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JÜRGEN MOLTMANN DIOS EN LA CREACIÓN VERDAD E IMAGEN

Moltmann, Jurgen - Dios en La Creacion

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JÜRGEN MOLTMANN

DIOS EN LA CREACIÓN

VERDAD E

IMAGEN

VERDAD E IMAGEN 102

Otras obras de Jürgen Moltmann publicadas por Ediciones Sigúeme:

- Discusión sobre teología de la esperanza (NA, 40) - El Dios crucificado (Vel, 41), 2.a ed. - El experimento esperanza (Vel, 44) - El futuro de la creación (Vel, 58) - El futuro de la esperanza (SS, 12) - El hombre (Pedal, 184), 4.a ed. - El lenguaje de la liberación (NA, 60) - Experiencias de Dios (Pedal, 147) - Ilustración y teoría teológica (Agora, 4) - La dignidad humana (Pedal, 146) - Teología de la esperanza (Vel, 48), 4.a ed. - Teología política-Etica política (Vel, 99) - Trinidad y reino de Dios (Vel, 80), 2.a ed. - Un nuevo estilo de vida (NA, 77) - Utopía y esperanza (Agora, 37)

JURGEN MOLTMANN

DIOS EN LA CREACIÓN

Doctrina ecológica de la creación

EDICIONES SIGÚEME - SALAMANCA, 1987

Título original: Gott ¡n der Schopfung Tradujo: Víctor A. Martínez de Lapera © Chr. Kaiser Verlag, München 1985 © Ediciones Sigúeme, S.A., 1987

Apartado 332 - 37080 Salamanca (España) ISBN: 84-301-1034-8 Depósito legal: S. 633-1987 Printed in Spain Imprime: Gráficas Ortega, S.A. Polígono El Montalvo-Salamanca, 1987

CONTENIDO

Prólogo 9

1. Dios en la creación 15 2. En la crisis ecológica 33 3. El conocimiento de la creación 67 4. Dios el Creador 87 5. El tiempo déla creación 119 6. El espacio de la creación 155 7. Cielo y tierra 173 8. La evolución de la creación 199 9. Imagen de Dios en la creación: los hombres 229

10. «La corporeidad es el final de todas las obras de Dios». 255 11. El sábado: la fiesta de la creación 287

Apéndice: Símbolos del mundo 309

índice de autores 333

PROLOGO

La doctrina de la creación no ha constituido un tema específico de la teología evangélica alemana desde las discusiones que la «Iglesia confe­sante» y los «Cristianos alemanes» protagonizaron en los años de la dictadura alemana. Impresionaba demasiado la alternativa de entonces: o «teología natural», que cree poder conocer el orden divino partiendo de los datos naturales de pueblo, raza y voluntad de Dios en la historia de la toma del poder por Hitler, o «teología de la revelación», que considera a Jesucristo como «la palabra única de Dios», como afirmaba en su primera tesis la Declaración teológica de Barmen, de 1934. Los problemas que Karl Barth, Emil Brunner, Friedrich Gogarten y Paul Althaus trataron entonces en el contexto de la teología europea siguen teniendo plena vigencia y no han sido superados.

Sin embargo, preguntas nuevas, y desconocidas entonces, han pasa­do a un primer plano: ¿Qué tienen que ver la fe en Dios creador y la fe en este mundo como creación suya con la progresiva depredación industrial y con el irreparable destrozo de la naturaleza? La llamada «crisis del medio ambiente» no es sólo una crisis del entorno natural del hombre. Es una crisis del hombre mismo. Es una crisis global, irreversible, de la vida en este planeta; una crisis a la que cuadra perfectamente el calificativo de apocalíptica. No es una crisis pasajera, sino, según todos los indicios, el comienzo de la lucha por la supervivencia de la creación en esta tierra.

El problema de la doctrina de la creación fue entonces el conoci­miento de Dios. El problema de la teología hoy es el conocimiento de la creación. El adversario teológico era entonces la ideología religioso-política de «sangre y suelo», «raza y pueblo». El adversario teológico es hoy el nihilismo practicado en el trato con la naturaleza. Ambas perversiones son hijas de la antinatural voluntad de poder y de la inhumana lucha por alcanzar la supremacía en la tierra. En el carácter inhumano de este complejo de poder y en su antinaturalidad se manifies­ta la impiedad del mundo moderno y su horripilante abandono de Dios.

10 Prólogo

Como el conocimiento del Dios uno y trino revelado en Cristo llevó entonces a la Iglesia a la certeza de la fe, el conocimiento del Dios presente en la creación por la fuerza de su Espíritu santo puede conducir hoy a los hombres a la reconciliación y a la paz con la naturaleza. A la saludable «concentración cristológica» de la teología evangélica de entonces debe replicar hoy la ampliación del horizonte de la teología hasta abarcar toda la creación de Dios.

Cuando escribo el título «Dios en la creación» pienso en Dios Espíritu santo. Dios es «el enamorado de la vida», y su Espíritu está en todas las criaturas. Para entender esto he abandonado las viejas distin­ciones de la teología basadas en los tres artículos del credo de los apóstoles, y he ensamblado en clave trinitaria estos tres artículos de forma que me permitan desarrollar una doctrina pneumatológica de la creación. Esta doctrina, que arranca de la inhabitación del Espíritu divino en la creación, debe aportar puntos de partida para el diálogo con jilosofias de la naturaleza integrales, no mecanicistas, tanto antiguas como modernas.

El subtitulo de esta obra llama a esta doctrina de la creación doctrina ecológica de la creación. Con ello queremos apuntar ante todo a la «crisis ecológica» de nuestro tiempo, y a la mentalidad ecológica que debemos aprender con toda urgencia. Pero, en un sentido más profundo, pretendo aludir al simbolismo de habitar y casa, utilizado en este libro. Por su ascendencia griega, ecología significa tratado de la casa (oixos). ¿Qué relación existe entre la doctrina cristiana de la creación y el «tratado de la casa»? Si nos fijamos sólo en un creador y en su obra, no existe lazo alguno. Pero si entendemos en clave trinitaria al Creador, su creación y la meta de ésta, entonces el Creador habita, mediante su Espíritu, en la creación entera y en cada una de sus criaturas; y la mantiene viva y unida gracias a su Espíritu. El misterio íntimo de la creación es esa inhabitación de Dios, como el misterio íntimo del sábado de la creación es el descanso de Dios. Si nos preguntamos por la meta y futuro de la creación, topamos, en último término, con la transfiguradora inhabitación del Dios trino en su creación, que se convierte asi en un nuevo cielo y en una nueva tierra (Ap 21), y nos encontramos con el sábado eterno de Dios, en el que toda la creación alcanza la bienaventuranza. El misterio divino de la creación es la schekiná (inhabitación de Dios). Y la meta de la schekiná es convertir toda la creación en casa de Dios.

Si ésta es la vertiente teológica de la doctrina ecológica de la creación, entonces la vertiente antropológica tiene que estar en corres­pondencia con ella. La habitabilidad en lo existente puede conseguirse sólo mediante aquella distendida relación entre naturaleza y hombre que queda designada con la reconciliación, con la paz, y con una simbiosis capaz de sobrevivir. A la morada del hombre en el sistema natural de la

Prólogo 11

tierra corresponde por su parte la inhabitación del Espíritu en el alma y en el cuerpo del hombre, inhabitación que elimina la autoalienación del hombre.

Al igual que en otros libros anteriores, sigo un método ecuménico: me he esforzado en utilizar fuentes evangélicas y católicas, y he entablado un diálogo con teólogos de ambas confesiones a fin de que se pueda conocer la comunión tanto en las aporías como en los enfoques cargados de esperanza. Además, he tratado de entablar el diálogo de la Iglesia de oriente con la Iglesia de occidente. Y he llegado a descubrir que la teología ortodoxa ha conservado una sabiduría de la creación que se ha reprimido y perdido en occidente a causa de los modernos derroteros seguidos por la ciencia, la técnica y la industria.

Para cambiar de postura frente a la naturaleza, exigencia absoluta­mente vital en nuestros días, uno encuentra a menudo el filón más rico en las más antiguas tradiciones de la teología cristiana.

También me he ocupado en buena medida de las fuentes judías y cristianas. El cristianismo tomó la doctrina de la creación de la Escritu­ra de Israel. Por consiguiente, será oportuno tener siempre presente la interpretación judía de estas tradiciones comunes. La teología y la praxis judías del sábado encierran la mejor sabiduría de la creación. Como las Iglesias jormadas por cristianos venidos de la gentilidad suprimieron la observancia del sábado judío, nos falta ese paso y lo saltamos la mayor parte de las veces.

El judaismo junto al cristianismo desarrolló en sus tradiciones cabalísticas la concepción del Zimzum de Dios (autocontracción de Dios) y de la schekiná de Dios. Ambas concepciones han influido subliminalmente en el pensamiento cristiano de todos los tiempos. Pero es importante que tomemos conciencia de ellas y que se conviertan en tema de un diálogo abierto. Nos ayudarán a comprender la naturaleza como creación y serán útilísimas para el diálogo judío-cristiano.

El método ecuménico no abarca sólo las diversas teologías de un momento determinado, sino también los diversos momentos o épocas de la teología. Por esa razón, he recogido problemas de la doctrina cristiana de la creación que son bastante antiguos, y me he esforzado por entablar un diálogo con Agustín y Tomás, con Calvino y Newton, y con otros antepasados que se dedicaron a la teología o a la ciencia. De ahí los excursos dedicados a la historia de la teología. Se pretende con ellos no sólo suministrar unos materiales, sino hilvanar un diálogo teológico entre las diversas épocas.

Finalmente, el método ecuménico está abierto a la ecumene secular, que significa literalmente «el globo terráqueo habitado», y significa en este caso las ciencias, tecnologías y economías que determinan hoy la relación entre el hombre, la máquina y la naturaleza. Precisamente la doctrina de la creación pondrá de relieve los puntos de apoyo para el

12 Prólogo

diálogo teológico con los conocimientos, hipótesis y teorías de las ciencias naturales. He tratado de situarme en el surco en que se encuentran las ciencias naturales siempre que se cultivan en la concien­cia de la crisis ecológica.

Con este libro prosigue la serie de mis aportaciones sistemáticas a la teología, comenzada en 1980 con la obra Trinitát und Reich Gottes (Trinidad y reino de Dios). En un principio, me había propuesto limitarme a mi aportación a la doctrina de la creación, pero comprobé posteriormente que había desbordado los límites fijados, y que mi obra se parecía a un tratado más de lo que me propuse originariamente. En la intención de presentar en un volumen toda la realidad desde la creación hasta el sábado, con el fin de que esta conexión aparezca con la mayor claridad posible, he omitido la distinción entre doctrina de la creación y antropología, distinción que suele ser habitual. Si me he visto obligado a abreviar la antropología. He dejado fuera, de forma consciente, los capítulos sobre Individuo y sociedad, Sociedades y humanidad, Hu­manidad y naturaleza. Volveré en otro momento sobre estos problemas. En otros puntos no he podido llevar la discusión hasta donde me había propuesto. Se ve esto de manera especial en el capítulo sobre El espacio de la creación. Tengo el propósito de seguir trabajando este tema en otro lugar, poniendo la mirada en nuevas concepciones científicas del continuum espacio-tiempo.

Creo llegado el momento de comunicar el plan general de estas Aportaciones sistemáticas a la teología. No excluyo la posibilidad de algún cambio, pero el lector debe saber en qué encuadre ha sido escrito un libro y qué límites se le trazaron.

Vol. I: Trinitát und Reich Gottes 1980 (Trinidad y Reino de Dios).

Vol. II: Gott in der Schópfung 1985 (Dios en la creación). Vol. III: Christologie (Cristología). Vol. IV: Eschatologíe (Escatología). Vol. V: Grundlagen und Methoden christlicher Theologie (Funda­

mentos y métodos de una teología cristiana).

Como ya se ha indicado en alguna ocasión, el título global de la obra no será el de Teología sistemática, Dogmática eclesiástica o Doctrina de la fe, sino Teología mesiánica. Expondremos detalladamente lo atinado y el alcance de este título en el volumen dedicado a la cristolo­gía. Y lo defenderemos de las críticas y de las interpretaciones erróneas.

He expuesto las ideas fundamentales de esta doctrina de la creación en las lecciones que dicté en el semestre de verano de 1973, en el semestre de invierno de 1980/81, en el semestre de invierno de 1984/85 en la Universidad de Tubinga, y en el semestre de otoño de 1983 en la

Prólogo 13

Candler School of Theology, Emory University, Atlanta. Un primer esbozo apareció en la miscelánea dedicada a Thomas F . Torrance; Creation, Christ and Culture, ed. R. W. A. McKinney, Edinburgh 1976, 119-134, bajo el título Creation and Redemption. En la miscelá­nea dedicada a Hans-Joachim Kraus: Wenn nicht jetzt, wann dann?, ed. H.-G. Geyer, Neukirchen 1983, 259-269 se publicó una sección de este libro, con el título Schópfung aus nichts. El tema Alienación y liberación de la naturaleza fue publicado en inglés en la miscelánea On Nature, del Boston University Institute for Philosophy and Religión, ed. L. Rouner, University of Notre Dame Press, Notre Dame 1984.

Agradezco a la Universidad de Edimburgo, que me invitó hace tres años a pronunciar las Gifford Lectures 1984/85. Esto supuso para mí no sólo un gran honor, sino un desafío serio que me obligó a trabajar más profundamente en una doctrina cristiana de la creación desde los problemas de nuestro tiempo.

Sumamente útil me resultó el diálogo con mis ayudantes Michael Welker, Konrad Stock y Adelbert Schloz. Debo agradecer de manera especial a Helmut Kirschstein y a André Schmalz el esfuerzo que hicieron en las correcciones.

Jürgen Moltmann

1 Dios en la creación

Ideas directrices para una doctrina ecológica de la creación

Con esta doctrina de la creación doy un paso más en el camino que emprendí con el libro Trinidad y reino de Dios. Allí expuse una doctrina social de la Trinidad. Aquí presentaré la correspondiente doctrina ecológica de la creación.

No resulta difícil captar la conexión. Mientras se concebía a Dios como el sujeto absoluto, era inevitable

entender el mundo como el objeto de su actuación creadora, conserva­dora y redentora. Cuanto más se insistía en la trascendencia de Dios, tanto más se destacaba la inmanencia de su mundo. El monoteísmo del sujeto absoluto desmundanizó más y más a Dios, y el mundo se secularizó con intensidad creciente. Por consiguiente, el hombre, como fiel imagen de Dios en la tierra, debería entenderse como sujeto de conocimiento y voluntad, y debería contraponerse a su mundo como su objeto. En efecto, sólo tenía un camino para asemejarse a su Dios, Señor del mundo: el de dominar la tierra. Como Dios es el creador, señor y propietario del mundo, así, y de forma análoga, el hombre debía esforzarse para llegar a ser señor y propietario de la tierra. Esto constituyó la idea de las teologías centralistas y el funda­mento de las teorías jerárquicas de la soberanía.

Frente a esa concepción, comenzamos por entender a Dios —en la conciencia de su Espíritu por amor de Cristo— como el Dios uno y trino que representa en sí mismo la sin par y perfecta comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu santo. Si abandonamos la concepción monoteísta de Dios como el sujeto único, absoluto y lo entendemos de forma trinitaria como la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu, entonces no podremos considerar su relación con el mundo creado por él como una unilateral relación de dominio. Deberemos concebirla como una relación de comunión pluriestrática y policéntrica. Ahí tenemos la idea fundamental de la teología no jerárquica, descentrali-

16 Dios en la creación

zada, corporativa. Queremos formular en esta introducción algunas ideas directrices por las que debe orientarse esta doctrina de la creación.

1. El conocimiento de la naturaleza como creación de Dios es un conocimiento participativo

Una doctrina de la creación con enfoque ecológico tiene que tratar de abandonar el pensamiento analítico con sus distinciones de sujeto y objeto. Y debe aprender una forma de pensar nueva, comunicativa e integradora. Tendrá que volver de nuevo al premoderno concepto de la razón como órgano (methexis) perceptor y participativo.

El pensamiento moderno se ha desarrollado en procedimientos objetivantes, analizadores, particularizadores y reduccionistas. Se intenta reducir un objeto o un estado de cosas a sus componentes mínimos, indivisibles, para reconstruirlo después. Esta tendencia está presente en todas las ciencias, obsesionadas por imitar, como «cien­cias exactas», el modelo de la física. Por eso es atinada la frase en la que se afirma que sabemos cada vez más de cada vez menos cosas. Y nos lamentamos del predominio de los especialistas. El interés y los métodos de esta forma de pensar apuntan al dominio de los objetos y de los datos. La antigua regla romana, referida al dominio, «divide et impera» (divide y vencerás) impregna también los métodos modernos que pretenden dominar la naturaleza.

Por el contrario, algunas ciencias modernas, sobre todo la física atómica y la biología, han demostrado que estas formas y métodos de pensamiento no se adecúan con la realidad y que apenas permiten progresar en el conocimiento.

En cambio, se comprende y entiende mucho mejor los objetos y los estados de cosas cuando se los ve en sus relaciones y coordinacio­nes con su medio ambiente y entorno respectivos. Incluimos ahí también al observador humano. Los entendemos mucho mejor cuan­do los contemplamos no aislados, sino integrados, no divididos sino en su totalidad, en su integridad. Una percepción integral será menos precisa que el segmentador conocimiento de dominio, pero tendrá mayor riqueza de relaciones.

Estar vivo significa existir en relaciones con otros. La vida es comunicación en comunión. Por el contrario, la falta de relaciones y el aislamiento significan la muerte para todo ser viviente; y la disolución incluso para las partículas elementales. Por consiguiente, si queremos entender lo real como real y lo viviente como viviente, deberemos conocerlo en su comunión originaria y propia, en sus relaciones y circunstancias.

Doctrina ecológica de la creación 17

Entonces habrá que pensar también en el cambio que implica que todo lo real y todo lo viviente sea sólo una condensación y manifesta­ción de sus relaciones, correspondencias y circunstancias. El pensa­miento integrador, como un todo, avanza en esta dirección social hacia la meta de un resumen polifacético que termina por englobar todas las caras o lados.

Sin duda, esto hace que cambien los intereses que guían el conoci­miento. Ya no se quiere conocer para dominar, no se desea analizar y reducir para reconstruir. Se ansia conocer para participar y para integrarse en las relaciones recíprocas de lo vivo.

El pensamiento integrador que funciona en clave de totalidad favorece la mancomunidad del hombre y la naturaleza, necesaria e imprescindible para la vida. Entendemos aquí por naturaleza tanto el mundo natural que compartimos como la corporalidad propia. Al tejer una red de relaciones recíprocas nace una vida simbiótica. Esta deberá tener diversas determinaciones en planos diferentes. En el plano jurídico y político debemos verla como pacto con la naturaleza, conservando de forma equilibrada los derechos de los hombres y los de la tierra. No podemos seguir considerando la naturaleza como un «bien sin dueño» (res nullius).

En el plano de la medicina hay que determinarla como totalidad psicomatica del hombre que sale al encuentro de sí mismo. No se debe considerar lo físico del hombre como un «cuerpo» que «tiene» el hombre.

En el plano religioso hay que entenderla como comunión de la creación. En modo alguno hay que entender por creación el mundo que el hombre debe «someter».

El pensamiento integrador y totalizante pretende introducir esa totalidad, esa comunión en esta alianza, tomar conciencia de ella y profundizarla, restablecerla tras haberla destruido.

En este sentido, también la doctrina teológica de la creación debe guiarse en nuestro tiempo por la intención de introducir en la comu­nión de la creación, de hacer que se tome conciencia de ella, de restablecerla.

El método de una doctrina ecológica de la creación que reúna estas características no podrá ser unidimensional. Por el contrario, deberá descubrir y utilizar numerosos accesos a la comunión de la creación. Encontramos tales accesos en la tradición y en la experien­cia, en la ciencia y en la sabiduría, en la deducción y en la intuición. Trataremos de recoger con ojos críticos las tradiciones teológicas de la doctrina de la creación. Pero deseamos abrirnos también a otras formas de pensar y a otros métodos nuevos, poscríticos, científicos. También deberemos integrar los accesos de la percepción y de la intuición poéticas. La doctrina de la creación que nazca de esas

18 Dios en la creación

confluencias no se limitará a ser una teoría que forma conceptos siguiendo el modelo filosófico o que ofrece unas definiciones, por importante que sea todo esto. Recogerá y utilizará también símbolos que configuran lo inconsciente y regulan la conciencia de una forma no consciente para ésta. Finalmente, existe una imaginación creativa y preñada de esperanzas en los ámbitos de lo posible y del futuro. Si la dejamos fuera de una doctrina de la creación, no podremos hablar sobre «el futuro de la creación». En teología, la fantasía es insepara­ble de Dios y de su Reino. Si expulsamos de la teología las imágenes de la fantasía, la mataremos. Una teología de orientación escatológi-ca necesita imperiosamente de la imaginación mesiánica del futuro y le pone alas a esta.

2. Creación para la gloria

Tengo la intención de presentar una doctrina de la creación cons­ciente y marcadamente cristiana. Y entiendo aquí lo cristiano en su significación originaria, como lo mesiánico; concretamente, tal como s

fue acuñado por la predicación de Jesús y por su historia. Por consiguiente, una doctrina cristiana de la creación es una visión del mundo a la luz del mesías Jesús y bajo los puntos de vista del tiempo mesiánico que comenzó con él y está marcado por él. Esa doctrina pretende liberar al hombre, pacificar la naturaleza y redimir la comu­nión de hombre y naturaleza de los poderes de lo negativo y de la muerte.

Así pues, la doctrina mesiánica de la creación concibe a ésta junto con el futuro para el que ella fue creada y en el que ella alcanza su consumación. Desde tiempos lejanos se consideró el «futuro de la creación» como el reino de la gloria'. Ese símbolo de la esperanza cósmica pretende mostrar que la «creación acaecida en el principio» es una creación abierta, y que su consumación consiste en convertirse en patria y en vivienda de la gloria de Dios. Los hombres experimen­tan ya aquí, en la historia, la inhabitación de Dios en el Espíritu, aunque de forma parcial y transitoria. Por eso esperan que, en el reino de la gloria, Dios habitará por completo y para siempre en su creación, y que hará que todas sus criaturas participen de la plenitud • de su vida eterna.

Un término compendia y resume las promesas mesiánicas hechas a los pobres y las esperanzas de los alienados: el término patria. Esto

1. Cf. J. Edwards, TheEndfor which Godcreatedthe World, en WorksX, Edinburgh 1974,92-121.

Doctrina ecológica de la creación 19

significa la habitabilidad en la existencia, las relaciones distendidas y pacíficas entre Dios, el hombre y la naturaleza2.

Si el Dios creador mismo habita en su creación, entonces la convierte en su patria «así en el cielo como en la tierra».

Todas las criaturas encuentran entonces en su proximidad la fuente inagotable de sus vidas, encuentran patria y reposo en Dios.

Y, finalmente, entonces hace acto de presencia la verdadera comu­nión de las criaturas entre sí; una comunión que las tradiciones mesiánicas del judaismo y del cristianismo han definido como la «simpatía de todas las cosas». El lazo del amor, de la participación, de la comunicación y de las numerosas relaciones recíprocas configuran la vida de la única creación, unida en el Espíritu cósmico3. Nace una multilateral comunión de la creación.

3. El sábado de la creación

Según las tradiciones bíblicas, la creación apunta a su redención desde un principio, pues la creación del mundo está orientada al sábado, la «fiesta de la creación». «El sábado es un sesentavo del mundo venidero»4. La creación se consuma en el sábado. El sábado es la prefiguración del mundo venidero. Por consiguiente, si expone­mos la creación a la luz de su futuro, de la «gloria de Dios», de la «patrialidad de la existencia» y de la general «simpatía de todas las cosas», entonces desarrollamos una doctrina sabática de la creación. Con ello se indica de hecho la visión y la panorámica de la creación que se percibe en el sábado, y solamente en él. El sábado es el verdadero distintivo de toda doctrina de la creación, de la bíblica, de la judía y de la cristiana. La consumación de la creación mediante la paz sabática diferencia la concepción del mundo como creación de la idea del mundo como naturaleza, porque la naturaleza, siempre fructí­fera, conoce tiempos y ritmos, pero desconoce el sábado. Y precisa­mente el sábado es el que bendice, santifica y revela al mundo como creación de Dios.

Resulta curioso observar que la creación fue presentada casi siempre en la tradición teológica de la Iglesia occidental sólo como la

2. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, Frankfurt 1959, 1408 (ed. cast.: El principio esperanza, Madrid 1975): «Contenido deseable de la religión sigue siendo la habitabilidad en el misterio de la existencia...». Esta idea mesiánico-religiosa domina también la meta de la filosofía de la esperanza de Ernst Bloch. Cf. o. c , 1628: «Cuando él (el hombre) se hace cargo de sí mismo y de lo suyo sin enajenación ni alienación en la democracia real nace en el mundo algo que ilumina a todos en la infancia y en donde nadie ha estado aún: patria».

3. E. Benz, Der Mensch und die Sympathie aller Dinge am Ende der Zeiten (naeh Jakob Boehme und seiner Schule), Éranos Jahrbuch 1955, XXIV, Zürich 1956, 133-197.

4. Berajot 576.

20 Dios en la creación

«obra de los seis días». Con frecuencia no se reparó en el séptimo día, en el sábado. Por eso se presentó a Dios sólo como el Dios creador: Deus non est otiosus. El Dios que reposa, el Dios que hace fiesta, el Dios que se regocija con su creación pasó a un segundo plano. Y, sin embargo, el sábado es la consumación y la corona de la creación. El Dios creador llega a su meta, a sí mismo, a su gloria, precisamente en su reposo sabático. Los hombres que celebran el sábado captan el mundo como creación de Dios, pues permiten que, en el reposo del sábado, el mundo sea creación de Dios5.

Israel celebra el sábado en el tiempo de su historia. El sábado que se repite cada semana no sólo interrumpe el tiempo de trabajo y el tiempo de vida, sino que, además, apunta al año sabático, en el que deben restablecerse las primigenias relaciones interhumanas y entre el hombre y la naturaleza según la justicia de la alianza del Dios de Israel. Y este año sabático apunta en la historia al futuro del tiempo mesiánico. Cada sábado es una anticipación sagrada de la redención del mundo.

Con la proclamación del sábado mesiánico comenzó la vida pública de Jesús de Nazaret (Le 4, 18 ss). Según la visión cristiana, el tiempo mesiánico proclamado por él entró en vigor mediante su entrega a la muerte y su resurrección de entre los muertos. Por eso los cristianos celebran el primer día de la semana como fiesta de la resurrección, pues es el primer día de la nueva creación. Ven la creación a la luz de la resurrección. Conocen la realidad a la luz de su recreación.

La de la resurrección es una luz que llena con la esperanza de su futura redención también a los tiempos pretéritos y a los muertos. La luz de la resurrección de Cristo es la cristiana luz sabática, pero es más que eso. Aparece como luz mesiánica sobre toda la creación que suspira y le confiere, en su corruptibilidad, una esperanza eterna que será recreada como el «mundo sin fin».

4. Preparación mesiánica de la creación para el reino

Esta doctrina de la creación no se sitúa en el contexto de una dogmática bimembre, dual, sino en el entramado de una orientación

5. H. Gese, Zur biblischen Theologie, München 1977, 79: «Lo más importante del sábado no es el descanso laboral del hombre, sino la no agresión del hombre a su entorno, por el bien de la restitutio in integrum de la creación... Se trata principalmente de la inviolabilidad de la creación, que el hombre debe respetar al menos simbólicamente cada siete días». Encontramos un paralelo sorprendente de la doctrina judía del sábado en la sabiduría del taoísmo. Lao-Tse, Tao Te-King, ed. Reclam 6789, Stuttgart 1979, cap. 16: «Quietud significa reencontrar las raíces». Cap. 45: «La quietud pura devuelve al mundo la medida justa».

Doctrina ecológica de la creación 21

policéntrica, dialéctica, procesal. La tradición teológica prefirió hasta el presente la estructura bimembre, dual. Hablaba de «creación y redención», de «creación y alianza», de «natural y sobrenatural», de «necesidad y libertad». En el contexto de ese dualismo se acuñó el famoso principio de la teología medieval, vigente en la teología católica: Gratia non destruit, sed praesupponit et perjicit naturam.

Este principio presupone que la gracia de Dios es visible en la encarnación del logos eterno en Cristo. Y concluye de ahí que esa encarnación supone y consuma la creación. De ese principio se sigue, además, que la cristología presupone la antropología, y, como dijo de forma llamativa Karl Rahner, la antropología es una «cristología deficiente» y la cristología una «antropología realizada»6. La condi­ción cristiana presupone la condición humana y la lleva a la perfec­ción.

Considero que el segundo miembro de este principio no es correc­to porque no distingue entre gracia y gloria, entre historia y nueva creación, entre condición cristiana y condición consumada. Precisa­mente porque no se marca con suficiente claridad esta segunda distinción, aquel principio medieval ha llevado en repetidas ocasiones al triunfalismo: en la gracia tiene que estar presente ya la gloria que consuma la naturaleza; en la alianza tiene que encerrarse ya el Reino que es el fundamento intrínseco de la creación; y en la condición cristiana tiene que darse ya la consumación de la condición humana.

Yo presento una nueva formulación de ese principio teológico en lo que atañe a su segundo miembro. Le doy el sentido de una dialéctica trimembre y digo: Gratia non perjicit, sedpraeparat naturam ad gloriam aeternam. Gratia no est perfectio naturae, sed praeparatio messianica mundi ad regnum Dei.

Este principio parte de que la gracia de Dios es visible en la resurrección de Cristo; y concluye que su resurrección es el comienzo de la nueva creación del mundo. Se sigue de ahí la imperiosa necesi­dad de hablar de naturaleza y de gracia, y de la relación entre ambas, con la mirada puesta en la gloria, que consuma la naturaleza y la gracia y que, por consiguiente, configura ya aquí la relación entre naturaleza y gracia. Se sigue además que no se puede considerar como «fundamento intrínseco» de la creación la alianza histórica de Dios, sino el venidero Reino de la gloria, prometido y garantizado mediante la alianza histórica. Y se sigue, finalmente, que la condición cristiana como tal no representa la consumación, sino tan sólo un camino mesiánico para una posible y futura consumación de la condición

6. K.. Rahner, Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, en Escritos de teología 1, Madrid 1967, 327 ss; Naturaleza y gracia, en Ibicl. IV, 215 ss. Cf. Kl. P. Fischer, Der Mensch ais Geheimnis. Die Anthropologie Karl Rahners, Freiburg 1974. 293 ss.

22 Dios en la creación

humana. En este camino, y junto a la condición cristiana, se encuen­tra la existencia judía como camino y testimonio de la misma esperan­za en una humanidad finalmente liberada, glorificada y unida en justicia. La existencia cristiana no desplaza a la existencia judía, sino que depende de ella, y comparte con ella la comunión del camino.

El judaismo medieval consideró y celebró con frecuencia al cristia­nismo que evangelizaba las naciones como la praeparatio messianica del mundo pagano, preparación querida por Dios. Recogemos esta valoración judía de la existencia cristiana y la llevamos más allá del mundo de los gentiles. E incluimos en ella también la naturaleza. La cristiandad está ahí también para la praeparatio messianica naturae.

Cuando pensamos en este movimiento mesiánico, los grandes binarios teológicos se liberan de su pura contraposición y se relativi-zan. Los entendemos de forma complementaria en el movimiento mesiánico. No se definirán ya mediante la recíproca negación respec­tiva, sino que se determinan en sus múltiples conexiones respecto a un tercero común. La estructura de los conceptos anquilosada en la contraposición se pone en movimiento cuando se entienden sus dos caras como aspectos complementarios de un proceso común. De esta manera es posible conocer con mayor precisión, y determinar mejor, la mediación de libertad y necesidad, gracia y naturaleza, alianza y creación, condición cristiana y condición humana.

5. Creación en el Espíritu

Según la concepción cristiana, la creación es un acontecimiento trinitario: el Padre crea por el Hijo en el Espíritu santo. En consecuen­cia, la creación ha sido realizada «por Dios», conformada «por medio de Dios», y existe «en Dios». Leemos en san Basilio: «En la creación de estos seres, contempla al Padre como fundamento que dispone, al Hijo como el creador, y al Espíritu como consumador; de forma que los espíritus servidores tienen su comienzo en la voluntad del Padre, empiezan a ser por la actividad del Hijo, y alcanzan la consumación mediante la asistencia del Espíritu»7. La tradición teológica acentuó durante largo tiempo, de forma exclusiva, el primer aspecto para contraponer de forma monoteísta a Dios Padre como creador y señor a su creación. Luego se hicieron repetidos intentos para desarrollar una doctrina de la creación específicamente cristológica acentuando la creación mediante la Palabra, Nosotros vamos a exponer la concep­ción trinitaria de la creación desarrollando el tercer aspecto, el de la creación en el Espíritu.

7. Basilio, De Spiritu ¡anclo, 31 d (Migne PG 32, 136 B).

Doctrina ecológica de la creación 23

Según las tradiciones bíblicas, toda actuación divina es pneumáti­ca en su efecto. El Espíritu se encarga siempre de llevar a término la actuación del Padre y del Hijo. Por consiguiente, el Dios uno y trino inspira su creación sin interrupción alguna. Todo cuanto es, existe y vive del permanente aflujo de las energías y posibilidades del Espíritu cósmico. Tenemos, pues, que entender toda realidad creada en clave energética. Y debemos considerarla como posibilidad realizada del Espíritu divino. El Creador mismo está presente en su creación mediante las energías y posibilidades del Espíritu. No se limita a adoptar una posición trascendente frente a ella, sino que entra en ella y es, al mismo tiempo, inmanente a ella.

El salmo 104, 29-30 aporta el fundamento bíblico para esta concep­ción de la creación en el Espíritu:

Escondes tu rostro y se anonadan, les retiras su soplo, y expiran y a su polvo retornan. Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra.

Las criaturas son «creadas» (bara) con el aflujo permanente del Espíritu (ruah) divino, existen en el Espíritu y son «renovadas» (hadash) mediante el Espíritu. Esto presupone que Dios crea siempre a través, y en la fuerza, de su Espíritu; y que, por consiguiente, la presencia de su Espíritu condiciona la posibilidad y las realidades de su creación. Presupone también que el Espíritu es derramado sobre todo cuanto es; y que el Espíritu lo conserva, lo vivifica y lo renueva. Además, dado que en la concepción hebrea el Espíritu (ruah) es femenino, hay que captar esa vida divina de la creación con metáforas femeninas, no sólo con una terminología masculina.

Esto mismo exige la concepción hebrea de la sabiduría de la creación, hija de Dios:

Yahvé me creó, primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui modelada, desde el principio, antes que la tierra. Cuando no existían los abismos fui engendrada, cuando no había fuentes cargadas de agua. Antes que los montes fuesen asentados, antes que las colinas, fui engendrada. No había hecho aún la tierra ni los campos ni el polvo primordial del orbe. Cuando asentó los cielos, allí estaba yo, cuando trazó un círculo sobre la faz del abismo, cuando arriba condensó las nubes, cuando afianzó las fuentes del abismo, cuando al mar dio su precepto

24 Dios en la creación

para que las aguas no rebasaran su orilla, yo estaba allí, como arquitecto, y era yo todos los días su delicia, jugando en su presencia en todo tiempo. jugando por el orbe de su tierra; y mis delicias están con los hijos de los hombres (Prov 8, 22-31).

Y sin embargo, hasta nuestros días no se ha desarrollado teológi­camente esta sabiduría de la creación ni el concepto teológico de la creación en el Espíritu. Calvino ha sido uno de los pocos que ha recogido y sostenido esa concepción: «Spiritus Sanctus enim est, qui ubique diffusus omnia sustinet, vegetat et vivificat»8.

El Espíritu santo, «que vivifica» (Niceno), es para Calvino la «fuente de la vida» (fons vitae). Si el Espíritu santo es «derramado» sobre toda criatura, entonces la «fuente de la vida» está presente en todo lo que es y vive. Todo cuanto existe y vive, manifiesta la presencia de esta divina «fuente de la vida».

Si el Espíritu santo es «derramado» en toda la creación, ese Espíritu crea la comunión de todas las criaturas con Dios y entre ellas, y la convierte en aquella comunión de la creación en la que todas las criaturas se comunican con Dios y entre sí cada una a su manera. La existencia, la vida y el tejido de las relaciones recíprocas subsisten en el Espíritu: «En él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28). Y esto significa que no existen unos «materiales» ni fundamento alguno del mundo, aquellos que llamamos «partículas elementales», a los que quepa atribuir sus conexiones. Según la teoría mecanicista, las leyes de la naturaleza determinan primero las cosas, y posteriormente las relaciones recíprocas. Pero, en realidad, las relaciones son tan primigenias como las cosas. Cosa y relación son tan recíprocamente complementarias como la partícula y la onda en el campo atómico. Porque nada existe, vive y se mueve en el mundo de por sí. Todo

8. J. Calvino, Institutio I, 13, 14: «Ule enim est qui ubique diffusus omnia sustinet, vegetat et vivificat in coelo et in térra. lam hoc ipso creaturarum numero eximitur, quod nullis circumscribitur finibus. Sed suum in omnia vigorem transfundendo, essentiam, vitam et motionem illis inspirare, id vero plañe divinum est». Cf. W Krusche, Das Wirken des Heiligen Geistes nach Calvin, Gottingen 1957, esp. cap. II: Der Heilige Geist und der Kosmos, 15 ss. Para M. Lutero, cf. R. Prenter, Spiritus Creator, Gottingen 1954. También en K. Barth hay algunos brotes que apuntan en esta dirección. Cf. Kirchliehe Dogmaiik 1/1, 472 s: «El Espiritu de Dios, el Espíritu santo, es mencionado de manera general en el antiguo testamento y en el nuevo como Dios mismo de una manera realmente incompren­sible, sin dejar por ello de ser Dios, puede estar presente en la criatura, y, en virtud de esta su presencia, puede realizar la relación de la criatura con él y, en virtud de esta relación con él mismo puede dar vida a la criatura. Efectivamente, la criatura necesita del Creador para vivir. Necesita, pues, la relación con él. Pero la criatura no puede establecer esa relación. Dios la crea mediante su propia presencia en la criatura, como la relación suya consigo mismo. Dios en su libertad para estar presente en la criatura, para crear, por consiguiente, esa relación y ser así la vida de la criatura, eso es el Espíritu de Dios».

Doctrina ecológica de la creación 25

existe, vive y se mueve en otros, con otros, para otros, en las conexio­nes cósmicas del Espíritu divino. Por consiguiente, sólo podemos llamar «fundamental» a la comunión de la creación en el Espíritu mismo. Porque sólo el Espíritu de Dios existe ex se y debe ser considerado, en consecuencia, como fundamento en el que se sustenta todo lo que no existe ex se, sino ab alio et in aliis. De la comunión del Espíritu divino y en ella nacen los modelos y simetrías, los movimien­tos y los ritmos, los campos y los conglomerados materiales de la energía cósmica. El «ser» de la creación en el Espíritu es, pues, la cooperación, y las conexiones manifiestan la presencia del Espíritu en la medida en que permiten conocer la «armonía global»9. «En el principio era la relación» (M. Buber).

Con su idea de la inmanencia de Dios-Espíritu en la creación, Calvino llegó hasta las inmediaciones de la idea estoica del cosmos divino, de la inhabitación del alma del mundo en el cuerpo del mundo. Pero la doctrina cristiana de la Trinidad fue la línea de demarcación que trazó el límite entre su doctrina del Espíritu cósmico y el panteísmo estoico: el Espíritu de Dios actúa introduciéndose en el mundo, produce la cohesión del mundo sin confundirse con éste. El espíritu cósmico continúa siendo espíritu de Dios, y se convierte en nuestro espíritu en la medida en que actúa en nosotros como fuerza que da vida.

Esta diferenciación permite, mediante el conocimiento de la divina inmanencia en el mundo, concebir también la autotranscendencia del mundo en conexión con su futuro abierto. ¿Cómo hay que entender esta autotranscendencia del mundo? La presencia del Espíritu divino en la creación convierte al universo en un excéntrico doble mundo de cielo y tierra que se transciende a sí mismo. Ese mundo está abierto al futuro del Reino de la gloria, que renovará, unirá y consumará la tierra y el cielo.

ha. presencia del Espíritu divino en la creación tendrá que diferen­ciarse más desde un punto de vista teológico en su inhabitación cósmica, reconciliadora y redentora.

En concreto, y de acuerdo con su automanifestación, habrá que distinguir la actuación del Espíritu presente como sujeto, como fuerza y como posibilidad.

Podremos, pues, distinguir el efecto del Espíritu presente en su actuación creadora, conservadora, renovadora y consumadora.

9. Cf. Fr. Capra, The Tao oj Physics, 1975; en alemán: Der kosmische Reigen. Physik undostliche Mystic-eine zeitgemasses Welthild, München '"1983, 286: «La nueva visión del mundo contempla el universo como tejido dinámico de acontecimientos interdependien-tes. Ninguna propiedad de cualquier parte de este tejido es fundamental. Todas ellas derivan de las propiedades de las otras partes, y la armonía global de las relaciones recíprocas determina la estructura de todo el tejido».

26 Dios en la creación

Creación en el Espíritu es un esbozo teológico que cuadra de forma admirable con la doctrina ecológica de la creación, tan buscada y necesaria en nuestros días. Con este esbozo desvinculamos la doctrina teológica de la creación de la era del subjetivismo y del dominio mecanicista del mundo, y la introducimos en aquel camino en el que se debe buscar el futuro de una comunión ecológica del mundo10. El progresivo destrozo de la naturaleza ocasionado por las naciones industrializadas y el creciente peligro de autodestrucción que la humanidad alimenta con las armas nucleares han levantado una barrera infranqueable a la era de la subjetividad y al dominio mecani­cista del mundo. Plantados en esta frontera, sólo hay una alternativa razonable a la aniquilación universal: la comunión del mundo ecoló­gica, no violenta, pacífica y solidaria.

Este paso epocal no se limita a situar a las tradiciones teológicas del cristianismo ante problemas de acomodación, sino que las coloca, en mayor medida, ante la necesidad de volver a encontrar su verdad propia, originaria, desfigurada o reprimida mediante el sometimiento de la naturaleza y la acumulación de medios militares de aniquilación en aquella época de dominación del mundo que toca a su fin. Por eso renunciamos conscientemente a la delimitación de la doctrina teológi­ca de ¡a creación, preocupada angustiosamente por su propia identi­dad, de las ciencias naturales y de sus teorías. Buscamos la comunión de los conocimientos de las ciencias naturales y de la teología. Sólo la conciencia del peligro de una catástrofe universal, ecológica y nuclear, así como la búsqueda común de un mundo capaz de sobrevivir permiti­rán la aportación específica de las tradiciones cristianas y de la esperanza de la fe en Cristo.

6. Inmanencia de Dios en el mundo

Una doctrina ecológica de la creación implica una nueva idea de Dios. El eje de esa nueva concepción no será la distinción entre Dios y mundo, sino el conocimiento de la presencia de Dios en el mundo y de la presencia del mundo en Dios.

En un entorno marcado por religiones de la naturaleza impregna­das de panteísmo y de matriarcalismo, la fe en Yahvé, tal como es atestiguada en el antiguo testamento, había enseñado con trabajo y

10. Una destacada visión panorámica puede leerse en Fr. Capra, Wendezeil. Bausiei-nefür ein neues Weltbild, Bern 1983. Cf. también el estudio histórico de G. Freudenthal, Atom und Indhiduum im Zeitalter Newtons, Frankfurt 1984, y los estudios, más antiguos, de E. J. Dijksterhuis, Die Mechanisierung des Weltbildes, Berlin 1956; Fl. W. Matson, Rückkehr zum Menschen. Von mechanistischen zum humanen Wehvcrstandnis, Olten-Freiburg 1969.

Doctrina ecológica de la creación 27

constancia la diferencia entre Dios y el mundo: no se puede concebir a Dios como algo mundano ni al mundo como divino. Dios no se manifiesta en las fuerzas y ritmos de la naturaleza. Por el contrario, se revela en la historia humana, configurada por la alianza de Dios y por su promesa. En consecuencia, no estará permitido venerar las fuerzas de la fertilidad como fuerzas divinas. Los cultos de la fertilidad fueron rechazados en Canaán como «idolatría». Y se persiguió como la forma más grave de blasfemia la transformación de Yahvé en un «Baal», en una fuerza divina de la naturaleza. La fe en la creación fue el fundamento para la distinción permanente entre Dios y mundo, pues con esa fe se contraponía Dios al mundo. Dios está en la transcendencia; al mundo como «la obra de sus manos» se le encierra en la inmanencia: se priva a la naturaleza del carácter divino, se considera la política como algo profano, se desfataliza a la historia. Se convierte al mundo en materia pasiva.

También la apologética teológica de los tiempos modernos utilizó esa distinción de Dios y mundo para adecuar las tradiciones bíblicas a los procesos de secularización de la edad moderna europa. La desconsi­derada conquista y explotación de la naturaleza, tarea que fascinó a los tiempos modernos europeos, encontró su adecuada legitimación religiosa en aquella vieja distinción de Dios y mundo. Y con ello se falseó la verdad crítica de aquella distinción veterotestamentaria. Sin abandonar esa distinción, una doctrina ecológica de la creación tiene que captar y enseñar hoy la inmanencia de Dios en el mundo. Con ello no se desvía de las tradiciones bíblicas, sino que retorna a su verdad originaría: Dios el creador del cíelo y de la tierra está presente en cada una de sus criaturas y en su comunión con la creación mediante su Espíritu cósmico. «Deus penetrat praesentia sua totum universum» n . Dios no es sólo el creador del mundo, sino también el Espíritu del universo. Mediante las fuerzas y posibilidades del Espíritu, el Creador habita en sus criaturas, las vivifica, las mantiene en la existencia y las conduce al futuro de su Reino. En este sentido, la historia de la creación es la historia de la actuación del Espíritu divino. Por consi­guiente, desde el punto de vista de las tradiciones bíblicas es un planteamiento parcial, unilateral, el de considerar la creación sólo como obra de las «manos de Dios» y verla sólo como su «obra» distinta de él. La creación es también la presencia diferenciada de Dios Espíritu, la presencia del Uno en los muchos.

Para comprender esta inmanencia de Dios en el mundo a la par que su transcendencia al mundo es aconsejable distanciar de la doctrina de la creación el concepto causal, y, con él, la mentalidad causal. Con esa mentalidad sólo se pudo concebir la transcendencia de la divina causa

11. Fr. Oetinger, Inquisilio in sensum cvmmunem et rationem, Tübingen 1753, 150.

28 Dios en la creación

prima, que debe ser al mismo tiempo causa sui por su condición de divina. Pero creación del mundo es algo irreductible a la causación del mundo. Si el Creador está presente en su creación misma mediante el Espíritu, deberemos considerar su relación con la creación como una red de numerosas relaciones unilaterales, recíprocas y polifacéticas. En esta red relacional, «crear», «conservar», «sostener» y «consu­mar» dan nombre a las grandes relaciones unilaterales, pero «inhabi-tar», «compadecer», «participar», «acompañar», «soportar», «delei­tar» y «glorificar» son relaciones recíprocas que configuran una cósmica comunión de vida entre Dios el Espíritu y todas sus criaturas.

La doctrina trinitaria de la creación no arranca, pues, de una contraposición de Dios y del mundo para describirlos como contra­puestos el uno al otro, para presentar a Dios como no mundo y a éste como no Dios. Por el contrario, parte de una tensión inmanente en Dios mismo: Dios crea el mundo y al mismo tiempo entra en él. Lo llama a la existencia y se manifiesta a la vez mediante la existencia de ese mundo. Este vive de la fuerza creadora de Dios y Dios vive en él. Si Dios como creador se contrapone a su creación, se contrapone también a sí mismo. El Dios que transciende al mundo y el Dios inmanente a ese mundo es el mismo y único Dios. Por consiguiente, en la creación del mundo por Dios tenemos que reconocer una autodiferenciación y una autoidentificación de Dios. Dios está en sí y simultáneamente fuera de sí. Está fuera de sí en su creación, y paralelamente en sí en su sábado.

Dos grandes conceptos ayudan a captar esta autodistinción de Dios y esa tensión de Dios en su creación:

1. La rabínica y cabalística doctrina de la schekiná. «Se presenta la schekiná, la bajada de Dios a los hombres y su morada entre ellos, como una división que se produce en Dios mismo. Dios se separa de sí mismo, se da a su pueblo, comparte sus sufrimientos, trashuma con él por la miseria de la extranjería...». Así describe Franz Rosenzweig la schekiná de Dios en el pueblo de su elección l2. Otro tanto, pero en mayor medida, se puede decir de la inhabitación de Dios en la creación de su amor: él se da a sus criaturas, comparte sus sufrimien­tos, trashuma con ellas por la miseria de la extranjería. El Dios que habita en el Espíritu de su creación está presente en cada una de sus criaturas, y permanece ligado a cada una de ellas en la alegría y en el sufrimiento.

12. Fr. Rosenzweig, Der Stern der Erlósung, Heidelberg 1954, Parte III, libro 3, 192. Cf. también A. M. Goldberg, Untersuchungen über die Vorstellung von der Schekhinahin der frühen rabhinischen Literatur, Frankfurt 1973, esp. IV: Schekhinah; das passiv-weibliche Moment in der Gottheit, 135-192.

Doctrina ecológica ele la creación 29

2. La doctrina cristiana de la Trinidad. En el libre desbordamien­to de su amor, el Dios eterno sale de sí y crea una creación, una realidad que está ahí como él, pero que es distinta de él. Dios crea, reconcilia y redime su creación por medio del Hijo. En la fuerza del Espíritu, Dios está presente en su creación, en la reconciliación y redención de la creación. En la sobreabundancia del amor, fuente de cuanto de Dios viene, se encuentra también la disposición de Dios a soportar la oposición de sus criaturas. En ese mismo desbordamiento se enclava también su voluntad de reconciliar y redimir el mundo mediante el aguante paciente de su esperanza.

El Hijo, el eternamente otro en Dios mismo, se convierte en sabiduría, en modelo por el que se crea su creación. El Hijo, en el que el mundo está creado, se hace carne y entra en el mundo para redimirlo. Y padece la autodestrucción de la creación para salvarla mediante su sufrimiento. Cuanto no haya sido asumido de esta manera por Dios en su creación carecerá de la posibilidad de ser salvado.

Dios el Espíritu es también el Espíritu, la armonía global, la estructura, la información, la energía del universo. El Espíritu del universo es el Espíritu que procede del Padre y resplandece en el Hijo. Las evoluciones y las catástrofes del universo son también los movi­mientos y las experiencias del Espíritu de la creación. Por eso «gime», según Pablo, el Espíritu divino en todas las criaturas bajo el poder de la nada. Por eso el Espíritu divino se transciende en todas las criatu­ras. Se manifiesta esto en la autoorganización y en la autotranscen-dencia de todos los seres animados.

7. El principio de la mutua compenetración

El modelo primigenio de este movimiento dialéctico se encuentra en la divinidad misma. La doctrina trinitaria formula estas diferencia­ciones y la unidad en Dios. La doctrina social de la Trinidad formula las inhabitaciones recíprocas y la eterna comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu santo que se manifiesta a través de ellas. Utiliza el término pericóresis para llevar a cabo esa formulaciónli. En Dios se da una comunión eterna de las diversas personas en virtud de su recíproca inhabitación y de su mutua compenetración, como dice el Jesús juánico: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (14, 11); «El Padre y yo somos una misma cosa» (10,30). La pericóresis trinitaria manifiesta aquella suprema intensidad de la vida que llama­mos vida divina, amor eterno. De manera inversa, la infinita intensi-

13.' Cf. I. D. Zizioulas, Wahrheit und Gemeinschaft: KuD 26 (1980) 2-49.

30 Dios en la creación

dad de vida de Dios se manifiesta en la pericóresis eterna de las personas divinas. Deberemos concebir la pericóresis trinitaria no como un esquema inmóvil, sino como la activación suprema, y, simultáneamente, como la calma absoluta de aquel amor que es la fuente de todo lo viviente, el tono de todas las resonancias y el origen de todos los mundos que danzan y se agitan rítmicamente.

En Dios no hay unilateral relación de superioridad y subordina­ción, mandato y obediencia, amo y esclavo, como afirmó Karl Barth en su doctrina teológica de la soberanía, convirtiendo esa pretendida unilateralidad en punto de partida de su presentación de todas las relaciones análogas en la contraposición de Dios y mundo, de cielo y tierra, de alma y cuerpo; y no menos también de hombre y mujer14. En el Dios uno y trino se da el amor mutuo y recíproco.

Sostenemos como principio que todas las relaciones análogas con Dios reflejan la primigenia inhabitación recíproca y la mutua compe­netración de la pericóresis trinitaria: Dios en el mundo y el mundo en Dios; cielo y tierra en el reino de Dios, penetrados de su gloria; alma y cuerpo unidos en el Espíritu vivificador a un todo humano; mujer y hombre en el reino del amor incondicional, liberados para la condi­ción humana verdadera y total. No existe la vida solitaria. En contra de lo que Leibniz opinó, cada mónada tiene muchas ventanas. En realidad, se compone exclusivamente de ventanas. Todo lo que vive, vive en una forma específicamente suya en los otros, con los otros, de los otros y para los otros: «Un parentesco interno y eterno alcanza a todo». El concepto de vida trinitaria de la compenetración recíproca, de la pericóresis, marcará, pues, esta doctrina ecológica de la creación.

8. Espíritu y conciencia humana

Cuando ponemos la mirada en la naturaleza, llamamos espíritu a las formas de organización y maneras de comunicación de sistemas abiertos, desde la materia informada hasta las formas de sistemas vivientes, de simbiosis de vida pluriestráticas, de hombres y poblacio­nes humanas, hasta el ecosistema «tierra», hasta el sistema solar, hasta nuestra vía láctea, hasta el entramado de las galaxias del universo.

14. K. Barth, Kirchliche Dogmalik IV, 1, Zürich 1953, 219: «No sólo es preciso no negar lo escandaloso de que en Dios mismo tiene que haber un arriba y un abajo, un prius y un posterius, un ordenamiento previo y otro posterior, sino que es necesario afirmarlo y entenderlo como esencial del ser de Dios... su unidad divina consiste... en ser Uno como aquel a quien se obedece, y Otro como aquel que obedece». Las páginas que vienen tras esta cita tratan de explicarla.

Doctrina ecológica de la creación 31

Los principios organizativos del espíritu en todos estos niveles son:

1. en el plano sincrónico: autoafirmación e integración, 2. en el plano diacrónico: autoconservación y autotranscenden-

cia15. Además, es perceptible la tendencia del espíritu a sistemas abiertos

más complejos: a) mediante la fusión de los sistemas de vida abiertos para configurar formas de vida simbióticas, b) mediante la evolución de formas de vida cada vez más ricas en la tierra virgen de lo posible, del futuro.

Conciencia es espíritu reflexivo y reflejo. Con esta tesis abandona­mos la identificación agustiniano-cartesiana de espíritu y conciencia. Entendemos el espíritu no de forma idealista, sino realista, como sugieren las tradiciones bíblicas. Si conciencia es espíritu reflejo, un vasto campo del espíritu humano continúa siendo inconsciente para nosotros. Porque el hombre es un sistema de vida abierto, sumamente complejo, de muchos estratos, con numerosas relaciones y dependen­cias. Espíritu es el compendio de su autoorganización y de su auto-transcendencia, de sus simbiosis internas y externas:

— Si espíritu es el principio de organización comprensivo del hombre, tendremos que hablar de un espíritu-alma, de un espíritu-cuerpo y de una unidad de cuerpo y alma en el espíritu. Pero el espíritu del hombre no se identifica con la subjetividad consciente de su razón y de su voluntad, sino que abarca toda su estructura corpóreo-psíquica.

— Mediante el espíritu estamos unidos social y culturalmente con otros hombres. Y esa unión es, a su vez, un sistema abierto organiza­do; es, pues, espíritu que debe ser denominado, desde este punto de vista, espíritu común de la comunidad humana.

— Mediante el espíritu estamos unidos con el entorno natural. Esta unión es un sistema humano-natural y exige ser llamado ecosiste­ma espiritual. Mediante el espíritu, las sociedades humanas como sistemas parciales están unidas con el ecosistema «tierra» (Gaia), porque las sociedades humanas viven en —y de— la rotación de la tierra y del sol, del aire y del agua, del día y de la noche, del verano y del invierno. Los hombres son, pues, componentes y subsistemas del sistema cósmico de la vida, y del Espíritu divino que habita en él.

Por eso importa extender la humana conciencia del espíritu al mayor número posible de formaciones del espíritu, y ampliar la conciencia individual según los principios de organización del espíritu mencionados anteriormente —autoafirmación e integración, auto-

15. Utilizo aqui los conceptos biológicos de E. Jantsch, Die Selbstorganisation des Universums, München 1979.

32 Dios en la creación

conservación y autotranscendencia— hasta llegar a la conciencia social, ecológica, cósmica y divina. Así, la conciencia individual pene­tra en formas de organización del espíritu superiores, más completas y pluriestráticas; y alcanza un intercambio de vida más diferenciado y superior. Por su parte, el espíritu divino, cósmico, social e individual alcanza así una conciencia más amplia y superior de sí mismo en el hombre.

La concepción Dios en la creación, vista en el marco de la creación en el Espíritu, se presta perfectamente para unir de forma complemen­taria «creación» y «evolución» en lugar de considerarlos por más tiempo como conceptos contrapuestos de la realidad: existe una creación de la evolución porque la evolución es inexplicable por sí misma. Existe una evolución de la creación porque la creación del mundo ha sido diseñada con la mirada puesta en el reino de la gloria, y, por consiguiente, se transciende temporalmente a sí misma. Debe entenderse el concepto de evolución como un concepto fundamental del automovimiento del Espíritu divino de la creación.

Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odias, no lo hubieras creado. Y ¿cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido? ¿Cómo se conservaría si no la hubieras llamado? Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida, pues tu espíritu imperecedero está en todas las cosas.

2 En la crisis ecológica

Comenzamos esta doctrina teológica de la creación no con una investigación e interpretación del origen de la fe judeo-cristiana en la creación, sino con una captación y exposición de la situación crítica en que se encuentra hoy esta fe en cualquier lugar donde se mantenga y a cuyas apodas ella misma ha contribuido.

La situación actual está marcada por la crisis ecológica de toda la civilización científico-técnica y por el agotamiento de la naturaleza provocado por el hombre. Esta crisis es mortal no sólo para el hombre. Hace ya tiempo que otros seres animados vienen padecién­dola. Y también es mortífera para el entorno natural. Si no se produce una conversión radical en las orientaciones fundamentales de estas sociedades humanas, si no se implanta otra alternativa práctica en el trato con los demás seres animados y con la naturaleza, esta crisis adquirirá dimensiones de catástrofe planetaria.

La crisis ecológica del mundo moderno ha sido provocada por los modernos Estados industrializados. Estos han surgido en el ámbito de la cultura marcada por el cristianismo. No podemos pasar por alto la influencia cultural que ha ejercido la fe cristiana de la creación. Ella arroja una luz propia sobre esa fe y exige que critiquemos los caminos errados seguidos por ella; y nos invita a entender la fe en la creación de un modo nuevo desde sus verdaderos orígenes.

La crisis del mundo moderno no es sólo hija de las tecnologías utilizadas para depredar la naturaleza, ni tampoco de las ciencias naturales mediante las que los hombres se convirtieron en dueños de la naturaleza. Se fundamenta, más bien, en el afán del hombre por conseguir poder y preponderancia. En la esfera de la civilización cristiana, este afán fue liberado de sus antiguas inhibiciones religiosas y fue reforzado por una fe bíblica en la creación equivocada e instrumentalizada. La expresión «¡someted la tierra!» fue entendida como mandamiento divino por el que se ordenaba al hombre domi­nar la naturaleza, conquistar el mundo. Los hombres tenían que asemejarse a su Dios, el «todopoderoso», mediante el afán ilimitado de poder. Por eso, afirmaron la omnipotencia de Dios para justificar en el plano religioso su propio poder. La fe cristiana en la creación tal

34 En la crisis ecológica

como es sostenida en el cristianismo de la Iglesia occidental, europea y americana, es responsable en gran parte de la actual crisis que padece el mundo.

