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Mística Alemana: Jacob Böhme (1575-1624) Carlos Enrique Restrepo Instituto de Filosofía Universidad de Antioquia I. Vida y Obra de Jacob Böhme. Jacob Böhme, el philosophus teutonicus y zapatero de Görlitz, nació en 1575. Sus biógrafos, que se cuentan entre sus amigos y seguidores, dicen de él haber nacido en el seno de una familia de agricultores acomodados. Hegel, en cambio, asegura que fue hijo de padres muy pobres, de lo cual es indicio su oficio de pastor en los años de infancia. Sus estudios se resumen a estos años, limitándose a los conocimientos elementales de la lectura y al aprendizaje de la lengua latina, para luego iniciarse a los 14 años en el oficio de zapatero que mantendrá toda su vida y del cual es recibido en la dignidad de maestro en 1594, a la edad de 19 años. Ya durante su niñez tiene algunas insólitas experiencias que precursan su disposición mística posterior. Se narra, por ejemplo, que un día mientras cuidaba del ganado en su hacer de pastor, halló al interior de una gruta una vasija colmada de oro. Toda vez que llevara la noticia de su hallazgo a otros niños amigos y volviendo con ellos a la gruta, el tesoro había desaparecido. Pero aún más decisivas que estas experiencias de la infancia lo son los arrebatos místicos que, desde su juventud, sumen a Böhme en una contemplación extática de la divinidad. De estas experiencias extraerá él el conjunto de sus conocimientos, los cuales expondrá en una vasta e intrincada obra que, en su edición póstuma, llega a abarcar hasta 15 volúmenes (en la edición holandesa de 1862; Cf., Aurora, p. LXXIX). La primera de estas experiencias acontece durante su aprendizaje del oficio, es decir, entre los 17 y los 19 años, trabajando como zapatero ambulante lejos de su

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Mística alemana: Jacob Böhme

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Mística Alemana: Jacob Böhme(1575-1624)

Carlos Enrique RestrepoInstituto de Filosofía

Universidad de Antioquia

I. Vida y Obra de Jacob Böhme.

Jacob Böhme, el philosophus teutonicus y zapatero de Görlitz, nació en 1575. Sus biógrafos, que se cuentan entre sus amigos y seguidores, dicen de él haber nacido en el seno de una familia de agricultores acomodados. Hegel, en cambio, asegura que fue hijo de padres muy pobres, de lo cual es indicio su oficio de pastor en los años de infancia. Sus estudios se resumen a estos años, limitándose a los conocimientos elementales de la lectura y al aprendizaje de la lengua latina, para luego iniciarse a los 14 años en el oficio de zapatero que mantendrá toda su vida y del cual es recibido en la dignidad de maestro en 1594, a la edad de 19 años. Ya durante su niñez tiene algunas insólitas experiencias que precursan su disposición mística posterior. Se narra, por ejemplo, que un día mientras cuidaba del ganado en su hacer de pastor, halló al interior de una gruta una vasija colmada de oro. Toda vez que llevara la noticia de su hallazgo a otros niños amigos y volviendo con ellos a la gruta, el tesoro había desaparecido.

Pero aún más decisivas que estas experiencias de la infancia lo son los arrebatos místicos que, desde su juventud, sumen a Böhme en una contemplación extática de la divinidad. De estas experiencias extraerá él el conjunto de sus conocimientos, los cuales expondrá en una vasta e intrincada obra que, en su edición póstuma, llega a abarcar hasta 15 volúmenes (en la edición holandesa de 1862; Cf., Aurora, p. LXXIX). La primera de estas experiencias acontece durante su aprendizaje del oficio, es decir, entre los 17 y los 19 años, trabajando como zapatero ambulante lejos de su aldea natal. Se dice que estuvo una semana entera “envuelto en una sensación de luminosa armonía”, llevado de su visión extática y reconciliadora. Hegel recrea este episodio de la vida de Böhme como sigue:

