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BIENVENA AREGOYOS B ienvenido seas y bienve- nido te encuentres, San- tos Darío de Regoyos y Valdés, anqueador de umbrales, pupila cántabra. Esta es tu casa, tu vieja y pródiga casa, desmemoriada de antiguo, hoy, por fin, acogedora. Y llegas (en olor o no de multitud, ya no importa) a recoger el pan y la s que esta tierra te debía. En fin, perdona, ya sé que este no es tu estilo. Lo tuyo es entrar casi de puntillas, con la sonrisa y la pregunta a flor de labios, inge- nioso a veces, disparatado otras, pero siempre humano y natural, porque en ti y en tu arte primó ante todo la sencillez. Siempre viviste en pintor, simple de re- cursos, siempre lo justo y cabal; y en pintor te iste, a pintar cie- los y tierras de otra cantabria panteísta y lejana. Perdona, ahora, si te reprocho tu tardanza: llegas casi con un siglo de retraso. En tu viaje a la «España negra» soslayaste, para bien o para mal, tu casa materna, y nunca lo justificaste. Lástima. Leopoldo Alas te esperaba. ¡Qué pareja la vuestra! Qué dúo para denunciar esa «Asturias negra», moralmente negra, que aún nos pesa y nos doblega. Los Cuadernos de la Actualidad Tú y Clarín, por Cimadevilla: chambergo y bombín, paseantes de capas negras, al viento las barbas, como proas de trágico negror, burlones y críticos. Lás- tima, Darío de Regoyos. Llegas con retraso. Quizás - tigado. Con ese empaque sobrio y discreto que da la madurez. Y sin embargo, aunque vienes en son de paz, vas a ganar otra ba- talla. Hoy tu humildad de hom- bre y de pintor nos va a conmo- ver prondamente. Y contigo estaremos, en tu lucha de siem- pre, en contra de ese academi- cismo y de esa chabacanería pic- tórica que aún merodea, hueca y tua. Bienvenido seas y bienvenido te encuentres, Darío de Rego- yos. Mentor te quisiéramos del arte asturiano; pero orbayu o si- rimiri, qué más da, siempre el Norte tu región estética. José Antonio Castañón EL DESCU- BRIMIENTO DE LA CORRIENTE DEL GOLFO A propósito de las eosiciones de pin- tura «1980», Campano, Cáceres, Sol- sona, Gomila y otros, y su repercusión crica en la prensa y ctnáculos artticos de Madrid en la temporada otoño-in- vierno de 1979-80. A demás de penenes y pe- riodistas -que como es bien sabido, en estos úl- timos años son los dic- tadores de normas y detentado- res del derecho a condenar a quien no habla como ellos de- terminan de 'España, S. A., de la que se consideran sus consejeros delegados en exclusiva-, ha pro- liferado otro género de indivi- 77 duos con afanes paralelos. Estos individuos, que pertenecen al género conocido por «crítico de arte», habían venido den- diendo encarnizadamente una vanguardia académica de pintu- ras al cuadrado y soportes-super- ficies. Y resulta que en esta tem- porada otoño-invierno deciden que han llegado los años ochenta (y no el siglo XV del Islam, puestos a remitirse a cronolo- gías), y con ellos, el postmoder- nismo. Han preparado exposiciones, apoyado pintores y despreciado artistas, introduciendo en el con- texto estético de esta zona del planeta, el túnel del tiempo. Un modelo de túnel de una sola di- rección que lleva al pasado, a las costas bañadas por la Gu Stream, de la lengua del imperio hace .unos cuarenta años. Pro- mocionan el arte norteamericano pero, como de costumbre, pa- sado por el perme de París de la Francia y sus teorizaciones de cógito cartesiano momificado por Rodin y su pensador. Sí, estos aficionados al arte conocidos por críticos, procla- man que ya está bien de artes culpables, de estéticas marciales, de dramas morales y desíos vanguardistas. Fuera con todo eso, dicen los nuevos iconoclas- tas desde el primer escalón de la Academia. Hay que descubrir el placer de la pintura (la referencia a Barthes surge de inmediato), pues, según ellos, todos nos ha- bíamos pasado estos últimos años suiendo al crear y con- templar las llamadas obras de arte.

Los Cuadernos de la Actualidadla pregunta a flor de labios, inge nioso a veces, disparatado otras, pero siempre humano y natural, porque en ti y en tu arte primó ante todo la sencillez

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BIENVENIDA

AREGOYOS

Bienvenido seas y bienve­nido te encuentres, San­tos Darío de Regoyos y Valdés, franqueador de

umbrales, pupila cántabra. Esta es tu casa, tu vieja y pródiga casa, desmemoriada de antiguo, hoy, por fin, acogedora. Y llegas (en olor o no de multitud, ya no importa) a recoger el pan y la sal que esta tierra te debía.

En fin, perdona, ya sé que este no es tu estilo. Lo tuyo es entrar casi de puntillas, con la sonrisa y la pregunta a flor de labios, inge­nioso a veces, disparatado otras, pero siempre humano y natural, porque en ti y en tu arte primó ante todo la sencillez. Siempre viviste en pintor, simple de re­cursos, siempre lo justo y cabal; y en pintor te fuiste, a pintar cie­los y tierras de otra cantabria panteísta y lejana.

Perdona, ahora, si te reprocho tu tardanza: llegas casi con un siglo de retraso. En tu viaje a la «España negra» soslayaste, para bien o para mal, tu casa materna, y nunca lo justificaste. Lástima. Leopoldo Alas te esperaba. ¡Qué pareja la vuestra! Qué dúo para denunciar esa «Asturias negra», moralmente negra, que aún nos pesa y nos doblega.

Los Cuadernos de la Actualidad

Tú y Clarín, por Cimadevilla: chambergo y bombín, paseantes de capas negras, al viento las barbas, como proas de trágico negror, burlones y críticos. Lás­tima, Darío de Regoyos.

Llegas con retraso. Quizás fa­tigado. Con ese empaque sobrio y discreto que da la madurez. Y sin embargo, aunque vienes en son de paz, vas a ganar otra ba­talla. Hoy tu humildad de hom­bre y de pintor nos va a conmo­ver profundamente. Y contigo estaremos, en tu lucha de siem­pre, en contra de ese academi­cismo y de esa chabacanería pic­tórica que aún merodea, hueca y fatua.

Bienvenido seas y bienvenido te encuentres, Darío de Rego­yos. Mentor te quisiéramos del arte asturiano; pero orbayu o si­rimiri, qué más da, siempre el Norte tu región estética.

José Antonio Castañón

EL DESCU­

BRIMIENTO

DE LA

CORRIENTE

DEL GOLFO

A propósito de las exposiciones de pin­tura «1980», Campano, Cáceres, Sol­sona, Gomila y otros, y su repercusión crítica en la prensa y ctnáculos artisticos de Madrid en la temporada otoño-in­vierno de 1979-80.

Además de penenes y pe­riodistas -que como es bien sabido, en estos úl­timos años son los dic­

tadores de normas y detentado­res del derecho a condenar a quien no habla como ellos de­terminan de 'España, S. A., de la que se consideran sus consejeros delegados en exclusiva-, ha pro­liferado otro género de indivi-

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duos con afanes paralelos. Estos individuos, que pertenecen al género conocido por «crítico de arte», habían venido defen­diendo encarnizadamente una vanguardia académica de pintu­ras al cuadrado y soportes-super­ficies. Y resulta que en esta tem­porada otoño-invierno deciden que han llegado los años ochenta (y no el siglo XV del Islam, puestos a remitirse a cronolo­gías), y con ellos, el postmoder­nismo.

