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Lote número 249 Arthur Conan Doyle Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Lote número 249¡sicos en... · da tu calavera, si puedes prescindir de ella. Le dejé la mía a Williams durante un mes. Me lle-varé también estos huesecillos del oído, si estás

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Lote número 249

Arthur Conan Doyle

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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Es posible que no pueda pronunciarse jamásun juicio absoluto y definitivo acerca de lasrelaciones de Edward Bellingham con WilliamMonkhouse Lee, ni sobre la causa que motivó elgran terror de Abercrombie Smith. Es verdadque poseemos un relato completo y claro delpropio Smith, así como determinadas corrobo-raciones que pudo encontrar en hombres comoThomas Styles, el sirviente; del reverendoPlumptree Peterson, miembro del Old College,y de otras personas que tuvieron oportunidadde obtener una visión pasajera de este o aquelincidente, dentro de una singular cadena desucesos. No obstante, en lo esencial, la historiase apoya sólo en el testimonio de Smith, y lamayoría se inclinará a pensar que es más pro-bable que un cerebro aparentemente sano sufrauna sutil deformación en su textura, algún ex-traño defecto en su funcionamiento, que elhecho de que se haya transgredido el caminode la Naturaleza, a pleno día, en un centro deenseñanza tan afamado como la Universidad

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de Oxford. Sin embargo, cuando nos paramos apensar en lo estrecho y tortuoso que es ese sen-dero de la Naturaleza, en lo confusamente quepodemos trazarlo, a pesar de todas las luces dela ciencia, y en cómo surgen misteriosamentede la oscuridad que lo rodea enormes y terri-bles posibilidades, llegamos a la conclusión deque tiene que ser audaz y seguro de sí mismo elhombre capaz de poner un límite a los extrañossenderos laterales por los que puede vagar elespíritu humano.

En la esquina de una de las alas de lo quellamaremos el Old College de Oxford se alzauna antiquísima torre. El pesado arco que seextiende sobre el hueco de la puerta ha decli-nado bajo el peso de los años, y los bloques depiedra gris mordida por el liquen están unidospor tallos y filamentos de hiedra, como si lavieja madre se hubiera esforzado por asegurar-los contra el viento y la intemperie. Desde lapuerta asciende en espiral una escalera de pie-

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dra, con dos descansillos intermedios y un ter-cero donde concluye. Los peldaños están des-gastados y deformados por las pisadas de lasgeneraciones de buscadores del conocimientoque se han ido sucediendo. La vida se ha desli-zado como el agua por los escalones de la si-nuosa escalera y, como el agua, ha dejado atrásestos surcos de piedra desgastada. Desde lospedantes estudiosos de largas togas de lostiempos de Plantagenet hasta los jóvenes cala-veras de épocas posteriores, qué pictórica yfuerte ha sido esa corriente de joven vida ingle-sa. ¿Y qué queda ahora de todas aquellas espe-ranzas, de todas aquellas aspiraciones, de todaaquella energía impetuosa, excepto unas cuan-tas letras grabadas sobre la piedra el algún viejocementerio, y acaso un puñado de polvo en unféretro carcomido? Sin embargo, allí permane-cía la silenciosa escalera y el viejo muro gris,con sus bandas, sautores y otros emblemasheráldicos, como si fueran sombras grotescasproyectadas desde los tiempo pasados.

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En el mes de mayo de 1884, tres hombresocupaban los grupos de habitaciones que da-ban a los distintos descansillos de la vieja esca-lera. Cada grupo constaba simplemente de uncuarto de estar y un dormitorio, mientras quelas dos habitaciones correspondientes de laplanta baja se empleaban, una como carboneray la otra como vivienda del sirviente ThomasStyles, cuya ocupación principal consistía enatender a los tres hombres de arriba. A derechae izquierda había una hilera de salas de confe-rencias y despachos, de manera que los habi-tantes de la vieja torre disfrutaban de ciertaindependencia, lo cual confería a estos aposen-tos una gran popularidad entre los estudiantesmás aplicados. Así eran los tres estudiantes quelas ocupaban ahora: Abercrombie Smith en elpiso superior, Edward Bellingham en el inter-medio y William Monkhouse Lee en el inferior.Eran las diez en punto de una noche clara deprimavera y Abercrombie Smith descansaba ensu sillón con los pies apoyados sobre el guarda-

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fuego y la pipa de gelantina entre los labios. Alotro lado de la chimenea, en un sillón similar yen actitud igualmente cómoda, descansaba suviejo amigo de escuela Jephro Hastie. Los doshombres vestían traje de franela, pues habíanpasado la tarde en el río. Pero, aparte de lostrajes, bastaba fijarse en sus rostros despiertos,de rasgos marcados, para darse cuenta de queeran hombres que gustaban del aire libre, hom-bres cuya voluntad y gustos se dirigían de for-ma natural hacia todo lo que fuera masculino yenérgico. Hastie, desde luego, era primer reme-ro de la embarcación de su colegio, y Smith eraincluso mejor remero que él, pero los exámenesproyectaban ya su sombra sobre ellos y Smithestaba volcado en el trabajo, salvo unas pocashoras a la semana que dedicaba a su salud. Unmontón desordenado de libros de medicina,huesos, modelos y placas anatómicas disemi-nados sobre la mesa revelaban la extensión y lanaturaleza de sus estudios, mientras que un parde sticks y un juego de guantes de boxeo colo-

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cados encima de la chimenea indicaban los me-dios de que se valía, con la ayuda de Hastie,para realizar sus ejercicios de la forma más có-moda y regular. Los dos amigos se conocíanmuy bien... tan bien que podían estar sentadosen medio de un silencio tranquilizador, lo cualconstituye el más alto desarrollo de la amistad.

Toma un poco de whisky —dijo por finAbercrombie Smith entre dos nubes de humo—. Hay escocés en la jarra e irlandés en la botella.

—No, gracias, me estoy preparando para lasregatas. No bebo cuando estoy entrenando. Ytú, ¿no bebes?

—Estoy estudiando duro. Creo que es mejorprescindir de ello.

Hastie asintió con un movimiento de cabezay volvieron a caer en un silencio acogedor.

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—A propósito, Smith —preguntó Hastie alpoco tiempo—, ¿no te has relacionado todavíacon los dos tipos de la escalera?

—Nos saludamos cuando nos encontramos.Nada más.

—¡Hum! Pues yo me inclinaría a dejarlo enese punto. Tengo información sobre ellos. Nodemasiada, pero me basta. Si estuviera en tulugar, no creo que intimase con ellos. Y con estono quiero decir nada malo de Monkhouse Lee.

—¿Te refieres al delgado?

—Exacto. Es un tipo distinguido. No creoque tenga ningún vicio. Pero no puedes tratarcon él sin tratar también con Bellingham.

—¿El gordo?

—Sí, el gordo. Es un hombre al que yo prefe-riría no conocer.

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Abercrombie Smith arqueó las cejas y mirófijamente a su compañero.

—¿Qué pasa con él? —preguntó—. ¿Bebe?¿Juega a las cartas? ¿Es un canalla? Tú no suelesser tan crítico.

—¡Ah! Está claro que no le conoces, de locontrario no me preguntarías. Hay algo detes-table en ese individuo... algo que recuerda a losreptiles. Me da asco. Yo le clasificaría como unhombre con vicios secretos... un bilioso perver-so. Aunque no es tonto. Dicen que en su espe-cialidad es uno de los mejores que han pasadopor este colegio.

—¿Medicina o clásicas?

—Lenguas orientales. Es un verdadero de-monio para las lenguas. Hace tiempo se lo en-contró Chillingworth en algún lugar situadopor encima de la segunda catarata, y me contóque hablaba con los árabes como si hubieranacido y le hubieran destetado y criado entre

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ellos. Hablaba copto con los coptos, hebreo conlos judíos y árabe con los beduinos, y todosellos habrían estado dispuestos a besarle la levi-ta. En aquellas regiones hay viejos ermitañosque viven en las rocas y se mofan y escupen alos extranjeros casuales que pasan por allí. Puesbien, en cuanto veían al tal Bellingham, antesde que pronunciara cinco palabras, ya estabanellos con la panza en el suelo, haciendo contor-siones. Chillingworth aseguraba que nuncahabía visto algo semejante. Y Bellingham, alparecer, se lo tomaba como un derecho y sepaseaba pavoneándose entre ellos y les hablabadándose aires de superioridad, como si fuera suviejo tío holandés. No está mal para un estu-diante del Old College, ¿verdad?

—¿Y por qué dices que no se puede tratar aLee sin tratar también con Bellingham?

—Porque Bellingham está comprometidocon su hermana Eveline. ¡Qué chica tan simpá-tica, Smith! Conozco bien a toda la familia. Me

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repugna ver al bruto ese con ella. Un sapo yuna paloma... eso es lo que me viene siempre ala mente.

Abercrombie Smith sonrió y vació la pipagolpeando la cazuela contra la pared de la chi-menea.

—Amigo, has puesto todas las cartas sobrela mesa —dijo—. ¡Prejuicios, desconfianza ycelos! No tienes nada realmente en contra deltipo, excepto eso.

—Bueno, yo la conozco desde que levantabadel suelo lo que esta pipa de cerezo, y no mehace gracia verla correr riesgos. Y éste es unriesgo. Ese hombre parece una bestia. Y tiene elcarácter de una bestia... un carácter venenoso.¿Te acuerdas de su pelea con Long Norton?

—No. Siempre olvidas que soy nuevo.

—Ocurrió el invierno pasado, tienes razón.Bueno, ya conoces el camino de sirga que hay a

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lo largo del río. Por él marchaban varios com-pañeros, con Bellingham a la cabeza, cuando seencontraron con una vieja del mercado quevenía en dirección contraria. Había llovido —yasabes cómo se ponen esos campos cuando llue-ve— y el camino discurría entre el río y un grancharco casi tan ancho como el propio río. Bien,¿qué hizo ese cerdo? No ceder el paso y empu-jar a la vieja, que cayó al barro con todas susmercancías y quedó hecha un verdadero desas-tre. Fue una maldita canallada, y Long Norton,que es un tipo educado, le dijo lo que pensabaal respecto.

Una palabra llevó a otra y al final Nortonterminó por aporrear las espaldas de su com-pañero con el bastón. Se produjo un alborototremendo, y ahora es un placer ver de qué ma-nera mira Bellingham a Norton cuando se en-cuentran. ¡Por Júpiter, Smith, son casi las once!

