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Los nuevos herederos de Z apata CAMPESINOS EN MOVIMIENTO 1920-2012

Los nuevos herederos de Zapata A. Rocha Huerta Subsecretario José Martín Velázquez Pérez Subsecretario ... 2 Armando Bartra, Apuntes sobre la cuestión campesina,

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Los nuevos herederos de

Zapata Campesinos en movimiento

1920-2012

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ArmAndo BArtrA

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Zapata Campesinos en movimiento

1920-2012

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Partido de la Revolución DemocráticaSecretariado Nacional

Jesús Zambrano Grijalva Presidente

Alejandro Sánchez Camacho Secretario General

Armando Contreras Castillo Secretaría de Alianzas y Relaciones Políticas Nacionales

Manuel Spindola Grifaldo Secretaría de Comunicación, Difusión y Propaganda

Vladimir Aguilar García Secretaría de Planeación y Proyectos Especiales

Monica Soto Elizaga Secretaría de Equidad y Género

Lucio Borreguín González Secretaría de Seguridad, Justicia y Derechos Humanos

Alejandro Martínez Hernández Secretaría de Democracia Sindical y Movimientos Sociales

Julio César Tinoco Oros Secretaría de Relaciones Internacionales

Pablo Leopoldo Arreola Ortega Secretaría de Trabajadores del Campo, Desarrollo Rural y Pueblos Indios

Oscar Alberto Rosas Reyes Secretaría de Gobierno y Políticas de Bienestar Social

María Iliana Cruz Pastrana Secretaría de Acción Política Electoral

Rafael Guerrero Domínguez Secretaría de educación Democrática y Formación Política

Zac Mukuy Araceli Vargas Ramírez Secretaría de Asuntos Juveniles

Amilcar García Estrada Secretaría de Desarrollo Sustentable y Ecología

Xavier Garza Benavides Secretaría de Administración, Finanzas y Promoción de Ingresos

Omar Ortega Alvarez Secretaría de Organización y Desarrollo Partidario

Secretaría de Trabajadores del Campo, Desarrollo Rural y Pueblos indios

Directorio

Pablo Leopoldo Arreola Ortega Secretario de Trabajadores del Campo, Desarrollo Rural y Pueblos Indios

Jonatan Romero Vásquez Subsecretario

Octavio A. Rocha Huerta Subsecretario

José Martín Velázquez Pérez Subsecretario

Armando Bartra. Los nuevos herederos de Zapata. Campesinos en movimiento: 1920-2012

Cuidado de la edición:

José Martín Velázquez Jesús Fernández

Ilustracion de la cubierta: Fotografia; Juan Pablo Zamora/Cuartoscuro.com

Primera edición, diciembre de 2012

ISBN: 978-607-9219-07-9

Partido de la Revolución Democráti-ca. Benjamín Franklin núm. 84, Col. Es-candón, Delegación Miguel Hidalgo, 11800 México, D.F. • Secretaría de Trabajado-res de Campo, Desarrollo Rural y Pue-blos Indios.

Impreso en México / Printed in Mexico

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Índice

Presentación ................................................................................. 7

Noticia sobre estos nuevos herederos de Zapata ........................ 11

Introducción: de cómo se escamotea una historia ..................... 13

I. De la utopía conservadora a la utopía revolucionaria ................................................................... 17

II. La creación de un nuevo campesinado ............................. 23

III. Entre la sumisión y la independencia. El movimiento campesino en los años veinte .................. 35

IV. Los campesinos contra el agrarismo hecho gobierno. La cristiada ............................................. 53

V. El cardenismo: ascenso social y coyuntura ...................... 79

VI. A la defensiva: contrarreforma agraria y reflujo campesino ........................................................... 89

VII. El medio siglo. Otra vez por la tierra ............................... 105

VIII. Los años setenta y ochenta del siglo xx. Zapata cabalga de nuevo ................................................. 125

IX. El movimiento campesino entre dos siglos ...................... 199

X. Originarios: del congreso indígena de 1974 a la marcha del color de la tierra ....................... 225

XI. En el tercer milenio: ¡El campo no aguanta más! ........... 237

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XII. El movimiento campesino durante el gobierno de Calderón .................................................... 255

Colofón: ¿apocalípticos o integrados? .......................................... 275

Bibliografía ................................................................................... 287

Siglas y acrónimos ....................................................................... 299

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presentAción

Es un honor para la Secretaría de Trabajadores del Campo, Desa-rrollo Rural y Pueblos Indios del Partido de la Revolución Demo-crática, publicar éste libro titulado Los nuevos herederos de Zapata, campesinos en movimiento 1920-2012, escrito por un gran amigo, luchador, intelectual, sociólogo e investigador honesto, el Doctor Armando Bartra.

Esta publicación tiene un objetivo político, poner en las ma-nos de los campesinos, pueblos y comunidades indígenas la ven-tana abierta al conocimiento de la historia del movimiento cam-pesino que se mantiene “Alebrestado”, con un método didáctico adecuado, que ayuda a desentrañar el vasto panorama de la lucha campesina.

Nuestro autor desarrolla hipótesis con una claridad y profun-didad tal, que al terminar de leer cada uno de de los capitulos, la verdad florece como el campo en la primavera.

Conceptos que son debidamente documentados desde una op-tica económica, política y social con datos e indicadores objetivos, reflejo de la realidad, una de ellas es la conceptualización de las insurrecciones rurales del siglo XIX y XX que son la resistencia al capitalismo salvaje que se impone a sangre y fuego, desde la apli-cación de las Leyes de Reforma donde el proyecto económico se im-pone de manera despótica en contra de la voluntad de los pueblos y comunidades indígenas y en base en la explotación de los trabaja-dores “reforzando los yugos con nuevas cadenas”.

La Revolución Mexicana, que se considera el momento más al-gido sobre todo en el periodo armado de 1910 a 1920 que bien deno-mina el autor “La Utopía Revolucionaria”, en donde los campesi-nos plantean al fragor de la lucha y en el curso del combate que no es suficiente corregir algunos excesos de los terratenientes, hacen-dados y sus aliados funcionarios del gobierno, sino que se tiene que “arrancar la injusticia de raíz”, teniendo como base programatica de esta decisión, El Plan de Ayala.

Otro episodio es la institucionalización del agrarismo, base ju-rídica que sirvió para desarmar políticamente al campesino revo-lucionario, porque a partir de 1917, el Estado tiene el derecho a

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regular la propiedad territorial. “Obregón y Calles no reconocen el reparto zapatista, las 200 mil hectáreas que llegan a tener los cam-pesinos de Morelos no les han sido reconocidas y legalizadas como bienes comunales, sino que provienen del reparto ejidal, es dicir: han sido aotorgadas graciosamente por el gobierno”.

El reparto agrario es el mecanismo político para pacificar al país, “entrega de armas a cambio de una parcela”. Así la revolución hecha gobierno, “hace justicia”.

En la épcoca cardenista el reparto agrario deja de tener un carácter puramente político y se transforma en la palanca de un nuevo eje de desarrollo agropecuario. Después siguen lo gobiernos que están en contra de la Reforma Agraria y que tienen como prin-cipio la acumulación a través de la empresa privada. En los años setenta, donde el modelo económico se agota y reinicia el ascenso de la resistencia del movimiento campesino por tierra y recursos para la producción.

La solución a la crisis alimentaria requiere de la agricultura de riego, pero también de la temporalera, por lo que el gobierno pone atención a los aspectos de insumos, créditos, investigación y capacitación técnica. Esfuerzos insuficientes que no logran resolver dicha crisis y que por el contrario esta se acrecenta día a día.

Llegamos al fin del siglo XX, épcoca que abre una encrucijada para el campo y la vida rural campesina; en la segunda mitad de los años ochenta y principio de los noventa se desploma como resulta-do de políticas ecónomicas equivocadas como la entrada al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), posterior-mete se formaría la Organiación Mundial de Comercio y la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con su entrada en vigor el 1 de enero de 1994 y el levantamiento desde la selva chiapaneca por el EZLN diciendo, aquí estamos los no in-cluidos, los indios de México, manchando las pretenciones priístas neoliberales respecto a que el país entraba al primer mundo.

Nunca hubo políticas alternativas a la reducción del gasto ru-ral y al desmantelamiento y privatización de las intituciones del Estado que aportaban insumos como los fertilizantes, crédito, segu-ros, investigación agronómica y asesoría técnica, sistemas de alma-cenamiento, acopio de cosechas, abasto y agroindustrias operadas por el gobierno. Estos y otros temas de sumo interes son el conteni-do de este gran libro.

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En hora buena, gracias compañero y amigo Armando Bartra, nuestro mejores deseos para que sigas ayudadando desde tu trin-chera a darle rumbo a la luchas de las y los compañeros campe-sinos y a las comunidades y pueblos indigenas que se rehusan a desaparecer.

Noviembre, 2012

Pablo Leopoldo Arreola OrtegaSecretario de Trabajadores del Campo,

Desarrollo Rural y Pueblos Indios del PRD

presentación

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noticiA soBre estos nuevos herederos de ZApAtA

Me tropecé con los campesinos en los agitados setenta del pasado siglo, años en que las insurgencias populares entraban al relevo del movimiento estudiantil del 68.

Por entonces los rústicos andaban muy alebrestados: unos to-mando ingenios en Veracruz o bloqueando la salida de madera de la Sierra Juárez de Oaxaca, otros “recuperando” latifundios en todo el país y unos más echando tiros en las montañas de Guerrero.

Alentados por los sobrevivientes de la División del Norte y el Ejército Liberador del Sur, los revoltosos del campo revivían el zapa-tismo y el villismo acompañados por jóvenes urbanos o semiurbaniza-dos como Efrén Capiz, que había estudiado Leyes y trajinaba en Mi-choacán; el estudiante de arquitectura Arturo Albores, que se había ido a Chiapas; el economista Emilio García, que entonces se llamaba Plutarco y trabajaba en Morelos; el normalista Joel Aquino –el entra-ñable Benito–, que había regresado a su natal Yalalag, en Oaxaca.

A mí me daba por escribir y pronto empecé a dejar constancia de los movimientos en curso. Aunque algunos de mis textos apare-cieron en publicaciones universitarias, su cometido no era académico sino estrictamente político: ayudar a darle rumbo a la lucha desen-trañando el curso de los combates y la densidad de su circunstancia.

Algunos artículos referidos al movimiento agrario aparecieron en panfletos de difusión popular, pero en 1977 publiqué en una re-vista académica Seis años de lucha campesina,1 y en 1978 el libri-to titulado Apuntes sobre la cuestión campesina.2 Al año siguien-te apareció El panorama agrario en los setenta,3 y en 1980, Crisis

1 Armando Bartra, “Seis años de lucha campesina”, en Investigación Económica, Nueva época, Revista de la Facultad de Economía de la UNAM, núm. 3 julio-septiembre de 1977, pp. 157-209.

2 Armando Bartra, Apuntes sobre la cuestión campesina, Departamentos de Estudios Económicos y Sociales. Centro de Investigaciones Regionales. Universidad de Yucatán, 1978; segunda edición, Editorial Macehual y Comité de Publicaciones de los Alumnos de la ENAH, 1979.

3 Armando Bartra, “El panorama agrario en los setenta”, en Investigación Económica, núm. 150, vol. XXXVIII, octubre-diciembre, 1979, pp. 179-236.

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agraria y movimiento campesino en los setenta.4 Tiempo después comencé a ocuparme de los antecedentes históricos del movimiento rural en curso en ensayos como Cien años de lucha campesina a vuelo de pájaro,5 y en 1985 apareció Los herederos de Zapata. Mo-vimientos campesinos posrevolucionarios en México,6 que refunde reflexiones anteriores.

Integré Los herederos… durante 1984 en el punto más alto de la confrontación entre el movimiento campesino neozapatista y la administración de José López Portillo, el primer gobierno postagra-rista del siglo xx mexicano. Ese año la Coordinadora Nacional Plan de Ayala convocó a una marcha desde todos los estados de la Repú-blica, que culminó el 10 de abril con la toma simbólica de la capital por 100 mil campesinos encabezados por excombatientes de Ejerci-to Liberador del Sur, como don Longino Rojas y don Victorino Jimé-nez. En medio de esas calenturas el libro no podía ser académico. No lo es, y se le nota: la bibliografía empleada me sigue pareciendo aceptable dadas las circunstancias, y otras fuentes, incluidas las de primera mano, resultan bastante pertinentes, pero falla el aparato y con frecuencia faltan las referencias. Ni modo. A estas alturas rehacerlo es tarea imposible.

Hace años Editorial Era dejó de reimprimir Los herederos… y a principios de 2012 se presentó la oportunidad de hacer una nueva edición actualizada. Como en 1984, con la primera versión, para in-tegrar esta segunda eché mano de los numerosos artículos con que en años recientes he tratado de dar cuenta de un movimiento rural mexicano más alebrestado que nunca. El montaje y reescritura le añadió más de 100 páginas al texto original, lo que hace del presen-te un libro nuevo, que he titulado Los nuevos herederos de Zapata. Campesinos en movimiento: 1920-2012.

Armando Bartra.San Andrés Totoltepec, agosto de 2012

4 Armando Bartra, “Crisis agraria y movimiento campesino en los setenta”, en Cuader-nos Agrarios, núm. 10-11, año 5, diciembre 1980, pp. 15-66.

5 Armando Bartra, “Cien años de lucha campesina a vuelo de pájaro”, en Historias núm. 8-9, enero-junio 1985, INAH, pp. 29-51

6 Armando Bartra, Los herederos de Zapata. Movimientos campesinos posrevoluciona-rios en México, México, Editorial Era, 1985.

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introducción: de cómo se escAmoteA

unA historiA

Sabemos más de la prehistoria del socialismo en México que de las luchas campesinas posrevolucionarias

Si a principios de los años treinta del pasado siglo Chávez Orozco podía denunciar, con una frase lapidaria semejante a la que enca-beza este texto, que el hombre del pedregal era mejor conocido que los precursores del socialismo en nuestro país, hoy son otras y más graves las lagunas de la historiografía mexicana.

El panorama que ofrece la bibliografía referente a los movi-mientos sociales agrarios de las últimas ocho décadas es desolador. Los estudios de caso rescatables no pasan de algunas decenas y se pierden en un mar de temas inéditos, fuentes primarias no explora-das e inagotables testimonios orales por rescatar. Y si los estudios puntuales son escasos, lo son aún más las visiones de conjunto.

Paradójicamente las décadas posrevolucionarias son pródigas en escritos sobre las cuestiones rurales del periodo, pero su pers-pectiva casi nunca es el movimiento social. Abundan los estudios sobre el desarrollo de los aparatos agrarios del Estado y su marco jurídico; las reseñas acerca del discurso agrarista oficial y oficioso; los datos sobre el reparto territorial y su evolución cuantitativa; las evaluaciones y propuestas agrícolas de carácter técnico, económico o administrativo; abundan también las investigaciones puntuales sobre casos extremadamente acotados en el espacio y el tiempo; pero las investigaciones de gran visión sobre el movimiento social agrario de la época brillan por su ausencia.

Esta unilateralidad bibliográfica no es casual. Si los estudios agrarios referentes a la época se ocupan predominantemente de instituciones, leyes, discursos, estadísticas, cuestiones agrícolas y estudios de caso es porque esto parece ser lo decisivo en el mundo rural posrevolucionario. En última instancia el enfoque institucio-

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nal, dominante en el tratamiento libresco del agrarismo, es refle-jo de la institucionalización de la reforma agraria. La indiscutible preeminencia del movimiento social durante la etapa armada de la revolución le imprime a la mayoría de los estudios y testimonios sobre este periodo el sello de la historia político-social; por el con-trario, cuando la revolución se hace gobierno y transforma al agra-rismo en una tarea institucional y más tarde cuando los gobiernos neoliberales tratan de desembarazarse de la incómoda herencia agrarista, la abrumadora mayoría de los investigadores asumen estas perspectivas y lo describen y estudian como un proceso pura-mente burocrático o se aproximan a él con mirada de entomólogo y más interesados en los detalles que en el conjunto.

Si nos atenemos a su reflejo historiográfico, con el fin de la revolución armada pareciera haberse clausurado el movimiento social agrario, para ser sustituido definitivamente por la práctica agraria institucional y en el mejor de los casos el regateo local en corto. En la versión libresca, el movimiento campesino –que había sido sujeto histórico en los años heroicos de la “etapa destructiva” de la revolución–, se transforma en objeto de un proceso burocrático en la “etapa constructiva” y deviene trajinar localista a contrapelo cuando con los tecnócratas en el gobierno el agrarismo amaina.

El agrarismo –vuelto ley desde 1917– se hace gobierno en 1920 y desde entonces la biografía de ese gobierno es su historia. En esta perspectiva historiográfica el movimiento campesino se esfuma des-de la tercera década del siglo, pero a partir de la quinta década lo que se esfuma no es solo su movimiento, sino los propios campesinos.

La indudable modernización e industrialización del país desde los años cuarenta es fuente de una difundida ilusión ideológica. Los adalides de la modernidad, poseídos por la irrefrenable urgencia de dejar atrás al país agrario, confunden sus deseos con la realidad y anuncian la cercana erradicación del “atraso” social, vencido por los modernos polos de desarrollo agrícola, y la inminente desaparición del campesinado que se confirma censo a censo.

Si el agrarismo institucional de las primeras décadas había creado la imagen de un campesinado pasivo y objeto de la reforma agraria, los mitos ideológicos del productivismo desarrollista van más lejos: remplazan al agrarista por el productor ejidal y ven en este una figura transitoria a la que pronto sustituirá el empresario agrícola.

Tras el velo de la ideología agraria oficial desaparece prime-ro el movimiento campesino y después se hace fantasmal al propio

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campesinado como clase. Influidas por esta ideología, las investiga-ciones rurales se orientan cada vez más a los problemas agrícolas y estructurales o a “estudios de caso”: curiosidades antropológicas o micro sociológicas que involuntariamente dan cuenta de la margi-nalidad que hoy se le atribuye a lo rural. Después de 1940, la his-toria política de la reforma agraria hecha gobierno deja lugar a la historia económica del desarrollo agrícola impulsado por el Estado. El gobierno que repartió tierra en el medio siglo construye presas, hace carreteras y concede créditos. El movimiento campesino re-sulta cada vez más borroso. Y desde los ochenta del pasado siglo lo rural deviene ámbito incómodo que debe ser redimensionado; amol-dado a los requerimientos de una globalización asimétrica cuya víc-tima más directa son los campesinos, cuya lucha es a contrapelo de una modernidad que los excluye.

El Estado surgido de la revolución no solo le arrebató al mo-vimiento rural las banderas agrarias; también le sustrajo a sus posibles cronistas e historiadores. Pero si la historiografía nos ha escamoteado gran parte de la crónica de los movimientos agrarios posrevolucionarios, sustituyéndola por la biografía política y eco-nómica del agrarismo de Estado, esto no quiere decir que la lucha campesina se haya suspendido. Los movimientos están ahí y su historia, en gran medida todavía espera ser escrita.

Incluso en el supuesto de que efectivamente el movimiento campesino posrevolucionario hubiera perdido por completo la ini-ciativa después de 1920, e incluso admitiendo la hipótesis de que la industrialización de las siguientes décadas hubiera descampe-sinizado aceleradamente al país, la historia social de los movi-mientos rurales en los últimos 90 años debería hacerse. Aunque solo fuera para demostrar que los campesinos han perdido la ba-talla, sería necesario emprender el rescate historiográfico de sus luchas de agonía. Tanto más cuando la insurgencia rural de los últimos años hace pensar que pese a su erosión demográfica, lejos de diluirse, los campesinos subsisten y en muchos casos retoman la iniciativa. Sea el campesinado mexicano un sector en extinción o una clase que se transforma y permanece, hay que escribir su historia reciente, pues solo en ella puede fundarse seriamente una u otra interpretación.

La tarea no es fácil, de modo que este ensayo solo pretende llamar la atención sobre su urgencia y aventurar algunas hipótesis preliminares.

introducción: de cómo se escamotea una historia

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i. de LA utopÍA conservAdorA A LA utopÍA revoLucionAriA

Quizá, al principio, se fueron a la revolución “porque no querían cambiar”, pero puestos a hacer...

Antes de abordar el estudio de las luchas agrarias posrevolucio-narias, un primer problema es su ubicación en el panorama más amplio del movimiento campesino moderno de nuestro país. Los elementos de continuidad y cambio en los conflictos rurales de los siglos xix y xx exigen una hipótesis de periodización que destaque las particularidades de la última etapa.

Conscientes del carácter esquemático y simplificador de la hi-pótesis, proponemos la distinción entre dos grandes épocas de la lucha campesina: la primera, constituida por los movimientos ru-rales decimonónicos, y la segunda, conformada por el movimiento campesino que arranca de la revolución de 1910. En esta perspec-tiva las últimas dos décadas del porfiriato aparecen, como gozne y punto de ruptura entre dos periodos históricos.

Siglo xix. Las utopías conservadoras

Las espectaculares insurrecciones rurales del siglo xix presentan una gran heterogeneidad, pero en su conjunto podrían caracterizar-se como manifestaciones de la resistencia rural a la expansión de una sociedad burguesa que impone sus premisas a sangre y fuego y por una vía socialmente reaccionaria. La sociedad rural decimo-nónica, y particularmente las comunidades indígenas, se enfrentan a una nueva oleada expropiadora que se profundiza en la segunda mitad del siglo con la aplicación de las leyes de reforma; y los esta-llidos agrarios se multiplican.

El carácter defensivo y conservador de las insurrecciones in-dígenas del xix es evidente, como es incuestionable la naturaleza económicamente progresiva del proyecto modernizador del libera-lismo mexicano basado en la desamortización. Pero la resistencia rural al “progreso”, impregnada de milenarismo e idealizadora del

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pasado, no puede calificarse fácilmente de reaccionaria, si tomamos en cuenta que en nuestro país el proyecto burgués no se impone por una vía democrático-popular sino a través del despotismo y la expo-liación de los trabajadores.

No todo movimiento económicamente conservador es social-mente reaccionario, sobre todo cuando el progreso material y el de-sarrollo de las fuerzas productivas no significan una liberación, así sea parcial, sino un reforzamiento de los viejos yugos a los que se adicionan nuevas cadenas.

Mucho se ha dicho sobre las limitaciones y distorsiones del desarrollo del capitalismo en un país periférico. Cabría destacar aquí un componente más de su carácter social: en nuestros países las reformas burguesas no aparecen como ruptura de la servidum-bre agraria, y con la liberación de las tierras no se emancipa a los hombres. El desarrollo capitalista periférico es incompatible con una auténtica transformación democrática-revolucionaria de la vieja estructura rural, y las guerras campesinas que lo preludian no impulsan el proceso “modernizador” sino que intentan frenar-lo. Frente a un “progreso” burgués despótico y desde su inicio ex-poliador, los campesinos no pueden menos que comportarse como conservadores.

Porfiriato. En la horma

Para fines del siglo xix las insurrecciones indígenas han sido derro-tadas, las fisuras en el seno de las clases poseedoras se han cerrado y la inestabilidad política que define al periodo de la “anarquía” ha quedado atrás. La reconciliación en el seno de la clase domi-nante, fincada en una expansión económica que beneficia por igual a liberales y conservadores, le cierra las puertas a las rebeliones agrarias. La “paz” porfirista está sellada por la derrota de las insu-rrecciones indígenas.

Pero la modernización no ha transformado a los campesinos en trabajadores “libres”. Sin duda las relaciones agrarias han cam-biado y un nuevo tipo de trabajador rural comienza a configurar-se, pero nada más lejano a un auténtico proletariado del campo. Durante el porfiriato el trabajo rural se unce al carro de la acu-mulación de capital agrícola y se somete a las necesidades de una incipiente industrialización. De esta manera, la relativa autonomía del campesinado comunitario del pasado sufre un golpe de muerte;

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sin embargo la explotación rural no adopta las formas típicas del trabajo asalariado.

El peón acasillado no es un trabajador libre y a través del “pe-gujal” reproduce una ilusoria condición campesina que debe agra-decer a su patrón. Por otra parte, los aparceros y arrendatarios solo conservan su condición de productores independientes mientras así convenga al dueño de la tierra. Las propias comunidades, que en muchos casos subsisten, están subordinadas a las necesidades la-borales de la hacienda, la finca o la plantación, y hasta los traba-jadores “libres” del norte son en verdad jornaleros itinerantes que dependen del pluriempleo en minas, tendido de vías férreas, pizcas, etcétera, y su inestabilidad laboral reproduce en ellos expectativas campesinas.

Sometido a una acumulación de capital rudimentaria pero omnipresente, y resultado de la violenta cancelación de la relativa autonomía comunitaria anterior por la vía de la expropiación te-rritorial, el acasillamiento y el enganche forzoso, este nuevo cam-pesino es un derrotado. El nuevo orden de cosas se ha impuesto a sangre y fuego y las ilusiones milenaristas tienen que ceder ante la evidencia.

Durante las décadas de estabilidad porfirista y “paz social”, los explotados del campo asumen en mayor o menor medida su nueva condición: los grandes propietarios están ahí para quedarse, pero es necesario negociar la coexistencia con ellos. La lucha se hace menos espectacular, pero no se cancela: infinitas reclamaciones pacíficas, solicitudes, trámites y rebeldía personal que deriva en bandidaje ca-racterizan la resistencia campesina en las décadas “pacíficas”. La re-beldía abierta de las grandes insurrecciones orientadas a restaurar el pasado deja su lugar al sordo regateo dentro del orden presente.

1910-1920. La utopía revolucionaria

El paréntesis de “paz social” es corto. Después de un breve periodo de expansión, el modelo de acumulación se agota, y el “milagro por-firista” comienza a resquebrajarse. La clase dominante presenta de nuevo fisuras, aunque los grupos en pugna ya no son los mismos del pasado.

Pero si el porfiriato ha creado nuevos sectores en la clase po-seedora y engendrado en ella nuevas contradicciones, también ha creado una nueva clase explotada rural, cuyos conflictos con el or-

i. de la utopía conservadora a la utopía revolucionaria

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den establecido son inéditos. Al agotarse el modelo de desarrollo y romperse la unidad de la clase dominante, los campesinos se lan-zan una vez más a la lucha; esta será una insurrección agraria de nuevo tipo.

Para los campesinos de la segunda década del siglo xx la res-tauración del pasado comunitario ya no es una alternativa viable. En un primer momento, la coyuntura revolucionaria creada por un sector rebelde de la burguesía es vista por los campesinos como una simple oportunidad de prolongar su regateo por pequeños espacios de supervivencia. No se espera de la revolución maderista que mo-difique el orden establecido, pero sí que repare algunas injusticias menores. Canceladas sus grandes utopías restauradoras del siglo xix, el campesinado hace su reaparición en el escenario político del siglo xx con expectativas muy modestas.

Pero esto es solo el principio. La lucha es una gran maestra y en el curso del combate los campesinos miden su fuerza y radicali-zan su crítica al orden existente. Tras unos cuantos combates cam-bia el planteamiento: ya no se trata de corregir algunos excesos, hay que arrancar la injusticia de raíz. Y si la utopía restauradora ya no es creíble, hay que inventar una utopía revolucionaria.

El proceso de radicalización no es sencillo ni lineal, mucho me-nos homogéneo. Algunos, como los yaquis, no abandonan nunca sus banderas restauradoras y transitan como extraños por una revolu-ción que los usa y a la que usan pero con la que no se identifican. Otros, en el sureste del país, viven la revolución como una guerra extranjera cuyos actores les mandan emisarios y sobre todo ejérci-tos de ocupación a los que hay que resistir apoyando a las oligar-quías locales; las banderas campesinas de la revolución llegarán al sureste mucho más tarde y mezcladas con un agrarismo que en el centro es ya institucional. Pero si la utopía revolucionaria cam-pesina no alcanza a todos o no llega a tiempo, es indudable que, en casi 10 años de violentos combates, la alternativa agraria radical, nacida en Morelos y aclimatada en otras regiones, se transforma en una innegable realidad política nacional.

El campesinado mexicano, que a lo largo del siglo xix resistió infructuosamente la instauración del orden burgués y que durante el interludio porfirista aceptó su derrota y asumió la nueva reali-dad, emprende, durante la segunda década del siglo xx, la crítica práctica de este nuevo orden; y esta crítica ya no es restauradora, sino revolucionaria. Quizás en un principio los campesinos se rebe-

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laron porque no querían cambiar, pero puestos a hacer, se decidie-ron a cambiarlo todo.

Para el movimiento campesino la revolución de 1910 no es el fin de un periodo sino el principio de otro; no se trata de la última insurrección agraria conservadora, se trata de la primera batalla de la guerra campesina revolucionaria. Con ella no se clausura el ciclo insurreccional del xix, se inaugura el combate rural del siglo xx.

Y este combate se inicia con una derrota, pero se trata de una derrota quizá inevitable y en todo caso extremadamente fructífera. Con una década de lucha, el campesinado se crea un nuevo espacio económico en la sociedad burguesa; la reforma agraria institucio-nal no es el Plan de Ayala, pero expresa una correlación de fuerzas en la que las demandas campesinas pueden ser refuncionalizadas pero no negadas. Y con la revolución el campesinado se crea, sobre todo, un nuevo espacio político; el agrarismo radical puede ser ma-nipulado y castrado por el Estado, pero en la medida en que se va institucionalizando y domesticando en la revolución hecha gobier-no, reaparece en el movimiento campesino como una bandera inde-pendiente. Si los avatares y las frustraciones del agrarismo institu-cional expresan la derrota de la revolución zapatista, el agrarismo revolucionario se asocia, en la conciencia campesina, con la necesi-dad de una nueva y auténtica revolución.

Las luchas agrarias posrevolucionarias son la expresión de esta contradicción. Entre el sometimiento y la rebeldía, el movi-miento campesino se va deslindando de un régimen burgués cada vez menos adornado de afeites populistas, y el campesinado va descubriéndose irreconciliable también con las nuevas formas del capital y constituyéndose en una clase revolucionaria contemporá-nea. Pero en esta tarea el pasado no es un lastre: la revolución de 1910-20 dramatiza el potencial político del campesinado y el zapa-tismo alimenta ideológicamente el nuevo proyecto.

i. de la utopía conservadora a la utopía revolucionaria

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ii. LA creAción de un nuevo cAmpesinAdo

La misma gata pero revolcada

El movimiento campesino después de 1920 prolonga los combates agrarios de la revolución en un nuevo contexto. La derrota de las fuerzas campesinas revolucionarias y la recuperación de sus ban-deras por el nuevo Estado burgués no cancelan la lucha, pero sin duda cambian el terreno y las reglas del juego.

Reconstruir la historia social de este proceso demanda desta-car tanto las persistencias como las rupturas y la discontinuidad política; pero supone también la reconstrucción de los cambios es-tructurales. Si los campesinos que hicieron la revolución habían ex-perimentado los males de un capitalismo emergente, durante los últimos 90 años el capitalismo mexicano se ha transformado pro-fundamente y los campesinos, que han padecido este cambio, se han transformado también.

La historia de estos cambios estructurales puede emprender-se de muchas maneras y un abordaje privilegiado es sin duda, el análisis económico. Sin embargo para los fines de este ensayo, que se centra en la historia social, puede ser más útil destacar el sur-gimiento de nuevos rasgos en la población trabajadora rural, a la luz de los grandes virajes en la reforma agraria. Sin duda, la polí-tica agraria del Estado no explica las transformaciones del campe-sinado que provienen del desarrollo automático de las relaciones capitalistas, pero también es cierto que la acción institucional ha influido de manera decisiva en el desarrollo agrario de las últimas décadas y que las series estadísticas, económicas y demográficas no iluminan estos aspectos del proceso.

De Obregón al maximato. La reforma política

Durante la primera década de la posrevolución la reforma agraria no modifica significativamente la estructura económica del campo mexicano. Sin duda, 10 años de revolución han dejado una profun-

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da huella, pero la acción del Estado se orienta más bien a resta-ñar las heridas y restablecer el funcionamiento de la estructura preexistente.

Para el grupo de Sonora, la reforma agraria es una herramien-ta política de pacificación y no un proyecto de desarrollo agrícola. Desde la perspectiva de los norteños, la modernización de la pro-ducción agropecuaria deberá correr por cuenta de los viejos y nue-vos empresarios privados; la hacienda debe dinamizarse, pero na-die piensa en sustituirla.

Pero si en la inmediata posrevolución no hay un nuevo mode-lo de desarrollo económico rural, sí hay un importante cambio en las relaciones sociales que modifica sustancialmente la relación del campesino con los terratenientes y el Estado.

Durante el porfiriato la fuerza de trabajo rural seguía parcial-mente vinculada a la tierra, pero esta vinculación estaba, cada vez más, mediada por el terrateniente. Era el hacendado quien conce-día el pegujal a sus peones acasillados y quien proporcionaba tie-rras a los aparceros o arrendatarios; en la práctica era también el hacendado quien permitía que subsistieran las comunidades pe-riféricas a su dominio, en la medida en que necesitaba su fuerza de trabajo estacional. Con la revolución esta situación se modifica; ciertamente hasta los años treinta del pasado siglo, la distribución de las tierras no sufre cambios importantes y el campesinado no recibe mucho más de lo que tenía, pero ahora su posesión ya no pro-viene del terrateniente sino del Estado.

Económicamente la función del ejido es semejante a la del pe-gujal o la aparcería: reproduce la fuerza de trabajo que la empresa privada solo necesita estacionalmente. Pero políticamente el ejido supone un cambio radical: es el Estado el que media entre el cam-pesino y la tierra, y es también el Estado, por tanto, el que media entre el campesino y el terrateniente.

Al proponer un reparto ejidal pegujalero, Luis Cabrera no plantea una revolución en la estructura económica del campo, pero sin duda introduce un cambio político revolucionario. Sin modificar drásticamente la tenencia de la tierra, el Estado se legitima ante el campesino, adquiere una base social popular y coloca una espada de Damocles sobre los terratenientes con veleidades restauradoras.

Desde ese momento, y hasta la aprobación de las reformas al artículo 27 constitucional en 1992, el campesinado mexicano adqui-rió un nuevo rasgo definitorio: su parcela era prestada, su acceso a

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la tierra era una concesión estatal y además precaria, pues quien da condiciona, y en última instancia puede retirar lo concedido. Como la Corona durante la Colonia, el moderno Estado mexicano era el gran concededor de tierras, pero con un poder mil veces más eficaz.

Cardenismo. La reforma económica

La utilización de la reforma agraria como un proyecto de transfor-mación de la estructura económica rural tiene que esperar a la se-gunda década de la posrevolución y es obra del cardenismo. Con la presidencia de Lázaro Cárdenas el reparto agrario deja de tener un carácter puramente político y se transforma en la palanca de un nuevo eje de desarrollo agropecuario.

La reforma agraria cardenista no solo cambia la relación po-lítica del campesinado con el Estado, cambia también la ubicación económica de un importante sector de los ejidatarios. Al entregarse a los campesinos tierras de riego y zonas con agricultura de plan-tación, los ejidatarios aparecen por primera vez como productores mercantiles y no solo como reproductores de fuerza de trabajo. El ejido deja de ser un puro reducto de la economía de subsistencia para transformarse en un sector comercial.

Antes de la reforma cardenista el campesino se relacionaba con el capital en tanto que jornalero y con el Estado en las cuestio-nes de la tenencia de la tierra. La división de funciones era clara: el empresario debía producir y para ello necesitaba fuerza de trabajo, pero el empleo rural es estacional y los jornaleros necesitan comer durante todo el año, cuestión de la cual se ocupaba el Estado dotán-dolos de ejidos de subsistencia.

Con el ejido cardenista el esquema se complica notablemente. La relación anterior no desaparece: muchos trabajadores del cam-po siguen siendo jornaleros y la mayoría de los ejidos son simples pegujales de infrasubsistencia; pero junto a esta estructura apa-rece un nuevo tipo de campesino: el pequeño productor mercantil asociado o parcelario. Este ejidatario inédito ya no solo depende del Estado para su acceso a la tierra, ahora depende también de él para obtener el agua, el crédito y las vías de comercialización que su mo-derna producción demanda. El Estado aparece ante este campesi-no no solo como ejecutor del reparto territorial, sino también como portador de los insumos agrícolas y el capital. Y la dependencia se profundiza y se hace aún más conflictiva.

ii. La creación de un nuevo campesinado

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Pero este nuevo ejidatario inmerso en el mercado no solo se relaciona con el capital del Estado; en muchos casos su comprador y habilitador es el capital privado, y además tiene que competir con productores empresariales que operan en su colindancia y le dispu-tan tierra, agua, crédito y mercado.

Este campesino reformado sigue siendo un trabajador explo-tado, pero ahora su relación con el capital se ha complicado; para subsistir tiene que vender, comprar, endeudarse... Su contacto con el capital ya no se reduce a la relación con el patrón que lo contrata como jornalero, ahora el patrón se multiplica; el Estado y sus agen-cias son nuevos patrones, pero también lo son el capital comercial y el agroindustrial, que habilitan y compran su producto. La explota-ción se vuelve multiforme.

Este nuevo productor agrícola ejidal, que se diferencia de la masa preexistente de campesinos que combinan el jornal con la economía autoconsuntiva, llega para quedarse. Así como la reforma agraria cardenista se sobrepone al modelo anterior sin eliminarlo, la con-trarreforma de los gobiernos subsecuentes subordina y erosiona al sector ejidal mercantil pero no lo suprime.

Después de Cárdenas, el sector ejidal inserto en el mercado y más o menos moderno no ha dejado de existir y una parte del cam-pesinado mexicano contemporáneo es resultado de esta reforma.

Los gobiernos de la contrarreforma agraria. Polarización rural

A partir de los años cuarenta el Estado promueve un modelo de desarrollo agrícola con prioridades muy distintas a las del carde-nismo. Una vez más, como en los años veinte, la empresa privada aparece como único eje de acumulación, pero ahora el gobierno no solo le garantiza su acceso a la tierra y su dotación de fuerza de trabajo; también le ofrece, sin costo, una creciente infraestructura hidráulica y de comunicaciones.

Pero los flamantes polos de agricultura moderna tienden a buscar las grandes utilidades de la exportación, o las de la produc-ción para los consumidores internos de altos ingresos. El sector eji-dal, relegado de las políticas de desarrollo, no puede sin embargo suprimirse, pues es el único capaz de producir bienes salario y gran parte de las materias primas que requiere la agroindustria nacio-nal. Confiado en la infinita capacidad de trabajo y sacrificio de los

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pequeños campesinos, el Estado se limita a vigilar su reproducción y sobre todo a captar sus excedentes.

Así pues, las tres décadas de la contrarreforma agraria no in-troducen cambios políticos espectaculares en el campesinado mexi-cano, pero los sectores surgidos en los primeros 20 años de la pos-revolución padecen los efectos de desarrollo económico. El sector de subsistencia depende cada vez más del jornal, y el crecimiento demográfico, no compensado por el raquítico reparto agrario, ge-nera una masa creciente de campesinos sin tierra; pero el trabajo asalariado tampoco garantiza su reproducción, de modo que el cre-cimiento poblacional sigue gravitando sobre la raquítica economía campesina familiar. Por su parte, el sector plenamente mercantil o que produce excedentes significativos, se especializa en los cultivos que el capital desdeña, y se le obliga a producir en las peores condi-ciones y con los precios más bajos.

Las ilusiones políticas en el reparto agrario de los años veinte y las expectativas económicas del reparto agrario cardenista son cosa del pasado. Después de 1940 el campesino se enfrenta sin atenuan-tes a su auténtica condición, y la situación se agrava año tras año.

Los años setenta. Crisis agraria y extensión del capital de Estado en el campo

En la década de los setenta del pasado siglo, el modelo de desarro-llo se agota y también la paciencia campesina. El ascenso de las luchas agrarias será tratado en próximos apartados; de modo que aquí nos limitaremos a señalar los cambios que las políticas agra-rias introdujeron en el campesinado.

Como era previsible, la crisis agrícola que arranca en los seten-ta se expresa principalmente en el sector que produce para el mer-cado interno, de modo que el Estado se ve obligado a reconsiderar su relación con los productores campesinos. El sector ejidal aparece como un potencial e indispensable eje de desarrollo, pero su despe-gue demanda crédito, infraestructura y una nueva organización del trabajo. El discurso cardenista, en sus aspectos productivistas, re-aparece: el ejido colectivo ya no visto como “hacienda sin hacendado”, sino como “empresa agrícola sin empresario”, tal es la panacea.

Como en el cardenismo, los ejidatarios que disponen de tierras con potencial agrícola se enfrentan a un Estado interesado en ha-cerlos producir, pero con el agravante de que en los años setenta

ii. La creación de un nuevo campesinado

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del siglo xx el productivismo gubernamental no va acompañado del estímulo a la movilización social. Y una condición campesina, sur-gida por primera vez en los años treinta, se generaliza: muchos eji-datarios, “beneficiados” por la organización colectiva, se transfor-man en jornaleros del banco, el Fideicomiso, la Unión Ejidal. Como los asalariados auténticos, carecen de autonomía, pero a diferencia de ellos tienen que asumir los riesgos de la producción.

Con los “colectivos” una nueva forma de proletarización se ex-tiende en el campesinado; pero al igual que las formas tradiciona-les propias de los jornaleros agrícolas estacionales, se trata de una proletarización incompleta que se asocia indisolublemente a rasgos campesinos. Así como el jornalero eventual sigue vinculado de una u otra forma a la comunidad y a la economía doméstica, el asalaria-do virtual del colectivo no puede reducirse a cobrar su jornal, pues el Estado es mal empresario y si el campesino se desentiende de los problemas de la producción corre el riesgo de quedarse sin sueldo y endeudado.

Durante la segunda mitad de los setentas, un nuevo rasgo de la política agraria estatal comienza a modificar el panorama rural. El ejidatario pegujalero, el campesino de subsistencia que desde los primeros años posrevolucionarios había sido definido como simple reproductor de fuerza de trabajo y al que el Estado se había limita-do a dotar de algunas tierras, siempre las peores, cobra de pronto una renovada importancia. La crisis alimentaria no puede resolver-se exclusivamente con base en la agricultura de riego, y la sobrex-plotación de las tierras de alto potencial agrícola obliga a desviar la vista hacia las tierras temporaleras y sus poseedores. El Estado descubre que hasta los campesinos más pobres comercializan algu-nos excedentes y se propone impulsar su producción.

Las agencias económicas del Estado irrumpen en las áreas de temporal intentando remozar la pequeña economía campesina. Y vaya que esta lo necesita. Constreñidos en tierras pobres y esca-sas, los campesinos se han visto obligados a empobrecerlas toda-vía más. Décadas de sobreexplotación han desplomado la fertili-dad, y los productores necesitan desesperadamente mantener los rendimientos.

La incursión del Estado en la economía temporalera se recibió con justificada desconfianza por los campesinos, pero en muchos casos la miseria pudo más, y se aceptaron el crédito, los fertilizan-tes, los insumos modernos. Con esta nueva acción agraria incluso

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los campesinos más remontados, que por décadas se mantuvieron al margen de los agentes económicos del agrarismo estatal, comenza-ron a establecer nuevas relaciones: junto al usurero operó el Banco Nacional de Crédito Rural (Banrural), al lado del acaparador apa-reció la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo), oleadas de técnicos y promotores incursionaron en las zonas más inhóspitas.

Y las relaciones se volvieron conflictivas; el frágil equilibrio de la pequeña economía campesina se rompe fácilmente y la expecta-tiva de beneficios con frecuencia resulta ilusoria. Pero, además, la modesta “modernización” de una parte de la economía temporalera creó dependencia con respecto a los insumos, y la violenta eleva-ción de sus precios, que en otras condiciones hubiera afectado me-nos a este sector, amenazaba con hacerles pagar cara su precaria modernización.

Fin de siglo. El campo mexicano en la encrucijada

Desde los años setenta del siglo pasado la agricultura mexicana en-frentaba problemas de crecimiento que las medidas estatistas de los gobiernos de Echeverría y López Portillo (1970-1982) agravaron. Pero el campo se desfondó durante la segunda mitad de los ochenta y en los noventa como resultado de las políticas derivadas primero de nuestra entrada al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) y después de la firma del Tratado de Libre Co-mercio de América del Norte (TLCAN), por las que el Estado se reti-ró desordenadamente de las funciones económicas que había venido asumiendo.

El problema no fue solo la reducción del gasto público rural y el desmantelamiento o privatización de las instituciones de Estado que aportaban insumos, crédito, seguros, investigación agronómica y asesoría técnica, así como sistemas de almacenamiento, acopio y abasto, y un extenso sector agroindustrial operado por el gobierno.

Lo más grave es que nunca hubo política alternativa, salvo una ciega fetichización del mercado según la cual todo consiste en aprove-char nuestras “ventajas comparativas” importando cereales, legumi-nosas, cárnicos y lácteos de los que presuntamente somos malos pro-ductores, mientras que exportamos algunas frutas y hortalizas que se nos dan bien. El resultado fue una seria dependencia alimentaria y una no menos drástica dependencia en puestos de trabajo.

ii. La creación de un nuevo campesinado

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En el arranque del tercer milenio México compra en el exterior más del 40% de los alimentos que consume: decenas de millones de toneladas de maíz, trigo, frijol y arroz, además de oleaginosas, car-ne, lácteos y otros productos básicos. Y el problema no está solo en que para comer dependemos principalmente de importaciones es-tadounidenses, sino también en que el desmantelamiento de nues-tra agricultura fue desigual, de modo que mientras se estancaba la cosecha maicera campesina el agronegocio controlaba la mayor parte de la producción nacional de este grano, lo que genera una frágil autosuficiencia en maíz blanco para consumo humano, que no es verdadera seguridad alimentaria pues las inversiones empre-sariales en maíz para tortillas se trasladarán a maíz para etanol o a cualquier otro cultivo que genere mayores dividendos. Lo que ya está sucediendo, pero como en México por ley no podemos emplear maíz en la producción de agrocombustibles mientras no seamos excedentarios, algunos empresarios del norte dejaron de sembrar maíz para sembrar sorgo, que es equivalente y cuyo uso para la ge-neración de etanol no está prohibido.

La combinación de cambio climático que hace más erráticas las cosechas, estrangulamiento energético que las encarece, crisis alimentaria que se expresa en escasez y carestía, y recesión eco-nómica que vuelve más pobres a los pobres y debilita la capacidad importadora de granos de las economías frágiles, provocaron una emergencia global y la modificación de los paradigmas neoliberales que habitualmente manejaban los organismos multilaterales, de modo que en los años recientes no solo la Organización de las Na-ciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación sino también el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional están acon-sejando incrementar las inversiones en agricultura, apoyar la pro-ducción interna de alimentos y fortalecer a la economía campesina.

Recomendaciones que casi todos los países han seguido en al-guna medida, con excepción de México, que mantiene las añejas recetas mercadócratas. Y el encarecimiento de los granos se vuelve un problema grave para un país dependiente como el nuestro, cu-yas importaciones por este concepto han elevado notablemente sus costos en los últimos años, al extremo de que para la segunda déca-da del siglo XXI bordearon los 20 mil millones de dólares anuales, monto semejante al de los ingresos por remesas enviadas por los migrantes, que en 2007 habían llegado a 24 mil millones pero por la recesión económica están en franca disminución. Así, importar

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alimentos estadounidenses cosechados allá por mexicanos y “expor-tar” campesinos mexicanos que podrían producir aquí esos mismos alimentos, dejó de ser un “buen negocio” que generaba utilidades netas por unos 10 mil millones de dólares anuales y amenaza con arrojar saldo rojo.

Lo que enfrenta México en el arranque del tercer milenio es la erosión generalizada del mundo rural. Un curso prolongado y multidimensional de deterioro, degradación y desarticulación con momentos agudos delimitados en el tiempo y el espacio. Erosión en curso que de no rectificarse a tiempo avanza hacia una crisis general provocada por la combinación de múltiples conflagraciones puntuales estallando de manera simultánea y retroalimentándose:

Erosión económica, manifiesta en incertidumbre, poca • rentabilidad y bajo crecimiento: un sector de la produc-ción que entre 1945 y 1976 se expandía a una tasa prome-dio anual de 3.8%, entre 1982 y 2008 bajó su tasa de creci-miento a 2% y en los años del TLCAN, de 1994 a 2011, la expansión anual fue de solo 1.8%. En particular las cose-chas de granos y oleaginosas se estancaron desde 1980 en alrededor de 30 millones de toneladas y paralelamente en los últimos 15 años se perdieron 2.5 millones de empleos rurales.Erosión de la seguridad alimentaria, manifiesta en cre-• ciente necesidad de importar comida, pues mientras que en 1998 la dependencia del país en alimentos era de 15%, en 2009 fue de 42%: 33% del maíz, 50% del trigo, 70% del arroz, 97% de la soya, 20% de la carne de res, 33% de la carne de cerdo, 14% de la carne de pollo, 13% de la leche.Erosión ecológica, manifiesta en pérdida de bosques, de-• gradación de suelos, contaminación de aguas, desapari-ción de especies, desarticulación de ecosistemas.Erosión social, manifiesta en debilitamiento, descomposi-• ción y aun necrosis del tejido comunitario, derivados del deterioro de la economía y los servicios, de la imparable migración, de la expansiva narcoeconomía y de la insegu-ridad generalizada.Erosión demográfica, manifiesta en la desproporción que • en los porcentajes de población por género y edad ocasio-na un éxodo en el que aún predominan los varones jóve-

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nes, de modo que el campo se feminiza y envejece acelera-damente. Así, por ejemplo, el 50% de los ejidatarios tiene más de 55 años y el 20 % son mujeres.Erosión política, manifiesta en que cada vez más gente • descree en el Estado de derecho y consecuenta al delito o se hace justicia por propia mano, en una ingobernabilidad hormiga que asociada a la militarización de muchas re-giones pone al campo en virtual estado de excepción.Erosión moral, manifiesta en pérdida de la esperanza de • que algún día mejore la vida en el campo, lo que desalien-ta a los viejos y motiva la deserción casi unánime de los jóvenes, que no vislumbran ningún futuro rural deseable.

No se trata del curso hacia lo que algunos han llamado “nueva ruralidad”, en donde decrecen el empleo y el ingreso agrícolas, se urbanizan las formas de vida y surgen movimientos e identidades no tradicionales: étnicas, de género, ambientales. Sin duda esto su-cede desde hace mucho, pero lo peculiar del campo mexicano es que no vive la transición hacia un ordenamiento socioeconómico distin-to sino una descomposición y desarticulación aceleradas.

Todas las facetas del desbarajuste son alarmantes pero la más grave es la erosión de las estrategias productivas de solidaridad intergeneracional con las que ancestralmente los campesinos han buscado asegurar el futuro de familias y comunidades.

Sometidos casi por definición a la incertidumbre climática, sani-taria y económica, los rústicos toman siempre muy en cuenta el largo plazo mediante estrategias productivas que, en las buenas y en las malas, garanticen la preservación de la colectividad. Lo que incluye la permanente preocupación por incrementar el patrimonio produc-tivo: natural, técnico, económico y humano (haberes y saberes).

Esta visión de futuro, que no rechaza la innovación pero es básicamente conservadora por cuanto busca evitar riesgos en los que se ponga en peligro la continuidad del núcleo familiar o comu-nitario, está hoy en un serio predicamento por la deserción física y espiritual de los jóvenes rurales. Posible fractura que se manifiesta en la tendencia creciente a destinar las remesas que envían los mi-grados, no al patrimonio productivo sino a bienes de consumo du-raderos como la vivienda. Por primera vez de manera generalizada las familias rurales mexicanas están reduciendo el horizonte de sus previsiones al de una generación, lo que pone en grave riesgo el

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siguiente eslabón de la cadena que conforma la milenaria historia campesina.

Algunos lo ven como mal menor pues el campo cuenta poco en el México del tercer milenio. Y es que desde fines del pasado siglo la aportación del sector agropecuario al valor de la producción na-cional ha sido de menos de 4% ¿Por qué alarmarse, dicen, ante el desfondamiento de un ámbito que genera apenas tres o cuatro de cada 100 pesos del producto interno bruto (PIB)?

Pero sucede que si bien solo algo así como el 4% del PIB es agropecuario, para 2010 el agro aún emplea al 16% de la población económicamente activa y el 23% de los mexicanos sigue viviendo en el medio rural. Es decir que la importancia del campo en el em-pleo es cuatro veces mayor que su peso en el valor de la produc-ción y sigue siendo el ámbito de residencia de uno de cada cuatro compatriotas.

Pero incluso esta ponderación es injusta porque la producción económica en la que el agro es tan poco relevante, incluye entre otras cosas ganancias financieras especulativas, comida chatarra, publicidad chatarra, diversión chatarra y miles de millones de pe-sos en productos suntuarios que consumen unos pocos, mientras que el 4% agropecuario del PIB contiene nada menos que los ali-mentos, bienes fundamentales cuando la escasez y la carestía de los básicos provocan hambrunas a nivel planetario.

Además de que si bien menos de dos de cada 10 puestos de tra-bajo son agropecuarios, estos se emplean en labores directamente vinculadas con la reproducción social de la naturaleza, de modo que se trata del eslabón decisivo en la cadena que vincula a la sociedad con el medio ambiente, nexo fundamental en tiempos de deterioro ecológico y crisis climática. Porque el campo nos aporta alimentos pero también aire fresco, tierra fértil, agua pura, clima benigno, diversidad de especies, paisajes amables... Dones impagables que algunos han querido transformar en “servicios ambientales” que coticen en el mercado, cuando son nada menos que las premisas de la vida.

En el arranque del siglo xxi solo uno de cada cuatro mexica-nos habita en poblaciones de 2 500 habitantes o menos, pero esta socialidad rural, en estrecha simbiosis con la urbana, hace de no-sotros una colectividad: un modo específico de convivencia. Y es que el campo es fuente nutricia de nuestra diversidad cultural, una pluralidad que es lingüística, pero también plástica, ornamental,

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musical, canora, dancística, festiva, arquitectónica, indumentaria, culinaria, espirituosa. Del campo nos vienen modos de ser que nos dotan de identidad y se reproducen en las ciudades: que hay un modo defeño de ser triqui, mixteco o amuzgo, distinto, y no, del de las comunidades originarias.

Nuestro imaginario colectivo huele a campo, pero también en el ámbito del conocimiento y la tecnología el aporte del agro es inapreciable. Saberes y haceres heredados pero vivos, imprescin-dibles cuando la homogeneidad tecnológica propia del capitalismo muestra el cobre y nos urgen modos alternos de intervenir la reali-dad, formas virtuosas de humanizar la naturaleza como la holista, biodiversa y sustentable milpa.

La palabra política viene de polis y remite a lo urbano. Pero en México, como en otros países latinoamericanos, algunas de las pro-puestas más sugerentes para renovar nuestra anquilosada civilidad vienen de las añejas experiencias rurales de los pueblos indios.

Sin olvidar que somos porque fuimos y salvo las páginas más recientes, el libro de nuestra historia se escribió en el campo y es obra del México agrario que éramos, que de algún modo aún somos y que debemos seguir siendo si es que queremos tener futuro, pues la idea de que puede haber sociedades puramente urbano-indus-triales es un peligroso espejismo.

El campo nos ubica en el tiempo histórico, pero también nos dota de espacialidad: nos conforma como territorio construido por quienes lo habitan –no tanto los que se arraciman en un puñado de megaurbes como los que se esparcen a lo largo y ancho del mapa– y quienes lo recorren en su voluntaria o impuesta trashumancia.

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iii. entre LA sumisión y LA independenciA.

eL movimiento cAmpesino en Los Años veinte

Aquí luchan dos tendencias: la de los viejos agraristas del cómodo agrarismo oficial y la de los campesinos mi-litantes que disputan bravamente la tierra al latifun-dismo y sus lacayos.

Úrsulo Galván

En 1915 el constitucionalismo había esgrimido reivindicaciones agraristas como una medida táctica para desarmar políticamente al campesinado revolucionario, y en el Congreso de 1917 el mismo constitucionalismo había ratificado jurídicamente su derecho de Estado a regular la propiedad territorial. Para 1920 el nuevo go-bierno obregonista tiene que transformar el agrarismo coyuntural de 1915 y los preceptos jurídicos de 1917 en un aparato de Estado, en un instrumento que le permita regular la lucha de clases rural. Surge entonces el agrarismo institucionalizado, el agrarismo hecho gobierno.

El agrarismo institucional no es una modalidad del zapatismo, no se trata de una política que exprese el derecho de los campe-sinos a la tierra; en primera instancia el agrarismo institucional reivindica el derecho del Estado a regular la tenencia de la tierra. El agrarismo es, ante todo, una acción política por la que el Es-tado ratifica su poder institucional sobre la tenencia territorial, y cuando este poder se materializa en la reforma agraria quien se refuerza, en principio, no es una u otra clase rural sino el propio Estado posrevolucionario, que aparece como instancia superior ca-paz de arbitrar los conflictos, regular las relaciones entre las clases y eventualmente privilegiar a ciertos sectores.

Así pues, el sujeto del agrarismo institucional no son los cam-pesinos sino el propio Estado; pero su primera tarea es la pacifica-

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ción del campesinado revolucionario, la transformación del movi-miento campesino de sujeto de la lucha rural en objeto de la política gubernamental. Y en este sentido la prueba de fuego del agrarismo hecho gobierno es la transformación del zapatismo en un agrarismo institucionalizado.

Zapata encabezó a los campesinos para que tomaran la tierra y Carranza quiso impedirlo, pero en 1920 ambos están muertos y Obregón puede colocarse más allá del bien y el mal. Ciertamente Obregón no quiere reconocer los derechos campesinos sobre las tie-rras recuperadas en Morelos, pero tampoco les puede negar el de-recho a una parcela; entonces, hace tabla rasa y concede de nueva cuenta. Pero el usufructo de la tierra ya no es un derecho adquirido en la lucha, sino una dádiva del poderoso, una concesión guberna-mental. Obregón y Calles no reconocen el reparto zapatista y los campesinos de Morelos no conservan las tierras conquistadas; las 200 mil hectáreas ejidales que llegan a tener en 1929 no les han sido reconocidas y legalizadas como bienes comunales sino que pro-vienen del reparto ejidal, es decir: han sido otorgadas graciosamen-te por el gobierno.

Y no se trata solo del campesinado revolucionario; el reparto agrario es también el mecanismo político que permite pacificar a los cacicazgos regionales de nuevo cuño, cuyas tropas entregan las armas a cambio de una parcela. Así la revolución hecha gobierno “hace justicia”, y el agrarismo opera como la fórmula más eficaz para licenciar ejércitos indeseables o excesivos. Por esta vía se paci-fican Cedillo, Peláez, los hermanos Vidales y el propio Villa, y sur-gen colonias agrícolas militares en San Luis Potosí, Tamaulipas, Guerrero, Chihuahua, etcétera.

Esta función pacificadora del agrarismo, en la que la parcela se transforma en una “compensación” por los “sacrificios” realiza-dos durante la lucha, se cumple con éxito y más de 30 mil comba-tientes pasan de esta manera a la vida civil. Un funcionario de la época reconoce sin ambages la naturaleza del agrarismo:

Esta administración ha conseguido sofocar los focos de rebelión y res-tablecer la paz sobre todo el territorio, no tanto por la fuerza militar y la efusión de sangre, sino cuanto por la aplicación rápida de la le-gislación agraria. Nadie dudaría que […] la solución adoptada haya

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sido […] la más económica […] pese al perjuicio inevitable causado a los intereses agrícolas nacionales y extranjeros […].1

Pero el agrarismo es algo más que un “económico” instrumen-to de desmovilización; es también la vía por la que el nuevo Esta-do puede crearse una sólida base social de masas. Donde existe un campesinado revolucionario o un caudillo rural de base campesina, el reparto agrario es la vía de “reconcentración” y pacificación, pero el agrarismo también pone en acción a los pacíficos, movilizando a sectores que no habían participado en la lucha armada. Pacificados o pacíficos, los agraristas constituyen un movimiento campesino de nuevo tipo que, en principio, reconoce las reglas del juego del Esta-do posrevolucionario; un movimiento campesino que desde el mo-mento en que admite que su derecho a la tierra proviene del Estado reconoce la legitimidad del nuevo orden social y acepta su papel subordinado.

El solicitante está sometido al Estado no solo porque este tiene la última palabra sino también por la propia naturaleza del trá-mite. Entrampados en el engranaje del agrarismo, los Comités de Solicitantes entran en un laberinto burocrático cuya clave solo se revela a los iniciados, y su éxito depende no tanto de los derechos alegados cuanto de la influencia política de sus patrocinadores.

Tampoco el que ha logrado la posesión se libra de la dependen-cia, pues habitualmente se trata de un usufructo precario. El cam-pesino dotado en Primera Instancia y por tanto en posesión provi-sional –dos de cada tres ejidatarios en 1928– depende de la buena voluntad del gobierno y si quiere conservar las tierras tiene que hacer méritos políticos. Solicitantes y dotados, los agraristas jue-gan al juego de la sumisión pues, en última instancia, su existencia depende de su fidelidad al Estado “benefactor”.

Los propios terratenientes, que el reparto agrario precardenis-ta solo afecta marginalmente, deben su preservación a la benevo-lencia del Estado. Desgastados por una larga guerra campesina y erosionada su autoridad política por su proclividad a vincularse con las facciones perdedoras, los terratenientes se mantienen porque el nuevo Estado lo quiere o, en el mejor de los casos, porque han com-prado su subsistencia a cambio del reconocimiento y la sumisión

1 A.J. Pani, citado por Jean Meyer, La Revolución mejicana, 1910-1940, Barcelona, Do-pesa, 1973.

iii. entre la sumisión y la independencia. el movimiento campesino en los años veinte

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política. De esta manera también los terratenientes entran en las nuevas reglas del juego, su propiedad ya no es inalienable y si se respeta es por una concesión del Estado y a cambio de su fidelidad.

El reparto agrario precardenista no es un modelo de desarrollo agrícola ni pretende transformar radicalmente la propiedad rural. Se trata de un agrarismo político necesario coyunturalmente para restablecer el orden y lograr una base de sustentación para el nue-vo Estado. Pero si el reparto agrario es concebido por los sonoren-ses como una política de transición y Calles puede afirmar que “la revolución en materia de agrarismo no es una revisión permanente de la propiedad”, el hecho es que durante la década y media domi-nada por los sonorenses el agrarismo político resulta un irrenuncia-ble instrumento de gobierno. Pese a todos los esfuerzos de Obregón y Calles orientados a dar por concluida la fase redistributiva de la reforma agraria, las necesidades políticas imponen, una y otra vez, la renovación del agrarismo.

El curso de la política agraria

La evolución de la política agraria durante los primeros 15 años de la posrevolución es la historia de un agrarismo que se quiere co-yuntural pero tiende a hacerse crónico por la tozudez de una corre-lación de fuerzas siempre inestable, que le impone una y otra vez al Estado la necesidad de recurrir al apoyo campesino.

Los primeros dos años del obregonismo son de euforia agrarista; el nuevo régimen institucionaliza las banderas zapatistas y recluta a sus cuadros. Genovevo de la O, Gildardo Magaña, Soto y Gama, Mendoza López y otros muchos se transforman en flamantes buró-cratas del agrarismo. Y también los decretos, como la Ley de Ejidos del 28 de diciembre de 1922, estimulan las solicitudes de tierras.

Para 1922 el régimen obregonista se considera definitivamen-te estabilizado y aplaca los ánimos exaltados de los agraristas: el Reglamento promulgado en abril prohíbe a los núcleos de población de las haciendas solicitar las tierras de la finca y excluye defini-tivamente del reparto a las plantaciones de café, cacao, vainilla y “otras similares”.

Pero la estabilidad dura poco y el intento de suprimir paula-tinamente el agrarismo se muestra ilusorio. Ante la insurrección delahuertista, Obregón tiene que apelar a las masas y solo el agra-rismo es capaz de movilizarlas. La circular de la Comisión Nacio-

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nal Agraria de diciembre de 1923 “hace un llamamiento a todos los pueblos y los trabajadores aún esclavizados en las haciendas para que cooperen al triunfo definitivo de nuestra causa organizándose sin pérdida de tiempo en grupos regionales armados y tomando po-sesión inmediata y definitiva de sus ejidos”. Esta consigna incen-diaria, por la que la lucha contra De la Huerta se transforma en acción directa agrarista, es flor de un día; Obregón, ya seguro del triunfo contra los sublevados, desautoriza la circular, ordena que-mar el tiro de imprenta y destituye a Mendoza López, que la había hecho llegar clandestinamente a los campesinos.

Durante el gobierno de Calles los agraristas son desarmados y, en cuanto a la reforma, se impone la ideología de los sonorenses que ven en el reparto ejidal una medida inevitable pero transitoria; sin embargo, una vez más la crisis política resucita al agrarismo. La insurrección cristera que se inicia en 1927 y el levantamiento escobarista de 1929 obligan a movilizar en apoyo del ejército a 30 mil hombres organizados en fuerzas irregulares y esto solo es posi-ble revitalizando el reparto agrario. Las declaraciones de la Secre-taría de Agricultura el 19 de enero de 1927 son de una franqueza desarmante: “Con el fin de aislar en lo futuro partidas reacciona-rias y debilitar la influencia subrepticia de la propaganda sacerdo-tal, el gobierno se ve en la obligación de prometer a los campesinos la aceleración de la reforma agraria...”. Y efectivamente Portes Gil reparte más tierras que Calles, al grado de que durante los tres años de guerra cristera el número de campesinos dotados casi se duplica.

Para 1930, aplastado el escobarismo y pacificados los cristeros, el “jefe máximo”, tras bambalinas, emprende su campaña definiti-va contra un agrarismo que ya se ha prolongado demasiado:

El agrarismo tal como lo hemos entendido y aplicado hasta el presen-te es un fracaso […] creamos pretensiones y engendramos la pereza […] que cada Estado fije un plazo lo más corto posible a las comuni-dades que gozan aún del derecho a pedir tierras; una vez expirado

este plazo ya no queremos oír hablar más de este asunto.2

Paralelamente, los hacendados realizan una Convención de Agricultores en la que exigen “clima de confianza” y se declaran

2 Jean Meyer, La Revolución mejicana, 1910-1940, Barcelona, Dopesa, 1973, p. 215.

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dispuestos a luchar por la “suspensión de las leyes agrarias”, y poco después la Confederación de Cámaras Agrícolas de la República Mexicana propone que los terratenientes cedan voluntariamente un porcentaje de sus tierras con tal de que se clausure definitivamente el reparto agrario. Para “restablecer la confianza” de los agriculto-res, piden “certificados de liberación agraria” es decir de inafectabi-lidad; y Calles, también él empresario agrícola, se suma al coro en 1933: “es urgente que todos en México sepan lo que tienen derecho a explotar sin incertidumbre alguna, ejidatarios, rancheros, terra-tenientes, empresas agrícolas...”.3

En este contexto Ortiz Rubio comienza a decretar la veda an-tiagrarista estado por estado. Entre 1930 y 1931 se anuncia el fin del reparto agrario en Morelos, Distrito Federal, San Luis Potosí, Aguascalientes, Tlaxcala, Zacatecas, Coahuila. Querétaro, Nuevo León y Chihuahua.

A principios de la década de los treinta todo anuncia la muerte del agrarismo. El “jefe máximo” parece dispuesto a cancelar defi-nitivamente las fórmulas populistas del pasado, y si bien Abelardo Rodríguez intensifica el reparto, al mismo tiempo desarrolla una enérgica campaña para desmantelar el agrarismo radical y em-prende el desarme de las Defensas Campesinas. Las resoluciones ejidales por más de dos millones de hectáreas que firma el último pelele del maximato, son una especie de canto del cisne del agraris-mo con el que debe cerrarse con broche de oro una etapa borrascosa de la historia agraria de México.

Pero en el seno de esta oleada antiagrarista comienza ya a con-figurarse la correlación de fuerzas que hará surgir al vigoroso po-pulismo cardenista. Para 1935 resultará evidente que el agrarismo, muerto y enterrado por Calles, goza, sin embargo, de cabal salud.

Agraristas domesticados y “agrarismo rojo”

Con lo dicho hasta aquí, pudiera parecer que el agrarismo es una fórmula maquiavélica de la revolución hecha gobierno por la cual el movimiento campesino se domestica y la población rural se trans-forma en una masa manipulable. Nada más lejos de la verdad. El zigzagueante curso de la política agraria de los sonorenses, en el que la única constante es un testarudo agrarismo que se niega a

3 Ibíd, p. 216.

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desaparecer, responde a las coyunturas de la lucha de clases y par-ticularmente a las presiones del movimiento campesino.

Durante los primeros 15 años de la posrevolución se hace evi-dente que el reparto agrario limitado como medida política coyun-tural para desmovilizar al campesinado revolucionario, licenciar ejércitos innecesarios y reducir tensiones sociales excesivas, ha te-nido como resultado la instauración de un movimiento campesino por la tierra que no solo engloba a los excombatientes de la revolu-ción, sino que también incorpora a sectores que antes de 1920 no se habían movilizado. Este nuevo movimiento campesino tiene un ca-rácter nacional y es de naturaleza permanente; regionalmente pue-de estar sujeto a flujos y reflujos y su agudización nacional depen-de de las coyunturas pero, en términos generales, no desaparece. Ciertamente se trata de un movimiento “institucionalizado” que, en principio, actúa dentro de las reglas del juego del nuevo Estado: reconoce al gobierno como “dador”, encauza sus demandas confor-me a la Ley y el Procedimiento Agrario y se encuadra políticamente en las organizaciones oficialistas; pero es también un movimiento que no se suspende cuando el Estado pretende clausurar el reparto y, si se ve bloqueado, política o represivamente, pasa a formas de lucha más radicales, se independiza del gobierno y rompe las reglas del juego.

Este movimiento por la tierra en el contexto de la reforma agraria institucional no es la última coletada del zapatismo, no son los remanentes de la guerra campesina de 1911-20; es un nuevo tipo de lucha consustancial al orden de cosas surgido de la revolución.

Durante el periodo de la revolución armada una parte del cam-pesinado luchó por la tierra y el nuevo Estado solo pudo consolidar-se asumiendo –así fuera coyunturalmente– la bandera zapatista. Pero esta institucionalización del agrarismo tuvo efectos contradic-torios, pues a cambio de que el Estado fuera reconocido como árbi-tro supremo, se vio obligado a reconocer jurídicamente el derecho campesino a la tierra, legalizando un tipo de lucha de clases rural que cuestiona nada menos que el sagrado principio de la propiedad privada capitalista.

Por otra parte, este derecho campesino hecho ley no se cancela con afectar un 10% de las haciendas y dotar a un millón de ejidata-rios, de modo que el intento callista de clausurar el reparto agrario es en realidad un intento de desconocer la Constitución de 1917 y el pacto de 1920. Para el campesinado agrarista la reforma agraria no

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puede ser transitoria y quedarse a medias, pues en última instan-cia se trata de una lucha contra toda la propiedad terrateniente y por la dotación de tierra a todos los campesinos; lucha permanente que, en principio, no tiene por qué detenerse ni siquiera frente a la moderna propiedad agraria empresarial.

En resumen: el agrarismo es un movimiento campesino insti-tucionalizado que se desarrolla dentro del Estado posrevoluciona-rio y conforme a sus reglas del juego; pero el agrarismo contiene también, en germen, la negación del nuevo orden. En el agrarismo no se trata, como en el régimen sindical, de la negociación entre dos agentes sociales complementarios en que el Estado actúa como ár-bitro; llevado hasta sus últimas consecuencias, el agrarismo expre-sa la incompatibilidad entre el campesinado y los terratenientes; no estamos ante un regateo sino ante una lucha a muerte. Cierta-mente el Estado también opera como árbitro, pero aquí se trata de mediar en una relación antagónica y siempre inestable. Nada más explicable entonces que los reiterados esfuerzos de Calles por “fijar plazos” y “acabar con la incertidumbre” cancelando el reparto agra-rio. Y nada más sintomático que la perseverante lucha campesina por mantenerlo vigente.

La doble naturaleza del agrarismo (mecanismo de integración del campesinado como base social del Estado bonapartista y a la vez bandera de un nuevo movimiento campesino revolucionario que opera en las condiciones del nuevo régimen) se expresa bajo la for-ma de dos tendencias políticas y organizativas: el agrarismo radical más o menos independiente del gobierno federal y las organizacio-nes agrarias oficialistas. Úrsulo Galván, destacado representante del agrarismo revolucionario, plantea claramente esta dicotomía durante la fundación de la Liga Nacional Campesina (LNC): “Aquí luchan dos tendencias; la de los viejos agraristas del cómodo agra-rismo oficial y la de los campesinos militantes que disputan brava-mente la tierra al latifundismo y sus lacayos...”.4

En este mismo periodo se desarrolla una tercera tendencia campesina definida por su oposición al agrarismo. Esta vertiente antiagrarista de la lucha rural cobra forma organizada y militante en el multitudinario movimiento cristero que conmociona al país de 1927 a 1929 y será estudiada más adelante. Sin embargo, es necesa-

4 Liga de Comunidades Agrarias del Estado de Veracruz, El agrarismo en México, Vera-cruz, 1924, p. 44.

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rio señalar aquí que la base social de un movimiento antiagrarista como el cristero no proviene tanto de la reacción frente al agrarismo revolucionario, como de las modalidades discriminatorias que adop-ta el reparto agrario institucional. Las expropiaciones, que afectan más a los pequeños y medianos propietarios que a los grandes lati-fundistas, radicalizan la posición antiagrarista de los rancheros; la situación de los peones acasillados y de muchos medieros, que son excluidos del reparto agrario a la vez que este amenaza con desman-telar la base de su existencia, los transforma en enemigos del agra-rismo; y finalmente el despotismo político e ideológico que acompaña al agrarismo institucional radicaliza las tendencias conservadoras de muchos campesinos. Ciertamente los cristeros y los agraristas revo-lucionarios quedan enfrentados, pero su antagonismo coyuntural no proviene de una supuesta incompatibilidad de sus movimientos rei-vindicativos, sino de la apariencia oficialista con la que se presenta, ante los cristeros, el propio agrarismo radical, independientemente de que este, a su vez, esté en conflicto con el Estado.

El deslinde entre las dos tendencias del agrarismo no es tarea fácil; el problema no es doctrinario ni puede juzgarse solo a partir de las declaraciones políticas, en última instancia la piedra de toque es el funcionamiento autoritario o democrático de los movimientos. La organización agraria oficialista surge de arriba a abajo, man-tiene una estructura vertical y corporativa y, pese a eventuales es-tallidos de radicalismo verbal, tiende a neutralizar las reivindica-ciones campesinas y no promueve más movilizaciones que aquellas que demanda la consolidación de sus patrocinadores, sean estos del gobierno central o del cacicazgo regional que los apadrina. Por el contrario, el agrarismo revolucionario, independientemente de que haya sido promovido por iniciativas oficialistas o verticales, arraiga a través de procesos democráticos, su radicalidad no es puramen-te proclamativa y se sustenta en acciones reivindicativas y en una movilización más o menos permanente. Sin embargo estas caracte-rizaciones son solo tendenciales; en la práctica, aun en el agraris-mo más oficialista, se presentan manifestaciones de independencia y radicalidad, y el agrarismo revolucionario reproduce en mayor o menor medida estructuras caciquiles y mantiene relaciones contra-dictorias con el Estado.

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La democracia es el pueblo en armas

Hay un factor, sin embargo, que le da a todo el movimiento campe-sino posrevolucionario un tinte de radicalidad, un factor que am-plía sus márgenes de autonomía y dificulta su control vertical por el Estado o por cacicazgos regionales abiertamente reaccionarios: en mayor o menor medida el agrarismo de los años veinte y treinta es un movimiento armado.

El agrarismo posrevolucionario es un movimiento de nuevo tipo, pero hereda de la revolución un campesinado en armas cuyo armamento, en las dos décadas siguientes, lejos de reducirse se in-crementa; y ningún gobierno puede clausurar por completo la de-mocracia ni dominar totalmente las organizaciones de masas mien-tras no tenga el monopolio de las fuerzas militares, mientras tenga que coexistir con un pueblo en armas.

La fuerza del movimiento campesino y la violencia de la lucha de clases durante las décadas de los veinte y los treinta solo se ex-plica si se agrega a los factores sociales, políticos e ideológicos, el hecho de que existía en el país un campesinado armado. Uno de los efectos de la revolución de 1911-1920 fue la ruptura del mo-nopolio del Estado sobre las armas modernas. Antes de 1910, las armas de fuego eran patrimonio casi exclusivo del ejército federal y la guardia rural estrechamente controlada por el Estado; fuera de eso solo los hacendados y finqueros contaban con armas para sus propios cuerpos represivos. Excepcionalmente algunos movimien-tos campesinos lograron armarse: los yaquis que en su larga guerra obtuvieron armas del ejército o las compraron en los Estados Uni-dos, los mayas que consiguieron armas inglesas, las insurrecciones magonistas, etcétera; pero este armamento fue siempre precario.