Han preparado exposiciones, apoyado pintores y despreciado artistas, introduciendo en el con­texto estético de esta zona del planeta, el túnel del tiempo. Un modelo de túnel de una sola di­rección que lleva al pasado, a las costas bañadas por la Gulf Stream, de la lengua del imperio hace .unos cuarenta años. Pro­mocionan el arte norteamericano pero, como de costumbre, pa­sado por el perfume de París de la Francia y sus teorizaciones de cógito cartesiano momificado por Rodin y su pensador.

Sí, estos aficionados al arte conocidos por críticos, procla­man que ya está bien de artes culpables, de estéticas marciales, de dramas morales y desafíos vanguardistas. Fuera con todo eso, dicen los nuevos iconoclas­tas desde el primer escalón de la Academia. Hay que descubrir el placer de la pintura (la referencia a Barthes surge de inmediato), pues, según ellos, todos nos ha­bíamos pasado estos últimos años sufriendo al crear y con­templar las llamadas obras de arte.

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Nada de compromisos (estéti­cos, claro); todo está permitido. Y esto no lo dijo Hassan i Sab­bah, sino los vecinos de la dulce Francia que, como de costum­bre, descubren con el retraso co­rrespondiente, lo que ocurre más allá de sus fronteras y océanos. Han llegado a la Corriente del Golfo, y van y sus agentes ex­portadores, después del Medite­rráneo, nos la descubren a los habitantes de esta provincia peri­férica del Imperio.

Claro que eso quizá sea mejor que lo que pasa en las artes de la escritura. Allí, el túnel del tiempo lleva mucho más atrás. Sin las gafas modelo francés, todo lo escrito hace menos de ochenta años carece de valor, aventura y excitación.

La cuestión es determinar si es mejor crear a cuarenta años vista o a ochenta. Crear sobre­viendo en el simulacro de pre­sente por el que nos toca arras­trarnos, probablemente sea de­masiado complicado.

M. Antolín Rato

HOLLYWOOD EN VIETNAM:

LA OTRA

ESCALADA

Boinas Verdes (Wayne), El regreso (Ashby), El cazador (Cimino), Apoca­lypse Now (Coppola).

e orno si lo hubiera pro­gramado aquel Me Na­mara de fría mirada y de puntero preciso sobre

el chincheteado mapa del sudeste asiático, involuntaria contribu­ción póstuma a sus ejercicios con los ordenadores del Depar­tamento de Defensa y del Pentá­gono, el cine americano ha con­sumado una espectacular esca­lada en el tratamiento de la gue-

Los Cuadernos de la Actualidad

rra del Vietnam, con avances irreversibles en brillantez formal, en autenticidad expositiva y en complejidad analítica. Para cap­tar la progresión no es necesario tomar como únicas referencias los extremos ( Boinas Verdes y Apocalypse Now); entre los re­llanos intermedios (El regreso y El cazador) el ascenso es igual­mente apreciable.

En primer lugar, cualquier comparac1on entre personajes resulta elocuente. El justiciero y campechano John \Vayne (¿acaso no le parece también a él al saltar del helicóptero en la selva que las rubias escasean por aquellos pagos?) se trasmuta en el memorable coronel Kilgore y su doble pasión confesada: el «surf» y el napalm (ese «olor a victoria»). El mutilado amante de la hija de Henry Fonda cam­bia su soleado y tranquilizador rostro por el inquietante y som­breado del de Kurtz-Brando. También el animoso -incluso después de conocer el infierno­Robert De Niro se transfigura en el derrotado e inerte capitán Benjamín \Villard, el que ha de remontar el río Nung a través de todas las estaciones del espanto. Y tampoco la locura de Nick, el adicto a la ruleta rusa, es ya comparable al atolondramiento de Bruce Dern, el bobo marido de la gentil enfermera de oca­sión, ex-mujer de Roger Vadim.

El salto es asimismo enorme en la progresiva -¡y progresista!­tarea de eliminar lastre ideoló-

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gico: desde la épica del esfor­zado \Vayne a la del 7.0 de Caba­llería de Duvall hay un abismo: el mismo que existe entre la apo­logía y la denuncia del caos y de la abyección. Y no es corto el tra­yecto que va del desvaído re­chazo de la inutilidad de una guerra cruel (ese discurso final a los estudiantes del aprovechado parapléjico, en El regreso), al re­conocimiento expreso de su sor­didez (¡mierda! es lo único que sabe, puede o quiere decir el ve­terano que contrapuntea el am­biente festivo de la boda, en El cazador) o, mucho más allá, a la alucinada asunción del horror, como realidad última de un con­flicto podrido y de la ambivalen­cia moral como terreno propio de quienes toman parte en él, en uno u otro bando.

La escalada, en fin, es aún más notoria en puros términos de narrac1on cinematográfica, pues el techo finalmente alcan­zado con la deslumbradora pelí­cula de acción y de aventura de Coppola -y también con la de Cimino- apenas hoy puede ima­ginarse más alto. Hollywood, tal vez para mortificación de algu­nos, sigue dando lecciones.

José Luis García Delgado

MATRIMONIOS

DE PELICULA

e uando en La noche ame­ricana Truffaut intenta convencer a Leaud, con cara de cinéfilo atribu­

lado, de que el dilema entre la vida y el cine ha de resolverse siempre a favor del último, segu­ramente no había previsto qué años después se encontraría una solución menos drástica y más conciliadora; no sabía que en el curso del tiempo \Vim \Venders se casaría con Ronee Blakley ni que Scorsese terminaría enlo­queciendo por Isabella Rosse-

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llini. Para qué seguir ocultán­dolo: está clarisimo que el su­ceso cinematográfico y aún fíl­mico más transcendente del año pasado no se llamó El cazador, Manhattan, La Sabina, En el curso del tiempo, Apocalypse Now ni La luna; como tampoco lo fue la irremediable pero tam­bién inútil suerte de Renoir, Ray, Tiomkin, Rota, Jonh Wayne o Jean Seberg; ni la nunca bien agradecida ausencia de cualquier película de Ferreri o Russell, nada de eso. La auténtica noticia del 79 es un aparente cotilleo que desbarata los más contundentes argumentos de quienes piensen que con la última crítica de Mi­guel Marías, el recién editado li­bro de bolsillo o el rastreo ex­haustivo de la cartelera se solu­ciona la difícil papeleta de estar al día y a la última porque, por no aparecer, ni siquiera lo hizo en los medios de comunicación social del Estado. Los impeniten­tes lectores del Fotogramas, Diez Minutos, Semana y demás, sabemos, es nuestro secreto ini­ciático, que de tarde en tarde este vicio tenido por abyecto se ve recompensado. Tendrían que haber visto los incrédulos a Scorsese, vestido de sospechoso emigrante siciliano, besando a la maravillosa hija de Ingrid Berg0

man y Rossellini, bajo la mirada feliz de la madre y Robert de Niro, los padrinos. O imaginarse a Wenders, disfrazado de halcón maltés, haciendo lo propio con la no menos inexplicable Ronne Blakley.

El hecho no reviste caracteres de acontecimiento por lo que pueda haber tenido de imprevisi­ble o misterioso, sino por todo lo contrario. Ver a Isabella en Ilprato de los geniales Taviani y saber que Scorsese la andaba cortejando en los descansos del rodaje es todo uno. Robert de Niro, al intentar detener con la mano aquel tren en marcha o al limpiar el asiento trasero de su taxi, no hacía otra cosa que leer­nos las proclamas. Estaba visto: Scorsese no podía contentarse con crear ficciones dejándose seducir desde el patio de butacas por la Ingrid Bergman de Rosse-

Los Cuadernos de la Actualidad

llini en Stromboli; no le bastó con amar a distancia la esencia neorrealista del cine europeo y tuvo que venir a casarse con ella. En el camino se cruzaría con W enders -¡ siempre via­jando, este hombre!- y yo no sé de ningún plano de cualquier pe­lícula de ambos que pueda resul­tar más hermoso que el de este posible encuentro, y ya es difícil. A Wenders tampoco le bastó amar con el Atlántico de por medio y necesitó saltarlo para abrazar a la amiga americana. Rudiger V ogler y Bruno Ganz se encargaron de anticipárnoslo también al pie, no ya de un solo taxi, sino de cualquier artilugio andante, incluido, claro, el tren que quería frenar el amigo De Niro y el taxi amarillo con ine­quívocas manchas en el asiento. Ver a Ronee Blakley en Nashvi­lle o en Renaldo y Clara, al lado de Bob Dylan, verla en Driver advertir a Ryan O'Neal que no está dispuesta a dar su vida por él y verla morir después de dela­tarle, ver a Ronee Blakley y sa­ber de su boda con W enders, vale por el análisis más farragoso o riguroso que se pueda escribirdel director alemán. A ver quiénse atreve ahora a dudar que elprofetizado encuentro de los dosgenios en alta mar nos define,mejor que cualquier cosa, in­cluso que un artículo mío, la ac­tual situación del cine europeo ynorteamericano, del cine.