“Por obra de la luz del Padre en el Hijo e iluminado por el Espíritu, se sintió Jacob Böhme transportado al sagrado sábado y al esplendoroso sosiego de las almas, viéndose cumplida su súplica devota inspirada en el evangelio de San Lucas (11, 13) y por la que oraba constantemente: ‘Vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes lo pidieren de Él’; entonces, según su propia confesión, alumbrado por la luz divina, pasó siete días enteros contemplando a Dios en estado de gozoso arrobamiento. El maestro zapatero al que servía lo despidió diciendo que no podía mantener consigo semejante profeta casero” (Hegel, G.W.F. Lecciones Sobre la Historia de la Filosofía. Tomo III, p. 230).

Luego de este primer éxtasis, Böhme se hundió en una profunda melancolía que duraría siete años, desde 1594 hasta el año 1600, es decir, de los 19 a los 25 años. La causante de este tormento era la cuestión de la explicación del mal en el seno de la vida divina. Al respecto escribe Böhme:

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“Este asunto me había dado ya muchos quebraderos que venían sin duda del Espíritu; así vine a dar al cabo en una áspera melancolía y tristeza, viendo la gran profundidad de este mundo, a más del sol y las estrellas así como las nubes, la lluvia y la nieve, y contemplando en mi espíritu la entera creación de este mundo. Y en todas las cosas encontré mal y bien, amor e ira: en las criaturas irracionales como la madera, las piedras, la tierra y los elementos, igual que en los hombres y en los animales. Consideré entonces esa pequeña chispilla que es el hombre, lo que será ante Dios en comparación con esta gran fábrica que son el cielo y la tierra. Y como me encontré que en todas las cosas había mal y bien, en los elementos así como en las criaturas, que en este mundo al impío le iba tan bien como al piadoso y que los pueblos bárbaros poseían las mejores tierras y les asistía la bonanza más que a los piadosos, púseme con eso melancólico en extremo y muy confuso y no podía consolarme ninguna Escritura, que algo bien ya la conocía, además de que el demonio no se daba reposo y me inculcaba pensamientos paganos sobre los cuales voy a guardar aquí silencio” (Aurora, XIX, p. 263-264).

Esta larga condición cesa, sin embargo, cuando irrumpe en el filósofo un segundo éxtasis, más decisivo que el primero y del que florecen para Böhme profundos pensamientos que asimilará durante doce años y que consignará finalmente en su primer libro Aurora. Franckenberg, uno de sus biógrafos más importantes, relata así este episodio según un vivo testimonio del filósofo:

“En el año 1600, fue Böhme tocado por segunda vez de la divina luz, y el espíritu sideral de su alma fue introducido mediante la visión súbita de una vasija de estaño, movido por su brillo jovial y amable, en el más interior fundamento o centro de la misteriosa Naturaleza. Desconfiando de la visión cuya trascendencia había captado […] se fue al campo […], pero a pesar de todo sentía con mayor claridad cada vez la visión recibida, de tal manera que por medio de ella podía penetrar al punto en el corazón y en la más interior naturaleza de todas las cosas” (Aurora, p. XXXII).

En Aurora el propio Böhme retoma esta experiencia, ratificándola en su efecto balsámico respecto de los años anteriores: “Entonces Dios me iluminó con su Espíritu Santo en medio de la tribulación, para que pudiera entender yo su voluntad y liberarme de mi tristeza. Así irrumpió el Espíritu” (Aurora, p. 264; Cf., también De signatura rerum). Los doce años siguientes los ocupa Böhme en comprender esta visión. Su exposición en Aurora mantiene, sin embargo, el carácter súbito de la experiencia inicial (se dice que escribió los primeros siete capítulos de un tirón y la obra completa en cuatro meses). Böhme retiene esta segunda iluminación elevándola a la condición de fuente única de su esfuerzo de pensamiento: “De esta sola luz tengo mi conocimiento, así como mi voluntad e impulso”.