Durante la fase maderista de la revolución el monopolio estatal sobre los recursos bélicos se rompe, tanto por las armas adquiridas en Estados Unidos como por el armamento arrancado al ejército fe-deral, de modo que uno de los fuertes problemas políticos de Madero, después de los acuerdos de Ciudad Juárez, es desarmar al campesi-nado insurrecto y a sus propios ejércitos. La maniobra pacificadora tiene un éxito muy relativo y el monopolio estatal de las armas no se establece, de modo que la nueva radicalización política constitu-cionalista no tiene dificultades para cobrar la forma de insurrección armada, tanto más que la ruptura del monopolio tiene efectos acu-mulativos, pues el pueblo armado se hace de más armas.

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La fase constitucionalista de la revolución generaliza enor-memente el armamento del pueblo, pues todos los contendientes compran pertrechos militares, lo hacen Huerta y Carranza, pero también Peláez, Carrera Torres, Cedillo, Félix Díaz, Fernández, Pi-neda, etcétera, y estas armas, independientemente de su objetivo inicial, cambian fácilmente de manos. El número de armas no pue-de medirse por la magnitud de los ejércitos en activo, pues buena parte de ellas quedan en reserva, retenidas por millares de deserto-res o por guerrillas desmanteladas cuyos miembros regresan arma-dos a la condición de “pacíficos”.

Entre 1917 y 1923 el licenciamiento de algunas fuerzas arma-das y la incorporación de otras al ejército federal permite al nuevo estado recuperar un cierto control sobre este peligroso medio de ha-cer política que son las armas. Sin embargo, pese a los intentos de modernización y centralización del ejército, emprendidos por Joa-quín Amaro, el monopolio no se restablece por completo.

En la década de los veinte la propia inseguridad del Estado lo empuja de nuevo a dotar de armas a los campesinos; primero formando cuerpos “agraristas” para combatir la insurrección de-lahuertista de 1924, después para enfrentar el movimiento cristero de 1927-1929 y finalmente para liquidar al escobarismo en 1929. Buena parte de las armas entregadas a los “agraristas” o de las que se adquieren para reforzar al ejército federal cambian de manos; así los cristeros, inicialmente casi sin recursos militares, terminan siendo 50 mil hombres bien armados, de los cuales solo una peque-ña parte entrega sus armas al pacificarse. En el mismo periodo hay por lo menos 30 mil agraristas pertrechados.

Para 1930, 20 años de guerra civil han dado por resultado la existencia de una población rural dotada de armas y que sabe usar-las. A diferencia de los obreros organizados en los Batallones Ro-jos, que son fácilmente desarmados cuando resultan innecesarios, el armamento de los campesinos, como medio para tomar el poder o para conservarlo, resulta difícilmente reversible; y más difícil aún es desarmar a los numerosos sectores que se han pertrechado por cuenta propia. Esta situación hace explosiva la lucha de clases ru-ral y obliga al gobierno a tratar con pinzas tanto a los cacicazgos regionales que se apoyan en campesinos armados, como en general, al movimiento campesino reivindicativo que puede, fácilmente, pa-sar a hacer política “por otros medios”.

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De 1929 a 1933 los intentos del maximato por clausurar el re-parto agrario y cancelar el agrarismo son inseparables del esfuerzo por desarmar a los campesinos. Una vez pacificados los cristeros y liquidados los principales enemigos internos, el nuevo Estado se esfuerza por recuperar el monopolio sobre las armas, desarmando o centralizando a las fuerzas irregulares y emprendiendo campañas de “despistolización”. El sector armado irregular más claramente identificable –aunque evidentemente no es el único– son los cuer-pos “agraristas”; los de Veracruz y San Luis Potosí son los más im-portantes, pero hay también en Chihuahua, Tamaulipas, Hidalgo, Michoacán, etcétera y se forman algunos más para enfrentar la rebelión de 1929 en el estado de México, Puebla, Querétaro, Gua-najuato, Durango y la Región Lagunera.

En 1929 Portes Gil desarma a seis mil agraristas en San Luis Potosí pero Cedillo se resiste y la operación se suspende. En 1930 se decide incorporar a la segunda reserva del ejército a 10 mil agra-ristas como una opción para controlarlos ante la dificultad de des-armarlos. En 1932 se anuncia que todos los contingentes agraristas quedan bajo las órdenes de la Jefatura de Operaciones del ejército local. En San Luis Potosí no hay dificultades pues Cedillo conser-va su fuerza al controlar al Jefe de Operaciones Militares, pero los agraristas veracruzanos se oponen y tiene que emprenderse, en 1933, una amplia operación militar por la que se desarman 10 mil agraristas en el estado y durante la cual hay frecuentes y violen-tos choques. Alejandro Mange desarma a mil Defensas Sociales en Jalisco, Lucas González desarma a las de Guanajuato, Pablo Ro-dríguez a las de Puebla. En Yucatán el intento de desarmar a la Defensa Revolucionaria de Opichen arroja un saldo de 38 muertos, siete heridos y 20 prisioneros. Finalmente los agraristas de Cedillo en San Luis Potosí y los de Saturnino Osornio en Querétaro son los únicos que se mantienen en armas.5

El intento callista de desarmar definitivamente a la población rural, como pretensión paralela a la de clausurar el reparto agrario, no resulta una garantía de estabilidad social y política, de modo que Cárdenas optará por incorporar el incontenible movimiento agrarista social a las reglas del juego institucionales radicalizando la reforma agraria; pero para ello tendrá que enfrentarse al maximato apoyado

5 Los datos sobre el desarme de agraristas se tomaron de Lorenzo Meyer, Historia de la Revolución Mexicana. 1928-1934, vol. 13: El conflicto social y los gobiernos del maxi-mato, México, El Colegio de México, 1978.

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por muchos jefes militares; de modo que, una vez más, el Estado ten-drá que renunciar a su monopolio sobre las armas. En mayo de 1934, apenas terminada la campaña de desarme en Veracruz, Cárdenas promete la formación de nuevas milicias campesinas.

El agrarismo visto desde arriba: historia de las organizaciones rurales

Los aspectos más conocidos de la historia del agrarismo de 1920 a 1935 nos muestran una imagen distorsionada del movimiento cam-pesino de la época. Historia de membretes, congresos, programas, alianzas y escisiones; sustituye el análisis del movimiento social por las precisiones doctrinarias y la glosa de las declaraciones y filiaciones políticas de los líderes. Según esta historia, podríamos creer que en Veracruz había decenas de miles de campesinos que no solo eran revolucionarios sino comunistas internacionalistas; que Cedillo, quien no simpatizaba con el ejido, fue el más consecuente de los agraristas pues hasta el régimen de Cárdenas siempre supo acomodarse en la posición ganadora, etcétera, etcétera.

Los movimientos campesinos no se inician con la constitución formal de las organizaciones y no se unifican por decreto con las alianzas de cúpula. La lucha rural no se radicaliza o se atenúa au-tomáticamente por la evolución doctrinaria de las organizaciones o las fluctuaciones políticas de los dirigentes. Para comprender el agrarismo campesino como movimiento social es necesario el aná-lisis concreto de algunos movimientos regionales; sin embargo es útil también esbozar una descripción general de las organizaciones agrarias y su evolución, aunque esto no constituya más que la su-perficie aparente de un movimiento campesino subterráneo.

La primera organización rural netamente posrevolucionaria es el Partido Nacional Agrarista (PNA) fundado en 1920. El PNA tie-ne la función de organizar la base campesina del obregonismo, de la misma manera que la Confederación Revolucionaria de Obreros Mexicanos (CROM) constituye su base obrera, y en él se incorporan los zapatistas institucionalizados como Soto y Gama y Mendoza Ló-pez. Obregón deja en manos de este núcleo político la Comisión Na-cional Agraria, así como la promoción de las Ligas de Comunidades en los estados.

En los primeros años de la década de los veinte el PNA es la más importante organización agraria del país y la única nacional,

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pero es también el más claro ejemplo de estructura vertical y pater-nalista. La fuerza del PNA proviene del apoyo del centro obregonis-ta y de su control sobre las acciones agrarias del Estado. Si bien es cierto que a través del PNA se dejan escuchar algunas demandas rurales como “el derecho de los campesinos a armarse para defen-der sus tierras” que plantean los delegados del Primer Congreso Nacional Agrarista de mayo de 1923, también es verdad que “Soto y Gama, con grandes trabajos, se opuso a que se aprobara la ‘acción directa’ contra los terratenientes”.6

En 1923 se escinde del PNA un grupo de descontentos con la “dictadura” de Soto y Gama, del que forman parte Mendoza López, Molina Henríquez y Gildardo Magaña. Estos forman la Confedera-ción Nacional Agraria cuya política no se distingue sustancialmente de la del PNA, y al parecer se vinculan al Partido Cooperativista.

Gran parte de la base social del obregonismo proviene del PNA, pero, a la vez, la fuerza del partido depende del apoyo del caudillo y cuando este comienza a ser desplazado por Calles declina también la autoridad política de sus agraristas. En 1928 el PNA promue-ve la reelección de Obregón y tras el asesinato de su patrocinador se niega a colaborar con el maximato callista y se margina acele-radamente del panorama político. Pero conforme va declinando la fuerza del agrarismo más institucional y férreamente centralizado, al entrar en crisis su relación con el Estado, se fortalecen y cobran autonomía las organizaciones campesinas regionales.

Las Ligas de Comunidades Agrarias, promovidas por Mendo-za López en el periodo en que es secretario de la Comisión Nacio-nal Agraria, comienzan a formarse en 1921. En ese año se consti-tuyen las de Jalisco y Zacatecas y en diciembre de 1922 Cuadros Caldas funda la de Puebla y pocos días después Primo Tapia la de Michoacán. La de Guanajuato se forma en 1923 y en el mismo año, promovida por Úrsulo Galván, nace la Liga Veracruzana. Para 1924 Portes Gil promueve la de Tamaulipas y para ese año se han formado también las Ligas de Morelos, Oaxaca, estado de México y Distrito Federal. El 25 de julio de ese mismo año se realizan los primeros intentos de unificación con un “Pacto de Solidaridad” fir-mado en Toluca y promovido por los veracruzanos, al que se adhie-ren cinco Ligas más. En 1925 se constituye la Liga de Durango, en la que participa José Guadalupe Rodríguez, y en 1926 se crea la

6 Crónicas en El Universal, 2 de mayo de 1923.

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primera agrupación nacional de organizaciones sociales agraristas: la LNC a la que se incorporan las ya mencionadas Ligas estatales de Puebla, Distrito Federal, Morelos, Michoacán, Jalisco, Durango y Veracruz, así como las de Chihuahua, Sinaloa, Tlaxcala y Que-rétaro, de más reciente fundación. En total se unifican 11 Ligas estatales que envían al congreso 158 delegados representantes de 310 mil campesinos.

De 1926 a 1930 la LNC es la organización agrarista más fuerte del país y, a diferencia del PNA, no funda su poder en el grupo del centro; algunas de las Ligas estatales que la componen son expresión de un movimiento campesino revolucionario, como las de Veracruz o Michoacán, otras son base de apoyo de cacicazgo regionales como el de Portes Gil en Tamaulipas, el de Osorio en Querétaro y el de Alma-zán en Puebla pero en general la LNC se caracteriza por su indepen-dencia con respecto al Estado federal. La alternativa del centro, la oficialista Liga Central de Comunidades Agrarias, no pasa de ser un membrete y no puede competir con la LNC.

En 1930 la ofensiva antiagrarista del callismo instrumenta-da por Ortiz Rubio genera un proceso de polarización interna en la LNC que culmina con dos desprendimientos; uno a la izquier-da, encabezado por los miembros del Partido Comunista Mexicano (PCM), se vincula a la Confederación Sindical Unitaria; otro a la derecha, encabezado por Wenceslao Labra, se subordina al centro por la vía de integrarse al Partido Nacional Revolucionario (PNR). Sin embargo, la LNC, transformada ahora en Liga Nacional Cam-pesina Úrsulo Galván (LNCUG), sigue conservando sus bases en Veracruz, Tamaulipas, San Luis Potosí, Puebla y Michoacán, y pese a las escisiones sigue siendo la organización campesina más fuerte del país hasta que su principal base, el agrarismo armado de Veracruz, es desmantelada.

En 1933 se da una nueva escisión en la LNCUG pero ahora originada en el futurismo político; un grupo encabezado por Gracia-no Sánchez apoya la candidatura de Cárdenas, el otro promueve la del exgobernador de Veracruz Adalberto Tejeda.

La fracción cardenista recibe el apoyo de los agraristas ar-mados de Cedillo –únicos que quedaban después del desarme de los veracruzanos– y forma la Confederación Campesina Mexicana (CCM), que para julio es la organización agrarista más fuerte del país. Sus bases principales están en San Luis Potosí, Querétaro, Tamaulipas, Nuevo León, Zacatecas, Chihuahua, Durango, Aguas-

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calientes, Guerrero y Campeche. Los agraristas de Veracruz y Mo-relos no participan y en Tlaxcala, Guanajuato, Chiapas, Tabasco y Yucatán la CCM es débil.

El rápido fortalecimiento de la CCM se explica si consideramos que apoyaba al próximo presidente y era apoyada por él, pero tam-bién es claro que solo podía consolidarse radicalizando sus plantea-mientos políticos. Esto es precisamente lo que hace su líder Graciano Sánchez en el congreso del PNR en que se elabora el Plan Sexenal.

La radicalidad espontánea y la fuerza social del movimiento campesino en el periodo que va de 1920 a 1935 se ponen de mani-fiesto por el hecho de que las únicas organizaciones suprarregiona-les realmente poderosas de la época son, de 1926 a 1930, la LNC y de 1933 en adelante la CCM. La fuerza de la LNC proviene de la base campesina, está condicionada por una gran radicalidad políti-ca y logra mantenerse por casi cinco años a pesar de la neutralidad o la franca oposición del centro; mientras tanto la Liga Central de Comunidades Agrarias y la escisión de Wenceslao Labra no logran fortalecerse pese al apoyo del “jefe máximo”. Por su parte la CCM debe su fuerza no tanto al apoyo del centro como al hecho de que, con el surgimiento del cardenismo, el Estado recobra su agrarismo y la CCM puede hacer planteamientos radicales que le garantizan una base campesina.

Las centrales obreras tienen, en este periodo, una participa-ción secundaria pero significativa en la organización rural. En par-ticular destaca la CROM que a mediados de los años veinte tenía una militancia rural que fluctuaba entre 50 y 100 mil adherentes. Las dos organizaciones sociales del obregonismo se dividieron –no sin fricciones– su área de influencia y mientras el PNA se ocupaba de los ejidatarios y los solicitantes, la CROM limitaba su acción rural a la organización de sindicatos agrícolas. En esta labor llegó a tener influencia en Puebla, Tlaxcala, Michoacán, Morelos, San Luis Potosí, Durango, Sonora, Sinaloa, Chihuahua, Coahuila, Zacatecas y Veracruz.

En la década de los veinte la importancia de la CROM en la lucha campesina es relativamente marginal y solo participa en al-gunas luchas de jornaleros agrícolas como la de los cañeros y las huelgas de los trabajadores plataneros de El Hule. Sin embargo, las organizaciones sindicales del campo tienden a cobrar importan-cia como la única alternativa reivindicativa de los peones acasilla-dos excluidos del reparto agrario. La labor rural de la CROM, con-

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tinuaba a partir de 1934 por la Confederación General de Obreros y Campesinos de México y retomada posteriormente por la Confe-deración de Trabajadores de México (CTM), se constituye en una vertiente importante del movimiento campesino a partir de 1937, cuando el cardenismo ofrece una alternativa agrarista a la lucha reivindicativa de los jornaleros agrícolas.

Finalmente es necesario mencionar la organización rural de la Central General de Trabajadores (CGT), de orientación anarquista. La CGT, fundada en febrero de 1921, promovía la toma de las tie-rras sin que mediara trámite alguno ante las comisiones agrarias. Esta expresión rural de la “acción directa” anarquista contrapuesta a la “acción múltiple” del PNA llegó a producir enfrentamientos en-tre campesinos y hacendados en Puebla, Veracruz y Tlaxcala.

iii. entre la sumisión y la independencia. el movimiento campesino en los años veinte

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iv. Los cAmpesinos contrA eL AgrArismo hecho goBierno.

LA cristiAdA

Y aunque sea tardecito luchamos tanto por la religión como por todos los derechos de la patria para defender la verdadera razón de los pueblos, agua, tierra, progre-so, justicia y libertad. Viva Cristo Rey.

La pacificación del movimiento campesino revolucionario, el some-timiento de los cacicazgos regionales de base rural y, en general, el encuadramiento de los trabajadores del campo dentro de las es-tructuras del nuevo Estado son tareas que emprenden los gobier-nos posrevolucionarios a través de una plataforma política básica: el agrarismo institucional. Pero el sometimiento del campesinado es un proceso conflictivo y contradictorio, y entre los campesinos incorporados al agrarismo se presentan tendencias diferentes e in-cluso antagónicas.

Hemos visto ya, en el capítulo anterior, que si bien ciertos sectores del campesinado se someten más o menos fácilmente a la manipulación oficial, otros se apoyan en el agrarismo institucional para desarrollar luchas autónomas en cuyo curso radicalizan sus planteamientos reivindicativos y políticos, crean sus propias orga-nizaciones de masas y constituyen un movimiento agrarista revolu-cionario e independiente que cuestiona desde dentro al agrarismo oficial y rebasa sus aparatos de control y manipulación.

Sin embargo, la lucha contra la política institucional no se pre-senta solamente como un movimiento en el seno del agrarismo; tiene también una importante vertiente externa. Una parte significativa de los campesinos que se oponen a la revolución hecha gobierno no lo hacen intentando radicalizar el proceso, sino que pretenden frenarlo; no buscan ampliar la reforma agraria sino impedirla; no se enfren-tan al nuevo Estado como revolucionarios sino como conservadores.

El movimiento cristero es, a primera vista, contrarrevolucio-nario y antiagrarista. Pero también es popular; es una lucha que

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cuenta con una amplia participación campesina y cuya base social se moviliza espontáneamente. Para fines de 1926, con el estallido insurreccional de la primera cristiada, la revolución hecha gobierno ha engendrado por fin una contrarrevolución masiva y popular.

Ciertamente la cristiada no es el primer movimiento contra-rrevolucionario de esa década: el carrancismo se enfrentó a una fuerte oposición conservadora encarnada principalmente en los cacicazgos del sureste, y en los primeros años de la posrevolución los terratenientes más reaccionarios encontraron en la rebelión de-lahuertista la coyuntura propicia para intentar una restauración; por otra parte, en los dos casos, las fuerzas conservadoras tuvie-ron cierta capacidad de movilización popular. Sin embargo, en los movimientos conservadores anteriores a la cristiada la incorpora-ción de los campesinos fue siempre inducida y los mandos políticos militares provinieron de las clases dominantes; por el contrario la insurrección contrarrevolucionaria protagonizada por los cristeros es un movimiento popular al que las masas se incorporan espontá-neamente y cuyos mandos, en la mayoría de los casos, provienen del propio campesinado.

Si no admitimos las versiones simplistas que explican la cris-tiada por la manipulación de la Iglesia y los terratenientes sobre las masas campesinas fanatizadas, el problema que se plantea es encontrar la clave de un proceso a primera vista contradictorio: un movimiento contrarrevolucionario que es, a la vez, prolongado, ma-sivo y popular. Es necesario preguntarse por qué amplios sectores del campesinado se opusieron al gobierno posrevolucionario y a su política agrarista, coincidiendo objetivamente con los intentos res-tauradores de la Iglesia y los terratenientes.

La aparente contradicción se diluye, y se vislumbra una res-puesta al problema, si tomamos en cuenta que la cristiada no se opone a la revolución en general sino a la revolución hecha gobier-no, y que el agrarismo que cuestiona es el agrarismo institucional; el régimen “revolucionario” ante el cual las masas cristeras se defi-nen como reaccionarias es nada menos que el maximato jefaturado por Calles.

Sin embargo, los cristeros no solo combaten al Estado, tam-bién se enfrentan a los agraristas en su conjunto, y en este sentido la cristiada deriva en una lucha de campesinos contra campesinos. Esta escisión del movimiento campesino no se explica por un su-puesto antagonismo inmanente, su origen radica más bien en los

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procesos polarizadores generados por una reforma agraria discri-minatoria y manipuladora. En última instancia no se trata de in-tereses campesinos intrínsecamente divergentes, sino de una frac-tura en la unidad social básica de los trabajadores rurales, operada por la política agraria oficial.

Escisión del movimiento campesino

Si admitimos que tanto la cristiada como el agrarismo son movi-mientos populares, tendremos que reconocer que para la segunda mitad de la década de los veinte el movimiento campesino se expre-saba a través de dos tendencias distintas y claramente enfrenta-das: el agrarismo, encuadrado dentro de la política oficial y en una relación de cooperación antagónica con el Estado; y los cristeros encuadrados dentro de la política de las organizaciones clericales y en una relación de cooperación antagónica con los terratenien-tes. En el conflicto entre estas dos vertientes se expresa la lucha entre el Estado posrevolucionario, por una parte, y la Iglesia y los terratenientes, por otra, pero en su condición de luchas populares se expresan también dos aspectos escindidos y contrapuestos del movimiento campesino.

Esta escisión del movimiento campesino, que culmina en la lucha fratricida de fines de los veinte, tiene historia. Desde el mo-mento en que el levantamiento maderista se transformó en una insurrección popular, el movimiento campesino comenzó a agluti-narse en torno a una doble reivindicación que expresaba los intere-ses de la totalidad de los trabajadores rurales: “Tierra y Libertad”. Esta doble consigna fue el hilo conductor de los movimientos cam-pesinos regionales que lograron una cierta consolidación indepen-diente, como el zapatismo; y definió el contenido de la incipiente alternativa revolucionaria nacional que se manifestó en la Conven-ción de Aguascalientes. Finalmente esta fue también la bandera que le permitió al constitucionalismo legitimarse como alternativa de todo el pueblo, en la medida en que prometía tanto la “tierra” (a través del reparto agrario) como la “libertad” (a través de la liqui-dación del viejo ejército federal, la supresión de los jefes políticos y la autonomía municipal).

Habitualmente se privilegia el primer aspecto de la reivindi-cación: el derecho a la tierra por los que la trabajan, debido a su contenido social y económico; mientras que la demanda de libertad

iv. Los campesinos contra el agrarismo hecho gobierno. La cristiada

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tiende a identificarse con la concepción formal y limitada que de ella tenía el maderismo. Sin embargo, ambas reivindicaciones son básicas e inseparables, aunque tengan una cierta autonomía.

La lucha por la libertad política es movilizadora por sí misma y esto explica el apoyo popular –limitado pero real– con que contó el maderismo. El despotismo de los jefes políticos y la imposición de go-bernadores y alcaldes fueron siempre factores directamente opresivos y capaces de movilizar al pueblo; así, por ejemplo, la lucha electoral de 1908 en Morelos incorpora fuerzas populares y es un anteceden-te importante del zapatismo; la imposición de autoridades está en la base del movimiento juchiteco encabezado por Che Gómez en 1911.

Por otra parte la demanda de tierra, cuando se presenta como una reivindicación independiente, se vincula a la lucha por la liber-tad en el sentido zapatista de reparto territorial directo, usufructo de la tierra conforme a los deseos de la comunidad, autogobierno a nivel municipal y regional.

A partir de 1915, con los decretos carrancistas de Veracruz, pero sobre todo después de 1920, la doble consigna del movimiento campesino revolucionario es asumida por el constitucionalismo. La institucionalización de la bandera zapatista deriva en una instru-mentación burocrática, demagógica y lenta de la reivindicación cam-pesina territorial: el agrarismo hecho gobierno. Pero lo más grave es que esta demanda se desvincula de su complemento, la exigencia de libertad, e incluso se invierte la relación originaria entre ambas reivindicaciones. Así se entrega moderada y condicionalmente una parte de la tierra a cambio de que los campesinos “beneficiados” ena-jenen su libertad: dotaciones provisionales y por tanto revocables, fidelidad política como condición del reconocimiento de los derechos agrarios, creación y reforzamiento de nuevos cacicazgos “agraristas”. Por otra parte, la mayoría de los trabajadores del campo ni siquiera logra que se les dote de tierra, pero sí ve aún más restringida su li-bertad, al entrar en crisis el viejo orden de cosas sin que se abra para ellos la alternativa de una sociedad más justa.

En este contexto el agrarismo independiente y revolucionario representa el intento contradictorio de sostener los dos aspectos de la consigna “Tierra y Libertad” en el marco del agrarismo ins-titucional. El carácter contradictorio de este movimiento se pone en evidencia, por ejemplo, cuando los agraristas radicales se ven obligados a ofrecer su apoyo a un régimen que consideran despótico a cambio de promesas de reparto agrario, o cuando tienen que com-

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prar ciertos márgenes de libertad local al precio del respaldo arma-do a los gobiernos del centro. Visto en perspectiva, este movimiento por “Tierra y Libertad” que se desarrolla en el seno del agrarismo institucional, está condenado a no consolidar más que uno de sus dos aspectos y además muy relativamente, pues la reforma agra-ria hecha gobierno consiste precisamente en entregar o prometer tierra a cambio de sumisión política. A la larga los campesinos con-seguirán una parte de las tierras pero también quedarán política e ideológicamente integrados en los aparatos de control de un Estado que durante más de 60 años, funda gran parte de su legitimidad en autodefinirse como agrarista.

Pero en la medida en que el agrarismo posrevolucionario con-duce a la sumisión política, el combate campesino por la libertad tiende a presentarse como un proceso reivindicativo autónomo que no solo se desvincula de la lucha por la tierra sino que incluso se contrapone al agrarismo, en tanto que este se identifica con someti-miento al Estado.

Esta lucha por la libertad, escindida y aun contrapuesta a la lucha por la tierra, se expresa de manera dispersa hasta 1926, en que cristaliza bajo la forma de un gran movimiento político nacio-nal. La cristiada es inevitablemente un movimiento conservador no tanto por su carácter religioso o por la intervención de los terrate-nientes, como por la naturaleza intrínseca de una lucha campesina que, de inicio, ha tenido que renunciar a su potencial contenido re-novador y revolucionario, en la medida en que este se le presenta como parte del enemigo. Sin reivindicaciones agraristas, la lucha rural por la libertad no puede ser más que un combate por preser-var el orden establecido contra las acciones renovadoras con que los gobiernos posrevolucionarios intentan consolidar su hegemonía.

Todas las formas despóticas que adopta la consolidación en el poder del grupo de Sonora generan resistencia campesina, pero esta oposición necesita concentrarse para que las luchas dispersas pue-dan confluir en un solo torrente nacional, y es la política de Calles en materia religiosa lo que proporciona el elemento aglutinador.

De esta manera la lucha campesina por la libertad en general se desata bajo la forma de un combate por la libertad religiosa. No es, sin embargo, el sesgo religioso lo que define a los cristeros como reaccionarios; el movimiento es conservador porque, en primera instancia, solo puede oponerse a los cambios impuestos despótica-mente oponiéndose a todo cambio. Aunque parezca una verdad de

iv. Los campesinos contra el agrarismo hecho gobierno. La cristiada

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perogrullo, el hecho es que la cristiada tiene que ser contrarrevolu-cionaria porque el gobierno despótico al que combate se ha apropia-do de la revolución.

Carácter contradictorio de la cristiada

La cristiada es un estallido popular orientado contra las modalidades más inadmisibles del despotismo gubernamental; es un movimiento espontáneo y masivo que reivindica una de las banderas de la lu-cha campesina: la libertad, contraponiéndose a un agrarismo que se ha transformado en sinónimo de sometimiento político al Estado; la cristiada es, pues, una de las dos grandes vertientes del movimien-to campesino después de la revolución. Pero la cristiada no es solo un movimiento campesino espontáneo, es también un intento de las organizaciones clericales y ciertos sectores marginados de las clases dominantes por restaurar el viejo orden de cosas desmantelado por la revolución. Lo peculiar de este proceso es que la política contra-rrevolucionaria de la Iglesia y los terratenientes coincide cuyuntu-ralmente con las tendencias naturales de una parte del movimiento campesino, y que el intento de restaurar el viejo despotismo logra apoyarse, por un tiempo, en la lucha espontánea de la población ru-ral contra las formas más agudas del nuevo despotismo.

Con motivaciones y objetivos distintos, una parte del campe-sinado y las fuerzas más reaccionarias del país coinciden en 1926 en su oposición al gobierno. De esta confluencia de intereses los campesinos obtienen un cierto aparato político que le da unidad nacional a su movimiento, pero ciertamente las ventajas logradas por los terratenientes y la Iglesia son incomparablemente mayores: nada menos que la oportunidad histórica de instrumentar una con-trarrevolución masiva y popular, que además se presenta bajo el ropaje de una lucha liberadora.

Pero los puntos de unión entre una parte del campesinado, la Iglesia y los terratenientes no son solo su común oposición al go-bierno y la defensa de la religión frente al jacobinismo callista. Los sectores rurales más hostiles al gobierno son precisamente aquellos que han sido marginados de la reforma agraria o que no pueden ob-tener de ella ninguna mejora en sus condiciones de existencia: los peones acasillados, los aparceros, los pequeños y medianos campe-sinos independientes, etcétera; y una parte de estos sectores tiene una estrecha relación de dependencia con los hacendados.

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Los peones acasillados, sin derechos agrarios y dependientes del finquero, coinciden con su patrón en su oposición a un agra-rismo que en nada los beneficia pero sí amenaza con quitarles su fuente de vida; los aparceros también comparten con el dueño de la tierra la oposición a una expropiación que los afecta a ambos; final-mente estos mismos aparceros, junto con los pequeños y medianos agricultores con tierra propia, ven con poca simpatía un reparto agrario que solo concede las tierras en usufructo ejidal y hasta cier-to punto se identifican con todos los propietarios territoriales, in-cluso los latifundistas.

Estos sectores campesinos a los que la reforma agraria nada ofrece y a los que, incluso, perjudica, forman parte, junto con los hacendados, de una sociedad rural polarizada pero que en muchas regiones es tradicional y estable. Si la revolución se presenta ante ellos como una fuerza externa que recurre a métodos despóticos y acarrea la crisis y el caos, nada más explicable que su disposición a unirse con los latifundistas en la defensa del orden existente, injus-to pero conocido y seguro.

Esta confluencia de intereses heterogéneos, que da a la cristia-da su carácter contradictorio, no deriva en un movimiento política-mente unitario; por el contrario, los diversos sectores involucrados en la lucha cristera entran en conflicto casi desde el comienzo de los combates, y de hecho los terratenientes y la Iglesia se deslindan pronto de un torrente popular insurreccional sobre el que no tienen pleno control y que tiende a radicalizarse. Ciertamente la Iglesia sigue usando hasta el final a la insurrección cristera como elemen-to de chantaje para negociar con el Estado su status institucional y, cuando logra un acuerdo satisfactorio, decreta el fin de los comba-tes atribuyéndose una autoridad que de hecho no tenía. Pero esto deslinda aún más a la cristiada popular de los grupos de poder que la han manipulado; al extremo de que la segunda cristiada –que se desarrolla de 1934 a 1936– es ya un movimiento independiente, que si bien es menos amplio que el primero, es sin embargo, mucho más radical e, incluso, incorpora reivindicaciones agraristas.

La iglesia y sus organizaciones políticas frente al movimiento cristero

En el proceso de consolidar su hegemonía, el Estado posrevolucio-nario se enfrenta con la estructura política e ideológica de la Igle-

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sia, profundamente arraigada en el medio rural. El clero no es un simple instrumento de las viejas clases dominantes pero cierta-mente está vinculado al poder económico tradicional y en muchas regiones tiene un activo papel en la defensa de los intereses de los terratenientes; así, por ejemplo, en Michoacán la Iglesia organiza los sindicatos agrícolas patronales y se encarga de incorporar masi-vamente a la población en la lucha contra el gobierno agrarista de Múgica.

Pero no se trata solo de que los terratenientes empleen a la Iglesia como aparato político para instrumentar su defensa contra un Estado que, si bien no se propone aniquilarlos en términos eco-nómicos, sí necesita someterlos políticamente; la Iglesia es en sí misma una fuerza política y está interesada en negociar su autono-mía frente a los gobiernos posrevolucionarios.

Esta pretensión de independencia entra en conflicto con los es-fuerzos del nuevo Estado por establecer su monopolio político, al extremo de que en 1925 Morones –líder de la CROM y agente del obregonismo en el medio obrero– intenta crear una Iglesia cismáti-ca separada de Roma.

El intento moronista fracasa, pero en el proceso la política reli-giosa oficial se radicaliza y, durante el callismo, asume formas jaco-binas. Apoyándose en la Constitución de 1917 que le otorga al Es-tado el derecho de administrar la “profesión clerical”, el gobierno de Calles introduce, en 1926, una reforma al Código Penal que trans-forma en delitos de derecho común las infracciones en materia de cultos. En respuesta los obispos suspenden el culto público el 31 de julio de 1926 y el gobierno reacciona prohibiendo el culto privado. En agosto la realización de inventarios en las iglesias, que el pueblo interpreta como robo de los objetos del culto, es la gota que derra-ma el vaso: la movilización popular se desata espontáneamente y en los meses siguientes llega a adoptar formas insurreccionales. En esta coyuntura las organizaciones políticas de la Iglesia se montan en la oleada popular y para el 1º de enero de 1927 llaman abierta-mente a una sublevación para derrocar al gobierno y salvaguardar las libertades religiosas por medio de la violencia.

Aparentemente la Iglesia debiera haber estado preparada para encabezar una insurrección popular, sobre todo cuando su pie-dra de toque era la lucha por la libertad religiosa. Desde la épo-ca de Carranza la Acción Católica de la Juventud Mexicana había comenzado a promover una organización cívico-política inspirada

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en el Bund alemán: la Liga Nacional de la Defensa de la Libertad Religiosa que a lo largo de 10 años había llevado a cabo una intensa campaña de agitación y movilización hasta consolidar una enorme fuerza organizada que, para 1926, se expresaba en una membrecía de más de un millón de personas.

Sin embargo, esta fuerza no era la adecuada para instrumen-tar políticamente una insurrección campesina. La Liga era una or-ganización urbana: 200 mil de sus miembros radicaban en la ca-pital, sus cuadros dirigentes provenían casi exclusivamente de las clases medias y en la mayoría de los casos la militancia se limitaba a la lectura de los boletines, la firma de adhesiones y la entrega de una mínima cotización. En estas condiciones la Liga es la orga-nización que declara formalmente la guerra al gobierno de Calles, elabora los planteamientos programáticos de la cristiada, difunde sus consignas y demandas y asume formalmente la dirección de la lucha, pero es absolutamente incapaz de instrumentar, en la prác-tica, la conducción política de los combates rurales e incluso fracasa en la tarea de pertrechar a los luchadores.

Pero si la Liga, de origen urbano, es rebasada ampliamente por la movilización rural, otras organizaciones de carácter religioso estaban mucho más profundamente insertadas en el medio cam-pesino. En particular la Unión Popular de Anacleto Gómez Flores, que operaba en Jalisco y las zonas limítrofes de Nayarit, Zacatecas, Guanajuato y Michoacán, había desarrollado un intenso trabajo de base y tanto su forma de operación como sus mandos tenían un ca-rácter campesino, de modo que su participación en el movimiento cristero es orgánica y notablemente eficaz.

Además de la Liga y la Unión, organizaciones amplias y de tipo legal, la Iglesia contaba con dos organismos clandestinos que repre-sentaron un papel decisivo en la cristiada: la U, agrupamiento se-creto creado poco antes del estallido insurreccional, y sobre todo las Brigadas Femeninas de Santa Juana de Arco (conocidas como Bi-Bi o Brigada Invencible-Brigada Invisible) cuyas 40 mil militantes ju-ramentadas constituían una red de gran eficacia organizativa.

Supuestamente la Liga debería haber centralizado todos estos aparatos; sin embargo, en la práctica se limitó a intentar ejercer sobre ellos un control burocrático. A regañadientes la Unión Popu-lar se incorpora a la Liga en 1926 pero se trata de un sometimiento formal; por su parte la U y las Bi-Bi se resisten a subordinarse y enfrentan una campaña sistemática de calumnias por parte de la

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Liga; con todo, siguen operando y, en la práctica, constituyen la ver-dadera infraestructura organizativa y financiera del movimiento.

Pero además de estas organizaciones políticas la Iglesia conta-ba con su propio aparato eclesiástico. El clero como tal y en particu-lar el episcopado representaron un papel decisivo en el estallido de la cristiada; la jerarquía eclesiástica de hecho empujó a los fieles a la insurrección tanto respondiendo con llamados incendiarios a las restricciones impuestas por el callismo (“sería criminal de nuestra parte tolerar tal situación”, “imitad a todos los verdaderos amantes de las libertades”, “firmes en la brecha hasta vencer o morir”) como a través de la suspensión del culto, la cual generó desesperación entre los campesinos, quienes se sintieron espiritualmente desam-parados. Finalmente el propio episcopado autorizó, en privado, el llamado insurreccional de la Liga.

La labor de agitación y provocación desarrollada por el clero no estuvo, sin embargo, acompañada por un compromiso público con la insurrección ni por una responsabilidad orgánica en la lucha: ofi-cialmente ni Roma ni los obispos mexicanos apoyan el paso a la ac-ción violenta, e incluso la repudian; por otra parte la mayoría de los sacerdotes adoptan una posición pasiva u hostil: aproximadamente 100 hacen campaña contra la sublevación, la enorme mayoría, 3 500, simplemente se marginan refugiándose en las ciudades, y solo unos cuantos se incorporan activamente: cinco toman las armas, 15 se hacen capellanes cristeros y veinticinco más están directa o indirectamente en el movimiento.

Así pues, la iglesia indirectamente y la Liga de forma abierta son las principales promotoras de la insurrección, pero ni una ni otra se responsabilizan efectivamente del movimiento: la Iglesia se declara ajena a la cristiada y hostil a la violencia; la Liga, por el contrario, lanza el llamado insurreccional y se proclama la cabeza del movimiento, pero en ningún momento es capaz de asumir la conducción práctica de los combates y, según los propios cristeros, su labor lejos de servir a la lucha la obstaculiza.

En el curso de la insurrección cristera las organizaciones pre-existentes más eficaces y comprometidas son la U, y las Brigadas Femeninas y sobre todo la Unión Popular, la cual, por cierto, no solo no promovió el levantamiento sino que incluso mostró resisten-cia a aceptar el llamado insurreccional de la Liga.

La posición ambigua de la Iglesia y la notable ineficacia de la Liga frente a la cristiada, se explican porque ni una ni otra creían

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realmente en una sublevación popular como forma de presión y mucho menos como vía de acceso al poder. Ciertamente tanto la Iglesia como la Liga se habían planteado el derrocamiento del go-bierno, pero la concepción que manejaban era de tipo golpista, y en gran medida dependiente del supuesto apoyo que podían obtener en Estados Unidos.

En 1926 el liguero Capistrán Garza marcha a Estados Unidos para incorporarse a una expedición anticallista encabezada por el general Estrada que finalmente aborta. En diciembre de 1926, cuan-do se acuerda el llamado insurreccional del 1º de enero, se habla de un ejército de invasión que debía entrar al país por la frontera del norte y de un apoyo económico de un millón de dólares proveniente de las compañías petroleras y las Misiones norteamericanas.

Ahora bien, tanto la Liga como la Iglesia confiaban más en las fuerzas externas y en los apoyos económicos internacionales que en el potencial de la propia sublevación popular; de modo que, cuando estos se revelan ilusorios, el episcopado retira el respaldo que había dado privadamente a los planes insurreccionales de la Liga en diciembre de 1926 y se desentiende de la lucha armada. Ciertamente la Liga si-gue adelante pero, sin apoyo eclesiástico y carente de respaldo inter-nacional, termina por transformarse en un peso muerto cuyo aparato burocrático gravita sobre las espaldas de los cristeros rurales.

Así pues, la insurrección cristera no solo estalla espontáneamen-te en los últimos meses de 1926, antes del llamado de la Liga a la su-blevación, sino que también se desarrolla y consolida con base en sus propias fuerzas. Los principales aparatos cívicos y eclesiásticos de la Iglesia usan al movimiento como elemento de chantaje frente al go-bierno y finalmente negocian en su nombre, pero de hecho no asumen su coordinación organizativa ni su dirección política y militar.

De los primeros estallidos a la insurrección general

La guerra cristera estalla formalmente el lº de enero de 1927, con el llamamiento insurreccional de la Liga, pero en realidad las su-blevaciones locales se habían iniciado a mediados de 1926 y en los últimos seis meses de ese año no habían dejado de multiplicarse e intensificarse.

Durante la primera mitad de 1926 se van caldeando los ánimos de la población religiosa: en muchos lugares guardias masivas vigi-lan las iglesias día y noche, las peregrinaciones y los actos públicos

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de penitencia se multiplican y las procesiones multitudinarias se transforman en auténticas manifestaciones políticas.

Mes a mes la situación se hace más tensa y para julio se pre-sentan las primeras manifestaciones de violencia en Oaxaca y Gua-najuato. El 3 de agosto, en el Santuario de la Virgen de Guadalupe de Guadalajara, hay un violento enfrentamiento entre los fieles y 250 soldados que arroja un saldo de 390 detenidos, y en el mismo mes se presentan los primeros levantamientos: el día 2, en Peñitas y Peñas Blancas, Zacatecas, se alzan Acevedo y Quintanar y para el 29 ocupan, con 100 hombres armados, Huejuquilla el Alto, Jalis-co, después de derrotar a 50 soldados. Grupos semejantes se insu-rrecionan en Puebla, Oaxaca, Jalisco y Michoacán.

Para septiembre se multiplican los levantamientos en Jalis-co: Cocula, Juchitlán, Bolaños, Tonalá, Teocaltitlán… Los rebeldes de Michoacán toman la Piedad y en Pénjamo, Guanajuato, 1 500 personas se insurreccionan y derrotan a la guarnición militar. En Santiago Bayacosa, Durango, se forma espontáneamente una gue-rrilla cristera siguiendo un proceso semejante al que se da en otros lugares: los miembros de la comisión gubernamental que llega al poblado para realizar el inventario de los bienes de la Iglesia son golpeados y desarmados y ante la inminente llegada del ejército la población se organiza para defenderse: se nombra un jefe guerri-llero y 285 hombres se ponen bajo su mando, de ellos 140 están ar-mados con carabinas 30-30 o 44, máuser, etcétera. El principal pro-blema es la escasez de cartuchos: cinco o 10 para algunas armas, y no más de 50 las mejor dotadas de parque. Esa misma tarde se presenta el ejército y los alzados le tienden una emboscada. Los sol-dados escapan dejando armas y parque y la guerrilla se fortalece…

En octubre Guerrero se incorpora a la insurrección con el al-zamiento de Antonio Vargas “Canfur” en Chilapa. En Jalisco ocho pueblos más se levantan en armas y en Guanajuato se insurreccio-na la región de Sierra Gorda con Filomeno Osorio y Rodolfo Galle-gos a la cabeza.

Para noviembre hay ya grupos armados en Aguascalientes, donde atacan Calvillo, y en Veracruz, donde aniquilan el pelotón de Banderilla. Por primera vez la Secretaría de Guerra reconoce públicamente que en el país “hay gavillas”.

Finalmente en diciembre hay dos nuevos levantamientos en Guerrero, uno de ellos encabezado por el exzapatista Victorino Bár-cenas, y siguen los combates por lo menos en ocho estados.

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A lo largo de todo el año la actividad del gobierno ha servido para atizar la hoguera de la insurrección popular: detenciones en masa, ejecuciones sumarias, intentos de desarme general, robos en las iglesias y, sobre todo, la amenazadora omnipresencia del ejérci-to y la creciente movilización de agraristas armados.

El carácter espontáneo y popular de este estallido insurreccio-nal, que se anticipa por lo menos seis meses al llamado de la Liga, es reconocido por los propios historiadores cristeros. Miguel Palo-mar y Vizcarra, exliguero, escribe:

Es característica bien definida de la epopeya cristera el haber sur-gido espontáneamente del pueblo mismo, en diferentes puntos de nuestro suelo, sin que la actitud asumida por un grupo alzado en armas en un lugar sirviera de ejemplo para que otro empuñara las armas […]1

Por su parte Eduardo Iglesias resume de manera semejante el proceso anterior a 1927:

Los católicos habían cumplido su deber de católicos y de patriotas al iniciar la lucha por la simple resistencia pasiva, y, cuando ésta pare-ció infructuosa, añadiendo a la anterior la lucha cívica, que hizo tam-bién ineficaz una evidente terquedad oficial. El movimiento armado tenía que estallar y estalló de hecho de una manera espontánea en diversas partes del país, hacia fines de 1926. Eran grupos pequeños, independientes entre sí, desorganizados, de hombres libres que se lanzaban heroicamente a reconquistar primera y principalmente su libertad de conciencia, al grito de “Viva Cristo Rey”.2

Solo después de seis meses de lucha armada espontánea y dis-persa la Liga se monta en la oleada insurreccional y declara formal-mente la guerra. Los ligueros buscan centralizar y encauzar un mo-vimiento que se les escapa, pero también se encargan de definirlo y encasillarlo, a nivel de declaraciones, como una contrarrevolución.

Así por ejemplo, es René Capistrán Garza, jerarca de la Liga al que los cristeros llaman “Sacristán Tranza”, quien, el 11 de enero de 1927, al asumir pomposamente la Jefatura Civil Suprema del movi-

1 Citado en Eduardo Iglesias Miguel Palomar y Vizcarra, El caso ejemplar mexicano, 2a ed., México, Jus, 1966, p. 167.

2 Ibíd.

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miento, intenta dar a la cristiada un contenido de lucha contra “la destrucción de la propiedad privada” y contra la “socialización de las fuerzas productoras del país” que, en principio, no tenía. Y es tam-bién Capistrán Garza quien pretende etiquetar a un espontáneo mo-vimiento campesino por la libertad como un movimiento reaccionario y restaurador en el que, además, participan todas las “fuerzas vivas”.

No es esta una revolución –escribe Capistrán en un manifiesto del 11 de enero–; es un movimiento coordinador de todas las fuerzas vivas del país para oponerlas a la revolución…

Pero independientemente de las pretensiones doctrinarias y de dirección política de la Liga, el hecho es que, en los primeros días de enero, la Unión Popular se insurrecciona masivamente. En Jalisco y parte de Nayarit, Zacatecas, Guanajuato y Michoacán se ponen en pie de guerra multitudes casi desarmadas que eliminan a las autoridades hostiles y eligen nuevos representantes.

Los pueblos están en marcha pero carecen de organización mi-litar y de armamento, de modo que al llegar el ejército se provo-ca la desbandada. Los cristeros que pretenden ofrecer resistencia son diezmados y la mayoría se dispersa. El general federal Ferreira define certeramente el carácter del enfrentamiento: “Más que una campaña es una cacería”.

Pero la desbandada cristera de enero le da al ejército federal una falsa imagen de victoria fácil. Ciertamente los alzados no pue-den sostener las posiciones tomadas en los primeros días, pero la insurrección cuenta con amplio apoyo de la población y los grupos se dispersan mas no son aniquilados. Durante la primera mitad de 1927 la cristiada se consolida como un amplio movimiento guerri-llero y para julio los alzados son más de 20 mil.

Enfrentado a innumerables grupos guerrilleros que conocen perfectamente el terreno y cuentan con el apoyo de la población, el ejército federal tiene que reconocer que se enfrenta a una lucha larga y difícil. Los 70 mil soldados de los que dispone el gobierno, reforzados por grupos agraristas, no son suficientes para controlar las regiones cristeras y poco a poco van reduciéndose a una táctica de guerra colonial en la que se limitan a dominar las ciudades y vías férreas, los puertos y las fronteras, y solo se aventuran a re-correr los campos con grandes columnas volantes. En un intento de controlar a los campesinos dispersos y aislar a la guerrilla, la

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Secretaría de la Defensa recurre a los agrupamientos forzados de la población en grandes “concentraciones” vigiladas por el ejército. Las concentraciones se realizaron en Jalisco, Michoacán, Colima, Durango y regiones de Guanajuato, Querétaro, Zacatecas y Gue-rrero; con resultados contraproducentes pues, por esta vía, también los “pacíficos” son obligados a incorporarse a la insurrección.

Salvando las proporciones, cabe señalar que la táctica militar de Amaro contra los cristeros es semejante a la que había aplicado Alvarado contra la insurrección chiapaneca encabezada por los fin-queros más de 10 años antes: tanto los constitucionalistas en 1916 como los federales en 1927 actúan en el seno de una población hos-til y se enfrentan a eficaces núcleos guerrilleros que se mueven en-tre las comunidades como peces en el agua, y tanto unos como otros recurren a tácticas militares propias de una guerra colonial: des-plazamientos en grandes columnas, ocupación solo de ciudades im-portantes, “concentraciones”, etcétera. En los dos casos el “ejército de ocupación” fracasa, pues si bien ni Alvarado ni Amaro son derro-tados, tampoco logran aniquilar definitivamente a las guerrillas.

Para fines de 1927 el ejército federal tiene que debilitar el frente cristero para hacer campaña contra Gómez en Veracruz y los insurrectos consolidan su dominio sobre amplias regiones. En estos “territorios liberados” se crean organizaciones de tipo estatal, una modalidad de autogobierno cristero.

Autogobierno cristero en las zonas liberadas

En Zacatecas la zona controlada por la Brigada Quintanar desa-rrolla un autogobierno regional. Aurelio Acevedo, en un discurso, formula claramente las tareas de reorganización:

… urge reconstruir a la vez que controlar el territorio […] Sí, com-batiendo y organizando; combatiendo y moralizando; combatiendo y gobernando […] Los militares avanzan un poco, controlan un pueblo y allí van los organizados a cumplir su misión; a establecer gobierno […] hay que establecer nuestro gobierno estrictamente ajustado a la ley en materia de garantías; hay que dar al pueblo todas las necesa-rias; hay que hacer todo lo contrario que los enemigos…3

3 J Jean Meyer, La Cristiada, México, Siglo XXI Editores, 1973, t. III, p. 138.

iv. Los campesinos contra el agrarismo hecho gobierno. La cristiada

Los nuevos herederos de Zapata, campesinos en movimiento. 1920-201268

En la práctica los cristeros de Zacatecas reorganizan la admi-nistración de la justicia, la educación, el correo y, sobre todo, esta-blecen un sistema de control sobre las actividades productivas:

Para asegurar el aprovisionamiento de los combatientes y de los ci-viles, establecer depósitos para anular los efectos de las reconcen-traciones […] organizar la producción agrícola y su comercialización para evitar el derroche, combatir la especulación, resistir la política de tierra quemada; […] [para esto] fue preciso castigar los delitos económicos […] controlar el comercio y los precios, adaptarse a la autarquía impuesta por la guerra, movilizar la tierra y los brazos (en particular las haciendas)…4

Estas acciones se granjean la hostilidad de los hacendados cuyas propiedades son parcialmente requisadas pues, como decía Acevedo, “debemos hacer que las tierras se trabajen y que nada se quede sin cultivar…”5

En el sur de Jalisco el territorio de Cualcomán se constituye en una verdadera república autónoma, y en abril de 1927 notifican al gobierno federal que han dejado de reconocerlo. Esta “zona liberada” logra mantener su autarquía económica, a la vez que los cristeros defienden militarmente su territorio con base en una guerra de po-siciones que resiste victoriosamente dos grandes ofensivas federales.

En Jalisco y el occidente de Guanajuato la organización del au-togobierno cristero corre por cuenta de la Unión Popular. En esta zona no se logra liberar militarmente el territorio y en la mayoría de los pueblos subsiste la administración callista; pero los cristeros desarrollan una administración paralela y clandestina basada en una organización por manzanas agrupadas en secciones. A partir de esta estructura de base llegan incluso a nombrar un Jefe Supe-rior, que cumple funciones de gobernador, y crean una imprenta clandestina ubicada en una cuenca del cerro de La Culebra donde publican el periódico Gladium.

En Colima los cristeros no liberan un territorio como en Cual-comán, ni crean un gobierno paralelo como el de la Unión Popu-lar de Jalisco y Guanajuato. Aquí los guerrilleros abandonan los poblados acompañados por sus familias y establecen campamentos militares en los volcanes. Divididos en grupos de 25 a 70 hombres,

4 Ibíd., p. 147.5 Ibíd., p. 150.

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los cristeros desarrollan una economía de guerra basada en la reco-lección, la caza, la cría de ganado y una agricultura nómada.

A mediados de 1929 los cristeros contaban con más de dos mil autoridades civiles y administraban trescientas escuelas.

Este gobierno civil, instalado en las regiones en que las tropas cris-teras eran más numerosas y lograban controlar, bien fuese un “terri-torio liberado”, bien una población masivamente simpatizante, era sin duda un gobierno de guerra cuya función esencial consistía en organizar al pueblo para que formara un todo con el Ejército de Libe-ración Nacional.6

Pese a su naturaleza semimilitar, este autogobierno cristero tiene un carácter popular y democrático y es sintomático que la Liga no desempeñe ningún papel en su constitución y que, en los lugares donde es más fuerte, los terratenientes le sean hostiles y frecuentemente prefieran abandonar la región a coexistir con él.

La consolidación de la cristiada y los “arreglos”

Combinando las acciones militares de carácter guerrillero con la re-organización civil de las regiones donde operan, los cristeros logran consolidar su insurrección a lo largo de 1927, y para marzo de 1928 tienen ya 35 mil hombres en armas. Sin embargo, los grupos actúan de manera dispersa y solo logran cierta coordinación a nivel regional. La unidad de mando militar tendrá que esperar hasta que Gorostie-ta, que se incorpora en septiembre de 1927 actuando solo en una pe-queña región, extiende su control sobre seis estados del centro-oeste, a mediados de 1928, y finalmente logre imponer un mando unificado a los cristeros de todo el país en la segunda mitad de 1928.

De agosto de 1928 a febrero de 1929 la cristiada está en franco ascenso militar. En el centro-oeste del país su dominio se consolida, mientras que en Coahuila, San Luis Potosí, Veracruz, Guerrero, Morelos, Puebla y Oaxaca operan grupos aislados que declinan o resurgen.

A fines de 1928 la federación emprende una gran ofensiva en los Altos de Jalisco, donde agrupa fuerzas militares traídas de todo el país e intensifica la política de reconcentración de la población.

6 Ibíd., pp. 171-172.

iv. Los campesinos contra el agrarismo hecho gobierno. La cristiada

Los nuevos herederos de Zapata, campesinos en movimiento. 1920-201270

Los combates se intensifican: solo en enero de 1929 hay 100 enfren-tamientos en la región de los Altos; pero la ofensiva fracasa y para marzo de 1929 Amaro se ve obligado de nuevo a debilitar el frente militar cristero para concentrar 35 mil hombres en el noroeste con-tra la insurrección de Manzo y Escobar.

Durante marzo y abril de 1929 los cristeros toman nuevamen-te la iniciativa y derrotan abrumadoramente a las tropas auxiliares abandonadas por el ejército regular, que se concentra en los esco-baristas. Gracias a esta ofensiva, las fuerzas de Gorostieta llegan a controlar todo el oeste de México, exceptuando solo las ciudades más grandes.

Para mayo de 1929 el gobierno federal intenta acabar de una vez por todas con la insurrección organizando un golpe definitivo sobre su principal base de apoyo: los Altos de Jalisco, donde los cristeros tenían siete mil hombres. Solo en Jalisco se concentran 35 mil solda-dos y el resto del ejército federal se distribuye en los demás estados del oeste: cuatro regimientos en Nayarit, ocho en Durango, siete con dos batallones en Zacatecas, dos con cinco batallones en Colima y 11 con tres batallones en Michoacán. En los Altos la ofensiva federal combina el ejército de línea, la aviación, la artillería y la ocupación permanente por las tropas agraristas irregulares de Cedillo.

Los cristeros no derrotan la gran ofensiva gubernamental, pero ciertamente la resisten sin desmoronarse y pronto el ejército federal se muestra incapaz de mantenerla: los soldados desertan masivamente, los agraristas pelean de mala gana y la Tesorería no puede sostener el alto costo de la guerra, de modo que los irregula-res se quedan sin haberes.

En junio de 1929 la ofensiva federal ha fracasado y la insu-rrección cristera está en pleno auge: en el oeste dispone de 25 mil hombres armados y de otros tantos en el resto del país. El 30 de mayo Gorostieta había hecho un certero balance de la situación: “… el gobierno no puede acabar con nosotros mientras el culto que-de cerrado y nosotros no podemos acabar con él, así que hay un equilibrio…”7

Pero mientras los cristeros combatían, la Iglesia había reanu-dado las negociaciones con el gobierno, y en junio de 1929 llegan a un acuerdo por el cual el Estado se compromete a suspender la Ley de Cultos, restituir las iglesias y permitir el regreso de los pá-

7 Meyer, La Cristiada, op. cit., t. I, p. 318.

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rrocos; a cambio el episcopado garantiza la reanudación del culto y naturalmente se compromete a liquidar definitivamente la guerra cristera. Con estos arreglos la Iglesia ha logrado sus objetivos como institución religiosa, pero el movimiento cristero, que también sos-tenía reivindicaciones sociales y políticas, no obtiene nada; y su pacificación es negociada por el episcopado a cambio de una vaga promesa de amnistía para los combatientes.

Poco antes de los acuerdos, Gorostieta había expresado la opi-nión de los cristeros insurrectos al oponerse a cualquier arreglo en-tre el gobierno y el episcopado que se realizara al margen de la base. En una carta a los prelados de mayo de 1929 Gorostieta escribe:

Muchas y de muy diversa índole son las razones que creemos tener para que la Guardia Nacional y no el Episcopado, sea quien resuel-va esta situación. Desde luego el problema no es puramente religio-so, éste es un caso integral de libertad, y la Guardia Nacional se ha constituido, de hecho, en defensora de todas las libertades y en la genuina representación del pueblo, pues el apoyo que el pueblo nos imparte es lo que nos ha hecho subsistir […] es el pueblo mismo el que necesita una representación, es la voluntad popular la que hay que consultar, es el sentir del pueblo lo que hay que tomar en consi-deración. La Guardia Nacional es el pueblo mismo […] La Guardia Nacional velará también en el futuro por los intereses de ese mismo pueblo de donde ha nacido […] La Guardia Nacional tiene ya algu-nas armas y son éstas la única seguridad que tenemos de vivir en un relativo ambiente de justicia […] Estas y muchas otras razones […] nos hacen exigir […] que se nos deje al pueblo […] abandonado por los aristócratas del dinero y del pensamiento, terminar su obra de liberación…8

Gorostieta muere poco después, y de todas maneras los cris-teros difícilmente hubieran podido mantener cohesionado su movi-miento desde el momento en que la Iglesia había declarado que con los arreglos, la lucha ya no se justificaba. De junio a septiembre los contingentes cristeros van deponiendo las armas y en algunos casos intentan negociar por cuenta propia las condiciones locales de una rendición general que se les había impuesto sin consultarlos. Así, en Zacatecas, Acevedo demanda que sean reconocidos los actos de

8 Ibíd, pp. 318-319.

iv. Los campesinos contra el agrarismo hecho gobierno. La cristiada

Los nuevos herederos de Zapata, campesinos en movimiento. 1920-201272

la administración cristera, solicita la renovación democrática de las autoridades municipales y propone que las unidades combatientes se transformen en “Defensas Sociales”.

El gobierno se muestra intransigente ante las demandas cris-teras y el episcopado no las respalda; de modo que la mayor par-te de los combatientes se pacifican sin garantías, pero también sin cumplir las formalidades de la rendición. De los 50 mil combatien-tes pertrechados, solo 14 mil entregan armas y monturas; dos de cada tres cristeros se reincorporan a sus comunidades sin dar aviso y conservando las armas.

Los cristeros de base se sienten traicionados y se rinden de mala gana. La conducta del ejército, que comienza a construir ca-rreteras y caminos, establecer destacamentos en todos los pueblos y que, sobre todo, se dedica a acosar y asesinar a los líderes, les da la razón y confirma su desconfianza. Francisco Campos describe la situación desde la perspectiva de los cristeros de base:

De ganada la perdimos; en el 21 de junio de 1929 se hicieron los men-tados arreglos del conflicto religioso, y los señores que intervinieron en dichos arreglos no debían haber admitido que entregáramos las armas, porque esas armas costaron muchas vidas […] y no es posible ni justo que después de tanto sacrificio y trabajos […] vayamos a entregar las armas; pero por obedecer órdenes sacerdotales fuimos […] y les dijimos a nuestros enemigos: aquí están las armas que les quitamos en los campos de batalla, ya que ustedes no nos las pudie-ron quitar ahora nosotros se las venimos a traer, a nosotros no nos sirven ya, pero en lo futuro otros se las volverán a quitar y entonces ya no se las darán; y nuestros enemigos sedientos de venganza luego empezaron la guerra contra los indefensos cristeros…9

Cuatro años después otro cristero hace un negro balance de los convenios: “… han muerto más después de los arreglos que en los tres años de la lucha armada. Los cristeros tuvieron que abandonar muy pronto su tierra y, hasta la fecha, los más de ellos que han so-brevivido huyendo no pueden volver a ella…”10

9 Ibíd., t I, p. 337.10 P. Arroyo, citado en Ibíd, t. I, p. 337.

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La segunda cristiada: 1932-1940

Las condiciones en las que se da la pacificación, el acoso ininte-rrumpido a los dirigentes y la reanudación, a partir de 1931, de la persecución religiosa, propician una segunda oleada de movimien-to cristero. La segunda cristiada se inicia a fines de 1931, y ya no cuenta con el estímulo de la Iglesia ni tiene el apoyo de sus apara-tos eclesiásticos y políticos. Ciertamente este movimiento no es tan amplio como el iniciado en 1926; sin embargo, se trata de una lucha campesina independiente y su carácter popular está mucho menos distorsionado por los intereses políticos de las organizaciones reli-giosas y los terratenientes.

La última oleada cristera, o “La Segunda” como la llamaron los combatientes, se inicia con conflictos en 1931, tiene su apogeo en 1935 cuando llega a contar con 7 500 hombres armados y sus últimos rescoldos se apagan en 1941. El movimiento se desarrolla por lo menos en media docena de estados y con diferente duración: en Durango se prolonga hasta 1941, en Nayarit, Jalisco, Zacatecas, Guanajuato y Morelos termina en 1940, en Michoacán, Aguasca-lientes y Sierra Gorda se extingue en 1938, en Veracruz y Oaxaca la lucha concluye en 1936 y en Sonora los indios mayos encabeza-dos por Luis Ibarra combaten en el otoño de 1935.

La primera cristiada fue básicamente antiagrarista, tanto porque la reforma era el instrumento del Estado posrevolucionario para el control político de los campesinos, como por los intereses de clase que la Iglesia y los terratenientes logran introducir en el pro-grama cristero; cuando estalla “La Segunda” ni la Iglesia ni los te-rratenientes tienen influencia en el movimiento y además el reparto agrario, lento y burocrático, es sin embargo un proceso irreversible y evidentemente popular, de modo que la segunda oleada criste-ra ya no es enemiga del reparto agrario. A principios de los años treinta la consigna de “libertad” ya no puede contraponerse a la de “tierra” y el segundo movimiento cristero se hace agrarista, aseme-jándose cada vez más a una especie de zapatismo disfrazado.

Liberada de la influencia política de la Iglesia y desengaña-da del supuesto apoyo de los terratenientes, la vertiente del movi-miento campesino que, en la segunda mitad de los años veinte, ha-bía identificado su lucha contra el gobierno con un combate contra el agrarismo, recupera, a principios de los treinta, la doble bandera de la lucha rural: “Tierra y libertad”, sin que por ello abandone su

iv. Los campesinos contra el agrarismo hecho gobierno. La cristiada

Los nuevos herederos de Zapata, campesinos en movimiento. 1920-201274

repudio al gobierno y a su particular instrumentación de la refor-ma agraria.

Muchos de los planteamientos cristeros de los años treinta son idénticos a los del agrarismo revolucionario al que combatieron los primeros cristeros, durante los años veinte, como parte indiferen-ciada del enemigo gubernamental, y de esta manera muchos agra-ristas se pueden incorporar a la segunda cristiada sin renunciar a sus ideales. Así, por ejemplo, algunos viejos zapatistas de Guerre-ro, Puebla y Morelos se incorporan a “La Segunda”, no tanto por-que los guerrilleros revolucionarios del sur hayan sido cristeros, cuanto porque la segunda cristiada es agrarista libertaria al modo zapatista.

El viejo zapatista Enrique Rodríguez se incorpora a “La Se-gunda” con la siguiente proclama:

Los ideales de los pueblos que es el Glorioso Plan de Allala en noso-tros los pueblos umildes sentimos los rigores del gobierno y como en nosotros no se encuentra la sucia política ni menos la ambición nos llevan anelos de rescatar al verdadero derecho de los pueblos y aun que sea tardecito luchamos tanto por la religión como por todos los derechos de la patria para defender la verdadera razón de los pue-blos. Agua, tierra, progreso, justicia y libertad. Viva Cristo Rey. Viva la Virgen de Guadalupe.11

De manera semejante un manifiesto cristero publicado en Zacatecas el 11 de junio de 1932 reivindica el agrarismo para su movimiento: “El reparto de la pequeña propiedad no es invención del hato de ladrones que está en el poder […] La Guardia Nacional no es ni puede ser enemiga del agrarismo justo…”.12

Pero el agrarismo de los cristeros de los años treinta no signi-fica un reconocimiento a la reforma agraria institucional ni atenúa su radical antigobiernismo. “¡Viva el agrarismo, mueran el agarris-mo y el pillaje!” proclama el cristero Ramón Aguilar. “Calles y Cía. predican el socialismo y tienen en los bancos cuentas exorbitantes. Predican el agrarismo y son los más grandes latifundistas”, escribe el cristero Trinidad Mora. José Velasco en su proclama de 1935 de-sarrolla más ampliamente las mismas ideas:

11 Meyer, La Cristiada, op. cit., t. I, p. 378.12 Ibíd., p. 379.

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No se destruirá el reparto de tierras, antes bien se consolidará y ha-rase de nuevo […] ni los antiguos ni los nuevos fraccionamientos im-plicarán por parte de los tenedores compromiso político alguno, como sucede hoy con el callismo. Se aplicará una muy especial atención a la creación del patrimonio familiar […] inembargable, inalienable e indivisible. Si algún hacendado, latifundista así como ejidatario se declara u obra en contra de este Movimiento Popular Liberador será inexorable nuestra actitud. Los bienes de los grandes terrenos así como de los pequeños, o sean los líderes, serán incautados en prove-cho del ejidatario, campesino y obrero…13

Estos planteamientos no eran nuevos entre los cristeros; ya en una proclama de Gorostieta en 1928, el líder había declarado: “Este movimiento respetará las dotaciones otorgadas y que se continua-rán…”, y entre los cristeros de base se manejaba la misma fórmula en términos populares: “No somos contra el agrarismo, somos a fa-vor del reparto de tierras, pero contra el agrarismo hecho soldado…”.14 Sin embargo, durante la primera cristiada los intereses de los terratenientes aún impregnaban profundamente la plataforma polí-tica del movimiento y se insistía, sobre todo, en la cuestión del pago a los latifundistas por las tierras expropiadas: “nuestra autoridad tomará medidas conducentes a lograr un equilibrio entre expropia-dos y despojados y sentará las bases para que aquéllos reciban la justa indemnización […] adoptará procedimientos adecuados para que la indemnización sea efectiva y justa…”,15 etcétera. Evidente-mente los “grandes tiranos”, cuyas tierras se proponía “incautar” la segunda cristiada, habían influido de manera importante en la definición de los planteamientos políticos de la primera.

Esta segunda cristiada, prácticamente desvinculada de la Iglesia, enemiga de los terratenientes y abiertamente agrarista, se enfrenta a una represión gubernamental tanto más brutal cuanto más radical e independiente era el movimiento. Pero además; a me-diados de los años treinta, el Estado había ganado en estabilidad política y el ejército se había modernizado; durante cinco años me-nos de ocho mil combatientes desperdigados en seis grandes regio-nes se enfrentan a fuerzas armadas que disponen de una aviación eficaz y son capaces de concentrar la mitad de sus efectivos durante

13 Ibíd., p. 380.14 Meyer, La Cristiada, op. cit., t. III, pp. 83-84.15 Meyer, La Cristiada, op. cit., t. I, p. 70.

iv. Los campesinos contra el agrarismo hecho gobierno. La cristiada

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meses enteros en una sola región hasta liquidar por completo a los insurrectos.

Pero además de la represión también el cambio de la política agraria del gobierno colabora decisivamente a impedir la ampliación de “La Segunda” y aislar a los núcleos más radicalizados. En 1936 el populismo agrario cardenista se granjea masivamente las simpatías de los campesinos y provoca el derrumbe del movimiento antiguber-namental en Los Altos y su extinción en Oaxaca y Veracruz; de modo que el ejército federal puede concentrar todas sus fuerzas contra los reductos cristeros de Vázquez, Mora y Estrada, en el norte, de la Sie-rra de Puebla y la Sierra Gorda, en el este, y en Morelos, al sur. Para 1939 casi todos los jefes cristeros han muerto y apenas dos mil com-batientes se mantienen irreductibles en las zonas más abruptas. En 1940 solo queda una pequeña resistencia en Durango.

Anticlericalismo revolucionario y jacobinismo oficial

Desarrollándose en dos grandes oleadas que se prolongan por más de 12 años, el movimiento cristero es una de las vertientes en que se expresa la resistencia del campesinado al “agrarismo hecho sol-dado”. En el curso de esta larga lucha rural el movimiento se va desembarazando, si no de su contenido religioso, sí de la influencia política de la Iglesia y los terratenientes –decisiva en las prime-ras etapas– y en esta medida el combate cristero asume más níti-damente reivindicaciones puramente campesinas. Así, la segunda cristiada, sin dejar de ser un combate por la libertad religiosa, se transforma también en una lucha por la tierra y por una modalidad de reparto agrario que no implique sumisión política al gobierno.

Los gobiernos posrevolucionarios no solo enfrentan a los cris-teros con las armas, sino que también los combaten ideológica-mente, absolutizando los aspectos reaccionarios del movimiento y explicando con el fanatismo de las masas rurales su amplio apoyo campesino. El nuevo Estado necesita negarle al movimiento criste-ro todo contenido popular para poder conservar su aureola de revo-lucionarismo pese a las masacres de campesinos insurrectos.

Las fuerzas de izquierda y el agrarismo revolucionario hi-cieron, en lo fundamental, causa común con el Estado contra los cristeros, y en esta medida el episodio ha pasado a la historia con una etiqueta de reaccionario que le endilgan tanto la historiografía oficial como los historiadores de izquierda. Según esta versión la

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insurrección cristera unificó al Estado y las organizaciones revolu-cionarias independientes en un combate contra el enemigo común que diluía todas las diferencias. Sin embargo, esta interpretación es simplista y falsa.

En los apartados anteriores hemos intentado mostrar el ca-rácter contradictorio del movimiento cristero, destacando aquellos aspectos en los que se expresaba su naturaleza auténticamente campesina y explicando las razones coyunturales por las que un movimiento que se enfrentaba a los “gobiernos revolucionarios” tendía a definirse como reaccionario. Nos resta ahora señalar el ca-rácter contradictorio de la lucha contra los cristeros, mostrando las diferencias entre el jacobinismo gubernamental y el anticlericalis-mo revolucionario de los agraristas independientes y la izquierda.

Para la mayoría de los revolucionarios que combatieron la po-lítica de la Iglesia en el periodo de las cristiadas, el anticlericalis-mo independiente no se confundía con el jacobinismo del gobierno callista. Así, por ejemplo, el grupo que en 1931 constituye la Liga Anticlerical Revolucionaria (Germán List Arzubide, Manlio Fabio Altamirano, José Mancisidor, Rafael Ortega, entre otros) se des-linda claramente de la política anticlerical del Estado. Uno de los fundadores de la Liga retrata con precisión al jacobinismo callista:

… inconsistente campaña anticlerical, que sin resultados prácticos y estables, llegaba a los mayores excesos que la volvían odiosa […] inclusive para muchos de los elementos pertenecientes al sector re-volucionario […] Fueron creados diversos órganos […] entre otros la Liga Femenina Liberal Evolucionista Veracruzana, formada casi en su totalidad por las señoritas empleadas del gobierno del Estado, por cierto la mayoría profundamente católicas, pero que, para “ir con la corriente” se adaptaban al medio ambiente y al criterio guberna-mental […] El problema degeneró […] en la más abyecta demagogia; se atropelló brutalmente a los sacerdotes, se incendiaron iglesias, se hizo mofa de enseres y útiles propios del culto religioso […] y se descuidó la más noble de las misiones, de esa campaña, la misión educativa…16

Sobre este deslinde crítico la Liga define lo que entiende como una postura anticlerical revolucionaria:

16 Leafar Agetro (Rafael Ortega), Las luchas proletarias en Veracruz. Historia y autocrí-tica, Jalapa, Veracruz, Barricada, 1942, pp. 135-136.

iv. Los campesinos contra el agrarismo hecho gobierno. La cristiada

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… la religión no es sino uno de tantos puntales del actual sistema de explotación capitalista […] combatir al fanatismo religioso sin com-batir un régimen que lo fomenta […] sería demostrar una torpe mio-pía en la apreciación de los fenómenos sociales […] Todos los medios de difusión cultural son buenos para el combate contra el fanatismo religioso […] procurando orientarlos hacia hechos y problemas con-cretos en el terreno social…17

Finalmente la posición de la LNC, principal organización cam-pesina independiente de los años veinte, dista mucho de identifi-carse con la postura oficial del callismo. En el congreso de la LNC realizado en noviembre de 1926, lejos de asumir acríticamente la política antirreligiosa del Estado, se la cuestiona. En el punto 6º de la orden del día referente a la “desfanatización del campesinado, explicación de las Leyes de Reforma y las últimamente expedidas en materia de cultos”, Lauro C. Caloca “tacha de atentatorio y cri-minal el propósito de pretender arrancar al pueblo, por la violencia, sus más caros sentimientos religiosos”. Por su parte Aurelio Man-rique califica el conflicto religioso de “artificialmente provocado” y rechaza un telegrama de apoyo al gobierno por “su tortuosa política religiosa [y] sus atentados a la libertad de conciencia…18

Ciertamente el movimiento cristero no fue tan unilateralmen-te fanático y reaccionario como quisieran la historiografía oficial y muchos investigadores de izquierda; pero también es verdad que el anticlericalismo fue un movimiento heterogéneo y los agraristas que combatieron la política de la Iglesia no fueron las masas mani-puladas y fanatizadas por el Estado que quisieran algunos histo-riadores que hoy reivindican el carácter popular de la cristiada. Si abandonamos maniqueísmos fáciles será necesario reconocer que tanto en el agrarismo revolucionario como en los cristeros de base se expresaron reivindicaciones validas del movimiento campesino, escindidas y contrapuestas por obra del agrarismo institucional.

17 Ibíd., p. 135.18 De Liga Nacional Campesina, Primer Congreso de Unificación, Puebla, 1927. Citado

en Jean Meyer, Historia de la Revolución mexicana. 1924-1928, vol. 11: Estado y socie-dad con Calles, México, El Colegio de México, 1977, p. 227.

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v. eL cArdenismo: Ascenso sociAL y coyunturA

¿Qué estaban haciendo los campesinos cuando llegó Cárdenas y les dio la tierra?

A primera vista el periodo cardenista parece la confirmación máxi-ma de que, clausurada la etapa armada de la revolución, el agraris-mo se ha hecho gobierno.

La poderosa y visionaria iniciativa política de Cárdenas, su es-pectacular despliegue de acciones agrarias y el excepcional apoyo popular a un presidente que es capaz de apelar al movimiento de masas han colaborado a crear la imagen del cardenismo como un agrarismo de Estado. En esta perspectiva las transformaciones ru-rales del periodo parecen obra de un gobierno todopoderoso, cuyo proyecto reformista radical se impone de arriba a abajo y despierta la adhesión popular.

Algo hay de eso, pero es tarea de la historia social rescatar los movimientos populares de la época y revaluar su papel en la defini-ción y radicalización del proyecto agrario cardenista.

Crisis agrícola e intransigencia agraria

Es bien sabido que la crisis agrícola de los primeros años treinta con-diciona decisivamente la definición de un nuevo proyecto de desarro-llo rural. Las sequías de 1929 y 1930, las inundaciones de 1932, tres años de guerra cristera que tiene como escenario el granero del país y los efectos de una revolución y un reparto agrario que han puesto en crisis a las haciendas cerealeras sin crear, como contrapartida, un campesinado pujante: todo esto se combina para provocar un desplo-me de la producción de granos básicos, y de 1928 a 1934 la produc-ción de maíz y frijol disminuye en cerca de un 30%.

