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Los Cuadernos de Literatura A �1880· 980 DE LITERATURA Y FOSOFIA: «BOUVARD Y CUCT» (En el centenario de Flaubert) Vidal Peña P latón, filóso, reprobó la inmoralidad de los poetas, ineptos para el logro de la polis estable. Aristónes, poeta, se burló del filóso Sócrates y su extra- vagante parloteo. Cautamente, Aristóteles reco- noció dimensión filosófica a la poesía: más que a la historia, al menos. La prudencia aristotélica no siempre ha prevalecido; cambian las circunstan- cias, pero aquel litigio «literato contra filóso» (y viceversa) ha vuelto a suscitarse muchas veces. No es raro que los filósofos ( o mejor, cierta clase de ellos) aprecien sólo a los literatos por lo que de filosófico creen ver en ellos; lo valioso del Dante sería su teología implícita, Holderlin sería estima- ble como variación sobre el tema filosófico-idea- lista de las conexiones Naturaleza-Espíritu, o po- dría leerse con uto a Thomas Mann a título de ilustración, por ejemplo, de la influencia de la teología germánica en el advenimiento de las ideo- logías totalitarias. El tribunal de la filosoa los absolvería así -quizá sub conditione- de haber incurrido en la deplorable figura delictiva «hombre de letras». Pero el poeta -el literato, en sentido amplio- suele protestar, reivindicando la autono- mía literaria de sus productos; entre nosotros, y por hablar de hechos próximos, José María Val- verde ha escrito buena parte de una historia de la literatura cuyo argumento, exagerando un poco, es casi el de esa reivindicación, a la vez requisito- ria antifilosófica más o menos larvada. Existen casos onterizos: ni la especificidad de «lo literario» ni la de «lo filosófico» han quedado definitivamente consolidadas, pese a tantos es- erzos. En esa ontera, nos parece que pocas literaturas pueden ser consideradas tan expresa- mente «filosoas» como Bouvard et Pécuchet. Eso creemos, a pesar de que Flaubert haya podido ser visto, precisamente, como aquel literato a par- tir del cual la literatura se hace ella misma refle- xión sobre el lengue que es su material, consti- tuyéndose así en objeto de sí propia. Mediante ese diagnóstico, progado hace unos años por Barthes 14 o Robbe-Grillet entre otros, quedaba Flaubert salvado para la «modernidad» literaria; Gérard Genette insistía hace muy poco en el mismo tema, distinguiendo el mal Flaubert, vanamente preocu- pado de «realismo», del buen Flaubert que -ya en L' éducation sentimentale, pero más en los Trois cantes y sobre todo en Bouvard et Pécuchet- evo- lucionaba hacia la anulación de todo lo que no fuese literatura, emancipada de cualquier intento de «representar» (no olvidemos que, por cierto, Paul Valéry ya decía cosas muy similares de Flau- bert, de la mediocridad de su «realismo» y de sus intentos de liberación literaria, bastante antes que la escuela de nuevos críticos). Esa defensa de la modernidad -al menos intentada- de Flaubert es, a la vez, alegato pro domo de quienes, como di- rían sus seguidores españoles, «se reclaman» de la reducción lingüística de la literatura. No entraré aquí en cuestiones de prioridades, ni se me pasa por la cabeza atacar a una escuela crítico-literaria que tan bellos productos literarios ha oecido, a su vez, como resultado de su acti- vidad. Sospecho, de todas maneras -a título de puro lector ingenuo, y no de crítico prosion- que, al menos en Bouvard et Pécuchet, Flaubert sí «quería decir algo», por escandalosa o risible que esta expresión pueda sonar a los críticos literarios que casi podríamos empezar a llamar «ex-nuevos» ( «lo que Flaubert dijo sería la novela misma, en la inmanencia de su texto, etc.», podrían afirmar. siguiendo aquello de que «la crítica no puede des- velar un significado», o parecidos principios bart- hesianos), y también por mucha desconfianza que el filósofo a secas pueda albergar hacia ese «de- cir» ( «si lo quiso decir, ¿por qué no lo dijo me- diante argumentaciones en forma, en vez de escri- bir una novela, etc.?», aducirían quizá). Parece, de todos modos, que tertium datur (y hasta quar- tum, y más, porque la metodología crítico-literaria no lleva camino de cerrarse, a Dios gracias; quizá porque en estas materias, como decía con orgu- llosa humildad T. S. Eliot, «el método es ser inte- ligente»). ¿No puede resultar atractivo, o diver- tido ( «científico» ya no lo sé, y no sé si importa mucho), el intento de reconstruir, por ejemplo, una mitología flaubertiana, desde coordenadas crí- ticas que podrían llamarse «antropológicas» -como en la obra de Pierre Danger-, mitología que daría cuenta de la básica «ambigüedad» o «sinuo- sidad» de Flaubert? Veríamos en él, de esa suerte, la Naturaleza como resistente al Espíritu, con las notas «naturales» de la fluidez, la curvatura, la feminidad. O, en otra clave, como hizo Sartre -sin duda fascinado por una nidad intelectual evi- dent, podríamos desvelar en Flaubert esa espe- cie de masoquismo, últimamente apasionado tan sólo por la nada, que estaría detrás de su propio proceso de aniquilación estrictamente «literaria». En cualquiera de estos casos, estaríamos diciendo que la obra de Flaubert «representa» algo, incluso aunque era prescindiendo de la voluntad del au- tor: y estos puntos de vista -nos parece- no tienen

