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LA TRASCENDENCIA CULTURAL Y SOCIAL DE LA INSEGURIDAD ANTE LA DELINCUENCIA Farrall, S., Jackson, J. and Gray, E. (2008). ‘La Transcendencia Cultural y Social de la in Seguridad Ante le Delincuencia’, in Serrano Maillo, A. and Guzman Dalbora, J. L. (eds.), Procesos De Infraccion Normas y De Reaccion a la Infraccion de Normas, Madrid: Dykinson, pp. 233-276. Stephen Farrall 1 , Jonathan Jackson y Emily Gray Universidad de Sheffield, Facultad de Economía de Londres y Universidad de Keele 1. Introducción El temor ante la delincuencia es uno de los temas de investigación recurrentes en criminología. Desde los años sesenta en Estados Unidos y desde los años setenta en el Reino Unido, cada vez cobra más fuerza la creencia de que la desazón pública ante la posibilidad de ser víctima de un delito (la denominada victimización criminal) es un rasgo generalizado de la vida moderna (Jackson et al. 2006 abordan la aparición del miedo a la delincuencia en el Reino Unido). El corpus de trabajo en torno a términos como el ‘miedo a la delincuencia’, ‘reacciones emocionales ante la delincuencia’ y ‘angustia ante la delincuencia’ es enorme, lo que indica que el miedo a la delincuencia está muy extendido en muchas sociedades occidentalizadas contemporáneas. Según la Encuesta británica sobre delincuencia 2003/2004 (BCS), el 46% de la población de Inglaterra y Gales estaba ‘muy preocupada’ o ‘bastante preocupada’ con los robos en viviendas (Farrall et al. 2006: 19). No en vano, las preguntas relacionadas con el miedo a la delincuencia son uno de los pocos elementos que se repiten en las sucesivas BCS entre 1982 y 2006/07. Numerosas investigaciones apuntan a que el riesgo de ser víctima de algún delito es una de las preocupaciones más acuciantes que afectan a la calidad de vida de la gente (Hale, 1996). Sin embargo, sobre este campo de investigación se ciernen problemas técnicos. Algunos criminólogos creen que las limitaciones metodológicas han condicionado grandemente la validez del corpus de conocimientos sobre el que descansa el orden público (p. ej. Farrall et al. 1997; Farrall, 2004; Farrall & Gadd, 2004; véase también Lee, 1999 & 2001). Otros sostienen que la especificación teórica ha limitado la amplitud y la profundidad de la definición y la explicación, dejándonos con un concepto cuestionado y congestionado (p. ej. Girling et al. 2000). Ciertamente, las percepciones e inquietudes públicas parecen más liosas y más polifacéticas de lo que revelan los conceptos y métodos actuales. El miedo a la delincuencia tiene dimensiones sociales y psicológicas que requieren análisis interdisciplinarios e 1 Stephen Farrall (autor de contacto), Facultad de Derecho, Universidad de Sheffield, Sheffield, South Yorkshire, Inglaterra, S11 1 FN. [email protected]

Miedo y Delincuencia

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LA TRASCENDENCIA CULTURAL Y SOCIAL DE LA INSEGURIDA D ANTE LA DELINCUENCIA

Farrall, S., Jackson, J. and Gray, E. (2008). ‘La Transcendencia Cultural y Social de la in Seguridad Ante le Delincuencia’, in Serrano Maillo, A. and Guzman Dalbora, J. L. (eds.), Procesos De Infraccion Normas y De Reaccion a la Infraccion de Normas, Madrid: Dykinson, pp. 233-276.

Stephen Farrall1, Jonathan Jackson y Emily Gray Universidad de Sheffield, Facultad de Economía de Londres y Universidad de Keele

1. Introducción

El temor ante la delincuencia es uno de los temas de investigación recurrentes en criminología. Desde los años sesenta en Estados Unidos y desde los años setenta en el Reino Unido, cada vez cobra más fuerza la creencia de que la desazón pública ante la posibilidad de ser víctima de un delito (la denominada victimización criminal) es un rasgo generalizado de la vida moderna (Jackson et al. 2006 abordan la aparición del miedo a la delincuencia en el Reino Unido). El corpus de trabajo en torno a términos como el ‘miedo a la delincuencia’, ‘reacciones emocionales ante la delincuencia’ y ‘angustia ante la delincuencia’ es enorme, lo que indica que el miedo a la delincuencia está muy extendido en muchas sociedades occidentalizadas contemporáneas. Según la Encuesta británica sobre delincuencia 2003/2004 (BCS), el 46% de la población de Inglaterra y Gales estaba ‘muy preocupada’ o ‘bastante preocupada’ con los robos en viviendas (Farrall et al. 2006: 19). No en vano, las preguntas relacionadas con el miedo a la delincuencia son uno de los pocos elementos que se repiten en las sucesivas BCS entre 1982 y 2006/07.

Numerosas investigaciones apuntan a que el riesgo de ser víctima de algún delito es una de las preocupaciones más acuciantes que afectan a la calidad de vida de la gente (Hale, 1996). Sin embargo, sobre este campo de investigación se ciernen problemas técnicos. Algunos criminólogos creen que las limitaciones metodológicas han condicionado grandemente la validez del corpus de conocimientos sobre el que descansa el orden público (p. ej. Farrall et al. 1997; Farrall, 2004; Farrall & Gadd, 2004; véase también Lee, 1999 & 2001). Otros sostienen que la especificación teórica ha limitado la amplitud y la profundidad de la definición y la explicación, dejándonos con un concepto cuestionado y congestionado (p. ej. Girling et al. 2000). Ciertamente, las percepciones e inquietudes públicas parecen más liosas y más polifacéticas de lo que revelan los conceptos y métodos actuales. El miedo a la delincuencia tiene dimensiones sociales y psicológicas que requieren análisis interdisciplinarios e

1 Stephen Farrall (autor de contacto), Facultad de Derecho, Universidad de Sheffield, Sheffield, South Yorkshire, Inglaterra, S11 1 FN. [email protected]

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incursiones metodológicas innovadoras, si bien la inmensa mayoría de las investigaciones en esta área han adolecido de esa ambición.

En este capítulo se perfilan las posturas teóricas adoptadas para explicar el miedo a la delincuencia. Empezaremos abordando los amplios planteamientos teóricos que se han adoptado desde 1960 para explicar los niveles de temor ante la delincuencia. No somos, desde luego, los primeros en intentar semejante tarea: Chris Hale en su ingente revisión de la literatura sobre el temor a la delincuencia (Hale, 1996) sugería que había cuatro grandes dimensiones en los intentos teóricos de explicar el miedo a la delincuencia: aquellos que hacían hincapié en la vulnerabilidad, otro grupo que se centraba en las experiencias de victimización, un incipiente corpus de trabajo que sacaba a la luz la relación entre el entorno y la sensación de inseguridad y, por último, un pequeño campo de investigación que destacaba la importancia de los factores psicológicos en la generación de angustia. Nosotros hemos estructurado nuestro análisis en cinco apartados:

• La tesis de la victimización. • La victimización imaginada y la psicología del riesgo. • Desorden, cohesión y eficacia colectiva. • Cambio estructural e influencias de nivel superior en el miedo. • Conexión de la angustia ante la delincuencia con otros tipos de angustia.

A continuación definimos el marco que hemos adoptado; un marco que bebe de

distintos hallazgos fruto de los estudios tanto cuantitativos como cualitativos realizados en este ámbito y que ya utilizamos en un proyecto de investigación financiado por el ESRC2.

2. Revisión de la literatura sobre el miedo a la delincuencia

Inevitablemente, dado el número de autores que trabajan en este campo, la diversidad de países de los que proceden y el desarrollo del campo a lo largo de casi 50 años, estas teorías no son quizá tan claras como nuestro repaso sugiere aquí. No obstante, a semejanza de revisiones anteriores (sobre todo Bennett, 1990 y Hale, 1995), adoptaremos un enfoque muy general. Empezaremos con aquellas teorías que señalaban la victimización como causa fundamental del miedo.

2.1. La tesis de la victimización

‘La perspectiva de la victimización se basa en la premisa de que el miedo a la delincuencia dentro de una comunidad está provocado por el nivel de actividad delictiva o por lo que la gente oye sobre dicha actividad, ya sea en conversaciones con otras personas o en los medios de comunicación.’ Bennett (1990: 14).

Uno de los primeros planteamientos para explicar el miedo a la delincuencia

propugnaba que dos factores, el riesgo de sufrir un delito y la experiencia personal

2Concretamente ‘Experience y Expression in the Fear of Crime’, financiado por el Consejo de Investigación Económica y Social del Reino Unido (número de adjudicación RES 000231108). Nos gustaría agradecer la colaboración del ESRC en dicho proyecto.

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directa como víctima, eran clave para entender por qué algunas personas declaran sentirse inquietas ante la delincuencia mientras que otras no (Lewis & Salem, 1980). Por lo tanto, el miedo a la delincuencia se ve en parte como resultado de la victimización. Cuanto más reales sean las experiencias de victimización (vividas directamente) o cuanto más probable sea la victimización, más temeroso será el individuo (véanse entre otros Balkin, 1979, Liska et al., 1988, Skogan, 1987). Este es, sin duda, el modelo más sencillo de temor: los niveles de miedo a la delincuencia dentro de una comunidad vienen determinados por el nivel de actividad delictiva en el seno de esa comunidad.

Sin embargo, esa postura teórica ha sido sólo parcialmente respaldada por las pruebas empíricas disponibles (Hale, 1995:104). Hay indicios (p. ej. Garofalo, 1979; Skogan, 1981, 1987; Stafford & Galle, 1984; Liska et al., 1988; Covington & Taylor, 1991; Hough, 1995; McCoy et al., 1996; Kury & Ferdinand, 1998; Rountree, 1998) de que la experiencia directa de la victimización esté relacionada con la preocupación ante ciertas clases de delitos. Pero tal experiencia no parece sino una pequeña parte de cualquier explicación convincente del miedo a la delincuencia. La débil correlación entre el miedo por un lado, y el nivel de delincuencia y la experiencia individual de la victimización por otro, ha dado pie a la paradoja riesgo-temor: más personas se preocupan por la delincuencia de las que tienen probabilidad de ser víctimas de ella, y al parecer se preocupa la gente equivocada (Conklin, 1975; DuBow et al., 1979; Hale, 1996). La explicación de que ‘la delincuencia produce temor’ parece, por tanto, inadecuada (por lo menos aisladamente).

La paradoja riesgo-temor también se evidencia por el hecho de que algunos de los grupos sociales con más riesgo de victimización apenas tienen miedo (p. ej. varones jóvenes) y, en cambio, algunos de los grupos sociales menos susceptibles de ser victimizados son relativamente temerosos (p. ej. mujeres de más edad, aunque en el Reino Unido la preocupación disminuye a medida que aumenta la edad). Algunos criminólogos han replicado que es el daño relativo lo que influye en el nivel de temor expresado. Otros han argüido que la naturaleza de la victimización que experimentan los grupos que han resultado ser más temerosos (mujeres y ancianos) no podía someterse a procedimientos de investigación cuantitativa (Stanko, 1985 y 1988). Otros han afirmado que la victimización de hecho reducirá el miedo a la delincuencia desmitificando lo desconocido, y otros más han planteado que lo importante es la cantidad de victimización (Agnew, 1985). Otros más, por ejemplo, comprobaron que la tesis de la victimización funcionaba para los delitos violentos, pero no para los delitos contra la propiedad (Miethe y Lee, 1984). En cambio, Smith y Hill (1991) descubrieron que, tras sopesar la gravedad de la victimización, la victimización de la propiedad, no la victimización personal, estaba relacionada de manera significativa con los niveles de temor.

Podría ser – como planteaba Agnew (1985) – que la victimización sea neutralizada por las víctimas del mismo modo en que los delincuentes niegan los sentimientos de culpa (véase en Hale, 1996 una discusión sobre este trabajo; véase también Winkel, 1998). Encuestando a víctimas de delitos, Tyler & Rasinski (1984; véase también Tyler, 1980) vieron que las percepciones de riesgo y preocupación ante la posible victimización futura estaban ligadas a la lección que los individuos habían extraído de su experiencia particular de la delincuencia (es decir, en qué medida la experiencia les sirvió para adivinar la probabilidad de que la victimización ocurriese

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de nuevo en el futuro, cuánto aprendieron del delito, y cuánto aprendieron sobre cómo protegerse en el futuro) y a las reacciones emocionales que tuvieron ante la experiencia (disgusto, aturdimiento, indignación, susto y conmoción). Innes y Jones (2006) hallaron pruebas empíricas de que una comunidad con mucha delincuencia que estaban estudiando había llegado a ‘normalizarse’ frente a las amenazas y peligros que suponía el alto nivel de delincuencia en su zona.