¿Qué rasgos debe tener la conversión de las concepciones y de los caminos que conducen a una previsible muerte universal a un futuro de la vida que asegure la supervivencia común del hombre y de la naturaleza? En este campo es donde se plantean hoy los interrogantes más graves a la fe cristiana en la creación. Una nueva doctrina teológica de la creación tendrá que recoger esas preguntas y tratará de darles una respuesta.

¿Cómo habrá que entender y reformular la fe cristiana en la creación para que deje de ser un factor de la crisis ecológica y del destrozo de la naturaleza y se convierta en fermento de la paz con la naturaleza, objetivo absolutamente irrenunciable?

Los hombres se han esforzado durante siglos en entender la creación de Dios como naturaleza. Con ello han pretendido explotarla según las leyes descubiertas por las ciencias naturales. Hoy, en cam­bio, se trata de entender como creación de Dios esa naturaleza conoci­ble, dominable y utilizable; y de aprender a respetarla como tal. Es preciso incluir ese limitado ámbito de la realidad al que llamamos «naturaleza» en la totalidad de lo existente, que recibe la denomina­ción de «creación de Dios».

¿Qué consecuencias tiene para las ciencias naturales esa conversión de nuestra manera de pensar? ¿Qué significa para la liberación de la naturaleza de la opresión del hombre? ¿Qué importancia tiene para que el hombre se libere de su antinatural afán de poder y viva la comunión natural con las restantes criaturas de Dios?

Una doctrina teológica de la creación que pretenda estar a la altura de los tiempos tendrá que comenzar por ocuparse de manera crítica de su propia tradición y de la influencia que ésta ha ejercido a lo largo de la historia. Sólo después de haber realizado esa primera tarea podrá entablar un diálogo con las modernas ciencias naturales y con la filosofía actual de la naturaleza.

El hecho de que situemos conscientemente él punto de partida de esta doctrina de la creación en el contexto de la actual situación mundial no significa que pretendamos acomodarla apologéticamente a esta situación para salvarla. Tampoco queremos someter esta doctrina de la creación a las leyes y límites de la situación actual. Es preciso, sin embargo, someterla a la crítica del presente para llegar a su origen propio. El texto de una doctrina cristiana de la creación tiene su propio lenguaje, esboza sus propias visiones y formula sus propias preguntas. Pero este texto es audible sólo en el respectivo contexto del presente, cualquiera que sea el momento. Cuanto mejor se perciban y asuman las experiencias y conocimientos, las preguntas

La crisis de dominio 35

y las aporías de la situación actual tanto más claramente e inequívo­camente podrá hablar la fe en la creación.

Por eso no elegimos el atajo de los «creacionistas», que pretenden hacer frente al presente, a las modernas ciencias naturales y a sus teorías mediante la alternativa de una cosmología biblicista. Aceptar tal alternativa significaría retroceder a la doctrina de la creación de un tiempo pasado, pero no equivaldría a entender hoy la fe en la creación desde su verdadero origen.

Por otro lado, tampoco podemos seguir a aquellos teólogos que recogen una de las teorías cosmológicas discutidas actualmente para convertirla en fundamento de su propia cosmología religiosa y con ello sancionarla. Esto significaría, lisa y llanamente, la disolución de la fe en la creación específicamente judía y cristiana en la superexalta-ción de tipo religioso general de una concepción del mundo debatida en nuestros días.

Seguiremos, frente a todas las posibles opciones mencionadas, el modelo de identidad y relevancia: la identidad de la fe cristiana en la creación ha sido cuestionada en la crisis ecológica actual. Por consi­guiente, tendremos que definirla de nuevo en este contexto.

La importancia de la fe en la creación deberá demostrarse en la concepción y caminos para salir de la crisis ecológica del momento presente.

En este capítulo introductorio trataremos primero de medir el alcance de la «crisis ecológica». La consideraremos como crisis de la dominación del hombre sobre la naturaleza, Y preguntaremos por la aportación de las ciencias naturales, de la técnica y de la teología cristiana a esta crisis. En la segunda parte de este capítulo elaborare­mos de forma crítica la relación entre teología y ciencias naturales teniendo en cuenta una «teología de la naturaleza» que es preciso desarrollar de forma crítica. Finalmente, trataremos de encontrar en una filosofía de la naturaleza ideas capaces de eliminar la alienación de la naturaleza y de permitir un trato saludable del hombre con su mundo natural y con su propia naturaleza corporal. En este primer capítulo pretendemos lograr unos puntos de orientación para una doctrina contemporánea de la creación. Por desgracia, el marco en que nos movemos aquí no permite una nueva presentación completa de todos los problemas suscitados.

1. La crisis de dominio

La crisis ecológica, conocida también por la expresión un tanto descafeinada de «deterioro del medio ambiente», obliga a tomar conciencia de que la teología y las ciencias naturales con otras muchas

36 En la crisis ecológica

ciencias comparten un destino común. La expresión «crisis ecológica» sólo ofrece una configuración difusa e insuficiente de la problemática real. En realidad, se trata de una crisis de todo el sistema de la vida del moderno mundo industrial; de una crisis en la que los hombres se han metido a sí mismos arrastrando consigo a su entorno natural, una crisis en la que se adentran cada día más ].

Las tecnologías humanas que se utilizan para depredar el entorno natural del hombre trastornan con tenacidad, aunque todavía no de forma irreparable, la relación vital de las sociedades humanas con su medio ambiente. Y las ciencias de la naturaleza están implicadas en las tecnologías humanas concebidas para explotar la naturaleza. Las tecnologías no son más que ciencias aplicadas. Tengamos en cuenta, además, que determinados intereses de los hombres han sido el móvil que ha llevado al desarrollo de las ciencias naturales y de las tecnolo­gías. Diversos intereses humanos están ligados a ellas, las preceden y las toman a su servicio. Determinados valores fundamentales y convic­ciones básicas de las sociedades humanas guían esos intereses huma­nos. Los valores y convicciones que dominan en las sociedades humanas y que gobiernan la vida pública derivan a su vez de certezas fundamentales de los hombres sobre el sentido y destino de sus vidas. Por eso, cuando hablamos de la «crisis ecológica» de la civilización moderna pensamos necesariamente en una crisis de la totalidad del sistema con todos sus sitemas parciales, desde la extinción de los bosques hasta la propagación de las neurosis, desde la polución de las aguas hasta el nihilista sentimiento vital de muchos habitantes de las ciudades masificadas2.

No se puede concebir el entorno natural del hombre como aislado del entorno social. Aquellos procesos que agreden al medio ambiente natural tienen su origen en los procesos económicos y sociales. Para detener la destrucción de la naturaleza habrá que cambiar las circuns­tancias económicas y sociales de la sociedad humana. Las sociedades que tienen como norte el desarrollo de la producción, el incremento de la efectividad del trabajo humano y el progreso de las tecnologías

1. Cf. The Global 2.000 Report to the President. Edited by the Council on Environ-mental Quality, Washington 1980; Global Future-Es ist Zeit zuhandeln, Freiburg 1981; A. Peccei, Die Zukunft in unserer Hand. Gedanken und Reflexionen des Prasidenten des Club of Rome. Wien 1981; cf. también el estudio anterior del Club de Roma: The Limts to Growth, New York 1972. Una de las perspectivas más importantes: en lugar de los actuales 4500 millones de habitantes, la tierra tendrá 6350 millones en el año 2000, y 10000 millones en el año 2030.

2. Los pronósticos de la Conferencia HABITAT de 1978, en Vancouver, hablaban de más de 2500 ciudades masificadas, con poblaciones entre 8 y 12 millones de habitantes cada una de ellas en el año 2000. Para la evolución de la ciudad a la megalópolis, cf. L. Munford, The City in History, London 1961; H. Lefévre, La revolución urbana. Madrid 1983.

La crisis de dominio 37

utilizadas hasta el presente no pueden limitar ni superar el progresivo deterioro del medio ambiente que ocasionan3.

Las normas por las que se organizan las sociedades dimanan de sus tradiciones culturales. Y éstas son hijas de una influencia recípro­ca del sentido dado a la vida y de la configuración social y económica de la vida. Los sistemas de valores y de sentido han enraizado profundamente en el subconsciente de los hombres en el curso de una historia prolongada. Los cambios de esos sistemas resultan traumáti­cos y requieren bastante tiempo.

Las sociedades incapaces de introducir cambios fundamentales en su sistema de valores y de sentido a fin de acomodarse a la nueva situación, no pueden cambiarse a sí mismas y, por consiguiente, no son capaces de poner fin al destrozo que causan. La destrucción del entorno natural repercute nocivamente sobre las sociedades y provo­ca en ellas pérdidas de valores y crisis del sentido de la vida.

Como se sabe, la presión sobre el medio ambiente crece de forma directamente proporcional a la densidad de la población humana. Las aglomeraciones de las poblaciones humanas en las grandes urbes producen trastornos de las pautas emocionales de comportamiento, del código moral y de las certezas de la vida. Aumentarán los miedos y las agresiones. La crisis ecológica trae consigo las crisis sociales, las crisis de valores y del sentido de la vida de la sociedad humana e incluye una creciente labilidad en las crisis personales4.

Como sucede en determinados seres animados, la reacción de una sociedad humana a una crisis de esas características puede ser ambi­valente. Las medidas defensivas adoptadas pueden ampliar y profun­dizar esa crisis. Si, por ejemplo, cuerpos extraños penetran en un organismo, se produce con frecuencia un proceso de autoinmunización del organismo. La defensa protege de forma temporal, pero daña a la larga al organismo. Por eso la autoinmunización provoca con fre­cuencia enfermedades fatales5. De forma parecida, también en nues­tra sociedad se da una resistencia frente a la crisis ecológica, y esa

3. Informe del Comité central en el Congreso VIII del SED, Berlín 1971, 38: «La tarea principal del plan quinquenal consiste en seguir elevando el nivel material y cultural del pueblo aumentando el ritmo de desarrollo de la producción socialista, el incremento de la efectividad, el progreso científico-técnico y el crecimiento de la productividad laboral». Acerca de este montón de dogmas del progreso sin consideración alguna para los costos, cf. la postura crítica de H. Falcke, Verantwortung der Christen in einer sozialistischen Gesellschaftfür Umwelt und Zukunft des Menschen, en Die Zeiehen der Zeit, 1979, 243-263.

4. Cf. E. von Weizsácker (ed), Humanokologie und Unweltsehutz. Studien zur Frie-densforsehung. Band 8, Stuttgart 1972. Cf. también A. Auer, Umweltethik. Ein theologi-seher Beitrag zu okologischen Diskussion, Dusseldorf 1984.

5. Ha aludido de manera especial a esto H. B. Friedgood, Unmenschliche Mensch-liehkeit, en Humanokologie und Umweltschutz, o. c., 23 s.

38 En la crisis ecológica

resistencia propaga y profundiza la crisis. Es la desdramatización de la crisis, con consecuencias nocivas para el entorno y con lamentables «efectos concomitantes» de las tecnologías modernas. Se echa mano entonces de la irreflexiva hipótesis de que existe una solución técnica para la crisis ecológica. Y esa desdramatización reprime el dolor, pero también el necesario vuelco de todo el sistema de vida. Crece entonces la apatía de los hombres respecto de la muerte lenta de la naturaleza. La voluntad humana de vivir amenaza incluso con transformarse en instinto de muerte cuando deja de ser posible la afirmación de la vida humana si no se da una conversión en esta crisis de todo el sistema. Sólo los sistemas de vida capaces de sufrir pueden sobrevivir pues sólo ellos están dispuestos a aprender y son capaces de transformarse y de renovarse6.

Pretendemos aquí, en primer lugar, estudiar las influencias recí­procas entre la ciencia y los valores en la civilización moderna. De esa manera podremos mostrar la conexión que existe entre la fe cristiana en la creación y estos valores. No trataremos aquí de la ciencia y de la teología en el plano puramente teórico, sino de la ciencia y de la teología en el marco de la toma de poder del hombre sobre la naturaleza. Por eso estudiaremos aquí no las concepciones teóricas en sí, sino sus estructuras de poder. Presuponemos una serie de trabajos sobre la relación entre teología y ciencia en el plano de la teoría pura7.

a) Las modernas ciencias de la naturaleza han nacido en el contexto de determinados ideales, valores y convicciones humanos. Determinados intereses actúan como motor de su progreso. Ciertas pretensiones definibles deben ser satisfechas mediante sus resultados utilizables8. Sin duda, cabe describir la curiosidad científica en sí misma como desinteresada complacencia en el conocimiento. No todo trabajo científico es un trabajo de encargo, pero intereses no científicos están en juego siempre y por doquier en el contexto social de las ciencias. En la lucha por la existencia, la voluntad política de poder utiliza los progresos científicos y tecnológicos, y los utiliza para asegurar el poder y para incrementar la vida. Una ciencia no es neutra en su realidad social. Muchos proyectos científicos suponen actual­mente tales costos que se ha hecho imprescindible la creación de

6. Se conoce desde antiguo la conexión entre capacidad de aprender y la disposición a sufrir. En la lengua griega están en consonancia níSciv y nithiv.

7. I.G. Barbour, Problemas de religión y ciencia, Santander 1972; E.C. Rust, Science andFaith. Towardsa Theologicul Understanding ofNature,New York 1967; H.Nebelsick, Theology and Science in Mutual Modijication, New York 1981; A. R. Peacocke, Creation in ttie World of Science, Oxford 1979.

8. Cf. el análisis y la crítica de H. Marcuse, El hombre unidimensional, Barcelona 1969; J. Habermas, Conocimiento e interés, Madrid 1982; M. Horkheimer, Critica de la razón instrumental, Madrid 1969.

La crisis de dominio 39

ministerios de ciencia en los que se hace la política de la ciencia. Cuando la ciencia es vinculada a la política, las ciencias y los científi­cos se encuentran en el contexto político, tanto si lo quieren como si no. Sus proyectos científicos serán valorados con criterios de orden político. Si los científicos desean seguir siendo sujetos de su propio trabajo tendrán que cargar con la responsabilidad política de su trabajo y de los resultados de éste.

El contexto político de las ciencias y tecnologías está determinado por el conjunto de aquellas pretensiones por las que se orienta el comportamiento colectivo de una sociedad. Llamamos valores vigen­tes al conjunto de deseos, pretensiones e ideales predominantes. Ellos regulan mediante la evaluación las acciones y orientan la vida prácti­ca. ¿Qué valores han guiado el desarrollo de la civilización moderna? Si comparamos las modernas civilizaciones científico-técnicas con culturas premodernas percibiremos la diferencia decisiva: es la dife­rencia entre sociedades de crecimiento y sociedades de equilibrio. Las culturas anteriores en modo alguno eran primitivas, ni siquiera «sub-desarrolladas». Por el contrario, eran complicadísimos sistemas de equilibrio en la relación de los hombres con la naturaleza, entre ellos mismos y con los «dioses». En cambio las civilizaciones modernas están programadas para la expansión y la conquista. El logro del poder, el incremento de poder, el asegurar el poder y la «caza de la felicidad» son los valores vigentes en las civilizaciones modernas9.

Con frecuencia se responsabiliza a la tradición judeocristiana de la toma de poder del hombre sobre la naturaleza y de la desmesurada voluntad de poder de aquél. Se dice que esa tradición ha destinado al hombre a dominar sobre la tierra; que, para ello, ha desdemoniado y desdivinizado el mundo de la naturaleza, convirtiéndolo en el mundo profano del hombre1(l. Y, sin embargo, esta supuesta «concepción antropocéntrica del mundo» atribuida a la Biblia tiene más de tres mil años, mientras que el desarrollo de la moderna civilización científico-técnica comenzó en Europa hace escasamente 400 años. Por consi­guiente, han tenido que intervenir otros factores distintos de la Biblia.

9. R. L. Shinn (ed.), Faith and Science in an unjust world. Reports of the WCCs Conference on Faith, Science and the Future, Gnéve 1980; P. Abrecht (ed.), Faith, Science and the Future, Philadelphia 1978. «Life, Liberty and the Pursuit of Happiness» forman parte, según la Declaración de independencia norteamericana de 1776, de los inalienables derechos humanos. Cf. H. M. Jones, The Pursuit of Happiness, New York 1966.

10. Por ejemplo C. Amery, Das Ende der Vorsehung. Die gnadenlosen Folgen des Christentums, Hamburg 1972. Cf. al respecto U. Krolzik, Umweltkrise-Folge des Christen-tums?, Stuttgart21980; G. Liedke, im Bauch des Fisches. Okologische Theologie, Stuttgart 1979; Ph. Schmitz (ed.), Machí euch die Erde untcrtan? Schopfungsglaube und Umneltkri-se, Würzburg 1981. E. Drewermann, Der todliche Fortschritt. Von der Zersiorung der Erde und des Menschen im Erbe des Christentums, Regensburg 21981; cf. también G. Altner (y otros), Manifest zur Versóhnung mit der Natur, Neukirchen 1984.

•10 En la crisis ecológica

I ndependientemente de las circunstancias económicas, sociales y polí­ticas que se puedan mencionar, para la autocomprensión de los hombres de hace 400 años fue más decisiva la nueva imagen de Dios del Renacimiento y del Nominalismo: Dios es el todopoderoso y la potentia absoluta es la propiedad más excelente de su divinidad. Por consiguiente, su imagen en la tierra, el hombre —en la práctica, el varón— debe esforzarse por conseguir el poder, la prepotencia, para alcanzar su divinidad''. El poder, no la bondad o la verdad, se convirtió en el más eximio predicado de la divinidad. Pero ¿cómo puede el hombre conseguir poder para asemejarse a su Dios? Median­te la ciencia y la técnica, pues «saber es poder», proclamaba Francis Bacon: meta del conocimiento científico de las leyes de la naturaleza es el poder sobre ésta. Con él se restablece la semejanza con Dios y el dominio del hombre12. También Rene Descartes declaró en su teoría de la ciencia, titulada Discours de la méthode, que el objetivo de las ciencias exactas consiste en convertir al hombre en el «maitre et possesseur de la nature» 13.

Cuando el logro de poder se convierte en interés que guía el conocimiento de las ciencias de la naturaleza, estas ciencias son «moldeadoras de poder» 14, no sólo en su aplicación técnica, sino ya en sus principios metodológicos fundamentales. El método del análi­sis y de la objetivación de los sistemas de vida naturales es el método para someterlos a la voluntad del hombre: divide et impera! Por otro lado, con este método se contrapone el hombre a la naturaleza como sujeto de ella. El hombre no es un miembro más en la comunión de la creación. Se contrapone a ella como su señor y propietario. En consecuencia, ya no podrá identificarse a sí mismo de forma corporal y natural, sino que se convertirá en sujeto exclusivo de conocimiento y de voluntad. Esta sujetivación del hombre se corresponde con la

11. H. Blumenberg, Die Legitimitat der Neuzeit, Frankfurt 1966; le sigue el psicoa­nálisis histérico-cultural de H. E. Richter, Der Gotteskomplex, Frankfurt 1979. La investigación inglesa y norteamericana ha sido presentada por L. White, The Religious Rools of our Ecológica! Crisis: Science 155 (1967) 1203-1207, y por W. Leiss, The Domination of Nature, New York 1972.

12. La cita ha sido tomada de W. Leiss, o. c, 48 ss. Lo que significa para Bacon el «dominio del hombre sobre la naturaleza» encierra la imagen de la esclavitud, que él utiliza: «I am come in very truth leading to you Nature with all her children to bind her to your service and make her your slave» (o. c, 55). Según esta imagen, la «madre naturaleza» es sometida con sus hijos al varón, no al hombre. Cf. una posición crítica al respecto, en R. Ruether, Frauenfür eine neue gesellschaft. Frauenbejreiung und menschli-che Befreiung, München 1979, 200 ss.

13. R. Descartes, Discours de la Méthode (1692), Mainz 1948, 145. Cf. al respecto: G. Liedke, Von der Ausheutung zur Kooperation, en E. v. Weizsácker, Humanókologie und Umweltschutz, o. c, 36-65, en especial tesis 12.

14. C. Fr. von Weizsácker, Der Ganen des Menschlichen. Beitrage zur geschichtlichen Anthropologie, München 1977, 253 ss.

La crisis de dominio 41

cosificación del entorno natural15. El dualismo cartesiano de res cogitans y res extensa es la teoría del objetivo de este moderno proceso de diferenciación de hombres y naturaleza. Y la identificación del hombre como res cogitans es tan misántropa como enemigo de la naturaleza es el sometimiento de esta a la idea geométrica de la extensión. «La concepción no espiritual de la naturaleza, concepción que alcanzó su mayor auge con Descartes, debía tener como conse­cuencia la concepción del espíritu desvinculado de la naturaleza, y la concepción impía de ambos», señalaba críticamente al respecto Franz Baader16.

La objetivación científica de la naturaleza conduce a la explota­ción tecnológica de la naturaleza por el hombre. En los modernos países industrializados, la relación sociedad-naturaleza está marcada completamente por la apropiación de las fuerzas de la naturaleza y por la explotación de los recursos naturales. «Explotación es la idea que engloba toda la civilización humana. Hasta hace poco tiempo, nuestra relación con la "madre naturaleza" era de un infantilismo depredador sereno. Nuestra capacidad de explotación se ha hecho gigantesca, pero no ha crecido en la misma proporción nuestra capacidad para autocontrolar los afectos y deseos humanos» (Ale-xander Mitscherlich)17.

El marxismo, que critica la capitalista «explotación del hombre por el hombre», ha conservado el lenguaje de la explotación frente a la naturaleza18. Los destrozos ambientales ocasionados por las nacio­nes socialistas industrializadas no van a la zaga de los deterioros del entorno causados por las naciones capitalistas industrializadas. La crisis ecológica es indiferente a los sistemas políticos. Tanto da que el deterioro de la naturaleza sea producido por la expansión capitalista o por el incremento socialista de la productividad. Para la naturaleza afectada, la civilización científico-técnica es el monstruo más horrible que ha aparecido sobre la tierra hasta el presente.

Son tan conocidas las consecuencias que huelga una presentación detallada. Procesos de crecimiento incontrolables han nacido por doquier: el crecimiento de las poblaciones, el crecimiento industrial, el crecimiento de la polución sobre el medio ambiente, el crecimiento del uso de la energía, el crecimiento de la inundación de estímulos y la

15. M. Heidegger, Die Zeit des Weltbildes, en Holzwege, Frankfurt 1957, 69 ss, esp 80 ss; G. Rohrmoser, Subjektivitat und Verdinglichung. Theologie und Gesellschaft im Denken des jungen Hegel, Frankfurt 1961.

16. Fr. Baader, Üher den Zwiespalt des religiósen Glauhens und Wissens, Darmstadt 21958, 49.

17. A. Mitscherlich, Thesen zur Stadt der Zukunft, Frankfurt 1971, 139. 18. Muestra esto involuntariamente A. Schmidt, Der Begriffder Natur in der Lehre

von Marx, Frankfurt 1962, 1971.

42 En la crisis ecológica

labilidad psíquica de los hombres. Estos procesos son interdependien-tes y se aceleran recíprocamente. El término «progreso» no es, como en el siglo XIX, una palabra de esperanza. Ha pasado a ser un sino al que los hombres de los países industrializados se sienten condenados. La designación de antiguas naciones cargadas de cultura como «na­ciones subdesarrolladas» o «países en vías de desarrollo» no hace sino manifestar con toda crudeza el trivial imperialismo de esta ideología de progreso que eleva su propia situación a medida de todas las demás cosas y se orienta a conseguir su preponderancia19.

Con la satisfacción de las necesidades crecen las pretensiones. La demanda creciente es el motor de producción en aumento. Pero no se puede ganar esa competición entre una demanda creciente y la coacción a tener que satisfacerla. Con recursos limitados no se pueden realizar progresos ilimitados. Y con posibilidades limitadas no se pueden satisfacer demandas ilimitadas. Dejando a un lado la eventua­lidad de que la humanidad descubra nuevas fuentes de energía en el futuro y de que produzca nuevos alimentos mediante técnicas genéti­cas, esta carrera arrastra a la crisis global si se mantiene la desmesura de las pretensiones.

El «progreso» parece haber entrado en un círculo vicioso en el que ya no sirve a la vida sino a la muerte. Se impone, pues, de manera inevitable el interrogante critico a la civilización científico-técnica: ¿acaso la naturaleza no es otra cosa que un «bien sin dueño» del que el hombre puede adueñarse para hacer con él cuanto quiera?

2. La crisis ecológica del mundo afecta a la teología cristiana tanto como a las ciencias de la naturaleza y a las tecnologías. Los modernos Estados industriales han surgido en ámbitos culturales marcados por el cristianismo. La Biblia y la Iglesia configuraron durante largo tiempo el sistema de valores y de sentido de esos países. También las modernas formas de cultura secular y las concepciones ateas del mundo se mantienen en el campo de influencia de las tradiciones bíblicas y cristianas aunque se distancien críticamente de ellas. El dilema teológico se evidencia con claridad en los puntos siguientes:

Críticos modernos de la tradición judeo-cristiana indican que en el mandato bíblico de la creación «sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla» (Gen 1, 28) subyacen los fundamentos intelec­tuales de la actual crisis ecológica: multiplicación ilimitada, superpo­blación de la tierra y opresión de la naturaleza20.

19. Cf. las críticas de las Teorías de la dependencia de F. H. Cardoso, T. dos Santos, A. G. Frank, A. Pinto y otros, en cuyos análisis se basa la teología de la liberación de G. Gutiérrez, H. Assmann, J. C. Scannone, J. L. Segundo, E. Dussel y otros.

20. C. Amery, o. c, 15 ss.

La crisis de dominio 43

¿Encierra realmente este mandato de la creación una legitimación del dominio del hombre sobre el mundo? ¿Se puede considerar la marcha triunfal del moderno dominio sobre la naturaleza como realización de aquel destino bíblico del hombre? Tenemos ante noso­tros numerosos malentendidos que la teología y la Iglesia han fomen­tado con frecuencia, desgraciadamente, por razones apologéticas.

La concepción bíblica de «someter la tierra» nada tiene que ver con aquel mandato de dominación que la tradición teológica ha presentado durante siglos como el dominium terrae. Es, por el con­trario, un mandamiento referido a los alimentos: los hombres, junta­mente con los animales, deben vivir de los frutos que la tierra pro­duce mediante las plantas y los árboles21. Pero nunca se pretendió insinuar el apoderarse de la naturaleza. El término «dominar» es mencionado exclusivamente en Gen 1, 26: «Dijo Dios: "Hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y domine en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra"». Pero aquí el «dominar» está ligado a aquella correspondencia del hombre con Dios, el creador y conservador del mundo, que se designa con la expresión "imagen de Dios". Puesto que los hombres y los animales tienen que alimentarse de los frutos de la tierra, cuando se habla del dominio de los hombres sobre los animales se trata exclusivamente de un dominio pacífico en el que no hay sitio para el «derecho sobre la vida y sobre la muerte». El papel encomendado a los hombres es el de un juez de paz.

Se producen malentendidos siempre que se arrancan pasajes bíbli­cos de su contexto histórico-tradicional y se utilizan para legitimar otros intereses. Por consiguiente, hay que tener presente también el relato yahvista de la creación. Gen 2,15 habla del «jardín de Edén». Y dice que Dios colocó al hombre en aquel jardín «para que lo labrase y cuidase». El dominio del hombre sobre la tierra tiene que asemejarse, pues, a los trabajos de labranza y de conservación de un jardinero. En modo alguno se habla de un cultivo exhaustivo ni de explotación. En verdad, la doctrina bíblica de la creación ha sido utilizada frecuente­mente para legitimar la voluntad de poder, de crecimiento y de progreso que caracterizan a la civilización, pero esa legitimación persistente no tiene base alguna en la Biblia. La «autonomía del hombre» frente al mundo y la «apropiación del mundo por el espíritu

humano», facilitada por aquélla y alabada por Friedrich Gogarten, poco tiene que ver con la fe cristiana22. La teología tendrá que

21. O. H. Steck, Welt und Umwelt, Stuttgart 1978, ha presentado la primera

interpretación ecológica de la veterotestamentaria fe en la creación. 22. Fr. Gogarten, Der Mensch zwischen Gotl und Welt, Heidelberg 1956, 319. Para la

crítica de la teología apologética de Gogarten, cf. R. Weth, Gott in Jesús, München 196$. M. Welker, Der Vorgang Autonomie, Neukirchen 1975, 129 ss.

44 En la crisis ecológica

liberarse de tales acomodaciones apologéticas y accesorias reclama­ciones de una propiedad intelectual extraña a ella, si desea desarrollar su propio potencial crítico.

Pero ¿no es cierto que la fe bíblica en la creación ha desdivinizado y desdemonizado el mundo, que ha roto los tabúes paganos y ha «libera­do» así al mundo para el hombre? ¿No es verdad que la clara diferenciación entre Dios y mundo, la «obra de sus manos», ha desacralizado el mundo abriéndolo así a la investigación imparcial que el hombre debía realizar? ¿No es cierto que la fe bíblica en la creación hizo que el mundo de los poderes misteriosos se convirtiera en el mundo del hombre? Dado que el segundo relato de la creación despierta la impresión de que el mundo fue creado a causa del hombre, se creyó reconocer en la moderna conquista del mundo por el hombre la prueba en favor de la verdad de aquella vieja concepción antropocéntrica del mundo. La negación es atinada en esta tesis apologética. De hecho la/e en la creación no entiende al mundo como divino ni como demoníaco. Pero es equivocada la posición: entender el mundo como creación de Dios no significa considerarlo como mundo del hombre ni apoderarse de él. Si el mundo ha sido creado por Dios, continúa perteneciéndole a él. El hombre no podrá adue­ñarse del mundo. Se limitará a recibirlo como préstamo y se esforzará en administrarlo con fidelidad. El mundo deberá ser tratado según las medidas de la justicia divina, no de acuerdo con los valores que guían el despliegue del poder del hombre.

La concepción antropocéntrica del mundo según la cual el cielo y la tierra fueron creados a causa del hombre y éste es «la corona de la creación» es presentada como «tradición bíblica» tanto por sus defen­sores como por sus críticos23. Sin embargo, en modo alguno es bíblica, pues, según las tradiciones bíblicas, judías y cristianas, Dios creó el mundo por amor a su propia gloria: y la «corona de su creación» no es el hombre, sino el sábado. Sin duda, el hombre como imagen de Dios ocupa una posición especial en la creación, pero el hombre, junto con las restantes criaturas de la tierra y del cielo, debe alabar la gloria de Dios y disfrutar de la divina complacencia sabáti­ca. Incluso sin el hombre, los cielos ensalzan la gloria del Eterno. Esta imagen teocéntrica del mundo ofrecida por la Biblia da al hombre, con su posición especial en el cosmos, la posibilidad de entenderse como miembro de la comunión de la creación. La teología cristiana debe liberar, pues, a la fe en la creación de esa moderna concepción antropocéntrica del mundo si quiere encontrar de nuevo en el trato con la naturaleza la sabiduría que corresponde a esa fe.

23. La crítica más profunda ha sido realizada por K. Lówith, Gesammelle Ahhmul-lungen. Zur Kritik der geschichtlichen Existenz, Stuttgart 1960; Zur Kritik der chrislliclwn Überlieferung, Stuttgart 1966.

La crisis de dominio 45

Finalmente, la teología respondió con cierta frecuencia a la mar­cha triunfal de la ciencia de la naturaleza retirándose al campo de la historia y confiando la naturaleza a las ciencias 24. La teología de la historia parecía apta para recoger e interpretar las tradiciones históri­cas de la promesa bíblica y de la esperanza de un futuro. La teología de la historia podía también determinar la praxis histórica del hom­bre. Mientras que «naturaleza» adquiría la resonancia de lo intempo­ral, de lo estático y de lo cíclico, el recuerdo, la esperanza y el auténtico sentido de la vida humana pasaron a ser el contenido de «historia». «Historia» se convirtió en el símbolo del mundo cuando el concepto «cosmos» dejó de cumplir esa función porque había sido deshancado por el concepto de naturaleza como objeto de las cien­cias. La ciencia de la historia se convirtió en la «ciencia universal», tanto en el plano teológico como en el ateo25. También con esta moderna concepción del «mundo comprendido en la historia» la teología permanece en el marco del dualismo de la modernidad europea que define naturaleza e historia mediante su contraposición respectiva. No se entiende la historia humana con la naturaleza como una parte de la historia de la naturaleza, sino que se concibe la naturaleza como una parte de la historia humana. Se niegan a la naturaleza los elementos históricos de la contingencia, de la apertura al futuro, de las innumerables posibilidades, y se reclaman todos esos elementos para la historia humana.

La teología tiene que liberar a la fe en la creación también de esta sobrevaloración de la historia. La contemplación de «la historia de la naturaleza» 26 es una de las perspectivas en la que esto puede suceder. Pero falta la otra perspectiva de la naturaleza de la tierra, escenario de la historia humana. Falta, finalmente, la perspectiva de aquella crea­ción que sobrepasa y sobrevive espacial y temporalmente a la historia humana. ¿No existe una delimitación natural del mundo histórico de los hombres? ¿No existe un conocimiento de la creación de Dios que comprende la historia humana de la salvación y de la desgracia porque aquél no se disuelve en ella? ¿Cuál es el significado de cielo en la creación de Dios?

24. A pesar de mi tesis de la apocalíptica como «principio de una cosmología escatológica o de una ontología escatológica» (179), hay aquí una frontera abierta también a la Teología de la esperanza, Salamanca 41981.

25. Esta es la tesis de K. Marx, que domina también la concepción de la naturaleza sostenida por el marxismo: «sólo conocemos una única ciencia, la ciencia de la historia» (Die Frühschriften, ed. S. Landshut, Stuttgart 1953, 546). Curiosamente, W. Pannenberg la ha reconocido. Cf. La revelación como historia, Salamanca 1977, 117 ss; Cuestiones fundamentales de teología sistemática, Salamanca 1976.

26. C. Fr. von Weizsácker, Die Geschichte der Natur, Góttingen 1957, cuyo título discutieron acaloradamente teólogos como R. Bultmann.

46 En la crisis ecológica

Mientras el conocimiento teológico se esfuerce tan sólo por acomo­darse al conocimiento científico de la naturaleza y en emularlo habrá a lo sumo una fe en la creación, pero careceremos de un concepto adecuado de creación en el trato con el mundo. ¿De qué tipo es la comprensión del mundo como creación de Dios?

Si la ciencia apunta al logro de poder, entonces también el conocimiento científico es un saber de dominación 21. Conocemos algo en la medida en que podemos dominarlo. Comprendemos algo cuan­do lo «aprehendemos». Definimos mediante conceptos científicos, y con definiciones determinamos objetos y los hacemos identificables.

Pero la/e en la creación llega a la comprensión de la creación sólo cuando recuerda las formas alternativas del conocimiento meditativo. «Conocemos en la medida en que amamos», había dicho san Agustín. Mediante esta forma del conocimiento lleno de admiración, de sor­presa y de amor no nos apropiamos las cosas, sino que reconocemos su autonomía y participamos de su vida. No queremos conocer para dominar. Deseamos conocer para participar. Este tipo de conoci­miento crea comunión, y puede ser calificado como saber de comu­nión, frente al saber de dominio28. Deja espacio a la vida y promueve su expansión vital. La teología cristiana debe recordar esa sabiduría, propiedad suya, si desea contribuir a superar la crisis ecológica de la civilización científico-técnica 29.

2. Hacia una teología ecológica de la naturaleza

En la historia de la doctrina teológica de la creación podemos distinguir tres estadios, según la respectiva relación entre teología y ciencia de la naturaleza30:

1. En el primer estadio las tradiciones bíblicas se fusionaron con la antigua imagen del mundo y nació así una cosmología religiosa. En esta fusión quedaron fuera elementos panteístas de la glorificación del cosmos y elementos gnósticos de la demonización del cosmos. La concepción teológica de la transcendencia del Creador frente a su creación suscitó la idea cosmológica de un mundo limitado en cuanto a tiempo y espacio, contingente e inmanente. La inhabitación del

27. J. Habermas, Conocimiento e interés, Madrid 1982. 28. Cf. I. D. Zizioulas, Wahrheit und Gemeinschaft in der Sicht der griechischen

Kirchenvater: KuD 26 (1980) 2-49. 29. Para el conocimiento meditativo, cf. C. Fr. von Weizsácker, Der Garlen des

Menschlichen. Beitrage zur geschichtlichen Anthropologie, München 1977, esp. cap. IV; Th. Merton, Acción y contemplación, Barcelona 1982; J. Moltmann, Experiencias de Dios. Salamanca 1983.

30. I. G. Barbour, Problemas de religión y ciencia, Santander 1972, ha presentado la historia con todo detalle.

Una teoría ecológica de la naturaleza 47

Espíritu del Creador transcendente en su creación hizo que este mundo apareciera simultáneamente como el mundo ordenado de Dios, lleno de su gloria y conducido por su sabiduría31. La cosmolo­gía teológica medieval fue siempre una interpretación cosmológica de la obra de los seis días, según Gen 1, con la ayuda de la antigua imagen ptolomea del mundo. Las modernas ciencias de la naturaleza fueron liberándose sucesivamente de esta cosmología, si bien es cierto que la físico-teología del tiempo de la Ilustración, sostenida también por Newton, ofreció a las nacientes ciencias de la naturaleza el marco de una cosmología religiosa.

2. En el segundo estadio, las ciencias de la naturaleza se emanci­paron de esta cosmología, la teología retiró de la cosmología su doctrina de la creación y la redujo a la/e personal en la creación. Se rechazó como no científica la imagen del mundo sostenida en la antigüedad y en la edad media. La crítica histórica etiquetó como mitos las historias bíblicas de la creación. Así, la doctrina de la creación quedó reducida a aquella fe personal según la cual el hombre debe poner su confianza en Dios creador, no en sus criaturas. Con el fin de hacer a la fe en la creación inexpugnable para la ciencia, la teología protestante de los tiempos modernos gustó de declararla como la expresión del sentimiento de dependencia por antonomasia, como verdad de la existencia y de la vida. En este segundo estadio, la ciencia de la naturaleza y la teología se esforzaban por trazar su delimitación respectiva. Parecía como si su necesaria libertad depen­diera de la definición de la frontera. Tras los procesos a Giordano Bruno y a Galileo Galilei, después de los conflictos públicos en torno a Charles Darwin y a Sigmund Freud, la delimitación recíproca sembró la paz. Pero fue una coexistencia pacífica basada en la irrelevancia recíproca.

3. La teología y las ciencias de la naturaleza han entrado hoy en el tercer estadio de su relación. Les salpica la crisis ecológica, y ambas tienen que trabajar en esa conversión imprescindible para que el hombre y la naturaleza consigan sobrevivir en esta tierra. Los teólo­gos comienzan a caer en la cuenta de que sus constantes intentos de delimitación frente a las ciencias de la naturaleza han dejado de ser necesarios pues la antigua confianza inquebrantable en la ciencia ha desaparecido de las ciencias naturales. Y también los que se dedican a las ciencias de la naturaleza comienzan a percibir paulatinamente que la teología cristiana no conserva anticuadas imágenes del mundo, sino que es un interlocutor al que hay que tomar en serio tanto en el campo de la cosmología como en el de la praxis. En una situación mundial en la que se dice ¡«o este mundo o ninguno»!, las ciencias

31. Tomás de Aquino le dio la configuración clásica: Summa theologica I q 44.) 19

48 En la crisis ecológica

de la naturaleza y la teología no pueden permitirse una compartimen-tación de la realidad. Por el contrario, la teología y las ciencias naturales deberán caminar juntas hacia la conciencia ecológica del mundo32.

Dado que el paso del segundo estadio al tercero se encuentra en sus comienzos, presentaremos aquí de forma crítica la retirada teoló­gica de la cosmología a la fe personal en la creación. Nos guía la intención de encontrar puntos de partida para la configuración y responsabilidad ecológicas de la doctrina teológica de la creación. Andreas Osiander, reformador nacido en Nuremberg, publicó en 1543 el libro de Nicolás Copérnico titulado De revolutionibus orbium coelestium1^. El teólogo exponía en el prólogo la importancia del cambio copernicano de la imagen del mundo. Y se servía en su exposición del concepto retórico de hipótesis: las hipótesis no son articulifidei, uno fundamenta calculi. Por eso, las hipótesis sobre las que se asienta la nueva imagen del mundo no contradicen a los artículos de la fe cristiana. Efectivamente, Copérnico se distanció más tarde de este prólogo de Osiander, pero aquella distinción siguió vigente34. La fe, que apunta a Dios, no fija la razón en una determi­nada imagen del mundo, sino que deja en libertad a la ciencia para que conozca el mundo en el horizonte abierto de esbozos variables, hipotéticos. La fe en Dios libera la razón del dogmatismo; y a las ciencias, de ídolos e idolatrías. Si su fuerza crítica hacia fuera reside ahí, tenemos que preguntar por los puntos que sirven de orientación a esa fe.

Johannes Kepler opinaba, como Galileo después de él, que Dios no asignaba a la Biblia la tarea de corregir opiniones equivocadas sobre el mundo ni la de ahorrar al hombre el trabajo de investigar. En su opinión, finalidad única de la Biblia era revelar al hombre lo necesario para su salvación^. Esta interpretación de las tradiciones bíblicas en la que teólogos reformados concentraron el contenido de la Biblia en la salvación humana, concretamente en la personal, fue saludada después, y aún en nuestros días, como una liberación. En efecto, se la consideraba como posibilidad de afirmar la validez de la Biblia en la era científica y de ocuparse racionalmente de la naturaleza

32. La Conferencia ecuménica mundial celebrada en Boston en 1979 fue un signo de este cambio de conciencia. Cf. nota 9.

33. Para la historia, cf. H. Blumenberg, Die kopernikanische Wende, ed. Suhrkamp 138, Frankfurt 1965, 92 ss.

34. W. Elert, Morphologie des Luthertums I, Müncben 1931, 363 ss; E. Hirsch, Geschichte der neueren evangelischen Theologie, Gütersloh 1949, 115 s. En términos similares se expresó más tarde el cardenal Belarmino en el caso Galilei. Cf. I. Barbour, o. c, 33 (citado según edición inglesa).

35. J. Hübner, Die Theologie Keplers zwischen Orthodoxie und Naturwissenschaft, Tübingen 1975.

Una teoría ecológica de la naturaleza 49

sin influencia alguna de los dogmas de la fe. Pero esta concentración en la salvación de la persona separaba la teología también del conoci­miento y dominio humanos del mundo. Su ámbito se circunscribió a la certeza psíquica de la salvación en el reino de la interioridad. Se pasó por alto la dimensión terrena, corporal y cósmica de la salvación de todo el mundo. Se abandonó la universalidad y la totalidad de la salvación. Cuanto más disociada del mundo se consideraba a la salvación personal, tanto más indiferentes de la salvación y del desastre se hicieron el conocimiento y la configuración del mundo. Así se ahondó la incurable dicotomía entre la subjetividad del hombre y la cosificación del mundo. La verdad de la fe se separó de la verdad de la razón. La teología podía presentar la fe en la creación sólo en el campo de la existencia humana, pero no en el ámbito de la naturaleza ni para la relación del hombre con la naturaleza. Pero si Dios deja de ser el «poder que todo lo determina», entonces la verdad deja de ser una verdad y la salvación no será ya la redención del todo.

Salvo contadas excepciones, la teología protestante se ha dejado arrastrar a la dicotomía del mundo moderno. Muchos llegaron a ver realizada en ella incluso la distinción reformadora entre ley y evange­lio, entre persona y mundo, entre reino espiritual y mundano. Sólo más tarde se llegará a caer en la cuenta de que, con ello, la teología no sanaba, sino que profundizaba la división. La fórmula de legitima­ción de esto rezaba: emancipación de la razón mediante la fe: la Reforma ha establecido, se decía, un «contrato eterno» entre la «fe cristiana viva» y la «investigación, absolutamente emancipada, que trabaja de manera independiente para sí». Con esta emancipación, la Reforma satisfacía «las necesidades de nuestro tiempo», escribía Friedrich Schleiermacher36. Friedrich Gogarten37, Rudolf Bult-mann 38 y Emil Brunner39 han profundizado en la diferencia entre persona y naturaleza hasta el punto de que resulta completamente imposible encontrar conexión positiva alguna entre el conocimiento personal y el científico-natural. Bajo el epígrafe «Ciencia natural y fe en la creación», Gerhard Ebeling trata en primer lugar «la emancipa­ción de la ciencia natural»40.

36. Fr. Schleiermacher, Sendschreiben an Dr. Lücke, como introducción a Der Christliche Glaube nach den Gmndsátzen der evangelischen Kirche, citado según Ausg. «Bibliothek theologischer Klassiker», vol. 13, 1889, 36.

37. Fr. Gogarten, Der Mensch zwischen Gotl und Welt, Heidelberg 1952. 38. R. Bultmann, Glauben und Verstehen II, Tübingen 1958, 77: «No existe ninguna

protesta del cristianismo contra la ciencia profana porque la comprensión escatológica del mundo no es un método para la explicación del mundo, pues sólo es posible en conexión con el momento concreto». También Bultmann utiliza el topos «emancipación».

39. E. Brunner, Die christliche Lehre von Schópfung und Erlosung. Dogmatik II, Zürich 1950, 17 ss.

40. G. Ebeling, Dogmatik des chrisllichen Glaubens I, Tübingen 1979, 302.

50 En la crisis ecológica

También Karl Barth trazó un límite: «La ciencia natural tiene espacio libre allende la frontera de lo que la teología tiene que describir como la obra del Creador. Y la teología puede y debe moverse libremente allí donde una ciencia natural que es sólo eso y no encubre secretamente una gnosis pagana ni una doctrina de la religión tiene su señalada frontera». Este autor no dio más detalles sobre la topografía de esa «frontera». Se limitó a profetizar que se encontra­rán problemas sensibles «a la hora de determinar el dónde y el cómo de esta frontera bifacial»4'. Por fortuna, él no se paró en esta frontera, sino que utilizó con frecuencia opiniones de las ciencias naturales en su doctrina de la creación.

Desde el punto de vista de las ciencias naturales modernas, la fórmula de legitimación emancipación de la ciencia natural es un mito de dominación de la teología. Desde un punto de vista histórico no cabe afirmar que la Iglesia y la fe «liberaran» jamás a las ciencias naturales. Lo cierto es que éstas debieron emanciparse trabajosamen­te de la autoridad de la iglesia nacional. Tampoco la teología puede arrogarse mérito alguno en el desarrollo de las ciencias naturales.

Tras la retirada de la cosmología, la teología se concentró en la fe personal: «Creo que Dios me ha creado...», como dice el Pequeño Catecismo de Lutero. Indudablemente, toda fe en la creación encierra también esa certeza personal. Pero esta confesión personal fue inter­pretada en ese momento de una forma crecientemente exclusiva a pesar de que encerraba una clara intención de inclusión («junto con toda criatura»): «La doctrina de la creación del mundo no es teoría, ni una hipótesis para explicar el mundo. Es conocimiento personal, existencial». Porque la «certeza acerca del mundo como creación se fundamenta en el encuentro de Dios conmigo», declaraba Paul Alt-haus42. También para Emil Brunner, la fe en Dios creador era «verdad-como-encuentro». También él quería enseñar «creación, no teoría sobre el nacimiento del mundo»43. Sin embargo, ninguna doctrina teológica de la creación tiene derecho a limitar la inteligencia de la fe en la creación a la evidencia existencial de la persona. Debe tener en mente la totalidad del mundo cognoscible. Si Dios no es Creador del mundo tampoco puede ser mi Creador.

La permanente contraposición de imagen del mundo y fe en la creación, observable aquí, se caracteriza aún por el paso paulatino del primer estadio al segundo. Que la compartimentación de la realidad en persona y naturaleza resulte hoy ficticia tanto desde una perspecti­va científica como desde la vertiente teológica no significa que la

41. K. Barth, Kirchliche Dogmatik III/l, Ziirich 1945, prólogo. 42. P. Althaus, Die christliche Wahrheit, Gütersloh 61962, párrafo 28 Schópfung,

301 ss. 43. E. Brunner, o. c, 19.

Una teoría ecológica de la naturaleza 51

teología deba volver a las cosmologías religiosas de su pasado, ya sean bíblicas, de la Iglesia primitiva o de la época medieval. La teología ecológica de la naturaleza, absolutamente imprescindible hoy, no puede pretender satisfacer la necesidad ideológica basada en una concepción cerrada del mundo. Por el contrario, tiene que orientar en la crisis ecológica del mundo. En la discutida relación entre la teología y las ciencias naturales se ha hecho presente, como tercer interlocutor, la naturaleza que enmudece y agoniza. Por eso, la delimitación respectiva de las dos magnitudes primeras no pasa de ser algo secundario. Ocupa el primer plano el encuadre ecológico de la teología y de las ciencias naturales en las condiciones marco del entorno natural.

Para poder servir de utilidad, el rápido crecimiento de las informa­ciones científico-naturales deberá estar ligado a su examen y clasifica­ción en teorías. El permanente diseño de nuevas teorías parciales requiere puntos de orientación en teorías cosmológicas globales. No tiene mucho sentido fijar tales teorías globales mediante una imagen del mundo. Tampoco sirve de mucho asegurar ideológicamente tales visiones del mundo e imponerlas mediante la autoridad política. En el rápido crecimiento del acervo del saber, las teorías particulares y las orientaciones globales tendrán una vida más corta que antaño y serán superadas con mayor celeridad que en tiempos pasados. Toman el carácter de esbozo, están en cambio constante, tienen que ser creativas haciendo posibles otros esbozos. También una teoría teológica de la naturaleza será variable y provisional.

Los modos de pensar en el segundo estadio de la teología y de la ciencia natural partieron siempre de la subjetividad del hombre. Y captaron el mundo que se alcanza con la mirada, desde ese punto, en la naturaleza y en la historia. Esta ideología de la subjetividad es un pensamiento que objetiva, particulariza, define e identifica. Este modo de pensar cambia con la entrada en el estadio ecológico. Sin aniquilar la subjetividad alcanzada ni sus posibilidades de objetivar el mundo, se comienza a entender un sistema de vida desde su respectivo entorno. Ya no se relacionan las cosas con el sujeto humano simple­mente como objetos. Se las ve al mismo tiempo en su propia estructu­ra ambiental y en su comunicación con el entorno. También el sujeto cognoscente nombre comienza a comprenderse, con sus formas de conocimiento y de trabajo, en, y desde, su entorno próximo y remoto. De esa manera, el pensamiento objetivador es integrado en un pensa­miento integrador. La contemplación particularizadora comienza a ver en totalidad 44. El conocimiento participativo sustituye al conoci­miento que tiene su centro en el sujeto. Mientras que en el segundo

44. A. M. K.1. Müller, Die praparierle Zeit, Stuttgart 1972.

52 .3 \u En la crisis ecológica

estadio predominaba el método del aislamiento de los objetos, en el tercer estadio adquiere mayor importancia la integración de los obje­tos en sus mundos vitales.

4. ¿Qué tareas derivan de ahí para la teología? Una vez que las ciencias naturales han mostrado cómo hay que

entender la creación como naturaleza, la teología debe indicar cómo hay que entender la naturaleza como creación de Dios.

a) Entender la naturaleza como creación de Dios significa no considerarla como divina ni como demoníaca, sino como «mundo». Si este mundo ha sido creado por Dios, entonces la naturaleza no es necesaria, sino contingente. Es contingente su existencia y cuanto sucede en ella. Pero si es contingente, no es deducible de la idea de Dios. Es cognoscible sólo mediante la observación. El orden racional en el que —y por el que— captamos y conocemos el acontecimiento mundano es, pues, también contingente, temporal y mutable. Otro tanto hay que decir de las «leyes de la naturaleza»45.

b) Hay que considerar como «naturaleza», en este contexto, cuanto puede ser objeto del conocimiento científico. Pero el concepto de creación va más allá porque considera como creado no sólo la realidad convertida en objeto, sino también la subjetividad humana contrapuesta a aquella y el espíritu humano finito. En toda división científica moderna sujeto-objeto, la fe en la creación reconoce la única comunión de la creación, dividida, pero no eliminada. También la humana subjetividad de la inteligencia y la voluntad, que se contrapo­ne a la naturaleza, conserva su carácter de criatura y de contingencia; no se absolutiza.

c) El concepto de la creación transciende también esta tensa historia tejida entre el hombre y la naturaleza accesible a él. Según los credos cristianos, Dios es el Creador de «cielo y tierra», de todo lo visible e invisible. La realidad visible, cognoscible científicamente y accesible al hombre es, pues, sólo una parte de la creación. Aquellos ámbitos de la «naturaleza» que los hombres pueden convertir en objeto de conocimiento y de dominio son para la teología sólo la parte visible de la creación. Entender la naturaleza como creación de Dios significa, pues, situar el ámbito parcial cognoscible de la realidad, juntamente con el todavía no conocido pero cognoscible, en un contexto mayor y considerarlo como relativo, como no existente por sí mismo, sino referido a algo que está por encima de él. Desde un punto de vista teológico no se puede entender suficientemente como creación la naturaleza «visible» si no se cree también como creación lo que es invisible por principio. Teológicamente, el conocimiento de la

45. A. N. Whitehead, Science and the Modern World, New York 1925, 13 s; Th F. Torrance, Christian Theology and Scientifk Culture, Belfast 1980.

Una teoría ecológica de la naturaleza 53

realidad terrena no tiene cabida en la suposición de una creación mayor si no se restablece la fe en el cielo como la otra cara de la creación de Dios.

d) Finalmente, una cuarta idea es importante para entender la naturaleza como creación de Dios. Para una teología cristiana de talante bíblico no es posible ver el estado actual del mundo como pura «creación» de Dios y compartir el originario juicio del Creador: «... y he aquí que estaba muy bien» (Gen 1, 31). Con la situación actual del mundo creado cuadra mejor el conocimiento de Pablo acerca de la «ansiosa espera» y de la «nostalgia» de la criatura que «fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza» (Rom 8, 19-21). La esclavización mediante el poder de la corruptibilidad y la ansiosa apertura al futuro del reino de la gloria de Dios configuran la situación actual del mundo, no sólo del hombre, sino de la creación entera. Quien reconoce «creación» en la actual situación del mundo comienza a padecer con ella y a esperar para ella. Lo que se designa como «naturaleza» en esta situación, no es un estado primigenio puro, un paradisíaco jardín de Edén, ni el final de todas las cosas, la perfección. Es, por el contrario, un destino de la creación: un permanente proceso de aniquilación, una global comu­nión de sufrimiento y una apertura ansiosa y tensa a un futuro alternativo. Entender «naturaleza» como creación significa, pues, captar la «naturaleza» como creación esclavizada que espera la liber­tad. «Naturaleza» puede significar sólo un acto, éste, en el gran drama de la creación del mundo, en el caminar hacia el reino de la gloria. Rara vez se reconoce y se subraya teológicamente la inclusión de la «naturaleza» en esta historia de desgracia y de salvación. Y sin embargo, esa inclusión es el primer dato realista del programa que podría titularse «entender la naturaleza como creación de Dios». Gottfried Arnold expresó esto en tiempos del barroco en su canto: «Tú que rompes todas las ataduras»;

Mira nuestras cadenas, pues con la criatura suspiramos, peleamos, gritamos, pedimos la redención de la natura la liberación de la vanidad que tanto nos oprime. Que nuestro espíritu al menos se disponga para lo mejor

54 En la crisis ecológica

3. Alienación y liberación de la naturaleza

a) Karl Marx y la alienación de la naturaleza

Las ciencias y las tecnologías se basan en una determinada rela­ción fundamental del hombre con la naturaleza46. En las ciencias se entiende por naturaleza el compendio de aquellos objetos que el sujeto humano es capaz de conocer metódicamente. La naturaleza se presenta en el trabajo y en las tecnologías como compendio de aquellos materiales de los que el sujeto humano puede disponer, los que puede adueñarse y a los que puede configurar. En la ciencia natural y en la tecnología el hombre se experimenta como el sujeto de su mundo. Entendemos por «sujeto» no sólo el centro de su mundo y el punto de referencia de todas las cosas en ese mundo, sino también lo que subyace ontológicamente, el primer ente que todo lo determi­na47. La ciencia y la tecnología convierten la naturaleza en objeto. Esa naturaleza entra en escena en la medida en que puede ser puesta a disposición del sujeto humano. El hombre percibe la naturaleza en su caminar hacia la toma del poder. La domina mediante el trabajo. Ella se le hace presente en ese trabajo como síntesis de los objetos que es preciso transformar.

Numerosos intentos se han emprendido para superar filosófica­mente la división del mundo en subjetividad y cosificación, res cogi-tans y res extensa. No hay razón alguna para afirmar que esa división se limita a reproducir un dualismo ontológico. También cabe la posibilidad de considerar la subjetivización del hombre y la objetivi-zación de la naturaleza como una relación histórica de un condiciona­miento recíproco. Entonces la historia se convierte en el sujeto verda­dero. Ella se bifurca en el sujeto humano y en el objeto natural, pero la unidad permanece en esa diferencia. Si la dialéctica histórica sustituye al dualismo ontológico como marco de interpretación de esta diferencia entre sujeto y objeto habrá que preguntar por un futuro en el que la diferencia se disuelva en una unidad superior, de manera que las tensiones y contradicciones que emergen actualmente en la diferencia den paso a un estado pacífico. Las filosofías de la historia del Idealismo alemán estuvieron dedicadas a este problema.

46. Para lo que viene a continuación, cf. W. Schmidt-Kowarzik, Die Diakktik von geselkchaftlicher Arheit uncí Natur: Wiener Jahrbuch für Philosophie X (1977), 143-176; y E. Rudolph, Entfremdung der Natur, en Humanokologie und Frieden, ed. C. Eisenbarth, Stuttgart, 1979, 319-341, cuya crítica comparto, pero no recojo aquí su propuesta para equilibrar su relación de orden laboral con la naturaleza mediante una relación estética. Cf. también Kl. M. Meyer-Abích, Wege zum Frieden mit der Natur. Praktische Naturphi-losophie für die Umweltpolitik, München 1984.

47. M. Heidegger, Die Zeit des Weltbildes, en Holzwege, Frankfurt 1957, 69 ss.

Alienación y liberación de la naturaleza 55

Pero la concepción dialéctica de la diferencia entre sujeto y objeto recoge la relación del hombre con la naturaleza, pero no capta a la naturaleza misma. En la dialéctica histórica, la naturaleza continúa apareciendo sólo como objeto del hombre. Es objeto de atención en la medida en que es introducida en la historia de los hombres mediante el trabajo. Pero ese planteamiento no permite captar la naturaleza en su autonomía.

Karl Marx intentó superar el subjetivismo idealista mediante el esbozo del materialismo dialéctico, para eliminar así la disputa entre hombre y naturaleza. Según la visión que ofrecen sus Frühschriften, el comunismo no supera sólo la alienación del hombre, sino también la de la naturaleza; y lleva a su verdadero ser a la humanidad, y también a la naturaleza. En este sentido el comunismo será el «naturalismo consumado».

Su existencia natural, su existencia humana y la naturaleza se convierte aquí para él en el hombre. Por consiguiente, la sociedad es la consumada unidad de esencia del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el efectivo naturalismo del hombre y el humanismo efectivo de la naturaleza48.

