmaciones de Fogel (premio Nobel de economía en 1993) en The Escape from Hunger and Premature Death es laboriosa, detallada, la han llevado a cabo decenas de investigadores y ha sido reportada en multitud de papers. Su conclusión principal: la “revolución tecnofisiológica”, iniciada hace trescientos años, le ha permitido a los seres humanos aumentar su tamaño cor-poral en 50% y su longevidad promedio en más de 100% en el periodo de 1800 a la fecha, así como incrementar notablemente el vigor y la capacidad de sus sistemas orgánicos vitales.

No en balde está tan extendida la idea de que el progreso de la humanidad es innegable: nunca hemos sido tantos, nunca hemos vivido tanto, nunca nuestra calidad de vida ha sido tan alta. Independientemente de las inequidades que existen y que, en ciertos sentidos, se han agravado en ese mismo periodo, globalmente la especie humana ha vivido un siglo de oro. Además, es posible que sea el siglo de oro de la humanidad, considerando todas las amenazas que se ciernen sobre nosotros al iniciar el siglo xxi. Pero disfrutemos con la enumeración que hace este libro de los éxitos del momento.

La investigación necesaria para llegar a estas conclusio-nes busca aportar evidencia de dos tipos: datos demográficos estándar como estatura, peso e índices de mortalidad por un lado, y datos demográficos específicos, como el consumo cotidiano de calorías. Los datos del primer tipo se obtienen

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de registros militares —estaturas y pesos de los soldados en el momento de enrolarse en el ejército—, religiosos —registros de bautismos y defunciones—, civiles —registros de inmigran-tes—; los datos del segundo tipo se obtienen de estimaciones de disponibilidad de alimento basadas en la producción agrícola de un país que sirven para integrar los “Balances Nacionales de Alimentos” y los “diarios de consumo de comida”, en los que se registra el consumo de una persona o de una unidad familiar en un periodo determinado. Una herramienta indis-pensable para analizar estos datos es el conocimiento de la energética de la comida y el metabolismo, es decir, cuál es el contenido energético de cada uno de los distintos alimentos y cuál es el gasto energético necesario para la realización de las distintas actividades humanas. Toda esta información no estaba disponible sino hasta las últimas décadas y, por eso, estas conclusiones son novedosas.

La evidencia es abundante. Una de las maneras más eco-nómicas de presentarla es mediante un complicado diagrama que procederemos a explicar. El diagrama es una gráfica cartesiana de valores de estatura —eje vertical— contra peso —eje horizontal—; en ese plano se muestran dos cantidades adicionales. Primero necesitamos definir una manera de medir la complexión de un ser humano tomando en cuenta su estatura y su peso. Tal medida se conoce como índice de masa corporal (imc) y se define como la relación entre el peso expresado en kilogramos y el cuadrado de la altura expresada en metros cuadrados. (Su atento revisor tiene un imc de 77/(1.76^2)=24.9, por ejemplo.) En el diagrama que presentare-mos los imc van entre 16 y 34, 16 en el extremo izquierdo de la gráfica y 34 en el extremo derecho; son las líneas casi rectas, punteadas, diagonales, que suben de la zona inferior izquierda a la superior derecha. Nótese que esas líneas son definiciones, independientes de los datos empíricos específicos.

Después está el riesgo de mortalidad relativa. Esta defi-nición es un poco más complicada. Empecemos definiendo el riesgo de mortalidad. Tomemos una población de cierta edad y contemos el número de decesos en ese grupo en un periodo dado. Dividamos ese número entre el total de la población:

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éste es el riesgo de mortalidad. Ahora tomemos a los miem-bros del grupo que tienen cierta altura. Y calculemos el riesgo de mortalidad para ellos —es decir, veamos cuántos de ellos mueren en ese mismo periodo y dividamos ese número entre la totalidad de ellos—; tenemos entonces el riesgo de mortali-dad de los de esa edad y el riesgo de mortalidad de los de esa misma edad y una estatura determinada. Ahora dividamos el segundo número entre el primero. Si el resultado es 1 (uno), quiere decir que los de esa altura tienen el mismo riesgo de morir que la población general, independientemente de su estatura. Pero un valor de 0.7 nos dice que los de esa altura tienen un menor riesgo de morir que la población en general; correspondientemente, un valor de 2.0 nos dice que los de esa altura tienen un riesgo de morir dos veces mayor que el de la población en general. Las curvas de riesgo de mortalidad rela-tivo aparecen en el diagrama como elipses truncadas —líneas continuas— con valores que van de 0.7 a 2.2. Nótese que para construir estas curvas se necesitan datos empíricos específicos, que en este caso corresponden a la población varonil noruega con edades entre 50 y 64 años.