Sin embargo, una serie de cuestiones metodológicas han obstaculizado la búsqueda del impacto que tiene la victimización en el miedo. En primer lugar, Sutton & Farrall (2005) constataron que los hombres aparentemente reprimían sus niveles de temor y que, al dejarlos aflorar, los hombres (más que las mujeres) eran más miedosos. Esto sugiere que, dado que los hombres tienen más probabilidad de ser victimizados que las mujeres, bien podría existir un vínculo entre victimización y miedo, pero que eso se ha ocultado con la contención masculina de la angustia en situaciones de entrevista. En segundo lugar, a los encuestados generalmente sólo se les pregunta por las experiencias de victimización que han ocurrido a lo largo de los últimos 12 meses; no obstante, una experiencia de esta índole podría dejar sentir sus efectos durante un periodo superior a 12 meses. En tercer lugar, como señala Bowling (1993), las encuestas sobre victimización reducen la victimización a fotogramas de un único suceso en lugar del proceso más fluido que aquella podría implicar. Así, la ‘verdadera’ naturaleza tanto de la victimización como de la medida en que estas emociones perduran en el tiempo, puede no estar siendo captada adecuadamente por los métodos de investigación que hoy día se emplean. En cuarto lugar, las investigaciones de las últimas décadas han tendido a usar medidas incoherentes del miedo a la delincuencia que podrían justificar la falta de conclusiones acerca de la relación entre delincuencia y temor (LaGrange et al., 1992). Efectivamente, como este proyecto ha mostrado, al medir la frecuencia del miedo (en lugar de la intensidad global del miedo) se encuentran asociaciones más fuertes entre la inquietud y cada uno de los factores siguientes: niveles de delincuencia, experiencia de victimización y conocer a alguna víctima de la delincuencia.

Por último, como se mencionó antes, las definiciones jurídicas de victimización tienden a excluir las experiencias desagradables que podrían influir en el malestar público, tales como intimidación, llamadas telefónicas obscenas y acoso sexual. La victimización ligada a la identidad –que incluye delitos cometidos por razones de sexo, sexualidad, raza o cualquier otro atributo similar de la víctima– se trata sólo de forma somera. Véanse, por ejemplo, Kelly, 1987, 1988 (citado en Vanderveen 2006: 118-120) y Phillips (1999, 2000), que hablan de las complejidades del comportamiento no deseado y del acoso diario hacia las mujeres, cuando la atención masculina puede resultar agresiva y contradictoria. Semejante ‘continuum de violencia’ (Kelly, 1987) tiene actos relativamente leves de abuso en un extremo (‘flashing’ y formas leves de abuso sexual), y actos como las violaciones en el otro extremo (véanse también Stanko, 1985, 1987, 1990, 1997; Gardner, 1990; Pain, 1993, 1997; Madriz, 1997; Hollander, 2001, 2002). Por eso, aun los actos de poca gravedad son desencadenantes del miedo ya que recuerdan a las mujeres la posibilidad de formas más graves de violencia.

Cualquiera que sea la explicación de las conclusiones que haya generado esta vía de investigación (y según nuestra experiencia es probable que sea una combinación de todas estas y de otras posibilidades), decir que el miedo a la

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delincuencia es simplemente –o únicamente– el resultado de la victimización, parece una aseveración simplista e injustificada a tenor de los datos disponibles.

2.2. La victimización imaginada y la psicología del riesgo

El segundo modelo afirma que la gente se preocupa cuando es capaz de imaginarse a sí misma siendo víctima. Escuchar sucesos o conocer a otros que han sido victimizados se cree que aumentan la percepción del riesgo de victimización (Skogan & Maxfield, 1981; Tyler, 1980, 1984; Covington & Taylor, 1991; LaGrange et al., 1992; Ferraro, 1995; Hough, 1995; Chirico et al., 1997). Taylor & Hale (1986: 152-153) describen estos fenómenos como ‘multiplicadores de la “delincuencia”: procesos que actúan en el entorno residencial y que “extenderían” la repercusión de los hechos delictivos’. Skogan (1986: 203) se refiere a la victimización directa e indirecta como ‘conocimiento primario y secundario de los índices de delincuencia del barrio’. Tantas pruebas existen de que oír hablar de la victimización de amigos o vecinos alimenta la angustia, que Hale (1996) llega a la conclusión de que las experiencias indirectas en torno a la delincuencia pueden influir más en el desasosiego ante la victimización que la experiencia directa. Box et al. (1988) hallaron pruebas suficientes para plantear que la victimización indirecta aumentaba el miedo, mientras que la victimización directa no, igual que expuso Arnold (1991). Por lo tanto, la victimización indirecta parece explicar en parte esos niveles globales más altos de miedo. Sin embargo, Skogan (1986: 211) aporta una nota cautelar: “…muchos de los residentes de un barrio sólo se enteran [de los delitos] de forma indirecta a través de canales que pueden inflar, desinflar o tergiversar la historia”. Oír hablar de sucesos desagradables puede estimular la percepción personal de riesgo, que también es compleja y polifacética (Jackson, 2006). Trazando un esquema correspondiente a la vulnerabilidad en el miedo a la delincuencia, Killias (1990) identifica tres dimensiones: la exposición al riesgo, la predicción de consecuencias graves y la pérdida de control (‘es decir, falta de defensa efectiva, medidas de protección y/o posibilidades de escape’, ibíd.: 98). Todas ellas son necesarias para producir miedo, aunque cada una de ellas por separado no es suficiente, según Killias. Además, estas dimensiones de la vulnerabilidad pueden combinarse para formar efectos de interacción complejos. Cada dimensión de la amenaza se asocia también a los aspectos físicos, sociales y situacionales de la vulnerabilidad. Por ejemplo, es de esperar que las consecuencias más graves se produzcan entre las mujeres, los ancianos y las personas con mala salud (factores físicos), entre las víctimas sin redes de apoyo social (factores sociales) y en zonas despobladas donde no hay ayuda disponible (factores situacionales).3 Este modelo ha sido respaldado por otros estudios. Jackson (2007a) mostró que algunos aspectos de las dimensiones de vulnerabilidad de Killias (1990) explicaban niveles diferentes de miedo a la delincuencia entre grupos de sexo y edad. El riesgo percibido se definió como: valoración de la probabilidad (‘¿qué probabilidad cree usted que tiene de sufrir un robo en su casa en el próximo año?’); del control

3 Para ahondar en uno de los aspectos de este modelo, Killias & Clerici (2000) recurrieron a los datos de una encuesta muestral de ciudadanos suizos para mostrar que la valoración de los encuestados de su capacidad física para defenderse era un importante vaticinador de la sensación anticipada de seguridad en numerosas situaciones.

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(‘¿en qué medida se siente capaz de controlar si sufrirá un robo en su casa?); y de la consecuencia (‘¿cuánto repercutiría en su vida el hecho de sufrir un robo en su casa?’). También se midió la opinión sobre el riesgo relativo, preguntando a los individuos si su propio grupo social (definido aquí en función de la edad y el sexo) tiene más o menos probabilidad de convertirse en víctima de la delincuencia que otros grupos sociales. La incidencia del sexo se explicaba tanto por los niveles diferenciales de vulnerabilidad (control, consecuencia y vulnerabilidad física autoevaluados) como por las diferentes estimaciones de la probabilidad de delincuencia (niveles individual y relativo). Así pues, la razón por la que las mujeres se preocupaban más que los hombres tenía que ver en parte con el hecho de que las mujeres solían sentirse menos capaces de controlar la victimización y preveían consecuencias más graves, y con el hecho de que las mujeres acostumbraran a pensar que el riesgo era más susceptible de ocurrirles a ellas y a las mujeres en general. El modelo de Warr (1987) de ‘sensibilidad al riesgo’ presume que la influencia de la probabilidad en el miedo estaba condicionada por la percepción de gravedad de la clase de delito en cuestión. Analizando los datos estadounidenses, Warr descubrió que cuando la gente juzgaba el delito como especialmente grave en sus efectos, hacía falta un nivel inferior de probabilidad percibida para estimular cierto nivel de temor personal: los individuos eran, por tanto, más ‘sensibles’ a determinado nivel de riesgo percibido cuando consideraban especialmente graves las consecuencias de la victimización. Por eso: ‘ … circunstancias o sucesos que aparecen como inocuos o comparativamente menos graves a ojos de los varones o de personas jóvenes, muchas veces son considerados más peligrosos por mujeres y ancianos debido a los delitos que implican o hacen presagiar’ (Warr, 1994: 19). La heterogeneidad de los diferentes tipos de delito –en cuanto a ‘pertinencia, explicación y consecuencias’ (Gabriel y Greve, 2003: 6)– puede significar que el mismo delito podría tener una resonancia o impacto anticipado diferente de un individuo al siguiente. Por ejemplo, una persona puede asociar el allanamiento de morada con el riesgo de asalto físico o sexual, mientras que otra persona puede asociar el allanamiento de morada con la pérdida de bienes materiales y con muchos inconvenientes y molestias. De modo similar, Ferraro (1995: 87) afirma que el acoso sexual: ‘ … puede ir acompañado de otros tipos de victimización entre las mujeres. La violación puede operar como cualquier otro gran delito entre las mujeres, especialmente mujeres jóvenes que tienen la tasa más alta de violaciones, potenciando las reacciones de temor hacia otras formas de delincuencia.’

Un reciente desarrollo del modelo de sensibilidad al riesgo puso de manifiesto que las probabilidades subjetivas eran un buen factor de predicción de la frecuencia de la preocupación, pero también que el control y la consecuencia desempeñaban sendos papeles fundamentales: (a) cada uno de ellos conformaba la opinión sobre la probabilidad; y (b) cada uno de ellos moderaba el impacto de la probabilidad en la preocupación (Jackson, 2007b). Las opiniones sobre el control y la consecuencia determinaban, pues, diferentes sensibilidades ante el riesgo de victimización delictiva: cuando a los individuos el delito les parecía especialmente grave en su impacto personal, y cuando los individuos creían tener poco control sobre el suceso, hacía falta

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un menor nivel de probabilidad percibida para elevar la frecuencia de la preocupación.4 En síntesis, examinando las conclusiones que emanan de estos estudios, se advierte una fuerza motriz clave en el miedo a la delincuencia, que afecta tanto a la sensibilidad ante el impacto de la victimización (Ferraro, 1995; Warr, 1984, 1985) como al control sobre su aparición (Tulloch, 2003; Jackson, 2004, 2007a, 2007b). Puede que aquellos con menos recursos (típicamente presentados como mujeres, ancianos y personas de clase socioeconómica más baja) tengan menos posibilidades de protegerse y superar las consecuencias, y por tanto más probabilidad de reconocer su inquietud ante la victimización. Así, cuando los individuos sienten el delito como especialmente grave en su impacto y especialmente difícil de controlar, entonces hace falta un menor grado de probabilidad percibida para suscitar miedo (Warr, 1987) o preocupación (Jackson, 2007a). Sacco (1993) descubrió que el grado de apoyo social prestado por amigos (pero no por familiares) se asociaba con la preocupación por la delincuencia, si bien el efecto era débil y positivo, dejando entrever que un alto grado de apego a los demás es más amenazante porque afecta a los otros y también a uno mismo.

Hasta el momento hemos hablado de la ‘victimización indirecta’ –el efecto que produce oír hablar de delincuencia a través de la comunicación interpersonal local–, y en particular de una serie de estudios sobre el importante papel mediador que tiene el riesgo percibido. Hemos descrito cómo los criterios de control, consecuencia y probabilidad no sólo influyen en el grado de vulnerabilidad frente al miedo a la delincuencia, sino que también condicionan la influencia de lo que se percibe del entorno y de lo que se escucha sobre la delincuencia en posibles angustias, preocupaciones o temores posteriores. Sin embargo, hasta la fecha no hemos considerado la influencia de los medios de comunicación en el miedo a la delincuencia.