Seguro que Truffaut, con tal de fastidiar, dirá que bueno, pero que a los recién casados les puede suceder lo que a Marion y Louis Mahé en La sirena del Mississippi, que la persona que se presenta en el muelle sea dis­tinta de la que prometía la foto­grafía, y que a ver con qué pan se come y retórica se adorna el que Michael Cimino no se haya

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casado con Issabelle Huppert durante el rodaje de Heaven's Gate o el que Bertolucci lo haya hecho en cambio con Ciare Pe­ploe que nació en Tanzania y encima ayudó a Antonioni en el rodaje de Zabriskie Point. O el que Issabelle Adjani... Querido Frarn;:ois: puede que la realidad no coincida con la ficción algu­nas veces, vale, pero no tienes ningún derecho a aguarles la luna de miel sólo porque Spielberg no te haya presentado a Ronee Blak­ley antes.

Manuel González Cuervo

ASTROLABIO

La misma atmósfera «in­tensa y mágica» que Francisco Brines supo ver en los poemas de Pre­

ludios a una noche total (1%9), primer libro de Colinas, caracte­riza a los mejores textos de As­trolabio. Hasta ahora la poesía de Colinas no ha sido sino un desarrollo de aquellos preludios iniciales y purísimos. La emo­ción del paisaje, el temblor ante la noche cuajada de estrellas, el gozo y el misterio del amor, la infancia evocada, todos los ele­mentos que, se entrecruzan en la última obra, se encontraban ya -y de qué hermosa manera- enPreludios. Pero el mundo delprimer libro era un ámbito má­gico y soñado, sin apenas nom­bres propios. Sólo Holderlin -ellírico más puro, menos apegadoa la tierra, el cantor de los dio-

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ses- aparece invocado en el poema final. El segundo libro de Colinas, Truenos y flautas en un templo (1972), constituye la antí­tesis del anterior. Culturalismo, estridencia, intrascendentes poe­mas viajeros, esta obra es el tributo que su autor ha de pagar a la moda «novísima» para poder ser incluido entre los «happy few» que se salvarán en las anto­logías más exquisitas. La síntesis -y perdone el lector la manidaterminología hegeliana- co­mienza a producirse en Sepulcroen Tarquinia (1975), donde ladistinción entre lo leído y lo vi­vido resulta ya ( como ocurresiempre que la cultura es verda­deramente asumida) imposible.El poema «Novalis» recupera así-y es sólo un ejemplo- la dicciónintensa y despojada del libro ini­cial. Menos interesante resulta (apesar de su fama) el artificioso yun tanto presuntuoso poema detítulo igual al del conjunto. As­trolabio constituye, incluso a ni­vel anecdótico, el desarrollo na­tural de Sepulcro en Tarquinia( «el Tiempo dormirá en el astro­labio», decía su verso final). An­tonio Colinas se enfrenta en As­trolabio con los llamados temaseternos, los más difíciles, puestoque son particularmente mani­dos. No teme a las grandes pala­bras. Y no sólo no las teme, sinoque las resalta escribiéndolas,como los románticos, con ma­yúsculas: Muerte, Tiempo, His­toria, Amor, Sueño, Sombra,Vida, serán términos repetidoscon insistencia a lo largo de es­tos versos. Frente al monocordeneovanguardismo de tantos com­pañeros de generación, frentea los burócratas del malditis­mo (Leopoldo María Panero) ode la Universidad (GuillermoCarnero), frente a los profesiona­les de la incoherencia o del secointelectualismo, Antonio Colinasaúna (en sus mejores momentos)belleza de la palabra, seguridaddel ritmo, sabio manejo de unatradición inmemorial, hondura.Pueden leerse, en este sentido,los poemas titulados «La Co­rona», «Motivo para una VitaNueva» o «Cabo de Berbería».La poesía es aquí, según ha indi-

Los Cuadernos de la Actualidad

cado Azancot, «un medio -quizá el único, el último que nos reste­de establecer nuevas relaciones con las fuerzas ocultas del uni­verso». Pero no siempre consi­gue Colinas su propósito: la apa­rente trascendencia de ciertos poemas (léase el titulado «Lade­ras») no es sino gárrula palabre­ría. Como tiene mucho de cartón piedra la Grecia de «Crónicas de Maratón y Salamina», esa espe­cie de ejercicio escolar sobre un tema clásico. En «Dióscuros» o en «Freud en Pompeya», Colinas -que se inició con una obramaestra- parece ofrecernos tan­teos de principiante poco aventa­jado. Nos hemos detenido, qui­zás en exceso, en los defectos (anuestro juicio) de Astrolabio, apesar de que lo consideramosuna de las obras más significati­vas publicadas en los últimosaños, y ello porque hemos no­tado un cierto tufillo mitificadoren las reseñas hasta ahora apare­cidas. Y nada más peligroso ydesorientador, no sólo para loslectores, también para el propiopoeta. Astrolabio es un libro de­sigual, artificialmente hinchadocon circunstanciales poemas dehomenaje (el que inicia el volu­men, por ejemplo) y con ejerci­cios menores. Palabra siemprebella, pero no siempre necesaria:tal podría ser, en resumen, nues­tra opinión sobre Astrolabio.

José Luis García Martín

EL MARGEN

DE UN VALLE

Colectivo de Teatro Margen. Las galas del difunto de Valle Inclán.

si don Ramón Valle y Pe­ña, alias Valle lnclán, levantara la cabeza y saliera de su tumba a

darse un garbeo para asistir a la mise en scene que el Colectivo de Teatro Margen hace de su es­perpento Las galas del difunto,

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seguro que aplaudiría a rabiar con su brazo sano contra el mu­ñón pendiente o el muslo enjuto.

¡Ay!, esta España negra de comedia bárbara, qué bien que se la conoce este grupo asturiano que domina con tanta naturali­dad -desde que fuera Caterva- lo «chab», el circo, el desmadre, la mascarada o la follie del Carna­val entre otras cosas. Pero ahora el asunto va algo más circuns­pecto, pues ya no se trata de una creación propia, como parece habitual en Margen, sino de la adaptación de un clásico con toda su barba. Y ahí es nada don Ramón. Porque hay un Valle modernista, de temas y trata­mientos delicados, y hay otro Valle brutal, directo y siniestro, de comedia bárbara, de esper­pento. El terno del difunto -que tal fue el título que le dio Valle cuando aparec10 previamente hacia 1924 como novela por en­tregas- pertenece al segundo, formando la trilogía Martes de Carnaval, junto a Los cuernos de don Friolera y La hija del Capitán. Margen ha sabido asi­milarlo perfectamente y ha lle­vado a cabo un montaje que re­salta tres planos y un cierto sen­tido de circularidad: la propia anécdota folletinesca de la obra, la frecuente alusión al Tenorio -cada una de las siete escenas seabre con una cita del mismo: nohay que olvidar que estamosante un trasunto del Don Juanreflejado en los espejos cóncavosdel callejón del Gato- y la Histo­ria de España del momento,fuertemente marcada por el de­sastre de Cuba y que es lo que afin de cuentas viene a explicartoda la anécdota. Tanto Vallecomo el grupo lo presentan todocomo víctima del sistema milita-

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rista y lanzan sus dardos contra la charretera. En este caso, con clara vocación de teatro dialéc­tico y mediante una lectura brech­tiana del autor -que ya debía­mos por lo demás a Juan Anto­nio Hormigón-, algo más apan­fletado en este montaje, que uti­liza, no obstante, una plataforma circular en cuesta para huir de cualquier naturalismo y de la concretización.