Cuando el hombre llegue a ser verdaderamente hombre mediante la eliminación de la propiedad privada y la superación del trabajo que le aliena, descubrirá también el «ser humano de la naturaleza», pues habrá encontrado el ser natural del hombre. El hombre y la naturale­za superarán su distanciamiento respectivo y se convertirán en una unidad viviente. En esta unidad viviente, Marx, siguiendo la imagen de Goethe, concibe al hombre como «hombre natural» en los siguien­tes términos: «El hombre verdadero, real, corporal, que pisa sobre tierra firme, bien fundada, que inhala y exhala todas las fuerzas de la naturaleza...». La identidad dialéctica es la figura lógica en esta imagen de inhalar y exhalar. Esa figura proviene de la filosofía de la naturaleza de Schelling49.

Este comunismo es como naturalismo consumado = humanismo, como humanis­mo consumado = naturalismo. Es la verdadera solución del antagonismo entre el hombre y la naturaleza, y con el hombre, la verdadera solución del conflicto entre existencia y esencia, entre objetivización y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y especie. Es el enigma resuelto de la historia y sabe que es la solución50.

48. K. Marx, Die Frühschriften, o. c, 237. 49. Ha demostrado esto Kl. Bockmühl, Leiblichkeit und Gesellschaft. Studien zur

Religionskritik und Anthropologie im Frühwerk von Ludwig Feuerbach und Karl Marx, Góttingen 1961, esp. 234 ss.

50. K. Marx, o. c., 235.

56 En la crisis ecológica

b) La «naturaleza-sujeto» de Ernst Bloch

Ernst Bloch utilizó la idea de la «naturalización del hombre» para vincular con mayor fuerza el materialismo dialéctico de Karl Marx a la filosofía de la naturaleza de Schelling51. Bloch parte de una correspondencia entre hombre y naturaleza: al hombre creativo co­rresponde una materia productiva; al hombre que espera, el ámbito material de lo real-posible. Por eso supone que al sujeto humano corresponde la réplica de «naturaleza-sujeto». Sólo cuando la natura­leza aparece no sólo como «naturaleza para el hombre», como objeto y como materia prima, sino que es reconocida en su autonomía como «sujeto», sólo entonces es posible conocer la historia propia de la naturaleza, independiente del hombre, y prestar atención al futuro autónomo de la naturaleza. Y sólo entonces se puede llegar a una comunión del hombre con la naturaleza, comunión en la que ambos encuentran «patria».

La expresión «naturaleza-sujeto» no pretende mitificar de nuevo la naturaleza convirtiéndola en la «gran madre», aunque Bloch reco­noció pronto los elementos de verdad del matriarcado. Esa expresión significa, por el contrario, «el todavía no manifiesto "impulso-que" (el agente material más inmanente) en lo real en general»52. Ese agente instala un «horno de producción» en la naturaleza misma. La naturaleza es siempre natura naturans (Spinoza). Ciertamente, ella se considera a sí misma en el hombre como su propia «floración supre­ma», como dice Bloch poéticamente. Pero ella continúa ahí como sujeto y no se convierte en el objeto del sujeto humano. Se sigue de ahí la idea de la «técnica de la alianza» que media o lanza un puente entre la respectiva subjetividad del hombre y de la naturaleza. «En lugar del técnico como simple engañador o explotador está concretamente el sujeto conciliado socialmente consigo mismo, que se concilia en medida creciente con el problema de la naturaleza-sujeto»53. La técnica de la alianza —o, como se la llama hoy, soft technology— aborda la coproductividad de la naturaleza-sujeto. En ella no es sólo el hombre el que quiere producir y manifestar su verdadero ser. También la naturaleza debe manifestarse ahí en su peculiaridad.

La idea spinoziana de la natura naturans presupone, según Bloch, la idea más profunda, proveniente probablemente de la Cabala, de la natura abscondita que tiende hacia su revelación. Por eso, «la natura-

51. E. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, Frankfurt 1959, cap. 37: Wille undNature, die technischen Utopien, 729 ss, esp. 802 ss: Mitproduktivitát eines móglichen natursub-jekts oder konkrete Allianztechnik.

52. O. c, 786. 53. O. c, 787.

Alienación y liberación de la naturaleza 57

leza manifestada de forma definitiva» se encuentra en el horizonte del futuro de aquellas alianzas que concilian al hombre con la naturaleza: «Pero cuantas más posibilidades existan para una técnica de la alianza, técnica mediada con la coproductividad de la naturaleza, en lugar de las exteriores, con mayor seguridad se liberarán las fuerzas constructivas de una naturaleza congelada. La técnica utilizada hasta nuestros días se siente en la naturaleza como un ejército de ocupación en país extranjero y nada sabe de las interioridades de ese país. La materia del asunto transciende por completo a la técnica conocida hasta hoy»54. Bloch tuvo que formular en su tiempo esta idea valiéndose de ideas románticas de la naturaleza, pero anticipó impor­tantes principios ecológicos con la ayuda de esas ideas. Tanto la idea de la subjetividad de sistemas de vida complejos como los métodos del conocimiento comunicativo recogen sus concepciones.

Con esta filosofía de la naturaleza, Ernst Bloch se distanció mucho del actual marxismo ortodoxo. El escrito de condena redacta­do en 1957 contra Bloch por científicos marxistas le reprochaba una «doctrina antimarxista de la redención del mundo». Decían: la tesis de la aparición de una «naturaleza-sujeto» es un dogma idealista-místico; no existe más sujeto de la naturaleza que el hombre trabaja­dor. La concepción de Bloch no sólo no es científica, sino enemiga de la ciencia, sus dogmas contradicen la praxis socialista: «En realidad, la encarnación y toda la historia de la humanidad es un proceso de utilización de la naturaleza por el hombre en la producción material... Tampoco en el socialismo ni en el comunismo existe una "identidad" en el sentido de un matrimonio entre hombre y naturaleza-sujeto en la "patria"»55. El hombre es el único sujeto de la naturaleza. Tal vez no se agoten en el hombre las estructuras creativas de la naturaleza, pero el desarrollo superior de esas estructuras no se realiza al margen del hombre; se realiza únicamente en él. Sólo existe la libertad para el hombre, no para la naturaleza.

Si hacemos terciar a Karl Marx en la discusión, comenzaremos por decir que éste se separó en El Capital de las visiones de filosofía de la naturaleza de sus Frühschriften. No existe la más mínima mención ya de la «naturalización del hombre». No tiene ya lugar la «resurrec­ción de la naturaleza». «La nueva sociedad debe buscar exclusiva­mente el bien de los hombres, en detrimento claro de la naturaleza externa. Se trata de dominar la naturaleza con gigantescos medios tecnológicos, con el menor trabajo y en el tiempo más breve, y la

54. O. c, 811,814. 55. R. Schulz, Blochs Philosophie der Hoffnung im Lichte des historischen Materialis-

mus, en Ernst Blochs Revisión des Marxismus, Berlín 1957, 65: «Nuestros jóvenes deben estudiar ciencia y técnica y no especular de forma espiritista si los hombres oiremos hablar a las piedras y a las manzanas y cuándo éstas nos entenderán a los hombres».

58 En la crisis ecológica

naturaleza tiene que servir a todos los hombres como sustrato mate­rial de todos los bienes de consumo imaginables»56. La naturaleza emerge sólo como «materia natural» y como «objeto de trabajo» que el hombre debe transformar en bienes de consumo. El hombre traba­jador «somete» así el juego de las fuerzas de la naturaleza. Y esto significa que, para el Marx maduro, persiste el conflicto entre hombre y naturaleza; y que ese conflicto no queda resuelto. La necesidad de la naturaleza y la libertad humana permanecen irreconciliadas en todas las mediaciones.

Sin embargo, el embrión de estas concepciones que Marx expuso en El capital estaba ya presente en los Frühschriften. En realidad, también en estos escritos naturaleza era sinónimo de «fuerzas de la naturaleza»; y objetos significan exclusivamente «productos» de la actividad objetiva del hombre. El jamás describió como «patria» la relación entre hombre y naturaleza. Se limitó a presentarla como «metabolismo» necesario. Este concepto de metabolismo entre hom­bre y naturaleza, concepto tomado de Moleschott, no da pie para la esperanza de futuro que ardía en Bloch.

Por consiguiente, Marx conoció sólo una eliminación de la autoa-lienación del hombre a costa de la naturaleza. La alienación de la naturaleza obrada por el hombre era cognoscible para él sólo en la explotación del capitalismo que es preciso superar. Pero también en el comunismo la naturaleza sigue siendo la esclava sometida al hombre. Marx no atisbaba aún una supresión de esta alienación de la naturale­za. Y esto significaba, lisa y llanamente, que Marx continuaba en el marco de las concepciones hombre-naturaleza sostenidas por Bacon y por Descartes. Y su materialismo dialéctico no pasa de ser una versión del Idealismo moderno. ¿A qué se debe esto?

Se debe a que Marx y el marxismo ortodoxo conocen sólo una relación práctica con la naturaleza. Esa praxis es el trabajo. Desde el punto de vista del trabajo, el hombre puede percibir la naturaleza sólo como objeto que requiere transformación y como materia prima para los objetivos personales. Los puntos de vista y los objetivos del trabajo han operacionalizado la razón hasta el punto de que el hombre sólo puede conocer lo que él produce según su propio diseño, como afirmó ya Kant. La objetividad de la naturaleza en el sentido de su autonomía escapa a la mirada objetivadora y productora del hombre.

Sólo la profundización en la crisis ecológica de las modernas sociedades industriales pudo suscitar una conversión también en los marxistas. Así, Alfred Schmidt escribía en el Postscriptum 1971 a su

56. A. Schmidt, Der Begriffder Natur in der Lehre von Marx, o. c, 159. Asi, también E. Rudolph, o. c, 334 s.

Alienación y liberación de la naturaleza 59

libro Der Begrifj der Natur in der Lehre von Marx, publicado por primera vez en 1962: «"Resurrección de la naturaleza", "Humaniza­ción del hombre" han dejado de ser quimeras escatológicas. De su éxito depende que la humanidad entre en una situación más razona­ble, depende incluso su misma supervivencia»57. Esto es una justifica­ción de Ernst Bloch, sobre cuya filosofía de la naturaleza se dice en el mismo libro: «Independientemente de la proporción en que estas consideraciones de Ernst Bloch estén emparentadas con la filosofía del Renacimiento, con Jakob Bóhme o con la romántica especulación de Schelling sobre la naturaleza, el conjunto de esas consideraciones es incompatible con una posición materialista»58. Por consiguiente, o la visión ecológica del mundo es «incompatible» con posiciones materialistas o el materialismo que conocemos es «incompatible» con aquel estado razonable en el que la humanidad cobra, juntamente con la naturaleza, posibilidades de supervivencia.

c) La patria en la naturaleza

La relación del hombre con el entorno natural tiene al menos dos intereses elementales. Uno de ellos es el que hemos expuesto en las líneas anteriores: el interés del trabajo. Los hombres transforman la naturaleza con la intención de obtener alimentos y construir su propio mundo. Desde el punto de vista del trabajo, el hombre es siempre el elemento activo, y la naturaleza el elemento pasivo. El es el amo, ella su esclava. ¿No existe alguna otra necesidad elemental del hombre que marque la relación de éste con la naturaleza? Sí, existe. Hasta el presente no se ha tenido presente en el plano teórico ese otro elemento, que tampoco ha sido considerado al construir las grandes urbes masificadoras. Y ello ha tenido consecuencias nocivas para el hombre y para la naturaleza. Me estoy refiriendo al interés del habitat. El hombre no se limita a trabajar la naturaleza. Además, tiene que habitar en ella. Y los intereses del habitante no coinciden con los del trabajador. Podemos compendiar los intereses del habitat en el con­cepto «patria». La idea principal de «patria» no es un regresivo sueño relacionado con la tierra «patria», con la lengua «materna» y con la sensación de «seguridad» sentida por el niño. «Patria» sólo es posible en la libertad, no en la esclavitud. Entendemos por «patria», en este contexto, una red de distendidas relaciones sociales: me encuentro «en mi casa» allí donde me conocen, donde disfruto de un aprecio social sin necesidad de tener que luchar por conseguirlo. En esas distendidas

57. A. Schmidt, o. c, 211. 58. O. c, 163.

60 En la crisis ecológica

relaciones sociales nace un equilibrio que sostiene al hombre y le descarga de la lucha y de la precaución. La patria del entorno natural forma parte de esa red de relaciones sociales pacíficas. La sociedad humana tiene que estar en sintonía con el entorno natural. Y eso obliga a respetar la capacidad de regeneración de la naturaleza y a acompasarse a sus ciclos. La naturaleza en sí no es una patria para el hombre. Su constitución natural le presenta, más bien, como un ser viviente no perfecto, no acompasado al medio ambiente. Sólo la naturaleza configurada como entorno puede convertirse para el hom­bre en patria en la que le es posible permanecer y habitar. Efectiva­mente, la naturaleza se presta para patria del hombre, pero sólo cuando éste la usa sin destruirla. Tan sólo grupos de hombres extran­jeros o apatridas ejercen la explotación. Cuando se utiliza la naturale­za sin destruirla, ésta continúa siendo capaz de ser vivida como naturaleza. El desarrollo de la horticultura ecológica y del cuidado del paisaje muestra plásticamente las posibilidades de simbiosis del hom­bre con la naturaleza. Y muestra también que carece de sentido violentar a la naturaleza.

Las formas de industrialización conocidas hasta el presente han tenido en cuenta constantemente las grandes industrias y las grandes concentraciones industriales. Y la carga del mundo natural causó daños irreparables a la naturaleza. Los habitantes de las grandes aglomeraciones industriales perciben estos destrozos de manera clara: los entornos de las zonas industrializadas resultan inhabitables. ¿No exige la humanización de las sociedades industriales que se tengan presentes, por un lado, los intereses del capital y del trabajo en la producción así como los intereses de las personas afectadas respecto a la habitabilidad de su región? En este punto surgen hoy los conflictos y las iniciativas cívicas que promueven la creciente desaparición de industrias nocivas para el medio ambiente. En efecto, la disminución de la habitabilidad destruye también las posibilidades de vida huma­na. Sin embargo, los consorcios internacionales y el capital extranjero parecen no preocuparse lo más mínimo por estos aspectos.

El hombre tiene no sólo derecho al trabajo, sino también a la vivienda. Es necesario compaginar ambos intereses. No se trata sólo de un reto planteado a la política social. Constituye, además, la exigencia de convertirse respecto a la relación fundamental entre el hombre y la naturaleza. La postura ecológica acerca del entorno natural tiene que superar el enfoque puramente pragmático y utilita­rista.

El redescubrimiento de la naturaleza exterior será incompleto si no va acompañado por un redescubrimiento de la naturaleza interior, aquella naturaleza que es el hombre mismo en su corporalidad.

Alienación y liberación de la naturaleza 61

d) La animación del cuerpo {','-.

¿Existen modelos y ejemplos de esto en otros ámbitos de la vida? La nueva postura ecológica respecto de la naturaleza hunde sus raíces, por lo que a Europa se refiere, también en la medicina psicoso­mática59.

Es bien sabido que Descartes no pudo aplicar a la existencia del hombre la estricta dicotomía sujeto-objeto. No encontró en la perso­na del hombre el eslabón entre res cogitans y res extensa. Su suposi­ción de que la glándula pineal une el alma con el cuerpo no se pudo mantener. El auge y los grandes éxitos de la medicina moderna vinieron mediante la introducción y aplicación de métodos propios de las ciencias naturales. Pero siguió en pie el conocimiento de que el objeto de la investigación y tratamiento médicos es el sujeto hombre. En la medicina, el hombre como sujeto que trata se contrapone al hombre como sujeto tratado. El paciente sigue siendo persona. Desde un punto de vista médico no es posible practicar en el hombre mismo la distinción rigurosa entre hombre y naturaleza.

El hombre tiene una existencia corporal mientras vive. En efecto, puede contraponerse a sí mismo y objetivar la existencia corporal que él es en el cuerpo que él tiene. Pero él permanece siendo su cuerpo, y éste sigue siendo él mismo. El hombre jamás termina de objetivarse por completo y de hacerse disponible, pues en tal caso dejaría de ser hombre. Incluso el portador de una enfermedad sigue siendo sujeto como hombre enfermo, por más que se convierta en objeto de trata­miento terapéutico.

La medicina psicosomática comenzó con el «desencanto del obje­tivismo de las ciencias naturales» mediante la «introducción del sujeto» del hombre enfermo en la patología. Y cayó en la cuenta de hasta qué punto el hombre es capaz de configurar sus procesos patológicos mediante su influencia somática y psiquica; mejor dicho, humana60. Mediante el reconocimiento de la subjetividad humana es posible entrar médicamente en el tratamiento de enfermedades obra­do por el hombre enfermo. La medicina verdaderamente humana no puede presuponer una relación sujeto-objeto. Deberá mantener siem-

59. Muestra esto el paralelismo y la unión entre el fundador de la teoría del medio ambiente, J. von Uexküll, Umwelt und lnnenwelt der Tiere, Berlin 21921; Theoretische Biologie, Berlin 21928, y el fundador de la medicina psicosomática, V. von Weizsácker, Der Gestaltkreis. Theorie der Einheit von Wahmemen und Bewegen, Stuttgart "1950. Para una valoración teológica, cf. M. von Rad, Anthropologie ais Thema von psychosomatiseher Medizin und Theologie, Stuttgart 1974.

60. Para estas tesis de V. von Weizsácker y L. von Krehl, cf. J. Moltmann, La humanidad de la vida y de la muerte, en Id., El experimento esperanza, Salamanca 1977, 138-151.

62 En la crisis ecológica >*>*"

pre la relación sujeto-sujeto. Y tiende siempre a eliminar la alienación del cuerpo mediante una exclusiva medicina del cuerpo. Ella comple­menta los conceptos del tener con los del ser61. Y abarca la totalidad de la persona humana.

Hay que considerar la alienación del hombre respecto a su existen­cia corporal como la cara interna de la crisis ecológica externa de la moderna sociedad industrial. La religión y la educación llevaron a los hombres a identificarse a si mismos tan solo como sujetos de entendi­miento y voluntad, pero a objetivar su existencia corporal y a some­terla. Los hombres se convirtieron en «dueños y propietarios» de sí mismos. Aprendieron a dominarse y a controlar todos los sentimien­tos y necesidades corporales. Se convirtieron en esclavos y en propie­dad de sí mismos. Dominio y control de sí eran las máximas morales de la sociedad industrial62. Estos principios permitían que los hom­bres estuvieran disponibles en todo momento porque tenían que ofrecerse como mano de obra y como consumidores. El comporta­miento racional en el trabajo, en la convivencia y en el consumo es el requisito indispensable para el funcionamiento de una sociedad in­dustrial. El reloj reduce el tiempo vital experimentable a tiempo mecánico. El reloj se convirtió en la máquina clave de la era moderna, industrial63. Como consecuencia de todo esto, el hombre se ha distanciado de los ritmos y ciclos de su corporalidad, especialmente en el caso de la mujer. Se convierte al cuerpo en instrumento del trabajo y del placer. Uno toma conciencia de sí sólo cuando fracasa en sus prestaciones y enferma. Se desconoce el cuerpo como medio de la emoción afectiva de la totalidad de la persona. La sensibilidad, la espontaneidad y la totalidad desaparecen cada vez más de la persona a la que se convierte en el sujeto y objeto de sí misma.

El descubrimiento de la totalidad psicosomática del hombre en la medicina y la aceptación de la autoexperiencia corporal en la vida de la persona y de la sociedad son puntos de partida para superar la crisis ecológica en la relación del hombre con su propia naturaleza corpo­ral. La aclimatación de la sociedad humana en el entorno natural exige la correspondiente aclimatación del alma humana en la existen­cia corporal de la persona humana. Mientras que la propia naturaleza corporal del hombre no se libere del sometimiento al sujeto no se conseguirá liberar la naturaleza de la enajenación a la que fue someti-

61. B. Staehelin, Haben und Sein, Zürich 1969; E. Fromm, ¿Tener o ser?, Madrid 7!979.

62. M. Weber, Die protestantische Eíhik und Geist des Kapitalismus, en Gesammeíte Aufsatze zur Religionssoziologie, Tübingen 41947, 17-236 (ed. cast: Enea protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona s/f).

63. D. S. Landes, Revolution in Time. Clocks and the making of the modern worid, Cambridge, Mass., 1983.

Alienación y hueración de la naturaleza 63

da por la dominación y la explotación; y viceversa. La residencia patria y la animación de la propia existencia corporal son insepara­bles.

e) La naturalización del hombre

Sin la naturalización del hombre mismo no es posible superar la enajenación de la naturaleza ocasionada por el hombre. Entendemos por «naturalización» no una vuelta romántica a la naturaleza, sino una nueva autocomprensión del hombre y una nueva interpretación de su mundo en el marco de la naturaleza.

Si responsabilizamos a la moderna metafísica de la subjetividad de la alienadora objetivación de la naturaleza, la nueva autointerpreta-ción del hombre tendrá que basarse en una metafísica no subjetivista. Si la estructura centralista de industrias modernas ocasiona deterioro en el medio ambiente, la nueva interpretación del mundo del hombre tendrá que fundar una nueva cultura no centralista. La cartesiana metafísica del sujeto era una teoría del mundo tan centralista como la aristotélica metafísica de la substancia. Sólo es posible eliminar ambas mediante una metafísica de la relatividad del hombre y del mundo. Parecen apuntar en esta dirección las nuevas teorías que se ocupan de la situación ecológica del mundo moderno64.

En la discusión alemana han aparecido nuevos descubrimientos e ideas en la dirección que apunta hacia una humanización de la natura­leza65. Las «teorías de los sistemas abiertos» y recientes teorías de la información han permitido atribuir una cierta subjetividad en su nivel propio a los sistemas de la materia y de la vida del entorno natural. La creciente indeterminación del comportamiento en complejos sistemas abiertos, su estructura temporal y el ámbito de sus posibilidades permiten suponer en ellos una subjetividad de cuño propio, no objetivable por el sujeto humano. Con ello, el conocimiento comuni­cativo debe suplantar al conocimiento obtenido mediante la domina­ción. El conocer mismo se convierte en una relación de vida cognosci­tiva. El «objeto» se convierte en receptor y emisor de informaciones, reacciona como un sujeto sui generis, y es percibido como tal. Sin embargo, en este modelo de superación de la alienación de la natura-

64. Esto vale especialmente para la «teología de la naturaleza», que ha sido desarro­llada partiendo del pensamiento de A. N. Whitehead: J. Cobb, God and the World, Philadelphia 1969; ls il too late? A Theology of Creation, New York 1971; Cli. Birch, Faith, Science and the Future, Genf 1978.

65. E. v. Weizsácker, Offene Systeme I. Beitrage zur Zeilslruktur von Information, Entropie und Evolution, Stuttgart 1974; ICr. Maurin, Kr. Michalski, E. Rudolph, Offene Systeme II. Logik und Zeit, Suttgart 1981.

64 En la crisis ecológica

leza, el hombre continúa siendo el sujeto grande y central para la naturaleza.

La otra corriente para una teoría ecológica apunta a la naturaliza­ción del hombre66. Como punto de partida, esa teoría afirma que el hombre no se contrapone fundamentalmente a la naturaleza, que él mismo no es sino un producto de la naturaleza. Esta es el gran sujeto que produce incesantemente nuevas formas y figuras de vida, final­mente el hombre. Aquí el hombre es el objeto, un producto de la naturaleza productora. Vale esto para el nacimiento y evolución del género humano desde el «campo de paso animal-hombre», y también para el nacimiento y evolución del «mundo del hombre» en las modernas sociedades industriales. «La naturaleza» como compendio de todos los sistemas de materia y de vida ha desarrollado su forma relativamente más compleja en la evolución de las sociedades huma­nas. «La naturaleza» ha encontrado en estas sociedades humanas una concentración y centralización relativas, si el término naturaleza significa todos aquellos ámbitos que representan el ecosistema «tie­rra» para las sociedades humanas. Pero esto significa que, en el conocimiento humano de la naturaleza, ésta se conoce a sí misma; que, en la objetivización humana de la naturaleza, ésta se objetiviza a sí misma 67. Según este modelo, el sujeto para la relación sujeto-objeto del hombre con la naturaleza es la naturaleza misma. Si se admite esto, el sujeto humano tendrá que reconocer en aquellos ámbitos de la naturaleza que él puede objetivar la subyacente subjetividad de la naturaleza, e inscribir siempre el propio mundo en las más amplias conexiones de la naturaleza y de su evolución. En este sentido, es importante para la autocomprensión del hombre no entenderse como sujeto frente a la naturaleza y, teológicamente, como imago Dei, sino como producto de la naturaleza y, teológicamente, como imago mundi^.

Nace entonces, además, otro concepto de la experiencia natural. No somos nosotros los que «hacemos experiencias» o «experimenta­mos algo», sino que las experiencias vienen a nuestro encuentro. Somos impresionados por ellas, las percibimos, las recibimos. Ellas se condensan y se convierten en nuestra percepción. Posteriormente formaremos concepciones con esas percepciones; concepciones que

66 G. Altner, Der Tod-Preis des Lcbens-evolutionsbiologische und zeitphilosophische Aspekte: EvTh 41 (1981) 19-29.

67. Cf. la definición del hombre de Julián Huxley como «evolution become cons-ciousof itself», tomada por Teilhard de Chardin; The Phenomenon o/Man, London 1959, 243. Cf. también Th. Runyon, Conflicting models for God, en The Living God, ed. D. Kirkpartrik, New York 1971, 42: «Man is the place where the process transcends itself and becomes aware of itself».

68. Cf. cap. 8, 1.

Alienación y liberación de la naturaleza 65

utilizaremos para ordenar e identificar el flujo de los acontecimientos. Existen numerosos puntos de arranque para esta conversión de una concepción hostil, subjetivista que el hombre tiene de la naturaleza. Nos limitaremos a apuntar aquí dos antropologías filosóficas alema­nas:

Max Scheler preguntaba en su influyente escrito sobre La posición del hombre en el cosmos, en el que acentuaba con fuerza la posición privilegiada del hombre: «¿No es como si existiera una escalera en la que un ser, ente primigenio, inflexionara hacia atrás sobre sí mismo, constantemente, en la estructuración del mundo, para percatarse de sí en nuevos y sucesivos peldaños y en dimensiones antes inéditas, hasta terminar por tenerse a sí y comprenderse del todo en el hombre?»69.

La concepción de la «posicionalidad excéntrica», introducida por Helmut Plessner en la nueva antropología filosófica, apunta en la misma dirección: el hombre existe en sí al tiempo que está frente a sí. Se experimenta a sí mismo, siempre y simultáneamente, en el modo del ser y en el modo del tener. «Ni es sólo cuerpo ni tiene sólo cuerpo. Toda pretensión de la existencia física exige un equilibrio entre ser y tener, fuera y dentro»70.

En el moderno mundo del hombre, la ciencia y la técnica han ampliado constantemente el «tener-naturaleza». La moderna medici­na ha alcanzado sus éxitos más resonantes en el campo que podemos denominar «tener-cuerpo» del hombre. El hombre es, al mismo tiempo, naturaleza; y el cuerpo, al que aquél ha objetivado convirtién­dolo en propiedad suya, es, al mismo tiempo, él mismo en su existen­cia corporal. Localizar de nuevo el mundo del hombre en la historia de la naturaleza y redescubrir naturaleza en el ser-cuerpo no debe considerarse como huida romántica de la responsabilidad que el hombre ha logrado mediante el poder. Significa, por el contrario, descubrir dimensiones oprimidas y reprimidas de la vida y superar desde ellas los aspectos no humanos ni naturales del mundo moderno. El componente ser-naturaleza del hombre es el dato originario, el de dominar-naturaleza y el de poseer-naturaleza son hechos secundarios. Dependen del dato originario, pues construyen sobre él y viven de él.

69. M. Scheler,.Die Stellung des Menschen im Kosmos, München 1949, 44. 70. H. Plessner, Die Stujen des Organischen und der Mensch, Berlin 31975, 127 ss.

3 El conocimiento de la creación

Una vez expuestas las dimensiones de una doctrina cristiana de la creación en la crisis ecológica del momento presente, pasamos a estudiar su fundamento teológico. ¿En qué se basa el conocimiento del mundo como creación de Dios? ¿Con qué derecho teológico objetivo se considera y se trata la naturaleza (physis) como creación (ktisis)? ¿En qué condiciones subjetivas se experimenta el mundo en su estado presente como creación? ¿Se da a conocer como creación de Dios la naturaleza misma, o se la experimenta como tal sólo a la luz de la autorrevelación del Dios creador?

Toda teología natural parte de la evidencia de la naturaleza como creación de Dios. Por el contrario, toda teología de la naturaleza interpreta a ésta a la luz de la autorrevelación del Dios creador. ¿Qué relación se da entre una teología natural y una teología de la naturale­za? Con esta pregunta invertimos el interés tradicional por la teología natural: se trata de estudiar no lo que la naturaleza aporta al conoci­miento de Dios, sino lo que el concepto de Dios proporciona para el conocimiento de la naturaleza. Al invertir la pregunta de la teología natural habrá que replantear la teoría de la revelación poniendo la mirada en la naturaleza.

1. Alianza, creación y reino de Dios

Para trazar la doctrina bíblica de la creación debemos tener presente el testimonio completo de la Escritura, no sólo Gen 1 y 2. Con el adjetivo «bíblica» nos referimos a «judía y cristiana». Punto de partida para una doctrina cristiana de la creación podrá ser sólo una interpretación de los relatos bíblicos de la creación a la luz del evangelio de Cristo. Por consiguiente, una doctrina cristiana de la creación no puede ser biblicista.

En las tradiciones bíblicas del antiguo testamento y del nuevo la fe en la revelación del Dios creador en la historia de Israel configura la experiencia del mundo como creación l. El mundo no se da a conocer

1. He expuesto con detalle las conexiones en: La creación sistema abierto, en El futuro de la creación, Salamanca 1979, 145 ss; Trinidad y reino de Dios, Salamanca 21987, 113 ss. Aquí se exponen con mayor amplitud puntos de vista sistemáticos.

68 El conocimiento de la creación

de por sí como creación de Dios. Dios revela el mundo como creación suya cuando se revela como creador, conservador y redentor del mundo. Y después nace la experiencia del mundo como creación y el correspondiente trato con él: la literatura sapiencial. Israel aprendió a conocer el mundo a la luz del acontecimiento salvífico del éxodo, de la alianza y de la entrada en la tierra prometida. Naturalmente, el género «teología natural» es desconocido para Israel. Proviene de la filosofía griega2. La experiencia especial de Dios en virtud de la autorrevelación de Dios «el Señor» configuró e interpretó la experien­cia general del mundo vivida por Israel. El acontecimiento salvífico y la experiencia de la creación tienen una doble relación recíproca: por un lado, la experiencia de la creación presenta al Dios de la alianza de Israel como el Señor y Creador del mundo, y revela ahí la universali­dad del Dios uno y único. Y, por otro lado, todo el universo, todos los hombres y pueblos entran así en la luz redentora de la salvación que ha experimentado Israel y en la que espera. La creación es el horizon­te universal de la peculiar experiencia histórica de Dios vivida por Israel. Este horizonte comprende la «creación en el principio» y la «creación escatológica». Está marcado por la creación del cielo y de la tierra «en el principio» (Gen 1, 1) y por la creación del «nuevo cielo y de la nueva tierra» (Is 65, 17) en el final. Esto quiere decir que Israel no desarrolló sólo una interpretación protológica de la creación, sino también, y simultáneamente, una comprensión escatológica. Ambas dimensiones están presentes, de forma necesaria, en la «comprensión soteriológica de la obra de la creación»3. Ambas tienen que estar presentes, pues, en toda teología bíblica de la naturaleza.

Nuestra palabra «creación» significa el proceso concluido de creación y su resultado. Por eso, cuando hablamos de creación, pensamos inmediatamente en el comienzo de todas las cosas y nos imaginamos el nacimiento del mundo como un estado producido y cerrado de una vez por todas. Por eso se presentó la «creación en el principio» con toda una plétora de símbolos referidos al origen: paraíso, estado primigenio e inocencia, jardín del Edén, mundo no dañado. La doctrina cristiana de la creación ha interpretado siempre, desde Tomás de Aquino, «la obra de los seis días» (hexaemeron) en su exposición teológica4. Apenas si se tuvo presente que la historia de la

2. Así, también, I. Barbour, Problemas de religión y ciencia, o. c., 5 (citado según edición inglesa): «The view we will propose is not a new "natural theology", but rather a "theology of nature", an attempt to view the natural order in the framework of theological ideas derived primarily from the interpretation of historical revelation and religious experience». Cf. también A. Ganoczy, Theologie der Natur, Theol. Medhationen 60, Zürich 1982.

3. G. von Rad, Teología del antiguo testamento I, Salamanca *1986, 173 s. 4. Tomás de Aquino, Summa theologica I q 65-74. Igualmente K. Barth, Kirchliche

Dogmatik III/l, Zürich 1945.

Alianza, creación y reino de Dios 69

creación del documento sacerdotal y del documento yahvista no presen­ta una doctrina cristiana de la creación 5. La orientación mesiánica no está aún manifiestamente presente en ellos. Por eso la especial revela­ción cristiana de Dios sólo estuvo sobre el tapete en la doctrina de la redención. Pero esto es unilateral en varios aspectos: no se puede desligar la fe israelita en la creación de la particular experiencia salvífica de Israel ni apropiarse la especial experiencia cristiana de salvación sin cambiar esa fe y sin someterla a una nueva interpreta­ción. Y se echa a perder la fe en la creación cuando se la reduce al origen del mundo.

Las diversas tradiciones bíblicas hablan de la creación de Dios poniendo la mirada en el principio del tiempo, en el tiempo de la historia, y en el tiempo escatológico. Si el término «creación» debe compendiar toda la actividad creadora de Dios, la correspondiente doctrina de la creación deberá abarcar la creación en el principio, la actividad creadora a lo largo de la historia y la creación al final de los tiempos: creatio originalis —creatio continua— creatio nova. El térmi­no «creación» designa la creación inicial de Dios, su creación a lo largo de la historia y la creación consumada. La idea de la unidad de Dios queda asegurada sólo en la concepción de un proceso de creación racionalmente coherente en sí. Este proceso recibe su sentido de su meta escatológica. Las expresiones o símbolos «reino de Dios», «vida eterna» y «gloria» describen esta meta escatológica de la crea­ción de Dios. En contra de la afirmación de Karl Barth, la alianza histórica no es el «fundamento intrínseco de la creación», sino el «reino de la gloria», pues este Reino eterno es también el fundamento interno de la alianza histórica6.

La creación en el principio apunta más allá de sí misma a la historia de la promesa de Abraham, de Isaac y de Jacob. Esta historia de la promesa apunta a la historia mesiánica del evangelio de Cristo, y ambas miran hacia el Reino venidero, que renueva el cielo y la tierra llenándolo todo con el resplandor de Dios. En este proceso de la creación orientado de manera coherente hacia el reino de Dios

5. Observa esto E. Brunner, Dogmatik II, Zürich 1950, 17 acerca de la doclrina de Barth sobre la creación. El mismo desea orientar la doctrina cristiana de la creación no por Gen 1, sino por Jn 1. Puesto que el testimonio de la creación del antiguo testamento es tan provisional respecto al del nuevo testamento como su testimonio acerca del Mesías, «nuestra fe en el Creador deberá vincularse en principio no a la historia de la creación del antiguo testamento» (ibid.). Nuestra interpretación mesiánica de la historia de la crea­ción narrada en el documento sacerdotal y en el documento yahvista no reduce a ésta a una «provisionalidad» superada por el cristianismo, sino que la recoge en las condiciones de la esperanza mesiánica.

6. Recogemos así fórmulas utilizadas por Karl Barth en su doctrina de la creación §41: Creación y alianza, y las cambiamos en el sentido de la tradición teológica federal de

la que han sido tomadas: la creación y la alianza están al servicio del Reino venidero.

70 El conocimiento de la creación

podemos distinguir, de acuerdo con las diversas condiciones del ser y del tiempo, entre creación en el principio, las creaciones históricas, y la nueva creación escatológica.

Si nos fijamos en el objetivo o meta de la historia de la creación, reconoceremos en el mundo creado \'ds promesas reales del Reino de la gloria. El mundo actual es un símbolo real de su futuro. En virtud de su autotranscendencia, todas las criaturas apuntan a algo que se encuentra fuera de ellas mismas. Gracias a su no identidad, se abren a su verdad futura. Por eso percibimos que la creación está orientada a la historia, pero su sentido último no consiste simplemente en ser escenario de la historia de Dios con los hombres, porque el sentido último de esa historia se encuentra, a su vez, en la creación nueva, consumada. La creación en el principio está, pues, abierta a la historia de salvación, pero ésta está a su vez en función de la nueva creación. Por eso la creación en el principio apunta, por encima de la historia de salvación, a su propia consumación en el Reino de la gloria. En este orden de cosas, no es la historia el marco de la creación, sino ésta el marco de aquélla. Esto pone límites a la «historización del mundo»7. La creación es más que un simple «escenario» de la historia de Dios con los hombres. La meta de la historia es su consumación en su glorificación. Hacemos aqui las afirmaciones siguientes:

1. La revelación histórica de Dios el Señor alumbra el conoci­miento del mundo como creación de Dios. Ese conocimiento no se desprende de la simple contemplación del mundo.

2. La revelación de Dios el Señor se hace universal mediante el conocimiento del mundo como creación.

3. Entendido como creación de Dios, el universo es comprendi­do en la historia de la soberanía de Dios. La creación en el principio prepara esa historia, y ésta alcanzará su consumación en la nueva creación en el reino de Dios.

4. Pero ¿en qué situación se encuentra la creación cuando es captada históricamente de esa manera? Esa es la pregunta central de una teología de la naturaleza. Respondemos con la tesis siguiente: el tiempo del conocimiento cristiano de la creación es el tiempo del Mesías Jesús. Supuesta la fe en Jesús el Cristo, el mundo se revela en la luz mesiánica como creación esclavizada y abierta al futuro.

7. K. Lówith ha pasado por alto, en su critica de la existencia histórica y cristiana, la orientación escatológica de la historia a la nueva creación. Cf. Gesammelte Abhancllungen zur Krilik der geschkhtliehen Existenz, Stuttgart 1960; y Vortrage und Abhandlungen zur Kritik der christlkhen Überliefenmg, Stuttgart 1966.

«¿Teologia natural?» 71

2. «¿Teología natural?»

La expresión theologia naturalis proviene de la filosofía del estoi­cismo griego8. Con el genus physikon se daba a entender la doctrina de las fuerzas de la naturaleza presentadas como personas. En el estoicismo latino, theologia naturalis designaba no una teologia de la naturaleza captable de manera empírica, sino el conocimiento del ser de las cosas. El concepto de naturaleza cambió cuando fue recogido por teólogos cristianos. Significa entonces la realidad caracterizada teológicamente como «creación». Ya no se entendió natura como esencia eterna de las cosas experimentables, sino como su realidad finita, dependiente y contingente. ¿Qué clase de conocimiento de Dios (theologia) se implanta con tal comprensión de la naturaleza?

Las tradiciones teológicas hablan de un doble conocimiento de Dios: a través de la creación y por medio de la Escritura9. Mediante la «luz de la naturaleza», a través del «libro de la naturaleza», sólo se consigue un conocimiento incompleto de Dios. Puesto que todo conocimiento establece una comunión, el conocimiento natural de Dios no llevará, pues, a una comunión perfecta con él. Ese conoci­miento consiste en una noción innata de Dios (notitia Ínsita) que se puede encontrar en el testimonio interno de la conciencia en cada hombre, y en un conocimiento de Dios adquirido mediante el conoci­miento de la naturaleza (notitia acquisita). El primer conocimiento es inmediato, el segundo mediato. Pero tanto un conocimiento de Dios como otro son accesibles a todos los hombres en general. Ambos son conocimientos incompletos del Dios que se revela en la naturaleza y mediante ella. Ambos son completamente vanos respecto al misterio sobrenatural de la fe. El conocimiento natural de Dios hace a uno discreto, pero no santo. El conocimiento de Dios que santifica viene exclusivamente de la revelación «sobrenatural» de Dios en Jesucristo porque conduce a la comunión perfecta con Dios.

La theologia naturalis fue encuadrada siempre en la historia de la salvación: el conocimiento natural de Dios que podemos tener, y tenemos ahora, es un «resto» del conocimiento de Dios que se tuvo en el paraíso. En el estado de la integridad originaria hubo un conoci­miento inmediato, general y perfecto de Dios. En las actuales condi­ciones de pecado humano y de naturaleza corrompida, ese conoci-

8. M. Pohlenz, Die Stoa I, Góttingen 31964. 198. 9. En lo que viene a continuación me atengo a la exposición de H. Schmid, Die

Dogmatik der Evangelisch-Lutherischen Kirche, Gütersloh 71983, § 15, 67 ss, Cognitio Dei nataratis el supernaturalis, y a H. Heppe/E. Bizer, Die Dogmatik der Evangeliseh-Reformierten Kirche, Neukirchen 1958, locus I: De theologia naturali et reveíala. Cf. al respecto Chr. Link, Die Welt ais Gleichnis. Studien zum Problem der natürlichen Theologie, München 1976.

72 El conocimiento de la creación

miento se da sólo de forma rudimentaria. La theologia naturalis accesible en la historia del pecado y de la muerte es un recuerdo del primigenio conocimiento de Dios.

¿Qué función cumple en el marco de la teología cristiana la teología natural definida así?

La relación de la teología natural con la teología de la revelación ha sido determinada de diversas maneras en la historia de la teología: teología natural como preparación, como confirmación, como meta, como sustituía, como concurrente, como enemiga de la teología de la revelación. Seleccionamos aquí tres funciones y descartamos las res­tantes posibilidades.

1. Función pedagógica. Permite a los hombres preguntar por la revelación del Dios verdadero. En este sentido, forma parte, según Tomás de Aquino, de los praeambula ad artículos fidei.

2. Función hermenéutica. Lleva a los hombres a entender lo que creen. En este sentido, pertenece al intellectus fidei. No prueba la fe en Dios, pero la hace inteligible. Presenta la pretensión universal ligada al término «Dios» 10.

Tanto si se utiliza la teología natural como preparación a la fe o para la presentación inteligible de esa fe, la fe cristiana determina lo que ésta presupone como conocimiento natural, inmediato y general de Dios11. Precisamente por esto, el conocimiento natural de Dios tiene además otra significación completamente distinta:

3. Función escatológica. Si es un «resto» del conocimiento de Dios que se dio en el paraíso, es, al mismo tiempo, una anticipación del conocimiento de Dios en la gloria.

El conocimiento cristiano de Dios no es inmediato, sino mediato a través de Cristo, de la palabra y del sacramento. El conocimiento cristiano de Dios tampoco es general, sino limitado al círculo abierto de la proclamación y de los creyentes. El conocimiento cristiano de Dios es conocimiento de Dios en la analogía. Precisamente por eso el conocimiento cristiano de Dios desea pasar de la fe en la palabra a la visión inmediata, cara a cara, de Dios (1 Cor 13, 12), de la mediación a la inmediatez, y de la particularidad a la universalidad. En este camino de esperanza despiertan los recuerdos relacionados con el

10. Se acentúa esta función sobre todo en la nueva teología hermenéutica de R. Bultmann, E. Fuchs y G. Ebeling.

11. En la historia de la Iglesia jamás se utilizó la teología natural en competencia con la teología de la revelación. Ningún teólogo utilizó la teología natural para la autojustifi-cación del hombre ante Dios. La teología ilustra, pero no sanuiica, .-.c ucua. k. baiiii fue el primero en caer en la cuenta de esta alternativa y dijo «¡no!» a la teología na­tural. Lo que él criticaba no era realmente una «teología natural», sino la «teología política» de los cristianos alemanes. Por eso, en su obra tardía, el tema de la teología natural aparece habitualmente como la «teología de las luces» (Kirchl. Dogmatik IV/3, 126 ss).

«¿ Teología natural?» 73

principio. Así, mediante la anticipación del conocimiento inmediato de Dios en el Espíritu, se recogen también los «restos» del conoci­miento inmediato y general de Dios que se dio en el paraíso12. La realidad experimentable del mundo esconde en sí las huellas de la gloria. Todo conocimiento del mundo «como» creación es, pues, un conocimiento metafórico de este mundo como alegoría del mundo futuro. El conocimiento natural de Dios forma parte de la pneumato-logía cuando cumple esta función: la «luz de la naturaleza» es una muestra de la luz de la gloria13. Ella misma no es el foco originario de la luz sino que refleja la luz de la gloria futura. Esta muestra tiene el carácter de la luz mesiánica que revela el mundo presente en su indigencia, le hace vivo en su ansia de libertad y permite conocerlo como alegoría real y promesa del Reino. La distinción entre «teología natural» y «teología de la revelación» puede conducir a error. No existen dos teologías diferentes. Existe tan sólo una, pues Dios es uno. Pero existe esa teología una en diversas circunstancias y condiciona­mientos temporales. El respectivo modus praesentiae Dei determina estas circunstancias temporales.

Theologia naturalis es la teología una bajo las condiciones del regnum naturae. En su forma pura, la naturaleza es la creación en el principio. Una theologia naturalis pura es, pues, teología bajo las condiciones de la creación primigenia y de la semejanza pura del hombre con Dios en el paraíso (en sentido simbólico). En la historia, hablamos de «naturaleza» como diferente de creación para incluir las condiciones del pecado y de la corrupción. Y hablamos de «naturale­za» como distinta del pecado para incluir lo creado 14. Con «naturale-

12. Las energías del Espíritu santo echan mano de los hechos naturales y los utilizan para el reino de Dios y para la nueva creación (1 Cor 7). Cf. E. Kásemann, Amt und Gemeinde im Neuen Testament, en Exegetische Versuche und Besinnungcn I, Gottingen 1960, 108 ss, en especial, p. 119. También para Calvino, los objetos de la theologia naturalis forman parte de la pneumatología. Cf. W. Krusche, Das Wirken des Hei/igen Geistes nach Calvin, Gottingen 1957, 13 ss. Yo expuse por primera vez la interpretación pneumatológica de la teología natural en 1966: Gottesoffenbarung und Wahrheitsfrage, Zürich 1966, 149-172.

13. Cf. H. J. Iwand, Glauben und Wissen, en Nachgelassene Werke I, München 1962, 287 ss, en especial p. 290 s: «La inversión que se exige hoy a la teología consiste en adscribir la revelación a nuestro eón, pero la teología natural al eón futuro». Con esta tesis, Iwand se limitó a recoger la idea básica de la Ilustración alemana. Cf. G. Sóhngen, art. Natürliche Theologie, LThK VII, 811-816, en especial, 815: «Se produce ahora una inversión radical: mientras que en tiempos anteriores la teología natural tenía su ubica­ción en los prolegómenos de la doctrina y ciencia de Dios propiamente dicha, y preparaba para ella, ahora todo lo sobrenatural y suprarracional de una religión es desplazado a la antesala de la teología natural; se convierte, como lo puramente positivo o histórico, en «vehículo propedéutico» de la fe moral de la razón, que pasa a ser la clave para deletrear de forma natural la religión, para leer en ella la religión (natural) en y sobre las religiones (positivas)».

14. D. Bonhoeffer, Etica, Barcelona 1968, 99 ss.

14 El conocimiento de la creación

za» indicamos, pues, la realidad de aquel mundo que ha dejado de ser la creación buena de Dios y no ha llegado todavía a ser reino de Dios.

Theologia revelata es la teología una en el regnum gratiae. Presupo­ne la autorrevelación de Dios en la historia marcada por el pecado del hombre y por su muerte. Por eso, esta teología es marcadamente theologia crucis. En la cruz de Cristo Dios se revela a los impíos. Conocimiento de Dios y justificación de los impíos aquí coinciden. Porque la gracia presupone la creación y apunta a la gloria, la teología en el regnum gratiae es una teología histórica: theologia messianica o, como se decía antiguamente, theologia viatorum.

Finalmente, theologia gloriae es la teología una en el regnum gloriae. Consiste en ver cara a cara la beatificante y no disfrazada gloria de Dios. Esto presupone el juicio y la completa recreación de la criatura, pues, de lo contrario, nadie podría «contemplar a Dios» sin morir. Se trata de un conocimiento inmediato de Dios, sin la media­ción de imágenes o analogías. Es una comunión universal con Dios en la que no existen fronteras, que abarca a todos los hombres y la totalidad del universo a su manera: «Yahvé Sebaot llena toda la tierra de su gloria» (Is 6, 3).

Si se trata de la única teología bajo las diversas condiciones de ser y tiempo mencionadas, es lógico que cada subsiguiente forma de la teología recoja en sí la respectiva forma inmediatamente anterior. La teología en el reino de la gloria da cumplimiento a las promesas y brotes de la teología natural y de la histórica. Pero esto significa a su vez que la teología posible en cada momento es la teología total. La teología de la revelación es teología natural bajo las condiciones de la historia, así como la teología en el paraíso fue teología de la revela­ción bajo las condiciones de la creación primigenia. La teología de la gloria es, pues, la verdadera teología natural de la revelación, y la teología de la revelación consumada en el estado de consumación de la creación y de la historia.

Llamamos teología de la revelación a la existente y posible en el momento presente, y definimos como teología mesiánica a la teología de la revelación en sentido cristiano. Teología mesiánica es aquella teología que presupone la presencia del Mesías y el comienzo del tiempo mesiánico. En tales presupuestos, la comprensión mesiánica del mundo es la verdadera teología natural. A la luz mesiánica, todas las cosas y todos los seres animados son reconocibles en su condición de presa de la corruptibilidad y en su esperanza de liberación para la eternidad. Pablo expuso con claridad meridiana este conocimiento del mundo como creación a la luz mesiánica en Rom 8, 19 ss. La doctrina cristiana de la creación tendrá que partir de este conocimien­to de la creación en la actual hora del mundo.

El mundo como promesa y anticipación 75

3. El mundo como promesa y anticipación

La primera posibilidad de entender en estos momentos la creación desde su futuro redentor y glorificador es la comprensión del mundo como parábola. Karl Barth recogió el deseo, pero no el método ni la pretensión moderna de la «teología natural», cuando desarrolló sus ideas acerca de la capacidad e indigencia del mundo para servir de parábola del reino de los cielos15. En las parábolas neotestamentarias de Jesús encontró Barth «algo así como el prototipo del orden en el que, junto a la Palabra una de Dios, pueden existir otras palabras verdaderas de Dios, creadas y determinadas por aquélla, en perfecta correspondencia con ella, sirviéndola plenamente y, por consiguiente, en su poder y autoridad»16. Esas parábolas toman la experiencia cotidiana del mundo y la convierten en signo y actualizaciones del «reino de los cielos»17. Las experiencias se convierten en referencias a algo distinto. El reino de los cielos se oculta en la parábola de una experiencia cotidiana y es actualizado como parábola. Ese reino de los cielos es comunicado de manera indirecta. Pueden servir de parábola no sólo los ámbitos de la experiencia religiosa, cultural y política, sino también el campo de la experiencia de la naturaleza. Barth utiliza aquí la metáfora de la representación teatral: el drama es la historia de Cristo, historia que revela a Dios y reconcilia el mundo. El «escenario y el marco, el lugar y el trasfondo» es el mundo de las criaturas, distinto de Dios, pero realizado por él18. Barth toma de Calvino la metáfora del mundo como theatrum gloriae Dei: se distin­guen de forma meridiana el escenario de la creación y el drama divino de la salvación. Barth asigna al escenario cósmico sólo las propieda­des de la continuidad, de la rotación, de la persistencia. La creación tiene que dar réplica ahí a la fidelidad del Creador19. El drama salvífíco tiene, por el contrario, el carácter de lo nuevo que viene inesperadamente de fuera. La luz de la revelación es la que consigue que resplandezcan las luces que se encuentran en el escenario del mundo, porque el mundo de las criatura es «sólo» el theatrum, «sólo» el espacio en el que la gloria propia de Dios resplandece en la obra de la reconciliación20. Las luces y verdades creadas apuntan a la Luz

15. K. Barth, Kirchlkhe Dogmalik IV/3, 126-175. Recoge aqui las ideas que había expuesto ya en: Die Kirche und die Kultur (1926), en Die Theologie und die Kirche, München 1928, en especial 375 ss, para el ámbito cultural, y en Christengemeinde und Bürgergemeinde, München 1946, 20 ss, para el ámbito político.

16. O. c , 126. 17. O. c, 128. 18. O. c, 154 s. Cf. aquí Apéndice: símbolos del mundo: el gran teatro del mundo 19. O. c., 156. Cf. también I1I/3, 55 ss. 20. O. c., 158.

76 El conocimiento de la creación

única de la que todas ellas proceden, a la Verdad única a la que ellas corresponden. Las luces y verdades del theatrum son gloria Dei en la que aquellas tienen su sentido y la justificación de su existencia.

El mundo como parábola significa aquí su correspondencia con el reino de los cielos, con el que no se corresponde como tal mundo. Significa una semejanza en la inconfundible falta de parecido. La diferencia entre la comparación y lo comparado no es la diferencia que existe en la creación entre cielo y tierra, sino la propia diferencia del Creador frente a su creación. La analogía nace en la condescen­dencia del Creador a su criatura y en la aproximación del reino de los cielos al mundo de la experiencia cotidiana, como muestran las parábolas del Hijo de Dios encarnado. Se da ahí una afirmación crítica de las luces y verdades de este mundo por la luz y la verdad de Dios mismo.

Sin duda, Barth se esfuerza por «mirar conjuntamente» lo incom­parable: la gloria Dei con el theatrum mundi, y la luz eterna con las lucecitas creadas. Pero esto sólo es posible si el teatro mismo, por seguir con la metáfora, se convierte en una parte de la pieza que se representa en él. Y eso no es posible si se considera el teatro sólo como «escenario y telón de fondo» de aquel drama. Pero, en el contexto teológico, teatro y pieza teatral son una sola cosa porque el drama de la salvación se representa sólo una vez. Son impensables en este teatro otros dramas para los que la creación podría servir también de «escenario y de telón de fondo»21.

Barth ha acentuado con tanta fuerza la diferencia porque la expresión «mundo creado» significa para él la creación en el principio y su conservación, pero no la historia continuada y contingente de la creación, y porque celebra como el «triunfo de la gloria» la «revela­ción de la reconciliación»22.

Las parábolas neotestamentarias del reino de Dios muestran, sin embargo, la oculta presencia del futuro del Reino venidero. Deben ser interpretadas escatológicamente como parábolas históricas del mun­do futuro. No cabe explicarlas ontológicamente como parábolas terrenas de la gloria celeste23. El mundo como creación tiene capaci­dad e indigencia para funcionar como parábola de su propio futuro, el reino de Dios, pero carece de capacidad para ser parábola de Dios

21. III/3, 55: «El cosmos creado... es ese escenario de las grandes acciones de gracia y salvación de Dios. En esa intención, el cosmos es servidor de Dios, instrumento de Dios, material de Dios. De nuevo es claro: el escenario no puede ser sujeto de la obra que se representa en él. Sólo puede ofrecer a esa obra una posibilidad exterior». Con razón pregunta I. Barbour, o. c, 424: «But does not nature particípate in a more direct way-is it not, in fact, part of the drama?».

22. IV/3, 171. 23. Ha captado esto perfectamente Chr. Link, Die Welt ais Gleichnis, o. c, 292 ss, y

lo ha presentado implícitamente como una crítica a Barth.

El mundo como promesa y anticipación 77

mismo. Sólo en el Reino de la gloria se convierte el mundo en imagen y semejanza de Dios, porque se convierte en vivienda de Dios mismo. El futuro escatológico se procura en las parábolas diseños, preparati­vos y praxis en las experiencias de este mundo. Barth no ha tratado adecuadamente la idea de la creación como esbozo del reino de Dios. Su teoría de la parábola supera la dualidad de alianza y creación, pero no concibe la alianza y la creación mismas como parábolas de la gloria venidera. ¿No es cierto que «todo lo pasajero se queda entonces en simple parábola» de lo perenne (Goethe)?

Si entendemos la parábola como la presencia oculta de un futuro cualitativamente nuevo, redentor, en la experiencia cotidiana de este mundo, entonces la parábola se convierte en promesa24. Las parábo­las son, pues, anticipaciones de lo prometido en el inadecuado campo de experiencia de este tiempo. El reino de Dios desborda, sin duda, el horizonte de experiencia de esta hora del mundo y nuestro propio concepto. Pero es «como el hombre que salió...» y «como una mujer que tiene diez monedas y pierde una...». El futuro del Reino actualiza­do en la parábola desborda en puntos decisivos la experiencia cotidia­na y permite caer en la cuenta de ello mediante este efecto de sorpresa.

Si trasladamos esta comprensión de la parábola a la experiencia del mundo natural, experimentaremos las cosas concretas ciertamente tal como se presentan a nosotros, pero luego se nos aparecen en el anticipo de su propio futuro verdadero. Y esto no se basa en nuestra opinión o en nuestra esperanza, sino en su autodiferencia real y en su capacidad objetiva de anticipación. Las estructuras de la materia y sistemas de vida complejos tienen un amplio abanico de posibilidades y gozan de capacidad de anticipación, al tiempo que necesitan de la anticipación para poder comunicarse con otros seres animados. La impresión de solidez, de rotación y de persistencia que la naturaleza produce en Barth es unilateral. Si todos los sistemas de vida tienen una estructuración temporal, entonces todos ellos están abiertos, a su manera, al futuro. Su carácter referencial se basa en esta estructura temporal. Por consiguiente, es atinado hablar de claves reales del mundo.

Desde un punto de vista teológico es necesario concebir las criaturas como promesas reales del Reino. Por el contrario, habrá que considerar el reino de Dios como consumación no sólo de las prome­sas históricas del mundo sino también de las naturales25. Tenemos

24. Cf. P. Ricoeur, Hermeneutik der Symbole und phüosophische Reflexión, en Hermeneutik und Psychoanalyse, München 1974, 162-216. Ricoeur parte de la «plétora de significación» del símbolo y encuentra en él la autodiferencia y autotranscendencia respecto de la realidad experimentada. Los símbolos no fijan, sino liberan. En los símbolos mesiánicos, las realidades se muestran como vestigio regni Dei.

25. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, o. c, 1411: «La idea del reino... contiene en sus

75 El conocimiento de la creación

ahí algo más que una simple parábola. Una parábola apunta a algo distinto y anticipa eso otro mediante la referencia. Pero una promesa apunta a su cumplimiento y anticipa el futuro. La realización elimina la promesa: lo prometido se convierte en realidad, desaparece la promesa. Si el mundo como creación es la promesa real del Reino, enconces forma parte de la historia del Reino, y no es sólo su «escenario y telón de fondo», porque debe manifestarse en su trans­formación eterna al final de esta historia.

Es oportuno recoger en este contexto la antigua doctrina teológica de los vestigio. Dei. Quien entiende la naturaleza como creación de Dios, ve en ella no sólo «obras» de Dios, sino también las «huellas de Dios», claves y signos ocultos de su presencia. «En toda la naturaleza encontramos las iniciales de Dios, y todos los seres creados son cartas de amor que Dios nos ha escrito» 26. La naturaleza no es la revelación de Dios. Tampoco es el retrato fiel de Dios. Pero muestra por doquier las «huellas de Dios» en la medida en que se puede ver en ella un destello y un reflejo de la belleza de Dios. Se ha pensado siempre que la clave para descifrar ese mundo se encuentra en el libro de la revelación, pues sólo quien conoce a Dios porque éste se le revela es capaz de reconocer e interpretar las huellas de Dios en la naturaleza. Por eso hay que ampliar la doctrina de los vestigia Dei en dos vertientes: a) porque Dios se revela de forma trinitaria como el Dios trino, los vestigia Dei en la naturaleza son vestigia trinitatis, b) porque Dios se revela como el Dios que promete el venidero Reino de la gloria, los vestigia Dei en la naturaleza son vestigia regni Dei. Son las huellas del Espíritu creador que prepara el Reino venidero. Por consiguiente, podemos interpretar el mundo de la naturaleza como huella del Dios trino y como promesa real del Reino venidero.