Como una persona puede controlar más o menos su peso, pero es muy difícil controlar la estatura, conviene empezar a interpretar el diagrama considerando una estatura dada. Fijé-monos en la que corresponde a 1.75 metros. Una persona de esa estatura y cincuenta kilos de peso, con imc cercano a dieciséis, tiene un riesgo de mortalidad relativa de dos. Otra persona de esa estatura pero peso de setenta kilos, con imc cercano a veintitrés, tiene un riesgo de mortalidad relativa cercano a 0.9. Una tercera persona de esa estatura y noventa kilos de peso, con imc de veintinueve, tiene un riesgo de mortalidad relativa de poco menos de uno. Finalmente, una persona de ciento diez kilos de peso, imc de 36, tiene un riesgo de casi 1.5. El menor riesgo de mortalidad para una persona de esa estatura se da por ahí de setenta y siete kilos y es de 0.85. La línea continua y ancha señala la localización de los pesos óptimos para las diferentes alturas. Nótese cómo ésta va desde imc de 22, para personas de 1.94 metros, hasta imc de 26 para personas de 1.55 metros. Este diagrama muestra que el riesgo de mortalidad

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es mayor para las personas bajas que para las personas altas. Y que es mayor para las personas muy delgadas que para las más robustas —aunque aumenta de nuevo para personas extremadamente pesadas.

Finalmente, en ese diagrama podemos localizar la evi-dencia del progreso de la población en los últimos trescientos años. Tenemos señaladas estimaciones del promedio de población —francesa— en cuatro fechas distintas. Es notable cómo esa sucesión de puntos se aproxima a la línea óptima en la dirección de mayor altura y mayor peso. La evidencia es

Peso (kg)

Est

atur

a (m

etro

s)

Iso-BMI curves(16-34)

Minimum-risk curveIsomortality-risk curves(0.7-2.2)

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abundante, y hay muchas más ejemplos en el libro de Fogel. Todos apuntan en la misma dirección: los últimos trescientos años han visto un incremento en el imc de todas las poblaciones, con la consiguiente reducción del riesgo de muerte, es decir, mayor longevidad.

Pero la mayor disponibilidad de alimentos, que ha permi-tido los incrementos anteriores, también ha tenido un efecto económico importante. En palabras de Fogel:

Como la primera ley de la termodinámica se aplica lo mismo a los organismos humanos que a los motores mecánicos, es posible hacer un balance de energía para estimar el aumento, en los dos siglos precedentes, de la energía disponible para realizar trabajo. En el caso británico este factor termodinámico es responsable de 30% de la tasa de crecimiento del país desde 1790. El aumento en la cantidad de energía disponible para realizar trabajo [la energía libre, diría un termodinámico, N. del R.] tiene dos efectos. Aumentó la tasa de participación de la fuerza de trabajo al incorporar a ésta el 20% más bajo de las unidades de consumo [el quintil inferior en términos de alimentos consumidos, N. del R.] del año 1790, quienes tan sólo tenían, en promedio, la energía suficiente para caminar lentamente unas pocas horas al día. Adicionalmente, para aquellos que ya formaban parte de la fuerza de trabajo, significó un aumento en la intensidad del trabajo por hora ya que las calorías disponibles para trabajar aumentaron en 50 por ciento.