Pero la crisis del 29 y la gran depresión golpean también a la producción agrícola de exportación: de 1928 a 1934 las cosechas de algodón tienen que disminuir en un 20% y también se contrae la producción de café y caña de azúcar. Finalmente el decrecimiento

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de las exportaciones agrícolas y el derrumbe en la producción de granos básicos se combinan acelerando la crisis: las dos terceras partes de lo obtenido por las exportaciones agrícolas se tiene que destinar a la importación de alimentos.

A pesar de que para 1935 la agricultura comercial comienza a recuperarse, la crisis de los años anteriores es un llamado de aten-ción que obliga a reconsiderar el modelo agroexportador que habían impulsado los sonorenses.

Pero si lo anterior está ampliamente documentado, se han ex-plorado menos los efectos sociales de la crisis agrícola. La conmo-ción rural de los primeros años treinta no solo se mide por sus efec-tos en la producción también tiene indicadores en la agudización de la lucha de clases y estos son poco conocidos.

A principios de los años treinta todos los factores se combi-nan para atizar el fuego del descontento campesino: Calles, el “Jefe Máximo”, se empeña en clausurar un reparto agrario que solo ha dotado a alrededor de tres mil comunidades mientras 70 mil siguen esperando, pero además el 70% de las tierras de los flamantes eji-datarios no es de labor, el ingreso obtenido en tierras propias es de 22 centavos diarios y los ejidatarios tienen que trabajar cerca de la mitad del año fuera de su parcela, mientras de 1928 a 1934 las posibilidades de trabajo a jornal disminuyen por el desplome de la agroexportación. Y si la posibilidad de empleo agrícola se reduce, también el salario se contrae: de 1927 a 1933 la capacidad adquisi-tiva de los jornaleros rurales disminuye en casi un 20%. A todo esto hay que agregar la presión de los desempleados provenientes de los sectores de exportación que tienen que ser absorbidos de nuevo por la economía campesina, y a los 300 mil braceros que nos devolvió la crisis del 29 y que no solo reingresan al país sino que dejan de enviar dólares. En estas condiciones es evidente que el campo es un polvorín y que los problemas de producción no son los únicos a considerar en la redefinición de la política agraria.

La presión campesina

Mucho antes de que a Cárdenas se le ocurra convocarlos, los cam-pesinos reaccionan ante esta situación movilizándose. Ciertamente no hay estadísticas al respecto, y la historiografía sobre la época casi no registra el fenómeno, pero una somera revisión de la prensa no deja lugar a dudas.

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Las tomas de tierras son una de las formas de lucha más ge-neralizadas, y El Machete, periódico del PCM, deja constancia de ellas. Noticias sueltas entresacadas al azar de los números publi-cados en 1935 nos indican que: en Tepeaca, estado de Puebla, 25 comunidades agrupadas en un Frente Único Campesino tomaron las tierras; en Tulancingo, Hidalgo, los campesinos ocuparon los la-tifundios de Zupitlán y Tepenacaxco; los campesinos de Labor de Rivera, en el norte de Jalisco, tomaron tierras solicitadas infruc-tuosamente al Departamento Agrario; en Zitácuaro, Michoacán, los campesinos se apropian de un latifundio; en Nuevo León 1 400 tra-bajadores, miembros del Sindicato Único de Obreros Agrícolas y de la Unión de Solicitantes ocupan tierras, y así.

Los comentarios de los redactores de El Machete son también sintomáticos:

Dos millones de jefes de familia no quieren esperar otros 25 años de “revolución” para que se les entreguen sus parcelas […]. No están dispuestos a seguir esperando, tomarán la tierra a cualquier precio y no pagarán impuestos; no quieren morirse de hambre: “mejor de bala”…1

También las cómodas estadísticas sirven para constatar la pre-sión sobre la tierra: hasta diciembre de 1934 las Comisiones Agra-rias habían recibido 14 mil solicitudes de dotación, de las cuales más de la mitad estaba en trámite.

Pero no todos los campesinos sin tierra tenían el derecho formal a luchar por ella. Los peones acasillados y los jornaleros libres que se empleaban en la agricultura de plantación no po-dían solicitar las tierras que trabajaban; los primeros porque no constituían “Núcleo de Población” y no se les reconocían derechos agrarios, los segundos porque las plantaciones se habían decla-rado inafectables. Estos trabajadores sin derechos o ubicados en tierras inexpropiables no renunciaron a la lucha agraria volunta-riamente. Durante la revolución la demanda de “tierra para quien la trabaja” no había discriminado a ningún sector del campesi-nado, y el propio artículo 27 constitucional ofrecía a todos lo que las reglamentaciones posteriores les negaban a ellos; de modo que muchos acasillados y jornaleros de plantación demandaron las

1 El Machete, núm. 338, mayo de 1935, y núm. 341, junio de 1935.

v. el cardenismo: ascenso social y coyuntura

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tierras. Pero los expedientes no se instauraron y pronto la repre-sión les cerró el camino.

El nuevo régimen solo les ofreció el derecho a la organización sindical, y las centrales obreras se disputaron su reclutamiento. La CROM y la CGT primero, y la CTM después, les dieron una cober-tura que no encontraban en las organizaciones agrarias, y la crisis los lanzó al combate.

Las mismas circunstancias que impulsaban a unos trabajado-res del campo a luchar por la tierra provocaban en otros la movili-zación sindical. En La Laguna, por ejemplo, la superficie cultivada de algodón se reduce en casi un 70% entre 1926 y 1932, ocasionan-do la desocupación de 15 mil trabajadores. En el Valle de Mexicali el problema es semejante, pero se agrava cuando millares de brace-ros mexicanos son arrojados al sur de la frontera. Y así en casi to-das las zonas donde las grandes cosechas concentran jornaleros: la crisis combinada de la agricultura campesina y la agroexportación se expresa en incontenibles movimientos laborales.

Algunos de estos movimientos han sido más o menos cubiertos por la historiografía, pues tuvieron la fortuna de ser el “anteceden-te” de espectaculares expropiaciones cardenistas. Tal es el caso de las multitudinarias huelgas que conmueven a la región lagunera de junio de 1935 a octubre de 1936, prologando el reparto agrario de casi medio millón de hectáreas. Movimientos semejantes, aunque menos extensos, se dan en las haciendas de Lombardía y Nueva Italia ubicadas en la cuenca del Tepalcatepec, y también en algu-nas zonas cañeras como Los Mochis en el Valle del Fuerte, Sinaloa, Taretan en Michoacán, entre otros.

Pero la lucha de los campesinos sin tierra en tanto que jornale-ros no se reduce a los movimientos que fueron antecedente de gran-des expropiaciones, y que por ello han sido historiados. Una vez más, la prensa de la época nos revela la existencia de un amplio y disperso movimiento que espera ser rescatado. La revisión de dos meses de El Machete –marzo y abril de 1934– es un mínimo indicador de la magni-tud de los combates: huelga de 200 jornaleros en Acatlán, Puebla, pa-ros de peones en las fincas cafetaleras de Cacahotán, Chiapas, huelga en el ingenio El Potrero de Veracruz; y movimientos semejantes en Compostela, Nayarit, en el Sistema de Riego No. 4 y en Camarón, los dos en el estado de Nuevo León, en Uruapan, Michoacán, y así.

La oleada de tomas de tierra que se extiende por todo el país, las decenas de miles de jornaleros desesperados que reclaman tra-

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bajo y mejores salarios con paros como el de La Laguna que mo-viliza a 20 mil huelguistas, y también el recuerdo ominoso de un movimiento cristero cuya recurrencia solo puede ser conjurada me-diante la definitiva conquista del campesinado2 deben haber teni-do alguna influencia en el reformismo agrario cardenista.

Es indudable que el agrarismo de Cárdenas favorece la gene-ralización del movimiento social, pero es también obvio que el mo-vimiento social hace imperativo que Cárdenas se torne agrarista.

La solución cardenista

Ya lo había dicho Graciano Sánchez en la discusión del Plan Sexe-nal: “La solución del problema campesino es el gran problema na-cional y para resolverlo hay que recurrir […] al fraccionamiento de los grandes latifundios; no hay otra alternativa”.

El propio Cárdenas, que en su campaña electoral había reco-rrido el país y conocía la problemática agraria de primera mano, es explícito al señalar la relación entre la agudización de los conflictos rurales y la necesidad de reanudar lo antes posible el reparto de tierras. El 2 de enero de 1935, a poco más de un mes de haber to-mado posesión, Cárdenas escribe en su diario personal:

… Gabino Vázquez, jefe del Departamento Agrario, recibió instruc-ciones para intensificar los trabajos para la dotación de tierras en todo el país. El gobierno debe extinguir las llamadas haciendas agrí-colas constituyendo los ejidos, tanto para dar cumplimiento al postu-lado agrario como para evitar la violencia que se registra entre hacen-dados y los campesinos solicitantes de tierras.

El mismo planteamiento se reitera en notas posteriores: “La distribución de la tierra es indispensable para desarrollar la eco-nomía del país y además lo está exigiendo la situación violenta que priva en el campo entre hacendados y campesinos”.3

Y Cárdenas repartió la tierra, dándole una salida agrarista no nada más a la generalizada demanda territorial, sino también al

2 Por lo demás, en 1935 “La Segunda” estaba en su apogeo y movilizaba a 7 500 hom-bres armados en seis estados de la República.

3 Lázaro Cárdenas, Obras, t. 1: Apuntes. 1913-1940, México, unam, 1972, pp. 312 y 325. [Las cursivas son nuestras.]

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movimiento de los jornaleros que esgrimían reivindicaciones de ca-rácter laboral.

El hecho de que Cárdenas diera una solución agraria al pro-blema de quienes exigían trabajo y mayores salarios, ha servido para apuntalar la idea de que la reforma agraria cardenista es más un proyecto gubernamental que una demanda social. Nada más apartado de la realidad. Para esclarecer esta cuestión sería necesario revisar, caso por caso, la naturaleza de las diferentes lu-chas a las que Cárdenas les dio una salida ejidal y que hasta ahora han sido agrupadas dentro del gran saco de los “repartos agrarios cardenistas”.

Una somera revisión de los conflictos importantes nos servirá para desechar cualquier simplificación. Para empezar, hay muchos casos en que el reparto agrario responde directamente a una lucha por la tierra. Así, por ejemplo, el latifundio de la Colorado River Land Co. de Mexicali había sido invadido por primera vez en 1923, dando como resultado un violento desalojo; en 1930 los hermanos Guillén dirigen otras invasiones y terminan confinados en las Islas Marías; en 1936 Hipólito Rentería encabeza una nueva ocupación y, aun cuando al principio también es reprimida, Cárdenas busca una salida negociada y termina expropiando casi 100 mil hectáreas en provecho de 3 860 ejidatarios. Otra gran expropiación que res-ponde directamente a una lucha por la tierra es la del Valle del Yaqui. Después de un combate de cuatro siglos, en 1937 Cárdenas decide resolver el problema de raíz reintegrándole a la comunidad 36 mil hectáreas bajo la forma de ejidos. Para el jefe yaqui que fir-ma el acuerdo no se trata de ninguna concesión: lo que pasa –dice– es que hemos ganado la guerra.

Los casos de Lombardía y Nueva Italia, La Laguna y Los Mo-chis, si responden al esquema de una lucha sindical que deriva en reparto agrario. Sin embargo, por lo menos en el caso de La Lagu-na, sería necesario explorar la prehistoria agraria de estos movi-mientos sindicales; pues todo hace pensar que para los trabajado-res de la zona las demandas laborales no eran incompatibles con la reivindicación agraria, y si se habían concentrado en la organiza-ción sindical era porque, en las tierras de riego, la demanda agraria había sido bloqueada a sangre y fuego.

La escasa información disponible sobre la prehistoria de la lu-cha lagunera registra la formación de comités agrarios desde 1916, en que se constituye, sin éxito, el de Tlahualilo; y para 1918 hay in-

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tentos frustrados en Sta. Teresa, California, Lucero, San Lorenzo, Concordia, etcétera. En 1922 se registran las primeras ocupaciones de tierras, como la de La Vega del Caracol organizada por el Sin-dicato Miguel Hidalgo; los invasores son encarcelados. Para 1928 había seis ejidos en la comarca y solo 12 solicitudes; los campesinos que ambicionaban la tierra eran sin duda muchos más, pero las compañías agrícolas tenían un sistema infalible para desalentar-los: los poblados de solicitantes eran quemados o inundados con las aguas de los canales de riego, y los demandantes eran anotados en la lista negra y se les negaba el empleo.

Con la restricción de los cultivos y la desocupación, el agra-rismo es rescatado por los propios terratenientes, que temen una explosión social; pero las tierras a las que se quiere canalizar a los desempleados están en el desierto. En 1927 los solicitantes de la Federación de Sindicatos de Gómez Palacio son mandados literal-mente a La Goma, pues así se llama la inhóspita hacienda periféri-ca con cuyas tierras se les pretende dotar. Finalmente, en 1934, el propio Abelardo Rodríguez da una “solución” agrarista al problema lagunero al crear dos Distritos Ejidales para algo más de mil cam-pesinos en tierras periféricas a la zona de riego; y con esto se decla-ra terminado el reparto agrio en la comarca, hasta que las huelgas de 1935 y l936 obligan a rectificar.

Es claro, pues, que la organización sindical de la región lagu-nera también impulsaba las demandas agrarias, aunque el Estado y los terratenientes las canalizaran al desierto. Cárdenas no se in-venta una solución ejidal para un problema proletario, lo único que hace es retirar la prohibición del reparto de tierras de riego, y con ello el agrarismo se apropia del corazón mismo de la comarca.

En el caso de Yucatán la aparente incongruencia entre movi-miento laboral y solución agraria tiene implicaciones distintas. En la zona henequenera la crisis de producción deriva en desempleo, ham-bruna y fuertes presiones laborales. Con la coyuntura cardenista los herederos de Carrillo Puerto –como Rogerio Chalé– y el gobernador López Cárdenas impulsan la idea del reparto agrario; pero todo hace pensar que el movimiento agrarista nunca llega a ser muy fuerte, y lo cierto es que los hacendados opuestos al reparto logran movilizar a un gran número de peones, al grado de provocar la caída del gober-nador. Hay sólidas razones para que la alternativa ejidal no cuen-te con la adhesión masiva y alborozada de los peones: el henequén está en crisis y la entrega de los planteles no resuelve el problema

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económico-social, con más razón cuando en la zona es difícil promo-ver otros cultivos. Pero además las primeras dotaciones ejidales en colectivo, administradas por el Banco de Crédito Ejidal Banjidal), resultan menos remunerativas para los flamantes ejidatarios que el mísero jornal que reciben los peones en las haciendas. Con todo, la expropiación generalizada se realiza, y es una de las más apara-tosas del país pues afecta 360 600 hectáreas y “beneficia” a 34 mil ejidatarios. En Yucatán la solución agraria parece responder, princi-palmente, a consideraciones técnico-económicas y en cualquier caso tiene menos respaldo social que en otras regiones del país. En con-secuencia, la autogestión ejidal ni siquiera es flor de un día, como en La Laguna, y los trabajadores pasan directamente de ser peones de los hacendados a ser peones del banco.

Casos hay en que la expropiación que resuelve el problema laboral resulta una maniobra perfecta para darle esquinazo a la lucha por la tierra. Así, en la zona central de Atencingo los eternos solicitantes del latifundio cañero azucarero conformado por Wiliam Jenkins en la inmediata posrevolución, que habían dejado numero-sos muertos en el camino, resultan excluidos del reparto; y por arte de magia los peones manipulados por el administrador del ingenio se transforman en ejidatarios sin enterarse siquiera del cambio. Lo que, por cierto, no resulta grave porque sus condiciones laborales no se modifican en lo más mínimo.

El recuento sería interminable y cada caso “sui generis”: desde los peones de los cafetales alemanes de Soconusco, que llegan tarde al reparto y a los que en 1939 un cardenismo sometido a fuertes pre-siones internacionales y en plena etapa de moderación les entrega solamente cinco mil hectáreas, dejando la mayor parte de las plan-taciones y todos los “beneficios” de café en manos de los finqueros; hasta la expropiación de la Compañía Azucarera El Mante, en Ta-maulipas, constituida a partir de un crédito del Banco de México con-seguido por el callista Aarón Sáenz y nunca pagado, cuya afectación tiene como sentido principal golpear los intereses del “jefe Máximo”.

El precio de las reformas

La acción agraria durante el cardenismo no fue un acto volunta-rista y respondió a evidentes presiones sociales; pero sin duda re-volucionó el panorama rural del país: miles de campesinos vieron cumplidas sus demandas y otros obtuvieron, incluso, lo que no se

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habían propuesto. Pero nada de esto fue gratuito, y en 1938, con la fundación de la Confederación Nacional Campesina (CNC), el Estado mexicano le pasa la cuenta al movimiento rural. La Confe-deración es creada de arriba a abajo, responde a un decreto guber-namental y es la única organización campesina que tiene reconoci-miento oficial, además de constituir el sector agrario del PNR. Pero paradójicamente esto no impide que la CNC tenga bases, y es que los campesinos difícilmente pueden oponerse a que el Estado los organice corporativamente, cuando el propio Estado está llevando a cabo una reforma rural que responde a sus principales deman-das históricas, y difunde un discurso agrarista tanto o más radical que el sostenido por las más avanzadas organizaciones campesinas de la década anterior. A la larga los campesinos tendrán que pa-gar cara esta sumisión, pero en 1938 pocos discuten el derecho de Cárdenas y el PNR a organizar formalmente la base campesina del Estado reformador.

Durante más de 10 años Obregón y Calles habían fracasado en el intento de crear una organización campesina nacional fiel al gobierno federal. La incompatibilidad entre la reforma agraria po-lítica de los sonorenses y el sentido de las demandas campesinas se había expresado nítidamente en el hecho de que la más importan-te organización campesina suprarregional, la LNC, nunca se había sometido al ejecutivo y tenía como corriente hegemónica al agra-rismo rojo veracruzano. Cárdenas puede hacer el milagro, porque al radicalizar la reforma agraria aparece como auténtico represen-tante de los intereses campesinos. Pero aun esto no hubiera sido suficiente; la CNC como organización oficialista del campesinado nace también pasando sobre el cadáver del agrarismo rojo de los años veinte.

La CNC se constituye formalmente el año de 1938, que señala el punto más alto de la reforma agraria cardenista, y en ese momen-to es la cristalización de un movimiento social que sin duda apoya al gobierno, pero su prehistoria es bastante tenebrosa. Los intentos de crear una central gobiernista realmente mayoritaria se inician en los primeros años treinta, en plena ofensiva antiagrarista del callismo, y el primer paso es desmembrar a la LNC, que agrupa a la mayor parte de las Ligas estatales y no reconoce al PNR. En esta tarea todo se vale, desde el divisionismo hasta la aniquilación física de su principal baluarte: el agrarismo rojo de Veracruz. En 1930 la LNC sufre desprendimientos, y en 1932 la base ejidal del

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agrarismo veracruzano se enfrenta a una arbitraria parcelación de tierras que en 1933 deriva en la ocupación militar del Estado por siete mil soldados federales que desarman a los “Cuerpos Sociales de Defensa”; y en este mismo año la LNC sufre una nueva escisión encabezada por Graciano Sánchez. En 1933 se constituye la Confe-deración Campesina Mexicana con los fragmentos del cuerpo des-membrado de la LNC y como telón de fondo las guardias blancas de los terratenientes y las fuerzas federales del general Miguel Acosta desarrollan una guerra de exterminio contra los agraristas rojos de Veracruz. Cinco años después la CCM deja su lugar a la CNC, cuyo primer secretario general es Graciano Sánchez que fuera tránsfuga de la LNC en 1933.

De la misma manera que Carranza se había apropiado de las banderas zapatistas para acabar con el campesinado revoluciona-rio, Cárdenas se apropia del programa del agrarismo radical para acabar con las Ligas de campesinos rojos de los años veinte. Hay, naturalmente, una diferencia de fondo: los constitucionalistas nun-ca aplicaron el programa de Zapata, mientras que Cárdenas cum-plió todas las demandas del agrarismo radical, todas menos una: la organización política independiente del campesinado. Hasta 1940 esta omisión no se notó demasiado, pero en las décadas siguientes resulto decisiva.

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vi. A LA defensivA: contrArreformA AgrAriA

y refLujo cAmpesino

Por un lapso de duración imprevisible México no tiene otro camino que el incremento del capitalismo […] por lo tanto no es solo congruente sino necesario impulsar la evolución capitalista democrática en México dando seguridad al pequeño propietario […]

CNC, 1947

Desde 1940 hasta fines de los años cincuenta, el movimiento cam-pesino vive un profundo reflujo. El agrarismo radical de los años anteriores se pliega a la contrarreforma o es colocado a la defensi-va, e incluso un movimiento rural conservador y antiagrarista tan extenso y arraigado como el sinarquismo constituye una tendencia de derecha mucho más moderada y relativamente menos peligrosa que su inmediato antecesor: el movimiento cristero.

Forzando el repliegue

El milagro de domesticar al conflictivo mundo rural de las dos pri-meras décadas posrevolucionarias es obra del cardenismo. No solo porque el drástico reparto agrario de los años treinta atenuó con-siderablemente las tensiones rurales, sino también porque la legi-timidad adquirida por el Estado, y el monopolio de la organización campesina logrado con la CNC, permite a los gobiernos poscarde-nistas instrumentar, sin demasiadas fricciones, una contrarrefor-ma agraria que antes de Cárdenas hubiera sido imposible, como lo demuestra el fracaso de Calles. Si Ávila Camacho y Alemán pueden cumplir lo que el “Jefe Máximo” no logró, es porque el interludio cardenista les ha preparado el terreno.

Pero reflujo no significa inmovilidad; aun a la defensiva, el movimiento campesino sigue vivo, persevera en las viejas deman-

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das territoriales solo parcialmente satisfechas, e incluso inaugura nuevos frentes de lucha.

Quizá el aspecto más significativo del repliegue campesino es la paulatina involución de la lucha por la tierra. Durante casi 20 años la demanda territorial parece atenuarse y la drástica reducción del reparto agrario, tanto en cantidad como en calidad, no provoca gran-des estallidos. Algo tiene qué ver en esto el que Cárdenas haya en-tregado más de 20 millones de hectáreas a 775 mil familias, pero ni siquiera este suculento bocado había saciado el hambre campesina de tierras, de modo que la manipulación y la represión también tie-nen que intervenir en la desmovilización de los solicitantes.

De hecho es el propio Cárdenas quien atenúa notablemente el agrarismo en los últimos años de su gobierno. Las circunstancias que justifican esta rectificación no vienen a cuento, pero el hecho es que los campesinos, engolosinados por los grandes repartos, reanu-dan la lucha; y cuando Ávila Camacho ratifica y profundiza la de-cisión de frenar las dotaciones, las tomas de tierras se multiplican. Según las denuncias de los “pequeños propietarios”, en 1941 hay 220 invasiones y en 1942 las ocupaciones llegan a 276.

Una extrapolación estadística podría anunciar un ascenso de la lucha territorial semejante al que preludia a las reformas cardenis-tas, pero la realidad es otra: en 1943 las invasiones denunciadas se han reducido a 33, en 1944 son 36, 11 en 1945 y apenas 6 en 1946.

Otro indicador del reflujo campesino y la extrema moderniza-ción agraria de Ávila Camacho son las quejas de los terratenientes por afectaciones: en 1941 las protestas llenan 769 expedientes, en 1943 ya son solo 322 y en 1946 se han reducido a 36. Para este año la burguesía agraria prácticamente ya no tiene motivos de queja, pues además se le han extendido ocho mil resoluciones de inafec-tabilidad agrícola y 203 de inafectabilidad ganadera que amparan tres millones de hectáreas.

Para cerrar definitivamente las puertas a la lucha por la tierra Ávila Camacho recurrió a la represión, pero también a la negociación y las maniobras. Más tardó en tomar posesión de su cargo el “presi-dente caballero” que en repudiar las invasiones, que en esos meses proliferaban; y para quitarles argumentos a los solicitantes declaró que la propiedad privada en explotación debía respetarse aunque no tuviera los documentos en regla. Finalmente, para no dejar lugar a dudas, el presidente envió una circular a los gobernadores excitándo-los a impedir las tomas de tierra por todos los medios.

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Pero si suspender el reparto no era fácil, revertirlo resultaba imposible. Y sin embargo Ávila Camacho lo intenta. Dado que Cár-denas acostumbraba a dar posesión con el fallo positivo en “Prime-ra Instancia”, y aun antes de que se terminara el papeleo legal, su sucesor intenta devolver a sus antiguos dueños algunas tierras ya concedidas a los campesinos, alegando que se trata de “autenticas pequeñas propiedades”. Pero una cosa es negar las solicitudes cam-pesinas y otra quitarles lo ya concedido. Los recientes ejidatarios se niegan a abandonar las tierras y la situación se torna explosiva. Ávila Camacho tiene que negociar: en diciembre de 1941 expide un decreto según el cual las tierras entregadas en Posesión Provisional no serán devueltas, pero si el propietario fue afectado “ilegalmente” y tenía tierras de riego, se le dará una compensación

A la larga el arma más efectiva para desalentar la presión so-bre la tierra es la utilización de los trámites agrarios para enma-rañar y retrasar las solicitudes. La diferencia más radical entre el periodo reformista de Cárdenas y los gobiernos posteriores radica, quizá, en los procedimientos agrarios: con Cárdenas el reparto era tan expedito que, a veces, resultaba atrabancado; y en las décadas siguientes el estilo de tramitación es tan moroso y dilatado que mu-chos expedientes en lugar de avanzar retroceden. Y pronto ya no es necesario frenar a los solicitantes con amenazas o bayonetas, basta un enorme muro de papeles y la siniestra y laberíntica burocracia que los manipula.

Con las reformas jurídicas del alemanismo se agregan nuevas piezas a la intrincada maquinaria antiagrarista del Departamen-to de Asuntos Agrarios y Colonización (DAAC). Por un decreto de 1934 los “pequeños propietarios” estaban excluidos del Derecho de Amparo para el caso de expropiaciones. En 1944 fracasa un intento de restablecerlo, pero en diciembre de 1946, el presidente Miguel Alemán les ratifica este derecho dotándolos de un arma que hace nugatorias las propias Resoluciones Presidenciales. Además Ale-mán reforma el artículo 27 constitucional ampliando los límites de la “pequeña propiedad”.

En la tarea de frenar el movimiento social agrario que deman-da la tierra, los gobiernos poscardenistas cuentan con los servi-cios de la CNC, central agraria única y brazo campesino del Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y luego del Partido Revolucio-nario Institucional (PRI). La Confederación vive sus mejores mo-mentos antes de constituirse formalmente, en los años en que el

vi. A la defensiva: contrarreforma agraria y reflujo campesino

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radicalismo agrario cardenista legitimaba la fidelidad oficialista de sus líderes. Después de 1938 corren vientos nuevos y la CNC tiene que adaptarse a la contrarreforma agraria que impulsan su partido y su gobierno.

La CNC nace en los momentos en que Cárdenas comienza a moderar su agrarismo y casi desde el principio tiene que actuar como aparato desmovilizador. Pero desde 1940 la Confederación, además, tiene que forzar el reflujo campesino, y esta penosa tarea, para una organización que se pretende representativa, marcará su poco brillante trayectoria.

Si en 1944 la CNC aún podía tener veleidades agraristas y afirmaba que “sostendremos la improcedencia del amparo en mate-ria agraria”, dos años después Alemán restablece el amparo agrario y la Confederación calla. Pero estos y otros malabarismos políticos y doctrinarios tienen un costo social, y la CNC no puede arriar las banderas agraristas sin correr el peligro de que otros las enarbolen. Hasta fines de los cincuenta del pasado siglo, la lucha por la tierra no se desplegará nuevamente de manera espectacular, pero ya en el periodo anterior algunas corrientes políticas intentan acarrear agua a su molino rescatando proclamativamente el agrarismo al que el PRM-PRI y la CNC han renunciado.

En 1947 surge el Partido Popular (PP) y dos años después se constituye la que debería ser su organización de masas, la Unión General de Obreros y Campesinos de México (UGOCM). La histo-ria social de esta organización está por hacerse, y la tarea es impor-tante, pues a 10 años de su constitución aparecerá como la única fuerza campesina independiente organizada a nivel multiestatal y a fines de los cincuenta será capaz de encabezar las acciones agra-rias precursoras de una nueva y espectacular etapa de luchas por la tierra. Sus primeros meses de vida son, sin embargo, poco alenta-dores; constituida como la primera organización social que agrupa-ba tanto a obreros como a campesinos, cuestionando la separación histórica que les habían impuesto los gobiernos posrevolucionarios y que Cárdenas había ratificado contra viento y marea, la UGO-CM pierde rápidamente su carácter obrero, y los ferrocarrileros, petroleros, mineros, tranviarios, etcétera, son pronto recuperados por la CTM. La Unión queda reducida a sus sectores rurales, pero de estos los que tienen su origen en la CTM, como la federación de cañeros y algunos ejidos formados en el cardenismo, también la abandonarán. A pesar de este drástico desmembramiento la UGO-

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CM no desaparece y en unos cuantos años se habrá transformado en una importante organización campesina con significativas bases sociales en el norte del país. Todo hace pensar que, si bien el líder e ideólogo Vicente Lombardo Toledano, el PP y la UGOCM no pue-den derrotar a la CTM, sí logran crecer y arraigarse en el campo a costa de una organización oficialista más frágil: la CNC.

El lombardista no es el único desprendimiento que erosiona a la claudicante CNC. En 1951 otra fracción oficialista descontenta se lanza a la aventura de crear un aparato políticosocial propio, y una vez más su principal base de masas es rural y medra a costa del descrédito cenecista. La Federación de Partidos del Pueblo Mexica-no (FPPM), impulsada por el general Henríquez Guzmán, tiene su principal apoyo en la Unión de Federaciones Campesinas y, pese a su confusa plataforma política, es evidente que si logra algún eco entre los trabajadores del campo es porque rescata el agrarismo y proclama el origen cardenista de algunos de sus miembros.

Tampoco el henriquismo y la Unión de Federaciones Campesi-nas han tenido la historiografía que merecen, pero el hecho es que los campesinos no son por completo hostiles a la confusa alternati-va que plantea esta corriente y su presencia rural se mantiene has-ta fines de los cincuenta, en que Celestino Gasca y sus Federacio-nistas Leales se lanzan a un caricaturesco pero dramático intento insurreccional.

La otra lucha por la tierra

En los primeros años poscardenistas la lucha por la tierra también tiene un reflejo, paradójico y deformado, en el segundo gran movi-miento rural antiagrarista: el sinarquismo. Fundada en 1937, la Unión Nacional Sinarquista (UNS) es un intento de la Iglesia por disputar a Cárdenas el control del campesinado; pero, después de que las grandes expropiaciones han despertado la adhesión masiva de los trabajadores del campo, ya no es posible hacer oposición po-pular al gobierno oponiéndose al reparto agrario en cuanto tal. La UNS, o cuando menos sus cuadros medios campesinos, no se oponen al reparto, y por el contrario hacen suya la bandera zapatista: “Y tú, campesino, acariciabas tu viejo sueño: tierra y libertad … Y para esto fuiste a la revolución. Pero la revolución, campesino, te traiciona”.

La UNS esgrime contra el agrarismo hecho gobierno una con-cepción sui géneris del zapatismo, pues no critica tanto el reparto

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agrario como la subordinación económica, social y política de los ejidatarios:

La autoridad pública tiene derecho a decretar el desmembramiento de la propiedad, si por su excesiva concentración […] origina el naci-miento de un proletariado rural miserable […] Por esto el sinarquis-mo justifica el repartimiento de la tierra. Pero la UNS lucha contra una tendencia comunizante que no haga al campesino más que cam-biar de amo…1

Si en el periodo de los grandes repartos agrarios la UNS difí-cilmente le hubiera podido arrebatar al gobierno la fidelidad cam-pesina, cuando la contrarreforma cancela la política dotatoria, los vicios del sistema ejidal aparecen sin atenuantes y el sinarquismo se consolida. Paradójicamente la contrarreforma agraria de Ávila Camacho, en cuya definición tiene alguna influencia la moviliza-ción rural que encabeza la UNS, colabora a desarmarlo frente al sinarquismo, pues un gobierno que ya no quiere entregar tierra y tampoco puede ofrecer libertad es blanco fácil de las denuncias de este neozapatismo clerical y de derecha.

La alternativa sinarquista a una reforma agraria que deriva en sometimiento ejidal y que, en el periodo cardenista, ha creado un nuevo y para ellos aterrador modelo de organización rural, el ejido colectivo, es claramente individualista. Si la “propiedad so-cial” subordina a los campesinos haciéndolos peones en su propia tierra, la salida es la propiedad privada irrestricta; y así, “frente al grito comunista de todos proletarios, [la UNS] opone su postulado salvador todos propietarios”.

Por lo menos en su propaganda campesina, la propiedad que defiende el sinarquismo “es la que se funda en el trabajo huma-no”; y aunque es evidente que los efectos de la privatización ha-brían sido descampesinizadores, lo cierto es que cientos de miles de campesinos vieron en las consignas de la UNS la lucha por una libertad que el agrarismo burocrático les negaba. Tanto más cuan-to los sinarquistas mostraban una sensibilidad política de la que con frecuencia carecían los agraristas. Así, pese a su apología de la propiedad individual, se muestran respetuosos de las formas comu-

1 Textos de un informe de Ernesto Montealvo, citados en Jean Meyer, El sinarquismo: ¿un fascismo mexicano?, 1937-1947, México, Joaquín Mortiz, 1979.

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nitarias de tenencia, ganándose el apoyo de muchos grupos indíge-nas. En un texto que expone la utopía sinarquista, escriben: “Los núcleos indígenas de la nación, que secularmente han venido pose-yendo sus tierras en común, fueron conservados tal y como existían desde épocas remotas […] Habría sido un funesto error introducir de golpe novedades perniciosas…”.2

El recuerdo de la derrota cristera ha enseñado a los sinarquis-tas que la lucha armada solo sirve para “… desencadenar […] fe-roces represalias […] ensangrentar aún más el campo, […] dividir, con un montón de muertos, a los campesinos en dos bandos”, de modo que la UNS apela a la organización cívica y la movilización pacífica de multitudes.

Su éxito organizativo es extraordinario: en 1939 la UNS cuen-ta con 90 mil militantes, en 1940 ya son 360 mil, en 1941 han lle-gado a 460 mil y para 1943 el sinarquismo dispone de 560 mil ad-herentes organizados en 600 comités municipales. Su base social es predominantemente campesina y se ubica en los estados del cen-tro: Michoacán, Guanajuato, Querétaro, San Luis Potosí, Colima y Aguascalientes.

Pero además la base sinarquista tiene una estructura orgáni-ca envidiable. De hecho ninguna organización político-social de la época, y quizás de la historia contemporánea de México, ha logra-do una disciplina militante comparable a la de la UNS. El medio millón de sinarquistas está estructurado en “escuadrones”, “cen-turias” y “compañías”, que responden a los llamados de sus jefes como un solo hombre: en 1940 movilizan a 10 mil manifestantes en Acámbaro, 15 mil en León y 20 mil en Irapuato; en 1941 lanzan a la calle a 20 mil hombres en Morelia y el 25 de mayo, en el cuarto aniversario de su fundación, la UNS concentra a 40 mil militantes en la ciudad de León.

Y lo peor del caso es que el impetuoso crecimiento del sinar-quismo coincide con los desesperados esfuerzos de Ávila Camacho por demostrar que el Estado no se opone a la propiedad agraria, que la colectivización no se generalizará y que la parcela ejidal es poco menos que propiedad privada. A los pocos días de su toma de posesión, Ávila Camacho decreta el parcelamiento de los ejidos –aunque excluyendo a los colectivos creados por Cárdenas– en una medida que persigue dos objetivos: por una parte coloca las bases

2 Editorial de El Sinarquista, 26 de diciembre de 1940, citado en Ibíd.

vi. A la defensiva: contrarreforma agraria y reflujo campesino

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jurídicas para desmantelar posteriormente los colectivos agrícolas creados por las recientes dotaciones, y por otra intenta arrebatarle las banderas a la UNS. El decreto que crea el “patrimonio familiar” es transparente en sus intenciones y se dirige a dos interlocutores: las corrientes radicales de los ejidos colectivos, a las que se amena-za, y los sinarquistas, con los que se intenta conciliar:

Los campesinos exigen que tal derecho [la parcela familiar] se ponga a salvo de trastornos y menoscabos que pueden provenir de quienes, desvirtuando los fines del ejido colectivo, tuerzan la recta intención que se tuvo al crearlo y utilicen el sistema en que se funda para pro-pagar doctrinas exóticas y ejercer indebidas hegemonías dentro de

las comunidades ejidales.3

El fondo sinarquista y privatizante de Ávila Camacho se revela aún más claramente en una declaración de 1943 que es un verdade-ro programa agrario alternativo al de Cárdenas. En el “Mensaje” de ese año, el “presidente caballero” dijo: “Ya hay numerosos ejidata-rios que, superando su etapa inicial […] han adquirido superficies mayores […] Como ellos muchos otros irán evolucionando hacia la pequeña propiedad [...] Cuando esto ocurra la identificación de eji-datarios y pequeños propietarios será un hecho incontrovertible”.4

Este tipo de planteamientos no impidieron que la UNS crecie-ra, pero sí pusieron en grave predicamento a la CNC, pues con ellos su razón de ser quedaba en entredicho y la doctrina campesinista de la Confederación perdía sustento. El “desarrollismo” antiejidal y la ideología descampesinizante que define a los gobiernos pos-cardenistas coloca ante una grave contradicción a la organización campesina oficialista, pues el proyecto estatal cuestiona su propia base de sustentación. La CNC se ve obligada entonces a descubrir las “virtudes” del capitalismo agrario y se transforma en la prime-ra apologista de la proletarización rural, que paradójicamente pre-senta como “liberadora”. En 1947 el secretario general de la CNC, Leyva Velázquez, inaugura en México el discurso que identifica la liberación del campesinado con su proletarización:

3 Moisés González Navarro, La Confederación Nacional Campesina. Un grupo de pre-sión en la reforma agraria mexicana, México, unam, 1977, p. 111.

4 Declaraciones de Ávila Camacho en ibíd.

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Por un lapso de duración imprevisible México no tiene otro camino que el incremento del capitalismo, porque la historia nos muestra que frente al régimen político de la feudalidad el capitalismo es un gran avance, una fase superior del desenvolvimiento de la sociedad, y que si existe un régimen todavía más avanzado no se puede llegar a él directamente del feudalismo, porque la historia no da saltos […] El feudalismo rural significaba explotación extensiva de la tierra, peo-naje, miseria, ignorancia […] Capitalismo en cambio es sinónimo de explotación intensiva […] creación de una amplia capa de pequeños propietarios auténticos y de un trabajador agrícola alfabeto, explo-tado como todos los proletarios, pero con un nivel de vida y posibili-dades de emancipación superiores a las del peón […] por lo tanto, no solo es congruente sino necesario el impulsar la evolución capitalista democrática en México dando seguridad al pequeño propietario...5

Esta apología del capitalismo, en nombre de un campesinado que se enfrentaba cada vez más a la opresión despiadada del capi-tal, no puede menos que erosionar las bases de la CNC, pues ade-más, no se trataba solo de un discurso sino de una práctica cotidia-na. De esta manera propuestas agraristas menos “científicas” pero que reivindican al campesino y no intentan adornar la explotación del jornalero, se apropian del respaldo social que la CNC pierde aceleradamente. En los primeros años cuarenta los sinarquistas re-clutan impetuosamente, y durante los cincuenta la UGOCM y has-ta la henriquista Unión de Federaciones Campesinas tienen una capacidad de convocatoria y movilización de la que carece la CNC.

Movimientos campesinos excéntricos: contra la “leva” y el “rifle sanitario”

Junto a una lucha por la tierra, frenada, desvirtuada y en franco reflujo, los años poscardenistas son escenario de combates rurales poco conocidos, que con frecuencia desembocan en movimientos armados.

El estallido de la segunda guerra mundial y la incorporación de México a los países beligerantes repercuten en el medio rural de manera inesperada. El servicio militar obligatorio, que en el campo

5 Publicado en El Nacional, 30 de mayo de 1947. Citado en Gomezjara, Francisco, El movimiento campesino en México, México, Campesina, 1970, pp. 178 y 179.

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se organiza al modo atrabiliario de las “levas”, genera un enorme descontento espontáneo: los jóvenes se “remontan” para no ser re-clutados y en algunos casos la resistencia deriva en guerrilla. Hay acciones de este tipo en Zacatecas, Guerrero, Puebla, Morelos y es-tado de México.

Las guerrillas campesinas que se mueven en la zona de Mo-relos, Puebla y estado de México son sintomáticas, pues revisten los más opuestos sesgos ideológicos pero tienen bases sociales se-mejantes y se apoyan en el mismo descontento espontáneo. Entre 1942 y 1943 actúan en esta zona del sur los grupos armados de la Magdalena Contreras, los hermanos Barreto y Rubén Jaramillo. Los dos primeros están vinculados a José Inclán, jefe de un Parti-do Nacionalista que maneja un proyecto insurreccional, pero tie-nen motivaciones específicas, pues los Barreto, por ejemplo estaban asociados al candidato perdedor de la gubernatura del estado de Morelos. Jaramillo, por su parte, tiene que remontarse debido al acoso del gerente del Ingenio de Zacatepec y del gobernador Casti-llo López. Jaramillo es un hombre de izquierda; Contreras, los Ba-rreto y sobre todo José Inclán son francamente derechistas; pero esto no impide que tanto el uno como los otros se transformen en la expresión objetiva de un descontento campesino generalizado: el rechazo al servicio militar obligatorio que aleja a los jóvenes de sus comunidades, y el temor a que se les reclute para combatir en una guerra mundial que no les interesa. La “bola chiquita” de los Barreto y las insurrecciones pioneras de Jaramillo debieran ser es-tudiadas como parte de un descontento campesino mucho mayor que estallaba bajo las formas más inesperadas y cobraba los más disímbolos rasgos ideológicos.

Otra gran movilización campesina del periodo es la campaña contra el “rifle sanitario”. A fines de 1946 aparece en el país la fie-bre aftosa, que afecta al ganado mayor. Bajo la presión de Estados Unidos, que están deseosos de frenar el azote, se opta por el sacri-ficio, sin tomar en cuenta el papel de los animales de yunta en la economía campesina. Por lo menos en el centro y el sur del país, la destrucción del ganado significaba el fin de la agricultura y la ruina generalizada del campesinado; y el gobierno clasifica como zona aftosa a los 17 estados del centro y el sur y encarga al ejército la protección de los portadores del “rifle sanitario” que deben en-cargarse del sacrificio. Para otoño de 1947 se ha sacrificado medio millón de reses y en el campo ha estallado la guerra. En Guerrero,

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Michoacán y el estado de México, los campesinos matan a los ve-terinarios y se enfrentan con el ejército. Finalmente el gobierno es obligado a ceder y suspende el sacrificio de reses.

Los campesinos, menos optimistas que la CNC, descubren tras el “rifle sanitario” los oscuros intereses del capital, y dan este con-tenido a su lucha contra la matanza. En un volante de la época se lee lo siguiente: “Los capitalistas son los únicos favorecidos por el “rifle sanitario”, porque la tierra quedará sin animales para que la trabajen y ellos la rescatarán por un bocado de pan”.6

Contra la integración vertical por el capital

Hemos dejado hasta el final una vertiente del movimiento campe-sino que le confiere al combate rural poscardenista un rasgo cuali-tativamente nuevo. La lucha del sector ejidal dotado por Cárdenas de tierras de alto potencial agrícola y organizado en forma colectiva inaugura un nuevo frente del combate campesino, iniciando un lar-go y conflictivo proceso que se prolonga hasta nuestros días.

Antes del reparto agrario de los años treinta la mayoría del campesinado no tenía un marcado carácter mercantil. La pobreza de sus tierras y la función autoconsuntiva que se le había asignado a la parcela ejidal en la reforma agraria de los sonorenses, no permitía que el ejido apareciera como un sector significativo de la producción agrícola destinada a la venta. Pero con la reforma cardenista muchos de los nuevos ejidos son de inicio empresas agrícolas de carácter ne-tamente mercantil. La producción de henequén, caña de azúcar, al-godón, tabaco, café, trigo, etcétera, ya no es monopolio de los agricul-tores privados, y en algunos casos la producción ejidal es dominante.

A partir de los años treinta, una porción significativa del cam-pesinado mexicano está constituida por productores netamente mercantiles, y su presencia es decisiva en el panorama de las luchas sociales. Desde este momento el movimiento campesino cuenta con nuevos actores, que viven contradicciones inéditas y se enfrentan a enemigos antes desconocidos.

Los campesinos organizados en torno a una producción más o menos tecnificada y plenamente comercial se insertan desde el co-mienzo en una estructura directamente capitalista que los integra vertical y horizontalmente. Estos nuevos campesinos necesitan ad-

6 Citado Citado en Meyer en La Revolución mejicana, 1910-1940, op. cit., p. 15.

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quirir insumos sofisticados, requieren crédito y no pueden comerse lo que producen; de modo que dependen absolutamente del ingreso monetario que les reporta la venta de sus cosechas. El capital apa-rece frecuentemente bajo la forma del Estado que les proporciona infraestructura, los habilita y les compra; pero también se enfren-tan al capital privado que encarna en las compañías trasnaciona-les agroexportadoras, las agroindustrias, los bancos privados y las empresas introductoras de insumos. Finalmente el capital aparece también, velada pero indiscutiblemente, bajo la forma de la tecno-logía y sus exigencias, la organización del trabajo, la contabilidad, la administración.

Si es que alguna vez estos nuevos ejidatarios tuvieron la ilu-sión de progresar como “productores independientes” que no explo-taran ni fueran explotados, pronto la realidad se encargó de desen-cantarlos. En la mayoría de los casos la “independencia” no fue ni siquiera un periodo transitorio, el “progreso” resultó ilusorio; y en cuanto a la explotación, no solo la padecieron desde el principio en carne propia, sino que pronto fueron vehículo para la explotación de otros aún más desafortunados que ellos.

Desde el momento mismo en que se constituyen estos ejidos, se inicia el combate, y su historia, sinuosa como pocas, también está por hacerse.

Para empezar, resulta que los flamantes ejidos colectivos, a ve-ces verdaderas “haciendas sin hacendados”, se encuentran a las pri-meras de cambio con que el Estado que los constituyó y les asignó sus tareas ha cambiado radicalmente de política agraria. Ávila Camacho no puede borrar de un plumazo el proyecto cardenista, pero hay que reconocerle que lo intenta seriamente. Ubicado en la coyuntura de la segunda guerra mundial, que de nuevo favorece a la exportación agrícola, presionado por una burguesía agraria que reclama segu-ridad y privilegios; y acosado por un anticomunismo relativamente popular que ve en el colectivismo agrícola un ensayo marxista, Ávila Camacho decide favorecer de nuevo un proyecto agroexportador apo-yado en la agricultura privada. La empresa capitalista aparece una vez más como único eje de desarrollo agropecuario, y esto significa desmantelar, o por lo menos limitar drásticamente, el sistema ejidal-moderno-colectivo creado por Cárdenas, transfiriendo sus recursos y de ser posible sus tierras de riego al sector privado.

No podemos contar aquí toda la historia, pero es necesario, por lo menos, señalar algunas de las vías que adopta este nuevo tipo de

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lucha campesina. En primer lugar debe quedar claro que el proceso no es único ni lineal, pues los ejidos de producción netamente co-mercial se ubican en distintas ramas de la agricultura y han surgido de procesos muy disímbolos. La producción henequenera o cañera ejidal no encuentra fuerte competencia en los productores agrícolas privados, y en ningún momento se intenta seriamente arrebatar a los campesinos sus medios de producción. En estos sectores el capital –privado o estatal– no está interesado en desmantelar la producción ejidal, les basta con garantizar el control de las cosechas y del propio proceso laboral. Por el contrario, en los distritos de riego los ejidos colectivos sustraen una parte de las tierras y aguas al dominio di-recto del capital y ahí que los campesinos tengan que enfrentar un doble acoso: el capital que opera en la esfera de la circulación busca-rá subordinarlos, en tanto que productores, a sus reglas de intercam-bio, mientras que los empresarios agrícolas privados intentarán por todas las vías arrebatarles sus medios de producción.

Tampoco son homogéneas las demandas provenientes del sec-tor ejidal comercial y colectivo. En algunos lugares habían antece-dido al reparto agrario fuertes luchas, los trabajadores estaban or-ganizados y la dirigencia sustentaba posiciones radicales. Tal es el caso de los ejidos colectivos de la Región Lagunera y de los cañeros de Los Mochis. Ahí la lucha por la autogestión tiene raíces en las bases, y la defensa del colectivo se plantea como una de las tareas principales. En otros lugares la movilización previa había sido mu-cho menor, las corrientes radicales tenían poco arraigo y la orga-nización colectiva de los ejidos había sido impuesta por el Estado, que además fungía como administrador. La zona henequenera de Yucatán es un ejemplo de este tipo de proceso. Ahí el movimiento autogestivo prácticamente no existe, y el modelo colectivo cambia de forma, siempre por decisiones de arriba, pero los campesinos ni lo defienden como su conquista ni tampoco intentan sustituirlo por una economía parcelaria, y a la larga la lucha campesina cobra un sesgo netamente salarial.

Hubo casos también en que la creación del ejido colectivo no fue más que un cambio formal que sirvió para encubrir la continuidad del sistema de explotación anterior. En el ingenio de Atencingo, Pue-bla, el propietario, William Jenkins, llegó a la conclusión de que las cosas debían cambiar... para que todo siguiera igual, y de la noche a la mañana los peones cañeros fueron transformados en ejidatarios. Ahí la lucha es, desde el principio, por la división y parcelación de un

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ejido colectivo en el que encarna primero el férreo control del Ingenio y años después el no menos férreo despotismo del cacicazgo.

La cosa se complica aún más si introducimos en el panorama la acción de las organizaciones sociales y políticas, pues los ejidos comerciales colectivos fueron también, desde un principio, escenario de fuertes luchas por el poder. Su enorme importancia económica hizo de ellos un invaluable botín político que se disputaron primero la CTM y la CNC y luego también la UGOCM. En algunas regiones, en que el colectivo ejidal provenía de la lucha sindical de los jornale-ros, la organización hegemónica fue, en un principio, la CTM, sobre la que tenía fuerte influencia la militancia comunista. Tal es el caso de la Comarca Lagunera, el Valle del Yaqui y la zona cañera de Los Mochis. En estas regiones la defensa del colectivo corre por cuenta de los militantes de la CTM, que son hegemónicos en los ejidos y tienen en esta forma de organización la base de sustentación de su poder; mientras que la CNC, que viene de fuera e intenta apoderarse del control ejerciendo el monopolio de la organización campesina que le ha concedido Cárdenas, encuentra su mejor arma en el divisionis-mo y apoya por todos los medios, que son muchos y los proporciona el mismo gobierno, las tendencias naturales a la parcelación. Pero si en La Laguna, Los Mochis y el Valle del Yaqui la CNC es anticolec-tivista, en otras regiones la conservación de su poder coincide con la preservación del colectivo contra las luchas campesinas por liberarse del control, y entonces la CNC aparece como la mejor defensora del colectivismo. Tal es el caso de Atencingo.

Pese a la diversidad de los movimientos que estamos reseñan-do, una de las tendencias sobresale como la más importante en los años cuarenta y cincuenta. Se trata de la lucha que se desarrolla en las zonas de agricultura ejidal colectiva en las que el reparto agrario cardenista había sido antecedido por fuertes movilizaciones y donde existía una organización campesina fuerte y radicalizada. La Comarca Lagunera, el Valle del Yaqui y la zona cañera de Los Mochis son ejemplos privilegiados de este combate.

La lucha es enormemente dispareja, pues los campesinos se enfrentan a las fuerzas combinadas de los terratenientes locales que les disputan los recursos, el Estado que les regatea el agua, les niega el crédito y les bloquea la comercialización, y la CNC que promueve el divisionismo y, apoyada por el sabotaje económico del gobierno, anuncia el inevitable fracaso del colectivo y promueve la parcelación. Durante casi 15 años los ejidatarios se empeñan en

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preservar una organización colectiva que en sus mejores momentos prometía ser la base de una cierta autonomía económica y políti-ca. Los campesinos se movilizan una y otra vez: en 1944 sale una caravana de la Comarca Lagunera a pelear el crédito en el Distri-to Federal, Ávila Camacho promete pero no cumple; en 1947 otra caravana sale de La Laguna a la ciudad de México para pelear por el riego, Miguel Alemán también promete pero tampoco cumple. Poco a poco los colectivos se van desmembrando, la lucha de frac-ciones se hace crónica, los ejidatarios se debilitan y, a río revuelto, los “pequeños propietarios” hacen su agosto apropiándose del agua, el crédito y parte de las tierras. Pero además los ejidos colectivos también son acosados por males internos: la democracia y la parti-cipación autogestiva de la base forman parte de la doctrina, pero en la práctica el caudillismo y las formas despóticas o paternalistas de cacicazgo terminan por imponerse. Los propios líderes que fueron radicales se transforman en caciques de pequeños feudos y el pano-rama se hace tan turbio que al final no hay a quien irle.

La puntilla les llega en 1955, cuando una modificación a la Ley de Crédito Agrícola retira su status legal a las Uniones de So-ciedades Locales de crédito Colectivo Ejidal. Con esto las organiza-ciones económicas campesinas de tipo superior dejan de ser sujetos de crédito y se les señala un plazo de un año para su disolución. Desde ese momento el acceso ejidal a los prestarnos refaccionarios se contrae drásticamente y también se reducen los créditos de avío. Los ejidatarios más pobres se ven obligados a rentar masivamente sus tierras y aun para los acomodados resulta difícil habilitar la producción. Como resultado de esto, en el Valle del Yaqui, la mejor alternativa financiera para un ejidatario es su afiliación individual a una unión de crédito privada.

Así pues, también en este frente de lucha, brillantemente in-augurado a fines de los treinta, el movimiento campesino es puesto a la defensiva y finalmente derrotado en las décadas oscuras de la contrarreforma agraria. Tendrán que pasar otros 20 años para que, en ésas y otras regiones, las organizaciones económicas de los campesinos se pongan de nuevo en acción intentando negociar su independencia económica y política.

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vii. eL medio sigLo. otrA veZ por LA tierrA

La verdad es que fue más fácil a la Revolución Mexica-na repartir entre los campesinos las haciendas del porfi-rismo, que destruir los latifundios formados al amparo de la propia Revolución.

César Martino, 1958

Para el campesinado, los años del poscardenismo son oscuros; pero el país vive un impetuoso crecimiento industrial y la propia agri-cultura ve nacer espectaculares polos de desarrollo, sobre todo en el noroeste. Los apologistas de la “modernización” hacen cuentas alegres: el país se urbaniza a pasos agigantados, el “despegue” que dejará atrás definitivamente al subdesarrollo es inminente, el mi-lagro agroexportador anuncia el fin del atraso rural, los campesi-nos no han desaparecido pero solo salen de sus reservaciones para cumplir su misión histórica de levantar cosechas. El fantasma de las luchas agrarias, que conmovieron al país por demasiado tiempo, parece haber sido exorcizado.

A fines de los años cincuenta del pasado siglo, el crecimiento enfrenta problemas y la visión optimista del país comienza a mos-trar fisuras. Los multitudinarios combates obreros, magisteriales y estudiantiles, que conmocionaron a la nación y colocaron al pro-letariado y los sectores urbanos en un indiscutible primer plano de la lucha de clases, son de todos conocidos y han recibido la atención que, sin duda, merecen. Sin embargo, quizá debido a la especta-cularidad del movimiento obrero y urbano popular, el movimiento campesino de la época ha sido mucho menos estudiado.

Pareciera incluso que el auge de los movimientos populares de fines de los cincuenta y principios de los sesenta fuera un fenóme-no exclusivamente obrero y urbano. Nada más falso; mientras los ferrocarrileros que militan en el sindicato encabezado por Demetrio Vallejo, los maestros de la Sección IX, y los estudiantes del Distrito Federal se lanzaban a la lucha, los campesinos de Morelos, Nayarit, Sonora, Sinaloa y Baja California hacían lo propio; en los mismos

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meses en que miles de obreros se iban a la huelga, millares de cam-pesinos tomaban las tierras; si los maestros eran acribillados en el monumento a la Revolución, los campesinos lo eran en el latifundio de Cananea; y poco antes de que Demetrio Vallejo cayera a la cár-cel por huelguista, era encarcelado Jacinto López por tomatierras.

Rescatar el carácter obrero-campesino del ascenso de la lucha popular que se inicia en 1958, es una tarea pendiente para la histo-riografía. Intentemos, por el momento, rescatar algunos indicado-res de la lucha rural en este periodo.

Crisis agrícola y ascenso de la lucha rural

El reparto cardenista abrió válvulas en la caldera rural y la contra-rreforma maniató a los perseverantes. Pero dos décadas después los problemas reaparecen, la presión social se acumula peligrosa-mente, y pronto se presentan los primeros estallidos.

De 1940 a 1960 el número de campesinos sin tierra crece sin cesar, pues la cantidad de predios en explotación aumenta un mo-desto 11% mientras que la población económicamente activa en la agricultura se incrementa un 59% en el mismo lapso. Al disminuir el porcentaje de campesinos que trabajan por cuenta propia, se in-tensifica la demanda rural de trabajo asalariado, pero esta presión no encuentra salidas pues la oferta de empleo crece menos que la demanda: el promedio anual de días trabajados por los jornaleros agrícolas disminuye de 190 en 1950 a 100 en 1960; el salario míni-mo rural disminuye también en términos reales, pasando de 4.59 pesos diarios en 1940 a 4.31 pesos en 1960; y consecuentemente el ingreso real promedio de los asalariados rurales pasa de 850 pesos en 1950 a 700 pesos en 1960.

Estas tendencias estructurales se asocian con una serie de fac-tores coyunturales que las hacen explosivas. En 1952 se presenta una crisis en la producción de alimentos de origen agropecuario y se requieren importaciones. De 1954 a 1956 se recupera la agricultura de mercado interno, pero a partir de este último año se inicia una crisis en la agroexportación: los precios internacionales del algodón y el café se desploman y la agricultura comercial sufre un colapso. A partir de 1957 se presentan de nuevo problemas en la producción de alimentos y, una vez más, hay que apelar a las importaciones.

Al igual que en los primeros años treinta la crisis agrícola in-terna y externa se combina con la repatriación de trabajadores mi-

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gratorios. En 1954 los Estados Unidos inician la operación Wetback y ese año nos reexpiden a un millón de braceros, en 1955 los repa-triados son un cuarto de millón y así sucesivamente. Si tomamos en cuenta que los repatriados tienden a ubicarse en el campo y que a principios de los años cincuenta la población económicamente ac-tiva en la agricultura era de 3.8 millones, resulta evidente que la invasión de desempleados no solo es sustancial en términos absolu-tos sino porcentualmente muy significativa: a mediados de los años cincuenta aproximadamente uno de cada cuatro trabajadores rura-les era bracero repatriado.

Al combinarse la demanda adicional de empleo con la crisis de la producción campesina y el desplome de la agricultura comercial, la situación se torna desesperada y los jornaleros se ven obligados a luchar por su vida.

En La Laguna el colapso algodonero que se inicia en 1956 ge-nera, en diciembre de ese año, desocupación de 60 mil pizcadores. Para fines de 1957 el problema del desempleo se complica por la sequía y más de tres mil campesinos se concentran frente al Banji-dal demandando un Plan de Emergencia. En enero de 1958 ya son 12 mil los jornaleros que desfilan en Torreón exigiendo solución. En febrero un mitin de agradecimiento al programa de braceros con el que el gobierno intenta paliar la situación, organizado por la CNC en Torreón, se transforma en una protesta masiva y los líde-res oficialistas tienen que salir por piernas. En mayo los jornaleros radicados en La Laguna forman un sindicato, exigiendo trabajo y salario mínimo. Al mismo tiempo peones de “El Refugio”, “Santa Anita”, “Pastor Rouaix” y otras fincas toman las tierras intentando imponer contrataciones colectivas. Son desalojados por el ejército y 12 dirigentes terminan en la cárcel.

En el Valle del Yaqui, al que anualmente llegaban entre 25 mil y 45 mil pizcadores, la situación es semejante. En 1958 los jor-naleros invaden algunas de las propiedades privadas más extensas y las tropas tienen que intervenir para desalojarlos.

La lucha de los jornaleros se orienta a las demandas de traba-jo y mayores salarios, pero se expresa también, y principalmente, en el combate por la tierra. A fines de los años cincuenta la vieja demanda zapatista recobra todo su vigor, pero ahora la situación ya no es la misma que en las primeras décadas del siglo: los terra-tenientes han cambiado y el enemigo es otro.

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En una carta de apoyo a Jacinto López publicada por César Martino en 1958, se caracteriza certeramente la situación:

… los trabajadores del campo se encuentran ya desesperados ante tanta promesa y tanto engaño. Diariamente se declara que no hay tierras que repartir y todos los días se enteran de cómo surgen nue-vos latifundios y crecen los ya existentes. Y la rebeldía estalla cuando en cada obligada invasión de tierras que han hecho los campesinos se dan cuenta que se lesiona a los nuevos hacendados de la revolución: exministros, embajadores, caciques, exgobernadores, generales, etcé-tera, que a gritos dicen que se viola la ley y piden que se les proteja […] La verdad es que fue más fácil a la Revolución Mexicana repar-tir entre los campesinos las haciendas del porfirismo, que destruir los latifundios formados al amparo de la propia Revolución…1

Las invasiones

La expresión más concentrada de esta nueva lucha por la tierra son las acciones realizadas por la UGOCM en 1958 y 1959. En el mes de marzo de 1958 la Unión realiza una convención de masas en Los Mochis, Sinaloa donde se acuerda por aclamación que si durante ese año el gobierno no resuelve las demandas de dotación, en 1958 se tomarán las tierras coordinadamente. Y en efecto a principios del año siguiente miles de campesinos de diferentes estados del no-roeste emprenden la invasión pacífica de los latifundios plantando la bandera nacional en su centro. Los primeros invasores son dos mil campesinos en Sinaloa que ocupan las tierras en febrero. En julio 2 500 personas toman tierras en Baja California. Durante el mismo mes en el latifundio ganadero y minero de Cananea, Sonora, Jacinto López acompaña a los gambusinos que intentan hacer valer sus derechos; el ejército rodea el campamento, los expulsa y detie-ne al líder. En Nayarit más de 10 grupos de solicitantes ocupan el latifundio de Huaristempa en el Municipio de Tecuala, así como las tierras de la Casa Barrón y de las familias Ramos, Tirado, García, etcétera. La policía judicial del Estado y el ejército los desalojan.

Durante este año y el siguiente, las invasiones organizadas por la UGOCM continúan, pero no son las únicas que se desarrollan en el país: hay tomas de tierra en Colima, donde dos mil familias ocu-

1 Problemas de México, núm. 5, 1958, p. 157.

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pan el latifundio de 17 mil Hectáreas propiedad de Stephano Ghre-si, en Morelos, etcétera.

El caso de Morelos es sintomático pues en la cuna del zapatis-mo el reparto agrario había sido mucho más drástico que en otras regiones del país. Pero a fines de los años cincuenta los nuevos aca-paramientos, que ahí persiguen objetivos turísticos, renuevan la lucha territorial. En Ahuatepec los campesinos defienden terrenos comunales usurpados por el norteamericano Stoner y el banquero Legorreta y transformados en los fraccionamientos “El Ensueño” y “Jardines de Ahuatepec”. Rubén Jaramillo, que había participado en la lucha de Ahuatepec en 1959, organiza en 1960 la toma de un latifundio ganadero encubierto con tenencia ejidal. Se trata de 24 mil hectáreas en los llanos de Michapa y Guarín y los solicitantes son seis mil. El DAAC hace promesas y los ocupantes desalojan, pero lo prometido se queda en deuda y la invasión se repite, hasta que es desalojada por el ejército.

Otro ejemplo de luchas agrarias dirigidas por la UGOCM y que se desarrollan pocos años después son las que tienen lugar en Chihuahua a principios de los años sesenta. En este estado los grandes acaparamientos tienen fines silvícolas y ganaderos y la lu-cha se orienta principalmente contra la compañía Palomas Land and Cattle y sus asociados. En enero de 1963 hay invasiones en, por lo menos, 25 lugares; son desalojados y siete campesinos de la UGOCM mueren en el intento. En abril se reanudan las invasiones y la represión militar. Finalmente el gobernador promete reducir las propiedades y entregar tierras a los solicitantes y la UGOCM le concede una tregua. Pero las promesas no se cumplen y a fines de 1963 un campamento ante las oficinas del DAAC y una marcha a la capital del estado señalan la reanudación de la lucha.

Durante 1964 y 1965 el combate agrario de Chihuahua se mantiene con el apoyo de las normales rurales y algunos sindicatos urbanos; pero la represión también se profundiza. En 1965 tiene lugar en la Sierra de Dolores un encuentro de las juventudes del Partido Popular Socialista (PPS, nombre que adquirió el Partido Popular en 1961) y poco después se reanudan las tomas de tierra y las detenciones. El dramático asalto guerrillero al cuartel militar de Madera, en septiembre de ese año, es una acción de evidente inspiración foquista, pero su génesis no está en el simple volunta-rismo de un puñado de guerrilleros sino en una larga trayectoria de luchas campesinas y populares siempre frenadas por la represión

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militar. Por desgracia el asalto ha sido fetichizado y los minuciosos relatos de unos cuantos minutos de combate contrastan con la po-breza de la información disponible sobre las multitudinarias luchas campesinas y populares que lo preceden.

Combates contra la imposición

El rescate de las luchas sociales de base campesina que se genera-lizan a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta tiene que incluir los movimientos estatales de carácter popular general-mente orientados contra la imposición política y el despotismo de los gobernadores.

Las campañas electorales del PP por acceder a la gubernatura de Sonora cuentan con amplio apoyo en las zonas rurales y son una prolongación política de la lucha agraria. Jacinto López es candidato en 1949, cuando se enfrenta al priista Ignacio Soto, y vuelve a serlo en 1955 al competir con Álvaro Obregón Jr. Y por dos veces consecu-tivas el gobierno tiene que recurrir a la violencia para imponer a sus candidatos contra el prestigiado líder agrario. En 1958 las elecciones son solamente para diputados y senadores, pero la campaña coincide con el ascenso de la lucha agraria que en Sonora y todo el noroeste encabeza la UGOCM, y una vez más los candidatos del PP cuentan con el apoyo mayoritario, por lo menos en zonas rurales.

Para impedirlo –escribe la Dirección Nacional del PP– el gobierno del Estado ordenó al Jefe de Operaciones Militares que ocupara las casi-llas electorales […] Así se provocó la ira del pueblo, particularmente en la región del río Yaqui, y si no hubo una verdadera hecatombe fue por la cordura del jefe militar [...] que retiró las fuerzas armadas a las que el pueblo devolvió los fusiles que les había quitado y no hubo más que un muerto asesinado por un sargento [...] nadie votó...2

A principios de los años sesenta el movimiento cívico popular más importante se desarrolla en Guerrero y su base social tam-bién es predominantemente campesina. Los dolores de cabeza del atrabiliario gobernador Caballero Aburto se inician en octubre de 1960 cuando reprime una huelga estudiantil en la Universidad re-

2 “El Partido Popular ante las elecciones federales de 1958”, en Problemas de México, núm. 5, 1958, pp. 87 y 88.

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curriendo al XXIV batallón de infantería. El grupo político priis-ta encabezado por el secretario de la Presidencia de la República, Donato Miranda Fonseca, que tiene fricciones con Aburto, intenta capitalizar el descontento y promueve la desaparición de poderes, pero pronto el movimiento popular dirigido por el Comité Cívico Guerrerense (CCG) rebasa las contradicciones entre grupos oligár-quicos y se coloca en primer plano.

En el CCG participan grupos priistas descontentos con el go-bernador, pero su base social son estudiantes, pequeños comercian-tes y sobre todo campesinos: copreros, ajonjolineros, caficultores, arroceros, comunidades silvícolas, tejedores de palma, entre otros, y esta militancia auténticamente popular propicia la radicalización del movimiento.

Para diciembre de 1960 el estado de Guerrero está en pie de lucha: los mítines proliferan, casi todas las escuelas están en huel-ga, el comercio ha cerrado sus puertas, ocho ayuntamientos han desconocido al gobernador y en Tierra Colorada el pueblo toma el Palacio Municipal y desarma a la policía. Aburto tiene que abando-nar la capital del estado y refugiarse en la Costa Chica. El control de la situación pasa a manos del ejército.

La represión militar a una gran concentración popular en Chilpancingo, que deja un saldo de 15 muertos según la versión oficial, es la gota que derrama el vaso. Al día siguiente la Comisión Permanente acuerda la desaparición de poderes.

La lucha del Congreso de la Unión por la democracia y contra el cacicazgo y la represión proporciona las principales banderas del combate guerrerense, pero junto a las demandas cívicas se esgri-men reivindicaciones gremiales, principalmente de carácter agra-rio: ante la existencia de 100 mil campesinos sin tierra se exige el reparto de los latifundios de San Gerónimo, Zihuatanejo y La Unión, y en especial los de Guerrero Lanz y Marquetalia, propie-dad de Caballero Aburto; por su parte los pequeños productores de copra, café y ajonjolí, demandan la depuración y democratización de sus organizaciones y la supresión de impuestos que consideran alcabalatorios.

La caída del gobernador no significa el cumplimiento de las demandas populares y pronto el antiaburtismo se divide, pues en 1962 la fracción priista apoya la candidatura del mirandista Abar-ca Calderón a la gubernatura del estado, mientras que la fracción más radicalizada del CCG se transforma en Asociación Cívica Gue-

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rrerense (ACG) y lanza la candidatura de José María Suárez Téllez, exmilitante del PCM y del Partido Obrero Campesino Mexicano y fundador de la organización campesina llamada Frente Zapatista.

Durante la campaña la movilización popular se reanuda y con ella la represión. El resultado es un escandaloso fraude electoral priista acompañado por la detención de Suárez Téllez y otros líde-res de la ACG dos días después de las elecciones. El pueblo respon-de con mítines en todo el estado y de nueva cuenta interviene el ejército. Hay matanzas en Iguala, con siete muertos, 23 heridos y 280 detenidos, enfrentamientos en Ometepec, detenciones en Chil-pancingo, Costa Grande y Costa Chica.

Al desembarazarse de las corrientes priistas y superar las ilu-siones que ponía en un simple cambio coyuntural de gobernador, la ACG radicaliza su política y se estabiliza como organización per-manente. Pero en el mismo proceso se queda sin aliados en los gru-pos de poder y concentra los ataques de todas las fuerzas oficialis-tas. Años después la supresión de todos los espacios democráticos transformará la lucha legal de la ACG en combate guerrillero. Pero esa es otra historia. Baste, por el momento, recalcar que tanto en Chihuahua como en Guerrero la autodefensa armada de base cam-pesina tiene como antecedente amplios movimientos populares de carácter cívico y reivindicativo bloqueados a sangre y fuego.

La última insurrección de viejo tipo: el gasquismo

La abortada insurrección que pretende encabezar Celestino Gasca a fines de 1961 tiene más importancia de la que deja traslucir la imagen folclórica, el dudoso comportamiento y las oscuras motiva-ciones de su líder. La insurrección del 15 de septiembre es mucho más extensa de lo que su atrabiliaria convocatoria pública y subse-cuente represión permitirían suponer, y solo muestra su auténtico significado si se la ubica en el contexto del generalizado desconten-to campesino de la época.

El gasquismo es la herencia caricaturesca del movimiento en-cabezado por Henríquez Guzmán en los años cincuenta, pero es también un henriquismo desilusionado cuyas radicalizadas bases campesinas ya no creen en el cambio por vías electorales y preten-den tomar el poder por el camino de la insurrección. En este senti-do, y solo en este, el gasquismo está emparentado con procesos de radicalización campesina como los de Chihuahua y Guerrero.

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En 1946 el general Henríquez Guzmán, conspicuo miembro de la “gran familia revolucionaria”, había aspirado a ocupar la presi-dencia de la República por vías institucionales; pero a un cuarto de siglo de terminada la revolución soplaban vientos civilistas y el can-didato priista definitivo fue Miguel Alemán. El general se disciplina, pero desde entonces queda constituida la FPPM, que en 1949 pierde el registro al no poder demostrar una militancia de 30 mil personas. En 1951, al reanudarse las maniobras preelectorales, también se re-anima el henriquismo y la FPPM vuelve por sus fueros.

La FPPM es el partido del general Henríquez, una organiza-ción electorera y personalista, pero en ella se materializa el des-contento de muchos políticos cardenistas desplazados por Ávila Camacho y Alemán y a través de ellos también se expresa, remoto y distorsionado, el descontento rural acumulado tras dos sexenios de contrarreforma agraria. En el henriquismo militan connotados agraristas como Graciano Sánchez, César Martino, Trinidad Gar-cía y Wenceslao Labra, cuyo prestigio personal les permite agluti-nar una fuerte tendencia fraccional dentro de la CNC que el 28 de julio de 1951 se independiza en un Congreso al que asisten dos mil representantes campesinos.

La flamante Unión de Federaciones Campesinas de México, conformada por ocho federaciones regionales, apoya la candidatu-ra de Henríquez a las elecciones presidenciales de 1952, pero tam-bién esgrime un incuestionable programa campesino: ejecución de Resoluciones Presidenciales pendientes, restitución de las tierras despojadas a los ejidos, preferencia a los campesinos con “derechos a salvo” en las nuevas tierras de riego, crédito al campo y mejores precios a los productos agrícolas, democracia ejidal, sindicatos ru-rales, etcétera.3 El programa no es excesivamente radical y trans-parenta la raigambre cardenista de sus autores, pero en peno ale-manismo resulta poco menos que subversivo.

Henríquez proclama su seguridad en el triunfo y anuncia que, en caso de fraude electoral, está dispuesto a encabezar a sus par-tidarios en medidas de fuerza para ocupar el poder. Probablemen-te la FPPM no tenía tantos seguidores como calculaba y sin duda la tradicional alquimia electoral priista reduce aún más sus votos, pero el hecho es que a Henríquez se le reconocen solamente 579 745

3 “Manifiesto de la ufcm, 24 de noviembre de 1950”, en Problemas Agrícolas e Indus-triales de México, vol. IV, núm. 4, 1952.

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sufragios contra 2 713 745 de Ruiz Cortines. La FPPM denuncia fraude y se organizan protestas que son reprimidas violentamente. Pero la proclamada insurrección no se presenta y el henriquismo inicia la desbandada.

De la descomposición del henriquismo nace la organización gasquista. Cuando la mayor parte de sus militantes abandona a la FPPM y regresa al PRI, un grupo de intransigentes encabeza-dos por Celestino Gasca –general retirado y viejo militante de la Casa del Obrero Mundial– acusa a Henríquez de traición y preten-de recoger la herencia del movimiento autonombrándose Federa-cionistas Leales. La fuerza del nuevo líder proviene de su reiterada ratificación del supuesto proyecto insurreccional abandonado por Henríquez, y el principal elemento aglutinador de la organización es la expectativa de tomar el poder por la vía armada. La táctica no podía ser más simple: los núcleos conjurados de Federacionistas Leales, que se mantienen en contacto con Gasca a través de coor-dinadores distritales, se comprometen a atacar los palacios muni-cipales y nombrar autoridades populares cuando el exgeneral dé la voz de mando. Por esta vía el movimiento insurreccional deberá extenderse desde los estados hasta la capital.

La ideología y el programa de los Federacionistas Leales son aún más confusos que los del henriquismo, pero es evidente que para las bases campesinas radicalizadas Gasca representa las posi-ciones de izquierda mientras que Henríquez evoluciona hacia pos-turas cada vez más derechistas. Mientras que Gasca proclama un socialismo sui géneris –”Yo he sido socialista de acuerdo con los intereses de México, de acuerdo con la respetabilidad de México, de acuerdo con las teorías de México y de acuerdo con la Constitución de la República”–, los henriquistas se suman a las posiciones anti-comunistas que la guerra fría ha puesto en boga:

La FPPM es anticomunista desde su fundación […] por su carác-ter liberal se opone a [...] [los] agentes extranjeros incrustados en el gobierno, las fábricas las escuelas, las comunidades campesinas [...] instigadoras de desórdenes, alborotadores, etcétera, etcétera. En pocas palabras [...] enemigos de la Constitución porque quieren im-poner, con ayuda extranjera, un gobierno bolchevique […] La FPPM

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sostiene la misma doctrina que formuló desde 1945 […] es constitu-cionalista y anticomunista.4

El programa agrario gasquista es un documento accesible y agitativo que se pronuncia contra el autoritarismo y la corrupción. Pero si las denuncias son concretas y claras, las “Soluciones al pro-blema agrario y al problema agrícola” son francamente reacciona-rias y se fundan en una argumentación confusa y perogrullesca. En esencia, Gasca recoge la vieja demanda sinarquista: “El campesino debe ser dueño efectivo de su propiedad, de su tierra”; y el argu-mento es que en un régimen capitalista “el usufructo como siste-ma de explotación de las tierras ejidales no tiene ninguna garantía, ninguna protección”.5

Programáticamente confuso, con una estrategia ingenua y profundamente caudillista, el gasquismo parece condenado a ser un membrete sin respaldo; por ello resulta aún más sorprenden-te la amplitud y perseverancia de sus bases. El hecho de que mu-chos campesinos vieran en un movimiento tan primitivo como el de Gasca una alternativa política revolucionaria pone de manifiesto la situación explosiva prevaleciente en el campo, así como la au-sencia de opciones más consistentes. No es casual que un líder tan auténtico y experimentado como Rubén Jaramillo haya intentado, por un tiempo, coordinar sus fuerzas morelenses con el movimiento nacional acaudillado por Gasca.