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Los Cuadernos de Literatura

AFIAUBEI{f �1880· .. 980

DE LITERATURA Y

FILOSOFIA:

«BOUVARD Y ,,.

PECUCHET» (En el centenario de Flaubert)

Vidal Peña

Platón, filósofo, reprobó la inmoralidad de los poetas, ineptos para el logro de la polis estable. Aristófanes, poeta, se burló del filósofo Sócrates y su extra­

vagante parloteo. Cautamente, Aristóteles reco­noció dimensión filosófica a la poesía: más que a la historia, al menos. La prudencia aristotélica no siempre ha prevalecido; cambian las circunstan­cias, pero aquel litigio «literato contra filósofo» (y viceversa) ha vuelto a suscitarse muchas veces. No es raro que los filósofos ( o mejor, cierta clase de ellos) aprecien sólo a los literatos por lo que de filosófico creen ver en ellos; lo valioso del Dante sería su teología implícita, Holderlin sería estima­ble como variación sobre el tema filosófico-idea­lista de las conexiones Naturaleza-Espíritu, o po­dría leerse con fruto a Thomas Mann a título de ilustración, por ejemplo, de la influencia de la teología germánica en el advenimiento de las ideo­logías totalitarias. El tribunal de la filosofía los absolvería así -quizá sub conditione- de haber incurrido en la deplorable figura delictiva «hombre de letras». Pero el poeta -el literato, en sentido amplio- suele protestar, reivindicando la autono­mía literaria de sus productos; entre nosotros, y por hablar de hechos próximos, José María Val­verde ha escrito buena parte de una historia de la literatura cuyo argumento, exagerando un poco, es casi el de esa reivindicación, a la vez requisito­ria antifilosófica más o menos larvada.

Existen casos fronterizos: ni la especificidad de «lo literario» ni la de «lo filosófico» han quedado definitivamente consolidadas, pese a tantos es­fuerzos. En esa frontera, nos parece que pocas literaturas pueden ser consideradas tan expresa­mente «filosofías» como Bouvard et Pécuchet. Eso creemos, a pesar de que Flaubert haya podido ser visto, precisamente, como aquel literato a par­tir del cual la literatura se hace ella misma refle­xión sobre el lenguaje que es su material, consti­tuyéndose así en objeto de sí propia. Mediante ese diagnóstico, prodigado hace unos años por Barthes

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o Robbe-Grillet entre otros, quedaba Flaubertsalvado para la «modernidad» literaria; GérardGenette insistía hace muy poco en el mismo tema,distinguiendo el mal Flaubert, vanamente preocu­pado de «realismo», del buen Flaubert que -ya enL' éducation sentimentale, pero más en los Troiscantes y sobre todo en Bouvard et Pécuchet- evo­lucionaba hacia la anulación de todo lo que nofuese literatura, emancipada de cualquier intentode «representar» (no olvidemos que, por cierto,Paul Valéry ya decía cosas muy similares de Flau­bert, de la mediocridad de su «realismo» y de susintentos de liberación literaria, bastante antes quela escuela de nuevos críticos). Esa defensa de lamodernidad -al menos intentada- de Flaubert es,a la vez, alegato pro domo de quienes, como di­rían sus seguidores españoles, «se reclaman» de lareducción lingüística de la literatura.