La interpretación de la experiencia natural como anticipación de lo futuro se amplía en la historia de la promesa. Mientras que la naturaleza y la historia humana representen promesas de gloria futura, pero ellas mismas no sean promesa, todo conocimiento de Dios y del mundo será metafórico y analógico. ¿Cómo tenemos que concebir el conocimiento de Dios y del mundo en el Reino de la gloria? Tenemos, en primer lugar, la idea sorprendente de que en el Reino de la gloria se destaca un ser de Dios en el mundo que ya no admite ni necesita una copia. Las imágenes actualizan a los ausentes. Cuando éstos están presentes, las imágenes dejan de ser necesarias; incluso resultan nocivas. Entonces tendrá cumplimiento universal la veterotestamentaria prohibición de imágenes: «No te harás escultura

anticipaciones un absolutum en el que todavía deben cesar otras contradicciones distintas de las sociales, donde debe cambiar también la inteligencia de todas las conexiones anteriores».

26. E. Cardenal, Vida en el amor. Salamanca 41987, 27.

Conocimiento mesiánico del mundo 79

ni imagen alguna...» (Ex 20, 4-6). Según la tradición de la Cabala, el mundo mesiánico será un mundo sin esculturas ni imágenes21. No se hará distinción ni separación entre la comparación y lo comparado porque Dios se revela de manera universal e inmediata por sí mismo, y la creación participa, directa e indirectamente, de su vida eterna, con todas las criaturas. La distancia entre el Creador y sus criaturas desaparecerá mediante la inhabitación del Creador en su creación, sin que desaparezca la distinción. La diferencia entre la fe y la experiencia queda superada en la visión de la gloria: «Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto» (1 Cor 13, 10). El saber y el conocer en imagen es, para Pablo, sinónimo de «imperfecto». También la profe­cía y la promesa merecen ese calificativo. Cuando desaparecen las distancias de tiempo y espacio, pasa también aquel mundo que conocemos sólo mediante su duplicación en símbolos, metáforas e imágenes. Desaparece la duplicación misma. Y pasa también la teología mediante la que se habla de Dios en virtud de su revelación en el insuficiente material de este mundo cautivo en la nada. La theologia viatorum se consuma en la theologia patriae, que la suplanta. En la alabanza entonada en la patria eterna pasa «el canto del Señor en la tierra extranjera» (Sal 137, 4), que conserva todavía el tono áspero y desgarrado de la extranjería. El Reino de la gloria que da cumplimien­to a todas las promesas y esperanzas brillará con una luz que todavía no ha brotado de su fuente, dice el mesianismo judío. Es la luz de la que, según la fe cristiana, la luz de la reconciliación de Dios con el mundo en el Mesías Jesús representa un anticipo y un destello.

4. Conocimiento mesiánico del mundo

A primera vista, parece que el nuevo testamento no hace aporta­ción nueva alguna a la comprensión del mundo como creación: Jesús y los apóstoles presupusieron como incontestable la fe en la creación presentada por el antiguo testamento y por el judaismo de su tiempo. El evangelio del reino de Dios que ellos proclaman nada ha cambiado al respecto. Y Pablo habla con poca frecuencia de este tema. Esto haría pensar que el nuevo testamento no dio especial importancia a las cuestiones relacionadas con el dominium terrae ni al trato del hombre con la naturaleza28. Sin embargo, tal impresión es engañosa.

27. G. Scholem, Zum Verslandnis der messianischen Idee im Judentum, en Judaica I, Frankfurt 1963, 72 s. De manera parecida, E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, o. c.. 1408 ss. Cf. J. Moltmann, Filosofía y mesianismo, en J. Moltmann-L. Hurbon, Utopía y esperanza, Diálogo con Ernst Bloch, Salamanca 1980, 156 ss.

28. Cf. H. Schwantes, Schópfung der Endzeit, Stuttgart 1962, que hace aquí una buena excepción. P. Stuhlmacher, Erwágungen zum ontologischen Charakter der Theologie bei Paulus: EvTh 27 (1967) 1-35.

80 El conocimiento de la creación

Y nace cuando se entiende por «creación» un mito relacionado con los orígenes y, por consiguiente, se pone la mirada en pasajes equivo­cados. El testimonio neotestamentario de la creación se encuentra en el kerigma de la resurrección y en la experiencia del Espíritu santo, la fuerza de la nueva creación. De hecho, en la cristología escatológica y en la pneumatología se lleva a cabo una reinterpretación profunda de la actividad creadora de Dios. Se presenta no la creación protológica, sino la creación escatológica del mundo, como cabía esperar de testigos del tiempo mesiánico. Se habla de la creación escatológica de Dios utilizando los grupos léxicos éyeípeiv, resucitar, £CÚOTIOIOVV vivificar, y Ka.le.lv llamar a la vida.

Con la resurrección del Crucificado de entre los muertos comienza para Pablo el proceso escatológico de la resurrección de los muertos; y, con ella, la nueva creación del mundo. En el perfecto de la resurrec­ción de Jesús fundamenta el apóstol el futuro de tal esperanza (Rom 8, 11; 1 Cor 6, 14; 2 Cor 4, 14 y otros). Si en la resurrección de Jesús apareció una vida nueva, en la presencia de su Espíritu se manifestará esa fuerza de vida. Finalmente, los cuerpos mortales serán vivificados cuando la vida de la resurrección no sólo haya vencido al pecado, sino también a la muerte. 1 Cor 15, 20-24 nos presenta ese proceso en un cierto orden temporal: primero Cristo, después los que pertenecen a Cristo, cuando él venga, luego el final. Pablo describe el proceso con las expresiones ánapxt] y ippaficúv; nos lo presenta como un proceso de anticipaciones sucesivas que cumplen la función de representar al todo mediante la parte y que, como inicios, apuntan a la consuma­ción. Porque la creación escatológica proviene del proceso de la resurrección y de la creación de la vida, el Creador-Dios recibe en el nuevo testamento el nombre nuevo, mesiánico: ó éyüpag 'Iriaovv, el Padre de Jesucristo, el Dios que resucita a los muertos, el Dios de la esperanza (Rom 15, 13). La fe en la resurrección es, pues, la forma cristiana de la fe en la creación. Es la fe en la creación bajo las condiciones de esta vida que está sometida a la muerte.

En Rom 4, 17, Pablo llama a Abraham el padre de la fe porque creyó a Dios «que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean»29. Se menciona en una misma línea la fe que justifica, la creación de la nada y la resurrección de los muertos. Porque el Dios de la promesa es el Creador de todas las cosas y el que resucita a los muertos. Como el Deuteroisaías engloba en la misma mirada el milagro del mar Rojo y el milagro de la creación, Pablo contempla conjuntamente en este pasaje la justificación del pecador, la resurrección de los muertos y la creación de la nada. En la actual

29. Para lo que viene a continuación, E. ICásemann, Der Rómerbrief, Góttingen 41980.

Conocimiento mesiánico del mundo 81

experiencia de la justificación, el comienzo del mundo y su consuma­ción aparecen juntos. Esa experiencia es el acceso subjetivo al proceso objetivo de la nueva creación del mundo en reino del Dios eterno.

Pero la fe en la resurrección no es sólo fe en la resurrección de Cristo, sino libertad creadora y resurrección en el Espíritu30. En 2 Cor 4, 6, Pablo ve conjuntamente la iluminación de la fe mediante el conocimiento de Cristo y la creación de la luz en el principio: quien cree se verá envuelto por la luz de la nueva creación. Ese tal se encuentra en la mañana del nuevo día de la creación. Participa en la nueva creación. Pablo expone todo esto en la doctrina de los carismas del Espíritu santo (1 Cor 12; 1 Cor 14; Rom 12, 3 ss). El Espíritu santo es la fuerza de la resurrección. La fuerza de la resurrección es el Espíritu creador de vida. Ella es ruah, la fuerza creadora de Dios, mediante la que él comunica sus energías a su creación. Por eso Pablo presenta la comunidad de los resucitados como el lugar de la revela­ción del Espíritu (Ef 1, 19 s; Ef 4). Los dones del Espíritu son las fuerzas de la vida nueva, eterna. En ellos se concreta la gracia de Dios. Mediante ellos, los hombres se comprometen con sus fuerzas y posibi­lidades en favor del reino de Dios. La recepción, el servicio y la difusión de las fuerzas de vida del Espíritu creador están en el horizonte escatológico-universal: en los últimos días «derramaré mi Espíritu sobre toda carne» (Jl 3, 1). Se acentúa por doquier su corporalidad porque se experimentan en la corporalidad de la nueva obediencia. Pero si se experimentan corporalmente las fuerzas vitales del Espíritu, esto se convierte en fundamento de la esperanza en la «redención del cuerpo» de la muerte para la corporalidad de la vida eterna, que se describe como el «cuerpo espiritual» (oro/ia nvt.Vfia-XIKÓV). El proceso de la nueva creación del mundo mediante la fuerza de la vida eterna que vence a la muerte no es sólo universal en cuanto a la amplitud de la creación, sino que penetra hasta la profundidad de la existencia corporal, real, del hombre.

Pablo expone esto en Rom 8, 19 ss en las conexiones entre la experiencia de la irredenta corporalidad de los creyentes, el reconoci­miento de toda criatura esclavizada y la escucha de los suspiros del Espíritu31. Y parte de la esperanza de la gloria «que debe manifestar­se en nosotros». Precisamente esa esperanza hace tomar conciencia de

30. E. Kásemann, Amt und Gemeinde im Neuen Testament, en Exegetische Versuche und Besinnungen II, 1966, 109 ss.

31. E. Kásemann, Dergottesdienstliche Schreinach Freiheit, en Paulinische Perspek-tiven, Tübingen 1969, 211 ss; P. von der Osten-Sacken, Rómer 8 ais Beispiel pauUnischer Soteriologie, Góttingen 1975; H. R. Balz, Heilsvertrauen und Wehcrfahrung. Strukturen pauUnischer Eschatologie nach Rom 8, 18-39, Góttingen 1971. W. Bindemann, Die Hoffnung der Schbpfung. Rómer 8,19-27 und die Frage einer Theologie der Befreiung von Mensch und Natur, Neukirchen 1983.

82 El conocimiento de la creación

«los sufrimientos de este tiempo». Tenemos ahí el doble efecto de la esperanza. Por eso «tenemos», según Pablo, las primicias del Espíritu y «esperamos» la redención del cuerpo. Por eso «somos» hijos de Dios y llamamos a Dios Abba, «papaito», y «ansiamos» la filiación, y no sabemos lo que debemos pedir. Cuando la libertad de los hijos de Dios está tan próxima que vivimos en la esperanza, entonces toma­mos conciencia, dolorosamente, de las cadenas de la esclavitud. Esta dialéctica interior lleva a los creyentes a solidarizarse profundamente con toda la creación esclavizada. Pablo presenta esto en tres círculos concéntricos:

1. Los hijos de Dios cogidos por las primeras fuerzas del Espíri­tu ansian la libertad. Son bienaventurados, pero sólo en la esperanza. Por eso su fe es certeza y dolor al mismo tiempo.

2. Suspiran por la redención del cuerpo. Y, una vez liberados del «cuerpo del pecado», sufren tanto más bajo el «cuerpo de la muerte», del que todavía no han sido redimidos. «¿Quién me liberará de este cuerpo que me lleva a la muerte?», suspira en Rom 7, 24 el liberado del poder del pecado y justificado por la fe.

3. En cuanto al cuerpo, los creyentes comparten el destino de todo el mundo terreno y de todas las criaturas terrenas. Lo que ellos experimentan en su cuerpo vale para la totalidad de las criaturas. A la irredención del cuerpo que ellos experimentan en sí mismos corres­ponde la tragedia de la criatura no humana, que está sometida a la nada. La naturaleza es víctima de la corrupción y de la muerte. Pero, a diferencia del hombre, ella ha caído no por sus propios pecados. Por eso no es absolutamente correcto hablar de una «naturaleza caída». Sin embargo, flota sobre la naturaleza una tristeza en la que se expresan su suerte trágica y su ansia mesiánica32. Está esclavizada y quiere liberarse, porque es transitoria y desea permanecer.

32. Esta experiencia de la naturaleza ha sido recogida atinadamente en la poesía de Annette von Droste-Hülshoff, titulada La criatura que suspira (1846):

Con todo, hay una carga que nadie siente y todos llevan, como el pecado tan negra, en el mismo seno concebida.

El la soporta como a la presión del aire, sólo por el enfermo percibida, inconscientemente, como por el abismo la roca, como el ataúd siente al herido de muerte.

Esto es culpa del asesinato contra el cuerpo y la bondad de la tierra perpetrado.

Conocimiento mesiánico del mundo 83

La caducidad de lo terreno es algo que forma parte de la experien­cia universal. Una y otra vez se ha tratado de interpretarla metafísica-mente. Pablo, en cambio, opta por la interpretación mesiánica, no por la metafísica: la criatura está sometida a la vanidad, «no espontánea­mente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza» (Rom 8, 20). El venidero reino de Dios debe convertirse en el reino de la libertad para los creyentes. Y mediante la libertad consumada de éstos debe liberar­se la criatura no humana. La libertad que los creyentes logran incoativamente en el Espíritu no es una libertad exclusiva de la criatura y del cuerpo, sino una libertad inclusiva para ellos. «Precisa­mente su fe, en la medida en que ella es constitutivamente esperanza y espera ansiosa de la redención del cuerpo, los hace solidarios con la creación no redimida»33. La creación en el principio comenzó con la naturaleza y se cerró con el hombre. La creación escatológica sigue un orden cronológico inverso. Comienza con la liberación del hombre y termina con la redención de la naturaleza. Su historia es la imagen refleja del orden de la creación protológica. Por eso, la criatura esclavizada no espera inmediatamente la aparición de Cristo en gloria, sino que aguarda la revelación de la libertad de los hijos de Dios en la aparición de Cristo. Debe llegarle su redención a través de la libertad humana.

Finalmente, el Espíritu de Dios mismo representa a los creyentes y a la criatura en los suspiros de libertad mediante sus «gemidos inefables» (Rom 8, 26). El Espíritu recoge en su propio gemido el suspiro silencioso de la naturaleza y el desgarrado clamor del hombre por la libertad. En la esclavitud de la criatura, en los sufrimientos del cuerpo, en el ansia de los creyentes, el Espíritu está prisionero tam­bién, padece conjuntamente y mantiene viva la espera y la esperanza mediante sus propios «gemidos inefables». Podemos parafrasear esto diciendo que Dios creador, que ha entrado en su propia creación a través de su Espíritu, mantiene vivas sus criaturas (Sal 104, 30) y, por consiguiente, comparte sus padecimientos. El tiempo mesiánico trae no sólo una efusión de los dones del Espíritu sobre los hombres, sino

Del sordo hechizo del animal tiene esto la profunda y grave culpa, y de la ira que le anima, y de la astucia que lo mancilla, y del dolor que lo atormenta, y del moho que lo cubre.

También W. Benjamín ha entendido la naturaleza desde esta significación. Cf. Ursprung des deutschen Trauerspiels, Frankfurt 1969. El carácter mesiánico de la naturale­za reside precisamente en su tristeza.

33. E. Kásemann, o. c, 233.

84 El conocimiento de la creación

también la resurrección del Espíritu en todas las criaturas esclaviza­das.

El conocimiento mesiánico del mundo arranca de la inequívoca esperanza de la fe en Cristo resucitado y ve la correspondencia en la tristeza y en las ansias de libertad de la creatura cautiva. Porque la fe obra en el hombre la liberación del aislamiento, del pecado, también en la naturaleza es reconocible el aislamiento de los sistemas de la vida como su «esclavitud» bajo la caducidad, y su «apertura» como su vida, su actividad. Se da una correspondencia entre el hombre cerra­do y la naturaleza aislada de forma mortal. También existe corres­pondencia entre el hombre abierto a una nueva esperanza de vida y la naturaleza abierta a su futuro. Cuando se trata del hombre, podemos traducir esa nueva orientación por el término esperanza; en la natura­leza cabe identificarla como intranquilidad, instinto y tendencia a una complejidad más elevada y a una plenitud de vida más rica. El hombre y la naturaleza tienen su propio destino en niveles diferentes, pero comparten una misma historia de esclavitud y libertad.

5. La comunión eucarística de la creación

El verdadero conocimiento no desea dominar lo conocido para poseerlo, sino que quiere entrar en comunión con el objeto de su conocimiento. El verdadero conocimiento es comunicativo. Y llega hasta donde alcanza el amor, que respeta la autonomía de los otros y los ama por ellos mismos, en su peculiar forma de ser. La unión amorosa representa la forma suprema del conocimiento comunicati­vo (Gen 4, 1).

El conocimiento comunicativo está vinculado a la alegría de existir, a la expresión laudatoria y agradecida de la comunión experi­mentada. Se refleja el proceso del conocimiento cuando él mismo se expresa en la alegría espontánea y en la complacencia sin sombras. El conocer y el darse a conocer adquieren una tercera dimensión en la expresión común. Cuando ésta se logra, nace no sólo un esse, sino un bene esse.

Cuando el hombre conoce el mundo como creación, percibe una comunión de creación y entra en ella. Esta comunión de creación se convierte en diálogo ante el Creador común. El conocimiento del mundo como creación es, en su forma primigenia, el agradecimiento por el regalo de la creación y de la comunión en ella; es la alabanza del Creador. Los «salmos de creación» del antiguo testamento (Sal 8; 19; 104; y otros) son cantos de acción de gracias y alabanzas del Creador. Tienen un carácter eucarístico. Esta observación histérico-formal no pretende encuadrar el conocimiento del mundo como creación dentro

La comunión eucarística de la creación 85

de la poesía religiosa. Quiere, por el contrario, subrayar que el agradecimiento y la alabanza son los elementos adecuados e irrenun-ciables del conocimiento comunicativo de la creación. El conocimien­to del mundo como creación no es cuestión de pareceres, sino que implica un determinado trato con el mundo: un trato que afecta a la existencia de quien conoce y que le introduce en una comunión mayor: la percepción del mundo como creación despierta la alegría de existir. El ofrecimiento del mundo a Dios en la acción de gracias despierta la libertad de existir.

Existen numerosas y muy diversas definiciones del ser humano. En este contexto, el hombre está llamado a ser el ser vivo eucarístico34. Está llamado desde el principio a expresar la experiencia de la creación en agradecimiento y alabanza. A diferencia de otros seres animados, el hombre no se limita a vivir en el mundo. Tampoco se circunscribe a dominar y utilizar el mundo, sino que, además, está en condiciones de percibir conscientemente el mundo como creación de Dios, de entenderlo como sacramento de la presencia oculta de Dios y de considerarlo como una comunicación de la comunión de Dios. Por eso el hombre es capaz de recibir la creación en agradecimiento consciente y de presentar la creación a Dios en alabanza.

Antiguos cultos sacrificiales de la humanidad delatan la concien­cia de que este mundo no es propiedad del hombre, sino de los dioses. Por eso se sacrificaba a los dioses los primeros frutos de la cosecha; en ocasiones, los primogénitos. La acción de gracias fue sustituyendo este culto sacrificial en las tradiciones bíblicas. Pero las acciones de gracias continúan expresando la conciencia de que el mundo es creación y regalo de Dios. El que agradece presenta el regalo recibido y aceptado al donante.

En el fondo, todas las criaturas de Dios son, como dones suyos, seres eucarísticos, pero el hombre ha sido capacitado y llamado a expresar ante Dios la alabanza de las criaturas. Con su alabanza, representa de forma vicaria a toda la creación. Su acción de gracias desata también la lengua muda de la naturaleza. Ahí reside la dimen­sión sacerdotal de su vocación. Cuando los «salmos de creación» dan gracias por el sol y la luz, por el cielo y la fertilidad de la tierra, entonces el hombre da gracias a Dios no sólo por sí mismo, sino también en nombre del cielo y de la tierra, y de todas las criaturas. El sol y la luna glorifican a Dios a través del hombre. Por eso el hombre canta la liturgia cósmica en la alabanza de la creación; y el cosmos

34. P. Evdokimov, Nalure: Scottish Journal of Theology (1965) 1-22, en especial 14 ss; K. Ware, The orthodox Way, Oxford 1979, 54 ss, 68 ss; cf. también G. Wainwright, Doxology. The Praise of God in Worship, Doctrine and Life, New York 1980; H.H. Guthrie, Theology as Thanksgiving. From lsraeís Psalms to the Church's Eucharist, New York 1981; Th. Runyon, The World ais the Original Sacrament: Worship 54 (1980) 495 ss.

86 El conocimiento de la creación

canta a través del hombre, ante su Creador, el canto eterno de la creación. No se esconde aquí un sentido antropomórfico; pues, en la comunión de creación, alaba al Señor «cuanto tiene aliento», y «los cielos ensalzan la gloria del Eterno» incluso sin el hombre; más aún: representando a su manera al hombre. Las tradiciones monásticas de la iglesia ortodoxa y las tradiciones hasideas del judaismo han conser­vado estas grandiosas concepciones. Es necesario descubrirlas hoy de nuevo y traducirlas en el trato práctico del hombre con la naturaleza creada.

Estas visiones conceptuales se prestan perfectamente para superar las parcialidades y los empobrecimientos de los hombres que tienen su morada en el moderno mundo industrializado.

4 Dios el Creador

Las doctrinas teológicas de la creación tratan con frecuencia, de manera exclusiva, la siguiente pregunta: ¿Qué significa Dios para el mundo que ha creado y conserva? ¿Qué significa para el mundo ser creación de Dios? Antes de adentrarnos en esta pregunta cosmológi­ca, queremos tocar la siguiente pregunta teológica: ¿Qué significa para Dios ser creador de un mundo que es distinto de él, pero que debe corresponderse con él? ¿Qué significa esta creación para Dios? ¿Qué pretende Dios con esa creación, cómo la experimenta, cómo participa en ella? Comenzamos analizando el proceso de la creación según los relatos veterotestamentarios de la creación.

1. En el principio creó Dios los cielos y la tierra

La primera frase de la historia de la creación del documento sacerdotal es el resumen de un largo proceso de reflexión de la fe de Israel'. Puesto que este proceso de reflexión fue madurando en las discusiones de la fe en Yahvé con las cosmogonías de los cultos religiosos entre Egipto y Babilonia, esta frase refleja una confronta­ción consciente: el mundo no ha nacido de una lucha entre dioses, como dice el mito épico de Enuma-elish. Tampoco ha nacido de un huevo primigenio o de una materia primera. La expresión Dios «ha creado» el mundo pone de manifiesto y acentúa la autodistinción de Dios respecto del mundo: Dios ha querido el mundo. Por consiguien­te, éste no es de esencia divina. Tampoco es una emanación de su ser eterno, sino el resultado concreto de su decisión voluntaria. Como resultado de la actividad creadora de Dios, los cielos y la tierra no son

1. En lo que atañe a la exégesis, sigo aquí a Fr. Delitzsch, Commentar über die Génesis; Leipzig 31860, y a B. Jacob, Das erste Buch der Thora Génesis, Berlín 1934. También G. von Rad y K. Barth han seguido a estos dos comentaristas. Asi se explican los paralelos que, de otro modo, resultarían sorprendentes. Cf. también H. Graf'Revent-low, Hauptprobleme der altteslamentlichen Theologie im 20. Jahrhundert, Darmstadt 1982. Cl. Westermann presenta la bibliografía más reciente en su gran comentario: Génesis, Neukirchen 1974.

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divinos ni demoníacos. Tampoco son eternos como Dios mismo, ni carentes de sentido o vanos. Son contingentes. Son su buena obra en la que él se complace; nada más, pero tampoco nada menos. El sí de su Creador es la causa de su realidad. En la tradición sacerdotal, el verbo bara se utiliza exclusivamente como designación de la produc­ción divina, que carece de analogía en lo humano. Designa una creación en el marco de la historia, de la naturaleza y del espíritu por la que lo no existente hasta ese momento entra en la existencia (Ex 34, 10; Núm 16, 30; Sal 51, 12 y otros). Bara jamás aparece con el acusativo de una materia de la que se habría hecho algo. Esto presenta la actividad creadora de Dios como no condicionada, libre de requisitos previos. Y describe la creación como algo absolutamente nuevo, no radicado ni existente de hecho o potencialmente en otro.

El texto distingue claramente entre «crear» (bara) y «hacer» (asah). El «crear» designa en Gen 1, 1 la totalidad de la creación. El «hacer» comienza con el versículo 2, y se cierra con el sábado: «...porque cesó Dios en él de toda la tarea creadora que había hecho» (Gen 2, 2). Hacer designa la producción adecuada de una obra, producción en la que se confiere a una cosa su idoneidad determina­da. La producción divina de las «obras» de la creación tiene su analogía en el trabajo del hombre. «Se justifica el mandamiento del sábado diciendo que Dios hizo (Ex 20, 11; 31, 17) los cielos y la tierra en seis días. No se dice en esos textos el término crear. Porque sólo su hacer, en la medida en que es una configuración y producción, es modelo del trabajo humano. Por el contrario, la actividad creadora divina y la actividad humana nada tienen en común»2.

La actividad creadora divina es inimaginable porque carece de analogías. Jamás se describe de forma diferenciada el acto de creación divino. Ni se le desmenuza en diversos procesos. Es único y unitario. Con ello queda excluido del acto de creación el tiempo, que implica siempre duración. La creación sucede de repente, en un momento. ¿Acaso el acto de la creación se encuentra fuera del tiempo, es «atemporal»? Si se le llama «atemporal» ¿es eterno como Dios mis­mo?

¿Cómo debemos entender la expresión «en el principio»? El tono de absolutez de la expresión significa el requisito previo absoluto para todo suceso en el tiempo más bien que el principio del tiempo.

El tiempo creatural comienza en el nacimiento de la luz y del ritmo de día y noche. Todas las obras de creación hechas por el Creador siguen una secuencia consecutiva, como muestran las expresiones «y dijo Dios..., y Dios separó...». Sólo la creación misma es incapaz de

2. B. Jacob, o. c, 20. La expresión inglesa contenida en el.credo de los apóstoles «Maker of heaven and earth» borra esta diferencia.

En el principio creó Dios los cielos y la tierra 89

tener requisito alguno al que seguir. En su unicidad, es primera en todos los sentidos. El principio carece de requisitos previos.

Por consiguiente, no cabe duda de que la posterior interpretación teológica de la creación como creatio ex nihüo presenta una circunlo­cución atinada de lo que la Biblia quiere dar a entender con el término «creación»3. Dios crea sin requisito previo alguno. No existe necesi­dad exterior alguna que motive su actuación creadora, ni coacción alguna que la determine. Tampoco se da materia primigenia alguna que ofrezca una potencialidad a su actividad creadora o que trace unos límites materiales a esa actuación.

La expresión creatio ex nihilo es una fórmula que indica exclusión. Nihil significa un concepto límite: «de la nada», es decir, de la pura nada. La preposición «de» no apunta a algo preexistente, sino que excluye toda materia. En realidad, la expresión puede llevar al error: con la preposición «de» se dirige la mirada en una dirección en la que no hay «nada» que ver, en la que no se puede encontrar «nada». Puesto que con esta fórmula se pretende negar la alternativa «de algo», no sólo se debería negar el «algo», sino que, en realidad, debería desaparecer también la preposición «de». Pero la fómula «ex nihilo» niega exclusivamente el «algo». Y esto da pie a ulteriores preguntas: ¿cómo se determina este nihil mediante el que se pretende negar y excluir todo lo que está determinado?

La filosofía platónica distinguió entre el nr) ov y el OOK Ó'V, que dará origen, respectivamente, a las expresiones latinas: nihil privativum y nihil negativumA. El no tendrá que referirse siempre, y de manera exclusiva, al ente como su negación, como no ente, pues carece de substancia propia. Se hace patente en la negación de algo que es. Desde un punto de vista temporal se muestra como lo ya-no-ente del ser actual. Temporalmente puede mostrarse también en la posibilita-ción de algo que será. El no-ser-todavia puede contener la potencia de ser en su devenir. La «ontología del no-ser-todavía» (E. Bloch) es, en este respecto, el complemento de la filosofía platónica del no-ser-ya. En ella se interpreta como productivo lo negativo5. Sin embargo,

3. G. Scholem presentó la tradición judía: Schdpfung aus Nichts und Selhstverschran-kung Gottes, Éranos 1956, 87-119; G. May, Schdpfung aus dem Nichts. Die Entstehung der Lehre von der Creatio ex nihilo, Berlín 1978, muestra que ésta adquirió su forma definitiva como doctrina cristiana en la confrontación de los padres apostólicos de la Iglesia con la teología gnóstica. Desde Ireneo es parte integrante de la doctrina cristiana de la creación. Cf. E. Wólfel, Welt ais Schdpfung. Zu den Fundamentalsatzen der christlichen Schopfungs-lehre heute, ThEx 212, München 1981, 27 ss; G. Hendry, Nothing: Theol. Today XXXIX, n.3 (1982) 274-290 recoge mi idea de la autocontracción de Dios, p. 288.

4. Platón, Timeo, 28 a. 5. E. Bloch, Philosophische Grundfragen. Zur Ontologie des Noch-Nicht-Seins,

Frankfurt 1961, 42 ss, interpreta el no como un no-tener productivo: «El no no se sostiene en sí». Y lo diferencia claramente de la nada dura, irracional, de la que nada puede

90 Dios el Creador

ambas interpretaciones del no-ser en el tiempo trabajan con el con­cepto ¡ir\ ov. Con ninguna de estas interpretaciones del no-ser se alcanza el concepto límite de la nada: «nada viene de nada».

¿Qué se niega con la expresión nada? Si se toma la pregunta ontológica básica de Leibniz y de Heidegger de «¿por qué hay absolutamente algo y no más bien nada?», se llega a la siguiente ambivalencia: si con la expresión «nada» se niega que hay algo, la pregunta básica debería decir: ¿por qué hay absolutamente algo y no, más bien, no algo? La negación de la nada va, sin duda, más allá que la negación de «absolutamente algo». Puede significar la negación del ser como un todo, «todo», «todo o nada», pero puede indicar también la negación del Ser absoluto. La nada absoluta sería entonces un concepto que se contrapone al ser absoluto, y podría ser entendida entonces, en cuanto tal, también como circunlocución negativa del ser absoluto mismo. En ese caso, la fórmula ex nihilo sería una referencia oscura a un «de Deo». Para excluir también esta huida mística al panteísmo, se dice desde Agustín: non de Deo, sed ex nihilo. Volvere­mos más tarde a las interpretaciones místicas de la fórmula ex nihilo. Aquí basta con sostener que con esta fórmula se parafrasea la singular significación del veterotestamentario verbo bara, utilizado en e¡ relato de ia creación. Pero ¿cuál es el significado positivo de esa fórmula?

El mundo no ha sido creado de una materia preexistente ni de la esencia divina. Fue llamado a la existencia mediante la libre voluntad de Dios: creado e libértate Dei. Si el mundo fue creado mediante la libre voluntad de Dios y no emanó del ser de Dios, entonces el acto de creación tiene que basarse en una decisión voluntaria de Dios de crear: Dios se determina a sí mismo a ser creador de un mundo antes de llamar a la creación a la existencia. Si bien es cierto que no cabe imaginar la creación como una emanación del Ser supremo, tampoco es admisible la idea de un demiurgo arbitrario, antojadizo. ¿Pudo Dios elegir? ¿Jugó Dios a los dados?, preguntó de manera escéptica Albert Einstein, que pretendía con ello poner en tela de juicio la racionalidad del mundo y su confianza personal en aquél. Esta crítica de un dios arbitrario no carece de justificación. Por eso, cuando decimos que Dios creó el mundo «desde la libertad», debemos añadir inmediatamente: desde el amor. La libertad de Dios no es «la omnipo­tencia» para la que todo es posible, sino el amor, es decir, la autoco-municación del bien. Si Dios crea el mundo libremente, entonces lo crea amorosamente6. La creación no es una demostración de su

devenir. Por el contrario, en el efervescente y bullicioso no, se trata, según Bloch, de «todo o nada». No está decidido «todavía». Bloch convierte así el concepto protológico de nada en escatológico, y sitúa el productivo no-ser-todavía en el lugar protológico.

6. Cf. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o. c, 67 ss. A. O. Lovejoy, The Great

En el principio creó Dios los cielos y la tierra 91

omnipotencia ilimitada, sino la comunicación de su amor incondicio­nal: creatio ex amore Dei. «Del amor del Creador surgió glorioso el universo» (Dante). Dios elige en su amor, pero elige sólo lo que sintoniza con su amor esencial, para comunicarlo como su creación y en ella. La omnipotencia de Dios se pone de manifiesto en que todos sus efectos están determinados por su ser eterno mismo. Dios hace, pues, lo que es evidente para él, lo divino. El es completamente libre cuando es completamente él mismo. Esto excluye todo tipo de coac­ción. Pero destierra también toda apariencia de arbitrariedad. Dios reparte su bondad en su amor libre: eso es la obra de su creación. Por amor libérrimo comparte Dios su bondad: eso es la obra de la conservación de su naturaleza. Su amor es extático en el sentido literal de la palabra: le lleva a salir de sí mismo y a crear algo que es distinto de él mismo, pero que, sin embargo, es conforme a él7. La complacen­cia con la que el Creador celebra su fiesta de la creación, el sábado, expresa claramente que la creación fue llamada a la existencia por el amor interior que es el Dios eterno mismo.

El acontecimiento de la creación es presentado como creación mediante la Palabra: «Dijo Dios: "haya luz", y hubo luz» (Gen 1, 3). Y se menciona toda una serie de actividades tales como «Dios vio», «Dios separó», «Dios llamó», «Dios hizo», «Dios bendijo» y otras, pero, en los momentos decisivos, Dios «hace» su creación mediante la palabra que él pronuncia. La palabra de la creación es el continuum entre el Creador y su creación8. Su mandato, su orden, su decreto, su sentencia, es lo que vincula en primer término al Creador con su creación. Cuando Dios crea su mundo mediante la palabra vuelve a subrayar su libertad frente a lo creado.

Lo pro-vocado es, en su existencia, respuesta a la palabra creadora, pero no mantiene con ella relación causal o final alguna. En conse­cuencia, no se puede hablar de la relación entre causa y efecto. Según la ontología aristotélica y medieval la causa comunica al efecto su propio ser. Si se llama a Dios «la causa del mundo» (causa efficiens prima), entonces se piensa en la participación escalonada de todas las cosas obradas por Dios en la causa divina operante. Pero tal vincula­ción ontológica no se da entre la palabra de la creación y las criaturas. La creación mediante la palabra divina que llama de la nada a la

Chain of Being (1936), Cambridge 141978, 67 ss, presenta la historia de la elaboración cristiana, en el medievo temprano, de la doctrina neoplatónica de la emanación. Deriva de la tesis clásica de Platón, Timeo, 29 e: «Indicamos qué motivo decidió al Ordenador a ordenar todo nacer y la totalidad de este mundo. El era bueno; pero en el bien jamás crece rivalidad en relación alguna. Este quiso, además, que todo se le asemejara lo más posible».

7. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o. c, 120 ss; así, también K. Ware, The Orthodox Way, o. c, 56.

8. D. Bonhoeffer, Schópfung und Fall, München 1955, 22 ss.

92 Dios el Creador

existencia no exhibe ninguna analogía entis. La analogía en la que las criaturas «se corresponden» con Dios y son motivo de complacencia para él se crea mediante la bendición que Dios derrama sobre sus criaturas.

Al proceso de la locución creadora de Dios pertenece el suceso de la separación ordenadora de Dios. Dios ordena su creación separando la luz de las tinieblas, el cielo de la tierra, la noche del día. Mediante el proceso de separación, sus criaturas adquieren forma identificable, ritmo y simetría. Esta separación no se identifica con el hacer divino, sino que es su forma concreta. No se identifica con el crear divino, sino que es sólo su consecuencia.

El documento sacerdotal emplea de nuevo la expresión del crear divino en la creación del hombre (Gen 1, 27), e introduce el término con una fórmula solemne (v. 26). Se fundamenta esta nueva interven­ción creadora de Dios con la creación de la imagen de Dios en la tierra. Los hombres no se distinguen por su alma, pues también los animales son «alma viviente». Se distinguen por su destino a ser la imagen de Dios. Sea cual fuere la significación que esto tiene para el hombre y para su posición en la creación —todo esto se trata con detalle en la antropología— ese destino del hombre significa para Dios no sólo su voluntad de que la creación no se limite a ser su obra. Quiere, además, reconocerse a sí mismo en su obra. La creación de la imagen de Dios en la tierra significa que Dios encuentra en su obra el espejo en el que él conoce su propia faz, una correspondencia que es semejante a él. Como obra, la creación no es esencialmente similar al Creador; tan sólo expresión de su voluntad. Pero, como imagen, los hombres son esencialmente conformes con Dios porque Dios se corresponde en esas criaturas. Aquí se crea la sobresaliente analogía en la creación. Es una analogía relalionis. Como imagen de Dios en la tierra, los hom­bres responden a las relaciones de Dios con ellos mismos y con toda la creación. Pero responden también a las relaciones internas de Dios consigo mismo, con el interno y eterno amor de Dios que se expresa y revela en la creación. Como imágenes de Dios, los hombres son seres que guardan una conformidad con Dios, que pueden y deben dar la respuesta adecuada al buscado amor de Dios. Como imagen de Dios, los hombres son el polo opuesto de Dios en la obra de la creación. Los hombres son el otro que se asemeja a Dios (Sal 8, 6).

En esta relación de Dios con su imagen en la tierra se puede conocer una relación más íntima que la existente en la contraposición de Dios respecto de la obra de su creación: Dios entra de alguna manera en las criaturas destinadas por él a ser su imagen. Las tradiciones mesiánicas de la semejanza con Dios permiten decir que las criaturas destinadas a ser imagen de Dios son también los destina­tarios de la encarnación del hijo de Dios; encarnación en la que se

En el principio creó Dios los cielos y la tierra 93

consuma el destino de ellos. La «imagen del Dios invisible» creado en el principio está destinado a convertirse en «imagen del Hijo de Dios encarnado». El destino inicial de los hombres se revela así a la luz mesiánica. Por eso, en la creación de la imagen de Dios en la tierra hay ya una inaudita condescendencia, una autolimitación y anonada­miento del Dios incomparable.

Hemos distinguido exegéticamente entre el crear y el hacer de Dios, entre el crear y el separar de Dios, entre la obra y la imagen de Dios. Tendremos, pues, que mantener con perseverancia estas dife­renciaciones.

En una moderna «teología de la naturaleza» no es razonable reducir la fecha del crear divino al proceso del separar divino, ya que en tal caso se pone en tela de juicio el carácter teológico de tal «teología de la naturaleza». Y si se pone en entredicho la «teología» en ese punto, el carácter natural de la naturaleza se verá amenazado. Ese tipo de peligro está presente en la filosofía del proceso de A. N. Whitehead y en la teología del proceso que empalma con él9. Si se elimina la idea de la creatio ex nihilo o se la reduce a la formación de una materia primigenia todavía no cosificada, no-thing, el proceso del mundo deberá carecer de principio, tendrá que ser eterno como Dios mismo. Pero si carece de principio y es eterno como Dios mismo, tendrá que ser una de las naturalezas de Dios. Y, en tal caso, tendríamos que hablar de la «divinización del mundo». En ella, Dios y la naturaleza se funden para constituir el proceso unitario del mundo, pasando así de la teología de la naturaleza a una divinización de la naturaleza: «Dios» se convierte en el factor global de orden del flujo del acontecer.

La teología del proceso rechaza la idea de una creatio ex nihilo. si con ella se quiere dar a entender una creación de la nada absoluta. Esta doctrina es un elemento integral de la concepción de Dios conductor y señor absoluto. En la doctrina de la creación de la teología del proceso se sostiene, por el contrario, una creación a partir del caos... En un estado de caos no sucedía nada salvo incidentes actuales de escasísima monta y de total casualidad, es decir, no ordenados a ser individuos de duración 10.

Como se ve, se equipara aquí el crear de Dios con su separar y ordenar el flujo del acontecer, en «individuos de duración». Pero esto

9. A. N . Whitehead, Process and Reality. Corrected edition by D. R. Griffin/ D. W. Sherburne, New York 1979, esp. 348; J. B. Cobb/ D. R. Griffin, Prozesstheologie, Gottingen 1979, esp. 64 ss. Crítico al respecto, cf. M. Welker, Universalitat Gottes und Relativitát der Welt, Neukirchen 1981, esp. 206 ss.

10. J. B. Cobb/ D. R. Griffin, o. c, 64. Naturalmente, también para Tomás de Aquino es posible pensar en la «creación eterna». Cf. A. Antweiler, Die Anfanglosigkeit der Welt nach Tilomas ton Aquin, Trier 1961.

94 Dios el Creador

significa que la teología del proceso de estas características no conoce una doctrina de la creación, sino, únicamente, una doctrina de conser­vación y de orden. Sin abandonar los correctos puntos de vista de la doctrina procesual de orden, hay que sostener, sin embargo, la creación del cielo y de la tierra si queremos que esto sea teología y deseamos mantener intacta la distinción entre la creación y el Crea­dor.

Tampoco es razonable asimilar la relación creadora de Dios con el mundo a la relación de conservación del mundo por Dios, como opinó Schleiermacher en un primer momento11. También con esta reducción de la creación del mundo al gobierno general y actual del mundo por Dios, el mundo una vez más cesará de ser creación finita y se convertirá en otro mundo sin principio, tan eterno como Dios. Así como no hay tiempo sin la eternidad, tampoco hay eternidad sin tiempo, pues no hay «Dios sin mundo como tampoco mundo sin Dios». Por consiguiente, sólo se puede concebir la actuación de Dios en el mundo, pero el mundo no tiene por qué entrar necesariamente en la actuación de Dios. Pero si no hay una creación en el principio tampoco podrá darse una creación nueva. Habrá que reinterpretar la «nueva creación» como la creación moral de una nueva humanidad. Pero si no existe una nueva creación de todas las cosas, entonces nada existe superior a la nada que aniquila al mundo12.

2. La autodeterminación de Dios como Creador

Si Dios crea el cielo y la tierra es que se ha decidido previamente a convertirse en Creador del cielo y de la tierra. La creación deriva de su voluntad de crear y ésta afecta tanto a Dios como a su creación. Esa decisión es un acto de voluntad con una vertiente hacia dentro y otra hacia afuera. La vertiente interna de ese acto precede objetivamente a la vertiente externa de la acción de Dios. Antes de proceder a la creación del mundo, Dios toma la decisión de crear, de convertirse en Creador. Se capta esta autodeterminación en la estructura reflexiva

11. F. Schleiermacher, Der Christliche Glaube, 2.a ed., § 39 § 40,3- Cf. al respecto F. Beisser, Schleiermuchers Lehre vori Golt, dargestellt nuch seinen Reden und seiner Glaubenslehre, Góttingen 1970, 115: «Para Schleiermacher, Dios es respecto del mundo, fundamentalmente, el que lo conserva. El concepto de creación se reduce prácticamente al de conservación». Sobre esto, con numerosas pruebas, también M. Trowitzsch, Zeit zur Ewigkeit. Beitrage zum Zeitverstándnis in der «Glaubenslehre» Sehleiermaehers, München 1976, esp. 69 ss.

12. A la reducción que Schleiermacher practica de la doctrina de la creación sigue su reducción de la cruz y resurrección de Cristo a la conciencia de Dios que tenía Jesús, y la reducción de la resurrección de los muertos a la inmortalidad del alma.

La autodeterminación de Dios 95

de la decisión voluntaria existencial y en la decisión personal: Dios se decide a crear un mundo 13.

Si se contempla la creación desde el punto de vista de la voluntad de Dios, cabría decir que la autodeterminación de Dios a crear este mundo representa una autolimitación de Dios a una —ésta concreta— de las innumerables posibilidades con que cuenta. La doctrina refor­mada de los decretos ha presentado la creación bajo el punto de vista de la deliberación creativa. Karl Barth ha ampliado su exposición.

También cabe la posibilidad de remontar desde la creación del cielo y de la tierra al Dios creador. ¿Es acaso necesaria una decisión particular de Dios para convertirse en Creador? ¿Acaso su misma vida divina no es creadora por siempre? ¿Cabe la posibilidad de imaginar una situación en la que la actividad creadora de Dios no esté en ebullición? En la actividad creadora de Dios no hace sino expresar­se su misma vida interior. Dios no crea porque se haya decidido a crear, sino porque es Dios. Por consiguiente, no necesita de decreto alguno para crear. Todas las criaturas hunden sus raíces en la vida divina de la que brotan. Esta doctrina de las emanaciones creadoras de la vida divina recoge de nuevo las ideas neoplatónicas. Paul Tillich ha sido uno de sus abogados. ¿Se basa la creación en una decisión de crear tomada por Dios o en la vida divina, eternamente creadora? ¿Cabe compaginar la doctrina de los decretos con la de las emana­ciones?

Según la doctrina reformada de los decretos, Dios es vida por antonomasia (actus purissimus)14. No cabe la posibilidad de conce­birlo sin la actividad que le es esencial y que constituye, al mismo tiempo, la causa absoluta de la actividad de Dios en la creación. La esencial e inmanente actividad de Dios es el decreto eterno, inmuta­ble, de su ser. El resultado de esta resolución es el decreto de creación. Se distingue de la voluntad misma de Dios sólo conceptualmente al igual que ese acto de voluntad de Dios puede distinguirse sólo conceptual, no objetivamente, del ser de Dios. La doctrina reformada de los decretos se diferencia de las especulaciones nominalistas de la potentia Dei absoluta mediante la identificación de actividad y ser: el ser de Dios es su actividad eterna. Su decisión de crear es, pues, un decreto «esencial», no arbitrario. Por eso el decreto de Dios se reviste de todas las propiedades esenciales de Dios: es absoluto, eterno, inmutable. Dios no tiene «elección alguna» en su decreto esencial. El decreto de Dios es «una actividad o tendencia de la voluntad divina en sintonía con el ser de Dios; una tendencia a hacer en el curso del

13. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o. c, 115. 14. H. Heppe/ E. Bizer, Die Dogmatik der evangeliseh-rcformierten Kirche, o. c.,

Locus VII: De decretis Dei, 107 ss.

96 Dios el Creador

tiempo lo que puede y debe servir a la revelación de la gloria de Dios»15. He ahí la meta del decreto divino: Dios toma la decisión de revelar su propia gloria. En su gloria se revelan su vida y ser eternos. La creación de un mundo diverso de Dios es el primer paso para llevar a cabo el empeño eterno de revelar su gloria esencial. Dios toma primero la decisión del Reino y posteriormente la de la creación. Por eso el Reino determina la creación, y ésta es la promesa real del Reino. En la creación subyace, ante todo, una voluntad de revelación de Dios. Pero la meta y el final de la creación es la escatológica revelación del ser de Dios en gloria. Según está concepción, el «carác­ter sagrado del ser divino mismo» determina por completo la omnipo­tencia de Dios. La voluntad de Dios no hace sino expresar la gloria de su ser divino. Mediante la unidad de ser y voluntad en el concepto del decreto eterno, la doctrina reformada de los decretos ha excluido toda idea de un dios arbitrario o de un tirano celeste sin caer por ello en las concepciones naturalistas de las numerosas emanaciones del Uno primigenio. En la teología reformada ortodoxa tampoco se especula sobre lo que Dios podría haber hecho pero no hizo. La libertad de Dios es su actividad esencial. ¿Es entonces pensable otra creación finita creada «en el principio»? ¿No se hace Dios eternamente creador en la idea de la decisión de su ser? La doctrina reformada de los decretos jamás puso su mirada exclusivamente en aquella creación en el principio. Tuvo siempre presente el reino eterno de la gloria, motivo por el que Dios creó el cielo y la tierra16. Por eso la creación tiene un principio, pero su consumación en la gloria de Dios carece de un final. En este sentido, Dios no es «el Dios eternamente creador», pero sí el Dios que se glorifica en el tiempo y en la eternidad.

Karl Barth empalmó con esta tradición. Y la corrigió de manera genial con su doctrina cristológica de la elección, pero no siempre le hizo justicia en su doctrina de la creación ya que no tomó el reforma­do ordo decretorum y declaró que «la alianza», no «la gloria», es el fundamento interno de la creación. Siguiendo la tradición reformada, Barth rechazó y combatió la doctrina nominalista de la potentia Dei absoluta siempre que se encontró con ella. Sin embargo, mantuvo en su doctrina de la decisión primigenia de Dios «un margen nominalis­ta» para poder mostrar la decisión de Dios como libre y gratuita17. «Dios podía contentarse consigo mismo y con la gloria y dicha intactas de su ser interior. Pero no lo hizo, sino que eligió al hom­bre» 18. En el trasfondo de lo que Dios podría haber hecho hay que

15. O. c, 107. 16. O. c, 109: «Deus 1) decrevit gloriam suam foris, idque multifariara, ñeque

propter suum, sed propter creaturae bonum patefacere... 2) decrevit creare mundwn...». 17. Expuse esa crítica en: Trinidad y reino de Dios, 67 ss. 18. K. Barth, Kirchliche Dogmatik U/2, 181; también IV12, 386; II/2, 9 y otros.

La autodeterminación de Dios 97

reconocer el carácter de gracia de la decisión que Dios tomó de hecho. De ese modo, Barth convierte de nuevo el decreto esencial en decreto intencionado. La tradición reformada que formuló ese decreto esen­cial jamás necesitó tal trasfondo para el decreto en el ámbito de lo que Dios podría haber hecho también o de otra manera; y jamás razonó de forma tan especulativa.

Si se concibe el decreto esencial como una decisión de la voluntad, entonces se inscribe en el ser de Dios la «estructura antes-después». «Antes» de aquella decisión está el ser de Dios en «gloria intacta»; «después» de aquella decisión está el ser de Dios profundamente afectado por el amor, el sufrimiento y la cruz. Aunque se presente esa decisión como tomada «desde toda la eternidad», de forma que sólo tiene realidad lo decidido en esta decisión, la especulación de las posibilidades completamente irreales de Dios tiene que dañar esa realidad. ¿Podía Dios «contentarse» realmente con su gloria y biena­venturanza interior? En el fondo, se pone en cuestión aquí el concepto de la libertad de elección en su aplicación a la libertad eterna y esencial de Dios l 9 . La omnipotencia es el compendio de la libertad de elección. El concepto formal de libertad significa el derecho absoluto a disponer de la propiedad. Pero es algo completamente vacío sin el concepto material de libertad. En el sentido material, el amor es la verdad de la libertad. Pero el amor es la autocomunicación del bien. Y esta autocomunicación del bien puede darse sólo en la libertad. Libertad y amor son sinónimos en este sentido20.

¿Qué concepto de libertad cuadra a Dios? Si partimos de la criatura, entonces el Creador aparece como omnipotente y benévolo. Su libertad no tiene límites, y su dedicación a la criatura es absoluta­mente inmerecida. Mas si partimos del Creador mismo, entonces la autocomunicación de su bondad en amor a su creación nada tiene que ver con su libre elección, sino que es la actuación natural de su ser eterno. La actividad esencial de Dios es el decreto eterno de su voluntad, y el decreto eterno de su voluntad es la actividad esencial de Dios. En otras palabras, Dios no es completamente libre de hacer o dejar de hacer lo que quiera, sino que es completamente libre cuando es completamente él mismo. En su actividad creadora es completa­mente él mismo. Ama al mundo en la entrega de su Hijo con el mismo amor que es él eternamente (Jn 3, 16; 1 Jn 4, 16). Y no se glorifica a sí más que con la gloria de su vida divina y eterna.

19. Cf. para este problema, M. Welker, Das theologische Prinzip des Verhaltens zu Zeiterscheinungen. Erárterung eines Problems im Blick aufdie theologische Hegeirezeption und Gen 3, 22 a: EvTh 36 (1976) 225 ss.

20. Críticamente a mi crítica de Barth, H. Urs von Balthasar, Zu einer christlichen Theologie der Hoffnung: Münchener Teheologische Zeitschrift 32 (1981) 101 s, que retrocede espantado ante la idea de la doctrina de la emanación.

98 Dios el Creador

La doctrina de los decretos se basa en que Dios es sujeto absoluto. Por eso comienza ella con la voluntad de Dios. La doctrina de la emanación emprende el otro camino. Se fundamenta en que Dios es la substancia suprema. Por eso esta doctrina comienza por el ser de Dios. Allí donde la doctrina de los decretos ve la hechura de la vo­luntad divina, la doctrina de la emanación ve la sobreabundancia del ser divino. El origen gnóstico y neoplatónico de la doctrina de la emanación hizo que la teología eclesial la rechazara o la utilizara, a lo sumo, con grandes reservas. Y, sin embargo, contiene elementos de verdad que son de grandísimo valor para entender plenamente la creación de Dios. Nosotros la tomamos aquí exclusivamente en la forma en que la sostuvo Paul Tillich.

Para Tillich, «vida divina» y «creación divina» son la misma cosa21. La vida divina es esencialmente creadora y se realiza a sí misma en una plenitud inagotable. Por eso Dios crea eternamente. Por eso Dios no se «decidió» a crear. La creación no es un aconteci­miento en la vida de Dios, sino que se «identifica» con ella. La creación no es casualidad ni necesidad, sino «destino» de Dios. Por consiguiente, la doctrina de la creación no puede hablar de un principio temporal. Tendrá que limitarse a ofrecer expresiones acerca de las relaciones fundamentales entre Dios y mundo. El sentido de la finitud del hombre radica en su condición de criatura. El correlato teológico de esta significación está en la actividad creadora de Dios. Puesto que la vida divina es creadora por su propia esencia, los hombres necesitan los tres modos de tiempo para simbolizar esta creación eterna. Por eso se dice: Dios creó el mundo, lo crea y lo consumará. Pero esto son simplemente los aspectos creaturales en el «proceso creador de la vida divina». Ser criatura significa: «Tener las raíces en el fundamento creador de la vida divina y realizarse en libertad»22. Como se ve, Tillich concentró aquí las expresiones de la doctrina de la creación en una situación atemporal. En ella Dios se comporta de forma creadora con todo ser finito; y éstos entienden su finitud como condición de criatura. La «creación» como acto único y su resultado desaparecen tras la correlación eterna de Creador y criatura.

Si resulta que Dios no sólo crea, sino que su ser divino es eternamente creativo, entonces también su creación es igualmente eterna. Sin duda, se aplica esto a la frase de Tillich: «Dios se crea a sí mismo eternamente». Pero esta frase debe tener validez también para las creaciones extradivinas del proceso creador de la vida divina. ¿Ha logrado Tillich con esto algo más que una simple transposición de la

21. P. Tillich, Teología sistemática I. Salamanca 21981, 323. 22. O. c, 328.

La autodeterminación de Dios 99

antigua frase metafísica de la causa prima, llamada causa sui con respecto a sí misma, a la doctrina del Creador y de la criatura? Y si resulta que Dios no sólo «crea», sino que es eternamente creador, ¿cómo hay que entender entonces su reposo sabático?

Si la vida divina eternamente creadora y la creación divina son la misma cosa, será extraordinariamente difícil distinguir entre las cria­turas de Dios y la eterna autocreación divina. Si la creación se identifica con la vida divina ¿cómo pueden darse seres que no sean Dios y que, sin embargo, sean? Al identificar la actividad creadora divina con la vida divina misma, Tillich elimina, en el fondo, la autodistinción de Dios frente al mundo creado por él.

Y puesto que, para él, Dios y creación son idénticos en el origen eterno, tiene que concebir de forma monista el retorno a ese origen. Pero entonces hay que adscribir las distinciones entre Dios y mundo no a la creación, sino «a la caída». La eliminación de la alienación entre esencia y existencia producida por la «caida», tiene que llevar a un disolvente Uni-Todo en el que se reencuentra todo lo separado. Pero ¿puede seguir mereciendo el encabezamiento de «doctrina de la creación» una doctrina de esos rasgos? ¿Qué la diferencia del panteís­mo de la natura naturans?

Dejando a un lado estas anotaciones críticas, es importante, sin embargo, mantener la mismidad de la vida divina y de la actividad creadora divina. Y se la puede mantener aunque no se considere como creadora la vida divina en sí misma. La idea de la autocreación de Dios lleva a extravíos porque inscribe en Dios una diferencia que debería desaparecer: si Dios fuera su propio Creador, entonces ten­dría que ser también su propia criatura. Es más adecuado considerar la vida divina eterna como vida del amor eterno, infinito, que rebosa de su perfección trinitaria, en el proceso creador, y retorna a sí mismo en el descanso sabático eterno. Es el mismo amor, pero obra de distinta manera en la vida divina y en la actividad creadora divina. Con esta distinción en Dios se puede mantener también la distinción entre Dios y mundo en todas las formas de su comunión. Dios activa su vida interior divina en su actividad creadora. Por eso comunica también su amor a las criaturas de su amor. Esto hace que los hombres participen no sólo de la productividad de su voluntad, sino también de su «naturaleza» (2 Pe 1, 4). Los que han sido creados para ser su imagen, son también «de su linaje» (Ap 17, 28.29). Esto indica una comunión de Dios que supera de hecho la simple condición de criatura, aunque se la designe inadecuadamente con la expresión de «emanación de la esencia divina». Ser criatura e imagen de Dios significa no sólo ser una obra de sus manos, sino también «estar enraizado» en el humus creador de la vida divina. Esto es claro cuando se considera pneumatológicamente la creación y se pone la mirada en el Espíritu del Creador que habita en su creación.

700 Dios el Creador

Finalmente, si comparamos la doctrina de los decretos y la de la emanación, se tratará no de alcanzar una síntesis equilibrada de dos doctrinas, sino de una comprensión más profunda del Dios creador. Según la doctrina de los decretos, Dios toma la decisión de crear. Según la doctrina de la emanación, la vida divina .ve abre. Si el decreto de crear es un «decreto esencial» de Dios habrá que decir: Dios se abre en la decisión que toma. Su vida divina irrumpe en su decisión y pasa a sus criaturas a través de ella. La vida se comunica a las criaturas a través de la decisión. Si la doctrina de los decretos tiene que formular la decisión de Dios como «decreto esencial» para hablar de la crea­ción de forma compatible con Dios, entonces la doctrina de la emanación debería hablar de una «esencia decidida» de Dios. Así se evitarían las analogías naturalistas de fuente y sobreabundancia, que pueden conducir a error. La vida divina se hace creadora mediante su decreto y se activa por completo precisamente en él.

El concepto del amor permite captar adecuadamente la unidad de voluntad y esencia en Dios: Dios ama al mundo precisamente con el amor que es él eternamente. No quiere decir esto que Dios ame al mundo eternamente, ni que él pudiera amarlo o no amarlo. Sólo podemos entender la cimera frase neotestamentaria «Dios es amor» si concebimos a Dios no sólo como substancia suprema sino también como sujeto; pero no sólo como sujeto absoluto, sino también como substancia suprema. La fundamentación e interpretación trinitaria de la «definición práctica» de Dios: Deus est caritas permite integrar y superar ambas posibilidades conceptuales metafísicas. La doctrina de los decretos y la teoría de la emanación se limitan a conducir al umbral de una amplia doctrina trinitaria de la creación.

3. Creación de la nada

La creación del mundo se fundamenta en la autodeterminación de Dios a crear. Antes de salir Dios de sí mediante la creación, actúa hacia dentro sobre sí mismo decidiéndose, determinándose. Pretende­mos profundizar ahora en este pensamiento sirviéndonos de la doctri­na de la cabala judía acerca de la «autolimitación de Dios» (zim­zum) 23. Tratamos con ello de profundizar en la doctrina de la creatio ex nihilo. Pero tomaremos y utilizaremos la doctrina de la autolimita­ción de Dios y de la nada a la luz mesiánica de la fe en el crucificado Hijo de Dios.