En 1958, cuando las luchas obreras y campesinas iniciaban su ascenso, el gasquismo tenía una fuerza considerable. Sirvan las de-claraciones de un federacionalista de base para llamar la atención sobre la amplitud de un movimiento cuya implantación social es poco conocida:

El famoso general nos mandó llamar [se trata de la junta del 10 de agosto de 1958] [...] cuando llegamos a su casa estaba repleta de gente: [...] de Veracruz llegaron cuatro autobuses llenos de puro re-presentante [...] Yo anduve por Veracruz y la gente estaba bien dis-puesta [...] Entonces empezaron a pasar lista: 26 estados contaditos. Solamente los que no llegaron fueron los de Baja California y los de

4 Celestino Gasca citado en Marta Terán, “El levantamiento de los campesinos gasquis-tas”, Cuadernos Agrarios, núm. 10-11, p. 124; “Manifiesto de la fppm”, en El Imparcial [Oaxaca], 29 de noviembre de 1961.

5 Citado en M. Terán, Ibíd., p. 127.

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Yucatán, y eso por el agua, porque estaba lloviendo mucho [...] ¿Us-ted cree que no hubiéramos dado el golpe? Y luego, para acabarla, Demetrio Vallejo para el ferrocarril. ¡Me canso! Duraron quince días parados los ferrocarriles; nosotros le dijimos al general: “Mi gene-ral, es tiempo ahorita que el ferrocarril está parado, los telegrafistas también están parados, los maestros en todas las escuelas primarias están en huelga. . .”. Entonces dijo el general: “Lo de Demetrio a mí no me importa”. ¡Otro descontrol más duro!6

Pero el gasquismo perdía credibilidad cada vez que el líder posponía el llamado insurreccional:

… dijo el general Gasca: “El 15 de septiembre [de 1958] pegamos el grito…”. Todos estuvimos de acuerdo. Pero después nos mangone-aron y se paró la situación. Pasó el año 58, el año 59 y ahí se vino hasta el 60. Entonces todos ya la veíamos perdida. Y en el 61 [...] vuelve a tomar la determinación el día, creo, 26 de julio. Entonces nos la vuelven a dibujar de nuevo y nos volvemos a agitar [...] [pero] nos quedamos paralizados. [Para entonces] ya había muchos estados desmovilizados.

Y el mismo informante concluye: “Ese fue uno de los fracasos que nosotros comprendimos, por haberle dejado a él la decisión”.7

Finalmente Gasca fija una fecha definitiva y cita a los coordi-nadores con una carta que empieza con una explícita frase: “Por fin llegó la hora tan esperada”. Naturalmente, el 10 de septiembre de 1961, cinco días antes de la fecha públicamente anunciada, Gasca y un grupo de conjurados son detenidos en la ciudad de México y la represión se extiende a todo el país. A pesar de esto campesinos de siete Estados se lanzan a la aventura.

En Veracruz tienen lugar los combates más intensos. En la zona colindante con Puebla los sublevados suman más de 500 y resisten durante 10 días a tres batallones del ejército apoyados por tanques y artillería de montaña. Hay combates en Chumatlán, donde mueren 20 campesinos, dos soldados y un policía; en Espinal, donde los alza-dos sitian al retén militar. También hay choques en La Ceiba, Paso Real, Metantepec y Coatepec. En un encuentro que tiene lugar entre Pantepec y Vista Hermosa el 25 de septiembre mueren Ubaldino Ga-

6 Declaraciones de Leandro Alcántara Romero citadas en Ibíd.7 Ibíd.

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llegos y su hijo. Tata Uba, como se le conocía en la región, había sido zapatista, combatiente anticristero, asesor de grupos campesinos y finalmente gasquista e insurrecto a los 63 años de edad.

En la población de Jáltipan, también en Veracruz, 200 campe-sinos atacan el Palacio de Gobierno y el cuartel militar. Son recha-zados y a muchos sobrevivientes se les aplica la “ley fuga”. El saldo son tres soldados muertos, varios heridos y un número indefinido de federacionistas muertos y heridos.

También en el estado de Chiapas los combates son intensos. En Huixtla 50 sublevados atacan la Presidencia Municipal, hay muertos, heridos y 29 detenidos. En el poblado Independencia y el ejido Unión Roja del municipio de Cacahotán se registran enfren-tamientos. Hay combates en Comitán. En Tapachula se detiene en una reunión a 100 gasquistas.

En Temoaya, estado de México, también se registran enfrenta-mientos con saldo de dos muertos y varios heridos. Hay choques se-mejantes en las vecindades de Saltillo, Coahuila, en Ixtepec, Oaxa-ca, en Izúcar de Matamoros, Puebla, etcétera.

Las autoridades tratan de minimizar la importancia del movi-miento, y el presidente López Mateos habla de los gasquistas como: “algunas gentes que no llegaron a un centenar en todo el ámbito del país”; pero la simple información periodística deja constancia de una movilización mucho más extensa y la revista Time del 29 de septiembre de 1961 habla de 100 muertos y más del doble de heri-dos, así como de mil encarcelados provenientes de 50 ciudades de la República.8

Reflujo y nuevos movimientos insurreccionales

Los movimientos agrarios que se iniciaron a fines de los años cin-cuenta no constituyen un ascenso de la lucha campesina de larga duración. Al igual que los combates obreros y urbano-populares, el movimiento rural entra en reflujo a mediados de los años sesenta, y si en las ciudades la lucha se reanuda impetuosa con el movimiento estudiantil del 68 y la insurgencia sindical de los primeros años setenta, la nueva generalización del combate campesino tendrá que esperar hasta 1973.

8 La información periodística en: El Dictamen, de Veracruz, El Heraldo de Chiapas, El Diario del Sur, de Tapachula, la revista Política y la revista Time.

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Sin embargo, el auge de las luchas agrarias iniciado en 1958 tiene secuelas y deja una herencia. En Chihuahua el reflujo popu-lar es forzado por una incontenible represión, y la vanguardia radi-calizada que se desprende de los movimientos masivos en desban-dada decide tomar por su cuenta la tarea de hacer la historia. La guerrilla de Salvador Gastón que actúa desde 1962 es de composi-ción campesina y el grupo armado de Arturo Gámiz, que se forma a fines de 1963, tiene claros antecedentes en la lucha popular de masas. En septiembre de 1965 la masacre en el cuartel de Madera acaba con el grupo guerrillero de Chihuahua, pero mientras tanto el movimiento cívico de Guerrero se radicaliza y en 1967, después de la detención y el rescate de su líder encarcelado Genaro Váz-quez, la ACG adopta una línea guerrillera y sus acciones se pro-longan hasta principios de los años setenta. También en Guerrero, pero en la zona de Atoyac, se desarrolla desde 1967 un proceso de organización político-militar, que deriva en la constitución de una organización clandestina: el Partido de los Pobres y su brazo arma-do la Brigada Campesina de Ajusticiamiento.

Cuatro campañas militares infructuosas y la movilización de 24 mil soldados dan fe del arraigo popular del Partido de los Po-bres, encabezado por el maestro rural Lucio Cabañas, pero en 1974 el cerco militar se combina con el deterioro de las condiciones polí-ticas. La “apertura democrática” echeverrista, las promesas de un candidato a gobernador que antes de su elección no permitía prever al Figueroa de años posteriores y el cambio de táctica del ejército, que ahora combina la persecución militar con las acciones de “ser-vicio a la comunidad”, enfrían el agua en que se había movido el grupo guerrillero. Una acción desesperada y un cerco militar exito-so conducen al aniquilamiento de la guerrilla y la muerte del líder.

Los movimientos guerrilleros de Chihuahua y Guerrero, así como los sucesivos alzamientos de Jaramillo en Morelos e incluso el intento insurreccional gasquista, constituyen formas de autode-fensa armada campesina que oscilan entre el estilo insurreccional propio de la revolución de 1910 y las nuevas formas de lucha que la experiencia cubana introduce en América Latina. La trayectoria de Rubén Jaramillo es la expresión más clara de esta lenta transfor-mación de las prácticas revolucionarias del campesinado mexicano. Miembro del Ejército Liberador del Sur con grado de capitán prime-ro y después líder agrario, Jaramillo representa la continuidad del zapatismo en las condiciones sociopolíticas de la posrevolución. Fie-

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les a la tradición revolucionaria de Morelos, los jaramillistas toman las armas y se remontan al cerro cuando se les cierran los espacios políticos: en 1943 como resultado de la lucha contra el gerente del Ingenio de Zacatepec y apoyándose en el descontento generado por el servicio militar obligatorio; en 1946 como respuesta al fraude y la represión que siguen al triunfo de Jaramillo en las elecciones para gobernador de Morelos y apoyándose en la indignación provo-cada por el “rifle sanitario”; y en 1952 una vez más como respuesta al fraude electoral y la represión. Pero el jaramillismo es mucho más que una serie de alzamientos y pacificaciones sucesivos: du-rante el cardenismo Jaramillo promueve la creación de un ingenio cooperativo; en 1944 constituye el Partido Agrario Obrero More-lense que participa en dos campañas electorales locales y apoya al henriquismo en su campaña nacional; en 1960 y 1961 intenta crear una especie de comuna de corte zapatista en los llanos de Michapa y El Guarín. Si bien nunca llegó a ser un partido revolucionario moderno, la continuidad del movimiento jaramillista es prueba de su flexibilidad política y capacidad de innovación. Con el fracaso de las insurrecciones la tentación jaramillista de calcar el modelo del zapatismo va quedando atrás, pero la experiencia de los combates revolucionarios de la segunda década del siglo se conserva, trans-formándose y actualizándose.

Rubén Jaramillo es asesinado en 1962, pero en cierto sentido los grupos insurrectos de Chihuahua en 1965 y de Guerrero en 1967 son herederos del jaramillismo, a la vez que responden a la influen-cia del Movimiento 26 de julio cubano. Estas organizaciones rurales constituyen nuevas formas de autodefensa campesina y con frecuen-cia reproducen los esquemas “foquistas” de la época, pero sus raíces están en la tradición revolucionaria del campesinado mexicano. Esta tensión entre dos tipos de lucha revolucionaria es particularmente clara en el movimiento encabezado por Lucio Cabañas, pues a dife-rencia de la guerrilla de Chihuahua, que tenía como antecedente las luchas del PPS, y la UGOCM, y de la guerrilla de Genaro Vázquez, precedida por un movimiento electoral más o menos tradicional, el Partido de los Pobres pretende ser, desde el principio, una organi-zación política de nuevo tipo, sin residuos de partidismo electorero y abierta a las experiencias revolucionarias modernas. Pero cuando Lucio Cabañas se sumerge en la realidad campesina de la Sierra de Atoyac tiene que enfrentarse a la tradición guerrillera regional y si quiere superarla tiene que partir de ella:

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Aquí había una concepción –dice Lucio– de que solamente con un le-vantamiento armado como el que hizo Vidales, y ayudados por algún general, se podía hacer la guerra. Por eso cada vez que llegábamos a un pueblo se nos acercaba un señor de experiencia y decía: “Oiga pro-fe, ¿quién es el general que nos va a ayudar?”. Ellos estaban acostum-brados desde la revolución, que vino Zapata... mandó armas, ayuda y todo para levantarse... Y también cuándo es la fecha del levante. “Cuándo? –decían–. ¿Cuándo? Diga la fecha nomás.” Creían que era tipo Madero, de que se manda un comunicado y el 20 de noviembre se levanta, se insurrecciona la gente. Pero ahora era otro estilo, al cual no le tenían fe las gentes. Por eso es que nosotros no encontra-mos gente de repente para formar el grupo…9

A la larga el grupo se formó y llegó a tener una influencia ex-tensa y profunda, pero para ello fue necesario que recuperara críti-camente la tradición revolucionaria regional. No en balde el campe-sinado mexicano ha hecho una revolución y esta experiencia es un patrimonio histórico que impregna la conciencia rural y reaparece, actualizada, en las nuevas formas de organización y lucha.

Las guerrillas guerrerenses de base campesina surgen y se consolidan en un periodo de reflujo en la lucha popular del estado, y cuando tampoco en otras regiones del país se ha radicalizado la lucha campesina. El movimiento del 68 y sus secuelas les permiten vincularse a grupos guerrilleros urbanos de varios estados, pero sus fuerzas regionales no crecen y nunca logran vincularse seriamente con fuerzas campesinas de otras regiones. Las circunstancias ane-cdóticas de la muerte de los dos líderes no deben ocultar el hecho de que los movimientos en los que se apoyaban también habían cum-plido su ciclo.

intentos de organización independiente: la CCi

Otra secuela de las luchas campesinas de fines de los años cincuen-ta y principios de los sesenta es el mayor deterioro de la CNC y la formación de una nueva central campesina.

Con base en una reunión de 300 delegados el 20 de abril de 1961 en Zamora, Michoacán, y después de congresos campesinos en Puebla, Michoacán, Guanajuato, Morelos, Chiapas, Nayarit y La

9 Luis Suárez, Lucio Cabañas, el guerrillero sin esperanza, México, Roca, 1976, pp. 59-61.

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Comarca Lagunera, el 6 de enero de 1963 se constituye la Central Campesina Independiente (CCI) en una asamblea de 200 delegados que representan a medio millón de campesinos. Confluyen en la CCI las más diversas corrientes políticas: desde sectores vincula-dos al PRI –como los seguidores del exgobernador de Baja Califor-nia, Braulio Maldonado– hasta campesinos del PCM, pasando por grupos de ex Federacionistas Leales que han roto definitivamente con Gasca. En cuanto a las bases campesinas, concurren al Congre-so los núcleos del PCM de La Laguna, sur de Sinaloa, Sonora, norte de Tamaulipas y Morelos; grupos de Baja California, Guerrero y el Distrito Federal vinculados a Maldonado; campesinos cardenistas de Michoacán, Guanajuato y el Estado de México; ex Federacionis-tas Leales de Veracruz, Oaxaca, Puebla y el Estado de México, así como algunos grupos independientes de Yucatán, Veracruz, Nuevo León y Tamaulipas.

Las expectativas creadas por el nuevo agrupamiento campesi-no se pueden medir por el hecho de que, en un principio, se vincu-len al proyecto líderes regionales tan representativos como Rubén Jaramillo de Morelos y Genaro Vázquez de Guerrero. Por si esto fuera poco, la CCI recibe el espaldarazo del propio Lázaro Cárde-nas, y parecen garantizar su cabalgar los ladridos desesperados de la CNC que en ese entonces encabeza Rojo Gómez.

La CCI recoge casi todas las vertientes del movimiento cam-pesino independiente que se habían movilizado en los años ante-riores, y en este sentido aparece como un intento de dar organi-cidad al auge de las luchas rurales iniciadas a fines de los años cincuenta. Pero la CCI pretende ser también el brazo campesino del Movimiento de Liberación Nacional (MLN), constituido en 1961 y cuyo programa plantea la creación de una Liga de Defensa Agra-ria.10 Como la CCI a nivel campesino, el MLN pretendía aglutinar la amplia y difusa agitación popular resultante de las movilizacio-nes obreras, campesinas y estudiantiles de esos años, a la vez que capitalizaba la conciencia antiimperialista exaltada por el reciente triunfo de la Revolución cubana. En otro sentido, el MLN respondía a la reanimación del cardenismo como corriente política naciona-lista y democrática dentro del Estado mexicano. La evidente impo-tencia de las organizaciones oficialistas para encauzar los recientes

10 Movimiento de Liberación Nacional, Programa y Llamamiento, México, MLN, 1961, p. 29.

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movimientos populares y, sin duda, el afán de influir en la sucesión presidencial, llevan a Cárdenas a promover y respaldar pública-mente la creación de organizaciones cívicas y gremiales alternati-vas a los esclerosados aparatos institucionales, aunque leales aún, aquellas, a la supuesta condición “nacionalista y revolucionaria” del régimen.

En la medida en que pretenden representar al conjunto de las fuerzas populares independientes recientemente movilizados, el MLN y, en el ámbito campesino, la CCI aparecen por un tiem-po como auténticas organizaciones de masas. Pero si estos agru-pamientos son herederos más o menos legítimos del reciente auge popular, son, en cambio, incapaces de mantener o promover la mo-vilización. Pronto la variopinta convergencia se muestra ilusoria, los flamantes membretes se transforman en camisas de fuerza y las fisuras se profundizan aceleradamente.

De hecho la nueva central campesina, como su matriz el MLN, viven su momento de esplendor el día de su fundación. La crisis que padece la CCI desde 1963 no solo se debe al carácter pura-mente formal de la alianza de fuerzas que la constituye, sino, so-bre todo, a que esta alianza no tiene como sustento la movilización campesina.

Después de 1963 se inicia un reflujo general del movimiento popular y también del movimiento agrario. En estas condiciones los conflictos internos de la CCI se agudizan día a día: los secto-res más radicalizados del movimiento rural extraen lecciones de la reciente represión y endurecen su línea; desde su perspectiva la CCI es una organización tibia y oportunista. Así, el Partido Agrario Obrero Morelense, en enero de 1963, caracteriza a la nueva orga-nización en términos muy drásticos: “La CCI se constituye no para luchar contra el capitalismo, sino para reformarlo. Y para tales ta-reas parece que resulta más eficaz la CNC”.11 Y la ACG, en octubre de 1963, declara: “El PCM [...] construye la CCI […] para completar el trabajo de control y mediatización campesina…”.

Pero también los caudillos tradicionales, habituados al manejo patrimonial de las organizaciones, a la manipulación de las bases y al mangoneo de los recursos, se resisten a sacrificar sus feudos con vistas a un proyecto unitario. A fines de 1964 el grupo de Humber-to Serrano y Manuel Granados Chirino, asociado a Braulio Maldo-

11 El Día, 10 de enero de 1963.

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nado, profundiza sus prácticas caciquiles y divisionistas y pronto se les une Alfonso Garzón. El 4 de octubre de ese mismo año Arturo Orona, Ramón Danzós y otros líderes vinculados al PCM expulsan a Serrano, Granados y Garzón, y de hecho la CCI se divide en dos organismos con un mismo membrete. Por su parte la CCI de Serra-no, Granados y Garzón se escinde de nuevo en 1970, cuando los dos primeros expulsan al segundo, al que acusan de fraude a una coo-perativa por 3.5 millones de pesos. De esta segunda fractura surge la Confederación Agrarista Mexicana (CAM) lidereada por el inefa-ble Serrano.

En la segunda mitad de los años sesenta estas organizaciones no son mucho más que sus membretes, pero en la década siguiente el nuevo ascenso de la lucha campesina las dotará de nuevo con-tenido social. La CCI de Garzón y la CAM se muestran como or-ganizaciones oficialistas de recambio y se incorporan al Pacto de Ocampo con la CNC y la UGOCM. La CCI revolucionaria se trans-forma en Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesi-nos (CIOAC) y encabeza importantes luchas agrarias. Pero esto es ya otra historia.

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viii. Los Años setentA y ochentA deL sigLo XX.

ZApAtA cABALgA de nuevo

Cuando despertó,los campesinos aún estaban ahí

Agotamiento del modelo de desarrollo agropecuario

Desde 1940 hasta 1965 la agricultura mexicana cumple satisfacto-riamente las funciones que le asigna la reproducción económica del capitalismo dependiente.

Durante 25 años la oferta de productos agrícolas crece más rá-pidamente que la población, lo cual permite abastecer el mercado interno manteniendo relativamente bajos los precios de los alimen-tos y de los insumos industriales de origen agrícola. En otras pala-bras, durante casi 30 años el trabajo campesino permite contener el alza del costo de la vida urbana, colaborando a frenar las presiones obreras sobre los salarios industriales.

Paralelamente, este crecimiento de la producción permite re-ducir las importaciones agropecuarias y obtener una masa crecien-te de excedentes exportables, de modo que para 1965 la balanza comercial de productos agropecuarios arroja un saldo favorable de más de 600 millones de dólares que compensan casi el 50% del dé-ficit en la balanza comercial de productos industriales. En otras palabras, durante casi 30 años el trabajo rural genera una parte sustancial de las divisas necesarias para que la industria pueda importar su infraestructura tecnológica.

Pero a mediados de la década de los años sesenta este “milagro mexicano” comienza a resquebrajarse. El crecimiento de la produc-ción agrícola, que de 1940 a 1965 había sido a un promedio de 5% anual, disminuye de 1965 a 1970 al 1.2% y de 1970 a 1974 prácti-camente se estanca al reducirse la tasa de crecimiento promedio anual al 0.2%. Considerando el crecimiento de la población, en el

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último periodo el producto agrícola por persona sufre una reduc-ción promedio de 2.6% cada año.

El lento crecimiento del valor de las exportaciones de ciertos pro-ductos (hortalizas y otros), la reducción del valor de las exportaciones de otros productos (algodón, azúcar, henequén, ganado), sumado a las crecientes importaciones de bienes de origen agropecuario (maíz, trigo, arroz, oleaginosas, lácteos, etcétera), determina que –en térmi-nos de balanza comercial– para 1974 México haya dejado de ser un país exportador de productos agrícolas y se haya transformado en importador absoluto de bienes agropecuarios. Al esfumarse el supe-rávit agrícola, mantenido por 30 años, el déficit industrial solo puede ser compensado por el superávit en la balanza de servicios, que sin embargo también se reduce, de modo que el saldo rojo en la balanza comercial aumenta aceleradamente y tiene que financiarse con un endeudamiento externo creciente: de 1970 a 1977 la deuda externa aumenta en más de 500%, pasando de 4 262 a 22 912 millones de pe-sos. El resultado inevitable de este proceso es la devaluación.

En lo interno, el creciente déficit en la oferta de bienes de con-sumo de origen agropecuario, que tiene que compensarse con com-pras a altos precios en el mercado internacional, genera una incon-tenible elevación de los precios con la consiguiente alza del costo de la vida. A pesar de que se intenta cargar sobre los hombros del proletariado todo el peso de la crisis, los salarios obreros tienen que aumentar, lo cual deriva en incrementos más que proporcionales de los precios de los productos industriales. Los efectos de este proceso se suman al estancamiento productivo del sector manufacturero, impulsando el desarrollo de la espiral inflacionaria.

Las causas generales de esta crisis, que se inicia con e1 de-terioro creciente de la producción agrícola desde 1965 y estalla, a partir de una serie de factores coyunturales, a principios de los años setenta, podrían resumirse en el agotamiento de un sector agropecuario sometido a una permanente descapitalización en be-neficio de la acumulación industrial. Después de casi 30 años, las posibilidades de desarrollo de la industria basada en la agricultura han llegado a su límite y la gallina de los huevos de oro del capita-lismo mexicano agoniza. Sin embargo, esta explicación general, que presenta a la agricultura en bloque como víctima de un modelo de crecimiento, es unilateral.

En realidad, para que la agricultura como un todo pudiera ser-vir al desarrollo de la industria, un sector de la propia agricultura

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tuvo que desarrollarse a costa del resto. El modelo agropecuario que permitió el desarrollo industrial tenía que ser profundamente polarizado, y es cuando esta polarización interna hace crisis que la funcionalidad de todo el sector agropecuario se deteriora.

De hecho, lo que se derrumba a fines de los años sesenta y principios de los setenta no es toda la producción agropecuaria, sino particularmente los cultivos destinados al mercado interno y en es-pecial los de consumo humano directo como el maíz y el frijol. Pero cuando estos cultivos sufren un deterioro prolongado tienden a des-atar mecanismos que extienden la crisis a todo el sector. En cierto modo también la agricultura tiene pies de barro, y la impresionante modernización agropecuaria de las últimas décadas encuentra su talón de Aquiles en la agricultura tradicional predominantemente campesina y temporalera.

De 1950 a 1960 la producción de maíz y frijol creció a un 4.8% anual promedio y la agricultura en su conjunto tuvo un crecimiento promedio del 4.3%; pero cuando la producción de estos granos se contrae, como de 1970 a 1976 en que tiene un crecimiento negativo de 0.4% anual, la agricultura en su conjunto decrece a una tasa de 0.1%.

La crisis de la agricultura campesina temporalera y destinada al mercado interno de consumo popular arrastra al conjunto del sector, pero este deterioro de la agricultura tradicional no se explica solo por factores intrínsecos; en realidad lo que sucede es que la agricultura empresarial y de riego y en general la producción agropecuaria de exportación o destinada al consumo interno de la población de mayo-res recursos se ha desarrollado a costa de la agricultura tradicional.

Ciertamente era necesario el crecimiento de la producción agrícola moderna y de exportación, para que el sector agropecuario cumpliera con las funciones de sostener el desarrollo industrial, y en este sentido la sobreprotección y los privilegios que se le otorga-ron parecen justificarse; sin embargo también la agricultura tra-dicional y de mercado interno cumplió una función irremplazable pero, a diferencia del empresario, el campesino no fue apoyado y estimulado sino exprimido hasta el agotamiento.

A principios de los años setenta, la complementariedad del modelo se rompe por su eslabón más débil, pero también entra en crisis por su extrema polarización. Si la agricultura tradicional se mantuvo descapitalizada y explicablemente ineficiente, la produc-ción agropecuaria empresarial se revelaba especulativa, depreda-

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dora, controlada por las trasnacionales y cada vez más dependiente del mercado mundial.

Si el crecimiento de la industria a costa de la agricultura, que fue funcional durante 30 años, ya no se sostenía, la polarización del sector agropecuario que permitió esta funcionalidad había llegado a sus límites y se volvía, también, irracional.

La política agraria de sobreprotección sistemática al sector agropecuario de exportación y de estímulo a las agroindustrias había creado un monstruo. La agricultura de riego fue privilegia-da frente a la temporalera al extremo de que para los setenta del pasado siglo estaba sobrecapitalizada y las inversiones tenían ren-dimientos marcadamente decrecientes, pero además el uso depre-dador de los recursos acuíferos estaba conduciendo al agotamien-to de los mantos freáticos, y el empleo irracional de fertilizantes y pesticidas amenazaba con provocar una pérdida de control sobre las plagas. Como contrapartida, la agricultura temporalera, que se-guía constreñida al empleo de medios de producción rudimentarios y obligada a producir cada día más a cambio de ingresos cada vez menores, tuvo que sobreexplotar los suelos, agotando la fertilidad de la tierra, con lo que provocó erosión y deterioró la ecología.

Pero, además, la configuración de un sector agroexportador es-taba dejando de ser funcional a la acumulación interna y se sometía cada vez más a las necesidades del destinatario de la producción. La agricultura del noroeste se había transformado en un enclave de las trasnacionales y de los brokers estadounidenses y era extre-madamente frágil y sensible a las fluctuaciones del mercado y a los movimientos especulativos de los socios financieros y compradores.

La otra cara de la moneda era una agricultura de mercado in-terno incapaz de satisfacer la demanda de bienes de consumo popu-lar, de modo que las importaciones masivas de granos, oleaginosas y otros cultivos conducían a que también el mercado interno estu-viera sometido a las fluctuaciones de los precios internacionales de los alimentos.

Este proceso se venía dando desde 1940, pero desde 1950 y so-bre todo a partir de 1960 se le añaden otras dos tendencias distor-sionantes: el crecimiento impetuoso de la ganadería extensiva de exportación y el control creciente de las empresas agroindustriales sobre el producto agrícola.

La expansión de la ganadería mayor es un caso extremo de irracionalidad, pues no solo estaba al servicio del mercado exter-

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no sino que, a diferencia de la agricultura de exportación, su creci-miento no se basaba en el aumento de la productividad, sino princi-palmente en el control monopólico de las tierras de agostadero. Se trataba de una ganadería extensiva que casi no empleaba mano de obra, que dependía principalmente del pastoreo libre y, que en lo fundamental, exportaba ganado flaco y en pie.

En los años setenta la demanda creciente de forrajes para la ganadería representó un papel decisivo en la crisis de la producción agrícola para el mercado interno de consumo popular, al generar una masiva sustitución de cultivos en beneficio de los productos fo-rrajeros como el sorgo y la soya a costa, principalmente, del maíz y el frijol, y al captar incluso una parte sustancial de la producción de granos susceptibles de consumo humano destinándolos al consu-mo animal. A fines de los años setenta la ganadería empleaba cerca del 40% de la superficie explotada del territorio nacional y en 1975 el ganado consumió alimentos de origen agropecuario por valor de 34 mil millones de pesos.

Ciertamente una parte de la producción de carne se destina al mercado interno pero los principales consumidores son los estratos de población de ingresos medios y altos (apenas una de cada cuatro personas), de modo que la ganadería destinada a la exportación y al consumo privilegiado compite favorablemente con la demanda masiva popular en la producción y el consumo de granos. A princi-pios de los años setenta, aproximadamente el 20% de las tierras de labor estaban sembradas con pastos y productos forrajeros, mien-tras que en los mismos años, 1970 a 1974, la superficie cosechada de maíz se redujo 20% y la de frijol, 31%.

El crecimiento de las empresas agroindustriales no debe inter-pretarse como un sano desarrollo de los procesos de transformación que aumenta el valor agregado de los productos y genera empleo. En lo esencial, las empresas agroindustriales acumulan con base en la transferencia del plusvalor generado por la agricultura, pre-dominan entre ellas de manera abrumadora las trasnacionales y destinan el grueso de su producción de alimentos al consumo ani-mal o a satisfacer la demanda de los sectores de altos recursos.

A fines de los años setenta alrededor del 25% de la producción agrícola se industrializaba y una parte importante de estos bienes se destinaba a la producción de alimentos balanceados, rama en la que tres trasnacionales (Anderson-Clayton, Ralston Purina e In-ternational Multifoods) dominaban el 60% de la producción. Otro

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sector importante de la agroindustria –la producción de leche con-densada, evaporada y en polvo– era controlada casi en el 90% por trasnacionales.

La creciente desviación de la producción agropecuaria hacia las empresas agroindustriales, que frecuentemente se benefician de la política oficial de subsidios en los precios de las materias primas, y cuya producción se orienta en lo fundamental a la exportación, la ganadería o los consumidores de recursos medios y altos, colaboró de manera importante en la crisis de producción agropecuaria, en la elevación de los precios urbanos de los alimentos y en el aumento del costo de la vida.

En resumen, la dinámica del sector agropecuario y la política agraria oficial condujeron a:

el desarrollo de la agricultura de riego sobre la de • temporal;el impulso a la producción agropecuaria de exportación a • costa de la de mercado interno;la extensión de la ganadería y la producción forrajera, en • detrimento de la agricultura y de la producción de granos para el consumo humano, y la expansión monopólica y trasnacional de las agroindus-• trias que interceptan, desvían y encarecen los bienes de consumo popular.

Y todo esto expresándose en la sobreprotección institucional a los empresarios agrícolas, a la gran propiedad ganadera y al capital agrocomercial y agroindustrial; lo que contrastaba con el desampa-ro a la pequeña y mediana producción campesina, que no solo había carecido de apoyo oficial, sino que había sido exprimida por una política de precios claramente desfavorable. El resultado de este proceso fue la crisis de producción que se anunciaba desde 1965 y estalló en la década de los setenta.

Crisis de la economía campesina

Pero la crisis de producción no es más que un aspecto de la cri-sis agraria de los años setenta; paralelamente a ella se desata una conmoción social y política de enormes proporciones.

Si la insuficiencia de la producción agropecuaria para satisfa-cer el mercado interno y generar excedentes exportables configura

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una crisis de abasto que se expresa en la escasez de bienes de con-sumo popular y cuya base está en el desmantelamiento de la eco-nomía campesina y el agotamiento de la agricultura de temporal, la paulatina contracción del ingreso de los trabajadores del campo hasta niveles inferiores a los de subsistencia se expresa en el as-censo espontáneo de la lucha campesina y genera una crisis social y política de gran envergadura.

La ruina generalizada de los pequeños campesinos, el empo-brecimiento progresivo de muchos agricultores medianos y el rápi-do crecimiento de la masa de campesinos sin tierras propias y con escasas posibilidades de empleo asalariado, acorrala a la mayoría de los trabajadores rurales en un nivel de ingresos de infrasubsis-tencia. Esta situación no es nueva, pero se agudiza hasta hacerse social y políticamente explosiva a fines de la década de los sesenta y principios de los setenta.

Después del cardenismo el reparto agrario se frena notable-mente y además las tierras susceptibles de explotación agrícola llegan a representar menos del 10% de las dotaciones ejidales. De esta manera, para la década de los cincuenta, el número de peque-ños productores con tierra no solo no aumenta sino que comienza a disminuir pasando de 2.5 millones en 1950 a 2.1 millones en 1970, mientras que el número de campesinos sin parcela propia casi se duplica, pasando de 1.4 millones a 2.5 millones. Para 1970, los tra-bajadores del campo que no tienen tierra propia, aunque muchos participan en las labores agrícolas familiares o trabajan en apar-cería, superan ya en 400 mil a los campesinos que disponen de una parcela.

Pero la insuficiencia de las tierras en manos de los campesinos no solo se expresa en los 2.5 millones que carecen de parcela, pues-to que casi dos millones de los que sí están en posesión disponen de minifundios temporaleros de infrasubsistencia, de modo que tienen que sumarse a los que carecen de tierra en la búsqueda de ingresos complementarios.

A fines del pasado siglo, la población rural seguía aumentan-do, pero desde 1950 las tierras de labor de las que disponen los campesinos prácticamente no se incrementan; por otra parte, la industria solo absorbe una pequeña porción del crecimiento demo-gráfico rural: de 1940 a 1970, la industria y los servicios solo dieron empleo a tres de cada 10 nuevos trabajadores del campo; finalmen-te, la agricultura capitalista tampoco ocupa a la totalidad de esta

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mano de obra liberada pues sus inversiones se orientan fundamen-talmente a elevar la composición orgánica del capital agropecuario: en 1940 la proporción entre la maquinaria y los jornales en el costo de la producción agropecuaria era de 1-3 y para 1960 la proporción era ya 3-2.

Si entre 1950 y 1970 el crecimiento demográfico, combina-do con el estancamiento de la agricultura campesina, genera una creciente subocupación rural, la crisis general de esta agricultura –que de una forma u otra sostiene a los subocupados– a fines de la década de los sesenta, lanza a la lucha por la subsistencia a más de cuatro millones de campesinos.

La ruina de la agricultura campesina, que está en la base de la crisis de producción y es el disparador de la crisis social y políti-ca generada por la movilización de los subocupados, se origina en la desmesurada explotación a la que los ha sometido el sistema. A diferencia del empresario, que reacciona ante la baja de los precios de venta disminuyendo la producción, el campesino, colocado en las mismas condiciones, aumenta la oferta con el fin de mantener el ingreso mínimo de subsistencia. Esta particularidad ha sido utili-zada por el Estado para lograr incrementos notables en la oferta de productos agrícolas de origen campesino, manteniendo sin embargo estancados los precios y sin realizar inversiones en el sector de los pequeños y medianos productores.

Pero este mecanismo de explotación tiene límites, pues en un momento dado el campesino ya no puede seguir produciendo con pérdidas, la desacumulación llega a sus últimas consecuencias y el agricultor abandona las tierras o se retrae a la producción de autoconsumo. Una de las características del incremento en la ex-tracción del excedente por la vía absoluta es que su agotamiento no es gradual sino abrupto, y en México la catástrofe se presenta a principios de los años setenta: entre 1971 y 1974 la superficie cose-chada de maíz se reduce en más de un millón de hectáreas –el 20% del total– y la de frijol en 600 mil –el 31% del total–. Esta drástica contracción está determinada no solo por el abandono empresarial de estos cultivos poco redituables, sino, sobre todo, por el abandono campesino de una producción ruinosa.

La extrema polarización de la agricultura; el carácter depre-dador, especulativo y dependiente del sector exportador; el deterio-ro creciente de la agricultura campesina y de mercado interno; la expansión de la ganadería extensiva y de exportación a costa de

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la producción de alimentos de consumo masivo; el creciente control de la producción agropecuaria por los monopolios agrocomerciales y agroindustriales extranjeros; y todo esto acompañado por un su-bempleo rural cada vez mayor que la industria no pudo absorber: tal es el costo que la economía mexicana tuvo que pagar a fines del siglo xx por haber recorrido una vía de desarrollo industrial finca-da en la agricultura.

En el agotamiento de este modelo está el origen estructural de la crisis económica social y política del sector agropecuario y sus síntomas inequívocos se presentaron ya durante la década de los sesenta. En los años setenta la crisis estalla al combinarse con fac-tores coyunturales y la conmoción resultante define la naturaleza de todo el periodo.

Del estallido de la crisis al fracaso de la alternativa agrarista: 1970-1976

El agotamiento estructural de la vía de desarrollo se manifiesta desde 1965 con el creciente deterioro de la producción agropecua-ria, pero la crisis se desata a principios de los años setenta, catali-zada por factores coyunturales.

En la segunda mitad de los años sesenta la caída de la produc-ción agrícola es incluso mayor que la de los años siguientes, pero es compensada por el aumento internacional de los precios de los pro-ductos de exportación y la disminución de los precios de los bienes agrícolas que se importaban. En estas condiciones, el deterioro de la producción no se expresa notablemente en la balanza comercial agrícola.

Por el contrario, de 1972 a 1975 los precios de los productos de exportación disminuyen –algodón, café, jitomate, etcétera– mien-tras que se presentan notables aumentos en los precios internacio-nales de los granos, que coinciden con las crecientes necesidades de importación. El resultado se muestra en el paso de superávit a déficit en la balanza comercial agrícola y su obligado corolario es el endeudamiento creciente, pues el déficit industrial, que de 1961 a 1965 se cubrió solo en un 7% con endeudamiento externo, para 1975 se tiene que compensar ya en un 66% con base en créditos internacionales, de modo que para 1976 e1 desequilibrio de la ba-lanza de pagos es insostenible.

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Esta combinación de factores pone en evidencia que la base estructural de la crisis de producción de los años setenta está en la configuración del sector agropecuario, mientras que su fuente co-yuntural es la crisis internacional. En el caso de México, los efectos de la importación de la inflación se multiplican porque:

El sector moderno de la agricultura está orientado al ex-• terior y es extremadamente sensible a las fluctuaciones de los precios de lo que exporta.El agotamiento de la agricultura tradicional hace depen-• der el abastecimiento del mercado interno de las importa-ciones de granos a precios crecientes.La capacidad de acumulación de la industria depende en • gran medida de los precios agrícolas, pues los bajos sala-rios obreros se destinan fundamentalmente a la alimen-tación, y son insostenibles cuando los bienes de consumo de origen agropecuario se encarecen.La reproducción y crecimiento de la base industrial, sobre • todo en lo que respecta a la maquinaria, depende de las importaciones que, dada la escasa exportación industrial, se habían sustentado en el superávit agropecuario y de servicios.

Los factores coyunturales que desatan la crisis social agraria, manifiesta en el crecimiento impetuoso de la desocupación y la re-ducción acelerada de los ingresos de los trabajadores del campo, están íntimamente conectados con los anteriores. El deterioro de la producción campesina y la sistemática reducción de los precios rea-les de los productos agrícolas tradicionales hasta 1973, se combinan con el aumento de los precios de insumos agropecuarios y bienes de consumo de origen industrial, desatando una avalancha de mini-fundistas de infrasubsistencia en busca de trabajo asalariado.

Esta masa de jornaleros potenciales se enfrenta a una situa-ción coyuntural que contrae aún más las de por sí limitadas posibi-lidades de empleo: la crisis de la agricultura de exportación reduce la demanda de fuerza de trabajo (así, por ejemplo, la reducción en 1974 de los precios internacionales del algodón conduce a una drás-tica sustitución de este cultivo por otros mucho más mecanizados que dejan sin trabajo a enormes ejércitos de pizcadores); la reduc-ción de los cultivos de caña, que de 1972 a 1974 se restringen en

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más de 30 mil hectáreas, recorta significativamente la demanda de fuerza de trabajo para la zafra, etcétera. Pero además, la termina-ción en 1964 de los programas de braceros que daban salida hacia Estados Unidos a una buena parte de los desocupados rurales, si bien no acaba con la emigración –que se mantiene por la vía ilegal de los “mojados”– sí la hace más difícil y reduce las posibilidades de reintegrarse al país con ahorros.

Esta crisis social se traduce políticamente en la agudización de 1a lucha campesina –principalmente por la tierra–, en el dete-rioro creciente de la capacidad de manipulación de la CNC, y en el desarrollo de organizaciones alternativas, algunas oficialistas pero más flexibles como la UGOCM (Jacinto López), la CCI de Garzón, la CAM, y de otras independientes, como la CCI que encabeza Dan-zós y múltiples organizaciones regionales.

En una primera fase, las alternativas económicas y políticas con que el gobierno de Luis Echeverría se enfrenta a la crisis de producción y al creciente conflicto social, son distintas de las que definirán al echeverrismo en la segunda mitad del sexenio.

En un primer momento se intenta controlar la inflación y las tendencias al endeudamiento creciente mediante la contracción del gasto público. El aparente repunte de la agricultura en 1971 es re-sultado de esta decisión, pero en realidad no expresa una auténti-ca recuperación sino que es un efecto de la contracción general del resto de la economía y de la reducción de la tasa de crecimiento de los sectores más dinámicos. Después de la “atonía” de 1971 el eche-verrismo elige definitivamente la vía del desarrollo inflacionario, la expansión acelerada del gasto público y el crecimiento desmesurado de la deuda externa. Con base en esta rectificación se define tam-bién la política agrícola del gobierno que se mantiene hasta 1976.

En cuanto a la política agraria, los primeros tres años del sexenio echeverrista no muestran grandes cambios en relación a regímenes anteriores. Después de un aparatoso reparto agrario, que estadísticamente lo colocó en segundo lugar después de Cár-denas (con la diferencia de que la mayor parte de las tierras no eran agrícolas o se repartían solo en el papel), Díaz Ordaz había anunciado el fin de la fase redistributiva de la reforma agraria, y en los primeros tres años de su sexenio Echeverría se mantiene en el punto. Hasta 1973 la presencia del Estado en el campo tiende a ser predominantemente militar, pues el DAAC y la CNC carecen de alternativas políticas para enfrentar la creciente lucha por la

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tierra. En julio de 1973 el secretario de la Defensa, Hermenegildo Cuenca Díaz, informa a la prensa que ha recibido órdenes del eje-cutivo para implementar la intervención generalizada del ejército en el campo “debido a que agitadores profesionales han venido pro-moviendo invasiones de tierras de pequeños propietarios…”.1

Esta primera alternativa política de Luis Echeverría para en-frentar la crisis social se estrella contra un movimiento campesino que, lejos de frenarse ante la represión, se extiende como un regue-ro de pólvora y para 1973 cobra ya espontáneamente un carácter nacional. Si la primera opción económica del gobierno conduce a la “atonía” y tiene que ser rectificada, su primera e intransigente política agraria está a punto de desatar una guerra rural y también debe modificarse.

Ascenso del movimiento campesino: 1970-1973

Las causas inmediatas de la lucha, los enemigos concretos y las rei-vindicaciones específicas, difieren de una región a otra, de modo que el movimiento es disperso y de manifestaciones heterogéneas; pero las raíces estructurales de los combates son las mismas y la crisis coyuntural que los pone en acción se extiende, bajo diversas formas, a todo el medio rural. Por otra parte las luchas locales re-percuten de mil maneras en otras regiones y se estimulan mutua-mente, tendiendo a generalizar la agitación y la movilización.

Durante 1970 y 1971 se multiplican los conflictos en el campo y la lucha de clases rural entra en un proceso sostenido de agudi-zación, pero no es sino hasta 1972 y 1973 cuando el ascenso del movimiento campesino cobra espontáneamente un carácter nacio-nal. Ciertamente el desarrollo de la lucha es desigual, tanto en su naturaleza como en su intensidad, pero para estos años se extiende ya prácticamente a todos los estados de la República y cada nueva acción tiene efectos multiplicadores. Es también a partir de 1973 que en algunas zonas el movimiento comienza a estructurarse en organizaciones regionales.

Por la naturaleza de sus actores, demandas y enemigos, los movimientos campesinos de esos años pueden ser clasificados a partir de la distinción de cuatro frentes de lucha: combates de los pequeños productores por los precios, lucha de los jornaleros agrí-

1 Punto Crítico, núm. 24, enero de 1974.

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colas por sus salarios, acciones por la democracia y contra la impo-sición política, y lucha generalizada y multiforme por la tierra.

Las luchas por los precios

La movilización más importante en torno a los precios de la produc-ción es la que sostienen los cañeros de Veracruz cuando, en diciem-bre de 1972, 100 ejidos suspenden las entregas de caña al ingenio de San Cristóbal. Dado que los “pequeños propietarios” comienzan a sabotear la lucha –entregando caña por su cuenta– el paro se combina con la toma del ingenio, lo que ocasiona la ocupación mili-tar de las instalaciones el 9 de enero de 1973. Las últimas acciones son un paro solidario de los obreros del ingenio, que es quebrado por el sindicato, y las grandes movilizaciones de cañeros en Jalapa, donde toman el palacio de gobierno.

En Puebla, el movimiento de los ejidatarios cañeros de Aten-cingo se desarrolla básicamente con el mismo contenido, aunque combinado con la lucha contra un cacicazgo que controla la socie-dad de crédito. En noviembre de 1969 realizan una suspensión de entrega de caña; en julio de 1970 el cacique José Guadalupe Ramí-rez está a punto de ser linchado y, en diciembre del mismo año, a resultas de un nuevo paro, los anexos de Raboso y Teruel logran independizarse de la sociedad.

En condiciones muy distintas, pero con reivindicaciones de la misma naturaleza, se movilizan durante 1972 en la sierra de Juá-rez de Oaxaca, 15 mil campesinos de 12 poblados dueños de bos-ques y que entregan madera a la paraestatal Papelera Tuxtepec. Las demandas son un aumento en el precio del producto y el cum-plimiento de los servicios prometidos por la empresa; la forma de lucha es la suspensión de entregas. También contra los explotado-res de la madera que saquean sus bosques se dan luchas en 1970 en San Pedro Nexapa, estado de México, y en 1971 en Milpa Alta, Distrito Federal En San Pedro Nexapa la lucha es reprimida con la intervención del ejército.

Finalmente es necesario mencionar el movimiento que duran-te 1972 y 1973 desarrollan casi 100 mil candelilleros e ixtleros de Coahuila y San Luis Potosí contra la Forestal por el precio de sus productos.

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Las luchas de los jornaleros por sus ingresos

Durante estos años, la lucha de los que de una u otra manera ven-den su fuerza de trabajo a cambio de un ingreso monetario no cobra en el campo un carácter sindical. Sin embargo se presenta en forma de estallidos anárquicos y espontáneos de gran amplitud y virulen-cia. Así, en Sonora –durante 1971– 30 mil jornaleros, mantenidos durante semanas sin ingresos ni viviendas debido a que las lluvias atrasan las pizcas, inician un movimiento casi insurreccional, to-man Villa Juárez y arrasan los comercios expropiando víveres. Fre-nados por la intervención del ejército, que detiene a los dirigentes, logran sin embargo su excarcelación al sitiar la cárcel mediante una movilización en que participan 10 mil personas.

En Sinaloa, durante el mes de marzo de 1972, los trabajado-res agrícolas de la flor, el tomate y el algodón se lanzan a un mo-vimiento de huelga con apoyo estudiantil. Interviene la policía ju-dicial, con saldo de estudiantes y campesinos presos, en Guasave, Angostura, Guamúchil, La Cruz, Culiacán y Mazatlán.

Por otro lado, la lucha de los ejidatarios henequeneros de Yu-catán contra el Banco Agrario por el pago de las deudas, por el au-mento de los “adelantos”, e incluso por “aguinaldos”, tiene el carác-ter de una reivindicación salarial, que tampoco adopta forma de lucha sindical. En 1970 miles de henequeneros toman nuevamente Mérida y solo regresan a sus ejidos cuando Augusto Gómez Villa-nueva, secretario de Reforma Agraria, les promete dinero. En ene-ro de 1971 cientos de henequeneros de Tecoh asaltan las oficinas del Banco Agrario, secuestran a cuatro funcionarios y expropian las despensas que no querían entregarles. En octubre de 1972, mil henequeneros de Izamal lapidan hasta la muerte al agente agrario, cubren el cadáver con cal y destruyen las oficinas.

Luchas por la democracia y contra la imposición política

La lucha contra la imposición política, y en general contra el des-potismo en el medio rural, es permanente y tiene las más varia-das manifestaciones, desde la guerrilla –con apoyo y composición predominantemente campesina– hasta los movimientos contra la imposición municipal. En este segundo aspecto puede mencionarse, a título de ejemplo, la lucha que se desarrolla en 1969 en Huehuet-lán, Puebla, contra la imposición de presidente municipal, que fue

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reprimida por el ejército. En el mismo estado, pero en septiembre de 1970, el movimiento contra el alcalde de Izúcar de Matamoros, que culmina con una manifestación de seis mil personas, que lo obliga a renunciar. En el mismo año, en Michoacán, tres mil cam-pesinos de Cherán rodean la presidencia municipal para obligar a los funcionarios a renunciar, y pese a la presencia del ejército lo-gran la renuncia del alcalde.

La presencia de la guerrilla, que proviene de un movimiento popular, tiene sus manifestaciones más claras en Guerrero: el 25 de junio de 1972 el grupo de Lucio Cabañas tiende una emboscada a miembros del 50º Batallón de Infantería con saldo de 10 soldados muertos; el 23 de agosto del mismo año, en otra emboscada, mue-ren 18 soldados y otros 20, entre ellos nueve heridos, son apresados por la guerrilla.

Suspensiones de entregas emprendidas por docenas de miles de cañeros; huelgas de taladores; movilizaciones semiinsurreccio-nales por la subsistencia, desarrolladas por jornaleros o ejidatarios henequeneros; tomas de palacios municipales; secuestro de alcal-des; emboscadas de la guerrilla campesina al ejército, etcétera, constituyen claros síntomas de la agudización de la lucha de clases en el campo; pero por su misma naturaleza, estos tipos de movi-miento no podían configurar por sí solos un ascenso nacional y sos-tenido de la lucha campesina. Pese a su importancia y amplitud, estas no son más que vertientes secundarias del movimiento de los explotados rurales, cuya columna vertebral es, como veremos, la lucha por la tierra.

La lucha generalizada por la tierra

Millones de campesinos sin tierra, pero con derechos eternamente “a salvo”, esperando la dotación ejidal, el nuevo centro de población, la restitución de terrenos comunales... Exejidatarios y excomune-ros desposeídos por los nuevos terratenientes que progresivamente han comprado, rentado, expropiado por deudas o simplemente ro-bado las parcelas ejidales o comunales... Familias de ejidatarios o comuneros con parcelas divididas en hectáreas, medias hectáreas, surcos, en espera de una ampliación de ejido para los hijos mayores de 16, de 20, de 30 años…

Y durante décadas, todas estas demandas reducidas a un sor-do rumor de papeles. Tres millones de campesinos solicitantes,

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agrupados en torno a más de 60 mil comités particulares ejecutivos cuyos expedientes están detenidos en primera o segunda instancia, frenados por fallos negativos o simplemente extraviados. Resolu-ciones presidenciales nunca ejecutadas, testimoniando –sobre el papel– el espíritu “agrarista” de Díaz Ordaz, López Mateos, Ruiz Cortines. Trámites siempre bloqueados por “trabajos técnicos e in-formativos” falseados a cambio de dinero: mediciones mal hechas o inventadas sobre el escritorio, amparos, certificados de inafectabi-lidad expedidos al vapor… Y todo esto enmarañado en una enorme y corrupta burocracia agraria que, por casi 40 años, funcionó como un sólido dique contra el que se estrellaba la creciente marea de solicitantes.

Pero a partir de 1970, y sobre todo después de 1972, el dique comienza a agrietarse peligrosamente y amenaza saltar en mil pe-dazos. Las eternas comisiones de uno o dos representantes del co-mité particular ejecutivo comienzan a ser sustituidos por grupos de 10, 100, 500 campesinos que ya no aceptan fácilmente las promesas y toman posesión de las oficinas. Y junto a las tomas de las oficinas de la Secretaría de la Reforma Agraria (SRA), las marchas campe-sinas a las capitales de los estados y al Distrito Federal comienzan a generalizarse.

Al mismo tiempo, en sus lugares de origen, la marea rural co-mienza a desparramarse sobre las tierras reclamadas. En Puebla, Tlaxcala, Sonora, Sinaloa, Chihuahua, Oaxaca, Zacatecas, San Luis Potosí... en el país entero, resuenan los golpes de machete contra los alambres, y las cercas comienzan a ceder. En todas partes aparecen nuevos linderos, fogatas, banderas, campamentos improvisados.

Una reseña exhaustiva es imposible; sin embargo, es tam-bién indispensable nuevamente registrar por lo menos algunos movimientos.

A partir de la marcha campesina al Distrito Federal en 1972, mencionar la lucha por la tierra en Puebla y Tlaxcala es ya un lu-gar común; pero esta acción es simplemente la culminación de una serie de combates anteriores y señala el inicio de una nueva etapa.

Ya en enero de 1970, 500 campesinos de Monte de Chila, Pue-bla, tomaron las tierras y fueron reprimidos por el ejército que in-cluso bombardeó el pueblo... ¡con napalm! En marzo de 1972, tam-bién en Puebla, los campesinos con apoyo estudiantil invaden la hacienda de Tepalcatepec y son desalojados en octubre. El 10 de abril de 1972 cientos de campesinos en representación de 52 gru-

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pos de Tlaxcala y 20 de Puebla emprenden una marcha al Distrito Federal, promovida por la Unión de Campesinos y Estudiantes de Tlaxcala y la Federación Campesina Independiente de Puebla, y con la solidaridad del Frente Obrero Campesino Estudiantil del es-tado de Puebla. La marcha, que demanda solución a los problemas particulares de cada grupo además de reivindicaciones generales, es frenada en Llano Grande por dos compañías del ejército que la interceptan a bordo de 18 transportes militares.

Pero la represión a la marcha no frena la lucha, que en los me-ses siguientes se desata impetuosa en los dos estados: en julio de 1972 los campesinos de Santa Apolonia, en Tlaxcala, toman tierras de las haciendas de Masaquiahuac, San Antonio Micha y Santa Ele-na, y en septiembre, los de San Francisco Tepeyanco toman Mimi-ahuapan. En Puebla 400 campesinos de cuatro poblados de Santa Inés toman, en julio, 2 100 hectáreas y constituyen sobre las tierras ocupadas el Campamento Emiliano Zapata que cuenta con apoyo estudiantil. En septiembre del mismo año, también en Puebla, se toman tierras en San Andrés y en la Manzanilla, y en diciembre mil campesinos cuyos representantes habían participado en la marcha ocupan 10 latifundios en Tepeaca, Atlixco y Tecamachalco…

Las luchas por la tierra en Sinaloa son un ejemplo de persis-tencia y continuidad. En el Tajito la primera toma se da en diciem-bre de 1968 y es desalojada por la policía judicial. En febrero de 1969, los campesinos ocupan nuevamente las tierras y una vez más son desalojados por la policía. En mayo de 1972 una tercera toma conduce a un sitio militar con saldo de muertos y detenidos.

En Rancho Siboney la primera toma se da en diciembre de 1971 y es desalojada en febrero de 1972; poco después, los campesi-nos ocupan de nuevo las tierras y en mayo son otra vez desalojados. En Alhuey los campesinos ocupan las tierras en diciembre de 1971 y son desalojados; sin embargo, en noviembre de 1972 nuevamente 283 campesinos toman 7 380 hectáreas y, una vez más, son des-alojados. En Rancho Rebeca 400 campesinos toman mil hectáreas en julio de 1971: son desalojados y presos sus dirigentes. En mayo de 1971, 168 ejidatarios de Los Hornos, El Gallo, Hidalgo y anexos toman 460 hectáreas.

Una de las luchas que tiene mayores repercusiones es la de Rancho California. El 14 de junio de 1971 se da la primera toma que es rápidamente reprimida, pero para el 22 del mismo mes los cam-pesinos toman nuevamente las tierras. Ahora la represión incluye

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la quema de las casas, pero también la respuesta es más amplia: el 30 de junio tres mil personas, entre campesinos y estudiantes, rea-lizan un mitin en Culiacán exigiendo castigo a los responsables de la represión, libertad a los presos y solución a los problemas agra-rios de la entidad. Hay enfrentamientos con la fuerza pública; sin embargo, se logra la excarcelación de los detenidos.

En septiembre de 1972 un contingente de mil personas –cam-pesinos y estudiantes– armadas con machetes ataca la cárcel de Angostura y después de tumbar las puertas libera a cuatro presos acusados de invasión.

En mayo de 1973 los campesinos de Montelargo toman nueva-mente las tierras que ya antes habían ocupado en cuatro ocasiones, y son desalojados en todos los casos. En julio del mismo año inva-den tierras 86 campesinos del ejido Las Flores.

En Durango algunas luchas tienen antecedentes en la mar-cha encabezada por Álvaro Ríos en 1966. Así, en marzo de 1970 los campesinos de Cienaguilla, que habían participado en esa acción, obtienen la tierra después de dos invasiones. Sin embargo, posible-mente lo más importante en el estado es la amplia participación campesina en el movimiento popular de enero de 1970 contra el gobernador Páez Urquidi. Esta participación se combina con tomas de tierras, y durante el mismo mes de enero se ocupan latifundios, entre ellos los de Santa Teresa y Santa María del Oro. En octubre del mismo año se presentan invasiones de tierras en el municipio de Hidalgo.

Dos regiones de Chihuahua destacan en la lucha por la tierra. En el distrito de Jiménez, durante junio de 1970 dos organizacio-nes, la CCI (Danzós) local y la Unión de Ejidos del Distrito de Jimé-nez, coordinan las acciones de más de 200 solicitantes que toman tierras en Héroes de la Revolución, Francisco Villa, China Guapa y El Pilar, Javier Rojo Gómez, etcétera. Por otra parte, el Comité de Defensa Popular organiza en abril de 1972 un encuentro cam-pesino-estudiantil con participación de 10 organizaciones campesi-nas y, dos meses después, 300 solicitantes toman 11 mil hectáreas del latifundio Quintas Carolinas con apoyo del Comité de Defensa Popular.

En julio de 1973 campesinos de la CCI que invaden 50 mil hectáreas en Guerrero, Cuauhtémoc y San Francisco de Borja, son desalojados y algunos detenidos. Días después un grupo de cam-

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pesinos y estudiantes toman las oficinas del DAAC en Chihuahua para exigir la libertad de los presos.

En Jalisco destaca la toma de la delegación agraria de Guada-lajara en octubre de 1972 por 200 campesinos de la CCI, que repre-sentan grupos de 30 municipios. La ocupación se prolonga por seis días y solo abandonan el local después de lograr la destitución del jefe del Departamento Técnico. Meses después, en enero de 1973, mil campesinos de Colula, que habían participado en la toma del DAAC, invaden la hacienda de San Diego y son desalojados por el ejército a los 10 días. En julio del mismo año mil campesinos inva-den 1 030 hectáreas en Ovejo, municipio de Zapotlán.

En Guanajuato, numerosas tomas se concentran en el mes de mayo de 1972. La UGOCM encabeza la ocupación de la exhacienda de Jalpa en el municipio del mismo nombre. Se toman tierras en el municipio de San Francisco del Rincón y en el de Purísima de Bustos; la invasión de Los Arcos es reprimida por el ejército, de la misma manera que las tomas en los municipios de Manuel Doblado y San Felipe. Para este mes se calcula que hay 46 invasiones en el estado.

En marzo de 1973 cinco grupos toman mil hectáreas en Santa Anita, municipio de Cortazar; San José de los Llanos, municipio de Guanajuato, y exhacienda de Tapétaro, municipio de Cuerámbaro. El mismo mes otro grupo toma el rancho Tomasito. En agosto, mil campesinos de la CAM invaden la exhacienda de Santa Ana y en octubre hay una nueva toma en Las Brujas, municipio de Abasolo.

También en 1972 se multiplican las tomas en el estado de Mi-choacán. En julio los campesinos ocupan 200 hectáreas en San Pe-dro Jorullo; en agosto se hacen invasiones en Santa Inés y San An-tonio; en septiembre, en el Valle de Zamora, etcétera.

El nacimiento del Campamento Tierra y Libertad es, sin duda, la expresión más importante de la lucha por la tierra en San Luis Potosí. A partir del Frente Sindical Independiente Obrero-Campe-sino, constituido con un puñado de activistas en 1972, cobra fuerza la organización de los solicitantes de la zona que en febrero de 1973 forman un comité coordinador. La decisión de tomar la tierra y los planes para hacerlo no son aquí totalmente espontáneos. En efecto, en otras partes del país existen ya importantes experiencias, y al-gunos miembros del comité coordinador realizan una visita a Tlax-cala para aprender de ellas. En junio de 1973, los grupos de Otates y Crucitas toman La Mata, y al desalojo responden con un mitin de

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dos mil campesinos y un intento de marcha al Distrito Federal, que al ser bloqueada por el ejército termina en comisión al DAAC. A partir de esta acción se constituye en Otates un campamento per-manente, que en años posteriores será el centro coordinador de las luchas por la tierra, tanto en las Huastecas como en parte de Zaca-tecas, Veracruz y otras entidades. En noviembre de 1973, numero-sos campesinos del campamento toman las oficinas del DAAC en la capital y realizan una huelga de hambre y otras acciones.

La constitución de las Coaliciones Obrero-Campesino-Estu-diantiles vinculadas desde el principio a luchas campesinas es el síntoma más importante del ascenso de la lucha por la tierra en Oaxaca. Sin embargo, los conflictos por la tenencia anteceden a su estructuración orgánica. En julio de 1972 la depuración censal en el ejido de Santa Gertrudis genera un movimiento contra los aca-paradores de tierra que culmina en una espontánea manifestación campesina en la ciudad de Oaxaca. En el mismo año, los campesi-nos de Santa Catarina Quiané y La Ciénega toman las mil hectá-reas del latifundio de los Abascal en los valles centrales del estado. La Coalición Obrero Campesino Estudiantil de Oaxaca (COCEO) y la Coalición Obrero Campesino Estudiantil del Istmo (COCEI) na-cen en 1973 y en febrero del mismo año los campesinos de Zimatlán toman el latifundio de Candiani; días después, en Santa Gertrudis siguen el ejemplo invadiendo cuatro “pequeñas propiedades”, en los dos casos con importante apoyo de los sectores que comenzaban a organizarse en la COCEO.

Con mayor o menor trascendencia, también en otros estados de la República la lucha por la tierra desemboca en invasiones: en Querétaro mil campesinos de la CAM toman Casablanca en junio de 1972. En Tamaulipas 400 campesinos de la CCI ocupan dos ran-chos en Reynosa, el 11 de octubre de 1972. En Sonora, los jornale-ros no solo se movilizan por hambre en 1971; en octubre de 1972, un grupo de solicitantes encabezados por la CAM toma el predio de Capetamaya, en Navojoa. En Nayarit, durante 1970, miles de comuneros ocupan los latifundios ganaderos que les han sido reco-nocidos sobre el papel, y durante más de una semana desarticulan la represión militar tomando una y otra vez las tierras, hasta que son sacados del estado a bordo de transportes del ejército.

Además de las tomas de tierras, otras formas de lucha se gene-ralizan. En efecto, en Colima se realiza en septiembre de 1972 una manifestación y mitin con asistencia de más de mil personas entre

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obreros, estudiantes y campesinos, que exige dotación de tierras a los solicitantes y libertad para los presos.

En marzo de 1973 se efectúa en Coahuila una “caravana del hambre”, que es detenida cerca de Saltillo.

Incluso los peones acasillados de las zonas más bárbaras del país se incorporan a la lucha por la tierra. En Chiapas, durante el mes de agosto de 1973, peones de Vista Hermosa y de otras hacien-das ocupan 80 hectáreas de la finca.

La lista podría prolongarse indefinidamente sin que pasara de ser apenas una pequeña muestra de la multitudinaria lucha por la tierra que se desarrolla hasta 1973. Sin temor a equivocarnos pode-mos afirmar que las tomas se cuentan por millares y los invasores por cientos de miles. Naturalmente, las instituciones que tienen en sus manos la posibilidad de cuantificar los conflictos ocultan cuida-dosamente la información. Sin embargo, los pocos datos oficiales que se difunden son significativos: a fines de 1973, solo en los estados de Guanajuato, Tlaxcala y Michoacán se calculaban 600 invasiones. Por otra parte, cientos de veces se toman las oficinas del DAAC en los estados y el Distrito Federal, y las marchas masivas a las capitales estatales o a la ciudad de México se cuentan por decenas.

Ciertamente, en el medio rural predomina la dispersión. Las condiciones socioeconómicas de los trabajadores del campo los ha-cen un sector heterogéneo y además constituido por núcleos com-parativamente pequeños y aislados. Esta dispersión y aislamiento rural fue sin duda un serio obstáculo para la generalización del mo-vimiento campesino. Pero precisamente por ello el hecho de que, a pesar de todo, este se haya desatado a escala nacional, evidencia lo profundo de las raíces de su lucha. Reconocer su dispersión es-tructural no debería servir como alegato para subestimar el movi-miento campesino; por el contrario, tendría que ser un argumento para apreciar –en toda su importancia– la considerable cohesión orgánica y política que llega a cobrar en unos cuantos años, a con-tracorriente de algunas de las condiciones objetivas.

Todavía en 1970 las acciones son en su mayoría dispersas y básicamente espontáneas; pero en 1973 presentan ya una sorpren-dente organicidad. De mil maneras, y casi siempre de abajo hacia arriba, los diversos grupos campesinos se enlazan y coordinan su-mando sus fuerzas y multiplicando su experiencia. Por todo el país surgen uniones, coaliciones, alianzas, y en muchos estados se cons-tituyen frentes con importante participación campesina.

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De entre las organizaciones campesinas independientes de ca-rácter regional o estatal, las que aparecen en la siguiente lista se constituyen antes de 1974, y la mayor parte de ellas después de 1970: Unión Campesina Independiente (Veracruz), Comisión de los 100 Pueblos (Veracruz), Liga Campesina Independiente de Valle de Guaymas-Empalme (Sonora), Comité de Defensa de los Campe-sinos del Valle de Zamora (Michoacán), Unión de Ejidos de la Cos-ta de Jalisco, Frente Independiente de Lucha (Nuevo León), Unión de Ejidos del Distrito de Jiménez (Chihuahua), Consejo Nacional Cardenista (Colima) y Federación Obrero Campesina del Estado de Durango. Formadas después de 1973, pero con el mismo carácter, podemos mencionar al Frente Campesino Independiente (Sonora), a la Unión de Ejidatarios y Cañeros de Morelos “Plan de Ayala” y a la Alianza Campesina 10 de Abril (Chiapas), entre muchas otras.

Existen también organizaciones campesinas independientes que rebasan los límites regionales y se extienden por diversos esta-dos de la República: CIOAC, Campamento Tierra y Libertad (que se inicia en San Luis Potosí y se extiende después a Veracruz y Zacatecas), Federación Nacional de Trabajadores Ixtleros y Cande-lilleros (que aglutina campesinos de Coahuila y San Luis Potosí).

Finalmente, se constituyen numerosas organizaciones de participación campesina con el carácter de frentes populares. En ocasiones son de tipo puramente coyuntural, como la de Durango durante el movimiento de 1970 contra Páez Urquidi, o la de Yu-catán durante el movimiento de 1974 contra Loret de Mola, pero en otras ocasiones se consolidan como organismos de lucha más o menos permanentes: Coalición Obrero Campesina Misanteca (Ve-racruz), Frente Popular de Zacatecas, Comité de Defensa Popular (Chihuahua), COCEO, COCEI, Unión de Campesinos y Estudian-tes de Tlaxcala, Frente Obrero Campesino Estudiantil del Estado de Puebla.

Incluso las propias centrales oficialistas operan en algunas ocasiones como instrumento para la movilización campesina. Inde-pendientemente de su comportamiento manipulador, que se expre-sa en posiciones claudicantes y/o provocadoras, organismos como la CAM, las dos Uniones Generales de Obreros y Campesinos Mexi-canos y la CCI de Garzón, tienen que responder a la presión cam-pesina promoviendo numerosas tomas de tierras. Hasta la propia CNC se hace responsable de algunas invasiones y los miembros de la Alianza Nacional de Productores de Caña de Azúcar, también de

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la CNC, promueven luchas tan importantes como la huelga cañera de 1972 y 1973 en Veracruz.

Ciertamente estas organizaciones campesinas, o populares de participación campesina, no pueden ser desde el comienzo modelos de funcionamiento democrático y militancia de base: en un princi-pio su cohesión interna es limitada, predomina el espontaneísmo y el caudillismo, y en algunos casos los planteamientos políticos de la dirección son francamente oportunistas. En estas condiciones es lógico que algunas se desintegren espontáneamente o como re-sultado de la represión –como la Liga Campesina Independiente, desmembrada en 1971– y que otras sean conducidas por sus diri-gentes a posiciones abiertamente claudicantes, como sucede con la Alianza Nacional de Productores de Caña de Azúcar. Sin embargo, muchas de ellas se consolidan orgánicamente y tienden a desarro-llar una mayor claridad y cohesión políticas: Campamento Tierra y Libertad, Unión Campesina Independiente, Frente Campesino Independiente (FCI), etcétera. En balance, puede afirmarse que en un lapso sorprendentemente corto el movimiento campesino logra una considerable organicidad y comienza a desarrollar una clara independencia, no solo práctica sino también política, con respecto al Estado. De las organizaciones mencionadas casi el 80% se for-man antes de 1974, y más de la mitad surgen en el periodo que va de 1970 a 1973.

Génesis del “neozapatismo” de Estado

En lo que respecta a la forma de enfrentar la crisis de producción, la política de Echeverría parte de reconocer que “el modelo de desa-rrollo seguido hasta ahora se ha basado en la descapitalización de la agricultura” y plantea la necesidad de darle al sector agropecua-rio “un mayor potencial económico que le permita capitalizarse y recuperar su dinamismo”.

Naturalmente no se trata de que la agricultura deje de repre-sentar el papel de sostén del desarrollo capitalista dependiente, pues la posibilidad de exportaciones masivas de petróleo es una op-ción que todavía no se maneja. Se trata simplemente de reducir por un tiempo la presión sobre el sector agropecuario para que salga de su crisis y pueda seguir cumpliendo la función que tiene asignada.

Dada la tradicional reticencia del capital privado, este apoyo económico a la agricultura tiene que correr a cargo del capitalismo

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de Estado y deberá complementarse con un respaldo técnico y orga-nizativo también en gran escala.

Pero no se trata solo de invertir más en la agricultura y mejo-rar los términos de intercambio de algunos productos agrícolas; se trata también de cambiar el sentido de la participación del Estado en el sector agropecuario. La concentración del crédito y las obras de infraestructura en beneficio exclusivo del sector empresarial y particularmente del exportador y el abandono total de la gran ma-yoría de los ejidos y de la producción para el mercado interno, a la larga tuvieron resultados contraproducentes. Se trata, entonces, de destinar una parte importante de los nuevos recursos al apoyo de los ejidos y al estímulo de la producción para el consumo nacional.

En la política agrícola echeverrista el sector ejidal está llama-do a ser un nuevo polo de desarrollo agropecuario que, supuesta-mente, debe cubrir los huecos dejados por la producción empresa-rial privada, además de permitir una utilización más racional y eficiente de los recursos manejados especulativamente por el sector agrario empresarial.

Naturalmente los “fines sociales”, olvidados por los empresa-rios del campo, y que ahora debe cumplir un sector ejidal más di-námico, no son otros que el tradicional apoyo de la agricultura al crecimiento industrial, abasteciendo el mercado interno a precios bajos y produciendo excedentes para la exportación. Pero para que tal cosa sea posible el sector ejidal debe funcionar con el modelo de la empresa agrícola y los recursos que se le destinen deben utilizar-se estrictamente conforme a estos objetivos.

El Estado debe, entonces, proporcionar no solo los recursos eco-nómicos sino también la asesoría técnica y administrativa, el plan productivo, etcétera. Dicho de otra manera: los ejidos solo pueden funcionar como empresas dóciles a las necesidades del capitalismo nacional si operan como empresas controladas por el capitalismo de Estado.

El modelo organizativo para estas nuevas empresas agrícolas es el colectivo ejidal previsto en la Ley Federal de Reforma Agraria de 1971 y el principal instrumento de coacción legal para imponerlo es la Ley General de Crédito Rural, que al establecer prioridades credi-ticias a la organización colectiva permite chantajear a los ejidos.

Otra vertiente de la política agraria echeverrista se orienta a contrarrestar el papel distorsionante del capital agroindustrial y agrocomercial mediante una mayor participación del Estado en los

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procesos de comercialización de la producción agropecuaria. Esta intervención, tendiente a racionalizar la intermediación a través de reducir las ganancias comerciales especulativas y transferir lim-piamente el excedente producido por el campesino al sector indus-trial, no consiste nada más en la multiplicación de las agencias del Estado que intervienen en la comercialización, sino también en el impulso a las empresas ejidales de carácter agroindustrial.

Para materializar esta política se desarrollan las siguientes acciones:

La inversión pública en fomento agrícola pasa de 2 628 • millones de pesos en 1970 a 17 595 millones en 1976, cre-ciendo a una tasa promedio del 49% anual, que contrasta con el 27% al que crece la inversión pública total.El crédito al campo crece a una tasa promedio del 23% • anual entre 1970 y 1975, y se intenta su racionalización mediante la fusión, en 1975, de la banca agrícola oficial en una sola institución, el Banrural.A partir de 1973 los precios de garantía, estancados en los • 10 años anteriores, crecen impetuosamente: el maíz pasa de 940 pesos/tonelada en 1972 a 1 200 en 1973, 1 750 en 1974 y 1 900 en 1975; el frijol salta de 1 750 pesos/tone-lada en 1972 a 5 000 en 1973; el trigo aumenta de 870 pesos; tonelada en 1973 a 1 300 en 1974 y 1 750 en 1975; la soya pasa de 1 800 pesos/tonelada en 1972 a 3 000 en 1973, etcétera.En lo referente a la organización colectiva ejidal se traza • un Plan Maestro de Organización y Capacitación Campe-sina que se propone en la primera etapa, 1974-1976, co-lectivizar nada menos que 11 mil ejidos.En lo que respecta a la mayor intervención del Estado en • la comercialización y la promoción de empresas agroindus-triales ejidales, se crean o fortalecen instituciones como Ta-bacos Mexicanos (Tabamex), Instituto Mexicano del Café (Inmecafé), Productos Químicos Vegetales Mexicanos, S.A. de C.V. (Proquivemex), etcétera; se amplía considerable-mente el radio de acción de Conasupo y se constituyen apa-ratos adicionales como el Fideicomiso para la Comerciali-zación de Productos Agrícolas Perecederos; y finalmente se crea en 1971 el Fondo Nacional para el Fomento Ejidal.

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Esta política de impulso al sector agropecuario no es más que una cara de la moneda; paralelamente el echeverrismo tiene que en-frentar el reto del movimiento campesino, y un vistazo a la historia de los gobiernos posrevolucionarios lo lleva a desempolvar los viejos recursos del agrarismo institucional, tan eficaces en el pasado.

El viraje hacia una opción “populista” en el campo se inicia a fines de 1973, después de que se reconoce que entre ese año y el anterior ha habido, por lo menos seiscientas tomas de tierra, y su primera manifestación es el reagrupamiento de las organizaciones campesinas oficialistas en un Congreso Permanente Agrario que integran la CNC, la CCI de Garzón, la CAM y la UGOCM (Jacinto López). Posteriormente, a fines de 1974, todas las organizaciones del Congreso Permanente Agrario firman el Pacto de Ocampo por el que se comprometen a constituir una central única.

El papel de apagafuegos que tienen estas maniobras se mues-tra claramente en el primer congreso del Pacto de Ocampo, donde la UGOCM se pronuncia contra las inafectabilidades agrícolas y ganaderas y la propia CNC se declara opuesta al amparo agrario. Son sintomáticas las palabras de Humberto Serrano (CAM) en el mismo congreso: “Compañeros: o reformamos las leyes o este país se incendia y nos quema a todos…”.