Y es que la obra de Böhme no se comprende sin el recurso a estos episodios de elevación y rapto de su espíritu. De ahí que con frecuencia le recuerde al lector que sus escritos no responden a una voluntad personal, sino a una inspiración divina sin la cual “no estaría en condiciones de decir nada de nada”. La escritura de Böhme constituye una clara evidencia de la puesta en obra de este elemento inspiracional. La razón de ello reside en la naturaleza misma del conocimiento de la divinidad el cual no puede, en sus propias palabras, ser procurado por la carne y la sangre, sino tan sólo por el espíritu cuando está

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tocado e inflamado de Dios. Así lo advierte al comienzo de otra de sus obras que nos es dado conocer en lengua castellana titulada las Confesiones:

“No es el arte el que ha escrito esto, ni hubo tiempo tampoco para considerar cómo hacerlo de acuerdo con la debida comprensión del arte de escribir, sino que todo fue ordenado de acuerdo al Espíritu, que a menudo actuaba de prisa […]. La mano del escriba por no estar acostumbrada a la tarea a menudo temblaba; y aunque pude haber escrito de manera más precisa, correcta y simple, la razón por la cual no lo hice fue que el quemante fuego forzaba esa velocidad en mí y tanto la mano como la pluma tenían que apresurarse a obedecer. Pues ese fuego viene y se va como una lluvia súbita” (Confesiones, I, p. 27).

La escritura de Aurora en 1612, así como la de todas sus obras, trasluce esta subitaneidad. De ahí que Hegel acuse en Böhme el barbarismo de su expresión reiteradamente oscura, y que hace de sus libros “una maraña sumamente impenetrable e incomprensible” (Cf., Hegel, Op. cit. p. 231). Y que sea justo Hegel quien así se lamente de la dificultad de los textos de Böhme ya es mucho decir, pues sin duda esto permite ya calibrar el talante de la obra, atractiva y enigmática, de este pensador.

En parte, es esta dureza de la expresión la que hace que Böhme sea sindicado y perseguido por el arcipreste luterano de la ciudad, el pastor Gregorius Richter, toda vez que le es dado conocer una copia del manuscrito de Aurora. Entonces no sólo se corrió la voz de que el zapatero escribía libros, sino que además desde los púlpitos se le hizo merecedor de la sospecha de herejía. La falta en él de una formación culta sirve para descalificar de antemano su pensamiento y sus escritos. Pero Böhme no se deja arredrar por estas acusaciones, las cuales en todo caso le acarrean de momento la prohibición de escribir y más tarde el destierro. En la certeza de que el conocimiento divino sólo nos es dado en tanto concedido por el Espíritu mismo de Dios, Böhme lanza sus propias invectivas contra la especie de los clérigos y de los académicos que rebajan lo divino a la justificación de su grosero comercio terrenal, “sacerdotes fanáticos y orgiásticos, déspotas y sus servidores, quienes humillando y oprimiendo tratan de resarcirse de su propia humillación, esgrimiéndola para la desventura sin nombre de la humanidad defraudada”, escribe por su cuenta Hegel (Fenomenología del Espíritu, p. 222). Se reivindica entonces Böhme a sí mismo como el filósofo de la gente sencilla, apelativo que mantendrá a lo largo de su vida con la dignidad de hacerse merecedor de tal sabiduría, no por la voluntad de su persona, sino por obra de la gracia divina. En este sentido es como cabe comprender también, citando in extenso, lo dicho en el capítulo IX de Aurora:

“Puesto que escribo aquí de cosas celestiales y divinas, cosa absolutamente ajena a la corrompida naturaleza del hombre, podría sin duda el lector admirarse y escandalizarse de la simpleza del autor como quiera que el impulso de la naturaleza corrompida sea de mirar sólo a lo alto, igual que la mujer orgullosa, salvaje, lasciva y puta que en su celo va buscando con la mirada hombres bellos con los que coquetear. Así es también la altanera y corrompida naturaleza humana, que mira sólo lo que tiene brillo y relumbrón ante el mundo y se imagina que Dios se olvidó de la miseria y que por eso la somete a vejaciones. Piensa que el Espíritu Santo mira sólo a lo alto, a lo artificioso de este mundo, al studium grande y profundo. Pero si ruedan o no así las cosas, no tienes más que mirar atrás y encontrarás el fundamento. ¿Quién fue Abel? Un pastor. ¿Quiénes fueron Enoch y Noé? Gente sencilla. ¿Quiénes fueron Abraham, Isaac