Margen infatigable, laborioso, rayo que no cesa por los caminos aún polvorientos del país entero, llevando sin desmayo -¡hace falta moral!- la crítica risueña por los senderos recónditos y los circuitos menos comerciales y variopintos que pensarse pueda. Esto es amor al teatro: lo demás es feria de vanidades y cúmulo de poses cortesanas no pocas veces, desde lo fácil, el poder y lo establecido.

Perfecto maridaje el de este genial chivo con tan chispeante doncella. ¡ Qué gran vasallaje ha­cia tan gran señor!

Eduardo Riestra

WOODY

SEGUN

GERSHWIN Banda sonora de Manhattan. Música

de George Gershwin. Filarmónica de Nueva York. CBS.

Los dos son neoyorkinos, los dos cultivan el jazz para expresar el espíri­tu de América, los dos

son fanáticos partidarios del psi­coanálisis y los dos mueren pre­maturamente -sabemos, porque el interesado no se cansa de re­petirlo, que W oody Allen morirá a los 45 años-. Todos los martes, a eso de las ocho de la tarde, una silueta con gafas y sombrero ca­lado espectacular entra en un lo­cal de la calle 55 de Nueva York: es Woody vestido de incógnito, el disfraz más popular de Man­hattan, que va a hacer sus horas semanales de clarinete en el Mi-

Los Cuadernos de la Actualidad

chel's Pub: cada martes un ho­menaje a Gershwin. Ahora, con la película Manhattan, Gershwin hace lo propio con Woody.

Decía en 1915 Jacques Baron­celli que el cine sólo se realizaba íntegramente por la música. Aquí está la música decorativa de Manhattan, las composiciones melódicas y rabiosamente ameri­canas, de George Gershwin para

demostrarlo, imponiéndose mu­chas veces a los solos de Woody. Pero no es el Gershwin de Un americano en París o de Porgy and Bess, con técnicas orquestales perfeccionadas, el que Woody escoge para ser ex­presado por su ídolo del alma sino el de los best-sellers de los años 20: Sweet and low-down, Oh, lady be good, 'S wonderful, Land of the Gay Caballero. o el muy polémico autor de la muy famosa Rhapsody in blue.

América también es una cons­tante en la obra de Gershwin. Neoyorkino de pura cepa, repre­sentante de un cierto tipo de la «american way of life» -con­cepto acuñado por el sociólogo Wirth precisamente en esta época-, fue un autor espontáneo, improvisador, publicitario, diver­tido y a veces romántico que en­sayaba machaconamente los pre­ludios del Clave bien temperado «para llegar a ser un buen com­positor de canciones america­nas». Y como su alter ego, rea­lizó Gershwin en los USA lo que en Europa hubiera sido un autén­tico escándalo y todavía lo es: interpretar, dirigir, arreglar, componer todos los géneros, to­dos los estilos. Repartirse sin conflictos entre el music-hall de

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Broadway y las salas de con­cierto de Carnegie Hall.

Y fue Gershwin, evidente­mente, otro heterodoxo de los géneros. Como adepto al movi­miento musical nacionalista reencontraba las inflexiones de la música popular a través del Rag-time, del Dixeland y sobre todo, del Blues -aunque él no emplea una base tan rítmica ni la estructura de acordes de doce compases-. En realidad, tomaba del jazz la utilización perma­nente de la síncopa -toda la poli­fonía de un párrafo de jazz res­ponde a un concepto sincopado del ritmo-, elaboraba una bri­llante orquestación y la incorpo­raba a composiciones construi­das sobre música europea de úl­timos del XIX. La Rhpasody in blue está influida sin duda por elementos temáticos de Listz, de Tchaikowsky o de Chopin, de­sordenados, y también por ele­mentos armónicos de Debussy, incluso de Ravel. En cambio, Mine, incluida en Manhattan, canción de fulgurante éxito en los primeros 30, tiene una pulsa­ción rítmica mucho más acen­tuada, con alegres frases de piano, contrabajo y batería, con auténtico swing.

El género musical de Gersh­win -una especie de jazz sinfó­nico, si así puede decirse- es in­dudablemente bastardo, denos­tado tanto por los clásicos euro­peos como por los puristas de las escuelas de Chicago o de New Orleans; pero es un género que marcó época, que se escucha to­davía con placer y se recuerda con nostalgia. Podemos adjeti­varlo sin mayores explicaciones: música sana, alegre, irrepetible, genuinamente americana. El ge­nuino sabor americano de Woody, no el de Winston.

Rosa Corugedo

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«AMAMI, EUGENIO»

Eugenio Trías, Tratado de la pasión. Madrid, Taurus, 1979. L o avanzado de nuestra

tecnología debiera per­mitir la edición de li­bros con música incor­

porada (no digo que llevasen ad­junto un disco: digo que sonasen ellos mismos). Sería excelente abrir el libro de Trías, y, en el momento mismo de leer su motto genérico (las tremolantes frases del tenor en el acto I de Traviata: «Di quell'amor. .. », etc.), escuchar la melodía ascen­diendo de la página. Más ade­lante, arrebatadores fragmentos de Don Giovanni, de Tristán, brotarían en los pasajes metafísi­cos de mayor empeño, acompa­ñando la especulación sobre la pasión con el lenguaje más ade­cuado para expresarla. Ello coad­yuvaría a la irrisión de la en otros tiempos resobada crítica neopositivista, a saber: que el metafísico es un músico frus­trado. ¿Rechazabas el caldo me­tafísico? Pues ahí tienes taza y media: con música y todo. Por el momento, desgraciadamente, debemos conformarnos con mencionar la música, y suponer que el lector la tararea mental­mente -acaso entre dientes­mientras navega por el piélago de los filosofemas.

Por lo demás, y atendiendo a sus últimas obras, podría haber puesto Trías otro motto a este libro, sacándolo también de Verdi: el noble momento en que Simón Boccanegra se enfrenta a patricios y plebeyos, enfangados en su odio, y les dice, de convin­cente manera verdiano-baritonal, «e vo gridando: amor!». Claro que un sociólogo del conoci­miento reprocharía a Simón pre­tender la colaboración de clases; y acaso el empeño de Trías por presentar el amor -que no el po­der y el odio- como entraña del universo encuentre dificultades en toda clase de personas realis­tas, para quienes odiar puede ser

Los Cuadernos de la Actualidad

un modo de colaborar en el cumplimiento de los designios -por lo demás, inevitables- de laIdea. Trías podrá defenderse di­ciendo que tratar del amor, elu­cidar la pasión -como temas su­premos- revela mayor bondad,en el sentido corriente de la«buena persona». Claro que eso,¿qué importa a la verdad? De to­das maneras, Trías siempre po­drá esperar que su apelación alamor encuentre eco; por seguircon Traviata, quizá su libro pro­voque la respuesta: «Amami, Al­fredo!». O «Eugenio», claro.

Vidal Peña

DE LIBELULAS CUADRUPEDAS Y OTRAS MUY VERDADERAS HISTORIAS

Gonzalo Torrente Ballester, Las som­bras recobradas.

