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Los Cuadernos Inéditos MALEDICTI Maano Aas H ace días tuve ocasión de conocer a un anciano escritor al que me unía una es- trecha relación, no estrictamente perso- nal, sino a través de su obra, de sus no- velas y cuentos. Deseaba, desde hace años, sen- tir su mirada sobre mi rostro, estrechar su ma- no, encontrar ese momento en que los cuerpos se conocen parcialmente y esperan sentir, más allá del horizonte literario, otra dimensión. Re- conozco que ese interés depende de cada indivi- duo; se ha dicho que el autor vive a través de su obra, que era de ella, de su estricta aportación literaria, no deja de ser una persona como las otras (más o menos agradable o interesante, más o menos agraciada con los dones que el arbitrio de la naturaleza concede...), pero en cualquier caso, y aun teniendo presentes esas considera- ciones, deseaba ver a quien me había obsequia- do con los momentos quizá más agradables de mis lecturas de los últimos años. Y ese encuentro llegó en circunstancias cuyos detalles, por ahora, no viene al caso pormenori- zar. Unicamente indicaré que tan esperado mo- mento debo agradecérselo a mi querido amigo Markus y a una circunstancial visita que realicé a su ciudad. El e quien me cilitó la entrevis- ta y me habló del último trabo de mi admirado Leonardo Bacco, trabajo que cuando vea la luz llevará por título La Maldición, rmado por una colección de relatos cortos, algunos de ellos re- cogidos de la tradición oral. -Creo que tendrás un privilegio especial -me comentaba Markus mientras caminábamos ha- cia la residencia del anciano-, vas a asistir a la lectura del relato Maldición; yo me encargaré de que Leonardo acceda ... La historia que relató Leonardo, la de Maldi- ción, a decir verdad, me subyugó, no sé si el to- no con el que nos la presentó pudo influir en ello, lo cierto es que encerraba una oculta magia. Mientras la relataba con emoción contenida, en mi memoria se iban plasmando episodios de épocas medievales, y creía reconocer al trovador y al juglar absolutos, ideales, independientes de la individualidad con la que aparecían en el rela- to... Tal hechizo se deshizo enseguida. Pues la historia, contada como ficción e inspirada par- cialmente en hechos reales, como advirtió Leo- nardo, no dejaba de ser verosímil. Lo que llegó a hacerse insoportable e esa verosimilitud, su posibilidad real... Pero no debo perder el hilo de los acontecimientos, ni el orden. Las palabras de Leonardo llenaron con lenti- tud controlada el espacio habitado por nuestras mentes. 82 -Corría el año 1226. Peire Vidal, el que era moso trovador, tenía sesenta y seis años y ha- cía poco más de dos que había llegado de Tierra Santa para regiarse en el Monasterio de Santo Toribio de Liébana. Al igual que tantos otros trovadores deseaba terminar su vida rodeado del silencio de los muros, los libros y las montañas. Eligió, pues, la mudez de las piedras, la sabidu- ría de la palabra y la tranquilidad del espíritu. lEs un retiro o una rma de vida nueva? El trabaja, considera que es un estado nuevo, con- clusión lógica de una trayectoria que le llevó desde Tolosa a la Provenza, desde el Ródano a la Corte castellana, desde Toledo a Oriente, a Chipre, a Tierra Santa. Es un destino escrito, re- producido a golpe de miradas y de pluma de tro- vador. Viajero, considera desde su monacal ven- tana el mundo inscrito en una esra de múlti- ples radios cuyo único centro lo compone la hu- manidad. En ese retiro sigue escribiendo, no sólo can- ciones y serventeses sino algún que otro retazo de su vida que le sirve no para que la posteridad le juzgue con nás o menos indulgencia, o sim- plemente le conozca, sino para su particular ren- dición de cuentas ante Dios. Pero no habla, cier- tamente, aunque no porque le lte la palabra; él, como trovador enamorado de su juventud, encontró en ella y en la música el medio para transmitir su amor a la dama soñada, a Griselda, a Elena, a Ana, y a tantas cortesanas que encon- traron en sus versos el amor perdido o anhelado alguna vez. Tiene la palabra, pero no puede transmitirla. Exiliado de los hombres escribe ayudándose con los instrumentos prestados por los clérigos: pu- pitre, lámpara de sebo, pluma de ganso y regla, sin olvidar el raspador, necesario para preparar el pergamino y poder escribir en su satinada piel. Animado por su voluntad, ena la incipiente ceguera, combate la enrmedad y el cansano de los años con el recuerdo del tiempo lejano, la ntasía y la imaginación del presente. Escribe, siempre escribió, y sin saberlo él, sus contemporáneos trovadores son los primeros es- critores de la Europa moderna. Pero también vió; bien es cierto que inició su vida andariega de un modo harto incómodo, la persecución contra los judíos le llevó a Italia cuando contaba treinta años. Pero la contrapartida e beneficio- sa, con los años quien encuentra el reposo halla a su vez el camino trazado por sus propias ma- nos, y en el cruce de las sendas entre Europa y Oriente el trovador encontró las raíces de su ori- gen. Quería pensar en voz alta, no necesitaba las palabras de los otros, al menos en esa etapa de su vida; sólo precisaba un cuerpo presente, al- guien que escuchase las palabras que él entrete- jía. Deseaba un interlocutor. Por eso cuando cierto día un silencioso monje se acercó a su pupitre con el recado de una visita