No entraré aquí en cuestiones de prioridades, ni se me pasa por la cabeza atacar a una escuela crítico-literaria que tan bellos productos literarios ha ofrecido, a su vez, como resultado de su acti­vidad. Sospecho, de todas maneras -a título de puro lector ingenuo, y no de crítico profesional­que, al menos en Bouvard et Pécuchet, Flaubert sí «quería decir algo», por escandalosa o risible que esta expresión pueda sonar a los críticos literarios que casi podríamos empezar a llamar «ex-nuevos» ( «lo que Flaubert dijo sería la novela misma, en la inmanencia de su texto, etc.», podrían afirmar. siguiendo aquello de que «la crítica no puede des­velar un significado», o parecidos principios bart­hesianos), y también por mucha desconfianza que el filósofo a secas pueda albergar hacia ese «de­cir» ( «si lo quiso decir, ¿por qué no lo dijo me­diante argumentaciones en forma, en vez de escri­bir una novela, etc.?», aducirían quizá). Parece, de todos modos, que tertium datur (y hasta quar­tum, y más, porque la metodología crítico-literaria no lleva camino de cerrarse, a Dios gracias; quizá porque en estas materias, como decía con orgu­llosa humildad T. S. Eliot, «el método es ser inte­ligente»). ¿No puede resultar atractivo, o diver­tido ( «científico» ya no lo sé, y no sé si importa mucho), el intento de reconstruir, por ejemplo, una mitología flaubertiana, desde coordenadas crí­ticas que podrían llamarse «antropológicas» -como en la obra de Pierre Danger-, mitología quedaría cuenta de la básica «ambigüedad» o «sinuo­sidad» de Flaubert? Veríamos en él, de esa suerte,la Naturaleza como resistente al Espíritu, con lasnotas «naturales» de la fluidez, la curvatura, lafeminidad. O, en otra clave, como hizo Sartre -sinduda fascinado por una afinidad intelectual evi­dente-, podríamos desvelar en Flaubert esa espe­cie de masoquismo, últimamente apasionado tansólo por la nada, que estaría detrás de su propioproceso de aniquilación estrictamente «literaria».En cualquiera de estos casos, estaríamos diciendoque la obra de Flaubert «representa» algo, inclusoaunque fuera prescindiendo de la voluntad del au­tor: y estos puntos de vista -nos parece- no tienen

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por qué ser desdeñados, aunque aquí no vayamos a adoptarlos en concreto.

Ciertamente, puede presentarse la obra de Flaubert (y Bouvard et Pécuchet dentro de ella) en términos puramente «intraliterarios»; por ejemplo, como ejecutando un proceso de «desaparición de

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Flaubert por Williarn D. Brarnhall, Jr.

la novela», culminado en el sottisier que Bouvard y Pécuchet redactan: el Diccionario de ideas reci­bidas. Pero ¿por qué ése habría de ser sólo un punto de vista sobre la creación literaria, y no ya sobre la realidad, la vida, en general? ¿Por qué no habría de ser una especie de «filosofía flauber­tiana»? ¿Por qué Flaubert habría de desear des­truir sólo la novela? La chute au néant en que, según J. P. Duquette, concluiría lo que éste llama el proceso de désécriture flaubertiano, esa volun­tad -tan citada- de acabar por escribir «un libro acerca de nada», ¿no podría revelar un punto de vista general sobre «! 'infinita vanita del tutto», por decirlo en términos leopardianos? Algo de eso nos parece que hay en Bouvard et Pécuchet, y vamos a intentar mostrarlo aquí: como aquella filosofía ( o quizá mejor, «antifilosofía», pero eso es también ser filosofía) de su literatura.

El camino recorrido por los dos copistas parisi­nos a través de las técnicas, las artes, las ideas, compondrían una especie de contrafigura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel. ¿No podría ser éste un marco comparativo adecuado para en-

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tender el alcance «filosófico» de la novela flauber­tiana? En todo caso, lo proponemos aquí sin ánimo crítico técnico: sólo como una ocurrencia más de un lector más, valga lo que valiere.

Quizá Flaubert se dijera: «vamos a presentar las casillas que el hombre puede ocupar en el desarro­llo de su proceso espiritual, mostrando que el paso por ellas no conlleva progreso, y, en realidad, ni siquiera trayectoria». En el fondo, Flaubert dijo algo parecido alguna vez: en una carta de 1850, afirmaba que «l'ineptie consiste a vouloir con­dure». Y condure es vocablo tan lógico como cronológico; conforme a ese proyecto, Bouvard et Pécuchet no «concluye», en el doble sentido de

que no «acaba» y de que ninguna «conclusión» se obtiene de su viaje espiritual. En otras palabras -y prolongando la antítesis con Hegel-, Flaubert ha­bría dicho: «vamos a mostrar un Calvario del Es­píritu que no redime», o «nada real es racional».

