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La teoría especulativa del arte 1

La teoría especulativa del Arte

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La teoría especulativa del arte

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El 19 de noviembre de 1937, Paul Valéry brinda una conferencia titulada “Necesidad de la poesía”. En ella evoca sus comienzos como poeta a finales del siglo XIX:

He vivido en medio de personas jóvenes para las cuales el arte y la poesía eran una especie de nutrición esencial de la que era imposible privarse; e incluso algo más: un elemento sobrenatural. En esa época, teníamos […] la sensación inmediata de que faltaba muy poco para que una suerte de culto, de religión de nueva especie, naciera y diera forma a tal estado de espíritu, casi místico, que reinaba entonces y que nos era inspirado o comunicado por nuestro sentimiento muy intenso del valor universal de las emociones del arte. Cuando uno se refiere a la juventud de la época, a ese tiempo más cargado de espíritu que el presente y a la manera en la que abordábamos la vida y el conocimiento de la vida, se observa que todas las condiciones de una formación, de una creación casi religiosa, estaban entonces absolutamente reunidas. En efecto, en aquel momento reinaba una suerte de desencantamiento por las teorías filosóficas, un desdén por las promesas de la ciencia, que habían sido muy malinterpretadas por nuestros predecesores y antepasados, que eran escritores realistas y naturalistas. Las religiones habían sufrido los asaltos de la crítica filológica y filosófica. La metafísica parecía exterminada por los análisis de Kant.1

Valéry describe la situación del siglo XIX que se cierra, pero su referencia a Kant apunta hacia el final de otro siglo, el XVIII. No es un azar, ya que el simbolismo de finales del siglo XIX no hace más que volver a representar un drama que tiene un siglo de antigüedad: el de la revolución romántica. Encontramos a los mismos protagonistas: la religión, la filosofía, las ciencias, el Arte −o su paradigma ideal: la poesía; también encontramos la misma acción: crisis de los fundamentos filosóficos y espirituales en un sentido amplio de la sociedad europea; y asistimos a la misma conclusión: la sacralización del Arte −o de la poesía– concebida(s) como compensación de una realidad desfalleciente. La exaltación artística descripta aquí retrospectivamente por Valery no estaba limitada por cierto a Francia. Así, en 1880, Matthew Arnold escribe en The Study of Poetry:

La humanidad descubrirá cada día más que nos debemos volver hacia la poesía a fin de que ella interprete la vida para nosotros y que nosotros encontremos en ella consuelo y sostén. Sin la poesía nuestra ciencia será incompleta; y la mayor parte de las cosas que en nuestros días pasan por ser religión o filosofía serán reemplazadas por la poesía […]: nuestra religión, […] nuestra filosofía […] ¿qué son si no la sombra, el sueño y la ilusión del conocimiento real?2

La época simbolista no fue el último resurgimiento de esta crisis. Las vanguardias pictóricas de la primera mitad del siglo XX son una manifestación no menos virulenta de ella. Kandinsky, por ejemplo, espera nada menos que una “nueva revelación celestial”3 del arte del porvenir. Paulhan, por su parte, encuentra en el cubismo “todos los indicios de un despertar religioso”: 1 Paul Valéry, “Propos sur la poésie”, en Œuvres, 1, París, Gallimard, 1957, p. 1381 [edición castellana: Paul Valéry, “Palabras sobre la poesía”, en Teoría poética y estética, traducción de Carmen Santos, Madrid, Visor, 1990].2 Matthew Arnold, “The Study of Poetry”, reproducido en D.J. Enright y Ernst de Chickeria (ed.), English Critical Texts, Oxford University Press, 1962, p. 260-261 [edición castellana: Matthew Arnold, Poesía y poetas ingleses, traducción de Antonio Dorta, Buenos Aires, Espasa Calpe, Colección Austral Nº 989, 1950].

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[…] el cuadro fue tomado en todas las épocas por un espacio más o menos divino, donde venían naturalmente a posarse las Asunciones y los Profetas, los Budas y los Cristos en gloria. Y el pintor los trataba igualmente en compañía de los héroes y de los dioses. Sin embargo, hoy se diría que la operación misma de ese pintor se ha vuelto divina. Lo Sagrado ya no le es proporcionado desde afuera, ya no le llega completamente hecho; él [...] debe reformarlo de pies a cabezas o, vaya a saber, lo deja pasar.4

En lo concerniente a la música, Schönberg declarará, en 1912, en un texto consagrado a Mahler: “Al fin de cuentas, no existe más que un solo contenido, el que todos los grandes maestros se han dedicado a expresar: la ardiente aspiración de la humanidad hacia su última encarnación, hacia la vida inmortal de su alma, su absorción en el universo, el ascenso en su alma hacia Dios”.5 Y, en 1946, dirá que, en su opinión, “la música dispensa un mensaje profético”.6

En fin, no es seguro que en este fin del siglo XX la situación haya cambiado fundamentalmente: aunque se trata de una tradición de pensamiento usada hasta el cansancio, muchos de nosotros continúan aferrándose a la idea de que el arte es “extático” en relación con otras actividades simbólicas del hombre. Así el escultor Robert Smithson considera que el arte de hoy debe volverse una “filosofía especulativa”.7 Joseph Kosuth, por su parte, reactualiza la tesis romántica según la cual el arte debe tomar el lugar de la filosofía. Por último, Joseph Beuys, retomando las teorías antroposóficas que hunden sus raíces en la tradición romántica, declara que el arte tiene una función filosófica y mística,8 reactualizando a la vez la teoría de Friedrich Schlegel según la cual la poesía estaba llamada a fundar una nueva mitología