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Los Cuadernos Inéditos

MALEDICTI

Mariano Arias

Hace días tuve ocasión de conocer a un anciano escritor al que me unía una es­trecha relación, no estrictamente perso­nal, sino a través de su obra, de sus no­

velas y cuentos. Deseaba, desde hace años, sen­tir su mirada sobre mi rostro, estrechar su ma­no, encontrar ese momento en que los cuerpos se conocen parcialmente y esperan sentir, más allá del horizonte literario, otra dimensión. Re­conozco que ese interés depende de cada indivi­duo; se ha dicho que el autor vive a través de su obra, que fuera de ella, de su estricta aportación literaria, no deja de ser una persona como las otras (más o menos agradable o interesante, más o menos agraciada con los dones que el arbitriode la naturaleza concede ... ), pero en cualquiercaso, y aun teniendo presentes esas considera­ciones, deseaba ver a quien me había obsequia­do con los momentos quizá más agradables demis lecturas de los últimos años.

Y ese encuentro llegó en circunstancias cuyos detalles, por ahora, no viene al caso pormenori­zar. Unicamente indicaré que tan esperado mo­mento debo agradecérselo a mi querido amigo Markus y a una circunstancial visita que realicé a su ciudad. El fue quien me facilitó la entrevis­ta y me habló del último trabajo de mi admirado Leonardo Bacco, trabajo que cuando vea la luz llevará por título La Maldición, formado por una colección de relatos cortos, algunos de ellos re­cogidos de la tradición oral.

-Creo que tendrás un privilegio especial -mecomentaba Markus mientras caminábamos ha­cia la residencia del anciano-, vas a asistir a la lectura del relato Maldición; yo me encargaré de que Leonardo acceda ...

La historia que relató Leonardo, la de Maldi­ción, a decir verdad, me subyugó, no sé si el to­no con el que nos la presentó pudo influir en ello, lo cierto es que encerraba una oculta magia.

Mientras la relataba con emoción contenida, en mi memoria se iban plasmando episodios de épocas medievales, y creía reconocer al trovador y al juglar absolutos, ideales, independientes de la individualidad con la que aparecían en el rela­to ... Tal hechizo se deshizo enseguida. Pues la historia, contada como ficción e inspirada par­cialmente en hechos reales, como advirtió Leo­nardo, no dejaba de ser verosímil. Lo que llegó a hacerse insoportable fue esa verosimilitud, su posibilidad real... Pero no debo perder el hilo de los acontecimientos, ni el orden.

Las palabras de Leonardo llenaron con lenti­tud controlada el espacio habitado por nuestras mentes.