Que entre el proyecto hegeliano y el flauber­tiano hay semejanzas de forma parece sostenible; también que hay obvias diferencias, acaso obstá­culos para la comparación. Empecemos por las dificultades. Se sabe que la Fenomenología hege­liana es tanto filogénesis como ontogénesis: las «figuras» del desarrollo son tanto hitos de una historia de la humanidad como estadios de una conciencia subjetiva cualquiera: la ontogenia re­produce la filogenia, y viceversa. En Flaubert, el Calvario del Espíritu está recluido en la biografía de unos personajes: ¿no habrá que limitar su al­cance, entonces, a dicha biografía -a las peculiari­dades psicológicas de los individuos Bouvard y Pécuchet- renunciando a entender la obra como símbolo de algo más vasto; renunciando, en suma, a verla como «filosófica» en ningún sentido? Ca­ben dudas: si de símbolos se trata, ¿por qué Flau-

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bert los ha escogido de un modo tan especial? Si se trata de construir -como pretendemos- una es­pecie de «anti-fenomenología» -irrisión de cierta clase de filosofía, en el fondo- ¿por qué hacerlo a través de los balbuceos incomprensivos de dos estúpidos? ¿Cómo pretender generalizar las priva­das inepcias de dos seres risibles?

Pero nos parece que en Bouvard et Pécuchet no se da (o no se da sólo) el ordinario menosprecio flaubertiano hacia la betise burguesa media: Bou­vard y Pécuchet no son meras prolongaciones de aquel eficaz paradigma de «tontería ilustrada» que es M. Homais, el boticario de Madame Bovary. Ya vio sutilmente Borges que Bouvard y Pécuchet son más patéticos que tontos, e incluso son tontos sólo a ratos: llegan a adquirir, en el transcurso de la novela (un poco como ocurre con la progresiva complejidad e incremento de espesor que adquie­ren Don Quijote y Sancho en aquel otro libro), una especie de autonciencia de la tontería, lle­gando a sentirla como un mal, y superando así su apariencia ridícula primera (autoconciencia por lo demás inútil, pero ahora no nos importa esto): «Entonces, una facultad incómoda se desarrolló en sus espíritus: la de percibir la necedad y no poder ya tolerarla. Cosas insignificantes los entris­tecían: los anuncios de los periódicos, la silueta de un burgués ... ». Volviendo a Borges: los copistas parisinos no son tanto estúpidos como inocentes; pero los inocentes, en virtud de una vieja tradi­ción, tienen el privilegio de decir las verdades. El fracaso permanente de Bouvard y Pécuchet no es el de la estupidez a secas (en cuyo caso, mal podrían representar otra cosa que ellos mismos); son la caricatura -hiperbólica, pero no desajus­tada- del fracaso de cualquier conciencia indivi­dual que recorra el camino de la sabiduría. Podrá decirse que Bouvard et Pécuchet es la Fenomeno­logía del Espíritu «contada por un idiota» (o por dos: pero eso precisamente es más dia-lógico, más filosófico), pero esos idiotas son los niños, o los bufones, que proclaman, a tontas y a locas, la verdad. Por este lado, la pretensión de que sean símbolos puede mantenerse.

Por lo demás, la Fenomenología de Hegel y la novela de Flaubert serían comparables -y ésta nos parece una notable semejanza- en cuanto que am­bas, cada una con sus peculiares deformaciones, pertenecerían a la clase (precisamente literario­filosófica) del Bildungsroman. Que Bouvard et Pécuchet sea un Bildungsroman parece claro, aunque lo sea por modo irónico, de antífrasis, porque precisamente el camino «formativo» de la novela acaba por no concluir en formación alguna.

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Pero la Fenomenología de Hegel es un libro de filosofía, no una novela, se dirá. Sin embargo, creemos que eso no puede decirse de un modo tan tajante. Alguien ha podido afirmar que esa obra hegeliana es como un vasto poema (o incluso «una historia novelada del Espíritu», diagnóstico cuya malignidad no importa aquí). Hegel elevaría a términos más abstractos la tradición bien alemana de la novela «de formación», que podría remon­tarse hasta el mismo Simplicissimus de Grimmels­hausen y que llega, en los años de Hegel, hasta el Wilhelm Meister de Goethe. Claro está que el designio de Hegel es explícitamente lógico (filosó­fico): él mismo critica el «método intuitivo» en la Fenomenología. Ello no quita que en ésta exista lo que llamaríamos un «momento literario». Esa formación de la conciencia, ese camino hacia la autoconciencia y su arribada a la Razón se pre­tende lógicamente trabado; pero también es cierto que cada una de las figuras de que consta debe ser previamente descifrada como noción que resulta, a la vez, generada e ilustrada por un evento parti­cular. Para saber por qué se aplican allí las catego­rías de la negación, o la negación de la negación, hay que comprender la situación aludida, desvelar el símbolo ( con penetración similar a la de quien descifra, no ya un lagos, sino un mythos, un re­lato). Walter Kaufmann hablaba, a propósito de la Fenomenología, del orgullo del lector que «solu­ciona el criptograma»: hay un instante en que el lector advierte que Hegel está hablando de la An­tígona de Sófocles -está contando implícitamente su historia- cuando habla de tal momento de la eticidad, y tan efectivamente habla de aquella anécdota como de esta abstracción. Quien no des­cifre allí la historia de Antígona, su conflicto y, por tanto, su posible valor simbólico, mal podrá entender el fragmento filosófico que la tiene por trasfondo ( «coquetamente» oculto, habría dicho Kaufmann, pues en cosas como ésa consistiría el esprit hegeliano: su manera, diríamos, de hacer literatura al hacer la Fenomenología).