La tesis fundamental que se desprende de estos pocos ejemplos puede reducirse a una fórmula muy simple: el arte es un saber extático, es decir, que revela verdades trascendentes, inaccesibles a las actividades cognitivas profanas. Esta tesis, que es el nudo de lo que he propuesto denominar la teoría especulativa del Arte, implica una sacralización del arte que, debido a esto, se opone a otras actividades humanas consideradas como intrínsecamente alienadas o inauténticas.9 Pero ella presupone 3 Vassily Kandinsky, Du espirituel dans l´art et dans la peinture en particulier, París, Folio-Essais, p. 86 [edición castellana: DE LO ESPIRITUAL EN EL ARTE: CONTRIBUCIÓN AL ANÁLISIS DE LOS ELEMENTOS PICTÓRICOS, TRADUCCIÓN DEL ORIGINAL ALEMÁN DE GENOVEVA DIETERICH, BARCELONA, LABOR, 1988; PAIDÓS, 1997 SS.].4 Jean Paulhan, La peinture cubiste, París, Folio-Essays, p. 139.5 Arnold Schönberg, Le Style et l’idée, Paris, Buchette-Chastelle, 1977, p. 363 [edición castellana: El estilo y la idea, introducción de Ramón Barce; traducción de Juan Esteve, Madrid, Taurus, 1963].6 Ibid., p. 113.7 Citado por Harold Rosenberg, La Dé-définition de l’art, Nîmes, Éditions Jacqueline Chambon, 1991, p. 65 (edición 8 Véase, por ejemplo, Joseph Beuys y Volker Harlan, Qu´est-ce que l’art?, París, L’Arche, 1992, especialmente pp. 260-261.9 La sacralización del arte, o al menos de la poesía, no es por cierto una “invención” de los románticos. Se encuentran huellas de ella desde la antigüedad griega. Así, Píndaro nos dice: “Profetiza, musa, y yo seré tu intérprete” (fr. 137, reproducido en Donald. A. Russell y Michael Winterbottom (eds.), Ancient Literary Criticism, Oxford University Press, 1972, p. 4. [edición castellana: Píndaro, Odas y fragmentos, edición de Alfonso Ortega, Madrid, Gredos, 1984]. Se puede evocar también a Demócrito: “Todo lo que el poeta escribe en tanto poseído y bajo inspiración divina es bello” (fr. B. 18 en Hermann Diels y Walter Krantz, Fragmente der vorsokratiker, Berlin, Weidmannsche Verlagsduchhandlung, 1960, tomo 2, p. 146 [edición castellana: María Isabel Santa Cruz y Néstor Cordero (eds.), Los filósofos presocráticos: Leucipo y Demócrito, vol. III, Madrid, Gredos, 1980]. Los pasajes de Platón (en el Ión y el Fedro) son más conocidos: así, en el Ión, compara explícitamente la inspiración poética con los delirios de los Coribantes y las Bacantes y afirma que la Divinidad, habiéndoles arrebatado el espíritu, los hace vaticinar y los transforma en divinos (Ión, 534). Pero en Platón esta valorización de los poetas es muy ambigua, puesto que ella lo autoriza al mismo tiempo a negarles toda téchne, todo arte. He intentado mostrar en L’Art de l’âge moderne. L’esthétique et la philosphie de l’art du XVIIIe siècle à nos jours (París, Gallimard, 1992; edición castellana: El arte de la edad moderna. La estética y la filosofía del arte desde el siglo XVIII hasta nuestros días, traducción de Sandra Caula, Caracas, Monte Ávila, 1993) que funcionalmente este topos del poeta inspirado es muy diferente de la sacralización del arte en

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también una teoría del ser: si el arte es un saber extático, es porque existen dos clases de realidad, aquella, aparente, a la cual el hombre tiene acceso con la ayuda de sus sentidos y de su intelecto razonante, y aquella, oculta, que no se abre más que al arte (y eventualmente, a la filosofía). Esto significa que la sacralización del arte es solidaria de una filosofía dualista, que se inscribe más o menos directamente dentro de la filiación platónica. Agregaría que ella está acompañada de una concepción específica del discurso sobre las artes. Este discurso debe proporcionar una legitimación filosófica de la función extática del arte, mostrando que su esencia reside en su función de revelación ontológica. Esto significa desde luego que, preso en la tradición especulativa, el arte está condenado a legitimarse filosóficamente: la tradición en cuestión es también aquella de la dominación de la filosofía sobre las artes. En efecto, aunque he citado artistas, no hay que creer que se tata de una teoría artística genuina. En realidad, en sus orígenes y en sus formulaciones más vigorosas, la teoría especulativa del Arte no es una auto-representación (hiperbólica) del mundo del arte, sino que constituye más bien la pieza central de una estrategia filosófica.Para comprenderla hay que remontarse a su lugar de nacimiento. Ahora bien, pareciera que cuando nace, a finales del siglo XVIII, la teoría especulativa del Arte es primero y ante todo la respuesta a una doble crisis espiritual: la de los fundamentos religiosos de la realidad humana y la de los fundamentos trascendentes de la filosofía. Ambas crisis, ligadas a las Luces, alcanzan su apogeo –intelectual– en Alemania con el criticismo kantiano. Lo que se llama la “revolución romántica”10 no es otra cosa que una respuesta a esta doble crisis: ella está en el origen de la teoría especulativa del Arte y va, por tanto, a determinar en gran medida la auto-representación de la modernidad artística.Si bien la crisis filosófica y teológica constituye la motivación más explícita de la revolución romántica, no podemos desconocer que ella resulta sin duda de la conjunción de múltiples factores sociales, políticos e intelectuales, entre ellos especialmente la emancipación social de los artistas en el marco de una economía de mercado. Pero estos eventuales factores causales últimos se cristalizan alrededor de dos puntos: por un lado, la experiencia de una desorientación existencial, social, política, cultural y religiosa; por otro lado, la nostalgia irreprimible de una (re)integración armoniosa y orgánica de todos los aspectos de una realidad vivida a partir de ese momento como discordante, dispersa y desencantada. Pues las palabras maestras de la ideología romántica son sin discusión las nociones de “Unidad” y de “Totalidad”. La Unidad no es concebida como un principio abstracto, sino como una fuerza viviente y vivificante, alma de un universo orgánico en el que todo es vida. En efecto, ella es de naturaleza teológica: las vicisitudes de las errancias intelectuales de Friedrich Schlegel a través del panteísmo antiguo, el spinozismo y luego el catolicismo son reveladoras, no tanto en lo que las distingue como en lo que las unifica, a saber: la exigencia de una visión teológica del universo. A menudo se ha dicho que el romanticismo era una religión del arte, pero igualmente la teoría de un arte teológico: la sacralización del arte es indisociable de su función religiosa.Dado que el mundo presente es un mundo desencantado, la Unidad tiene que (re)construirse: los escritos de Friedrich Schlegel y de Novalis no dejan de volverse hacia el tema de la pérdida de la Unidad y de la esperanza de su restauración próxima. Sobre este terreno vemos nacer el historicismo: transformando el ideal en objeto interno de la historia, éste va a jugar un rol central en la auto-legitimación

el romanticismo.10 Entre los trabajos generales consagrados a un estudio exhaustivo de la revolución romántica (alemana), es necesario citar Hermann August Korff, Geist der Goethezeit. Versuch einer idellen Entwickliung der klassisch-romantischen Literaturgeschichte, 8ª edición, Berlín, VEB Koehler &Amelang, 1966) y, sobre todo, Roger Ayrault, La Genèse du romantisme allemand, París, Aubier, 1961-1976.