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-Corría el año 1226. Peire Vidal, el que fuerafamoso trovador, tenía sesenta y seis años y ha­cía poco más de dos que había llegado de Tierra Santa para refugiarse en el Monasterio de Santo Toribio de Liébana. Al igual que tantos otros trovadores deseaba terminar su vida rodeado del silencio de los muros, los libros y las montañas. Eligió, pues, la mudez de las piedras, la sabidu­ría de la palabra y la tranquilidad del espíritu.

lEs un retiro o una forma de vida nueva? El trabaja, considera que es un estado nuevo, con­clusión lógica de una trayectoria que le llevó desde Tolosa a la Provenza, desde el Ródano a la Corte castellana, desde Toledo a Oriente, a Chipre, a Tierra Santa. Es un destino escrito, re­producido a golpe de miradas y de pluma de tro­vador. Viajero, considera desde su monacal ven­tana el mundo inscrito en una esfera de múlti­ples radios cuyo único centro lo compone la hu­manidad.

En ese retiro sigue escribiendo, no sólo can­ciones y serventeses sino algún que otro retazo de su vida que le sirve no para que la posteridad le juzgue con nás o menos indulgencia, o sim­plemente le conozca, sino para su particular ren­dición de cuentas ante Dios. Pero no habla, cier­tamente, aunque no porque le falte la palabra; él, como trovador enamorado de su juventud, encontró en ella y en la música el medio para transmitir su amor a la dama soñada, a Griselda, a Elena, a Ana, y a tantas cortesanas que encon­traron en sus versos el amor perdido o anhelado alguna vez.

Tiene la palabra, pero no puede transmitirla. Exiliado de los hombres escribe ayudándose con los instrumentos prestados por los clérigos: pu­pitre, lámpara de sebo, pluma de ganso y regla, sin olvidar el raspador, necesario para preparar el pergamino y poder escribir en su satinada piel.

Animado por su voluntad, frena la incipiente ceguera, combate la enfermedad y el cansancio de los años con el recuerdo del tiempo lejano, la fantasía y la imaginación del presente.

Escribe, siempre escribió, y sin saberlo él, sus contemporáneos trovadores son los primeros es­critores de la Europa moderna. Pero también viajó; bien es cierto que inició su vida andariega de un modo harto incómodo, la persecución contra los judíos le llevó a Italia cuando contaba treinta años. Pero la contrapartida fue beneficio­sa, con los años quien encuentra el reposo halla a su vez el camino trazado por sus propias ma­nos, y en el cruce de las sendas entre Europa y Oriente el trovador encontró las raíces de su ori­gen.

Quería pensar en voz alta, no necesitaba las palabras de los otros, al menos en esa etapa de su vida; sólo precisaba un cuerpo presente, al­guien que escuchase las palabras que él entrete­jía. Deseaba un interlocutor.

Por eso cuando cierto día un silencioso monje se acercó a su pupitre con el recado de una visita

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sus ojos se iluminaron, la lámpara de sebo tem­bló en la biblioteca, la mano hizo vacilar la plu­ma y el pergamino registró un borrón lquién le solicita, quién viene a despertarlo desde más allá de las cañadas y las praderas? Su impaciencia crecía con los húmedos escalones que llevaban al claustro, en los pasillos se le anunciaban ines­peradas imágenes de nobles, juglares, campesi­nos, cruzados, amantes y judíos. Pero no había una figura concreta, ningún rostro, porque nadie ha estado nunca tan cerca de él como sus pro­pias creencias. Sin embargo los encuentros no previstos atraen misteriosamente.

Cuando llegó al claustro un hombre encapu­chado e inmóvil aguardaba en silencio. Hay un saludo, un movimiento de las cabezas, unas ma­nos se detienen sobre las otras. Pocas palabras, un único sobre sellado con lacre le es entregado como sustituto del ansiado lenguaje. Intentó acercar el candelabro al rostro encapuchado, pe­ro las sombras son profundas y los rasgos no lle­gan a vislumbrarse, sus lacónicas palabras tam­poco le ayudan.

-Nosotros le saludamos, Peire Vidal, le entre­gamos este sobre y esperamos que cumpla lo pactado en él.

En esos momentos el deseo de describir la fi­gura oculta por las sombras escondía un vivo in­terés por reconocer al ser ajeno al monasterio, fuera de los conocidos y repetidos monjes cis­tercienses.

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El encapuchado emisario no habló más. Su saludo de despedida no fue expresado por pala­bra alguna, eligió una ceremoniosa inclinación del cuerpo, que el trovador imitó sin mucha convicción, y con paso rápido le dio la espalda y se dirigió hacia el portón de salida.