Los medios son, sin lugar a dudas, una importante fuente de información sobre el mundo, pero según Hale (1996): ‘Surgen posiciones encontradas en los estudios sobre la repercusión que los medios de comunicación en general tienen en el miedo.’ Escuchar hablar de delitos a través de los medios puede hacer imaginable la victimización; especialmente si se ‘trae a casa’ cuando la víctima se ve como alguien similar a uno mismo o cuando el suceso se produce en circunstancias que resultan familiares (véase Winkel y Vrij, 1990). Los medios de comunicación dramatizan, emplean un tono sensacionalista y sólo se hacen eco de los delitos más graves,

4 El sentimiento de control puede ir más allá del control del riesgo hasta llegar al control sobre el entorno social y físico. Un entorno que se ve como impredecible, desconocido y fuera del control de uno mismo o de la propia comunidad es susceptible de generar sentimientos de inquietud y una necesidad instintiva de escudriñar el entorno en busca de indicios de problemas: una sensación de que ‘…podría pasar cualquier cosa’. Tulloch (2003: 475) empleó métodos cualitativos para mostrar que sus ‘ …participantes utilizan de forma confusa conceptos de locus de control y autoeficacia que se identifican más comúnmente por medio de pruebas psicométricas’. Al igual que Carvalho & Lewis (2003), Tulloch (2003: 475) constató que los temerosos se veían a sí mismos a ‘merced de otra gente poderosa (bandas criminales, hombres rapaces, pistoleros armados, pedófilos, etc.) y del azar (debido a la naturaleza aleatoria y arbitraria de los ataques)’. En contraste, el individuo no temeroso se sentía protegido, declarando tener un alto grado de control sobre su entorno, sintiendo que otros no estaban dominando con agresividad el espacio público.

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dibujando una actualidad que enmarca la opinión pública y deja entrever un mundo arriesgado y peligroso (Smith, 1985, 1986). No obstante, las pruebas directas se entremezclan con el papel que desempeña la lectura de ciertos tipos de periódicos o la contemplación de noticias o dramas. Tyler (1980, 1984; Tyler & Cook, 1984) constató que los reportajes de los medios de comunicación y oír hablar de delitos a familiares o amigos tenían diferente impacto en la percepción del nivel de riesgo personal y social. Esto significa que cualquier persona puede verse inducida por –por ejemplo– los medios de comunicación a sentir que el riesgo para la sociedad es mayor de lo que se pensaba, pero esa valoración acentuada del riesgo no afectará demasiado a la estimación del riesgo personal.

El impacto de los medios de comunicación en el miedo a la delincuencia podría atribuirse a las imágenes que circulan de sucesos delictivos especialmente dramáticos y espantosos que se ven de alguna manera como personalmente pertinentes para el individuo (Winkel y Vrij, 1990). Si el lector de un periódico, por ejemplo, se identifica con la víctima descrita o siente que su propio barrio guarda similitud con el de la noticia, entonces la imagen del riesgo puede asumirse y personalizarse. En un estudio análogo, Stapel et al. (1994; véase también Stapel & Velthuijsen, 1996) comprobaron que sujetos que habían recibido información sobre un accidente de tráfico y que compartían identidad social con las víctimas daban estimaciones elevadas de riesgo en comparación con otros que carecían de base para hacer suya cualquier similitud.

A la hora de examinar la dinámica implicada en tales representaciones del riesgo (como la divulgación de un hecho delictivo concreto), podría ser útil la recopilación de conceptos organizada por el Social Amplification of Risk Framework (SARF). Según Pidgeon et al. (2003: 2): ‘El [SARF] tiene por objeto analizar, en términos generales y en su contexto social e histórico, cómo el riesgo y los sucesos de riesgo interaccionan con la psicología y los procesos sociales, institucionales y culturales en formas que amplifican y atenúan la percepción del riesgo y el desasosiego, y de ese modo determinan el comportamiento de alto riesgo, influyen en los procesos institucionales y afectan a las consecuencias del riesgo’. El objetivo es entender por qué algunos hechos y peligros llegan a tener trascendencia social y política, aun cuando los expertos los consideran relativamente poco importantes (amplificación del riesgo), y por qué otros sucesos (según los expertos, sucesos más graves) producen niveles comparativamente bajos de inquietud y actividad (atenuación del riesgo).

Quizá la mayor pujanza del SARF sea la atención que presta a los procesos de comunicación. El marco establece que las señales de riesgo son recibidas, interpretadas y enviadas a una serie de estaciones ‘amplificadoras’ y difundidas a través de distintos canales. Kasperson et al. (2003: 15) sostienen que: ‘…como parte fundamental del proceso de comunicación, el riesgo, los sucesos de riesgo y las características de ambos quedan retratados mediante diversas señales de riesgo (imágenes, signos y símbolos) que, a su vez, interactúan con una amplia gama de procesos psicológicos, sociales, institucionales o culturales en modos que intensifican o atenúan las percepciones de riesgo y su manejo’. Mientras que los medios de comunicación son amplificadores primarios, las estaciones o emisoras pueden incluir también individuos, grupos y organizaciones tales como grupos activistas de las administraciones públicas, movidos por sus intereses y funciones. Los resultados son

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señales que crecen o decrecen en intensidad, y que son transformadas en su contenido cultural.

Parte de la explicación por la que la delincuencia es un tema tan popular en los medios de comunicación y un asunto público tan candente y destacado, puede que resida en el modo en que la delincuencia condensa y dramatiza nuestro sentido del ámbito social. Los estudiosos de la comunicación dirían que un conjunto plural de medios amplifican o atenúan los riesgos si resuenan en el ánimo y los sentimientos públicos, esto es, si los símbolos y representaciones utilizados captan los marcos de referencia y las preocupaciones públicas existentes (Horlick-Jones et al., 2003). Es más probable que los asuntos acaparen la atención mediática si pueden integrarse con facilidad en una narración que favorezca la interconexión de procesos (Wiedemann et al., 2003).

• Conectar: se establecen asociaciones mentales entre los acontecimientos nuevos y los casos o relatos ya conocidos, lo que proporciona un marco fácilmente utilizable dentro del cual entender los fenómenos novedosos.

• Contextualizar: se hacen conexiones con asuntos contemporáneos más abstractos pero todavía resonantes.

• Anclar: las imágenes y connotaciones de un suceso se colocan dentro de las angustias y temores más extendidos en cada momento.

La acogida y el compromiso hacia dichos medios puede hacer el riesgo más

accesible y pronunciado cuando las historias se suman a la preocupación y al debate público existente en torno a la cohesión social y el consenso moral (Jackson, 2006). Puede que la gente atienda a la información sobre el riesgo de delincuencia procedente de los medios de comunicación y de la comunicación interpersonal porque la delincuencia agita y dramatiza sus preocupaciones acerca de la cohesión social. La delincuencia puede entrar en semejante enredo simbólico con temas de cohesión porque el acto de delinquir transmite hostilidad al orden social de una comunidad y daña su tejido moral (Jackson et al., 2006). La prevalencia del delito puede, por tanto, indicar que la comunidad está sufriendo un deterioro de sus normas de conducta, menoscabando el poder del control social informal, aumentando la diversificación de normas y valores, y disminuyendo los niveles de confianza, reciprocidad y respeto.

Por último, cabría señalar que la explicación de la ‘victimización imaginable’ –que acaba de esbozarse– guarda coherencia con un influyente relato acerca de la trayectoria que han seguido las políticas de control de la delincuencia a lo largo de las últimas décadas en Estados Unidos y en el Reino Unido. Garland (2001) afirma que la delincuencia ha pasado de ser un problema que afligía sólo a los pobres a ser algo que muchos tienen presente a diario. La sensibilidad liberal sobre la gravedad de la delincuencia como problema ha ido mermando conforme la victimización se iba convirtiendo en un hecho para las clases medias. La mayor experiencia directa e indirecta, medios de comunicación que aumentan la notoriedad del delito e ‘institucionalizan’ la desazón pública, y la creciente visibilidad de los signos de delincuencia –en forma de actos incívicos físicos, tales como el vandalismo, y sociales, como grupos de jóvenes intimidatorios que merodean por la calle– son factores que ayudaron a traer la delincuencia y el riesgo percibido de victimización a la vida cotidiana de la gente. Como expone Garland (2001: 153-154), ‘los crecientes índices de delincuencia dejaron de ser una abstracción estadística y adquirieron un

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significado personal vívido en la conciencia popular y en la psicología individual . . . las angustias indefinidas de la clase media [tomaron cuerpo] dentro de un conjunto de actitudes y conocimientos más precisos, localizando a los culpables, identificando el problema, estableciendo chivos expiatorios’.

2.3. Desorden, cohesión y eficacia colectiva: el papel de la percepción del entorno

También va en la línea de Garland (2001) la idea de que los signos de deterioro en el barrio y el retroceso de los controles sociales condicionan la percepción pública del riesgo de delincuencia (véanse también Lewis & Maxfield, 1980; Lewis & Salem, 1980, 1981; y Ferraro, 1995). ‘Desorden’ es cualquier aspecto del entorno social y físico que indique al observador (a) una falta de control e interés y (b) los valores e intenciones de otros que comparten el espacio (Skogan y Maxfield, 1981; Wilson & Kelling, 1982; Taylor et al., 1985; Smith, 1986; Lewis & Salem, 1986; Taylor & Hale, 1986; Box et al., 1988; Skogan, 1990; Covington & Taylor 1991; LaGrange et al., 1992; Ferraro, 1995; Perkins & Taylor, 1996; Rountree & Land 1996a, 1996b; Taylor, 1999; Innes, 2004; Robinson et al., 2003; Jackson, 2004; Jackson & Sunshine, 2007). Según Ferraro (1995, p. 15), los actos incívicos son ‘…pequeñas transgresiones de las normas comunitarias que denotan una erosión de los valores y reglas convencionalmente aceptados’. Analizando los datos de una encuesta representativa a nivel nacional de ciudadanos estadounidenses, Ferraro vio que los actos incívicos aportaban información del entorno que configuraba la percepción de los ciudadanos de las posibilidades de victimización; y después la percepción del riesgo influía en el temor expresado hacia la delincuencia.

Otros muchos estudios han relacionado los indicadores ambientales de las ciudades con el miedo a la delincuencia (Wilson, 1968; Hunter, 1978; Lewis y Maxfield, 1980; Jones et al., 1986; y Bannister, 1993). Tales indicadores incluyen lo siguiente: iluminación escasa (Tien et al., 1979, Hassinger, 1985, Jones et al. 1986, y Pain, 1993); graffiti (Maxfield, 1987); basura (Maxfield, 1987 y Burgess, 1994); vandalismo (Jones et al., 1986, Pain, 1993 y Burgess, 1994); escondrijos para delincuentes (Tucker et al., 1979 y Hassinger, 1985); mal estado de los edificios (Hassinger, 1985 y Maxfield, 1987); conducta desordenada o vergonzosa (Biderman et al., 1967); áreas colindantes con zonas solitarias tales como aparcamientos, parques o fábricas (van der Wurff y Stringer, 1988 y Valentine, 1989); ubicación de los arbustos (Pain, 1993); cantidad de personas presentes en la zona (Valentine, 1989 y Burgess, 1994); contaminación acústica (LaGrange et al., 1992); perros y ‘cacas de perro’ (Burgess, 1994); percepciones de la gente de la zona (Merry, 1981, Maxfield, 1987, y van der Wurff y Stringer, 1988); agujas desechadas (Burgess, 1994) y la presencia de calles vacías o abandonadas (Lewis y Maxfield, 1980). Claramente, los indicadores mencionados se engloban en dos amplias categorías: indicadores sociales e indicadores físicos (LaGrange et al., 1992: 312). Los indicadores sociales incluyen cosas como ‘comportamiento vergonzoso’, contaminación acústica y percepciones sobre la gente de la zona, mientras que los indicadores físicos incluyen perros callejeros, vandalismo y agujas desechadas (por ejemplo).