La idea de que una mejor alimentación implica mayor productividad porque la gente tiene más energía disponible puede parecer parte del pensamiento económico más crudo, pero su contraparte es aún más interesante: implica que hace doscientos años la alimentación estaba tan cerca del borde de la subsistencia que no había mucho excedente para algo más que respirar... Adicionalmente, el efecto es sinérgico, ya que el mayor tiempo dedicado al trabajo genera mayor produc-tividad que resulta en mejores condiciones de vida —mejor abrigo, mejor salubridad, mejor alimentación— que, a su vez, producen mejor salud y organismos humanos más eficientes en el trabajo.

Dice Borges en algún lado que la modernidad ha traído riqueza como nunca, pero también pobreza como nunca; “la pobreza era más digna” o algo así. Aunque, al menos para el primer mundo, hay datos que sugieren lo contrario durante un periodo que termina en 1973. El cociente de Gini es la medida de la desigualdad en la distribución del ingreso que más usan

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los economistas. Está definida de tal manera que un valor de 0 significa igualdad perfecta y un valor de 1, desigualdad máxima. Para Inglaterra existe la serie de datos para calcular el cociente de Gini más extendida y continua. El valor de este indicador a principios del siglo xviii es de 0.65, a principios del xx de 0.55 y, en su mínimo histórico, 1973, de 0.32. El mínimo ocurrió en la misma fecha también para otros países desarrollados. El de México en 1992 era de 0.50, el de Brasil en 1995, 0.60. Ningún país tiene un cociente de Gini mayor al de Inglaterra a principios del siglo xviii.1

¿Qué significa esto? Podemos afirmar con certeza que la revolución científica e industrial de los últimos trescientos años ha tenido efectos positivos medibles en la situación de la especie humana. No sólo podemos presumir de cuán numerosos somos y de cuán bien alimentados estamos —medidas, después de todo, puramente biológicas—, sino también de lo que hemos logrado en estos trescientos años en términos de creación intelec-tual y artística —medidas exclusivamente humanas—; ésas son las buenas noticias. Disfrutémoslas un ratito, porque las malas están a la vuelta de la esquina. Confiarnos en esta tendencia recuerda la reflexión que hacen en la película francesa El odio, referente al comentario que hace una persona que va cayendo de un décimo piso en el momento que pasa por el tercero: “hasta aquí todo va bien”. Nuestro crecimiento es insostenible y se tiene que detener. Esto no está en duda, si acaso se podrá discutir cuándo ocurrirá la detención. Y cómo •

Carlos Amador Bedolla

Robert William Fogel: The Escape from Hunger and Premature Death, 1700-2100: Europe, America, and the Third World, Cambridge University Press, Nueva York, 2004.

1 Véase <http://www.worldbank.org/data/pdfs/tab2_8.pdf>.

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Oscuro. Luz y música (Obertura Candide de Leonard Bernstein).1. Entra la sacerdota (Claudia Hino josa) y el monaguillo (Roberto Morales)(Fuera música).A) Suena la campanilla.B) Seguidor: entran las novias: Jesu del brazo de doña Jesu, Lili del brazo de

Paula Mónaco Felipe. Detrás las damas.C) Las novias se hincan. Doña Jesu y Paula se sientan junto a las madrinas

que ya están sentadas.

La boda

Jesusa de la mano de Voltaire

Lour

des

Alm

eida

Vestidos de Hum

berto Spíndola

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Ofertorio

2. La sacerdota al público: ¡Hola, Ana Cristina!, ¡hola, Paulina!, Vicente, Ro­drigo, Lili y Jesu, doña Jesu y Paula y todos los fieles asistentes y leales ami gos de esta pareja. En un acto de “sim plificación mística”, iré al grano.

Frente a las dificultades actuales que enfrenta la especie humana, qui zá la más amenazadora es la explosión demográfica, de ahí que esta ceremo nia sea tan tranquilizadora, pues esta unión en definitiva no contribuirá a este crecimiento exponencial, aunque como dice el dicho: “Frente a la situación más trágica: peor es casarse”.

(Abre la Biblia y lee): La Biblia es una obra inverosímil, incoherente, inmo­ral, a menudo cruel, un libro que no puede ser considerado “sagrado” más que por un pueblo atrasado y fanático. Si Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, bien le hemos pagado con la misma moneda. (Cierra la Biblia y abre el diccionario de Voltaire.)