Pero solo puede revitalizarse la CNC y solo es posible reagru-par a las organizaciones oficialistas disidentes, si la política agra-ria del gobierno les ofrece una coyuntura de acción institucional que a la vez sea capaz de calmar los exaltados ánimos campesinos. La transformación del DAAC en SRA en 1975 y el reconocimiento oficial de que la lucha por la tierra “se justifica” y el reparto agrario “no ha terminado” ofrecen esta coyuntura.

Naturalmente, no se trata de iniciar un reparto agrario masi-vo, que por necesidad tendría que cuestionar la existencia misma de la gran propiedad privada en el campo. Echeverría y sus corifeos se encargan de manera reiterada de ofrecer todo tipo de garantías y seguridades a la “auténtica pequeña propiedad”. Se trata simple-mente de contener la incendiaria presión campesina sobre la tierra, reencauzándola por el camino del trámite legal a través de las or-ganizaciones oficialistas, y para ello es necesario mantener viva la esperanza en un reparto agrario que “no ha terminado”.

Sin embargo, la esperanza de millones de campesinos solo pue-de sostenerse si cuando menos una pequeña parte de los solicitan-tes son efectivamente dotados, así sea como muestra que manten-

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ga viva la ilusión para hacer confiables las promesas. Además las organizaciones campesinas oficialistas no solo necesitan subsidios económicos, sino también que se canalicen a través de ellas algunos repartos agrarios que les permitan comprar la confianza y fidelidad de sus agremiados.

En definitiva, la crisis política que ocasiona la lucha campe-sina por la tierra no puede ser ni siquiera mínimamente atenuada si el Estado no dispone de alguna capacidad de negociación y ni los intentos de generar empleo industrial en el campo ni la política de colonización, consistente en enviar grupos de solicitantes de tierras a regiones remotas del sureste se la proporcionan. El Estado apela entonces a la colaboración de la burguesía agraria, buscando que esta acepte el sacrificio de una mínima parte de su propiedad terri-torial con el fin de restaurar la paz social y garantizar la seguridad de la parte sustancial de sus latifundios.

Por otra parte, en un principio se trata de ceder únicamen-te algunos recortes en latifundios ganaderos, como los de Tlaxcala, Zacatecas o San Luis Potosí, y además se sigue la práctica de ofre-cer a los propietarios jugosas remuneraciones a cambio de algunas de sus tierras de agostadero.

Esta rectificación en la política sobre la tenencia de la tierra es, además, coherente con la opción elegida para enfrentar la crisis de producción agropecuaria, pues, por lo menos en las zonas de un cierto potencial agrícola, las dotaciones ejidales van acompañadas de crédito y se las orienta a crear empresas “colectivas” que respon-dan a las necesidades de la política agrícola en turno.

Un último elemento de la política agraria –y también de la po-lítica agrícola– del echeverrismo, que pone en evidencia tanto su confianza económica en el ejido como su necesidad de comprar el apoyo político de los campesinos, son los cambios en la Ley Federal de Aguas que limitan los derechos de la “pequeña propiedad” sobre los futuros distritos de riego a un máximo de 20 hectáreas; lo que evidencia una cierta tendencia al predominio del ejido en las nue-vas zonas irrigadas, que contrasta con la práctica habitual desde el avilacamachismo.

Con la revitalización del agrarismo la rectificación echeverris-ta esta completa. Contener al movimiento campesino y reanimar los organismos oficialistas de control, superar la crisis económica en beneficio de los intereses del capital en su conjunto y a la vez respetar y seguir promoviendo los intereses privados en la agricul-

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tura: tales son los objetivos de la nueva política agraria, y en todo lo esencial esta política fracasa.

Fracaso del “agrarismo” echeverrista

En cuanto a la política económica, el fracaso del echeverrismo se manifiesta en la continuidad del deterioro relativo del sector agro-pecuario: a lo largo de todo el sexenio la producción se mantiene es-tancada y en dos años, 1972 y 1974, decrece en términos absolutos; sin embargo la población y la demanda siguen ascendiendo y sus requerimientos se satisfacen con importaciones. En los seis años el valor de las exportaciones se mantiene prácticamente estancado pero las importaciones agrícolas aumentan en más de un 300%.

El caso del maíz muestra claramente la distorsión del sector agropecuario y la ineficacia de la política agrícola del echeverrismo. A lo largo del sexenio los precios de garantía aumentan a más del doble y la burguesía agraria responde a un estímulo que le garantiza fáciles ganancias, de modo que las tierras de riego destinadas a este cultivo también se duplican. Pero la producción campesina no puede salir del bache de manera tan simple, pues reponer la fertilidad de tierras degradadas por décadas y recuperar la deteriorada economía de los minifundistas no es tarea fácil ni resulta automáticamente de un aumento en el precio. La producción agrícola domestica resiste a los factores adversos y su deterioro es lento, pero también es morosa en los procesos de recuperación. De modo que, pese a los aumentos, la superficie de temporal sembrada de maíz disminuye y el volumen de la producción se mantiene estancado. En 1975 la demanda interna de maíz tiene que satisfacerse con la importación de más de dos mi-llones de toneladas que representan el 23% de la producción total.

Por otra parte, el deterioro progresivo de la balanza comercial, el creciente endeudamiento externo y el incontrolable proceso in-flacionario fuerzan a que, en el último año del sexenio, se contraiga el gasto público en el sector agropecuario, que de 1975 a 1976 dis-minuye en un 7% y en un 8% en el subsector agrícola. De manera semejante el total del crédito rural disminuye notablemente en los mismos años.

Los grandes planes de colectivización, desmedidos en sus preten-siones e impulsados de manera burocrática y autoritaria se desplo-man, y de los 11 mil ejidos que se pretendía organizar solo 633 funcio-nan colectivamente y otros cuatro mil son colectivos solo en el papel.

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Los proyectos agroindustriales, mal planeados, dispendiosos y con frecuencia objeto de saqueo por parte de una burocracia voraz, se reducen en la práctica a unas 350 empresas ejidales de las cuales solo funcionan regularmente algo más de 30.

Sin embargo, este enfoque del fracaso económico del echeve-rrismo, en el que se centraron la mayoría de los análisis críticos, es unilateral y relativo; pues la política agrícola no fue más que una parte del proyecto global del echeverrismo en el campo.

Vista en su conjunto la opción que se impuso en el sexenio echeverrista suponía que la superación de la crisis de producción provendría fundamentalmente de la mayor intervención del capi-talismo de Estado en el campo, “asociado” a la agricultura campe-sina mediante el modelo de la colectivización ejidal. Por otra par-te, el restablecimiento de la legitimidad del Estado mediante la contención de la crisis social y el encauzamiento institucional del movimiento campesino, debía descansar fundamentalmente en dos mecanismos:

Control del sector ejidal con buen potencial agrícola (aproxi-madamente 10 mil ejidos) a través de los aparatos de Estado encar-gados de financiarlo, organizarlo empresarialmente y comercializar su producción (Banrural, Aseguradora Nacional Agrícola y Ganade-ra [ANAGSA], Plan Maestro de Organización y Capacitación Cam-pesina, Conasupo, Tabamex, Inmecafé).

Control del sector ejidal de infrasubsistencia y de los campesi-nos sin tierra (que de hecho constituyen un solo gran bloque formado por aproximadamente 20 mil ejidos y comunidades y tres millones de campesinos sin tierra) a través de los aparatos oficiales y oficia-listas encargados de regular la tenencia de la tierra (SRA, Pacto de Ocampo, etcétera) y secundariamente a través de ciertas inversiones y créditos políticos que de hecho constituyen subsidios a la miseria.

Es ya un lugar común reconocer que esta política fracasa en todos los frentes. Sin embargo, es importante deslindar los aspec-tos que se muestran del todo impracticables, de aquellos que, pese a los tropiezos muestran una cierta viabilidad; pues esta es la base sobre la que se desarrollará la política agraria de López Portillo.

Ciertamente, los aumentos a los precios de garantía y las fuer-tes inversiones del Estado no tienen efectos espectaculares en la producción agrícola, que se mantiene estancada durante todo el sexenio; sin embargo, en el aspecto económico el fracaso es relativo pues, en cualquier caso, la recuperación no podría ser rápida y es-

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pectacular, dado que las inversiones en infraestructura y los crédi-tos refaccionarios tienen efectos a mediano plazo. Los abundantes y espectaculares desastres económicos y organizativos y el eviden-te desperdicio de recursos, son prueba de corrupción e ineficiencia, pero no invalidan, por sí mismos, la tesis de que la posibilidad de remontar la crisis de producción es inseparable de una mayor parti-cipación del capital de Estado en el sector agropecuario, aun cuan-do esta pudiera presentar, en el futuro, otras modalidades.

En cuanto al control político de una base social que le dé legi-timidad al Estado en el campo, los dos mecanismos antes descritos operan de manera desigual. La ampliación de la participación del Estado en el financiamiento, la organización y la comercialización de la producción ejidal reforzaron notablemente la presencia del Estado en el campo. Sin duda, la ineficiencia económico-adminis-trativa y la corrupción limitaron los efectos mediatizadores de esta política y generaron descontento entre los ejidatarios. Pero el con-trol no puede confundirse con armonía, y el hecho es que desde los años setenta y por casi tres décadas se reforzó notablemente la de-pendencia del sector ejidal más productivo con respecto al Estado, a través de los aparatos de control económico.

A mediados de los ochenta más de un tercio de todos los eji-datarios del país dependían del Estado, no tanto porque este con-trolara la tierra que ellos detentaban en usufructo, sino porque necesitaban recurrir a él para obtener el agua y otros insumos, así como para financiar y comercializar su producción. En el sector ejidal de mayor productividad, el control del Estado se expresa-ba más a través de la Secretaría de Agricultura y Recursos Hi-dráulicos, que proporcionaba el riego, el Banrural y la ANAGSA, que manejaban el crédito, el seguro, la Conasupo u otras agencias que se encargaban de la comercialización, que a través del control de la tenencia de la tierra ejercido por la SRA. Y en este sector el cacicazgo en el que encarna el control estatal es ejercido prin-cipalmente por los que operan como mediadores con estas agen-cias: socios delegados o comisariados ejidales administradores del crédito.

En este sentido, la mayor intervención del capitalismo de Es-tado en la agricultura ejidal es un factor que legitimó al Estado mexicano en el campo, pues de él provenían los recursos de los que dependía la reproducción económica de este sector. Ciertamente se trataba de una dependencia conflictiva; sin embargo, no puede

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negarse la importancia de esta base social y su notable expansión durante el echeverrismo.

Pero si en lo que respecta a la crisis de producción los resulta-dos de la política echeverrista fueron poco alentadores y el relativo control del sector ejidal productivo resultó costoso y conflictivo, los intentos de contención y manipulación de la enorme masa de cam-pesinos sin tierra y de agricultores de infrasubsistencia fracasaron en toda la línea, e incluso condujeron a una profundización de la crisis política rural.

Las acciones que soslayaban el problema de la tierra fueron go-tas de agua en un desierto: la creación de empleos agroindustriales resultó mínima y los avíos al minifundio de temporal fueron insu-ficientes pues no se reproducían, constituyendo un costoso “crédito político” que fluía a un pozo sin fondo. En estas condiciones todos los caminos conducían al reparto agrario; pero el “agrarismo” echeve-rrista tenía márgenes de maniobra muy estrechos pues estaba cir-cunscrito a la disponibilidad de tierras susceptibles de ser dotadas.

La primera en oponerse tajantemente a colaborar con el agra-rismo echeverrista es la burguesía rural. Al margen de cualquier consideración que tomara en cuenta las posibilidades y necesidades económicas y políticas del capitalismo mexicano en su conjunto, los empresarios del campo se mueven casi exclusivamente en función de sus intereses particulares e inmediatos. Implícita o explícitamente expresan su pretensión de controlar toda la tierra, barriendo con el ejido cuando este representa un obstáculo a su expansión. En parti-cular ven con profundo desagrado la limitación de sus derechos sobre futuras tierras de riego a 20 hectáreas, y con frecuencia bloquean proyectos de irrigación prefiriendo conservar sus grandes propieda-des de temporal. Finalmente, se consideran con derechos casi exclu-sivos sobre el financiamiento y ven con malos ojos las prioridades que la nueva ley de crédito ofrece a la tenencia ejidal y comunal.

Para defender estos intereses han contado –y desean seguir contando– con el control político cuando menos a nivel regional y en ocasiones estatal. No solo manejan a la Confederación Nacional de la Pequeña Propiedad y a la Confederación Nacional Ganade-ra, sino que controlan también en muchos casos a las delegaciones y subdelegaciones de secretarías con incumbencias agropecuarias, así como a las gerencias regionales de los bancos agrarios. Por úl-timo también han impuesto casi siempre a las autoridades munici-pales y con frecuencia a los propios gobernadores estatales.

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Con este poder se enfrenta el tímido proyecto echeverrista. Apenas los terratenientes son mínimamente afectados echan mano de todas sus armas: recurren al amparo, corrompen funcionarios, manejan a su antojo a la fuerza pública local y en ocasiones al ejér-cito, refuerzan sus “guardias blancas” y “columnas volantes” crean-do verdaderos ejércitos particulares.

En los últimos años del sexenio el ascenso del movimiento campesino es paralelo a la agudización de las contradicciones entre el Estado y la burguesía agraria. El gobierno recurre so-bre todo a la SRA y a las centrales oficialistas, que basadas en la nueva política logran revitalizarse y centralizarse con la firma del Pacto de Ocampo. Finalmente, llega a recurrir al propio mo-vimiento campesino, al que pretende utilizar como elemento de presión y chantaje.

Desarmado por la intransigencia de la burguesía agraria y la neutralidad expectante de todo el sector empresarial, y ante un mo-vimiento campesino que presionaba cada día más, el Estado recu-rre a la amenaza. Los propios “líderes” campesinos priistas hablan de la necesidad de suprimir el amparo agrario y reducir toda la pro-piedad privada en tierras de riego a menos de 20 hectáreas. Entre la espada campesina y la pared terrateniente nace el “neozapatis-mo” oficialista.

Frente al movimiento campesino, la demagogia oficial surte un efecto contrario al que pretenden lograr sus autores. Lejos de tran-quilizarlo y reducirlo a una pasividad esperanzada de los trámites de sus adalides priistas, los nuevos planteamientos de la política agraria estimulan al movimiento y colaboran a generalizarlo.

El simple hecho de que se admita que el trámite agrario ha sido bloqueado por años y debe agilizarse, desata una verdadera avalancha de comisiones que se apoyan en el demagógico reconoci-miento oficial del burocratismo y la corrupción, para exigir solucio-nes legales, rápidas y expeditas.

El estilo personal de Echeverría –quien recibe ocasionalmente a los campesinos y hace promesas– genera un verdadero asedio al presidente y los funcionarios mayores y menores.

El reconocimiento puramente verbal de que la lucha por la tie-rra es “justificable”, basta para que cientos de miles de campesinos, aún indecisos, se animen a movilizarse.

La aceptación de que efectivamente existen algunos latifun-dios simulados propicia que los campesinos destapen la cloaca de

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las infinitas irregularidades, transas y corruptelas en que se funda gran parte de la propiedad territorial privada.

Finalmente, el reconocimiento de facto a ciertos invasores, a quienes eventualmente se les legaliza la posesión, desata una olea-da de tomas de tierra en todo el país.

La generalización espontánea del movimiento campesino im-pone cambios en la política agraria oficial, pero estos cambios, así sean demagógicos y precisamente porque lo son y no pueden hacer-se efectivos, extienden la inquietud a todos los rincones del país y hacen más homogéneo y generalizado un movimiento que era aún desigual y fragmentario.

En este proceso dramático de múltiples contradicciones y des-plantes teatrales los actores principales no son los personeros em-presariales, como el ilustre asesor jurídico de los terratenientes Ignacio Burgoa, ni tampoco los voceros del gobierno, como el “neo-zapatista” Félix Barra, secretario de la Reforma Agraria, y ni si-quiera el propio presidente Echeverría. Estos no son más que com-parsas de una obra en la que el personaje central es el movimiento campesino. Pese a la inmadurez de sus organizaciones y a su des-balagada espontaneidad, los trabajadores rurales logran mantener la iniciativa, y son las sucesivas oleadas de su lucha las que modifi-can la correlación de fuerzas y agudizan las propias contradicciones interburguesas.

Generalización del movimiento campesino: 1973-1976

Si hasta 1973 las acciones eran todavía básicamente dispersas y apenas comenzaban a constituirse organizaciones regionales o es-tatales, de 1974 a 1976 muchas de estas organizaciones se consoli-dan, nacen otras y el movimiento tiende a ser cada vez más coordi-nado y, en algunos casos, también más definido políticamente.

Las luchas contra la imposición política, por los precios de la producción, por los salarios, se mantienen más o menos en el mis-mo nivel de los años anteriores.

Se dan fuertes movimientos contra los alcaldes impuestos por lo menos en nueve municipios de Puebla, y en enero de 1975 hay to-mas de palacios municipales por lo menos en cinco de ellos. La res-puesta popular al desalojo por el ejército es una manifestación en la ciudad de Puebla. En Cholula la lucha es particularmente intensa: tres mil personas toman el palacio municipal, y al ser reprimidos

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organizan una manifestación en la capital del estado y después una marcha al Distrito Federal.

También en Oaxaca se desarrolla a fines de 1974 una fuerte lucha por la imposición en las alcaldías. A la toma generalizada de los palacios municipales se responde sistemáticamente con la inter-vención del ejército (Zimatlán, Santa Gertrudis, Xoxocotlán).

En Chiapas destaca la lucha de San Juan Chamula, una de cuyas acciones más importantes es la toma del palacio en octubre de 1974, coincidiendo con la celebración en San Cristóbal de las Ca-sas de un congreso indígena. Días después, el ejército los desaloja con saldo de decenas de detenidos.

En el estado de México 600 personas toman el palacio munici-pal de Tenancingo en abril de 1975, y quinientas toman la alcaldía de Cocotitlán en diciembre del mismo año. En Jalisco 250 personas toman el palacio municipal de El Tuito en diciembre de 1974. En Veracruz, tres mil personas toman la alcaldía de Choapas en sep-tiembre de 1975. En Tulancingo, Hidalgo, mil personas toman el palacio municipal y las oficinas del PRI en noviembre de 1975.

Las luchas más importantes por el aumento de los precios si-guen siendo sostenidas por los ejidatarios cañeros. En octubre de 1975, en Jalisco, el ejército tiene que intervenir para evitar que pa-ren 10 ingenios cuyos abastecedores exigen aumento de los precios de garantía. En diciembre de 1976 el ingenio de Colipan, Puebla, es tomado por 400 cañeros que demandan el pago de los adeudos. Pero también otros agricultores se movilizan con demandas semejantes. En octubre de 1975 se realizan en Coahuila manifestaciones por mejor pago del algodón.

La lucha sostenida de los trabajadores del campo por los sala-rios se mantiene también bajo la forma de algunos estallidos espon-táneos, y excepcionalmente, un conflicto de tipo sindical. Los he-nequeneros una vez más se lanzan sobre Mérida, y en septiembre de 1976 seis mil ejidatarios toman el palacio de gobierno exigiendo mayores adelantos.

Una experiencia importante de organización y lucha de los jor-naleros de la zafra se desarrolla en la zona de Tuxtepec, Oaxaca. A principios de 1976 60 trabajadores paran el corte reclamando au-mento; el paro tiene éxito y para fines de 1976, con el inicio de una nueva zafra, el grupo ha crecido y ahora 80 trabajadores paran de nuevo y logran salario mínimo, servicio médico, pago de incapaci-dad por accidentes de trabajo.

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En enero de 1976 estalla la huelga en la empresa agrovitiviní-cola de Batopilas, en Coahuila; 64 trabajadores organizados en una coalición desde 1973 exigen el cumplimiento del contrato y, después de un mes de paro, en el que cuentan con apoyo campesino y estu-diantil, logran que se les doten en ejido las tierras de la empresa.

Otra vez, lucha por la tierra

Una vez más, es la lucha por la tierra la corriente principal del movimiento campesino. En los últimos años del sexenio la inconte-nible marca de las tomas de tierra ocupan el absoluto primer plano en la lucha de clases rural.

En Guanajuato, donde existen 3 225 grupos de solicitantes, las invasiones son particularmente impetuosas y la intervención mi-litar resulta tan omnipresente como infructuosa. Para octubre de 1975, un funcionario reconoce que durante el año se han presentado 79 invasiones, todas ellas desalojadas; pero en noviembre los cam-pesinos ocupan nuevamente las tierras y las tomas se extienden por todos los municipios: Manuel Doblado, Apaseo el Grande, Cela-ya, etcétera. A principios de 1976, 52 predios que estaban invadidos son nuevamente desalojados. Para abril, la UGOCM encabeza dos tomas de tierras de 2 500 y 3 000 hectáreas respectivamente, y un grupo de campesinos toman predios del Centro de Investigaciones Agrarias del Bajío. Nuevos desalojos y nuevas tomas se suceden hasta el fin del sexenio.

En Hidalgo existían 116 resoluciones presidenciales sin ejecu-tar, y durante los años de 1974 y 1975 se multiplican las tomas de tierras. A principios de 1976 se habla de que existen 70 predios ocupados por los campesinos, y para julio de ese mismo año se cal-cula que siete mil campesinos organizados en 130 grupos se han posesionado de 65 mil hectáreas en ocho municipios de la huasteca hidalguense.

En Colima la lucha campesina tiende a confluir en un amplio movimiento contra el gobernador Arturo Noriega, franco represen-tante de los terratenientes. En agosto de 1974, 500 campesinos del Consejo Nacional Cardenista, que representan a 40 pueblos, reali-zan una marcha exitosa al Distrito Federal. En abril de 1975, cam-pesinos del Consejo se ponen en huelga de hambre, y en diciembre del mismo año se lleva a cabo una nueva marcha, ahora a la ciudad de Colima, que culmina con la toma de las puertas del palacio de

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gobierno. Para marzo de 1976 campesinos del mismo estado se po-sesionan de la SRA en el Distrito Federal, y en mayo de ese mismo año ocho mil campesinos del Consejo, en una gran concentración, rodean el palacio de gobierno exigiendo la caída del gobernador, mientras Arturo Noriega se oculta.

En Chiapas se agudiza la lucha contra los finqueros, que en algunos casos llega a estructurarse regionalmente, aunque en otros cobra un carácter semiinsurreccional y espontáneo. En mayo de 1974 más de mil indígenas entre chamulas y andreseros (de San Andrés Larráinzar), salen de la selva con machetes, armas de fue-go y también tambores y banderas. Asaltan fincas en el municipio del Bosque y matan a siete hacendados. Interviene el ejército. En octubre del mismo año, y con otro carácter, se realiza un mitin cam-pesino-estudiantil en Tuxtla contra el latifundismo que impera en el estado. En febrero de 1975 mil campesinos de Rubén Márquez, Tonalá, marchan al Distrito Federal para denunciar un despojo de tierras. El asesinato del líder Bartolomé Martínez Villatoro, de Ve-nustiano Carranza, en septiembre de ese mismo año, tiene como respuesta un gran mitin en Tuxtla donde los campesinos están a punto de tomar el palacio de gobierno. Interviene el ejército. En 1976 nace la Alianza Campesina 10 de Abril en una zona donde eran tradicionales las tomas de tierras para la temporada en que se inician los cultivos. En 1976 se coordinan ocho grupos campesinos: Francisco Villa y Cuauhtémoc del municipio de Villa Flores, otros de Villa Hidalgo, Venustiano Carranza, Socoltenango, Tzimol, Co-malapa, etcétera, y el 10 de abril ocupan tierras de las fincas de Cuernavaca, Nuevo Edén, San Damián, La Selva, Argelia, Siberia, Santa Inés, Pueblo Viejo y La Haciendita. En las semanas siguien-tes interviene el ejército con saldo de muertos, heridos y detenidos. En octubre del mismo año, mil campesinos toman la delegación de la SRA en Tuxtla.

En Zacatecas y San Luis Potosí el proceso de lucha por la tie-rra conduce a la constitución de organizaciones regionales que le dan al movimiento consistencia orgánica y política.

En febrero de 1974 nace el Frente Popular de Zacatecas, cons-tituido básicamente por estudiantes, campesinos y colonos, que lle-ga a establecer contactos con más de 100 comunidades y organiza mítines y manifestaciones de hasta 20 mil personas. Entre el Fren-te y la CIOAC se coordinan la mayor parte de las tomas de tierras en el estado. En abril de 1975, dos mil campesinos de Troncoso to-

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man 5 136 hectáreas. Interviene el ejército. Para junio de ese mis-mo año, el Frente organiza una toma de tierras coordinada en la que participan campesinos de Quemada, Casa Blanca, Pozo Hondo y Boquilla del Carmen. Dos mil solicitantes ocupan 22 800 hectá-reas de cuatro latifundios. Paralelamente, se realiza en la ciudad de Zacatecas una manifestación con más de mil asistentes entre estudiantes y campesinos. En octubre se multiplican las tomas de tierras en El Alto, Jalisco, Margaritas, Santa Rosa y en los latifun-dios de La Valencia y Huejoquilla. En marzo de 1976 los campesi-nos de Sombrerete toman 5 860 hectáreas en manos de menonitas. En abril, campesinos del Frente pertenecientes a cinco municipios toman la delegación de la SRA en Zacatecas.

Para abril de 1976 la lucha por la tierra se agudiza y extiende por todo el estado. Se habla de 48 predios ocupados en 12 munici-pios, y la Unión de Productores Agropecuarios denuncia 250 inva-siones. En mayo, el Frente organiza un acto en el que participan ocho mil personas, y para junio la CIOAC y el Frente implementan una serie de tomas coordinadas y una gran marcha. A partir de esto se profundiza la intervención del ejército; muchos grupos son desalojados, se queman poblados y se detiene a campesinos, pero también se tienen que hacer algunas concesiones: un terrateniente “cede” 2 500 hectáreas. En julio la SRA afecta 1 643 hectáreas para dotar a 89 campesinos.

El Campamento Tierra y Libertad, que nace el año de 1973 en San Luis Potosí, se extiende y consolida a partir de 1974. En abril se toman 61 hectáreas de riego en Puente del Carmen con apoyo del Campamento. En mayo, 600 campesinos pertenecientes a 13 grupos –seis de solicitantes y siete solidarios– ocupan el latifundio de Maitines y en el mismo mes 50 campesinos invaden Pretiles y son desalojados. Paralelamente, y como otra forma de presión, se toma la delegación de la SRA. En julio los solicitantes de los grupos fundadores de Otates y Crucitas, que habían sido desalojados, to-man posesión de las tierras. En mayo de 1975 un numeroso grupo de campesinos del Campamento toma el octavo piso de la SRA y realiza mítines en las calles.

Para septiembre de 1975 el trabajo del Campamento se ha ex-tendido a diversos estados y se realizan tomas coordinadas en San-tiago Huatusco (Veracruz), Nuevo Tule (Zacatecas), Rubén Jaramillo (Tamaulipas), y Puente del Carmen (San Luis Potosí). Paralela-mente, un grupo de mujeres se posesionan del octavo piso de la SRA

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en el Distrito Federal. Dos de las tomas tienen éxito y se mantiene la posesión; en otras dos tienen que desalojar. En diciembre del mismo año, 250 campesinos del Campamento toman de nuevo la subdelega-ción de la SRA en Ciudad Valles. En marzo los campesinos de Otates ocupan una fracción que les faltaba: Siete Leguas.

El asesinato del líder Eusebio García en julio de 1976 tiene como respuesta inmediata una gran manifestación y la toma de la SRA en el Distrito Federal Con el mismo carácter se realiza en julio otra manifestación en Ciudad Valles.

Con mayor o menor amplitud, la lucha por la tierra se extien-de a todos los estados de la República: en Michoacán, en noviembre de 1975, se toman tierras en La Paz, municipio de Epitacio Huerta, y en enero de 1976 interviene el ejército con saldo de muertos. En el mismo mes 400 campesinos del municipio de Coeneo, miembros de la CCI, toman el octavo piso de la SRA. En abril, campesinos y estudiantes de la Normal de Tiripetío toman la delegación de la SRA y 23 camiones, en protesta por un despojo de tierras.

En Coahuila, los campesinos de Lerdo se movilizan al Distrito Federal y toman el octavo piso de la SRA en agosto de 1975. En marzo de 1976 solicitantes de tierras de Batopilas toman las ofici-nas de Recaudación de Rentas. En abril del mismo año se realizan tomas de tierras en la zona de Torreón, y, en octubre, mil campe-sinos invaden 13 propiedades y posteriormente 600 bloquean las carreteras próximas a San Pedro de las Colonias.

En Chihuahua se refuerza la lucha por la tierra en 1976: a fines de febrero, 600 ejidatarios de Casas Grandes toman 24 mil hectáreas en manos de mormones, y posteriormente invaden 50 mil hectáreas más; a pesar de que son desalojados, para abril hay por lo menos 18 predios invadidos, lo que representa 34 mil hectáreas ocupadas por los campesinos. En mayo, 500 campesinos invaden tres predios más en Villa Almada y 200 chocan con la policía con saldo de un muerto y siete heridos.

En Puebla sigue la tradición de las marchas. En 1974 se mo-vilizan por la libertad de Ramón Danzós, dirigente de la CCI, y en agosto de 1975 500 campesinos de Tlaxcala, Puebla, Hidalgo y Veracruz realizan una manifestación en Teziutlán. En octubre de 1975 estalla la lucha por el agua en 56 ejidos del distrito de riego de Tecamachalco; 1 500 campesinos salen en marcha al Distrito Fede-ral y la policía secuestra a 100 manifestantes. En octubre de 1976, 200 campesinos toman el Rancho de San Isidro.

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En el estado de México, 100 campesinos de Oxotitlán toman 234 hectáreas en noviembre de 1975. Un grupo organizado en el Frente Campesino Emiliano Zapata toma tierras en Santa María Zacazonapan en mayo de 1976, y, el mismo mes, 700 campesinos invaden tierras en Temascalcingo y son desalojados.

En Jalisco, durante abril de 1975, 600 campesinos de Zacoalco manifiestan en Guadalajara contra la represión. En junio, campesi-nos del Movimiento de Organización Socialista invaden 1 600 hec-táreas en Tlajomulco y Manzanilla de la Paz. En diciembre se reali-zan tomas de tierra en Lagos de Moreno.

En Nayarit, comuneros de San Juan Bautista invaden cuatro-cientas hectáreas del municipio de Jalisco en octubre de 1975 y en mayo de 1976 miembros de la Brigada Agraria Adolfo López Ma-teos (CNC) ocupan 19 predios.

Prácticamente no hay un estado de la República donde no se registre por lo menos una toma. En Oaxaca, durante 1974, to-mas en Tlalixtac, el Trapiche, Xoxocotlán, etcétera. En la Huaste-ca veracruzana, 29 invasiones durante 1975. En Nuevo León, 900 hectáreas en Agualeguas son ocupadas en noviembre de 1975. En Guerrero, 40 campesinos de Los Amates invaden 50 hectáreas del fraccionamiento Tres Vidas en la Playa e interviene el ejército. En Tamaulipas se invade la exhacienda de El Pichón en septiembre de 1975, interviene el ejército y la respuesta es una manifestación frente a la SRA del Distrito Federal con apoyo de otras organiza-ciones. En octubre del mismo año, 300 campesinos de la CCI inva-den tierras en tres municipios. En Baja California campesinos de la CCI invaden 60 mil hectáreas en Héroes de BC, Ensenada, en septiembre de 1976. Interviene el ejército. En el Distrito Federal la lucha campesina por la tierra se centra en los despojos que causa el crecimiento de la ciudad: en 1974, protestas de los campesinos de San Pedro Mártir que son despojados de sus tierras para la cons-trucción de la Universidad Militar, y durante 1975, mítines contra despojos de tierras en Desierto de los Leones, San Mateo Tlatengo, Santa Rosa Xochiac y Magdalena Contreras.

Más adelante trataremos la lucha en Sonora y Sinaloa, pero con lo reseñado hasta ahora resulta ya evidente que de 1974 a 1976 el movimiento campesino por la tierra es nacional y no deja de agu-dizarse; y resulta claro también que la represión, inusitadamente generalizada, resulta impotente para frenarlo; por el contrario, en 1975 y sobre todo en 1976, el ascenso llega a un punto máximo.

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Pese a la insuficiencia de la información y a la poca confiabilidad de las fuentes, algunos datos resultan significativos: para octubre de 1975 se reconocen 79 invasiones en Guanajuato, y en la Huasteca veracruzana se habla de 29 tomas de tierras; para julio de 1976 hay 130 tomas en Hidalgo con 65 mil hectáreas invadidas. Durante el mismo mes, en Sonora están ocupadas 21 mil hectáreas; en Zacate-cas, para el mes de abril, se reconocen 48 predios invadidos y, para diciembre de ese mismo año, los campesinos están posesionados de 40 mil hectáreas en Sinaloa.

La lucha de clases en Sonora y Sinaloa durante 1975 y 1976 es una clara muestra tanto del fracaso de la política echeverrista como del papel decisivo representado por el movimiento campesino.

El caso de Sinaloa

Además del hecho de que 85 familias controlan 117 mil hectáreas de riego en el estado, un factor coyuntural favorece el ascenso de la lucha por la tierra en Sinaloa. La zafra azucarera de 1975 es una de las menores de su historia reciente, el 90% de los productores trabaja con pérdidas y, en 49 ejidos, los campesinos queman caña-verales pues no les interesa trabajar para resultar finalmente con números rojos. El resultado es que la producción desciende en un 20% y 40 mil campesinos quedan desempleados...

Durante todo el año de 1975 se suceden incontenibles las to-mas de tierras en el estado: en mayo, 1 500 campesinos de El Na-tivo y el Dorado ocupan 50 mil hectáreas en Culiacán, Angostura y Salvador Alvarado. En noviembre dos mil campesinos de la UGO-CM se instalan frente a las oficinas de la delegación de la SRA y manifiestan que no se retirarán hasta que no se les entreguen 19 mil hectáreas de riego del valle de Culiacán que están en posesión de veintidós familias.

Ante la presión, el gobierno del estado habla de la necesidad de “acelerar al máximo el reparto agrario” y la SRA se anima a re-partir a campesinos de Culiacán 2 507 hectáreas pertenecientes a la familia Almada Calles. La respuesta de la Federación Estatal de la Pequeña Propiedad es organizar un paro respaldado por comer-ciantes e industriales de Sinaloa y que cuenta con el apoyo a nivel nacional de la organización cúpula de la burguesía, el Consejo Em-presarial Mexicano. Echeverría declara: “esos señores que pararon los tractores, quisieron organizar hace tres años a sus mujeres con

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una manifestación de cacerolas vacías, como en Chile, y también fracasaron…”, y a continuación pone en alerta a los campesinos.

Pese a los desplantes de Echeverría, las afectaciones son in-significantes y el movimiento por la tierra sigue impetuoso. Cierta-mente la mayoría de los invasores pertenecen a las centrales oficia-listas y con frecuencia son forzados por sus “líderes” a desalojar las tierras; pero es evidente que las tomas responden a una necesidad de la base, y si las organizaciones no las respaldaran perderían el control y los campesinos se lanzarían por cuenta propia.

En diciembre 2 500 campesinos invaden mil hectáreas de riego y paralizan los trabajos en otras tres mil; posteriormente se suman otros 2500 solicitantes y ocupan 40 mil hectáreas más. Para este mes se calculan 76 tomas de tierras en el estado, de las cuales 70 son desalojadas.

En febrero de 1976 la UGOCM invade tres mil hectáreas del Valle de Culiacán, y el mismo mes los terratenientes rompen el diálogo cuando la Federación Estatal de la Pequeña Propiedad se retira de la Comisión Tripartita Agraria dejando solos a los re-presentantes del Estado y de los ejidatarios. A fines del mes se calculan 43 invasiones, la mayoría desalojadas; pero cinco pre-dios siguen ocupados. Para abril los predios invadidos y ocupados han aumentado a 39 en ocho municipios, lo que representa 19 439 hectáreas.

Para mayo es necesario reforzar al ejército que, como brazo armado del Ejecutivo, tiene que cumplir una doble función: por una parte frenar al movimiento campesino desalojando las invasiones, y por otra, evitar los ataques a los invasores provenientes de los peones a los que “pequeños propietarios” utilizan como fuerza de choque. Durante este mes, 66 predios que representan 15 mil hec-táreas son desalojados.

Además de recurrir a la violencia directa los empresarios agrí-colas presionan y negocian. Para junio realizan un nuevo paro y para septiembre el presidente de la Confederación de Asociaciones Agrícolas del Estado de Sinaloa ofrece, a nombre de sus represen-tados, ceder 10 mil hectáreas y vender 17 mil. Pero la SRA se man-tiene intransigente y anuncia la afectación de 40 mil hectáreas.

Por su parte, solicitantes de la Unión de Ejidos Independientes de Obreros Agrícolas y Campesinos no se conforman con promesas y secuestran al delegado agrario de la SRA y a nueve funcionarios más, exigiendo dotación de tierras para 25 grupos.

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En noviembre, después de que la instrucción expropiatoria decretada por Echeverría para 80 mil hectáreas en el vecino esta-do de Sonora ha causado una conmoción nacional y la “iniciativa privada” cierra filas en torno a su sector agrario, la SRA se olvida de sus promesas de afectar 40 mil hectáreas y acepta el viejo ofre-cimiento de 10 mil hectáreas de riego, a las que se agregan 3 500 de temporal.

Para diciembre es evidente que las migajas no pueden conte-ner al movimiento campesino, y pese al acuerdo de la SRA, las cen-trales oficialistas tienen que seguir respaldando las invasiones. La CCI y la UGOCM ocupan 30 predios. Pero, además, 50 grupos de la Vieja Guardia Agrarista paralizan 43 mil hectáreas en los valles del Fuerte y del Carrizo. Hay en total 40 mil hectáreas invadidas.

Durante este mismo mes el gobernador, que poco antes había hablado de la necesidad de “acelerar el reparto agrario”, se comuni-ca con el secretario de la Defensa “para lograr el apoyo del ejército a fin de poner fin a la violencia en Sinaloa”. Esto no impide, que la CIOAC organice una marcha al Distrito Federal con siete mil cam-pesinos. Sin embargo a Echeverría se le ha terminado el tiempo, y al agotarse el sexenio se agota también la coyuntura que había favorecido al movimiento. Con López Portillo llegarán tiempos de reconciliación con los terratenientes y con ello tiempos de represión para los campesinos.

El caso de Sonora

Estructuralmente, la lucha por la tierra en Sonora se explica si to-mamos en cuenta que según el censo de 1970 el 72% de la PEA agrícola del estado eran jornaleros, y que, según otras fuentes, la región llega a 80 mil campesinos sin tierra. Por otra parte, también para 1970, se calculaba que el 30% de los ejidatarios rentaban sus parcelas. Pero para 1975 una serie de factores coyunturales viene a agudizar esta situación: por una parte la sustitución de una gran extensión de las tierras sembradas de algodón por cultivos mecani-zados de trigo; por otra parte, el cierre de un gran número de ma-quiladoras y los recortes de personal en las restantes.

En estas condiciones el ascenso de la lucha por la tierra en el estado era inevitable y las tomas que anteceden a la caída del gobernador Biebrich, como la invasión protagonizada por los 250

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campesinos de San Ignacio Río Muerto, en el Valle del Yaqui, res-ponden a una tendencia natural y espontánea.

La renuncia del gobernador el 26 de octubre de 1975, después del asesinato de siete campesinos de San Ignacio, es forzada por Echeverría; pero la política agraria de su sucesor, Alejandro Carri-llo Marcor, que en noviembre afecta 4 287 hectáreas de riego para San Ignacio y firma 12 mandamientos sobre 22 823 hectáreas más, no responde solamente a la necesidad de someter al orden a la oli-garquía terrateniente local, sino fundamentalmente a la urgencia de dar salidas políticas a un movimiento campesino que amenaza con hacerse incontrolable.

Por otra parte, la caída de Biebrich y la demagogia agraria de Carrillo Marcor –quien, por cierto, también es terrateniente–, lejos de neutralizar al movimiento campesino, lo alienta y, en muchos casos, en lugar de hacerlo controlable lo llevan a romper con las organizaciones oficialistas en la medida en que las promesas de do-tación no se cumplen.

El 7 de abril de 1976 el FCI ocupa el predio San Pedro en el block 407 del Valle del Yaqui, acompañando su acción con el se-cuestro del delegado de la SRA y dos personas más. Para el día 9 los campesinos liberan a los funcionarios pero declaran que no de-jarán la tierra: “Esperamos 18 años para invadir; el Valle del Yaqui será nuestro o no será”.

Por estos días todas las fuerzas del agrarismo oficialista se concentran en el estado en un intento de imponerse tanto sobre el movimiento campesino como sobre los empresarios agrícolas indis-ciplinados. Félix Barra promete no abandonar el estado hasta no resolver el problema. La CNC y la CCI afirman que en seis meses erradicarán el latifundio. Echeverría, adalid de una tercera vía im-practicable, regaña a todo mundo: “Ni la violencia de latifundistas ni las invasiones son buen camino…”.

A pesar de la desautorización echeverrista, durante el mes de mayo las invasiones se multiplican: tomas en el Valle del Mayo y en el municipio de Echojoa, etcétera. Los ocupantes del block 407 secuestran a dos policías estatales. Para junio el gobernador reco-noce que hay 21 mil hectáreas invadidas.

Para entonces, la SRA descubre una “solución” que debe dejar satisfechas a todas las fuerzas en pugna; se trata de una promesa de ampliación del distrito de riego 41 sobre 35 mil hectáreas donde se encuentran tierras ejidales cuyos poseedores no las trabajan por

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falta de agua. La criba para controlar y seleccionar a los solicitan-tes que deben ser dotados es su disposición a participar en el des-monte de las nuevas tierras.

A fines de junio la alternativa se derrumba estrepitosamente: el 27 del mismo mes las organizaciones campesinas independientes organizan un gran mitin en Ciudad Obregón contra la “solución” de la SRA. Paralelamente, los ejidatarios que serían afectados, ar-mados de palos y piedras hacen huir de sus tierras a los funciona-rios de la SRA. Finalmente, las propias organizaciones del Pacto de Ocampo, temerosas de perder por completo el control de sus bases, tienen que rechazar el reacomodo.

Pero si las promesas demagógicas no resuelven el problema, tampoco la represión frena al movimiento; al cerco militar sobre el block 407, el 3 de julio, se responde con una asamblea permanente en Ciudad Obregón y un cerco campesino al cerco militar.

La publicación en el Boletín Oficial del estado de que 80 mil hectáreas (40 mil de riego y 40 mil de agostadero) están en inves-tigación por simulación y pronto serán afectadas, es una posición que le es impuesta a las autoridades por la continuidad de un movi-miento que ha conducido al fracaso todas sus alternativas anterio-res, tanto las demagógicas como las represivas.

A fines de julio el ejército levanta el sitio al block 407 y se llega al acuerdo de liberar a los presos, cancelar las órdenes de aprehen-sión y respetar los derechos agrarios de los ocupantes. Doce horas después, los campesinos posesionados desalojan y realizan un mi-tin en el Campo 30.

De agosto a noviembre la promesa de afectación no se cumple y los terratenientes mueven todos sus recursos, entre ellos la promo-ción de 600 amparos. Presionados ahora por la derecha, y ante un movimiento campesino que se mantiene a la expectativa, las auto-ridades dan marcha atrás y el 20 de agosto Félix Barra declara que ya no será posible afectar los latifundios antes del 1º de diciembre.

Pero a estas alturas cualquier cambio en la posición de Eche-verría genera una reacción inmediata en los verdaderos conten-dientes, y un día después de las declaraciones de Barra 400 campe-sinos del FCI ocupan de nuevo los blocks 407 y 512. Para el día 26, a pesar de que los del block 407 han sido obligados a desalojar, son ya 11 las nuevas invasiones en el estado. El 18 de noviembre, por decreto presidencial, se expropian 37 131 hectáreas de riego en los valles del Yaqui y del Mayo y 61 655 hectáreas de agostadero.

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La reacción de la oligarquía terrateniente cuenta ahora con la solidaridad de amplios sectores de la “iniciativa privada”, que has-ta el momento se había mantenido a la expectativa. Al grito de “las brigadas de la SRA son la avanzada del desastre”, los “pequeños propietarios” se lanzan al paro y cuentan con el apoyo de las Cá-maras de Comercio de varios estados. El Consejo Coordinador Em-presarial de Puebla, que coordina la solidaridad con la oligarquía sonorense por parte de la burguesía organizada de 27 ciudades del país, califica a las medidas de Echeverría de “avalancha desesta-bilizadora del gobierno contra los mexicanos que sí trabajamos y pagamos impuestos”.

Pero no solo ante la burguesía fracasa el intento echeverrista de encontrar una alternativa política a la crisis rural, pues eviden-temente las decenas de miles de solicitantes movilizados en Sonora rebasan con mucho el número de ocho mil campesinos que pueden ser dotados con apenas cinco hectáreas cada uno. Durante todo el mes de diciembre el ejército sigue siendo el único aparato del Esta-do capaz de ordenar mínimamente la situación en el campo sono-rense. Tres mil soldados desalojan sistemáticamente las decenas de predios invadidos.

Además es necesario pagar a las centrales oficialistas por los servicios prestados, de modo que el 94% de las tierras es repartido a sus incondicionales. Tres mil miembros del FCI son desalojados y, en definitiva, a los campesinos independientes solo les corres-ponden dos mil de las hectáreas afectadas.

Sonora y Sinaloa no son más que dos ejemplos extremos de la confrontación política que caracteriza los últimos años del eche-verrismo. En todo el país la lucha campesina por la tierra rompe los cauces institucionales y en todas partes la burguesía agraria reacciona con virulencia; si en el noroeste los empresarios moder-nos y “civilizados” recurren principalmente al paro, los ganaderos veracruzanos, más primitivos, refuerzan sus “columnas volantes” y las “guardias blancas” se multiplican en Oaxaca, Chiapas, Hidalgo, etcétera.

El agrarismo echeverrista termina el sexenio entre la espada y la pared, derrotado políticamente por la radicalidad campesina y la intransigencia burguesa. Por otra parte es evidente que en la ofensiva empresarial de 1976 está en juego algo más que 37 mil hectáreas de riego: la apuesta consiste en la política agraria y, más aún en la política entera del nuevo régimen lopezportillista.

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Continuidad de la crisis y definición de una opción antiagrarista: 1976-1980

Para intentar una caracterización del panorama rural de los últi-mos años setenta, es indispensable el análisis de la drástica rectifi-cación de la política agraria del Estado mexicano; rectificación que forma parte de un amplio viraje favorable no solo a la burguesía agraria sino en general a los intereses más inmediatos y directos del sector empresarial en su conjunto.

Esta nueva política se define sobre el cadáver insepulto del echeverrismo y se apoya fundamentalmente en la crítica al gobier-no anterior; de modo que un primer paso en el análisis debe ser la caracterización de la crítica a la política agraria de Echeverría.

La crítica práctica al proyecto echeverrista corre por cuenta de los campesinos pobres y jornaleros y cobra la forma de un ascenso incontenible de la lucha por la tierra que rebasa a los aparatos es-tatales de control. Este movimiento, que culmina con un gran auge en 1976, difícilmente podría haber sido encauzado por vías mani-pulables pero rebasa aún más el control oficial en la medida en que la burguesía agraria, lejos de colaborar con la alternativa “agra-rista” del régimen, adopta una actitud intransigente y, finalmente, rompe lanzas abiertamente con Echeverría. Esta combinación de radicalidad campesina e intransigencia burguesa desenmascara la incompatibilidad del “agrarismo” con la naturaleza actual de la for-mación de clases mexicana y cuestiona definitivamente las preten-siones de legitimidad “populista” del Estado.

El régimen de López Portillo asumirá la insoslayable defini-ción “antiagrarista” que le impone la coyuntura, pero para ello será necesario que se desarrolle un profundo desmantelamiento político e ideológico de una “reforma agraria hecha gobierno” que era ya sexagenaria y había calado profundamente en el comportamiento y la estructura del Estado mexicano posrevolucionario.

Esta crítica “teórica” al proyecto echeverrista corre por cuenta de la burguesía agraria y sus voceros, en la medida en que casi to-dos los análisis y “denuncias” particulares –aun los de la “izquier-da”– alimentan la interpretación de este sector y fundamentan su alternativa.

El sistema de ideas que preside todas estas argumentaciones es básicamente el siguiente:

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La crisis rural es estrictamente una crisis de producción, • y solo puede superarse mediante los estímulos a la pro-ductividad, pues antes de repartir es necesario generar riqueza so pena de distribuir miseria.En el campo los únicos que producen con eficiencia son los • empresarios privados, de modo que cualquier política que limite su actividad o genere inseguridad es nociva para la producción y profundiza la crisis.El ejido, dejado a sus propias fuerzas, ha demostrado ser • ineficiente y está probado históricamente que el Estado es un mal administrador, de modo que su asociación, lejos de ser la solución a la crisis, es garantía de fracaso.Con base en lo anterior se desprende la tesis de que la cri-• sis de producción fue provocada, o por lo menos agudizada, por el apoyo al ejido y los ataques a la “pequeña propiedad”, de modo que el culpable de la crisis es el régimen echeve-rrista o, en un sentido más amplio, la política general de “reforma agraria”. Las manifestaciones políticas de la cri-sis y en particular el movimiento campesino por la tierra no tienen una base estructural y provienen de las falsas ilusiones propiciadas por la política de “reforma agraria” y en particular por el “neoagrarismo” echeverrista.De todo esto se concluye que el fracaso de Echeverría • debe interpretarse como la prueba definitiva de que el eji-do –con o sin apoyo estatal– no es la alternativa a la crisis agraria, mientras que la agricultura empresarial privada –hasta ahora limitada por la “reforma agraria” e incluso atacada por la “demagogia populista”– es la única alter-nativa viable.

Ciertamente muchas críticas no comparten algunas de estas afirmaciones, pero como no ofrecen un planteamiento global distin-to, acarrean agua al molino de la alternativa empresarial, que es totalizadora y coherente.

En el contexto de este sistema de ideas la crítica al agrarismo hecho gobierno y al Estado como empresario agrícola se transforma en la apología del “antiagrarismo” y la empresa agrícola privada. La crítica al “populismo” echeverrista se transforma en una apo-logía al sistema capitalista en su modalidad clásica empresarial, aunque en algunas ocasiones se encubra bajo la fórmula de un lla-

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mado de la “productividad”. Las denuncias de la corrupción y la in-eficiencia son hechas, no a partir de una explícita posición de clase, sino desde la perspectiva de la “honestidad” y la “eficiencia”; con lo que, en última instancia, desembocan en una crítica a las modali-dades “populistas” del sistema, reforzando una posición de clase de corte netamente empresarial.

En resumen, el análisis crítico del fracaso echeverrista, o bien ha corrido por cuenta de la burguesía agraria y sus voceros, o bien ha caído en la trampa de condicionar una supuesta simpatía por el campesinado y sus demandas a la demostración de que la “vía ejidal” es la más productiva y eficiente y por tanto más adecuada al desarrollo del sistema.

Así pues, sobre el echeverrismo sañudamente destazado por sus críticos se fue configurando la política agraria del régimen de López Portillo.

La primera tarea de López Portillo fue recuperar la “confian-za” de la burguesía en general y de su sector agrario en particu-lar. Los grupos que habían calificado la política de Echeverría como “avalancha desestabilizadora contra los mexicanos que sí trabaja-mos y pagamos impuestos” y que veían en las brigadas de la SRA la “avanzada del desastre”, reciben al nuevo régimen exigiéndole una rectificación del rumbo del país, “comprometido por políticas erróneas [...] y por una grave ruptura de la solidaridad social”. El centro de esta rectificación es la política agraria, pues “si no hay solución en el campo no habrá solución en nada [...] allí es donde está el problema y la base para la tranquilidad del país [...]”; y fi-nalmente dejan claro que “el pilar más sólido” de esta tranquilidad es “el respeto irrestricto a la propiedad privada” y en particular a la propiedad agraria.2

Ante estas exigencias empresariales la posición de López Por-tillo es de conciliación a toda costa, y sus primeras declaraciones en diciembre de 1976 están llenas de llamados a la “tregua”, el “reen-cuentro” y la “reconciliación”, y de exhortaciones a “evitar enfren-tamientos estériles”. Sus reuniones con “destacados representantes de la iniciativa privada”, los 10 convenios con 140 empresas en di-ciembre de 1976, el acuerdo con el “ejemplar grupo nacionalista de

2 Las declaraciones son todas de 1977 y provienen de destacados empresarios, como Marcelo Sada, del grupo Monterrey y del Consejo Coordinador Empresarial.

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Monterrey” en marzo del mismo año, etcétera, para el presidente son muestras de la “alianza entre mexicanos” que requiere el país.

En cuanto a la problemática rural, la recuperación de la con-fianza de la burguesía empezó por una drástica desautorización po-lítica de las tomas de tierras y una intensificación y generalización de las respuestas puramente represivas a la ofensiva territorial campesina. En su toma de posesión como secretario de la Reforma Agraria en diciembre de 1976, Rojo Lugo declara tajantemente: “no se permitirán más invasiones”, y en marzo de 1977 envía una circu-lar a los delegados agrarios de todo el país en la cual les comunica que de ahí en adelante la invasión de la pequeña propiedad será considerada delito federal.

Cumplido este requisito inmediato, tendiente a lograr un mí-nimo consenso burgués para el nuevo gobierno, se emprende la rec-tificación radical de la política agraria del régimen anterior. Esta rectificación se manifiesta tanto bajo la forma de “desagravios” par-ticulares y simbólicos (pago a precio de oro de las tierras expropia-das en Sonora, por ejemplo) como bajo la forma de una redefinición general y estratégica de la política agraria.

El fracaso del agrarismo echeverrista, en su pretensión de con-trolar al movimiento campesino y mediar en la agudización de la lucha de clases rural, colocó al Estado mexicano ante la alternativa de renunciar a la relativa legitimidad rural que le otorgaba el ser el ejecutor del agrarismo, para asumir en el campo, de manera cada vez más franca y abierta, el papel de representante directo de la burguesía rural; y esto significa, ni más ni menos, que ponerle fin a casi 60 años de reforma agraria.

Si, como sostiene la burguesía rural, y desde los años ochenta del pasado siglo reconoce el Estado, el aspecto redistributivo de la reforma agraria prácticamente ha terminado, los campesinos sin tierra o con tierras insuficientes nada tienen que esperar del go-bierno. Si el Estado renuncia a su derecho de regular la tenencia de la tierra, renuncia también a su poder de manipulación sobre las esperanzas de los campesinos pobres, pierde toda su anterior legitimidad y su capacidad de control sobre el sector más depaupe-rado de los trabajadores del campo y se reduce peligrosamente a los recursos de última instancia.

Con la declaración de que prácticamente ya no hay más tie-rras que repartir, el Estado no suprime la lucha por la tierra, sim-plemente renuncia a su papel histórico de mediador.

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El punto de referencia constante de la oleada antiagrarista es la brutal ofensiva del grueso de la gran burguesía mexicana, cuyos voceros del Consejo Coordinador Empresarial han hecho las más tajantes y drásticas declaraciones: “La Reforma Agraria más que un fracaso es un atentado contra la existencia del país”, “el ejido es el cáncer que corroe el campo mexicano”.

Ante esto, el nuevo gobierno emprende un sistemático repliegue: desde diciembre de 1976 las organizaciones campesinas oficialistas del Pacto de Ocampo comienzan a abandonar banderas tales como la solicitud de derogación del amparo agrario, y anuncian su decisión de renunciar a las invasiones de tierras. El siempre franco Humber-to Serrano de la CAM expone claramente las razones del repliegue: “De otra manera –dice– el gobierno de López Portillo naufragaría”.

Paralelamente comienza la retirada de todos los funcionarios del echeverrismo que habían estado vinculados al problema agra-rio, incluyendo al propio expresidente; y no se trata solo de que abandonen el panorama político, muchos de ellos son “castigados” con el exilio voluntario o la cárcel: en mayo de 1977 Echeverría es nombrado Embajador Extraordinario y Plenipotenciario en Misión Especial para Realizar Estudios Relacionados con Países en Desa-rrollo, etcétera, etcétera, y de ahí no para sino hasta las islas Fiji; en agosto, Gómez Villanueva, exsecretario de la Reforma Agraria, renuncia a la presidencia de la Cámara de Diputados y sale como embajador a Italia; en septiembre Félix Barra es acusado de fraude y encarcelado, y así sucesivamente.

Pero lo más importante no es este desplazamiento sino la po-lítica de los sucesores; Ramírez Mijares, que sustituye al “neoza-patista” Salcedo Monteón al frente de la CNC, inicia su ejercicio anunciando que combatirá “la demagogia y la verborrea”, y poco después aclara lo que quiso decir, al declarar que “es inútil seguir peleando sobre la tenencia” y que es necesario que a los campesinos “se les diga la verdad” en el sentido de que ya no hay tierras que repartir.

En estas condiciones el Pacto de Ocampo ya no tiene razón de ser y efectivamente, en octubre de 1977, se anuncia su definitivo desmantelamiento.

Sin embargo, estos no son más que fenómenos secundarios; en lo fundamental la nueva política agraria es definida por el secre-tario de la SRA, Rojo Lugo, y ratificada por las declaraciones del propio López Portillo.

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A menos de cinco meses del cambio de régimen, la SRA anun-cia su propósito de “concluir con la entrega de tierra en este sexe-nio” y poco después Rojo Lugo declara que “en tres o cuatro años ya no habrá tierras para los campesinos” y que “no es tan importante la tierra sino la posibilidad de encontrar trabajo”; y por si el cambio de las reglas del juego no hubiera quedado suficientemente claro en sus implicaciones amenazantes para los que se atrevan a seguir lu-chando por la tierra, anuncia que “las invasiones que aún subsisten se están reprimiendo para evitar que se generen más”.

Pero es en noviembre de 1977, exactamente a un año de las expropiaciones de Sonora (que comienzan ya a definirse, como el canto del cisne del agrarismo mexicano), cuando la política agraria del nuevo régimen se plantea de manera sistemática:

Se ratifica que el reparto agrario terminará en ese sexenio • y mediante este santo remedio “el campo dejará de ser te-rreno de batallas políticas para ser factor de producción”.Se anuncia que la lucha campesina por la tierra ya no tie-• ne sentido pues “la SRA no responde a ningún tipo de pre-siones [...] para entregar ni un milímetro de tierra”.Para superar el rezago del trámite agrario, único obstácu-• lo que se opone a la regularización definitiva de la tenen-cia, se anuncia una medida administrativa: la descentra-lización de la SRA, en cinco regiones. Finalmente, para hacer más explícitas las plenas seguri-• dades que se quieren ofrecer a los terratenientes, los en-cargados del reparto de latifundios sostienen que el Am-paro Agrario debe mantenerse y que es necesario suprimir los Certificados de Inafectabilidad Ganadera... pero para transformarlos en Certificados de Inafectabilidad Produc-tiva que autoricen a los ganaderos la explotación agrícola de sus tierras.

Todo esto en términos agrarios y de tenencia. En el aspec-to agrícola, la SRA se hace eco del planteamiento empresarial de moda y reconoce que “ayer el problema más grave era el latifundio, hoy es el minifundio”, y para resolverlo propone la “asociación de pequeños propietarios con ejidatarios y comuneros”.

Por su parte López Portillo ratifica en todos los tonos esta po-lítica agraria; en declaraciones de mayo de 1978 decreta que “la

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tenencia de la tierra es un problema secundario” y que la solución no está en repartir la tierra sino los productos. En el segundo in-forme presidencial la decisión histórica de acabar con la reforma agraria de manera definitiva cobra su expresión más acabada: “Hay que liquidar el reparto de una vez por todas [..] Millones de mexicanos que tienen vocación y voluntad de cultivar la tierra, no la tendrán…”.

Poco después de presentar su programa global, Rojo Lugo, responsable de liquidar el rezago agrario, y con ello terminar el enojoso problema de la tenencia de la tierra, hace una serie de declaraciones derrotistas: “La Reforma Agraria está entrampada […] la SRA ha trabajado fuera de la realidad […] hay 170 mil acciones agrarias sin ejecutar [...] no es posible salvar los proble-mas de tenencia a corto plazo”. Tres meses después renuncia a su cargo, propiciando con esto la última vuelta de tuerca del viraje antiagrarista del régimen. En junio de 1978 es nombrado nuevo secretario de la Reforma Agraria, Antonio Toledo Corro, expresi-dente de la Cámara de Comercio de Mazatlán, exdelegado de la Asociación Ganadera del Sur de Sinaloa, representante en Méxi-co de la John Deere, latifundista dueño de cinco mil hectáreas y personero del grupo Corerepe que aglutina a lo más granado de la burguesía agraria sinaloense.

“Se acabó, es el fin, el campesino que pase bajo mi régimen que abandone toda esperanza”, parecen decir todos los voceros de la política agraria lopezportillista, pero a la vez tienen que reco-nocer la existencia de 64 mil solicitudes de tierra y 17 millones de hectáreas con resoluciones presidenciales de dotación sin ejecutar y, sobre todo, tienen que reconocer la existencia de un movimiento campesino que continúa.

Ciertamente la oligarquía rural celebra su triunfo sobre las ve-leidades populista de Echeverría y cobra venganza sobre los adali-des caídos, pero la confrontación con el movimiento campesino está lejos de haberse resuelto.

Forzar el exilio de Echeverría y Gómez Villanueva o el en-carcelamiento de Félix Barra resultó fácil, y el frágil Pacto de Ocampo se desmoronó solo; cobrarse las expropiaciones de Sonora a precio de oro y todavía exigir disculpas fue cuestión de trámite. Uno tras otro, todos los gobernadores fueron jurando obediencia y ofreciendo plenas garantías a los latifundistas. Finalmente, y para mayor seguridad, un terrateniente fue nombrado secretario

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de la Reforma Agraria. Pero ni Gómez Villanueva había sido el Emiliano Zapata de los años setenta, ni el Pacto de Ocampo era la organización de los campesinos, ni la Ley Federal de Reforma Agraria o la Constitución son, en cuanto tales, las banderas de los explotados del campo, de modo que los golpes de la oligarquía rural, con ser espectaculares, resultan, sin embargo, periféricos al movimiento campesino.

Perseverancia campesina y represión generalizada

Menos glamorosa, satanizada por muchos de los que pocos años antes la justificaban, velada otra vez por los medios masivos de comunicación, la lucha campesina continúa, y al desaparecer los estrechos márgenes de institucionalización que se abrieron en el sexenio echeverrista, cobra su verdadero nivel como un movimiento disperso y subterráneo pero a la vez persistente e irreductible.

El desmantelamiento del agrarismo hecho gobierno se topó con resistencias internas pero, sobre todo, tropezó con la testarudez de un movimiento campesino que se negaba a reconocer el “agota-miento de las tierras susceptibles de reparto” y en lugar de creer en las estadísticas se empeñaba en confiar en lo que veía con sus propios ojos.

La lucha por la tierra no terminó en noviembre de 1976. En los últimos años setenta el movimiento se mantuvo en ascenso aunque con flujos y reflujos regionales. La diferencia fundamental radicó en que en ese sexenio se enfrentó a una represión más intensa aún que en el anterior y en que la capacidad de manipulación de las or-ganizaciones oficialistas tradicionales disminuyó.

Las tomas de las oficinas de la SRA fueron drásticamente des-autorizadas, pero de 1977 a 1979 los campesinos tomaron masiva-mente las delegaciones de la SRA en Hidalgo, Durango, Puebla, Jalisco, Morelos, Nayarit, Oaxaca, Sinaloa, San Luis Potosí, Vera-cruz, Zacatecas, Tamaulipas y Chihuahua, y las propias oficinas centrales en la capital de la República fueron ocupadas en tres oca-siones por campesinos de Hidalgo, Durango y Oaxaca.

Las marchas locales o a la ciudad de México se mantuvieron: en 1977 la UGOCM organiza una caminata de dos mil campesi-nos para denunciar la política antiagrarista del régimen, la Unión Campesina Independiente de Puebla y Veracruz encabeza una marcha al Distrito Federal y también en Veracruz los campesinos

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de Palmarillo realizan una parada en el kilómetro 23 de la carrete-ra a Córdoba.

Pero las satanizadas tomas de tierra siguieron siendo el recurso más generalizado de los solicitantes a quienes el trámite agrario ago-ta la paciencia. En los últimos años setenta se presentan invasiones en Chiapas, Puebla, Hidalgo, Michoacán, Jalisco, Guanajuato, San Luis Potosí, Veracruz, Estado de México, Tlaxcala, Morelos, Tabas-co, Oaxaca, Chihuahua, Zacatecas, Sonora, Sinaloa y Yucatán.

En 1977 destacan las invasiones de tierras en Chiapas, donde finqueros de seis municipios son invadidos por peones acasillados y solicitantes. Interviene el ejército y las guardias blancas y los ocupantes son desalojados. Durante el mismo año, en Puebla, 100 predios, principalmente de la zona norte, son invadidos por los campesinos. En San Luis Potosí hay 12 invasiones, ocho de ellas encabezadas por el Campamento Tierra y Libertad. En Zacatecas el Frente Popular organiza varias tomas de tierra, así como diver-sos actos de masas: mítines con participación estudiantil, tomas de la SRA, etcétera. En Sinaloa se presentan reiteradas ocupacio-nes de predios, sobre todo en la zona norte, que son promovidas por la UGOCM de Horta y la CCI. Ni siquiera el lejano estado de Yucatán, donde el problema principal no es la tenencia de la tie-rra, escapa de las tomas, y campesinos de Temozón invaden 100 hectáreas.

Sin embargo, durante 1977 es en Hidalgo donde la lucha por la tierra cobra un carácter más dramático. Para este año, la Huas-teca hidalguense se transforma en un verdadero campo de batalla: en marzo hay 312 invasiones y pese a los desalojos militares para junio se habla aún de 127 predios ocupados, mientras que en sep-tiembre las invasiones son ya 257 y los campesinos están armados. A fines del año el gobernador Suárez Molina, que cuenta con el apo-yo de la 18 Zona Militar, pide como refuerzo un regimiento de caba-llería y denuncia la invasión de nueve mil hectáreas. A lo largo del año más de 100 campesinos son asesinados por el ejército, la policía y las guardias blancas, y decenas de líderes son encarcelados.

Los únicos datos duros de las tomas de tierras durante 1977 provienen de la poco confiable Confederación Nacional de la Pe-queña Propiedad , que habla de dos mil predios invadidos en el mes de abril.

En 1978 la Huasteca hidalguense sigue siendo la zona donde la situación agraria es más explosiva. Para febrero las hectáreas

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invadidas son ya 11 mil y los campesinos involucrados suman más de siete mil, de modo que la represión sigue en ascenso: en abril es asesinado Pedro Beltrán del Partido Mexicano de los Trabajadores y en mayo cae la lideresa María Teresa Gutiérrez. Sin embargo, para agosto se habla aún de 146 invasiones.

En Sonora la secuela del reparto agrario de 1976 se manifiesta en la lucha de los campesinos del FCI porque no se les respeten a los terratenientes las llamadas “zonas de exclusión”.

En Oaxaca las tomas de tierra cobran auge en octubre, cuando se realizan invasiones sobre 1 800 hectáreas en la zona de Tuxte-pec, y sobre mil hectáreas en el Istmo.

Pero en realidad las tomas se extienden por toda la República: en Colima el Consejo Nacional Cardenista encabeza la ocupación de 288 hectáreas y de las oficinas de la SRA; en Puebla los campesinos invaden 600 hectáreas en Atolpan; en Tlaxcala se ocupan tierras en Xiloxoxtla y en Payuca, municipio de Tlaxco; en Guanajuato la CAM liderea la invasión de más de tres mil hectáreas en Celaya y Apaseo el Alto, etcétera, etcétera. Finalmente, en el año de 1979, la lucha por la tierra se agudiza y las invasiones aumentan.

En ese año, en la Huasteca hidalguense la guerra continúa y se habla de seiscientas invasiones y 12 mil hectáreas tomadas por los campesinos. Sin embargo, otros estados se colocan en primer plano: en San Luis Potosí el Campamento Tierra y Libertad enca-beza la ocupación de 35 predios y se habla de 29 mil hectáreas in-vadidas en los municipios de Santo Domingo y Ramos. En Chiapas se presentan invasiones en Huitiupan, Simojovel y Sabanilla. En la sierra norte de Puebla dos mil comuneros ocupan tres mil hectá-reas. En Sinaloa la Federación de la Pequeña Propiedad denuncia 40 predios invadidos. En Jalisco se registran tomas de tierras en Tecatitlán y Concepción, etcétera, etcétera.

Pero en 1979 lo que llama la atención es la agudización de la lucha campesina en zonas de Tabasco y Chiapas donde la expansión de la explotación petrolera expulsa a los agricultores de sus parcelas, deteriora el medio ecológico y, al generar un abrupto aumento del costo de la vida pone en crisis las raquíticas economías de los traba-jadores rurales. Ante las reiteradas expropiaciones y unas indemni-zaciones que no solo son bajas sino que no se pagan, los campesinos inician, en diciembre de 1978, una serie de movilizaciones contra Pe-mex que consisten en bloqueos o “tapas” para impedir el acceso a los pozos. Para el 8 de febrero de 1979, cinco pozos están bloqueados por

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las “tapas” campesinas y se comenta que las pérdidas son del orden de los 200 millones de pesos; el 16 de febrero otros dos pozos amane-cen bloqueados y Pemex denuncia a los “agitadores profesionales” como causantes del problema. Para fines del mes, tropas de la XXX Zona Militar son acuarteladas en Villahermosa. Tal parece que el boom petrolero, que debía ser la alternativa a la crisis agraria, tiene como uno de sus efectos inmediatos la agudización del conflicto rural y la generación de nuevas formas de lucha campesina.

En esta breve reseña hemos dejado de lado las importantes luchas campesinas por los precios de producción que incluyen a los cafetaleros, los cultivadores de tabaco, los productores de ajonjolí de Guerrero, los henequeneros, etcétera, y tampoco hemos, incluido los combates por la democracia municipal que tuvieron gran impor-tancia en Morelos, Chiapas, Yucatán, etcétera. Sin embargo, cree-mos que lo descrito es suficiente para constatar la persistencia y continuidad de la lucha social de los trabajadores del campo.

Pero el avance del movimiento campesino en los últimos se-tenta no fue solo social, hay también muestras de una cierta ma-duración política. En particular destaca una clara tendencia hacia una unidad nacional que rompa el tradicional aislamiento de las organizaciones regionales. Se trata, además, de la búsqueda de una unidad en torno a planteamientos políticos y no solo del apoyo soli-dario en aspectos reivindicativos, y, lo que es más importante, las tendencias a la unificación ponen por delante no solo la indepen-dencia con respecto al Estado y las organizaciones oficialistas tra-dicionales, sino una clara definición contra la política antiagrarista que define al régimen lopezportillista.

Ciertamente esta tendencia a la unidad política en una orga-nización campesina nacional independiente y opuesta al Estado no cobra fácilmente formas orgánicas estables; sin embargo, hay múlti-ples síntomas de que se trata de una necesidad de base y que se ma-nifiesta en una serie de actos unitarios cada vez más importantes.

Este avance social y político del movimiento campesino es el contexto en el que se dio el radical viraje antiagrarista del lopez-portillismo. La intransigencia frente a la lucha por la tierra, los esfuerzos por desmantelar el aparato agrarista del Estado y los rei-terados anuncios del fin del reparto agrario, se toparon con un mo-vimiento campesino que no aceptó, que no podía aceptar, las nue-vas reglas del juego. El resultado fue una política agraria basada cada vez más en la represión.

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Documentar la represión en el campo durante los últimos años setenta es una tarea inagotable, pero de alguna manera hay que dramatizar el costo que pagaron los campesinos por el desmante-lamiento, a sangre y fuego, de los escasos márgenes de negociación que les había dejado el régimen anterior. Describiremos pues al-gunas de las acciones del ejército, la policía y las guardias blancas en los primeros 12 meses de la avalancha represiva que siguió al cambio de régimen.

En lo esencial las acciones tendientes a “desalentar” las tomas de tierra y “disuadir” a los campesinos pueden resumirse en: des-alojos militares de pueblos establecidos en tierras ocupadas que, frecuentemente, son también arrasados y quemados; asesinatos de campesinos por guardias blancas, judiciales o ejército; y detencio-nes (individuales o masivas) en su modalidad “legal” o por vía del secuestro.

En diciembre de 1976 el lopezportillismo se inaugura con des-alojos en Guanajuato, Durango, San Luis Potosí, Sonora y Sinaloa; en el mismo mes hay detenciones de campesinos en Morelos y San Luis Potosí.

En enero de 1977 hay desalojos en Baja California, donde un pueblo es arrasado, y también en Jalisco, donde incendian un pobla-do. Se registran asesinatos en Hidalgo y Veracruz, y las detenciones son en Oaxaca y Baja California, donde se apresa a 35 campesinos.

En febrero hay desalojos en Guanajuato, 10 campesinos asesi-nados en Oaxaca, dos en Veracruz, y ocho presos en Hidalgo.

En marzo hay desalojos en Guanajuato e Hidalgo. En San Juan Lalana, Oaxaca, veintinueve campesinos son asesinados. En Veracruz un grupo es ametrallado por guardias blancas en presen-cia del ejército con saldo de seis muertos y 10 heridos. En Jalisco un campesino es asesinado, y los presos son 30 en Veracruz, tres en Yucatán y dos dirigentes secuestrados en Sonora.

En abril hay nueve desalojos en Puebla, con destrucción de los poblados, y uno en Tamaulipas. Los presos son 50 en Sonora y 19 en Tamaulipas. No se registran muertos.

En mayo, desalojos en Zacatecas, Tamaulipas, Guanajuato y Sonora. Cinco muertos y tres heridos en Hidalgo. Un dirigente ase-sinado en Jalisco por encabezar una invasión. En Chihuahua vein-ticinco presos, dos en Guanajuato y uno en Sonora.

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En junio, pueblos desalojados y destruidos en Colima y Chihu-ahua y uno, solamente desalojado, en Morelos. Los asesinatos son seis en Jalisco y uno en Hidalgo. No hay detenciones.

En julio, desalojos en Zacatecas y San Luis Potosí, con saldo de cuatro presos.

En agosto, desalojos en el estado de México y un campesino asesinado en Oaxaca.

En septiembre, dos desalojos en Morelos, dos en Oaxaca y uno en Puebla, en este último hay tres campesinos muertos y seis dete-nidos. En Veracruz hay dos detenidos más.

En octubre se registran dos pueblos desalojados y destruidos en Veracruz con saldo de campesinos presos; un poblado destruido en Puebla, con 30 detenidos; otro en Michoacán, con 10 presos, y otro más, desalojado y destruido, en Coahuila. Además, hay 12 diri-gentes presos en Hidalgo.

Finalmente en noviembre solo se registran desalojos, pero son abundantes: 12 en Sinaloa, uno en Puebla, otro en Veracruz, con destrucción del poblado, y otro más en Colima también con el pue-blo destruido.

Esto es solo lo que registraron los periódicos, y apenas en los primeros 12 meses del sexenio. En lo tocante a la represión, las es-tadísticas son frías y desagradables, pero Sergio Alcántara3 se tomó la molestia de realizar algunos cálculos que pueden resultar ilustra-tivos: en 1977 los periódicos registran 244 detenciones de campesi-nos, número un poco superior al de 1976 en que fueron 238, pero el número de asesinatos se triplicó con respecto al año anterior al pasar de 81 a 242; el promedio mensual de asesinatos en 1976 no fue gran cosa, solamente siete, pero en 1978 ya pesaron un poco más, pues fueron asesinados, en promedio, 20 campesinos cada mes.

El drástico proceso antiagrarista de los primeros dos años del sexenio estaba conduciendo a una guerra rural de impredecibles consecuencias y para 1978 el régimen se ve obligado a matizar al-gunos aspectos de su proyecto agrario.

La continuidad y virulencia del movimiento campesino; la cri-sis de los aparatos de control, manifiesta en la quiebra del Pacto de Ocampo; la apatía de la CNC; los chantajes de la CAM; las es-cisiones de la UGOCM; la extralimitación del antiagrarismo, que llega al extremo de que líderes de la CTM pidan la privatización

3 Sergio Alcántara, “La capacidad de respuesta del campesinado mexicano”, mimeo.

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de las tierras ejidales; y finalmente las propias contradicciones in-ternas del Estado, obligan al régimen lopezportillista a emprender una cierta rectificación. Ya no se trata de acabar de inmediato con el agrarismo sino de crear las condiciones ideológicas, políticas y administrativas para liquidar la reforma agraria en su modalidad redistributiva en un plazo que primero se fija en 1980 y posterior-mente se extiende hasta 1982. López Portillo renuncia al intento de pasar a la historia como el primer presidente posrevolucionario postagrarista y ahora busca reforzar su imagen como el último pre-sidente agrarista.