—No hay prisa. Enciende otra pipa.

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—No puedo. Se supone que estoy entrenan-do. Estoy sentado aquí, chismorreando, cuandodebería estar a salvo en la cama. Cogeré presta-da tu calavera, si puedes prescindir de ella. Ledejé la mía a Williams durante un mes. Me lle-varé también estos huesecillos del oído, si estásseguro de que no vas a necesitarlos. Muchasgracias. No me hace falta una maleta, puedollevarlos perfectamente bajo el brazo. Buenasnoches, amigo, y sigue mis consejos acerca detu vecino.

Cuando dejó de oírse el eco de las pisadas deHastie, que iba cargado con su botín anatómicopor la tortuosa escalera, Abercrombie Smitharrojó la pipa al canasto de los papeles, acercóla silla a la lámpara y se sumergió en el estudiode un formidable mamotreto de tapas verdes,ilustrado con grandes mapas a colores de aquelextraño reino interior del cual somos monarcasincapaces y desventurados. Aunque nuevo enOxford, no lo era en el estudio de la medicina,

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pues había trabajado cuatro años en Glasgow yen Berlín, y si pasaba el examen que se aveci-naba, entraría a formar parte de la profesiónmédica. Con su boca grave y severa, su frenteamplia y unos rasgos bien perfilados, aunquealgo duros, era un hombre que si bien no teníaun talento brillante, era tan tenaz, tan pacientey enérgico que al final podía alcanzar a los ge-nios más notables. Un hombre capaz de mante-ner su terreno entre escoceses y alemanes delnorte no retrocede con facilidad. Smith habíadejado una reputación en Glasgow y Berlín, yahora se proponía hacer otro tanto en Oxford,si el trabajo duro y la abnegación se lo permití-an.

Llevaba estudiando cerca de un ahora, y lasmanecillas del ruidoso reloj colocado en unlateral de la mesa iban rápidamente a juntarseencima del número doce, cuando un sonidoinesperado llegó a los oídos del estudiante... unsonido agudo y estridente, como el jadeo difi-

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cultoso de un hombre sometido a una fuerteemoción. Smith dejó el libro y ladeó la cabezapara escuchar. No se oía nada ni a derecha ni aizquierda, ni por encima de él, de modo queaquella interrupción provenía seguramente delvecino de abajo, el mismo vecino del que Hastieacababa de darle informes tan desagradables.Smith apenas sabía nada de él, salvo que era unhombre de cara pálida y fofa, entregado al si-lencio y al estudio, un hombre cuya lámparaproyectaba un haz de luz desde la vieja torreincluso después de que él hubiera apagado lasuya. Ese hábito compartido de estudiar hastaaltas horas de la noche había creado entre ellosuna especie de vínculo silencioso. Cuando lashoras se deslizaban calladamente hacia el ama-necer, Smith se sentía aliviado al saber quehabía alguien en su cercanía que concedía tanpoco valor como él al sueño. Incluso ahora, aldirigir sus pensamientos hacia él, sentía ciertasimpatía. Hastie era un buen tipo, pero algotosco y nervioso, desprovisto de imaginación o

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simpatía. No podía tolerar que alguien se apar-tara de lo que él consideraba el modelo tipo delo masculino. Si un hombre no podía ser medi-do de acuerdo con el reglamento de una escue-la pública, entonces era inaceptable para Has-tie. Al igual que la mayoría de los hombres decuerpo robusto, tenía tendencia a confundir laconstitución con el carácter, a atribuir una faltade principios morales a lo que en realidad noera más que un problema de circulación san-guínea. Smith, que poseía una mente más des-pierta, conocía el carácter de su amigo, y lo tu-vo en consideración ahora que sus pensamien-tos se dirigían hacia el hombre que vivía debajode él.

No se había vuelto a producir aquel extrañosonido, y Smith estaba a punto de reanudar sutrabajo una vez más, cuando el silencio de lanoche fue quebrado por un grito sordo, un ver-dadero quejido, como el de un hombre zaran-deado violentamente más allá de su capacidad

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de control. Smith saltó de la silla y dejó el libro.Era un hombre de nervios templados, perohabía algo en aquel repentino e incontroladoalarido de horror que le heló la sangre y le pusola piel de gallina. El hecho de que se produjeraen un lugar como aquél y a una hora semejante,le hizo imaginar un millar de fantásticas posibi-lidades. ¿Debería bajar corriendo, o sería mejoresperar?

Sentía esa especie de repugnancia nacional ahacer una escena y sabía tan poco de su vecinoque se resistía a entrometerse alegremente ensus asuntos. Durante unos instantes le invadióla duda, pero mientras reflexionaba en el temase escucharon en la escalera unos pasos precipi-tados y el joven Monkhouse Lee, a medio vestiry blanco como la ceniza, irrumpió en el cuarto.

—¡Baja! —jadeó—. Bellingham está enfermo.

Abercrombie Smith le siguió escaleras abajohasta el cuarto de estar que había debajo del

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suyo y, a pesar de que su atención estaba con-centrada en lo ocurrido, no pudo evitar echarun vistazo curioso a su alrededor. Nunca habíavisto una habitación semejante: -parecía más unmuseo que un cuarto de estudio. Las paredes yel techo estaban cubiertos con un millar de ex-trañas reliquias de Egipto y del Oriente. Figurasaltas y angulosas, algunas con pesados fardos yotras con armas, acechaban en un inculto frisoque se extendía alrededor de las cuatro pare-des. Por encima destacaban estatuas con cabezade toro, de cigüeña, de gato o de lechuza, juntoa monarcas de ojos almendrados y coronas devíboras, y divinidades extrañas, como escaraba-jos, talladas en lapislázuli de Egipto. Horus, Isisy Osiris miraban furtivamente desde los nichosy estanterías, mientras que el cielo raso estabacruzado por un verdadero hijo del viejo Nilo,un cocodrilo enorme de mandíbula colgante,sujeto por una doble lazada.

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En el centro de esta extravagante habitaciónse encontraba una gran mesa cuadrada, atesta-da de papeles, botellas y hojas secas de unaplanta elegante, similar a la palmera. Estos ob-jetos dispares habían sido amontonados paradejar sitio a la caja de una momia, que habíasido transportada desde la pared —como evi-denciaba el hueco que quedaba allí— y coloca-da en la parte delantera de la mesa. La propiamomia, una cosa horrenda, negra y arrugada,como una cabeza chamuscada en un arbustoretorcido, estaba casi fuera de la caja, con unamano que parecía más bien una garra y un hue-sudo antebrazo que descansaba encima de lamesa. Apoyado contra la pared de la caja habíaun amarillento rollo de papiro, y frente a él, enuna silla de madera, estaba sentado el dueño dela habitación, con la cabeza hacia atrás y losojos dilatados que miraban con horror hacia elcocodrilo que había colgado en el techo, en tan-to que los labios amoratados y secos resoplabanpesadamente a cada exhalación de aire.

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—¡Dios mío! Se está muriendo —gritó comoun loco Monkhouse Lee.

Era un joven delgado, bien parecido, de cutismoreno y ojos negros, más cerca del tipo espa-ñol que del inglés, y con una exageración célti-ca en sus maneras que contrastaba con la flemasajona de Abercrombie Smith.

—No es más que un desmayo, creo —dijo elestudiante de medicina—. Échame una mano.Cógele de los pies. Ahora al sofá. ¿Puedes tirarde un puntapié todos esos pequeños demoniosde madera? ¡Vaya desorden! Ahora se recupe-rará si le desabrochamos el cuello y le damosun poco de agua. ¿Qué diablos le ha ocurrido?

—No lo sé. Escuché un grito y salí corriendo.Yo trato mucho con él, ya sabes. Has sido muyamable al venir.

—Su corazón late como un par de castañue-las —dijo Smith, colocando la mano en el pechode aquel hombre inconsciente—. Me parece que

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el miedo le ha dejado fuera de combate. ¡Échaleun poco de agua! ¡Vaya cara que tiene!

Desde luego, era una cara extraña y de lomás repelente, pues el color y el perfil eranigualmente antinaturales. No estaba pálida, almenos no con la palidez propia del miedo, sinocon una blancura exangüe, como la cara infe-rior de un lenguado. Era muy gordo, pero dabala impresión de haber sido todavía más gordoen otro tiempo, porque la piel le colgaba fofa,con arrugas y pliegues, y la cara aparecía sur-cada por multitud de arrugas. Sus cabellos erande color oscuro, duros y erizados como cerdas,y tenía unas orejas gruesas y arrugadas quesobresalían a cada lado. Los ojos de color grisclaro estaban abiertos todavía, las pupilas dila-tadas y los globos de los ojos como perdidos enuna mirada de horror. Mientras le examinaba,Smith tenía la impresión de no haber visto ja-más de forma tan evidente como en aquel ros-tro las señales de peligro que suele colocar la

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Naturaleza, y sus pensamientos volvieron conmayor seriedad a las advertencias que Hastie lehabía hecho tan sólo una hora antes.

—¿Pero qué demonios ha podido asustarleasí? —preguntó.

—La momia.

—¿La momia? ¿Por qué?—No lo sé. Es monstruosa y mórbida. Me

gustaría que se deshiciera de ella. Este es elsegundo susto que me da. El pasado inviernoocurrió lo mismo. Me lo encontré igual, con esacosa horrible frente a él.

—Pero ¿qué pretende hacer con la momia?

—Bueno, es un maniático. Es su afición. Sabemás sobre estas cosas que cualquier hombre enInglaterra. Yo preferiría que no supiera tanto...Creo que vuelve en sí.

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Una pizca de color empezó a extenderse porlas lívidas mejillas de Bellingham y sus párpa-dos se estremecieron levemente, como la velade una embarcación después de una calma chi-cha. Apretó y abrió las manos, respiró de formaprofunda y lenta entre dientes, sacudió la cabe-za y lanzó una mirada de reconocimiento a sualrededor. Cuando sus ojos se posaron en lamomia, saltó del sofá, agarró el rollo de papiroy lo arrojó dentro de un cajón. Después lo cerrócon llave y volvió tambaleándose al sofá.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué queréis,muchachos?

—Te pusiste a gritar y armaste un jaleo demil diablos —dijo Monkhouse Lee—. No sé loque habría hecho contigo si nuestro vecino dearriba no hubiera acudido en tu ayuda.

Bellingham hundió la cabeza entre las ma-nos y estalló en una recalcitrante risa histérica.