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del arte moderno. En la Historia de la literatura de Friedrich Schlegel y luego en la Estética de Hegel, puede seguirse el triunfo de esta concepción determinista de la historia, de la cual depende evidentemente la validez de la pretensión de la filosofía de obtener la esencia del arte a partir de las obras del pasado y de predecir su porvenir a la luz de ese pasado mismo.Pareciera en todo caso que la crisis de la ontología filosófica y de la teología racional –ontología y teología que habían sido “deconstruidas” por Kant– constituye el núcleo en torno del cual se organiza la revolución romántica. En otras palabras, el nacimiento de la teoría especulativa del Arte es efectivamente la respuesta a un problema filosófico-teológico: cómo salvar el acceso al Ser absoluto y a un fundamento último de la realidad, cuando el criticismo kantiano acaba de bloquear la ontología y de limitar el campo del conocimiento humano a formas y categorías subjetivas tano como a objetos fenoménicos, no teniendo ya la cuestión del ser y de Dios más que el estatuto de una idea de la razón, inaccesible a toda especulación teórica.La teoría especulativa del Arte ve la luz porque paradójicamente el romanticismo acepta este veredicto kantiano concerniente a la imposibilidad de una ontología y de una teología dogmáticas: en efecto, la tesis filosófica central de los románticos de Jena (pero también del joven Schelling) reside en la afirmación de que la filosofía es un discurso imposible y no debería, por tanto, ser el lugar de desarrollo de la onto-teología. Sin embargo, los románticos tienen al mismo tiempo, y contrariamente a Kant, la pretensión de acceder a un conocimiento de las causas primeras. Aquí es donde surge la teoría especulativa del Arte, con su tesis según la cual la poesía, y el Arte (con mayúscula) en general, va a reemplazar al discurso filosófico desfalleciente. La teoría especulativa del Arte es, pues, la solución de recambio que permite mantener la exigencia de un acceso a lo Absoluto, aun cuando los románticos acepten la crítica kantiana de la metafísica y de la teología racional. Así Novalis dirá: “La forma cumplida de las ciencias debe ser poética”11 y: “Toda ciencia deviene poesía –después de haber devenido filosofía”.12

El pasaje que conduce de las ciencias a la filosofía y finalmente a la poesía es el pasaje del discurso como representación (y, por ende, como separado de lo que representa) a la creación pura, absolutamente libre:

La libertad se acrecienta con la formación y la capacidad […] del pensador. […] Al final el pensador es capaz de transformar todo en todo –el filósofo deviene poeta. Ser poeta no es otra cosa que el grado supremo del pensamiento, de la sensación, etc. [...]13

La poetización de la filosofía se reduce a la idea de un pensamiento absolutamente libre, es decir, independiente de toda impresión sensible que se nos fuera impuesta desde el exterior y que escapara a nuestra jurisdicción; en otras palabras, la poesía realiza la intuición intelectual de lo absoluto en adelante prohibida a la discursividad filosófica.Como se ve, la aparente baja dada al discurso filosófico es paradójicamente obra de una variante de ese mismo discurso filosófico. Resulta que el impulso filosófico romántico es bicéfalo, dividido entre una herencia metodológica, que continúa siendo criticista, y el mantenimiento de la exigencia de una onto-teología. Este doble impulso se sitúa en niveles diferentes: la onto-teología idealista funciona como una evidencia preteórica, cuya evidencia discursiva es al mismo tiempo

11 Novalis, Schriften, edición de Paul Kluckhohn y Richard Samuel, tomo 3, Stuttgart, 1960, p. 527 [edición castellana: La Enciclopedia, traducción de Fernando Montes, Madrid, Espiral- Fundamentos, 1976].12 Ibid., p. 396.13 Ibid., p. 406. En el mismo fragmento, Novalis califica de “pensador goetheano” a esta unión del poeta y del filósofo.

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desconocida; la metodología criticista, por su parte, define supuestamente la discursividad filosófica. Para decirlo de otro modo: la ontología idealista funciona como polo referencial “naturalizado” que es vivido como no-enunciable en el horizonte de la discursividad filosófica. Por tanto, la instauración del Arte como revelación ontológica no nace simplemente de un desfallecimiento de la filosofía como tal, sino de manera más específica de la incompatibilidad entre su forma discursiva y su contenido (o su referencia) ontológico(a). En otras palabras, la sacralización del arte se inscribe efectivamente en una estrategia filosófica, estrategia que le asigna como tarea presentar el contenido de la filosofía que esta misma es incapaz de enunciar.En la teoría especulativa del Arte, las artes se hallan, pues, atenazadas por el discurso filosófico, tanto en el nivel de su función como de su contenido. En este sentido, la sacralización del Arte y la génesis de una doctrina esencialista son indisociables: las modalidades de la sacralización son prescriptas por la definición esencialista del arte en términos de presentación del contenido de la filosofía, pero al mismo tiempo es la sacralización –es decir, la necesidad de una explicación trascendente y absoluta de la realidad humana– la que en primer lugar motiva la puesta a punto de una definición del contenido del arte que se supone filosóficamente legitimado. Arte ontológico y metafísica del Arte se condicionan recíprocamente: la teoría especulativa del Arte será siempre una determinación específica, a la vez del contenido del Arte y del lugar ocupado por él en una ontología general. Diciéndonos que el Arte revela el ser, la teoría especulativa del Arte debe siempre también, y con el mismo gesto, situar el Arte en el ser que así revela: él es a la vez revelación ontológica y objeto de la ontología. En los románticos, la poesía nos revela el Universo, al mismo tiempo que ella constituye su figura escatológica. En Hegel, el Arte es revelación sensible de lo Absoluto, al mismo tiempo que una de las figuras del Espíritu, una de las etapas en una jerarquía sistemática que culmina en la auto-realización filosófica. En el otro extremo de la filiación histórica, en Heidegger, la obra de arte es a la vez la poiesis del destino histórico del ser (como ser de un pueblo histórico) y una categoría fundamental que se opone a la cosa y al producto. Vemos hasta qué punto la teoría especulativa del Arte procede de lo que Arthur Danto llama “sujeción filosófica del arte”. Pero mientras que la tradición que Danto estudia, a saber la tradición platónica, implica una sujeción por rebajamiento, la tradición que domina nuestra modernidad pasa, al contrario, por una sujeción por sacralización.No obstante, es preciso indicar la especificidad de este momento inaugural, el del romanticismo, en relación con los desarrollos filosóficos ulteriores de la teoría especulativa del Arte: esta especificidad reside en el doble ordenamiento del que he hablado: no sólo el Arte es dotado de una función ontológica, sino que constituye, además, la única presentación posible de la ontología, de la metafísica especulativa. Como testimonian los pasajes de Valéry y de Arnold que he citado, los artistas que se reclaman de la tradición especulativa tienden a menudo a retomar la posición romántica, es decir, a volcar la filosofía del lado de la doxa. En cambio, los filósofos que se inscriben en esta tradición no admitirán situar el arte por encima de su propio discurso: así Schelling y Hegel, después de haber compartido en su juventud la concepción romántica de una superación de la filosofía por el Arte, reinstalarán enseguida la filosofía en sus derechos especulativos. En la Estética de Hegel, por ejemplo, el Arte es llamado a ser superado por la filosofía, figura última del Espíritu: de ahí la tesis del fin del arte. No obstante, Hegel no deja de inscribirse en el horizonte abierto por el romanticismo, ya que continúa invistiendo al arte de una función de revelación ontológica y, en consecuencia, de un estatuto extático. Esta solución idealista, por otro lado, será a su turno cuestionada: Schopenhauer, Nietzsche o Heidegger retomarán con nuevos bríos el problema de la relación