Quedó Peire Vidal con el semblante demuda­do por la rapidez del diálogo y el deseo de reco­nocer algún rasgo de sus facciones. Y aún tardó en percatarse de que el encuentro había sido tan breve que las palabras pesadas, presumiblemen­te dirigidas al encapuchado, no habían salido de su boca cuando el hombre ya caminaba por la senda alejándose del recinto monacal.

Quedóse pues el trovador, después de ésta lla­mémosla conversación, hundido en profundas lucubraciones, algunas de las cuales derivaron, a las pocas horas, en inevitables dudas. El destino se había pegado a su piel, no había sido benévo­lo con la edad y todo indicaba que el pasado le reclamaba una cuenta que él creía ya saldada y con creces.

Habíase creído a salvo por encontrarse cerca­do de gruesos muros y éstos le parecían ahora fácilmente vulnerables. La duda incluso minaba sus propias creencias. lEran ciertas las palabras de su querido maestro Honorio de Autun «El destierro del hombre es la ignorancia y su patria la ciencia»? Al menos sí lo eran en la Escuela de Chartres. Acostumbrado a vivir sin la necesidad de expiar culpas, oculto y alejado de los razona­mientos de los paganos y las disputas sobre el pensamiento de Maimónides, guardando su opi­nión sobre las guerras religiosas contra los racio­nalistas, la misiva recibida le emplazaba en el centro del torbellino y le obligaba a tomar una decisión crítica, que además de inesperada, le sumía en una abrumadora responsabilidad.

Aun presente la imagen del desconocido en­capuchado saludando desde el carromato y ale­jándose por la vereda para perderse en el mundo exterior, el trovador se dispuso a abrir el mensa­je, pero se lo guardó entre los pliegues a la vista de una pareja de monjes que rondaban el círculo de sus movimientos... Atravesó el claustro, se detuvo junto al pozo de agua, las columnas de la arquería lanzaban sobre él un enrejado de som­bras, miró al refectorio y al Sol, contó mental­mente las horas y detuvo el tiempo para abrir el sobre: esperaría al final del almuerzo. Pensó que el silencio de la tarde le permitiría una lectura más tranquila y de este modo la calma o la tur­bación ocasionada pasarían desapercibidas a los ojos de los cistercienses.

Mientras la espera alarga esa labor, el trovador decide pasear leyendo su Sifrei tora, el libro reli­gioso de cabecera que no ha dejado de leer un sólo día de destierro. Pero la letra se borra ante los pensamientos. Por su rostro, sólo en apa­riencia impasible, pasean dudas y sospechas, se­cretos y misterios que se hacen más nítidos cuando palpa a través de las ropas la solidez ma­terial del sobFe. Otros encargos han tenido en él

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a su principal hacedor, pero los años han logra­do borrarlos ... Además, puede ser un asunto par­ticular, de algún miembro de la congregación ...

Distraído en sus pensamientos tropieza con un monje, que después de observarle inexpresi­vamente sigue su peculiar senda de oraciones encadenadas por la vereda de columnas. Sin em­bargo, el trovador ha querido ver en su semblan­te una mirada acusadora, la censura de un acto fallido dirigido a su conciencia ... Fue entonces cuando sus ojos encontraron el paquete en el enlosado, a la vista de los monjes.

De improviso el trovador se quedó quieto, ca­si paralizado por un pensamiento que atravesaba de parte a parte su cerebro. El pudo decir luego que el Sol desencadenaba voluntariamente la lu­cidez de su conciencia, o que las nubes grises del horizonte cubrieron de angustia su futuro. Más tarde, durante el almuerzo, algún monje se­ñalaría la extraña conducta de Peire Vidal cuan­do, con paso decidido primero y apresurado des­pués, cerró la puerta de su celda.