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—¡Basta! ¡Déjalo ya! —exclamó Smith, sacu-diéndole bruscamente la espalda—. Tienes losnervios de punta. Tienes que olvidar por estanoche esos juegos con las momias o acabaráschiflado. Ahora mismo estás como un hilo detelégrafo.

—Me pregunto —dijo Bellingham— si tú es-tarías tan sereno como yo si hubieses visto...

—¿Qué?

—¡Oh, nada! Me pregunto si serías capaz depermanecer de noche con una momia sin que sete alterasen los nervios. No dudo que tengasrazón. Puede que haya trabajado demasiadoúltimamente, pero estoy bien ahora. No te va-yas, por favor. Espera unos minutos, hasta queme haya tranquilizado.

—La atmósfera de la habitación está muycargada —señaló Lee, abriendo la ventana ydejando que entrara el aire frío de la noche.

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—Es resina balsámica —dijo Bellingham.Cogió una de las hojas secas que había encimade la mesa y la retorció encima del tubo de lalámpara. La hoja dejó escapar pesadas volutasde humo y la habitación se llenó de un aromaespeso y picante—. Esta es la planta sagrada...la planta de los sacerdotes —remarcó—. ¿Co-noces algo de las lenguas orientales, Smith?

—Nada. Ni una palabra.

La respuesta pareció quitarle un peso de en-cima al egiptólogo.

—A propósito —continuó—, ¿cuánto tiempotranscurrió desde que bajaste hasta que recobrémis sentidos?

—No mucho. Cuatro o cinco minutos.

—Ya me imaginaba que no podía haber sidomucho —dijo, respirando profundamente—.Pero ¡qué extraña es la inconsciencia! No existemedida para ella. Yo no podría decir, según mis

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propias sensaciones, si fueron segundos o se-manas. Ese caballero que está encima de la me-sa fue embalsamado en los tiempos de la undé-cima dinastía, hace unos cuarenta siglos, pero sipudiera accionar su lengua nos diría que estelapso de tiempo no ha sido más que un abrir ycerrar de ojos. Es una momia especialmentedistinguida, Smith.

Smith se acercó a la mesa y examinó con mi-rada profesional la forma negra y retorcida quetenía delante. Aunque horriblemente descolo-ridas, las facciones se conservaban perfectas, ydos ojillos parecidos a avellanas, seguían ace-chando desde las profundidades de las cuencasnegras y cavernosas. La piel, cubierta de erup-ciones, aparecía tirante de un hueso a otro, yuna maraña de cabellos gruesos y negros le caíapor encima de las orejas. Dos dientes finos, se-mejantes a los de una rata, sobresalían por en-cima del labio inferior. Tal y como estaba, enuna postura encogida, con las articulaciones

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dobladas y la cabeza estirada, aquel engendrohorroroso sugería una vitalidad tan grande queel propio Smith se sobresaltó. Las costillas chu-padas, recubiertas por algo que parecía perga-mino, estaban al descubierto, y el abdomen,hundido y de color plomizo, mostraba la largahendidura donde el embalsamador había deja-do su marca. Sin embargo, los miembros infe-riores estaban envueltos en un tosco vendajeamarillento. Desparramados por el cuerpo y elinterior de la caja se veían pequeños trozos dealgo similar a clavos de mirra y de casia.

—Ignoro su nombre —dijo Bellingham, pa-sando la mano sobre la arrugada cabeza—.Como ves, el sarcófago exterior, que es el quelleva las inscripciones, se ha perdido. El títuloque tiene ahora es lote 249. Está escrito en lacaja. Ese es el número que tenía en la subastadonde lo adquirí.

—En sus tiempos debió de ser un tipo atrac-tivo —observó Abercrombie Smith.

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—Fue un gigante. La momia mide seis pies ysiete pulgadas, y eso le convertiría en un gigan-te, porque los egipcios no fueron una raza de-masiado robusta. Palpa también estos huesosgrandes y abultados: Debió ser un tipo pocorecomendable para discutir con él.

—Quizás estas mismas manos ayudaron acolocar las piedras de las pirámides —sugirióMonkhouse Lee, observando con repugnancialos talones torcidos y sucios.

—Ni mucho menos. Este tipo fue conserva-do en natrón y cuidado con el estilo más refi-nado. No daban ese tratamiento a los simplespeones. Con sal y betún tenían suficiente. Secalcula que esta clase de tratamiento venía acostar unas setecientas treinta libras de nuestramoneda actual. Nuestro amigo debió ser noble,por lo menos. ¿Qué piensas de esa pequeñainscripción que tiene cerca del pie, Smith?

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—Ya te he dicho que no conozco ningunalengua oriental.

—Ah, es cierto. Es el nombre del embalsa-mador, creo. Debe de haber sido un artesanomuy concienzudo. Me gustaría saber cuántasobras modernas sobrevivirían durante cuatromil años.

Siguió hablando en tono desenfadado y ani-mado, pero a Abercrombie Smith le parecíaevidente que todavía le palpitaba el corazón demiedo. Le temblaban las manos, el labio infe-rior se estremecía levemente, y sus ojos, dondequiera que mirasen, se detenían siempre en suhorrible compañero. Pero, a pesar del miedo, enel tono de voz y en sus maneras se adivinaba lasatisfacción del triunfo. Le brillaban los ojos, ysus pasos, cuando caminaba por la habitación,eran firmes y confiados. Daba la impresión deun hombre que ha pasado por una experienciaterrible, cuyas marcas permanecen todavía pa-

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tentes en el cuerpo, pero que le había ayudadoa conseguir su objetivo.

—¿Te vas ya? —exclamó cuando Smith selevantó del sofá.

Parecía que el miedo le asaltaba de nuevoante la perspectiva de volver a la soledad, yextendió una mano para detenerle.

—Sí, debo irme. Tengo que volver a mis es-tudios. Ya estás bien, aunque tal y como tienesel sistema nervioso creo que sería recomenda-ble que dejaras de lado tus morbosos estudios.

—Oh, por lo general no soy nervioso. No esla primera vez que le quito el vendaje a unamomia.

—La última vez te desmayaste —observóMonkhouse Lee.

—Ah, sí, es cierto. Bueno, debo tomar algúntónico para los nervios o un tratamiento deelectricidad. Lee, tú no te vas, ¿verdad?

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—Lo haré si lo deseas, Ned.

—Entonces bajaré contigo y me tumbaré unrato en tu sofá. Buenas noches, Smith. Sientohaberte molestado con mi imprudencia.

Se estrecharon las manos, y mientras el es-tudiante de medicina subía por la irregular es-calera, escuchó el sonido de una llave en la ce-rradura y los pasos de sus dos nuevos conoci-dos que descendían al piso inferior.

***

De esta extraña manera comenzó la amistadentre Edward Bellingham y AbercrombieSmith, una amistad que este último, al menos,no deseaba llevar más lejos. Bellingham, sinembargo, parecía haberse encaprichado con suvecino de lenguaje rudo, y sus atenciones al-canzaron tal grado que Smith a duras penas

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podía rechazarlas sin dar muestras de una ab-soluta brutalidad. Dos veces llamó a Smith paraagradecerle su ayuda, y después fue a visitarlerepetidamente con libros, documentos y todaclase de atenciones que dos vecinos solterospueden ofrecerse recíprocamente. Pronto tuvoSmith ocasión de comprobar que se trataba deun hombre de vastas lecturas, con vocaciónuniversalista y una extraordinaria memoria.Además, sus modales eran tan exquisitos yagradables que al cabo de un tiempo uno pasa-ba por alto su aspecto repelente. Para un hom-bre cansado y aburrido del trabajo, Bellinghamno resultaba un compañero desagradable, y conel correr de los días Smith se vio a sí mismoesperando con interés estas visitas, e inclusodevolviéndoselas.

No cabía duda de que era un hombre extra-ordinariamente inteligente y, sin embargo, elestudiante de medicina creyó detectar en Be-llingham una vena de locura, pues en ocasiones

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le sorprendía con manifestaciones grandilo-cuentes y fatuas que contrastaban con la sim-plicidad de su vida.

—Es maravilloso —exclamaba— sentir queuno puede dominar los poderes del bien y delmal... ya sea un ángel custodio o un demoniovengador.

También, en cierta ocasión, dijo de Mon-khouse Lee:

—Lee es un buen muchacho, un muchachohonesto, pero carece de energía y ambición. Noes un socio adecuado para un hombre capaz degrandes empresas. No es un socio adecuadopara mí.

Cuando escuchaba estas insinuaciones e in-directas estúpidas, Smith se limitaba a chuparsolemnemente su pipa, arqueaba las cejas ymovía la cabeza, interponiendo pequeños con-sejos de sabiduría médica, como las virtudes delevantarse temprano y hacer vida al aire libre.

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En los últimos tiempos Bellingham habíacontraído un hábito que Smith reconocía per-fectamente como un heraldo de debilidad men-tal. Parecía estar hablando consigo mismo. Aaltas horas de la noche, cuando no era posibleque le visitara persona alguna, Smith oía su vozen el piso inferior, sosteniendo un monólogoapagado y cauto, hasta convertirse en un susu-rro, pero perfectamente audible en medio delsilencio. Este parloteo solitario molestaba ydistraía al estudiante, de modo que se vio obli-gado más de una vez a hablar del asunto con suvecino. Bellingham, sin embargo, se sonrojabaante esta acusación y negaba de forma tajanteque hubiera proferido sonido alguno. A decirverdad, se mostraba más molesto de lo que lasituación parecía requerir.

Si Abercrombie Smith albergaba alguna du-da acerca del testimonio de sus oídos no habríatenido que ir muy lejos para encontrar una con-firmación. Tom Styles, el pequeño sirviente

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arrugado que venía atendiendo las necesidadesde los moradores de la torre desde tiemposinmemoriales, estaba seriamente preocupadopor el mismo tema.

—Perdóneme, señor —preguntó cierta ma-ñana mientras efectuaba la limpieza del pisosuperior—, ¿cree usted que Mr. Bellinghamestá bien?

—¿Bien de qué, Styles?

—Sí. señor. Bien de la cabeza.

—¿Y por qué no va a estarlo?

—Bueno... no sé, señor. Ha cambiado suscostumbres últimamente. No es el mismo, aun-que me atrevo a decir que no fue nunca un ca-ballero de mi gusto, como Mr. Hastie o ustedmismo, señor. Habla consigo mismo de unaforma horrible. Me sorprende que no le molestea usted. No sé qué hacer con él, señor.