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jerárquica entre el Arte y la filosofía. El joven Nietzsche, por ejemplo, recuperará en líneas generales las posiciones románticas, es decir, reservará la revelación ontológica última al Arte (en su forma dionisíaca),14 mientras que Heidegger postulará un diálogo entre las dos actividades.Como lo muestran los nombres de Schopenhauer, de Nietzsche y de Heidegger que acabo de citar, uno de los aspectos más fascinantes de la teoría especulativa del Arte reside en su capacidad de sobrevivir al abandono de la onto-teología romántica, esto es, de continuar desarrollándose aun en ausencia de las raíces teológicas que por sí solas parecen poder dotarla de cierta plausibilidad: ¿no es asombroso ver a Nietzsche, espíritu sin embargo escéptico respecto de todos los “trasmundos”, o a Heidegger, pensador de la finitud del hombre, retomar los teoremas centrales de una concepción del Arte que sólo podría tener sentido en el interior de una visión positivamente teológica del ser? En efecto, su supervivencia en el interior de una tradición filosófica que rechaza en muchos puntos el espiritualismo romántico es menos paradójica de lo que parece, y esto por una razón muy simple: el Arte sigue teniendo una función compensatoria, aun cuando sus relaciones con la filosofía son menos conflictivas que entre los románticos. Pues, si es verdad que con el idealismo objetivo la filosofía vuelve a hacer suya la antorcha de lo Absoluto, de modo que el Arte no debe ya reemplazarla, el discurso endóxico (especialmente la ciencia) y la realidad común continuarán siendo figuras del desencantamiento y de la alineación; en otras palabras, habiendo dado nacimiento a la teoría especulativa, la motivación profunda continuará actuando. Así se supone que el Arte habrá de contrabalancear la invasión de la cultura moderna por los saberes científicos y el “prosaísmo”: el idealismo objetivo, el pesimismo gnoseológico de Schopenhauer, el vitalismo del joven Nietzsche o el existencialismo heideggeriano se oponen muy explícitamente al discurso científico y a la realidad cotidiana que desvalorizan. Si el Arte ya no debe reemplazar a la filosofía, esto es porque las dos tienen la misma tarea: erigirse contra una (la) realidad cotidiana, social, histórica alienada e inauténtica. Así, si para Novalis la poesía debía “romantizar” la vida, Hegel sostendrá que el Arte realiza el relevo del ser empírico deficiente en lo Ideal; para el joven Nietzsche, lector de Schopenhauer, el arte dionisiaco descorre el velo de la maya y nos libera de la tiranía de la voluntad; en Heiddegger, la poesía nos empuja fuera de nuestro ser-ahí inauténtico hacia una escucha del “decir” del ser. Vemos que lo que unifica todas estas figuras, más allá de sus diferencias innegables, es siempre del orden de la nostalgia de una vida supuestamente “auténtica”.

Si la teoría especulativa del Arte sólo fuera una tradición filosófica local, en este caso alemana, su interés actual estaría limitado sin duda a aquellos de nosotros que se interesan primordialmente en las artes. Pero –como lo demuestran los pocos pasajes citados al comienzo– ella ha investido a amplios sectores del mundo del

14 La concepción que Nietzsche defiende en los escritos de su “madurez” es más bien compleja, puesto que en ellos rechaza el fundamento ontológico sobre el cual se ha levantado la teoría especulativa del Arte. De manera general, la posición de Nietzsche es ambigua. La oposición entre el Arte –que es la verdad– y la realidad vivida –que está fuera de la verdad–, entre un conocimiento artístico trascendente y los saberes científicos puramente fenoménicos, más ampliamente la afirmación de la existencia de un dominio de verdad más fundamental que el de nuestras verdades intramundanas y que estaría reservado al arte: todas estas tesis sólo son plausibles, si se admite que más allá de nuestro mundo existe otro mundo más verídico y que somos capaces de acceder a ese mundo trascendiendo nuestra naturaleza intramundana. Es justo eso lo que afirma la ontología teológica del romanticismo. Pues sólo se podría acceder al Arte colocándose en el interior de esta visión teológica del mundo. Nietzsche acepta esta tesis cuando escribe El nacimiento de la tragedia. Pero muy pronto rechazará la ontología dualista para terminar, en sus escritos tardíos, rechazando la noción misma de verdad: todo es ficción, o más bien actividad ficcionante. Esta concepción parece incompatible con la teoría especulativa del Arte. En realidad, por un revocamiento paradójico, Nietzsche consigue mantenerla: el Arte, asumiendo abiertamente su estatuto de ficción, revela al mismo tiempo la “verdad” ignorada por todas las pretensiones de verdad, que sólo son, a saber, actividades de ficcionalización. Así el Arte revela el fondo del ser, fondo que simplemente ahora es del orden de la ficción cósmica.

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arte occidental del siglo XIX y XX y, al hacerlo, ha influido en gran medida sobre la manera en la cual vemos las artes. Permítanme volver un poco sobre esto y enumerar algunas filiaciones que muestran muy bien la importancia adquirida a lo largo de las generaciones por la tradición especulativa del Arte en el interior mismo del mundo artístico.El romanticismo ocupa por supuesto un lugar aparte, ya que ha sido desde su nacimiento a la vez una teoría filosófica y una auto-representación del mundo artístico; si los hermanos Schlegel no son más que poetas ocasionales y mediocres, Novalis y Hölderlin son grandes poetas. En efecto, la mayor parte de los grandes actores del romanticismo alemán son bicéfalos: así los pintores Runge y Carus son pensadores románticos tanto como artistas. Por lo demás, la mayor parte de los movimientos románticos europeos, si no todos, toma prestado su bagaje teórico de los alemanes, esencialmente de los hermanos Schlegel y de Schelling: Madame de Staël para Europa entera, Coleridge para Inglaterra, Victor Cousin para Francia, Manzoni para Italia son los mediadores esenciales. Debido a esto, la teoría especulativa del Arte se ha expandido al mismo tiempo que el romanticismo europeo y se la encuentra, bajo una forma más o menos bastardeada, en la mayor parte de los artistas románticos.15