Aquí fue cuando alcanzó la tranquilidad, al abrir el paquete y descubrir el misterio que du­rante media hora le había mantenido en ten­sión, en un frenesí falso. Ese día no asistió al al­muerzo, aunque no recuerda la disculpa que le dio al Abad, pues lo importante se escondía en la mente atravesando la ventana y dirigiéndose hacia el bosque, más allá de los muros y de los prados, recogiendo la débil lluvia que ya empe­zaba a borrar la visión del horizonte. Había acontecido lo esperado inconscientemente por él: la mirada del monje en el patio le había des­pertado del sueño de las ideas, fueron aquellos ojos atravesando los suyos los que no le recor­daron a nadie, tan sólo despertaron la memoria del pasado. Fue en ese preciso momento cuan­do se decidió abrir sin más dilación el contenido de ese peso que martirizaba su pecho. Y en él ya no la diáspora, ni siquiera nadie en particular, ni tan sólo el nombre de algún olvidado cruzado, compañero de armas en Tierra Santa le enviaba algún tipo de mensaje. Entre sus gastadas ma­nos encontró cinco pergaminos lisos y una nota breve, la tranquilidad se situó en el centro de la esperanza y el pasado rastreó la memoria perdi­da por la edad.

Abrió la ventana entonces, dejó que el perfu­me del otoño impregnara los pergaminos y que la imaginación volara hacia los castillos, hacia los cortesanos que celebraban la presencia de al­gún famoso juglar. ..

Con frecuencia su alegría se nutre de esos re­cuerdos, hechos realidad en el contenido del so­bre desplegado ante sus ojos, brillando a la débil luz de la envejecida celda: cinco pergaminos vír­genes, satinados, y una nota que leyó en voz alta:

-At de Mons confirma su paso por el Monas­terio de Liébana al comienzo del otoño.

Al fin las palabras encontrarían un espacio, saciarían en su mano la necesidad de ser escu­chadas, saldrían así de su vacío, y él encontraría

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en el juglar la voz que transmitiera sus quejas, sus penas, sus alegrías, la añoranza de los cantos de juventud. Le quedan pocos días para conjurar al tiempo, su ceguera es progresiva, siente la en­fermedad en el pecho y en el tiempo, será su úl­tima palabra, pero hace demasiadas noches que sueña el instante preciso de su despedida. Y también queda poco para que el otoño inunde con su juego de contraluces el monasterio y se presente el juglar; debe trabajar; rápido, alcanzar ese estado de gracia ideal para crear su última canción ...

Pasan los días y las semanas sobre el trovador y sobre el monasterio, los borrosos apuntes de palabras iniciaron su existencia en la satinada piel, débil e imprecisa al principio, firme y sólida al final; pasan las horas de la noche y la palabra descansa al alba, adormecida sobre el pergami­no, mientras la cabeza del trovador duerme so­bre él.

Sabe que es su recta final, su último verso, y la imaginación que esconde en su interior debe dejarle pronto. Sus manos ya no se mueven so­bre el pupitre. Es la hora, piensa, de ceder su puesto, y sabe que el juglar At de Mons con la anunciada visita recogerá su último adiós. Es la hora, pues, de entregar su misterio, el mismo que le llevó a la fama y a ser invitado de honor de Reyes y Cortes europeas, en la Provenza y en Aragón, en Castilla y León... Su secreto le había llevado a ser aplaudido, solicitado ... y también a la humillación ahora, al destierro y a la angustia.

Quien le había sumido en la angustia debía pagar por ello, y si merecía descubrir el misterio también pagaría su precio.

-Te espero At de Mons. Sólo quién ha amadohasta el fin la poesía, sólo aquél que ha encon­trado en la palabra el sueño ansiado, no concedi­do por la vida, es el elegido. Te espero, juglar. Pondré en tus manos la canción, su belleza ab­soluta, pero ten cuidado no sea que su maldición caiga sobre tu ansia-. El trovador se levantó de su silla, cerró la ventana y siguió hablándole a la no­che-. Sólo podrá leerla el que confie en sí mismo; sólo la entenderá quien se abandone a su destino.

Preso de una extraña fuerza indomable, agita­do a la luz de la lámpara, escribió: «Así como el mago se erige en mediador entre el universo y los poderes ocultos, el escritor es mediador en­tre el mundo y la fantasía».