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y Jacob? Pastores de rebaño fueron. ¿Quién era David cuando lo llamó la boca del Señor? Un pastor de ovejas. ¿Quiénes fueron los profetas, los mayores y los menores? Gentecita corriente y menuda, morralla del mundo, ni se les tuvo más que por idiotas. Y aunque hicieron milagros y maravillas, seguía el mundo mirando a lo alto y tuvo el Espíritu Santo que ser escabel de sus pies, pues el demonio orgulloso quiso siempre y por encima de todo ser el rey de este mundo. ¿Y cómo vino nuestro rey Jesus Christus a este mundo? Pobre y en grande aflicción y miseria ni tuvo donde reclinar la cabeza. ¿Quiénes eran sus apóstoles? Pescadores pobres, despreciados, ignorantes. ¿Quién creía en su predicación? El pueblito pobre y menudo. Los elevados y los escribas fueron verdugos de Christi que gritaron: crucifige, crucifige. ¿Quién se mantuvo firme siempre y por encima de todo junto a la Iglesia de Christi? El pueblito pobre y despreciado; él derramó su sangre por Cristo. ¿Quién falseó la verdadera y pura doctrina cristiana y quién la estorbó? Los escribas, los papas, cardenales, obispos y los grandes bufones. ¿Por qué los siguió el mundo? Porque tenían un gran aspecto y lucían ante el mundo. Así de puta orgullosa es la corrompida naturaleza humana. ¿Quién barrió de las iglesias de Alemania el deseo de dinero del Papa, la superstición, las finanzas y el engaño? Un pobre monje despreciado [se refiere, evidentemente, a Lutero]. ¿Con qué poder o fuerza? Con el poder de Dios Padre y con la fuerza de Dios Espíritu Santo” (Aurora, p. 107-108).

Esta sencillez del filósofo, la consecuente persecución que tuvo que padecer a cuenta del credo oficial, incluso el desprecio de la gente sencilla en nombre de la cual se proclamaba, rasgos característicos de Böhme, los reconocemos claramente en otro de esos nobles espíritus de la filosofía, cuya obra se erige también en la perspectiva de un conocimiento de la divina esencia: en el “príncipe de los filósofos”, Baruch de Spinoza, de quien empero no tenemos por qué ocuparnos en este lugar.

De profesión luterana, pero en el clima de las alternativas a las disputas religiosas de su tiempo, Böhme se mueve en los círculos de los llamados cristianos libres. En estos círculos conoce la obra de Paracelso y de Valentín Weigel también protestante, quienes al lado de la Biblia constituyen casi sus únicas lecturas. En estos círculos es de destacar la profunda amistad con el doctor Balthasar Walter, hombre misterioso conocido por los amigos de Böhme como “El Extranjero”, médico paracelsiano, alquimista, teósofo, y quien lo iniciara en el conocimiento de la cábala. De las intensas conversaciones que con él sostuvo, apareció la obra de Böhme Cuarenta Preguntas sobre el Alma escrita en 1618. La influencia de Böhme en estos círculos de cristianos libres se extiende póstumamente, por ejemplo, a los cuáqueros a través de George Fox, quien al parecer tuvo mucho aprecio por su obra; también influyó en los poetas de la mística alemana, sobre todo en Ángelus Silesius. Leibniz se ocupa de su obra, sin duda a la luz del problema de la teodicea, y finalmente alcanza el pietismo (representado por Haman y Jacobi) incidiendo por esta vía en las concepciones del Idealismo y el Romanticismo de Fichte, Hölderlin, Schelling y Hegel (estos dos últimos le leyeron durante su juventud cuando transcurrían los años del Seminario de Tubinga).