El destino histórico de la estética hegeliana fue diferente: su influencia directa sobre la vida artística de su época fue ciertamente más débil que la del movimiento romántico; pero a través de su irradiación universitaria (que continúa hasta nuestros días) y a través del marxismo, el efecto retardado de sus concepciones fue incluso mayor. Que la estética hegeliana haya seducido con frecuencia a los profesores no es sorprendente: después de todo, es una exposición universitaria y su andamiaje sistemático –su carácter cerrado y “completo”– hacen de ella un curso ideal y cómodo. En cuanto al marxismo, por extraño que parezca, visto el determinismo sociológico muy crudo que profesa, consiguió desarrollar su propia variante de la teoría especulativa: el Arte (o al menos el “gran Arte”, es decir, el arte del pasado tanto como el arte realista-socialista) supuestamente devela la realidad social última del mundo humano. Conocemos la suerte histórica (aunque tal vez ahora se deba hablar en pasado…) de la afirmación de Engels según la cual las obras de Balzac develan de manera despiadada la estructura de la sociedad de la época: en defensa propia, Balzac muestra el carácter ineluctable del triunfo (provisorio) de la burguesía y el fracaso histórico de la aristocracia, clase en la cual depositaba sin embargo sus simpatías. Generalizando esta tesis, una parte de la estética marxista ha llegado a postular que el gran arte, o al menos la gran literatura (aunque la teoría especulativa del Arte extrapola fácilmente a partir de un arte específico), posee una fuerza cognitiva extática: ella es (con la filosofía marxista, no hace falta decirlo) la única actividad cognitiva capaz de escapar a la visión alienada de la realidad, indisociable de toda sociedad de clases. Agreguemos que la misma sacralización del Arte se encuentra también –e incluso con mayor poder– en los (raros) marxistas críticos, por ejemplo en Benjamin o Adorno.La influencia de Schopenhauer sobre la estética moderna es con frecuencia subestimada. Se olvida muy fácilmente que durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando incluso Hegel caía en un olvido temporal, la filosofía schopenhaueriana emprendió una triunfal carrera europea. Ahora bien, el pesimismo schopenhaueriano es inconcebible sin la compensación que procura el éxtasis estético, verdadera redención que permite al hombre escapar a las desdichas de la 15 Las filiaciones son a menudo complejas: la teoría romántica de la imaginación, por ejemplo, pasa de Coleridge (Biographia Literaria [edición castellana de Enrique Hegewicz, Barcelona, Labor, 1975]) a Poe (véase especialmente “The Poetic Principle” [edición castellana: “El principio poético”, en Edgar Allan Poe, Ensayos y críticas, traducción y notas de Julio Cortázar, Madrid, Alianza, 1973]), y después de éste a Baudelaire (véase las “Notes nouvelles” que preceden su traducción de las Nouvelles Histoires extraordinaires [edición castellana: E. A. Poe, Nuevas narraciones extraordinarias, estudio crítico de Charles Baudelaire, traducción de Mariano Orta Manzano, Barcelona, Juventud, 1968]).

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voluntad de vivir: tampoco es un azar si la idea de la salvación por el arte concitó sobre todo la atención de los lectores y del público en general. Dado que Schopenhauer era en esta época el filósofo de los salones, a menudo resulta difícil saber en qué medida su influencia pasó por la lectura directa de sus obras. Pero poco importa la manera en que sus ideas se esparcieron: las tesis centrales de su estética se encuentran en algunos de los artistas más importantes de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX, por ejemplo en Huysmans,16 Gauguin y los Nabis, Proust17 o incluso Malévitch.18

En el campo de la música, la filiación schopenhaueriana es sin duda la más presente, lo cual no deme sorprendernos, ya que para Schopenhauer la música era el arte supremo, la expresión directa de la voluntad, principio fundamental del universo. Wagner es evidentemente el representante más importante de esta filiación. Cabe señalar que en él la temática pesimista schopenhaueriana sigue a un primer período revolucionario colocado bajo el signo de Feuerbach, pero que de igual manera se inscribe fuertemente en la tradición de la teoría especulativa del Arte, como lo mostraría con facilidad un análisis de “El arte y la revolución”, pero también “La obra de arte del futuro”, dos textos en los cuales volvemos a encontrar todos los lugares comunes románticos concernientes al reemplazo de la filosofía por el arte y la indisolubilidad de la revolución artística y de la instauración del Paraíso sobre la tierra. Otro eminente músico revolucionario, Arnold Schönberg, también se ha declarado de acuerdo con Schopenhauer, de quien dice, en “Las relaciones entre la música y el texto” (1912), que éste “escribió en su obra, magníficamente pensada, todo lo que se podía escribir sobre la esencia de la música”.19

Si Schönberg critica no obstante al autor de El mundo como voluntad y representación, es porque éste no supo evitar una concepción representacionalista de la música: sabemos, en efecto, que para Schopenhauer los diferentes parámetros formales de la música expresan tales o cuales aspectos de la voluntad, por ejemplo, el deseo, la lucha, la reconciliación, etcétera. Schönberg escribe:

Debió ciertamente darse cuenta a destiempo de que, empleando para su traducción las palabras forjadas por el lenguaje humano (nacido de un esfuerzo hacia la abstracción y hacia la reducción a lo que el espíritu puede reconocer), había sacrificado lo esencial, a saber, el lenguaje del mundo (que debe quizás permanecer para siempre incomprensible, pero sólo perceptible). A pesar de todo, tuvo razón en haberlo intentado, porque es justamente lo propio del filósofo tratar de representar la esencia del mundo y su inconcebible riqueza por medio de conceptos cuya indigencia no es muy fácil traspasar.20

16 Basta evocar A Rebours [edición castellana: Joris.-Karl Huysmans, Al revés, introducción de Jaime Rest; traducción de Rodrigo Escudero; Buenos Aires: Librerías Fausto, 1977], cuyo pesimismo, pero también su esteticismo, derivan especialmente de Schopenhauer.17 Anne Henry, Marcel Proust. Théories pour une esthétique, París, Klincksieck, 1983, sostiene que la estética proustiana no sólo tiene una deuda respecto de Schopenhauer, especialmente en lo que concierne a la teoría de la música y a la idea de la función redentora del arte (p. 46 y siguientes) sino también respecto de Schelling (p. 82 y siguientes). En efecto, la teoría especulativa del Arte impregna de tal manera las concepciones estéticas del cambio de siglo, que es a menudo difícil indicar fuentes precisas.18 La teoría del “mundo sin objeto” de Malévitch se inspira explícitamente en la concepción schopenhaueriana según la cual, en la visión estética, la escisión entre el sujeto y el objeto ya no es pertinente. Véase, por ejemplo, Kasimir Malévitch, La lumière et la couleur, Lausanne, Éditions l’Âge d’Homme, 1981, pp. 59-100 [edición castellana: La luz y el color, en Arte, proyectos e ideas (laboluz e-magazine), Universidad Politécnica de Valencia, nº 3, noviembre de 1994: HTTP://WWW.UPV.ES/LABOLUZ/REVISTA/ ], así como las notas introductorias del traductor Jean-Claude Narcadé (pp. 49 y 59).19 A. Schönberg, op.cit., p. 118.20 Ibid., 21.

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La relación que Schönberg establece entre el artista que vuelve “perceptible” el lenguaje del mundo y el filósofo que intenta, vanamente, tornarlo “comprensible”, cuando en realidad dicho lenguaje se encuentra más allá de toda comprensión abstracta, se aproxima a la distinción que los románticos de Jena habían establecido entre la Darstellung, la presentación artística, y la imposible Erklärung, explicación racional del Ser. Y cuando Schönberg agrega que en cierto modo Schopenhauer pese a todo tenía razón, porque lo propio del filósofo es intentar esta tarea imposible, se acerca mucho a la concepción de la filosofía defendida por Friederich Schlegel en la época del Ateneo, cuando señalaba que “el concepto, el nombre mismo de la filosofía, así como toda su historia, nos indican que ella es tan sólo una búsqueda infinita que jamás concluye”.21 Y la razón que Schlegel esgrime para explicar este fracaso es precisamente la que propone más tarde Schönberg: a saber que el Ser absoluto, lo que Schönberg denomina “el lenguaje del mundo”, no se deja aprehender a través de un proceso racional y únicamente puede expresarse en una presentación artística.En una primera época, la influencia de Nietzsche prolonga la de Schopenhauer, pero su reinterpretación afirmativa de la noción de voluntad cavará rápido una fosa entre su teoría del Arte y la de su maestro. Su estética de la voluntad de poder desempeñará un papel central en la mayor parte de los movimientos de vanguardia de principios de siglo: el activismo artístico-político del expresionismo, del futurismo, del neo-plasticismo o incluso del constructivismo deben mucho a la concepción nietzscheana del Arte como expresión de una fuerza vital elemental.22