Todavía en junio de 1978 López Portillo declara que el reparto agrario es un “coqueteo con la demagogia”; pero en agosto, poco an-tes del informe presidencial y coincidiendo con que la CNC cumple 40 años y realiza un congreso, los representantes agrarios del Es-tado montan un gran espectáculo demagógico en el más puro corte agrarista: el día 9 el mismo Ramírez Mijares que había renunciado a “seguir peleando sobre la tenencia” anuncia que en 30 días serán expropiados latifundios de Gonzalo N. Santos, Robles Martínez y Reyes García por denuncias y estudios de la CNC; el día 12 Gastón Santos recuerda sus días de actor de westerns y asumiendo el papel de villano dice: “Que vengan, los espero”; al día siguiente Mijares se pone el sombrero, las botas y las cananas y declara: “Estaré con los campesinos cuando les entreguen las tierras…”.

Por su parte Toledo Corro, de la SRA, se olvida de que “ya no hay tierras que repartir” y asumiendo el papel de sheriff anuncia que ha recibido instrucción de López Portillo para afectar tierras fue-ra de la ley y que se expropiarán 6 282 hectáreas del latifundio de los Santos, con lo que “se inicia en México un momento histórico”…

Finalmente algunos de los declarados “fuera de la ley” se niegan a representar el papel de villanos y prefieren arrepentir-se a última hora: la familia de Reyes García ofrece donar 20 mil hectáreas.

En total el espectáculo les cuesta a los terratenientes la ex-propiación de 30 mil hectáreas, aproximadamente el 0.5% de las tierras que los latifundistas detentan ilegalmente, pero además el fondo del asunto es un convenio, previamente negociado, entre el Estado y los ganaderos.

Desde 1977 la Confederación Nacional Ganadera había estado pidiendo cambios en el artículo 27 constitucional en el sentido de lograr una plena seguridad en la tenencia y la autorización para

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dar uso agrícola a sus latifundios. El gobierno cede a las presiones y se acuerda una modalidad: se redefinirán los índices de agosta-dero y sobre esta base se establecerán los nuevos límites de la pro-piedad ganadera a la que se otorgarán “Certificados Definitivos de Inafectabilidad Agraria”. Esto significa que a cambio de pequeños recortes en sus grandes propiedades, los ganaderos habrán logrado salvar los obstáculos constitucionales al latifundio y obtendrán ple-nas garantías sobre miles de hectáreas a las que podrán dar el uso que más les convenga. En resumen, se están creando las condicio-nes para legalizar el latifundio.

Durante el régimen de López Portillo, en suma, el Estado mexicano se prepara para renunciar a la base de su legitimidad con los campesinos pobres y sin tierra, que hasta ahora había radicado en su función como regulador de la tenencia, y quedarse únicamen-te con la base de apoyo que proviene de sus funciones económicas en el sector ejidal de producción más o menos moderna.

Pero lo más grave de esta decisión es que el Estado está re-nunciando a su capacidad de negociación política frente a un pro-blema social cuyas raíces son estructurales y para el cual no hay solución: la existencia de una enorme masa de campesinos pobres y sin tierra cuya reproducción no puede ser asumida por el sistema por la vía del trabajo asalariado. Este sector, cada vez más numero-so, presiona sobre la tierra porque no tiene otra alternativa viable y el sistema tampoco puede ofrecérsela.

En un país periférico como México, el desarrollo del capita-lismo dependiente no conduce nunca a la plena consolidación de relaciones de producción rurales directamente capitalistas, y la contradicción entre los campesinos y el capital territorializado se reproduce paralelamente con la contradicción proletariado agrí-cola-burguesía rural que, ciertamente, también se desarrolla. El agrarismo institucional, como parte de una reforma agraria perma-nente, fue la forma en que por más de 50 años el Estado mexicano intervino como mediador en esta contradicción.

Durante el periodo en que el capitalismo mexicano logró desa-rrollarse sin agudizar demasiado este conflicto, el apoyo real a la agricultura empresarial y a los terratenientes fue compatible con la manipulación “agrarista” del campesinado; pero cuando la vía de desarrollo se agota y se exacerban las contradicciones, el Estado como mediador y el populismo agrarista dejan de ser viables. Al parecer, en los años setenta se llega a esta coyuntura.

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No tanto lo duro como lo tupido

Vista en su conjunto, la década de los setenta se muestra como un prolongado periodo de agudización y generalización de la lucha de clases rural, en el que no destaca tanto lo acérrimo del conflicto como su notable persistencia. Aun reconociendo las evidentes fluc-tuaciones, tanto nacionales como regionales, el hecho es que la mo-vilización de los trabajadores del campo se mantuvo, durante más de 10 años, sin reflujos drásticos ni descensos definitivos. Los re-pliegues del movimiento en su conjunto, o de uno u otro contingen-te campesino, fueron frecuentes, pero por lo general no derivaron en desbandada social ni en dispersión organizativa.

Al contrario: el claro endurecimiento de la política agraria del Estado en los últimos años de esa década, su creciente renuncia a propiciar soluciones negociadas y el cierre de casi todos los espacios democráticos rurales, han sido paralelos a la extensión, el forta-lecimiento orgánico y la radicalización política de las organizacio-nes campesinas independientes. A principios de los años ochenta soplaban fuertes vientos anticampesinos y la renuncia del Estado al agrarismo parecía ser definitiva, pero al mismo tiempo las orga-nizaciones rurales independientes cobraron una presencia social y política sin paralelo en los 50 años anteriores.

Este proceso organizativo, relativamente joven, enfrentó serias dificultades y no se consolidó plenamente; sin embargo, su perseve-rancia y su notable capacidad para resistir con éxito circunstan-cias económicas y políticas hostiles, lo definen como un fenómeno que rebasa con mucho lo coyuntural. Y es que el creciente fortale-cimiento de las organizaciones campesinas independientes durante los años ochenta responde a una racionalidad de largo plazo y tiene raíces profundas.

De hecho, los años setenta son, en muchos sentidos, una déca-da de ruptura. En cuanto al ámbito rural, durante esos años parece clausurarse de una vez por todas un largo ciclo histórico: termina la época del agrarismo institucional, y sus banderas, actualizadas, pasan a manos del movimiento campesino independiente. Pero el fin del agrarismo de Estado nos remite a sus causas estructurales: el agotamiento del modelo de desarrollo agropecuario seguido du-rante más de 40 años.

La crisis agrícola de producción –que a principios de los seten-ta deviene también social y política– no solamente no se atenúa con

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el paso de los años, sino que a mediados de la década se generaliza y amenaza con devenir crónica. Y esta crisis, que anuncia el agota-miento de una vía de desarrollo agropecuario, también cuestiona, por su base, las relaciones entre el Estado mexicano y las clases rurales.

Si la consolidación burguesa de la revolución de 1910-1917 era incompatible con una reforma agraria radical y democrática, tam-poco podía sostenerse renunciando por completo al reparto terri-torial; la única opción viable era una reforma agraria, más o me-nos moderada y conciliadora, pero permanente. Durante más de 50 años la regulación discrecional de la tenencia de la tierra fue la herramienta privilegiada del Estado mexicano para mediar en los conflictos rurales y ordenar el desarrollo agropecuario. Pero todo por servir se acaba. A medio siglo de distancia el agrarismo como atribución del Estado perdió filo y resultó impotente, tanto para someter a una nueva y poderosa burguesía agraria, como para do-mesticar a un movimiento campesino cada vez más enconado.

A mediados de los años setenta el agrarismo hecho gobierno entona su canto de cisne; son los años del efímero “neozapatismo” echeverrista. Después, todo son estertores. La agonía de una prác-tica casi sexagenaria, que ha cristalizado en decenas de aparatos de Estado y una intrincada red de intereses, resultó prolongada y dolorosa. El anuncio de la superación del llamado “rezago agrario”, y con ello la supuesta regulación definitiva de la tenencia de la tie-rra, equivalía a un acta de defunción que se pospone una y otra vez. Pero no había que hacerse ilusiones, estábamos ante un diagnósti-co definitivo: el viejo agrarismo de Estado, aquejado de populismo crónico e incurable, estaba condenado.

En aquellos días, el Estado mexicano inició el desmantela-miento del agrarismo institucional, base de su legitimidad histó-rica ante los campesinos pobres y sin tierra. Pero al mismo tiempo extendió y profundizó notablemente su inserción económica en la esfera agropecuaria; particularmente en el sector ejidal de media-no y alto potencial productivo. En este periodo se multiplicaron las obras de infraestructura construidas y controladas por el Estado, se extendieron el crédito y el seguro agrícola, se amplió la red de comercialización oficial, creció la intervención estatal en el fomento y manejo de la agroindustria, se multiplicaron las agencias de pro-moción y asesoría.

En este proceso los campesinos medios y muchos campesinos pobres fueron dependiendo, cada vez más, de los recursos económi-

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cos, técnicos y administrativos de origen oficial. Y con ello tuvieron que reconocer al Estado como fuente irrenunciable de recursos pro-ductivos. Así, al tiempo que se replegaba en sus funciones regulado-ras de la tenencia de la tierra, el Estado avanzaba en su inserción económica rural, y si bien perdía legitimidad agraria, reforzaba su legitimidad agrícola.

Pero de la misma manera que reconocer al Estado como ejecu-tor del reparto agrario no significó necesariamente sumisión cam-pesina, admitirlo como proveedor de recursos económicos no condu-jo forzosamente a la subordinación de los productores. Un número cada vez mayor de pequeños y medianos campesinos tuvieron que negociar con el Estado las condiciones de su producción, pero esta negociación fue siempre conflictiva, pues el Estado es un interlocu-tor difícil, y el resultado del regateo depende siempre de la correla-ción de fuerzas.

Es en este contexto de crisis estructural y redefinición agraria del Estado mexicano que se ubica el ascenso social y político del movimiento campesino en los años ochenta. Su amplio despliegue social, su sorprendente continuidad y la radicalidad e independen-cia de sus organizaciones, fueron la respuesta campesina al reto combinado de la profunda crisis rural y la drástica definición an-tiagrarista del Estado.

En la medida en que el estrangulamiento económico de la agri-cultura no se remonta y la miseria de los trabajadores rurales no encuentra salidas ni en la pequeña producción, ni en el trabajo a jornal, ni en la combinación de ambas estrategias de supervivencia, el movimiento campesino no puede darse el lujo de arriar sus ban-deras y desmovilizarse. En este sentido la continuidad de la lucha campesina es consustancial a la prolongación de la crisis agrícola.

Por otra parte, en la medida en que el Estado se orienta deci-didamente hacia salidas anticampesinas y se muestra intransigen-te ante las demandas de los trabajadores rurales, el movimiento campesino no tiene otra opción que acendrar su independencia y profundizar sus posiciones políticas. Desde esta perspectiva la ra-dicalización de la lucha campesina es correlativa al endurecimien-to de la política agraria oficial.

Pero si la tendencia general del movimiento campesino de los años setenta resulta clara, su curso social es sinuoso como pocos: hay periodos de ascenso y épocas de reflujo, además de que estos avances y retrocesos son distintos para cada frente de lucha, se ex-

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presan en múltiples formas organizativas y por lo general difieren de región a región. Tentativamente y para fines analíticos podría-mos identificar tres etapas, que se diferencian tanto por la política agraria del Estado como por el curso del movimiento campesino:

El periodo que va de 1970 a 1973 se caracteriza por una • agudización acelerada de los conflictos rurales, acuciados por la crisis agraria y exacerbados por la represión. La creciente movilización campesina se desarrolla en todos los frentes; principalmente el de la lucha por la tierra y el del combate por los precios, pues durante los tres prime-ros años de la década el echeverrismo no define opciones políticas, ni en lo referente a la tenencia de la tierra ni en lo tocante a la producción, y recurre sistemáticamente a la violencia ante las demandas campesinas. En esta etapa el movimiento es básicamente espontáneo, pues la indefi-nición del Estado desarma a las centrales oficialistas, que pierden su ya escasa credibilidad, y por el momento aún no surgen opciones organizativas independientes.De 1973 a 1976 la crisis agraria se mantiene y el movi-• miento campesino sigue extendiéndose, pero su generali-zación se ve ahora alentada por una posición oficial más flexible que ofrece soluciones negociadas. La política de precios y los apoyos al sector ejidal atenúan ligeramen-te las tensiones en el terreno de la producción, pero en el frente de lucha por la tierra la apertura agrarista, le-jos de disminuir la presión, propicia la generalización de los combates por la tenencia, y la demanda territorial se transforma en el frente más dinámico y generalizado del movimiento campesino. El impulso al reparto agrario favorece a las organizaciones oficialistas, que incluso lo-gran una efímera coordinación con el Pacto de Ocampo, pero también recupera su dinamismo la CCI de Danzós –transformada posteriormente en CIOAC– y se constitu-yen numerosas organizaciones independientes.De 1977 hasta el fin de la década, el cambio del régimen • conlleva un drástico viraje anticampesino, los espacios de negociación se cierran y la secuela represiva frena el hasta entonces impetuoso ascenso de la lucha rural. En lo refe-rente a la tenencia de la tierra, el nuevo gobierno es in-

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transigente y, si bien no logra desmantelar este frente de lucha, sí lo bloquea. Con esto queda sin sustento el Pacto de Ocampo y las organizaciones oficialistas, de nuevo de-bilitadas, se dispersan; pero también las organizaciones independientes se ven obligadas a replegarse y en este pro-ceso algunos núcleos regionales se desintegran. Sin embar-go, la mayoría logra combinar el repliegue táctico con un avance político al constituir un amplio frente: la Coordina-dora Nacional Plan de Ayala (CNPA). Pero no en todas las vertientes del movimiento hay repliegue; mientras la lucha por la tierra es frenada, el combate por la producción se ge-neraliza. Ante una crisis agrícola persistente y una política oficial productivista, surgen organizaciones independientes de pequeños productores que logran consolidarse sin endu-recerse políticamente, en la medida en que su relación con el Estado es conflictiva, pero menos antagónica que la de quienes demandan la tierra.

Los herederos de zapata

Pese a que entra en escena a fines de los años setenta, la CNPA es la experiencia organizativa rural más significativa de la déca-da, pues en ella culmina y cristaliza el largo proceso de ascenso y estabilización del movimiento campesino mexicano de los 10 años anteriores.

La CNPA, que aparece después de los combates rurales más espectaculares y exitosos y en cuya trayectoria no hay grandes avances reivindicativos, es, sin embargo, la expresión más nítida del irreconciliable antagonismo que separa a un Estado cada vez más despojado de sus ropajes reformistas y una masa de trabajado-res rurales que ya no encuentra salida a sus demandas en el agra-rismo institucional. En este sentido la CNPA es la manifestación más acabada del agotamiento definitivo de la reforma agraria como fuente de legitimidad campesina del Estado posrevolucionario, y es también la más clara encarnación de la independencia social y polí-tica reclamada por la lucha de los trabajadores rurales.

La CNPA no fue la mayor organización campesina del país, ni la única organización rural independiente, pero constituye una experiencia privilegiada para comprender la naturaleza del movi-miento campesino mexicano en las décadas de los setenta y ochen-

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ta. La coordinadora tuvo una indudable presencia rural y en su despegue fue socialmente importante, pero aun si su peso hubiera sido menor valdría la pena reconstruir su sintomática y, a veces, simbólica trayectoria.

En 1979 se cumplían 100 años del nacimiento de Zapata. El gobierno de López Portillo había anunciado la clausura del repar-to agrario para 1982 y numerosas organizaciones campesinas re-gionales vivían el fin del agrarismo hecho gobierno en medio de la más feroz represión. En esta coyuntura uno de los hijos de Zapata, Mateo Emiliano, convoca a un Congreso Nacional Campesino en Cuautla, Morelos.

La asistencia al acto es sorprendente por su amplitud, pero sobre todo por su heterogeneidad: están ahí las organizaciones go-biernistas de rigor, pero al llamado zapatista concurren también numerosas agrupaciones independientes como la Unión de Co-muneros Emiliano Zapata de Michoacán; la Unión Campesina In-dependiente, de Veracruz; los Comuneros Organizados, de Milpa Alta, entre otros. El acto es oficialista y asisten a la clausura el se-cretario de la Reforma Agraria, Toledo Corro, y el propio presidente de la República. Inesperadamente, los funcionarios son abucheados y es sintomático que a las primeras voces independientes pronto se una el amplio coro de los acarreados. A medio siglo de su muer-te, Zapata gana una nueva batalla, al congregar a los contingentes campesinos más diversos y unificarlos en una protesta inesperada y multitudinaria.

Pero en Cuautla no están todos los que son y, sobre todo, mu-chos de los que están definitivamente no son, de modo que una parte de las organizaciones allí reunidas decide convocar a un en-cuentro campesino más homogéneo y representativo. El resultado de esta iniciativa es el Primer Encuentro Nacional de Organiza-ciones Campesinas Independientes que tiene lugar entre el 12 y el 14 de octubre en la comunidad de Milpa Alta, Distrito Federal, y en el que se constituye formalmente la CNPA, con la asistencia de representantes de más de 60 organizaciones campesinas y en una reunión de masas que inaugura el estilo participativo y basista que, de ahí en adelante, caracterizará a las actividades colectivas de la Coordinadora.

El encuentro y los acuerdos de Milpa Alta no solo represen-tan un pacto entre organizaciones independientes; también cons-tituyen un radical deslinde político con respecto al Estado y las or-

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ganizaciones oficialistas. Y lo más significativo es que la primera declaración de la CNPA refleja, en lo sustancial, las posiciones y experiencias de las bases organizadas; su radicalidad no es doctri-naria y puramente verbal, sino que está legitimada por los asis-tentes. Además en Milpa Alta se acuerda una primera acción de la CNPA que no podía ser más certera y significativa: impedir que los restos de Zapata sean trasladados al Monumento de la Revolución, donde descansarían junto a los de Carranza y Obregón, que fueron los victimarios del líder. Con este acuerdo la CNPA inaugura una política que la definirá en los años siguientes: impedir mediante la movilización y la lucha que los gobiernos en turno consumen su pretensión confesa de clausurar simbólica, administrativa y políti-camente una reforma agraria sexagenaria pero inconclusa.

Durante el primer encuentro y en los meses siguientes la CNPA se depura. En un primer momento se incorporan al pacto de unidad una serie de organizaciones formalmente independientes pero cuya práctica se mantiene dentro de los esquemas tradicionales del agra-rismo oficialista: manejo de influencias y compromisos políticos con el Estado al margen de las bases, manipulación de las luchas, etcé-tera. El Consejo Nacional Cardenista, con bases en Colima, Jalisco y Guanajuato; el Movimiento Nacional Plan de Ayala, que, pese a su nombre, solo actúa en Morelos y encabeza Mateo Zapata, y una fracción del Consejo Nacional de Pueblos Indígenas, intentan prime-ro entibiar los planteamientos políticos de la CNPA, y finalmente la abandonan pues estiman que las radicales posiciones de la Coordi-nadora podrían deteriorar sus relaciones con el Estado. También se apartan de la CNPA la CIOAC y la Coalición de Ejidos Colectivos de los Valles del Yaqui y del Mayo, que habían participado en el en-cuentro de Milpa Alta. En este alejamiento operan factores distintos de los que mueven a los oficialistas: la CIOAC parece subestimar, en un primer momento, la importancia del nuevo proceso organizativo y pretende ser reconocida como organización histórica y nacional sin haberse ganado este lugar ante las bases de los otros agrupamientos; en cuanto a la Coalición, independientemente de posibles diferencias políticas, influyen en su distanciamiento las diferencias objetivas que provienen de su ubicación en la lucha por la producción, frente a una mayoría de organizaciones coordinadas cuyas principales demandas se refieren a la tenencia de la tierra.

Esta depuración, y la naturaleza de las organizaciones que a fin de cuentas constituyen la CNPA, no son casuales; se manifies-

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ta en ellas una profunda racionalidad social. La nueva organiza-ción expresa la urgencia objetiva de coordinación entre una serie de agrupaciones campesinas regionales, cuyo eje es la lucha por la tierra y que están en repliegue, forzadas por una represión genera-lizada que amenaza con extinguirlas.

A fines de los años setenta el movimiento campesino, y en particular los destacamentos enfrascados en el combate territo-rial, vivían una etapa de reflujo y potencial desbandada, que solo podía superarse con relativo éxito mediante una coordinación que modificara a su favor la desproporcionada correlación de fuerzas que enfrentaban por separado. Quienes no se encontraban en este predicamento, o pretendían evadirlo mediante compromisos con el Estado, podían estar de acuerdo proclamativamente con la unidad, pero esta no era para ellos una necesidad vital; y, en definitiva, la CNPA se constituyó con quienes dependían de la coordinación para sobrevivir y avanzar políticamente.

La CNPA no podía conformarse con una coordinación de cúpu-la, y la solidaridad y acción conjunta por la base no se logran por decreto, mucho menos en un movimiento tan disperso y heterogéneo como el campesino, de modo que una de las primeras actividades de la Coordinadora fue impulsar la intensificación de los contactos y la convergencia entre las bases, lo que, de paso, creó un contexto favora-ble para la siempre conflictiva interacción política de los dirigentes.

En sus primeros dos años de vida la CNPA organiza tres En-cuentros Campesinos Nacionales con miles de participantes. El pri-mero, ya mencionado, en Milpa Alta; el segundo en Santa Fe de La Laguna, Michoacán, y el tercero en Vega Chica, Veracruz. Pero además se llevan a cabo decenas de Encuentros Regionales en los que no participan todas las organizaciones miembros de la Coordi-nadora pero que generalmente cuentan con una asistencia masiva. En este periodo se realizan cerca de 20 encuentros regionales en 17 estados de la República, prácticamente un encuentro cada mes. Esta intensa convergencia social, que moviliza a decenas de miles de campesinos, supone difíciles y prolongados desplazamientos y se expresa en más de 65 días de intensos debates multitudinarios, es radicalmente distinta de los tradicionales compromisos de cúpula y constituye la clave de un proceso organizativo que enfrenta con éxito los retos combinados de la dispersión geográfica, la heteroge-neidad social, la disparidad e inexperiencia políticas, la escasez de recursos y, ante todo, la omnipresente y cotidiana represión.

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Al llegar a su tercer encuentro y cumplir dos años de vida la CNPA es una organización más o menos estabilizada de la que for-man parte 12 agrupaciones regionales y que tiene presencia en más de 15 estados de la República. En este sentido, el balance puede ser optimista, pero desde otro punto de vista los resultados son insa-tisfactorios, pues las demandas de las organizaciones coordinadas prácticamente no han avanzado. El trámite agrario sigue estanca-do y cuando las autoridades mueven los expedientes es para formu-lar fallos negativos. Y lo más alarmante es que el Estado siembra por todas partes banderas blancas, anunciando la “regularización de la tenencia de la tierra”, y ratifica insistentemente su decisión de clausurar el reparto agrario en un plazo peligrosamente corto; primero en 1980 y después para e1 fin del sexenio lopezportillista.

Al terminar la década de los setenta resulta claro que la in-transigencia agraria del Estado no puede enfrentarse solamente con trámites conjuntos y movilizaciones locales. En última instan-cia el problema es político y no solamente reivindicativo, y hay que enfrentarlo con acciones también políticas, además de coordinadas y nacionales. El 12 de mayo de 1981 la CNPA organiza una ma-nifestación en la ciudad de México en la que participan cinco mil campesinos provenientes de 315 comunidades repartidas en 18 es-tados de la República. A la marcha campesina se suman una movi-lización de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educa-ción (CNTE) y otros contingentes solidarios hasta alcanzar un total de más de 20 mil personas.

Los cinco mil campesinos que marchan unas cuantas horas en la ciudad de México representan a muchísimos más que permanecie-ron en sus comunidades, y su corto despliegue en el Distrito Federal es la culminación de semanas de movilización y recorridos de miles de kilómetros, de modo que la manifestación refleja una decisión po-lítica profunda y una fuerza social considerable. Por otra parte, la alianza coyuntural con la CNTE es también significativa, pues la ac-ción conjunta de las coordinadoras se apoya en el ascenso paralelo de la lucha de diferentes sectores populares y expresa la convergencia objetiva de las organizaciones sociales independientes.

La marcha arroja, en general, un saldo positivo. En relación con la lucha reivindicativa se logra que la SRA reconozca a la CNPA como interlocutor, y a partir de ese momento la Coordina-dora dispone por derecho propio de una audiencia mensual con las autoridades agrarias. Pero el avance más importante es de carácter

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político: la movilización nacional, asociada a la persistencia de las luchas regionales y a una fuerte campaña de opinión pública, co-labora decisivamente a bloquear los intentos gubernamentales de dar por terminado el reparto agrario en un plazo corto. La marcha de mayo no es más que una parte de la movilización rural, pero dramatiza, en el corazón político del país, el enérgico rechazo cam-pesino a la política antiagrarista del Estado, y en la práctica el go-bierno de López Portillo se ve obligado a abandonar el proyecto de declarar cancelado el reparto agrario en su sexenio.

Pero si bien el reparto agrario no se suprime formalmente y los campesinos logran mantener abierto el espacio político para sus de-mandas territoriales, en los hechos los expedientes siguen bloquea-dos y, pese a las audiencias, la lucha reivindicativa avanza a paso de tortuga. Y lo peor del caso es que la CNPA ha mostrado su fuer-za y en los meses siguientes se concentra sobre ella la represión. De marzo a julio de 1981 son asesinados 11 campesinos miembros de la Coordinadora en Chiapas, Veracruz y Chihuahua, y más de 30 se encuentran en las cárceles de siete estados de la República. La lucha contra la represión es la otra cara del combate por la tierra y la CNPA tiene que asumirla. En julio de 1981 la Coordinadora, con el apoyo del Frente Nacional Contra la Represión, inicia una jornada de rechazo a la violencia anticampesina que tiene como eje la huelga de hambre de 31 campesinos presos.

En un primer momento se impone la lógica de la intransigencia y el principio de autoridad. El Estado responde con más represión a la lucha contra la represión: otros seis campesinos son asesinados en Tlacolula, ocho más son detenidos en la Huasteca hidalguense y los presos de Chiapas, en huelga de hambre, son golpeados e inco-municados. Pero la protesta se intensifica y finalmente el gobier-no tiene que abrir negociaciones. Entre agosto de 1981 y marzo de 1982 cerca de 40 campesinos presos son excarcelados.

En agosto de 1981 la CNPA realiza su IV Encuentro Nacio-nal Campesino en Juchitán, Oaxaca, donde comienza a discutirse el Programa de Acción y la Declaración de Principios; y en junio de 1982 se lleva a cabo una segunda marcha en la ciudad de México que también moviliza a unos cinco mil campesinos pero en la que ya no participan los maestros de la CNTE y resulta, por ello, menos concurrida que la anterior.

En julio de 1982 la CNPA organiza en Venustiano Carranza, Chiapas, el V Encuentro Nacional Campesino. En esta reunión se

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aprueban la Declaración de Principios y los Estatutos, y poco des-pués, en una asamblea plenaria, se define el Programa de Acción de la Coordinadora. A los pocos meses, en enero de 1983, la CNPA realiza su Primer Congreso Nacional. Para estas fechas aglutina a 19 organizaciones, sus fuerzas se extienden a 22 estados de la Re-pública y, en cierto modo, al cumplir su tercer año de vida concluye también una primera etapa de su existencia.

Para 1983 la CNPA ha mostrado su viabilidad como coordina-dora campesina nacional, se ha transformado en la organización más representativa de la lucha rural por la tierra y aglutina a la mayor parte de los agrupamientos campesinos regionales enfrasca-dos en este combate y susceptibles de coordinarse nacionalmente. En este sentido, la CNPA, a tres años de su fundación, es una orga-nización social consolidada. Pero en el mismo lapso se ha puesto de manifiesto que la intransigencia agraria del Estado no era coyun-tural y que ni siquiera la unidad y la acción conjunta de numerosas fuerzas campesinas es capaz de arrancarle concesiones sustancia-les. En este sentido, la CNPA se enfrenta a la disyuntiva de conso-lidarse sobre bases fundamentalmente políticas o desaparecer.

En los primeros tres años de la CNPA sus promotores hicie-ron el milagro de cohesionar una coordinadora nacional de masas en condiciones de intransigencia oficial y reflujo campesino. Dado que espontáneamente las bases rurales se movilizan por deman-das inmediatas y si no logran avances reivindicativos sustanciales tienden a dispersarse, resulta evidente que la perseverancia de la CNPA solo se explica por la maduración política de las organiza-ciones coordinadas. Como resultado de las circunstancias hostiles creadas por el endurecimiento del Estado, la CNPA, sin dejar de ser una organización social y reivindicativa, se fue transformando, cada vez más, en un agrupamiento sustentado en bases políticas.

Independientemente de las motivaciones iniciales de sus miembros, la Coordinadora tuvo que superar la lógica inmediatis-ta, que lo subordina todo a la a veces ilusoria conquista de algu-nas demandas, entrando en una dinámica que pone por delante la conservación de la organización independiente y la claridad en las perspectivas estratégicas. En otras palabras; la CNPA se trans-formó en un medio para que los campesinos pudieran recuperar la iniciativa política cuando la intransigencia del Estado los había colocado socialmente a la defensiva y en condiciones de repliegue reivindicativo.

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Paradójicamente, una de las primeras muestras de madurez política de la CNPA fue el reconocimiento de las limitaciones del movimiento campesino por ella representado. Pese a su extensión e importancia la Coordinadora solo aglutinaba una vertiente del combate rural: la lucha por la tierra. En 1983, alrededor del 60% de los núcleos de base de la CNPA eran Comités Particulares Eje-cutivos, es decir, grupos de solicitantes de tierra, mientras que los ejidos y comunidades constituidos solo representaban el 40%. Por otra parte la enorme mayoría de las demandas promovidas por la Coordinadora se referían a la tenencia de la tierra y de los 650 ex-pedientes impulsados en la SRA destacaban, en orden de importan-cia, los referentes a Dotación o Ampliación de Ejido, los que deman-daban la creación de nuevos Centros de Población Ejidal y los que se orientaban a la Restitución o Confirmación y Titulación de Bie-nes Comunales. En este mismo sentido es sintomático que más de la mitad de las organizaciones regionales aglutinadas en la CNPA tuvieran una base predominantemente indígena, y que tres de cada cuatro se ubicaran en el centro, sur y sureste del país. Por todo ello es claro que la CNPA representaba predominantemente al sector más pobre de los trabajadores rurales, y que logró su inserción más profunda en las zonas de estructura agraria tradicional.

Pero si en la CNPA predominaban socialmente las demandas orientadas a la tenencia de la tierra, esto no significa que se hubie-ran soslayado las reivindicaciones referentes a la producción. Des-de 1982 la coordinadora inició negociaciones con la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos, Banrural y Conasupo, y sus demandas programáticas incluyeron las reivindicaciones generales de los trabajadores del campo, referentes tanto a la tenencia de la tierra como a la producción y comercialización y a los derechos de los asalariados rurales.

Así pues, la CNPA reivindicó programáticamente todas las de-mandas de los trabajadores del campo, pero hay que admitir que en las organizaciones por ella coordinadas predominaba el combate territorial. Y esto supone, implícitamente, la apertura hacia otras organizaciones rurales independientes.

Un gran avance político de la Coordinadora fue reconocer que no tenía la exclusividad sobre la organización rural independiente, y asumir en la práctica que el avance del movimiento campesino demanda un gran despliegue de fuerzas que solo puede lograrse a través de la más amplia unidad.

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El ejemplo más claro de esta convicción fue la Marcha Nacio-nal de abril de 1984 y la gran manifestación del día 10 en la ciudad de México.

Las jornadas de abril fueron la expresión más espectacular y dramática de la profunda radicalización social y política que había vivido el movimiento campesino mexicano en los 10 años anteriores.

La punta del iceberg fue una multitudinaria manifestación campesina que culminó con un impresionante mitin en el Zócalo que congregó a cerca de 100 mil personas. Pero estas acciones, que capturaron la atención de los periódicos transmutadas por obra y gracia del amarillismo en “mayúsculo caos vial” y “embote-llamiento del siglo”, constituían el último acto de una acción na-cional, masiva, unitaria y multiforme, que se prolongó por casi tres semanas.

Desde el 26 de marzo las organizaciones de la CNPA comen-zaron a marchar hacia la ciudad de México por rutas que se exten-dían sobre 18 estados de la República; desde Sinaloa hasta Chiapas y desde Guerrero hasta Veracruz. Durante dos semanas los campe-sinos fueron confluyendo en tres grandes columnas que dejaban a su paso una estela de agitación popular. En total nueve capitales estatales se cimbraron al paso de los contingentes campesinos, en el recorrido se realizaron cerca de 40 mítines, y en siete ciudades las movilizaciones rebasaron al millar de asistentes. En Morelia, Michoacán, la marcha congregó a cerca de 10 mil personas.

El día 9 los marchistas llegaron a la periferia del Distrito Fe-deral y el 10, las interminables columnas campesinas penetraron hasta el centro de la ciudad, en una ocupación simbólica que inevi-tablemente remitía a la noche del 24 de noviembre de 1914 en que los campesinos zapatistas ocuparon por vez primera la capital del país. A 70 años de distancia un movimiento, de nueva cuenta dis-tanciado del Estado y en franca rebeldía, llegaba hasta el corazón político del país para ratificar la validez de un Plan de Ayala pro-clamado hasta la saciedad y nunca consumado.

Al atardecer se sumaron a las polvorientas columnas de la CNPA las fuerzas campesinas que la CIOAC y la UGOCM Roja ha-bían concentrado en la ciudad, y a ellas se unieron los contingentes solidarios de la Coordinadora Nacional del Movimiento Urbano Po-pular, la CNTE, la Coordinadora Sindical Nacional, el Frente Na-cional Contra la Represión, los partidos y organizaciones políticas

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de izquierda. A las seis de la tarde el río humano desembocó en el Zócalo y la gran plaza se llenó de sombreros.

Por primera vez, desde que el agrarismo se tornó gobierno, los campesinos de todo el país se congregaban masivamente ante el Palacio Nacional para proclamar su radical rechazo a la política agraria del Estado y con ello su definitiva independencia orgáni-ca y política. Después de casi 70 años de agrarismo institucional las banderas de Zapata regresaban simbólicamente a manos de los campesinos y recuperaban su condición revolucionaria.

Ocho años de política anticampesina y de represión rural du-rante dos gobiernos sucesivos empecinados en cancelar la reforma agraria, no habían logrado desmantelar el testarudo agrarismo, ni mucho menos liquidar al movimiento de los trabajadores del cam-po. El 10 de abril de 1984 un movimiento campesino poderoso y saludablemente unitario ocupó el Zócalo. Pese a la represión y la intransigencia, pese a las voces que proclamaban su extinción, los herederos de Zapata demostraron que seguían ahí, y que, una vez más, venían a contradecir.

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iX. eL movimiento cAmpesino entre dos sigLos

En alguna parte hay todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos; entre nosotros hay Estados. ¿Estado? ¿Qué es esto?Prestadme atención, voy a hablaros de la muerte de los pueblos. El Estado es el más frío de todos los monstruos fríos: miente fríamente, y esta es la mentira que surge de su boca: “Yo, el Estado, soy el pueblo”

Federico Nietzsche, Así hablaba Zaratustra

La ideología del Estado-pueblo representa los ideales de la Revolución, de que es intermediario y portaestan-darte... [Y] un Estado que se identifica, ideológica, real, sentimentalmente con el pueblo no puede encontrar opo-sición sino entre los enemigos del pueblo...

Pablo González Casanova, El Esta-do y los partidos políticos en México

Los rústicos mexicanos del siglo xx se inventaron a sí mismos du-rante la Revolución y luego fueron acogotados corporativamente por el Estado. La tensión entre rebeldía y sometimiento ha pautado su historia.

En la tercera década del siglo pasado, con los grandes actores colectivos erosionados por 10 años de encono, los triunfadores de la revolución refundaron el Estado pero también rehicieron la socie-dad civil. Y aunque con resistencia campesina, la vertical y coer-citiva gestión resultó exitosa. Sus primeros frutos envenenados: la CROM y las Ligas de Comunidades Agrarias, anticiparon lo que en la segunda mitad del siglo conocimos como charrismo: antidemo-cráticos gremios paraestatales alimentados por los cada vez más escasos “logros de la revolución”.

Pocos Estados no policiacos del siglo xx tuvieron tanto poder sobre la sociedad como el mexicano. Fue el nuestro un autócrata benevolente que estructuró de la cúspide a la base a obreros, cam-pesinos, clases medias y empresarios, mediante un implacable sis-

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tema corporativo articulado tanto al gobierno como al PRI: el encar-gado de los ritos comiciales del sistema. Los “sectores” del “partido casi único” fueron pilares político-gremiales de la “revolución hecha gobierno”: el obrero, formado por la CTM y los grandes sindicatos nacionales (petroleros, electricistas, ferrocarrileros, telefonistas, mineros, etcétera); el campesino, compuesto principalmente por la CNC y las Ligas de Comunidades Agrarias; el popular, integrado por empleados, maestros y otras capas medias que se encuadraban en la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP) y, sin ser formalmente sector, también los empresarios, aglutinados en asociaciones, confederaciones y cámaras se alinearon entre las corporaciones de trabajadores. Al control orgánico se agregaba el mando sobre los medios de comunicación masiva y sobre gran parte de la industria cultural. Todo soportado por un vertiginoso sector público de la economía que a principios de los ochenta conforma-ban unos 125 organismos descentralizados y casi 400 empresas de participación estatal que en la industria abarcaban por completo petróleo, electricidad, ferrocarriles, teléfonos, telégrafos y aviación comercial, y parcialmente siderurgia, construcción, transporte pú-blico, industria editorial; en lo rural era pública la producción de fertilizantes, la de semillas y total o parcialmente las agroindus-trias azucarera, tabacalera, cordelera, cafetalera y maderera, ade-más del sistema de acopio, almacenamiento y comercialización de las cosechas; en los servicios a la población el Estado controlaba la mayor parte de la educación, la salud, el abasto en zonas margina-das, la construcción de vivienda popular... Por si fuera poco, a prin-cipios de los ochenta el presidente López Portillo se embolsó el sis-tema financiero íntegro. Así, al comenzar la penúltima década del siglo pasado, el sector público realizaba alrededor del 50% de toda la inversión, de modo que la economía mexicana resultaba ser más burocrática que la de muchos países socialistas. Y el Estado era omnipresente pero también extremadamente centralista, pues si el régimen era formalmente federal, las entidades firmantes del pacto no guardaban entre sí nexos horizontales y todo pasaba por Palacio Nacional, y aun si de jure se trataba de un orden republicano, los encargados de los poderes Legislativo y Judicial eran simples per-soneros del presidente de la República.

En el México del siglo xx no se movía la hoja de un expediente si no lo autorizaba el Leviatán: un monstruo frío comandado por príncipes todopoderosos pero sexenales. Tlatoanis cuyo mando era

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tan absoluto en el espacio como acotado en el tiempo. Ogros filan-trópicos, ora pródigos, ora mezquinos, pero siempre proveedores. Así, hijos de madres estragadas y padres ausentes, los mexicanos de la pasada centuria nos encomendamos a la madrecita de Tepe-yac y a papá gobierno.

En el tercer milenio los mexicanos necesitamos librarnos del gran padre, es imperioso que matemos al ogro institucional. Aun si el achacoso patriarca ya no espanta como antes, pese a que cercado por imperios belicosos, organismos multilaterales, tratados comer-ciales inicuos y corporaciones planetarias, cada vez puede menos; aun así hay que matarlo. Porque sin despadre político nunca nos libraremos del Gargantúa burocrático que todos llevamos en la car-tera junto a la credencial de elector; sin parricidio simbólico jamás exorcizaremos al íntimo monstruo frío para poner en su lugar un Estado con rostro humano.

Cuando la globalización neoliberal debilita los Estados nacio-nales es hora de la sociedad civil mundializada pero, paradójica-mente, también son más urgentes que nunca los buenos gobiernos: poderes públicos quizá acotados pero dispuestos a enfrentar los grandes problemas de la nación reivindicando lo que resta de sobe-ranía. Entonces, hay que matar al autócrata para poder construir un Estado democrático.

En un país donde la sociedad civil fue recreada por el ogro burocrático a su imagen y semejanza, la lucha ciudadana por au-togobernarse es asunto de primera necesidad. En la inmediata posrevolución, mientras los muralistas decoran edificios públicos envolviendo al Estado en historia y en pueblo, los grandes sectores sociales van entrando en la horma corporativa; proceso que culmina en los últimos años treinta, cuando el reformismo radical de Lázaro Cárdenas le confiere temporal legitimidad a gremios tan justicieros (entonces) como antidemocráticos (siempre).

En la segunda mitad del siglo xx el deterioro de la efímera cre-dibilidad del corporativismo progresista y la incontenible prolifera-ción de forcejeos autonomistas de la sociedad civil convergen, pri-mero, con el progresivo descrédito del sistema político, que arranca simbólicamente en 1968; confluyen después con el desgaste de la disciplina gremial, evidenciado por las “insurgencias” obreras, cam-pesinas y populares de los setenta, y más tarde se ven reforzados por el desfallecimiento del modelo económico, dramatizado por la crisis de los primeros ochenta y los subsecuentes descalabros finan-

iX. el movimiento campesino entre dos siglos

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cieros de esa década y la siguiente. Por último, la ruptura de la “corriente democrática” con el PRI, en 1988, señala la esclerosis de-finitiva de los mecanismos informales de reproducción del sistema político y el principio del fin de la “revolución hecha gobierno”.

Pero la guerra contra el ogro tiene historia y recorre diversas fases. Durante los cincuenta y en los sesenta del pasado siglo la palabra “independiente” deviene emblema de la oposición democrá-tica: centrales y uniones campesinas “independientes”, encuentros de organizaciones indígenas “independientes”, frentes por la “inde-pendencia” sindical, partidos que se precian de no ser paraestata-les sino “independientes” del poder público, revistas “independien-tes” que no aceptan chayos ni cobran en Gobernación; vaya, hasta muestras pictóricas “independientes”, películas “independientes”, y una compañía de ballet “independiente”. Por estos años, “indepen-dencia” significa, simple y llanamente, no ser del PRI, desmarcar-se del omnipresente Estado mexicano. Así una federación de estu-diantes democráticos o una central campesina pueden proclamarse “independientes” pero subordinarse políticamente a un organismo de oposición, como el PCM.

Más tarde, en el último cuarto del siglo, la voz de orden es “au-tonomía”; concepto que se generaliza a partir de 1984 cuando me-dio centenar de agrupaciones rurales conforman la Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas (UNORCA). La coordinadora rechaza expresamente el apellido de “indepen-diente”, pues “el término [...] muy frecuentemente es tomado como sinónimo de confrontación con el Estado”.1 Más allá de la discuti-ble intención inicial, en los años siguientes “autonomía” se asocia –como “independencia”– con el rechazo a las servidumbres políti-cas, pero alude también y sobre todo a la autogestión económica y social. Así, los campesinos “autónomos” rechazan la tutoría estatal y se “apropian del proceso productivo”, mientras que barrios y co-munidades se organizan en torno a la dotación autogestionaria de servicios básicos.

Las autonomías indias que se reivindican expresamente desde fines de los ochenta y se generalizan en los noventa de la pasada centuria, radicalizan aún más el planteamiento. En primer lugar, porque para los originarios “autonomía” implica independencia y

1 Gustavo Gordillo, Campesinos al asalto del cielo. De la expropiación estatal a la apro-piación campesina, México, Siglo XXI Editores, 1988, p. 274.

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autogestión pero también libre determinación política, es decir, au-togobierno. En segundo lugar, porque se trata de pueblos autócto-nos que remiten su legitimidad a la historia, fundan la reivindica-ción autonómica en un derecho anterior al Estado nacional vigente y, en cierto sentido, exterior al sistema social hegemónico.

En el tránsito de la independencia política a la autogestión so-cioeconómica y de ahí al autogobierno, el subyacente concepto de autonomía refuerza su connotación de alteridad. Si al principio es un modo alzado e insumiso de insertarse en el orden imperante, en su forma superior es práctica antisistémica por la que se resiste edificando a contrapelo órdenes alternos. Pero la progresión que va de repeler la política unánime a una suerte de autogestión despoli-tizada y de esta al otromundismo no es sucesión de etapas que tras-curridas se cancelan, sino proceso de superación-conservación que funciona como los segmentos de un catalejo: cada uno conteniendo al que le antecede y contenido por el que le sigue. Y es que las expe-riencias autonómicas más radicales no son islas y no sobrevivirán sin organizaciones independientes que reivindiquen aquí y ahora las demandas básicas de sus agremiados, sin colectivos autogestio-narios operadores de producción y servicios populares en tensión perpetua con el Estado y el mercado, sin partidos institucionales capaces de impulsar reformas y proyectos alternativos desde la oposición o en el gobierno. Porque sin posibilismo no hay utopía, y exigir lo imposible es inseparable de hacer lo posible aquí y ahora.

El forcejeo autonomista que cruza el siglo xx mexicano es sub-texto profundo de una izquierda política, ora integrada ora apoca-líptica, pero siempre en pos de identidad. Dos personajes emblemá-ticos y políticamente simétricos ilustran esta polaridad: inspirador de las reformas cardenistas y disciplinado opositor de ocasión, Vi-cente Lombardo Toledano es el primo socialista de la “gran familia revolucionaria”; comunista disidente y luego espartaquista, José Revueltas funda sectas políticas testimoniales, desentraña los orí-genes del “mal de izquierda” en novelas y libros semiclandestinos, como Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, y paga con cárcel su militancia en el movimiento del 68. Y así transcurre también la izquierda socialista y comunista mexicana durante la pasada centuria: ya aquejada por el síndrome de Lombardo, ya por el de Revueltas, fluctuando entre el colaboracionismo y la marginalidad, entre los favores del príncipe y sus iras, entre los cargos públicos y las mazmorras del Palacio Negro de Lecumberri.

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Los campesinos ante la ofensiva neoliberal: de la autonomía a la heteronomía

A fines de 1988, en el punto más alto de la insurgencia cívica en-cabezada por el primer candidato a la Presidencia de la Repúbli-ca alineado con la izquierda no priista y al mismo tiempo viable, Cuauhtémoc Cárdenas, que amenazaba con sacar al PRI de Los Pinos, 10 organizaciones campesinas e indígenas firmaron el Con-venio de Acción Unitaria (CAU), que articulaba exigencias agra-rias referentes a la tenencia de la tierra, reivindicaciones agrícolas orientadas hacia la reactivación productiva del campo y deman-das culturales y territoriales de los pueblos autóctonos. El pacto se cocinó en el Primer Encuentro Nacional Agrario, confluencia en verdad histórica, pues en la reunión realizada el 27 y 28 de noviembre participaron organizaciones neozapatistas, como la CNPA, con agrupamientos campesinos de lucha económica como la UNORCA y convergencias étnicas como el Consejo Nacional de Pueblos Indios. La independencia, la autonomía y la libre deter-minación entreveradas; contestatarios, concertadores y alternati-vos conviviendo; rijosos, propositivos y abismados consensuando acciones unitarias.

Poco les duró el gusto. Cuarenta días después, el 6 de enero, el debutante Carlos Salinas, impuesto mediante el fraude y a costa del candidato de la izquierda, inaugura su ilegítimo gobierno con un llamado a formar el Congreso Agrario Permanente (CAP), cuya convocatoria se hace pública el 10 de abril, como para remachar los clavos del ataúd de Zapata en el 70 aniversario de su muerte. Fir-man las organizaciones oficialistas que encabeza la CNC, pero sor-presivamente también la mayoría de los adherentes al CAU. Solo tres se abstienen y salvan la cara: la CNPA, el Frente Democrático Campesino de Chihuahua (FDC) y el Consejo Nacional de Pueblos Indios. En mayo se constituye formalmente el CAP, espacio de in-terlocución entre los campesinos organizados y el Poder Ejecutivo federal, cuyos ignominiosos antecedentes son el Pacto de Ocampo, firmado en 1976 por iniciativa del presidente Luis Echeverría, y la Alianza Nacional Campesina, de corta vida y prohijada por el pre-sidente De la Madrid en 1983.

Con la formación del CAP por instrucciones del presidente, una vez más el gobierno mexicano impone formas organizativas a la sociedad. Y de paso quiebra la incipiente articulación de las co-

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rrientes agrarias no oficialistas pues, desertado por la mayoría, el CAU se dispersa a los pocos meses de haber nacido.

Carlos Salinas accede al poder por un fraude comicial y en me-dio de abucheos y descrédito, pero una vez en la Presidencia su pa-labra deviene “la voz del amo”: instrucción perentoria e inobjetable, pues de la obediencia depende el acceso a los favores del Estado. Y en este caso la anuencia de casi todo el liderazgo campesino a las instrucciones de Los Pinos es de gravísimas consecuencias: en la coyuntura significa avalar el reciente cochinero electoral, hacerle caravanas al usurpador y darle la espalda al candidato defrauda-do, Cuauhtémoc Cárdenas, cuya campaña habían apoyado muchas de las organizaciones campesinas no oficialistas. En lo estratégico constituye el primer paso en la confabulación de una parte de la di-rigencia agraria con el gobierno, connivencia encaminada a operar un viraje rural de grandes proporciones, una “reforma de la refor-ma” que culminará cuatro años después con los cambios al artículo 27 constitucional.

La oposición al ominoso proyecto salinista corre por cuenta del Movimiento Nacional de Resistencia Campesina (Monarca), forma-do por 12 organizaciones no gobiernistas, que el 28 de diciembre firman el Plan de Anenecuilco, donde se defiende la propiedad so-cial de la tierra amenazada por los presuntos cambios a la Cons-titución, pero también se rechaza la “política neoliberal que pre-tende, después de llevar la ruina al campo, llevarnos a competir [... en desventaja] con el Tratado de Libre Comercio”.2 Durante los primeros meses de 1992 la convergencia –que ha sustituido un nombre que sonaba a realeza por otro más adecuado que remite al campo: Coalición de Organizaciones Agrarias (COA)– realiza diver-sas acciones de protesta que culminan con una movilización nacio-nal el cabalístico 10 de abril.

Pero mientras los campesinos airados se oponen en calles y ca-rreteras, la contrarreforma avanza inexorablemente en los salones de Los Pinos. Negociaciones en corto donde el liderazgo de la CNC y de organizaciones autónomas como la UNORCA tratan de limar los aspectos más regresivos de la iniciativa de cambios constitucio-nales y de corregir las insuficiencias de la política agrícola del Es-tado. Porque a Salinas le interesa sobremanera lograr la adhesión

2 Movimiento Nacional de Resistencia y Lucha Campesina (Monarca), “El Plan de Ane-necuilco”, en Cuadernos Agrarios, nueva época, núm. 3, 1991.

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a su proyecto de la dirigencia rural, y sabiendo que en política todo lo que se puede comprar con dinero es barato, acepta las deman-das que no comprometen la esencia de la contrarreforma. Así, el 14 de noviembre la Presidencia da a conocer los “Diez puntos para la libertad y la justicia en el campo”, una promesa de plausibles cambios a la política rural, que considera cuantiosas asignaciones de recursos, incluyendo dinero para que los agraristas rejegos com-pren tierras a sus bases de solicitantes. En el fondo, la oferta de Salinas no es sino un soborno: un cañonazo de los que acostumbra-ba Álvaro Obregón cuando era presidente de la República, solo que no de 50 mil, que es lo que el manco ofrecía, sino de 14 billones de viejos pesos.

En estas condiciones, la iniciativa de reformas al artículo 27 de la Constitución, que suprime el derecho de los campesinos a que se les dote de tierra y abre paso a la privatización de ejidos y comuni-dades, es aprobada por los legisladores del PRI y del históricamen-te antiagrarista Partido Acción Nacional (PAN), sin más oposición que la del debutante Partido de la Revolución Democrática (PRD), convergencia de la izquierda socialista y la corriente democrática escindida del tricolor, que desde su nacimiento había estado vin-culada a campesinos progresistas de tradición cardenista, como los de La Laguna, y en 1989 impulsaría una convergencia agraria lla-mada Unión Campesina Democrática (UCD), respaldada con dudas por CIOAC, CNPA y otras organizaciones, que simpatizaban con la posición política pero no con la afiliación corporativa a un partido, por más que este fuera de oposición.

Las organizaciones campesinas que mantienen su cuestiona-miento a la contrarreforma rural son calificadas por los medios de “intolerantes y conservadoras”, y su mayor estigma es ser apoyadas por el PRD, ya por entonces etiquetado por el gobierno y sus cori-feos mediáticos como “el partido de la violencia”. Mientras tanto, la derecha histórica está de plácemes y un diputado panista afirma orgulloso que la iniciativa de Salinas “es un triunfo cultural de Ac-ción Nacional”.3

Debilitados los independientes –la COA desaparece sin pena ni gloria en 1993–, los debates decisivos sobre el futuro del cam-po se desarrollan entre el Ejecutivo federal y los cada vez más do-

3 Citado en Beatriz Canabal Cristiani, “El movimiento campesino y la reforma constitu-cional, posiciones y reflexiones”, en Cuadernos Agrarios, nueva época, núm. 5-6, 1992.

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mesticados CAP y CNC. El tema ya no es la reforma constitucional –que ha sido aprobada– sino el TLCAN, un acuerdo abismalmen-te asimétrico que sacrifica la producción nacional en nombre de la globalización y anuncia la exclusión socioeconómica de millones de mexicanos “redundantes”; un pacto inicuo que ante todo amenaza a la agricultura y cuyas primeras víctimas habrán de ser los cam-pesinos. El problema es que los opositores radicales a firmar un tratado en esos términos –partidos como el PRD y organizaciones como CNPA y CIOAC– están fuera de la jugada, de modo que la negociación se da en el terreno de los que piensan que globalización y apertura comercial no están a discusión, son realidades incontro-vertibles y en ellas hay que moverse, de modo que se limitan a pug-nar, desde el “cuarto de al lado” y con poco éxito, por que al acuerdo se le pongan algunos “candados”.

Y así como se habían aprobado los cambios al artículo 27 cons-titucional –con una resistencia minimizada y opacada por las acla-maciones mercenarias–, se firma el TLCAN. Pero lo más grave es que el grupo de tecnócratas encabezado por Salinas no solo impulsa exitosamente su proyecto neoliberal; también quiebra la resistencia campesina y desarticula el incipiente encuentro de los “indepen-dientes” y los “autónomos” rurales. Promisoria convergencia que, además, a fines de los ochenta confluía con la poderosa insurgen-cia cívica cardenista: esa multitudinaria pero invertebrada movi-lización ciudadana que resultó suficiente para ganar las elecciones pero no para hacer valer el triunfo y poner al hijo del general en la Presidencia de la República.

En vez de acercarse a la izquierda cívica y social, los sedicen-tes “autónomos” prefieren pactar con Salinas y buscan la alianza con la oficialista CNC, mientras que los “independientes” se aís-lan y tienen que enfrentar solos el linchamiento mediático. Así, a principios de 1992, al tiempo que las tercas organizaciones de la COA sesionan en el entrañable auditorio del Sindicato Mexicano de Electricistas, la CNC, la UNORCA, la Unión General Obrero Cam-pesina y Popular (UGOCP), Alianza Campesina del Noroeste (Alca-no) y otras se reúnen en el balneario de Oaxtepec para conformar lo que comienzan a llamar “nuevo movimiento campesino”.

En realidad, la única ganadora en esta danza de alineamien-tos y realineamientos es la corriente renovadora de la CNC, en-cabezada por Hugo Araujo, miembro del grupo fundador de la UNORCA que, trasvasado al PRI, dizque pretendía impulsar los

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planteamientos autogestionarios en las filas del oficialismo. Apo-yado en el Sector de Organizaciones Económicas de la Central, el grupo de Araujo promueve una serie de encuentros nacionales de agricultores organizados, a los que asisten alrededor de 700 asocia-ciones productivas y cuentan con la participación de la UNORCA, la UGOCP y Alcano. Reuniones multitudinarias donde se discute la “nueva alianza” entre el Estado y los hombres del campo. En el encuentro de Oaxtepec se convoca formalmente a integrar el “Nue-vo movimiento campesino”; y para la tercera reunión, celebrada en el mes de agosto en Hermosillo, Sonora, ya Hugo Araujo está en la Dirección Nacional de la CNC.

El espejismo de la emancipación librecambista

–Mire compañero, si ahorita pedimos reducir la pequeña propie-dad, nos sale cola. Porque para eso habría que cambiar la Consti-tución y, como están las cosas, cualquier reforma a la carta magna resultaría contraria a los campesinos. Por eso en el documento solo proponemos modificaciones a la Ley Reglamentaria. Mejor no le muevan, el 27 está bien como está.

La prudente y sensata respuesta a la demanda campesina de acotar aún más a la pequeña propiedad la dio el brillante antropó-logo Arturo Warman, uno de los autores de la iniciativa de refor-mas a la Ley Agraria, que el Congreso de la UNORCA, reunido el otoño de 1988 en Atoyac de Álvarez, Guerrero, estaba discutiendo. Y el destacado asesor sabía lo que decía al alertar sobre el peligro, pues él era parte del peligro: semanas después ocuparía un alto cargo en el gobierno de Salinas y cuatro años más tarde redactaría algunas secciones de los Considerandos de la reforma anticampesi-na al artículo 27 constitucional.

Pero más allá de trayectorias personales, lo importante es en-tender cómo fue posible que una extensa y combativa corriente del movimiento rural, que además reivindicaba la autonomía respecto del Estado y los partidos, intimara hasta la cohabitación con un gobierno como el de Carlos Salinas; una administración que era no solo comicialmente ilegítima sino también impulsora de políticas y reformas institucionales radicalmente anticampesinas. La orien-tación agrocida del salinismo es espectacularmente constatable en los cambios que impuso al 27 constitucional, y en la negociación y firma del TLCAN.

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La contrarreforma agraria salinista seduce, divide y coopta a parte del liderazgo rural, no solo por lo que tiene de cañonazo a la Obregón, sino también porque embona con la ilusoria emancipa-ción librecambista; con el espejismo empresarialista que acompaña a la corriente autogestionaria, convencida de que desembarazado de las ataduras estatales y operando en el mercado libre, el sector social de la producción agropecuaria fortalecerá su posición econó-mica procurando el bienestar de sus socios y una justicia social sos-tenible. Lo que para los tecnócratas en el poder es privatización, desregulación y cancelación de apoyos gubernamentales, para los autogestivos es la oportunidad que necesitaban los pequeños pro-ductores asociados para emanciparse por la vía de la competiti-vidad. En su lucha por librarse de la tutela del Estado, algunos campesinos creen haber encontrado un aliado en el mercado. Así, el acta de defunción se disfraza de “mayoría de edad”.

En el libro Campesinos al asalto del cielo. De la expropiación es-tatal a la apropiación campesina, Gustavo Gordillo lo dice muy bien:

la vía para la reconstitución del ejido [...] pasa [...] por alcanzar un control campesino sobre el proceso productivo [...] para lo cual es in-dispensable la implantación de organismos económicos [...] orienta-dos a bloquear en los diferentes mercados la fuga [... del] excedente [...] Estos aparatos económicos de poder campesino, al mismo tiempo que disputan el excedente [...] disputan espacios de decisión política a los organismos gubernamentales4

Todo lo cual permite “... establecer una determinada articu-lación entre democracia política y democracia económica al mismo tiempo que se está fundando un espacio de ejercicio y despliegue de poderes campesinos”. Podría cuestionarse si en el inicuo mercado realmente existente y con un Estado “nacional” que trabaja para el enemigo, los campesinos pueden realmente “disputar el excedente”; es más, podría preguntarse qué pasa si, privado de las mínimas condiciones de productividad, el campesino de plano no produce ex-cedente económico.

Pero, aun si importante, este debate teórico a toro pasado re-sulta gratuito porque lo que fracasó a principios de los noventa del siglo xx no fue tanto el modelo de emancipación económica como

4 Gustavo Gordillo, Campesinos al asalto del cielo. De la expropiación estatal a la apro-piación campesina, Siglo XXI, México 1988, p. 37.

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la vía política elegida para impulsarlo: un amarre con el gobier-no, convenido precisamente en el momento en que los tecnócratas impulsaban la más descarnada reforma neoliberal. Así, la “nueva alianza entre los campesinos y el Estado” no pasó de la captura de espacios de poder en organismos rurales corporativos y de la efíme-ra ocupación de algunos puestos gubernamentales de escasa rele-vancia; en vez de una Comuna de París a la campesina, en vez de un “asalto al cielo”, presenciamos un imprudente, lastimoso y a la postre frustrado “asalto a las oficinas públicas”.

Y la intentona fue tragedia –no comedia de enredos– porque el autonomismo campesino de los ochenta había sido un movimiento amplio, progresivo e innovador que desarrolló notablemente las es-trategias rurales. La “apropiación” económica y social que impulsa-ron algunas de las organizaciones vinculadas a la UNORCA es un hito en la lucha histórica del pueblo mexicano por desembarazarse del entrometido Leviatán, de modo que cuando el barco autoges-tionario encalla en Los Pinos culmina un desgarramiento extremo, una contradicción insostenible: lideres cuyas bestias negras habían sido el Estado, los partidos y la política convencional, transformados en peones del gobierno salinista, aliados del PRI y comparsas de la CNC; una corriente convencida de que la burocracia debía retirarse del campo, cuyos cuadros ingresan a la burocracia; organizaciones que creyendo incorporarse al “nuevo movimiento campesino” esceni-fican el último episodio del añejo clientelismo agrario del siglo xx.

Maoístas tecnócratas, críticos del presidencialismo amigos del presidente, una “línea de masas” que apuesta a los arreglos por arri-ba, “política popular” desde los salones del poder. Pero lo más grave es que las reformas salinistas son vistas como triunfo de la bandera autonomista enarbolada desde principios de los ochenta por los fun-dadores de la UNORCA. “La Ley [que reglamenta el nuevo artículo 27] facilita las decisiones autónomas de los campesinos [...] con res-pecto a la tenencia, a la producción y a las formas de representación” dice Luis Meneses, de la UNORCA.5 A Gustavo Gordillo no se le escapa la contradicción subyacente y en el libro citado argumenta:

la lucha no va a ser fácil. La elaboración de una agenda de transición concertada entre distintos agrupamientos campesinos, incluyendo

5 Citado en “Seminario Panorama y Perspectivas del campo mexicano, 13 de noviembre de 1992”, en Cuadernos Agrarios, nueva época, núm. 5-6.

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destacadamente a las centrales gubernamentales, parece indispen-sable. Puede parecer un contrasentido. Se puede adelantar el clásico argumento: ninguna fuerza social dominante se suicida.

El contrasentido no era aparente sino real, pues en la concer-tación con el gobierno y los suyos, el concepto de autonomía se am-putaba de su connotación fundamental como independencia políti-ca para quedar en simple autogestión productiva. Hugo Araujo, el autónomo devenido líder gobiernista y militante del PRI, lo recono-ce sin recato en las Conclusiones del Congreso Nacional Extraordi-nario de la CNC en 1991: “... el concepto de autonomía, entendido no como independencia del movimiento campesino, sino como capa-cidad de [...] dirigir sus propios proyectos”.6

Aliarse con el gobierno –no en cualquier momento sino, pre-cisamente, cuando este busca afanosamente desembarazarse de los campesinos– para así poder construir la autonomía de los pe-queños agricultores en el mercado, demanda encontrar en la es-fera económica aliados que sustituyan a la reculante burocracia política. Y estos presuntos aliados son los empresarios. La nueva asociación capital privado-campesinos, que debe sustituir a la vie-ja mancuerna Estado-campesinos, se concreta en las Asociaciones en Participación Agroindustrial establecidas en la Ley de Fomento Agropecuario de 1981 pero impulsadas por el ala campesinista del salinismo desde la Subsecretaría de Planeación de la Secretaría de Agricultura. El proyecto piloto es Vaquerías, una asociación entre la Promotora Agropecuaria Gamesa, S.A. y ejidatarios y colonos de los municipios de China y General Terán, en Nuevo León, que para 1992 ha fracasado pese a que el gobierno subsidia y favorece por to-dos los medios el experimento. Y con esto la contradicción viviente que son los autónomos-gobiernistas se muerde la cola: un discur-so sustentado en el espejismo de que privatización es socialización, pues lo que pierde la nación lo ganan las empresas campesinas, promueve desde el Estado la disociación entre los campesinos y el Estado, mediante la asociación, subsidiada por el Estado, de los campesinos con el capital. El problema está en que el capital priva-tiza los subsidios que deben terminar con los subsidios y el modelo se colapsa. La sustitución del asesor de combativas organizaciones campesinas, Gustavo Gordillo, por el neoliberal ortodoxo Luis Té-

6 Citado en Beatriz Canabal Cristiani, op. cit.

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llez Kuenzler en la Subsecretaría de Planeación de la Secretaría de Agricultura, encabezada por el neocacique Hank González, es la cereza del pastel.

La apuesta gobiernista de los exautónomos constituye una trai-ción a los rústicos porque la tirada de los tecnócratas en el poder no es la “nueva alianza entre el Estado y los campesinos” sino la mo-dernización excluyente. Conversión imposible sin una intensa purga demográfica rural, sin una liposucción poblacional que libere al país de tres o cuatro millones de familias campesinas presuntamente so-brantes. Y para eso lo esencial no es amputar la Constitución sino instaurar una nueva política agropecuaria orientada a propiciar el desguance de los sectores “no competitivos”: básicamente la franja cerealera donde se ubica la gran mayoría de los campesinos.

Esto venía de atrás, de la Ley de Fomento Agropecuario de Ló-pez Portillo (1981), del Programa de Modernización del Campo de Miguel de la Madrid y, sobre todo, del ingreso de México al GATT, en 1986, que sienta las bases de nuestro unilateral desarme econó-mico, de la inicua apertura de los mercados y abandono de las polí-ticas de fomento y regulación, que permitirán firmar el TLCAN en los primeros noventa. Acuerdo que implica la renuncia expresa a nuestra soberanía alimentaria y laboral, que anticipa la muerte de la agricultura campesina y que anuncia el incontenible éxodo rural del fin de milenio.

Revitalización de los autogestionarios: la organización por sector productivo

El proyecto de reformas autonómicas a la Ley Agraria, diseñado por la UNORCA a fines de los ochenta de la pasada centuria, era claramente progresivo por cuanto buscaba ampliar las atribucio-nes económicas, sociales y políticas de las organizaciones campesi-nas. Su talón de Aquiles fue el dispositivo elegido para impulsarlo: alianza de los presuntos autónomos con el corporativismo rural y con las corrientes “modernizadoras” del gobierno, con el argumento –atendible– de que de otro modo la propuesta quedaría en intento frustrado y reclamo testimonial.

Apuesta “entrista” no carente de argumentos pero estratégica-mente equivocada, pues los modernizadores neoliberales eran ra-dicalmente anticampesinos, aun si algunos de ellos se presentaban como promotores de un presunto “sector social de la producción” es-

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tructurado en “empresas”. Y era también una opción tácticamente torpe, pues el abrazo de Acatempan con quienes desde la adminis-tración pública se declaraban autonomistas a morir y enemigos jura-dos del corporativismo sistémico, no ocurría en cualquier circunstan-cia sino precisamente cuando la insurgencia gremial de los setenta y primeros ochenta se estaba convirtiendo en insurgencia cívica, en momentos en que el histórico forcejeo por una democratización desde abajo confluía con la oposición neocardenista, pasando de ser una independencia solo social que se desmarcaba del clientelismo a ser también una independencia política que rompía con el PRI.

En esa difícil coyuntura, quienes, como la UCD, se afilian orgá-nicamente a la insurgencia cívica neocardenista hecha partido, ree-ditan desde la oposición un corporativismo anacrónico; los que per-severan en la línea independiente-agrarista-contestataria se quedan sin espacios, y la corriente mayoritaria, encuadrada en el autode-signado “nuevo movimiento campesino”, pierde aceleradamente cre-dibilidad, pues si bien hay una temporal derrama neoclientelar de recursos públicos, pronto queda claro que las puertas para transitar exitosamente al “libre mercado” están cerradas para casi todos los campesinos y que, en esas condiciones, es ilusoria la pretensión de sustituir el fomento estatal por alianzas con el capital privado.

El “cambio de modelo” como una bandera campesina

“Reducen al hombre a la indigencia y luego le obsequian con pompa y ceremonia”, escribió William Blake, y así el gobierno de Salinas presume que va resarcir a los campesinos arruinados, mediante el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol), un modelo de gasto social básicamente asistencial pero “participativo”, que hace de los comités gestores de dineros públicos la nueva y efímera base social con que los tecnopopulistas buscan compensar el distanciamiento de las bases corporativas del priismo tradicional.

Entre el neoclientelismo asistencial de Pronasol y el desman-telamiento de las políticas compensatorias y de fomento que era necesario para la firma del TLCAN, las organizaciones de produc-tores se adentran en el túnel de los noventa. Los contestatarios lo tuvieron claro desde el principio:

la reforma coloca al campo y al país [...] a los caprichos [...] del capi-tal trasnacional [... y] la globalización [...], en particular los requi-

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sitos del Tratado Trilateral de Libre Comercio de México, Estados Unidos y Canadá [...] Por tanto se inscribe en una política neoliberal del gobierno mexicano, cuya esencia es la privatización total de la economía...

Así lo describió la convergencia de organizaciones llamada Mo-narca en un manifiesto agrario el 19 de diciembre de 1991. Un año después, en la Declaración de Tempoal, firmada el 5 de diciembre de 1992, la UNORCA llega a la misma conclusión: “Los cambios [...] han consistido [...] en el retiro de las políticas de fomento [... y] la aplicación de un modelo de desarrollo agrícola excluyente, el cual considera exclusivamente criterios de eficiencia, producción y competitividad”. Las previsiones de quienes pocos años antes esta-ban en la cresta de la ola, difícilmente podían ser más pesimistas: los “retos para el movimiento [...son] preservar nuestra existencia como campesinos y como sector rural. Frente a la nueva situación está en juego la existencia del sector agropecuario y forestal y la viabilidad de la economía y la vida social campesina”.

En el fondo, la intención de los tecnócratas había sido jubi-lar con la menor indemnización posible a unos tres millones de la-briegos sobrantes. Así, la apertura de fronteras a las importaciones agrícolas y el fin de los precios de garantía, del crédito agropecua-rio, de los programas de fomento y del subsidio a insumos y servi-cios, provoca una extendida mortandad en los agrupamientos cam-pesinos de segundo y tercer nivel: de 1145 Uniones de Ejidos y 138 Asociaciones Regionales de Interés Colectivo (ARIC) que había a principios de los noventa, para el fin del sexenio de Salinas apenas sobrevivían una de cada 10. Es el sálvese quien pueda, la crisis de fidelidades gremiales, el naufragio de organizaciones abandonadas por socios que optan por estrategias familiares de supervivencia como el jornaleo local o, de plano, la migración. Las deserciones son multitudinarias, pero también hay forcejeos sordos y estallidos ais-lados de los que se resisten a morir.

Particularmente golpeados por la apertura del mercado que arranca en los ochenta y se acentúa después de 1994, resultan los productores de maíz, trigo, sorgo, soya, arroz, frijol, algodón. Cul-tivos de importante participación campesina cuya rentabilidad se desploma con las importaciones. Un ejemplo del descalabro orga-nizativo en granos es el curso de la sonorense ARIC Jacinto López, que agrupaba productores de trigo, soya y maíz de los valles irriga-

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dos del Yaqui y el Mayo, y contaba con Unión de Crédito, Fondo de Autoaseguramiento, Comercializadora, Molino Harinero, Central de Maquinaria, entre otras empresas asociativas. De 1993 a 1996 al otrora poderoso corporativo le embargan progresivamente recur-sos e infraestructura, hasta que finalmente quiebra por deudas. Sobreviven a la debacle algunas empresas sueltas que aglutinan grupos campesinos reducidos.

Pero tampoco la libran mejor los agroexportadores, que pre-suntamente gozaban de ventajas comparativas. Así, organizacio-nes consolidadas, como la Unión de Ejidos Cafetaleros de la Cos-ta Grande, de Guerrero, operadora de una unión de crédito y una comercializadora, que había prohijado organizaciones de maiceros, que manejaba sistemas de abasto popular y que, a principios de los noventa, estaba instalando un combinado agroindustrial con bene-ficio seco de café y espacios para instalar procesadoras de copra, de miel y de madera, se descarrila, carcomida por las deudas y aban-donada por sus socios. Tras el derrumbe de la gran ilusión coste-ña persistieron algunas empresas que trabajaban cada una por su cuenta y un grupo de productores de café orgánico.7

Durante la primera mitad de los noventa las organizaciones ru-rales ya no sienten lo duro sino lo tupido. Y así, apabulladas y contra las cuerdas, absorben castigo hasta 1995, año en que se combinan los primeros 12 meses del TLCAN y los saldos del llamado “error de diciembre”, debacle financiera con la que Ernesto Zedillo inaugura su gobierno. Tasas de interés estratosféricas, abismal devaluación del peso, alzas descontroladas de costos enfrentados mediante un programa de emergencia económica heterodoxo que incluye control de precios, propician la rearticulación del movimiento campesino.

Al principio son organizaciones de pequeños productores de Jalisco, Sinaloa y Guerrero, y redes como la Asociación Mexicana de Uniones de Crédito del Sector Social (AMUCSS), que se reúnen en el arranque del año alarmados por el riesgo de que en el inmi-nente ciclo primavera-verano los campesinos excedentarios de pla-no no siembren.

Para el mes de abril, representantes de 120 organizaciones de 20 estados de la República realizan una asamblea en la ciudad de México, donde acuerdan luchar por una nueva política en el campo

7 Ver Lorena Paz Paredes y Rosario Cobo. “Café caliente”, en Armando Bartra, comp., Rosario Cobo, Gisela Espinosa, Carlos García, Miguel Meza y Lorena Paz Paredes, Crónicas del sur. Utopías campesinas en Guerrero, México, Era, 2000, pp. 129-251.

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que reactive al sector; renegociación de las cuotas de importación previstas en el TLCAN, sobre todo de granos básicos; subsidios en cereales, por lo menos equivalentes a los que ejercen nuestros so-cios comerciales; regulación de mercados; crédito a tasas alcanza-bles y con garantías realistas...

En mayo, campesinos de todo el país marchan por calles y carreteras, toman oficinas públicas, instalan plantones y simbóli-camente derraman en las banquetas de las ciudades toneladas de granos que no tienen precio. Las movilizaciones más intensas son en Jalisco, Guanajuato, Nayarit, Sinaloa, Sonora, Puebla y More-los, animadas por militantes de organizaciones nacionales como la UNORCA, la Coordinadora de Organizaciones Democráticas Urba-nas y Campesinas (CODUC), la CIOAC y El Barzón, pero también por agrupaciones regionales como Alcano, Comercializadora Agro-pecuaria de Occidente y algunos grupos de la CNC. Las jornadas de 1995 arrojan logros puntuales, como suspensión del pago de inte-reses e incremento de precios regionales; pero nada del cambio de estrategia, asunto que el gobierno ni siquiera discute.

Sin embargo, quedan lecciones: la plataforma definida en abril apunta a un cambio de modelo en el desarrollo agropecuario, y el movimiento es la primera expresión amplia y nacional de que los campesinos no quieren seguir marchando rumbo al barranco; ade-más, las fuerzas que lo impulsan conforman una alianza amplia y plural que incluye organizaciones tanto independientes como ofi-cialistas, y cuenta con el apoyo de algunos sectores empresariales afectados también por la apertura comercial y la desregulación.

Pero quizá lo más importante es que da lugar a una coordina-ción sectorial de organizaciones regionales cerealeras, la Asocia-ción Nacional de Empresas Comercializadoras de Productos del Campo (ANEC), que se forma en julio de 1995 en una reunión convocada por agricultores de Sinaloa a la que acuden alrededor de 100 organizaciones regionales de 21 estados de la Repúbli-ca. La asociación comienza a trabajar a fines de ese mismo año impulsando mecanismos más directos de comercialización y de arranque; busca la transferencia de instalaciones de Almacenes Nacionales de Depósito S.A. y Bodegas Rurales Conasupo S.A., que el gobierno está privatizando. En el arranque del siglo xxi, la ANEC tenía presencia organizativa y comercial en 19 entidades federativas, donde operaban 220 organizaciones locales y 16 redes regionales y estatales, y contaba con empresas comercializadoras;

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de servicios de capacitación, asesoría, gestión y promoción de or-ganizaciones campesinas; de industrialización de maíz, de fabri-cación y venta de tortilla. A fines de 2002 y principios de 2003 la asociación fue una de las impulsoras del Movimiento El campo no aguanta más (Mecnam), que amplía y profundiza el espíritu de las jornadas de 1995.