Warr (1990) ayuda a interpretar los indicadores ambientales a través del trabajo de Goffman (1971) que muestra que los humanos habitualmente otean el entorno ante posibles signos de peligro y asaltantes. Se centra en tres indicadores:

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miedo a lo desconocido; ‘puntos ciegos’ relacionados con la oscuridad (pérdida de control visual); y la presencia (o no) de ‘otros’. Todas estas señales implican (en distinto grado) elementos de control social. Con la primera de ellas, el miedo a lo desconocido, Warr entiende que Goffman apunta al dominio del entorno como sinónimo de sentimientos de seguridad. Warr ilustra este punto señalando de qué manera puede entenderse que un grupo de chicos jóvenes está esperando al autobús en una zona ‘familiar’, mientras que en una zona desconocida el mismo fenómeno puede acarrear un significado muy distinto (1990: 893). Trabajando a través del concepto de Goffman de la Umwelt (o ‘burbuja de conciencia’), Warr muestra que los ‘puntos ciegos’ que la oscuridad crea para los humanos son una fuente de miedo potencial para muchas personas. Por último, Warr dice que el individuo necesita ser capaz de interpretar las acciones de los demás como ‘seguras’ o ‘no amenazantes’ con el fin de reafirmarse en su seguridad. En el trabajo de Warr, el miedo a la delincuencia puede interpretarse como relacionado con la capacidad del individuo de extraer una sensación de seguridad del entorno inmediato (por medio de la lectura de los indicadores). Por lo tanto, zonas nuevas o sucesos nuevos en zonas conocidas (1990: 893-894) provocarán (por lo menos potencialmente) miedo hasta que el individuo comprenda totalmente su significado.

Por consiguiente, el sentimiento de seguridad puede derivarse del ejercicio del control social tanto formal como informal. Así pues, si se considera que se ha ejercido control, se engendra un sentimiento de seguridad. Si se estima que no se ha ejercido control alguno, entonces –lógicamente– es más probable que se genere una sensación de inseguridad. Este modelo nos ayuda a explicar la relación entre el micro-entorno y el miedo a la delincuencia de dos maneras. Primero, directamente, los signos de delincuencia pueden indicar un riesgo real de delincuencia. Segundo, indirectamente, cuando el miedo a la delincuencia no está causado por las características del entorno urbano (es decir, los indicadores) propiamente dichas, sino que éstas más bien simbolizan la capacidad que tiene la comunidad de ejercer un control social informal. La importancia de que el barrio sea capaz de poner normas a sus residentes ha sido citada con frecuencia (Bursik, 1988; Bursik & Grasmick, 1993; Sampson & Raudenbush, 1999). Jacobs (1961: 31-32) expresa claramente esta postura cuando escribe: ‘La paz pública... no es tarea en primera instancia de la policía, por necesaria que ésta sea. Ante todo es obra de la intrincada y casi inconsciente red de pautas y controles voluntarios entre las propias personas y que [es] aplicada por dichas personas’. Como Sampson et al. (1997: 918-919) manifiestan, es:

‘…la habilidad distintiva de los barrios de hacer realidad los valores comunes de los residentes y realizar controles sociales efectivos… Aunque el control social suele ser una respuesta al comportamiento desviado, no debería equipararse a la imposición o regulación formal de instituciones como la policía y los tribunales. Más bien, el control social hace referencia en general a la capacidad de un grupo de regular a sus miembros con arreglo a unos principios deseados, para alcanzar metas colectivas en contraposición a metas obligadas… la disposición de los residentes locales a intervenir en pos del bien común depende en gran parte de las condiciones de confianza mutua y solidaridad entre los vecinos. En efecto, habrá menos voluntad de intervenir en una barriada donde las normas estén poco claras y la gente desconfíe o tema a los demás.’

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Así pues, un alto grado de eficacia comunitaria, cohesión social y una estructura

social firme (con escaso nivel de anonimato y recelo) podrían inhibir el miedo a la delincuencia. Ross & Jang (2000) descubrieron que los lazos sociales informales ‘amortiguaban’ el impacto del desorden en el miedo y la desconfianza. De modo similar, Jackson (2004) vio que los criterios de cohesión social y control social informal vaticinaban las percepciones de riesgo de la misma manera que los criterios de desorden; la confianza en la gente y la eficacia comunitaria originaban bajas percepciones de riesgo. Tales opiniones sobre la delincuencia –y las posteriores representaciones cognitivas y emocionales del riesgo de victimización– estaban determinadas en buena medida por las valoraciones del control social, y, dado que diferentes personas que compartían el mismo entorno llegaban a conclusiones distintas sobre el desorden, la cohesión y la eficacia colectiva, al parecer el miedo a la delincuencia funciona como barómetro de solidaridad y confianza mutua (Jackson, 2004; cf. Bannister, 1993). Recordemos aquí el modelo ‘preocupación comunitaria’ (Conklin, 1975) que establece que el miedo a la delincuencia refleja una atomización de la comunidad y una preocupación por la desintegración de la misma. Habría que señalar no obstante que Villarreal & Silva (2006), en un estudio de barrios en Brasil, observaron que la cohesión social iba asociada a niveles más altos de miedo (aunque los modelos incluían algunas otras variables). Los autores sostenían que una alta cohesión social significa una mayor propagación de información relacionada con la delincuencia (Covington & Taylor, 1991, vieron también que los lazos sociales alimentaban el miedo; Kanan & Pruitt, 2002 vieron que los lazos sociales no influían en el miedo ni en el riesgo percibido).

Smith (1987) se fija en cómo repercute la falta de control en la interacción social entre la gente que vive en zonas urbanas, y escribe (1986: 128) que ‘el miedo es mayor entre las personas que perciben que su comunidad está en decadencia cuando no tienen capacidad para intervenir’ y añade que esos sentimientos de falta de control se deben en parte a “...las incertidumbres generadas por muchos otros sucesos urbanos” (1987: 10) y como tal representan angustias desplazadas (Furstenburg, 1971 y 1972). Continúa diciendo que dichas angustias desplazadas tienen su origen –entre otras cosas– en el descontento con la vida urbana que incluye deterioro de la vida en comunidad, servicios de mala calidad y aislamiento social. La autora concluye que ‘...hay que reconocer que dicha inquietud es ante todo una característica del barrio, no de los grupos sociales que hay en él’ (1987: 9). No obstante, también se ha dicho que algunas comunidades pueden ‘tolerar’ o aclimatarse a cierto grado de actividad delictiva porque muchos de quienes participan de ese comportamiento no son percibidos como ‘tan malos’ (Patillo, 1998). Adicionalmente, la tolerancia puede funcionar como forma de adaptación a la privación social y económica; puede que haya mayor grado de aceptación de la delincuencia en barrios que padecen los efectos adversos de la pobreza (véanse Anderson, 1999; Markowitz y Felson, 1998; y Sampson y Jeglum-Bartusch, 1998).

En la influyente teoría de los ‘cristales rotos’ del declive urbano, Wilson y Kelling (1982) afirmaban que un bajo grado de desorden en realidad conduce a delitos más graves, además de erosionar el tejido social de la comunidad (véase también Skogan, 1990). En su análisis indicaban un vínculo fortuito entre infracciones y actos incívicos menores que pasan por alto las entidades locales o comunitarias, con una actividad delictiva mayor y más seria. Sin embargo, la naturaleza de la relación entre

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delincuencia y desorden ha sido un tema del que se ha hablado mucho y que sigue sin estar del todo claro. Harcourt (2001) cuestionó esa tesis señalando que los datos empíricos han sido incapaces de verificar la predicción formulada por Wilson y Kelling de que había una relación directa entre desorden, miedo y delincuencia. Asimismo, los datos de Taylor (2000) arrojaron que los cambios en el nivel de deterioro físico, desorden social y composición racial no implicaban mayor delincuencia (aunque el declive económico sí mostró en cambio tener una relación positiva).

Aunque la teoría de los ‘cristales rotos’ fue ampliamente debatida, persistió la idea de que los signos visibles de desorden eran un problema propio de las comunidades locales. Además, el desorden más que la delincuencia puede tener una repercusión especialmente fuerte en el sentido de seguridad ontológica de la gente. Burney (2005: 5) enfatiza que ‘desde hace tiempo hay pruebas de que las personas (o algunas personas en algunos sitios) se ven psicológicamente más afectadas por comportamientos desordenados y ambientes alborotados que por una delincuencia más grave’. En cuanto a la fuerza específica que el desorden tiene en las sensibilidades públicas, nuevas investigaciones llevadas a cabo por Innes (2004) sugieren que algunos delitos y desórdenes (tales como la violencia doméstica grave) pueden pasar relativamente inadvertidos para el público en general, mientras que otros incidentes suelen verse como indicadores o ‘delatores’ de una amenaza latente para la seguridad de la comunidad. Inspirándose en la sociología interaccionista simbólica, el autor desarrolla el concepto de “desórdenes y delitos señalados” que son importantes en términos de cómo la gente interpreta las amenazas a su seguridad y demuestran cómo el espacio social se construye simbólicamente. Resulta curioso que en encuestas empíricas realizadas usando el concepto de "delitos señalados" (véase Innes et al., 2004, 2006), los encuestados enumerasen varios desórdenes de la zona (graffiti persistentes, jóvenes merodeando constantemente en determinados lugares y lanzando insultos a los transeúntes, etc.) como más amenazantes para la seguridad local que algunos delitos más graves como los robos en el hogar.

Conviene recordar también que los mecanismos por los que la gente percibe su entorno no sólo incluyen valoraciones ‘primarias’ o en primera persona, sino también fuentes de información ‘secundarias’. Skogan (1986) sugiere que hablar de ‘historias’ con vecinos y conocer en la zona a víctimas de la delincuencia o de conductas antisociales parece repercutir en el nivel de miedo y en la valoración individual del riesgo de victimización percibido (Bishop y Klecka, 1978; Tyler, 1980; Lavrakas, Herz y Salem, 1981; Skogan y Maxfield, 1981). Por eso, las redes locales constituyen un vehículo para comunicar e intercambiar historias sobre sucesos y circunstancias regionales. Pueden transmitir mensajes de relevancia personal o vulnerabilidad potencial que se incorporan a la valoración que un individuo hace de su entorno (Tyler, 1984).

En uno de los primeros informes sobre el miedo a la delincuencia, Biderman et al. (1967) sugieren que lo que la gente cree acerca de la delincuencia es en gran medida producto de ‘los signos altamente visibles de lo que ellos consideran desordenado y vergonzoso en su comportamiento’ (cursiva añadida). Indagando en dicha actividad interpretativa, Jackson (2004) comprobó que algunas personas tachaban a determinados estímulos ambiguos de ‘turbulentos’ y representativos de amenaza delictiva, mientras que otras personas en el mismo entorno calificaban los

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mismos estímulos como malignos y no amenazantes. Los datos de una encuesta sobre delincuencia local arrojaban que los encuestados que tenían una visión más autoritaria de la ley y el orden, y a quienes preocupaba a la larga el deterioro de la comunidad, tenían más probabilidad de percibir desorden en su entorno (véase también Dowds & Ahrendt, 1995). Eran también más proclives a asociar estos indicadores físicos con problemas de consenso y cohesión social, con el deterioro de la calidad de los lazos sociales y del control social informal. Siguiendo esa pauta, Warr introdujo el concepto de ‘infracciones perceptivamente contemporáneas’, referente a la conexión que algunos individuos hacen asociando ciertas infracciones a otros delitos potencialmente más graves, y sugiere por ejemplo que a las personas mayores les preocupa la mendicidad porque suponen que es el “preludio de otras infracciones más graves (como asaltos o robos)” (1984: 695). Por eso, cuando la gente interpreta y define su sentido de la seguridad, no sólo incorpora dimensiones tanto objetivas como subjetivas, sino también aquello que razonablemente piensa que sucederá en el futuro. Mediante la interpretación de ‘los indicadores’ y sus consecuencias, las percepciones del desorden implican una serie de ejercicios interpretativos, influidos por la observación o la experiencia personal, así como un conocimiento secundario de los delitos y el desorden.