Aferró el pequeño dodecaedro de espejos, ob­sequio de un erudito árabe afincado en Toledo y lo llevó a la altura de sus ojos; no recordaba cuánto tiempo había estado contemplando el re­flejo de su rostro en él, tal vez vio varias caras, tal vez la misma, muchas caras para una única vida, muchos tiempos en uno sólo.

Al alba de una manana otoñal, las hojas caen alfombrando la vereda de entrada al monasterio, anuncian la nueva visita del juglar. Desde una ventana el trovador observa los pasos del hom­bre por la senda. En el valle pocas horas faltan para que amanezca, las sombras son débiles, y la

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bruma resbala y envuelve las sombras, aleja y acerca al juglar. Cuando le entregue su canción escrita sobre pergaminos no le mirará a los ojos, la mirada traduce el pensamiento, señala y mar­ca a quien oculta el misterio; mirar es descubrir el deseo y la necesidad del otro. Y él tan sólo desea cumplir su destino.

Sella los pergaminos delante del juglar y los acaricia con la mano. Desea que el juglar com­prenda su deseo, pero las palabras no salen de su boca y At de Mons guarda un respetuoso si­lencio. Quisiera decirle que no es él quien ha encontrado las palabras, que son ellas quienes han ido a su encuentro, en su busca, y él las en­trega a la contemplación de quien las solicita ...

-Quiero entregarle ...Pero el rostro se mantiene a contraluz y no

distingue los rasgos, sólo un halo de niebla reco­gida del ventanal invade la figura y la mano del juglar que recoge el sobre. Entonces continúa, primero titubeando, luego firme:

-Sé que voy a morir. Me queda poco tiempo,quizá sea ésta mi última composición ... casi no te veo, no te distingo desde mi reino de som-

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bras. La marca del tiempo ha puesto por fin su sello en mi vida. Sé también ... que la palabra me ha buscado y que sólo cumplo la función de transmitirla, cuando ella me confía su preciada carga ... ten cuidado, espero que estés seguro ...

Y extiende su mano a las sombras del cuerpo. Siente que algo se aferra a ella y lo atrae hacia sí. Oye su propia voz solemne y firme:

-El manuscrito que llevas está maldito, no lorompas ni lo destruyas, cuando tu memoria sea fuerte y pueda acogerlo sin que se pierda una sola palabra confíaselo a otro juglar y adviértele su destino ... Puedes cantarlo, cuando y donde desees, en la corte y en el campo, pero nunca durante la noche, ni cuando las velas ronden su entorno, ya que entonces la maldición se cum­plirá. Te aseguro que se cumplirá, y tu destino será tan cierto como el mío.

Nunca podría describir el rostro del juglar en aquella estancia, sólo tuvo la visión última de sus espaldas avanzando por la senda, alejándose hacia el final del valle.

-At de Mons, tú conocerás mi penumbra.Ese día las horas no pasaron por su mente, y

en el valle el bosque mantuvo la neblina. El sol tampoco estuvo presente en el paseo de los monjes por el claustro, y casi al caer la tarde, desde el fondo del valle unas campanas repica­ron lentamente. Algunos monjes mientras pa­seaban acompañados de sus oraciones creyeron distinguir sus ecos en otros valles. Hubo distin­tas opiniones y nadie se puso de acuerdo en cuanto a sus mensajes, aunque sí estaban segu­ros de que en el monasterio las campanas sona­ron por Peire Vidal, que había abandonado su mundo.

At de Mons siguió su destino paso a paso, se reunió con sus compañeros, sirvió a reyes y no­bles y caminó por tierras castellanas y aragone­sas cumpliendo el mandato del trovador.

Cuentan las fieles voces de los juglares que cierto día, en un festejo toledano le solicitaron cantar las famosas estrofas del trovador Peire Vidal. Era de noche y repetidas veces se negó a ello, argumentando múltiples disculpas, pero fi­nalmente la vanidad le hizo ceder a los ruegos. Como veía que a medida que los pergaminos pa­saban entre sus manos a la luz de las velas la maldición no se cumplía, se animó y, aun recor­dándola parcialmente, siguió leyendo feliz y con júbilo, pensando para sí que no se trataba más que de una broma. Pero cuando casi daba por fi­nalizado el último de los pergaminos la letra fue borrándose y sus ojos observaron c'ómo palide­cían las estrofas y aparecían en su lugar otras pa­labras, otros versos no cantados nunca por él, pero a él dirigidos. Asombrado, siguió leyendo en alta voz:

-Has profanado el secreto de la palabrala luz de su belleza te toca.Y a no podrás ver cosa alguna ...