—No sé por qué te preocupa, Styles.

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—Pues me preocupa, Mr. Smith. Tal vez estéfuera de mi competencia, pero no puedo reme-diarlo. A veces me siento como el padre y lamadre de mis jóvenes caballeros. Yo cargo contodo cuando las cosas se tuercen y se presentanlos familiares. Pero Mr. Bellingham, señor... megustaría saber quién se pasea a veces por suhabitación cuando él está ausente y la puertacerrada por fuera.

—¿Qué...? Estás diciendo tonterías, Styles.

—Puede que sí, señor, pero lo he oído másde una vez con mis propios oídos.

—Bobadas, Styles.

—Muy bien, señor. Toque la campanilla sime necesita.

Abercrombie Smith no dio ninguna impor-tancia a las habladurías del anciano sirviente,pero pocos días después ocurrió un incidenteque produjo un efecto desagradable en su espí-

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ritu y le trajo a la memoria las palabras de Sty-les.

Bellingham había subido a verle ya entradala noche y le estaba entreteniendo con un inte-resante relato de las tumbas excavadas en lasrocas de Beni Hassan, en el Alto Egipto, cuandoSmith, cuyo oído era notablemente agudo, es-cuchó con claridad el sonido de una puerta quese abría en el descansillo de abajo.

—Alguien está entrando o saliendo de tuhabitación —observó.

Bellingham su puso en pie de un salto y du-rante unos instantes permaneció sin saber quéhacer, con la expresión de un hombre divididoentre la incredulidad y el miedo.

—Creo que la cerré —tartamudeó—. Estoycasi seguro de que la cerré. Nadie ha podidoabrirla.

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—Ahora mismo estoy escuchando las pisa-das de alguien que sube —dijo Smith.

Bellingham se precipitó afuera, cerró lapuerta de golpe y corrió escaleras abajo. Smithle oyó detenerse a mitad de camino y creyópercibir el sonido de unos murmullos. Unossegundos después la puerta del piso de abajo secerró, una llave chirrió en la cerradura y Be-llingham, con la cara pálida y cubierta de gotasde sudor, subió las escaleras una vez más yentró en la habitación.

—Todo está en orden —dijo, dejándose caeren una silla—. Ha sido ese estúpido perro. Haabierto la puerta a base de empujones. No en-tiendo cómo me olvidé de cerrarla.

—Ignoraba que tuvieses un perro —dijoSmith, examinando con expresión pensativa elrostro alterado de su compañero.

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—Sí, lo tengo desde hace muy poco. Tengoque deshacerme de él. Es excesivamente incó-modo.

—Debe serlo, si te resulta tan complicadotenerlo encerrado. Yo habría pensado que seríasuficiente con cerrar la puerta, sin echar la lla-ve.

—Quería evitar que el viejo Styles le dejarasalir. Es un perro valioso y me disgustaría per-derlo.

—Yo también soy aficionado a los perros —dijo Smith, mirando fijamente a su compañeropor el rabillo del ojo—. Tal vez pueda echarleuna ojeada.

—Desde luego. Pero me temo que no puedeser esta noche. Tengo una cita. ¿Va bien aquelreloj? Entonces llevo ya un cuarto de hora deretraso. Discúlpame, por favor.

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Cogió su gorra y salió apresuradamente dela habitación. A pesar de la cita, Smith le oyóentrar en su cuarto y echar la llave desde de-ntro.

Aquella conversación dejó una impresióndesagradable en el ánimo del estudiante demedicina. Bellingham le había mentido, y lohabía hecho de una forma tan burda que pare-cía que tenía razones casi desesperadas paraocultar la verdad. Sabía que su vecino no teníaperro. Sabía también que las pisadas que habíaoído en la escalera no pertenecían a un animal.¿De quién eran, entonces? Había que conside-rar la declaración de Styles respecto a alguienque caminaba en la habitación cuando su due-ño estaba ausente. ¿Se trataría de una mujer?Smith se inclinaba por esta suposición. En esecaso, si Bellingham fuera descubierto por lasautoridades del colegio sería expulsado deforma deshonrosa, lo que tal vez explicaría elmotivo de su ansiedad y sus falsedades. Sin

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embargo, parecía imposible que un estudiantepudiera ocultar una mujer en sus habitacionessin que fuera descubierta inmediatamente.Cualquiera que fuese la explicación, se tratabade un asunto feo, y Smith, al volver a sus libros,decidió no alentar por más tiempo los intentosde intimar por parte de aquel vecino de pala-bras suaves y apariencia poco recomendable.

Pero su trabajo estaba destinado a ser inte-rrumpido aquella noche. Apenas había reto-mado el hilo de sus estudios se escucharon enla escalera las pisadas firmes y vigorosas dealguien que subía de tres en tres los peldaños, yHasie, con chaqueta y pantalón de franela,irrumpió en la habitación.

—¡Estudiando todavía! —dijo, recostándoseen la silla de madera—. ¡Vaya pájaro empollón!Me parece que aunque se produjera un terre-moto y Oxford quedase convertido en un som-brero de tres picos, tú te quedarías tan tranqui-lo sentado con tus libros en medio de las rui-

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nas. Pero no te voy a aburrir demasiado. Tresbocanadas de tabaco y desaparezco.

—¿Qué noticias hay? —preguntó Smith, re-llenando su pipa y apretando el tabaco con eldedo índice.

—No demasiadas. Wilson ha hecho setentapor los novatos contra el once titular. Dicen quejugará en lugar de Buddicomb, porque Buddi-comb está bajo de forma. Antes era capaz delanzar, pero ahora no pasa de medias voleas ypelotas largas.

—Medio derecha —sugirió Smith, con esagravedad que adoptan los universitarios cuan-do hablan de deportes.

—Se inclina con demasiada rapidez, con unmovimiento de pierna. Alarga el brazo unastres pulgadas o así. Era horrible cuando el te-rreno estaba húmedo. A propósito, ¿has oído lode Long Norton?

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—No. ¿De qué se trata?

—Le han atacado.

—¿Atacado?

—Sí, cuando volvía de High Street, a cienyardas de la verja del Oíd.

—Pero ¿quién...?

—¡Ah, ese es el problema! Si dijeras «qué»,estaría más de acuerdo con la gramática. Nor-ton jura que no era humano, y desde luego, alexaminar los arañazos del cuello, me sientoinclinado a darle la razón.

—Entonces... ¿qué ha sido? ¿O es que nos lastenemos que ver con fantasmas?

Abercrombie Smith resopló con el típicodesprecio del hombre de ciencia.

—Bueno, no. No creo que se trate de eso,claro está. Más bien me inclino a pensar que si

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algún domador ha perdido últimamente ungran mono, y la bestia merodea por esta zona,el jurado le haría pagar una buena factura. Nor-ton pasaba todas las noches por ese camino, a lamisma hora. Las hojas de un árbol caen a pocaaltura del sendero... bueno, es el viejo olmo deljardín de Rainy. Norton está convencido de queaquella cosa saltó sobre él desde el olmo. Seacomo sea, estuvo a punto de ser estranguladopor dos brazos que, según dice, eran tan fuertesy delgados como aros de acero. No vio nada,sólo aquellos brazos bestiales que le atenaza-ban. Gritó como un loco, hasta que llegaroncorriendo dos compañeros y la cosa saltó porencima del muro, como si fuera un gato. Enningún momento pudo echarle la vista encima.Le dio un buen meneo a Norton, te lo aseguro.Le he dicho que eso ha sido tan bueno para élcomo una temporada en la playa.

—Habrá sido algún amigo de lo ajeno —dijoSmith.

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—Es muy posible. Norton asegura que no,pero no nos importa lo que diga él. El asaltantetenía las uñas largas, y salta los muros con unaelegancia maravillosa. A propósito, a ese vecinotuyo tan guapo le encantaría enterarse de loocurrido. Le tiene inquina a Norton, y por loque sé de él, no es un hombre que olvide suspequeñas deudas. Pero, bueno, viejo, ¿qué se teha metido en la mollera?

—Nada —contestó Smith secamente. Smithhabía experimentado un sobresalto y en su ros-tro había aparecido como un relámpago la ex-presión de un hombre asaltado súbitamentepor una idea desagradable.

—Parece como si algo de lo que he dicho tehubiera tocado en lo más hondo. A propósito,desde la última vez que te vi has hecho amistadcon el señor B., ¿no es cierto? Monkhouse Leeme contó algo al respecto.

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—Sí, le conozco superficialmente. Ha venidoa visitarme una o dos veces.

—Bueno, eres ya mayorcito para cuidar de timismo. No es exactamente lo que yo llamaríaun tipo recomendable, aunque, qué duda cabe,es muy inteligente y todo lo demás. Pero notardarás en darte cuenta. Lee es buena perso-na... un chico honrado. En fin, ¡hasta la vista,amigo! El miércoles me enfrentaré con Mullinsen la regata para la copa del Vice-Chancellor.Espero verte por allí, si es que no nos vemosantes.

El flemático Smith dejó su pipa y volvió aconcentrarse tercamente en sus libros. Pero, apesar de poner en ello toda la voluntad delmundo, le resultó muy difícil centrar la aten-ción en el estudio. Su mente divagaba y se diri-gía de forma obsesiva hacia el hombre que vi-vía debajo y hacia el pequeño misterio que ro-deaba sus habitaciones. Entonces recordó laextraña agresión de la que había hablado Has-

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tie y el rencor que, según se decía, abrigabacontra la víctima del ataque. Las dos ideas cre-cían indisolublemente unidas en su imagina-ción, como si hubiera entre ellas una conexiónestrecha e íntima. Sin embargo, la sospecha eratan vaga y difusa que no podía concretarse enpalabras.

—¡Al diablo con el tipo ese! —exclamóSmith mientras lanzaba el libro de patología alotro lado de la habitación—. Me ha estropeadola noche de estudio, y, aunque no hubiera otrarazón, me parece suficiente para evitar cual-quier contacto con él en el futuro.

Durante diez días el estudiante de medicinase sumergió de forma tan profunda en sus es-tudios que no vio ni oyó nada referente a susvecinos de abajo. Puso especial cuidado enmantener la puerta cerrada a las horas en queBellingham solía visitarle y, a pesar de que másde una vez oyó que alguien la golpeaba, rehusóde forma tajante responder a la llamada. Una

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tarde, sin embargo, cuando bajaba por la esca-lera, precisamente en el momento en que pasa-ba por delante de las habitaciones de Belling-ham, la puerta se abrió de par en par y aparecióel joven Monkhouse Lee echando chispas porlos ojos y con las mejillas encendidas de rabia.Inmediatamente después apareció Bellingham,cuyo rostro abotargado y enfermizo se veíadeformado por una pasión maligna.