El modo exacto en que los investigadores exploran las percepciones de desorden y los métodos por los cuales los participantes evalúan su entorno es una cuestión importante aquí. La inmensa mayoría de los estudios que examinan el desorden emplean valoraciones subjetivas extraídas de respuestas individuales a algunas encuestas. Determinados indicadores sociales, como los de ‘la juventud’ o ‘los borrachos’ pueden valorarse de distinta forma por los encuestados; por ejemplo, el ‘maleante’ para una persona puede ser el colega de otra, igual que los graffiti pueden verse como una adición positiva o negativa al propio entorno. Warr (1990) puntualiza que los ‘indicadores’ no siempre son fáciles de interpretar para el sujeto, puesto que no se evidencian ni se explican a sí mismos. Curiosamente, sólo rara vez los estudios hacen referencia sistemática u objetiva al entorno del que nace el desorden, y sólo un pequeño número de estudios han analizado las mediciones tanto objetivas como subjetivas del desorden. Adoptando un enfoque multicriterio, Sampson y Raudenbush (2004) juntaron entrevistas personales, datos censales, antecedentes penales y observaciones sociales grabadas en vídeo pertenecientes a 500 grupos de bloques en Chicago para averiguar en base a qué los individuos formaban sus percepciones de desorden5. Curiosamente, los datos revelaron que las percepciones de desorden venían determinadas por la estigmatización racial de guetos urbanos y por la asociación de grupos minoritarios geográficamente segregados con la delincuencia y el desorden. Chiricos et al. (1997), en un estudio realizado en Florida, vieron también que la composición racial percibida (pero, curiosamente, no la composición racial real) era un buen factor de predicción del miedo a la delincuencia entre personas de raza blanca pero no entre afroamericanos (véase también el estudio de Baltimore realizado por Covington & Taylor en 1991 –si bien en éste no se estudiaron por separado los

5 Usando también mediciones tanto subjetivas como objetivas, Maxfield (1987) descubrió que los datos observados de degradación física del barrio estaban más ligados al miedo que la vulnerabilidad o victimización percibida. Asimismo, Perkins (1990) corroboró el vínculo entre el miedo y ciertos actos incívicos observados (p. ej. basura) usando datos por bloques (véanse también Taylor et al., 1985; Taylor y Hale, 1986; Covington y Taylor, 1991; Perkins y Taylor, 1996).

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efectos en personas blancas y negras– y Skogan, 1995). De hecho, sentir que uno pertenecía a la minoría racial de su propio barrio también guardaba correlación con un mayor grado de temor entre los blancos pero no entre los negros (Chiricos et al., 1997).

Hasta ahora hemos hablado de la percepción del desorden y del impacto de dicha percepción en las opiniones sobre el riesgo de ser víctima de algún delito. Sin embargo, diversos estudios realizados en Estados Unidos han abordado la repercusión de las ‘condiciones objetivas’ en el miedo enseñando a los observadores a hacer observaciones minuciosas de los barrios (Taylor et al., 1985; Taylor & Hale, 1986; Maxfield, 1987; Covington & Taylor, 1991; Perkins & Taylor, 1996). Los primeros estudios mostraban resultados contradictorios. No obstante, Perkins & Taylor (1996) descubrieron que las valoraciones de los observadores individuales y entrenados tenían casi idéntica capacidad de predecir el miedo. Covington & Taylor (1991) también detectaron cierto impacto de las ‘condiciones objetivas’ en el temor, pero mostraron que el acto incívico percibido era tres veces más predictivo del miedo que el acto incívico observado. El desorden y su relación con el miedo parece, pues, estar ‘en los ojos del que mira’ (cf. Harcourt, 2001): la angustia ante la delincuencia podría depender no sólo del entorno cercano, sino de la relación del encuestado con ese entorno y con quienes también viven en él. Así pues, lo que la gente hace, ve y encuentra en un entorno y cómo reacciona ante ello se basa en su conocimiento sobre esa zona (Bannister, 1993) y es por tanto quizá más importante que limitarse a contar ‘cristales rotos’.

Taylor et al. (1985) investigaron la relación entre los residentes y su interpretación de la degradación física en un intento por ahondar en las relaciones individuales y estructurales entre el miedo y los indicadores ambientales. Hallaron que la interpretación de los indicadores ambientales difería en función del estatus socioeconómico de la zona. Ni en las zonas de ingresos elevados ni de ingresos bajos los marcadores guardaban relación con el miedo a la delincuencia. En las zonas de ingresos medios, dichos indicadores estaban relacionados con la degradación urbana y el declive social, y por ende con el miedo a la delincuencia. Los autores concluyen que ‘...en los barrios donde el estatus socioeconómico no es lo bastante alto como para garantizar la tranquilidad, ni lo bastante bajo como para garantizar el pesimismo, un entorno físico bueno o malo tiene un impacto crucial en la visión que la gente tiene del barrio’ (1985:274). Smith (1986:128) añade peso a este argumento comentando que la respuesta a por qué el miedo a la delincuencia está ‘…en algunos sitios debilitándose, mientras que en otros representa simplemente una sana toma de conciencia del riesgo de victimización’ estriba en ‘...el carácter del entorno urbano (edificado y social) dentro del cual se vive el miedo’. La tesis es que estos indicadores no provocan miedo per se, sino que despiertan temor entre la población porque mucha gente equipara los actos incívicos a las actividades delictivas. Cierto apoyo implícito a esta teoría proviene de las intervenciones con las que se ha pretendido abordar algunos de estos indicadores y que han resultado en una disminución de los niveles de miedo declarados. Tien et al. (1977) afirman que las mejoras en los niveles de alumbrado público redujeron el miedo a la delincuencia.

2.4. Cambio estructural e influencias de nivel superior en el miedo

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Las influencias de nivel macro o superior en el miedo incluyen cambios a nivel de barrio y cambios a nivel social. Empezaremos con los cambios relativos al barrio.

Refiriéndose a Estados Unidos, Skogan (1986: 203) afirma que: ‘El miedo a la delincuencia en barrios decadentes no siempre refleja con exactitud los niveles reales de delincuencia. Es el resultado del conocimiento primario y secundario de los índices de delincuencia del barrio, de las pruebas observables de alteración física y social, y de los prejuicios derivados de los cambios en la composición étnica del barrio.’ Skogan da un paso atrás para esbozar varios factores desencadenantes del declive del barrio: desinversión; demolición y construcción; demagogia (ciertos individuos se aprovechan de las condiciones urbanas frágiles y degradadas); y desindustrialización. La inmigración también es un factor clave en los cambios del barrio, toda vez que la gente se marcha de aquellas zonas donde la delincuencia y el miedo van en aumento:

‘La huida de los barrios puede arrastrar a los residentes que tienen menos miedo, dejando a aquellos más temerosos –pero clavados allí– ocuparse de los problemas de la zona. Un puñado de ancianos y vecinos de toda la vida pueden quedarse atrás después de esa transición porque no están dispuestos a mudarse o no pueden vender sus viviendas a un precio que les permita comprar otra en un barrio mejor. Se encuentran rodeados de gente desconocida con quien no eligieron vivir. La soledad y la falta de apego a la comunidad son fuentes significativas de miedo entre los ancianos que viven en zonas urbanas (Jaycox 1978; Yin 1980), especialmente entre las mujeres (Silverman y Kennedy 1984). Curiosamente, se observa que la diversidad social percibida (medida a través de preguntas sobre si los vecinos son “los mismos” o “diferentes” de los encuestados) tiene un efecto decisivo en el miedo sólo entre los ancianos (Kennedy y Silverman 1985).’ (Skogan, 1986: 208)

Por consiguiente, el declive del barrio puede fomentar el miedo a través de una

mayor victimización, información de segunda mano sobre los delitos, niveles más altos de desorden, deterioro del ambiente construido y mayor conflicto grupal en torno al ‘“territorio” del barrio’ (p. 214). Skogan describe cómo pueden surgir conflictos grupales debido a la mayor diversidad étnica que origina una mayor demanda de espacio vital, lo que al final puede traducirse en delincuencia de barrio (véase también Merry, 1981). De hecho, la inquietud ante la delincuencia puede realmente servir de código (Skogan lo denomina ‘vía de escape’) para la preocupación acerca de la raza y el miedo al cambio racial (véase Bursik & Grasmick, 1993). Chiricos et al. (1997) observaron que mientras la composición racial real no influía en el miedo declarado a la delincuencia (teniendo en cuenta otros factores), la composición racial percibida iba asociada a niveles altos de percepción de riesgo y por ende a niveles más elevados de miedo, lo cual se observó entre los blancos pero no entre los afroamericanos (véanse también: Taub et al., 1984; Moeller, 1989; Skogan, 1995; St. John y Heald-Moore, 1996). Como especula Skogan (1986: 215): ‘La gente de fuera que está en proceso de violar el espacio de una comunidad puede poner en peligro un amplio abanico de valores y evocar muchos estereotipos acerca de su comportamiento.’ En palabras de Sacco (2005: 135):

‘…un incremento en el nivel de heterogeneidad étnica o racial contribuye a crear una sensación de malestar entre los vecinos del barrio, que sienten que

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su barrio va a peor. El aumento espectacular del número de “extraños” hace que el entorno parezca menos familiar y acaso más amenazante … [de hecho] puede resultar “políticamente incorrecto” expresar actitudes racistas abiertamente, mientras que las expresiones de angustia ante la delincuencia y los delincuentes normalmente se consideran formas de discusión pública perfectamente apropiadas’.6

Greenberg (1986) pergeña un modelo ‘de viabilidad económica’ del miedo a la

delincuencia que empuja al primer plano la confianza pública en la trayectoria de bienestar económico en su barrio. Su hipótesis era que ‘el interés por el futuro económico del barrio puede hacer que los individuos se sientan vulnerables ante sucesos que están fuera de su control, entre ellos los delitos’ (p. 48). La autora constató que las percepciones de desorden y de confianza en el bienestar económico del barrio predecían el grado de temor; es más, ambas condicionaban la repercusión que tiene en el miedo el nivel de delincuencia del barrio.

Taylor y Jamieson (1998) adoptan un enfoque ligeramente distinto pero no ajeno, al afirmar que los altos índices de miedo a la delincuencia registrados en Reino Unido a mediados de los noventa eran sintomáticos de la caída de un país que había pasado de ser una potencia económica líder en el mundo a ser un importador neto de bienes y servicios (p. 152). De alguna manera, esta tesis es una versión de nivel superior históricamente informada y políticamente encuadrada de las tesis de estructura social/control social. La sensación de declive económico que comentan Taylor y Jamieson, dicen, condujo a una sensación de inseguridad generalizada, especialmente en lo referente al empleo. Esos ‘temores de desmoronamiento [social]’ están causados, aseguran, por los repentinos cambios en la economía de aquel tiempo, pero se resumen en temores expresados más fácilmente ante la delincuencia y ante los individuos relacionados con ella en este discurso moral (‘gamberros’, personas sin hogar, ‘gente joven’, minorías étnicas, ‘extranjeros’, etcétera).

Dowds y Ahrendt (1995) aportan pruebas de que la percepción de que el mundo iba por mal camino y la creencia de que los cambios sociales experimentados eran desfavorables tenían que ver efectivamente con el miedo a la delincuencia. Enmarcando su trabajo en un contexto más amplio de autoritarismo, Dowds y Ahrendt sostienen que el miedo a la delincuencia puede entenderse como el temor al cambio social y a la desintegración de la sociedad. Estas opiniones, además de apoyar el argumento esgrimido por Taylor y Jamieson, nos devuelven al tema del uso político del miedo a la delincuencia, ya que el autoritarismo se asociaba al ‘anti-Estado del bienestar’, a la punición y al conformismo social, y resultó ser más frecuente entre ancianos y personas de mediana edad. Jackson (2004) observó, primero, que un conjunto de actitudes sociales y políticas influían en la identificación del desorden en primer lugar (los encuestados con una visión más autoritaria sobre la ley y el orden, y a quienes preocupaba a la larga el deterioro de la comunidad, tenían más probabilidad de percibir desorden en su entorno; eran también más propensos a vincular estos 6 Sampson y Raudenbush (2004) juntaron datos de entrevistas personales, datos censales, antecedentes penales y observaciones sociales grabadas en vídeo pertenecientes a 500 grupos de bloques en Chicago para averiguar en base a qué los individuos formaban sus percepciones de desorden. Los análisis arrojaron que los encuestados incorporaban creencias arraigadas y estigmatizadas sobre grupos raciales dentro de su evaluación del desorden. En otras palabras, bajo la noción de ‘desorden’ hay implícito un estereotipo que vincula raza, privaciones y crisis social.

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indicadores físicos con problemas de consenso y cohesión social, de calidad decreciente de los lazos sociales y control social informal), y segundo, que la desazón ante el desorden después influía sobremanera en el miedo a la delincuencia.