O ue quien esto suscribe asocie con unos callos con garbanzos la prime­ra audición del cuento

de Sirena, dice bien poco a su favor. Torrente Ballester afirma rotundamente no haber probado tal plato desde el 33, cuando po­nía escuela en un pueblo, la úl­cera acechaba, pero poco, y las dioptrías eran menores, si bien ya escandalosas. Uno, en el 33,

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no andaba para escuchar histo­rias ni para nada, pues hasta mu­chos años después no se vio ins­crito en el Registro Civil.

Pero los cachondeos tempora­les que se permite la memoria -antes, anacronismos- fijaron es­tos dos datos, el gastronómico yel narrativo, parejos e insepara­bles, hasta el punto de obligarmea comer callos con garbanzoscada vez que releo el cuento deSirena o al revés. Mal gusto, endefinitiva, producto, acaso, deuna infancia desdichada y frus­traciones no asumidas.

Sin embargo, estos saltos en el tiempo, los jlash-back y otras histerias que tanto, ay, nos preo­cupaban por las épocas de Ge­nette y Blanchot son, qué duda cabe, elementos literarios -mate­riales, diría Torrente- más que técnicas. Tómese a Kant, sién­tense a la misma mesa a un Holmes en trance de morfina -¿era morfina?- a un agente dela CIA y a un caballo parlanchínque responde al nombre de LordJim, unido, por otra parte, en es­trecha amistad equina a Napo­león, hágase transcurrir la acciónen Escocia y sírvase gratinado.Si la narración no resulta, añá­dase un Zeus vestido de milord,cítese una Morpholgie du conavec un essai de clasification yadórnese con unas libélulas cua­drúpedas.

Tras épocas de miopía -ya se sabe, la escuela de la mirada miope- hacia las historias para ser contadas, las cosas cambian y los narradores, con la desfa­chatez que da el oficio y las ga­nas que tienen de pasarlo bien escribiendo, se dan a las asocia­ciones imposibles, a los anacro­nismos intolerables, a las expli­caciones para mayor confusión. Los Autores Omniscientes dialo­gan con los Narradores. Los personajes piensan al Autor. Nada se crea, todo se inventa. No en vano uno de los relatos más fantásticos e increíbles que se encuentran en Las sombras recobradas es un prólogo sobre la invención literaria donde se habla del mecanismo que rige la puesta de un huévo y de tejedo­ras eléctricas. Así, en dos folios.

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Abandonado por los dioses, el escritor descubre su tramoya en el relato, se mete con su nombre de carnet y todo a participar, se confunde (Cervantes, siempre). La historia resultante es verda­dera porque el lector así lo quiere y, además, porque los ob­jetos de creencia desaparecen cuando lo hace el creyente.

No muy lejos de La Rama­llosa, donde posiblemente To­rrente Ballester comía garbanzos con callos y quizá me contaba la historia de Sirena, en un año de estos, afirman los lugareños ha­ber visto al solitario masturbador de Koenisberga meditando a media voz: «¡Ese Napoleón ... ! ¿Por qué otra vez?».

Francisco García

TEJIDO DE KAFTANQUE SE MERCO EN LUTECIA

Juan Goytisolo, Makbara. Barcelona, Seix Barral, 1980.

D e ( con)struir -dice él. Y, con aplicación, sus­tituye las viejas planas de Iturzaeta por folios

mimeografiados de la École des Hautes Études. Pero ahora se halla in partibus infidelium, y al­jamía, y frecuenta las halcas ma­rruecas, y se dice halaiquí nes­rani. Había abandonado clase, patria, norma sexual. Hoy lee el espacio en Xemaá-El-Fná como si fuera un texto: «precaria com­binación de signos de mensaje incierto: infinitas posibilidades de juego a partir del espacio va­cío: negrura, oquedad, silencio nocturno de la página todavía en blanco» (p. 222, fin de la obra).

Y precisamente: ¿de dónde proviene esa impresión de desni­vel, de maquinaria no ajustada que las últimas novelas de Goy­tisolo suscitan? Parece que, más que literatura, emitiesen signos

Los Cuadernos de la Actualidad

de lo ·literario. Sensación opre­siva .. de habérnoslas, casi, con metaliteratura: literatura que ha­bla de.literatura. Y, sin embargo, la temática es mayor, paradóji­camente: abominación del fran­quismo, irrisión de la cultura re­cibida, traición a la historia de España, asunción de una margi­nalidad esencial. Línea ascen­dente de la transgresión.

Quizá radique ahí: esta litera­tura aspira a comunicar, la eterna trampa lingüística, utili­zando un utillaje, el de las mo­dernas teorías sobre el texto, cuya pretensión es señalar un más allá del lenguaje que rein­troduzca el sujeto como otro y la historia desde la práctica literaria misma y no por procuración. Pero Goytisolo, al utilizar un momento histórica y gnoseológi­camente concreto de esta van­guardia (digamos el telquelismo de los primeros 70) y utilizarlo a bajo funcionamiento, no sólo otorga carta de naturaleza a lo que es un movimiento cultural en progresión, sino que lo fosi­liza ( o quizá lo obliga al calei­doscopio congelado), dándole es­tatuto de Escritura de La Mo­dernidad y registrando, a la pos­tre, sólo la cáscara, la fábrica vista, el costillaje.

Porque ni el placer del texto es describir actos eróticos, ni la inscripción de la escritura en su materialidad es decir «estoy es­cribiendo», ni la práctica trans­gresora se designa sino que se realiza, ni el descentramiento del sujeto en el espacio paragramá­tico se consigue multiplicando las voces del narrador y, en todo caso, no mantiene hilo umbilical

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directo con la biografía del escri­tor, en este caso Juan Goytisolo, intelectual escindido, traidor confeso y mártir, apóstata de toda ortodoxia y, a lo que se pre­tende, destino ejemplar: «la ejemplaridad simbólica que el su­jeto encarna» (p. 167).

Queda así una literatura mora­lizante, de fondo humanista, clá­sica en definitiva, por la que aquí y allá emergen, estentóreos, gadgets de la modernidad, trans­gresiones calculadas, señales que indican la dirección de un sen­tido sólo en apariencia desco­yuntado. Conchas de la playa del texto moderno: muescas en la culata de la escritura.

José Doval

M. V.M. SEPONE DURO

M. Vázquez Montalbán, Los mares del

Sur, Editorial Planeta. Barcelona, 1979.

e handler le dice a Bo­gart: «Tócala otra vez, Sam» y va Vázquez Montalbán, tocando de oído, la escribe.

Los Angeles, Barcelona: un millonario edifica-colmenas, con personalidad desdoblada a lo Jekyll-Hyde -su lado bueno es beneficiarse a una «progre» y el malo, encerrar a los proletarios en cubículos llamándolos pisos-, es asesinado y al amigo Carvalho le encargan indagar el caso. El resto es lo clásico, investigación y solución. El resultado es una buena novela que se lee de un tirón.

A Montalbán se le ha esca­pado describirnos al protago­nista, Cueto dixit, quizás porque es la tercera novela del personaje y da por descontado su conoci­miento. Pero Carvalho es ya un trilema. No sabemos si es Váz­quez Montalbán, Bogart con boina o el nefasto Carlos Balles­teros que lo interpretó en el cine. Y en esta última entrega, harto de ser un Marlowe que cobra, en

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su físico, se pone en plan de «Hombre de la Continental» y pega. La novela policíaca espa­ñola se va endureciendo y eso es positivo para describir una so­ciedad como la nuestra que se va pareciendo a la que retrataron Chandler, Hammett y Bretch. Ese endurecimiento llega incluso a que Carvalho pueda llevarse a la cama a Encarna disfrazada, en la novela, de hija desvalida del difunto, en un claro ajuste de cuentas que esperábamos desde hace años los lectores de la «ca­pilla sixtina». Ya puesto a liqui­dar viejos asuntos, Carvalho­Montalbán se mete en una char­la-coloquio sobre la novela negra y despluma a un par de pedantes que pontifican sobre el género desde la sagrada perspectiva del editor-poeta y del hispano-indio director de serie policíaca dis­puesto a sentar cátedra con acento porteño.