Jacob Böhme murió en 1624 a la edad de 49 años, luego de un período de intensa producción pero también de despiadada persecución clerical que le impuso la condición de exiliado por un lapso de dos años. Regresó al seno de su familia pero sólo para morir. Aún en trance de su muerte, Böhme es interrogado sobre cuestiones teológicas por el clero protestante de Görlitz, y aún muerto sigue siendo objeto de escarnio al ser declarado corpore insepulto. Aún así, el espíritu que anima su filosofía, ese Espíritu que lo acompañó

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siempre desde su más temprana juventud, ese Espíritu que le fue revelado en la divina luz y claridad de la intuición y el éxtasis perdura para nosotros en su obra, tan vasta como desconocida. Ni falta hace mencionar que en castellano no disponemos sino de una mínima parte de sus escritos, por suerte con el primero, Aurora, y al parecer el más sistemático. En estas condiciones casi resulta vano el intento de una apropiación rigurosa y de conjunto del pensamiento de Böhme. Nuestro intento se limita en consecuencia a un mero esbozo de su obra primera, a manera de una indicación provisional y sumamente insuficiente de este “filósofo de la gente sencilla” que hace ya más de cuatro siglos mora inadvertidamente entre nosotros.

II. Aurora.

Hegel valora positivamente la obra de Böhme considerando que con él comienza propiamente la auténtica filosofía alemana. Lo que lo hace para él interesante es el modo como desde la propia experiencia del sentimiento Böhme dota de contenido el principio protestante según el cual hay que situar el conocimiento de la esencia divina en el propio ánimo y en el hecho de contemplar, saber y sentir en la conciencia de sí lo que hasta entonces se situaba en el más allá confinándolo al mundo suprasensible. La contraparte de este recurso al sentimiento es que la escritura de Böhme, por ese carácter inspiracional al que nos referimos antes, se torne tan impenetrable para nosotros. Al punto que Hegel llega a decir que “la lectura de las obras de este pensador nos produce una sensación tan extraña que es necesario estar muy familiarizado con sus ideas e influjos para desentrañar la verdad de entre semejante maraña extraordinariamente confusa” (Hegel, Op. cit., p. 231).

Sin embargo, y un poco en oposición a Hegel, no hay que olvidar que Böhme reclama para la comprensión de su obra el que sus lectores se abran al mismo trance extático del que se vale su pensamiento como una visión. Y si esto es un requisito tan indispensable, no cabe duda de que en cada caso estamos de antemano descalificados para captar este pensamiento en su profundidad. Para la captación de este espíritu divino no bastan ni la reflexión ni el concepto. Hay que estar henchido e inflamado de Dios para que la conciencia logre elevarse a la visión única y total de la Naturaleza. En Aurora se dice: “Eleva tu mente en el espíritu si quieres entender o comprender” (p. 91). “Pero si de este espíritu no entiendes nada, deja en paz este libro y no juzgues ni de lo frío ni de lo caliente que en él haya, pues estás demasiado preso en Saturno y no eres un filósofo de este mundo” (p. 131).

Por esta invocación al espíritu y movido por esa aspiración a la visión de la totalidad, Böhme pretende, pese a la rudeza de su expresión, que su exposición sea sistemática. No cabe duda de que en sus escritos se insinúa una conexión y articulación esenciales tanto en sus ideas como en el establecimiento de sus respectivas categorías fundamentales. Pero no es menos cierto que, en nuestro caso, estamos descalificados para intentar reconstruir este sistema que a nosotros sólo se nos revela de manera meramente intuitiva en la medida en que no se nos ha concedido la gracia del espíritu.

