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LOS JEFES 1 Javier se adelantó por un segundo: -¡Pito! -gritó, ya de pie. La tensión se quebró violentamente, como una explosión. Todos estábamos parados: el doctor Abásalo tenía la boca abierta. Enrojecía, apretando los puños. Cuando, recobrándose, levantaba una mano y parecía a punto de lanzar un sermón, el pito sonó de verdad. Salimos corríendo con estrépito, enloquecidos, azuzados por el graznido de cuervo de Amaya, que avanzaba volteando carpetas. El patio estaba sacudido por los gritos. Los de cuarto y tercero habían salido antes, formaban un gran círculo que se mecía bajo el polvo. Casí con nosotros, entraron los de primero y segundo; traían nuevas frases agresivas, m s odio. El círculo creció. La indignación era unánime en la Media. (La Primaria tenía un patio pequeño, de mosaicos azules, en el ala opuesta del colegio.) -Quiere fregarnos, el serrano. -Sí. Maldito sea. Nadie hablaba de los exámenes finales. El fulgor de las pupilas, las vociferaciones, el escándalo indicaban que había llegado el momento de enfrentar al director. De pronto, dejé de hacer esfuerzos por contenerme y comencé a recorrer febrilmente los grupos: "¿nos fríega y nos callamos?". "Hay que hacer algo". "Hay que hacerle algo". Una mano férrea me extrajo del centro del círculo. -Tú no -dijo Javier-. No te metas. Te expulsan. Ya lo sabes. -Ahora no me importa. Me las va a pagar todas. Es mi oportunidad, ¡ves? Hagamos que formen. En voz baja fuimos repitiendo por el patio, de oído en oído: "formen filas", "a formar, rápido". -¡Formemos las filas! -El vozarrón de Raygada vibró en el aire sofocante de la mañana. Muchos, a la vez, corearon: -¡A formar! ¡A formar! Los inspectores Gallardo y Romero vieron entonces, sorprendidos, que de pronto decaía el bullicio y se organizaban las filas antes de concluir el recreo. Estaban apoyados en la pared, junto a la sala de profesores, frente a nosotros, y nos miraban nerviosamente. Luego se miraron entre ellos. En la puerta habían aparecido algunos profesores; también estaban extrañados. El inspector Gallardo se aproximó: -¡Oigan! -gritó, desconcertado-. Todavía no... -Calla -repuso alguien, desde atrás-. ¡Calla, Gallardo, maricón! Gallardo se puso pálido. A grandes pasos, con gesto amenazador, invadió las filas. A su espalda, varios gritaban: "¡Gallardo, maricón!". -Marchemos -dije-. Demos vueltas al patio. Primero los de quinto.

LOS JEFES del limbo

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los jefes siempre mandad, asi que debes hacerles caso, nunca desebedecer, sino te golperán fuertemente,

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LOS JEFES

1

Javier se adelant por un segundo:

-Pito! -grit, ya de pie.

La tensin se quebr violentamente, como una explosin. Todos estbamos parados: el doctor Absalo tena la boca abierta. Enrojeca, apretando los puos. Cuando, recobrndose, levantaba una mano y pareca a punto de lanzar un sermn, el pito son de verdad. Salimos correndo con estrpito, enloquecidos, azuzados por el graznido de cuervo de Amaya, que avanzaba volteando carpetas.

El patio estaba sacudido por los gritos. Los de cuarto y tercero haban salido antes, formaban un gran crculo que se meca bajo el polvo. Cas con nosotros, entraron los de primero y segundo; traan nuevas frases agresivas, m s odio. El crculo creci. La indignacin era unnime en la Media.

(La Primaria tena un patio pequeo, de mosaicos azules, en el ala opuesta del colegio.)

-Quiere fregarnos, el serrano.

-S. Maldito sea.

Nadie hablaba de los exmenes finales. El fulgor de las pupilas, las vociferaciones, el escndalo indicaban que haba llegado el momento de enfrentar al director. De pronto, dej de hacer esfuerzos por contenerme y comenc a recorrer febrilmente los grupos: "nos frega y nos callamos?". "Hay que hacer algo". "Hay que hacerle algo".

Una mano frrea me extrajo del centro del crculo.

-T no -dijo Javier-. No te metas. Te expulsan. Ya lo sabes.

-Ahora no me importa. Me las va a pagar todas. Es mi oportunidad, ves? Hagamos que formen.

En voz baja fuimos repitiendo por el patio, de odo en odo: "formen filas", "a formar, rpido".

-Formemos las filas! -El vozarrn de Raygada vibr en el aire sofocante de la maana.

Muchos, a la vez, corearon:

-A formar! A formar!

Los inspectores Gallardo y Romero vieron entonces, sorprendidos, que de pronto decaa el bullicio y se organizaban las filas antes de concluir el recreo. Estaban apoyados en la pared, junto a la sala de profesores, frente a nosotros, y nos miraban nerviosamente. Luego se miraron entre ellos. En la puerta haban aparecido algunos profesores; tambin estaban extraados. El inspector Gallardo se aproxim:

-Oigan! -grit, desconcertado-. Todava no...

-Calla -repuso alguien, desde atrs-. Calla, Gallardo, maricn!

Gallardo se puso plido. A grandes pasos, con gesto amenazador, invadi las filas. A su espalda, varios gritaban: "Gallardo, maricn!".

-Marchemos -dije-. Demos vueltas al patio. Primero los de quinto.

Comenzamos a marchar. Taconebamos con fuerza, hasta dolernos los pies. A la segunda vuelta - formbamos un rectngulo perfecto, ajustado a las dimensiones del patio- Javier, Raygada, Len y yo principiamos:

-Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio...

El coro se hizo general.

-Ms fuerte! -prorrumpi la voz de alguien que yo odiaba: Lu-. Griten!

De inmediato, el vocero aument hasta ensordecer.

-Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio...

Los profesores, cautamente, haban desaparecido cerrando tras ellos la puerta de la Sala de Estudios. Al pasar los de quinto junto al rincn donde Teobaldo venda fruta sobre un madero, dijo algo que no omos. Mova las manos, como alentndonos. "Puerco", pens.

Los gritos arreciaban. Pero ni el comps de la marcha, ni el estmulo de los chillidos, bastaban para disimular que estbamos asustados. Aquella espera era angustiosa. Por qu tardaba en salir?

Aparentando valor an, repetamos la frase, mas haban comenzado a mirarse unos a otros y se escuchaban, de cuando en cuando, agudas risitas forzadas. "No debo pensar en nada, me deca.

Ahora no". Ya me costaba trabajo gritar: estaba ronco y me arda la garganta. De pronto, cas sin saberlo, miraba el cielo: persegua a un gallnazo que planeaba suavemente sobre el colegio, bajo una bveda azul, lmpida y profunda, alumbrada por un disco amarillo en un costado, como un lunar. Baj la cabeza, rpidamente.

Pequeo, amoratado, Ferrufino haba aparecido al final del pasllo que desembocaba en el patio de recreo. Los pastos breves y chuecos, como de pato, que lo acercaban interrumpan abusivamente el silencio que haba reinado de improviso, sorprendindome. (La puerta de la sala de profesores se abre; asoma un rostro diminuto, cmico. Estrada quiere espiarnos: ve al director a unos pasos; velozmente, se hunde; su mano infantil cierra la puerta.) Ferrufino estaba frente a nosotros: recorra desorbitado los grupos de estudiantes enmudecidos. Se haban deshecho las filas; algunos correron a los baos, otros rodeaban desesperadamente la cantina de Teobaldo. Javier, Raygada, Len y yo quedamos inmviles.

-No tengan miedo -dije, pero nadie me oy porque simultneamente haba dicho el director:

-Toque el pito, Gallardo.

De nuevo se organizaron las hileras, esta vez con lentitud. El calor no era todava excesivo, pero ya padecamos cierto sopor, una especie de aburrimiento. "Se cansaron -murmur Javier-. Malo." Y advirti, furioso:

-Cuidado con hablar!

Otros propagaron el aviso.

-No -dije-. Espera. Se pondrn como fieras apenas hable Ferrufino.

Pasaron algunos segundos de silencio, de sospechosa gravedad, antes de que furamos levantando la vista, uno por uno, haca aquel hombrecito vestido de gris. Estaba con las manos enlazadas sobre el vientre, los pies juntos, quieto.

-No quiero saber quin inici este tumulto -recitaba. Un actor: el tono de su voz, pausado, suave, las palabras cas cordiales, su postura de estatua, eran cuidadosamente afectadas. Habra estado ensayndose solo, en su despacho?-. Actos como ste son una vergenza para ustedes, para el colegio y para m. He tenido mucha paciencia, demasada, iganlo bien, con el promotor de estos desrdenes, pero ha llegado al lmite...

Yo o Lu? Una interminable lengua de fuego lama mi espalda, mi cuello, mis mejillas a medida que los ojos de toda la Media iban girando hasta encontrarme. Me miraba Lu? Tena envidia?

Me miraban los coyotes? Desde atrs, alguien palme mi brazo dos veces, alentndome. El director habl largamente sobre Dios, la disciplina y los valores supremos del espritu. Dijo que las puertas de la direccin estaban siempre abiertas, que los valientes de verdad deban dar la cara.

-Dar la cara -repiti; ahora era autoritario-, es decir, hablar de frente, hablarme a m.

-No seas imbcil! -dije, rpido-. No seas imbcil!

Pero Raygada ya haba levantado su mano al mismo tiempo que daba un paso a la izquierda, abandonando la formacin. Una sonrisa complaciente cruz la boca de Ferrufino y desapareci de inmediato.

-Escucho, Raygada...-dijo.

A medida que ste hablaba, sus palabras le inyectaban valor. Lleg incluso, en un momento, a agitar sus brazos dramticamente. Afirm que no ramos malos y que ambamos el colegio y a nuestros maestros, record que la juventud era impulsiva. En nombre de todos, pidi disculpas.

Luego tartamude, pero sigui adelante:

-Nosotros le pedimos, seor director, que ponga horarios de exmenes como en aos anteriores...-Se call, asustado.

-Anote, Gallardo -dijo Ferrufino-. El alumno Raygada vendr a estudiar la prxima semana todos los das, hasta las nueve de la noche. -Hizo una pausa- El motivo figurar en la libreta: por rebelarse contra una disposicin pedaggica.

-Seor director... -Raygada estaba lvido.

-Me parece justo -susurr Javier-. Por bruto.

2

Un rayo de sol atravesaba el sucio tragaluz y vena a acariciar mi frente y mis ojos, me invada de paz. Sin embargo, mi corazn estaba algo agitado y a ratos senta ahogos. Faltaba media hora para la salida; la impaciencia de los muchachos haba decado un poco. Responderan, despus de todo?

-Sintese, Montes -dijo el profesor Zambrano-. Es usted un asno.