Preso del horror producido por aquellos mal­ditos versos se levantó con el semblante des-

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compuesto entre los atónitos ojos de los corte­sanos y salió de la sala del castillo, las manos en el rostro, el paso acelerado, alejándose sin rum­bo lejos del lugar donde había roto la promesa ... y la tierra castellana fue el único testigo de su última ronda.

Dicen que fue encontrado días más tarde muerto y a pocas horas del castillo. Algún sal­teador, algún mendigo le había despojado de to­do cuanto podía tener algún valor.

Leonardo Bacco suspiró, cerró la carpeta y se quitó las lentes. El fuego de la chimenea fue apagándose, las velas del candelabro también, la penumbra de la noche ocupaba la sala. No nos miró, aunque nosotros hicimos signos evidentes de aprobación. El, sin embargo, guardó silencio y encedió con lentitud su pipa.

Hubo un momento, mientras Leonardo se perdía en un murmullo interior de palabras, en que sentí algo extraño, quizá ocasionado por un movimiento imperceptible de sus manos, quizás por una palabra pronunciada en forma disonan­te, en verdad no puedo precisar esa sensación; lo cierto es que los ojos del anciano se hicieron más luminosos, más verdes, refulgían a la luz de la lámpara, mientras la luz de la chimenea som­breaba débil e intermitentemente su rostro. Sus manos iniciaron entonces una gesticulación ner­viosa, aferrándose al aire, buscando sabe dios qué objeto o cuerpo abstracto. Cerraba los ojos, suspiraba ... al final sollozaba en un susurro.

Y de repente comprendí, o creí comprender, primero de forma intuitiva, más tarde con segu­ridad ... Pero, lcuánto tiempo se mantuvo esta si­tuación? lUna hora? lUn minuto? lUnos segun­dos? No lo sé ... en ocasiones la eternidad se es­conde en un instante preciso, y es suficiente un débil pinchazo para regresar de ese maravilloso mundo.

Mi amigo y yo nos quedamos mudos. Había­mos elegido el silencio no porque fuera la pos­tura más conveniente, sino porque la inercia de nuestra sorpresa y la ignorancia sobre los moti­vos nos llevaba a desconcertante mutismo.

En un momento indeterminado el anciano se sentó en el sillón desde el que nos había relata­do esa extraña historia del trovador y el juglar; en apariencia parecía más tranquilo, quizá no re­lajado del todo, pero sí más .dispuesto a conti­nuar hablando. Sin mirarnos, lentamente hizo un gesto de despedida con la mano. Pero el de­seo que Markus y yo teníamos de escuchar de sus labios el posible final de la historia del trova­dor hizo que nuestras miradas se encontrasen y decidieran no retirarse. LeonlJ.rdo pareció igno­rar nuestra voluntad, quizá su gesto de despedi­da no significaba tal cosa, quizá desde el fondo de su conciencia nos estaba indicando otro sen­tido ... En cualquier caso yo quería escuchar de aquella temblorosa boca palabras que aclararan las múltiples dudas que atravesaban mis pensa­mientos. lQuién era este anciano, tímido y dis­creto, cuando Markus me lo presentó, emocio-

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nado cuando hablaba y abatido ahora? lCuáles eran las causas de este abatimiento?

Mientras por mi cabeza pasaban múltiples in­terrogantes de difícil relación y aún de solución, Markus seguía en silencio. El tampoco me mira­ba y su mano se resistía a ser cogida por la otra y calmar su nervioso compás sobre la mesa.

Despúes del silencio, sólo roto por las quejas del cuerpo hundido en el sillón, el anciano judío levantó la vista, no para cerciorarse de nuestra presencia, sino para levantar el cuerpo pesada­mente, acercarse al fuego todo lo rápido que sus débiles piernas se lo permitían y sacar del bolso de su bata negra un manojo de pergaminos.