Es menester que limitemos aún más nuestro examen del pensamiento de Böhme restringiéndonos en exclusiva a su primer libro Aurora. Nótese que esta obra, compuesta de 27 capítulos es, con todo, una obra inconclusa. Del capítulo 27 sólo aparece el número

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encabezando el manuscrito; ni siquiera aparece un título que proporcione alguna indicación del asunto que Böhme hubiera proyectado tratar en él. Según Agustín Andreu Rodrigo, comentarista y traductor de la versión castellana, en una carta de 1620 Böhme da las razones de esta conclusión truncada y súbita de Aurora. En dicha carta, nuestro filósofo se expresa como sigue:

“He de advertir al piadoso lector que este libro no está acabado, pues el demonio se propuso poner obstáculos viendo que con este libro irrumpía el día. En efecto, ya ha alcanzado el día a la Aurora y está casi el sol fuera. Le faltaban al libro unos treinta pliegos. Pero no quedó concluido porque estalló la tormenta y, en tanto es ya claro el día, pasó la Aurora, y desde entonces se trabaja de día. Así que tal queda el libro para perpetuo memorial, porque lo que en éste falta remediose en los otros libros” (Aurora, XXVII, nota 1).

El título Aurora que Böhme destina a su obra inicial, revela ya la concepción y proyección que tiene de ella. Se habla de una Aurora en sentido espiritual, en el sentido del despuntar del alba, de la luz y de la claridad, a la cual quizás deba asociarse la doctrina mística –tematizada con frecuencia en vertientes gnósticas– del despertar (Cf., Saura, Emilio. Jean d’Encausse y la Doctrina del Despertar). En este sentido se expresa Böhme en el capítulo IX: “Saldrá antes una Aurora en la que se pueda elegir o notar el día; quien quiera dormir que siga durmiendo, y quien quiera velar que aderece su lámpara y que siga velando. Mira, viene el novio; quien vela y está listo entra con él en las eternas bóvedas celestes, pero quien duerme cuando él llega ese duerme ya siempre y eternamente en el tenebroso calabozo de la cólera” (Aurora, p. 108). No en vano Böhme asocia la redacción de Aurora con la claridad que le fue concedida en su segunda experiencia entusiástica, así como valora esta experiencia como el único principio de su escritura. Pues dicha experiencia está determinada por el despuntar de la Luz en el espíritu a la manera de un destello (recuérdese el episodio de la jarra de estaño), como el rayo que revela la claridad de la visión esencial de la naturaleza “en el resplandor de su brillo jovial y amable”.

En el despuntar de esta Aurora, Böhme identifica una triple fuente de la que habla de manera más explícita en el título original de la obra que reza como sigue:

“El alba que despunta.Es decir,

la raíz y madre de la PHILOSOPHIA, la ASTROLOGIA y la THEOLOGIA, con buen fundamento.

O sea,descripción de la Naturaleza: Cómo todo fue / y cómo llegó a ser en el principio; /

cómo la Naturaleza y los elementos se volvieron creaturales. / También sobre entrambas cualidades el mal y el bien; / de dónde tiene su origen cada cosa y / cómo existen y

obran ahora ambas cualidades / y lo que resultará al fin de este tiempo. / También cómo fueron creados el reino de Dios y el del infierno / y cómo los hombres obran

creaturalmente en todo. / Todo ello con buen fundamento y conocimiento del Espíritu en el caminar de Dios.

Cuidadosamente dispuesto por Jacob Böhme en Görlitz. El año 1612, ETATIS SUE (sic) 37 Annor[um]. El ♂ de Pentecostés. Anno 1612”.

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Filosofía, Astrología y Teología se confunden en el sistema de Böhme en Aurora, a la manera de una visión heterodoxa y de una “simbiosis teórico-especulativa” que termina por constituir el modo de la captación de la esencia del mundo, esto es, la experiencia viva de lo divino. En el caso de la Astrología, Böhme parece –como Paracelso– un filósofo naturalista, por ejemplo, al poner el origen de todo lo sensible en la “vida telúrica” de la naturaleza bajo la acción de las estrellas, los planetas y el regimiento de los demás astros, de los cuales el Sol que se levanta y por el que despunta la Aurora representa la imagen misma de Dios. Se siente, en consecuencia, y de forma recurrente, la influencia de la cábala y la alquimia en su encumbrada especulación. Esta triple fuente dota de mayor colorido la obra, pero también hay que admitir que la hace más inaprensible en su concepción general. Böhme se refiere así a esta triple fuente: “La Philosophia trata de la fuerza divina […]. La Astrología trata de las fuerzas de la naturaleza […]. La Theologia trata del reino de Christi…” (Aurora, Prólogo, p. 20).