En conclusión: creemos que la Fenomenología no

,vela el espíritu a la vez que lo filosofa; puede

as1 compararse a una obra que -como pretende­mos que sucede en Bouvard- filosofa el espíritu a la vez que lo novela. Esa comparación permitida no impedirá, desde luego, que Bouvard et Pécu­chet sea, como dijimos, una contrafigura del pro­pósito y los resultados hegelianos: una literatura que, al ser en cierto modo filosofía, es antifilosofía (al menos, cuando por «filosofía» se entienda algo similar a los designios de Hegel).

Tenemos que dar aquí por sobreentendidas mu­c_has cosas, y esperamos que el carácter ensayís­

t1co de estas líneas nos exima (por remanosear una vez más la frase orteguiana) de la «prueba explícita» de mucho de lo que decimos. Aludire­mos tan sólo a lo que consideramos ser el núcleo de la oposición entre ambas obras: algo así como la clave significativa de la noción de «contrafi­gura» que empleamos, e intentaremos ilustrar un

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poco nuestra interpretación. Dicho núcleo radica­ría en lo que llamaremos la valoración de la con­tradicción. Si la novela de Flaubert se opone a la obra de Hegel, ello se debe, en nuestra opinión, a la distinta valoración que en ambas existe del pa­pel de la contradicción en el proceso a través de la

Bouvard y Pécuchet vistos por Charles Huart.

realidad y su conocimiento, proceso que ambas, cada cual a su modo, recorren como «viaje espiri­tual». Aquí no vamos a contar la Fenomenología (no tenemos espacio, y además nuestro propósito principal, a fin de cuentas, es hablar de Flaubert), pero sí recordaremos algo quizá ocioso: que la contradicción posee un papel positivo en Hegel: genera el desarrollo y, viéndola more dialectico, podrá ser aparentemente un mal, pero, en todo caso, será un mal necesario y, por tanto, un bien a la postre. La conciencia se desgarra al progresar, pero progresa porque se desgarra. Observemos, en cambio, lo que les pasa a los dos inocentes copistas de París.

No podemos pasar revista a la novela entera: contentémonos con la mención de algunas de sus «figuras». Las primeras son ya muy significativas, a efectos de ilustración de lo que hemos llamado nuestra «clave». Lo que saca a Bouvard y Pécu­chet de sus casillas ( o de su casilla inic;ial, su

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puesto de copista, que es lo que son en-sí, y lo que volverán a ser al final, en un irónico «en-sí y para-sí») es el Campo, la Naturaleza. Esta los arrastra fuera de su urbana condición; en contacto con ella -contacto que será lucha, en buena me­dida- Bouvard y Pécuchet desarrollarán técnicas, y los saberes teóricos que las «fundamentan», en continua «superación». Pero ya desde el primer momento, esta adquisición del Espíritu a través de la Naturaleza incurre en fracaso tras fracaso, pre­cisamente -nos parece- en virtud de la manera de abordar el tema de la contradicción.

Como ejemplo, las primeras figuras de la con­ciencia bouvard-pecuchetiana: agronomía, arbori-

cultura, jardinería. Pasan a la siguiente por ver de «superar» la anterior, pero todo les sale mal: nunca concluyen nada, en ningún sentido. La Na­turaleza se les resiste porque su funcionamiento espontáneo se burla de los esfuerzos artificiosos dirigidos a dominarla; y ello, a su vez, porque se da contradicción, ya de los esfuerzos entre sí, ya de la Naturaleza con ellos y consigo misma. «El abono: Puvis lo recomienda, el manual de Roset lo desaconseja». «El yeso: pese al ejemplo de Fran­klin, Riéffel y Rigaud no sienten entusiasmo por él». «Una sanguijuela debía subir, en el recipiente lleno de agua, en caso de lluvia; agitarse si ame­nazaba tormenta ... Pero la atmósfera contradecía a la sanguijuela». Peor todavía: «para que los ár­boles estuvieran bien» (según los requisitos de los manuales de arboricultura) «sería preciso que no dieran fruto» ... Advertimos pronto dónde está la antítesis con Hegel: éste ve la verdad en el resul­tado y, de tal modo, puede justificar siempre éxi-