El hombre fue paseando la vista por cada uno de ellos, eran cinco, creo, amarillentos, escritos a dos columnas y en lengua provenzal, con ilus­traciones de figuras fantásticas; el primer impac­to visual lo producían las iniciales vívamente co­loreadas en amarillo, plata y oro representando dos basiliscos luchando a lo largo del pergami­no. Con sus largas colas escamadas asían a dos personajes, agonizantes, extendidos a pie de pá­gina y observados por la mortal mirada de los fa­bulosos animales.

Al instante comprendí la anterior actitud. En­tre sus manos Leonardo tenía los textos de Peire Vidal, los signos externos eran evidentes y mi intuición de historiador así lo comprendió. Pre­sa de una excitación intelectual difícil de contro­lar cogí el manuscrito y observé la escritura son­rosada del último de ellos. Cual no sería mi sor­presa al leer: «Has profanado el secreto de la pa­labra ... la luz de su belleza te ... » iEl anciano po­seía el original del siglo XII!

Antes de que mis ojos pasearan la vista por el texto, aún negro y quemado por los extremos,

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las manos del venerable anciano, deformadas por la artrosis, se posaron en el pergamino, sus ojos se de­tuvieron en los míos, dejó caer el texto en el fuego y el resplandor se avivó al instante; comprobé enton­ces que las llamas envolvían apasionadamente un secreto que estuve a punto de descifrar.

Agarré al anciano por las muñecas, y aún siendo tarde para intentar enmendar su acción, deseaba con furia destruir a aquel que había conseguido romper mi fantasía. Pero el anciano me miró fijamente a los ojos, luego tomó mi mano y la acarició con suavidad, como querien­do descubrir en ella un signo desconocido y oculto; cerró los ojos y se aisló en la respiración entrecortada de nuestros cuerpos. Más que ha­blar, sus palabras no se dirigían a mí sino que parecían mantener un monólogo con él mismo.

-Su mano es suave, joven, amiga de la pala­bra, no cegada por la edad ni por el dolor. .. es cálida, sin pasado ni conocimiento de la traición y debe respetar a quien la toma -oprimió mi ma­no y su voz fue apagándose a medida que sus de­dos iban aflojando los míos-. Cada uno debe en­contrar su verdad y no detenerse ante el destino ...

Me desprendí violentamente de su contacto y le dí la espalda. Markus apartó la vista e hizo un gesto de calma con la mano. Leonardo paseaba silencioso delante del fuego. Ahora sólo queda­ba él como testigo, pensé para mí, un testigo que con seguridad no hablaría; su relato, en apa­riencia ficticia, así lo confirmaba. Quien cree en un destino implacable que baliza las sendas y los actos humanos jamás se atreverá a hacerle fren­te, y el anciano judío había incumplido uno de sus principios, haber leído después de ocho si­glos una maldición que, preciso es señalarlo, era asumida como suya, con la seguridad de haber roto un hechizo atesorado por los tiempos.

Así pues, el relato, contado como una ficción literaria, como un producto de la imaginación, era una realidad. Quemar el manuscrito ilumi­nado significaba, para él, romper el eslabón de la maldita cadena, escapar de las tenazas de la rea­lidad, o, mejor aún, hacer fantástico un posible y sólo para el conocido acontecimiento real.

Ahí estaba. Leonardo se había desplazado al extremo del sillón y su mirada se había encon­trado con la del fuego. En diálogo desigual, su voz nos llegó en un susurro.

-... ironías del destino ... elegido, aunque a ca­da uno puede llegarle su momento ... sí, merece la pena morir por unas palabras, por las más be­llas palabras ...

Ni Markus ni yo encontramos el modo de continuar un diálogo que a duras penas com­prendíamos. Me quedé contemplando el fuego durante un tiempo que me pareció una multipli­cación de tiempos distintos. Luego observé los reflejos del dodecaedro de espejos que el judío tenía sobre la mesa; resplandecía, y mi mano se encontró con él, se encajó entre mis de- �dos y se depositó en el bolso del abrigo. ·�Markus no me siguió. �

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Cuenta y Razón

Marzo 1988

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Julián Marías

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Andrés Amorós

Julián Gallego

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Luis Jiménez Martas

Javier Tusell

Jorge Berlanga

El Momento de la

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