El asunto propiamente dicho de Aurora parece ser la resolución del problema de la Teodicea, esto es, del origen del mal a partir de la esencia divina. Esto trasluce ya desde el comienzo mismo de la exposición en el que Böhme establece el principio maniqueo de la unidad del bien y del mal en el mundo (no así en Dios) “como si estas cualidades fueran una sola cosa” (Aurora, I, p. 27). Pero además del problema del mal, Aurora desarrolla tópicos muy dispares entre los que podemos señalar los siguientes a fin de darnos una idea de Böhme y de la estructura de su pensamiento:

–Los dos primeros capítulos se ocupan de la esencia divina y de la esencia natural a partir del principio de lo que Böhme llama cualidad. En este caso, se trata de la relación y copertenencia del mundo de la naturaleza corpórea con lo divino.

–El capítulo tercero trata de “la santa, santa, santa trinidad del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo” insistiendo en su unidad de la que el mundo natural es una imagen reflejo.

–Los capítulos del cuarto al octavo tratan de la creación de los ángeles, de la ascensión del reino angélico, de la corporeidad, recinto y régimen de este reino, así como del modo en que estas criaturas al igual que el hombre son imagen y semejanza de Dios.

–Los capítulos del noveno al undécimo exponen la esencia de los siete “espíritus manantiales” o espíritus-fuente y su unidad sustancial en la naturaleza.

–Los capítulos del doce al diecisiete vuelven sobre la consideración del reino angélico pero en la perspectiva de la caída de Lucifer por la cual se convierte éste en “el más aborrecible demonio”.

–Y los capítulos del dieciocho al veinticinco tratan de la creación a partir de la influencia de los astros y de la naturaleza corpórea como el eterno reino del mundo.

Es difícil discernir los conceptos sobre cuya base se desarrolla la exposición de Böhme. Hegel una vez más advierte en relación con el lenguaje utilizado por este filósofo al señalar que su exposición se vale de objetos de la naturaleza como sustitutos del concepto, o más bien que utiliza la realidad misma para exponer y tratar ideas. Así es como aparecen en él, en lugar de determinaciones propiamente conceptuales, cosas naturales y cualidades sensibles. Se hablará, por ejemplo, del agua, el fuego, el calor, el frío, la cólera, el azufre, el mercurio, la amargura, la hondura, el salitre, la luz, etc., pero siempre se mantendrá la sospecha de que estas categorías no nombran entes de la naturaleza sino esencialidades

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puras. El sol, por ejemplo, es la imagen de la divinidad; la naturaleza entera, por su parte, será el cuerpo entero de Dios. Así las cosas, no cuenta uno con ninguna certeza a la hora de interpretar el decir de Böhme. Pero valga insistir una vez más, este fracaso sólo acontece en la aproximación pensante y reflexiva que intentamos aquí, y es sólo la reflexión la que debe experimentar en este sentido un tipo de insuficiencia fundamental. No así el espíritu cuando está inflamado de Dios, logrando elevarse a la visión beatífica de la Aurora.