-Nadie lo duda--afirm Javier, a mi costado--. Es un asno.

Habra llegado la consigna a todos los aos? No quera martirizar de nuevo mi cerebro con suposiciones pesimistas, pero a cada momento vea a Lu, a pocos metros de mi carpeta, y senta desasosiego y duda, porque saba que en el fondo iba a decidirse, no el horario de exmenes, ni siquiera una cuestin de honor, sino una venganza personal. Cmo descuidar esta ocasn feliz para atacar al enemigo que haba bajado la guardia?

-Toma -dijo a mi lado, alguien-. Es de Lu.

"Accpto tomar el mando, contigo y Raygada". Lu haba firmado dos veces. Entre sus nombres, como un pequeo borrn, apareca con la tinta brillante an, un signo que todos respetbamos: la letra C, en mayscula, encerrada en un crculo negro. Lo mir: su frente y su boca eran estrechas; tena los ojos rasgados, la piel hundida en las mejillas y la mandbula pronunciada y firme. Me observaba seriamente; acaso pensaba que la situacin le exiga ser cordial.

En el mismo papel respond: "Con Javier". Ley sin inmutarse y movi la cabeza afirmativamente.

-Javier -dije.

-Ya s -respondi-. Est bien. Le haremos pasar un mal rato.

Al director o a Lu? Iba a preguntrselo, pero me distrajo el silbato que anunciaba la salida.

Simultneamente se elev el gritero sobre nuestras cabezas, mezclado con el ruido de las carpetas removidas. Alguien -Crdoba, quiz?- silbaba con fuerza, como querendo destacar.

-Ya saben? -dijo Raygada, en la fila-. Al Malecn.

-Qu vivo! -exclam uno-. Est enterado hasta Ferrufino.

Salamos por la puerta de atrs, un cuarto de hora despus que la Primaria. Otros lo haban hecho ya, y la mayora de alumnos se haba detenido en la calzada, formando pequeos grupos. Discutan, bromeaban, se empujaban.

-Que nadie se quede por aqu -dije.

-Conmigo los coyotes! -grit Lu, orgulloso.

Veinte muchachos lo rodearon.

-Al Malecn -orden-, todos al Malecn.

Tomados de los brazos, en una lnea que una las dos aceras, cerramos la marcha los de quinto,

obligando a apresurarse a los menos entusiastas a codazos.

Una brisa tibia, que no lograba agitar los secos algarrobos ni nuestros cabellos, llevaba de un lado a

otro la arena que cubra a pedazos el suelo calcinado del Malecn. Haban respondido. Ante

nosotros -Lu, Javier, Raygada y yo-, que dbamos la espalda a la baranda y a los interminables

arenales que comenzaban en la orilla contraria del cauce, una muchedumbre compacta, extendida a

lo largo de toda la cuadra, se mantena serena, aunque a veces, aisladamente, se escuchaban gritos

estridentes.

-Quin habla? pregunt Javier.

-Yo -propuso Lu, listo para saltar a la baranda.

-No--dije-. Habla t, Javier.

Lu se contuvo y me mir, pero no estaba enojado.

-Bueno -dijo; y agreg, encogiendo los hombros-: Total!

Javier trep. Con una de sus manos se apoyaba en un rbol encorvado y reseco y con la otra se sostena de mi cuello. Entre sus piernas, agitadas por un leve temblor que desapareca a medida que el tono de su voz se haca convincente y enrgico, vea yo el seco y ardiente cauce del ro y pensaba en Lu y en los coyotes. Haba sido suficiente apenas un segundo para que pasara a primer lugar; ahora tena el mando y lo admiraban, a l, ratita amarillenta que no haca seis meses imploraba mi permiso para entrar en la banda. Un descuido infinitamente pequeo, y luego la sangre, corriendo en abundancia por mi rostro y mi cuello, y mis brazos y piernas inmovilizadas bajo la claridad lunar, incapaces ya de responder a sus puos.

-Te he ganado -dijo, resollando-. Ahora soy el jefe. As acordamos.

Ninguna de las sombras estiradas en crculo en la blanda arena, se haba movido. Slo los sapos y los grillos respondan a Lu, que me insultaba. Tendido todava sobre el clido suelo, atin a gritar:

-Me retiro de la banda. Formar otra, mucho mejor.

Pero yo y Lu y los coyotes que continuaban agazapados en la sombra, sabamos que no era verdad.

-Me retiro yo tambin -dijo Javier.

Me ayudaba a levantarme. Regresamos a la ciudad, y mientras caminbamos por las calles vacas, yo iba limpindome con el pauelo de Javier la sangre y las lgrimas.

-Habla t ahora -dijo Javier. Haba bajado y algunos lo aplaudan.

-Bueno -repuse y sub a la baranda.

Ni las paredes del fondo, ni los cuerpos de mis compaeros hacan sombra. Tena las manos hmedas y cre que eran los nervios, pero era el calor. El sol estaba en el centro del cielo; nos sofocaba. Los ojos de mis compaeros no llegaban a los mos: miraban el suelo y mis rodillas.

Guardaban silencio. El sol me protega.

-Pediremos al director que ponga el horario de exmenes, lo mismo que otros aos. Raygada, Javier, Lu y yo formamos la Comisin. La Media est de acuerdo, no es verdad?

La mayora asnti, moviendo la cabeza. Unos cuantos gritaron: "S", "S".

-Lo haremos ahora mismo -dije-. Ustedes nos esperarn en la Plaza Merino.

Echamos a andar. La puerta principal del colegio estaba cerrada. Tocamos con fuerza; escuchbamos a nuestra espalda un murmullo creciente. Abri el inspector Gallardo.

-Estn locos? -dijo-. No hagan eso.

-No se meta -lo interrumpi Lu-. Cree que el serrano nos da miedo?

-Pasen -dijo Gallardo-. Ya vern.

3

Sus ojillos nos observaban minuciosamente. Quera aparentar sorna y despreocupacin, pero no ignorbamos que su sonrisa era forzada y que en el fondo de ese cuerpo rechoncho haba temor y odio. Frunca y despejaba el ceo, el sudor brotaba a chorros de sus pequeas manos moradas.

Estaba trmulo:

-Saben ustedes cmo se llama esto? Se llama rebelin, insurreccin. Creen ustedes que voy a someterme a los caprichos de unos ociosos? Las insolencias las aplasto...

Bajaba y suba la voz. Lo vea esforzarse por no gritar. "Por qu no revientas de una vez?, pens.

Cobarde !".

Se haba parado. Una mancha gris flotaba en torno de sus manos, apoyadas sobre el vidrio del escritorio. De pronto su voz ascendi, se volvi spera:

-Fuera! Quien vuelva a mencionar los exmenes ser castigado.

Antes queJavier o yo pudiramos hacerle una seal, apareci entonces el verdadero Lu, el de los asaltos nocturnos a las rancheras de la Tablada, el de los combates contra los zorros en los mdanos.

-Seor director...

No me volv a mirarlo. Sus ojos oblicuos estaran despidiendo fuego y violencia, como cuando luchamos en el seco cauce del ro. Ahora tendra tambin muy abierta su boca llena de babas, mostrara sus dientes amarillos.

-Tampoco nosotros podemos aceptar que nos jalen a todos porque usted quiere que no haya horarios. Por qu quiere que todos saquemos notas bajas? Por qu...?

Ferrufino se haba acercado. Cas lo tocaba con su cuerpo. Lu, plido, aterrado, continuaba hablando:

-...estamos ya cansados...

-Cllate!

El director haba levantado los brazos y sus puos estrujaban algo.

-Cllate! -repiti con ira-. Cllate, animal! Cmo te atreves!

Lu estaba ya callado, pero miraba a Ferrufino a los ojos como si fuera a saltar sbitamente sobre su cuello: "Son iguales, pens. Dos perros".

-De modo que has aprendido de ste.

Su dedo apuntaba a mi frente. Me mord el labio: pronto sent que recorra mi lengua un hilito caliente y eso me calm.

-Fuera! -grit de nuevo-. Fuera de aqu! Les pesar.

Salimos. Hasta el borde de los escalones que vinculaban el colegio San Miguel con la Plaza Merino se extenda una multitud inmvil y anhelante. Nuestros compaeros haban invadido los pequeos jardnes y la fuente; estaban silenciosos y angustiados. Extraamente, entre la mancha clara y esttica aparecan blancos, diminutos rectngulos que nadie pisaba. Las cabezas parecan iguales, uniformes, como en la formacin para el desfile. Atravesamos la plaza. Nadie nos interrog; se hacan a un lado, dejndonos paso y apretaban los labios. Hasta que pisamos la avenida, se mantuvieron en su lugar. Luego, siguiendo una consigna que nadie haba impartido, caminaron tras de nosotros, al paso sin comps, como para ir a clases.

El pavimento herva, pareca un espejo que el sol iba disolviendo. "Ser verdad?", pens. Una noche calurosa y desierta me lo haban contado, en esta misma avenida, y no lo cre. Pero los peridicos decan que el sol, en algunos apartados lugares, volva locos a los hombres y a veces los mataba.

-Javier -pregunt-. T viste que el huevo se frea solo, en la pista?

Sorprendido, movi la cabeza.

-No. Me lo contaron.

-Ser verdad?

-Quizs. Ahora podramos hacer la prueba. El suelo arde, parece un brasero.

En la puerta de La Reina apareci Alberto. Su pelo rubio brillaba hermosamente: pareca de oro.

Agit su mano derecha, cordial. Tena muy abiertos sus enormes ojos verdes y sonrea, Tendra curiosidad por saber a dnde marchaba esa multitud uniformada y silenciosa, bajo el rudo calor.

-Vienes despus? -me grit.

-No puedo. Nos veremos a la noche.

-Es un imbcil -dijo Javier-. Es un borracho.

-No -afirm-. Es mi amigo. Es un buen muchacho.

4

-Djame hablar, Lu -le ped, procurando ser suave. Pero ya nadie poda contenerlo. Estaba parado en la baranda, bajo las ramas del seco algarrobo: mantena admirablemente el equilibrio y su piel y su rostro recordaban un lagarto.

-No! -dijo agresivamente-. Voy a hablar yo.

Hice una sea a Javier. Nos acercamos a Lu y apresamos sus piernas. Pero logr tomarse a tiempo del rbol y zafar su pierna derecha de mis brazos; rechazado por un fuerte puntapi en el hombro tres pasos atrs, vi a Javier enlazar velozmente a Lu de las rodillas, y alzar su rostro y desafiarlo con sus ojos que hera el sol salvajemente.

-No le pegues! -grit. Se contuvo, temblando, mientras Lu comenzaba a chillar:

-Saben ustedes lo que nos dijo el director? Nos insult, nos trat como a bestias. No le da su gana de poner los horarios porque quiere fregarnos. Jalar a todo el colegio y no le importa. Es un...