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tos y fracasos, pero los dos inocentes y honestos copistas abordan la contradicción en el momento de la decisión, y no «a toro pasado». Esas contra­dicciones de la Naturaleza y de las técnicas para dominarla (ese ensayo, por ejemplo, de aprove­char el gusto natural de las gallinas por los gusa­nos para atarlas, dentro de una jaula, de la que tira el arado ... con lo cual las gallinas se rompen las patas), ese error que es visto tan triunfalmente como «parte de la verdad» cuando se lo contem­pla desde el final de la actividad, resulta ser, visto desde el comienzo de ésta, motivo para la indeci­sión, razón para un siempre posible fracaso ac­tual. Flaubert se complace en insistir en que todo puede fracasar ... excepto quizá el Todo, pero el Todo no es de nadie, y desde luego no de los individuos Bouvard y Pécuchet. A lo largo de to­das las «figuras» siguientes, advertimos que no hay «intérprete autorizado de la universalidad» en la novela de Flaubert; nadie dictamina sobre ella, como un jefe de negociado que está ya al tanto de los acontecimientos ocurridos: el funcionario de lo universal.

Por ello, las sucesivas experiencias de Bouvard y Pécuchet nunca les aprovechan, pero no sólo a ellos: nadie en particular puede disfrutar de la ciencia y la experiencia acumuladas: la informa­ción, por abrumadora que sea, no lleva a ninguna parte ( como tampoco lleva a ninguna parte la eru­dición abundantísima del propio Flaubert, necesa­ria para construir su novela).

Otra figura posterior, la Medicina (con su otra tríada: anatomía, fisiología, higiene), plantea pro­blemas similares. O el conocimiento consiste en faits décousus (la crítica al positivismo: «hay en el sarro tres clases de animálculos», como «curiosi­dad»), o, si busca explicación global, incurre en contradicciones, sentidas como inconvenientes: «¿cómo la misma sustancia puede producir a la vez huesos, sangre, linfa y excrementos?». Pero la «superación» hacia la filosofía de la medicina tampoco satisface, pues las opciones se oponen: vitalismo, organicismo ... «¿Dónde están las cau­sas y efectos?», preguntan perplejos ante el «or­ganismo». El doctor les responde -digamos- «dia­lécticamente»: «causas y efectos se confunden»; y entonces ellos, desde su inocente Entendimiento, le reprochan su «falta de lógica» ... Caballeros del Entendimiento, incapaces de ascender, desde su individualidad, a la Razón que postula la coheren­cia y claridad de lo que, a escala individual hu­mana, es disperso y oscuro: así van configurán­dose Bouvard y Pécuchet.

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Acaban por «ascender» a las ciencias de la Cul­tura. Pero -por ejemplo- la Historia antigua es oscura «por falta de documentos», y la moderna es oscura «por su abundancia»: nuevas contradic­ciones. Nada digamos de la filosofía de la historia, donde las contradicciones se multiplican esplen­dorosamente: «todos los historiadores trabajan a favor de una causa ... », «pero los que sólo preten­den narrar no valen más, ya que al menos eligen documentos, y, como el criterio de selección va­ría, la historia nunca queda establecida». El En­tendimiento, desalentado por la contradicción, de­riva hacia los tropos escépticos clásicos. El viaje del Espíritu por el Arte tampoco termina bien: quizá la novela acabe por ser la «representación correcta de la realidad», pero una nueva contra­dicción acecha (Balzac mediante): ¿cómo un bur­gués, o un conjunto de burgueses, individualmente repulsivos -«granujas»- se convierten en protago­nistas, en «colosos»? Eso será muy bien un do­cumento histórico, será realidad, pero, ¿por qué ( como en el caso de la espléndidamente irónica biografía del duque de Angulema que los amigos proyectan) de la acumulación de irrelevancias sur­giría lo relevante? Y la tragedia, arte supremo, acaba por hacer reír con sus efectos patéticos, produciendo el resultado opuesto al inicialmente pretendido.

La política tampoco redime: de sus fracasos prácticos -fundados, por cierto, en que la provin­cia donde ellos viven no es perspectiva adecuada para juzgar el escenario político universal- inten­tan redimirse con una «buena teoría». Pero Rous­seau, en nombre del contrato social, aconseja la esclavitud para que se mantengan los oficios mien­tras los ciudadanos discuten libremente de polí­tica. ¿El socialismo, quizá? El pase de revista a Saint-Simon, Fourier, Blanc, Proudhon, concluye con la melancólica reflexión de Bouvard: «tus so­cialistas siempre piden la tiranía». Las decepcio­nes políticas, culminadas con el advenimiento de Luis Bonaparte, les llevan a la práctica del amor, olvidando de momento la ciencia. Pero una de sus amantes procura el dinero y la otra propaga males venéreos: contradicciones del amor. «¡Vivamos sin mujeres!», entonces.