—¡Estúpido! —protestó—. ¡Te arrepentirás!

—¡Puede ser! —exclamó el otro—. Que que-de bien claro: esto se ha acabado. ¡No quiero nioír hablar de ello!

—Pero has prometido...

—¡Oh, lo cumpliré! No diré nada. Sería me-jor que mi hermana Eva estuviera en la tumba.De una vez por todas: esto se ha acabado. Ellahará lo que yo le diga. No queremos volver averte.

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Smith no pudo evitar enterarse de la dispu-ta, pero continuó su camino como si nada, puesno deseaba verse involucrado en el asunto. Es-taba claro que habían tenido una seria diferen-cia entre ellos y que Lee estaba decidido a con-vencer a su hermana para que rompiera elcompromiso. Smith recordó la oportuna com-paración de Hastie sobre el sapo y la paloma yse alegró de que la relación estuviera a puntode romperse. No resultaba agradable mirar lacara de Bellingham cuando le daba un ataquede cólera. No era un hombre a quien se pudieraconfiar una chica inocente para toda la vida.Mientras caminaba desanimado, Smith se pre-guntaba cuál podía haber sido la causa de ladisputa y en qué consistía la promesa que habíahecho Monkhouse Lee, ya que Bellingham mos-traba un interés inusitado en que se cumpliera.

Era el día del enfrentamiento entre Hastie yMullins en las regatas, y una riada de hombresse dirigía hacia las orillas del Isis. El sol de ma-

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yo resplandecía en el cielo, y el dorado senderoaparecía surcado por las negras sombras de losaltos olmos. A ambos lados de la carretera sealzaban las fachadas grises de los colegios, co-mo viejas madres entrecanas del saber univer-sal que vigilan desde sus altas ventanas dividi-das con parteluces la marea de vida joven quepasa tan alegremente a su lado. Preceptoresvestidos con ropajes oscuros, funcionarios or-gullosos, pálidos profesores, jóvenes atletas depiel bronceada con sombreros de paja o jerseysblancos y chaquetas de vivos colores acudíanpresurosos hacia el sinuoso río que cruza lasllanuras de Oxford.

Abercrombie Smith, con la intuición de unviejo remero, se situó en el punto donde sabíaque se iba a librar la batalla, si es que había ba-talla. Oyó a lo lejos el murmullo que anunciabala salida, el bramido creciente de la multitud amedida que se acercaban, el retumbar de lospies que corrían y los gritos de los hombres que

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se encontraban en los botes. Pasó ante sus nari-ces un grupo de corredores medio vestidos,respirando trabajosamente, y, al mirar por en-cima de sus cabezas, vio que Hastie remaba deforma uniforme, a treinta y seis, mientras quesu oponente, con un desigual cuarenta, mar-chaba a una canoa de distancia detrás de él.Smith animó con entusiasmo a su amigo, sacóel reloj del bolsillo y se disponía a regresar asus habitaciones cuando sintió que alguien legolpeaba el hombro. El joven Monkhouse Leeestaba a sus espaldas.

—Te he visto desde allí —dijo con voz tími-da y desolada—. Quería hablar contigo, si esque puedes dedicarme media hora. Aquellacasita de campo es mía. La comparto conHarrington, del King. Entra y toma una taza deté.

—Debo regresar enseguida —dijo Smith—.Tengo mucho que estudiar en este momento,

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pero me quedaré con gusto unos minutos. Hesalido porque Hastie es amigo mío.

—También es amigo mío. ¡Qué estilo tanmagnífico tiene! Mullins no estuvo a su altura.Pero... entra en la casa. Es una pequeña madri-guera, pero se estudia de maravilla durante losmeses de verano.

Era una construcción pequeña, cuadrada, deparedes blancas y puertas y persianas verdes,con un enrejado rústico en el porche y situada aunas cincuenta yardas de la orilla del río. En elinterior, la habitador principal había sido arre-glada más o menos como estudio: una mesa demadera de pino, estanterías sin pintar para loslibros y unos cuantos óleos baratos colgados enlas paredes. Una cacerola hervía sobre un calen-tador de alcohol y en una bandeja dispuestaencima de la mesa se veía un juego completo deté.

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—Siéntate en esa silla y coge un cigarrillo —dijo Lee. Déjame que te sirva una taza de té.Has sido muy amable al venir, pues ya sé queno te sobra el tiempo. Quería decirte que si yoestuviera en tu caso cambiaría inmediatamentede habitaciones.

—¿Qué...?

Smith se le quedó mirando con una cerillaencendida en la mano y el cigarrillo sin prenderen la otra.

—Sí, comprendo que te parezca muy extra-ño, y lo peor de todo es que no puedo revelartelas razones, porque debo atenerme a los térmi-nos de una solemne promesa... sí, una promesamuy solemne. No obstante, puedo decirte almenos que no creo que sea prudente vivir cercade Bellingham. Mientras sea posible, tengo in-tención de alojarme aquí, por lo menos hastaque pase un tiempo.

—¿Que no es prudente? ¿Qué quieres decir?

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—Eso es precisamente lo que no puedo de-cirte. Pero hazme caso y cámbiate de habitacio-nes. Hoy hemos tenido una buena bronca. De-bes de habernos oído, porque bajabas la escale-ras en ese momento.

—Vi cómo os peleabais.

—Es un tipo horrible, Smith. Es la única pa-labra que le cuadra. He tenido mis dudas acer-ca de él desde la noche aquella que se desma-yó... ¿recuerdas? La noche que bajaste a ayu-darle. Hoy le acusé abiertamente y me dijo co-sas que me pusieron los pelos de punta, y en-cima quiso que me aliase con él. No es que yosea un hombre estrecho de ideas, pero soy hijode un clérigo, como ya sabes, y creo que haycosas inaceptables desde cualquier punto devista. Doy gracias a Dios por haberlo descubier-to antes de que fuera demasiado tarde, porqueiba a casarse con mi hermana.

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—Todo eso está muy bien, Lee —dijo Aber-crombie Smith secamente—. Pero todavía no sési has dicho mucho más de lo que debías o de-masiado poco.

—Te he hecho una advertencia.

—Si existiera un motivo real para la adver-tencia, ninguna promesa puede ligarte. Si yodescubro a un canalla que está dispuesto a vo-lar un edificio con dinamita, no hay juramentoque me impida evitarlo.

—Sí, pero es que yo no puedo evitarlo, y loúnico que puedo hacer es advertirte a ti.

—Pero sin decirme contra qué me previenes.

—Contra Bellingham.

—Todo esto es una majadería. ¿Por qué iba atemer a Bellingham, o a cualquier otro hombre?

—No puedo decírtelo. Sólo te pido que cam-bies de habitaciones. Estás en peligro. No quie-

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ro decir que Bellingham tenga intención decausarte daño, pero podría suceder, porqueprecisamente ahora se ha vuelto un vecino pe-ligroso.

—Quizá yo sepa más de lo que te imaginas—dijo Smith, mirando fijamente la cara seria yjuvenil de aquel muchacho—. Supongamos quete digo que alguien comparte las habitacionesde Bellingham...

Monkhouse Lee saltó de su silla, presa deuna emoción incontrolable.

—¿Lo sabes, entonces? —jadeó.

—Una mujer.

Lee se dejó caer de nuevo en su silla, con ungemido.

—Mis labios están sellados —dijo—. No de-bo hablar.

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—Bueno, en cualquier caso —dijo Smith, le-vantándose— no es probable que pueda llegara asustarme tanto como para abandonar unashabitaciones en las que me encuentro tan a gus-to. Sería una debilidad por mi parte trasladar-me con todas mis cosas sólo porque tú afirmesque Bellingham, de una manera inexplicable,pueda causarme algún daño. Correré el riesgoy me quedaré donde estoy. Veo que son casi lascinco, te ruego que me disculpes.

Se despidió del joven con algunas frases bre-ves y emprendió el camino de regreso a casaenvuelto en la suave atmósfera del atardecer deun día de primavera, sintiéndose medio enoja-do y medio divertido, como cualquier otrohombre fuerte y poco imaginativo que se veamenazado por un vago y sombrío peligro.

Abercrombie Smith se permitía siempre unapequeña libertad a pesar de las rigurosas exi-gencias que le imponían sus estudios. Dos ve-ces a la semana, los martes y los viernes, tenía

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la invariable costumbre de ir caminando hastaFarlingford, residencia del doctor PlumbtreePeterson, que se encontraba aproximadamentea una milla y media de Oxford. Peterson habíasido amigo íntimo de Francis, el hermano ma-yor de Smith, y como era soltero y muy rico,con una buena bodega y una biblioteca todavíamejor, su casa resultaba una meta de lo másagradable para un hombre que tenía necesidadde regalarse con un buen paseo. Así pues, dosveces por semana el estudiante de medicina seadentraba por los oscuros senderos de la regióny pasaba una hora agradable en el confortableestudio de Peterson, comentando con un vasode viejo oporto los chismorreos de la Universi-dad o los últimos progresos de la medicina o lacirugía.

El día siguiente a su entrevista con Mon-khouse Lee, Smith cerró sus libros a las ocho ycuarto, hora en que por lo general emprendía elcamino hacia casa de su amigo. Sin embargo,

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cuando salía de la habitación, sus ojos se fijaronen uno de los libros que Bellingham le habíaprestado y le remordió la conciencia por nohabérselo devuelto. Por despreciable que pu-diera ser aquel hombre, no era justo tratarle condescortesía. De modo que cogió el libro, bajó lasescaleras y golpeó la puerta de su vecino. Noobtuvo respuesta; pero al accionar el picaportevio que no estaba cerrada con llave. Satisfechocon la perspectiva de ahorrarse una entrevista,entró y dejó el libro, junto con una tarjeta devisita, encima de la mesa.

La lámpara estaba medio apagada, peroSmith podía ver con claridad los detalles de lahabitación. Todo estaba más o menos como lohabía visto la última vez: el friso, los dioses concabezas de animales, el cocodrilo colgado y lamesa desordenada, llena de papeles y hojassecas. La caja de la momia estaba de pie contrala pared, pero la momia había desaparecido.No había ninguna señal que delatase que allí se

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alojaba alguna otra persona, y, al retirarse,Smith tuvo la sensación de que probablementese había comportado de forma injusta con Be-llingham. Si tuviera un secreto inconfesable queguardar, no habría dejado la puerta abierta,exponiéndose a que cualquiera pudiera entrar.