Si la novela policíaca es «Pri­vate eye», hay que reconocer que el ojo privado, y calificado, de Vázquez Montalbán ha me­tido en «Los mares del sur» una eficaz ojeada a toda una fauna de personajes que solemos mirar sin ver. De nuevo la palabra vale por mil imágenes al conseguir que conozcamos una realidad que esta vez se centra en Barce­lona y que cambiando el acento y el paisaje se repite en Gijón, Logroño y mucho más, en Ma­drid.

Alguien definió la novela poli­cíaca como un final inicial que se va ampliando con circunstancias, Montalbán, sin embargo, ha he­cho una novela en que las cir­cunstancias desarrollan el final. Esperemos que en las próximas aventuras del detective nos vaya dando más del personaje y me­nos del ambiente, al fin y al cabo es más interesante el hombre que el paisaje. Así que «Play it again, Manolo».

Juan Antonio de Bias

Los Cuadernos de la Actualidad

HAY UN GORILA EN CADA ESQUINA

Gonzalo Suárez, Gorila en Hollywood, Editorial Planeta. Barcelona, 1980

e onfieso sin rubor que con harta frecuencia yo he querido ser Gonzalo Suárez. Las misteriosas

leyes de la naturaleza que tantas veces frustraran mis deseos no me impidieron, empero, medi­carme con su prosa en los días de depre, que diría un moderno. Quiero testimoniar de lo mucho que personalmente debo a esa frescura, a ese humor, a esa in­genua visión de las cosas y a ese cosmos voluntarista que se monta este diablillo de ojuelos maliciosos y sonrisa irónica, una sonrisa que se ríe de su propia sonrisa, de su propia risa, de su propia sombra sonriente. Gon­zalo Suárez habita en mí, habita en nosotros, como yo y vosotros habitamos en él, en ese su mundo de verdad-mentira, que es la realidad sin serlo, otro lado del espejo, de un par de espejos que se devuelven las imágenes como pelotas de ping pong enfe­brecidas, para confundirnos con toda la contradicción y el sentido del sinsentido. Con toda la pi­cardía del mundo. ¿De qué mundo? Eso ya ni se sabe, como tampoco se saben los límites de la realidad, sus márgenes o sus fronteras con la ficción.

Este gran niño, con su Gorila en Hollywood, ha madurado como escritor, encuentro yo. Pa­rece profundizar o calar más en sus relatos; se ha hecho un poco más adulto e intravertido; hay más psicología y autobiografía, acaso más oficio. También su es­tilo se ha vuelto un poco más mayor, me parece a mí. Pero tanto da; esto es lo de menos y Suárez sigue siendo Suárez, Gonzalo Suárez, quiero decir. Y sus relatos conservan la misma

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chispa, el mismo humour: nos desconciertan, nos provocan la risa o la sonrisa y nos siguen contrayendo las pupilas como siempre. Suárez empieza a jugar con el lector en un largo relato­pról ogo y aún prosigue en el epí­logo que cierra el libro, en su afán por romper moldes y barre­ras, por anular los absurdos lími­tes que nos han sido establecidos entre la razón-realidad y el de­seo-ficción. Pero al loco, a noso­tros, pobres locos, le queda, nos queda este arma poderosa de la

palabra (¿poderosa?). Y aún si­gue habiendo espejos y hombres que se miran en los espejos y no se ven; mas no por eso sienten terror, pues se saben invisibles.

Hay también hombres que sa­ben disparar flechas certeras y veniales contra esos horribles gorilas que nos salen por doquier y nos anulan con su poder y sus bramidos terroríficos. Pero el hacedor se sabe piadoso y amo­roso. Sabe que con el odio des­tila también amor y que la fanta­sía tampoco sería nada sin la rea­lidad. Por eso es indulgente y las funde sin parar y las cortocir­cuita y las quiere así, confusas e interferidas. Y, luego de juzgar y de jugar con ellas, retorna a casa con su familia y con sus perros y con su gato. Y otra vez a jugar cuando amanezca el nuevo día, para poder hacerles frente a los gorilas negros y pintarlos de blanco a la primera de cambio, que bien merecido se lo tienen.

Yo votaré siempre por Suárez. Por Gonzalo, of course.

Eduardo Méndez

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CHAMPAN DE

CALIFORNIA

R. L. Stevenson, Bajamar, Hiperión,Madrid, 1979

según se desprende del «Apéndice documental»

que sigue al texto de la novela «Bajamar» , Ro­

bert Louis Stevenson tuvo serias dudas en el momento de redac­tarla. O le gustaba la historia pero no la manera como la con­taba o le daba por pensar· que un relato con tan pocos personajes no podía salir adelante. En cual­quier caso, siempre terminaba por aparecer la fatídica pági­na 88, donde, con la ayuda del Lloyd Osbourne o sin ella, se atascaba. No hay cosa peor para un escritor fluido que atascarse; tan dura era la página 88 que el 18 de mayo de 1893 Stevenson se hizo el propósito de retroceder a la 85.

No obstante, supongo que du­rante la redacción de este libro Stevenson no fue completamente infeliz. La gente de su casa pa­decía influenza, como el depen­diente de «Bajamar» («Nadie hay que carezca por completo de cualidades, y la del empleado era sin duda el valor» ), excepto Fanny y él, y en una choza llena de telarañas, porque le gustaba, puso punto final a «El Señor de Ballantree» . R. L. solía fotogra­fiarse sentado junto al rey de Hawaii, Kalakaua, con los panta­lones blancos más elegantes que turista alguno vistió en las islas. Aunque Stevenson no fuera un turista para los isleños, era, para ellos y para todo el mundo, el Narrador de Historias. Con el Rey hablaba a veces de Herbert Spencer, como si fuera un pro­pietario rural llanisco, republi­cano y agnóstico. Cuando decide visitar las islas Gilbert se en­cuentra con que no hay otro barco que pueda llevarle si no es el aborrecible «Morning Star», embarcación de curas donde no se podía beber, fumar ni blasfe­mar. Tras un aprendizaje en esas renuncias, duro aunque por for-

Los Cuadernos de la Actualidad

tuna corto, Stevenson hace lo que mucho mejor que yo va a contarles Lloyd Osbourne: fletar el «Equator» :

-¡ Y podremos fumar a bordo de ese bendito barco! -gritaba Stevenson levantando su vaso.

-¡ Y beber! -grité a mi vez. -¡ Y decir palabrotas! -gritó mi

madre con delicia, ella que en toda su vida no había dicho ni «caramba».

A un grito de Ah Fu ( al que se unieron exclamaciones genera­les) cuando abría los postigos que daban al mar, vimos uno de los espectáculos más embriaga­dores que me haya sido dado contemplar en mi vida: el propio «Equator», a velas desplegadas, bordeando la costa tan cerca como se atrevió el capitán, hen­diendo el agua azul en surcos de espuma, en ruta hacia San Francisco.

Todavía mirábamos cuando izó su enseña de popa y nos sa­ludó en signo de adiós.

¡«Nuestro» barco!

A venturas menos gozosas pero no por ello alejadas de lo maravilloso padecen los persona­jes de «Bajamar» , donde Robert Herrick acepta una nostálgica derrota ya en el primer capítulo: «Su destino era el fracaso, se había dicho; que fuera al menos el suyo un fracaso agradable» . En sus bolsillos llevaba un medio destrozado y releído volumen de Virgilio. Y anota Stevenson esta opinión esplendorosa, que jamás se le podría ocurrir a ningún lati­nista:

Porque ése era el sino de los graves y prudentes autores clá­sicos, con los que el colegio nos obligaba a trabar una intimidad forzada y a veces penosa: pasar

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a nuestra sangre y afincarse en nuestra memoria, de manera que una frase de Virgilio habla me­nos al lector de Augusto y de Mantua que de la campiña in­glesa y de una juventud irreme­diablemente perdida.