Ocupbamos el mismo lugar que antes y las torcidas filas de muchachos comenzaban a cimbrearse.

Cas toda la Media continuaba presente. Con el calor y cada palabra de Lu creca la indignacin de los alumnos. Se enardecan.

-Sabemos que nos odia. No nos entendemos con l. Desde que lleg, el colegio no es un colegio.

Insulta, pega. Encima quiere jalarnos en los exmenes.

Una voz aguda y annima lo interrumpi:

-A quin le ha pegado?

Lu dud un instante. Estall de nuevo:

-A quin? -desafi- Arvalo, que te vean todos la espalda!

Entre murmullos, surgi Arvalo del centro de la masa. Estaba plido. Era un coyote. Lleg hasta Lu y descubri su pecho y espalda. Sobre sus costillas, apareca una gruesa franja roja.

-Esto es Ferrufino! -La mano de Lu mostraba la marca mientras sus ojos escrutaban los rostros atnitos de los ms inmediatos. Tumultuosamente, el mar humano se estrech en torno a nosotros; todos pugnaban por acercarse a Arvalo y nadie oa a Lu, ni a Javier y Raygada que pedan calma, ni a m, que gritaba: "es mentira! -no le hagan caso- es mentira!". La marea me alejo de la baranda y de Lu. Estaba ahogado. Logr abrirme camino hasta salir del tumulto. Desanud mi corbata y tom aire con la boca abierta y los brazos en alto, lentamente, hasta sentir que mi corazn recuperaba su ritmo.

Raygada estaba junto a m. Indignado, me pregunt:

-Cundo fue lo de Arvalo?

-Nunca.

- Cmo ?

Hasta l, siempre sereno, haba sido conquistado. Las aletas de su nariz palpitaban vivamente y

tena apretados los puos.

-Nada -dije-, no s cundo fue.

Lu esper que decayera un poco la excitacin. Luego, levantando su voz sobre las protestas dispersas:

-Ferrufino nos va a ganar? -pregunt a gritos; su puo colrico amenazaba a los alumnos-. Nos va a ganar? Respndanme!

-No! -prorrumpieron quinientos o ms-. No! No!

Estremecido por el esfuerzo que le imponan sus chillidos, Lu se balanceaba victorioso sobre la baranda.

-Que nadie entre al colegio hasta que aparezcan los horarios de exmenes. Es justo. Tenemos derecho. Y tampoco dejaremos entrar a la Primaria.

Su voz agresiva se perdi entre los gritos. Frente a m, en la masa erizada de brazos que agitaban jubilosamente centenares de boinas a lo alto, no distingu uno solo que permaneciera indiferente o adverso.

-Qu hacemos?

Javier quera demostrar tranquilidad. Pero sus pupilas brillaban.

-Est bien -dije-. Lu tiene razn. Vamos a ayudarlo.

Corr haca la baranda y trep.

-Adviertan a los de Primaria que no hay clases a la tarde -dije-. Pueden irse ahora. Qudense los de quinto y los de cuarto para rodear el colegio.

-Y tambin los coyotes -concluy Lu, feliz.

5

-Tengo hambre -dijo Javier.

El calor haba atenuado. En el nico banco til de la Plaza Merino recibamos los rayos de sol, filtrados fcilmente a travs de unas cuantas gasas que haban aparecido en el cielo, pero cas ninguno transpiraba.

Len se frotaba las manos y sonrea: estaba inquieto.

-No tiembles -dijo Amaya-. Ests grandazo para tenerle miedo a Ferrufino.

-Cuidado! -La cara de mono de Len haba enrojecido y su mentn sobresala-. Cuidado, Amaya!

-Estaba de pie.

-No peleen -dijo Raygada tranquilamente-. Nadie tiene miedo. Sera un imbcil.

-Demos una vuelta por atrs -propuse a Javier.

Contorneamos el colegio, caminando por el centro de la calle. Las altas ventanas estaban entreabiertas y no se vea a nadie tras ellas, ni se escuchaba ruido alguno.

-Estn almorzando -dijo Javier.

-S. Claro.

En la vereda opuesta, se alzaba la puerta principal del Salesiano. Los medios internos estaban apostados en el techo, observndonos. Sin duda, haban sido informados.

-Qu muchachos valientes! -se burl alguien.

Javier los insult. Respondi una lluvia de amenazas. Algunos escupieron, pero sin acertar. Hubo risas. "Se mueren de envidia", murmur Javier.

En la esquina vimos a Lu. Estaba sentado en la vereda, solo, y miraba distradamente la pista. Nos vio y camin haca nosotros. Pareca contento.

-Vinieron dos churres de primero -dijo-. Los mandamos a jugar al ro.

-S? -dijo Javier-. Espera media hora y vers. Se va a armar el gran escndalo.

Lu y los coyotes custodiaban la puerta trasera del colegio. Estaban repartidos entre las esquinas de las calles Lima y Arequipa. Cuando llegamos al umbral del callejn, conversaban en grupo y rean.

Todos llevaban palos y piedras.

-As no -dije-. Si les pegan, los churres van a querer entrar de todos modos.

Lu ri.

-Ya vern. Por esta puerta no entra nadie.

Tambin l tena un garrote que ocultaba hasta entonces con su cuerpo. Nos lo ense, agitndolo.

-Y por all? -pregunt.

-Todava nada.

A nuestra espalda, alguien voceaba nuestros nombres. Era Raygada: vena correndo y nos llamaba agitando la mano frenticamente. "Ya llegan, ya llegan -dijo, con ansiedad-. Vengan". Se detuvo de golpe diez metros antes de alcanzarnos. Dio media vuelta y regres a toda carrera. Estaba excitadsimo. Javier y yo tambin corrimos. Lu nos grit algo del ro. "El ro?, pens. No existe.

Por qu todo el mundo habla del ro si slo baja el agua un mes al ao?". Javier corra a mi lado, resoplando.

-Podremos contenerlos?

-Qu? -Le costaba trabajo abrir la boca, se fatigaba ms.

-Podremos contener a la Primaria?

-Creo que s. Todo depende.

-Mira.

En el centro de la Plaza, junto a la fuente, Len, Amaya y Raygada hablaban con un grupo de pequeos, cinco o seis. La situacin pareca tranquila.

-Repito -deca Raygada, con la lengua afuera-. Vyanse al ro. No hay clases, no hay clases. Est claro? O paso una pelcula?

-Eso -dijo uno, de nariz respingada-. Que sea en colores.

-Miren -les dije-. Hoy no entra nadie al colegio. Nos vamos al ro. Jugaremos ftbol: Primaria contra Media. De acuerdo?

-Ja, ja -ri el de la nariz, con suficiencia-. Les ganamos. Somos ms.

-Ya veremos. Vayan para all.

-No quiero -replic una voz atrevida-. Yo voy al colegio.

Era un muchacho de cuarto, delgado y plido. Su largo cuello emerga como un palo de escoba de la camisa comando, demasado ancha para l. Era brigadier de ao. Inquieto por su audacia, dio unos pasos haca atrs. Len corri y lo tom de un brazo.

-No has entendido? -Haba acercado su cara a la del chiquillo y le gritaba. De qu diablos se asustaba Len?- No has entendido, churre? No entra nadie. Ya, vamos, camina.

-No lo empujes -dije-. Va a ir solo.

-No voy! -grit-. Tena el rostro levantado haca Len, lo miraba con furia-. No voy! No quiero huelga.

-Cllate, imbcil! Quin quiere huelga? -Len pareca muy nervioso. Apretaba con todas sus fuerzas el brazo del brigadier. Sus compaeros observaban la escena, divertidos.

-Nos pueden expulsar! -El brigadier se diriga a los pequeos, se lo notaba atemorizado y colrico- .

Ellos quieren huelga porque no les van a poner horario, les van a tomar los exmenes de repente, sin que sepan cundo. Creen que no s? Nos pueden expulsar! Vamos al colegio, muchachos.

Hubo un movimiento de sorpresa entre los chiquillos. Se miraban ya sin sonrer, mientras el otro segua chillando que nos iban a expulsar. Lloraba.

-No le pegues! -grit, demasado tarde. Len lo haba golpeado en la cara, no muy fuerte, pero el chico se puso a patalear y a gritar.

-Pareces un chivo -advirti alguien.

Mir a Javier. Ya haba corrido. Lo levant y se lo ech a los hombros como un fardo. Se alej con l. Lo siguieron varios, rendo a carcajadas.

-Al ro! -grit Raygada. Javier escuch porque lo vimos doblar con su carga por la avenida Snchez Cerro, camino al Malecn.

El grupo que nos rodeaba iba creciendo. Sentados en los sardineles y en los bancos rotos, y los dems transitando aburridamente por los pequeos senderos asfaltados del parque, nadie, felizmente, intentaba ingresar al colegio. Repartidos en parejas, los diez encargados de custodiar la puerta principal, tratbamos de entusiasmarlos: "tienen que poner los horarios, porque si no, nos fregan. Y a ustedes tambin, cuando les toque".

-Siguen llegando -me dijo Raygada-. Somos pocos. Nos pueden aplastar, si quieren.

-Si los entretenemos diez minutos, se acab -dijo Len-. Vendr la Media y entonces los corremos al ro a patadas.

De pronto, un chico grit convulsionado:

-Tienen razn! Ellos tienen razn! -Y dirigindose a nosotros, con aire dramtico-: Estoy con ustedes.

-Buena! Muy bien! -lo aplaudimos-. Eres un hombre.

Palmeamos su espalda, lo abrazamos.

El ejemplo cundi. Alguien dio un grito: "Yo tambin". "Ustedes tienen razn". Comenzaron a discutir entre ellos. Nosotros alentbamos a los ms excitados halagndolos: "Bien, churre. No eres ningn marica".

Raygada se encaram sobre la fuente. Tena la boina en la mano derecha y la agitaba, suavemente.

-Lleguemos a un acuerdo -exclam-. Todos unidos?

Lo rodearon. Seguan llegando grupos de alumnos, algunos de quinto de Media; con ellos formamos una muralla, entre la fuente y la puerta del colegio, mientras Raygada hablaba.

-Esto se llama solidaridad -deca-. Solidaridad. -Se call como si hubiera terminado, pero un segundo despus abri los brazos y clam-: No dejaremos que se cometa un abuso!

Lo aplaudieron.

-Vamos al ro -dije-. Todos.

-Bueno. Ustedes tambin.

-Nosotros vamos despus.

-Todos juntos o ninguno -repuso la misma voz. Nadie se movi.

Javier regresaba. Vena solo.

-Esos estn tranquilos -dijo-. Le han quitado el burro a una mujer. Juegan de lo lindo.

-La hora -pidi Len-. Dgame alguien qu hora es.

Eran las dos.

-A las dos y media nos vamos -dije-. Basta que se quede uno para avisar a los retrasados.

Los que llegaban se sumergan en la masa de chiquillos. Se dejaban convencer rpidamente.