La escalera de caracol estaba oscura comoboca de lobo, y Smith bajaba despacio, tantean-do los escalones irregulares, cuando, súbita-mente, tuvo la impresión de que algo habíapasado a su lado en la oscuridad. Oyó un ruidomuy débil, un soplo de aire, un leve roce en elcodo, pero tan leve que no estaba seguro deltodo. Se paró y escuchó con atención, pero elviento susurraba entre la hiedra y no pudo es-cuchar nada más.

—¿Es usted, Styles? — gritó.

No hubo respuesta; a sus espaldas reinabaun silencio absoluto. Debía de haber sido unarepentina ráfaga de aire, porque la vieja torre

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estaba llena de grietas y agujeros. Sin embargo,habría jurado que escuchó un ruido de pasos asu lado. Por fin salió al cuadrilátero del edificio,pero todavía estaba dándole vueltas al asuntocuando vio que alguien venía corriendo a suencuentro por el césped recién cortado.

—¿Eres tú, Smith?

—¡Hola, Hastie!

—¡Por Dios, ven inmediatamente! ¡Lee se haahogado! Harrington, del King, me ha dado lanoticia. El doctor ha salido. Tendrás que aten-derle tú, pero ven inmediatamente. Tal vez lequede todavía un poco de vida.

—¿Tienes brandy?

—No.

—Yo lo llevaré. Tengo una botella en mi me-sa.

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Smith subió las escaleras de tres en tres, co-gió la botella y echó a correr escaleras abajo. Alpasar por delante de la habitación de Belling-ham sus ojos repararon en un detalle que ledejó aturdido y sin respiración en el descansi-llo.

La puerta, que él había cerrado al salir, esta-ba abierta ahora, y justamente enfrente de él,iluminada por la lámpara, se veía la caja de lamomia. Hacía apenas tres minutos estaba vacía.Podía jurarlo. Ahora enmarcaba el macilentocuerpo de su horrible ocupante. Estaba de pie,rígido, espantoso, con su rostro renegrido yarrugado de cara a la puerta. El cuerpo se veíasin vida e inerte, pero, según le miraba, a Smithle parecía que todavía brillaba una lucecita devitalidad, un asomo de conciencia en aquellospequeños ojos que acechaban desde las pro-fundidades de las cuencas. Se quedó tan asom-brado y atónito que olvidó el motivo de su re-greso, y seguía allí, contemplando aquel cuerpo

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descarnado y marchito, cuando la voz de suamigo le hizo volver en sí.

—¡Vamos, Smith! —gritó desde abajo—. ¡Escuestión de vida o muerte! ¡Date prisa! —Ycuando el estudiante de medicina reapareció,añadió—: Venga, vamos corriendo. Está a me-nos de una milla, y tenemos que llegar en cincominutos. Es mejor correr para salvar una vidahumana que para ganar una copa.

Hombro con hombro se lanzaron a través dela oscuridad y no se detuvieron hasta llegar,jadeantes y agotados, a la casita del río. El jovenLee, fláccido y chorreante como una plantaacuática rota, se hallaba tendido encima delsofá, con los negros cabellos llenos de verdíndel río y una orla de espuma blanca sobre suslabios cárdenos. Junto a él estaba arrodilladoHarrington, frotándole para devolver un pocode calor a sus rígidos miembros.

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—Creo que todavía le queda un poco de vi-da —dijo Smith, pasándole la mano por un cos-tado—. Ponle en la boca el cristal de tu reloj. Sí,se ha empañado. Cógele de un brazo, Hastie.Ahora flexiónalo igual que yo, y no tardará enrecuperar el conocimiento.

Durante diez minutos trabajaron en silencio,hinchando y deshinchando los pulmones deljoven inconsciente. Por fin, el cuerpo se estre-meció, los labios le temblaron y abrió los ojos.Los tres estudiantes estallaron en un irreprimi-ble grito de triunfo.

—¡Despierta, viejo! ¡Ya nos has asustadobastante!

—Bebe un poco de brandy. Toma un tragode la botella.

—Ya está repuesto —dijo su compañeroHarrington—. ¡Cielos, qué susto me he llevado!Estaba leyendo aquí. El había salido a pasearpor el río, y al rato escuché un grito y un chapo-

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teo. Salí corriendo, y cuando logré encontrarloy sacarlo del agua, me pareció que estaba ya sinvida. Simpson no podía ir a llamar al doctorporque está con una pierna rota, de modo quetuve que salir corriendo yo y no sé lo quehabría hecho si no llego a encontrarme con vo-sotros. Está bien, viejo. Siéntate.

Monkhouse Lee se había incorporado conayuda de las manos y miraba con ojos espanta-dos a su alrededor.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. He es-tado en el agua. Ah, sí. Ya recuerdo.

Una expresión de miedo apareció en sus ojosy ocultó la cara entre las manos.

—¿Cómo te caíste?

—No me caí.—¿Entonces...?

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—Me tiraron. Yo estaba de pie junto a la ori-lla. Alguien, desde atrás, me levantó como unapluma y me tiró. No oí nada ni vi nada. Pero séqué era a pesar de todo.

—Y yo también —susurró Smith.

Lee levantó los ojos y le miró con sorpresa.

—¿Lo has descubierto, entonces? —dijo—.¿Recuerdas el aviso que te di?

—Sí, y empiezo a pensar que me lo tomaréen serio.

—No sé de qué diablos estáis hablando —dijo Hastie—, pero, si yo estuviera en tu lugar,Harrington, llevaría inmediatamente a la camaa Lee. Ya habrá tiempo de sobra para discutirlas razones cuando se encuentre más fuerte.Creo, Smith, que tú y yo debemos dejarle soloahora. Yo voy a regresar andando al colegio; sivas en la misma dirección podemos charlar unrato.

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Pero fue muy poco lo que hablaron en elcamino de regreso. Smith estaba demasiadopreocupado por los incidentes de la tarde: laausencia de la momia de la habitación de suvecino, los pasos que creyó escuchar junto a élen la escalera, la reaparición —la extraordina-ria, la inexplicable reaparición de aquella cosahorrible— y, finalmente, la agresión a Lee, quese correspondía perfectamente con la que habíasufrido aquel otro hombre que había desatadola ira de Bellingham. Todas estas cosas ocupa-ban sus pensamientos, junto con otros peque-ños incidentes que le habían predispuesto co-ntra su vecino y las extrañas circunstancias enque fue llamado por primera vez para auxiliar-le. Lo que antes había sido una sospecha inde-terminada, una vaga y fantástica conjetura,había tomado forma de pronto y se destacabaen su mente como un hecho irrefutable, comouna realidad que no podía ser negada. Y, sinembargo, ¡qué monstruoso e increíble! ¡Y cuánalejado de los límites de la experiencia humana!

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Un juez imparcial, incluso el amigo que cami-naba a su lado, le diría simplemente que sussentidos se habían equivocado, que la momiahabía estado allí todo el tiempo, que el jovenLee se había caído al río exactamente igual quecualquier otro hombre puede caerse a un río yque el mejor remedio para los desarreglos delhígado es una píldora azul. Sabía que él mismohabría dicho algo parecido si sus posicionesestuvieran invertidas. Aun así, estaba dispuestoa jurar que Bellingham, en lo más profundo desu corazón, era un asesino, y que manejaba unarma que nadie hasta entonces había empleadoen la historia del crimen.

Hastie se dirigió hacia sus habitaciones trashacer unos cuantos comentarios irónicos y en-fáticos acerca de la insociabilidad de su amigo,y Abercrombie Smith cruzó el cuadrilátero endirección a la torre con un fuerte sentimiento derepulsión hacia todo lo relacionado con sushabitaciones. Seguiría el consejo de Lee y se

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trasladaría lo antes posible, porque ¿cómo iba aser capaz de estudiar si sus oídos iban a estarconstantemente atentos a cualquier murmullo opisada que se produjese en el piso de abajo?Mientras cruzaba el césped reparó en que la luzestaba encendida todavía en la ventana de Be-llingham. En el preciso momento en que pasabapor delante de la puerta, ésta se abrió y apare-ció el mismísimo Bellingham. Su cara rechon-cha y maligna parecía una araña hinchada queacaba de tejer su ponzoñosa tela.

—Buenas noches —dijo—. ¿No quieres en-trar?

—No —exclamó Smith con vehemencia.

—¿No? ¿Sigues tan atareado como siempre?Quería preguntarte por Lee. Estoy muy pre-ocupado... He oído rumores de que le habíasucedido algo malo.

Sus facciones tenían una expresión de serie-dad, pero mientras hablaba sus ojos no podían

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ocultar una alegría encubierta. Smith se diocuenta de ello y le entraron ganas de golpearle.

—Te preocupará todavía más saber queMonkhouse Lee se está recuperando y que estáfuera de peligro —contestó—. Tus diabólicostrucos no han dado resultado esta vez. Oh, noes necesario que te defiendas con argumentosdescarados. Lo sé todo.

Bellingham dio un paso atrás, apartándosedel irritado estudiante y cerró la puerta a me-dias, como para protegerse.

—Estás loco —dijo—. ¿Adonde quieres ir aparar? ¿Te atreves a afirmar que he tenido algoque ver con el accidente de Lee?

—Sí —bramó Smith—. Tú y ese saco de hue-sos que está detrás de ti. Lo habéis hecho entrelos dos. Escúchame bien, señor B., ya no sequema a los individuos de tu calaña, pero to-davía tenemos el verdugo, y si en este colegioaparece algún hombre muerto mientras tú estás

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aquí, ¡por Cristo que haré que te detengan!, yno será por mi causa si no te ahorcan por ello.Ya te darás cuenta de que tus inmundos trucosegipcios no resultan en Inglaterra.

—Estás loco de atar —dijo Bellingham.

—Está bien. Pero recuerda lo que acabo dedecirte, porque yo cumpliré mi palabra.

La puerta se cerró de golpe y Smith subióechando humo a sus habitaciones. Despuéscerró la puerta con llave y pasó la mitad de lanoche fumando en su vieja pipa y reflexionan-do sobre los extraños acontecimientos de aque-lla tarde.