Paralelo al de los cerealeros, pero un poco anterior, es el pro-ceso organizativo sectorial de los productores de café, un cultivo principalmente de exportación cuya crisis arranca en 1988, cuan-do la Organización Internacional del Café, que por décadas reguló los precios a través de fijar cuotas de exportación, suspende sus acuerdos económicos, mientras que en lo nacional se desmantela el Inmecafé, que no solo concedía los permisos de exportación: desde los años setenta también intervenía de manera decisiva en la ha-bilitación, acopio, beneficio y comercialización del grano aromático campesino. Así, las organizaciones regionales de caficultores, que desde fines de los setenta habían luchado juntas contra las fallas y desviaciones del Inmecafé, fundan en 1989 la Coordinadora Nacio-nal de Organizaciones Cafetaleras (CNOC).

La tendencia a formar convergencias sectoriales no se presenta solamente entre campesinos cerealeros y caficultores; también las comunidades dueñas de bosques buscan agruparse como tales. Así, con base en la Red Forestal impulsada por la UNORCA, que para 1991 enlazaba a ocho uniones de ejidos silvícolas en otros tantos estados, en 1994 se constituye la Red Mexicana de Organizaciones Campesinas Forestales (Red Mocaf). Y con la misma lógica se dan convergencias en torno a servicios, como la AMUCSS, establecida en 1992. La crisis de la agricultura campesina y de su organicidad se expresa muy bien en el hecho de que de las 32 Uniones de Cré-dito que al principio agrupaba esta Asociación, para 1995 ya solo operaban 18, la mayoría prácticamente quebradas.

Estas redes por especialidad productiva o por servicio son, en casi todos los casos, desdoblamientos o desprendimientos de la UNORCA por los que organizaciones regionales más o menos especializadas se aglutinan nacionalmente en torno a su interés sectorial específico. Y, como la UNORCA, las redes especializa-das adoptan la forma de coordinadoras. Este modelo organizati-vo, mucho menos vertical que las tradicionales centrales, había sido impulsado 20 años antes por la CNPA, un frente conformado a fines de los setenta como enlace solidario entre decenas de or-

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ganizaciones regionales en lucha por la tierra, que al operar con una dirección colegiada, respetar la autonomía de los coaligados y promover los intercambios horizontales entre las bases, se des-marca radicalmente del paradigma vertical y centralista de los organismos gremiales inducidos por el Estado posrevolucionario, aparatos cuya estructura debía facilitar el control de las bases y su operación como correas de transmisión de las instrucciones gu-bernamentales. De hecho, la única organización campesina demo-crática que sigue activa en el arranque del siglo xxi y aún lleva el nombre de central, es una de las más viejas, la CIOAC, fundada como tal en 1975, pero que viene de la CCI, nacida en 1963 de una confluencia de priistas, trasnochados exseguidores del disidente de la “familia revolucionaria”, Enríquez Guzmán, y campesinos comunistas.

A diferencia de las coordinadoras plurisectoriales, que al en-lazar organizaciones regionales diversas son multidimensionales y de perspectiva más o menos integral, las convergencias en torno a un determinado producto o función son especializadas, lo que facili-ta su mayor desarrollo técnico. Debería propiciar también una ma-yor pluralidad, pues si ideología y proyecto unen a los variopintos miembros de una coordinadora multifuncional, en teoría la arga-masa de las confluencias sectoriales es solo la problemática especí-fica del cultivo o la actividad que las aglutina. Sin embargo, por lo general las convergencias sectoriales reúnen a los ideológicamente afines, de modo que la representación de un sector pasa por la con-fluencia de diversos agrupamientos, cada uno con su estilo organi-zacional y su perfil político. Tal es el caso del Foro Café, operante a principios del siglo xxi y conformado por la CNOC, pero también por caficultores de la CIOAC y de la Unión Nacional de Producto-res de Café, entre otros.

La existencia de organizaciones regionales, coordinadoras na-cionales polifónicas y redes sectoriales especializadas, permite, por ejemplo, que un agrupamiento local como el FDC de Chihuahua se articule a escala nacional con la ANEC en lo referente a su activi-dad cerealera, mientras que en lo tocante a su trabajo de ahorro y crédito se vincula con la red de organismos financieros llamada Colmena Milenaria. Por su parte, una convergencia estatal, como la Coordinadora Estatal de Productores de Café de Oaxaca (CEP-CO), que enlaza a decenas de organizaciones cafetaleras regiona-les, forma parte de la CNOC para los asuntos del grano aromático

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y trabaja con AMUCSS sus sistemas financieros. Aunque también hay tensiones: la UNORCA y la CIOAC, por ejemplo, tienen áreas cafetaleras que no participan en CNOC, una coordinadora nacional que, sin embargo, les es afín, mientras Red Mocaf , que surgió de la UNORCA, ha tenido diferencias con ella.

Con todo y sus inevitables desencuentros, esta plural confor-mación hace más rico, complejo y diferenciado el tejido organiza-tivo campesino, y multiplica sus relaciones, recursos, capacidades, saberes y sabores. Virtud que, como veremos, se potencia extraor-dinariamente cuando los diferentes ámbitos asociativos convergen en un movimiento plural pero unificado, como el que se desató en el 2002.

Pero, así como el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el Congreso Nacional Indígena (CNI) –de cuyo origen y curso nos ocuparemos más adelante– son mascarón de proa del in-dianismo, el emblema del movimiento rural mestizo de los noventa del siglo pasado es El Barzón, una convergencia reactiva, variopin-ta y multiclasista desatada inicialmente por agricultores ricos, que precisamente por ello da cuenta del filo de la crisis rural y los al-cances de la exclusión.

Con los versos de una vieja canción del dominio público que hace referencia a deudas impagables: “Ora voy a trabajar / para seguirle abonando...”, el norte y occidente mestizos y rancheros, bocabajeados por la apertura comercial indiscriminada y la crisis financiera, salen al relevo de una lucha campesina declinante, casi al mismo tiempo que en Chiapas las comunidades indígenas del sureste anuncian con estruendo su presencia con un alzamiento armado.

El 6 de diciembre de 1994 El Barzón marcha de Querétaro al Distrito Federal por una ley de moratoria y los tractores rebeldes entran por vez primera a la capital. En 1996 la sección agraria de El Barzón realiza un congreso con cinco mil delegados de 25 es-tados de la República. Se encuentran ahí maiceros del Estado de México y de Guerrero, frijoleros de Zacatecas, sorgueros de El Ba-jío, aguacateros de Michoacán, piñeros de Oaxaca, citricultores de Veracruz, ganaderos de las Huastecas, menonitas diversificados de Durango. Debaten juntos grandes empresarios, rancheros media-nos y campesinos “transicionales”; todos, víctimas financieras del viraje operado por Banrural a fines de los ochenta y principios de los noventa.

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De la “retención del excedente” a la reivindicación de la multidimensionalidad

Los desfiguros prosalinistas del liderazgo rural ocasionan cismas, diáspora y descrédito pero el papelazo de los dirigentes no es el fin de la corriente autogestionaria. Aunque debilitadas, algunas de las fuerzas regionales y sectoriales sobreviven, y el espíritu del proyec-to persiste, de modo que a lo largo de los años noventa se va exten-diendo a todo el movimiento rústico.

Y es que la construcción de una economía asociativa y solidaria sustentada en la unidad doméstica, cobijada por la comunidad y con-trolada por los productores directos, responde a las tendencias pro-fundas del trajín campesino. Tan es así que, una década más tarde, en el arranque del nuevo milenio, sus planteamientos básicos reapa-recerán como banderas del ejército de sobrevivientes, resucitados y zombis que tomó como lema: El campo no aguanta más.

Sin embargo, durante los noventa la vertiente económica de la resistencia rural sufre una profunda revisión conceptual, política, organizativa y práctica. En una década se va de la “apropiación” a la “revolución” del proceso productivo; de absolutizar la integración vertical especializada de los sectores a buscar también la articula-ción horizontal diversificada de las regiones; de las organizaciones incluyentes a la autoselección de la militancia más consistente; de apostarlo todo a la eficiencia económica a reivindicar la multifun-cionalidad campesina; de la sola autogestión productiva y social al autogobierno. Mudanza no lineal sino abigarrada que, para facili-tar su exposición, abordaré por partes.

La “retención del excedente económico” mediante una “apro-piación del proceso productivo” entendida estrechamente como des-plazamiento de intermediarios y extensión del control de la cadena a partir del sector primario, comienza a pasar aceite cuando la ma-yoría de los sistemas-producto de participación campesina impor-tante devienen no competitivos debido a las políticas de apertura y desregulación. Y es que si no hay excedente no hay nada que rete-ner. En términos estrictos de mercado la salida está en la conver-sión: no solo apropiarse del proceso productivo, también revolucio-narlo. Pero si es relativamente sencillo desplazar y sustituir por actores asociativos algunos eslabones privados de la cadena, dado que no se toca la nuez de la producción campesina, la necesaria conversión es más peliaguda pues con frecuencia supone revolucio-

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nar los usos y costumbres productivos domésticos y ocasionalmente también los comunitarios.

Un buen ejemplo es la transición de la caficultura convencio-nal a la orgánica, es decir, limpia de agroquímicos, en un proceso que agrega valor y permite acceder a segmentos de mercado con mejores precios pero que demanda cambios drásticos, no solo en el manejo de la huerta y la primera industrialización, también en la relación entre los productores asociados, quienes deben supervisar unos a otros la estricta aplicación de las normas ecológicas, pues por la infracción de uno todos pueden perder la certificación que les permite acceder al mercado de privilegio.

Siendo insoslayable adecuarse productivamente a las señales del mercado, en lo que estas tienen de racional e indicativo de las características de la demanda, este ajuste es del todo insuficien-te cuando el comercio que realmente existe, lejos de ser libre, está aherrojado a los intereses de las megacorporaciones, de modo que el excedente agregado por la conversión quizá ya no termina en manos de rústicos coyotes pero sí en los bolsillos de trasnacionales agroalimentarias.

La estrategia de eslabonar cadenas productivas sustentadas en monocultivos especializados de lógica empresarial choca con el inicuo e impredecible mercadeo real que castiga a quienes ponen todos los huevos en la misma canasta; choca también con la racio-nalidad de un campesino que, a diferencia del empresario, no pue-de ajustarse así nomás a las señales del mercado, pues lo mueve el bienestar de la familia y no la rentabilidad; choca, además, con la lógica de un agricultor pequeño cuyos recursos no son libres y monetarizables como los del capital, sino que están vinculados; por último –que no al final–, choca con madre natura: con la diversidad ecológica, incompatible con la uniformidad técnica de la agricultu-ra de modelo industrial.

Por todo ello las organizaciones campesinas, aun aquellas que al principio eran netamente sectoriales, adoptan cada vez más es-trategias diversificadas, impulsando policultivos y aprovechamien-tos plurales que suponen amarres verticales, a la vez que una arti-culación horizontal que explora y potencia la complementariedad de actividades múltiples y entreveradas. Así, no solo los pequeños pro-ductores domésticos recampesinizan sus estrategias para resistir los vendavales del mercado; también las organizaciones producti-vas del sector social pasan del modelo cerradamente empresarial al

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abierto paradigma campesino. Muchas son las claves de la supervi-vencia de la Sociedad Cooperativa Agropecuaria Regional Tosepan Titataniske, de la sierra de Puebla, que nació a fines de los setenta del pasado siglo, pero una fundamental ha sido la combinación de dos productos comerciales, la pimienta y el café, en los que tiene buenos amarres agroindustriales y comerciales, con el impulso a la producción alimentaria de autoconsumo y la creciente autoprovi-sión de servicios: salud, vivienda, educación, ahorro y préstamo.

Muchos agrupamientos campesinos antes incluyentes y prac-ticantes del reclutamiento indiscriminado que otorga representa-tividad y fuerza numérica, transitaron a procesos de selección na-tural o inducida por los que conservan a los más aptos en términos agroecológicos y económicos, pero también a los más militantes y comprometidos con la organización. Porque cuando no se trata solo de presionar a las instituciones o de mediar en el reparto de dá-divas gubernamentales, la debilidad productiva o el oportunismo económico de asociados irresponsables son pesados lastres. Una membresía desafanada o rapaz transforma a los aparatos financie-ros, comerciales y agroindustriales del sector social en insaciables vertederos de subsidios: organismos clientelares que se desfondan cuando se suspende la derrama.

Pero con frecuencia la selección también deja fuera a los campe-sinos de menores recursos, lo que se contradice con la vocación pobris-ta y justiciera de las organizaciones sociales democráticas. Tensión entre el proyecto emancipador y la razón económica, que no se supri-me pero se controla mediante estrategias de diversificación. Porque en los sistemas-producto la competencia es implacable y conservar agricultores marginales o ineficientes es suicida para los demás, mientras que explorar el aprovechamiento múltiple de los recursos disponibles genera opciones para los que han sido desplazados.

Sin embargo, con todo y conversión, diversificación y búsqueda de eficiencia, las estrategias de supervivencia del sector social son arrolladas por la apertura comercial indiscriminada, el repliegue del Estado de sus funciones reguladoras y de fomento productivo, y las políticas regresivas que concentran los recursos públicos en agroempresarios y comercializadoras corporativas. Y si en los años ochenta y noventa muchos pequeños productores se creyeron lla-mados, a la postre pocos –si es que alguno– fueron los elegidos.

Entonces, ante el inapelable: “Son las ventajas comparativas, pendejo”, no le quedaba al movimiento campesino más que un cam-

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bio de terreno, es decir, pasar de demandar migajas presupuestales a reivindicar la revalorización de la agricultura y del mundo rural. Y reivindicarlo no solo –y no tanto– por su mayor o menor viabili-dad económica, como por razones de soberanía, de inclusión social, de salud ambiental, de diversidad biológica y cultural. Había que trasladar el debate de un sector de la producción que desde hace rato aporta menos de 4% al PIB, al reconocimiento, ponderación y retribución de las múltiples funciones del mundo rural; transitar de la sola defensa del excedente económico a reivindicar la polifo-nía de la comunidad campesina e indígena.

Y esto únicamente sería posible si el ogro filantrópico y cliente-lar del segundo y tercer cuarto del siglo xx y el Estado crupier que en los ochenta y noventa se limitó a servir cartas marcadas a los tahúres corporativos del agronegocio, dejaban paso a un gobierno fuerte y comprometido con el campo, no suplantador de las iniciati-vas sociales pero sí activista y enérgico. Porque una de las formas de resistir la globalización desmecatada, que acota y debilita a las naciones, es que el Estado como gestor y la sociedad como deposi-taria reasuman juntos la soberanía. Y, en el caso de la agricultura –de la que dependen vida, trabajo, medio ambiente y cultura–, la regulación estatal es sin duda indispensable.

Ante tamaño reto civilizatorio, reducir el campesinado a “sec-tor social de la producción agropecuaria” equivale a empobrecer su misión y cometido. Hubo que admitir, entonces, que las solas habili-dades empresariales no salvarían a las organizaciones de producto-res; que la integración vertical y la diversificación eran necesarias pero no suficientes; que la lucha y el compromiso era para cosechar alimentos, pero también para generar empleos e ingresos dignos que frenaran el éxodo rural; para restaurar el tejido social y res-tablecer la seguridad interna; para producir bienes agropecuarios pero igualmente aire puro, agua limpia, tierra fértil, biodiversidad, cultura. Y el cambio de cancha demandó replantear la autonomía en un nivel superior, transitar de la autogestión económica al auto-gobierno. Lucha en la que sin duda puso el ejemplo el movimiento indígena desplegado al tardear el pasado siglo.

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X. originArios: deL congreso indÍgenA de 1974 A LA mArchA deL

coLor de LA tierrA

¿Quién dijo que estamos cansados de ser indios?Yabiliquinya, cacique Kuna de Panamá

Junto con el mundo andino, Mesoamérica y Aridoamérica son cuna de grandes culturas originarias, pero además son patria adoptiva de africanos forzados y fragua de ríspidos mestizajes. En la región, la quinta parte de las personas se considera indígena. Y la presen-cia del continente profundo va más allá de la estadística: abarca historia, sociedad, cultura... Y también la política, pues –cuando menos en el sur mexicano y en Guatemala– los originarios han sido protagonistas de las mayores gestas libertarias.

Del sur, y precisamente de los que fueron humillados por ser “otros”, nos viene la más fuerte reivindicación de la pluralidad, de la diversidad virtuosa. No es que los indios sean tolerantes por na-turaleza; al contrario, hay en sus comunidades expresiones vergon-zosas de exclusión. Lo que pasa es que ellos han sido discriminados por su diferencia. Y solo desde allí, desde la otredad despreciada y ofendida, se puede acceder a la pluralidad, se puede asumir la tolerancia no como dádiva generosa del igual por antonomasia sino como conquista del distinto.

Si para combatir la inequidad hay que asumirse explotado, para reivindicar la dignidad en la diferencia hay que hacerse in-dio (léase negro, mujer, homosexual, viejo, minusválido...). Es por ello que el fundador simbólico de nuestra identidad americana fue Álvar Núñez Cabeza de Vaca. No porque haya decidido vivir y mo-rir entre los indios, que no lo decidió; no porque haya casado con india y engendrado hijos mestizos, que no los engendró. Alvar nos funda cuando, después de vagar durante nueve años ejerciendo de chamán entre pimas, siux, ópatas y apaches, se descubre pálido y

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desnudo chichimeca ante los ojos –”tan atónitos”, dice– de los hom-bres blancos y barbados de Nuño de Guzmán. Cuando el jerezano es visto por los cristianos como indio y por un momento mira a los altos jinetes con ojos despavoridos de chichimeca, ha nacido una nueva identidad. Porque el único sincretismo americano habitable es el que se construye desde la condición indígena. No porque sean bonitos o sean feos, o porque sumen 40 millones, que podían ser menos o más. Es que solo desde la natal o adoptiva visión de los vencidos podemos reconciliarnos con la conquista, perdonar el daño que nos hicimos y hasta reconocer el arrojo de la espada y el fervor de la cruz. No se puede fincar identidad soslayando el despojo; los vencedores escriben la historia, pero son los derrotados quienes la siembran, la forjan, la tejen y la curten; quienes la sudan, la lloran y la cantan. Reivindicar la indianidad de América no es exaltar lo autóctono sobre lo occidental ni preferir la sangre de un orden cruel al oro de un orden codicioso; no es, tampoco, vocación de derrota o de martirio. Es una inexcusable opción moral por los vencidos, los resistentes, los constructores en la sombra.

Y es en esta opción moral donde han fallado xenófobos torpes e inteligencias preclaras; es esta incapacidad para adherirse –para compadecer– lo que transforma en racistas tanto a los indiófobos corrientes como a muchos pensadores sofisticados. Aunque tam-bién confunde a ciertos indiófilos epidérmicos, cuya exaltación a ul-tranza de la pureza y perfección autóctona oculta el desprecio por el indio feo que existe en la realidad.

Cuando a los indios se les escatima la libertad de autogober-narse con el alegato de que sus usos y costumbres son bárbaros, en el fondo se está cuestionando su derecho a la libertad, su condición humana. El debate no es sobre qué tan virtuosas o viciosas son las prácticas de tal o cual comunidad, sino acerca de su capacidad co-lectiva para enmendarse, para reinventarse. ¿Deben los indios ser llevados de la mano a la tal civilización o pueden emanciparse a su aire y por su pie? Esa es la cuestión. Y por poco que nos meta-mos en sus guaraches veremos que son capaces de hacerlo. Vaya si lo son. Pocas prácticas y discursos han cambiado tanto y tan bien en el tránsito entre dos siglos como los dizque inamovibles hábitos sociales y mentales de los indios: de las formas de elección directa como vía para perpetuar el cacicazgo a la designación por consen-so democrático y la rendición de cuentas de las autoridades; de la discriminación extrema de la mujer a una participación femenina

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que ya quisieran otros grupos sociales. Y, ante todo, su pasmoso tránsito de la vergüenza al orgullo: de población dispersa y degra-dada objeto de asistencia pública y curiosidad científica a sujeto so-cial deliberante, proponedor, movilizado. Que aún son intolerantes, sexistas, violentos, borrachos... ¡Claro que sí! Como casi todo mun-do. Y precisamente por eso necesitan la autonomía; porque 500 años de heteronomía y saqueo los han llevado a esta triste situación.

En algunas regiones de México los censos realizados a fines de la pasada centuria y en el arranque del siglo xxi muestran un sorprendente crecimiento de la población indígena. No es que sean más, es que antes negaban su condición a los encuestadores mien-tras que ahora la proclaman. El vuelco se dio en el cruce de los mi-lenios, pero podemos buscar sus antecedentes desde principios de los setenta en el Primer Congreso Indígena Fray Bartolomé de las Casas, arranque de una nueva etapa del movimiento étnico mexi-cano que paulatinamente comienza a dejar atrás al indigenismo paternalista e integrador nacido en la posrevolución.

Principio del fin del indigenismo

Realizado en San Cristóbal, Chiapas, los días 13, 14 y 15 de octubre de 1974, el encuentro indígena congrega a 587 delegados tzeltales, 330 tzotziles, 161 choles y 152 tojolabales, provenientes de 327 loca-lidades, y aunque el gobierno firma la convocatoria, el hecho es que las comunidades se apropian del proceso. Los debates y conclusiones se estructuran en torno a cuatro temas que revelan los ejes profun-dos del movimiento indígena. El primero es tierra, que formula la demanda histórica y básica de todos los campesinos, en este caso en términos de restitución, pues se trata de los poseedores originarios: “Exigimos que las tierras comunales que quitaron a nuestros padres que nos las devuelvan” (Acuerdos). El segundo es comercio, que sin-tetiza las demandas justicieras en el ámbito de la economía: “El fruto de la tierra no da ganancia para nosotros sino para los comerciantes [...] siempre es así: vendemos barato, compramos caro...” (ponencia tzeltal). “Queremos un mercado indígena, es decir que nosotros mis-mos seamos quienes compramos y vendemos [...] Queremos organi-zarnos en cooperativas de venta y producción para defendernos de los acaparadores y para que las ganancias no salgan de la comuni-dad” (Acuerdos). El tercero es salud, donde se condensa la carencia de servicios en su aspecto más dramático. El cuarto es educación,

X. originarios: del congreso indígena de 1974 a la marcha del color de la tierra

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que articula los derechos a la propia cultura, empezando por el idio-ma, y por extensión abarca la preservación de los usos y costumbres: “Queremos que se preparen maestros indígenas que enseñen en nuestra lengua y costumbre” (Acuerdos). Y estos cuatro aspectos son los rectores de un proceso de organización: “... las comunidades indí-genas de Chiapas –tzeltales, tzotziles, tojolabales y choles– en pie de lucha y para rescatar nuestra dignidad y nuestro derecho a la tierra, a la educación y a la salud; unidas contra la explotación y exigiendo respeto a nuestra forma de vida dentro de la nacionalidad mexicana, hemos realizado el Primer Congreso Indígena, para volvernos a or-ganizar y luchar con más fuerza, sobre la base de que somos trabaja-dores del campo” (Acuerdos).

Del Congreso surge una poderosa avenida organizativa que flu-ye por distintas vertientes. La primordial demanda agraria encarna en agrupaciones de lucha por la tierra, como la Casa del Pueblo, del municipio de Venustiano Carranza, que se forma en 1976, y la Orga-nización Campesina Emiliano Zapata, que se integra en 1980 y ope-ra en las zonas Centro, Altos, Norte y Frontera. El reconocimiento de que los indios son “trabajadores del campo” se expresa en la labor con jornaleros que desde 1976 emprende la CIOAC, primero con peo-nes acasillados de fincas cafetaleras y ganaderas de Simojovel, Hui-tiupan y el Bosque, en la zona norte, y luego entre los cortadores de caña del ingenio de Pujiltik, en el centro, aunque finalmente los ejes chiapanecos de esta central nacional estarán en la lucha por la tierra y la organización productiva. La preponderancia que en los debates tuvieron las reivindicaciones económicas se expresa en las uniones de ejidos que proliferan en la segunda mitad de los setenta, como la Quiptik ta Lecubtesel, de Ocosingo, que se forma en 1975 a partir de la convergencia de comunidades iniciada dos años antes.

Al principio es el corporativismo clientelar el que aprovecha la coyuntura: la oficialista CNC promueve la formación de Consejos Supremos por etnia y en 1975 convoca en Pátzcuaro un Congreso Nacional de Pueblos Indígenas. Desde 1974 ya existía el Movimien-to Nacional Indígena, como parte de la CNC, pero en el congreso de Pátzcuaro se constituye el Consejo Nacional de Pueblos Indígenas que, pese a su origen, por unos años mantiene posiciones críticas frente al gobierno, hasta que en 1981 es retomado por líderes más complacientes con el régimen. En 1985 el Consejo se transforma en Confederación, se incorpora al PRI y reclama su reconocimiento como “cuarto sector”, junto con el obrero, el campesino y el popular.

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De las divisiones en el seno de los gobiernistas nace, en 1981, la Coordinadora Nacional de Pueblos Indígenas.

Pero la corriente principal del proceso organizativo es la que conforman los agrupamientos regionales. Algunos aglutinan diver-sas comunidades de una sola etnia, como el Comité de Defensa y De-sarrollo de los Recursos Naturales de la Región Mixe, transformado después en Asamblea de Autoridades Mixes, de Oaxaca; la COCEI, que agrupa a zapotecos de la misma entidad; la Unión de Comuneros Emiliano Zapata (UCEZ), formada por purépechas de Michoacán; la Tosepan Titataniske, de la que son miembros nahuas y totona-cos de Puebla; la Unión de Ejidos Quiptik ta Lecubtesel, que agrupa tojolabales, tzeltales, tzotziles, choles y mestizos de Chiapas; la Or-ganización Independiente de Pueblos Unidos de las Huastecas, que con otros forma el Frente Democrático Oriental de México Emilia-no Zapata. En la ciudad de México se constituye en 1989 el Consejo Restaurador de Pueblos Indios, formado por nahuas de los pueblos del Distrito Federal y por núcleos de avecindados de otras etnias. Hay también convergencias de dos pueblos, como la Organización de Defensa de los Recursos Naturales y para el Desarrollo Social de la Sierra Juárez, con zapotecos y chinantecos, y multiétnicas, como la Unión de Comunidades indígenas de la Región del Istmo (UCIRI), con zapotecos, mixes, mixtecos y chontales, así como el Consejo de Pueblos de la Montaña de Guerrero, con mixtecos, tlapanecos, na-huas y amuzgos, entre otras. Finalmente, algunos agrupamientos son multiétnicos por representación, binacionales por territorio y salteados por geografía, como el Frente Mixteco Zapoteco Binacional, luego Frente Indígena Oaxaqueño Binacional, y a principios del si-glo xxi Frente Indígena de Organizaciones Binacionales (FIOB), que tiene bases en Oaxaca, en el noroeste mexicano y en la California estadounidense, y la Red Internacional de Indígenas Oaxaqueños (RIIO), con cobertura semejante.

La convergencia de múltiples comunidades y hasta diversas etnias en muchas de estas agrupaciones se explica no tanto por la fortaleza regional de las identidades y de los pueblos originarios, como por la cohesión proveniente de la común problemática agra-ria, productiva, laboral y hasta política. Así, hay organizaciones cuyo eje es la lucha por la tierra y que militan en la CNPA, como la UCEZ; otras de carácter predominantemente económico, como la Unión de Ejidos Quiptik ta Lecubtesel, vinculada a la UNORCA; algunas más que defienden los derechos de los migrantes, como el

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FIOB y la RIIO, y también algunas que destacan por haber logra-do democratizar el gobierno local, como la COCEI en el municipio oaxaqueño de Juchitán.

Quinientos años terqueando

La problemática específica de los indígenas está presente en todas estas organizaciones actuantes durante los setenta y los ochenta de la centuria pasada, pero deviene el principal aglutinador en la in-minencia de los 500 años de la conquista de América, cuando cobra fuerza el nuevo indianismo.

Los encuentros de organizaciones indígenas independientes de 1980 en Puxmecatán, Oaxaca, y Cherán Atzícurin, Michoacán, solo sirven para constatar las enconadas divergencias que existen entre agrupamientos étnicos y para recibir una delegación del Con-sejo Regional de Pueblos Indígenas de México, Centroamérica y el Caribe, filial del Consejo Mundial de Pueblos Indígenas. Mientras tanto, el Congreso Nacional de Pueblos Indígenas –convocado por el gobierno para legitimar su iniciativa de adicionar una frase al artículo 4° de la Constitución a fin de reconocer la existencia de las culturas indígenas– pone de manifiesto que también entre los ofi-cialistas hay diferencias.

Estas erráticas convergencias y divergencias étnicas encuen-tran cauce firme a partir del Primer Foro Internacional sobre De-rechos Humanos de los Pueblos Indios, reunión de organizaciones indígenas nacionales e independientes realizada en 1989 en Matías Romero, Oaxaca, en la que participan también delegados de agru-pamientos étnicos de otros países. Al Foro, que se repite en marzo de 1990, pero ahora en Xochimilco, Distrito Federal, asisten más de 100 representantes provenientes de 25 regiones. Hay tlapanecos, nahuas, amuzgos y mixtecos de la Montaña de Guerrero; totonacos de Puebla; otomíes de Veracruz; nahuas de la sierra de Zongolica; purépechas de Michoacán; zapotecos, chinantecos, mixes y mazate-cos de Oaxaca; huicholes de Jalisco; rarámuris de Chihuahua; se-ris, kiliwas y paipei de Baja California; tohono o’odham de Sonora; nahuas del Distrito Federal, entre otros. De estos encuentros sur-ge, el mes de julio de ese mismo año, el Consejo Mexicano 500 años de Resistencia Indígena y Popular, que de inmediato se incorpora a la campaña continental de conmemoración alternativa del presun-to “descubrimiento”.

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Por su parte, el gobierno intenta retomar la iniciativa etnicista a través del impulso a un Consejo Indio Permanente, que se forma en 1991 y se desintegra al poco tiempo, cuando la iniciativa presi-dencial de suprimir el contenido agrarista del artículo 27 constitu-cional divide a las organizaciones. Desprendimientos de este Con-sejo se incorporan después a la convergencia bautizada Monarca, más tarde COA.

Durante los años noventa los indígenas cobran visibilidad nacional con movilizaciones como las del Consejo de Pueblos Na-huas del Alto Balsas, que entre 1992 y 1995 marcha tres veces de Guerrero a la ciudad de México; o la caminata al Distrito Federal nombrada Xi’Nich, que en 1992, durante 50 días y 1100 kilómetros, realizan 300 tzeltales, choles y zoques del Comité de Defensa de las Libertades Indígenas, el Consejo Independiente Tzeltal y la Unión de Campesinos Indígenas de la Selva de Chiapas.

La insurgencia

En el arranque de la última década del siglo xx se multiplican las señales de que el sur se nos viene encima. La más sintomática es la movilización de unos 15 mil indígenas de Los Altos de Chiapas, que el 12 de octubre de 1992 aterrorizan a los coletos de San Cris-tóbal al tomar simbólicamente la Ciudad Real y tumbar en efigie al conquistador Diego de Mazariegos. Coordina la acción el Frente de Organizaciones de los Altos de Chiapas, y en particular la flaman-te Alianza Nacional Campesina Indígena Emiliano Zapata, conti-nuadora de la Alianza Campesina Independiente Emiliano Zapata formada en 1989 por las bases de apoyo del núcleo clandestino y militante que cinco años más tarde se daría a conocer como EZLN. Para la trivia: dicen que por ahí andaba, tomando fotos, el Subco-mandante Marcos.

Después del alzamiento del EZLN el primero de enero de 1994, todo se precipita, y el 10 y 11 de abril 1995 unos 200 delegados, que representan alrededor de 100 organizaciones, realizan en la ciudad de México la Primera Asamblea Nacional Indígena Plural por la Autonomía, donde se formula un proyecto de ley autonómica a partir de ideas que venían gestándose desde los años ochenta. Poco después se lleva a cabo una nueva asamblea en las tierras yaquis de Loma de Bácum, Sonora, y en agosto de ese mismo año cerca de 400 representantes se reúnen en Oaxaca. De este proce-

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so surge la Asamblea Nacional Indígena Plural por la Autonomía (ANIPA), que aportará relevantes ideas al debate sobre la libre de-terminación de los pueblos. Al poco tiempo la Asamblea se trans-forma en asociación política con registro, de la que provienen fun-cionarios importantes del gobierno panista de Vicente Fox, como el director del Instituto Nacional Indigenista y algunos delegados estatales de la misma institución, indígenas que de súbito queda-ron del otro lado del escritorio.

Una parte del nuevo indianismo identificado con los insurrec-tos chiapanecos se manifiesta desde 1995 en la ANIPA, pero la con-vergencia expresamente convocada por el EZLN arranca con el Foro Nacional Indígena reunido en San Cristóbal en enero de 1996, que forma parte del proceso de negociaciones entre el gobierno federal y el EZLN iniciado en 1995 en San Andrés Larráinzar, o Sacamchén de los Pobres. A la reunión asisten 178 organizaciones nacionales, desde grupos indígenas locales y organizaciones no gubernamenta-les hasta coordinadoras nacionales y 19 organizaciones internacio-nales. Los casi 500 participantes en el evento, que además de espa-ñol, inglés, francés e italiano hablan cuando menos 25 lenguas de los pueblos originarios, debaten ampliamente la agenda de San Andrés, lo que le imprime a las negociaciones entre gobierno y guerrilla un carácter inédito, pues la posición del EZLN en lo tocante a derechos y cultura indígena no es obra solo de este grupo sino que se ha ido consensuando por el conjunto del movimiento étnico nacional.

Representación orgánica y política de esta amplia conver-gencia es el CNI, que se constituye en octubre de ese mismo año y realiza su primera reunión general, avalada con la presencia de la comandanta Ramona, del EZLN. En 1998, cuando salen de Chia-pas 1111 zapatistas rumbo a la ciudad de México, el CNI lleva a cabo su segundo congreso. Para entonces las conclusiones de San Andrés sobre el tema de derechos y cultura indígena, sintetizadas por la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) del Poder Le-gislativo, ya han sido aprobadas por el EZLN y rechazadas por el presidente Zedillo. Esto conduce a la suspensión del diálogo de paz, de modo que el CNI asume los acuerdos de San Andrés y la llama-da Ley Cocopa como sus banderas de lucha; pero, dado que desde el 2000 el proceso hacia la aprobación de dicha Ley está trabado, las organizaciones acuerdan pugnar en la práctica por la autonomía en todas sus regiones y trabajar en la reconstitución de las comunida-des y pueblos.

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En marzo de 2001, coincidiendo con la caravana zapatista, se vive el momento más intenso de la movilización étnica, cuan-do cientos de miles de indígenas agarran su itacate, salen de las comunidades y emprenden sus propias marchas chiquitas para re-cibir a la comandancia del EZLN en los innumerables mítines del recorrido. La fiesta culmina en la pequeña población purépecha de Nurio, Michoacán, donde cerca de nueve mil personas participan en el Tercer Congreso del CNI. Casi 3 400 delegados efectivos, en representación de 41 de los 56 pueblos indios que sobreviven, y pro-venientes de 27 estados de la República, más alrededor de cinco mil observadores solidarios, participan durante dos días en cuatro bullentes mesas de trabajo.

Pero esto no es más que el filito de la nagua, pues casi siempre los delegados habían realizado reuniones preparatorias en sus co-munidades de origen y en ocasiones eran portavoces de las resolu-ciones de amplios foros regionales. Así, en Morelos se realizó el En-cuentro Sumemos Resistencias, el Foro Oaxaqueño consensuó las opiniones de los 16 pueblos de la entidad, los wixárikas y nahuas de Jalisco se reunieron antes de salir para Michoacán, y lo mismo hizo el Frente Cívico Indígena Pajapeño de Veracruz, entre otros muchos que hicieron del encuentro de Nurio un “congreso de con-gresos”. Y es que ahí estaban todos: los agrupamientos nacionales, los regionales y los locales, y también las organizaciones de los tras-terrados, como la Asociación de Tepeuxileños Emigrados, In Cucä, que agrupa a cuicatecos y mazatecos originarios de Oaxaca; la red de mixtecos, purépechas, zapotecos y triquis que viven en Guadala-jara; los variopintos migrantes avecindados en la ciudad de México, y muchos más. En la hora de las identidades recobradas, la ocasión sirvió para que algunos se redescubrieran indígenas.

La cuestión central de los debates son los derechos de los pue-blos indios y la necesidad de unificarse y presionar para que sean incorporados a la Constitución en los términos de la Ley Cocopa. Pero quedó claro que la lucha indígena no empieza ni termina en la conquista de reconocimiento constitucional.

Estamos seguros de que el Congreso [...] entrará en razón y nues-tros derechos serán reconocidos –decía el representante de la Red Nacional de Ciudadanos y Organizaciones por la Democracia– pero no vamos a comer, ni vestir, ni curarnos con autonomía. El reconoci-miento de la autonomía es un gran paso, pero todavía el camino para

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alcanzar la justicia, la democracia y la libertad es largo; y no es res-ponsabilidad solo de los pueblos indios, es de todos los campesinos, de los maestros, de los estudiantes, de los obreros...

En la mesa uno se rechazó el Plan Puebla-Panamá y otros pro-yectos colonizadores, pero también se planteó la necesidad de im-pulsar programas propios. Así lo explicaba Lorenzo García, de la tribu yaqui de Sonora:

Nosotros tenemos un plan estratégico de desarrollo desde 1983 y no nos hacen caso. Reconocemos como muy importante el movimiento indígena nacional y apoyamos los acuerdos de San Andrés, pero me pregunto qué va a pasar cuando se apruebe esa ley [...] No basta con firmarla, tenemos que construir con nuestra lucha y nuestro trabajo las condiciones para defenderla.

Y esta defensa se expresa, entre otras cosas, en el trajín indíge-na por establecer autogobiernos, con independencia de si la Consti-tución Política los incluye formalmente o no. Después de una larga lucha de las etnias por su reconocimiento, hoy, en Oaxaca, casi todos los municipios indígenas, pequeños y propicios al sistema de cargos y a la democracia directa, se gobiernan por usos y costumbres: normas consuetudinarias que están reconocidas en la Constitución de dicha entidad federativa. En Chiapas, el EZLN, sus bases de apoyo y otras fuerzas democráticas conformaron municipios autónomos que, en la práctica y sin reconocimiento, ejercen la libre determinación política. En Guerrero, junto con la creciente competencia por las alcaldías, cobra fuerza la lucha por la remunicipalización, sobre todo donde los indios de las rancherías son ninguneados por los mestizos y caciques de la cabecera. En Crónicas del Sur escribí:

El intento de crear un municipio indígena en el Alto Balsas prolonga la lucha de los nahuas de la región contra la presa etnicida de San Juan Tetelcingo; por su parte, el Consejo de Autoridades Indígenas de la Región Costa-Montaña demanda un municipio mixteco y tlapa-neco, mientras que en el pobrísimo Metlatónoc los mixtecos quieren crear un nuevo municipio de Chilixtlahuaca; finalmente, desde 1995 pobladores de Metlatónoc y Tlacoachistlahuaca sostienen de facto un municipio llamado Rancho Nuevo de la Democracia. En Costa Chica, Marquelia se separó de Azoyú y los de Pueblo Hidalgo quieren inde-

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pendizarse de San Luis Acatlán; por su parte, los mixtecos de Copana-toyac demandan municipio propio. Quién sabe si sea deseable la pul-verización municipal y la separación administrativa de los gobiernos étnicos, pero no cabe duda de que en Guerrero las demandas autonó-micas en el nivel de la autoridad local tienen una fuerza creciente.1

El Acta de Ratificación de los Acuerdos de Nurio, firmada en San Pablo Oxtotepec, Distrito Federal, documenta la amplitud de miras del movimiento indígena:

... rechazamos tajantemente las políticas que el gran capital impulsa, porque la madre tierra y todo lo que en ella nace no es mercancía que se pueda comprar y vender, porque la lógica simple y mezquina del mercado libre no puede destruir nuestra existencia misma, porque los modernos piratas y biopiratas no deben expropiar más nuestro saber antiguo y nuestros recursos naturales, porque no puede eje-cutarse un solo proyecto o megaproyecto en nuestros territorios sin nuestra participación, consulta y aprobación.

La corriente profunda de la Torre de Babel redimida por el diálogo, que se edificó en Nurio, es la diversidad virtuosa. Plura-lidad de etnias, culturas y lenguas en coexistencia enriquecedora; pero también pluralidad de los hábitats naturales; pluralidad de recursos, tecnologías y maneras de producir; pluralidad de formas de organización social; pluralidad de sistemas jurídicos comunita-rios; pluralidad de talantes y vestimentas; pluralidad culinaria y aguardentosa –cuando hay modo y con qué–; pluralidad de cantos y de danzas. Si el ciclo emparejador del capitalismo está llegando a su fin, si el saldo desastroso de la pretensión de homogeneizar a los hombres y a la naturaleza está generando resistencias crecientes y paradigmas alternativos, el encuentro de Nurio fue una Arcadia efímera pero alentadora, un reducto de pluralidad. No demasiado, solo un ejemplo de que en el mundo del gran dinero también exis-ten los diferentes, de que la convivencia en la diversidad es posible. Por eso, para muchos de nosotros Nurio y otros encuentros indí-genas y campesinos resultan extrañamente conmovedores; porque pese a los excesos y desfiguros, durante unos días se experimenta la socialidad otra, el fugaz topos de la utopía, lo que Jean Paul Sar-

1 Armando Bartra, “Posdata”, en Armando Bartra, comp., Rosario Cobo, Gisela Espino-sa, Carlos García, Miguel Meza y Lorena Paz Paredes, op. cit., pp. 419-420.

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tre hubiera llamado el “grupo en fusión”, antítesis de la serialidad y de la inercia.

Esta intensa, multitudinaria y fervorosa construcción social de las ideas y los consensos, que arranca hace un cuarto de siglo y se intensifica en la última década, es lo que en abril del 2001 tiran a la basura, como si fuera un kleenex usado, primero los senadores y luego los diputados, al aprobar una reforma constitucional aco-tada, que deja fuera las principales reivindicaciones de los pueblos originarios.

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Xi. en eL tercer miLenio: ¡eL cAmpo no AguAntA más!

Luchamos porque el campo sea reconocido como parte fundamental de un nuevo proyecto de nación en la so-beranía y la democracia, el crecimiento, la equidad, la sustentabilidad y la globalización. Luchamos por que se reconozca a los campesinos el derecho a seguir sien-do campesinos y a vivir con dignidad y bienestar a la par que los mexicanos de las ciudades. Luchamos por la soberanía alimentaria; por producir alimentos sanos, suficientes y accesibles para todos; por cuidar nuestro territorio, preservar sus recursos naturales y producir bienes y servicios ambientales para el disfrute de toda la población.

Manifiesto El campo no aguanta más, 10 de febrero, 2003.

“¡El campo no aguanta más!” vociferaban por las calles del Centro Histórico de la ciudad de México los 100 mil manifestantes, la ma-yoría campesinos, que el 31 de enero del 2003 pusieron de nuevo en ocho columnas al movimiento rural.

No era la primera caminata. A principios de diciembre más de tres mil pequeños agricultores habían marchado por varios días a las oficinas públicas, a la Cámara de Diputados y a la embajada de Estados Unidos, y a mediados del mes campesinos de la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas (UNTA) y jinetes de El Bar-zón entraron por la fuerza al Palacio Legislativo de San Lázaro. Su demanda se sintetizaba en seis propuestas para la salvación y revalorización del campo mexicano, cuyo centro era la moratoria al apartado agropecuario del TLCAN, pero también exigían más recursos fiscales y mejores políticas públicas, seguridad, inocuidad y calidad alimentaria, y reconocimiento de los derechos y cultura de los pueblos indios. La plataforma era sostenida por 12 organiza-ciones, disímbolas pero aliadas desde noviembre: CIOAC, CNPA, FDC, UNORCA, CNOC, Red Mocaf, AMUCSS, ANEC, CODUC,

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CEPCO, Unión Nacional de Organizaciones en Forestería Comuni-taria (Unofoc) y Frente Nacional en Defensa del Campo Mexicano.

Coyunturalmente el movimiento respondía a dos amenazas: conforme al TLCAN, el primero de enero de 2003 se suprimirían los aranceles a todos los productos agropecuarios, salvo maíz, frijol y leche en polvo; la nueva Ley Agraria de Estados Unidos incremen-taba en aproximadamente 80% los subsidios a sus agricultores, y la propuesta de Ley de Egresos de Vicente Fox para el 2003 reducía el presupuesto rural mexicano en 7% en términos reales.

En diciembre se consiguió que los diputados incrementaran en más de 13 mil millones los recursos al campo, pero nada sobre el TLCAN, de modo que en enero se reanudaron las acciones con una toma simbólica del puente internacional de Ciudad Juárez, mítines en varios estados y un ayuno de dirigentes en la ciudad de México. Para entonces ya se habían incorporado a la lucha organizaciones campesinas como El Barzón y la UNTA, mientras que el CAP co-queteaba con las 12 aliadas. Paralelamente se hacían acuerdos con fuerzas obreras, como la Unión Nacional de Trabajadores (UNT), y se convocaba al conjunto de la opinión pública en diversos foros.

El 20 de enero hubo movilizaciones en 15 estados de la Repú-blica y el 31 se realizó una gran marcha. Acción convocada por las 12 aliadas, quienes ya se identificaban como Mecnam, pero tam-bién por el CAP, El Barzón, la UNT, el Frente Sindical Mexicano y otra veintena de organizaciones. Aunque no estuvo entre los convo-cantes, la CNC se sumó a la movilización.

La marcha fue punto de quiebre que obligó al gobierno de la “alternancia”, pues en 2000 el PAN había desplazado al PRI de la Presidencia de la República, a definir un formato aceptable para llegar al Acuerdo Nacional para el Campo (ANC), y en febrero y parte de marzo se desarrollaron ocho mesas de diálogo públicas con más de dos mil ponencias. A su vez, las organizaciones que parti-cipaban en la negociación (Mecnam, CAP, El Barzón y CNC) deci-dieron trabajar como bloque y definieron su propuesta de Acuerdo, que constituyó una plataforma programática integral y estratégica. En las mismas semanas se conformó el Frente Sindical Campesino y Social para impulsar la soberanía alimentaria, el empleo, la vida digna y el desarrollo sustentable en el campo y la ciudad, y el 10 de abril 20 mil personas, entre campesinos y trabajadores urbanos, marcharon en el Distrito Federal en memoria de Emiliano Zapata, conmemoración que se repitió en una decena de estados. El 27 de

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abril se arribó a la versión definitiva del Acuerdo, que se forma-lizó al día siguiente en presencia del presidente, gobernadores y legisladores. De las organizaciones participantes en la negociación firmaron todas menos cuatro del Mecnam. Aunque todas, también, destacaron las limitaciones de lo pactado y la necesidad de conti-nuar la lucha.

El ANC reconoce formalmente la crisis rural y la necesidad de una nueva política, pero, de manera más concreta, reconoce la necesidad de excluir al maíz blanco y el frijol del TLCAN y, mien-tras esto se negocia con los socios, de controlar unilateralmente las importaciones; establece la urgencia de una ley multianual para la planeación agropecuaria, en la línea de la soberanía alimentaria, así como reformas profundas en la institucionalidad y normativi-dad de las instancias y programas agropecuarios del Estado. En lo inmediato, asigna cerca de tres mil millones adicionales al campo y constituye una comisión de seguimiento de lo acordado, que deberá operar por los siguientes cinco meses. ¿Parto de los montes? ¿Inicio de un vuelco histórico? Como veremos, todo dependerá de la capaci-dad que tenga el movimiento para darle seguimiento a lo poco pac-tado y continuidad a la lucha por lo mucho pendiente. Capacidad que para 2004 ya estaba muy mermada.

Hacerse clase

A los rústicos que se movilizaron, lo bailado nadie se los quita. Y lo bailado es un paso en la constitución del campesinado mexicano como clase. Nada más y nada menos. Si por clase entendemos no una cosa, una estructura o una categoría, sino un proceso por el que, como dice el historiador E. P. Thompson, “algunos hombres, como resultado de experiencias comunes (heredadas o comparti-das), sienten y articulan la identidad de sus intereses entre ellos y contra otros...”,1 entonces las jornadas de invierno fueron un gran paso en la conformación de la identidad clasista de los campesinos de por acá.

Porque a una clase no se pertenece, con la clase no se nace, la clase se hace. Se hace en la lucha, cuando el pasado común y la experiencia compartida cobran sentido identitario. Y si para los

1 E. P. Thompson, La formación histórica de la clase obrera. Inglaterra, 1780-1832, t. 1, Barcelona, Laia, 1977, p. 8.

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obreros es arduo hacerse clase, cuantimás para los campesinos: una variopinta muchedumbre de trabajadores rurales sujeta a las más diversas relaciones económicas que van desde la producción por cuenta propia hasta el trabajo asalariado, y por una heterogénea experiencia social que los lleva de la comunidad tradicional a las metrópolis primermundistas. Y así como es polifónica su condición, así lo son sus organizaciones; pues las hay de productores y de jor-naleros, de operadores de crédito y de deudores, de vendedores y de compradores, de artesanos y de agroindustriales, de usuarios y de prestadores de servicios, de migrantes y de quedados, de hombres y de mujeres, de indios y de mestizos... Esto, además de las dife-rencias por sector: que no es lo mismo sembrar maíz que cultivar tomate, cuidar vacas que cosechar miel, sacar madera que recoger resina, cazar que pescar o que recolectar... Sin olvidar la variedad de paisajes, climas, historias, culturas y lenguas que distinguen al indio del mestizo; que hacen rudo al norteño, sutil al suriano y ja-carandoso al de la costa. Luego están las identidades locales y re-gionales: que no es lo mismo un serrano que un calentano, ni vale igual San Juan de Arriba que San Juan de Abajo... Y por si fuera poco, las diferencias de adscripción gremial, de filiación política, de partido, de bando... Para colmo, a los campesinos se les ocurre vivir lejos, dispersos en comunidades chicas y mal comunicadas donde luego no hay periódicos y a veces ni siquiera televisión, y a algunos les da por no haber terminado la primaria, por no saber leer ni es-cribir, por no hablar español...

Pluralidad extrema que quizá fue lastre y vergüenza cuando estaba de moda la unanimidad del proletario de overol, pero es pri-vilegio y fortuna cuando se reconoce que la virtud vive en las di-ferencias. Entonces, para los campesinos construirse como sujetos unitarios, inventarse como clase, es tejer un barroquísimo tapete con incontables hilos y múltiples telares; es, en rigor, urdir la uni-dad en la diversidad.

Y eso fue precisamente lo que, por un tiempo, hicieron las or-ganizaciones del Mecnam: concertar grupos de raíz agrarista, como CIOAC, con otros de tradición productiva, como la UNORCA; poner juntos a los pobres de siempre, que militan en la CNPA, con los pobres nuevos, que se alinean en El Barzón; combinar los conoci-mientos comerciales y cerealeros de la ANEC, con la sapiencia fi-nanciera de la AMUCSS, con los saberes silvícolas y ambientales de Red Mocaf, con la experiencia en cultivos orgánicos y mercados

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justos de CNOC. Y con esta masa crítica ya no resultó tan difícil arrastrar a la convergencia antinatura que se llama CAP y hasta cohabitar con el brontosaurio reumático que es la CNC. Ni fue de-masiado complicado integrar una plataforma común, el Plan Cam-pesino para el Siglo XXI, y trabajar como bloque en la negociación multilateral con el gobierno.

Una convergencia clasista, un programa de clase y una nego-ciación de clase, que lo fueron no por intransigentes sino por com-prehensivos, no por enconados sino por incluyentes. Pero también por profundos, por radicales, por ir al fondo de las cosas. Y el fon-do de las cosas es el inhóspito y predador modelo adoptado por los tecnócratas neoliberales desde los ochenta del pasado siglo. Porque lo que en el arranque del tercer milenio unifica a los campesinos mexicanos, la condición de posibilidad de su convergencia de cla-se, es la exclusión económica, social y política compartida por to-dos los trabajadores de origen rural. Entonces, las jornadas de in-vierno fueron la demorada pero contundente respuesta campesina al agrocidio neoliberal, y el Mecnam fue herencia y prolongación de convergencias amplias como el CAU, el Monarca y la COA, que abortaron a fines de los ochenta y principios de los noventa por las artes clientelares de Carlos Salinas. Y, en perversa recurrencia, el propio Mecnam aborta a mediados del 2004, pero ahora por las ar-tes clientelares de Vicente Fox y el “gobierno del cambio”. Y es que el perverso síndrome del ogro filantrópico es cultura de modo que no remite fácilmente al influjo de la “alternancia”.

Pero, mientras duró, el Movimiento fue consecuente con sus postulados. Entre ellos el de que si la guerra anticampesina de las agrocorporaciones es planetaria, también la resistencia debe ser glo-bal. Así, el Mecnam participó destacadamente en las acciones por sa-car los alimentos de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que la UNORCA organizó en Cancún, Quintana Roo, como represen-tante en México de la red mundial Vía Campesina. Pero no hay que apostarlo todo a las jacqueries globalicríticas, también hay pausada y sistemática construcción de convergencias regionales, prolonga-ción del viejo internacionalismo de clase en el seno de la variopinta y plurisectorial mundialización. Hacia el sur, el Mecnam fue fundador del Movimiento Indígena y Campesino Mesoamericano (Moicam), constituido en Tegucigalpa, Honduras, en julio del 2003, después de varios encuentros campesinos regionales, y que tres años después agrupaba a más de 50 organizaciones de nueve países (Guatema-

Xi. en el tercer milenio: ¡el campo no aguanta más!

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la, Belice, Honduras, Nicaragua, El Salvador, Costa Rica, Panamá, Cuba, México). Hacia el norte, el Mecnam tuvo frecuentes intercam-bios con clubes y federaciones de mexicanos trasterrados, como los zacatecanos, michoacanos, duranguenses, oaxaqueños, etcétera, de Chicago, que en octubre del 2003 saludaron y enviaron al Movimien-to su fraternal cooperación, y también con organizaciones de granje-ros estadounidenses, como Maiceros Americanos, Unión Nacional de Campesinos, Coalición Nacional de Granjas Familiares, Organiza-ción para los Mercados Competitivos y Coalición Rural, que también en octubre participaron en el Foro Campesino Binacional, realizado en Des Moines, Iowa.

¿Y dónde estaban los indios en las jornadas de invierno 2002-2003? Los indios estaban ahí. Claro. En México no puede haber un movimiento rural realmente amplio sin presencia de comunidades indígenas. Ahí estaban las decenas de miles de caficultores nahuas, totonacos, zapotecas, mixtecos, mixes, tzeltales, tzotziles y demás, que militan en CNOC; ahí estaban los silvicultores purépechas de Red Mocaf; ahí estaban los ahorradores indígenas de las cooperati-vas de la AMUCSS. Porque el FDC de Chihuahua son los mestizos de Ciudad Cuauhtémoc, pero también los rarámuris de la sierra Tarahumara; y en la ANEC alinean cerealeros de Tamaulipas, Chi-huahua y Nayarit, pero también los maiceros tzotziles de la Casa del Pueblo de Venustiano Carranza, Chiapas. Las que, ciertamen-te, no estaban eran las organizaciones indígenas definidas expresa-mente como tales, que en la última década impulsaron la lucha por los derechos y la cultura de los pueblos autóctonos. Y su ausencia fue notable, se hicieron extrañar.

Porque la larga lucha antiautoritaria que ha sido el movimien-to campesino posrevolucionario, no está completa sin la aportación indígena. Porque la independencia y la autogestión no bastan para desembarazarse de las telarañas del poder, hace falta el autogo-bierno, y en esto la experiencia autonómica de las comunidades ori-ginarias es insoslayable.

Entonces, a los “integrados” de las organizaciones campesinas les haría bien rozarse con los “apocalípticos” del CNI y similares; como a los “profundos” les sería útil adentrarse en las artes “ima-ginarias” de interactuar con el monstruo mercantil y con el ogro filantrópico sin perder la figura ni dejarse devorar.

En el 2003 no se pudo, pues los indios y el EZLN aun rumiaban las implicaciones de la torpeza senatorial que había abortado la ley

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que debía reconocer sus derechos. Pero en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, emitida en Junio del 2005, los neozapatistas reconocen por fin que: “Un nuevo paso adelante en la lucha indíge-na solo es posible si el indígena se junta con obreros, campesinos, estudiantes, maestros, empleados... o sea los trabajadores de la ciu-dad y el campo.”, declaración que, de ser retomada por el CNI, sin duda hubiera facilitado el encuentro de las dos grandes vertientes del movimiento rural.

Sin embargo, más que voluntad de sumar movimientos socia-les, “La Sexta” resultó plataforma de lanzamiento de “La otra cam-paña”, una gira política del Subcomandante Marcos que, en nombre de aglutinar a la “verdadera izquierda”, derivó en retahíla de des-calificaciones a la campaña de centro izquierda por la presidencia de la República, encabezada por Andrés Manuel López Obrador, y en general a la vía electoral como alternativa de cambio.

Y, dado que en 2006 la parte sustantiva de los gremios demo-cráticos urbanos y rurales apostó por un gobierno de izquierda, a raíz de “La sexta” y sus derivaciones se profundizó el distancia-miento entre la corriente principal del movimiento social y la es-trecha vertiente encabezada por el EZLN. Así las cosas, el nuevo invierno caliente de la lucha campesina que arrancó a fines de 2007 una vez más fue recibido con silencio por las organizaciones indíge-nas del entorno zapatista.

Pactos que no se cumplen

El 28 de abril del 2003, cuando se firmó el ANC, las organizaciones del Mecnam, definieron su postura:

La actual correlación de fuerzas y la posición política adoptada por el ejecutivo redujeron las expectativas de un verdadero cambio estruc-tural como el que demandaron los campesinos y la sociedad mexica-na, quedando en su lugar un acuerdo limitado que no contiene [...] los cambios anhelados. Él que hoy firmamos no es el Acuerdo Na-cional para el Campo, aunque así se llama, es solo un documento útil para iniciar el proceso que nos permita consolidar los resultados hasta hoy consensuados y construir las condiciones necesarias para alcanzar aquellas propuestas programáticas que no están incluidas [...] Hacemos un llamado a todas las organizaciones campesinas na-cionales y regionales a mantener la unidad y la movilización, para

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que este y posteriores acuerdos no sean letra muerta. (Discurso del Mecnam con motivo de la firma del ANC).2

Transcurridos 12 meses de la firma del pacto, el 28 de abril del 2004, el Mecnam formuló la siguiente evaluación:

A un año de su firma los resultados del ANC no son satisfactorios; por lo que no existen motivos para festejos y conmemoraciones. El Ejecutivo Federal ha incumplido lo esencial del acuerdo y se ha pre-ocupado por el cumplimiento de los aspectos inmediatos de forma su-perficial y puramente cosmética [...] El Gobierno no honró la palabra empeñada en las negociaciones...

Entre “lo esencial” que el gobierno de Vicente Fox escamoteó está lo establecido en el primer numeral del apartado B de la sec-ción III del ANC, donde el Ejecutivo Federal se compromete a rea-lizar una “evaluación integral de los impactos” que sobre nuestra agricultura han tenido y tendrán tanto el TLCAN como la Ley de Seguridad Agropecuaria e Inversión Rural 2002, de Estados Uni-dos. Evaluaciones que debieron realizarse “con la participación de las organizaciones campesinas y de productores”, y deberían haber-se terminado a más tardar en diciembre del 2003. Esto para sus-tentar la utilización inmediata por parte de México de “todos los mecanismos de defensa establecidos en las leyes”, y como base de nuevas negociaciones de nuestro país con Estados Unidos y Cana-dá, orientadas a “revisar lo establecido en el TLCAN”, en particular lo referente al maíz blanco y el frijol.

Para empezar, el gobierno no cumplió los plazos acordados ni hizo pública oportunamente la evaluación que encargó –y que no fue participativa, como se había pactado–, pero según filtraciones periodísticas cuando menos algunos de los “expertos” contratados concluyeron que los apartados agropecuarios del Tratado no debían revisarse, pues el acuerdo comercial había traído más beneficios que daños.

Tampoco se concretó lo establecido en el apartado c de la sec-ción E del capítulo III del Acuerdo, referente a una iniciativa de Ley de Planeación Agropecuaria y Soberanía y Seguridad Alimentarias, propuesta que desde el 2003 el Ejecutivo federal debió presentar al

2 Ver Cuadernos Agrarios, nueva época, núm. especial “¡El campo no aguanta más!”, 2003, pp. 205-207.

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Legislativo para su dictamen y aprobación. La reforma jurídica que se acordó diseñar en el ANC debería tener como “sustento el concepto de soberanía y seguridad alimentarias”; además de incluir y concre-tar el “derecho a la alimentación”; reconocer el “principio de paridad urbano rural”; establecer “inversiones estructurales, productivas y sociales para regiones atrasadas”, y crear un “sistema de ingresos objetivo para los productos considerados como básicos y estratégicos por la Ley de Desarrollo Rural Sustentable”, norma valiosa esta úl-tima, que costó mucho aprobar pero que sin reglamentación es letra muerta. Todo esto como base para una “planeación, programación y presupuestación multianual”. Incumplido el compromiso presiden-cial, el Congreso asumió la tarea normativa pactada en el ANC y diputados de todos los partidos de la 59 legislatura consensuaron la Ley para la Seguridad y Soberanía Alimentaria y Nutricional, que fue turnada a la cámara alta, ámbito donde las mezquindades políti-cas de algunos senadores cenecistas constituyeron una traba, pese al amplio consenso que había logrado la iniciativa en la cámara baja.

En el apartado 1 de la sección F del capítulo III se acordó una reforma estructural de las instituciones y programas públicos ru-rales, que buscaría “concentrar, coordinar y especializar los instru-mentos clave para el desarrollo del campo”. De este radical reorde-namiento administrativo, cuya propuesta debió estar terminada a mediados del 2003, ni sus luces.

El ANC no da respuesta a demandas fundamentales del movi-miento, como restablecer el espíritu agrarista en el artículo 27 de la carta magna y llevar a la Constitución los derechos autonómicos de los pueblos indios en los términos de la Ley Cocopa, mientras que en lo tocante a reorientar del desarrollo rural en la lógica de la sobera-nía alimentaria es más proclamativo que sustantivo. Por eso el Mec-nam siempre lo consideró valioso pero limitado y llamó a impulsar su cumplimiento al tiempo que se trabajaba por objetivos mayores. Sin embargo, en 2008, ya muy avanzado el segundo gobierno federal pa-nista y cuando el movimiento campesino retomaba la iniciativa que había perdido desde 2004, resultó claro que al igual que Vicente Fox, Felipe Calderón tampoco pensaba cumplir los aspectos básicos de lo pactado: recuperar la soberanía alimentaria con campesinos, empe-zando por renegociar el apartado agropecuario del TLCAN, impulsar mediante políticas de Estado un desarrollo agropecuario justiciero y sostenible y en esta tesitura reformar radicalmente las instituciones públicas de incumbencia rural.

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Las propuestas de Presupuesto de Egresos que el Ejecutivo fe-deral foxista envió a los diputados del 2003 al 2005,y las que envió el gobierno de Calderón en 2006 y 2007, son la muestra más des-carnada de que a los panistas en el poder los acuerdos firmados con los campesinos les tienen sin cuidado. Pese a que el quinto de los Principios rectores del ANC, referente a presupuesto, estable-ce que “El Ejecutivo Federal [...] asignará recursos multianuales [...] para crear las condiciones básicas del desarrollo de las regiones marginadas y la competitividad de los sistemas producto reconoci-dos como básicos y estratégicos...”, el gasto público para el campo propuesto por el presidente a los legisladores ha sido decreciente, y si bien todos los años se lograron incrementos, eso se debió a que las organizaciones campesinas impulsaron con éxito sus propias iniciativas en reuniones con las sucesivas comisiones de Desarrollo Rural y Agricultura y las diversas comisiones unidas de la Cámara de Diputados.

Por si quedara alguna duda de que los gobiernos panistas nun-ca pensaron honrar su firma, el secretario de agricultura de Fox declaró el 13 de octubre de 2004 que el ANC no era una “obligación” ni estaba “escrito en piedra”. Postura que, en la práctica, mantu-vieron los secretarios de agricultura del gabinete de su sucesor Fe-lipe Calderón.

Fractura y reflujo

En el descarado incumplimiento gubernamental del ANC, el reflu-jo del movimiento a partir de mayo del 2003 representó un papel importante. Después de las intensas jornadas de invierno y las des-gastantes negociaciones en corto de mediados del 2003, el distan-ciamiento de los bloques era de esperarse pues las organizaciones campesinas del PRI siempre han practicado su propio juego neocor-porativo, ahora con los funcionarios gubernamentales del PAN, y si participaron en el movimiento lo hicieron arrastradas por la irre-sistible iniciativa de los autónomos.

No podía ser de otro modo. Las jornadas de invierno hubieran resultado menos trascendentes de lo que fueron sin la participa-ción del CAP y la CNC. Pero el costo a pagar por la amplitud del movimiento fue la inclusión de actores abiertamente clientelares, herencia del régimen priista y saldo de la rancia cultura política corporativa.

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También el Mecnam sufrió los efectos del reflujo. Una alian-za que había superado sin mayores problemas diferencias tácticas referentes a si había que firmar o no el ANC, se desmoviliza y dis-persa en el segundo semestre del 2003, y a mediados del 2004 se fractura en dos tendencias.

No se trata de discrepancias estratégicas, pues nadie puso en duda la plataforma compartida a la que ya se identifica como Plan campesino para el siglo xxi; ni siquiera son diferencias tácticas, pues todos están de acuerdo en reclamar el cumplimiento del ANC al tiempo que se reivindican las demandas que quedaron fuera del pacto; todos comparten la idea de combinar negociación con movili-zación, todos reconocen que la incorporación de las organizaciones regionales es una tarea pendiente y todos coinciden en la necesidad de participar en frentes populares junto con otras fuerzas opuestas a las reformas neoliberales.

Las diferencias tienen que ver, en apariencia, con si se debía o no dotar al Mecnam de una figura asociativa propia. Así, por voz de Alberto Gómez, la UNORCA se oponía a una “organización de orga-nizaciones en donde algunas aportaban sus bases y otras pretendían dirigir...” y donde se “pretendiera representar en igualdad de con-diciones a organizaciones distintas y con posiciones divergentes”.3 Argumentos atendibles pero que no explican el rompimiento de un frente que desde fines del 2002 había manejado con éxito tales dife-rencias y tales supuestas pretensiones hegemónicas.

Más espinoso fue el tema de si se podía o no formar parte del Mecnam y también del CAP, cuestión que cobró importancia cuan-do el CAP comenzó a esquirolear abiertamente en cuestiones como el seguimiento del ANC, y que no se puede reducir a un: “Faltó la tolerancia ante la aparente doble militancia”, como escribe Víctor Quintana, del FDC.4

Estas diferencias son importantes, pero no tanto en sí mismas como porque remiten a la cuestión que subyace en el distancia-miento: las vías y espacios de interlocución de las organizaciones con el gobierno, los usos y costumbres que han privado –y siguen privando– en la relación entre los gremios campesinos y el Estado mexicano. En palabras de Víctor Quintana: faltó una táctica que

3 Alberto Gómez Flores, “En defensa de nuestro derecho a existir”, en “Masiosare”, su-plemento de La Jornada, 24 abril de 2005.

4 Víctor M. Quintana S. “Respuesta desde lo invisible”, en “Masiosare”, suplemento de La Jornada, 15 de mayo de 2005.

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“... combinara la necesidad de obtener reivindicaciones inmediatas que tenía la mayoría de las organizaciones, con la claridad y la fir-meza en las demandas estratégicas...”.5

En realidad los orígenes de la fractura pueden rastrearse en los diagnósticos y documentos del propio Mecnam y de sus partici-pantes. Estos son fragmentos de la evaluación que realizó el Movi-miento con motivo del primer aniversario de la firma del ANC:

En los tres años de la presente administración, hemos sido capaces de frenar el avance de las reformas neoliberales en el campo [...] a través de nuestro trabajo [...] nuestras movilizaciones y el Plan Cam-pesino para el siglo xxi.Nos hemos mantenido como movimiento alternativo y [...] referente para los movimientos y organizaciones... regionales e internaciona-les [...] Hemos mantenido nuestra vinculación con las organizaciones sindi-cales y los movimientos contra las reforma neoliberales [...] [Destaca] [...] nuestra participación en [...] la construcción del Movi-miento Indígena y Campesino Mesoamericano Moicam [...] [y] nues-tras alianzas internacionales con el movimiento campesino y con el movimiento antiglobalización neoliberal.[Y] algo muy importante: mantenemos nuestra autonomía, inde-pendencia y compromiso [...] así como nuestra capacidad de crítica y autocrítica.6

No era, en ese momento, optimismo de unos cuantos, sino ba-lance compartido por casi todos los participantes. Entre otros, por el FDC, una de las organizaciones del Mecnam que decidió no fir-mar el pacto con el gobierno:

El ANC fue un logro muy importante del movimiento campesino. Sin embargo constituye solo una etapa en nuestro camino [...Ahora bien] más allá del ANC, el Mecnam, a veces en conjunto con otras organi-zaciones, a veces solos, hemos tenido [otros] logros muy importantes: incidimos en la modificación de la postura del Gobierno Federal ante las negociaciones de la OMC con motivo de la Ronda de Cancún, lo-grando que nuestro país se integrara al Grupo de los 20. Colocamos

5 Ibíd.6 Esta y las siguientes citas provienen de documentos fotocopiados, propiedad del

autor.

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a miembros del movimiento en posiciones clave en la Cámara de Di-putados. A partir de ahí se logró modificar en el sentido de nuestras demandas el Presupuesto de Egresos de la Federación para 2004, habiendo logrado un incremento de alrededor de 10 mil millones de pesos. Últimamente logramos que, por fin, la Secretaría de Hacienda aceptara traducir en los programas concretos el incremento logrado [...] Hemos tenido logros que ningún agrupamiento nacional tan he-terogéneo había tenido. Por lo pronto, a pesar de todo, nos mantene-mos unidos y activos [...] Gozamos de gran legitimidad; tenemos el apoyo de importantes sectores y grupos de influencia; contamos con una presencia nacional y regional muy significativa [...] [Así pues] podemos volver a reactivar el movimiento nacional [y] constituirnos en su polo de atracción.

Otra de las organizaciones del Mecnam no firmante del ANC, la UNORCA, expresó puntos de vista muy semejantes en el men-cionado Foro del 26 de abril de 2004:

Lo que se dice cumplido por el gobierno son algunos acuerdos [y] de manera muy parcial, en el campo no se han visto avances sustanti-vos. Mas sin embargo hay que seguir proponiendo y exigiendo que se cumpla, que la lucha campesina tendrá que ir más allá [...] con acuerdo o sin él [...] La lucha de nuestro Movimiento tendrá que se-guir adelante [... y de] no verse bien correspondido con respuestas que resuelvan nuestras demandas, tendrá que seguir recurriendo a las movilizaciones...

Sin embargo, ya entonces se apuntaban los principales proble-mas y los incipientes factores de disenso, tanto al interior del Mec-nam como externos. Así, en el mencionado documento se reconoce que: “fue muy desafortunado que la amplia coalición campesina que se formó para impulsar las demandas, no se sostuviera”. Pero ya en la primera reunión de evaluación del ANC convocada por las Comisiones Unidas de la Cámara de Diputados, el Mecnam había denunciado a las organizaciones que apelan a “... lamentaciones y denostaciones hacia el gobierno, como una estrategia de presión y de chantaje para obtener beneficios de grupo o particulares y per-petuar la práctica del clientelismo en el campo”. Por su parte, un documento del FDC establece, en la misma tesitura:

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Si no actuamos contra las inercias de la dispersión y del reflujo [...] lo más probable es que el Gobierno Federal [...] consolide una política de negociaciones bilaterales con cada una de nuestras organizacio-nes para hacer concesiones-hormiga, desactivar inconformidades y evitar la reactivación de un movimiento nacional.

Finalmente, en un balance de la ANEC se afirma: “ ... el Mecnam no puede [...] consolidarse reproduciendo las mismas prác-ticas de las organizaciones de Estado [...] buscando solo un espacio de interlocución para tener nuestra propia cuota para “bajar” re-cursos y prebendas...”.

Previsible, y hasta inevitable, la fragmentación del movimien-to a la hora en que cada una de las organizaciones entró a nego-ciar sus específicas demandas, pone de manifiesto que se trata de sujetos gremiales cuya supervivencia depende de los resultados tangibles que reporten a sus bases; pero sobre todo destaca, por contraste, las virtudes de las jornadas de invierno 2002-2003, cuan-do se consensuó un programa común y se impuso una concertación multilateral con el gobierno. La enseñanza es que la fuerza de los campesinos está en negociar de común acuerdo hasta el final, si no las demandas particulares de cada agrupación, sí, cuando menos, las reglas del juego que frenen la proclividad gubernamental a ha-cer del inevitable regateo bilateral un mecanismo de cooptación.

Si desechamos impertinentes consideraciones sobre la mayor o menor coherencia práctica e ideológica de los diferentes agrupa-mientos, lo que queda claro es que el modo de relacionarse con el gobierno ha sido causa importante de distanciamientos y poderoso factor de ruptura. Evidencia que llama la atención sobre un pro-blema de fondo que el movimiento planteó pero no pudo resolver: la perversa y recurrente relación corporativa entre Estado y socie-dad, que surge de la “revolución hecha gobierno” y transformada en cultura política sobrevive a la caída del sistema de “partido único”.

Para los gremios, obligados a defender los intereses concretos de los trabajadores, romper la dependencia clientelar respecto del que Octavio Paz llamó “ogro filantrópico” no significa ignorar al Es-tado o renunciar a su derecho legítimo de acceder a los recursos fiscales; significa, sí, redefinir lo público, ya no como el ámbito de impúdicos regateos que ha sido, sino como espacio participativo de corresponsabilidad y democracia directa. Y esto es un pendien-

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te de la “sociedad civil” íntegra, pero sobre todo de las nuevas y viejas organizaciones gremiales, pues ahí lo que está en juego es la autonomía política de las representaciones de clase. En México la guerra contra el ogro no ha concluido.

Neoclientelismo panista

Y no solo no ha terminado, deviene cuestión vital cuando en el con-texto de los gobiernos de la “alternancia” y alimentados por el par-tido de la derecha democrática que por 60 años fustigó al corpo-rativismo de la “familia revolucionaria”, resurgen insólitos reflejos clientelares. Y es que a mediados del 2004 Acción Nacional anunció la creación de la Unión Nacional Integradora de Organizaciones Solidarias y Economía Social (Unimoss) y del Programa de Acción Rural (Plantar), que según el entonces presidente del PAN, Luis Felipe Bravo Mena, deberán organizar “a los cientos de miles de campesinos y hombres del campo que son panistas”.

El problema no está únicamente en que el partido ciudadano por excelencia conforme verticalmente una organización gremial en tiempos en que los partidos de izquierda han abandonado la preten-sión de controlar a las agrupaciones sociales y hasta la CNC reivin-dica su relativa autonomía respecto del PRI. Lo más grave es que la organización campesina blanquiazul nace apadrinada por funciona-rios gubernamentales que, además de ser de su mismo partido, tie-nen en sus manos los recursos públicos destinados al campo.

Todo hace pensar que Unimoss y Plantar son subproducto de las jornadas campesinas del 2003. Y es que el PAN-gobierno habrá pensado que si de todos modos necesitaba maicear a unas cuantas organizaciones campesinas para mantener la gobernabilidad rural, pues mejor cebar de una vez a su propia gallinita panista.

Así como el presidente Fox trató de corporativizar a la parte del movimiento indígena que creyó en sus promesas de campaña, incorporando algunos líderes étnicos al Instituto Nacional Indige-nista y después a la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, así buscó corporativizar al movimiento campe-sino, apelando a los atavismos clientelares de los añejos gremios agrarios, pero también al neocharrismo blanquiazul.

De esta manera las luchas de los indios y los campesinos pu-sieron en evidencia la fragilidad de las convicciones democráticas de la derecha gobernante, pero sobre todo desenmascararon la in-

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capacidad de los gobiernos neoliberales –con independencia de su origen histórico y partidista– de cumplir acuerdos que implican re-formas sustantivas al modelo inspirado en el llamado Consenso de Washington.

“Si el gobierno no cumple hay que cambiar de gobierno”

Lo pactado en 1996 entre el gobierno federal y los indios fue incum-plido tanto por Ernesto Zedillo como por Vicente Fox, y el siguiente gobierno panista tampoco ha honrado la firma en el acuerdo agra-rio del 2003. Porque, cuando se trata de reivindicaciones trascen-dentes que cuestionan su fundamentalismo mercadócrata, los neo-liberales en el poder pueden ser obligados circunstancialmente a pactar, gracias a la movilización y la coyuntura, pero no pueden ser forzados a cumplir –contra natura– acuerdos que violentan sus más acendradas convicciones públicas y sus más firmes compromi-sos privados.