En grados diversos, la herencia nietzscheana se encuentra así, explícita o implícitamente, en Le Corbusier, van Doesburg, Mondrian, los representantes de Bauhaus, Mies van der Rohe, etc.. La idea misma, tan central en los proyectos de vanguardia de los años veinte, de una estetización de la realidad deriva, al menos en parte, de la teoría nietzscheana de la voluntad de poder, reinterpretada como “voluntad de forma”. Sin embargo, el lazo de los movimientos de vanguardia con la tradición de la teoría especulativa del Arte no se limita a la influencia nietzscheana. Su impulso utópico fundamental, a la vez de orden espiritual y estético, reactualiza de igual manera el momento originario de la sacralización del Arte, a saber, lo sueños del romanticismo de Jena: el proyecto mismo de una vanguardia artística, proyecto eminentemente historicista, incluso escatológico, hunde sus raíces en lo más profundo de la tradición romántica. El mesianismo utópico es, en efecto, indisociable de las variantes más radicales de la teoría especulativa del Arte.En cuanto a la influencia de Heidegger, más reciente, ha sido y continúa siendo muy grande, al menos en Francia, pero también en Estados Unidos (por ejemplo, en el campo de la teoría literaria), ya directamente a través de sus escritos, ya de igual manera, si no más, a través de la adopción de sus ideas por filósofos (el deconstructivismo de Derrida exacerba la idea heideggeriana de un diálogo entre el

21 Friedrich Schlegel, Kritische Ausgabe, edición de Ernst Behler con la colaboración de Jean-Jacques Anstett y Hans Eichner , tomo III, Munich, Verlag Ferdinand Schöningh, 1975, p. 99 .22 Véase al respecto Jürgen Krause, Märtyrer und Prophet. Studien zum Nietzsche-Kult in der bildenden Kunst der Jahrhundertwende, Berlín, Walter de Gruyter, 1984. La importancia de Nietzsche no ha sido menor en el campo literario alemán: basta pensar en el joven Thomas Mann o en los poetas expresionistas. Véase, por ejemplo, la obra colectiva Nietzsche und die deutsche Literatur, 2 tomos, Tubingia, Niemeyer Verlag, 1978.

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pensamiento y el Arte), pero también por críticos, como Maurice Blanchot,23 o escritores, como René Char?24

Como lo muestra esta muy breve presentación de sus diferentes filiaciones históricas, la sacralización de la poesía y del Arte ha teñido en mayor o menor medida gran parte de la vida artística y literaria moderna, instaurándose progresivamente como horizonte de expectativa del mundo del arte occidental.

Quisiera, para concluir, agregar algunas palabras críticas con respecto a los efectos de la teoría especulativa del Arte sobre nuestras relaciones con las obras de arte. En efecto, pienso que el esencialismo de la teoría especulativa del Arte implica nada menos que un desconocimiento de la lógica propia de la esfera estética y artística y, por consiguiente, también de la lógica específica de la evaluación y el juicio estéticos. Para ello debemos retornar brevemente a Kant. Kant puso con claridad en evidencia la imposibilidad de fundar el juicio estético sobre una base puramente descriptiva, al mostrar que éste estaba legitimado por un sentimiento de acuerdo, de satisfacción. En efecto, en la “Analítica de lo bello” demostró, en mi opinión de manera concluyente, que el juicio estético no se asienta sobre los rasgos objetivos del objeto, sino que juzga acerca de la cualidad de la relación que se establece entre esos rasgos y la sensibilidad del espectador, del auditor o del lector. Esto lo llevó a declarar imposible toda doctrina de lo bello, es decir, toda doctrina que pretenda establecer criterios universales sobre el logro artístico, criterios susceptibles de conducir a un juicio del objeto que permita decidir en forma apodíctica si una obra es lograda o malograda, de la misma manera que se puede aseverar en un juicio apodíctico que un objeto se halla, por ejemplo, en movimiento o en reposo, es decir por una inducción empírica verificable y que tiene un valor de constricción cognitiva para todos los individuos humanos. Aplicada a las artes, la tesis kantiana venía a herir de nulidad cognitiva a toda doctrina filosófica del Arte que permitiera fundar el valor (en este caso, el valor sagrado) del Arte en una determinación apodíctica de su esencia: el valor no es una cualidad intrínseca del objeto, sino una resultante que procede de cierto tipo de relaci ón, siempre singular, con el objeto. Ahora bien, el romanticismo simplemente cortocircuitó la Crítica de la facultad de juzgar: redujo lo Bello a lo Verdadero e identificó el juicio estético con un juicio determinante, que se funda sobre la conformidad o no de la obra con un criterio trascendente postulado de manera apriorística (la fuerza de revelación ontológica de la obra). Al mismo tiempo, el dominio de las artes dejó de ser el de nuestro encuentro con las obras en su singularidad: las obras sólo son manifestaciones del Arte tal como éste es determinado por la teoría especulativa. Dicho de otra manera, si el Arte revela el ser, las obras artísticas mismas revelan el Arte y deben descifrarse como tales, es decir, como realizaciones empíricas de una misma esencia ideal: el hecho de que la cuestión central de muchas de las actividades artísticas se haya vuelto la de su esencia artística está directamente ligado a esta

23 “La literatura y la experiencia original”, texto del cual se conoce la influencia multiforme sobre las concepciones de la literatura en Francia, es un calco de las teorías heideggerianas (incluso en cuanto al vocabulario y al estilo). Blanchot parte de la misma pregunta: “¿Qué se ha hecho del arte, qué se ha hecho de la literatura?”. Como el filósofo alemán, pone la pregunta en relación con la tesis hegeliana del fin del arte: “¿El arte es algo pasado?”. Como Heidegger una vez más, opone el arte a la comunicación y lo define como relación extática con el ser. De la misma manera, considera que la tarea actual del arte reside en la búsqueda de su propia esencia. Agreguemos que por la multiplicidad de sus fuentes (además de Heidegger y Nietzsche, hay que añadir a Novalis, Hölderlin y Rilke) y por su coherencia interna, la obra crítica de Blanchot es indiscutiblemente una de las reformulaciones contemporáneas más ambiciosas de la teoría especulativa del Arte. Ver Maurice Blanchot, L´espace littéraire (1955), París, Gallimard, Collection Idées, p. 279-338 [edición castellana: El espacio literario, traducción de Vicky Palant y Jorge Jinkis, Buenos Aires, 1969; con una introducción de Anna Poca, Barcelona, 1992 ss.].24 Char no es el único poeta francés próximo de la problemática heideggeriana: se podría citar también a Yves Bonnefoy, para quien la poesía es “una experiencia del ser y una reflexión sobre el ser”, según las palabras de Jean Starobinski, en su prefacio al volumen Poèmes, París, Poèsie-Gallimard, 1982.