-Es peligroso dijo Javier. Hablaba de una manera rara: tendra miedo?-. Es peligroso. Ya sabemos qu va a pasar si al director se le antoja salir. Antes que hable, estaremos en las clases.

-S -dije-. Que comiencen a irse. Hay que animarlos.

Pero nadie quera moverse. Haba tensin, se esperaba que, de un momento a otro, ocurrera algo.

Len estaba a mi lado.

-Los de Media han cumplido -dijo-. Fjate. Slo han venido los encargados de las puertas.

Apenas un momento despus, vimos que llegaban los de Media, en grandes corrillos que se mezclaban con las olas de chiquillos. Hacan bromas. Javier se enfureci:

-Y ustedes? -dijo-. Qu hacen aqu? A qu han venido?

Se diriga a los que estaban ms cerca de nosotros; al frente de ellos iba Antenor, brigadier de segundo de Media.

-Gu! -Antenor pareca muy sorprendido-. Acaso vamos a entrar? Venimos a ayudarlos.

Javier salt haca l, lo agarr del cuello.

-Ayudarnos! Y los uniformes? Y los libros?

-Calla -dije-. Sultalo. Nada de peleas. Diez minutos y nos vamos al ro. Ha llegado cas todo el colegio.

La Plaza estaba totalmente cubierta. Los estudiantes se mantenan tranquilos, sin discutir. Algunos fumaban. Por la avenida Snchez Cerro pasaban muchos carros, que disminuan la velocidad al cruzar la Plaza Merino. De un camin, un hombre nos salud gritando:

-Buena, muchachos. No se dejen.

-Ves? dijo Javier-. Toda la ciudad est enterada. Te imaginas la cara de Ferrufino?

-Las dos y media! -grit Len-. Vmonos. Rpido, rpido.

Mir mi reloj: faltaban cinco minutos.

-Vmonos -grit-. Vmonos al ro.

Algunos hicieron como que se movan. Javier, Len, Raygada y varios ms, gritando tambin, comenzaron a empujar a unos y a otros. Una palabra se repeta sin cesar: "ro, ro, ro".

Lentamente, la multitud de muchachos principi a agitarse. Dejamos de azuzarlos y, al callar nosotros, me sorprendi por segunda vez en el da, un silencio total. Me pona nervioso. Lo romp:

-Los de Media, atrs -indiqu-. A la cola, formando fila...

A mi lado, alguien tir al suelo un barquillo de helado, que salpic mis zapatos. Enlazando los brazos, formamos un cinturn humano. Avanzbamos trabajosamente. Nadie se negaba, pero la marcha era lentsima. Una cabeza iba cas hundida en mi pecho. Se volvi: cmo se llamaba? Sus ojos pequeos eran cordiales.

-Tu padre te va a matar -dijo.

"Ah, pens. Mi vecino."

-No -le dije-. En fin, ya veremos. Empuja.

Habamos abandonado la Plaza. La gruesa columna ocupaba ntegramente el ancho de la avenida.

Por encima de las cabezas sin boinas, dos cuadras ms all, se vea la baranda verde amarillenta y los grandes algarrobos de Malecn. Entre ellos, como puntitos blancos, los arenales.

El primero en escuchar fue Javier, que marchaba a mi lado. En sus estrechos ojos oscuros haba sobresalto.

-Qu pasa? -dije-. Dime.

Movi la cabeza.

-Qu pasa? -le grit-. Qu oyes?

Logr ver en ese instante un muchacho uniformado que cruzaba velozmente la Plaza Merino haca nosotros. Los gritos del recin llegado se confundieron en mis odos con el violento vocero que se desat en las apretadas columnas de chiquillos, parejo a un movimiento de confusin. Los que marchbamos en la ltima hilera no entendamos bien. Tuvimos un segundo de desconcierto; aflojando los brazos, algunos se soltaron. Nos sentimos arrojados haca atrs, separados. Sobre nosotros pasaban centenares de cuerpos, correndo y gritando histricamente. "Qu pasa?", grit a Len. Senal algo con el dedo, sin dejar de correr. "Es Lu, dijeron a mi odo. Algo ha pasado all.

Dicen que hay un lo". Ech a correr.

En la bocacalle que se abra a pocos metros de la puerta trasera del colegio, me detuve en seco. En ese momento era imposible ver: oleadas de uniformes afluan de todos lados y cubran la calle de gritos y cabezas descubiertas. De pronto, a unos quince pasos, encaramado sobre algo, divis a Lu. Su cuerpo delgado se destacaba nitidamente en la sombra de la pared que lo sostena. Estaba arrinconado y descargaba su garrote a todos lados. Entonces, entre el ruido, ms poderosa que la de quienes lo insultaban y retrocedan para librarse de sus golpes, escuch su voz:

-Quin se acerca? -gritaba-. Quin se acerca?

Cuatro metros ms all, dos coyotes, rodeados tambin, se defendan a palazos y hacan esfuerzos desesperados para romper el cerco y juntarse a Lu. Entre quienes los acosaban, vi rostros de Media.

Algunos haban conseguido piedras y se las arrojaban, aunque sin acercarse. A lo lejos, vi asimismo a otros dos de la banda, que corran despavoridos: los persegua un grupo de muchachos con palos.

-Clmense! Clmense! Vamos al ro.

Una voz naca a mi lado, angustiosamente.

Era Raygada. Pareca a punto de llorar.

-No seas idiota -dijo Javier. Se rea a carcajadas-. Cllate, no ves?

La puerta estaba abierta y por ella entraban los estudiantes a docenas, vidamente. Continuaban llegando a la bocacalle nuevos compaeros, algunos se sumaban al grupo que rodeaba a Lu y los suyos. Haban conseguido juntarse. Lu tena la camisa abierta; asomaba su flaco pecho lampino, sudoroso y brillante; un hilillo de sangre le corra por la nariz y los labios. Escupa de cuando en cuando y miraba con odio a los que estaban ms prximos. nicamente l tena levantado el palo, dispuesto a descargarlo. Los otros lo haban bajado, exhaustos.

-Quin se acerca? Quiero ver la cara de ese valiente.

A medida que entraban al colegio, iban ponindose de cualquier modo las boinas y las insignias del

ao. Poco a poco, comenz a disolverse, entre injurias, el grupo que cercaba a Lu. Raygada me dio un codazo:

-Dijo que con su banda poda derrotar a todo el colegio-. Hablaba con tristeza-. Por qu dejamos solo a este animal?

Raygada se alej. Desde la puerta nos hizo una sea, como dudando. Luego entr. Javier y yo nos acercamos a Lu. Temblaba de clera.

-Por qu no vinieron? -dijo, frentico, levantando la voz-. Por qu no vinieron a ayudarnos?

ramos apenas ocho, porque los otros...

Tena una vista extraordinaria y era flexible como un gato. Se ech velozmente haca atrs, mientras mi puno apenas rozaba su oreja y luego, con el apoyo de todo su cuerpo, hizo dar una curva en el aire a su garrote. Recib en el pecho el impacto y me tambale. Javier se puso en medio.

-Ac no -dijo-. Vamos al Malecn.

-Vamos -dijo Lu-. Te voy a ensear otra vez.

-Ya veremos -dije-. Vamos.

Caminamos media cuadra, despacio, porque mis piernas vacilaban. En la esquina nos detuvo Len.

-No peleen -dijo-. No vale la pena. Vamos al colegio. Tenemos que estar unidos.

Lu me miraba con sus ojos semicerrados. Pareca incmodo.

-Por qu les pegaste a los churres? -le dije-. Sabes lo que nos va a pasar ahora a ti y a m?

No respondi ni hizo ningn gesto. Se haba calmado del todo y tenia la cabeza baja.

-Contesta, Lu -insist-. Sabes?

-Est bien -dijo Len-. Trataremos de ayudarlos. Dnse la mano.

Lu levant el r ostro y me mir, apenado. Al sentir su mano entre las mas, la not suave y delicada, y record que era la primera vez que nos saludbamos de ese modo. Dimos media vuelta, caminamos en fila haca el colegio. Sent un brazo en el hombro. Era Javier.

EL DESAFO

Estbamos bebiendo cerveza, como todos los sbados, cuando en la puerta del "Ro Bar" apareci Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurra algo.

- Qu pasa? - pregunt Len.

Leonidas arrastr una silla y se sent junto a nosotros.

- Me muero de sed.

Le serv un vaso hasta el borde y la espuma rebals sobre la mesa. Leonidas sopl lentamente y se qued mirando, pensativo, cmo estallaban las burbujas. Luego bebi de un trago hasta la ltima gota.

- Justo va a pelear esta noche - dijo, con una voz rara.

Quedamos callados un momento. Len bebi, Briceo encendi un cigarrillo.

- Me encarg que les avisara - agreg Leonidas. - Quiere que vayan.

Finalmente, Briceo pregunt:

- Cmo fue?

- Se encontraron esta tarde en Catacaos. - Leonidas limpi su frente con la mano y fustig el aire:

unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. - Ya se imaginan lo dems...

- Bueno - dijo Len. Si tenan que pelear, mejor que sea as, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.

- Si - repiti Leonidas, con un aire ido.- Tal vez es mejor que sea as.

Las botellas haban quedado vacas. Corra brisa y, unos momentos antes, habamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que haban buscado la penumbra del malecn comenzaban, tambin, a abandonar sus escondites. Por la puerta del "Ro Bar" pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y rean.

- Son cas las nueve - dijo Len.- Mejor nos vamos.

Salimos.

- Bueno, muchachos - dijo Leonidas. - Gracias por la cerveza.

- Va a ser en "La Balsa", no? - pregunt Briceo.

- S. A las once. Justo los esperar a las diez y media, aqu mismo.

El viejo hizo un gesto de despedida y se alej por la avenida Castilla. Viva en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que pareca custodiar la ciudad. Caminamos haca la plaza. Estaba cas desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jvenes discutan a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonrendo. Era bonita y pareca divertirse.

- El Cojo lo va a matar - dijo, de pronto, Briceo.

- Cllate - dijo Len.

Nos separamos en la esquina de la iglesia. Camin rpidamente hasta mi casa. No haba nadie. Me puse un overol y dos chompas y ocult la navaja en el bolsillo trasero del pantaln, envuelta en el pauelo. Cuando sala, encontr a mi mujer que llegaba.

- Otra vez a la calle? - dijo ella.

- S. Tengo que arreglar un asunto.

El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresin que se haba muerto.

- Tienes que levantarte temprano - insisti ella - Te has olvidado que trabajas los domingos?

- No te preocupes - dije. - Regreso en unos minutos

Camin de vuelta haca el "Ro Bar" y me sent al mostrador. Ped una cerveza y un sndwich, que no termin: haba perdido el apetito. Alguien me toc el hombro. Era Moiss, el dueo del local.

- Es cierto lo de la pelea?