“El matrimonio hace al hombre más virtuoso y más prudente.”“Casad a los soldados y habrá menos desertores: estando ligados a su

familia también estarán ligados a la Patria.”“Los guerreros romanos eran casados y peleaban por sus mujeres y por sus

hijos, por eso hicieron esclavos a los hijos y a las mujeres de otras naciones.”“El casamiento es un contrato del que los católicos romanos hicieron

un sacramento, pero el sacramento y el contrato son dos cosas distintas; el contrato produce efectos civiles, el sacramento efectos espirituales”, ésta es palabra de Voltaire, Diccionario filosófico, tomo ii, Ediciones temas de Hoy, S.A.

Pero en fin, ya que en eso estamos, procedamos sin más a la consagración del sacramento, pues sus efectos espirituales no nos afectan. A fin de cuentas el matrimonio no es otra cosa que una institución de sometimiento, y si las dos partes sumisas se quieren someter, pues que se sometan.

3. Suena la campanilla.A) Saca el cáliz y sirve el vinoB) Las hostias (manzanas secas).

Lour

des

Alm

eida

Vestidos de Humberto Spíndola

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321Jesusa Rodríguez

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¿Cuál es, pues, la religión que considera preferible?¿No será la más sencilla?¿La que tenga mucha moral y pocos dogmas?¿La que ayude a la humanidad a ser justa?¿La que no ordene cosas imposibles, contradictorias?¿La que no amenace con penas eternas al que tiene sentido común?¿Aquella que no imponga su credo por medio de verdugos, ni inunde

la tierra de sangre por culpa de dogmas ininteligibles?¿La que no nos someta a un sumo sacerdote a menudo incestuoso,

homicida, envenenador, valiéndose de textos sacros falsificados?¿La que no enseñe más que la adoración a la justicia, el respeto y la

humanidad?Tal es la religión que deseamos, aunque no esté vigente en ningún rincón

de la tierra civilizada.Pero ni siquiera ésta quisiéramos que llegara a imponerse por la fuerza.¡Basta de dos mil años de vilezas y persecuciones en nombre de la

caridad fraterna!¡Basta de la santidad homicida!¡No más víctimas del fanatismo!¡Aplastad al infame! ¡Al furor fanático de cualquiera de las religiones

dogmáticas: católicos, protestantes, jansenistas, musulmanes, judíos o aztecas!Todos están amasados con la misma mierda empapada de sangre (dis­

culpad mi lenguaje, pero la indignación me puede).¡Basta ya! ¡Aplastemos al infame! Ésta es la palabra de Voltaire.

Lour

des

Alm

eida

Vestidos de Hum

berto Spíndola

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4. La boda. La sacerdota va hacia las novias: Adoradas amigas, vosotras habeís organizado este asunto. Debeís cumplir con todos los pasos que amerita esta ceremonia, a saber.

Primero, ¿tenéis madrinas?Novias: Sí.Sacerdota lee:La de lazo: Marcela RodríguezLa de anillos: Ellen Gavin y Lourdes Portillo.La de arras: Gabriela RodríguezLa de cojines: Chaneca.La de ligas: Eugenia León.La de zapato: Graciela Mengarelli.Y la madrina de varita y cucurucho: Diego Jáuregui.Bien, segundo: ¿tenéis testigos?Novias: Todo el público, La Jornada y el Canal 40.Bien, ¿hay alguien que tenga algún impedimento para que esta unión

se realice?(Lo que ocurra.)Sacerdota: Jesu, ¿aceptas por esposa a Liliana Felipe?Liliana, ¿aceptas por esposa a Jesusa Rodríguez, más conocida como

Jeanne Moreau?Entregaos primero las arras en señal de confianza total.Jesu: Te doy estas arras para que administres el changarro.Lili: Que arras ni que arras, dame la tarjeta de crédito. (Le da la tarjeta.)Sacerdota: Entregadse las ligas y el zapato y sin comentarios.Mengarelli entrega el zapato.Eugenia entrega las ligas.Sacerdota: Ponedse las argollas en señal de manierismo.Lourdes y Ellen entregan los anillos.(Posición Fontanbleu)Sacerdota: Ponedles el lazo pa´que amarre.Marcela pone el lazo.Sacerdota: Compartamos ahora las promesas. Liliana Felipe ¿prometes

llevar a Jesusa a comprar helados Chiandoni cada vez que te lo suplique?Liliana: Sí, prometo.Sacerdota: Jesusa Rodríguez ¿prometes moderar tu verborragia e ir al

súper de vez en cuando, antes de que Lilliana te lo suplique?Jesusa: Sí, prometo.