Böhme involucra en su sistema la acción de lo que él llama la cualidad. Ésta es “el manar, el tirar que hay en cada cosa” y del que cada cosa obtiene su ser. Estas cualidades que son siempre de dos especies, una buena y una mala, son siete en total, aunque uno no sabe a ciencia cierta si en efecto son tales en número y cuáles son. Mencionemos provisionalmente la cualidad del calor, el frío, la cualidad amarga, la cualidad dulce, la cualidad agria y la salitrosa. También involucra en el tratamiento de estas cualidades los cuatro elementos (agua, aire, fuego, tierra) los cuales parecen diferentes de las cualidades aunque a veces se confunden con ellas (Cf., Capítulo I). Estas cualidades, a su vez, nacen de las estrellas, de suerte que las estrellas rigen el modo en que aquellas cualifican en la naturaleza, correspondiéndose con “los siete planetas” (siete en el uso esotérico). Al lado de estas cualidades, hay que poner los siete espíritus manantiales o espíritus-fuente, los cuales a su vez se confunden con las cualidades, otras veces con los elementos, otras con los siete planetas e incluso llegan a aparecer separados (Cf., sobre los primeros cinco espíritus-fuente, Aurora, p. 93, línea 33). El sexto espíritu manantial es el tono o el mercurio (Cf., Capítulo X), y el séptimo la naturaleza. Estos espíritus-fuente están referidos a la santa trinidad de Dios como las fuerzas del Padre (Cf., Capítulo XI). Todos ellos juntos son Dios Padre y se alumbran entre sí. De ellos nace la Luz. Pero cuando a su vez estos espíritus-fuente salen de la Luz, surgen en el Espíritu Santo. Cuando surgen a la manera del relámpago o el rayo, las fuerzas del Padre se dan en el Hijo que es el corazón de la divinidad; entonces despunta o destella la Aurora.

Esta atribución de las fuerzas divinas o espíritus manantiales a la figura del Hijo, hace que Böhme tenga en mucho aprecio la imagen crística como principio de este conocimiento. No queda sino pedir al Padre que nos otorgue en el resplandor del Hijo esta claridad auroral que (nos) eleva al Espíritu y en la que tal vez esté pensada la salvación. Se especula que el último capítulo no escrito de Aurora trataría de la salvación. Si es así, la cristología presente en el pensamiento de Böhme hace que no se trate de una mera teosofía o una filosofía, sino que haya una intención escatológica que atravesaría el todo de su pensamiento. Se comprenden entonces las alusiones al fin de los tiempos, a la resurrección de los muertos, al día del Juicio. Pero hay que temer el debilitarse de la Aurora, implorarla en la medida en que esta escatología precursa el advenir de “la noche del mundo” que –al decir de Heidegger, quien quizás prolonga esa vertiente especulativa alemana iniciada por Böhme– se precipita hacia su mitad:

“¡Oh, inmensa Grandeza! No puedo compararte con nada, sino tal vez con la resurrección de los muertos: allí, otra vez el Amor de fuego se alzará en nosotros e

inflamará otra vez nuestros astringentes, amargos y fríos, oscuros y muertos poderes, y nos ofrecerá de nuevo su abrazo cortés y amistoso.

¡Oh, Amor gracioso y amable, bendito Amor y clara y radiante Luz: quédate con nosotros, te lo ruego, porque se acerca el Ocaso” (Confesiones, I, p. 29).

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BIBLIOGRAFÍA

BÖHME, Jacob. Aurora. Traducción de Agustín Andreu Rodrigo. Madrid: Alfaguara, 1978.

___________ Confesiones. Traducción de Alicia Ortega de Duprat. Buenos Aires: Editorial Kier, 1971.

HEGEL, G.W.F. Lecciones sobre la Historia de la Filosofía, Tomo III. Traducción de Wenceslao Roces. México: F.C.E., 1997, pp. 229-251.

___________ Fenomenología del Espíritu. Traducción de Wenceslao Roces. México: F.C.E., 1993.

KOYRE, Alexandre. Místicos, Espirituales y Alquimistas del Siglo XVI Alemán. Traducción de Fernando Alonso. Madrid: Akal, 1981.

SAURA, Emilio. En la confluencia de Filosofía y Esoterismo: Jean d'Encausse y la doctrina del "despertar". En: DAIMON Revista de Filosofía, Nro. 7. Universidad de Murcia, 1993.