Los derechos autonómicos de los pueblos indios y la soberanía alimentaria con campesinos, así como, en otros ámbitos, una re-forma fiscal progresiva, una política energética nacionalista, una nueva y democrática Ley Federal del Trabajo, un compromiso fir-me con la seguridad social son cuestiones que atentan contra “el modelo” y pese a los multitudinarios, combativos y persistentes mo-vimientos sociales de la última década, ni Ernesto Zedillo cedió ni Vicente Fox dio su brazo a torcer, ni Felipe Calderón se ha dado por enterado.

Las reformas antipopulares más ominosas del primer gobier-no panista habían sido detenidas temporalmente, pero resultaba también claro que con gobiernos neoliberales –tanto los del PRI como los del PAN– las mudanzas justicieras que el país reclama no tienen para cuando. Y en los diversos contingentes comenzaba a madurar la convicción de que no bastaba apoyarse mutuamente, sino que era necesario formular un programa común y una gran convergencia que lo impulsara.

En muchos sentidos la coyuntura de 2006 se asemejaba a la de los años ochenta del pasado siglo, cuando tras más de 15 años de movilizaciones campesinas, estudiantiles, obreras, magisteriales y de colonos los inconformes llegaron a la conclusión de que la presión de gremios sociales no bastaba para cambiar a México de carril y que era necesario mudar el terreno de la disputa por la nación. Así,

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a fines de la penúltima década del siglo xx las insurgencias gremia-les devinieron generalizada insurgencia cívica; en 1988 el Frente Democrático Nacional encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas ganó las elecciones y para mantenerse en el poder el grupo gobernante tuvo que torcer la voluntad popular.

Muchas cosas cambiaron: en 2000 el PRI salió de Los Pinos; en el siglo xxi siguió habiendo fraudes electorales, pero resultaron más complicados de operar y más repudiados que en el pasado; se conformó un partido progresista, ciertamente colapsado en lo to-cante a su burocracia y aparato, pero circundado por la militancia y el movimiento ciudadano más amplios y robustos que jamás haya tenido la oposición; la izquierda comenzó a gobernar a millones de compatriotas y cobró presencia en las legislaturas; y, sobre todo, algunas de las reformas neoliberales, que a fines de los ochenta eran amenaza, se volvieron desastrosa realidad repudiada por la mayoría de los mexicanos, hartazgo que se expresa en las amplias simpatías que conserva el zapatismo chiapaneco y en la adhesión creciente a las propuestas altermundistas.

Pero después de 2004, al igual que tres lustros antes, fue ne-cesario asumir que la resistencia indígena, campesina y popular y la presión desde abajo habían sido insuficientes para enderezar el rumbo del país; reconocer que si la llegada al poder la derecha pa-nista no materializó el cambio justiciero y democrático que México necesitaba, esta mudanza debía ser impulsada desde la izquierda, tanto la política como la social. De esta convicción generalizada se alimentó la creciente popularidad de Andrés Manuel López Obra-dor, primero como jefe de Gobierno de la ciudad de México, y luego como candidato a la Presidencia de la República.

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Xii. eL movimiento cAmpesino durAnte eL segundo

goBierno pAnistA

Consideramos que para lograr la plena realización de nuestro Plan de Ayala del siglo xxi y el efectivo cumpli-miento de un nuevo Pacto social para el campo, reque-rimos no solamente un nuevo proyecto de nación sino de un gobierno progresista, nacionalista, social, garante de los derechos humanos y con fortaleza económica, es decir un gobierno de izquierda.

Manifiesto ¡El campo no aguanta más. El país tampoco! 21 de enero de 2012

Las definiciones respecto de la sucesión presidencial y del recambio en el Congreso de la Unión marcaron la primera mitad de 2006, y los agrupamientos sociales rurales no escaparon a la tendencia. Desde enero, el Frente Nacional de Organizaciones Campesinas (FNOC), que agrupaba coyunturalmente a las integrantes del viejo Mecnam y algunas más, formula un anteproyecto alternativo campesino que busca presentar a Andrés Manuel López Obrador, candidato de la Coalición por el Bien de Todos. Una de las organizaciones integran-tes del FNOC, El Barzón, manifiesta explícitamente su respaldo a la candidatura de López Obrador. La toma de posición política de un sector de las organizaciones rurales a favor del candidato del PRD, el Partido del Trabajo (PT) y Convergencia, culmina el 10 de abril en la Plaza Quetzalcóatl, de Xochimilco, cuando ante 10 mil campesinos de la capital y de diversos estados, el Comité Nacional de Organizaciones Rurales y Pesqueras en Apoyo a Andrés Manuel López Obrador, formado por 27 agrupamientos, presenta al candi-dato de la Coalición un documento de 25 puntos titulado “Un nuevo pacto nacional por un futuro mejor para el campo y la nación”.

Por su parte, las organizaciones tradicionalmente afiliadas al PRI, como la CNC, la CCI, la CAM, Antorcha Campesina y la UGOCP, realizan rituales de adhesión a Roberto Madrazo, candi-

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dato de su partido a la Presidencia de la República. Es significati-vo, sin embargo, que en este caso la organización rural más impor-tante del PRI, la CNC, manifieste un “apoyo crítico”.

Finalmente, también el candidato del PAN, un partido ciu-dadano e históricamente ajeno a las lealtades corporativas, recibe el espaldarazo de gremios rurales. Algunos son previsibles, pues organizaciones como Unimoss son hechura de Acción Nacional y sobre todo de funcionarios públicos de ese partido. Otras adhesio-nes, en cambio, causaron cierta sorpresa; así, respaldaron al can-didato blanquiazul, Felipe Calderón, la sección sonorense de la UNORCA, tradicionalmente cercana al PRD, y la Unión General de Obreros y Campesinos de México-Jacinto López (UGOCM-JL), de raigambre priista.

Por fortuna, en no pocas ocasiones las tomas de posición con vistas a la renovación de poderes fueron más allá del partidismo y el personalismo comicial, y cobraron la forma de diagnósticos y pro-puestas relevantes, no solo por su enjundia y visión, sino también por la pluralidad y representatividad de quienes los formularon. Son evidencia de ello –además del ya mencionado Pacto Nacional por un Futuro Mejor para el Campo y la Nación, de 25 puntos– los valiosos planteos surgidos de una reunión auspiciada por el Centro de Estudios para el Desarrollo Rural Sustentable y la Soberanía Alimentaria de la Cámara de Diputados. Entre mayo y junio de 2006 el Centro organizó el Foro Balance y expectativas del campo mexicano, conformado por tres bloques temático-sectoriales: Maíz: soberanía y seguridad alimentarias; Café: la agroexportación, y Comunidades forestales: manejo y conservación de los recursos naturales.

Fue un encuentro plural de académicos, expertos, productores del campo, servidores públicos y legisladores, donde la libre discu-sión de las ideas se combinó con la presentación de tres plantea-mientos temático-sectoriales previamente acordados por algunas de las más representativas organizaciones rurales, tanto campesi-nas como de medianos y grandes productores, y de la más varia-da adscripción político-gremial. Los conceptos ahí vertidos ponen de manifiesto que más allá de las saludables diferencias que los distinguen, pero no necesariamente los separan, hay un sector sig-nificativo de los actores sociales rurales más o menos dispuesto a consensuar posiciones unitarias y a trabajar conjuntamente por la regeneración del campo.

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Polarización después de los comicios

Lejos de diluirse una vez concluida la votación y el recuento, la de-finición y debate de los campesinos organizados respecto de cuestio-nes político-electorales se intensifica durante el segundo semestre de 2006. Después de los controvertidos comicios de julio, el alineamien-to de la mayor parte de las organizaciones campesinas con uno u otro de los candidatos a la Presidencia de la República, escenificado durante los primeros seis meses del año, deja paso a tomas de posi-ción aún más beligerantes en torno al resultado de las elecciones y al desempeño de las instituciones públicas durante el proceso.

El contingente de organizaciones más numeroso –aglutinado entre 2003 y 2004 en el Mecnam y después en torno a la Comi-sión Nacional de Organizaciones Rurales y Pesqueras (Conorp) y la Coordinadora Nacional de Organizaciones Campesinas (Conoc)–, proveniente de la oposición al viejo régimen, que se identifica con los conceptos de “independencia” o “autonomía”, había encontrado en la Coalición por el Bien de Todos al candidato más receptivo a sus proyectos. Esta corriente se suma a las protestas por las irregu-laridades del proceso electoral, los comicios y el recuento de los vo-tos, y apoya a López Obrador en las movilizaciones contra el fraude. Posteriormente, unos (Conoc) se vinculan a la Convención Nacional Democrática (CND) y otros (Conorp) al Frente Amplio Progresista formado por PRD, PT y Convergencia, espacios a los que buscan incorporar sus propuestas rurales.

La tendencia organizativa que proviene del PRI y en sexenios anteriores había sido cercana al gobierno federal, está formada por la CNC y otras seis organizaciones del CAP, y apoyó a Roberto Ma-drazo en tanto que era el candidato del Revolucionario Institucio-nal, aun cuando en los procesos internos recientes la CNC mantuvo posiciones críticas frente a las corrientes dominantes en su partido. En lo tocante a las elecciones de julio de 2006 esta tendencia rural consideró que el casi empate en votos de los dos candidatos punte-ros dejó al presidente con una limitada legitimidad que solo podría incrementar siendo receptivo a las demandas de las organizaciones sociales, desoídas durante el sexenio anterior. Dicho de otra mane-ra, consideraba que la debilidad del nuevo régimen era oportunidad para negociar con él desde posiciones ventajosas.

El triunfo de Felipe Calderón es celebrado por una minoría de organizaciones rurales: una de viejo cuño, la UGOCM-JL, y nue-

Xii. el movimiento campesino durante el segundo gobierno panista

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vas asociaciones como Unimoss, surgidas durante el gobierno de Vicente Fox bajo el auspicio de legisladores del PAN y funcionarios federales. El escaso respaldo explícito al candidato del blanquiazul en el medio rural refleja la históricamente limitada presencia del panismo entre los campesinos organizados, pero también los desen-cuentros habidos entre los gremios agrarios de todos los signos y la administración pública federal saliente.

La actuación de los actores del campo durante el año electoral de 2006, pone de manifiesto la variopinta pero creciente politización del movimiento social, tanto el rural como el urbano. Lejos de la polí-tica corporativa que en el pasado desarrollaban los gremios afiliados al partido de Estado, aunque sin abandonar un clientelismo que en su caso es cultura, la CNC se ha visto obligada a trabajar desde la oposición social, cuando menos en el nivel nacional, y sus definicio-nes contra el TLCAN y las políticas públicas que considera anticam-pesinas, responden más a las expectativas irrenunciables de su real base social que a la olvidada fidelidad a las posturas de un partido como el PRI que hasta hace siete años fue el impulsor de las políticas que, en la primera década del siglo xxi, la CNC combate.

Superando el rechazo a la política partidista provocado por 80 años de corporativismo “revolucionario”, el sector independiente o autónomo de las organizaciones campesinas apuesta políticamente por la opción electoral de centro izquierda, por cuanto experiencias de pactos que fueron incumplidos por gobiernos neoliberales de di-ferente signo partidista (Acuerdos de San Andrés, en 1996, Acuerdo Nacional para el Campo, en 2003), lo convencen de que solo con un real cambio en la presidencia de la República será posible operar la rectificación del rumbo nacional que ha venido demandando.

Por su parte, las organizaciones panistas emergentes aparecen como un desangelado neocorporativismo blanquiazul, que si no tie-ne pasado tampoco parece tener futuro, pues sin Estado social que redistribuya en alguna medida los logros del desarrollo, el cliente-lismo deviene puramente asistencial.

Durante 2006 la politización electoral se extiende también a procesos sociales aparentemente ajenos a los comicios y los partidos. Tal es el caso del choque entre pobladores de Atenco y fuerza públi-ca federal y estatal, que tiene lugar en mayo, deja un saldo de dos muertos, innumerables heridos y vejados y alrededor de 200 procesa-dos. Las relaciones entre el Frente de Pueblos en Defensa de la Tie-rra (FPDT) y las autoridades, locales, estatales y nacionales han sido

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tensas desde que los primeros se opusieron con éxito a la construc-ción de un aeropuerto en el lecho del exlago de Texcoco. Sin embargo la confrontación se había mantenido razonablemente acotada, entre otras cosas porque el FPDT impulsaba proyectos regionales de desa-rrollo y mantenía una mesa de diálogo con las autoridades. Sorpre-sivamente, en pocas horas un asunto muy menor, que involucraba a siete vendedores de flores del Municipio de Texcoco apoyados por el FPDT, deriva en una sangrienta batalla campal. En plena campaña electoral y faltando poco más de un mes para los comicios –momen-tos en que cabría esperar un comportamiento en extremo prudente de parte del gobierno federal y del estatal– el escalamiento y la saña represiva ampliamente exhibida por los medios electrónicos, sugie-ren inevitablemente que la “batalla de Texcoco”, como algunos me-dios la llamaron, más que un malhadado incidente que se salió de cauce, fue una acción premeditada y consciente dirigida a crear un ambiente preelectoral de confrontación y violencia.

La politización del movimiento social se manifiesta, igualmen-te, de manera dramática en el persistente y enconado conflicto es-cenificado en el estado de Oaxaca durante toda la segunda mitad de 2006, cuando la recurrente y casi ritual movilización anual del magisterio de la Sección 22 del SNTE, se trasforma en un proceso contestatario multisectorial con fuerte presencia indígena y campe-sina, dirigido centralmente al derrocamiento del gobernador Ulises Ruiz en la perspectiva de la que llamaron una “nueva gobernabili-dad democrática” en la entidad. En el prolongado curso de la resis-tencia se conforma un amplio frente: la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), y se pasa de la fase en la que el magis-terio era columna vertebral y vanguardia de un movimiento que su Sección sindical había iniciado, a la etapa en que habiendo regre-sado a clases la Sección 22 el movimiento pierde vigor y capacidad movilizadora, pero a cambio amplía su horizonte social y su pers-pectiva política al fortalecerse la presencia de las organizaciones indígenas de la entidad, muchas de ellas identificadas con el CNI y con el neozapatismo, y cautelosas frente a otros movimientos, por no decir reticentes a participar en ellos.

Al vincularse con muy diversos actores en la APPO, las orga-nizaciones de los pueblos originarios inauguraron en Oaxaca la que podría ser una nueva línea de acción por parte de esta vertiente del movimiento indígena mexicano, táctica menos aislacionista y más convergente que la por ellos desarrollada durante la última década.

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El proceso oaxaqueño funcionó también como reactivo que pone en evidencia las reales posturas políticas de los actores nacionales en una perspectiva que va más allá de lo local y de lo coyuntural.

Así, por ejemplo, el PRI y el PAN en sus diversos niveles y expresiones, tanto partidistas como legislativas y en los gobiernos -local y nacional respectivamente-, hicieron un frente común que, con diferentes matices declarativos, se confrontó con la APPO has-ta replegarla y desgastarla mediante el uso de la fuerza pública. Esta coincidencia entre entidades políticas que en otros temas han tenido mayores dificultades para construir alianzas, pone de mani-fiesto que en el caso de Oaxaca una y otra calcularon costos y bene-ficios en un intercambio que iba más allá del caso oaxaqueño.

Pero es también un signo -preocupante- que la relativa debi-lidad política del PRI, que perdió el gobierno federal, y del PAN, que conservó la presidencia por una módica cantidad de votos y en una elección controvertida, no se está traduciendo en apertura y flexibilización encaminadas a ganar legitimidad, sino en cerrazón y endurecimiento frente a un movimiento que, después de todo, no demandaba más que la desaparición de poderes en la entidad argumentando una ingobernabilidad por demás evidente -como lo verificó la comisión de senadores que visito el estado- y que en cir-cunstancias menos inestables y con un entramado político más ro-busto se hubiera resuelto cediendo a la demanda y sustituyendo al gobernador, así fuera en una lógica de control de daños, pero que en las frágiles condiciones por las que transita el país derivó en una prolongada y estéril confrontación y dejó un ominoso saldo de enconos no resueltos.

Los reflejos autoritarios de la “derecha democrática”

El primer gobierno federal panista encabezado por Vicente Fox lle-gó al poder con un bono democrático que le otorgó casi tres años de relativa paz social y fue solo en la segunda mitad del sexenio que se desató la insurgencia de los gremios urbanos y rurales, en oposición a la continuidad de la política neoliberal inaugurada por el PRI y retomada por el PAN, y en particular a las reformas antipopulares y antinacionales de su agenda.

En cambio, el segundo gobierno federal panista, encabezado por Felipe Calderón, se inaugura con la contestataria movilización popular del 31 de enero de 2007, y si la gran marcha rural del foxis-

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mo tiene lugar el 31 de enero de 2003, la primer megamarcha cam-pesina del calderonismo ocurre apenas el 31 de enero del 2008.

En el sexenio de Calderón se aceleraron los tiempos del enco-no político social. Muchas son las razones. La primera y mayor es que en el arranque del nuevo siglo en México gobernaba una dere-cha más o menos flexible y de discurso democrático, mientras que seis años después gobernaba una derecha dura y progresivamente autoritaria.

Hay en el régimen federal panista dos etapas claramente di-ferenciadas: durante los primeros años del presidente Fox, quien había llegado a Los Pinos por los votos y con legitimidad social, el gobierno fue de orientación neoliberal pero apartado del autorita-rismo priista y no represivo. Esto cambió en la segunda mitad del sexenio y la mudanza se consolidó en la manipulada sucesión pre-sidencial de 2006, a raíz de la cual ocupó la jefatura del ejecutivo federal Felipe Calderón, quien llegó al poder por un fraude, carecía de otra legitimidad social que no fuera la mediática y no solo gober-nó con orientación neoliberal sino también autoritaria.

Con apenas un tercio de los votos, obtenidos -además- median-te una elección de Estado, y enfrentado a un descreimiento cívico ciertamente sujeto a las fuerzas centrífugas que impone el paso del tiempo, pero también a las centrípetas que resultan del trabajo de la CND, el Movimiento Nacional en Defensa del Petróleo (MNDP) y, más tarde, el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), em-peñados en hacer del descontento un activismo programático y or-ganizado, el segundo presidente panista careció de legitimidad.

El de Calderón fue un gobierno de extrema derecha que pri-vatizó hasta donde pudo la seguridad social; combatió la despena-lización del aborto; promovió una reforma penal propia de Estados policiacos; impulsó una reforma fiscal epidérmica, recaudatoria y regresiva; buscó abrirle paso a la inversión privada nacional y ex-tranjera en áreas reservadas al Estado por la Constitución como el petróleo y la electricidad; y militó contra los gobiernos progresistas de América Latina. Fue, además, la administración de un manda-tario fraudulento, frágil, atado por compromisos públicos y priva-dos con quienes lo llevaron a Los Pinos, y que, a diferencia de la primera administración de “la alternancia”, no podía presentarse como verdugo del PRI ni como “presidente del cambio”.

Débil, ilegítimo y abiertamente conservador, el gobierno de Calderón –como los dictadorzuelos mexicanos del siglo xix– in-

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tentó apoyarse en las corporaciones. Añejas y tradicionales, como la iglesia y el ejército, no tan viejas como la cúpula empresarial y las mafias sindicales, y relativamente nuevas como el oligopolio mediático.

Pero, siendo útil para administrar lo público como negocio pri-vado, el apoyo corporativo no otorga legitimidad social, más bien al contrario. Entonces Calderón se inventó una guerra: sacó el ejérci-to a las calles, se envolvió en la bandera tricolor y llamó a la unidad de todos los mexicanos contra el “flagelo de la delincuencia”. Y el que no quisiera un país militarizado es que estaba con el narco.

Para esto, el segundo presidente panista se inspiró en la gue-rra de Bush, con la que “el imperio” acabó de pasar de las viejas cruzadas anticomunistas a la nueva cruzada antiterrorista, como presunto emblema de unidad nacional. Y ambas, la de Bush y la de Calderón, eran guerras imposibles de ganar pues los “enemigos” son en verdad el espejo de quienes dicen combatirlos: el integrismo islámico es simétrico del fundamentalismo neoliberal y si el narco-negocio es delincuencia organizada, también lo son las empresas de la cleptoburguesía mexicana y sus socios de la clase política.

Y la militarización del país resultó desastrosa para todos y muy especialmente para los campesinos, no solo porque así no se gana la lucha contra el narco sino porque en las guerras mueren civiles ino-centes, como las personas y familias enteras que, “por confusión”, fueron asesinadas en los retenes. Además de que se restringieron las libertades y si primero el enemigo fueron los delincuentes des-pués lo fueron ciertos defensores de los derechos humanos, y más tarde los que protestaban masivamente contra las violaciones cas-trenses y por el fin del baño de sangre que para el fin del sexenio acumulaba unos 60 mil muertos. Pero, sobre todo, porque hacer po-lítica con el ejército conduce al autoritarismo y la militarización de la vida pública, una puerta fácil de abrir y muy difícil de cerrar.

Por fortuna, la sociedad que en el arranque del siglo xxi se rebeló contra las reformas foxistas, se mantuvo movilizada durante todo el gobierno de Calderón. Los mexicanos del común siguieron resistiendo. Al parecer, el 2 de julio de 2006 no se olvida fácilmen-te y con el paso de los años la acusación de fraude devino protesta multitudinaria y cada vez más organizada. Pese a la represión y la intransigencia de las autoridades, las rebeldías locales persistie-ron y la insurgencia gremial se fortaleció: primero la lucha contra el alza de la tortilla y el estancamiento de los salarios, después el

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rechazo a la intervención del gobierno en la vida sindical, más tar-de la oposición a la Ley del ISSSTE por cientos de miles de traba-jadores al servicio del Estado. Posteriormente se vivió una nueva oleada de activismo campesino y popular cobijada bajo el lema “Sin maíz no hay país” y desatada por el fin del plazo en que se mantu-vo limitada la liberalización comercial de productos agropecuarios prevista por el TLCAN. Desde principios de 2008 cobró fuerza el amplio movimiento contra la privatización del petróleo encabezado por López Obrador, impulsado en las calles por el MNDP y apoya-do en el Congreso por las bancadas de los partidos de izquierda. Y entre 2011 y 2012, en el ocaso del sexenio, la lucha contra la “gue-rra de Calderón”: el repudio a la cruenta e ineficaz estrategia del gobierno federal contra el narcotráfico, protesta encabezada por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.

De la marcha de la tortilla a “Sin maíz no hay país”

La manifestación del 31 de enero de 2007, motivada por una bru-tal alza básicamente especulativa en el precio de la tortilla, que el gobierno lejos de contrarrestar legitimó, y que coincidió con un ridí-culo incremento en los salarios mínimos, es un buen indicador de la situación del movimiento gremial mexicano en el inicio del sexenio de Calderón.

En ella participaron las diversas vertientes del gremialismo ru-ral y urbano: las fuerzas agrupadas en la UNT y cuyo núcleo es el es el Sindicato de Telefonistas de la República Mexicana, pero tam-bién las del Frente Sindical Mexicano, cuyo principal animador es el Sindicato Mexicano de Electricistas, e incluso mineros del acosado Sindicato Nacional de Trabajadores Minero metalúrgicos y Simila-res de la República Mexicana. Se incorporaron las organizaciones campesinas del Conoc, integrado por AMUCSS, ANEC, CNOC, FDC, Red Mocaf, Unofoc, CEPCO, Movimiento Agrario Indígena Zapatis-ta, y también las del Conorp conformado inicialmente por CIOAC, UNORCA, CNPA, UNTA, Central Campesina Cardenista, UCD, CODUC, Central de Organizaciones Campesinas y Populares y el Barzón. Pero también participó la CNC, y el sector paleocorporativo del CAP: UGOCP, CCI, Alcano, CAM. Concurrieron, igualmente, nu-merosos sectores estructurados en el movimiento cívico encabezado por López Obrador, que con su capacidad de convocatoria le dieron a la movilización un carácter extremadamente masivo.

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La convergencia del 31 de enero de 2007 es muy extensa y di-versa. Sin embargo, habiendo acuerdo en la necesidad de marchar y hasta en las reivindicaciones fundamentales, no lo hay en la con-formación del liderazgo, y una parte de la cúpula gremial se opone a que hable en el Zócalo un “político” como Andrés Manuel López Obrador, de modo que la movilización culmina con dos mítines. Siendo sintomático, sin embargo, que los únicos contingentes que se retiran antes de que López Obrador tome la palabra son los de la CNC y algunos grupos del CAP. Resumiendo: la confluencia abajo es mucho más fuerte que la convergencia arriba; y es que, cuando menos desde 2003, la voluntad unitaria de las bases cívico sociales no ha dejado de crecer y sin duda es mucho mayor que la capacidad de construir acuerdos duraderos por parte del liderazgo.

En el fondo de las discrepancias cupulares está el posiciona-miento político de las distintas fuerzas respecto del gobierno de Calderón. Porque, admitiendo que todas las arriba mencionadas están en la oposición, no es lo mismo el movimiento cívico lopezo-bradorista que desconoce a un gobierno al que considera ilegítimo, que una serie de organizaciones sociales que, independientemente de sus posturas políticas, tienen la responsabilidad gremial de rei-vindicar los intereses inmediatos y estratégicos de sus bases, ante quienes en la práctica controlan la administración pública.

Pero el problema es más complejo, porque aun dentro del ám-bito gremial, que de una u otra forma tiene el mandato de concertar con el gobierno, hay también diferentes posiciones: desde quienes le apuestan a la negociación a toda costa y no ven en las movilizacio-nes más que un medio para mejorar su capacidad de regateo, fre-cuentemente centrado en cuotas clientelares de recursos públicos y mecanismos para asignarlos, hasta quienes ven en la movilización un instrumento fundamental para la conformación de los grandes actores sociales y la construcción de las correlaciones de fuerzas favorables a las mayorías, y perciben la negociación gremial con el gobierno como un aspecto insoslayable, pero parcial, de una con-frontación general y estratégica en la que, en última instancia, es-tán en juego dos proyectos de país. Así las cosas, los eventuales acuerdos puntuales no eliminan el disenso en lo fundamental, ade-más de que no se trata de negociar migajas sino aspectos centrales de la agenda social. Cuestiones en las que se juega, si no el modelo de desarrollo, sí las condiciones inmediatas de subsistencia de am-plios sectores populares.

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Las diferencias que provienen de la naturaleza de los movi-mientos, unos cívicos y otros gremiales, y las que se originan en las distintas tácticas y estrategias de los agrupamientos, que frecuen-temente tienen que ver con sus raíces e historia, no impiden su con-vergencia puntual, prolongada e incluso estratégica, sin embargo sí dificultan notablemente la coordinación de las acciones. Vaya lo uno por lo otro, pues al tiempo que en la amplitud y diversidad de orígenes y talantes está la fuerza del movimiento popular, en esta misma diversidad se ubica su potencial talón de Aquiles.

A la movilización del 31 de enero y la Declaración que emite, responde el gobierno de Calderón nombrando una comisión inte-grada por los secretarios del Economía, del Trabajo y de Agricultu-ra cuya tarea es conducir la protesta al terreno de la negociación. Pero también rebajar su nivel, acotar su trascendencia y achicar su agenda, es decir que su cometido no es tanto buscar acuerdos sus-tantivos sino desmovilizar a los opositores y acreditar a la nueva administración, pues según está lógica quien debate y negocia con el gobierno automáticamente lo legitima. Pero, 12 meses de reunio-nes con secretarios y una entrevista con el presidente Calderón no condujeron a ningún avance, de modo que a un año de distancia el llamado espacio tripartita conformado por organizaciones sindica-les, campesinas y ciudadanas no había logrado nada.

Sin embargo, paralelamente, otro grupo de organizaciones em-prendía un camino diferente. En vez de ver a la manifestación del 31 de enero como culminación de un proceso, que había que capi-talizar a través del dialoguismo –en la práctica cupular y a la pos-tre estéril– el Conoc, al que se añaden CNPA, El Barzón y Alianza Mexicana por la Autodeterminación de los Pueblos (Ampap), em-prende una serie de acciones dirigidas a la opinión pública y en particular a la sociedad civil más o menos organizada.

Más que cotizar su presunta fuerza y representatividad en el re-gateo en corto, esta tendencia apuesta a incrementar su real fuerza y legitimidad de cara a la nación, en el entendido de que los cambios inmediatos que se requieren y más aún el necesario viraje estratégi-co que hace falta, no se lograrán sin antes construir una nueva con-ciencia ciudadana encarnada en una fuerza nacional-popular mul-tisectorial, políticamente diversa y organizativamente variopinta, pero unificada en torno a un gran proyecto de transformación.

En este camino las organizaciones rurales se encuentran con el movimiento ciudadano impulsado por López Obrador, primero

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estructurado en la CND, después en el MNDP y más tarde en Mo-rena, que al distanciarse de las prácticas partidistas y de la política institucional -aunque sin romper abiertamente con ellas- se ubica en el campo de quienes buscan un modo distinto de hacer política, una nueva manera de impulsar las causas sociales, un estilo dife-rente de construir organización.

De este encuentro en la ruta resulta, entre otras cosas, el Foro sobre Soberanía Alimentaria, impulsado por Conoc y sus aliados y al que asiste López Obrador; y años más tarde, en 2011, la extensa convergencia de organizaciones orientada a la construcción partici-pativa del Plan de Ayala del siglo XXI; plan de acción que arranca en Ayoxustla, Puebla, al conmemorarse los 100 años de la firma del Plan de Ayala original, y en el que, además de una veintena de agrupaciones campesinas, participa una organización cívica, la lopezobradorista Morena, en lo que apunta hacia una reedición am-pliada y mejorada, del pacto electoral de 2006 entre los campesinos organizados y el candidato presidencial de las izquierdas.

Una línea de acción permanente y no coyuntural pues arran-có en 2007 y en 2012 continuaba, es la realización de una gran campaña nacional, cuyo lema es Sin maíz no hay país, y que busca difundir en toda la opinión pública las propuestas fundamentales del nuevo movimiento rural, como son la soberanía alimentaria, la protección de la biodiversidad y la revalorización del campo y de los campesinos. Planteamientos que se empezaron a construir en las movilizaciones de 1995, cobraron su forma más acabada en el invierno caliente 2002-2003 y se enriquecieron en los años posteriores.

El 25 de junio de 2007, las organizaciones del CONOC, más CNPA, la Alianza Nacional de Productores Agropecuarios y Pes-queros-El Barzón (ANPAP-El Barzón) y Alianza Mexicana por la Autodeterminación de los Pueblos (AMAP), a las que se añaden numerosos organismos civiles como Greenpeace, Oxfam, Grupo de Estudios Ambientales, Instituto Maya, entre otros; así como intelectuales, académicos y expertos, pero también pintores, lite-ratos, músicos y artistas de las más diversas disciplinas, lanzan oficialmente la Campaña nacional en defensa de la soberanía ali-mentaria y la reactivación del campo mexicano “Sin maíz no hay país, sin frijol tampoco... Pon a México en tu boca”, en el Museo de la Ciudad de México. Sus planteamientos centrales se sinteti-zan en impulsar la renegociación del TLCAN y generar acciones

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legislativas orientadas a garantizar la soberanía alimentaria y la protección del maíz blanco y el frijol. Sus interlocutores son los distintos niveles y esferas del Estado mexicano, lo que incluye al ejecutivo federal pero también a los estatales y municipales, así como al legislativo y el judicial. Sin embargo su principal desti-natario es la opinión pública, que en las últimas décadas ha sido inducida a subestimar la importancia del campo, un ámbito nacio-nal sustantivo al que los medios solo ven como tema de folclore o de conmiseración social.

Parte de esta campaña de contra información y de proyección alternativa de lo rural, es la producción a partir de octubre de 2007, del suplemento mensual del cotidiano La Jornada titulado La Jor-nada del Campo, que impulsa un grupo vinculado a la Campaña... y que el prestigiado diario acoge generosamente como suyo.

El 5 de noviembre de 2007 la Campaña... organiza una movili-zación campesina frente a la Secretaría de Economía y del 10 al 15 de diciembre realiza un Ayuno por la independencia alimentaria, precisamente en el “Ángel de la Independencia”. Finalmente, el pri-mero de Enero, agricultores de Chihuahua, junto con las organiza-ciones de la Campaña..., establecen un muro humano en la frontera Ciudad Juárez-El Paso y emiten el Manifiesto de El Chamizal.

Pese al bloqueo mediático, la Campaña... alcanza en lo esencial sus objetivos, avanzando significativamente en ubicar la salvación del campo, no como problema sectorial de los campesinos y otros agricultores, sino como asunto fundamental de la agenda nacional-popular. Pero a la postre la Campaña influye también en organi-zaciones que, enfrascadas en el frustrante regateo con la comisión secretarial nombrada por el presidente Calderón, se habían mante-nido al margen y que a principios de enero de 2008 se incorporan al proceso de visibilización del campo, con el objetivo de fortalecer la posición de los gremios rurales en la pasmada negociación con el gobierno panista.

Así, en el arranque de 2008 el Conorp, más CNC, CCI, UNORCA y UNTA, se vinculan a Conoc, CNPA, ANPAP-El Barzón, y en gene-ral a la Campaña..., para concertar una masiva movilización campe-sina y popular a realizarse el ya cabalístico 31 de enero, en lo que fue el germen de una nueva gran convergencia campesina en contra del TLCAN y del agrocidio emprendido más de 20 años antes.

Con tractores, salen el 18 de enero desde Chihuahua y rumbo a la ciudad de México, miembros del Movimiento de Resistencia Cam-

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pesina Francisco Villa, El Chamizal-Zócalo, a los que en Durango, Zacatecas y otros estados se unen numerosos contingentes de agri-cultores motorizados. Finalmente, el 31 la manifestación moviliza alrededor de 200 mil personas, la mayor parte campesinos pero tam-bién trabajadores sindicalizados, ciudadanos comprometidos y mexi-canos del común; un despliegue que duplica el de 2003, demostrando que el movimiento social avanza por oleadas y que pese al reflujo y la dispersión que se vivió de 2004 a 2006, la insurgencia campesina y popular goza de cabal salud y con el tiempo se fortalece.

Los trabajadores del campo están en marcha de nuevo y su mo-vimiento, compartido por cientos de miles de trabajadores urbanos y ciudadanos rasos, deja algunas lecciones. Una es que la salvación del campo devino causa nacional popular, como la reivindicación de la verdadera democracia, la defensa del petróleo y -en sus mejores momentos- los derechos indios. Otra, que la pugna rural no es por cambios epidérmicos sino por un viraje estratégico, y pasa por un debate de cara a la nación, no por regateos rinconeros. Porque la exclusión es incluyente, el movimiento de 2008 incorpora lo mejor del campo pero también al rancio corporativismo. Esto testimonia lo profundo del descontento, pero igualmente los riesgos de conver-ger con un charrismo rural que en el fondo solo quiere derecho de picaporte y cuota del presupuesto.

Emblema del nuevo talante campesino, y buena manera de terminar este recuento que abarca casi un siglo de movimientos ru-rales, es el Plan de Ayala para el Siglo XXI.

Antecedentes

En 1911, en Ayoxustla, Puebla, Emiliano Zapata y los principales jefes revolucionarios del sur firmaron el Plan de Ayala. A fines de 2011, ahí mismo y en presencia de Andrés Manuel López Obrador, candidato de la izquierda a la Presidencia de la República, orga-nizaciones campesinas de todo el país acordaron realizar una con-sulta nacional para construir desde abajo un Plan de Ayala para el siglo XXI, que López Obrador se comprometía a ejecutar desde la presidencia de la República mientras que las organizaciones se comprometían a impulsar su candidatura. Este es el resultado de la consulta, un documento que a la postre signaron cerca de 100 organizaciones y que el 10 de abril de 2012, en Torreón Coahuila, refrendó López Obrador.

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Plan de Ayala para el siglo xxi

1. Treinta años de políticas antiagrarias de los gobiernos del PRi y del PAN arruinaron al campo y a los campesinos. El saldo es que importa-mos la mitad de lo que comemos y que en el agro hay pobreza, de-terioro ambiental, migración, inseguridad, violencia y desaliento. Situación desastrosa que empeora con las heladas, sequías e inun-daciones que trae un cambio climático para el que no nos prepara-mos a tiempo.

2. Los campesinos queremos salvar al campo. Y salvar al campo es salvar a México, pues del agro dependen alimentación, empleo, in-greso, seguridad interna y gobernabilidad, además de que aporta aire puro, agua limpia, bosques frondosos, paisajes amables, diver-sidad de plantas y animales, y de que es fuente de cultura y raíz de identidad.

La recuperación del campo es responsabilidad de pueblo y go-bierno. Tarea grande que requiere del esfuerzo de todos: norte, cen-tro y sur; agricultores pequeños, medianos y grandes; productores de autoconsumo, excedentarios y comerciales; jornaleros, campesi-nos y empresarios; indios y mestizos; mujeres y hombres. En la ta-rea de salvar al campo no sobra nadie y nadie debe faltar.

Los campesinos queremos seguir cosechando alimentos sanos para todos, generando empleo para millones, cuidando a la naturale-za, enriqueciendo la cultura. Los campesinos tenemos una responsa-bilidad con el país y vamos cumplirla. Pero no podremos hacerlo si no se retribuye justamente nuestra labor, si no se nos respalda con polí-ticas públicas, si no se respetan nuestros derechos como mexicanos.

3. Derecho a la tierra. Los campesinos mexicanos hicimos una revo-lución para que la tierra sea de quien la trabaja, pero de poco sirve la parcela si no se puede vivir dignamente de cultivarla y en el agro los servicios públicos son pésimos. Entonces, para hacer efectivo el ideal zapatista del Plan de Ayala es necesario que el gobierno me-jore la calidad de vida rural y apoye el trabajo productivo de los campesinos retribuyendo con justicia sus aportes agrícolas, pero también los ambientales y culturales.

4. Derecho a la alimentación y la soberanía alimentaria. Este es un de-recho de todos los mexicanos que solo será efectivo mediante un

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nuevo compromiso alimentario entre productores y consumidores: un pacto campo-ciudad que además de reconocer la aportación de la agricultura intensiva y de gran escala, valore la importancia de-cisiva que en la seguridad alimentaria tiene el aporte de la produc-ción pequeña y mediana.

La soberanía en los alimentos supone también un nuevo trato entre campesinos y gobierno para operar concertadamente los dife-rentes rubros de las políticas públicas de fomento productivo: desarro-llo de infraestructura; acceso a insumos básicos como agua, energía, semillas, maquinaria…; servicios financieros adecuados; tecnología, capacitación y extensionismo; agroindustria que nos permita agre-gar valor a nuestros productos; certidumbre en el ingreso mediante políticas de precios y comercialización; apoyo a la organización cam-pesina y a las formas asociativas de producción y mercadeo…

El derecho a la alimentación y la soberanía alimentaria re-quieren de la aportación de los medianos y grandes agricultores respetuosos del hombre y de la naturaleza, pero también de la pro-ducción familiar y comunitaria: una economía social y solidaria que debe ser prioritaria en las políticas públicas pues sus aportes no son solo productivos sino también sociales, ambientales y culturales.

5. Derechos del trabajo rural. Tener un trabajo digno, seguro y bien remunerado es un derecho constitucional que hoy no se cumple pero que es necesario hacer efectivo mediante políticas públicas de crea-ción de empleo que le den a México la soberanía y seguridad labo-rales de las que carece un país con millones de desocupados y que expulsa a los jóvenes por falta de opciones económicas de calidad.

Trabajo asalariado. Es urgente y prioritario que se reconozcan los derechos siempre vulnerados de dos millones y medio de jor-naleros agrícolas que cosechamos la mayor parte de lo que el país consume o exporta, además de que se respeten y hagan respetar los derechos de uno de los sectores más maltratados: los migrantes nacionales y extranjeros.

Trabajo por cuenta propia. En México la tierra aún es de quien la trabaja. Gracias a la revolución los campesinos mexicanos somos dueños de la mayor parte de los campos de cultivo, potreros y bos-ques. Pero si no podemos vivir de ellos con dignidad y esperanza, nuestros hijos pierden apego a la parcela y se van. Reivindicar el derecho de las familias y comunidades rurales a la tierra y a vivir bien trabajándola, es reivindicar el derecho a que no tengamos que

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emigrar. Derecho a quedarse, que deberá hacerse efectivo median-te políticas de desarrollo que generen en el campo condiciones de vida dignas y opciones de empleo estimulantes.

6. Derecho a una vida buena y a servicios sociales de calidad. Los cam-pesinos no somos ciudadanos de segunda y no hay razón para que tengamos caminos, viviendas, escuelas, clínicas y diversiones de segunda.

Es obligación del gobierno utilizar los recursos fiscales que ge-neramos todos los mexicanos en extender y mejorar los servicios destinados a la población rural. Habitar en pueblos pequeños y me-dianos puede ser mejor que hacinarse en las inhóspitas barriadas periféricas de unas cuantas grandes ciudades, pero no lo es cuando por vivir en el campo no se tiene acceso a la vivienda digna, al agua potable, a la educación de calidad, a las buenas vías de comunica-ción, a la salud y seguridad social, a la cultura.

Otro servicio a la población que en el medio rural siempre ha sido deficiente y hoy está colapsado es la seguridad pública y la justicia. El gobierno debe dejar de ser el factor de inseguridad y de injusticia que hoy es –particularmente en el campo donde se desa-rrolla la “guerra” contra el crimen organizado– para convertirse en verdadero garante de nuestras libertades.

7. Derecho al territorio y los recursos naturales como bienes colectivos. Demandar tierra y libertad es reivindicar nuestro derecho a una parcela, pero también a gestionar libremente nuestros territorios, tanto indios como mestizos.

La tierra, el agua, el aire, los recursos del subsuelo, las plan-tas y animales, nuestros saberes y nuestra cultura no son origina-riamente mercancías sino bienes comunes: un patrimonio que debe ser preservado y aprovechado en beneficio de la nación.

Los pueblos hemos defendido estos bienes de la privatización y el saqueo. Ya es hora de que también el gobierno se comprometa en la defensa, preservación, restauración y aprovechamiento de los recursos físicos, bióticos, sociales y culturales del país.

8. Derecho a una naturaleza sana. Los campesinos somos los guardia-nes directos de la naturaleza y quienes sufrimos más con su dete-rioro. Vivir en armonía con nuestro cuerpo y con el medioambiente es un derecho y a la vez una obligación. Compromiso que no se hará

Xii. el movimiento campesino durante el segundo gobierno panista

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efectivo solo porque esté en las leyes, si pueblo y gobierno no se or-ganizan para hacerlo valer.

En el campo enfrentamos graves problemas de salud y de de-terioro ambiental. Por un lado, una combinación de desnutrición y gordura, y de enfermedades infecciosas con males crónico-dege-nerativos; por otro, erosión y agotamiento de los suelos, escasez y contaminación del agua dulce, pérdida de bosques y de diversidad biológica, y sobre esto las sequías, heladas, huracanes, lluvias to-rrenciales, deslaves, resequedad, incendios e incremento de enfer-medades que ocasiona el cambio climático.

Nosotros y la naturaleza estamos enfermos, y no recuperare-mos la salud si pueblo y gobierno no se comprometen con las for-mas de vida sanas y con la sustentabilidad medioambiental.

En el campo, jornaleros y campesinos nos envenenamos con agrotóxicos y agotamos nuestros recursos con paquetes tecnológicos agresivos, y las empresas trasnacionales y algunos agroempresa-rios están impulsando la introducción de transgénicos que atentan contra nuestro maíz y contra la diversidad biológica en general.

Es necesario que el gobierno y los productores, tanto los peque-ños como los medianos y los grandes, impulsemos la agroecología y la revitalización de prácticas ancestrales como la milpa, combinan-do el fomento a la investigación agronómica y biológica nacional y a la ciencia más avanzada, con la recuperación de los saberes tradi-cionales. Y es urgente, muy urgente, que entre todos emprendamos medidas de contención del calentamiento global y de mitigación de sus efectos.

9. Derechos de sectores postergados. Los campesinos –todos– fuimos arrinconados, pero hay, en el agro, sectores como las mujeres, los jóvenes y los pueblos indios que sufrimos de una marginación aún mayor.

Mujeres. La equidad de género es una asignatura pendiente en el país, pero aún más en el campo. Corregir la inequidad que ances-tralmente padecemos las mujeres campesinas es responsabilidad de todos y en primer lugar de nosotras. Pero también del gobier-no, que además de nuestros derechos sexuales y reproductivos debe respetar y hacer valer nuestros derechos agrarios, productivos, po-líticos culturales…

Jóvenes. En una crisis social como la de México, los que más sufrimos somos los niños y jóvenes que nos quedamos sin un futuro

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por el que valga la pena luchar. No queremos ser migrantes, sica-rios ni soldados, no queremos seguir escapando del campo o matán-donos entre nosotros. Los jóvenes exigimos del gobierno una educa-ción de calidad y adecuada a nuestra visión del mundo y nuestras necesidades. Los jóvenes exigimos del gobierno políticas de fomento productivo donde haya espacio para nuestras capacidades e inquie-tudes. Los jóvenes exigimos del gobierno que haya en el campo los servicios a la población que ahora se concentran en las ciudades. Pero ante todo exigimos al gobierno que acabe con una “guerra” en la que somos nosotros, los jóvenes, quienes morimos y quienes matamos.

Indios. Durante cinco siglos los pueblos originarios del con-tinente fuimos oprimidos y humillados. Hoy nos hemos puesto en pie y reclamamos nuestros derechos políticos, socioeconómicos y culturales. En los Acuerdos de San Andrés de los Pobres entre el gobierno y el EZLN se establecieron los derechos autonómicos de los pueblos autóctonos: el reconocimiento de nuestros territorios, nuestras normas, nuestros saberes, nuestras prácticas productivas y nuestra cultura. Exigimos que el gobierno honre su compromiso con esos acuerdos y abra paso a la desactivación de la guerra conge-lada que tortura a Chiapas y al país.

10. Derechos políticos. La falta de verdadera democracia y el autori-tarismo son males nacionales. Pero se agravan en el campo donde lo habitual es que no se respetan las libertades civiles ni los de-rechos ciudadanos, además de que el caciquismo sigue imperando en los gobiernos locales y el clientelismo corporativo en nuestras organizaciones.

En el fondo de todo esto está una viciada relación entre cam-pesinos y gobierno, que se forjo con el PRI y ha continuado con el PAN. Los campesinos estamos hartos de tener que mendigar nues-tros derechos, hartos de intercambiar fidelidad por recursos pú-blicos que nos corresponden, hartos de vender nuestro voto por un bulto de cemento.

Los hombres y mujeres del campo queremos un nuevo trato con el gobierno, una relación abierta y transparente. Una relación respetuosa que nos permita emprender concertadamente la salva-ción del agro.

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coLofón: ¿ApocALÍpticos o integrAdos?

La emergencia de demandas específicas y sectoriales pero también de programas nacionales alternos, en propuestas que surgen tan-to de los gremios como de los partidos, evidencia la necesidad que tiene el México del siglo xxi de un cambio de paradigma. Mudan-za estratégica que parece del todo imposible si no se articulan las fuerzas políticas y las sociales, los partidos progresistas y los gre-mios democráticos.

Pero esta amplia corriente reformista, esta izquierda que está en los gobiernos, las cámaras, los partidos, los sindicatos y las orga-nizaciones campesinas, pero que está sobre todo en las carreteras, las calles y las plazas, es solo una de las tendencias progresivas del México del tercer milenio. Además de los actores políticos y gremia-les que empujan desde dentro las reformas del sistema, hay una poderosa corriente social que descree de las instituciones y de la política, un movimiento que pasa tanto del mercado como del Esta-do. Son los airados jóvenes altermundistas, son algunos de quienes habitan el “sótano social”, y son, desde fines de 2011, los grupos mayormente cristianos aglutinados en el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad… En términos gremiales, la corriente que pasa de la política institucional está representada por los indios del CNI, identificados con el EZLN.

De antiguo las comunidades autóctonas fueron emblema de la exclusión económico-social, de modo que no es casual que el mo-vimiento indígena de entre siglos haya elegido luchar en “exterio-ridad” radicalizando el concepto de autonomía. Es entendible que quienes están afuera, quienes fueron expulsados tanto de la econo-mía como de la ciudadanía y hasta de la identidad nacional, repu-dien al mercado y al Estado realmente existentes.

Así como hace casi 500 años lo hizo ante los españoles un jefe yaqui, los indios del tercer milenio pintan su raya frente al sistema, en una opción política radical que hace de la marginación impuesta una exterioridad elegida.

Y es una elección respetable y necesaria… pero no la única po-sible. Porque en un sistema que devora y excreta alternadamente

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a los seres humanos, la exclusión –como la inclusión– es siempre relativa. Las comunidades totalmente autárquicas y autoconsunti-vas no existen, porque el mercado y el Estado son omnipresentes y también involucran a los orilleros, así sea en el modo perverso de la redundancia y la minusvalía.

En el sistema del mercado absoluto y, sobre todo, en tiempos de capitalismo salvaje y conversión neoliberal, los integrados pre-carios vivimos siempre en la inminencia del reajuste de personal, al filo de la exclusión, mientras que los que no alcanzaron empleo digno dan portazo mediante la economía informal, y quienes fueron excluidos en un sitio buscan reinsertarse en otro mediante el éxo-do. En perspectiva todos estamos dentro y fuera, todos entramos y salimos al ritmo perentorio de la acumulación de capital.

Resistir en rebeldía es la opción de las “bases de apoyo” del EZLN devenidas vigorosos y creativos municipios autónomos y –bajo la forma de “autonomías de hecho”– es también la alternativa elegida por el CNI, cuya estrategia supone fortalecer la indepen-dencia relativa de las comunidades y las regiones mediante la auto-provisión de bienes y servicios y a través de autogobiernos fincados en usos y costumbres. Definición política que, en el fondo, es cues-tión de énfasis, pues –deseada o indeseada– la interacción con el gran mercado y con el Estado nacional son realidades insoslayables aun para los “autónomos” más remontados. Así, en cuanto al gran mercado, los zapatistas de Los Altos, organizados en las cooperati-vas Mut vitz (Cerro del pájaro) y Yachil Xolobal Chulchan (La nue-va luz del cielo), con 700 socios la primera y 900 la segunda, están exportando café orgánico certificado a Estados Unidos, Alemania, Francia, España, Suiza e Italia.

Sin embargo, aun así, lo cierto es que el indianismo zapatista acentúa la alteridad. En cambio, el movimiento campesino recien-te, del que fuera mascarón de proa el Mecnam y cuyo proyecto al-ternativo sintetiza el Plan de Ayala para el Siglo XXI, reivindica la inserción, al demandar “una nueva relación con el Estado y con el mercado”. Los trabajadores rurales condenados a muerte por la contrarreforma agraria neoliberal se resisten con todo a la exclu-sión. Y si los que se reconocen indios hacen de la exterioridad su fuerza, los que se dicen campesinos buscan preservar y redefinir su interioridad: quieren estar adentro pero en mejores términos. Para ello exigen la revalorización del campo y las comunidades agrarias, tanto a través de un comercio justo y equitativo, como mediante la

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ponderación y retribución de sus funciones sociales, ambientales y culturales.

Los campesinos más o menos excedentarios –aquellos que compran y venden para sobrevivir– quieren políticas de fomento, crédito accesible, tecnologías sustentables, precios justos, servicios sociales dignos. Quieren un Estado nacional comprometido con el campo y mercados internos y externos que reconozcan sus aporta-ciones. Pero los campesinos excedentarios o netamente comerciales que sobrevivieron al agrocidio ya no lo esperan todo de “papa go-bierno” ni desean el regreso del entrometido Leviatán rural; tampo-co apuestan su resto en el gran mercado y menos en monocultivos de tecnologías duras e intensivas.

Los pequeños agricultores están recuperando –o reinventan-do– las prácticas agrícolas amables con el cultivador, el consumidor y el medio ambiente; retomando las estrategias diversificadas; re-gresando al autoabasto. Y al tiempo que a través de sus organiza-ciones se apropian del proceso productivo y lo revolucionan, buscan adueñarse también de la vida social y del gobierno local. A fuerza de naufragios, los sobrevivientes de la ilusión social-empresarial entendieron que la vía librecambista de emancipación es un espe-jismo; que, por sí mismo, el mercado no proporciona ni libertad ni justicia, y que sin cierta autosuficiencia alimentaria y mucha auto-nomía en la gestión económica y social, no hay salvación para los trabajadores del campo.

¿Son en verdad los indios y los pequeños agricultores, secto-res sustancialmente distintos, por necesidad divergentes y política-mente confrontados? No lo creo. Pienso, más bien, que quienes se identifican como originarios y quienes se dicen campesinos pueden enfatizar aspectos distintos de la problemática rural y operar cir-cunstancialmente con tácticas diferentes, pero en verdad son las dos cabezas de un águila bifronte, las caras simétricas de una mis-ma moneda.

Algunas experiencias regionales –una chiapaneca y la otra ve-racruzana– me servirán para documentar los avatares de la india-nidad y la campesinidad.

Las Cañadas: de selva a potrero

Tanto los tzeltales, choles y zoques de Las Cañadas que desde 1992 integran Xi-nich (Marcha de las hormigas en chol), como los na-

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huas y popolucas que desde 1986 conforman el Frente Popular de Organizaciones del Sureste de Veracruz (Freposev), participan ac-tivamente en el CNI, y si una palabra define sus estrategias ac-tuales, esta es “resistencia”. Lo que significa que, conservando la iniciativa histórica en lo referente al mediano y largo plazo –pues se trata de una resistencia en rebeldía–, la coyuntura los ha puesto a la defensiva.

En verdad esta no es solo la definición estratégica de Xi-nich y Freposev, sino la de todo el movimiento indígena mexicano, enfren-tado desde hace rato a gobiernos reacios a reconocer sus derechos autonómicos. Sin embargo, en el caso del sur de Veracruz y de la selva chiapaneca, la situación defensiva y de resistencia se debe también a factores estructurales y de mayor duración. Y es que en las últimas décadas los nauhas y popolucas, como los tzeltales, cho-les y zoques, pasaron de un espejismo de inclusión a una progresiva e inclemente exclusión económico-social.

En el caso de los chiapanecos la ilusión incluyente pasó por el éxodo, marchó por la vía de colonizar la Selva Lacandona. Un ámbito promisorio y de refundación, donde el trabajo acasillado, la prepotencia finquera y caciquil y la pobreza ancestral debían dejar paso a un comunitarismo libertario basado en la producción campe-sina y la prosperidad económica. Pero la tierra prometida resultó delgada y frágil, de modo que cuando por instrucciones del gobier-no –”si no las desmontan se las quitamos”– acabaron de talar las selvas, previamente “descremadas” de maderas preciosas por las empresas silvícolas, y establecieron vertiginosos potreros para que pastara el ganado que les financiaban los organismos públicos, se encontraron con que muchas veces el suelo no era adecuado para agostaderos y al poco tiempo se convertía en zacatales donde ya no rebrota el acahual. En cuanto a los que optaron por cultivos anua-les, pronto descubrieron que la tierra no alcanzaba para dejarla descansar los siete años necesarios ahí para su recuperación, de modo que –siempre por recomendación del gobierno– empezaron a utilizar dosis crecientes de fertilizantes y herbicidas, lo que sumado a la práctica de quemar año tras año, terminó con la cubierta vege-tal que protegía al suelo de la erosión y evitaba que especies antes benignas devinieran plagas; entonces hubo que emplear cada vez más venenos para tener cosechas menguantes y la gente comenzó a enfermar. Por si fuera poco, los que en tierras más o menos altas establecieron promisorias huertas de café, se encontraron con que

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desde 1989 las cotizaciones del grano aromático se fueron a la baja y en el arranque del siglo xxi aún no se recuperaban.

Así, la Selva Lacandona devino Potrero Lacandón, zona de desastre ecológico donde las tierras desmontadas rinden cada vez menos, las plagas se envalentonan y los cultivos comerciales no tie-nen precio. Así, los tzeltales que migraron en los setenta del pasado siglo, los zoques que a fines de los ochenta fueron trasladados a Francisco León desde la zona afectada por la erupción del Chicho-nal, y los choles que se ubican en las orillas de la Reserva de Montes Azules encontraron cerrada la puerta a una modernidad justiciera y generosa, enfrentando una exclusión que, además, los alcanza en parajes que a la postre resultaron frágiles y, al deteriorarse por el mal manejo, también inhóspitos; y para colmo lejos de los lugares donde dejaron a sus muertos y de los ecosistemas donde sus ances-tros desarrollaron saberes agrícolas virtuosos y sustentables.

Los veneros del diablo

El petróleo fue el negro espejismo que por unos años deslumbró a los nahuas y popolucas del sur de Veracruz, que en los empleos creados por Pemex, las petroquímicas, las industrias asociadas y el acelerado proceso de urbanización, creyeron encontrar el camino hacia una vida mejor. Iniciadas en 1955, las inversiones petroleras se intensifican en Cosoleacaque, Minatitlán y Coatzacoalcos desde los sesenta y hasta los ochenta. Por esos años miles de campesinos mestizos e indígenas se trasladan hacia la región en busca de em-pleo, en una migración cercana que en ocasiones les permite mante-ner y aun financiar la economía agrícola doméstica en sus pueblos de origen. Pero, además, el acelerado poblamiento urbano genera una fuerte demanda de alimentos, como granos básicos, frutas y hortalizas, que en alguna medida se abastece de cosechas locales y fortalece la producción campesina.

Son años de aculturación, de descomposición social, de arrasa-dora contaminación, pero también de prosperidad económica que propicia una generalizada demanda de servicios y nuevos hábitos de consumo. Con los negros “veneros del diablo” había llegado la modernidad.

Solo que la inclusión económica es casi siempre ilusoria y como viene se va. Al inicio de los noventa comienzan a cerrar azufreras, fábricas de fertilizantes, electronicometalúrgicas... y

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la gente se queda sin empleo ni expectativas de recuperarlo. En-tonces empieza un nuevo éxodo, pero este ya no es cercano sino distante: a Cancún, a la ciudad de México, a Ciudad Juárez, a Ciudad Acuña, a Estados Unidos... Y la agricultura regional tam-bién se resiente, pues se ha roto la simbiosis laboral y consuntiva entre el campo y las ciudades. Pero, además, desde los sesenta del pasado siglo las zonas rurales sufrieron un fuerte proceso de ga-naderización, que llevó a la deforestación de amplias extensiones antes arboladas y se concentró la tierra en manos de los dueños de grandes hatos, proceso que en los noventa se fortaleció por-que muchas familias campesinas vendieron su tierra para poder migrar, en un mecanismo aceitado por el previo trabajo titulador a fuerzas de programa Procede. Habiendo fracasado por razones agroecológicas cultivos comerciales como el plátano, la piña y la naranja; con problemas por la intermediación de coyotes los de papaya y chile, y sin precio el fruto de la palma africana, que fue el último espejismo que les vendieron las agroindustrias, las co-munidades indígenas resistieron en el autoconsumo mientras las desangra paulatinamente la incontrolable migración.

Excluidos

Después de un corto sueño de progreso, los indios del sur de Vera-cruz y los de las cañadas chiapanecas han sido brutalmente exclui-dos. Y la exclusión económica es la peor condena imaginable, pues clases subalternas como los obreros y los campesinos están articu-ladas en interioridad al sistema –así sea de manera asimétrica– y por tanto sujetas a mecanismos de explotación-opresión que al de-finir sus contradicciones y antagonistas definen también su campo de lucha, en cambio los excluidos, los marginados, los que están de más: aquellos cuyo trabajo, cuyo consumo y cuya existencia son redundantes, ni siquiera tienen el privilegio de rendir plusvalía, de modo que sus contradicciones y enemigos se diluyen en los múlti-ples rostros de un sistema que como tal los expulsa, (no del paraíso, claro, sino del purgatorio que es la vida de aquellos que siendo sub-alternos sin embargo están adentro).

Para los trabajadores que siguen siendo funcionales al sistema –o para aquellos que habiéndolo sido están sufriendo procesos de exclusión– la lucha es difícil pero clara en sus antagonistas y en sus propósitos. Los campesinos del Mecnam y quienes continuaron su

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lucha, combaten las políticas neoliberales que desde hace décadas desvalorizan su trabajo y quieren condenarlos a la desaparición; pero en tanto que los pequeños maiceros y frijoleros excedentarios, como los cafetaleros y los silvicultores, entre otros, siguen insertos en el mercado –así sea en franca desventaja– su lucha es por dete-ner el agrocidio, primero, después por mejorar su condiciones den-tro del sistema, y finalmente por edificar un orden alternativo.

En cambio, quienes, como los indios del CNI, viven una mar-ginalidad económica mayor, o quienes estando más o menos exclui-dos han decidido asumir su exterioridad y combatir desde fuera, las estrategias prioritarias son de resistencia, de autosuficiencia, de autonomía radical.

Cuando una organización como el Freposev, que en los ochen-ta dio fuertes luchas por la tierra y participó en la CNPA, que en algún momento se involucró en proyectos productivos y que militó de manera importante en las insurgencias cívicas que acompaña-ron el nacimiento del PRD, se refugia en el rescate de la cultura, la autoprestación de servicios de salud y el impulso de una agroecolo-gía centrada en el cuidado de la naturaleza y la producción de sub-sistencia, es claro que por el momento la organización dejó de ser el instrumento de movimientos masivos y generalizados y –aunque se vincule a amplias campañas como la lucha contra el Plan Pue-bla Panamá (PPP) y el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y por el rescate del maíz criollo– en lo local pasó a ser en-trañable espacio de encuentro y solidaridad con UCIZONI, MAIZ, UCEZ Vive, Fundación la AMAP en marzo de 2008 para combatir el PPP. Lo que, por cierto, no es poco, pues en coyunturas defensi-vas lo que importa es apuntalar la capacidad de resistencia de las comunidades.

En cuanto a Xi-nich, a fines del siglo xx desarrollaba un inten-so trabajo de viverismo, promovía sistemas de abasto comunitario y se involucraba en la producción y comercialización de café, miel, chile y otros productos (con los tropiezos y raspones propios del caso); mientras que hoy reafirma la identidad indígena y la cultura, impulsa proyectos de salud y también una importante campaña de agroecología, que con el lema de “Cuidar la tierra” busca una diver-sificación productiva ambientalmente sostenible y orientada prin-cipalmente al autoabasto; prácticas por demás consecuentes con la estrategia de resistencia en rebeldía que desde hace rato comparte con las “bases de apoyo” del EZLN.

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No lo eligieron, tanto los veracruzanos como los chiapanecos fueron empujados a luchar en exterioridad. Combate generoso y promisorio con que -a contra corriente y en condiciones precarias- las comunidades indígenas y lo demás orilleros construimos las fra-ternas relaciones de un mundo otro.

En cierto sentido los veracruzanos, como los chiapanecos, op-taron por ser “indios” en vez de “campesinos” (entendiendo por “campesino” un sector de la producción más o menos inserto en el mercado y como tal portador de específicas reivindicaciones refor-mistas). Pero es cuestión de énfasis y prioridades, no de alteridad sustancial. El que, por ejemplo, las dos agrupaciones regionales mencionadas hayan dejado de trabajar en sistemas extracomu-nitarios de comercialización, es explicable porque como organi-zaciones en el pasado tuvieron experiencias frustrantes; pero no significa que sus bases, los tzeltales, choles y zoques de Xi-nich, y los nahuas y popolucas del Freposev, dejaron de estar insertas en el gran mercado, como módicos pero comerciales productores de chile, de café, de papaya, de pimienta, de hortalizas...; ni tam-poco significa que ya no les interese agruparse en el terreno de la intermediación para sacarle la vuelta a los coyotes y conseguir mejores precios.

Y es que la exclusión nunca es total y, salvo en condiciones de guerra efectiva, autonomía no es autarquía. De modo que los que siendo indios además han elegido serlo, no por ello dejan de ser campesinos y de compartir preocupaciones, antagonistas y de-mandas con sus hermanos los agricultores. De la misma manera que los pequeños cultivadores no originarios comparten con los autóctonos la búsqueda de autonomía y de mayor autosuficiencia alimentaria.

La condición indígena y la condición campesina son dos facetas de una misma realidad social compartida de diferentes maneras por la enorme mayoría de los trabajadores rurales, de modo que las ban-deras autonomistas de los originarios y las reivindicaciones justicie-ras de los pequeños agricultores, lejos de ser excluyentes son comple-mentarias, y, de la misma manera, la preocupación por el autoabasto y el intercambio local no está peleada con el activismo en mercados mayores. El hecho de que los campesinos organizados busquen im-poner reformas en el sistema, no es renuncia a la utopía, y el que los indios en lucha se afilien al altermundismo, no significa que, aquí y ahora, no demanden mejores condiciones de existencia.

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Agroecología

La búsqueda de sustentabilidad ambiental a través de prácticas agroecológicas, asumida por las organizaciones indígenas del CNI, adoptada en los municipios autónomos zapatistas e impulsada tan-to por el Freposev como por Xi-nich, es una elección estratégica y fundamental, que evidencia la trascendencia de enfrentar tanto la lógica insostenible del mercado como las imposiciones ecocidas del Estado. Pero, paradójicamente, en esta línea de trabajo se pone también de manifiesto que se puede resistir la irracionalidad del mercado aprovechando al mercado y refrenar la arbitrariedad de Estado utilizando al Estado.

Después de recorrer las estragadas comunidades de Las Caña-das chiapanecas y del sur de Veracruz, se impone la conclusión de que ambas regiones viven un desastre ecológico que es causa y efecto del desastre social. La catástrofe ambiental tiene antecedentes histó-ricos en el saqueo forestal, la ganaderización extensiva y, en el caso de Veracruz, en la agresiva petrolización y urbanización de la zona que arranca hace medio siglo. Pero se profundiza, también, por el crecimiento poblacional asociado a la colonización, que hace insoste-nibles las prácticas agrícolas campesinas tradicionales como la roza, tumba y quema, y conduce a un uso creciente de fertilizantes, herbi-cidas y plaguicidas. Fenómeno aún más intenso en la mayor parte de los cultivos comerciales que, como la papaya en Veracruz y el chile en Chiapas, demandan abundantes agroquímicos y agotan los suelos.

Esto en la cuenta corta; en la cuenta larga lo que presenciamos son los estertores de un patrón de desarrollo urbano-fabril, que por centurias trató de hacer de la agricultura una rama más de la pro-ducción industrial emparejando suelos, embalsando aguas, espe-cializando cultivos y sustituyendo por insumos de síntesis química los complejos equilibrios que sostienen la fertilidad de la tierra y la vida misma. Y si en San José Patiwitz, Joltulijá, El Mangal o Tulín el desmonte, las quemas y el consumismo de agroquímicos ya son insostenibles; en el planeta entero la desertificación, el calenta-miento global, las mudanzas del clima y la contaminación genera-lizada y creciente de la tierra, el aire y el agua imponen un cambio de modelo y un cambio de sistema.

La agroecología es, pues, una mudanza tecnológica de enor-me pertinencia, tanto local como global, tanto coyuntural como his-tórica. Pero no se trata solo de cambiar las prácticas productivas,

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se trata también de modificar los patrones económicos de la pro-ducción, de reconvertir las relaciones sociales entre cosechadores y consumidores, de restablecer la armonía entre el hombre y la natu-raleza, como necesidad cultural y espiritual.

En sentido estricto la agroecología es un gran movimiento de rectificación histórica emprendido por cada vez más agriculto-res familiares de todo el planeta; un movimiento global que busca apartarse del modelo de agricultura industrial productivista y es-pecializada, para regresar, reinventándolos, a paradigmas diversi-ficados amables con la naturaleza, socialmente justicieros y econó-micamente sustentables.

En México, y emblemáticamente en la selva de Chiapas y en el sur de Veracruz, se trata de un proceso de recampesinización y de reindianización. Si frente a la crisis del monocultivo y la especia-lización empresarial, los pequeños productores mestizos y sus or-ganizaciones económicas se recampesinizan, adoptando estrategias de diversificación que sin abandonar la producción para el merca-do refuerzan el autoconsumo; en las regiones de fuerte etnicidad autóctona, donde se ensaña y profundiza la exclusión, las comuni-dades y sus organizaciones no solo se recampesinizan, también se reindianizan, en el sentido de recuperar su cultura, sus saberes y sus estrategias comunitarias de resistencia.

Pero, además, la vuelta a una economía doméstica sustentable es, de algún modo, un triunfo cultural de la mujer campesina, que desde su traspatio o su solar mantuvo la lógica de la diversificación y el autoabasto, mientras que los varones entraban hipnotizados en la carrera del monocultivo netamente mercantil. Cuando los hom-bres que lo apostaron todo al café, a la caña, a la copra..., regresan a casa derrotados por los demonios del mercado, encuentran que aun en la desgracia hay algo que comer; por que las mujeres no dejaron caer por completo la huerta, la hortaliza, las gallinas, los guajolotes, los puercos, las plantas de recolección.

Las mujeres han hecho y “hacen milpa”, entendiendo por hacer milpa el despliegue de estrategias holistas donde la pluralidad devie-ne virtuosa. Y, en esta perspectiva, su aporte aún poco visible al mo-vimiento campesino mexicano va mucho más allá de la agroecología.

Aun con la fuerte motivación proveniente de los desastrosos incendios de 1998 y de años posteriores, que en Chiapas acabaron con enormes extensiones de selva, el desarrollo de la agrocultura y la adopción de sus prácticas es un proceso lento que demanda

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voluntad, pero también considerables recursos humanos y materia-les. Recursos con los que no cuenta la mayoría de las comunidades. Cómo, entonces, financiar una conversión productiva que mejora la calidad de vida y el autoconsumo, si esta no mejora también los ingresos económicos vía producción comercial o mercadeo de exce-dentes; cómo revertir localmente un gravísimo deterioro ecológico, cuyos responsables son otros y que a todos afecta, sin emplear en ello recursos públicos.

En la medida en que se percatan de los estragos ambienta-les ocasionados por la agricultura intensiva convencional, tanto los campesinos como los indígenas buscan una salida en las prácticas agroecológicas. Mudanza virtuosa que al principio es operada más fácilmente por los productores fuertemente autoconsuntivos que no abandonaron del todo los usos tradicionales, mientras que quienes se involucraron en monocultivos con paquetes tecnológicos duros tienen más dificultades para la conversión.

Y es que la agrocultura es, en cierto modo, un retorno sofistica-do y creativo a las ancestrales estrategias campesinas. Sin embargo, la paradoja está en que cuando el sector de los pequeños productores más mercantil y globalizado logra desmarcarse de la agricultura in-dustrial y adoptar sistemas ambientalmente amables, fortalece tam-bién extraordinariamente su capacidad de revolucionar el conjunto de su vida productiva y reproductiva. Es el caso de la caficultura orgánica, cuya mundialización equitativa a través del mercado jus-to está siendo poderosa palanca en la conversión integral de comu-nidades indígenas del sureste, como las zapotecas de la oaxaqueña UCIRI y las nahuas de la poblana Tosepan Titataniske.

Lo que pasa es que la agroecología introvertida –que llama-remos femenina pues sigue el patrón del traspatio o del solar– es sustentable en lo ambiental pero no en lo económico, pues dado que siempre hay necesidades mercantiles el autoabasto no garantiza por sí mismo la viabilidad reproductiva de la familia. En cambió la agroecología extrovertida –que llamaremos masculina pues adopta el patrón de la huerta o parcela comerciales– en la medida en que consigue insertarse en mercados alternativos resulta sostenible en lo ambiental pero también en lo económico.

La enseñanza es –como siempre– una paradoja, un oxímoron: lo local y lo global, lo introvertido y lo extrovertido, el autoabasto y la producción mercantil, la parcela y el solar, lo femenino y lo mas-culino, no son opciones contrapuestas y excluyentes sino estrategias

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complementarias. Y, de la misma manera, la resistencia rebelde de los indios apocalípticos y la inserción justiciera de los campesinos integrados, son el anverso y el reverso del otromundismo rústico, la pierna izquierda y la pierna derecha del caminante rural.

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BiBLiogrAfÍA

Noticia sobre estos nuevos herederos de Zapata

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sigLAs y Acrónimos

ACG Asociación Cívica Guerrerense

Alcano Alianza Campesina del Noroeste

AMAP Alianza Mexicana por la Autodeterminación de los Pueblos

AMUCSS Asociación Mexicana de Uniones de Crédito del Sector Social

ANAGSA Aseguradora Nacional Agrícola y Ganadera, S.A.

ANC Acuerdo Nacional para el Campo

ANEC Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Pro-ductos del Campo

ANIPA Asamblea Nacional Indígena Plural por la Autonomía

ANPAP-El Barzón Alianza Nacional de Productores Agropecuarios y Pesqueros-El Barzón

APPO Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca

ARIC Asociaciones Regionales de Interés Colectivo

Banrural Banco Nacional de Crédito Rural

CAM Confederación Agrarista Mexicana

CAP Congreso Agrario Permanente

CAU Convenio de Acción Unitaria

CCG Comité Cívico Guerrerense

CCI Central Campesina Independiente

CCM Confederación Campesina Mexicana

CEPCO Coordinadora Estatal de Productores de Café de Oaxaca

CGT Central General de Trabajadores

CIOAC Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos

CNC Confederación Nacional Campesina

CND Convención Nacional Democrática

CNI Congreso Nacional Indígena

CNOC Coordinadora Nacional de Organizaciones Cafetaleras

CNPA Coordinadora Nacional Plan de Ayala

CNTE Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación

COA Coalición de Organizaciones Agrarias, antes Monarca

COCEI Coalición Obrero Campesino Estudiantil del Istmo

COCEO Coalición Obrero Campesino Estudiantil de Oaxaca

Cocopa Comisión de Concordia y Pacificación

CODUC Coordinadora de Organizaciones Democráticas Urbanas y Campesinas

Conasupo Compañía Nacional de Subsistencias Populares

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Conoc Coordinadora Nacional de Organizaciones Campesinas

Conorp Comisión Nacional de Organizaciones Rurales y Pesqueras

CROM Confederación Revolucionaria de Obreros Mexicanos

CTM Confederación de Trabajadores de México

DAAC Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización

EZLN Ejército Zapatista de Liberación Nacional

FCI Frente Campesino Independiente

FDC Frente Democrático Campesino de Chihuahua

FIOB Frente Indígena de Organizaciones Binacionales

FNOC Frente Nacional de Organizaciones Campesinas

FPDT Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra

FPPM Federación de Partidos del Pueblo Mexicano

Freposev Frente Popular de Organizaciones del Sureste de Veracruz

GATT Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio

Inmecafé Instituto Mexicano del Café

LNC Liga Nacional Campesina

LNCUG Liga Nacional Campesina Úrsulo Galván

MAIZ Movimiento Agrario Indigeno Zapatista

Mecnam Movimiento El campo no aguanta más

MLN Movi miento de Liberación Nacional

MNDP Movimiento Nacional en Defensa del Petróleo

Monarca Movimiento Nacional de Resistencia Campesina, luego con-vertido en COA

Morena Movimiento Regeneración Nacional

OMC Organización Mundial del Comercio

PAN Partido Acción Nacional

PCM Partido Comunista Mexicano

PIB Producto interno bruto

Plantar Programa de Acción Rural

PNA Partido Nacional Agrarista

PNR Partido Nacional Revolucionario

PP Partido Popular

PPS Partido Popular Socialista

PRD Partido de la Revolución Democrática

PRI Partido Revolucionario Institucional

PRM Partido de la Revolución Mexicana

Pronasol Programa Nacional de Solidaridad

PT Partido del Trabajo

Red Mocaf Red Mexicana de Organizaciones Campesinas Forestales

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301

RIIO Red Internacional de Indígenas Oaxaqueños

SRA Secretaría de la Reforma Agraria

Tabamex Tabacos Mexicanos

TLCAN Tratado de Libre Comercio de América del Norte

UCD Unión Campesina Democrática

UCEZ Unión de Comuneros Emiliano Zapata

UCEZ Vive Unión Campesina Emiliano Zapata Vive

UCIRI Unión de Comunidades indígenas de la Región del Istmo

UGOCM Unión General de Obreros y Campesinos de México

UGOCM-JL Unión General de Obreros y Campesinos de México-Jacinto López

UGOCP Unión General Obrero Campesina y Popular

Unimoss Unión Nacional Integradora de Organizaciones Solidarias y Economía Social

Unofoc Unión Nacional de Organizaciones en Forestería Comunitaria

UNORCA Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas

UNS Unión Nacional Sinarquista

UNT Unión Nacional de Trabajadores

UNTA Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas

siglas y acrónimos

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Los nuevos herederos de

Zapata Campesinos en movimiento

1920-2012

se imprimió en diciembre de 2012 en Gráficos eFe, Dise-ños y producciones editoria-les y para las Artes Gráficas, [email protected] Callejón de la Barranca 43, Col Tetel-pan, México, D,F,, La edición

consta de 2,000 ejemplares.

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