Y al final de la lectura de este libro, se agradece el buen gusto literario de Sir Graham Balfour, que recuperó el manuscrito, y se llega a estar plenamente de acuerdo con el propio Steven­son, que en una carta a Sidney Colvin reconoce: «Me retiré con "Bajamar" y la leí entera antes de dormirme. No podía imaginar que fuera tan buena: temo in­cluso encontrarla excelente. »

Ah, y no se fíen de la contra­portada, que fue escrita por al­guien que no leyó la novela. En «Bajamar» no se habla de cham­pán francés sino de champán de California, vino traicionero.

J. Ignacio Gracia Noriega

LA LEPRA

PROTAGONISTA YMARCEL SCHWOB COMO

PRETEXTO

Un día de invierno, du­rante un largo viaje en tren, Marcel Schwob le­yó La isla del tesoro.

Jamás pudo olvidar algunas de sus palabras, las que nos presen­tan a John Silver, nos muestran a Jim Hawkins clavado al palo mayor de la «Hispaniola» por el cuchillo de Israel Hands, o las que refieren el ajetreo del muelle de Bristol ante los ojos maravi­llados del pequeño Jim.

En 1946 Borges escribió que Stevenson, Chesterton y Francis Bret Harte compartían idéntica facultad: la invención y la enér­gica fijación de memorables ras­gos visuales. Con esa certeza,

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TIEMPO DE SILENCIO

«La dictadura franquista».

David Ruiz

«La oposición al franquismo». Pierre C. Malerbe

. . .

Para una mejor comprensión

de cuarenta años de la Historia

de España. . . .

C!. Asturias, 27 - OVIEDO

BIBLIOFILOS

ASTURIANOS

PROXIMOS TITULOS

El Fénix Católico Don Pe­

layo el Restaurador Reena­

cido de las Cenizas del Rey

Witiza, del doctor don Joseph

Micheli y Márquez. Madrid,

1548.

Missale Antiqum de la Ca-

tedral de Oviedo.

Apuntes históricos, Genea-

lógicos y Biográficos de Lla­

nes y sus hombres, de don

Manuel García Mijares. Torre­

lavega, 1893.

Pedidos a:

BIBLIOFILOS ASTURIANOS

Cimadevilla, 10-3.º

OVIEDO

Los Cuadernos de la Actualidad

adquirida medio siglo antes, fre­cuentó Schwob devotamente el resto de la obra de Stevenson, el que hacía que sus personajes usaran la Biblia hasta para en­viarse mensajes de muerte.

Hay un pasaje en el cuento El

diablillo de la botella que, como el rostro de Long John, Schwob recordará hasta su muerte. El criado chino de Keawe prepara el agua caliente para su bañera de mármol, y sigue la alegría del amo por el regocijo de su canto; un día cesa el canto, el criado tiene que irse a dormir sin cono­cer la causa, y desde entonces su oído no percibe más que el ir y venir sin descanso del amo en la galería.

«Lo que había pasado era que al desnudarse Keawe para bañarse, notó en su cuerpo una mancha parecida al liquen en una roca: eso fue lo que truncó el canto. Keawe compren­dió la significación de esa mancha: sabía que se había contagiado del mal de los chinos, ¡la lepra!»

No hay desde el Levítico otra palabra con tan sombrío poder de evocación. Su aparición ins­tala el terror, el estremeci­miento; un ruido de campanillas hace huir al caminante cuando ya se disponía a saludar al men­digo; y si no logramos alejarnos a tiempo, nos quedan siete años de ansiosa espera -los que tarda la lepra en manifestarse-, como los que, según Jack London, cercaron a Cudworth en la para­disíaca isla de Kona, cuando al rescatar a su amigo el sheriff Lyte Gregory de Molokai un le­proso de «boca deslabiada y po­drida» le mordió una mano. Si, tras la espera, en un día lumi-

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noso se dibuja en el espejo nues­tro rostro con inapreciables aún, pero fatídicos, rasgos de león, entonces nos queda sólo el se­creto, y la búsqueda de un velo, o de una capucha, o de una más­cara como la del Rey del re­lato de Marcel Schwob. Sin másconsuelo que el de confiar en elmilagro de Santa Fina; «aquellavirgen vivió en el siglo XIII enSan Geminiano, en la Toscana, ytuvo tan terrible enfermedadque se le caía la carne a pedazosy a través de las llagas se leveían los huesos, y cuando máspudría, más hermoso olor salíade aquel horrible cuerpo».

I g u a l m e n t e p a r a d ó j i c o , Schwob nos ofrece un palacio que es un rutilante lazareto. Mas no todo lazareto debe pensarse reino de tristeza y pesadumbre: Italo Calvino sitúa uno en los al­rededores de Pratofugo que go­biernan la música y la alegría.

Cuando la lepra se nombra en un cuento, se sabe ya la impor­tancia que adquirirá en la narra­ción el secreto. La lepra es el secreto de Ricardo, Duke of Por­tland, de sus ausencias y de sus desolados paseos por la playa, es la secreta palabra escrita en su carta a Elena H. En Schwob la máscara oculta el rostro leproso de un rey. El velo del profeta, antes tintorero, Hákim de Merv enmascara una monstruosa faz asediada por la lepra. También puede leerse una hermosa inver­sión de la historia del secreto en el viaje undécimo de los diarios estelares de Ijon Tichy, los que transcribe Stanislaw Lem: el planeta secreto Rarecom está habitado por brillantes robots y

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gobernado por un majestuoso computador y por un odio infati­gable al «viscoson», como allí se conoce al hombre. Mas como no hay cuento que no entrañe una revelación, esas páginas nos desvelan el rostro oculto de los robots -muy blando, de consis­tencia parecida a la masa de pan. Ojos de mirada boba, aguados, la fiel imagen de la ruindad de su alma presente. Un rostro como si de goma fuera hecho. Caras delgadas y de una palidez enfer­miza, simplemente, por haber es­tado tanto tiempo en la oscuri­dad-, y el interior secreto del rey-computador -una pequeña habitación de un hotel de se­gunda clase, con un escritorio colmado de papeles tras el que toma asiento un hombre de me­diana edad, muy delgado y maci­lento, en traje gris, con mangui­tos protectores como los usados habitualmente por los oficinistas.

El rey dorado de Schwob es­conde un digno leproso enamo­rado y finalmente ciego. Cele­bremos toda revelación que nos humanice al monarca lejano y secreto, esas imágenes que acompañarán indeleblemente nuestros sueños. Gracias a Fran­cisco Ayala sabemos del irreme­diable desengaño del Indio Gon­zález Lobo ante el Hechizado y del fuerte hedor a orines que despedía el rico hábito de su Ma­jestad, velada por una sucesión de cámaras, monjas, puertas, criados, bufones y escaleras. Uno quiere contribuir con una cita de Rumeu de Armas al re­cuerdo de Felipe V, el Animoso, el que introdujo en la Corte con­siderable desbarajuste horario por dormir de día y hacer vida de noche, el que despachaba con su ministro Patiño con un biombo por medio, que tal era la aver­sión con que lo distinguió, y el que convino un buen día «en no mudarse de ropa y no cortarse las uñas, cosa la última que le dificultaba enormemente el an­dar». Así que ya se aleja de nuevo renqueante y sin máscara; pero ahora conocemos su hu­milde secreto.