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Sacerdota: Habiendo aceptado respetar vuestros deseos y conscientes de que amar es hacer feliz a quien amas, podeís daros un beso para la prensa.

Se besan.Sacerdota (toma un block de pólizas de cheques): Que esta unión de veinte

años continúe para siempre bajo la advertencia de que si no es mejor cada día, mejor que se acabe. Quede aquí mismo firmada su separación sin vio­lencia, sin recor y sin hacerla de tos. Firmad esta póliza de divorcio.

Firman Jesu, Lili, Doña Jesu y Paula.Sacerdota: Las declaro mujer y mujer.(Aplausos) Conmatem est.Comunión.Tomad este pedacito de manzana y roladla entre todos vosotros, tomad

uno en comunión con esta pareja y reflexionad, mientras lo coméis, en lo que las demás manzanas están pensando de todos ustedes.

Podéis ir en paz en cuanto se libere a los presos políticos, se retire el ejército y se firmen los Acuerdos de San Andrés. Amén.

Oremos: Fieles a la recomendación de Lilian Hellman y siguiendo la divina música de Bernstein, todo ello basado en el Candido de Voltaire, nos atrevemos a decir:

(texto del Candido en español)(Entra música)

Final del Candido de Leonard BernsteinTexto:

Make Our Garden Grow de Leonard Bernstein(Basado en Candide de Voltaire)

You've been a fool and so have I,But come and be my wife,And let us try before we dieTo make some sense of life.

We're neither pure nor wise nor good;We'll do the best we know;We'll build our house, and chop our wood.And make our garden grow.

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I thought the world was sugar cake,For so our master said;But now I'll teach my hands to bakeOur loaf of daily bread.Let dreamers dream what worlds they please.

Those edens can't be foundThe sweetest flowers,The fairest trees,Are ground in solid ground.

We're neither pure nor wise nor good;We'll do the best we know;We'll build our house, and chop our wood.And make our garden grow.

He sido una tonta y tú tambiénpero ven y sé mi esposae intentemos antes de morirdarle algún sentido a la vida.

No somos puras, ni sabias, ni buenas.Hacemos lo mejor que sabemos hacer:construimos nuestra casa,cortamos nuestra leña,y hacemos crecer nuestro jardín.

Yo pensaba que el mundo era un pastel de azúcarya que así lo dijo el maestro;ahora he enseñado a mis manos a hornearla masa de nuestro pan de cada día.

Lourdes AlmeidaVe

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Dejemos a los soñadores soñar los mundos que les plazca.Esos paraísos no se pueden encontrar.Las flores más dulces, los árboles más fuertescrecen en tierra firme.

No somos puras, ni sabias, ni buenas.Hacemos lo mejor que sabemos hacer:construimos nuestra casa,cortamos nuestra leña,y hacemos crecer nuestro jardín.

Salen las noviasArroz

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Vestidos de Hum

berto Spíndola

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Yo la vi a lo lejos, sentada en la sombra,con cien macehuales que no conocía.Pero su mirada se posó en la míay brincó a mi pecho, como un huitzilin.

Tlayudas con tasajo comimos esa noche,y en pleno Xicoténcatl un beso le pedí.Pero Huitzilopochtli no estaba de mi parte,llegando a Azcapotzalco de nuevo la perdí.

Se hundió en aquella sombra, como Tezcatlipoca,y en el noveno infierno, se la tragó el Mictlán.Sólo aquel apapacho se me quedó en la bocay Ehécatl de un soplo me lo hace recordar.

Señora Tlazoltéotl te pido que regrese,te entrego mi basura por única ocasión.No importa que con otra coma cacahuazintle,hincada en el metate te pido su perdón.