- S. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas.

- No necesito que me adviertas - dijo. - Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.

- El Cojo es un asco de hombre.

- Era tu amigo antes... - comenz a decir Moiss, pero se contuvo.

Alguien llam desde la terraza y se alej, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.

- Quieres que yo vaya? - me pregunt.

- No. Con nosotros basta, gracias.

- Bueno. Avsame si puedo ayudar en algo. Justo es tambin mi amigo. - Tom un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. - Anoche estuvo aqu el Cojo con su grupo. No haca sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer aicos. Estuve rezando porque no se les ocurrera a ustedes darse una vuelta por ac.

- Hubiera querido verlo al Cojo - dije. - Cuando est furioso su cara es muy chistosa.

Moiss se ro.

- Anoche pareca el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir nuseas.

Acab la cerveza y sal a caminar por el malecn, pero regres pronto. Desde la puerta del "Ro Bar" vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tena unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le suba por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, pareca un nio, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvi, descubrendo a mis ojos la mancha morada que hera la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decan que haba sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que haba nacido en el da de la inundacin, y que esa mancha era

el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).

- Acabo de llegar - dijo. - Qu es de los otros?

- Ya vienen. Deben estar en camino.

Justo me mir de frente. Pareci que iba a sonrer, pero se puso muy serio y volvi la cabeza.

- Cmo fue lo de esta tarde?

Encogi los hombros e hizo un ademn vago.

- Nos encontramos en el "Carro Hundido". Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. Te das cuenta? Si no pasa el cura, ah mismo me degellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separ el cura.

- Eres muy hombre? - grit el Cojo.

- Ms que t - grit Justo.

- Quietos, bestias - deca el cura.

- En "La Balsa" esta noche entonces? - grit el Cojo.

- Bueno - dijo Justo. - Eso fue todo.

La gente que estaba en el "Ro Bar" haba disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza slo estbamos nosotros.

- He trado esto - dije, alcanzndole el pauelo.

Justo abri la navaja y la midi. La hoja tena exactamente la dimensin de su mano, de la mueca a las uas. Luego sac otra navaja de su bolsillo y compar.

- Son iguales - dijo. - Me quedar con la ma, noms.

Pidi una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.

-No tengo hora - dijo Justo - Pero deben ser ms de las diez. Vamos a alcanzarlos.

A la altura del puente nos encontramos con Briceo y Len. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.

- Hermanito - dijo Len - Usted lo va a hacer trizas.

- De eso ni hablar - dijo Briceo. - El Cojo no tiene nada que hacer contigo.

Los dos tenan la misma ropa que antes, y parecan haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegra.

- Bajemos por aqu - dijo Len - Es ms corto.

- No - dijo Justo. - Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.

Era extrao ese temor, porque siempre habamos bajado al cauce del ro, descolgndonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minsculo camino haca el lecho del ro, Briceo tropez y lanz una maldicin. La arena estaba tibia y nuestros pies se Hundan, como si andramos sobre un mar de algodones. Len mir detenidamente el cielo.

- Hay muchas nubes - dijo; - la luna no va a servir de mucho esta noche.

- Haremos fogatas - dijo Justo.

- Estas loco? - dije. - Quieres que venga la polica?

- Se puede arreglar - dijo Briceo sin conviccin.- Se podra postergar el asunto hasta maana. No van a pelear a oscuras.

Nadie contest y Briceo no volvi a insistir.

- Ah est "La Balsa" - dijo Len.

En un tiempo, nadie saba cundo, haba cado sobre el lecho del ro un tronco de algarrobo tan enorme que cubra las tres cuartas partes del ancho del cauce. Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no consegua levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada ao, "La Balsa" se alejaba ms de la ciudad. Nadie saba tampoco quin le puso el nombre de "La Balsa", pero as lo designaban todos.

- Ellos ya estn ah - dijo Len.

Nos detuvimos a unos cinco metros de "La Balsa. En el dbil resplandor nocturno no distinguamos las caras de quienes nos esperaban, slo sus siluetas. Eran cinco. Las cont, tratando intilmente de descubrir al Cojo.

- Anda t - dijo Justo.

Avanc despacio haca el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresin serena.

- Quieto! - grit alguien. - Quin es?

- Julin - grit - Julin Huertas. Estn ciegos?

A mi encuentro sali un pequeo bulto. Era el Chalupas.

- Ya nos bamos - dijo. - Pensbamos que Justito haba ido a la comisara a pedir que lo cuidaran.

- Quiero entenderme con un hombre - grit, sin responderle - No con este mueco.

- Eres muy valiente? - pregunt el Chalupas, con voz descompuesta.

- Silencio! - dijo el Cojo. Se haban aproximado todos ellos y el Cojo se adelant haca m. Era alto, mucho ms que todos los presentes. En la penumbra, yo no poda ver; slo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampia, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pmulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decan que en esa pierna tena una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordi cuando dorma pero nadie se la haba visto.

- Por qu has trado a Leonidas? - dijo el Cojo, con voz ronca.

- A Leonidas? Quin ha trado al Leonidas?

El cojo seal con su dedo a un costado. El viejo haba estado unos metros ms all, sobre la arena, y al or que lo nombraban se acerc.

- Qu pasa conmigo! - dijo. Mirando al Cojo fijamente. - No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dijo.

El Cojo vacil antes de responder. Pens que iba a insultarlo y, rpido, llev mi mano al bolsillo trasero.

- No se meta, viejo - dijo el cojo amablemente. - No voy a pelearme con usted.

- No creas que estoy tan viejo - dijo Leonidas. - He revolcado a muchos que eran mejores que t.

- Est bien, viejo -dijo el Cojo.- Le creo. -Se dirigi a m:- Estn listos?

- S. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.

El Cojo se ri.

- T bien sabes, Julin, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.

Uno de los que estaban detrs del Cojo, se ri tambin. El Cojo me extendi algo. Estir la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la haba tomado del filo; sent un pequeo rasguo en la palma y un estremecimiento, el metal pareca un trozo se hielo.

- Tienes fsforos, viejo?

Leonidas prendi un fsforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lami las uas. A la frgil luz de la llama examin minuciosamente la navaja, la med a lo ancho y a lo largo, comprob su filo y su peso.

- Est bien - dije.

Chunga camin entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Briceo estaba fumando y a cada chupada que daba resplandeceran instantneamente los rostros de Justo, impasble, con los labios apretados; de Len, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briceo, que sudaba.

- Quin le dijo a usted que viniera? - pregunt Justo, severamente.

- Nadie me dijo. - afirm Leonidas, en voz alta. - Vine porque quise. Va usted a tomarme cuentas?

Justo no contest. Le hice una seal y le mostr a Chunga, que haba quedado un poco retrasado.

Justo sac su navaja y la arroj. El arma cay en algn lugar del cuerpo de Chunga y ste se encogi.

- Perdn - dije, palpando la arena en busca de la navaja. - Se me escap. Aqu est.

-Las gracias se te van a quitar pronto - dijo Chunga.

Luego, como haba hecho yo, al resplandor de un fsforo pas sus dedos sobre la hoja, nos la devolvi sin decir nada, y regres caminando a trancos largos haca "La Balsa". Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa clida arrastraba en direccin al puente. Detrs de nosotros, a los dos costados del cause, se vean las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era cas absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.

- Listos! - exclam una voz, del otro lado.

- Listos! - grit yo.

En el bloque de hombres que estaba junto a "La Balsa" hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra renqueante se desliz hasta el centro del terreno que limitbamos los dos grupos. All, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si haba piedras, huecos. Busqu a Justo con la vista; Len y Briceo haban pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendi rpidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonri. Le extend la mano. Comenz a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tom de los hombros. El Viejo se sac una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.

- No te le acerques ni un momento. - El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa.

Siempre de lejos. Bilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estmago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agchate, pisa firme... Ya, vaya, prtese como un hombre...

Justo escuch a Leonidas con la cabeza baja. Cre que iba a abrazarlo, pero se limit a hacer un gesto brusco. Arranc la manta de las manos del viejo de un tirn y se la envolvi en el brazo.

Despus se alej; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despeda reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo.

Quedaron unos instantes inmviles, en silencio, dicindose seguramente con los ojos cunto se odiaban, observndose, los msculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecan dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Cas simultneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quiz el primero fue Justo; un segundo antes, inici sobre el sitio un balanceo lentsimo, que ascenda desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imit, mecindose tambin, sin apartar los pies.

Sus posturas eran idnticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo haca fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio slo sus cuerpos se movan, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecan fijos. Imperceptiblemente, los dos haban ido inclinndose, extendiendo la espalda, las piernas en flexin, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto haca delante, su brazo describi un crculo veloz. El trazo en el vaco del arma, que roz a Justo, sin herirlo, estaba an inconcluso cuando ste, que era rpido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, teja un cerco en torno del otro, deslizndose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez ms intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se haba encogido ms, y en tanto daba vueltas sobre s mismo, siguiendo la direccin de su adversario, lo persegua con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plant; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un mueco de resortes.

- Ya est - murmur Briceo. - lo rasg.

- En el hombro - dijo Leonidas. - Pero apenas.

Sin haber dado un grito, firme en su posicin, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abra y cerraba la guardia, ofreca su cuerpo y lo negaba, esquivo, gil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quera marearlo, pero el Cojo tena experencia y recursos.

Rompi el crculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo persegua a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo hua arrastrando los pies, agachado hasta cas tocar la arena sus rodillas. Justo estir dos veces el brazo, y las dos hall slo el vaco. "No te acerques tanto". Dijo Leonidas, junto a m, en voz tan baja que slo yo poda orlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se haba empequeecido, replegndose sobre s mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante despus surgi a un costado de la sombra gigantesca, otra, ms delgada y esbelta, que de dos saltos volvi a levantar una muralla invisible entre los luchadores.

Esta vez comenz a girar el Cojo; mova su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que haba ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. "Sal de ah!", dijo Leonidas muy despacio. "Por qu demonios peleas tan cerca?".

Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenz tambin a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relmpagos, pero los amagos no sorprendan a ninguno:al movimiento rpido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, responda el otro, automticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no poda ver las caras, pero cerraba los ojos y las vea, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los prpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosmil; y Justo con su mscara habitual de desprecio, acentuada por la clera, y sus labios hmedos de exasperacin y fatiga. Abr los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dndole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubrendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extraamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosin debi sorprender al Cojo que, por un tiempo brevsimo, qued indeciso y, cuando se inclin, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no haba sido intil del todo. Con el choque, la noche que nos envolva se pobl de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cunto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quin era quin, sin saber de que brazo partan esos golpes, qu garganta profera esos rugidos que se sucedan como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando haca el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectculo de magia.Debimos estar anhelantes y vidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirmide humana se dividi, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. "Hay que pararlos, dijo la voz de Len. Ya basta". Pero antes que intentramos movernos, el Cojo haba abandonado su emplazamiento como un blido. Justo no esquiv la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcan sobre la arena, revolvindose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos.

Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del ro, como durmiendo. Me aprestaba a correr haca ellos cuando, quiz adivinando mi intencin, alguien se incorpor de golpe y se mantuvo de pie junto al cado, cimbrendose peor que un borracho. Era el Cojo.

En el forcejeo, haban perdido hasta las mantas, que reposaban un poco ms all, semejando una piedra de muchos vrtices. "Vamos", dijo Len. Pero esta vez tambin ocurri algo que nos mantuvo inmviles. Justo se incorporaba, difcilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubrendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visin horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedi unos pasos. Justo se tambaleaba. No haba apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocamos, pero que no hubiramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.

- Julin! - grito el Cojo. - Dile que se rinda!

Me volv a mirar a Leonidas, pero encontr atravesado el rostro de Len: observaba la escena con expresin atroz. Volv a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo.

Justo, sin duda, apart su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debi arrojarse sobre el enemigo extrayendo las ltimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libr fcilmente de esa acometida sentimental e intil, saltando haca atrs:

- Don Leonidas! -grit de nuevo con acento furioso e implorante.- Dgale que se rinda!

- Calla y pelea! - bram Leonidas, sin vacilar.

Justo haba intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y haba visto muchas peleas en su vida, sabamos que no haba nada que hacer ya, que su brazo no tena vigor ni siquiera para rasguar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que naca de lo ms hondo, suba hasta la boca, resecndola, y hasta los ojos, nublndose, los vimos forcejear en cmara lenta todava un momento, hasta que la sombra se fragment una vez ms: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yaca Justo, el Cojo se haba retirado haca los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junt mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedeca mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hunda a ratos en el cuerpo flcido, mojado y fro, de malagua varada. Briceo y Len se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqu la manta de Leonidas, que estaba unos pasos ms all, y con ella le cubr la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un atad, y caminamos, igualando los pasos, en direccin al sendero que escalaba la orilla del ro y que nos llevara a la ciudad.

- No llore, viejo - dijo Len. - No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.

Leonidas no contest. Iba detrs de m, de modo que yo no poda verlo.

A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunt.

- Lo llevamos a su casa, don Leonidas?

- S - dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le deca.

El Hermano Menor

Al lado del camino haba una enorme piedra y, en ella, un sapo; David le apuntaba cuidadosamente.

-No dispares -dijo Juan.

David baj el arma y mir a su hermano, sorprendido.

-Puede or los tiros -dijo Juan.

-Ests loco? Faltan cincuenta kilmetros para la cascada.

-A lo mejor no est en la cascada -insisti Juan-, sino en las grutas.

-No -dijo David-. Adems, aunque estuviera, no pensar nunca que somos nosotros.

El sapo continuaba all, respirando calmadamente con su inmensa bocaza abierta, y, detrs de sus lagaas, observaba a David con cierto aire malsano. David volvi a levantar el revlver, apunt con lentitud y dispar.

-No le diste -dijo Juan

-S le di.

Se.acercaron a la piedra. Una manchita verde delataba el lugar donde haba estado el sapo.

- No le di ?

-S -dijo Juan-, s le diste.

Caminaron haca los caballos. Soplaba el mismo viento fro y punzante que los haba escoltado durante el trayecto, pero el paisaje comenzaba a cambiar, el sol se hunda tras los cerros, al pie de una montaa una imprecisa sombra disimulaba los sembros, las nubes enroscadas en las cumbres ms prximas haban adquirido el color gris oscuro de las rocas. David ech sobre sus hombros la manta que haba extendido en la tierra para descansar y luego, maqunalmente, reemplaz en su revlver la bala disparada. A hurtadillas, Juan observ las manos de David cuando cargaban el arma y la arrojaban a su funda; sus dedos no parecan obedecer a una voluntad, sino actuar solos.

- Seguimos ? -dijo David.

Juan asnti.

El camino era una angosta cuesta y los animales trepaban con dificultad, resbalando constantemente en las piedras, hmedas an por las lluvias de los ltimos das. Los hermanos iban silenciosos. Una delicada e invisible gara les sali al encuentro a poco de partir, pero ces pronto.Oscureca cuando avistaron las grutas, el cerro chato y estirado como una lombriz que todos conocen con el nombre de Cerro de los Ojos.

-Quieres que veamos si est ah? pregunt Juan.

-No vale la pena. Estoy seguro que no se ha movido de la cascada. El sabe que por aqu podran verlo, siempre pasa alguien por el camino.

-Como quieras -dijo Juan.

Y un momento despus pregunt:

-Y si hubiera mentido el tipo ese?

-Quin?

-El que nos dijo que lo vio.

-Leandro? No, no se atrevera a mentirme a m. Dijo que est escondido en la cascada y es seguro que ah est. Ya vers.

Continuaron avanzando hasta entrada la noche. Una sbana negra los envolvi y, en la oscuridad, el desamparo de esa solitaria regin sin rboles ni hombres era visible slo en el silencio que se fue acentuando hasta convertirse en una presencia semicorprea. Juan, inclinado sobre el pescuezo de su cabalgadura, procuraba distinguir la incierta huella del sendero. Supo que haban alcanzado la cumbre cuando, inesperadamente, se hallaron en terreno plano. David indic que deban continuar a pie. Desmontaron, amarraron- los animales a unas rocas. El hermano mayor tir de las crines de su caballo, lo palme varias veces en el lomo y murmur a su odo:

-Ojal no te encuentre helado, maana.

-Vamos a bajar ahora? -pregunt Juan.

-S -repuso David-. No tienes fro? Es preferible esperar el da en el desfiladero. All descansaremos. Te da miedo bajar a oscuras?

-No. Bajemos, si quieres.

Iniciaron el descenso de inmediato. David iba adelante, llevaba una pequea linterna y la columna de luz oscilaba entre sus pies y los de Juan, el crculo dorado se detena un instante en el sitio que deba pisar el hermano menor. A los pocos minutos, Juan transpiraba abundantemente y las rocas speras de la ladera haban llenado sus manos de rasguos. Slo vea el disco iluminado frente a l, pero senta la respiracin de su hermano y adivinaba sus movimientos: deba avanzar sobre el resbaladizo declive muy seguro de s mismo, sortear los obstculos sin dificultad. El, en cambio, antes de cada paso, tanteaba la solidez del terreno y buscaba un apoyo al que asrse; aun as, en varias ocasones estuvo a punto de caer. Cuando llegaron a la sima, Juan pens que el descenso tal vez haba demorado varias horas. Estaba exhausto y, ahora, oa muy cerca el ruido de la cascada. Esta era una grande y majestuosa cortina de agua que se precipitaba desde lo alto, retumbando como los truenos, sobre una laguna que alimentaba un riachuelo. Alrededor de la laguna haba musgo y hierbas todo el ao y esa era la nica vegetacin en veinte kilmetros a la redonda.-Aqu podemos descansar -dijo David.

Se sentaron uno junto al otro. La noche estaba fra, el aire hmedo, el cielo cubierto. Juan encendi un cigarrillo. Se hallaba fatigado, pero sin sueo. Sinti a su hermano estirarse y bostezar; poco despus dejaba de moverse, su respiracin era m s suave y metdica, de cuando en cuando emita una especie de murmullo. A su vez, Juan trat de dormir. Acomod su cuerpo lo mejor que pudo sobre las piedras e intent despejar su cerebro, sin conseguirlo. Encendi otro cigarrillo. Cuando haba llegado a la hacienda, tres meses atrs, haca dos aos que no vea a sus hermanos. David era el mismo hombre que aborreca y admiraba desde nio, pero Leonor haba cambiado, ya no era aquella criatura que se asomaba a las ventanas de La Mugre para arrojar piedras a los indios castigados, sino una mujer alta, de gestos primitivos, y su belleza tena, como la naturaleza que la rodeaba, algo de brutal. En sus ojos haba aparecido un intenso fulgor. Juan senta un mareo que empaaba sus ojos, un vaco en el estmago, cada vez que asociaba la imagen de aquel que buscaban al recuerdo de su hermana, y como arcadas de furor. En la madrugada de ese da, sin embargo, cuando vio a Camilo cruzar el descampado que separaba la casa-hacienda de las cuadras, para alistar los caballos, haba vacilado.

-Salgamos sin hacer ruido -haba dicho David-. No conviene que la pequea se despierte.

Estuvo con una extraa sensacin de ahogo, como en el punto ms alto de la cordillera, mientras bajaba en puntas de pie las gradas de la casa-hacienda y en el abandonado camino que flanqueaba los sembros; cas no senta la maraa zumbona de mosquitos que se arrojaban atrozmente sobre l, y heran, en todos los lugares descubiertos, su piel de hombre de ciudad. Al iniciar el ascenso de la montaa, el ahogo desapareci. No era un buen jinete y el precipicio, desplegado como una tentacin terrible al borde del sendero que pareca una delgada serpentina, lo absorbi. Estuvo todo el tiempo vigilante, atento a cada paso de su cabalgadura y concentrando su voluntad contra el vrtigo que crea inminente.

-Mira!

Juan se estremeci.

-Me has asustado -dijo-. Crea que dormas.

-Cllate! Mira.

-Qu?

-All. Mira.

A ras de tierra, all donde pareca nacer el estruendo de la cascada, haba una lucecita titilante.

-Es una fogata -dijo David-. Juro que es l. Vamos.

-Esperemos que amanezca susurr Juan: de golpe su garganta se haba secado y le arda-. Si se echa a correr, no lo vamos a alcanzar nunca en estas tinieblas.

-No puede ornos con el ruido salvaje del agua -respondi David, con voz firme, tomando a su hermano del brazo-. Vamos.

Muy despacio, el cuerpo inclinado como para saltar, David comenz a deslizarse pegado al cerro.

Juan iba a su lado, tropezando, los ojos clavados en la luz que se empequeeca y agrandaba como si alguien estuviese abanicando la llama. A medida que los hermanos se acercaban, el resplandor de la fogata les iban descubrendo el terreno inmediato, pedruscos, matorrales, el borde de la laguna, pero no una forma humana. Juan estaba seguro ahora, sin embargo, que aquel que perseguan estaba all, hundido en esas sombras, en un lugar muy prximo a la luz.

-Es l -dijo David-. Ves?

Un instante, las frgiles lenguas de fuego haban iluminado un perfil oscuro y huidizo que buscaba calor.

-Qu hacemos? -murmur Juan, detenindose. Pero David no estaba ya a su lado, corra haca el lugar donde haba surgido ese rostro fugaz.