Desde los tiempos de san Agustín, la teología cristiana llama a la obra de la creación de Dios una actuación de Dios hacia fuera:

23. Desarrollo las consideraciones que inicié en Trinidad y reino de Dios, o. c., 124 ss.

Creación de la nada 101

operatio Dei ad extra, opus trinitatis ad extra, actio Dei externa. Y distingue de ésta una actuación de Dios hacia dentro, que tiene lugar en las relaciones intratrinitarias de Dios. Parece tan evidente esta distinción entre un fuera y un dentro de Dios que jamás se formuló la pregunta crítica: ¿cabe la posibilidad de que exista un «fuera» en el Dios omnipotente y omnipresente? ¿Acaso un hipotético extra Deum no traza un límite en Dios? ¿Quién puede poner tal límite a Dios? Si existiera un ámbito fuera de Dios, entonces Dios no sería omnipresen­te. Ese fuera de Dios debería ser tan eterno como Dios. Y tal fuera de Dios debería ser antidivino.

A pesar de todo, existe una posibilidad de concebir un extra Deum: sola la hipótesis de una autodelimitación de Dios que precede a su creación es compatible con la divinidad de Dios. Para crear un mundo «fuera» de sí mismo, el Dios infinito ha tenido que asignar previamente dentro de sí mismo un espacio a una finitud. Sólo un tal repliegue de Dios sobre sí mismo deja libre el espacio en el que Dios puede entrar para ejercer una actividad creadora. Sólo en la medida en que el Dios omnipotente y omnipresente retira su presencia y delimita su poder nace aquel nihil para su creatio ex nihilo.

Isaac Luria fue el primero que desarrolló estas ideas en su doctrina del zimzum24. Zimzum significa concentración y contracción, e indica un replegarse sobre sí mismo. Luria tomó la antigua doctrina judía de la schekiná, según la cual Dios puede contraer su presencia hasta el punto de habitar en el templo. Pero él la aplica a Dios y a la creación. La existencia de un mundo fuera de Dios es posible por una inversión de Dios. Mediante ella queda libre una «especie de mítico espacio primigenio» en el que entra Dios saliendo de sí mismo y en el que puede revelarse. «Cuando Dios se retira de sí mismo a sí mismo puede producir algo que no es esencia ni ser divinos»25. El Creador no es un «motor inmóvil» del universo. Más bien, antecede a la creación este automovimiento de Dios que permite a aquélla el espacio de su propio ser. Dios entra en sí para salir de sí. «Crea» las condiciones necesarias para la existencia de su creación retirando él su presencia y su poder. «En la autolimitación de la esencia divina que, en lugar de actuar hacia afuera en su primer acto, se vuelve más bien sobre sí misma emerge la nada»26. La fuerza afirmativa de la autonegación de Dios se convierte en la fuerza creadora en la creación y en la salvación.

24. G. Scholem, Schopfung aus Nichts und Selbstverschránkung Gotres, o. c, II5. La idea del zinzum desempeña una función importante también en las novelas judías de Isaac Bashevis Singer, especialmente en Jakob der Knecht, Hamburg 1965. La utiliza en la forma de la metáfora bíblica: «Dios oculta su rostro».

25. O. c, 117. 26. O. c , 118.

102 Dios el Creador

La doctrina cabalística de la autolimitación de Dios ha entrado también en la teología cristiana: Nicolás de Cusa, J. G. Hamann, Fr. Oetinger, F. W. J. Schelling, A. von Oettingen, E. Brunner y otros vieron en los «preparativos» de Dios para la creación el primer acto de aquel autoanonadamiento de Dios que alcanza su punto más profundo en la cruz de Cristo 27.

Empalmamos aquí y desarrollamos la idea: 1. Dios hace sitio para su creación retirando su presencia. Nace

un nihil que no contiene la negación del ser creado, porque no existe todavía la creación, pero que representa la negación parcial del ser divino en la medida en que Dios no es todavía el Creador. El espacio que nace y queda libre mediante la autoconcentración de Dios es un espacio abandonado por Dios en el sentido literal del término28. El nihil en el que Dios crea su creación y contra cuya amenaza la conserva en vida es el abandono de Dios, el averno, la muerte absoluta. Naturalmente, el nihil adquiere este carácter amenazador mediante la autocerrazón de la criatura y recibirá el nombre de pecado y de impiedad. Así, la creación está amenazada no sólo por su propio no-ser, sino también por el no-estar de Dios su Creador, es decir, por la nada misma. El carácter de lo negativo que la amenaza la desborda. En eso consiste su poder demoníaco. La nada niega no sólo la creación, sino también a Dios en la medida en que él es su Creador. Sus negaciones conducen a aquel espacio primigenio que Dios prepa­ró en sí mismo antes de la creación. Como posibilidad de la creación mediante la autolimitación el nihil no tiene todavía ese carácter aniquilador. El nihil fue dispuesto para hacer posible la creación en autonomía «fuera» de Dios. Pero eso llevaba consigo también la posibilidad de la nada aniquiladora. Para una doctrina de la nada se infiere de ahí la necesidad de distinguir entre el no ser de una criatura, el no ser de la creación y el no ser del Creador. Sólo en el último supuesto cabe hablar de la nada.

2. Dios «se retira de sí mismo a sí mismo» para hacer posible la creación. Esta humilde autorestricción de Dios precede a su actividad creadora hacia fuera. En este sentido, el autoanonadamiento de Dios

27. E. Brunner, Dogmatik H, o. c, 31: «Pero esto significa que Dios no quiere ocupar solo el espacio del ser, sino que quiere hacer sitio a otros. Al hacerlo, se limita a sí mismo... La kenosis que alcanza su punto culminante en la cruz de Cristo comienza ya con la creación del mundo». Cf. G. Hendry, Nothing: Theology Today XXXIX (1982) 286 ss.

28. Cf., frente a esto, K. Barth, Kirchliche Dogmatik I1I/3 50: Gott und das Nichtige, 327-425, que, en su doctrina de la creación, no añade determinación alguna a la concreción platónica de la nada. En su doctrina de la elección, Kirchliche Dogmatik 11/2, había desarrollado ideas relacionadas con la teología de la cruz y con la nada aniquilado­ra, ideas que dan una profundidad teológica al no-ser platónico. Es inevitable ver conjuntamente el juicio de Dios y la nada. Para comprender a Barth, cf. W. Krótke, Sünde und Niehtiges bei Kart Barth, Neukirchen 21983.

Creación de la nada 103

no comienza con la creación en la medida en que Dios entra en este mundo, sino que tiene lugar ya antes de la creación y es requisito indispensable para que ésta sea posible. El amor creador de Dios se basa en el humilde amor de Dios que se anonada a sí mismo. Este amor que se humilla es el principio de aquella autoprivación de Dios que Flp 2 considera como el misterio divino del Mesías. Para crear el cielo y la tierra, Dios se priva de su omnipotencia que todo lo llena y, como Creador, toma la figura de siervo.

Esto indica la necesidad de corregir la visión de la creación: Dios crea no sólo llamando algo a la existencia o poniendo algo en obra. En un sentido más profundo, «crea» cuando permite ser, cuando prepara, cuando se retira. El hacer creador aparece expresado en metáforas masculinas. Sin embargo, las metáforas maternales se prestan mejor para hablar del creador dejar ser.

3. Cuando Dios penetra en aquel «espacio primigenio» que él mismo ha preparado y actúa de forma creativa ¿crea verdaderamente «hacia fuera»? Sin duda, una operatio Dei ad extra comienza a ser posible mediante la presencia del nihil. Pero cuando tiene lugar la creación ad extra en el espacio dejado libre por Dios mismo, la realidad fuera de Dios permanece al mismo tiempo en Dios, que ha preparado aquel fuera en sí mismo. La diferencia entre Creador y criatura, sin la que la creación es impensable, queda envuelta en la verdad más amplia a la que apunta la historia de la creación, pues ésta proviene de aquélla: que Dios es lodo en todo. No significa una disolución panteísta en Dios, sino la forma definitiva que la creación debe encontrar en Dios. Entonces, aquella autolimitación inicial de Dios que hace posible la creación logra la glorificante expansión en la que toda la creación se transfigura: «La esplendorosa gloria del motor de todas las cosas penetra el mundo» (Dante).

La comparación del proceso de la creación con el de la nueva creación permite captar de la mejor manera posible el movimiento que va desde la inicial autolimitación hasta la escatológica autodesdelimi-tación de Dios respecto de su creación. Según la tradición del docu­mento sacerdotal, la creación en el principio es un crear por medio de la Palabra, y, en cuanto tal, no exigió esfuerzo alguno al Creador. Ni siquiera en sábado descansa del trabajo de su obra de creación el Creador. Pero en la historia de la desgracia, la creación divina de salvación presenta otro aspecto, pues el esfuerzo está presente en ella. Is 43, 24 s dice sobre el perdón de los pecados del pueblo de Dios: «Hasta me has convertido en siervo con tus pecados, y me has cansado con tus iniquidades. Era yo mismo el que tenía que limpiar y no recordar tus pecados». Al Elegido, que, según Is 53, traerá la salvación a los que carecen de ella, se le denomina ebed Yahve, Siervo de Dios. Is habla de «las fatigas de su alma» (53, 11). El carga con los

104 Dios el Creador

pecados y con las enfermedades (Is 53, 4). Por eso, y de esa manera, vencerá (Is 53, 11.12). En el himno a Cristo recogido en Flp 2 se describe el misterio del Mesías como su despojo y anonadamiento en la «forma de siervo» de Dios29. Mediante su autoenajenación crea liberación; mediante su autoanonadamiento ensalza, y con su padeci­miento vicario obra la redención de los pecadores. También Juan piensa en estos «trabajos» cuando recoge la última palabra de Jesús en la cruz: «¡Todo se ha consumado!» (Jn 19, 30). Y, según Pablo, las fuerzas de vida del Espíritu santo actúan siempre y exclusivamente en la «comunión de los padecimientos de Cristo» (Flp 3, 10). Las fuerzas de la resurrección y de la nueva creación actúan, y son experimenta­das, en la comunión de los sufrimientos de Cristo (2 Cor 4, 7 ss; 6, 4 ss). Esa fuerza se pone de manifiesto en la debilidad (2 Cor 12, 9). Finalmente, también la nueva creación del cielo y de la tierra surgirá de la historia del sufrimiento de Dios, y tendrá por centro ese sufrimiento. Será el reino del Crucificado: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza» (Ap 5, 12; igualmente 7, 14 ss; 11, 15; 12,10 s; 21, 23). El reino de la gloria nace de la apoteosis del Cordero, tal como cabe verla en las cúpulas de muchas iglesias cristianas como el «Cordero místico». El Crucificado se convierte en el fundamento y centro del reino de la gloria que renueva el cielo y la tierra. Ese reino comienza ya ahora con la resurrección y glorificación del Crucificado.

Si comparamos los sucesos de creación descritos, entenderemos la creación en el principio como actividad creadora de Dios sin requisito previo alguno: creatio ex nihilo; entenderemos la actividad creadora en la historia como creación laboriosa de la salvación desde la victoria sobre la desdicha. La creación escatológica procede, finalmente, de la superación del pecado y de la muerte, es decir, de la nada aniquilado­ra. Dios vence el pecado y la muerte de sus criaturas tomando sobre sí mismo la suerte de éstas y venciendo en su ser eterno la nada presente en el pecado y en la muerte.

Si la actividad creadora de Dios proviene de un decreto de crea­ción, se contiene en él la apertura del Creador a los sufrimientos redentores y su disposición a anonadarse. Y si Dios mantiene su decreto de creación, éste se convierte en decreto de salvación respecto al autoencapsulamiento de las criaturas mediante el pecado y de su consecuencia en la muerte. Creatio ex nihilo en el principio es la preparación y promesa de la redentora annihilatio nihili, de la que

29. Cf. J. Moltmann, Justificación y nueva creación, en Id., El futuro de la creación, Salamanca 1979, 183 ss. En el fondo, la gracia está presente ya en la conservación de la criatura que se cierra. La tradición teológica ha expresado esto distinguiendo entre 7zdpr.aiQ y citpsaig á/íapii'cov. Y si la gracia reside ya en la conservación del mundo, también en la creación del principio.

Creación de la nada 105

proviene el ser eterno de la creación. La misma creación del mundo es una promesa de la resurrección y de la derrota de la muerte en la victoria de la vida eterna (1 Cor 15,26.55-57). Resurrección y reino de la gloria son, pues, la consumación o cumplimiento de la promesa que representa la creación misma.

Con ello llegamos a una última interpretación de la frase que habla de la creatio ex nihilo desde la vertiente de la cruz de Cristo: si Dios crea su obra de la nada y no abandona su creación a pesar del pecado, manteniendo la voluntad de salvación para ella, entonces se somete a la nada aniquiladora en el envío y entrega de su propio Hijo, con la intención de vencer a la nada en sí y por medio de sí, y de regalar así existencia, salvación y libertad a su creación. La entrega del Hijo a la muerte en el abandono de Dios en la cruz y su entrega a los infiernos son, en este sentido, la entrada del Dios eterno en aquella nada de la que él creó el mundo. Dios entra en aquel «espacio primigenio» que él mismo había preparado mediante su autolimita-ción. E invade el espacio del abandono de Dios con su presencia. Esa presencia de su amor le lleva a anonadarse, a padecer y a experimen­tar la muerte en beneficio de su creación. Por eso esta presencia de Dios en el Cristo crucificado da a la creación la vida eterna y no la aniquila. Dios se hace omnipresente en el camino del Hijo hacia el desprendimiento y hacia la esclavitud a esa muerte; y en el camino de su exaltación y glorificación mediante toda la creación. Cuando Dios entra en el pecado y en la muerte, es decir, en la nada, y las vence entrando en ellos, las convierte en parte de su vida eterna: «Si bajo al sheol, allí te encuentras» (Sal 139, 8).

Desde la perspectiva de la cruz de Cristo, creatio ex nihilo significa perdón de los pecados mediante el padecimiento de Cristo, justifica­ción de los impíos por la muerte de Cristo, resurrección de los muertos y vida eterna mediante la soberanía del Cordero.

Por lo que respecta a la creación, la cruz de Cristo significa el verdadero afianzamiento del universo. La creación goza de consisten­cia eterna porque el Creador está dispuesto desde un principio a estos sufrimientos en favor de su creación. La cruz es el misterio de la creación y de su futuro.

Con la resurrección del Cristo crucificado ¿entra en la luz de la resurrección también la nada de la historia del mundo? Las experien­cias de Auschwitz y de Hiroshima suscitan preguntas que no admiten respuesta alguna porque, en el fondo, son protestas. Ya Hegel admi­tió la existencia de un negativo incapaz de «servir a lo mejor» en dialéctica alguna. Por eso, este pensador dejó fuera de su dialéctica la «contradicción no resuelta», la guerra del Peloponeso, la Guerra de los Treinta Años, y otras aniquilaciones masivas. Tampoco Ernst Bloch fue capaz de ver en los crematorios de Maidanek otra cosa que

706 Dios el Creador

no fuera la dura, irracional y aniquiladora nada: «Sí, hay una simien­te que muere y no da fruto alguno, pisoteada, sin una posterior negación positiva de esa negación»30. Sólo la esperanza militante que se alia con las posibilidades reales objetivas puede sofocar los campos de la aniquiladora nada, pero ni siquiera la pasión por la vida es capaz de eliminar por completo la muerte sin sentido. Verdaderamente esta idea de lo negativo es maniquea. Con ella se puede constreñir la nada, pero no se la puede eliminar ni vencer.

¿Puede la fe cristiana en la resurrección ir más lejos? En la praxis de la lucha contra la guerra y las aniquilaciones de masas, ciertamente no. Pero si en la esperanza del Dios que resucita a los muertos. La fe en la resurrección se dirige a Dios precisamente cuando no hay motivo humano alguno para la esperanza, cuando no hay nada que hacer. Y esa situación vivió ya la fe israelita en la resurrección. Ezequiel escuchó «la palabra del Señor» en el «amplio campo sembra­do de huesos humanos»: «He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis» (Ez 37, 1 ss). Tampoco la resurrección del Cristo ajusticiado fue para los cristianos potencialidad para el ser todavía inherente en su no-ser, sino el milagro de la nueva creación de Dios. La esperanza de la resurrección introduce, pues, la nada históri-co-mundial en la luz de la nueva creación.

¿Tiene esto consecuencias prácticas? No se sigue de ella un opti­mismo que pasa por alto lo negativo, sino que ofrece la fuerza de mantener o conservar en la memoria lo muerto y recordar a los muertos. La esperanza de la resurrección introduce a los vivos en una comunión de esperanza con los muertos. En ella ni se reprime la muerte ni se trata de olvidar a los muertos. La comunión mesiánica de la Iglesia del Cristo resucitado fue entendida siempre como una comunión de vivos y muertos (Rom 14, 7-9; Le 20, 38). Cabe expresar en forma negativa esta esperanza que vincula a los vivos con los muertos: «Tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo si éste vence»31. La protesta contra el asesinato sin sentido, completa­mente inaceptable, mantiene su aliento cuando es sustentada por una esperanza que afecta a las víctimas de un asesinato carente de sentido. La protesta contra la nada aniquiladora no puede conducir a la represión ni al olvido de los aniquilados; tampoco la esperanza para los aniquilados permitirá aceptar su aniquilación. La primera parte de la frase anterior pone letra al peligro de los revolucionarios; y la segunda parte expresa el peligro de los religiosos.

30. Este es el problema principal en E. Bloch, Philosophische Grundfragen I. esp. 60 ss. Cf., criticamente, J. Moltmann, Teología de la esperanza, Salamanca 41981, apéndice: El principio esperanza y Teología de la esperanza, 437 ss.

31. W. Benjamín, Illuminationen, Frankfurt 1961, 270 s.

Doctrina trinitaria de la creación 107

¿Entrará la nada escatológica en la luz de la nueva creación con la resurrección del Crucificado? Esta pregunta está ligada estrechamente a la anterior ya que la aniquilación apocalíptica del mundo se anuncia en la experiencia de la nada histórico-mundial. Es, pues, difícil responder a la pregunta porque la situación apocalíptica del llamado «ocaso del mundo» no se ha presentado aún, aunque el hombre tiene en sus manos todos los medios para aniquilar al menos «su mundo» y toda la vida que existe sobre la tierra. Sin embargo, la respuesta no diferirá de la dada a la pregunta anterior: el Dios que creó el mundo de la nada, el Dios que se entregó en su Hijo a la aniquiladora nada en la cruz para elevarla a su ser eterno. El «ocaso del mundo», ya sea por catástrofe natural o por la actuación criminal de los hombres, no puede significar límite alguno para Dios. ¿Cómo podría ser apartado de su decisión y de su amor el Dios que creó de la nada? Todo aquél que, por un temor apocalíptico, espera la aniquilación del mundo niega al Creador del mundo. La fe en Dios creador es incompatible con la espera apocalíptica de una total annihilatio mundii2. Concuer­da con esa fe la espera y la anticipación activa de la transformatio mundi. La espera de la annihilatio mundi, como la espera vulgar de un «fin del mundo», tiene un origen gnóstico, no bíblico. Con ella, algunos quieren lograr el reconocimiento de Dios a costa del mundo. Pero la escatología no es otra cosa que la fe en el Creador referida al futuro. El que cree en Dios que creó el ser de la nada, cree también en el Dios que vivifica a los muertos. Por eso espera en la nueva creación del cielo y de la tierra. Su fe le dispone a resistir a la aniquilación cuando no hay motivo humano alguno para la esperanza. Su esperan­za en Dios le obliga a ser fiel a la tierra.

4. Doctrina trinitaria de la creación

¿Existe una doctrina de la creación específicamente cristiana? ¿Qué añade la fe cristiana a la interpretación de las tradiciones veterotestamentarias de la creación? Como la comprensión israelita del mundo como creación está marcada por la revelación de salvación de Dios en el éxodo, en la alianza y en la promesa de la tierra, así la visión cristiana del mundo como creación de Dios está marcada por la revelación de salvación de Dios en la historia de Jesucristo. Esto no contradice las afirmaciones relacionadas con la creación y basadas en la experiencia de salvación de Israel. Por el contrario, es su interpreta­ción mesiánica. La doctrina cristiana, es decir, mesiánica, de la

32. K. Stock, Annihilatio mundi. Johann Gerhards Eschatologie der Welt, München 1971.

108 Dios el Creador

creación no sobrepuja o niega la respectiva doctrina israelita, sino que la confiesa. La orientación mesiánica hace que, en la visión cristiana, las concepciones de la creación escatológica definan las ideas transmi­tidas de la creación protológica. Y es la razón para proclamar, en la visión cristiana, al Creador de cielos y tierra como el «Padre de Jesucristo», y para desarrollar en sentido trinitario el «monoteísmo» veterotestamentario: el Padre ha creado cielos y tierra mediante el Hijo en el Espíritu33. ¿Cómo se ha llegado a este resultado de la teología cristiana en el campo de la doctrina de la creación?

1. El Cristo cósmico: si Cristo es el fundamento de la salvación para toda la creación, para los hombres pecadores y para la «criatura esclavizada», es también el fundamento de la existencia de toda la creación, hombre y naturaleza34. Del conocimiento escatológico de la redención de la creación mediante Cristo se infirió la cimentación protológica de la creación en Cristo. Esta conclusión subyace en las afirmaciones neotestamentarias sobre Cristo como «mediador de la creación». Los primeros brotes se encuentran en Pablo, quien funda­menta la libertad de los creyentes en todos los ámbitos de la vida diciendo que todo está sometido a la soberanía de Cristo, pero motiva la universalidad de la soberanía de Cristo afirmando que todo ha sido creado por medio de Cristo: «Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Cor 8, 6). También en la Carta a los efesios y en la dirigida a los colosenses, el conocimiento de la universalidad de la salvación en Cristo y por medio de él lleva a la idea de que todo ha sido «creado por medio de él» (Ef 1, 9 ss; Col 1, 9-17 ss). El «primogénito de entre los muertos» (Col 1, 18) es también el «primo­génito de toda criatura» (1, 15).

Heb 1, 2 presenta la visión cristiana de la soberanía universal de Jesús, el Hijo del Padre eterno, su mediación en la creación, la conservación del mundo y la purificación de nuestros pecados por medio de él. Se llama «al Hijo» «resplandor de la gloria» e «impronta de su esencia» (de Dios). Con esos símbolos, la literatura sapiencial israelita designaba la sabiduría eterna de Dios mediante la que Yahvé creó el mundo, lo conserva y lo glorificará (Prov 8, 22-31). La idea neotestamentaria de Cristo mediador de la creación se funda en una sophia cristológica según la cual Jesús es el Hijo y la Sabiduría eterna de Dios. La cristología del Logos del evangelio de Juan deriva de aquella. Se percibe claramente ese origen en la tesitura del prólogo del evangelio de Juan: «En el principio la Palabra existía y la Palabra

33. Tomo estas ideas de: Trinidad y reino de Dios, o.c, 113 ss, y las amplío sin tocar para nada la forma intratrinitaria de la creación, tal como la he presentado allí 115 ss.

34. Fr. Mussner, Creación en Cristo, en Mysterium salutis II.

Doctrina trinitaria de la creación 109

estaba con Dios y la Palabra era Dios... Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto se hizo» (Jn 1, 1.3).

La experiencia de salvación escatológica de los cristianos les ha servido de fundamento para afirmar que la Sabiduría eterna de Dios y su Palabra eterna de Creador se han revelado «en los últimos tiem­pos» y de manera «definitiva» (Heb 1, 2) en Jesús, el Señor crucificado y resucitado de entre los muertos. Y esa misma experiencia les permitió decir que el Padre de Jesucristo, y no otro dios, ha creado y continúa sosteniendo el mundo mediante el Hijo eterno. La doctrina trinitaria de la creación está marcada por la revelación de Cristo. Porque Jesús fue revelado como el Hijo del eterno Padre, la Sabiduría y la Palabra del Creador, identificadas con el Hijo, adquieren un carácter personal e hipostático del que carecían en los testimonios veterotestamentarios, aunque esos testimonios apuntan algunas ten­dencias en este sentido y, desde luego, están abiertos a tal hipostatiza-ción.

2. El Espíritu como creador. De la escatológica experiencia salví-fica forman parte también, según el testimonio neotestamentario, la efusión del Espíritu y la experiencia de las fuerzas del Espíritu santo en la comunidad de Cristo. El don del Espíritu santo es «la prenda» de la gloria (2 Cor 1, 22; 5, 5; Ef 1, 14). Las fuerzas del Espíritu son las fuerzas de la nueva creación. Ellas invaden por completo al hombre, en cuerpo y alma. Son las fuerzas de la resurrección de los muertos que arrancan del Cristo resucitado y son testimoniadas al mundo mediante la comunidad resucitada carismáticamente a la vida eterna. El tiempo del Espíritu es, según Jl 3, 1, el tiempo escatológico prometi­do. La fuerza del Espíritu es la fuerza creadora de Dios que justifica a los pecadores y vivifica a los muertos. El don del Espíritu santo es, pues, la vida eterna.

En el don del Espíritu santo y mediante sus fuerzas se experimenta una nueva presencia de Dios en su creación. El Dios creador acampa en su creación y convierte a ésta en su patria (mansión o morada). La experiencia del Espíritu es la experiencia de la schekiná, de la inhabita-ción de Dios: los hombres pasan a ser físicamente «templo del Espíritu santo» (1 Cor 6, 13-20). La nueva Jerusalén se convierte en tienda de Dios entre los hombres (Ap 21, 3). En la actuación vivificadora e inhabitadora del Espíritu se pone de manifiesto toda la actividad trinitaria de Dios. En la actividad e inhabitación del Espíritu llega a su meta la creación del Padre por el Hijo y la reconciliación del mundo con Dios mediante Cristo. La presencia y la actuación del Espíritu constituyen la meta escatológica de la creación y de la reconciliación. Todas las obras de Dios terminan en la presencia del Espíritu.

110 Dios el Creador

La experiencia de la realidad escatológica del Espíritu indica que se trata del mismo Espíritu en cuya fuerza el Padre creó el mundo a través del Hijo y lo conserva contra la nada aniquiladora: «Les retiras su soplo, y expiran y a su polvo retornan. Envías tu Espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104, 29.30). Esto significa que el Espíritu es la fuerza activa del Creador y la fuerza vital de las criaturas. Y significa también que esta fuerza es creativa, que no ha sido creada y que es «exhalada» por el Creador, emanada de él. Por consiguiente, el Creador mismo está presente en su creación a través del Espíritu. Mediante la presencia de su propio ser, Dios conserva su creación frente a la nada aniquiladora. «Si ...Dominus spiritum subtrahit, omnia in nihilum rediguntur»35.

Pero, mediante la presencia de su propio ser, Dios participa también de la suerte de su propia creación. Mediante el Espíritu, comparte los sufrimientos de sus criaturas. En su Espíritu experimen­ta las aniquilaciones de éstas. En su Espíritu, junto con la criatura esclavizada suspira por la redención y la libertad. Cuanto se decía de la schekiná que habitaba en Israel y fue al exilio con el pueblo elegido vale también acerca de la schekiná del Creador en su creación. El Creador mismo entra en su creación mediante su Espíritu. Este es capaz de sufrir. Se puede «entristecer» al Espíritu y puede extinguirse (1 Tes 5, 19; Ef 4, 30), porque él es la fuerza del amor del que ha brotado la creación y mediante el que es conservada.

¿Permiten afirmar los testimonios de la revelación escatológica del nuevo testamento que el Espíritu santo es «la tercera persona de la santísima Trinidad»? En la mayoría de los pasajes neotestamentarios se describe la actuación del Espíritu como la de una fuerza divina. Sin embargo, la particularidad de la actuación del Espíritu no se encua­dra entre las propiedades o fuerzas de Dios. El Espíritu actúa también como un sujeto, no sólo sobre los hombres, sino también sobre el Hijo y sobre el Padre; concretamente en la glorificación del Hijo y del Padre. Debemos considerar al Espíritu santo como sujeto divino allí donde es mencionado con los sujetos divinos del Padre y del Hijo al tiempo que se distingue de ellos, como sucede en las fórmulas de bendición y del bautismo. Sin embargo, el Espíritu orienta siempre hacia el Hijo y el Padre. Esta observación no puede llevarnos a abandonar el carácter de persona del Espíritu tal como fue definido más tarde en la doctrina de la Trinidad sostenida por la Iglesia antigua. Pero nos preserva de aplicar de manera indistinta aquel concepto de persona al Padre, al Hijo y al Espíritu. Precisamente la experiencia de la peculiaridad del Espíritu pone claramente de mani-

35. J. Calvino, citado según W. Krusche, Das Wirken des Heiligen Geistes nach Calvin, o. c, 15.

El espíritu cósmico 111

fíesto que cada sujeto de la Trinidad posee su personalidad específica y que, por consiguiente, no se puede aplicar un concepto unívoco de persona al Padre, al Hijo y al Espíritu. Al propio tiempo, el Espíritu santo mismo es Dios, con una particularidad diferenciable frente a Dios Padre y a Dios Hijo.

La revelación de Cristo y la experiencia del Espíritu han dado una configuración específica a la doctrina cristiana de la creación. El que envía al Hijo y al Espíritu es el Creador: el Padre. El que auna al mundo bajo su soberanía liberadora y lo redime es la Palabra de la creación: el Hijo. El que vivifica al mundo y le permite participar en la vida eterna de Dios es la fuerza del Creador: el Espíritu. El Padre es la causa creadora, el Hijo la causa pregnante, y el Espíritu la causa vivificante de la creación.

La creación existe en el Espíritu, es impregnada mediante el Hijo y es creada por el Padre. Es, pues, de Dios, mediante Dios y en Dios.

El concepto trinitario de creación vincula la trascendencia de Dios respecto del mundo con su inmanencia en el mundo. La acentuación unilateral de la transcendencia de Dios respecto del mundo condujo al deísmo, como en el caso de Newton. La acentuación unilateral de la inmanencia de Dios en el mundo llevó al panteísmo, como sucedió a Spínoza. En el concepto trinitario de la creación se integran la verdad que contienen el monoteísmo y el panteísmo. En la visión panenteísti-ca, el Dios que ha creado el mundo habita en él, y el mundo creado por Dios existe en éste. Esta visión panenteística solo es concebible y representable en términos trinitarios.

Mientras que la divinización de la criatura en los cultos de la fertilidad determinaba la relación del hombre con la naturaleza, la distinción crítica entre el Dios creador y el mundo como creación suya resultaba liberadora para el hombre. Entre tanto, la desdivinización del mundo ha progresado hasta el punto de imponerse una concep­ción atea de la naturaleza y una relación funesta del hombre con ella. Por eso es hoy absolutamente necesaria una visión integradora de Dios y de la naturaleza. Sólo ella puede ejercer una influencia libera­dora sobre la naturaleza y sobre el hombre.

5. El espíritu cósmico

La imagen mecanicista del mundo ha comido el terreno a la antigua idea teológica del Espíritu creador que empapa al mundo, lo vivifica y anima. Desde un punto de vista teológico, la concepción masculina de la soberanía de Dios suplantó a la anterior idea, femeni­na, del «alma del mundo». «Dios gobierna todo no como alma del

112 Dios el Creador

mundo, sino como dueño del universo», decía Isaac Newton36. Desde la vertiente cosmológica, el símbolo de la máquina del mundo desplazó al anterior símbolo del organismo del mundo. Estas dos nuevas con­cepciones hicieron al mundo calculable y dominable para el hombre. Al sacrificar la inmanencia del Dios Espíritu en el mundo en aras de la trascendencia del Dios soberano respecto del mundo nace una con­cepción de la naturaleza absolutamente desligada del Espíritu y de Dios. La teología cristiana de los tiempos modernos ha intentado constantemente romper el hechizo de la imagen mecanicista del mundo y de la subyacente doctrina de la dominación. Sin embargo, las cosmologías organológicas sugeridas por Oetinger, Schleierma-cher, Rothe, Heim y otros no pasaron de tener una influencia margi­nal. La apoteosis de las ciencias «exactas» cerró el paso a esas alternativas. El peligro del panteísmo de corte spinoziano hizo que muchos teólogos retrocedieran espantados ante tales intentos. Sin embargo, es necesario tomar de nuevo la vieja idea, sobre todo por motivos teológicos: sin una doctrina pneumatológica de la creación es imposible una doctrina cristiana de la creación. Y es preciso volver a aquella idea también por razones cosmológicas: si no se percibe el Espíritu creador en el mundo no existirá una comunión de la creación en la paz entre los hombres y la naturaleza.

La historia bíblica de la creación comienza con la declaración de la creación del cielo y de la tierra por Dios, y añade: «El espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas» (Gen 1, 2). La exposición teológica rara vez tuvo en cuenta esta declaración. Sin embargo, esta breve anotación pretende decir que el Espíritu divino (ruah) es la fuerza creadora y la presencia de Dios en su creación 3^. La creación entera es obra del Espíritu y representa, en consecuencia, una realidad configurada por el Espíritu. ¿Qué significa esta inmanencia de Dios en el mundo, mediante el Espíritu, para la comprensión del mundo como creación de Dios? ¿Con qué criterios se percibe el Espíritu creador en la naturaleza? Con el fin de distinguir la idea de la creación en el Espíritu de las concepciones espiritistas y animistas, nuestra exposi­ción teológica arrancará de la revelación y experiencia del «Espíritu santo» en la comunidad de Cristo. Y de ahí remontaremos a la presencia y manera de obrar del «Espíritu» en la creación38.

36. Citado según Kl.-D. Buchholtz, Isaac Newton ais Theologe, o. c, 68. 37. J. Calvino, Institutio I, 13, 14 concluía que «no sólo la belleza del mundo tal

como la vemos ahora tiene consistencia por la fuerza del Espíritu, sino que el Espíritu ha conservado ya la masa informe antes de que se apareciera todo este ornato».

38. Cf. H. W. Robinson, The Christian Experience ofíhe Holy Spirit, London 1930; E. C. Rust, Science and Faith, o. c, 182 ss; A. Heron, The Holy Spirit in the Bible, in the History oj Christian Thought and in recent Theology, London 1983, esp. 137 ss; Y. Congar, Der Heilige Geist, Freiburg 1982, 311 ss (ed. cast.: Herder, Barcelona 1983).

El espíritu cósmico 113

a) La primera experiencia del Espíritu santo en la fe cristiana es la experiencia de la fuerza creadora: el que cree renace del Espíritu (Jn 3, 5), es una nueva criatura en Cristo (2 Cor 5, 17).

b) La segunda experiencia del Espíritu santo es igualmente pri­migenia; es la experiencia de la comunión en las limitaciones sociales, religiosas y naturales, por lo demás insuperables: los judíos y los gentiles, los griegos y los bárbaros, los señores y los esclavos, las mujeres y los hombres se hacen «uno» (Gal 3, 28) en el Espíritu, es decir, «un corazón y un alma», y tienen «todo en común» (Hech 4, 81-35).

c) Tan antigua como esta experiencia de la comunión es la experiencia de la individuación de la respectiva vocación y de los dones personalmente peculiares del Espíritu: a cada uno lo suyo. Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es uno (1 Cor 12).

d) Finalmente, en estas experiencias de la presencia del Espíritu santo se hace cierta la esperanza porque se anticipa el futuro; el futuro de la nueva creación, el renacimiento del cosmos a la gloria, la dichosa comunión de todas las criaturas separadas y la inmediata comunión que la creación unida en Cristo y renovada en el Espíritu comparte con Dios.

De ordinario, en la imagen mecanicista del mundo se juzga los sistemas complejos por sistemas sencillos y se concluye diciendo que las relaciones existentes en los sistemas complejos se reducen a las de los sistemas simples; y se intenta la reconstrucción desde éstos. Nosotros proponemos aquí el camino inverso y partimos de determi­nadas experiencias de Dios y de relaciones complejas de Dios con los hombres para enjuiciar las relaciones humanas y las naturales. Esto presupone el principio de que el sistema complejo explica el sistema más sencillo porque es capaz de integrarlo; y no viceversa.

Si partimos de este principio, descubriremos las siguientes mane­ras de influencia del Espíritu cósmico en la naturaleza:

a) El Espíritu es el principio de la creatividad en todos los niveles de la materia y de lo viviente. Crea nuevas posibilidades y anticipa en ellas los nuevos esbozos de los organismos materiales y de los organis­mos vivientes. Desde esta perspectiva, el Espíritu es el principio de la evolución.

b) El Espíritu es el principio holístico. En cada estadio de la evolución crea influencias recíprocas, coincidencias en estas influen­cias recíprocas, pericóresis recíprocas y, por tanto, vida comunitaria y cooperativa. El Espíritu de Dios es el «Espíritu común» de la crea­ción.

c) Tan originariamente, el Espíritu es el principio de la individua­ción y diferenciación de determinados esbozos de materia y de vida en sus diversos niveles. Autoafirmación e integración, autoconservación

114 Dios el Creador

y autotranscendencia son las dos caras del proceso de la evolución de la vida. No se contradicen entre sí, sino que se completan recíproca­mente.

d) Finalmente, todas las creaciones en el Espíritu son criaturas intencionalmente abiertas. Están orientadas a su futuro común, pues cada una de ellas goza de una estructuración peculiar, acorde con sus posibilidades. El principio de la intencionalidad es inherente a todos los sistemas de materia y de vida abiertos.

Cuando decimos que el Espíritu del Creador empapa el mundo pretendemos dejar claro que concebimos cada individuo como parte del todo, y cada fenómeno limitado como una presentación de lo infinitoi9. Todas las criaturas son individuaciones de la comunión de la creación y manifestaciones del Espíritu divino.

Cuando afirmamos que el Espíritu del autor de la creación habita en cada criatura concreta y en la comunidad de la creación pretende­mos subrayar que la presencia de lo infinito en lo finito llena de autotranscendencia toda finitud y la comunidad de todos los seres finitos. Es imposible concebir de otra manera la presencia de lo infinito en lo finito sin que lo infinito destruya a lo finito o a la inversa.

¿Existen en las tradiciones cristianas puntos de apoyo para esta transposición del conocimiento del Espíritu santo en la fe al Espíritu de la creación?

Pablo utiliza el vocablo pneuma con un doble significado: habla del Espíritu de Dios y del espíritu humano: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8, 16). Con la expresión «espíritu humano» no se quiere dar a entender un principio psíquico, superior, o una mística cima psíquica. Se quiere significar el centro de todo el ser personal, físico y psíquico, es decir, la totalidad psicosomática del hombre. Cabe conocer esto ya en el yo humano en la medida en que este yo es el «yo viviente» en la mente y en la dirección del querer. Con el término «pneuma», Pablo da a entender un «yo» que es capaz de objetivarse a sí mismo, que tiene una relación consigo mismo y que está vivo en su intencionali­dad^.

39. Fr. D. E. Schleiermacher, Reden über die Religión II: Über das Wesen der Religión (56). La religión es contemplación del universo: «El universo mantiene una actividad ininterrumpida y se nos revela en cada momento. Toda forma que suscita, todo ser al que da una existencia especial según la plenitud de la vida, cada acontecimiento que suscita de su rico y siempre fructífero seno es una actuación del mismo en nosotros. Y religión es aceptar cada cosa concreta como una parte del todo, todo lo limitado como una presentación de lo infinito». También Fr. Oetingcr, en su teología de la vida, parte del spiritus rector que da vida y mueve todo, y que se manifiesta en todas las criaturas. Cf. Theologia ex idea vitae deducía, 1765. Cf. E. Zinn, Die Theologie des Friedrich Christoph Oetinger, Gütersloh 1932.

40. R. Bultmann, Teología del nuevo testamento. Salamanca 21987, 259 s. Cf. también A. Come, Human Spirit and Holy Spirit, Philadelphia 1959.

El espíritu cósmico US

Pablo expresa en el concepto anhelo (inoKupctdoKÍa) esta estructu­ra de la autodistinción y de la autotranscendencia intencional. La encuentra a) en los creyentes que tienen «las primicias del Espíritu» (Rom 8, 23). Ellos ansian la filiación divina y esperan la redención del cuerpo. La encuentra b) en la «ansiosa espera de la creación» (Rom 8, 19 ss). La creación espera la «revelación de los hijos de Dios» y, por eso, «anhela» juntamente «con nosotros» (Rom 8, 22). c) Finalmente, Pablo percibe en el Espíritu santo mismo «unos gemidos inefables» (Rom 8, 26). Y cuanto los creyentes experimentan y perciben en el Espíritu santo revela la estructura del Espíritu de la creación, del espíritu humano y del Espíritu en toda la creación no humana porque concuerda con ella. Cuanto los creyentes experimentan en el Espíritu santo les lleva a la solidaridad con toda la creación. Ellos sufren con la naturaleza bajo el poder de la corrupción y esperan para la naturaleza la revelación de la libertad41.

Si el Espíritu es la presencia inmanente de Dios en el mundo, ¿no tendremos que hablar también de una «kenosis del Espíritu»? A2.

La teología concibió frecuentemente en paralelismo, a veces en entrecruzamiento mutuo, la historia del Logos y la del Espíritu de Dios. En cambio, se distinguió claramente entre la encarnación del Logos y la inhabitación del Espíritu: la Palabra «se hace carne», pero el Espíritu «inhabita». Si tenemos presente esta distinción, dogmática­mente razonable, podemos y debemos hablar de una «kenosis del Espíritu». El Espíritu no es una de las fuerzas de Dios. En la concepción trinitaria cristiana es Dios mismo. Si Dios entra en su creación finita y habita personalmente en ella como «dador de vida», todo esto presupone una autolimitación, un autoanonadamiento y una autoentrega del Espíritu. Con la historia de la pasión de la creación, que está sometida a la corrupción, nace la historia de la pasión del Espíritu que habita en aquélla. Pero el Espíritu que habita en la creación hace de esta historia de pasión de la creación una historia de esperanza. «La presencia del Espíritu de la creación obra la esperanza de la creación en la diferencia entre vida y sufrimiento»43.

41. E. Kásemann, Der gottesdienstliche Schrei nach der Freiheit, en Paulinische Perspektiven, Tübingen 1969, 211, esp. 232 ss. Cabe añadir que, según Ap 22, 17, no sólo la Iglesia, sino también «el Espíritu» exclama escatológicamente: «¡Ven!». Cf. también W. Bindemann, Die Hoffnung der Schópfung. Rómer 8, 18-27 und die Frage einer Theologie der Befreiung von Mensch und Natur, Neukirchen 1983, 118 ss.

42. H. W. Robinson, The Christian Experience ofthe Holy Spirit, o. c, 87 ss; E. C. Rust, o. c, 195 ss. También VI. Lossky, In the Image and Likeness o/God, London 1975, 92, habla de una «kenosis personal» del Espíritu santo en la economía de la salvación que hace tan difícil comprender su existencia hipostática.

43. K. Stock, Creatio nova-crealio ex hihilo: EvTh 36 (1976) 202 ss. 215. Ha tomado y desarrollado mis ideas de la inmanencia del Espíritu de Dios en el mundo: El Espíritu es tanto la fuerza del futuro de Dios que se avecina y de su reino de libertad como

116 Dios el Creador

¿Es sostenible esta visión teológica de la historia de la naturaleza y de la humanidad como historia divina del Espíritu si tenemos presen­tes los desarrollos erróneos de la evolución y la historia de los crímenes y catástrofes humanos? Si el mundo fuera completamente impío y hubiera sido abandonado por Dios, se habría hundido en la nada (Sal 104, 29) y no existiría ya. Pero el mundo continúa existien­do, aunque no se encuentra en un estado acorde con Dios. Por consiguiente, en la historia de la pasión del mundo natural y humano habrá que reconocer los «gemidos inefables» del Espíritu que habita en ella y la presencia doliente de Dios 44. Caer en la cuenta de esto es tanto como percatarse de la autotranscendencia del Espíritu que habita en el mundo, de su tormento y de su anhelo en la materia. Pero significa también conocer las dimensiones cósmicas de la esperanza del mundo.

La idea del inhabitante Espíritu del Creador ¿conduce al panteís­mo del «alma del mundo» que todo lo penetra?

Si todas las criaturas son influidas por el mismo Espíritu divino ¿no existe entonces un «eterno parentesco interior entre todas las cosas», como dijeron los románticos alemanes? ¿No son entonces todas las cosas igualmente divinas? ¿Constituye el panteísmo —ya sea en la forma filosófica de Spinoza o en la configuración mística del Tao chino— una ayuda real y actual contra la destrucción de la naturaleza?

Heinrich Heine describió atinadamente los puntos flacos del pan­teísmo de los tiempos de Goethe:

Por desgracia es cierto, y debemos confesarlo, que el panteísmo ha sembrado con frecuencia la semilla de la indiferencia en los hombres. Pensaron: si todo es Dios, es indiferente el tipo de ocupación del hombre. Tanto da ocuparse de las nubes o de gemas antiguas, de canciones populares o de huesos de simios, de hombres o de comediantes. Pero esto es un craso error: no todo es Dios, sino que Dios es todo; Dios no se manifiesta con igual medida en todas las cosas. Por el contrario, se manifiesta en diverso grado en cada una de las cosas, y todas ellas llevan dentro el afán de alcanzar un grado superior de divinidad; y esto es la gran ley del progreso en la naturaleza45.

movimiento de la materia... instinto, espíritu de vida, elasticidad, ... tormento de la materia» (Perspektiven der Theologie, München 1968, 209 s). La cita proviene de K. Marx, Frühschriften, ed. S. Landhut, 1964, 330. Marx se refiere en este pasaje a la doctrina materialista del Espíritu de Jakob Bóhme, que influyó también en la concepción orgánica de la naturaleza de Friedrich Oetinger.

44. E. C. Rust, o. c, 198, dice atinadamente: «That cross is borne in the immanence of the Creator Spirit and finds its culmination in the Incarnation and Cross on Calvary's hill». Y extrae de ahí la conclusión correcta: «Any doctrine of creation and providence has a cross at its heart».

45. H. Heine, Die romantische Schule (1835), Stuttgart 1979, 46 s.

El espíritu cósmico 117

Heine aludió con ello a la distinción entre el pan-en-teísmo y el pan-teísmo. Donde el panteísmo liso y llano siembra la indiferencia, el pan-en-teísmo sabe diferenciar. Donde el panteísmo simple ve sólo presencia divina y eterna, el pan-en-teísmo es capaz de captar trans­cendencia de futuro, evolución e intencionalidad.

Pero el panenteísmo diferenciado es incapaz de compaginar la transcendencia de Dios respecto del mundo con la inmanencia de Dios en el mundo. Esa es la ventaja de la doctrina trinitaria de la creación en el Espíritu y del Espíritu del Creador que habita en la creación. Esa doctrina considera la creación como un tejido dinámico de procesos interdependientes. El Espíritu diferencia y vincula. El Espíritu conserva y hace que los seres vivientes y las comunidades se transciendan a sí mismos. Para la comunión de la creación es funda­mental ese Espíritu del Creador que mora en la creación. A diferencia de cuanto sucede en la concepción mecanicista del mundo, no son fundamentales las «partículas elementales», sino la coincidencia de las conexiones y de los movimientos autotranscendentes en los que se exterioriza el anhelo del Espíritu por una consumación todavía no alcanzada46. Si el Espíritu cósmico es el Espíritu de Dios, no se podrá considerar el universo como un sistema cerrado. Habrá que entender­lo como un sistema abierto a Dios y a su futuro47.

46. Para Fr. Capra, Wendezeit. o. c., 97 ss, cf. también: Der kosmische Reigen. 61983, 286.

47. Críticamente acerca de E. Jantsch, Die Selbstorganisation des Universums. Vom Vrknallzum menschlichen Geist, München 1982, 411 ss, especialmente sobre su frase: «Sin duda, Dios no es el creador, pero sí el Espíritu del universo» (412).

5 El tiempo de la creación

Todo lo que acontece es temporal y sucede en el tiempo. ¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Precede a todo acontecimiento? ¿Lo constituye el suceso? ¿Es condición para una posible experiencia o experimentamos el tiempo mismo? ¿Se experimenta de forma distinta el tiempo si consideramos la realidad como creación o si la entendemos como naturaleza? «¿Qué es, pues, el "tiempo"? Si nadie me formula la pregunta, sé la respuesta, pero si quiero explicarlo a quien me interro­ga, carezco de respuesta», confesaba ya Agustín, ante la dificultad de definir el tiempo'.

1. El tiempo como repetición de la eternidad

Mircea Eliade ha demostrado en sus estudios de historia de las religiones que, en el plano de la humanidad arcaica, no existe la experiencia de la realidad como «historia» en el sentido de una marcha progresiva de acontecimientos contingentes y de actuaciones individuales2. Todo acontecimiento es considerado como reproduc­ción y repetición del mítico suceso primigenio, acaparador exclusivo de la realidad. El mito y la idea del «eterno retorno» dominan la historia primitiva de la humanidad. Las experiencias y la actuación humanas tienen que encontrar su fundamento y su forma en una correspondencia con lo primigenio y con lo divino si quieren ser consideradas como razonables y, en este sentido, como «reales». Sin duda ocurren cosas nuevas en cada momento, pero el hombre arcaico responde a ellas con rituales. Todo el mundo en el que se desenvuelve su vida está ritualizado, pues sólo su ritualización otorga seguridad en un mundo hostil y caótico. Lo divino se reproduce en el ritual; y mediante el ritual consigue el hombre gozar de la protección de lo

1. Agustín, Confessiones, XI, 14, 17. 2. M. Eliade, Der Mythos der ewigen Wiederkehr, Dusseldorf 1962 (ed. cast.: El mito

del eterno retorno, Madrid 51984); 51984); S. G. F. Brandon, History, Time and Deity, New York 1965. Para la historia científica del concepto de tiempo, cf. St. Toulmin/J. Goodfield, The Discovery of Time, New York 1965.

120 El tiempo de la creación

divino. También la experiencia del tiempo forma parte de la experien­cia ritual de la vida.

Existe un tiempo puro, primordial. Es el tiempo que existió en el momento del origen. Es el tiempo repetible en principio. El tiempo originario se actualiza en las fiestas grandes y pequeñas, y se regenera el tiempo cotidiano invertido en el trabajo. El hombre «arcaico» conoce dos tiempos: el efímero tiempo cotidiano y el tiempo de la fiesta. En la cotidianidad, el tiempo pasa, envejece y degenera. En la fiesta, renace de su principio. En la vida cotidiana se experimenta el caos en la inestabilidad. En la fiesta se repite el eterno origen del cosmos salido del caos. El canto de la creación Enuma-elish fue recitado en el templo de Marduk; en la recitación se actualizaba la lucha mítica de Marduk con el monstruo Tiamat. La lucha que dio origen al mundo tuvo lugar «en aquel tiempo», es decir, en el principio mítico. Pero se repite en la fiesta y se le experimenta así como acontecimiento presente, actual. «La lucha y la victoria de la creación tuvieron lugar en el momento presente»3.

Mircea Eliade resume así la experiencia mítica del tiempo en la fiesta:

1. El primer acto de la ceremonia representa la victoria sobre Tiamat y significa el retorno al mítico tiempo primigenio que precedió a la creación.

2. La creación del mundo que tuvo lugar «en aquel tiempo» se reactualiza en la fiesta del año nuevo.

3. El hombre participa en la creación del mundo en el ritual festivo. El éxtasis de la celebración le traslada al tiempo del comienzo.

4. En la fiesta, el hombre experimenta el renacimiento del tiem­po y su nueva creación que se repite periódicamente.

La fiesta del comienzo, que se repite periódicamente, cumple dos funciones: divide el tiempo en semanas, meses, años, etc., y regenera el tiempo efímero desde su origen eterno. El tiempo mítico de la fiesta al interrumpir el tiempo cotidiano, anula la transitoriedad de ese tiempo. Esta experiencia del tiempo en la fiesta de la renovación pone de manifiesto una tendencia antihistórica. Aquella no es la experien­cia de la historia. Por el contrario, disuelve la experiencia de la historia en el eterno retorno de lo mismo4.

El año eclesiástico, con las fiestas cristianas que retornan anualmen­te, tiene ese carácter eliminador de la historia. Los irrepetibles sucesos de la historia de la revelación son trasladados al «eterno retorno de

3. M. Eliade, o. c, 85. 4. E. Hornung, Geschichte ais Fest, Darmstadt 1970, pone de manifiesto esto en los

rituales de la religión egipcia y de la precolombina religión mejicana. Para la moderna experiencia de la historia, cf. T. Darby, The Feast. Meditations on Polilics and Time, Toronto 1982.

El tiempo como repetición de la eternidad 121

lo mismo» y entran así al servicio de la religiosidad arcaica de los hombres. Una canción alemana de Iglesia dice: «ILoado sea Dios! Llega el domingo. La semana se renueva otra vez». Y del nacimiento de Cristo se dice: «Todos los años baja de nuevo Cristo niño a la tierra donde estamos los hombres». Algo parecido sucede con los aniversa­rios en la religión política y en la religión privada, Acontecimientos relevantes en la historia de la nación serán celebrados anualmente. El nacimiento irrepetible de una persona es celebrado cada año. Se traslada así al ritual repetible la experiencia contingente de la historia.

A la inversa, resulta sumamente difícil aprehender sucesos únicos, desacostumbrados cuando se carece de un modelo arquetípico. Una vez captados de acuerdo con tales modelos, esos sucesos pierden inmediatamente su individualidad y pasan al plano de las experiencias generales que retornan incesantemente. Lo que no encaja en el mode­lo acostumbrado no suele pasar por el retículo del órgano de percep­ción. Y, caso de que sea percibido, aparecerá como trastorno y como fuente de inseguridad. Son acontecimientos para los que el hombre tiene que encontrar los enfoques pertinentes. Pero, de ordinario, reacciona a tales sucesos de acuerdo con determinados rituales. En principio fue la religión la que «casualizaba» los «acontecimientos» irrepetibles que afectaban a la existencia. Las religiones dominantes convirtieron el nacimiento, la boda y la muerte en «casos» ante los que se reacciona con determinados rituales prescritos en el manual para esos y otros acontecimientos. El carácter individual de estos sucesos se diluye en lo general y repetitivo. La muerte individual recibe una respuesta general en el ritual del entierro. Todo aquello para lo que no existe una posible respuesta en el ritual es considerado como trastorno de la vida y como fuente de inseguridad para la persona concreta ya que el suceso individual exige como tal la creación individual de una actuación nueva y desacostumbrada . Dado que resulta difícil percibir la individualidad de un suceso y crear un enfoque individual para ese acontecimiento se tiende a enmascarar y desdibujar ambas cosas. No sólo el «hombre arcaico», sino también el «hombre religioso» tiende a percibir exclusivamente lo repetible, lo cíclico, lo general, y, por consiguiente, es propenso a celebrar la historia mediante rituales en lugar de determinarla mediante decisio­nes propias, individuales. Se hace patente esto mismo en la imprecisa generalidad del lenguaje religioso. En este orden de cosas, se podría definir la esencia de la religión como mito y ritual. Y cabría entender su función como eliminación de la historia: el mito borra la experien­cia de la historia. El ritual elimina la decisión de la historia.

De ordinario, se suele describir como «hombre arcaico» al indivi­duo de las culturas prehistóricas. Sin embargo, su tipología está presente también en el hombre histórico, y volverá a hacer acto de

122 El tiempo de la creación

presencia en la sociedad poshistórica como el «posthistoric man»5. En la pos-histoire del omnipresente Estado administrador, todos los «acontecimientos» históricos son privados de su singularidad, de su individualidad y de su irreversiblilidad, y pasan a ser «casos» juzga­dos de acuerdo con «casos precedentes» o se convierten en «caso precedente». Así, todos los casos son iguales en principio, y serán tratados de igual manera según la ley. No existe un «caso especial». Tampoco existe un «tratamiento individual». En el plano de la administración racional de todos los asuntos de una sociedad se borra la individualidad de los sucesos y se extingue la prestación creativa de las decisiones personales. La burocratización de la vida en el Estado administrador no significa otra cosa que la práctica del «fin de la historia». Dado que el creciente poder del hombre hace crecer desme­suradamente el horror y los peligros de la historia, son muchos los que desean tal paso a una «era poshistórica» y consideran a ésta como la única posibilidad de supervivencia de la humanidad. Esta «despedi­da de la historia» exige la traslación de la política a la administración, la casualización de todo posible acontecimiento o la delimitación de los sucesos permitidos a casos registrables, la renuncia a la decisión individual o su reducción a las posibilidades de variación de acciones rituales. Y esto lleva a disolver las personas individuales, históricas, en ejemplares de lo general calculable. En la «era poshistórica» se superará, caso de que llegue a darse, la experiencia del tiempo de la era histórica. La conciencia arcaica del tiempo retornará a otro nivel. Por eso es importante hacerse una idea clara de su estructura y no considerar lo arcaico como lo superado.

El hombre arcaico vive en la eterna presencia de determinados arquetipos divinos que prefiguran sus ideas, experiencias y percepcio­nes de la realidad. Vive en determinados rituales divinos que colorean todas sus actuaciones. Su experiencia del tiempo es la constante repetición de lo igual consigo mismo. Sólo esa repetición confiere duración a su vida. Existe en la conciencia de un presente eterno al que hay que calificar de intemporal. Mediante la cíclica sublimación del tiempo en la fiesta consigue anular la irreversibilidad del tiempo que percibe con toda nitidez. El tiempo se convierte para él en una estructura cíclica. Su vida discurre en el ciclo del tiempo. Por eso, ningún suceso es único y ningún pasado es definitivo. Todo retorna. En cada momento comienza todo de nuevo desde el principio. Por eso nada nuevo sucede en este mundo; ni puede pasar realmente algo en él. Sí, las cosas aparecen y pasan en el tiempo, pero al ser concebido el

5. A. Gehlen, Urmensch und Spálkultur, Bonn 1956; R. Seidenberg, Post-historic Man, Chapel Hill 1950; a su manera, también C. Lévi-Strauss, Das wilde Denken, Frankfurt 1968.

El tiempo como repetición de la eternidad 123

tiempo en eterno retorno, todo permanece. El eterno retorno mantie­ne al universo en vida y lo renueva desde su origen eterno. En realidad, la experiencia del tiempo es aquí no la experiencia de la individualidad de los acontecimientos y de la irreversibilidad de su acaecer, sino la experiencia de la repetición. Pero la experiencia de la repetición no es más que la experiencia de la eternidad.

La doctrina de las ideas de Platón debe ser considerada en este contexto como la exposición racional de los arquetipos arcaicos de la percepción. Por eso define el tiempo como «reproducción eterna, numéricamente progresiva, de la eternidad que perdura en el Uno»6. Pero sólo es posible entender el tiempo como reproducción de la eternidad si su decurso es un ciclo. Sólo el círculo puede ser la reproducción de lo infinito en lo finito porque su órbita no tiene fin y cada punto de la periferia está a idéntica distancia del centro.

También para Aristóteles, «el tiempo parece ser algo así como un círculo»7. Si se representa el curso del tiempo mediante la imagen de una órbita, el tiempo tendrá que retornar periódicamente sobre sí mismo. Y si el tiempo vuelve periódicamente sobre sí mismo, entonces reproduce todos los estados en el mundo en una distancia periódica. Pero esto sólo es imaginable si se parte de la inmutable unidad del ser al tiempo que se percibe la finitud del mundo. La unidad inmutable del ser se pone de manifiesto en la finitud del mundo. El médium de la aparición del ser infinito en el ser finito es el tiempo ya que la finitud del mundo se hace patente en la temporalidad. Su devenir y su pasar distingue al mundo del ser infinito, eterno e inmutable. Pero cuando el ser uno, inmutable se expresa y aparece en la temporalidad del mundo finito, habrá que presentar el flujo del tiempo como círculo en el que cada punto es equidistante del centro, y el ser eterno está igualmente cerca y lejos de todos los tiempos. La eternidad se muestra en el ser finito mediante el ciclo del tiempo, pues es simultánea en él a todos los tiempos. La eternidad es eterna simultaneidad en la imagen de la órbita del tiempo. En el círculo, el tiempo es la extensidad de la eternidad, al igual que la eternidad es la intensidad del tiempo. Por eso, desde tiempos inmemoriales se presentó la eternidad de los dioses mediante su presencia en los tres modos del tiempo: Zeus era, Zeus es, Zeus será, Zeus es eterno.