Bernardo Fernández Pérez

Los Cuadernos de la Actualidad

RETORICA

DEL

TEBEO

Las aventuras de Makoki, Gallardo, Mediavilla, Borrayo. Laertes Eds. Barce­lona, 1979.

os lectores de tebeos, de historietas, piensa el culto ilustrado, son L una gente muy curio­

sa: habitantes de otro sistema de la galaxia Gutenberg. Luego, si es dado, por ejemplo, a la so­ciología, a la sociometría u otras taxonomías afines, ve unas cuan-

tas estadísticas editoriales, com­prueba el elevado consumo del producto y, a poco que se note veleidades modernistas o se crea necesitado de palpar la realidad, decide que, ante tal hecho, con­viene de algún modo acercarlo a la academia, si no se había espe­cializado antes en novelas rosa, no puede ocultar que se impri­men más, se leen mucho más que los libros, a cualquier escala industrial, infantil, juvenil o adulta; se miran más que la pin­tura, la escultura o el teatro ( con la televisión hemos dado, amigo). Pero a los lectores no los conoce nadie.

Para exorcizar el maligno, el culto ilustrado acude a la tauto­logía, y rebautiza el invento, barbara mediante: los llama co­

mics e, incluso, si falta hiciere, elabora una teoría del bautizo, de las insalvables diferencias, que algún artista se ofrecerá a ilustrar, en busca de oficialidad

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• BIBOOTECAPOPllAR ASTURIANA Uria, 5 OVIEDO

TITULOS PUBLICADOS

JUAN URIA RIU, Obras Completas: Tomos I y IV.

AURELIO DE LLANO, Esfoyaza de cantares asturianos.

AMBROSIO DE MORALES, Viaje a los reinos de León y Galicia, y Princi-pado de Asturias.

LUIS ARRONES PEON, Historia Co­ral de Asturias.

CONDE DE TORENO, Descripción de varios mármoles minerales y otras diversas producciones del Principado de Asturias y sus inmediaciones.

JOSE CAVEDA Y NAVA. Esvilla de poesíes na llingua asturiana.

RAMIRO SUAREZ, Vida. obra y re­cuerdos de Manuel Llaneza.

COLECCION EL TRASGU

DIEGO TERRERO Y TEODORO CUESTA, Andalucía y Asturias.

DOCTRINA ASTURIANISTA. ANTONIO GARCIA OLIVEROS, Más

cuentiquinos del escañu. TEODORO CUESTA, Poesíes Astu­

rianes.

Historia de Asturias

Atlas de Asturias

Romancero Asturiano

Colección Popular Asturiana

Ediciones facsímiles

Diccionario Ilustrado de la Lengua Castellana

Colección «País Astur»:

Flora y Vegetación de Asturias

Fauna Salvaje de Asturias

Geografía de Asturias

Colección «El Cuélebre»

ii �a'EJaJedicione)

SALINAS/ASTURIAS

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para su arte. Y se queda tan an­cho (supone, con lógica, que na­die va a examinarle de inglés: ya tiene título) con su valioso ejer­cicio de rescate cultural interdis­ciplinar: las Bellas Artes, las Be­llas Letras. La vanguardia del estudio. ¡Un nuevo campo de ilimitadas posibilidades intelec­tuales se abre a los intrépidos renovadores de las formas aca­démicas desde la innovadora perspectiva antiacadémica! La vuelta al gato, con sus cuatro pa­tas y su rabo, empeñados en buscarle tres: un Mediterráneo cada día. (El de hoy: ¿cuántas veces se habrá escrito este artí­culo, en sus muchas formas po­sibles, contra, en favor de lo académico?). Unos y otros, lo que cuenta acaba por ser aque­llo: los hay listos y los hay ton­tos. El tebeo, o la cuaderna vía, ni ganan ni pierden: los lectores, en su mayoría ni se enterarán. A quien Dios le dé plaza. San Pe­dro se la bendiga.

Lo peor será que acabará vi­niendo un filósofo a explicarnos que él, de niño, lo pasaba muy bien leyendo tebeos y que, en consecuencia suponen la más sublime forma del arte, la única literatura verdadera, el verda­dero camino, déjense ustedes de tomaduras de pelo abstractas y experimentales. También con otras cosas se pasa -y se pa­saba- muy bien. Con tanta limi­tación, es de temer que, enton­ces, un tebeo como Makoki vaya a ser demasiado. Pero de eso, sus lectores ni se enterarán.

Fernando G. Corugedo

DELICATESEN

DE GAUCHE

N o hacía falta que salie­ra en Interviú la magraefigie de Jorge V ers­trynge en pijama, di­

ciendo que a él la comida se le da un ardite, para que supiéra­mos que la derecha, incluso cuando es obesa, prefiere más la

Los Cuadernos de la Actualidad

sólida consistencia de un salpi­cón o una olla podrida, que to­dos los Bocuse y Maytes de la tierra. Incluyendo en tal capí­tulo, igualmente a los de UCD, que van de los filetes de A vila a las «reglas del refitolero», que aún deben presidir las cenas de D. Cierva.

La izquierda española, encambio, que hasta el placer in­tenta imponer del brazo de la ética, ha pasado de recomendar las higiénicas marchas sobre el Guadarrama, a enseñar las deli­cias de cuantas neococinas y aledaños en el mundo son. Dos plumíferos de butrina estirpe nos meten semanalmente por las en­tendederas cuantos platos perdi­dos en los mesones patrios y pla­tos encontrados en viajes fin­de-premio o principio-de-repor­taje se les vienen a la pluma. De la mano de Pepe Carvalho la iz­quierda que vota PCE-PSUC se ha impuesto la obligación de probar desde los cachelos galle­gos hasta el mole inventado por una humilde monja poblana, si­glos ha. Mientras los ejecutivos progres del PSOE, comprenden, ilustrados por los neo-bodegones de U rculo las comidas estaciona­les propuestas por el ex-68, ex­exiliado, y actual reportero-pa­ra-todo, Xavier Domingo: la es­tación apropiada para comer broquíl, cuándo hacerse una buena ensalada de aguacates, o simplemente dónde conseguir el restaurán neo-vasco o neo-ba­turro, dónde habérselas con un neo-pil-pil o unas neo-migas.

No era, pues, extraño que la nueva colección patrocinada por Domingo en Tusquets se presen­tara en el Centro de reproduc­ción social de la realidad, finan­ciado por Rania, para «crear la vida», y regentado por austeros y recoletos ex-franciscanos, que han conseguido dar al dicho cen­tro un perfecto aura neo-opus, con toques ácratas, esenios, y

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sobre todo, evidentemente, lác­teos.

Allí estaban en la mesa Faus­tino Cordón, que inauguraba co­lección con su Cocinar hiZo al hombre, Beatriz de Moura, con­sejera editorial de Tusquets, uno de los ex-frailes «reproductores» y dos más bien como novicios de la orden láctea, criados por las «Zonas altas» barcelonesas.

Miraba Cordón, tuerto, con su cara de perro pachón paulo­viano, a la de Moura, que escon­día bajo los reflejos cobre de su pelo toda una teoría de bollos y tortillas editoriales, aunque ahora se decía más preocupada por el pan francés. Ella le dijo a Xavier Domingo que buscara al­guien para iniciar a la izquierda en el uso de los cinco sentidos, éste encontró, claro, al ínclito bioquímico pauloviano, que se ha dejado los ojos y quemado las pestañas, demostrando la inve­rosímil tesis de que el hombre para vivir tiene que comer. Sólo un problema: él, D. Faustino, era un investigador, no un vulga­rizador. Beatriz sonrió: «explí­quelo como para que yo lo en­tienda». Y él, galante, hizo una introducción sobre la dificultad de llegar a la vulgarización.

Beatriz sonreía beatífica, es­condiendo bajo una espesa capa de fondo de teint sus rasgos mu­latos. El jefe de los cátaros lác­teos explicaba la doble moral al­bigense expuesta por Cordón en su prólogo. Y éste, no pude ya oír si intentó defenderse, remi­tiéndose a Dobrinin y a Suslov, porque me fui.

Alberto Cardín