Que vuelva, que regrese, que de nuevo la bese,Señora Chalchiutlicue, ¡apágame esta sed!Espero su retorno como el de Quetzalcóatl,¡ay, serpiente emplumada, devuélveme su ser!

Tangotl (355)

Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe

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Volvió con el quexquémetl encima del huipil,mojados los huaraches y en el Nahui Ollin.No sé cómo he podido vivir por tantos añoslejos de Xiuhtecuhtli, lejos de su calor,me dijo y encendimos al viejo Huehuetéotly fuimos al Tlallocan, al patio del verdor.

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Colaboradores

Artista visual.

1960, México, D.F. Es doctor en química teórica, profesor en la Facultad de Química de la unam, lector obseso, ciclista empedernido, peso welter. En 1999 publicó con Hortensia Moreno el libro unam: La huelga del fin del mundo (Planeta).

Obtuvo el doctorado en estudios étnicos con énfasis en las categorías de género y sexualidad en la Universidad de California en Berkeley. Es investigadora nacional. Dirige el Programa Universitario de Estudios de Género de la unam. Es profesora de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, donde imparte regular-mente cátedra en los niveles de licenciatura y posgrado. Publicó el libro Géneros prófugos. Feminismo y educación en coautoría con Araceli Mingo. Actualmente analiza las formas de representación cultural, visual y narrativa en las fronteras norte y sur de México, a partir de la construcción de identidades culturales y redes transnacionales de las mujeres indígenas y migrantes mexicanas y de El Caribe hacia los Estados Unidos.

Periodista y activista contra el sida. Director del suplemento Letra S, Salud, Sexualidad, Sida del periódico La Jornada.

Profesora de los departamentos de retórica y literatura com-parada de la Universidad de California en Berkeley y de filosofía en la European Graduate School en Suiza. Entre sus libros se cuentan: Antigone´s Claim: Kinship Between Life and Death (2000) y Bodies that Matter: On the Discursive Limits of “Sex” (1993). Su trabajo actual es una crítica de la violencia ética.

Carlos Aguirre

Carlos Amador

Bedolla

Marisa

Belausteguigoitia

Alejandro Brito

Judith Butler

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334 colaboradores

Licenciada en periodismo. Desde hace más de una década escribe en el diario Página/12 de Argentina, sobre temas vinculados con cuestiones de género, niñez y discrimi-nación. Es columnista en un programa de radio y otro de televisión. Es autora del libro La seducción permanente. Verdades y mentiras de la cirugía estética, una investigación periodística sobre el fenómeno de la cirugía plástica en la Argentina de los noventa. Por sus artículos ha recibido diversos premios y distinciones de organizaciones de derechos humanos y de mujeres. Tiene 36 años y comparte su vida con Daniel, con quien tuvo a Federico, de 4 años, y está por tener a Camila. En los ratos libres que le deja el trabajo, la maternidad y la vida conyugal (y mientras no está embarazada) intenta jugar al tenis.

Obtuvo la maestría en literatura comparada por la Univer-sidad Nacional Autónoma de México. Es profesora del Colegio de Letras Modernas de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam.

Profesora de ciencias sociales de la Universidad de Minne-sota. Sus publicaciones incluyen Between the Human and the Divine: The Political Thought of Simone Weil, Thomas Hobbes and Political Theory (editora) y Turning Operations, Feminism, Arendt, and Politics (2002). Además ha escrito sobre Maquiavelo, Hobbes, Arendt, patriotismo, feminis-mo y el significado de la política.

Sociólogo, profesor de la Escuela Normal Superior donde coordina el programa doctoral de ciencias sociales desde 1994. Su campo de interés es la política sexual en Francia y los Estados Unidos. Ha publicado un libro de entrevistas (con Clarisse Fabre), Liberté, égalite, sexualités. Actualité politique des questions sexuelles (2003) y Same Sex, Different Politics: Comparative Politics of “Gay Marriage” (2005).

Argentina, música, cabaretera y agricultora.

Antropóloga y periodista.