6. Platón, Timeo, Yl D: «Puesto que la naturaleza de este viviente es imperecedera, pero no cabía la posibilidad de conferir de modo perfecto esta propiedad a lo engendrado, concibió la idea de configurar una imagen móvil de lo imperecedero, e hizo —al tiempo que ordenaba el cielo— aquello a lo que llamamos tiempo, convirtiéndolo en una imagen imperecedera —que progresa en números— de la infinitud que persevera en el Uno». Cf. G. Picht, Die Erfahrung der Geschichte, Frankfurt 1958, 42 s.

7. Aristóteles, Física, 223 b 29. Cf. G. Picht, Die Zeit und die Modalitáten, en Philosophieren nach Auschwitz und Hiroshima I, Stuttgart 1980, 362-374, esp. 363 s.

124 El tiempo de la creación

2. El tiempo como eterno presente

Todo lo que acontece sucede en el tiempo. Hubo un tiempo en que lo que es no era; y llegará un momento en que dejará de ser. Pero ¿acaso no permanece el tiempo mismo en el devenir y en el paso de las cosas? ¿Acaso es posible distinguir futuro, presente y pasado si no presuponemos la unidad del tiempo y consideramos que el tiempo mismo es eterno? Cuando reconocemos el devenir y el paso de las cosas en el «flujo del tiempo» ¿no presuponemos que el tiempo es un continuum y, como tal, algo homogéneo, no trabajamos con la hipótesis de que el futuro y el pasado son, en principio, de la misma naturaleza? Sin lo permanente no podemos comprender lo pasajero como transitorio. Sin lo transitorio somos incapaces de entender lo permanente. ¿Podemos percibir como temporal el acontecimiento temporal sin el permanente «punto» de la eternidad? Pero ¿dónde se encuentra ese «punto» permanente de la eternidad: más allá del tiempo, en el presente o en la forma misma del tiempo?

«Por consiguiente, en mi opinión, es necesario, en primer lugar, hacer la siguiente distinción: ¿Qué es lo siempre-ente, pero que no contiene nacer alguno en sí, y qué es lo siempre-naciente, pero que jamás es un ente?», preguntaba Platón en el Timeo%. El siempre-ente se capta mediante la noesis, decía Platón. En cambio, de lo siempre-naciente sólo podemos retener impresiones pasajeras y lograr opinio­nes inseguras. Lo siempre-ente se capta verdaderamente mediante el logos. En cambio, del mundo de los fenómenos pasajeros sólo nos quedan impresiones inciertas. Verdad encontramos únicamente en lo que permanece y está siempre presente. No hay verdad alguna en los sucesos fortuitos y en las percepciones sensoriales que vienen y pasan. No se encuentra la verdad en la experiencia individual de un aconteci­miento singular sino en el conocimiento de estados de cosas generales.

Platón tomó de Parménides esta distinción fundamental. Este afirmaba: «Un camino muestra que el ente es y que es imposible que no sea. Esto es la senda del convencimiento, pero es acorde con la verdad. El otro, en cambio, afirma que no es, y que debe darse necesariamente ese no-ser. Este camino es completamente inexplota­ble, pues no puede conocer ni expresar lo no-ente»9. Pero esto significa que no pueden darse conocimientos y expresiones verdade­ros sobre el futuro ni sobre el pasado de una cosa, sobre su no-ser-todavía, ni sobre su no-ser-ya. Esto mismo es lo que Parménides opina en el famoso fragmento 8:

8. Platón, Timeo, 27 a. 9. Parménides, Fragmento 4. Traducido de la obra alemana de W. Capelle, Die

Vorsokratiker, Berlin 1958, 165.

El tiempo como eterno presente 125

Por eso resta únicamente la prueba del primer camino: que existe el ente. Sí, éste posee muchas características: es imperecedero, total, único, inquebrantable y sin fin. Y nunca fue o será pues es ahora, simultáneamente, un todo unitario e interconexo... ¿Cómo, pues, podría ser el ente en el futuro? ¿Cómo podría haber devenido jamás? Porque si ha devenido una vez, entonces no es; pero tampoco es si debe ser en futuro. Así se elimina el devenir y se borra el perecer10.

Parménides habla aquí, evidentemente, del ser mismo, de lo divino, de lo eterno. Pero no lo concibe como el más allá, sino como lo constantemente presente. La presencia se convierte en epifanía del ser. Escapa así al fluir del tiempo y se convierte en «presente eterno». En el presente de la eternidad «se elimina el devenir y se borra el perecer». El eterno presente traza la distinción entre el ser y el no-ser, tanto del no-ser-todavía como del no-ser-ya.

A diferencia de cuanto sucede en la imagen de la rotación del tiempo, Parménides no coloca al ser eterno en el centro con la intención de hacerlo simultáneo a los tres modos del tiempo. Por el contrario, califica el presente como el tiempo del ser eterno y lo contrapone a los restantes tiempos de forma que éstos desaparecen por completo. Sólo el ser divino, eterno, es actual. Sólo lo presente es. Lo que nace en el tiempo y luego pasa jamás puede ser verdaderamen­te actual, pues «es» sólo en el paso del no-ser-todavía al no-ser-ya. Y, por consiguiente, no es en el sentido estricto del término. El «ahora» del eterno presente del ser tampoco tiene, por consiguiente, extensión temporal alguna: «Jamás fue, jamás será». Tampoco es «siempre», porque habría que expresar ese «siempre» mediante la presencia en los tres modos del tiempo. El eterno presente del ser elimina la experiencia de la historia.

Con todo, ¿es razonable medir el ser futuro y el pasado sólo por el ser presente y calificarlo como no-ser-todavía y no-ser-ya? ¿No es cierto que el ser futuro es un ser posible y un poder ser? ¿No es también verdad que un ser pasado es un ser real que, en cuanto ser verdaderamente real en un determinado momento, es también un ser permanente? No se puede experimentar la historia del ser en el eterno presente del ser. En efecto, esa experiencia de la historia del ser es siempre, además, la experiencia del no-ser, del no-ser-todavía y del no-ser-ya. La experiencia del ser en el tiempo ofrece la posibilidad de captar no sólo lo que es, sino, en este sentido, también lo que no es.

Georg Picht ha expuesto, sirviéndose del concepto de tiempo de Kant11, hasta qué punto la comprensión del tiempo como presente eterno ha influido en el pensamiento científico-natural de los tiempos modernos. Como para Aristóteles, también para Kant el tiempo

10. O. c, 166 s. 11. G. Picht, o. c, 365 ss.

126 El tiempo de la creación

pertenece a la aisthesis, y es comentado en la «estética transcenden­tal». Es «visión pura». Pura porque precede de manera apriorística a toda aparición o fenómeno posible. Visión porque fija la forma en la que algo puede manifestarse. En este sentido, el tiempo es una condición trascendental para que exista la posibilidad misma de percibir. Pero esto significa que «el tiempo en el que se debe pensar todo cambio de los fenómenos permanece y no cambia; porque es aquello en lo que la sucesión o la simultaneidad pueden ser imagina­das sólo como determinaciones del mismo» 12. Parecidos son los términos en los que Kant se expresa en el capítulo sobre el «esquema­tismo del concepto de razón pura»: «El tiempo no transcurre, sino que la existencia de lo mudable transcurre en él. Por consiguiente, el tiempo, que es inmutable y permanente, encuentra su réplica en lo inmutable de la existencia, es decir, en la substancia; y sólo en ella se puede determinar la sucesión y la simultaneidad de los fenómenos según el tiempo»13.

Si todo suceso acontece en el tiempo, entonces el tiempo mismo no puede acaecer, y tampoco puede estar sometido a cambio alguno. Por consiguiente, y en contra de lo que se dice, no es el tiempo el que «fluye». Es más atinado decir que todo cuanto sucede «fluye» en el tiempo. Por consiguiente, el tiempo mismo es atemporal y constante­mente presente, y eternamente permanente. El tiempo, entendido como condición transcendental para la posibilidad misma de experi­mentar, es, además, una categoría de la eternidad si se entiende por «eternidad» lo inmutable y puramente presente. Como «visión pura», el tiempo es una categoría del yo trascendental que Kant coloca donde Parménides situaba al ser puro.

Entendido como visión pura, el sentido del tiempo no es la percepción de la historia, sino la actualización del pasado y del futuro en el presente eterno de la razón y del que comprende. La visión temporal es una contemplación de todos los acontecimientos «sub specie aeternitatis». Por eso, con esta comprensión del tiempo se neutraliza también la diferencia de los tiempos «futuro» y «pasado». El concepto categorial de tiempo sitúa en la misma línea al futuro y al pasado. No se capta la irreversibilidad del tiempo. Pero esto presupo­ne que todos los acontecimientos temporales son, en principio, de la misma naturaleza. Sólo entonces pueden ser vistos en el mismo tiempo.

Pero ¿sucede verdaderamente en el mismo tiempo todo cuanto acaece? ¿Son de la misma especie ontológica todos los modos del

12. Kant, Kritik der reinen Vernunft B 224 s, en Werke II, ed. W. Weischedel, Darmstadt 1956, 220 s. 221: «Porque el cambio no afecta al tiempo mismo, sino sólo a los fenómenos en el tiempo».

13. Kant, Kritik der reinen Vernunft B 183, o. c., 191 s.

El tiempo de la creación 127

tiempo? ¿Es el tiempo una categoría de la eternidad o es «madurado» mediante determinados acontecimientos?

3. El tiempo de la creación

Agustín dedicó todo el capítulo 11 de sus Confesiones a la medita­ción sobre el tiempo y sobre la conciencia del tiempo14. Oración a Dios y comunicación al lector se entrelazan y fijan el lugar para la experiencia del tiempo. Agustín comienza con la oración: «¡Seftor, tuya es la eternidad! ¿No sabrías tú ya lo que te digo, o verías sólo por un tiempo lo que acaece en el tiempo?». Y, a continuación, se hace a sí mismo la pregunta: «¿Quid est tempus?». Y pregunta también por la esencia del tiempo en la actualización de la eternidad, que es la manera de ser de Dios, no del hombre. Al igual que Parménides, Platón y Aristóteles formula la pregunta ontológica sobre el ser del tiempo, pero la ubica en otra «situación de Dios»: en la epifanía de la presencia eterna no se experimenta el ser divino mismo. Dios está frente al mundo y al tiempo como su creador. Por eso Agustín no comienza preguntando por el Ser Uno ni por la unidad del tiempo, sino que habla en primer lugar del acto de la creación: «In principio fecisti coelum et terram». La contraposición del Dios creador y la distancia de la criatura determinan su experiencia del tiempo y la interpretación de ésta.

La unidad de eternidad y tiempo no se encuentra para él en la presencia eterna, sino en la palabra creadora de Dios por la que es todo cuanto es. Por consiguiente, el tiempo no puede ser una catego­ría de la eternidad, sino que tiene que convertirse en una determina­ción del ser creado en su diferencia respecto del ser eterno de Dios. Si partimos de ahí, surge inmediatamente la pregunta: «¿Qué hacía Dios antes de crear el cielo y la tierra?»15. Agustín no responde a la pregunta con la frase chistosa: «Preparó el infierno para aquellas personas que pretenden desentrañar misterios tan altos». Dice ya en De civitate Dei XI, 6: sin movimiento ni cambio no existe tiempo alguno. En la eternidad no se da cambio alguno. Por consiguiente, no sucede el tiempo cuando no acontece creación y surge de ésta un ser mudable.

14. Cf. U. Duchrow, Der sogenanntepsychologische Zeitbegrijf Augustins in Verhált-nis zur physikalischen und geschichtlichen Zeit: ZThK 63 (1966) 267 ss, y T. Pierce, Spatiotemporal relations in Divine interaetions: Scot. Journ. of Theol. 35 (1982) 1-11, J. Quinn, The Doctrine of Time in St. Thomas, Washington 1960.

15. Confessiones, XI, 12, 14.

128 El tiempo de la creación

Indudablemente, el mundo no ha sido creado en el tiempo, sino con el tiempo. Cuanto acontece en el tiempo sucede después de algo y antes de algo. El tiempo anterior a él es el pasado, y el tiempo posterior a él es el futuro... Pero con el tiempo fue creado el mundo cuando fue creado en él el movimiento mutable><>.

Agustín desarrolla esta ideas en las Confesiones: el tiempo forma parte de la creación. Si Dios creó el mundo no en el tiempo, sino con el tiempo, significa que creó también el tiempo con la creación. «Antes» de la criatura existe sólo el Creador, y «antes» del tiempo existe sólo la eternidad.

No, tú no precedes a los tiempos en el tiempo, de lo contrario no precederías a todas las cosas y a todo tiempo. Precedes a todos los tiempos mediante la intemporal eminencia de la eternidad siempre presente, y te encuentras por encima de todos los tiempos futuros17.

También Agustín utiliza aquí, para el concepto de eternidad, la idea de la presencia eterna: «Tu hoy es eternidad porque no da paso a un mañana ni sigue a un ayer»18. El tiempo es, además, una cualidad de lo creado. El tiempo existe sólo como tiempo creado.

Pero ¿cómo se debe entender entonces el punto de coincidencia de tiempo y eternidad en aquel acto de creación in principio? El punto del principio del tiempo ¿cae en el tiempo o en la eternidad? Agustín opina que el punto del inicio del tiempo es un absoluto y que, por consiguiente, no cae en el tiempo, sino en la eternidad. Si no existe tiempo alguno sin creación, entonces Dios tiene que ser «antes de todos los tiempos el Creador eterno de todos los tiempos» (30, 40). Pero si la creación es temporal, ¿cómo puede entonces el Creador ser Creador eterno? Si Dios es creator aeternus, ¿no tendrá que se eterna también su creación? Si Dios es eternamente creador, entonces no puede «haber» creado en tiempo alguno, y, en este sentido, «jamás» ha creado19.

¿Cómo se puede compaginar en el acto creador la eternidad de Dios y la temporalidad de la criatura sin que la una elimine a la otra? Entre eternidad y tiempo no existe paso ni mediación alguna si tiempo y eternidad se definen por contraposición recíproca. Por consiguiente, habrá que partir de la base de que sólo una automutación de la eternidad hizo posible el tiempo creatural. Esto dice la doctrina del decreto esencial de creación decidido por Dios. La pregunta ¿qué hizo

16. De civ. DeiXl,6. 17. Conf. XI, 13, 16. 18. Conf. XI, 13, 16. 19. Conf. XI, 30, 40, cf. también 10, 12, donde Agustín considera el nacimiento de

una decisión de la voluntad en Dios como contradicción a la eternidad de su devenir: «Mas si la voluntad de Dios de que se diera la creación era una voluntad existente desde siempre, ¿por qué la creación no debía existir también desde siempre?».

El tiempo de la creación 129

Dios antes de la creación del mundo y del tiempo? no carece de sentido. Y la respuesta es la siguiente: antes de la creación del mundo, Dios decidió convertirse en su Creador para glorificarse en su reino. En esta autodeterminación de Dios reside el único paso de la eterni­dad al tiempo. En este decreto esencial, Dios replegó en sí su eterni­dad a fin de tomarse tiempo para su creación y de permitir a ésta su tiempo peculiar. Entre la esencial eternidad de Dios y el tiempo de la creación se encuentra el tiempo de Dios para la creación, determinado mediante el decreto de creación.

Para Agustín, la diferencia creatural de tiempo y eternidad signifi­ca que el tiempo no es una categoría de la eternidad, sino que está marcado por la mutación y el movimiento de la realidad creada. El tiempo es la forma creatural del acontecer. Se experimenta la creación como flujo del tiempo que va desde el no-ser-todavía del futuro, a través del ser de la presencia, hasta el no-ser-ya del pasado. Frente al puro ser de Dios, el ser creado está vinculado siempre al no-ser. Por eso, futuro y pasado son predicados del ser creado. Agustín rechaza el argumento eleático según el cual el no-ser es irreconocible e impensa­ble y, por consiguiente, futuro y pasado no existen en sentido estricto. En consecuencia, hay que rechazar también la sublimación eleática de la presencia a presencia de eternidad. «¿Cómo se puede decir de lo presente que sólo existe cuando deje de ser?»20. Agustín entiende, pues, presencia en sentido temporal, no eterno: «Tenemos razón para llamarla tiempo sólo porque fluye hacia el no-ser». Pero entonces se pone claramente de manifiesto que no existe un solo punto fijo en el tiempo. Incluso el tiempo prolongado se reduce a una secuencia de instantes pasajeros. La experiencia de lo efímero de todas las cosas en el tiempo quita al hombre toda posición fija en el tiempo y llena su corazón de «intranquilidad»21. Empujado por esa intranquilidad, pregunta por la eternidad de Dios, la única que puede darle consistencia.

Y, sin embargo, comparamos y medimos los tiempos. Percibimos los tiempos en nuestra alma:

Ni futuro ni pasado «existe», En realidad, no cabe decir: tres «son» los tiempos: pasado, presente y futuro. Si pretendemos ser precisos, deberemos decir, por ejemplo: tres «son» los tiempos: un presente del pasado, un presente del presente, un presente del futuro. Pues estos tiempos son como una especie de trinidad en el alma, y no los veo en ninguna otra parte. Y en verdad, está ahí el presente del pasado, es decir, el recuerdo (memoria); el presente del presente, es decir, la vista (contuitus): el presente del futuro, es decir, la espera (expectatio)22.

20. Conf. XI, 14, 17. 21. Cof. XI, 12, 14; y 14, 17. 22. Conf. XI, 20, 26.

130 El tiempo de la creación

El alma tiene la capacidad de reunir en sí los tiempos mediante el recuerdo, la vista y la espera. Puede mantenerlos presentes y hacerlos simultáneos. Como es natural, esta capacidad es imperfecta. Y tal cosa puede lograrse sólo psíquicamente: el recuerdo no hace que el pasado se convierta en presente. Se limita a representarlo mediante impresiones e imágenes23. La espera no anticipa el futuro mismo, sólo experiencias y acciones futuras mediante imágenes e ideas insufi­cientes. Sin embargo, el recuerdo representa una cierta recreación del pasado en el presente. También la espera supone una cierta recreación del futuro en el espíritu actual. Efectivamente, por medio del recuerdo y de la espera, el alma interviene en el no-ente y lo llama a la existencia actual. Podemos decir que la capacidad de recuerdo y de esperanza del alma es «creativa» a su manera. Cuando el espíritu creado del hombre se extiende temporalmente y penetra en el ser pasado, presen­te y futuro a través del recuerdo, de la vista y de la espera participa del espíritu creador eterno y produce en el alma del hombre una eternidad relativa, una simultaneidad relativa del ser pasado, presente y futuro. La semejanza del hombre eon Dios consiste precisamente en su capaci­dad para reproducir en su alma la unidad del tiempo en el ñuir de los tiempos. Con razón introduce Agustín al sujeto de la experiencia del tiempo, al alma humana, en la ingenua enumeración de los modos del tiempo. No existen pasado, presente y futuro en sí. Existen únicamen­te pasado presente, presente actual y futuro presente. El alma que recuerda, que conoce y espera es el punto de referencia común y la unidad de los tiempos.

En relación con Agustín hay que discutir dos cuestiones: 1. El comienzo del tiempo ¿cae en el tiempo o en la eternidad? Si

cae en el tiempo, entonces hay que afirmar que existió el tiempo antes del tiempo. Y, si cae en la eternidad, entonces el tiempo mismo es eterno. Agustín se siente inclinado a la idea de la «creación eterna», pues llama a Dios el «eterno Creador de todos los tiempos». Karl Barth ha intentado escapar de la aporía de Agustín mediante la siguiente propuesta: no existía tiempo alguno antes de la creación. Con anterioridad a ésta existe únicamente la eternidad de Dios. Pero «su eternidad se revela en el acto de la creación como su predisposi­ción al tiempo, como pretemporal, como supratemporal o cotempo-ral, como postemporal y, así, como manantial del tiempo, como el tiempo absoluto, eminente»24. En el acto de la creación, la eternidad de Dios «despliega su esencia pretemporal y postemporal». Esta idea de una «predisposición de la eternidad al tiempo» es útil si significa que el Dios eterno hace que exista un tiempo distinto de él. Pero se

23. Conf. XI, 18, 24; 28, 37. 24. K. Barth, Kirchlkhe Dogmalik III/l, 75 s.

El tiempo de la creación 131

neutraliza esta idea si se indica con ella sólo la interpretación de la eternidad como eternidad con la mirada puesta en el tiempo, y se la entiende en el mencionado sentido del antes, con y después. Esa idea enraiza únicamente en el concepto del decreto esencial de la creación. Pues mediante esa decisión se dispone ya el tiempo. Sin duda, Agustín vio también aquí una aporía: si se trata de un decreto de la voluntad, entonces no puede ser esencial y eterno; y viceversa. Pero si la eternidad tampoco tiene que excluir el automovimiento del Absoluto, entonces la idea de la autodeterminación del Dios eterno a crear no se agota ahí: cuando Dios decide crear un mundo temporal se declara «dispuesto» al tiempo. Se toma tiempo para su creación y le deja tiempo a ella. Repliega su eternidad sobre sí mismo para dar a su creación su tiempo propio. Entre la eternidad esencial de Dios y la temporalidad creatural está, pues, el tiempo de Dios para su creación, determinado mediante el decreto de creación, y el espacio de tiempo de la creación abierto en ella. La frase agustiniana de la creatio cum tempore se refiere exclusivamente al ser temporal de la criatura. La frase creatio in tempore, por el contrario, no puede referirse al tiempo creado, sino al tiempo de Dios, dispuesto y abierto con el decreto de creación. Hecha esta distinción, es correcto afirmar: creatio cum tempore-in tempore, y entenderla de la siguiente manera: Dios creó el mundo con el tiempo de éste en su tiempo (de Dios). Mundus factus cum tempore créala in tempore Dei.

2. Karl Barth llamó al tiempo, a diferencia de la eternidad, «esa división del presente, pasado y futuro, ese flujo del ente desde el pasado, a través del presente, hacia el futuro»25. La dirección del tiempo indicada aquí por Barth se contrapone a la señalada por Agustín. Y esto llama la atención sobre un problema importante. Según nuestra sensación de cada día, el tiempo de nuestra vida corre del futuro al pasado. Ese es el vector de la caducidad. Al mismo tiempo, enumeramos de manera contraria los años. Partimos de un principio o de un centro del tiempo y avanzamos hacia un futuro sin fin.

En Agustín se plantea la pregunta: si todo futuro pasa al pretérito a través del presente ¿no compete entonces al pretérito la prioridad ontológica en los tiempos? Lo que viene, pasa; de la espera nace el recuerdo; del recuerdo, el olvido; y al final de todo devenir se encuentra la muerte. La irreversibilidad del flujo del tiempo desde el futuro al pretérito convierte todo en pretérito: existe un pretérito pasado, un pretérito presente y un pretérito futuro. Si, pues, alguno de los tiempos debiera estar particularmente próximo a la eternidad, ése

25. O. c, III/l, 76.

132 El tiempo de la creación "A

debería ser, desde este punto de vista, no el presente, sino el pretérito. El pasado es el ñnal de todas las cosas.

Y si es ése el carácter del tiempo, ¿deberemos afirmar que Dios creó su creación para la muerte? ¿Es el tiempo creado el tiempo de la muerte? ¿Acaso el tiempo creado no está en el tiempo de Dios su creador? ¿Qué sentido puede encerrar la creación de la caducidad? Si la muerte es ya el sino de la creación, no sólo el destino del pecado, entonces no cabe dar una respuesta afirmativa a la existencia creada. En tal caso, el alma dispone de una sola posibilidad: la de mirar con ansia anhelante hacia la patria situada en el más allá, en la eternidad de Dios. A la ineludible caducidad de todas las cosas en el flujo del tiempo, el hombre puede contraponer sólo la huida religiosa del mundo para refugiarse en la eternidad de Dios.

La experiencia que Agustín tiene de Dios es la experiencia de la distancia entre Creador y creatura, entre eternidad y tiempo. En ella descubre la temporalidad de lo creado y la creaturalidad del tiempo. En virtud de su semejanza con Dios, el alma concuerda con la eternidad divina cuando actualiza el pretérito mediante el recuerdo y el futuro por medio de la espera; y establece así una relativa unidad del tiempo. Se crea de este modo la posibilidad de experimentar la historia. Lo no existente en el futuro y en el pasado se experimenta en el ser presente. Pero la distancia fundamental que existe entre el tiempo de la criatura y el ser eterno de Dios lleva a Agustín a identificar tiempo y caducidad; y a calificar el tiempo de la criatura como tiempo de la muerte. Pero ésta no es la única posibilidad de calificar el tiempo mediante lo que acontece en él.

4. Experiencias del tiempo en la historia de Dios

Las tradiciones bíblicas nos informan de experiencias de la vida y del tiempo en la historia de Dios con el mundo, marcada por la promesa, la alianza, la liberación, el rescate y otras acciones de Dios. Recogemos la evolución del concepto bíblico de tiempo para mostrar a través de él que la experiencia del tiempo se caracteriza por lo que es fundamental en él: es experimentado por Dios. El tiempo no es una categoria formal aplicable de igual manera a cualquier contenido y que observa un comportamiento neutral frente a cada una de sus posibles aplicaciones. El tiempo no es algo vacío. Es siempre «tiempo lleno». Es preciso hablar del acontecimiento mismo si se quiere entender su tiempo.

1. Israel conoció, ante todo, la concepción cairológica del tiempo. Desconoció la idea de un continuum temporal, lineal, sin fin. Tampo-

El tiempo en la historia de Dios 133

co supo de un tiempo absoluto. Por el contrario, cada suceso tiene «su tiempo»: existe el tiempo de la sementera y el tiempo de la cosecha, el tiempo de engendrar y el tiempo de morir (Ecl 3, 1-8). Cada aconteci­miento tiene su instante temporal determinado y está contenido en él. «El suceso es impensable sin su tiempo; y el tiempo, sin un aconteci­miento»26. Por eso Israel habló de «tiempos», en plural. Desconoció la unidad del tiempo porque no consideró el acaecer como algo homogéneo. El acontecer determina el tiempo, no al revés. El tiempo del acaecer es el tiempo adecuado, favorable, el único que hace posible ese suceso. Sin duda, esto responde también a las concepcio­nes astrológicas vigentes por entonces en oriente, y según las cuales los astros fijan los tiempos para todo acontecer. Sin embargo Israel — ya en la historia de la alianza con Noé— vinculó esos tiempos de la siembra y de la siega, de la helada y del calor, del día y de la noche no a las constelaciones de las estrellas, sino a la alianza y a la fidelidad de su Dios. «Mientras la tierra exista...», la fidelidad de Dios a la alianza garantiza el ritmo de los tiempos y el cairos de cada acontecimiento. La alianza de Dios con su creación, dotada de duración «eterna», constituye el cimiento de los tiempos de lo creado.

2. En una segunda etapa, Israel desarrolló una comprensión del tiempo anclada en la historia de la promesa. El que es por siempre, el que permanece eternamente, el que está siempre presente es capaz de manifestarse en la experiencia del eterno retorno de lo mismo, en el conocimiento de las repeticiones regulares y en el concepto de lo general-atemporal. Pero Israel experimentó a su Dios en aconteci­mientos únicos, históricos. Tras los acontecimientos de la promesa a Abraham, Isaac y Jacob vino el suceso del éxodo, en el que Dios se compromete y del que Israel sale convertido en el pueblo de Dios. El éxodo será visto como acontecimiento único que nunca tendrá una segunda edición exactamente igual. Pero se le considera, al mismo tiempo, como un suceso que acaeció una vez pero perdura, que afecta y marca a cada generación posterior tanto como a la que vivió perso­nalmente la salida de Egipto. El acontecimiento del éxodo es, pues, un suceso del pasado, pero no es un acontecimiento pasado. Como evento del pretérito, configura los tiempos subsiguientes. Es un acon­tecimiento que abre la historia, la inaugura. Señala el tiempo de la alianza de Dios con Israel y abre a éste el futuro de Dios.

En tiempos posteriores se pasó a enumerar no sólo este aconteci­miento único, sino toda una serie de sucesos de características pareci­das. Los sumarios de la historia de la salvación (Dt 26, 5 ss; Jos 24,

26. G. von Rad, Teología del antiguo testamento II, Salamanca 51984, 137 s; S. de Vries, Yesterday, Today and Tomorrow: Time and History in the Oíd Testament, Grand Rapids 1975, puede ser considerado como el mejor estudio sobre el tema.

134 El tiempo de la creación

3 ss) presentan resúmenes de la historia de Dios. Israel llegó así a la concepción de una continuación sucesiva de la historia. La historia se abre con la promesa y se llena de contenido con las experiencias que el pueblo ha hecho con la promesa de Dios. «Hubo historia para Israel sólo y en la medida en que Dios anduvo con él... Fue Dios quien trazó la continuidad en medio de la pluralidad de sucesos y creó la línea hacia una meta en la secuencia temporal de los acontecimientos»27. Cada uno de los eventos es sorprendentemente nuevo. Su conexión y su orientación revelan la promesa de Dios.

La forma del conocimiento y de la comunicación de la historia de la promesa de Dios es, única y exclusivamente, la narración, no el concepto que sintetiza y generaliza. La narración actualiza el pasado para dar a conocer el futuro. Despierta el recuerdo para ofrecer cimiento a la esperanza. Se informa de la experimentada fidelidad de Dios para construir sobre ella una nueva confianza en el futuro. El futuro al que apunta la promesa formulada y la experimentada fidelidad de Dios tiene la supremacía en los tiempos28.

3. Con el epígrafe «Escatologización del pensamiento histórico» (G. von Rad) se puede describir la experiencia profética del tiempo. También los profetas se encuentran dentro de la tradición de la elección y de la historia de la promesa de su pueblo. Pero les separa de las obras históricas su experiencia actual de la ruptura de esa historia de salvación en la destrucción de Jerusalén y en la nueva esclavitud del pueblo. Esto es para ellos la experiencia de la discontinuidad de la historia. Y esta experiencia del presente hace que la historia del pasado se convierta en una historia pretérita. Por otra parte, el futuro —si es que hay un futuro en la historia de Dios para el pueblo— no podrá ser la continuación de la tradición o el desarrollo continuado del pretérito. «Lo nuevo que les separa en cierta manera de todos los anteriores portavoces de la fe en Yahvé es —el discutido concepto resulta inevitable— lo escatológico»2y. Por eso la promesa de lo cualitativamente nuevo caracteriza «lo escatológico». Dice Is 43, 18: «¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo; ya está en marcha». El futuro es una nueva creación de Dios, no es un retorno del principio ni una continuación del pasado. La historia pasada y el futuro prometido proféticamente no se encuentran en el mismo continuum del tiempo. Por el contrario, contrastan entre sí como «viejo y nuevo». Se convier­ten en dos tiempos cualitativamente distintos. Su unidad reside sólo

27. G. von Rad, o. c, 141. 28. Sobre el concepto de la narración en la teología narrativa, se puede ver el

resumen de J. B. Metz, Glaube in Geschichte und Gesellschaft, Mainz 1977, 181 ss (ed. cast.: La fe en la historia y en la sociedad, Madrid 1979).

29. G. von Rad, o. c, 149. Cf. también 147.

El tiempo en la historia de Dios 135

en la fidelidad de Dios, quien hace que lo antiguo envejezca y crea lo nuevo. Y, en el transfondo trascendente de la fidelidad de Dios, los profetas descubren en el pasado aquellas analogías con las que ellos dan a conocer la nueva creación de Dios. La nueva actividad creadora de Dios traerá el «nuevo éxodo» (Deuteroisaías), la «nueva alianza» (Jeremías), el «nuevo Siervo de Dios» (Deuteroisaías), la «nueva conquista de la tierra», la «nueva Jerusalén» y, finalmente, «el nuevo cielo y la nueva tierra» (Tritoisaías). Los profetas describen la nueva actividad creadora de Dios utilizando las imágenes de los tiempos antiguos, irrepetiblemente pasados, pero la pintan con colores entu­siastas: el nuevo éxodo será un desfile triunfal, no una huida en la noche; en la nueva Jerusalén habrá un esplendor incomparablemente superior al que hubo en el pasado. Las pasadas acciones salvíficas de Dios se convierten en promesas de sus acciones futuras. «La predica­ción profética se torna escatológica cuando los profetas arrancan a Israel del ámbito salvífico de los hechos acaecidos hasta entonces y desplazan el fundamento salvífico a un venidero evento de Dios»30. La antigua actuación de Dios y la nueva no se encuentran ya en un tiempo: la nueva actuación de Dios tiene lugar en «su tiempo», el «tiempo nuevo». El futuro esperado convierte al pasado recordado en prehistoria de sí mismo y establece una continuidad «retrospectiva». Cuando Dios crea lo nuevo, retorna en su fidelidad a lo antiguo.

4. El repaso de la literatura apocalíptica hace patente que esta experiencia actual de la ruptura de todos los puentes que enlazaban con la pasada historia de Dios eleva la diferencia entre pasado y futuro a unas dimensiones cósmicas. El presente y el pasado pasan a ser «este eón de la injusticia y de la muerte». El futuro se convierte en el «eón venidero de la justicia y de la vida». Ambos tiempos del mundo se contraponen como dos poderes que configuran, respectivamente, todo lo que está en su ámbito de tiempo. Son definidos exclusivamen­te por contraposición. Y se oponen como muerte y vida, perdición y salvación, infierno y cielo. Sólo la tora revelada «ya» en este eón de perdición, permite lograr la vida del eón nuevo en el antiguo o pone en comunicación a los justos de este mundo malo con su futuro de salvación en el otro mundo. En la postura respecto de la ley se decide la salvación del tiempo de este mundo y la participación en el futuro. Pero aparte de esto, «no existe vida verdadera en la falsa» (T. W. Adorno). Aparte de esto, todo lo bueno que se haga servirá única­mente para estabilizar el sistema malo. Salvo la fidelidad personal a la tora, para el apocalíptico todo lo demás es «gran actitud negativa» (H. Marcuse). Les queda únicamente la observación del deterioro de la situación y la silenciosa espera del futuro del nuevo tiempo del mundo.

30. O. c, 155.

136 El tiempo de la creación

5. La concepción mesiánica del tiempo, presente a lo largo de todo el nuevo testamento, presupone la doctrina apocalíptica de los tiempos. Desde el trasfondo de la idea de los dos eones, se concibe y proclama el evento de Cristo, la muerte de Jesús y su resurrección de entre los muertos, como el decisivo cambio de eón. También aquí se determina el tiempo por el experimentado acontecimiento de Dios mismo. La crucifixión y muerte de Jesús señalan el final del eón viejo. La resurrección de Jesús «de entre los muertos» revela la eclosión del nuevo eón de la resurrección y de la vida eterna, aunque todavía sólo en este eón, y para los que creen en Jesús. En este sentido, Cristo es realmente «el final de la historia», el final de aquella historia domina­da por el pecado, por la ley y la muerte. Con su resurrección se abre el nuevo y permanente tiempo del mundo: «Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5, 17). La vieja existencia del hombre bajo el poder del pecado y del destino de muerte fenece y es sepultada por los creyentes con Cristo en su muerte (Rom 6, 4). Nace la nueva existencia del hombre bajo el poder de la justicia y de las perspectivas de vida eterna. Se acentúa de tal manera la diferencia cualitativa que existe entre un pasado marca­do por el pecado, la ley y la muerte y un futuro configurado por la gracia, el amor y la vida eterna que resulta evidente la discontinuidad entre ambos estadios. La diferencia con la concepción apocalíptica del tiempo está en que, con Cristo y en su comunidad, ha comenzado ya en medio de este eón ese futuro cualitativamente nuevo. El nuevo tiempo del mundo se zambulle en este caduco tiempo del mundo y lo convierte en transitorio tiempo del mundo.

El tiempo mesiánico comienza con la venida del Mesías. La crucifixión del mesías Jesús en impotencia y la aparición del Resucita­do a sus discípulas y discípulos indica que este tiempo mesiánico es sólo el principio del nuevo eón bajo la influencia todavía persistente del viejo eón. En el nuevo testamento se designa esta determinación del tiempo con la expresión «está cerca»: Jesús anuncia que «el reino de Dios está cerca» (Me 1, 15). Para Pablo «la noche está avanzada. El día se avecina» (Rom 13, 12). Según 1 Pe, «todas las cosas están cerca» (4, 7). La venida de Cristo significó la notificación, la eclosión y el comienzo del nuevo eón, pero éste no ha aparecido todavía en todo su esplendor. Llamamos tiempos mesiánicos a esta irrupción del tiempo de una nueva creación porque es el tiempo de la esperanza fundada, aunque no nos encontramos aún en el tiempo de la plenitud universal, que llamamos el tiempo escatológico.

Por consiguiente, lo nuevo del tiempo mesiánico tampoco es completamente nuevo. El evangelio mesiánico que Pablo predica recoge lo «prometido anteriormente» (Rom 15, 4) y retorna a la historia de la promesa de Israel. En la pasada historia de la desgracia

El tiempo en la historia de Dios 137

hubo siempre un hilo rojo de esperanza de salvación y de promesa. En este sentido, hay futuro en el pasado. El evangelio mesiánico recoge las promesas y las experiencias de la esperanza de Israel y las propaga por el mundo entero. Por eso, con la fe en el Mesías Jesús, suscita esperanza en el reino mesiánico del Dios de Israel entre todas las naciones. Desde otra perspectiva, se puede decir también que el Señor venidero se adelanta a su Reino y reúne a su pueblo. El futuro del nuevo mundo está ya aquí, pero sólo de manera germinal, en forma de palabra y de fe.

Lo que Pablo presenta mediante el evangelio mesiánico lo expo­nen Mateo y Lucas sirviéndose de la tora mesiánica en el sermón de la montaña: la justicia del reino de Dios se revelará en la comunión y en el espíritu del mesías Jesús, y con la entrada del tiempo mesiánico. Deja de ser una carga insoportable para el hombre; se convierte en algo evidente y en una alegría. La justicia no se encuentra ya en el exilio de un mundo enemigo, sino en el amanecer de su propio mundo, el reino de Dios. Por eso ya no se limita a padecer injusticia, sino que viene a su propia patria.

En virtud de la experiencia del Mesías presente, la fe mesiánica divide los tiempos de acuerdo con los poderes que predominan en ellos:

Se convierte en pasado todo aquello que ya no tiene validez en la presencia del Mesías Jesús y que ha perdido su eficacia: el pecado, la «ley» y la muerte.

Pertenece al presente cuanto vale y obra ya ahora en la presencia del mesías Jesús: la gracia, la reconciliación, la libertad.

Pertenece al futuro cuanto no se experimenta todavía, pero es objeto de esperanza: resurrección de los muertos, redención del cuer­po y la vida eterna.

Pero esto significa que el presente del creyente no está determina­do por el pasado, sino por el futuro. Su presente está libre del pasado y abierto al futuro del Mesías. Es el presente de lo venidero. La fe cristiana en modo alguno sustituye la arcaica concepción cíclica del tiempo con una moderna interpretación lineal. La fe cristiana sitúa en ese lugar su concepción mesiánica del tiempo, que traza una distinción cualitativa entre pasado y futuro, y no los sitúa en el mismo plano.

6. En el intento de resumir este breve recorrido por las tradicio­nes bíblicas, podemos afirmar: todo cuanto acontece es temporal.

a) El acontecimiento determina el tiempo del instante correcto. Todo suceso tiene su tiempo.

b) La publicación de la promesa y los sucesos de la fidelidad de Dios determinan el tiempo histórico.

138 El tiempo de la creación

c) La venida del Mesías y el comienzo de la nueva creación en el seno de este efímero tiempo del mundo determina el tiempo mesiánico.

d) El tiempo escatológico se figura mediante la ruptura profética con el pasado y a través de su vinculación al futuro nuevo y de distinto cuño.

e) Finalmente, el tiempo eterno será el tiempo de la creación nueva, eterna, en el Reino de la gloria divina.

Si echamos una mirada retrospectiva a las experiencias y concep­tos del tiempo, cualitativamente distintos, podemos descubrir una continuidad en la medida en que la respectiva experiencia del tiempo venidero llena el tiempo anterior y lo asume en sí. Por eso cabe decir en retrospectiva que la respectiva experiencia antigua apunta a la respectiva siguiente. Lo que sucede en cada momento desde Dios determina los tiempos y las experiencias de los tiempos en la historia de Dios. Todo cuanto sucede desde Dios tiene aquella dirección que apunta desde la creación en el principio al reino eterno. Porque Dios no creó el mundo para la caducidad y la muerte, sino para su gloria y, por consiguiente, para la vida eterna del mundo. Como es evidente, Agustín no prestó atención a esta dimensión del tiempo.

5. Los tiempos entrecruzados de la historia

La historia, así, sin sujeto determinante alguno, es, sin duda, uno de los fundamentales símbolos del mundo de los tiempos modernos europeos. Es, en concreto, uno de los misterios del talante alemán que mayores dificultades ofrecen para su traducción. En este contexto, nos limitamos a algunas dimensiones del tiempo y de la experiencia histórica del tiempo. Con todo ello intentamos comprender las venta­jas y límites de este moderno símbolo del mundo.

Con frecuencia, este moderno símbolo del mundo llamado histo­ria es interpretado con la imagen del progreso. Los hombres avanza­mos y progresamos. Y cuando vemos un objetivo claro, seguimos una marcha que se asemeja a una línea recta. Para el hombre que avanza hacia una meta, pasado es cuanto deja atrás en cada paso que da hacia adelante. Y futuro es para él todo lo nuevo que se presenta ante él cuando da un paso hacia delante. Finalmente, presente es para él sólo el paso del pasado al futuro. Es capaz de retener parcial y temporal­mente el pasado con la fuerza del recuerdo, pero se le va escapando a medida que se distancia de él. Y anticipa el futuro con cada paso que le aproxima a la meta. Sin embargo, apenas si experimenta el presente puesto que no conoce el descanso, el reposo, la tranquilidad, y es incapaz de detenerse en lugar alguno. Ve siempre y sólo una meta, un

Los tiempos entrecruzados de la historia 139

camino y un progreso. Por eso mismo, para el hombre que progresa existe sólo un pasado y un futuro. No podemos decidir si él mismo «se apresura» a través de los tiempos o si el tiempo «fluye» a través de él. Lo que cabe poner claramente de manifiesto en los hombres que progresan puede traducirse a la sociedad moderna en la medida en que se encuentra en un progreso único y común, así como en un determinado proceso unitario.

Pero ¿es consentánea esta concepción con la sociedad en que vivimos o la violenta? ¿Hace justicia a los hombres de generaciones anteriores? ¿Respeta la dignidad y el derecho de generaciones futuras? ¿Acaso la historia no es en la imagen del progreso también un instru­mento de dominio de una sociedad, de una clase y de la generación actual para oprimir e integrar a todas las restantes? ¿Acaso no es la historia en la imagen del progreso también un instrumento para someter a la naturaleza a la voluntad y a las intenciones de los hombres?

Actualmente nos topamos en muchos puntos con los limites de este símbolo del mundo del tiempo moderno. Por eso es necesario diferenciar en sí mismo el concepto historia e integrarlo en el concepto más amplio de naturaleza. Quiero intentar lo primero mediante una modalización plural de los tiempos pasado, presente y futuro. Y deseo pasar inmediatamente después a delimitar la historia mediante la sincronización del tiempo humano con el tiempo natural del ecosiste­ma «tierra». En ambos aspectos se trata de una visión pericórica de los tiempos que se interpenetran cualitativamente y no permiten una mera delimitación cuantitativa respectiva.

1. La experiencia de la realidad como «historia» se torna razona­ble y sostenible en el horizonte escatológico del «futuro de la histo­ria».

2. La conciencia histórica distingue entre el pasado presente y el presente pasado; y pone en condiciones de descubrir el futuro en el pasado, de recoger de nuevo posibilidades pasadas y de establecer un vínculo con el futuro presente.

3. La conciencia de futuro ve diferencias entre el futuro presente y el presente futuro, y permite distinguir entre pasado futuro y futuro venidero. De ahí deriva la distinción, teológicamente importante, entre futuro histórico y escatológico.

4. El futuro presente apunta a la sincronización de diferentes tiempos históricos: las diversas historias humanas se funden en una sola historia en la medida en que, mediante las crecientes interdepen­dencias y los conflictos crecientes, nace «una humanidad» como sujeto de su historia común o los grupos humanos enemistados perecen juntos en la misma catástrofe.

140 El tiempo de la creación

5. El futuro presente está orientado a la sincronización del tiempo humano de la historia con los ritmos del tiempo natural, con los ritmos del ecosistema «tierra» y con los biorritmos de la vida humana. O la historia humana y la historia de la naturaleza logran un acorde armonioso o la historia humana encuentra su final irrevocable en la muerte ecológica.

Con estas tesis no nos hemos limitado a mencionar una función de la historia como paradigma de la teología moderna. Hemos apuntado además algunos cambios de función que son hoy absolutamente necesarios en ese paradigma.

a) La experiencia de la historia en el horizonte de su futuro

La experiencia moderna de la realidad como historia es hija de la revolución industrial y política que ha tenido lugar en Europa y en América durante la época moderna31. La especial «filosofía de la historia» comenzó en el siglo XVIII, con Bossuet y Voltaire. El siglo XIX trató de comprender las crisis de la Revolución francesa y las oportunidades de la revolución industriai con sucesivos esbozos de una «historia universal» o «historia del mundo». La historia de estas ideas ha sido expuesta con frecuencia y de manera suficiente. En nuestro contexto revisten importancia especial los elementos siguien­tes:

1. En la medida en que un mundo humano, hecho por hombres y transformable por el hombre, se desliga del mundo natural, deja de orientarse por las leyes del cosmos y por los ritmos de la naturaleza32. El devenir de la historia humana pierde la sintonía con el devenir de la naturaleza. La orientación por las esperanzas y metas propias del hombre sustituye a la orientación por la naturaleza. No se intenta ya «vivir de acuerdo con la naturaleza», como enseñaba el estoicismo. Los hombres viven ahora de acuerdo con sus propias ideas de lo que quieren conseguir con sus acciones y de lo que pueden esperar de los efectos de su actuación. Cuanto más se experimentan los hombres como sujeto histórico, tanto más necesaria es la respuesta a la pregunta formulada por Kant y que podemos verter en los siguientes

31. He presentado más detalladamente esto en: Teología de la esperanza. Salamanca 41981, cap. IV: Escatología e historia, 299 ss.

32. L. Landgrebe, Das philosophische Problem des Endes der Geschichte, en Pháno-menologie und Geschichte ,Gülerüoh 1967, 182-201; J. Moltmann, Das Ende der Geschich­te, en Geschichte-Element der Zukunft, Vortráge an den Hochschultagen der Evangelis-chen Studentengemeinde Tübingen 1965, de R. Wittram, H.-G. Gadamer, J. Moltmann.

Los tiempos entrecruzados de la historia 141

términos: «¿Qué puedo esperar?»33. La pregunta sobre el futuro de la historia se convierte, pues, también en interrogante sobre el sentido que la historia experimentada y provocada tiene para las metas y esperanzas del hombre. La historia parece carecer de sentido cuando se oscurece el horizonte de las esperanzas y de las metas. Por el contrario, el horizonte de las esperanzas y de las metas se torna dudoso cuando la historia experimentada y producida no puede seguir refiriéndose a él.

2. Al desvincularse el mundo humano del entorno natural, se pierden las antiguas concepciones de la rotación y de los ritmos del tiempo. Y entra en su lugar la serie lineal de instantes. Las diversas experiencias y tradiciones de tiempos de vida pueden ser objeto de la abstracción, e integrarse en ella. El reloj cuantifica todo de la misma manera. El reloj se convirtió, pues, en el omnipresente y omnipotente medidor del tiempo en la moderna sociedad industrial.

3. Al desvincularse el mundo humano del natural, nace el experi­mento de los tiempos modernos, saludado por Hegel como «la aurora gloriosa, espléndida, del hombre que construye la realidad según sus propias ideas»34, pero estigmatizado ya entonces por críticos conser­vadores como «el más abominable monstruo del abismo»35. Si la «civilización científico-técnica» es un experimento de los hombres, debe ser considerada también como un proyecto humano36. Se sigue un proyecto mientras que las esperanzas que lo guían no son defrau­dadas completamente por las experiencias que se van cosechando con él. Las experiencias pueden llevar a la reinterpretación de las esperan­zas, y poner de manifiesto la conveniencia de practicar correcciones de la marcha. Pero este proceso hermenéutico preserva una continui­dad. Y presupone que no existe otra alternativa al camino emprendi­do. Las ambivalencias de la visión del futuro que acompañan al experimento de los tiempos modernos evidencian, sin embargo, dudas en este punto. Todavía hoy no está claro en qué medida las crisis en el experimento de los tiempos modernos contienen oportunidades de conversión ni cuándo se convierten en señal de su catástrofe impara­ble. De todo esto se desprende que, al convertir la historia en el símbolo fundamental del mundo, no se produjo una mejora progresi­va de la situación del mundo, sino una situación crecientemente crítica.

33. Cf. P. Ricoeur, La liberté selon l'esperance, en Le conflict des interprétations. Essais dhermeneutique, Paris 1969, 393-415.

34. G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, en Werke XI, 557.

35. A. Vilmar, cit. según R. Strunk, Politische Ekklesiologie im Zeitalter der Revolu-tion, Mainz-Munchen 1971, 236.

36. Para el concepto de proyecto, cf. R. Garaudy, Una nueva civilización, Madrid 21977.

142 El tiempo de la creación

Cabe ver esto en las aporías teóricas que se dan en el concepto de historia: ¿cómo se puede concebir la historia como unicidad si no existe sujeto alguno de la historia o, al menos, un sujeto singular? ¿Cómo podemos concebir la historia como una totalidad si descono­cemos aún el futuro y, por consiguiente, la totalidad aparece como algo enigmático o, sencillamente, no existe? ¿Cabe realmente concebir el mundo como historia si uno mismo existe en la historia como un ser histórico, en lugar de existir frente a ella?

Estos problemas generales del experimento historia se hacen pa­tentes también en cada una de las dimensiones del tiempo y de las experiencias del tiempo en este experimento: historia es diferenciación temporal. Se capta la historia en las diferencias entre presente y futuro, entre presente y pasado, entre futuro y pasado. La moderna linealización del tiempo se ha limitado, sin embargo, a presentar estas diferencias en la línea del tiempo de Pa-Pr-Fu, para reducirlas a la «relación-antes-después».

Pero la concepción histórica del tiempo no puede trabajar sólo con una tal idea unidimensional del tiempo, pues en la historia no se trata de un solo proceso. No existen un pasado, presente y futuro con contenidos cambiantes, como supone la idea de una historia univer­sal, sino, por el contrario, diversos pasados, presentes y futuros de los acontecimientos históricos especiales37. No se puede contemplar el pasado sólo como prehistoria del propio presente. Hay que verlo como un presente pasado con su propio pasado y con su propio futuro. Acto seguido, habrá que distinguir entre el futuro de aquel presente pasado y el presente nacido de él. El presente actual no sólo tiene un presente pasado, sino que presupone también el futuro del presente pasado. De las esperanzas y de las diversas posibilidades del presente pasado ha nacido lo que llamamos hoy presente.

De manera similar, hay que distinguir entre el futuro presente —campo conceptual de esperanzas, temores, objetivos divergentes, vestíbulo de posibilidades determinables, pero indeterminadas— y el presente futuro: la realidad que nace de ahí. Ni el presente actual se identifica con el futuro del presente pasado ni el presente futuro se solapa con el futuro presente.

Ya el mismo san Agustín, al reflexionar sobre los tiempos, habló de pasado presente (PaPr) in memoria, de presente actual (PrAc) in contuitus y de futuro presente (FuPr) in expectatio^. Georg Picht39,

37. P. Miller, Temporal Concepts: A schematic analysis: Process Studies 9/1 (1979) 22-29.

38. Agustín, Conf. IX, esp. 20, 26. 39. G. Picht, Hier und Jetz: Philosophieren nach Auschwitz und Hiroshima, Stuttgart

1980, V, 17: Die Zeit und die Modalitáten, 362-374.

Los tiempos entrecruzados de la historia 143

A. M. Klaus Müller40, Arthur Prior41, Niklas Luhmann42, Reinhart Koselleck 43 y Erich Jantsch 44 han diferenciado aún más estas moda­lidades de tiempo. El concepto del tiempo lineal comprende sólo cadenas sencillas de acontecimientos. Pero cuando las cadenas de sucesos se insertan en una red de relaciones recíprocas y de efectos múltiples hay que desarrollar redes de tiempo en las que se combinan conceptos lineales y cíclicos de tiempo. En procesos de acoplamiento regenerativo, por ejemplo, el presente vuelve sobre un futuro pasado con la intención de captar su propio futuro.

Tiempo lineal: Pa -> Pr -> Fu Historización de los tiempos: Agustín: PaPr -* PrAc <- FuPr Matriz de los tiempos: PaPa <- PaPr *- PaFu

FuPa -> FuPr -+ FuFu Entramado de los tiempos:

PaPr -> PrAc <- FuPr i l

PaPr -> PrAc *- FuPr i l

PaPr -» PrAc <- FuPr etc. -> Fu

Por consiguiente, lo que se mueve en la historia es el presente temporal con su pasado y con su futuro. Pero ¿quién mueve a éstos? Si observamos que los desplazamientos siguen produciéndose mientras el respectivo presente no llena el futuro del presente pasado, caeremos en la cuenta de que futuro como proyecto desborda siempre a futuro como experiencia. Llamamos Juturo escatológico a aquel futuro que transciende todos los presentes recordados, experimentados y por experimentar. Hay que concebirlo no como historia futura, sino como el futuro de la historia. Como futuro de la historia es el futuro del pasado, pero también del presente y del futuro. En esa medida, es causa y fuente del tiempo histórico. «El futuro es el fenómeno primario de la temporalidad auténtica y primigenia»45.

40. A. M. Kl. Müller, Die práparierte Zeit, Stuttgart 1972. 41. A. Prior, Past, Present and Fulure, Oxford 1967. 42. N. Luhmann, Weltzeit und Systemgeschichte, en Soziol. Aufklarung 2, Opladen

1975, 103-133. 43. R. Koselleck, Geschichte, Geschichten und fórmale Zeitstrukturen, en R.

Koselleck/W. D. Stempel, Geschichte-Ereignis und Erzáhlung, München 1973; D. M. Lowe, Intentionality and the Method of History, en M. Natanson (ed.), Phenomenology and the Social Sciences, Toronto 1979, 103-130.

44. E. Jantsch, Die Selbstorganisation des Universums, München 1982, esp. 315 ss. 45. M. Heidegger, Sein und Zeit, Tübingen 81957, 74: Die Grundverfassung der

Geschichtlichkeit, 382-392; cita 329.

144 El tiempo de la creación

b) La historización del pasado presente

La historia es una expresión que tiene, al menos, una doble significación. Es sinónimo de los sucesos acaecidos, pero también de la presentación o exposición de esos mismos sucesos. Ahí radica su ulterior polisemia: el suceso, la experiencia pasada del mismo, la experiencia de la actualización del evento experimentado mediante el recuerdo, la experiencia de la investigación histórica del presente pasado «tal como ella fue realmente» (L. von Ranke). Conocemos la historia, al menos, en la cuádruple significación de evento, de expe­riencia, de tradición y de historia.

Nos interesa aquí la conexión entre tradición e historia, pues la investigación histórica del presente pasado estuvo —y está— relacio­nada críticamente con la actualización de ese pasado a través de las tradiciones. La crítica histórica rompe la evidente continuidad de pasado y presente tal como se la presenta en las tradiciones, ya que pone de manifiesto la diferencia que existe entre el pasado y su actualización, al tiempo que convierte las conexiones entre presente y pasado en algo contingente y dependiente de una decisión 46.

La critica histórica comenzó con el descubrimiento de las leyendas de dominación de los poderes religiosos y políticos. Se alcanzó tal descubrimiento mediante el estudio de su nacimiento. «La verdadera crítica del dogma (es) su historia»47. Mediante el conocimiento de su relatividad y contingencia históricas, los hombres actuales se distan­cian de las tradiciones de su origen y se hacen libres para configurar su propio futuro: «La presión que la tradición ejerce inconscientemente sobre nuestra conducta disminuye en la historia a medida que progre­sa la ciencia histórica»48. «La conciencia histórica hace saltar por los aires las últimas cadenas que la filosofía y la ciencia de la naturaleza fueron incapaces de romper. El hombre es ahora completamente libre» 49. Pero si esta liberación de los hombres de la minoría de edad y de los prejuicios del pasado es el interés actual que guía la relación histórico-crítica con la historia pasada, esto no debe llevar, sin embar­go, a una visión ahistórica del presente.

Como se puede ver en Ernst Troeltsch, el absolutismo del sujeto presente es el requisito previo y la consecuencia del relativismo históri-

46. R. Wittram, Zukunft in der Geschichte, Góttingen 1966; R. Koselleck, Vergange-ne Zukunft. Zur Semantik geschichtlicher Zeiten, Frankfurt 1979. Yo mismo recojo aquí ideas expuestas ya por W. Benjamín, Geschichtsphilosophische Thesen, en Iluminationen, Frankfurt 1961, 268-280.

47. D. Fr. Strauss, Die christliche Glaubenslehre I, 1840, 71. 48. M. Scheler, Die Stellung des Mensenen im Kosmos, München 1947, 31. 49. W. Dilthey, Gesammelte Schriften VIII, 225.

Los tiempos entrecruzados de la historia 145

co. Sin duda, la crítica histórica está en condiciones de desenmascarar las pretensiones de absolutez de los poderes tradicionales, pero, como es manifiesto, apenas tiene poder alguno contra el absolutismo del presente. El relativismo respecto de la historia y el pluralismo subjetivo se dan la mano.

Por otro lado, si la crítica histórica declara como perteneciente al pretérito lo pasado que las diversas tradiciones actualizan, entonces ese pasado se incluye en el único pretérito del presente actual. Y tenemos ahí un cierto imperialismo del presente actual frente a los presentes anteriores. Y con ello se pierde la mirada al futuro delinea­do en el pretérito mismo. El pretérito es algo más que un simple prólogo del presente.

Se pueden resolver las apodas del historicismo moderno si se confronta críticamente el pasado pretérito (tradiciones de tipo cons­ciente e inconsciente) con el presente pasado reconocido, en virtud de la reconstrucción histórica como lo que «fue verdaderamente», y si se le compara con el futuro y posibilidades inscritos en ese presente pasado. Existe entonces la posibilidad de relativizar críticamente tradiciones y dogmas, y de echar mano otra vez de las esperanzas conservadas en ellos y reprimidas también por ellos. Es posible recoger de nuevo las posibilidades interrumpidas, reprimidas o, sim­plemente, no aprovechadas de los presentes pasados e integrarlas en el futuro del presente actual. El futuro en el pretérito aporta inevita­blemente una prospectiva en la retrospectiva histórica50.

Un buen ejemplo de esto es el papel que Thomas Müntzer y la germana guerra de los campesinos, de 1525, representaron en la conciencia alemana de la historia. Durante 300 años se reprimió y oprimió el recuerdo de este oscuro capítulo de la Reforma luterana y de la dominación feudal alemana. Pero cuando, con la Revolución francesa, emergió en el horizonte del futuro presente la esperanza de «libertad, igualdad, fraternidad», Friedrich Schiller escribió su drama Guillermo Tell, y recogió las ideas de libertad aireadas en la lucha de los conjurados suizos: «Pueblo libre en suelo libre». Cuando la revolución burguesa de 1848 convirtió en realidad en Alemania las

50. Al «futuro en el pretérito» ha aludido enfáticamente E. Bloch, Das Prinzip Hojfnung, Frankfurt 1959, 7: «Las separaciones rígidas entre futuro y pretérito se vienen abajo por sí mismas. El futuro aún no devenido se hace visible en el pretérito. Y el pasado es vengado, heredado, mediado y consumado en el futuro». Así, recurriendo a E. Husserl —concretamente, a su análisis de la conciencia del tiempo— también D. M. Lowe, History of Bourgeois Perception, Chicago 1982, esp. cap. 2: Temporality, 35 ss. En el Apéndice, p. 174 s, sobre History and ihe Past alude a la «prospectivity within retrospec-tion» como reflexión imprescindible de la conciencia histórica: «How is it possible to represent a past without losing sight of its unique prespective reality? This I believe is the crucial problem in historical method. History ought to be present representation of the prospective reality of a past, within the historian's retrospection».