Otros eruditos se han esforzado en explicar por qué el miedo a la delincuencia se ha “intercalado tanto en la cultura vivida y la práctica ordinaria de personas en su contexto” como dicen Hope & Sparks (2000: 9). Aunque algunos (p. ej. McConville & Shepard, 1992: 58) constataron que el miedo a la delincuencia no era “un rasgo tan prominente en la vida de la mayor parte de la gente”, añadiendo que “si acaso está presente, es un factor secundario” (p. 59), la postura comúnmente mantenida es que los temores ante la delincuencia se convirtieron en una preocupación eternamente acuciante. Indudablemente la inquietud ante el delito ha estado en mente de todos desde que las 'estrategias de asignación de responsabilidades' (Garland, 2001: 124-127) comenzaron a trasladar la función de control de la delincuencia de manos de las instituciones formales a manos de los individuos, organizaciones y su uso de productos de seguridad comerciales. Garland y Sparks (2000: 199) aluden al surgimiento de un ‘complejo de delitos’ en virtud del cual los ciudadanos ‘…se van acostumbrando al problema delictivo y muchos manifiestan niveles elevados de miedo y ansiedad. Están atrapados en instituciones y prácticas cotidianas que les exigen asumir la identidad de víctimas de delitos (reales o potenciales) y pensar, sentir y actuar en consecuencia’. Estos marcos analíticos nos ayudan a entender el modo en que las preocupaciones por la delincuencia han perforado la conciencia colectiva, entrando de lleno en sus procesos cognitivos y conductuales diarios. Esto a su vez ha facilitado la 'mercantilización de la seguridad' (Loader, 1999) con fines de lucha contra la delincuencia y ha contribuido al auge de las empresas de seguridad privada. Más recientemente Bauman (2006) habló de la ‘obsesión por la seguridad’; una obsesión que hoy en día impregna las relaciones sociales y la vida política de las sociedades occidentales en las que gran cantidad de individuos, políticos y organizaciones se ven atraídos por la idea de exigir un nivel de seguridad cada vez mayor frente a las conductas antisociales, la delincuencia y el terrorismo.

Como señala Lee (2001: 480), ‘los intentos de gobernar el “miedo a la delincuencia” lo que hacen en realidad es informar a los ciudadanos de que efectivamente tienen miedo’. El término ‘miedo a la delincuencia’, tal como se ha reconocido, ha sido utilizado para justificar diversas políticas de control de la delincuencia que a algunos de la izquierda libertaria les ha costado bastante aceptar. Al introducir condenas más punitivas, restricciones a los derechos de los acusados o formas más intensivas de supervisión y vigilancia, los políticos han tratado de justificar las medidas propuestas en términos de reducción del miedo a la delincuencia (Fattah, 1993:61). En parte, quizá éste haya sido siempre uno de los usos del miedo a la delincuencia (Harris, 1969, sugeriría que ese era el caso). Algunos por lo tanto (p. ej. Loo y Grimes, 2004) han afirmado que el miedo a la delincuencia era promocionado sobre todo por políticos derechistas con el fin de conseguir votos durante las elecciones a la Asamblea Nacional. Existen, hay que decirlo, algunas pruebas que respaldan esa postura. Los primeros políticos en referirse al miedo a la delincuencia durante una campaña electoral fueron Barry Goldwater y Richard Nixon cuando luchaban (respectivamente) por ganar las elecciones presidenciales de EE.UU. de 1964 y 1968.7 En el Reino Unido, la primera en sacar provecho político del miedo

7 George Bush (padre) empleó una estrategia similar; véase Scheingold, 1995.

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a la delincuencia fue Margaret Thatcher en las elecciones generales de 1979, cuando hizo alusión al hecho de ‘sentirse seguro en las calles’ (Riddell, 1985: 193). También había asegurado anteriormente que el país quería “menos impuestos y más ley y orden” (Evans, 1997:75; Savage, 1990:89). Tales aseveraciones de Thatcher probablemente sólo sirvieron para hacer legítimos los prejuicios de los activistas conservadores (Riddell, 1985:193). No obstante, de ese modo llevó a la esfera política el asunto de la preocupación por la delincuencia. Una vez politizado, la izquierda en Reino Unido y los demócratas en EE.UU. poco pudieron hacer salvo seguir el ejemplo y resaltar también sus propias políticas en materia delictiva, lo que culminó en el deseo expreso de Blair de ser “severos con la delincuencia y severos con las causas que la provocan” en las elecciones generales de 1997. El miedo a la delincuencia, si bien era reflejo de un conjunto preexistente de preocupaciones o angustias, se convirtió así en algo que los políticos con la mentalidad apropiada podían emplear para avivar el sentimiento público sobre algunos temas. Con el paso del tiempo, este proceso fue autoperpetuándose, como sugiere Lee (2001: 480-481) al referirse a un miedo a la delincuencia que se comporta como un ‘bucle de retroalimentación’,

“que funciona de manera simbiótica para producir e intensificar el miedo a la delincuencia y la investigación relacionada con él; que la investigación sobre las víctimas crea y sustenta el concepto criminológico de ‘miedo a la delincuencia’ cuantitativa y discursivamente; que esta información sirve para identificar el temor como legítimo objeto de gestión o regulación gubernamental; que las técnicas de reglamentación imaginan determinadas clases de ciudadanos: sujetos timoratos; que esos intentos por gobernar el ‘miedo a la delincuencia’ en realidad informan a los ciudadanos de que efectivamente tienen miedo; que esto sensibiliza a la ciudadanía acerca del ‘miedo a la delincuencia’; que el lobby de ley y orden y los políticos populistas usan a esa población presuntamente timorata para justificar una actitud más dura hacia la delincuencia, aspecto del que se jactan, sensibilizando así una vez más a los ciudadanos ante el miedo; y que ello trae consigo más investigación en torno al ‘miedo a la delincuencia’ y así sucesivamente”.

En este planteamiento, el miedo a la delincuencia raya en una especie de

exageración, fabricada por la elite y mantenida públicamente, de la realidad de las angustias públicas. El hecho de creer o no la teoría de que esto fue ‘maquinado’ por las elites (Loo y Grimes, 2004:50) o la postura menos convincente de Lee, es otra cuestión. Con todo, las pruebas indican que la población ha aprendido que la delincuencia ‘debe ser’ un problema (McConville & Shepard, 1992:63, Taylor, 1990:26).

2.5. Conexión de la angustia ante la delincuencia con otros tipos de angustia (y viceversa)

La idea de que el miedo a la delincuencia expresa otras inquietudes no es nueva: ‘…lo que se ha medido y conceptualizado como “miedo a la delincuencia” tiene su origen en algo más impreciso que la amenaza percibida de algún peligro específico en el entorno inmediato. En cierto modo el público parece estar preocupado por la delincuencia. Pero la preocupación parece ser por algo abstracto más que

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concreto.’ (Garofalo & Laub, 1978: 245; véase también Merry, 1981; Smith, 1986; Bursik & Grasmick, 1993). En parte tomándose en serio esta idea, y en parte respondiendo a un corpus de investigación a través de encuestas bastante poco original y carente de base teórica, varios criminólogos británicos llevaron a cabo una serie de estudios cualitativos en los años noventa.

Girling et al. (2000) afirman que el sentir público hacia la delincuencia tiene

sus raíces en el entorno cercano y vívido de la gente. Se proponen:

‘ . . . desarrollar la idea de que las conversaciones cotidianas de la gente sobre la delincuencia y el orden (su intensidad, el vocabulario que emplean, las imágenes movilizadas, las asociaciones que se hacen) dependen de y al mismo tiempo ayudan a constituir su sentido del lugar; que adoptan la forma de historias y anécdotas que amalgaman datos biográficos, de la trayectoria de la comunidad, y percepciones de cambio y declive nacional … [las historias] son uno de los medios a través de los cuales la gente rutinariamente llega a adquirir un sentido, no sólo de la delincuencia, sino también del lugar en el que viven: su habitabilidad, sus divisiones y tensiones internas, y sus perspectivas futuras.’ (Girling et al., 2000: 170)

Examinando las percepciones públicas y las respuestas a los delitos en ‘el centro

de Inglaterra’, los mismos autores encontraron preocupaciones en torno a la delincuencia a la par que:

‘… un miedo de que el rincón pastoral exclusivo del panorama social y espacial inglés en el que han invertido mucho, tanto material como emocionalmente, ya no puede sustraerse (como debería) a las corrientes malignas que fluyen por el ancho mundo, y de que su orden moral y social establecido se está viendo amenazado, quizá incluso socavado, por una combinación de forasteros (delincuentes profesionales) y extraños (jóvenes de la zona consumidores de droga y turbulentos).’ (Loader et al., 2000: 66-67)

Los residentes locales consideraban la mayoría de los delitos y desórdenes de

poca monta. Aún así identificaron tres amenazas: robos en viviendas, robos de coches y disturbios juveniles. Lo que estas representaban es precisamente lo que les hacía cobrar importancia y significado igual que probabilidad de ocurrir o las consecuencias de los propios sucesos potenciales. Las dos primeras amenazas tenían su origen en forasteros en su mayoría procedentes de Manchester y Liverpool, dos ciudades próximas, que se adentraban en Prestbury por sus ‘suculentas ganancias’. La tercera amenaza parecía, en realidad, más turbadora. Adolescentes merodeando por ahí: ‘ . . . amenazaban con menoscabar desde dentro la idea que se tiene de Prestbury como hogar seguro, exento de los problemas que aquejan a buena parte de la sociedad inglesa contemporánea en otros lugares’ (ibíd., p. 71).

Otros estudios cualitativos se han fijado en cómo los individuos construyen ‘mapas mentales’ de localidades que se usan tanto para representar como para evitar ciertas zonas (p. ej. Lupton y Tulloch, 1999; Taylor, 1996, Taylor & Jamieson, 1998), y recurren a representaciones de relaciones sociales e individuos que habitan y

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transitan por el espacio público. Taylor et al. (1996) sugieren que los vecinos del barrio construyen y comparten mapas mentales precautorios de la localidad y representaciones de delincuentes en potencia; el trabajo de Smith (1986) llega a conclusiones parecidas, planteando que la información relacionada con la delincuencia fluye con más facilidad entre individuos cercanos social y espacialmente. Además, Taylor et al. (1996) descubrieron que los entrevistados identificaban una zona concreta en Manchester llamada Moss Side como ‘lugar simbólico de delincuencia’, cuando la preocupación pública ante la creciente desigualdad social se enfrentaba a la temática racial de una clase urbana desfavorecida (Moss Side es una zona asociada a la presencia de afrocaribeños, drogas y pistolas). Sostenían que la delincuencia puede actuar como metáfora de (otras) preocupaciones relacionadas con la localidad. Entre esos problemas del barrio podría estar el desempleo, el deterioro del entorno físico, la mayor diversidad social y los indicadores de desorden social. De este modo, el miedo a la delincuencia puede verse como metáfora de ‘(in)fortunios urbanos’; las formas en que uno entiende y representa su propia localidad, con sus niveles percibidos de seguridad, condiciones socioeconómicas y carácter civil.

Igual que los estudios han analizado los significados culturales de la delincuencia, particularmente con respecto a cómo percibimos nuestros propios barrios y otros, también las investigaciones cualitativas han desentrañado cuán importantes son las relaciones sociales y las percepciones de otras personas. Young (1999) observa que, como vivimos en una era de gran movilidad, tenemos menos conocimiento de primera mano sobre quienes nos rodean, y en una sociedad más diversa social y culturalmente, eso puede conducir a una menor capacidad percibida de predicción del comportamiento. Lupton y Tulloch (1999) defienden la importancia de la figura del ‘extraño impredecible’, que puede actuar como una especie de ‘diablo popular’ (Cohen, 1972): se convierte en el blanco de preocupaciones, temores y angustias generalizadas y también más específicas. La figura y su efecto se basan fundamentalmente en la incertidumbre: los individuos no conocían a un individuo concreto y por tanto no pueden calibrar el modo en que él (esta figura se identifica siempre con un varón) podría reaccionar o actuar. Sostienen que a la gente le daba más miedo esta figura al moverse en espacios públicos, porque sentían que tenían mucho menos control sobre los demás en dichos espacios que estando en casa, y tienen mucha más probabilidad de tropezarse con desconocidos en el ‘mundo exterior’ que estando en su casa.