Puede decirse que las figuras de Flaubert no están muy «ordenadas» que digamos, al menos desde el punto de vista lógico-hegeliano, aunque no carezcan, en ningún caso, de justificación psi­cológica. Pero que pasen de la decepción del amor a la afición por la gimnasia podría no ser más ilógico que el hecho de que Hegel incluya la freno­logía como momento de la conciencia que busca la autoconciencia; en ambos casos, buscando el cuerpo, la conciencia se busca a sí misma. Pero, por desgracia, la gimnasia destruye el cuerpo a la vez que lo conserva. El acceso directo al espíritu tampoco es satisfactorio: para sacar rendimiento del espiritismo hay que tener fe antes: Bouvard y Pécuchet son poco dialécticos, y siguen sin com­prender el credo ut intelligam ...

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Una figura, que parece va a ser la terminal, nos importa aquí ver con algún mayor detalle: la filo­sofía. Empiezan, desde luego, al abordarla, las contradicciones: «El alma es inmaterial. Nada de eso: la locura, el cloroformo, una sangría, la trans­forman». Y de ahí a Dios: a la más alta metafísica.

Flaubert a los quince años y la casa de Déville-les. Rouen.

Llegan a Spinoza, ese prototipo de filosofía. «Quien pudiera abarcar a la vez toda la Extensión y todo el Pensamiento», infieren de su lectura, «no percibiría en ellos ninguna contingencia, nada accidental, sino una serie de términos ligados en­tre sí por leyes necesarias. ¡Ah! ¡ Sería muy her­moso!, dijo Pécuchet». Y tanto: como que todos sus esfuerzos concluirían, al reconocer filosófica­mente la verdad de su individualidad en la ley universal que la desborda: en ese sentido, empe­zarían a ser hegelianos al ser espinosistas. Pero si hay necesidad no hay libertad, y la experiencia espinosista es descrita -nada trivialmente: Bou­vard y Pécuchet no parecen, realmente, tan imbé-

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ciles- del siguiente modo: «a veces les parecía que iban en globo, de noche, con un frío glacial, lleva­dos por una interminable carrera hacia un abismo sin fondo». Y ese abismo -piensan- «es dema­siado». Ese saber está por encima del hombre; es, acaso, la más vasta contradicción: Una Substancia de infinitos atributos ... Se dedican a filosofías más aparentemente consoladoras, más «a escala hu­mana», pero llegan a la insalvable antítesis espiritualismo-materialismo, y se desesperan. «Repetían los mismos argumentos, cada uno des­preciando la opinión de otro, sin convencerle de la propia»: no es mala descripción de una disputa filosófica. «De todas maneras, la filosofía aumentó su autoestima»: tampoco es mala observación psi-

cológica. En su periplo filosófico, hasta se hacen filósofos analíticos avant la lettre: «nuestros erro­res», se dicen, «provienen del mal uso de las palabras». Pero, a la larga, esa «solución» no lo es, porque la discusión sobre el lenguaje conduce a otras maneras de hablar, no al vencimiento de los problemas ... A veces la filosoffa, sin embargo, actúa en ellos como medicina del alma, como cuando, agobiados de deudas y ante una bazofia incomible preparada por un criado torpe, exclama filosóficamente Pécuchet, con Berkeley: «¡niego la extensión, el tiempo, el espacio y hasta la subs­tancia!». Pero es un consuelo también contradic­torio, porque «suprimido el mundo, faltarán prue-

Page 7: Los Cuadernos de Literatura AFIAUBEI{f...Los Cuadernos de Literatura Cl FIAUBEl{f IHH0·;!.980 por qué ser desdeñados, aunque aquí no vayamos a adoptarlos en concreto. Ciertamente,

Los Cuadernos de Literatura

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bas para probar a Dios», observa Bouvard (ahora no ya en el espíritu berkeleyano).