Juan cerr los ojos, imagin al indio en cuclillas, sus manos alargadas haca el fuego, sus pupilas irritadas por el chisporroteo de la hoguera: de pronto algo le caa encima y l atinaba a pensar en un animal, cuando senta dos manos violentas cerrndose en su cuello y comprenda. Debi sentir un infinito terror ante esa agresin inesperada que provena de la sombra, seguro que ni siquiera intent defenderse, a lo ms se encogera como un caracol para hacer menos vulnerable su cuerpo y abrira mucho los ojos, esforzndose por ver en las tinieblas al asaltante. Entonces, reconocera su voz: "qu has hecho, canalla?", "qu has hecho, perro?". Juan oa a David y se daba cuenta que lo estaba pateando, a veces sus puntapies parecan estrellarse no contra el indio sino en las piedras de la ribera; eso deba encolerizarlo ms. Al principio, hasta Juan llegaba un gruido lento, como si el indio hiciera grgaras, pero despus slo oy la voz enfurecida de David, sus amenazas, sus insultos. De pronto, Juan descubri en su mano derecha el revlver, su dedo presionaba ligeramente el gatillo. Con estupor pens que si disparaba poda matar tambin a su hermano, pero no guard el arma y, al contrario, mientras avanzaba haca la fogata, sinti una gran serenidad.-Basta, David! -grit-. Trale un balazo. Ya no le pegues.

No hubo respuesta. Ahora Juan no los vea, el indio y su hermano, abrazados, haban rodado fuera del anillo iluminado por la hoguera. No los vea, pero escuchaba el ruido seco de los golpes y, a ratos, una injuria o un hondo resuello.

-David -grit Juan-, sal de ah. Voy a disparar.

Presa de intensa agitacin, segundos despus repiti -Sultalo, David. Te juro que voy a disparar Tampoco hubo respuesta.

Despus de disparar el primer tiro, Juan qued un instante estupefacto, pero de inmediato continu disparando, sin apuntar, hasta sentir la vibracin metlica del percutor al golpear la cacerina vaca.

Permaneci inmvil, no sinti que el revlver se desprenda de sus manos y caa a sus pies. El ruido de la cascada haba desaparecido, un temblor recorra todo su cuerpo, su piel estaba baada de sudor, apenas respiraba. De pronto grit:

-David!

-Aqu estoy, animal -contest a su lado, una voz asustada y colrica-. Te das cuenta que has podido balearme a m tambin? Te has vuelto loco?

Juan gir sobre sus talones, las manos extendidas y abraz a su hermano. Pegado a l, balbuceaba cosas incomprensibles, gema y no pareca entender las palabras de David, que trataba de calmarlo.

Juan estuv un rato largo repitiendo incoherencias, sollozando. Cuando se calm, record al indio:

-Y ese, David?

-Ese? -David haba recobrado su aplomo, hablaba con voz firme-. Cmo crees que est?

La hoguera continuaba encendida, pero alumbraba muy dbilmente. Juan cogi el leo ms grande y busc al indio. Cuando lo encontr, estuvo observando un momento con ojos fascinados y luego el leo cay a tierra y se apag.

-Has visto, David?

-S, he visto. Vmonos de aqu.

Juan estaba rgido y sordo, como en un sueo sinti que David lo arrastraba haca el cerro. La subida les tom mucho tiempo. David sostena con una mano la linterna y con la otra a Juan, que pareca de trapo: resbalaba an en las piedras ms firmes y se escurra hasta el suelo, sin reaccionar.

En la cima se desplomaron, agotados. Juan hundi la cabeza en sus brazos y permaneci tendido, respirando a grandes bocanadas. Cuando se incorpor, vio a su hermano, que lo examinaba a la luz de la linterna.

-Te has herido -dijo David-. Voy a vendarte.

Rasg en dos su pauelo y con cada uno de los retazos vend las rodillas de Juan, que asomaban a travs de los desgarrones del pantaln, baadas en sangre.

-Esto es provisional -dijo David-. Regresemos de una vez. Puede infectarse. No ests acostumbrado a trepar cerros. Leonor te curar.

Los caballos tiritaban y sus hocicos estaban cubiertos de espuma azulada. David los limpi con su mano, los acarici en el lomo y en las ancas, chasque tiernamente la lengua junto a sus orejas. "Ya vamos a entrar en calor", les susurr.

Cuando montaron, amaneca. Una claridad dbil abarcaba el contorno de los cerros y una laca blanca se extenda por el entrecortado horizonte, pero los abismos continuaban sumidos en la oscuridad. Antes de partir, David tom un largo trago de su cantimplora y la alcanz a Juan, que no quiso beber. Cabalgaron toda la maana por un paisaje hostil, dejando a los animales imprimir a su capricho el ritmo de la marcha. Al medioda, se detuvieron y prepararon caf. David comi algo del queso y las habas que Camilo haba colocado en las alforjas. Al anochecer avistaron dos maderos que formaban un aspa. Colgaba de ellos una tabla donde se lea: La Aurora. Los caballos relincharon: reconocan la seal que marcaba el lmite de la hacienda.

-Vaya -dijo David-. Ya era hora. Estoy rendido. Cmo van esas rodillas?

Juan no contest.

-Te duelen? -insisti David.

-Maana me largo a Lima -dijo Juan.

-Qu cosa?

-No volver a la hacienda. Estoy harto de la sierra. Vivir siempre en la ciudad. No quiero saber nada con el campo.

Juan miraba al frente, eluda los ojos de David que lo buscaban.

-Ahora ests nervioso -dijo David-. Es natural. Ya hablaremos despus.

-No--dijo Juan--. Hablaremos ahora.

-Bueno -dijo David, suavemente-. Qu te pasa?

Juan se volvi haca su hermano, tena el rostro demacrado, la voz hosca.

-Qu me pasa? Te das cuenta de lo que dices? Te has olvidado del tipo de la cascada? Si me quedo en la hacienda voy a terminar creyendo que es normal hacer cosas as.

Iba a agregar "como t", pero no se atrevi.

-Era un perro infecto -dijo David-. Tus escrpulos son absurdos. Acaso te has olvidado lo que le hizo a tu hermana?

El caballo de Juan se plant en ese momento y comenz a corcovear y alzarse sobre las patas traseras.

-Se va a desbocar, David -dijo Juan.

-Sultale las rendas. Lo ests ahogando.

Juan afloj las rendas y el animal se calm.

-No me has respondido--dijo David--. Te has olvidado por qu fuimos a buscarlo?

-No -contest Juan-. No me he olvidado.

Dos horas despus llegaban a la cabaa de Camilo, construida sobre un promontorio, entre la casahacienda y las cuadras. Antes que los hermanos se detuvieran, la puerta de la cabaa se abri y en el umbral apareci Camilo. El sombrero de paja en la mano, la cabeza respetuosamente inclinada, avanz haca ellos y se par entre los dos caballos, cuyas rendas sujet.

-Todo bien? -dijo David.

Camilo movi la cabeza negativamente.

-La nia Leonor...

-Que le ha pasado a Leonor? -lo interrumpi Juan, incorporndose en los estribos.

En su lenguaje pausado y confuso, Camilo explic que la nia Leonor, desde la ventana de su cuarto, haba visto partir a los hermanos en la madrugada y que, cuando ellos se hallaban apenas a unos mil metros de la casa, haba aparecido en el descampado, con botas y pantaln de montar, ordenando a gritos que le prepararan su caballo. Camilo, siguiendo las instrucciones de David, se neg a obedecerla. Ella misma, entonces, entr decididamente a las cuadras y, como un hombre, alz con sus brazos la montura, las mantas y los aperos sobre el Colorado, el m s pequeo y nervioso animal de La Aurora que era su preferido.

Cuando se dispona a montar, las sirvientas de la casa y el propio Camilo la haban sujetado; durante mucho rato soportaron los insultos y los golpes de la nia, que, exasperada, se debata y suplicaba y exiga que la dejaran marchar tras sus hermanos.

-Ah, me las pagar! -dijo David-. Fue Jacinta, estoy seguro. Nos oy hablar esa noche con Leandro, cuando serva la mesa. Ella ha sido.

La nia haba quedado muy impresionada, continu Camilo. Luego de injuriar y araar a las criadas y a l mismo, comenz a llorar a grandes voces, y regres a la casa. All permaneca, desde entonces, encerrada en su cuarto.

Los hermanos abandonaron los caballos a Camilo y se dirigieron a la casa.

-Leonor no debe saber una palabra -dijo Juan.

-Claro que no -dijo David-. Ni una palabra.

Leonor supo que haban llegado por el ladrido de los perros. Estaba semidormida cuando un ronco gruido cort la noche y bajo su ventana pas, como una exhalacin, un animal acezante. Era Spoky, advirti su carrera frentica y sus inconfundibles aullidos. En seguida escuch el trote perezoso y el sordo rugido de Domitila, la perrita preada. La agresividad de los perros termin bruscamente, a los ladridos sucedi el jadeo afanoso con que reciban siempre a David. Por una rendija vio a sus hermanos acercarse a la casa y oy el ruido de la puerta principal que se abra y cerraba. Esper que subieran la escalera y llegaran a su cuarto. Cuando abri, Juan estiraba la mano para tocar.

-Hola, pequea -dijo David.

Dej que la abrazaran y les alcanz la frente, pero ella no los bes. Juan encendi la lmpara.-Por qu no me avisaron? Han debido decirme. Yo quera alcanzarlos, pero Camilo no me dej.

Tienes que castigarlo, David, si vieras cmo me agarraba, es un insolente y un bruto. Yo le rogaba que me soltara y l no me haca caso.

Haba comenzado a hablar con energa, pero su voz se quebr. Tena los cabellos revueltos y estaba descalza. David y Juan trataban de calmarla, le acariciaban los cabellos, le sonrean, la llamaban pequeita.

-No queramos inquietarte -explicaba David-. Adems, decidimos partir a ltima hora. T dormas ya.

-Qu ha pasado? -dijo Leonor.

Juan cogi una manta del lecho y con ella cubri a su hermana. Leonor haba dejado de llorar.

Estaba plida, tena la boca entreabierta y su mirada era ansiosa.

-Nada -dijo David-. No ha pasado nada. No lo encontramos.

La tensin desapareci del rostro de Leonor, en sus labios hubo una expresin de alivio.

-Pero lo encontraremos -dijo David. Con un gesto vago indic a Leonor que deba acostarse. Luego dio media vuelta.

-Un momento, no se vayan -dijo Leonor.

Juan no se haba movido.

-S? -dijo David-. Qu pasa, chiquita?

-No lo busquen mas a ese.

-No te preocupes -dijo David-, olvdate de eso. Es un asunto de hombres. Djanos a nosotros.

Entonces Leonor rompi a llorar nuevamente, esta vez con grandes aspavientos. Se llevaba las manos a la cabeza, todo su cuerpo pareca electrizado, y sus gritos alarmaron a los perros, que comenzaron a ladrar al pie de la ventana. David le indic a Juan con un gesto que interviniera, pero el hermano menor permaneci silencioso e inmvil.