En un estudio etnográfico realizado en Boston (EE.UU.), Merry afirma que la delincuencia ‘sirve de lenguaje para expresar y legitimar el miedo a lo extraño y a lo desconocido’ (Merry, 1981, p. 151). La autora descubrió que un aspecto importante del seguimiento de la amenaza y el peligro eran las percepciones e inferencias sobre los demás. De hecho, las agrupaciones de razas y clases eran de lo más elocuente. Hablar de delitos en los medios de comunicación, en chácharas y rumores, servía para designar ciertas áreas y personas como peligrosas, y también, más solapadamente, para definir y continuamente reproducir relaciones sociales en una zona (Merry, 1981). Hale (1996: 113) también repara en que, según las investigaciones, la gente se siente menos segura en zonas urbanas, arguyendo que:

‘ . . . el impacto que la creciente densidad y heterogeneidad de la población de la vida urbana tiene en los vínculos sociales [puede llevar] al

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aislamiento y la soledad así como a un mayor comportamiento antisocial. Los encuentros en contextos urbanos son encuentros con extraños, en un sentido tanto cultural como personal. El aumento de la diversidad social conduce a una mayor incertidumbre social. En esta interpretación, el miedo a la delincuencia es miedo a los extraños: el lado negativo de la oportunidad que brinda la ciudad para la aventura cultural.’

Evans et al. (1996) abordaron el miedo a la delincuencia mediante una

valoración sobre la forma en que la confianza se manifiesta en una comunidad. Estos autores afirman que ‘en quién uno confía, cuándo y en qué medida’ ayuda bastante a profundizar en cómo se desenvuelve cada cual en la rutina de su vida diaria. Ser calificado como ‘del barrio’ creaba una sensación de estar a salvo de la victimización, y estar familiarizado con el vecindario ayudaba a saber con quién se podía colaborar de manera segura. Pero también, a la inversa, el miedo a la delincuencia puede redundar en un cambio de actitud hacia la incertidumbre y la ambigüedad en el comportamiento humano: un movimiento para ver a otros como amenazantes y figurativos del delito (Furedi, 1998). Puede aumentar la propensión a emplear ciertos mecanismos para identificar y categorizar a extraños y grupos (e incluso ciertas ubicaciones o entornos) por determinados rasgos que connotan amenaza, peligro y delincuencia.

Ninguna revisión de los últimos trabajos sobre el miedo a la delincuencia estaría completa sin hablar un poco de ese corpus de trabajo que toma como punto de partida las ideas clave procedentes del psicoanálisis. En pocas palabras, dicho compendio de trabajo sostiene que todos los individuos padecen ansiedad, y que esa ansiedad tiene orígenes diversos. Los individuos necesitan ‘defenderse’ contra esas ansiedades, lo cual va a significar muchas veces que los individuos son conducidos a esas disertaciones que ofrecen formas de controlar dichas angustias. No obstante, el modo en que los individuos son atraídos hacia diferentes discursos y las razones para ser atraídos hacia un discurso antes que hacia otro dependen en parte de las experiencias que han tenido y de su propia biografía personal (Hollway & Jefferson, 1997: 261). Por eso, aducen Hollway & Jefferson, el miedo a la delincuencia es “un desplazamiento involuntario de otros temores que son mucho más intratables” (1997:263). De esta manera, las angustias que tal vez no pueden ser identificadas correctamente o entendidas completamente por el individuo en cuestión, se proyectan en un temor ‘cognoscible’ y ‘nombrable’: en este caso, el miedo a la delincuencia.

La delincuencia es un cómodo receptáculo para las angustias asociadas a la vida moderna por varias razones. En primer lugar, representa uno de los pocos ‘otros’ que quedan en una sociedad compleja. El ‘otro delincuente’ representa a un ‘hombre del saco’ tradicional en el que las angustias pueden proyectarse y combatirse sin correr peligro. Lo que distingue al ‘otro delictivo’ de, por ejemplo, el ‘otro racial’ es que en las sociedades modernas mucha gente conoce, a menudo como parientes, a personas pertenecientes a minorías étnicas, por lo que los procesos de ‘alterización’ racial son más difíciles de atravesar. Además, la condena social generalizada de las opiniones explícitamente racistas no ha hecho sino dificultar las cosas aún más. Esto no ha sucedido, sin embargo, con las personas identificadas como ‘delincuentes’. Por eso el ‘otro delictivo’ representa un sitio cómodo en el que almacenar las angustias (Scheingold, 1995:155). En segundo lugar, el discurso del miedo a la delincuencia trae consigo toda una serie de acciones que pueden acometerse (cerrar las puertas con

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candado, proteger los coches con dispositivos antirrobo, etc.) para promover el control y por tanto sirve de bálsamo contra el miedo a ser victimizado, proporcionando así al sujeto temeroso una sensación de control sobre la incertidumbre (Hollway & Jefferson, 1997; Lupton, 1999:14). Como Hollway & Jefferson concluyen:

“En un mundo posmoderno de incertidumbre, ambivalencia, incluso caos, de riesgos omnipresentes aunque invisibles, el miedo a la delincuencia podría proporcionar ciertos consuelos más bien modernos: la posibilidad de conocer al delincuente; la capacidad de decidir la respuesta; el dominio en el control de la ansiedad; la exterioridad de la fuente de desgracia y la consiguiente oportunidad para ‘echar la culpa’ (el ‘otro’, no yo [o alguna otra unidad menos controlable, como el cambio económico y social], es el responsable de mis infortunios)” (1997:264 [comentarios adicionales añadidos]).

Pero ¿por qué tendrían las sociedades modernas que estar tan afligidas por todos

estos temores incognoscibles e irremediables? El trabajo de Bauman ofrece algunas pistas al respecto. Bauman (2000) afirma que, en el mundo moderno, la seguridad es parte del precio que se paga a cambio de ejercer la libertad de elección (movida por las fuerzas del mercado) y que esto genera, como consecuencia, ansiedad. Estas ansiedades se encauzan después hacia asuntos relacionados con la ley y el orden (2000:213). Los gobiernos, sin embargo, se hallan relativamente inermes de cara al mercado y a las ansiedades que engendra; han otorgado poder al mercado y a sus ‘fuerzas’ que, en un sistema cada vez más globalizado de transferencia de capitales, son cada vez más difíciles de controlar para cualquier gobierno y casi imposibles de predecir con un mínimo grado de certeza. Por eso, los gobiernos se afanan por ‘hacer algo’ (2000:215), lo que a menudo se materializa en castigos cada vez más severos y en aumentar las leyes sobre delitos penales (Scheingold, 1995:156). Se podría añadir, a lo dicho por Lee, que esto sirve sólo para subrayar la aparente ‘necesidad’ de tales políticas. Desde luego, muchas de estas políticas fracasarán (a largo plazo) o no tendrán un impacto apreciable en el problema en cuestión. Esto es así en parte porque, en nuestra opinión, muchas de las políticas encaminadas a atajar la delincuencia desde 1970 están mal concebidas, o, según Hollway, Jefferson y Bauman, no son en cualquier caso la fuente primordial de muchos de los temores, ya que ésta es la ansiedad provocada por los cambios sociales y económicos.

3. Hacia un modelo integrador del miedo a la delincuencia Las ciencias sociales han sido ridiculizadas por su incapacidad para generar

consenso en nada que no sea el más básico de los asuntos, y han sido testigos de guerras de posicionamiento estratégico en las que posturas muy afianzadas se defienden con uñas y dientes mientras el conocimiento básico se deja, en muchos casos, sin desarrollar. Cada forma de contemplar el mundo hace visibles algunas cosas, al tiempo que deja invisibles otros aspectos o, al menos, ligeramente fuera de encuadre. Nuestra finalidad ha sido evitar tales actividades infructuosas. Intentando agregar las aportaciones de diferentes planteamientos, en el resto de este capítulo se traza nuestro nuevo marco de referencia. Éste se basa sobre todo en el trabajo de Ferraro (1995) (y otros, tales como Girling et al., Garland, Jackson, Taylor y Jamieson, Greenberg) e incorpora muchos de los modelos anteriores propuestos para explicar los sentimientos de temor ante la delincuencia.

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3.1. Percepción social y el miedo a la delincuencia

El estudio de Ferraro (1995) realizado en Estados Unidos utiliza el

interaccionismo simbólico para explicar cómo la interpretación de los actos incívicos y la percepción de los aspectos estructurales de una comunidad proporcionan información que posteriormente configura la estimación subjetiva de las posibilidades de victimización. Ferraro (1995: 9) explica detalladamente que la situación: ‘ . . . incluye la ubicación física y las actividades de la persona así como la prevalencia real de la delincuencia, el entorno físico, y las experiencias y declaraciones de victimización’. En la evaluación del riesgo por parte de los individuos es esencial la forma en que dan sentido a su mundo: cómo definen su situación mediante la formación de juicios e interpretaciones. Riesgo percibido y miedo a la delincuencia se sitúan, pues, dentro de la definición de la situación que da el sujeto: su experiencia subjetiva situada en su contexto social. Son elementos inciertos y en constante proceso de reinterpretación a medida que se va obteniendo nueva información mediante la interacción.

Por lo tanto, en las opiniones no especializadas sobre situaciones, actividad delictiva y amenaza, dos grandes clases de estímulos son importantes. El primero es el entorno físico y social; el segundo es la información compartida sobre la delincuencia y el peligro en dicho entorno. Considerando cómo dichas creencias e interpretaciones determinan la evaluación de la amenaza que supone la victimización, nuestra reflexión, siguiendo a Ferraro (1995), es que los actos incívicos proporcionan información ambiental que a su vez determina la percepción de las posibilidades de victimización. Además, las zonas que tienen fama de conflictivas o sufren problemas de pobreza son tratadas como ‘señales’ de peligro potencial. Por último, el sujeto reacciona de varias formas distintas al percibir el peligro. El temor es una reacción ante el peligro percibido. Otras reacciones incluyen: ‘ . . . comportamiento limitado, activismo comunitario o político, acciones defensivas compensadoras, y conductas de evitación como el traslado’ (Ferraro, 1995: 12). El modelo se esquematiza en la figura 1.

Figura 1: Replicación del ‘modelo genérico’ de Ferraro del miedo a la delincuencia (Ferraro, 1995: 18)

Ambiental (macro) Prevalencia de la delincuencia Personal (micro) Características de estatus Victimización Rasgos residenciales

Rasgos del barrio Acto incívico Cohesión

Riesgo percibido

Adaptaciones conductuales Acción limitada

Miedo

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La teoría de Ferraro se probó mediante el sondeo telefónico de una muestra nacionalmente representativa de la población estadounidense que vivía en un hogar con teléfono (y realizado en 1990). Se preguntó a los encuestados su ‘código postal’, identificando así su Estado y condado de residencia. Usando lo que se conoce como Uniform Crime Reports (UCR; Federal Bureau of Investigation 1989), para cada encuestado se identificaban los delitos conocidos por la policía a nivel regional (Ferraro, 1995: 8). El análisis de los datos obtenidos respaldaba el modelo.

El trabajo de Ferraro (1995) sigue siendo importante no sólo porque integra elementos clave de una literatura bastante deslavazada, sino también porque recalcaba la profusión de actividad interpretativa que entra en juego en el miedo a la delincuencia. Además, toma como premisas preguntas bastante interesantes. La primera de ellas es: ¿cuáles son los procesos psicológicos que sustentan la emoción y la percepción del riesgo? Aun reconociendo que la definición psicológica del miedo es como una emoción física que responde a la identificación del peligro inmediato percibido, Ferraro (1995: 4) definía el miedo a la delincuencia como: “… una respuesta emocional de pánico o angustia ante la delincuencia o los símbolos que una persona asocia con la delincuencia”. El miedo se medía preguntando cuánto ‘miedo’ tenían los encuestados frente a varios delitos. El autor daba por sentado implícitamente que los encuestados entendían el ‘miedo’ como pánico o angustia más que como una reacción física a un peligro inminente: era algo más amorfo. Esta estrategia tiene el inconveniente de no prestarse fácilmente a una elaboración de los procesos que sustentan la emoción y la percepción del riesgo.

3.2. Experiencia y expresión en el miedo a la delincuencia

Un planteamiento alternativo consiste en ser más preciso sobre la emoción central, lo cual permite inspirarse en la teoría psicológica sobre la naturaleza y los procesos que articulan el ‘miedo’. La preocupación consta, por un lado, de la evaluación emocional de una situación inmediata (interpretar indicadores en el entorno que marcan un sentido de la posibilidad de amenaza) y, por otro lado, de un estado de anticipación (inquietud ante un peligro potencial, una amenaza inminente y distante o sucesos que están por pasar). Jackson (2004) descubrió que la frecuencia de la preocupación ante el peligro personal venía dada por una evaluación de la amenaza que incluía percepciones de probabilidad, control y consecuencias.