A la mañana siguiente, Abercrombie Smithno tuvo noticias de su vecino, pero por la tarderecibió la visita de Harrington, que le informóde la recuperación casi completa de Lee. Smithpasó todo el día trabajando, pero al atardecerdecidió hacerle una visita a su amigo, el doctorPeterson, ya que había tenido que suspenderla

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la noche anterior. Un buen paseo y una charlaamistosa serían bien recibidos por sus nerviosexcitados.

La puerta de Bellingham estaba cerrada, pe-ro se volvió a mirar cuando se encontró a unadistancia prudencial de la torre, y distinguió lacabeza de su vecino, que se recortaba contra elfondo luminoso de la lámpara. Parecía tener lacara apretada contra el cristal, como si estuvieraescrutando la oscuridad. Era una verdaderasatisfacción perder todo contacto con aquelhombre, aunque sólo fuera durante unas horas,así que Smith echó a andar con paso rápido,aspirando a pleno pulmón él suave aire prima-veral. La media luna surgía por el poniente,entre dos agujas góticas y proyectaba sobre elpavimento plateado de la calle las negras trace-rías talladas en la piedra de los altos edificios.Soplaba una fuerte brisa y el cielo aparecía sur-cado por nubes ligeras y algodonosas. El OldCollege estaba en el límite de la ciudad, y en

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cinco minutos Smith se encontraba más allá delas casas, caminando entre los setos de la carre-tera de Oxfordshire, que despedían una fragan-cia propia del mes de mayo.

La carretera que llevaba a casa de su amigoera solitaria y poco frecuentada. Aunque eratemprano todavía, Smith no encontró ni unalma en su camino. Caminó con paso rápidohasta llegar a la puerta exterior que daba pasoal largo camino de grava que conducía a Far-lingford. Frente a él, la luz rojiza y acogedorade las ventanas brillaba entre el follaje. Duranteunos instantes se quedó parado ante la puertabatiente con la mano en el picaporte, y se vol-vió para mirar la carretera por donde habíavenido. Algo avanzaba por ella rápidamente.

Una figura negra y encogida, que apenas sedistinguía contra el fondo oscuro, se movía enla sombra del seto, silenciosa y furtiva. Mien-tras la miraba, la sombra había avanzado unaveintena de pasos, y seguía acercándose. En

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medio de la oscuridad vislumbró un cuellodescarnado y aquellos dos ojos que le persegui-rían por siempre en sus pesadillas. Lanzó ungrito de terror y echó a correr por la avenida degrava, como si le fuera en ello la vida. Allí esta-ban las luces rojas, como señales de salvación, amenos de un tiro de piedra. Era un corredorafamado, pero jamás había corrido como corrióesa noche.

La pesada puerta se había cerrado a sus es-paldas, pero oyó que se volvía a abrir para de-jar paso a su perseguidor. Mientras corría sal-vajemente en la oscuridad, podía escuchar a susespaldas un trote rápido y seco, y al mirar haciaatrás vio que aquel horror que le perseguía ibadando saltos, como un tigre, con los ojos lla-meantes y un brazo fibroso extendido haciaadelante. Gracias a Dios, la puerta estaba entre-abierta. Smith pudo ver la fina franja de luz queproyectaba la lámpara del vestíbulo. A sus es-paldas se escuchaba cada vez más cerca aquel

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siniestro pataleo. De pronto, casi pegado a suhombro, sintió un ronco gorgoteo. Dio un gritode espanto, se precipitó contra la puerta, la ce-rró de un golpe y echó el cerrojo. Después cayómedio desmayado en el sillón del vestíbulo.

—¡Dios mío, Smith! ¿Qué ocurre? —preguntó Peterson, desde la puerta del despa-cho.

—¡Dame un poco de brandy!

Peterson desapareció y volvió a salir en se-guida con un vaso y una jarra.

—Ya veo que lo necesitas —dijo, mientras elvisitante se bebía de un trago el vaso que lehabía servido—. Pero, hombre, ¡estás más páli-do que un queso!

Smith dejó el vaso, se levantó y respiró pro-fundamente.

—Ya vuelvo a ser el mismo —dijo—. No hesentido tanto miedo en toda mi vida. Con tu

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permiso, Peterson, pasaré aquí la noche, porqueno creo que tenga valor para adentrarme otravez por ese camino, a no ser a la luz del día. Esuna debilidad, lo sé, pero no puedo evitarlo.

Peterson contempló a su visitante con mira-da interrogativa.

—Desde luego que puedes dormir aquí, si lodeseas. Le diré a Mrs. Burney que te prepare lacama. ¿Dónde vas ahora?

—Ven conmigo a la ventana de arriba. Des-de allí se ve la puerta. Quiero que veas lo queyo he visto.

Fueron a la ventana del vestíbulo del pisosuperior, desde la que se dominaban los acce-sos a la casa. La avenida y los campos, a uno yotro lado, estaban tranquilos y silenciosos, ba-ñados en el apacible claro de luna.

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—Bueno, Smith —observó Peterson—, real-mente me alegro de saber que eres abstemio.¿Qué demonios te ha asustado tanto?

—Te lo diré dentro de un momento. Pero¿dónde puede haber ido? ¡Ah, mira ahora, mi-ra! Mira hacia la curva de la carretera, un pocomás allá de la puerta de entrada.

—Sí, lo veo. No es necesario que me arran-ques el brazo. Alguien ha pasado por allí. Yodiría que se trata de un hombre, bastante del-gado, aparentemente, y alto, muy alto. Pero¿quién es? ¿Y qué te pasa a ti, que estás tem-blando como la hoja de un álamo?

—He estado a punto de caer en las garrasdel demonio, eso es todo. Pero bajemos a tuestudio y te contaré toda la historia.

Así lo hizo. Bajo la acogedora luz de la lám-para, con un vaso de vino en la mesa y frente alrostro rubicundo de su voluminoso amigo,Smith fue narrando, tal y como sucedieron,

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todos los acontecimientos, grandes y pequeños,que habían formado esa singular cadena desdela noche que se encontró a Bellingham desma-yado frente a la caja de la momia hasta la horri-ble experiencia que había tenido lugar una horaantes.

—Y éste es todo el maldito asunto —dijo pa-ra terminar—. Es monstruoso e increíble, perocierto.

El doctor Plumptree Peterson permaneciósentado en silencio durante un rato, con unaexpresión de perplejidad en el rostro.

—¡No he escuchado una cosa semejante entoda mi vida! ¡Nunca! —dijo al fin—. Me hascontado los hechos. Ahora explícame las conse-cuencias.

—Puedes sacar tus propias conclusiones.

—Pero quiero saber cuáles son las tuyas. Túhas reflexionado sobre el tema y yo no.

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—Bien, tendré que ser un poco impreciso enlos detalles, pero los puntos principales meparecen bastante claros. Ese tal Bellingham, enel curso de sus estudios orientales, ha conse-guido hacerse con algún secreto infernal, me-diante el cual una momia —o, posiblemente,esta momia en particular— puede ser devueltatemporalmente a la vida. Estaba ensayandoestas repugnantes manipulaciones la noche quese desmayó. No cabe duda de que le traiciona-ron los nervios al ver a esa criatura moverse, apesar de que lo esperaba. Recuerda que lasprimeras palabras que pronunció al volver en sífueron para calificarse de estúpido. Bien, poste-riormente se fue haciendo más fuerte y llevó acabo la tarea sin desmayarse. La vitalidad queconseguía devolver a la momia era, evidente-mente, pasajera, porque yo la veía siempre de-ntro de su caja, y estaba tan muerta como estamesa. Imagino que se trata de un proceso muycomplicado, en virtud del cual se produce elfenómeno. Cuando lo hubo conseguido, se le

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ocurrió que podía utilizar a aquel ser como unagente. Tiene inteligencia y fuerza. Con algúnpropósito determinado, confió su secreto a Lee,pero Lee, que es un cristiano de buena ley, noquiso saber nada de un asunto semejante. En-tonces se pelearon, y Lee le prometió que reve-laría a su hermana cuál era su verdadero carác-ter. La única jugada que le quedaba a Belling-ham era impedirlo, de modo que envió a lacriatura en su persecución, y estuvo a punto deconseguirlo. Ya antes había probado sus pode-res en otro hombre, en Norton, contra el quetodavía sentía rencor. Ha sido una pura suerteque no tenga dos asesinatos sobre su concien-cia. Más tarde, cuando yo le acusé abiertamen-te, tuvo las más poderosas razones para qui-tarme de en medio, antes de que yo pudieracomunicarle a alguien lo que sabía. Vio la opor-tunidad cuando salí, pues conoce mis costum-bres y sabía hacia dónde me dirigía. Me he sal-vado por un pelo, Peterson, y ha sido una ver-dadera suerte que no me hayas encontrado

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tirado en el escalón de tu puerta mañana. Nosoy un hombre nervioso, pero jamás creí queiba a tener tanto miedo a la muerte como lo hetenido esta noche.

—Mi querido amigo, te has tomado el asun-to con demasiada seriedad —dijo su compañe-ro—. Tus nervios están alterados por el efectode tanto trabajo y le das una importancia des-mesurada a lo ocurrido. ¿Cómo es posible queuna cosa semejante se pasee por las calles deOxford, incluso de noche, sin que nadie la vea?

—La han visto. Y hay un gran revuelo en laciudad con el asunto de un mono fugitivo, pueseso imaginan que es la criatura. No se habla deotra cosa.

—Bueno, la sucesión de acontecimientos essorprendente. Pero, aun así, querido, tienes queadmitir que cada uno de los incidentes, porseparado, es susceptible de una explicaciónnatural.

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—¡Cómo! ¿Incluso mi aventura de esta no-che?

—Ciertamente. Sales con los nervios desata-dos y con la cabeza llena de esas teorías tuyas.Algún vagabundo famélico y medio muerto dehambre te sigue furtivamente, y, después, alverte correr, se anima y te persigue. El resto escosa de tu imaginación y tus temores.

—No es así, Peterson, no es así.

—Otro incidente. Por ejemplo, el que encon-trases la caja de la momia vacía y unos instan-tes después estuviera ocupada. La habitación sehallaba iluminada por la luz de la lámpara, yésta estaba casi apagada. Tú no tenías ningunarazón especial para fijarte en la caja. Es muyposible que no repararas en la momia la prime-ra vez que miraste.

—No, no. Eso está descartado.

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—Es posible que Lee se cayese simplementeal río y que Norton fuese atacado por un delin-cuente. En verdad, la acusación que le haces aBellingham es enorme, pero si la presentasesante un comisario de policía se limitaría a reír-se, en tu propia cara.