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concepción. Pues también porque las obras (y las artes) son reductibles al Arte, éste puede ser revelación del ser: la definición del Arte como presentación de la onto-teología implica la reducción de las obras (y de las artes) a la teoría del Arte.Vemos con claridad que la pretendida definición de la esencia del Arte que nos permitiría reducir la cuestión del valor de las obras a la de su conformidad con la esencia del Arte, esto es, a la cuestión de su estatuto óntico, lejos de ser descriptiva, lo que hace en realidad es proponer un ideal artístico. Ella es por tanto evaluativa, pero se trata de una evaluación que se presenta como discurso descriptivo: el carácter evaluativo se manifiesta en los procedimientos de exclusión, ya que la definición del Arte por su pretendido contenido onto-teológico implica la exclusión de todas las obras y de todas las prácticas artísticas en general que no cumplan este ideal. Así la Estética de Hegel excluye, o al menos margina a la fuerza, todos los géneros artísticos y literarios reputados impuros o no esenciales: la música instrumental, la novela, la escultura pre-griega, las artes orientales, etc.. De manera más general, se puede decir que en la teoría especulativa del Arte el discurso de celebración usurpa el lugar de una descripción analítica de los hechos artísticos, al mismo tiempo que la experiencia estética se ve reificada como juicio apodíctico. De aquí se derivan dos consecuencias particularmente negativas para nuestra comprensión de los fenómenos artísticos y, aun más fundamentalmente, para nuestra aproximación a las artes.La primera consecuencia negativa concierne al conjunto de nuestros discursos eruditos sobre las artes: con frecuencia tendemos a confundir el juicio evaluativo (y por tanto el arte como conjunto de obras valoradas) y la descripción analítica de los hechos artísticos (por tanto el arte como conjunto de prácticas artísticas que se justifican con independencia de nuestra apreciación de las obras). Este error de categorización pasa a manudo inadvertido, justamente gracias a la prestidigitación esencialista ejecutada por la tradición especulativa, que nos da una pseudo-justificación para asentar el campo descriptivo de las artes sobre el campo evaluativo, cuando cada uno de ellos se inscribe en lógicas perfectamente desemejantes. Pienso que un indicio particular de esta confusión reside en la negativa de aceptar que lo malogrado –o más bien lo que tal o cual de nosotros considera como malogrado– forme parte del arte:25 este rechazo vuelve efectivamente a considerar el mal arte como no arte en virtud de un criterio de evaluación, es decir que vuelve a asentar la demarcación descriptiva sobre una demarcación evaluativa, cuando esta última (en toda su escala) sólo tiene sentido en el interior de la demarcación descriptiva. En otras palabras, en virtud de un criterio de evaluación se pretenden redibujar los contornos referenciales del término “arte”. Detrás de esta idea está sin duda la convicción, justa, de que nuestra relación con el arte es siempre una relación de evaluación. Pero el estudio de esta relación de evaluación muestra precisamente que no podría fundamentar un estudio descriptivo de las artes, porque ella reposa siempre sobre preferencias, es decir, sobre la manera en la que reaccionamos frente a las obras y no sobre criterios de identidad objetal. Lo que importa no es tanto que esta reacción sea “subjetiva”: aun cuando fuera universalmente compartible –como sostiene Kant, con un optimismo más bien angélico–, no permitiría fundamentar una teoría descriptiva de las artes, porque toda apreciación (positiva o negativa) presupone lógicamente la identificación del objeto como siendo de un tipo que apela a tal apreciación: ella no podría, por tanto, fundamentar

25 Heidegger, por ejemplo, limita su concepción de la poesía a lo que llama “el poema válido” (das gültige Gedicht), es decir, efectivamente el poema que se presta a una traducción filosófica: de ahí el privilegio que le acuerda a Hölderlin, poeta-filósofo por excelencia. Adorno –a pesar de su oposición general a Heidegger– coincide con él en este punto, ya que sostiene que la filosofía y el arte convergen en su contenido de verdad.

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esta identificación. El acto de apreciación artística sólo tiene sentido a condición de que hayamos ya decidido que nos encontramos frente a una obra de arte. ¿Por qué este error de categorización pasa tan fácilmente inadvertido? Creo que debemos buscar la razón en una particularidad de las actividades culturales humanas y, por consiguiente, también de la actividad artística: toda explicación de un comportamiento humano intencional implica potencialmente un componente auto-referencial. Para decirlo de otra manara: una explicitación verbal de un comportamiento intencional puede transformar ese comportamiento, pues los comportamientos futuros de los hombres con frecuencia se modelan en cierta medida sobre las descripciones socialmente aceptadas de esos mismos comportamientos. En otras palabras, toda teoría –independientemente de su validez descriptiva– puede devenir un horizonte de expectativa pragmático y modelar los comportamientos futuros de los hombres en tanto tiendan a adaptarse a esta teoría: ella llega así –en circunstancias favorables – a convertirse en una self-fulfilling prophecy. Dicho de otro modo, debido al potencial autor-referencial de los hechos intencionales, un discurso prescriptivo, que se presenta bajo una forma gramatical descriptiva, puede efectivamente llenarse poco a poco de una carga descriptiva en la medida en que los hombres acepten modelar su comportamiento sobre la descripción supuesta. Cuando ese potencial auto-referencial es desconocido, una teoría prescriptiva puede verse dotada a posteriori de un alcance descriptivo: al mismo tiempo, ésta se ve dotada retrospectiva e ilusoriamente de una fuerza predictiva, lo cual desemboca a la vez en un desconocimiento de su estatuto prescriptivo.Pienso que es esto lo que ha pasado con la teoría especulativa del Arte. En efecto, su aceptación por el mundo del arte como modelo de legitimación ha conducido a una deriva auto-referencial, a una self-fullfilling prophecy. El modelo evolucionista e historicista de las artes, cognitivamente inadecuado en cuanto a los hechos pasados que pretendía describir, ha sido dotado de una pertinencia descriptiva relativa para el arte modernista en la medida en que este arte se ha modelado sobre dicha teoría. Para decirlo rápidamente, la teoría especulativa del Arte defiende, desde el romanticismo, una concepción historicista de la evolución artística, concepción en virtud de la cual el destino histórico de las artes consiste en una progresiva puesta al día de su propia esencia interna. En otras palabras, la evolución de las artes debe obedecer a una auto-teleología histórica que las lleva poco a poco, en una marcha reflexiva, a considerar que su función histórica es descubrir su propia naturaleza interna. Ahora bien, este historicismo auto-teleológico ha devenido uno de los factores motivacionales más poderosos del arte moderno y, sobre todo, de las prácticas vanguardistas en las artes plásticas. Basta pensar, por ejemplo, en la legitimación del arte abstracto hecha por Kandinsky o por Mondrian: el arte abstracto, remontándose a los elementos últimos de la actividad pictórica, alcanza al mismo tiempo la esencia espiritual del arte pictórico y deviene, no una simple opción pictórica entre otras, sino el destino último del arte pictórico tal como lo prescribe su naturaleza más íntima. Desde el momento en que un arte está apresado en tal escatología interna, las posibilidades que se abren al artista individual tienden por supuesto a estar circunscriptas por el estado de la “avanzada” histórica del arte que él practica: el “ya no se puede hacer como ayer” deviene un imperativo absoluto, pues está ligado a una misión que se cree constreñida por la esencia “objetiva” del arte en cuestión: así la abstracción pudo ser interpretada (aun por Kandinsky ) como una consecuencia ineluctable del cubismo, consecuencia que a la vez torna caducas todas las prácticas pictóricas alternativas.En tal perspectiva, la historicidad compleja, múltiple, contradictoria y diferencial de las prácticas artísticas se halla reducida a la historia lineal de un proyecto colectivo