La componente psicológica es importante a la hora de examinar la posible retroacción entre emoción, percepción del riesgo y percepción social; pese a que la encuesta de sección transversal no sea el vehículo idóneo para una prueba empírica. Las emociones aportan información y guían la atención; dirigen la atención hacia la información pertinente (Clore y Gasper, 2000); crean y conforman las creencias, amplificándolas o alterándolas y, en algunos casos, haciéndolas resistentes al cambio (Frijda et al., 2000). En un estado emocional agudizado, uno podría más rápidamente ver riesgo en la ambigüedad, y asociar más rápidamente personas, situaciones y entornos con la delincuencia. La preocupación podría por tanto estimular los pensamientos en torno a información negativa y consecuencias futuras desagradables, que empujan a escudriñar el entorno en busca de material relacionado con algún peligro (Matthews, 1990) y hacen que los sucesos ambiguos resulten más amenazantes (Butler y Mathews, 1983, 1987; Russell y Davey, 1993). En resumen, aquellas personas en quienes la delincuencia suscita emociones puede que sean más

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propensas a ver desorden en su entorno, y más propensas a relacionar el desorden con la amenaza del delito, al margen de los niveles reales de delincuencia y desorden (Jackson & Gray, 2007). Por lo tanto, el miedo a la delincuencia se mantiene a nivel individual mediante procesos interpretativos y de percepción.

Una segunda pregunta –y relacionada con lo anterior– de la que partía el modelo de Ferraro es: ¿qué determina la evaluación del desorden más allá de las características del barrio? No hay que olvidar que los temores relacionados con la delincuencia dependen no sólo del entorno local, sino de la relación del encuestado con dicho entorno y con quienes también lo habitan y lo pueblan. Lo que la gente hace, ve y encuentra en un entorno y cómo reacciona ante ello se basa en su conocimiento sobre esa zona (Bannister, 1993) y es por tanto más importante que limitarse a contar ‘cristales rotos’. Sampson y Raundenbush (2004) mostraron que las percepciones de desorden venían determinadas por la estigmatización racial de guetos urbanos y por la asociación más amplia de grupos minoritarios geográficamente segregados con la delincuencia y el desorden. Jackson (2004) descubrió que la perspectiva social del perceptor explicaba por qué algunas personas tachaban a determinados estímulos ambiguos de ‘turbulentos’ y representativos de amenaza delictiva, mientras que otras personas en el mismo entorno calificaban los mismos estímulos como malignos y no amenazantes. Los datos de una encuesta sobre delincuencia local arrojaban que aquellos encuestados con una visión más autoritaria de la ley y el orden, y a quienes preocupaba a la larga el deterioro de la comunidad, tenían más probabilidad de percibir desorden en su entorno (Jackson, 2004; véase también Dowds y Ahrendt, 1995). Tenían también más probabilidad de asociar estos indicadores físicos con problemas de cohesión social, con el desgaste del ‘consenso social’ y con un deterioro tanto en la calidad de los lazos sociales como en el control social informal. Por consiguiente, la naturaleza simbólica de los aspectos del orden social generaba significado en el contexto de su relación con el cambio social a largo plazo y con las preocupaciones de la gente acerca de la cohesión y el consenso moral. La figura 2 resume el modelo.

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Figura 2: Resumen del modelo de Jackson (2004) del miedo a la delincuencia

N.B.: Este estudio tuvo lugar en una zona homogénea, por lo que los encuestados compartían el mismo entorno; por eso las actitudes sociales y políticas y los valores orientaban el modo en que la gente daba sentido al desorden del barrio, la cohesión y la eficacia colectiva.

Echando mano de los argumentos de varios criminólogos que realizaron

estudios cualitativos en este campo durante los años noventa, y atendiendo a las conclusiones del trabajo de Ferraro, Jackson (2004) propuso que el miedo a la delincuencia podía incluirse en un modelo que veía el sentimiento de inseguridad como patrón global de interpretación del mundo social circundante. La delincuencia puede ser una señal reveladora del desmoronamiento de la organización social y las normas morales; las cosas que se consideran enemigas del orden social pasan a relacionarse con la delincuencia (Jackson y Sunshine, 2007); la delincuencia actúa como representante que encarna el orden moral de la sociedad y la organización social subyacente. Así pues, las emociones ante la delincuencia pueden surgir en parte como deseo de restablecer reglas y conductas que cimenten la organización social, y censurar a quienes se saltan las reglas (véase Elster, 2004: 155). En ese sentido, ‘puede que la delincuencia sea una de esas formas de “peligro en las fronteras” que determina la sensación que una comunidad tiene de sí misma. . .’ (Girling et al., 2000: 16).

3.3. Una teoría ‘unificada’ del miedo a la delincuencia

Las propuestas y conclusiones analizadas anteriormente han sido incorporadas a nuestro propio modelo, que presentamos aquí como teoría ‘unificada’ del miedo a la delincuencia. Esquematizamos este modelo en la figura 3 (más abajo).

Nuestro modelo empieza dando por sentado – igual que las tesis sobre vulnerabilidad y control social, y en particular la de Ferraro (1995) – que incluso en el nivel más básico, el miedo a la delincuencia está de alguna forma relacionado con el índice de delincuencia real que hay en la sociedad y en las comunidades locales. Empezando por la izquierda de la figura 3, marcamos una relación entre la creencia sobre el nivel real de delincuencia y la prevalencia de delincuentes dentro de la propia comunidad local y/o nacional y los temores ante la delincuencia. Estos caminos

Valores y actitudes sociales y políticas Autoritarismo Ley y orden Preocupación por el

cambio social a largo plazo

Rasgos del barrio Desorden

Rasgos del barrio Cohesión social Eficacia colectiva

Riesgo percibido Probabilidad Consecuencia Control

Preocupación por la delincuencia Frecuencia

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plasman el sentir expresado por aquellos a quienes atañe el nivel micro (que corresponde a la comunidad) y el nivel macro (como el trabajo de Taylor y Jamieson, 1998). También prevemos una relación entre los cambios reales producidos en la zona y el miedo a la delincuencia.

Figura 3: El nuevo modelo: Experiencia y expresión en el miedo a la delincuencia

Coincidimos con el argumento de Smith de que el miedo a la delincuencia ‘es mayor entre las personas que perciben que su comunidad está en decadencia cuando no tienen capacidad para intervenir’ (1986: 128), que nos parecen aspectos por desarrollar tanto de la tesis de los indicadores ambientales como de las tesis de la vulnerabilidad. Tales creencias y experiencias de la delincuencia y los cambios en el área local también pueden asociarse con actitudes hacia el delito y sentimientos de confianza en el sistema judicial penal: pertinencia de las condenas, actitudes autoritarias hacia la delincuencia, sensibilidades públicas sobre ‘ley y orden’ y actitudes hacia el cambio social a largo plazo. Por eso trazamos caminos desde ‘niveles reales de delincuencia en el área local’ y ‘cambios en el área local’ hacia lo que hemos dado en llamar ‘actitudes hacia la delincuencia’ y ‘actitudes hacia el cambio social a largo plazo’. Dichos caminos resumen el pensamiento de varios escritores, entre ellos por supuesto el de Dowds y Ahrendt (1995), acerca de la relación entre autoritarismo y miedo a la delincuencia.

Además, cabe esperar que tanto factores del entorno (delitos, privaciones, cambio social real) como cuestiones actitudinales básicas (sensibilidad hacia la estabilidad social y el consenso moral) formen parte de las preocupaciones sobre el desorden social, la cohesión y la eficacia colectiva (Figura 3). Pensamos que esto concuerda con Girling et al. (2000), Ferraro (1995) y también con la percepción de los residentes sobre la aptitud de su comunidad para regular el comportamiento de sus vecinos. Partiendo de estas dos (‘percepciones de desorden’ y ‘percepciones de control y cohesión social’) trazamos caminos que van directamente hasta el miedo a la

Ambiental (Macro) Niveles de delincuencia Privación Cambio social a largo plazo

Preocupaciones del barrio Desorden, composición

Preocupaciones del barrio Cohesión social Eficacia colectiva

Riesgo percibido de delincuencia Probabilidad, control,

consecuencia, intensidad

Respuesta emocional hacia el riesgo Ansiedad Preocupación

Experiencia de la victimización Directa Indirecta

Actitudes hacia el cambio social y el consenso moral

Representaciones circulantes del delito, del riesgo y del cambio social Medios de comunicación Comunicación interpersonal

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delincuencia (en la línea de lo que exponen las tesis del control social y de los indicadores ambientales), que incluye preocupación y angustia.

Asimismo, trazamos un camino desde las preocupaciones relacionadas con la comunidad hasta el riesgo percibido, que incluye opiniones no especializadas sobre probabilidad, control y consecuencia. En consonancia con investigaciones previas (Jackson, 2004, 2007a, 2007b), es previsible que las opiniones no especializadas sobre la probabilidad sean las más determinantes. Pero después de Jackson (2007a), nosotros también proponemos tres funciones para el control y la consecuencia: (a) determinar la probabilidad; (b) determinar la preocupación; (c) moderar el impacto de la probabilidad en la preocupación. Finalmente (y he aquí el único aspecto del modelo que no podemos abordar con nuestros datos cuantitativos) proponemos que las representaciones que circulan de la delincuencia, el orden social y el riesgo –ya sea a través de los medios de comunicación o de la comunicación interpersonal– influirán en la mayoría de las partes del modelo.

Por consiguiente, el miedo a la delincuencia implica experiencia –preocupación de todos los días ante el riesgo personal– y la expresión de actitudes hacia el cambio social, la estabilidad, el orden y la cohesión. Cabe esperar que los individuos que se preocupan ‘a diario’ por la victimización delictiva, vivan en zonas de más conflictos y estén más afectados por los signos de delincuencia y las condiciones locales que propician la delincuencia, que los individuos que tienen un sentido de la angustia más amplio y difuso. Pero también es de esperar que la preocupación diaria y la angustia difusa tengan su origen en el modo en que la gente da sentido a su entorno social y físico (y en sus percepciones del riesgo). Por lo tanto, la preocupación y la angustia son, de alguna manera, sismógrafos de las percepciones que se tienen acerca de la cohesión y el consenso moral. A nuestro juicio, los signos de desorden y de poca cohesión funcionan sin duda como información sobre la delincuencia. No obstante, preocupaciones más fundamentales sobre el cambio social y el rumbo de la sociedad influirán en las angustias sobre aspectos más tangibles del entorno de cada uno (Girling et al., 2000). Además, la delincuencia es una noción simbólicamente densa; extrapolable a toda una serie de asuntos sociales apremiantes (Bauman, 2002).

Así pues, el miedo a la delincuencia se explica por medio de los elementos presentes en todas las grandes teorías previas sobre el miedo a la delincuencia (y por las conclusiones que se desprenden de nuestro estudio). De algunas teorías carecemos de datos para incorporarlos a nuestros modelos; datos que tienen que ver con el uso del miedo a la delincuencia como herramienta política por parte de los políticos (véanse Lee, 1999; Loos y Grimes, 2004). Sobre esta cuestión, nuestra postura es que la inquietud respecto a la delincuencia existe con independencia de la retórica política, aunque reconocemos que los debates en torno a ‘la ley y el orden’, sobre todo aquellos que insinúan que la delincuencia está ‘fuera de control’ y que pretenden ‘avivar’ esos temores, pueden usarse –y se usan– para justificar políticas sociales y penales especialmente antipáticas (véase Farrall, 2006). Con todo, el uso del término y de puntos de referencia clave en los debates sobre el miedo a la delincuencia no es nuestra preocupación más inmediata a la hora de intentar explicar la incidencia e intensidad de dichos temores. Pese a ello, seguimos creyendo que el miedo a la delincuencia se ha convertido en parte de un discurso político que se estila últimamente y, a su vez, se ha convertido también en una expresión que los

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ciudadanos comprenden y a la que pueden hacer alusión al hablar de delincuencia y problemas sociales.

4. Conclusión

En este capítulo hemos revisado las principales teorías propuestas para explicar el temor ante la delincuencia a lo largo del último medio siglo aproximadamente. Sin duda éstas han resaltado aspectos de la cultura e ideas que han presidido el mundo anglófono (y ahí principalmente Reino Unido y Norteamérica). Confiamos en haber cumplido en este capítulo nuestros dos grandes objetivos: en primer lugar, resumir la situación actual en lo que respecta a la teorización sobre el miedo a la delincuencia, y, en segundo lugar, introducir a los lectores hispanohablantes en esta animada y atractiva serie de debates.

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