146 El tiempo de la creación

posibilidades de la soberanía popular y de la democracia, se desem­polvó el recuerdo de las fracasadas esperanzas de los campesinos de 1525 y se las esgrimió de nuevo. Y Thomas Müntzer, estigmatizado durante largo tiempo como «conspirador», fue rehabilitado en 1921 por Ernst Bloch y celebrado por él como el primer «teólogo de la revolución».

La conciencia histórica contiene, al menos, estos dos componentes: la crítica histórica encierra una referencia crítica a la actualización del pretérito en sus tradiciones e instituciones, pues las compara con el presente pretérito, que ofrece la posibilidad de una investigación his­tórica. Pero esta investigación histórica inquiere también el futuro de aquel presente pretérito interrumpido, reprimido o, simplemente, olvidado. La libertad del sujeto actual guía el interés de la crítica histórica de las tradiciones. Los interrogantes sobre el futuro actual determinan la investigación histórica del futuro en el pretérito. Pero ¿cabe calificar «al historicismo de nuestra sociedad moderna como un reflejo de su futuro»51?

La desaparición de la pretensión de absolutez de las tradiciones y la eliminación de las pretensiones de absolutez del sujeto actual no conducen al relativismo escéptico general, sino al relacionalismo vivo de un entramado polifacético de relaciones. Sin duda, las esperanzas y los temores, las metas y las tareas del futuro actual configurarán el interés que guía estas relaciones. Con este futuro se decidirá también sobre el futuro de los pasados, es decir, de los muertos. La esperanza escatológica de futuro siembra también, inevitablemente, comunión histórica con el pasado. El símbolo bíblico de la esperanza escatológi­ca de futuro, «la resurrección de los muertos», expresa esperanza para los pretéritos. Atinadas son las palabras recogidas en el Yad Vashem en Jerusalén:

«El olvido conduce al destierro; el recuerdo acelera la redención».

c) La futurización del futuro actual

Al igual que la historia, también el futuro es polisémico. La mayoría de las lenguas europeas ofrecen dos posibilidades para hablar de futuro: úfuturum designa lo que deviene: el adventus, por el contrario, significa lo que viene. Sin embargo, tanto la lengua inglesa como la alemana han recogido, respectivamente, una de las posibili-

51. N. Luhmann, o. c, 252, según K. Lówith, Zur Kritik cler chrisllichen Überliefe-rung, Stuttgart 1966, 155.

Los tiempos entrecruzados de la historia 147

dades. El future inglés viene del futurum latino. El Zukunft alemán proviene, por el contrario, del adventus latino, de la parusia griega52.

Zukunft entendido como futuro es lo que deviene del pretérito y del presente. Es una forma en el proceso del devenir de la physis. Entendido como futuro Zukunft no da pie a esperanza alguna de poder trasmitir la certeza permanente. Porque lo que todavía no es, dejará de ser un día. Por consiguiente, entendido como futuro, Zu­kunft aporta únicamente pretérito futuro. El proceso es irreversible: del futuro deviene el pretérito, pero del pasado jamás deviene otra vez futuro. Sin duda, el futuro del devenir da pie y motivo para el desarrollo y la planificación, para la prognosis y el programa, pero no para la esperanza permanente.

Frente a esto, el futuro entendido como Zukunft de signa lo que va al encuentro del presente. El evento designado con el término alemán Zukunft no se desarrolla partiendo del presente, sino que confronta el presente con lo nuevo, ya sea bueno o malo. El término griego parusia significa presente o llegada. En el nuevo testamento jamás se aplica este término al pretérito o al presente de Cristo, sino exclusivamente a su prometida y esperada venida en gloria, Así, el término «adviento» se convirtió en paradigma de la esperanza mesiánica. Y significa el mundo nuevo, permanente, de la esperanza judeo-cristiana.

¿Qué sucede cuanto este Zukunft ocupa el lugar del futuro? Ap 1,4 coloca este Zukunft en el lugar del futuro. Dice ese pasaje escriturísti-co: «Paz a vosotros de parte de Aquél que es, que era y que va a venir». Esperaríamos que se dijera: «y que será». En lugar del futuro del verbo ser tenemos el futuro del verbo venir. Así, se cambia de forma decisiva el concepto tradicional de tiempo en el tercer miembro. El ser de Dios está en la venida, no en el devenir; y por consiguiente, no pasa cuando viene, cuando llega. Esta vinculación teológica de Dios y Zukunft obliga a pensar el ser de Dios en clave escatológica, y a entender teológicamente el Zukunft. Pero si consideramos teológica­mente Zukunft, éste adquiere una transcendencia permanente frente a todo presente, y convierte cada presente en presente provisional. Con ello, Zukunft se convierte en paradigma de la trascendencia. Y es imposible situar pretérito y Zukunft en la misma línea de tiempo lineal. Existe entonces una diferencia cualitativa entre ambos. Es la diferencia entre «viejo» y «nuevo».

Este Zukunft (futuro) no es sólo el respectivo vestíbulo temporal del respectivo presente, sino el vestíbulo transcendente de los presen­tes pasados. Existe, pues, Zukunft pasado, Zukunft presente y Zu-

52. Más detalladamente, J. Moltmann, El futuro, nuevo paradigma de la trascenden­cia, en Id., El futuro de la creación, Salamanca 1979, 11 ss. Cf. E. Brunner, Das Ewige ais Zukunft und Gegenwart, München 1965; G. Sauter, Zukunft und Verheissung, Zürich 1965, 154.

148 El tiempo de la creación

kunft futuro. El Zukunft escatológico impregna los tres modos del tiempo.

De la distinción teórica entre futuro y Zukunft se sigue, en el trato práctico con el Zukunft (futuro), la distinción entre extrapolación y anticipación. En el pretérito y en el presente existen tendencias y líneas de evolución susceptibles de ser extrapoladas al futuro53. Con tales extrapolaciones no hacemos sino convertir el futuro en un presente prolongado. Estas prolongaciones del presente sirven por regla gene­ral para estabilizar las actuales relaciones de posesión y de poder, pues sólo quien tiene el poder de ejecución puede planificar y está interesado en extrapolaciones. Pero las prolongaciones y expansiones de las relaciones actuales no crean futuro alguno, sino que, por el contrario, reprimen las posibilidades alternativas del futuro. Las extrapolaciones tratan el futuro no como campo abierto de lo posible, sino como realidad ya fijada por el pretérito y el presente. Pero esto es pura ilusión: produce una peligrosa ceguera apocalíptica de los hom­bres en el sistema moderno54.

Con la interpretación del futuro como Zukunft concuerda de forma antitética la anticipación mediante la que los hombres adoptan la actitud conveniente frente a lo que viene; ya sea mediante el miedo a lo horrible o mediante la esperanza en lo dichoso. Toda percepción de lo desconocido va acompañada de tales anticipaciones, enfoques y posturas. Sin la conciencia anticipadora, en modo alguno captaríamos lo futuro55. Pero en la conciencia anticipadora nos orientamos cons­tantemente por lo último, por la dicha o la desgracia, por la vida o la muerte. Lo último que entra en nuestra experiencia es lo primero en nuestra espera56. A su luz percibimos y evaluamos lo que nos puede acaecer y lo que viene de hecho a nosotros (lo que nos sucede).

En la práctica, unimos anticipación y extrapolación en un mismo acto, porque vinculamos lo esperado o temido con lo considerado como posible. También en las planificaciones y programaciones esta­blecemos un lazo de unión entre el futuro deseable y el futuro conside­rado como posible y factible.

53. J. Moltmann, Hoffnung und Planung, en Perspektiven der Theologie, München 1968, 251-268.

54. La extrapolación no puede ser el principio de la escatología cristiana. Tenemos que decir críticamente esto respecto de K. Rahner, Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas, en Id., Escritos de teología IV, Madrid 1963,411 ss; y H. Berkhof, Gegronde verwachting, Leiden 1967. Cf. M. Heidegger, Holzwege, o. c, 301: «Toda historia calcula lo venidero partiendo de sus imágenes del pasado marcadas por el presente. La historia es la destrucción constante del futuro y de la referencia histórica a la llegada del destino».

55. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, segunda parte: Das antizipicrendc Bewusstsein, o. c, 49-394.

56. Fr. Rosenzweig, Der Stern der Erlósung, Heidelberg 1954, segunda parte Drittes Buch, 170.

Los tiempos entrecruzados de la historia 149

Los contenidos del futuro esperado y deseado o temido afectan siempre a los intereses profundos del hombre, al punto de mira por el que se orienta toda su existencia. Son los símbolos del futuro escato­lógico.

Es posible detectar las huellas de este futuro escatológico en los diversos horizontes de futuro del presente, ya sea el propio presente pasado u otro presente extraño. Se debe esto a que el tiempo mismo es un símbolo real de lo futuro-eterno. Y esto configura las experiencias humanas del tiempo. Ningún horizonte actual de futuro es idéntico al futuro mismo, ni puede identificarse con él. No es posible dogmatizar el futuro escatológico. La distinción crítica entre el futuro respectiva­mente presente y el futuro históricamente venidero conserva estas diferencias.

d) Sincronización de los tiempos históricos

El futuro presente determina siempre de forma limitada y provisio­nal la esperanza y las tareas de la historia. Nos referimos aquí a dos tareas porque si no se cumplen en el futuro desaparecerá el porvenir para ios hombres.

Designamos una de ellas como la sincronización de los diversos tiempos históricos en los que los hombres han vivido y continúan viviendo. En tiempos anteriores, los pueblos tenían historia en plural. Cada pueblo, cada cultura, cada religión tenía su propio pasado y su propio futuro que configuraban el presente respectivo. En realidad, jamás se dio una «historia del mundo». Hasta el presente sólo han coexistido diversas historias humanas en esta tierra. Cuando se habla­ba de la «única historia mundial», estaba presente la pretensión inclusiva de dominación. Esa idea era un instrumento del imperialis­mo de un pueblo, de una cultura o de una religión que pretendía imponer su dictado temporal al resto del mundo. También el concep­to historia es un instrumento de dominación europeo-americano-ruso. Por otro lado, el creciente peligro de autodestrucción de la humanidad está dando a luz a un sujeto singular de la historia57. El peligro de aniquilación nuclear del mundo nos coloca hoy en el umbral de una cultura de cuño propio. Si, empujados en principio por la recíproca amenaza de destrucción global, entramos en un mundo común seguiremos teniendo pasados y tradiciones en plural, pero esperanza y futuro sólo en singular. Para los hombres existe sólo un futuro común, pues la supervivencia cabe exclusivamente en la paz.

57. Entiendo esto en el sentido de una «hermenéutica del peligro» (J. B. Metz), que W. Benjamín, o. c, 270, expresaba así: «Significa adueñarse de un recuerdo tal como destella en el momento del peligro».

150 El tiempo de la creación

La paz del mundo es la condición fundamental para que la humani­dad sobreviva. ¿Qué rostro tendrá esa comunidad de los hombres? ¿Quién la configurará?

Esta delincación negativa de la unidad de la humanidad mediante el amenazante peligro de la aniquilación nuclear blandido por las superpotencias evidencia la necesidad, pero no la posibilidad, de una humanidad unida. En el fondo, el peligro común hace que la humani­dad sea descrita como objeto total de la aniquilación, pero no la presenta como sujeto total de la supervivencia. Por eso, es necesario descubrir lo salvador en el peligro apocalíptico. Pero la salvación sólo puede venir de la comunión de la esperanza en la vida y de la solidaridad de la voluntad para construir un mundo pacífico. Por la fuerza de la voluntad que inspira esta esperanza deben nacer a todos los niveles entrelazamientos cada vez más entrechos entre los bloques y naciones de la tierra. Es preciso estructurar formas de comunicación a niveles cada vez más altos a fin de que la humanidad llegue a organizarse de manera que pueda llegar a convertirse en sujeto de su propia historia y determine su propio futuro. La categoría del peligro en la que se percibe aquí el futuro es sólo el marco para la categoría de la esperanza, campo necesario de la acción.

En este contexto nos interesa ver el paso desde nuestra propia historia a la consideración de la historia propia en el cuadro de la necesaria comunidad de la humanidad. Es el paso del enfoque parti­cular al universal. En la actual situación del mundo, el planteamiento particular continúa siendo un pensamiento esquemático porque recha­za la comunidad que es necesaria y posible. Tal enfoque está interesa­do agresivamente en determinar la propia identidad mediante la delimitación de otros y de tradiciones ajenas. Esta neurosis de perfiles se mantuvo viva en la teología durante siglos a través de la llamada «teología de controversia». El paso de esa teología a la «teología ecuménica» es el camino que conduce desde la delimitación frente a otros a la inconfundible aportación propia a la futura vida en común.

Cuando se inicia ese camino, no se leen ya los testimonios de las otras historias y tradiciones con la mirada puesta en su particulari­dad, sino fijándose en la venidera comunidad ecuménica. Se pueden leer los testimonios de las tradiciones poniendo la mirada en esa meta, tanto si las tradiciones son católicas, evangélicas u ortodoxas. Pero habrá que leerlas fijándose en lo que pueden aportar a una comuni­dad ecuménica de la cristiandad. El pensamiento esquemático consi­dera que su propia parte constituye el todo. El pensamiento ecuménico piensa, por el contrario, que su propio todo es una parte de la venidera comunidad. Lo que acontece en la ecumene cristiana puede influir de manera ejemplar en la ecumene de las religiones y culturas y en la habitabilidad ecológica y política del globo terráqueo.

Los tiempos entrecruzados de la historia 151

e) La sincronización del tiempo de la historia y del tiempo de la naturaleza

Desde que comenzó el experimento de los tiempos modernos, historia y naturaleza fueron definidas por contraposición reciproca. Así, se sacó de la naturaleza la impresión de lo estático, de lo que retorna, de lo que rota; y se reservó para la historia humana las experiencias del tiempo, de la mutación, de lo contingente y de lo posible. Y nació una concepción ahistórica de la naturaleza y una concepción de la historia absolutamente desvinculada de la natura­leza.

En las grandes concepciones modernas de la historia del mundo, la naturaleza representa, a lo sumo, un elemento completamente marginal.

Desde los tiempos de Francis Bacon, la relación hombre-naturale­za pasó a ser descrita como la relación dueño-esclava58. El moderno experimento historia ha sido construido en buena medida sobre esta mentalidad. No tenemos por qué detenernos aquí en la descripción de las desoladoras consecuencias que la disociación entre la historia humana y la naturaleza ha producido dentro y fuera del hombre en la «crisis económica». Las creaciones de la historia humana han llevado hasta ahora sólo al agotamiento de la naturaleza.

Si existe un camino para evitar la catástrofe común del hombre y de la tierra, será el de sincronizar la historia humana con la historia de la naturaleza, y el de continuar el experimento de los tiempos moder­nos «en consonancia con la naturaleza», no en contra o a costa de ella.

Para conseguir simbiosis promotoras de vida entre la sociedad humana y el entorno natural es necesario «enfriar» la historia huma­na y disminuir la velocidad de sus progresos unilaterales. Habrá que compaginar su concepto del tiempo con las leyes de la vida y con los ritmos de la naturaleza en el medio ambiente y en la propia corporali­dad. Esto es particularmente necesario si se tiene presente que los progresos de un grupo suelen conseguirse a costa de otros grupos humanos. Los progresos tecnológicos conseguidos a costa de la naturaleza o de las generaciones venideras no merecen el nombre de progreso, son puramente aparentes, ficticios. Necesitamos un mayor número de sistemas de equilibrio para mantener dentro de unos límites, haciéndolos soportables, los progresivos procesos de la histo­ria. Es absolutamente imprescindible lograr un equilibrio en la rela­ción de progreso y respeto a los sistemas humano-naturales. Es

58. Con muchas pruebas al respecto, W. Leiss, The Domination oj Nature, New York 1972.

152 El tiempo de la creación

necesario calcular de manera realista y honesta los costos y el prove­cho.

Para fijar las necesarias delimitaciones éticas de la historia humana es útil ver con claridad las fronteras naturales de la historia de los hombres:

La historia humana se desarrolla dentro del grande y amplio ecosistema «Tierra»59. El continuo y constante flujo de la energía solar, de la circulación de aire y agua, de las estaciones del año, de las fases de la luna y del regular cambio del día y de la noche representan el entorno inviolable, natural, para los tiempos, las épocas y las metas de la historia humana. Y este amplio ecosistema «Tierra» al que la historia humana pone en peligro y debe respetar es, a su vez, un sistema parcial del ecosistema «sol», etc. Cuando miramos los incon­mensurables espacios de los sistemas de las estrellas y de las galaxias, la historia humana se relativiza convirtiéndose en un fenómeno pequeño y limitado en la evolución de la vida en el planeta «Tierra».

La historia humana misma no depende por completo, arbitraria­mente, de los hombres actuales. Estos tienen la posibilidad de opri­mir, explotar y matar a otros hombres; pueden imponer cargas dañosas a sus hijos, pueden arruinar la vida de su descendencia y aniquilar el futuro de las generaciones venideras. Pero no está en la mano del hombre destruir la vida vivida y la dicha vital de los muertos. Existe una «inmortalidad objetiva de los muertos», como la llamó Whitehead. Me interesa recoger aquí a mi manera sus ideas y diré que se nos puede robar nuestro futuro, pero no nuestro pasado. Los muertos escapan a nuestro campo de acción, aunque lo que constituyó el motivo de su vida y el objeto de su esperanza dependa de nuestras decisiones, ya que todavía no se ha cumplido ese motivo ni el objeto de esa esperanza. La vida que hay que vivir está expuesta al peligro y a la aniquilación, pero la vida vivida ha sido salvada de la aniquilación, y es preservada en la eternidad del peligro temporal (del tiempo).

Cada mirada al mundo cósmico y cada mirada al pasado de la humanidad nos obliga a conocer los límites de la historia actual, las fronteras de sus peligros mortales y la finitud de sus propias posibili­dades.

La Historia en singular y con mayúscula, y sin indicación de complemento determinante, ha sido y continúa siendo un concepto fascinante del experimento de los tiempos modernos. Y por eso se ha

59. J. E. Lovelock, Gaia, New York 1979, ha mostrado en la llamada «hipótesis Gaia» que es preciso considerar el planeta «Tierra» como el único organismo viviente. Y expone en la linea de la ciencia natural lo que K. Lówith había expuesto filosóficamente, en nombre del redescubrimiento de la naturaleza, lo dicho críticamente acerca de la existencia histórica (Stuttgart 1960) y sobre la existencia cristiana (Stuttgart 1966).

Los tiempos entrecruzados de la historia 153

convertido en uno de los paradigmas fundamentales de la teología cristiana en los tiempos modernos. Pero aparece su lado horrible cuando nos fijamos en los costos y límites de este experimento. La necesaria delimitación de la historia humana comenzará a ser posible cuando los hombres aprendan a ver más allá de la historia. La historia se convirtió en el paradigma de la teología moderna en aquella época en la que se impuso la visión antropocéntrica del mundo: se suponía que los hombres deben ser la «corona de la creación» y el centro del mundo. Todo ha sido creado para el hombre y por el hombre, y para su utilidad.

Daremos dimensiones humanas y naturales a la historia cuando eliminemos este antropocentrismo mediante un teocentrismo cosmoló­gico. Las criaturas naturales no han sido hechas a causa del hombre. Por el contrario, los hombres fueron creados para la gloria de Dios. En la medida en que los hombres descubran el sentido de sus vidas en la alegría de existir y no en el hacer o crear, mayores posibilidades tendrán para mantener su historia económica, social y política dentro de los límites naturales. El estrés de la historia moderna produce el nerviosismo en los hombres y los hace enfermar. Sólo sanarán si aprenden a vivir la serenidad natural en medio de sus actividades.

La «corona de la historia» es el sábado. Sin el reposo del sábado, la historia destruye a la humanidad. El descanso del sábado santifica la historia con la medida divina y la bendice con la medida humana.

6 El espacio de la creación

Desde san Agustín han visto la luz numerosas meditaciones teoló­gicas sobre el tiempo. Pero han sido mucho menos frecuentes las meditaciones acerca del espacio. La teología de los tiempos modernos se ha preocupado enfáticamente de la experiencia de la historia mientras que las categorías del espacio quedaron encomendadas a la ciencia natural. La distinción de la experiencia judeo-cristiana de lo divino en el tiempo y la experiencia greco-romana de lo divino en el espacio, distinción debida a razones apologéticas, condujo a la estéril dicotomía de historia y naturaleza.

La última gran discusión sobre el problema teológico y científico-natural del espacio tuvo lugar en el siglo XVII, entre Newton y Leibniz: ¿Es el espacio en el que todas las cosas finitas coexisten un atributo del Dios omnipresente o hay que considerar el espacio como la extensión de los objetos y entender el espacio total como un entramado relacional formado por todas las cosas extensas pensa-bles? Una nueva discusión teológica sobre el problema del espacio deberá empalmar con aquella discusión clásica de los albores de la Ilustración europea.

El problema del espacio tiene dos vertientes: una científico-natu­ral y otra existencial. Comenzaremos por ésta última: el paso de la cosmología metafísica del mundo finito, cerrado en sí, concebido en la imagen del «globo terráqueo», al concepto matemático del espacio del universo abierto, «infinito», es uno de los fenómenos más impor­tantes y sorprendentes de cuantos se han dado en la historia de la ciencia natural l. Ese paso comenzó a gestarse y a madurar entre los siglos XV y XVII. Cuando decimos que el espacio mismo es «infini­to», ilimitado y eterno ¿no estamos atribuyéndole unos predicados divinos? ¿Es el «universo infinito» una expresión panteísta para indicar o denominar lo divino? Si el espacio mismo es ilimitado e infinito, no podremos seguir considerando lo divino más que como su «límite» externo. Y si continuamos concibiendo el espacio como

1. A. Koyré, Von dergeschlossenen Welt zum unendlichen Universum, Frankfurt 1969 (ed. cast.: Del mundo cerrado al universo infinito, Madrid 21984).

i 56 El espacio de la creación

coordenada de la extensión, entonces lo entendemos según la geome­tría euclidiana en la imagen de una línea recta infinita. Y en tal caso, el mundo espacial carecerá de un centro, a no ser que concibamos la línea recta como una órbita infinitamente grande cuyo centro se aleja igualmente al infinito. Nace entonces en esa concepción la impresión del vacío ilimitado del universo. Más, puesto que ese universo ha perdido su centro, es incapaz de ofrecer ya punto alguno de orienta­ción. ¿Es posible seguir afirmando su unidad, como da a entender la expresión «universo»? ¿No sucederá, más bien, que el universo uno, infinito, se descompone en una pluralidad de mundos relativos?

En la vertiente existencial del paso del universo cerrado al univer­so infinito nace un nuevo sentimiento vital. No es el triunfo de la aclimatación panteísta del hombre en la armonía del mundo, sino, por el contrario, el sentimiento nihilista de extravío titubeante en el ilimitado vacío del mundo: horror vacui. Pascal fue uno de los primeros en poner letra a ese sentimiento. «El silencio eterno de estos espacios infinitos me horroriza» 2, confesó. A la pregunta «¿Qué es un hombre en la infinitud?» respondió con la afirmación flotante: «Una nada ante lo infinito, un todo frente a la nada, un centro entre nada y todo» 3. Pero ¿cómo puede ser el hombre un centro entre nada y todo? Toda posición —y ninguna posición— es el centro entre nada y todo. Nietzsche basa ese mismo sentimiento vital en la «muerte de Dios», y entendió como uno de sus efectos la pérdida de toda orientación metafísica:

¿Qué hicimos cuando esta tierra rompió las cadenas que la unían a su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Nos alejamos de todos los soles? ¿No estamos cayéndonos constantemente? ¿Hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, a todos los lados? ¿Sigue habiendo un arriba y un abajo? ¿No estamos vagando a través de una nada infinita? ¿No nos sopla el espacio vacio?4.

Hasta el presente no se ha dado respuesta salvadora alguna a la carencia metafísica de patria que padece el hombre moderno. De ordinario, los hombres y las culturas consideran su posición como el «centro del mundo». Pero, en un universo infinito, no existe un «centro» fijo, ni «posición» fija alguna. Toda posición es relativa.

Los problemas teológicos del espacio son análogos, en parte, a los del tiempo de la creación: ¿fue creado el espacio con la creación o fue creada ésta en el espacio? ¿Tiene la creación espacio fuera de Dios o en Dios? Si Dios es el límite del espacio de su creación, ¿puede habitar

2. Bl. Pascal, Pensées, n. 206. 3. O. c, n. 72. 4. Fr. Nietzsche, Die fróhliche Wissenschaft, 125, en Werke II, ed. K. Schlechta,

München 1955, 127.

Concepto ecológico del espacio 157

al mismo tiempo en ella? ¿Qué media entre el espacio absoluto de Dios y el espacio relativo de su creación?

Con estos interrogantes acabamos de mencionar los diversos conceptos de espacio. ¿Significa «espacio» una especie de recipiente vacío, un vacuum, para una pluralidad de objetos posibles? ¿Se identifica el espacio con la extensión de los objetos? ¿Es una categoría con la que captamos la existencia simultánea de diversos objetos? ¿Es la subjetividad del objeto mismo la que determina y ordena el espacio, como dan a entender las expresiones «superficie habitable», «espacio vital»?

1. Concepto ecológico del espacio

«El espacio no es homogéneo para el hombre religioso», dice Mircea Eliade5. En la historia de las religiones podemos captar todavía cómo experimentaron los hombres el espacio en tiempos antiguos. Los espacios son siempre espacios de vida y de dominación de determinados sujetos, ya sean animales, personas humanas, dioses, espíritus o demonios. Son los entornos y campos de fuerza de estos sujetos, que los llenan, los dominan y los habitan. Por eso hay que respetar esos espacios como sus respectivas esferas de vida. Cuando Moisés va al monte con las ovejas de su suegro pisa inconscientemen­te el espacio de un Dios desconocido para él. Por eso, la voz le dice: «No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada» (Ex 3, 5). El espacio sacro es siempre un espacio circunscrito. El témenos lo delimita de los espacios profanos. La magia y el ritual aseguran al recinto sagrado contra el mundo no sacro y hostil. En las puertas del santuario se exigen los rituales de purificación antes de entrar en lo sagrado.

Delimitado y separado así del mundo profano y caótico, el espa­cio sagrado está, sin embargo, abierto «hacia arriba» para la llegada de los dioses. Tenemos un ejemplo bíblico de esto en el sueño de la escalera de Jacob (Gen 28, 12-19). Jacob escucha la voz: «Yo soy Yahvé, el Dios de tu padre Abraham y el Dios de Isaac». El responde: «¡Qué temible es este lugar! ¡Esto no es otra cosa sino la casa de Dios y la puerta del cielo!» y erige en aquel lugar sagrado el santuario de Betel. Los espacios sagrados son «puerta del cielo» como separación del mundo, lugares de paso del mundo terrestre al celeste, de la cualidad divina a la cualidad humana del ser. La no-homogeneidad religiosa del espacio se basa en la experiencia religiosa del ser hetero-

5. M. Eliade, Das Heilige unddas Profane, o. c, 13. Sigo aquí la exposición de Eliade (ed. cast.: Lo sagrado y lo profano, Barcelona 1983).

¡58 El espacio de la creación

géneo. Por eso, la tierra es para ella el ser determinado, mientras que el cielo es, por el contrario, el ser indeterminado. Sólo donde esta experiencia religiosa de lo otro, es decir, del cielo, ha perdido su fuerza puede nacer la idea de un espacio homogéneo, expandido en igual medida hacia todos los lados, indeterminado en su determina­ción e ilimitado en sus dimensiones. El simbolismo del nacimiento del mundo y del centro del mundo están ligados a la experiencia religiosa del espacio sagrado6. Toda conquista y cultivo de la tierra acaecidos en la antigüedad eran vistos como una cosmogonía. La tierra habita­da y cultivada tiene que ser «cercada», bien sea con un muro o con un surco de arado. Se la sustrae así de la naturaleza salvaje y se la somete al orden cultural del hombre. Mediante la conquista, reparto y ordenamiento de la tierra, los hombres repiten y celebran la acción primigenia de la creación del mundo. Por eso, el culto, que justifica y santifica la actuación del hombre sobre la tierra, constituye el centro de la cultura humana. Numerosos son los símbolos del centro del mundo: se puede representar el axis mundi con la estaca de la tienda, con las columnas del mundo, con el monte del mundo o con la ciudad santa. Se trata siempre de lo vertical porque responde a la postura del hombre y a la gravitación de la tierra. Cuando, todavía en nuestros tiempos, el papa da la bendición urbi et orbi no hace sino declarar que Roma es el centro del mundo.

En el fondo, todo templo representa el centro del mundo. Repro­duce la morada de los dioses en el cielo. El templo de Salomón fue levantado siguiendo unos planos celestes (1 Crón 28,19). Jerusalén fue considerada como imagen terrestre de una Jerusalén celestial. La basílica cristiana, la catedral románica y los templos góticos preten­den reproducir el paraíso y la ciudad celestial. Por eso son imago coeli.

Como en la experiencia del tiempo el ritual del «eterno retorno de lo mismo» ordena el flujo de lo caduco y expulsa los «horrores de la historia», de la misma manera el orden del espacio sagrado destierra, en la experiencia del espacio, el informe y hostil caos de la naturaleza. Alrededor del centro del espacio sagrado es posible la morada y la vida humanas. Allí donde lo divino se manifiesta de forma terrena, el mundo es creado como entorno habitable.

El hombre es incapaz de vivir en un espacio sin fronteras. Sin duda, no posee, a diferencia de los animales, un entorno fijo, específi­co de la especie. Con todo, no puede vivir en la pura apertura al mundo. Siempre y por doquier crea su entorno. Sólo en él encuentra la paz y se siente «en su casa». Todas las culturas humanas son, bajo este aspecto, moradas del hombre. El sujeto humano determina su espacio mediante una delimitación7. Dentro de esa delimitación se

6. O. c, 22 ss.

Concepto del espacio homogéneo ¡59

encuentra la patria; fuera, el extranjero. Dentro de la frontera reina la paz doméstica; fuera, la vida puede resultar hostil. En el espacio de la vivienda se está a gusto; fuera de él, a disgusto. Estos términos que expresan todavía hoy estados de ánimo, son viejas designaciones de la frontera de aquel entorno que hace posible la vida del hombre. El espacio delimitado forma parte de la vida del hombre como la extensión corporal es parte integrante del cuerpo. Este es el espacio primigenio del hombre. Pero la delimitación del espacio impregnado por la vida humana no sólo protege y defiende al hombre, sino que es, al mismo tiempo, la posibilidad de comunicarse con seres vivos colindantes y con sus espacios de vida. Esa delimitación produce vecindad. La frontera es siempre, simultáneamente, la posibilidad de la comunicación y del trato. En ella adquieren perfiles las figuras o formas de vida. Por ese motivo, la frontera del espacio vital humano no puede ser más exclusiva que en otros seres vivientes. Todo límite de espacio vital de un ser viviente es una frontera abierta. Si ésta se cierra, el ser viviente termina por morir. La propiedad del respectivo ambiente vital y la comunión de la vida en el universal contexto de comunicación no se excluyen, sino que se condicionan recíproca­mente.

«Cada cosa tiene su tiempo». Cada cosa engendra su propio espacio y lo configura. Cada ser animado logra e impregna su medio ambiente, que le pertenece y casa con él8. El concepto ecológico del espacio se corresponde con el concepto cairológico del tiempo. Ni el tiempo ni el espacio son homogéneos. Ambos son individuales. Los crea y configura cuanto acaece «en» ellos. Sin el acontecer no son nada. Ni existe un tiempo vacío sin sucesos, ni un espacio vacío sin objetos9. ¿Cómo se llegó, pues, a la idea del espacio homogéneo en el universo infinito?

2. Concepto del espacio homogéneo

Es posible que la ampliación del espacio sagrado a todo lo existente, ampliación producida en la historia de las religiones, prepa­rada la concepción de un espacio unitario, homogéneo para todo

7. O. F. Bollnow, Mensch und Raum, Stuttgart 1963 (ed. cast: Hombre y espacio, Barcelona 1970); H. Schmitz, Das Goüliche und der Raum, en System der Philosophie III/4, Bonn 1977.

8. Desde un punto de vista lingüístico, hay que introducir los conceptos topológicos «región vecina», «caminos», en los conceptos de espacio. Cf. D. Wunderlich, Sprache und Raum: Studien der Linguistik 12 (1982) 1-19, 37-59, especialmente 5 s.

9. La evolución de la idea del espacio del niño articula propiedades topológicas, proyectivas y euclidianas del espacio, Cf. J. Piaget-B. Inhelder, Die Entwicklung des raumlichen Denkens beim Kind, Stuttgart 1975.

160 El espacio de la creación

objeto posible. La sentencia «todo está lleno de dioses» (návzoí nXf\pt] 9ed)v)1 , que se supone proveniente de Tales de Mileto, elimina ya la frontera entre el espacio sagrado y el profano: todo cuanto es existe en el espacio divino. También Parménides recoge esa idea: «Lo existente es indivisible, pues es igual en toda su amplitud. En parte alguna existe un ser más fuerte que impida su cohesión; en parte alguna, uno más débil, pues todo está lleno del existente. Por eso mantiene una cohesión en toda su amplitud. Pues lo existente toca con lo existen­te» i i. Lo existente es un todo homogéneo. Su extensión es el espacio del ente. Pero no existe espacio alguno en el que no haya ente o no-ente. Por eso Parménides se imagina la totalidad unitaria de lo existente utilizando la imagen de la esfera: «Mas puesto que lo existente tiene un límite, es perfecto en todas sus caras, semejante a la masa de una esfera perfectamente esférica, con idéntica distancia desde el centro hasta cada uno de los puntos de su periferia» 12. Como el ciclo del tiempo es la imagen de la eternidad, así la forma esférica del espacio es la imagen de la perfección. La delimitación uniforme de la esfera (mipaq) y su centro (Kévxpov) representan el símbolo de la totalidad de la esfera. Puesto que es igual la distancia que existe entre el centro y cada uno de los puntos periféricos de su delimitación, se conserva de forma óptima en la esfera la simetría del espacio perfecto. Platón desarrolló la idea del espacio como recipiente vado, ilimitado para objetos perceptibles mediante la visión y los restantes sentidos:

Por consiguiente, no queremos dar el nombre de tierra, aire, fuego o agua a la madre y receptora de cuanto se ha tornado visible y puede ser percibido por los sentidos. Tampoco queremos darle el nombre de cuanto ha nacido de esos elementos. Cuando, por el contrario, afirmamos que existe un ser invisible, informe, que todo lo abarca, que participa en lo pensable de alguna forma sumamente inaccesible, que escapa a toda captación, entonces no estamos hacien­do una afirmación errónea13.

Para Platón, el espacio es una forma universal «que recoge en sí todos los cuerpos». Ella es siempre y por doquier la misma. Contiene todo dentro de sí, pero no llega a asemejarse a ninguno de los objetos recogidos. Ella es siempre «el material de acuñación», puesto y configurado por lo que entra en movimiento, y que aparece ora así, ora de otra manera mediante aquél»14.

10. W. Capelle, Die Vorsokratiker, o. c, 72. 11. O. c, 167. 12. O. c, 168. 13. Platón, Timeo, 51 s. Cf. M. Jammer, Das Prcblem des Raumes, Darmstadt 1960,

12 ss. 14. Platón, Timeo, 50 s. Cf. R. Arnheim, Die Dynamik der architektonischen Form,

Kóln 1980, 17 ss.

Concepto del espacio homogéneo 161

Una vez más, recobra importancia aquí la metáfora femenina, ligada ya a la idea del espacio como un recipiente: «madre espacio», «lo receptor», «lo omnisensible», el «material de acuñación» son viejos símbolos míticos para expresar la maternidad del ser y la sensación de protección de todas las cosas en el gran contexto del ser. Así, también los dioses salen de un ser divino innombrable, y adquie­ren forma. Así, la «madre tierra» acoge dentro de sí a todo ser viviente y le permite existir en ella. Parece evidente que Platón equiparó el espacio receptor con la materia primigenia.

Si, por otro lado, el espacio acoge en sí a todos los objetos, no puede ser él mismo un objeto. Por esa razón, Platón distingue entre el espacio y los cuatro elementos. El espacio mismo ni puede devenir ni dejar de ser, a diferencia de cuantas cosas se encuentran en él. Es el requisito previo e invisible para todo lo visible. Y es, al mismo tiempo, la condición previa invisible para toda percepción. Platón adornó al espacio con propiedades divinas. También la propiedad de lo «omni­sensible» tiene rasgos divinos, porque Platón compara el antes de todas las cosas con el padre; y aquello que recibe y acoge todas las cosas, con la madre. Y traslada las viejas imágenes míticas de «padre cielo» y «madre tierra» a las ideas, de las que provienen las cosas visibles, y al espacio, en el que están las cosas visibles.

Aristóteles comentó de pasada el concepto del espacio en su doctrina de las categorías15. En su opinión, «espacio» pertenece a la categoría de la cantidad. No es sino cantidad continuada. La cantidad puede medirse sólo por la extensión de los cuerpos. «Las partes del espacio, que se llenan mediante las partes del cuerpo, tienen el mismo límite que las partes del cuerpo». Si cada cuerpo tiene su «espacio» en virtud de su extensión, habrá que considerar «el espacio» como la suma total de todos los cuerpos extensos. Aristóteles no utiliza en su Física el concepto de espacio, sino el concepto de lugar (topos). El lugar designa la posición de un objeto respecto de otros objetos. Su Física no contiene una doctrina del espacio, pero sí una topografía, con la que se sitúa y localiza en su relación con otros objetos y partes de objetos. Cabría deducir, pues, que «el espacio» es la suma de todos los lugares ocupados por cuerpos16. Parece que Aristóteles utilizó por primera vez la teoría de la esfera de Parménides en su escrito Sobre el cielo. En efecto, habla aquí de un centro del universo y del espacio del universo que representa la cara interna de lo omniabarcante, omnili-mitante, divino. Tampoco aquí emerge la idea de un «espacio vacío».

Llama la atención que el concepto geométrico de espacio y el concepto ontológico de espacio aparecieran disociados en fecha tan

15. Cf. M. Jammer, o. c, 15 ss. 16. Así, M. Jammer, o. c, 21.

162 El espacio de la creación

temprana. El concepto geométrico de espacio sostenido por Euclides conoce exclusivamente las mediciones cuantificables por parámetros infinitos en principio. Por el contrario, el concepto ontológico del espacio parece llamado a satisfacer otras necesidades. La idea del globo terráqueo cumple con la exigencia de perfección. La idea del espacio que acoge todo y todo lo sustenta en sí satisface la necesidad religiosa de dar seguridad divina. La idea del centro y de la delimita­ción o circunscripción del mundo suministra al hombre la orientación que aquellas dimensiones de la geometría no pueden darle.

3. La creación de los espacios y el espacio de la creación

La moderna distinción cartesiana entre sujeto espiritual carente de cuerpo y mundo de cuerpos extensos en el espacio geométrico es completamente ajena a las tradiciones bíblicas de la creación. La concepción ecológica del espacio permite aproximarse a ellas: cada ser viviente tiene su propio mundo vital con el que sintoniza y que se adecúa a ese ser viviente. La objetivación cartesiana del mundo destruye los entornos naturales de los seres animados para meterlos en el único entorno, igual por doquier, del sujeto humano de domina­ción, y los convierte en objetos de su mundo. Las medidas son, pues, las únicas características esenciales de las res exlensae, tanto si se trata de piedras, de plantas, de animales, de otros hombres o del cuerpo propio. La reducción de los entornos naturales a estas estructuras geométricas significa al mismo tiempo su reducción a valores utilita­rios.

Frente a todo esto, nosotros afirmamos en primer lugar que el espacio es, ante todo, espacio de vida; concretamente, aquel entorno al que está referida una determinada vida, porque confiere a ésta las condiciones que necesita para vivir. La estructura del entorno y la de la percepción se corresponden y son como los dos semicírculos del círculo de vida circunscrito n .

Si tenemos presente este concepto ecológico del espacio al leer las tradiciones de la creación, caeremos en la cuenta de que sus distincio­nes de los mundos son completamente razonables18. El Salmo 104, al nombrar las obras de la creación, indica en primer lugar los grandes espacios cósmicos del aire, tierra y mar. Se les conoce y describe teniendo presente lo que Dios hace en ellos y lo que vive en ellos. Se

17. J. v. Uexküll, Streifzüge durch die Umwelten von Tieren und Menschen. Bedeu-tungslehre, Hamburg 1956.

18. Sigo aquí a O. H. Steck, Welt und Umwelt, Stuttgart 1978.

La creación de los espacios 163

dice del cielo que, en él, las nubes fueron convertidas en carros de Dios, y los vientos fueron elevados a la categoría de mensajeros del Altísimo; que Dios puso coto a las aguas. Se dice de la tierra que las fuentes y los ríos abrevan a todas las plantas y animales, que el sol y la luna ordenan los tiempos, que las plantas y los árboles dan alimento a todos los animales. Finalmente, el mar es el espacio vital de un sinnúmero de animales, entre ellos el monstruo Leviatán, al que Dios creó para jugar con él. El autor del Salmo 104 percibe en el mundo «el campo de las condiciones constitutivas de la existencia de todos los seres vivos, tanto animales como hombres», los «factores de configu­ración dados conjuntamente», las «diversas regiones de la existencia» y las «necesidades elementales de la existencia»19.

El relato sacerdotal de la creación sigue una estructuración en la que se va de los ámbitos más amplios hasta los campos más estrechos del hombre. El «espacio existencial» cielo es la patria de las estrellas y de sus funciones para las otras criaturas (Gen 1, 6-8). Los «espacios vitales» mar, aire y tierra (versículos 9-12) tienen una referencia a los seres vivientes creados en ellos y a la vida de esos seres (versículos 20-22): el entorno tierra para las plantas, el entorno mar para los peces, el entorno aire para los pájaros. Y sólo después de haber sido creadas las condiciones ambientales viene la creación de los animales y de los hombres (versículos 24-28), que deben alimentarse de las plantas.

Si nos fijamos en sectores ambientales y vitales, la estructura del primer relato de la creación es de una claridad y secuencia lógicas sorprendentes. Los modernos reproches de que se trata de especula­ción mítica o de ingenuo conocimiento de la naturaleza no tienen razón de ser.

Partimos de la interpretación ecológica de la historia de la crea­ción y seguimos preguntando sistemáticamente por la relación del Creador con su creación. Llama la atención, ante todo, la ambivalen­cia semántica del concepto cielo: es, por un lado, el espacio aéreo que se encuentra sobre la tierra, pero, al mismo tiempo, es lo transcenden­te a todo lo visible. La creación fue hecha al principio como un doble mundo de cielo y tierra. ¿Cómo hay que entender el cielo en el sentido transcendente? TTrataremos detalladamente este punto en el capítulo siguiente. En este contexto nos basta con recoger el otro uso lingüísti­co utilizado por la Biblia: el cielo es el «lugar» de la gloria de Dios y la «morada» de Dios. Dios actúa en la tierra «desde el cielo». En el cielo es santificado su nombre, se hace su voluntad y se prepara su Reino. Desde este enfoque, tenemos que entender el cielo, por más que escape a nuestras concepciones, como el espacio de la dicha, como el entorno creatural y como aquel medio ambiente que está más próxi-

19. O. c, 66.

164 El espacio de la creación

mo a Dios y se corresponde completamente con él. El cielo es el ámbito más inmediato a Dios, su entorno más próximo. La tierra, así como los espacios del viento y del mar, son los arrabales de su existencia, su entorno mediato.

Por eso, la esperanza escatológica apunta a que el «reino de los cielos» venga a la tierra y a que la gloria de Dios transfigure la tierra igual que su cielo. Desde este punto de vista, es natural considerar la estructura de la creación en círculos concéntricos. La creación se compone de entornos escalonados de Dios. Se abandonó esta concep­ción simplemente porque Dios creador acaparó en exceso el primer plano y se pasó por alto al Dios que descansa el sábado.

Si, dentro de ese segundo enfoque, utilizamos la imagen de la creación como el espacio habitable de Dios, surge inmediatamente la pregunta: ¿pueden la tierra y el cielo convertirse, con su finitud, en morada del Infinito? ¿No sería más correcto afirmar que Dios es la morada del mundo creado por él, mundo que permanece eternamente porque encuentra espacio en Dios y participa de la eterna vida divina? ¿Finitum capax o incapax infiniti? «Desconocemos si Dios es el espa­cio de su mundo o si éste es el espacio de Dios», dice un midrash judío 20. Y la respuesta judía dice: «El Señor es el espacio habitable de su mundo, mas éste no es el espacio habitable de Dios». Pero si nos atenemos a la doctrina de la schekiná y a la doctrina cristiana de la encarnación, tendremos que mencionar el milagro que constituye el hecho de que el Dios infinito mismo habite en su creación finita y la convierta en su entorno21.

Con todo, estas dos concepciones teológicas no tienen por qué ser necesariamente contrapuestas. El Dios que ha creado el mundo y le invita al descanso de su fiesta sabática hace que ese mundo exista ante, con y en la presencia de su ser infinito 22. En este sentido, Dios es el eterno espacio habitable de su creación. Pero el Dios que ha hecho el mundo mediante su sabiduría y que lo conserva en la existencia mediante su Espíritu, ese mismo Dios entró en el mundo y continúa en él. Dios Espíritu habita en la creación y la prepara para que se convierta en morada de la glorificación. Es preciso, no obstante, distinguir entre una inhabitación y otra. No son iguales ni tienen lugar en el mismo plano. Por eso no existe la alternativa que fue presentada en aquel midrash. Dios y el mundo mantienen respectiva­mente la relación de la inhabitación y participación recíproca: Dios habita en el mundo a la manera divina; y el mundo habita en Dios a la

20. Cita tomada de midrash Rabbah Génesis II, LXVIII, 9, en M. Jammer, Das Problem des Raumes, o. c.

21. Cf. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o. c.. 120 ss. 22. Cf. cap. X, El sábado: la fiesta de la creación.

La creación de los espacios 165

manera mundana. No cabe concebir de otra manera la permanente comunicación entre Dios y mundo.

Al principio de este apartado tocamos la diferencia que existe entre el concepto ecológico de espacio y el concepto geométrico de espacio. Al concluir este apartado, vamos a tratar de coordinarlos. El concepto ecológico de espacio percibe el «mundo» siempre y sólo como entorno determinado. Este concepto proviene de la investiga­ción del medio ambiente de los animales, y puede ser aplicado a la relación del hombre con el mundo sólo de forma limitada. El concep­to ecológico califica el espacio como entorno determinado de seres vivos. Pero no es posible cuantificar el espacio con él. Pero ¿cómo llega el hombre a mirar más allá de su medio ambiente específico, a considerar el mundo como conjunto de una pluralidad de entornos diferentes, y a cuantificar también espacialmente ese mundo?

Recogemos aquí las ideas antropológicas de Max Scheler, uno de los primeros que investigaron detalladamente el entorno del animal. «Todo cuanto el animal puede observar y captar de su medio ambien­te se encuentra en las cercas y fronteras seguras de la estructura de su entorno». Frente a esto, el hombre es «la X que puede abrirse al mundo de forma ilimitada. Hominización significa elevarse a la apertura al mundo en virtud del espíritu»23. El peculiar distanciamiento del entorno respecto del mundo diferencia al hombre de los animales, aunque también éstos tienen capacidad de acomodación. Gracias a la reflexión y a la fantasía del espíritu, el hombre se sacude el «hechizo del entorno» y conoce el «mundo». Es capaz de percibir los objetos como tales, y no sólo en sus valores utilitarios de uso. Tiene capacidad para interrumpir sus reacciones instintivas y para actuar de manera consciente. No se encuentra atado a un único entorno. Ha desarrolla­do «formas vacías» de espacio y de tiempo con las que está en condiciones de percibir numerosos objetos y una pluralidad de entor­nos. En opinión de Max Scheler, estas formas vacías de espacio y tiempo en la percepción tienen su fundamento en la sobreabundancia de sus instintos: «Originariamente, llamamos vacío a la insatisfacción de nuestra expectativa instintiva. El primer vacío es, al mismo tiempo, el vacío de nuestro corazón» 24.

Interpretamos teológicamente estas observaciones fenomenológi-cas de Max Scheler cuando decimos que el hombre, como criatura de Dios, está tan determinado por el entorno como los animales que fueron creados al mismo tiempo que él, pero que el hombre, gracias a su condición de imagen de Dios —característica que no comparte con otras criaturas— está abierto al mundo por encima de su entorno

23. M. Scheler, Die Slellung des Menschen im Kosmos, München 1947, 40 s. 24. O. c. 46.

i 66 El espacio de la creación

respectivo. En la medida en que concuerda con Dios, Creador de todos los entornos ambientales, participa de la relación que Dios mantiene con el mundo y con el medio ambiente. El entorno de Dios es su creación, el «mundo». Como representante y plenipotenciario de Dios en la tierra, el hombre está abierto al mundo como suma de todos los entornos de los vivientes.

Lo que Max Scheler definía como «el vacío infinito de nuestro corazón» es la apertura del hombre a Dios, el agustiniano cor inquie-tum. No es idéntico a la apertura del hombre al mundo. Aquél no se limita a interpretar teológicamente a ésta, sino que le sirve de funda­mento25. Porque el hombre es criatura e imagen de Dios al mismo tiempo, por eso mantiene una referencia al medio ambiente al tiempo que está abierto al mundo. La simultaneidad de ambas improntas se pone de manifiesto en las ambivalencias de su posición excéntrica respecto del medio ambiente.

4. El problema del espacio absoluto

Alexandre Koyré ha puesto de manifiesto que el paso del «mundo cerrado» al «universo infinito» constituye la esencial revolución inte­lectual en la Europa de los tiempos modernos 26. Esta transformación de la imagen del mundo ha destruido el cosmos en el que el hombre podía sentirse como en su casa; y, con la «infinitización del universo», ha abierto el mundo a la conquista por el hombre. El mundo incon­mensurable, abierto por todos sus costados, ha despertado también los sentimientos de enajenación del hombre moderno que ha desem­bocado en el nihilismo. Este impresionante cambio de la imagen del mundo se fraguó y maduró durante los cien años que van desde la fecha en que Copérnico publicó su obra revolucionaria, en 1543, hasta que Newton descubrió la ley de la gravitación, en 1666. Aquí, nos limitaremos a recoger la discusión «Dios y el espacio», mantenida en el siglo XVII entre Rene Descartes y Henry More, y posteriormen­te entre Leibniz y Newton 27.

Después de que Nicolás Copérnico declaró como «inmenso» e «inconmensurable» el mundo visible de las estrellas, y Giordano

25. Cf. W. Pannenberg, Was ist der Mensch?, Góttingen 1962, 12. 26. A. Koyré, Von der geschlossenen Well zum unendlichen Universum, Frankfurt

1969 (ed. cast: citada). J. J. C. Smart, Problems ofSpace and and Time, New York 1964, ofrece una excelente colección de aportaciones filosóficas y científico-naturales a los conceptos de espacio y tiempo.

27. Sigo las exposiciones de Max Jammer y Alexandre Koyré, pero llego a conclusio­nes distintas. Cf. También KL.-D. Buchholtz, haak Newton ais Theologe, Witten 1965, esp. 69 ss.

El problema del espacio absoluto 167

Bruno lo consideró como «infinito» y le aplicó, de forma panteísta, predicados divinos, nació el problema teológico y filosófico de la infinitud espacial del mundo: ¿existe una extensión sin fin de la materia o un espacio infinito? Con ello se planteó de nuevo la discusión de los dos conceptos de espacio que pudimos observar ya desde el comienzo de la filosofía griega: ¿es el espacio el «receptor» de todos los objetos, como pensó Platón, o «la extensión de los objetos», como afirmó Aristóteles? ¿Existe el espacio en cuanto tal, o sólo la «localidad» como propiedad de los objetos extensos?

El concepto moderno de la «inmensidad» agudizó teológicamente el problema: si la extensión de la materia es infinita, ¿qué impide considerar la materia como divina, tal como lo hizo Spinoza? Pero si hay que distinguir el espacio de los objetos materiales que están en él ¿cabe concebir entonces el espacio infinito como una propiedad del Dios transcendente? El problema moderno del espacio suscita la controversia teológica sobre teísmo-panteísmo.

De ordinario, se atribuye a Descartes la reducción de la ciencia a la matemática. Al trazar una distinción estricta entre res cogitans y res extensa y referir el concepto de Dios sólo al alma, no a la naturaleza, no tuvo escrúpulos religiosos para objetivar el mundo visible con su ontologia y «matematizar» sus objetos. Fundamentalmente, llevó esto a cabo equiparando la materia con la extensión, tal como se pone de manifiesto en la definición de la res extensa. Sólo la extensión según las tres dimensiones, largo, ancho y alto, caracteriza la substan­cia material. De ahí se sigue 1) que no existe ninguna otra característi­ca de la materia, 2) que no puede haber un espacio vacío sin substan­cias materiales, 3) que es impensable una delimitación espacial del universo material. Sin embargo, el mundo de la res extensa no es «infinito» en el sentido metafisico de la palabra; simplemente «carece de limites» en el sentido mensurable. El espacio euclidiano, con el que opera Descartes, es ilimitable. Las líneas de sus tres dimensiones se pierden en lo «infinito», como dice la expresión matemática referida a la carencia de límites. Pero Descartes jamás afirmó la infinitud metafísica del mundo. «Infinito» sólo es Dios. Sí dijo que la extensión de la materia carece de límites: el mundo no tiene límites28.

Henry More comenzó por criticar la estricta dicotomía cartesiana de espíritu y materia; posteriormente criticó la reducción del ser a la materia, y, por último, la reducción de la materia a la extensión. No se puede circunscribir la extensión a la materia. También el espíritu es extenso. Si, además, la res se define sólo por la extensio, entonces es literalmente imposible hablar de una res cogitans. La materia no sólo es extensa, sino también móvil. Y es móvil sólo en el espacio. Por

28. A. Koyré, o. c, 101.

loa ti espacio de la creación

consiguiente, no se puede pensar en la materia sin pensar también en el espacio, que se diferencia de ella. La materia presupone un espacio. ¿Cómo hay que definir el espacio en el que se mueven todos los objetos, pero que no es idéntico a la extensión de esos objetos? En la definición más concreta del espacio, More arranca de Platón, y echa mano de ideas de la cabala judía: el espacio es no sólo real, sino también divino, porque es infinito, inmóvil, homogéneo, indivisible, simple y único. Platón habría descrito con atributos de divinidad materna el espacio en cuanto diferenciable de las cosas, en cuanto «contenedor de ellas». Pues bien, existe también una tradición de la cabala judía la cual uno de los nombres de Dios es MAKOM, que significa el lugar infinito, inmediato o, como interpreta More, el espacio absoluto. La tradición MAKOM se remonta a Est 4, 14: «De otra parte vendrá más espacio y ayuda a los judíos». La perífrasis «de otra parte» significa: de Dios. La tradición judía, que ha estudiado Max Jammer29, utilizó la expresión MAKOM KADOSH para el «espacio sagrado», referido a la schekiná de Dios, la presencia de Dios que habita en el templo y en Israel. Si damos un paso más, entendere­mos la «omnipresencia de Dios» de la que habla el Salmo 139 como su presencia espacial, e interpretamos el espacio en el que están y se mueven todas las cosas creadas como «espacio absoluto», como la dimensión espacial del ser divino. Si se entiende el espacio como dimensión de la omnipresencia de Dios, quedan excluidas todas las consecuencias panteístas. El «espacio absoluto» significa la presencia inmediata de Dios en la totalidad del mundo material y en cada una de las cosas que se encuentran en ese mundo.

El resultado de esta consideración se concreta en la distinción entre espacio y cosa: el espacio absoluto es infinito, inmóvil, homogé­neo, indivisible y único. Por el contrario, las cosas en este espacio son finitas, móviles, diversas, divisibles y plurales30. Sólo esta distinción de espacio y cosa permite hacer justicia a la diferenciación entre el mundo creado, contingente, y el Dios omnipresente31. Si equipara­mos espacio y extensión de las cosas, difícilmente podremos escapar a la idea de un mundo eterno, infinito, que existe por sí. Una tal concepción panteísta, apuntada por Giordano Bruno y desarrollada por Baruch Spinoza, significaría el final de la fe bíblica en la creación. Isaac Newton recogió la idea del espacio absoluto y la distinción que Henry More trazó entre espacio y material. Aquella idea y esta distinción constituyen los fundamentos de la cosmología de New­ton 32. En efecto, este autor distingue el espacio absoluto —en el que

29. M. Jammer, o. c, 25 ss; A. Koyré, o. c, 138 s. 30. A. Koyré, o. c, 140. 31. O. c, 143. 32. M. Jammer, o. c, 102 ss; A. Koyré, o. c, 144 ss.

El problema del espacio absoluto 169

todas las cosas están y se mueven— y el espacio relativo de las diversas localizaciones y relaciones recíprocas de los cuerpos, así como el movimiento relativo y el movimiento absoluto.

En este contexto, es interesante su discutida tesis de que el «espa­cio absoluto» es el atributo del ser eterno, divino. También afirma que, como dimensión de la omnipresencia divina, el espacio es el «sensorium de Dios» mediante el que Dios percibe todas las cosas y todos los movimientos de las cosas: «... ¿acaso no ponen claramente de manifiesto los fenómenos que existe un ser incorporal, vivo, inteligente , omnipresente, que contempla de manera inmediata las cosas en el espacio infinito como un sensorium, las percibe constante­mente y las capta de forma completa mediante la presencia inmediata de las cosas ante él?»33. Si Dios percibe de manera inmediata todas las cosas mediante su omnipresencia es porque la omnipresencia eterna e increada de Dios coincide con la omnipresencia del espacio. Y si cabe la posibilidad de dividir el espacio ¿no se divide al mismo Dios? Este fue el argumento en contra utilizado por Leibniz, que, además, interpretó erróneamente el «sensorium de Dios», expresión utilizada por Newton. Y esa mala comprensión le llevó a decir que Dios no puede estar inmediatamente presente en todas las cosas si necesita la mediación de un sensorium. Sin embargo, Newton había hablado de un sensorium utilizando una especie de comparación.

Más importante era el argumento de la divisibilidad del espacio. Leibniz mismo continuó el pensamiento de Descartes y definió el espacio como la designación de la situación de las cosas extensas en sus relaciones recíprocas. Naturalmente, esto le obligó a suponer una relatividad fundamental de todas las relaciones y medidas espaciales. «El espacio» no será más que el compendio de todas las extensiones y relaciones mensurables de los cuerpos. Pero no existiría, dijo, si los cuerpos no existieran. En opinión de Leibniz es imposible la idea de un «espacio vacío» tal como se apunta con el concepto del «espacio absoluto».

En esta discusión del siglo XVII, tenemos 1) dos conceptos diferentes de espacio: el objeto en el espacio y la extensión espacial de la cosa. Tenemos, 2) dos conceptos diferentes de Dios: el Dios espacialmente omnipresente y Dios como Espíritu, que, en el espíritu humano, se contrapone a su creación espacial. Por eso encontramos, 3) dos coordinaciones diferentes del espacio: 1. el espacio pertenece al objeto, y 2. el espacio pertenece a Dios. No existió serio peligro de

33. Cit. M. Jammer, o. c, 123; Fr. Oetinger recogió la concepción newtoniana del espacio y la vinculó conscientemente con la idea cabalística de spatium: Dios no sólo es omnipresente, sino que constituye incluso el espacio. En su espacio, Dios «siente» todas las cosas y acontecimientos. Cf. E. Zinn, Die Theologie des Friedrich Oetinger, Gütersloh 1932, 58 ss.