Lo bueno es que, en el momento más exaspe­rante de la duda, aparece Hegel: quiero decir que lo leen. «Todo lo racional es real. Lo único real es la Idea. Las leyes del Espíritu son las del U ni­verso; la razón del hombre es idéntica a la de Dios». ¡ Supremo consuelo! Quizá el definitivo, porque, según reflexionan: «por lo tanto, lo Abso­luto es a la vez sujeto y objeto, la unidad donde se reúnen todas las diferencias; así se resuelven las contradicciones. La sombra hace posible la luz ... el organismo sólo se mantiene por la destrucción del organismo». Hegel les seduce, pero ... ¿y la moral?, pregunta Bouvard. Y Pécuchet responde: «efectivamente, carece de base». Efectivamente: reconciliarse con la realidad (acabando así con las contradicciones) es reconciliarse con el crimen, la mentira, la idiotez, condenándose a afirmar que no hay bien ni mal, en el fondo. Hegel tampoco salva de las contradicciones, precisamente porque las «supera»... y eso es otra contradicción. De todas formas, Bouvard y Pécuchet, imbuidos de ese espíritu filosófico totalizador, se deciden a aplicar su doctrina. Resultado: que defienden a los delincuentes, justificados por la necesidad como cualquier otro producto natural o histórico. El no­tario -la vida práctica ordinaria- les interrumpe: «su teoría permite todos los excesos». Pero Bou­vard y Pécuchet, que han tocado fondo filosófico, que han «escrutado los arcanos de la metafísica» -según dicen- siguen defendiendo sus tesis para­dójicas. Son sabios; pero no pueden ser felices,porque esa sabiduría les aleja de la sociedad y suindispensable «necedad»: reciben una invitación auna boda, «y recordaron el tiempo en que eranfelices». La sabiduría, en último término, es con­tradictoria con la felicidad: acaso los inocentesBouvard y Pécuchet no podrían entender que labúsqueda de la felicidad sea plebeya (Hegel habríarepetido el dicho goethiano). Incapaces de suici­darse, buscan el amparo de la Religión, «supera­dora» de la filosofía... Pero ya no hallarán paz:también la Religión es contradictoria (Bouvard yPécuchet han mordido la manzana del conoci­miento y resultan incapaces de ser creyentes sen­cillos). La última ironía es que estos desencanta­dos de la sabiduría, estos literales ignorantes, sededican a enseñar. Lo que tampoco, natural­mente, produce fruto: enseñar la Moral es lo deci­sivo, pero sólo puede definirse el Bien si se sienteel Bien, «las lecciones de moral sólo son útiles alas personas morales». Y así va insinuándose enellos la última idea que cancelará su viaje espiri-

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tual, volviéndoles al principio: ponerse, otra vez, a copiar en París. Viaje redondo.

La filosofía de la novela queda así concluida, sin haber concluido nada. Este vano periplo de la sabiduría es tan filosófico como antifilosófico. In­vierte a Hegel en cuanto que considera, como hemos visto reiteradamente, que la contradicción no es acicate, sino razón para el desaliento, al contemplarla desde una perspectiva invididual ( del «espíritu subjetivo», habría dicho su contrafigura filosófica). Inevitablemente es filosofía escéptica: el ser «en-sí y para sí» al que llegan los protago­nistas es un sarcasmo: vuelven a su esencia de copistas sin que el paso por la Naturaleza y el Espíritu les haya enriquecido en nada: no saben nada, no han hecho nada. Pero seguramente es antifilosofía, y filosofía escéptica, porque también es literatura, aspecto que hasta ahora no habíamos subrayado. Las páginas de la novela pueden re­sumirse de manera que revelen un «fondo concep­tual» abstracto, pero serían ineficaces -incluso como transmisoras de una determinada posición filosófica: la del escepticismo y la passion inutile­si no se movieran en esa inmediatez del compor­tamiento subjetivo a que ninguna forma literaria (por «objetivadora» que se pretenda) puede re­nunciar. La filosofía (y, muy especialmente, filo­sofías como la hegeliana) busca trascender la indi­vidualidad, en el viaje de la conciencia desgarrada hacia la autoconciencia y la Razón. Bouvard y Pécuchet muestran, en cuanto personajes de no­vela, que una biografía personal nunca trasciende, de hecho, la individualidad, y que su desgarra­miento es inútil ( que Sartre escribiera tantísimas páginas sobre Flaubert no es, desde luego, acci­dental). La novela recogerá ese dato real (aunque, filosóficamente, pueda ser juzgado miserable), porque sin espíritu subjetivo no hay novela, ni siquiera «de costumbres», o «social»: incluso cuando se busca la destrucción del relato a través de la disolución del lenguaje «décimonónico narra­tivo» -por ejemplo- esa destrucción lo es por refe­rencia a una escala humana en la que aquella disolución se recompone, precisamente para ser entendida como disolución. Pero si bien la novela necesita, como novela, del espíritu subjetivo (y, por eso, las andanzas de Bouvard y Pécuchet pueden ser pensadas como puro relato sin rele­vancia filosófica), el espíritu subjetivo, como rea­lidad que se resiste a morir, necesita también ser recogido en su inmediatez no «superada», y la forma del relato es la adecuada para el caso, por­que la novela es la filosofía de esa posición indivi­dual tanto como la posición individual es condi­ción literaria de la novela. Que el resultado, cuando la cosa se agudiza, sea una parodia de la majestad del Espíritu, «de la realidad, la verdad y la certeza de su Trono», es quizá inevitable: per­tenece a una opción sobre valores decidir si esas miserias escépticas deben, senci­llamente, ser .suprimidas. Aunque, a lo mejor, la realidad decidirá por nosotros.