-Bueno, chiquita -dijo David-. No llores. No lo buscaremos.

-Mentira. Lo vas a matar. Yo te conozco.

-No lo har -dijo David-. Si crees que ese miserable no merece un castigo...

-No me hizo nada -dijo Leonor, muy rpido, mordindose los labios.

-No pienses ms en eso -insisti David-. Nos olvidaremos de l. Tranquilzate, pequea.

Leonor segua llorando, sus mejillas y sus labios estaban mojados y la manta haba rodado al suelo.

-No me hizo nada -repiti-. Era mentira.

-Sabes lo que dices? -dice David.

-Yo no poda soportar que me siguiera a todas partes -balbuceaba Leonor-. Estaba tras de m todo el da, como una sombra.

-Yo tengo la culpa -dijo David, con amargura-. Es peligroso que una mujer ande suelta por el campo. Le orden que te cuidara. No deb fiarme de un indio. Todos son iguales.

-No me hizo nada, David -clam Leonor-. Creme, te estoy diciendo la verdad. Pregntale a Camilo, l sabe que no pas nada. Por eso lo ayud a escaparse. No sabas eso? S, l fue. Yo se lo dije. Slo quera librarme de l, por eso invent esa historia. Camilo sabe todo, pregntale.

Leonor se sec las mejillas con el dorso de la mano. Levant la manta y la ech sobre sus hombros.

Pareca haberse librado de una pesadilla.

-Maana hablaremos de eso -dijo David-. Ahora estamos cansados. Hay que dormir.

-No -dijo Juan.

Leonor descubri a su hermano muy cerca de ella: haba olvidado que Juan tambin se hallaba all.

Tena la frente llena de arrugas, las aletas de su nariz palpitaban como el hociquito de Spoky.

-Vas a repetir ahora mismo lo que has dicho -le deca Juan, de un modo extrao-. Vas a repetir cmo nos mentiste.

-Juan -dijo David-. Supongo que no vas a creerle. Ahora es que trata de engaarnos.

-He dicho la verdad -rugi Leonor; miraba alternativamente a los hermanos-. Ese da le orden que me dejara sola y no quiso. Fui hasta el ro y l detrs de m. Ni siquiera poda baarme tranquila. Se quedaba parado, mirndome torcido, como los animales. Entonces vine y les cont eso.

-Espera, Juan -dijo David-. Dnde vas? Espera.

Juan haba dado media vuelta y se diriga haca la puerta; cuando David trat de detenerlo, estall.

Como un endemoniado comenz a proferir improperios: trat de puta a su hermana y a su hermano de canalla y de dspota, dio un violento empujn a David que quera cerrarle el paso, y abandon la casa a saltos, dejando un reguero de injurias. Desde la ventana, Leonor y David lo vieron atravesar el descampado a toda carrera, vociferando como un loco, y lo vieron entrar a las cuadras y salir poco despus montando a pelo el Colorado. El maoso caballo de Leonor sigui dcilmente la direccin que le indicaban los inexpertos puos que tenan sus rendas; caracoleando con elegancia, cambiando de paso y agitando las crines rubias de la cola como un abanico, lleg hasta el borde del camino que conduca, entre montaas, desfiladeros y extensos arenales, a la ciudad. All se rebel.

Se irgui de golpe en las patas traseras relinchando, gir como una bailarina y regres al descampado, velozmente.

-Lo va a tirar -dijo Leonor.

-No -dijo David, a su lado-. Fjate. Se sostiene.

Muchos indios haban salido a las puertas de las cuadras y contemplaban, asombrados, al hermano menor que se mantena increblemente seguro sobre el caballo y a la vez taconeaba con ferocidad sus ijares y le golpeaba la cabeza con uno de sus puos. Exasperado por los golpes, el Colorado iba de un lado a otro, encabritado, brincaba, emprenda vertiginosas y brevsimas carreras y se plantaba de golpe, pero el jinete pareca soldado a su lomo. Leonor y David lo vean aparecer y desaparecer, firme como el ms avezado de los domadores, y estaban mudos, pasmados. De pronto, el Colorado se rindi: su esbelta cabeza colgando haca el suelo, como avergonzado, se qued quieto, respirando fatigosamente. En ese momento creyeron que regresaba; Juan dirigi el animal haca la casa y se detuvo ante la puerta, pero no desmont. Como si recordara algo, dio media vuelta y a trote corto march derechamente haca esa construccin que llamaban La Mugre. All baj de un brinco. La puerta estaba cerraba yJuan hizo volar el candado a puntapis. Luego indic a gritos a los indios que estaban adentro, que salieran, que haba terminado el castigo para todos. Despus volvi a la casa, caminando lentamente. En la puerta lo esperaba David. Juan pareca sereno; estaba empapado de sudor y sus ojos mostraban orgullo. David se aproxim a l y lo llev al interior tomado del hombro.

-Vamos -le deca-. Tomaremos un trago mientras Leonor te cura las rodillas.

DA DOMINGO

Contuvo un instante la respiracin, clav las uas en la palma de sus manos y dijo, muy rpido: "Estoy enamorado de ti". Vio que ella enrojeca bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sinti que la confusin ascenda por l y petrificaba su lengua. Dese salir correndo, acabar: en la taciturna maana de invierno haba surgido ese desaliento ntimo que lo abata siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonrente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repeta an: "Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atrever. Ah, Rubn, si supieras cmo te odio!". Y antes todava, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abrindose paso con los codos sin pedir permiso a las seoras que empujaba, consegua acercrsele y saludarla en voz baja, volva a decirse, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparicin de la luz: "No hay ms remedio. Tengo que hacerlo hoy da. En la maana. Ya me las pagars, Rubn". Y la noche anterior haba llorado, por primera vez en muchos aos, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente segua en el Parque y la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. "Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no, me frego." Mir de soslayo alrededor: no haba nadie, poda intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella; el contacto le revel que transpiraba. Implor que ocurrera un milagro, que cesara aquella humillacin. "Qu le digo, pensaba, qu le digo." Ella acababa de retirar su mano y l se senta desamparado y ridculo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la vspera, se haban disuelto como globos de espuma.

-Flora -balbuce-, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco slo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, creme, nunca haba conocido una muchacha como t.Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vaco. Ya no poda aumentar la presin: la piel ceda como jebe y las uas alcanzaban el hueso. Sin embargo, sigui hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasn irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer valo de la avenida Pardo, y entonces call. Entre el segundo y el tercer ficus, pasado el valo, viva Flora.

Se detuvieron, se miraron: Flora estaba an encendida y la turbacin haba colmado sus ojos de un brillo hmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le haba parecido tan hermosa: una cinta azul recoga sus cabellos y el poda ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogacin pequeitos y perfectos.

-Mira, Miguel -dijo Flora; su voz era suave, llena de msica, segura-. No puedo contestarte ahora.

Pero mi mam no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio.

-Todas las mams dicen lo mismo, Flora -insisti Miguel-. Cmo iba a saber ella? Nos veremos cuando t digas, aunque sea slo los domingos.

-Ya te contestar, primero tengo que pensarlo dijo Flora, bajando los ojos. Y despus de unos segundos aadi-: Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.

Miguel sinti una profunda lastud, algo que se expanda por todo su cuerpo y lo ablandaba.

-No ests enojada conmigo, Flora, no? -dijo humildemente.

-No seas sonso -replic ella, con vivacidad-. No estoy enojada.

-Esperar todo lo que quieras -dijo Miguel-. Pero nos seguiremos viendo, no? Iremos al cine esta tarde, no?

-Esta tarde no puedo -dijo ella, dulcemente-. Me ha invitado a su casa Martha.

Una correntada clida, violenta, lo invadi y se sinti herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y que ahora le pareca una crueldad. Era cierto lo que el Melans haba murmurado, torvamente, a su odo, el sbado en la tarde. Martha los dejara solos, era la tctica habitual.

Despus, Rubn relatara a los pajarracos cmo l y su hermana haban planeado las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habra reclamado, en pago de sus servicios, el derecho de espiar detrs de la cortina. La clera empap sus manos de golpe.

-No seas as, Flora. Vamos a la matin como quedamos. No te hablar de esto. Te prometo.

-No puedo, de veras -dijo Flora-. Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme.

Pero despus ir con ella al Parque Salazar.

Ni siquiera vio en esas ltimas palabras una esperanza. Un rato despus contemplaba el lugar donde haba desaparecido la frgil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era posible competir con un simple adversario, no con Rubn. Record los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no poda hacer nada, estaba derrotado. Una vez ms surgi entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufra una frustracin: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba l, al frente de una compaa de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano, y seoras de joyas relampagueantes lo aplaudan. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalan los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada, murmurando su nombre. Vestido de pao azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante, mirando el horizonte. Levantada la espada, su cabeza describa media esfera en el aire: all, en el corazn de la tribuna estaba Flora, sonrendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubra a Rubn: se limitaba a echarle una brevsima ojeada despectiva. Segua marchando, desapareca entre vtores.

Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareci. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entr y subi directamente a su cuarto. Se ech de bruces en la cama; en la tibia oscuridad, entre sus pupilas y sus prpados, apareci el rostro de la muchacha -"Te quiero, Flora", dijo l en voz alta- y luego Rubn, con su mandbula insolente y su sonrisa hostil; estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubn se torcan para mirarlo burlonamente mientras su boca avanzaba haca Flora.

Salt de la cama. El espejo del armario le mostr un rostro ojeroso, lvido. "No la ver decidi. No me har esto, no permitir que me haga esa perrada."

La avenida Pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, camin hasta el cruce con la avenida Grau; all vacil. Sinti fro; haba olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que vena del mar y se enredaba en el denso ramaje de los ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubn juntos le dio valor, y sigui andando.

Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre, dueos del ngulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melans, Tobas, el Escolar lo descubran y, despus de un instante de sorpresa, se volvan haca Rubn, los rostros maliciosos, excitados. Recuper el aplomo de inmediato: frente a los hombres s saba comportarse.

-Hola -les dijo, acercndose-. Qu hay de nuevo?

-Sintate -le alcanz una silla el Escolar-. Qu milagro te ha trado por aqu?

-Hace siglos que no venas -dijo Francisco.

-Me provoc verlos -dijo Miguel, cordialmente-. Ya saba que estaban aqu. De qu se asombran?

O ya no soy un pajarraco?

Tom asento entre el Melans y Tobas. Rubn estaba al frente.

-Cuncho! -grit el Escolar-. Trae otro vaso. Que no est muy mugrento.

Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llen de cerveza. Miguel dijo "por los pajarracos" y bebi.

-Por poco te tomas el vaso tambin -dijo Francisco-. Qu mpetus!

-Apuesto a que fuiste a misa de una -dijo el Melans, un prpado plegado por la satisfaccin, como siempre que iniciaba algn enredo--. O no?

-Fui -dijo Miguel, imperturbable-. Pero