—Ya lo sé. Y por esa razón estoy dispuesto aresolver el asunto por mi cuenta.

—¿Eh?

—Sí. Creo que pesa sobre mí un deber públi-co, y, además, debo hacerlo por mi propia se-guridad, a menos que permita que una bestiame eche del colegio, lo cual sería una lamenta-ble debilidad. Tengo ya decidido lo que he dehacer. En primer lugar, ¿puedo utilizar tu papely tus plumas durante una hora?

—Desde luego. Encontrarás todo lo que ne-cesitas en esa mesa lateral.

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Abercrombie Smith se sentó ante un pliegode papel tamaño folio; durante dos horas supluma trabajó con velocidad por la superficiedel mismo. Fue rellenando página tras página ycolocándolas a un lado, mientras su amigo,recostado en un sillón, le miraba con tranquilacuriosidad. Al final, con una exclamación desatisfacción, Smith se levantó de un salto, pusosus papeles en orden y depositó el último en-cima del escritorio de Peterson.

—Ten la amabilidad de firmar como testigo—dijo.

—¿Como testigo? ¿De qué?

—De la autenticidad de mi firma y de la fe-cha. La fecha es lo más importante. En fin, Pe-terson, mi vida podría depender de ello.

—Mi querido Smith, hablas de una manerainsensata. Hazme caso y acuéstate.

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—Todo lo contrario: en mí vida he habladode forma tan juiciosa. Y te prometo que encuanto hayas firmado me iré a la cama.

—Pero ¿qué es?

—Es una declaración de todo lo que te hecontado esta noche. Me gustaría que lo atesti-guaras.

—Desde luego —dijo Peterson, estampandosu nombre debajo del de su compañero—. Ahílo tienes. Pero ¿qué te propones con ello?

—Tú me harás el favor de guardarlo, y lopresentarás en caso de que me arresten.

—¿Arrestarte? ¿Por qué?

—Por asesinato. Entra dentro de lo posible.Quiero estar preparado para cualquier eventua-lidad. Sólo hay un camino abierto para mí, yestoy decidido a seguirlo.

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—¡Por amor de Dios, no hagas ninguna lo-cura!

—Créeme, sería mucho más temerario adop-tar cualquier otra resolución. Espero que no seanecesario molestarte, pero me quito un granpeso de encima al saber que tú tienes la decla-ración que explica mis motivos. Y ahora estoydispuesto a seguir tu consejo e irme a descan-sar, porque quiero encontrarme en plena formamañana.

* * *

Desde luego, no era agradable tener a Aber-crombie Smith como enemigo. De natural lentoy templado, se convertía en un hombre formi-dable cuando entraba en acción. En todas lasempresas de la vida empleaba la misma resolu-ción meditada que le distinguía como estudian-

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te de ciencias. Había suspendido sus estudiospor un día, pero estaba decidido a no desperdi-ciarlo. No dijo a su anfitrión ni una sola palabraacerca de sus planes, pero a las nueve en puntode la mañana se encontraba ya en la carreterade Oxford.

Al pasar por High Street se detuvo en la ar-mería de Clifford y compró un pesado revólvery una caja de municiones. Introdujo seis deellas en el tambor, dejó el arma medio amarti-llada y se la guardó en el bolsillo de su chaque-ta. Después se dirigió a las habitaciones de Has-tie, donde desayunaba tranquilamente el forni-do remero con el Sporting Times apoyado contrala cafetera.

—¡Hola! ¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Quie-res un poco de café?

—No, gracias. Quiero que vengas conmigo,Hastie, y que hagas todo lo que te pida.

—Cuenta con ello, amigo.

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—Y llévate el garrote más pesado que ten-gas.

—¡Mira! —señaló Hastie—. Con éste de cazase puede tumbar a un buey.

—Una cosa más. Tú tienes un estuche de cu-chillos de amputar. Dame el más largo de ellos.

—Ahí está. Por lo que se ve, estás en plan deguerra. ¿Alguna cosa más?

—No. Es suficiente.

Smith se guardó el cuchillo en el interior dela chaqueta y se dirigieron hacia el cuadrilátero.

—Ni tú ni yo somos cobardes, Hastie —dijo—. Creo que puedo hacer el trabajo solo,pero te he traído por precaución. Voy a teneruna pequeña charla con Bellingham. Si me en-frento solamente con él, no necesitaré tu ayuda,desde luego. Pero... si grito, sube inmediata-mente y ponte a repartir garrotazos con todastus fuerzas. ¿Has comprendido?

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—Perfectamente. Si te oigo gritar, subo.

—Espera aquí, entonces. Quizá tarde un po-co, pero no te muevas hasta que baje.

—Soy una estatua.

Smith subió las escaleras, abrió la puerta deBellingham y pasó al interior. Bellingham esta-ba sentado detrás de la mesa, escribiendo. A sulado, entre el revoltijo de sus extrañas posesio-nes, se alzaba la caja de la momia, con la etique-ta número 249 pegada todavía en la pared fron-tal y su repulsivo ocupante en el interior, rígidoy tieso. Smith miró con precaución a su alrede-dor, cerró la puerta, echó el cerrojo y se dirigióhacia la chimenea. Después prendió una cerillay encendió el fuego. Bellingham seguía senta-do, mirándole atentamente, con una expresiónde sorpresa y rencor en su abotargado rostro.

—Bien, por lo que veo te comportas como siestuvieras en tu propia casa —dijo con voz en-trecortada.

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Smith se sentó tranquilamente y colocó sureloj encima de la mesa. Después sacó el revól-ver, accionó el martillo y lo colocó sobre susrodillas. A continuación sacó el largo cuchillodel interior de su chaqueta y lo lanzó sobre lamesa, delante de Bellingham.

—Ahora —dijo— vas a tener que ponerte atrabajar. Tienes que despedazar esa momia.

—Oh, ¿se trata de eso? —dijo Bellinghamcon una risa burlona.

—Sí, se trata de eso. Me han asegurado quela ley no puede hacer nada contra ti. Pero yotengo una ley que pondrá las cosas en su sitio.Si dentro de cinco minutos no te has puestomanos a la obra, te juro por Dios que te atrave-saré el cráneo de una balazo.

—¿Serías capaz de asesinarme?

Bellingham se había medio levantado y surostro tenía ahora el color de la masilla.

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—Sí.

—¿Por qué?

—Para evitar que cometas más crímenes. Hapasado un minuto.

—Pero ¿qué he hecho?

—Los dos lo sabemos.

—Eso es una fanfarronada.

—Han pasado dos minutos.

—Pero tienes que darme alguna razón. Eresun loco... un loco peligroso. ¿Por qué voy a des-trozar una cosa que es de mi propiedad? Es unamomia muy valiosa.

—Pues tienes que cortarla en pedazos yquemarla.

—No haré tal cosa.

—Han pasado cuatro minutos.

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Smith empuñó la pistola y miró a Belling-ham con una expresión de inexorable determi-nación. Cuando la segunda manecilla del relojavanzó, levantó la mano y colocó el dedo sobreel gatillo.

—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Lo haré! —gritó Be-llingham.

Cogió el cuchillo con frenética rapidez yempezó a dar cortes en el cuerpo de la momia,volviendo constantemente la cara para encon-trarse siempre pon el ojo y el arma de su terri-ble vecino. La momia crujía y saltaba en peda-zos a cada corte del afilado cuchillo. Un polvodenso y amarillento se desprendió de ella. Lasespecias y las esencias secas llovieron sobre elsuelo. De pronto, con un chasquido desgarra-dor, el espinazo saltó en pedazos y la momiacayó al suelo, convertida en un oscuro amasijode miembros revueltos.

—¡Ahora al fuego! —dijo Smith.

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Las llamas saltaron y crepitaron cuando losrestos, resecos como yesca, fueron apiladosencima del fuego. La habitación parecía el cuar-to de calderas de un vapor, y los dos hombrestenían el rostro bañado de sudor. Pero uno delos hombres seguía agachado, trabajando,mientras el otro le vigilaba sentado, con expre-sión decidida. El fuego despedía un humo es-peso y grasiento y la habitación se llenó de unfuerte olor a resina quemada y cabellos cha-muscados. Al cabo de un cuarto de hora sóloquedaban unos trozos renegridos y quebradi-zos del lote número 249.

—Supongo que estás satisfecho —gruñó Be-llingham, que miraba a su torturador con unaexpresión de odio y temor en sus ojillos grises.

—No. Deben ser destruidos todos tus mate-riales. Tenemos que impedir que vuelvas a uti-lizar tus trucos diabólicos. ¡Al fuego con todasesas hojas! Seguro que tienen algo que ver conel asunto.

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—¿Y ahora qué? —preguntó Bellingham,cuando las hojas fueron arrojadas a las llamas.

—Ahora el rollo de papiro que tenías encimade la mesa aquella noche. Creo que está en esecajón.

—¡No, no! —gritó Bellingham—. ¡No loquemes! No sabes lo que haces. Es único. Lasabiduría que contiene no se puede encontraren ninguna otra parte.

—¡Al fuego con él!

—Pero, escucha, Smith, no puedes hacer eso.Compartiré sus secretos contigo. Te enseñaré autilizar sus poderes. ¡Oh, detente! ¡Déjame sa-car una copia antes de que lo quemes!

Smith se dirigió hacia el cajón y giró la llavede la cerradura. Sacó el amarillento rollo depapiro, lo echó al fuego y lo aplastó con el ta-cón. Bellingham lanzó un alarido e intentó res-catarlo, pero Smith le empujó hacia atrás y per-

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maneció vigilante hasta que lo vio reducido auna informe capa de ceniza gris.

—Bien, señor B. —dijo—, creo que te hearrancado los dientes. Te las verás conmigo sivuelves a utilizar tus viejos trucos. Y ahora,buenos días, porque debo volver a mis estu-dios.

Esta es, pues, la narración de AbercrombieSmith sobre los extraordinarios sucesos quetuvieron lugar en el Old College de Oxford, enla primavera de 1884. Como Bellingham aban-donó la Universidad inmediatamente y se en-cuentra en el Sudán, según las últimas noticias,no hay nadie que pueda contradecir su declara-ción. Pero la sabiduría de los hombres es escasay los caminos de la Naturaleza harto extraños.¿Quién se atreverá a poner un límite a las cosasocultas que pueden ser descubiertas por los quese dedican a buscarlas?