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que la comunidad de artistas se impone y a cuya resolución todo el mundo es llamado a participar. Todo arte que se desarrolla según un proyecto histórico colectivo tal posee evidentemente una curva evolutiva muy específica, caracterizada por la existencia de una gran tensión interna. En la medida en que el arte moderno ha aceptado tomar como modelo este proyecto historicista, de manera retrospectiva lo ha dotado de un componente descriptivo: considerado bajo cierto ángulo, el destino del arte moderno es, en efecto, la historia de un gigantesco esfuerzo por penetrar cada vez más en lo que se piensa que es la esencia irreductible de la pintura primero (el proyecto de la abstracción) y del arte como tal a continuación (el minimalismo y el arte conceptual). Por supuesto, todo el proceso reposa sobre una ilusión colectiva: el arte no tiene esencia interna; es un objeto intencional, que es y llega a ser lo que los hombres lo hacen ser y llegar a ser. Se podría objetar que las artes plásticas al menos habían ya obedecido a un modelo semejante antes del nacimiento de la tradición que he analizado: a saber, en el arte italiano del Renacimiento descrito por Vasari. Se podría también evocar la concepción aristotélica de la evolución de la tragedia griega, que responde al mismo paradigma de una historia teleológica que encuentra su acabamiento en la realización de la “naturaleza” del género (cumplido por Sófocles). Pero en los dos casos la situación difiere de la del esencialismo historicista del “modernismo”. Por un lado, el punto de vista de Aristóteles, como el de Vasari, es retrospectivo: sacan las enseñanzas de una evolución que piensan ha llegado a su término. En cambio, en el historicismo “modernista”, la dimensión proyectiva es esencial: el pasado no es un modelo cumplido, sólo esboza una evolución por venir. Una segunda diferencia es, sin duda, aun más importante: Vasari y Aristóteles habían definido la naturaleza de la pintura o de la tragedia por una función relacional: la mimesis (representación visual de la realidad, o mimesis de acciones humanas). Es decir que, en realidad, la supuesta “naturaleza” de la pintura o de la tragedia residía en un ideal cognitivo que les era dictado por un horizonte de expectativa exterior (el mundo visual, las acciones humanas) que funcionaba como un dato independiente (o al menos postulado como tal) al que el arte debía ser “fiel”. El esencialismo de las vanguardias pictóricas desemboca, en cambio, en un purismo auto-teleológico, que intentó reducir el arte a lo que se piensa que son sus componentes fundamentales internos. Tal búsqueda no puede hallar otro fin que el desvanecimiento del objeto artístico mismo: los “componentes” de un objeto intencional como un cuadro, por ejemplo, no pueden ser fundamentales (o secundarios) más que con relación a la función (ya sea representacional, decorativa u otra) que deben desempeñar. Desde el momento en que se hace abstracción de toda función (lo que fue el caso en las variantes más radicales del proyecto de los abstraccionistas), uno se embarca en un movimiento sin fin, ya que un objeto intencional no tiene propiedades esenciales (o secundarias) puramente internas, sino que su “naturaleza” es funcional. Por ello cada “minimalismo” puede ser empujado aun más lejos: para Mondrian, la esencia de la pintura se reduce a horizontales y a verticales, así como a colores puros; Malévitch la reduce a superficie monocroma; en cuanto al arte conceptual, la hace evaporarse en un puro objeto de pensamiento. Que se me comprenda bien: no pongo en absoluto en cuestión la cualidad pictórica de las obras de Kandinsky, de Mondrian o de Malévitch, ni el interés de ciertas obras conceptuales; lo que está en discusión es únicamente la viabilidad lógica de la legitimación histórica a la cual ellas obedecen. Pienso que el aspecto más negativo de este historicismo reside en el hecho de que ha falseado ampliamente nuestra relación con las obras de arte y, sobre todo, con las obras de la época modernista, para las cuales hemos aceptado con demasiada facilidad reemplazar el juicio fundado sobre nuestra apreciación individual de la obra por un juicio fundado sobre el supuesto lugar de esta obra en la evolución

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postulada del arte moderno: el culto de lo nuevo no es para nada preferible al culto de lo antiguo, en la medida en que ambos, en vez de juzgar las obras a través de nuestro encuentro concreto con ellas, lo hacen aplicando una grilla de evaluación trascendente que las clasifica no con relación a lo que pueden aportarnos en su singularidad, sino con relación a la posición que ocupan en una teleología historicista. Por supuesto, esto no significa en absoluto que haya que hacer abstracción de la situación histórica de las obras, ni de su eventual lugar estratégico en una problemática histórica dada, ni de las problemáticas o proyectos artísticos colectivos: ninguna obra es transparente y no hay mirada, lectura o escucha inocentes; por lo demás, ninguna obra existe en el vacío, sino únicamente en sus vínculos complejos con otras obras y más ampliamente con la historia del arte, incluso la historia a secas. Todas estas relaciones intervienen ciertamente de la identidad de la obra y tienen importancia no sólo para su significación, sino en primer lugar para su identificación. Simplemente, en la medida en que nuestra relación con las obras es una relación estética, es decir, en la medida en que aprehendemos las obras no para estudiar las prácticas artísticas, sino con la perspectiva de una satisfacción que deriva de nuestra interacción con ellas, estos hechos sólo son pertinentes en tanto pueden enriquecer esa relación estética y, a través de ella, nuestra experiencia de la obra. Nunca podrían constituirse en criterios de juicio, capaces de legitimar estéticamente la obra y de constreñir nuestra experiencia. Ellos constituyen condiciones que nos permiten construir la identidad operacional, pero no pueden reemplazar nuestra experiencia directa e íntima de la obra en su singularidad de objeto artístico que se propone a nuestra atención: una obra no puede jamás legitimarse estéticamente sino en su singularidad, para un receptor singular, en una experiencia singular. Pienso, más generalmente, que una relación viva con el arte sólo es posible en tanto, en ocasión de cada experiencia estética singular, la obra, comprendiendo en su valor, se vuelve a poner en juego: el valor de una obra nunca es independiente de la sensibilidad de aquel que la aprehende; dicho valor no es una propiedad interna, sino una propiedad relacional, que nace del encuentro entre la obra y una sensibilidad, la del receptor, del mismo modo que la obra ha nacido del encuentro entre un material y un proyecto de creación. El resto no es sino conformismo o esnobismo.

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