Mariana

Carbajal

Julia Constantino

Mary Dietz

Eric Fassin

Liliana Felipe

Marta Lamas

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Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago, es investigadora del piem en El Colegio de México. En los últimos años se ha dedicado a estudiar la obra y vida de Elena Garro. Entre otras publicaciones, es coeditora (con G. Mora) de Elena Garro: lectura múltiple de una personalidad compleja (bup, Puebla, 2002). También es-tudia las representaciones de la violencia en la literatura.

1953, México, D.F. Es editora, periodista y escritora. Ha pu-blicado novelas, relatos y libros para niños, además de ensayos en diversos medios de la prensa nacional. Publica una columna semanal en Diario Monitor y es coordinadora académica de Género y Semiótica en el Programa Univer-sitario de Estudios de Género de la unam.

Editora y traductora.

Es psicólogo por la Universidad de Chile, maestro en estu-dios de género por El Colegio de México. Ha trabajado como investigador en el Área de estudios de género de flacso-Chile. Es especialista en estudios de masculinidad y sexualidad.

Nació en Juchitán, Oaxaca y después de vivir y beber por el mundo ha vuelto a su lugar de origen a recuperar su ombligo en compañía de Sebastián (el hijo). Ha publicado en medios como La Jornada y Tierra Adentro. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano y eslavo e inclui-da en las antologías Prometeo (Colombia, 2001), Voces del corazón de la tierra (México, 2003) y La poesía (Yugoslavia, 2005). Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. En 1998 obtuvo una beca de la Casa de Arte Calles y Sueños para presentar sus poemas en Chicago, y en el 2004 obtuvo la beca de Residencia Artística del Centro Internacional de Traducción Literaria del Banff Centre (Canadá).

Nació en Villahermosa, Tabasco. Estudió letras hipánicas y una maestría en estudios de género en París 8. Es cuen-tista, editorialista del periódico Monitor y colaboradora de la revista Nexos.

Lucía Melgar

Palacios

Hortensia Moreno

Cecilia Olivares

Mansuy

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Irma Pineda

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Cristina

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Después de vivir 15 años en Estado Unidos, ahora reside en el centro de México, donde se desempeña como co-directora de la Cátedra de Humanidades del itesm-Campus Toluca. Autora de las novelas Nadie me verá llorar, La Cresta de Ilión y Lo anterior, también ha publicado ensayos académi-cos sobre la historia de las prácticas psiquiátricas en el México de inicios del siglo xx en revistas especializadas de México, Estados Unidos y Argentina.

Actriz y directora de teatro. Fundadora de la compañía Divas, A.C. Su verdadera profesión es conductora de eventos de solidaridad y su verdadera vocación es jugadora de póker.

Profesora de la School of Science del Institute for Advanced Study en Princeton. Entre sus últimas publicaciones se cuentan: Going Public: Feminism and the Shifting Boundaries of the Private Sphere, editado con Debra Keates, 2004, y Parité: Sexual Difference and the Crisis of French Universa-lism, 2005.

Escritora argentina. Cofundadora del Centro de Difusión e Investigación de Literatura Infantil y Juvenil y fundadora de la revista Piedra libre, también sobre literatura infantil y juvenil. En 1997, recibió mención especial por el conjunto de su obra. Ha escrito varios libros para niños y algunos para adultos.

Doctora en psicología y psicoanalista, es coautora de Psi-coanálisis y realidad (Editorial Siglo xxi, México, 1989). Ha colaborado en debate feminista desde un principio.

Psicoanalista y profesor de la Universidad Denis Diderot París-VII. Dirige junto con Michel Feher y Eric Fassin el seminario “Actualidad sexual” en la Escuela Normal Superior de París VII. Es autor, entre otros, de El placer frío. Procreación artificial y crisis de las referencias simbólicas [1992] (Nueva Visión, 1994).

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debate feminista, núm. 32, octubre de 2005matrimonio HomoseXuaL, famiLia HomoParentaL

revista semestraL (abriL y octubre)certificado de reserva de derecHos aL uso

eXcLusivo deL TítuLo: 04-2005-041817514500-102certificado de Licitud de títuLo, núm. 11127

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se terminó de imPrimir en eL mes de octubre de 2005con un tiraje de 1000 ejemPLaresen PubLidisa meXicana, s.a. de c.v.

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