170 El espacio de la creación

panteísmo mientras se distinguió entre la carencia de límites del espacio y la infinitud de Dios o entre el concepto cuantitativo y el concepto cualitativo de la infinitud. Por otro lado, con la distinción entre el espacio absoluto (de Dios) y del mundo finito de las cosas en él, se puede mantener la distinción entre Dios y mundo, pero no está vinculada a ello una concepción de la creación, sea del tipo que fuere. La teología de la naturaleza practicada por Henry More y por Isaac Newton no era teísta, sino panenteísta: mediante la idea del espacio absoluto pudieron pensar el mundo en Dios, pero no a Dios como Creador del mundo ni al mundo como creación contingente. A Leibniz se le planteaba el siguiente problema: si no existiera cosa alguna tampoco existiría el espacio; y si no existiera creación alguna no existiría ni espacio ni tiempo. A Newton se le planteaba otro problema: si el mundo finito existe en el espacio eterno de Dios ¿no participa de su eternidad y es tan eterno como él?

El problema discutido por Leibniz y Newton sólo tiene solución si se concibe la creación como mediación entre el espacio-cosa relativo y el espacio eterno de Dios. Sólo el concepto de la creación es capaz de distinguir el espacio de Dios y el espacio del mundo creado, porque, con la creación, nace un espacio para el mundo creado que no es la omnipresencia increada de Dios ni el espacio relativo de la cosa. Max Jammer reprodujo estas «ideas judeo-cristianas sobre el espacio», pero no cayó en la cuenta de las posibilidades que ofrecen para la discusión mantenida entre Leibniz y Newton. «Según la cabala, el infinitamente Santo, Uno, cuya luz llenaba originariamente todo el universo, retiró su luz y la concentró sobre su propia substancia, creando así un espacio vacío»34. Nos encontramos de nuevo ante la doctrina del zimzum de Dios: «Deus creaturus mundos contraxit praesentiam suam». Por eso, sospechan intérpretes de la cabala, no se habla en el Génesis tampoco de una creación del espacio. Por el contrario, la creación es creada en el vacío preparado por Dios en el decreto de creación. Por consiguiente, el espacio de la creación precede a la creación y a los espacios creados en ella, y, en consecuen­cia, no se identifica con la omnipresencia de Dios, increada y eterna. «Una vez que Dios llevó a cabo el zimzum con miras a la creación del mundo, creó "recipientes". Los situó en el "lugar" que él había dejado libre mediante su retirada. Los recipientes tenían la finalidad de recibir la luz en la que el mundo debía nacer a la vida»35.

El mundo creado no existe en el «espacio absoluto» del ser divino, sino en el «espacio dispuesto» por Dios para él mediante el decreto

34. M. Jammer, o. c, 37. 35. A. Safran, Die Kabbala, Bevn 1966, 281. La idea del zimzum ilustra gráficamente

la idea de la creación y de la actividad de Dios.

El problema del espacio absoluto 171

divino de creación. El mundo no existe en sí mismo, sino en el «espacio preparado» de la presencia de Dios en el mundo. En contra de cuanto pensaba Newton, el Dios eterno no es la frontera del mundo, sino el Dios creador. En la doctrina del mundo como creación de Dios distinguimos, pues, 1. la omnipresencia esencial de Dios o el espacio absoluto, 2. el espacio de la creación en la preparada presencia de Dios en el mundo y 3. los lugares relativos, relaciones y movimien­tos en el mundo creado. El espacio del mundo se corresponde con la presencia de Dios en el mundo, que abre, delimita, y empapa ese espacio.

7 Cielo y tierra

1. ¿Por qué un mundo dual?

«En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gen 1, 1). En las tradiciones bíblicas no existe un concepto único o unitario para designar la realidad creada por Dios. Aunque son conocidos los términos «mundo», «universo», sin embargo son utilizados rara vez. Existe la marcada tendencia a hablar en forma dual de «cielo(s) y tierra», casi siempre en este orden '. ¿Se debe esto a la tendencia del hebreo a ver los conjuntos como divididos en dos partes y a expresar­los en contraposiciones, o es que la realidad como creación de Dios es necesariamente este mundo dual de cielo y tierra?

Probablemente, la etimología hebrea indica con «cielo» «lo de arriba», y con «tierra» «lo de abajo». En la utilización del concepto «cielo» cabe distinguir entre el sentido directo y el simbólico. En las tradiciones bíblicas, «cielo» significa el espacio aéreo para las nubes y los pájaros voladores, los «pájaros del cielo». Cuando se quiere dar a entender ese ámbito, se habla generalmente en forma trimembre, y la secuencia es cielo, tierra y mar2. «Cielo» puede referirse, además, al ámbito de las «estrellas del cielo». Se concibió el mundo de las estrellas como bóveda celeste semiesférica cuyos lados llegan hasta la tierra. Cuando se pretende aludir a esta significación se habla, generalmente, de «cielo y tierra». El término «tierra» comprende entonces también el espacio aéreo y el mar3. Finalmente, tenemos el significado simbólico del cielo. Se entiende entonces cielo como sinónimo del mundo de los ángeles, situado arriba, en el más allá, indisponible e invisible; e indica también el espacio para el trono de Dios y de la gloria divina que lo

1. B. Jacob, Das erste Buch der Tora Génesis, o. c, 23. Sólo en Gen 2, 4 aparece invertida la secuencia: «El día en que hizo Yahvé Dios la tierra y los cielos». Hay que observar aquí la diferencia del «hacer» frente al «crear». B. Jacob, o. c, 11 ss. Cf. cap. IV, 1.

2. Cf. Sal 104; Gen 1. 3. Cf. J. Nelis, Dios y cielo en el Antiguo Testamento: Concilium 153 (1979) 312 ss,

distingue cinco categorías en las que se habla del cielo. Todo este número de la revista «Concilium» está dedicado al tema del «cielo».

174 Cielo y tierra

inhabita4. Cuando se pone la mirada en la transcendencia de este cielo, el cielo-espacio aéreo y el cielo sede de las estrellas significan, juntamente con la tierra, «este mundo visible».

Del cielo como ámbito de los ángeles y como trono de Dios se puede hablar en singular y en plural: «Mira: a Yahvé tu Dios pertene­cen los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y cuanto hay en ella» (Dt 10, 14; cf. también 1 Re 8, 27; Neh 9, 6 y otros). «Cielos de los cielos» pretende resumir la abierta pluralidad de los ámbitos invisibles e irreconocibles de la creación. Pablo habla en una ocasión del «tercer cielo» (2 Cor 12, 2). No es claro si se refiere con esa expresión al cielo de los ángeles, situado más allá del cielo-espacio aéreo y del cielo de las estrellas. Influidos por la mentalidad judía, algunos padres de la Iglesia hablaron de «siete cielos». Mateo prefiere referirse al «reino de Dios» con una perífrasis que indica modestia, y habla del «reino de los cielos» (PaaiXfXa xmv oñpuvcov, primero en Mt 3, 2). Aparece también la expresión «el reino celeste» ( fiwilaa tínovpáviov, 2 Tim 4,18).

En la mayoría de las expresiones referidas al cielo se expresa objetivamente la incapacidad fundamental del hombre para definir ese ámbito de la creación5. La tierra es el ámbito que le ha sido confiado al hombre y con el que éste está familiarizado. El pone nombre a los animales, y éstos se llamarán como él ios denomina (Gen 2, 19-20). Pero «el cielo» e incluso «los cielos» son el espacio de la realidad inaccesible e incognoscible para él.

Con «los cielos» se parafrasea, además, una apertura del mundo visible que supera todo límite. Si dejamos de lado todo tipo de fantasía, en las expresiones «el cielo», «los cielos» y «los cielos de los cielos» se pone claramente de manifiesto que el mundo como creación de Dios no tiene su unidad en sí mismo y que, por consiguiente, no puede ser un universo unitario, cerrado en sí. Si Dios es el creador del mundo, éste tendrá su unidad en Dios, no en sí mismo. Por eso pueden existir innumerables cielos de los que el hombre no tiene la más leve sospecha. No obstante, es necesario afirmar que, para la fe en la creación, el cielo no es Dios, ni es de naturaleza divina, sino una parte del mundo creado. Como parte del mundo creado, sin embargo, debe distinguirse del mundo visible, pues sólo mediante esa distinción se puede entender el mundo visible como mundo creado que existe

4. La división tripartita está asentada en la tradición dogmática, cf.: Fr. Diekamp, Katholische Dogmatik nach den Grundsátzen des Hl. Thomas III, Münster 1922, 406 ss; D. Tilenus (reformado),Syntagma tripertitum dispulalion disputationum in academia Seda-nensi habitarum, Genevae 1618, p. 455 habla de «coelum trifariam in scriptura sumitur». Más documentación al respecto en Heppe/ Bizer, Dogmatik der evangelisch-reformierten Kirche, o. c , 390 ss.

5. Sobre esto ha llamado enfáticamente la atención M. Welker, Universatitát Gottes und Relativitat der Welt, Neukirchen 1981, 203 ss.

¿Por qué un mundo dual? 175

por Dios y está abierto para él, que habita en el cielo. «El que vive en el cielo» es el Creador, que inhabita en su creación. La inmanencia de Dios en el mundo convierte a éste en un mundo excéntrico y lo diferencia en «cielo y tierra».

Como la expresión «cielo» tiene una significación directa y otra simbólica, de manera correspondiente también la expresión «tierra». Con el término «tierra» se alude al espacio vital de los hombres y de los animales que viven sobre suelo firme, marcando así una diferencia referencial respecto del espacio aéreo y del mar. Pero «tierra» puede ser el polo opuesto del cielo de las estrellas, y comprende entonces también el espacio aéreo y el mar. En comparación con el cielo invisible en el que mora la gloria de Dios, se puede indicar con «tierra», finalmente, todo el mundo visible y temporal en el que Dios no mora, al menos todavía. En esta significación simbólica, «tierra» indica no sólo este planeta, sino el mundo material al que este planeta pertenece. «La tierra» es entonces el compendio de todos los sistemas de materia y de vida conocidos por nosotros. Por eso los primitivos credos cristianos, siguiendo a Col 1,16, ampliaron la creación de «cielo y tierra» a la creación «de lo visible y de lo invisible» (Symbo-lum Apostolici forma orientalis, Symbolum Nicaeno-Constantino-poiitanum, Symbolum Quicumque).

¿Cómo hay que entender el binomio «cielo y tierra»?

En la historia de las religiones se suele apuntar con frecuen­cia a la unidad bipolar del mundo que, presentada como polaridad sexual, tiende a la unión fructífera6. «Padre cielo» y «Madre tierra» son símbolos antiguos del patriarcado. Sin duda, el «Padre cielo» domina sobre la «Madre tierra», pero ambos son, al mismo tiempo, divinos. De la unión sagrada de ellos brota toda la vida. Es posible que esa doble polaridad del mundo haya sido recogida en la concep­ción israelita de la doble creación, como ponen de manifiesto 1 Re 17; Is 45, 8; Os 2, 23 s, pero no ha sido contemplada de manera sistemática, porque cielo y tierra son creaturas de Dios, pero no son divinas. Los salmos alaban y ensalzan la fertilidad de la tierra. Según el primer relato de la creación, la tierra es la productora por orden del Creador, pero no se percibe resonancia alguna del simbolismo de la fertilidad de cielo y tierra. Cielo y tierra no encierran connotaciones sexuales ya en las tradiciones bíblicas. Por eso no se utiliza la relación hombre-mujer para describir la relación entre cielo y tierra, así como tampoco la relación entre cielo y tierra sirve de analogía para la

6. Cf. Cap. II 2.

176 Cielo y tierra

existente entre hombre y mujer, en contra de lo que fue moneda corriente en la antigüedad.

Desde la perspectiva de la historia de la filosofía, no es descabella­do traer a colación la analogía de cuerpo y alma. El mismo Platón habló de «cuerpo del mundo» y de «alma del mundo»:

Pero cuando él implantó el alma en medio del todo hizo que ella lo impregnara y que, además, circundara el cuerpo desde fuera, y formó el cielo único, solitario, un círculo que gira en línea circular, capaz de fecundarse a sí mismo mediante su propia fuerza, sin necesidad de nadie más, suficientemente conocido y amigado consigo mismo; por todas estas razones, el mundo que él engendró era un dios beato7.

Si la tierra es el cuerpo del cielo y éste el alma de la tierra, nace entonces la imagen de un macroanthropos que se basta a sí mismo, ser divino-humano que gira alrededor de sí mismo. Efectivamente, los padres de la Iglesia echaron mano de esta imagen del mundo plasma­da en el Timeo platónico, pero esta analogía entre cuerpo y alma para explicar la relación entre cielo y tierra está totalmente ausente de las tradiciones bíblicas, así como, por el contrario, tampoco se entiende la relación de cuerpo y alma según la analogía entre cielo y tierra. No podemos enlazar con la idea de la creación de Dios la concepción del cosmos divino que descansa o gira en sí.

Desde un enfoque teológico, hay que pensar, más bien, en la relación del Creador con su creación, que encuentra su analogía en la relación del cielo con la tierra. «Existe una correspondencia, una similitud de la relación entre cielo y tierra y de la relación entre el Creador y su criatura», declaraba Karl Barth en su doctrina sobre la creación8. «Cielo y tierra» son la analogía y la correspondencia de Dios y hombre. ¿En qué consiste esa analogía? Según Barth, «en que también aquí, ya aquí, hay un arriba y un abajo, un antes y un después, un más y un menos» 9. En la diferencia del cosmos superior y del inferior se refleja el auténtico y verdadero arriba y abajo del Creador y de sus criaturas. Evidentemente, en este reflejo subyace la realidad de la presencia escalonada: el cielo está más próximo a Dios que la tierra10. Dios «habita» en el cielo, y «actúa» desde el cielo en la tierra. Su voluntad se cumple «como en el cielo así en la tierra».

Sin duda es correcta la afirmación de que el cielo se utiliza siempre en las tradiciones bíblicas como perífrasis del lugar en el que Dios

7. Platón, Timeo, 34 b. 8. K. Barth, Kirchliche Dogmatik 111/3, 488. También M. Schmaus, Katholische

Dogmatik I, München 1938, 287, considera el cielo como una parábola del modo de existencia de Dios, «concretamente de su majestad».

9. O. c, 490. 491.504. 10. O. c.,491.

¿Por qué un mundo dual? 177

está, desde el que él actúa y al que se dirigen la oración y la alabanza. Sin embargo, la relación entre Creador y criatura en general y la relación entre Dios y hombre en especial es distinta de la relación entre cielo y tierra. Las características de la analogía de arriba-abajo, antes-después, más-menos, mencionadas por Barth, casan con una determinada relación de Dios y hombre, pero no con la relación general de sus respectivas «residencias»: cielo y tierra. En el fondo, tampoco casan realmente estas características generales con la rela­ción entre Dios y hombre. Si tenemos presente la historia de la salvación en su conjunto y contemplamos de manera especial la encarnación del Hijo de Dios y la participación del hombre en la naturaleza divina, la relación entre Dios y hombre es mucho más rica que cuanto aquellas simples características de dominio y obediencia permiten suponer. El amor de Dios se orienta por completo a la tierra y al mundo en el que existen los hombres. Objeto del amor no puede ser un «abajo», un «después», o incluso un «menos». Barth ve la analogía de cielo y tierra con el binomio Dios-hombre en el dominio de Dios, que gobierna abajo desde arriba. Su doctrina jerárquica de la creación expresa su teoría del dominio soberano del Dios Uno ' ' . Las características de la analogía de cielo y tierra emergen, pues, también en su doctrina sobre la relación entre alma y cuerpo y en su doctrina sobre hombre y mujer12. Si se pretende establecer una referencia no monárquica, sino trinitaria, de cielo y tierra con Dios, habría que decir que el cielo es el lugar de residencia preferido del Padre; que el lugar de residencia preferido del Hijo es la tierra en la que él se encarnó, murió y resucitó y a la que vendrá para llenarla de su gloria. Habrá que considerar como lugar de residencia preferido del Espíritu santo la venidera unión inmediata de cielo y tierra en la nueva creación, como cuya fuerza se revela ya ahora el Espíritu santo. Por eso, al referirse a la relación de cielo y tierra no cabe hablar de una «oposición», sino de complementación, no de un «enfrentamiento», sino sólo de la comunión de las criaturas de Dios13.

11. En o. c, 496, Barth habla expressis verbis de la «jerarquía en la relación entre cielo y tierra».

12. K. Barth Kirchliche Dogmatik III/2, 502 ss y II1/4, 189 ss. 13. K. Barth, Kirchliche Dogmatik, III/3, 491: «Dialéctica de la contraposición de

cielo y tierra»; ibid., 493: «Frente a la tierra». J. T. Beck, Die Vollendung des Reiches, Gütersloh 1887, 6 ss utilizó, en cambio, la metáfora del «organismo» y habló de «organismo del cielo, de la tierra y del cuerpo» de la creación.

¡78 Cielo y tierra

La creación de Dios ¿es necesariamente un mundo binario?

Si suponemos la obra de la creación ya terminada, la división en cielo y tierra parece algo puramente casual, debido a la predilección que la mentalidad de las tradiciones bíblicas demuestra por el pensa­miento bimembre. Pero si partimos de la creación continuada de Dios, se ve de inmediato que la incesante presencia creadora de Dios en la creación convierte a ésta en ese doble mundo de cielo y tierra. Un mundo creado por Dios y necesitado de la continua creación en cada instante tiene que ser un mundo abierto a Dios. No gira sobre sí mismo, ni en perfección absoluta o relativa. Por el contrario, existe en la presencia del Creador y vive de la influencia constante de su Espíritu creador. El Dios creador convierte el mundo en una realidad extática. Ese mundo no tiene su fundamento en sí mismo, sino fuera de sí. No tiene su unidad en sí, sino fuera de sí, en Dios. En este sentido, el mundo es un «sistema abierto». A la cara determinada de este «sistema» llamamos tierra; a la cara indeterminada, cielo.

Con el término «cielo» se designa la cara de la creación abierta a Dios. Por eso puede haber cielos en plural. En cambio, la tierra sólo existe en singular. «Los cielos» significan para la tierra el reino de las posibilidades creadoras de Dios. Los «seres celestes», los ángeles, son potencias de Dios en el ámbito de sus posibilidades. Por eso podemos llamar al cielo la transcendencia relativa de la tierra, y a ésta la inmanencia relativa del cielo. Si «lo visible» es el mundo finito, entonces «lo invisible» es el mundo relativamente infinito. Los hom­bres son criaturas finitas y mortales de Dios, los ángeles son criaturas finitas de Dios, pero inmortales. Por eso cabe considerar el cielo de Dios como una creación finita, pero inmortal, mientras que la tierra es una creación finita y caduca, pasajera. Se entienden así las expre­siones simbólicas en las que se dice que Dios «habita» en el cielo, que actúa «desde el cielo», y que debe cumplirse su voluntad «como en el cielo así en la tierra».

Cabe hacer la prueba contraria e imaginar un mundo sin cielo: sería un mundo que no está abierto «hacia arriba» ni para Dios, un mundo sin esa transcendencia cualitativa. Tal mundo sería un sistema cerrado que descansa sobre sí mismo, que gira alrededor de sí mismo. Un mundo sin transcendencia es un mundo en el que nada nuevo puede acontecer. Es el mundo del eterno retorno de lo mismo. Y si hay que pensar un tal mundo sin cielo como un mundo que se transciende, al mismo tiempo, a sí mismo, entonces ese mundo tiene que ser un universo sin fin. La cuantitativa duración infinita de su extensión pasa a ocupar el lugar de la infinitud cualitativa del cielo.

El cielo de la naturaleza 179

Desde el punto de vista del tiempo, el lugar de aquella apertura del mundo, simbolizada por el cielo cualitativamente otro, debería ser ocupado por la apertura al futuro en la que el mundo mismo se rebasa constantemente a sí mismo. Y también esto significaría la transforma­ción de la infinitud cualitativa en la cuantitativa duración infinita. Por consiguiente, no cabe la posibilidad de intercambiar la idea del doble mundo de «cielo y tierra» por ideas tales como «el universo infinito» o el «cosmos».

Finalmente, «cielo y tierra» son para la teología no una dualidad esclerotizado de un estado del mundo completado, sino las dos caras de la actividad creadora de Dios, del amor divino y de la glorificación divina. Por consiguiente, desde una perspectiva teológica es absoluta­mente necesario entender cielo y tierra en Dios, es decir, en el movimiento de Dios: en el movimiento de la actividad creadora del Padre llamamos al cielo coelum naturae, en el movimiento de la encarnación y de la ascensión del Hijo lo llamamos coelum gratiae, en el movimiento de la transfiguración mediante el Espíritu santo lo llamamos coelum gloriaeu. En esta historia trinitaria de Dios enten­demos cielo y tierra como espacios creados. Y sólo podemos enten­derlos en esta historia en toda la plenitud de sus relaciones.

2. El cielo de la naturaleza

Con la expresión coelum naturae se designaba en la antigua ortodoxia protestante el cielo del aire y del éter. Esta concepción había nacido de la fusión cristiana de una tradición bíblica con la cosmología aristotélica15. Es consonante con el lenguaje utilizado por el primer relato de la creación, para el que el cielo es «el firmamento» situado sobre la tierra y el espacio de las estrellas. Nada tiene que ver con el simbolismo del cielo como morada de Dios. Si llevamos esta manera de hablar al primer relato de la creación, surgen las conocidas preguntas de por qué no se da información alguna sobre la creación de los ángeles, por qué se expone con tanta riqueza de detalles la configuración de la tierra mientras que el relato de la creación del cielo es extremadamente parco. Si entendemos en sentido simbólico el cielo del que se habla en el primer relato de la creación, no tenemos más remedio que admitir algo que parece claro: que el Creador pasó rápidamente de largo para ocuparse detenidamente de la tierra. Por

14. Tomo esta distinción de Johann Gerhard, Loci theologici, ed. H. Preus, Berlin 1863, Loe XXXI, tract. 6, 8, y la utilizo a mi manera.

15. Joh. Gerhard, Loci theol. o. c, XXXI, 6 § 8: «tum aereum, videlicet totae aereae regionis ab aquis et térra ad lunae usque orbem expansio; tum aethereum, videlicet firmamentum omnes sphaeras coelestes comprehendens...».

750 Cielo y tierra

otra parte, el antiguo testamento no informa expresamente de la creación del cielo en su significación simbólica como morada de Dios, pero tampoco se equipara el cielo en este sentido con la eternidad e inmensidad de Dios mismo. En consecuencia, cabe deducir su crea­ción.

Tenemos en este lugar una ambivalencia que ha llevado, por un lado, a la reducción de la significación simbólica del cielo a su significado directo y, por consiguiente, a su naturalización y que, por otro lado, llevó a la reducción del significado directo a la significación simbólica y, por consiguiente, a su divinización. ¿Acaso el cielo no es más que un pedazo de la naturaleza o no es más que la presencia misma de Dios?

Para escapar de esa ambivalencia, hablaremos del cielo como del mundo creado por Dios y abierto a él. A diferencia de lo que sucede todavía en Johann Gerhard, el «cielo de la naturaleza» no puede significar el cielo del aire y de las estrellas, porque los espacios aéreos y los sistemas de las estrellas son sectores de la naturaleza. Si se trata de aplicar razonablemete la expresión teológica con la mirada puesta en la naturaleza, el símbolo «cielo» deberá designar, más bien, la apertura transcendente de todos los sistemas de la materia.

Dios habita en el cielo, actúa desde el cielo y su voluntad se hace en el cielo y en la tierra. Entendemos aquí «cielo» como el Reino de las energías, de la posibilidad y de la potencia de Dios. Del reino de sus posibilidades creadoras, Dios crea la realidad del mundo, del cielo (de las estrellas), y de la tierra. Utilizamos aquí el término «mundo» para referirnos a la cara de la creación simbolizada por el término «tierra». Por eso hay poco que decir sobre la estructura interna de! cielo. Dios crea primero la posibilidad para la realidad del mundo. Sale del reino de su posibilidad positiva creando, configurando y actuando, y entra en el reino de la realidad. La dirección «desde el cielo» expresa este movimiento creador. Por eso «tierra» indica la realidad del mundo cognoscible por real, determinable por definitiva. Por el contrario, «cielo» significa la incognoscible, indeterminable, pero determinante posibilidad de Dios para la tierra.

Cuando interpretamos el cielo como el reino de las posibilidades creativas de Dios, no declaramos al cielo como posibilidad de la tierra. Sin duda, el reino de las posibilidades de Dios contiene tam­bién los mundos posibles y las posibilidades terrestres, pero las posibilidades de Dios no se diluyen en las realidades y posibilidades de la tierra. El Dios creador e inagotable determina sus propias posibilidades. Por consiguiente, mirando a la realidad del mundo, no podemos concebir esas posibilidades como lo todavía-no-real.

El Reino de las posibilidades creadoras de Dios goza de prioridad ontológica sobre el reino de la realidad del mundo y sobre las

El cielo de la naturaleza 181

posibilidades inherentes a éste. En comparación con la realidad caduca, es imperecedero; en comparación con Dios mismo es, por el contrario, finito. Por eso las posibilidades de Dios no se agotan en su realización. El reino de las posibilidades de Dios contiene posibilida­des en ambas significaciones: en la pasiva y en la activa: de sus posibilidades crea Dios realidad; y crea esto en su poder. Por eso, con el término «cielo» no sólo se parafrasea el reino de las posibilidades, sino también el reino de los poderes de Dios: la posibilidad y la potencia del ser de la tierra. Por eso se llama a los ángeles también áp^ovaía y Kvpióiexec, (Col 1, 16).

Pero ¿no son estas posibilidades y poderes de Dios partes de su ser eterno e increado? ¿No identificamos al cielo con Dios en esta interpretación?

Las posibilidades y fuerzas de Dios que designamos con el símbo­lo «cielo» no son las posibilidades y poderes de su ser eterno en sí, sino las posibilidades y fuerzas del Dios que se ha determinado a ser creador de un mundo que se distingue de él, pero que comunica con él. Como el «tiempo de la creación» dimana del divino decreto de creación, como el «espacio de la creación» nace de la contracción de la omnipresencia de Dios que llena el universo entero, de igual manera las posibilidades y poderes de Dios designados con el término «cielo» están cualificados por la autodeterminación de Dios a ser creador; y el Creador los despliega en el tiempo y en el espacio de la creación. En este sentido, el cielo es el primer mundo que Dios creó para configurar la tierra partiendo de él, para rodearla y, finalmente, redimirla.

El cielo es, al mismo tiempo, la preparación de las posibilidades y fuerzas de la creación, de la reconciliación y de la glorificación del mundo. Por eso se llama a este cielo la «morada de Dios». El Dios presente en el cielo tiene una relación tan inmediata con sus posibili­dades y fuerzas que éstas apenas si logran una forma propia y objetivable. Quedan absorbidas casi por completo en su visión y en su servicio, como se afirma atinadamente de los ángeles. Por eso, las íntimas relaciones de las posibilidades y fuerzas con Dios en el «cielo» adquieren una significación ejemplar, fundamento de esperanza, para las relaciones de la realidad del mundo y de las posibilidades de éste: su voluntad se cumple «como en el cielo» así en la tierra.

Si se para mientes en las pinturas especulativas y fantásticas de las ideas judías y cristianas acerca del cielo, se percibe enseguida que, no obstante lo irreal de esas descripciones cargadas de fantasía, el cielo es siempre el espacio de lo posible, e invita incesantemente a la fantasía utópica. En todas estas ideas, las relaciones existentes en el cielo han perdido la pesadez terrestre. En estas imágenes de las relaciones celestes aparecen asociadas la ligereza, el cimbreo, la danza, el canto y

182 Cielo y tierra

el juego. Y también estas asociaciones del «mundo celeste» apuntan al reino de las posibilidades en el que no sólo todas las cosas son posibles, sino que las criaturas participan de la plenitud de las posibilidades creadoras del Creador y del Amante de la vida.

Si concebimos teológicamente el «cielo de la naturaleza» como el reino de las posibilidades del Creador, también las posibilidades (creadas) de las criaturas se inscriben en este reino. Ahí se fundaron los padres de la Iglesia griegos para admitir la doctrina platónica de las ideas y para utilizarla en la teología16. En el reino de las posibilidades del Creador están dispuestos ya los arquetipos para todas las realida­des creadas. Las ideas de las criaturas no son las ideas eternas de la divinidad, sino ideas de Dios creador. Son ideas creadas. Son concep­ciones del amor de Dios y variaciones de la comunicación creadora de su bondad sin límites. Si admitimos con Platón y con los padres de la Iglesia que las ideas tienen un grado más fuerte y más intenso de ser que los fenómenos sensoriales, se entenderá teológicamente por qué aquellas están «en el cielo», y por qué se aproximan más al ser eterno de Dios que sus realizaciones y correspondencias en la tierra. Y se verá con claridad que las realizaciones de estas ideas en la tierra están más próximas al interés del amor de Dios y, por consiguiente, a su alegría de Creador que los arquetipos o ideas mismas. Según las tradiciones bíblicas, el interés especial de Dios se centra en los hombres, no en los ángeles.

Como reino de las posibilidades y poderes de Dios creador, el cielo es también el reino de las formas que Dios realiza en la tierra «desde el cielo». El compendio de todas las formas que el Creador desea realizar y convertirá en realidad es el reino en el que se santifica su nombre, se hace su voluntad y todas las criaturas participan de su gloria. Por eso los hombres llaman a este reino —aquí, en el tiempo, aquí, en la tierra— «el reino de los cielos», pero deberá ser «el nuevo cielo y la nueva tierra», unido mediante la inhabitación del Dios uno y trino en el cielo y en la tierra.

Para interpretar el cielo, hemos utilizado el concepto de lo posible con diversas cualificaciones. Por eso, tenemos que distinguir ahora, con mayor precisión, esos niveles o estratos de lo posible:

1. Todos los procesos cognoscibles evidencian conexiones de realidad y posibilidad: de realidades posibles derivan las posibilidades realizadas.

16. P. Evdokimov, Nature: Scott Journal of Theology (1965) 1-22, esp. 8 y ss; P. Gregorios, The Human Presence. An Orthodox View oj Nature, Genf 1977, cap. V: God's Activity in the World. Gregory of Nyssa and the classical Christian alternative, 54 ss. La idea de A. N. Whitehead según la cual determinados «eternal objets» sirven como «potentiality for actual entities» (Process and Reality, o. c, 40 ss) debe ser considerada como «una nota de pie de página a Platón», pero es moderna e importante.

El cielo de la naturaleza 183

2. Tales procesos están rodeados de posibilidades a las que hemos llamado, y son posibles gracias a ellas, posibilidades creativas. Puesto que se trata de potencias, no se desvanecen al facilitar las posibilidades que deben ser llevadas a la realidad, sino que continúan siendo cualitativamente superiores a esas posibilidades. Llamamos el cielo al reino o campo de fuerzas de tales potencias creadoras.

3. Estas potencias son creadoras sólo en relación con los proce­sos cognoscibles. En relación con el Dios creador son potencias creadas. Pero, al ser inhabitadas por él, son el entorno inmediato de Dios; y beben sin interrupción de la fuente creadora del Dios Espíritu.

4. Dios creador es la fuente de las posibilidades creadoras y de las potencias para la creación y consumación de los mencionados proce­sos. Cuando Dios se determina a ser creador de su mundo, se decide, desde la plenitud de sus posibilidades, a favor de las posibilidades creativas y en contra de las destructivas, en favor del proceso de la creación y en contra de su cesación, dice la doctrina de los decretos. Pero si esta decisión es un decreto esencial, no arbitrario, toda la plenitud de las posibilidades del ser divino confluye en esta fuente de las posibilidades creadoras. En Dios no existe ninguna «cara oscura» en la que él pueda ser imaginado como destructor de su creación y de su propio ser de creador. Si Dios mismo es la suprema bondad y verdad, su ser configurará la riqueza de sus posibilidades. «Todas las cosas son posibles en Dios» no es una paráfrasis de su omnipotencia indeterminada; significa el poder determinado de su bondad.

5. Estas diferenciaciones o distinciones cualitativas de las posibi­lidades permiten interpretar también los fenómenos del mal: el mal es la perversión del bien, la aniquilación del ente, la negación de la afirmación de la vida. En el plano de los procesos de la vida hacen acto de presencia, con cierta constancia, tales inversiones de posibili­dades constructivas en destructivas. En el plano de los hombres, se conocen como procesos de distanciamiento, de pecado, de encapsula-miento, de muerte. Tales perversiones son patentes también en el ámbito de las potencias que deben facilitar los procesos de la vida. Y como se trata de potencias que no se encuentran en el ámbito del hombre, pero repercuten de forma destructiva en él, hablamos de fuerzas demoníacas o satánicas. Ellas hacen imposibles los procesos de la vida. Con las expresiones «caída de los ángeles» y «dominio de Satanás» se quiere dar a entender esas dimensiones del mal que transcienden al hombre y la tierra. La liberación del mal significa, por consiguiente, también la restauración del bien en las posibilidades terrenas de la vida y en las potencias celestes que facilitan tales posibilidades. Serán redimidas incluso las fuerzas que han padecido la inversión hacia la destrucción, ya que su fuerza es creada y, como tal, buena. Sólo fue malo su poder destructor.

184 Cielo y tierra

3. El cielo de Jesucristo

En la mayoría de los teólogos cristianos dedicados a la dogmática encontramos algo típico: tratan del cielo sólo en la escatología17. Se pone de manifiesto en tal enfoque su orientación mesiánica: «el cielo» es el lugar de los bienaventurados y la realidad de su bienaventuranza celestial; es el símbolo de la esperanza cumplida. Pero dado que, en la concepción cristiana, el principio de la bienaventuranza celestial está ya presente —y se experimenta— en la gracia de Cristo y en su Iglesia, el cielo está abierto ya aquí. A la Iglesia que Dios congrega ya en la tierra llamó Johann Gerhard coelum gratiae: el «cielo de la gracia» está presente aquí en la Iglesia. El «cielo de la gloria» acogerá allí a los bienaventurados 18. Esta distinción del cielo trazada desde la historia salvífica era generali9.

El teólogo católico Michael Schmaus trazó una distinción un tanto distinta. Definió el «cielo en su forma plena» como la comunión con el Dios que se muestra de manera inmediata y con los demás hombres que han llegado a la meta definitiva. Y distingue una «antesala del cielo» para los creyentes en Cristo tras la muerte y resurrección de éstos, y el «cielo pleno» que se hace realidad en la parusía de Cristo20.

Recogemos la distinción de Johann Gerhard y distinguimos no eclesiólógica, sino cristológicamente, coelum gratiae y coelum gloriae:

Coelum gratiae se abre y es conocido en el movimiento de Dios hacia la liberación y redención del mundo. Una vertiente de este movimiento de Dios es la encarnación del Hijo; la otra, su ascensión a los cielos. Nosotros contemplamos aquí ese movimiento de Dios fijándonos exclusivamente en la relación entre cielo y tierra.

Coelum gloriae se abre y es conocido en la venida de la gloria del Dios uno y trino. Con la llegada de la gloria de Dios se crean el nuevo cielo y la nueva tierra. Por eso, la bienaventuranza definitiva se experimentará «en el cielo como en la tierra».

Los modernos esbozos utópicos del «cielo en la tierra», críticos con la religión, se apoyan en la diferencia teológica del actual «cielo

17. Cf. Fr. Diekamp. Katholische Dogmatik, o. c. III, 436 ss; M. Schmaus, Der Glaube der Kirche II, München 1970, 799 s; J. Gerhard, Loci theol. XXVI, tract. 6. Típico de la concepción general cristiana es también el «cielo del anhelo». Cf. H. Háring, Was bedeutet Himmel? Theologische Meditationen 55, Einsiedeln 1980.

18. J. Gerhard, Loci theol, o. c.,XXXI, tract. 6 9: «Coelum spirituale estvel gratiae quod ecclesiae in terris militanti vel gloriae, quod vel Deo creatori, vel creaturis, beatis seil. angelis et hominibus, puta ecclesiae in coeli triumphanti tribuitur».

19. Cf. Hutterus redivivas oder Dogmatik der ev.-luth. Kirche, ed. K. Hase, Leipzig 21836, 352.

20. M. Schmaus, o. c, 799.

El cielo de Jesucristo 185

de la gracia» y del futuro «cielo de la gloria»: ¿Acaso no es en verdad «el cielo» el futuro de la tierra y la utopía de la vida, por fin exitosa? ¿Es posible hablar del cielo de la gloria en parámetros que no tengan en cuenta para nada la visión futura de una «nueva tierra»?

La encarnación del Hijo es esencialmente un acontecimiento por el que Dios se une a la humanidad. Pero las tradiciones neotestamenta-rias y las teologías de la Iglesia primitiva no se limitaron a contemplar ese acontecimiento desde un punto de vista antropológico. También consideraron sus dimensiones cosmológicas. Las cristologías moder­nas se han concentrado exclusivamente en la significación antropoló­gica de la encarnación de Dios, y han descuidado su importancia para comprender el cosmos. Cuando, según Le 2, 9-15, se abre el cielo y los ángeles aparecen en la gloria de Dios no se trata de simples ornamen­taciones de la historia de la navidad. La aparición de ángeles en la gloria de Dios y su anuncio del nacimiento del Salvador encierran un contenido importante. Sin duda, cuanto el ángel dice se refiere al Niño divino que se encuentra en el pesebre, pero no cabe pasar por alto los fenómenos cósmicos concomitantes.

El símbolo del cielo cerrado significa, desde la caída original, el juicio de Dios y el exilio al que los hombres son empujados. El «cielo cerrado» significa que Dios oculta su rostro. El «cielo cerrado» es, finalmente, una señal del apocalíptico juicio final. Entendido sobre ese transfondo, el «cielo abierto» significa que el tiempo de la gracia comienza; que Dios vuelve su rostro hacia los hombres en gesto amistoso; que se supera el distanciamiento de la vida verdadera; que se abre «la puerta» al paraíso de la vida exitosa.

Pero el cielo abierto significa también que la tierra recupera su fertilidad. Is 45,8 entiende esto en sentido figurado cuando habla de la «lluvia de la justicia» del cielo y de la «eclosión de la salvación» desde la tierra abierta. Tras este sentido simbólico se esconde, sin embargo, la significación directa: si el cielo se abre, la tierra se hará fértil y la vida nacerá. En este sentido, el evangelio es el mensaje de un cielo que ha sido abierto y se mantiene en tal situación (Mt 3, 16; Hech 7, 55; Ef 1, 20 s), pues Jesús «veía a Satanás caer del cielo como un rayo» (Le 10, 18). Pero el evangelio es también el mensaje de la paz con la naturaleza y la buena noticia de la tierra fértil.

Las cartas a los efesios y a los colosenses elaboran con especial énfasis teológico el significado cósmico de Cristo: «... hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra...» (Ef 1, 10). Puesto que el versículo siguiente se refiere expresa­mente a los hombres, en éste debemos pensar en el cosmos: el espacio celeste y el reino de la tierra deben unirse en Cristo. De su unión nace una nueva comunicación entre ellos; y de su comunicación, nueva vida. «Porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la

186 Cielo y tierra

tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades: todo fue creado por él y para él» (Col 1, 16). «Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él (Cristo) toda la plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 19-20). También aquí se empieza a hablar del hombre en el versículo 21. Por consiguiente, deberemos entender que la paz que Cristo consigue en la cruz abarca también al cielo y a la tierra en cuanto tales.

En el movimiento de Dios, en su encarnación y entrega a la cruz, el cielo se abre también para la tierra; y la tierra al cielo. En ese movimiento se ven envueltos el cielo y la tierra, les invade la paz de Cristo, en esa paz de Cristo llegan a su recíproca comunión abierta.

El nuevo testamento vincula siempre la resurrección de Cristo de entre los muertos con su entronización como Señor de la soberanía de Dios. La confesión de Cristo el Señor y la confesión del Dios que le resucitó de entre los muertos constituyen una unidad indivisible (Rom 10, 9). Como realeza del Resucitado, la soberanía de Cristo desborda el círculo de los suyos y fue entendida desde el principio en dimensiones cósmicas. El «debe tomar el cielo» (Hech 3, 21). Está sentado «a la derecha de Dios en el cielo» y «reina sobre todas las cosas» (Ef 1, 20 s; Col 3, 1). A él «le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). El Resucitado reina, pues, no sólo sobre la Iglesia, sino también sobre cielo y tierra. El Creador le ha dado el dominio sobre su mundo. Por eso llena Cristo el cielo y la tierra de la gloria de su resurrección y renovará el universo. Su dominio establecerá una comunión tal de lo visible y lo invisible de la creación que lo invisible, sus posibilidades y potencias ya no asusta­rán al hombre y a la tierra, sino que les servirán (cf. Rom 8,38 s; Ef 4, 8; Col 1, 16). El cielo y la tierra recobran de nuevo la fertilidad. Porque el movimiento de Dios en la resurrección y ascensión pone al universo en marcha hacia el venidero reino de la gloria.

Hemos interpretado el cielo como el reino de las energías, de las posibilidades y potencias de Dios. La «apertura del cielo» significa que las energías y posibilidades de Dios se manifiestan en el mundo visible para abrir los sistemas de vida que se cierran y llevarlos a un futuro nuevo y más rico. Y comenzará a ser posible entonces lo que antes resultaba imposible. Se despiertan fuerzas que antes estaban adorme­cidas. Se abre un futuro que estaba cerrado y era inaccesible. En la realidad del mundo visible despiertan las posibilidades de que dispone para cambiar y transformarse en el reino de Dios. Mediante la fe, los hombres perciben primero en sí mismos y en su propio círculo de vida estas mutaciones que se producen en el cielo y en la tierra mediante la encarnación y resurrección de Cristo. Pero esto no significa que esas mutaciones se circunscriban a ellos. La realidad de este mundo del

El cielo de Jesucristo 187

cielo y de la tierra cambiado mediante el movimiento de Dios en Cristo no tiene límites. Las mencionadas dimensiones cosmológicas expresan la imposibilidad de delimitar el nacimiento del nuevo mun­do bajo el dominio de Cristo. Esas mismas dimensiones ponen al descubierto la indigencia mesiánica del viejo cielo y de la vieja tierra.

¿Cabe afirmar que, en el fondo, el cielo no es más que una «denominación simbólica de Dios»21? ¿Acaso la ascensión de Cristo no significa la verdad de que Cristo está allí donde está Dios? Las cosmologías homogéneas de los tiempos modernos, que no admiten un mundo dual, sugieren esta interpretación. Esta divinización del cielo relega a la condición de superfluas las concepciones y especula­ciones espaciales sobre mundos en el más allá. «No está Dios donde está el cielo, sino que éste se encuentra donde está Dios» 22. Si cielo es sinónimo de «proximidad de Dios», entonces el cielo no determina dónde está Dios, sino a la inversa: Dios determina dónde está el cielo. Con ello, la idea del cielo queda desvinculada de la imagen del mundo y pasa a tener una referencia exclusiva a Dios. En consecuencia, la creación dual cede su puesto a la concepción de un mundo unitario, homogéneo, absolutamente transparente y disponible para el hom­bre23. Pero si se destierra de la doctrina de la creación al cielo resultará difícil seguir entendiendo la tierra como creación de Dios.

La moderna divinización del mundo tiene su prehistoria en la primitiva ortodoxia protestante. En la discusión mantenida entre luteranos y calvinistas sobre la presencia de Cristo en la última cena se tocó también el concepto de cielo: si Cristo resucitó y subió «al cielo» ¿está certo loco en el cielo y está también presente en la tierra en la eucaristía sólo en virtud del Espíritu santo? ¿O se identifica su ascensión con su «estar sentado a la derecha de Dios» y esta última expresión significa que Cristo participa de la presencia real universal y del dominio de Dios sobre el mundo? Mientras que teólogos reforma­dos, siguiendo a Calvino, y a causa de la concreta corporeidad del Cristo resucitado y de su prometida parusía en gloria —«de donde vendrá...»—, lo pensaban delimitado espacialmente ahora en el cielo, algunos teólogos luteranos, siguiendo a Lutero mismo, consideraban que Cristo exaltado participaba de todas las propiedades de la divini­dad ya en la presencia real en la tierra. Dejaremos a un lado las cuestiones, discutidas entonces, de la corporeidad del Resucitado y de la futura parusía del Cristo exaltado. Y nos limitaremos a preguntar aquí por la correspondiente concepción del cielo.

Lutero había defendido contra Zwinglio la equiparación de cielo y presencia de Dios, para decir que el Cristo terreno está al mismo

21. Ibid. 22. G. Ebeling, Von Gebet. Predigten über das Unser-Valer, Tübingen 1963, 24. 23. M. Welker, o. c, 205.

188 Cielo y fierra

tiempo en el cielo: «Porque lo que está en Dios y ante Dios, eso está en el cielo»24. Más tarde, Lutero fundamentó su concepción de la presencia real del cuerpo de Cristo en la estancia de Cristo a la diestra de Dios. La «derecha de Dios» significa la omnipresencia esencial de Dios. Y Lutero concluye de ahí «que Cristo está simultáneamente en el cielo y su cuerpo en la eucaristía»25. A partir de aquel momento fue creciendo el número de teólogos luteranos que dejaron de considerar el cielo como un lugar cósmico o como la cara invisible de la creación y comenzaron a equipararlo a la omnipotencia, omnipresencia y gloria de Dios. Pero esto es posible sólo a condición de que no se señale distinción alguna entre la ascensión y el estar sentado a la derecha de Dios. Estar sentado a la diestra de Dios significa entonces la plena participación de Cristo, según su naturaleza humana, en las propiedades de la naturaleza divina. La ascensión de Cristo se con­vierte entonces en una pura expresión simbólica para indicar su divinización. El cuerpo de Cristo es omnipresente «en el cielo como en la tierra». Pero no podremos localizar «en el cíelo» la «derecha de Dios», como parece sugerir el Credo apostólico, pues no es otra cosa que la omnipotencia y omnipresencia de Dios en el cielo como en la tierra26. En adelante no será posible concebir el cielo o la omnipre­sencia de Dios en parámetros espaciales. Y todo esto significa que «cielo en sentido estricto es exclusivamente Dios»27.

Por eso Johann Gerhard caracterizó el coelum gloriae no como un lugar creado, sino como la increada, eterna e invisible majestad de Dios adornada con las cualidades de la indelimitación y omnipoten­cia28. Y diluyó el cielo no creado en Dios mismo, ya que, según él,

24. Lutero, Vom Abendmahl Chrisli. Bekennmis. WA 26; BoA 3, 408. 25. BoA 3, 389. 26. J. Gerhard, Loci theologici, XXI, 89: «Christus ita adscendit in coelum, ut

adscenderit etiam super omnes coelos et consederit ad dextram Dei... Ubi observa, adscensionem Christi ad coelos in sacris literis non tantum describi abstráete et distincte, ut sit solus adscensionis motus, quo corpus Christi locali metastasei e térra evectum ac subinde ad coelos altius elevatum (qua ratione adscensio et exaltatio Christi dintinguun-tur), sed etiam concrete et conjuncte, ut adscensio simul complectatur exaltatíonem Christi ad dextram Dei». Para la interpretación que los reformados hacen de la ascensión y de la estancia a la diestra de Dios, cf.: Heppe-Bizer, 390 s, esp. 399; Rijssen: «Nos Christum localiter, visibiliter et corporaliter e térra in coelum tertium supra coelos adspectabilis evectum fuisse statuimus; non per presentiae visibilis et familiaris conversa-tionis tantum subductionem, sed per veram et localem naturae suae humanae translatio-nem, ubi mansura sit usque ad diem iudicii, ut licet praesens semper sit nobiscum gratia sua et spiritu ac divinitate, non amplius sit tamen nobiscum praesentia corporali carnis suae».

27. K. Stock, Annihilatio mundi. Johann Gerhards Eschatologie der Welt, München 1971, 113. Respecto de esa concentración del cielo en Dios mantiene una postura crítica ya P. Althaus, Die letzten Dinge, Gütersloh "1957, 358 ss.

28. j . Gerhard, Loci iheol. XXVI tract. 6 §8: «Coelum gloriae, quod Deo tribuitur, non signifícat locum aliquam creatum, sed increatam, aeternam, invisibilem, infinitam et omnipotentem Dei majestatem».

La moderna «critica del cielo» 189

solo Dios mismo es la vida y salvación eternas. Cuando el mundo es aniquilado, Dios mismo termina por convertirse en el mundo del hombre. No es este el lugar de presentar las consecuencias que una salvación tan desligada del mundo tiene para la escatología.

Para la concepción de «cielo y tierra» se divide el cielo en la increada omnipresencia de Dios, por un lado, y el ámbito aéreo y etéreo terrestre, por el otro lado. El cielo de la naturaleza pierde su transcendencia frente a la tierra si el cielo de Dios (coelum spirituale) ya no transciende a aquél en la creación, sino que es equiparado a Dios. Se ha celebrado esta consecuencia considerándola como la superación de la imagen del mundo sostenida en la edad media29. Esta división del cielo ha impedido entender el mundo como creación. El cielo fue elevado a la transcendencia de la increada majestad de Dios. Y se llevó al mundo a la total inmanencia. La transcendencia relativa e interna de la creación, designada con el símbolo «cielo», fue reprimida por completo.

La luterana divinización del cielo fue una de las premisas para que la moderna «crítica del cielo» condujera al ateísmo: si se equipara a Dios con el cielo, entonces Dios y cielo acaban por confundirse.

4. La moderna «crítica del cielo»

Ludwig Feuerbach había estudiado teología luterana antes de dedicarse al estudio de la filosofía de Hegel y de convertirse en crítico de la religión y en filósofo sensualista. La luterana equiparación de cielo y Dios es la premisa para su crítica, que desearía traer el cielo a la tierra: «Pero en verdad no existe diferencia alguna entre la vida absoluta entendida como Dios y la vida absoluta considerada como cielo. Cabe señalar únicamente que, en el cielo, se extiende a lo largo y a lo ancho lo que, en Dios, se concentra en un punto»3Ü. La idea de que Dios es el cielo concentrado y el cielo es el Dios expandido es posible sólo si la diferencia de cielo y tierra en la creación desaparece y Dios y cielo son de la misma cualidad.

Como segundo argumento en favor de la identidad de Dios y cielo, Feuerbach apunta la idea escatológica del «cielo» como la esperanza consumada:

Aquí las cosas no son como deben ser —este mundo pasa—, Dios, sin embargo, es el ser que es como debe ser. Dios sacia mis deseos: esto es solamente la

29. W. Elert, Morphologie des Luthertums I, München 1931, reimpresión 1952,220 s. 30. L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Salamanca 1975, 210 s. Acerca de las

raíces religiosas y teológicas de Feuerbach, cf. R. Lorenz, Zum Ursprung der Religions-theorie Feuerbachs: EvTh 17 (1957) 171 ss.

190 Cielo y tierra

personificación popular de la proposición: Dios es el que me sacia, es decir, la realidad, el ser perfecto de mis deseos. Pero el cielo es precisamente la existencia que corresponde a mis anhelos: entonces no existe ninguna diferencia entre Dios y el cielo31.

Dejando a un lado el error lógico por el que convierte en esta frase al Dios «consumador» de mis deseos en «satisfacción de mis deseos», Feuerbach tiene motivos suficientes, también en esta perspectiva, para invocar la teología luterana: la equiparación del cielo de la gloria con el increado y eterno Dios mismo lleva a no admitir en la escatología diferencia alguna entre Dios y cielo, y a equiparar al consumador con la consumación de la esperanza. Se pierde la trans­cendencia del consumador frente a la consumación de los deseos despertados por él. Dios se convierte así en consumación de las proyecciones de los deseos del hombre.

Pero toda equiparación es el resultado de un movimiento: como Johann Gerhard había equiparado el cielo con Dios, Feuerbach equipara a Dios con el cielo. Para él, la equiparación del cielo con Dios no merece una demostración propiamente dicha, sólo una alusión, porque es evidente:

Como el hombre piensa que es su cielo, del mismo modo pensará que es su Dios; el contenido determinado de su cielo es el contenido determinado de su Dios; sólo que en el cielo está desarrollado sensiblemente lo que en Dios es sólo bosquejo, concepto. El cielo es, por lo tanto, la clave para los misterios más íntimos de la religión... Hay, por lo tanto, tantas religiones diferentes como reinos celestiales, y tantos reinos celestiales diferentes como diferencias esenciales entre los hombres existen. Hasta los mismos cristianos se forjan ideas muy diferentes del cielo32.

Así Feuerbach da por probado que Dios es el cielo. Y considera acertado afirmar de cada hombre que «el cielo es el auténtico dios de los hombres». Sin duda, tiene razón cuando dice que el reino de las consumaciones de deseos y sueños es el reino de las posibilidades; y que, por consiguiente, aparece con un contenido tan variable: a cada uno lo suyo. La promesa escatológica del «cielo de la gloria» ha atraído siempre hacia sí las visiones de esperanza y los deseos soñados por los hombres. Mientras se mantuvo vinculado con Dios, este futuro estaba «lleno de todo lo posible». La variabilidad de las concreciones del contenido del cielo se basa objetivamente en el carácter de posibilidad del cielo, y subjetivamente en las esperanzas y deseos despertados por las promesas divinas.

Pero se esfuma el cielo cuando se convierte a Dios mismo en la consumación de las esperanzas y deseos humanos. En la consuma-

31. O. c, 211 32. O. c, 212 s.

La moderna «crítica del cielo» 191

ción, Dios y hombre se convierten en un ser: Dios es entonces hombre, y el hombre es Dios. Y este estado deificado no contiene ya transcendencia alguna pues no se da en él diferencia cualitativa alguna entre Dios y hombre, entre cielo y tierra, entre posibilidad y realidad. No es que Feuerbach haya «reducido» la teología a antropo­logía, sino que equipara teología y antropología cuando afirma que ambas hablaban del mismo ser. Por eso, su crítica de la religión desemboca en el antropoteísmo y en la deificación de la vida: «La vida es Dios; el disfrute de la vida es el disfrute de Dios, la verdadera alegría de vivir es la verdadera religión».

La crítica que Feuerbach hace de la religión es religiosa, no arreligiosa. Contribuye a establecer la «religión del más acá», la religión de la tierra, y eleva la política a la condición de nueva religión. Expone su talante profético en las siguientes frases:

En el lugar de la divinidad, en la que se consuman tan sólo los insondables deseos lujuriosos del hombre, deberemos colocar, pues, la especie o naturaleza humana; en el lugar de la religión, la cultura; en el lugar del más allá sobre nuestra tumba en el cielo, nuestro más allá sobre nuestra tumba en la tierra, el futuro histórico, el futuro de la humanidad13.

La transformación del más allá celeste en el más allá del futuro histórico sirvió de base a la crítica que Carlos Marx hizo de la religión.

Para Feuerbach, en la dualidad de cielo y tierra se pone de manifiesto exclusivamente la discordia del hombre desavenido consi­go mismo. Cuando el hombre se reencuentra a sí mismo elimina la dualidad de cielo y tierra, posibilidad y realidad, esencia y existencia. La reducción crítica del cielo a la tierra hace que el hombre se encuentre a sí mismo y que la naturaleza recobre su identidad. Por eso, el cielo tiene que convertirse en el futuro histórico de aquel hombre que se ha reencontrado a sí mismo.

Para Marx, en cambio, el hombre no es «un ser abstracto, acucli­llado fuera del mundo»: «El hombre es el mundo del hombre, Estado, sociedad. Ese Estado, esta sociedad producen la religión, una trastor­nada conciencia del mundo, porque son un mundo trastornado»34. Por eso no se puede reducir el cielo religioso al individuo humano idéntico consigo mismo, sino sólo a la sociedad verdadera, que

33. L. Feuerbach, Das Wesen der Religión (1845), Berlin 1913, 308. En la línea de Feuerbach escribió R. M. Rilke: «Se despoja a Dios, el inefable, de las propiedades que recaen de nuevo en la creación, en el amor y la muerte... Cuanto hay de profundo e interior de este mundo, que la Iglesia ha desfalcado situándolo en el más allá, vuelve otra vez. Todos los ángeles optan, laudantes, por la tierra». La cita ha sido tomada de R. Guardini, Zu R. M. Rilkes Deutung des Daseins, Bern 1946, 21.

34. K. Marx, Die Frühschriften, o. c. 208.

192 Cielo y tierra

comprende a todos los hombres. Pero este futuro histórico es objeto de la lucha de los trabajadores que se liberan. Por eso la religión es «expresión de la verdadera miseria» y «protesta contra la verdadera miseria». Por todo ello, a diferencia de lo que sucedía en Feuerbach, la «crítica del cielo» no puede convertirse en bendición de la tierra, sino en «la crítica de la tierra». La crítica de la religión tiene que ser crítica de la sociedad. Por eso desemboca en Marx en el imperativo revolucionario: «derribar todas las estructuras en las que el hombre es un ser degradado, esclavizado, abandonado, despreciado»35.

Marx recoge la crítica del cielo trazada por Feuerbach, pero le da una configuración más realista. También él sustituye la indisoluble dualidad de cielo y tierra con la diferencia soluble de condición actual y futuro histórico. Pero el «futuro histórico» cuenta con un solo camino para convertirse en realidad: el imperativo revolucionario. El «misterio descubierto» de la religión no es «el hombre», sino la futura y verdadera sociedad humana en su unidad con la naturaleza. La sociedad compuesta por todos los hombres tiene que ser nada menos que «el cielo en la tierra», como para Feuerbach el hombre que se identifica consigo mismo es el verdadero dios en la tierra. Pero esto significa que aquella sociedad perfecta, compuesta por todos los hombres, es decir, comunista, tiene que ser una sociedad sin cielo. Una sociedad sin cielo es, por un lado, una sociedad sin religión, al menos sin lo que se llamó «religión» en la historia de las sociedades inhuma­nas; y, por otro lado, es una sociedad sin posibilidades y sin alternati­vas, al menos sin aquellas posibilidades alternativas cuya memoria se conservó hasta el presente en el cielo de la religión. Si esta sociedad sin transcendencia ha de ser un sistema social cerrado, deberá convertirse en una sociedad que acaba con el hombre tal como ha sido entendido hasta ahora.

Ernst Bloch reconoció estas consecuencias de la crítica de la religión basada en la filosofía de la identidad que se encuentra en Feuerbach y Marx. Y trató de evitar esas consecuencias mediante una remodelación de la crítica marxista de la religión. Planteó de nuevo la cuestión del cielo: «¿Qué hay del hueco espacial que deja la elimina­ción de la hipótesis de Dios?»36. Mientras que Feuerbach tenía presente la forma mística del cristianismo, Bloch trata de heredar de forma crítica la forma mesiánica del cristianismo. La esencia de la religión es para él «esperanza en totalidad»: «Donde hay esperanza hay religión»37. En todas las formas de consuelo barato de los hombres en su miseria terrenal, el cielo religioso contiene también las

35. O. c, 216. 36. E. Bloch, Das Prinzip Hoffhung, Frankfurt 1949, 1524 ss (ed. cast.: El principio

esperanza, Madrid 1975). 37. O. c, 1404.

La moderna «crítica del cielo» 193

imágenes de la esperanza auténtica de la humanidad. Por eso Bloch recoge en su crítica de la religión el método de reducción de Feuer­bach, pero lo utiliza de otra manera: la verdad de la religión no es la antropología, sino la escatología38. La duplicación religiosa del mun­do en cielo y tierra proviene de la fundamental escisión del hombre entre «su apariencia efectiva y su ser inexistente»39. Esta discrepancia domina no sólo al hombre, sino a la totalidad del cosmos. Así como el hombre no tiene aún su verdadero ser en sí, sino ante sí, de igual manera la naturaleza es sólo «un gigantesco recipiente lleno de futuro». La vida fuera es tan imperfecta como la vida dentro que trabaja en ese fuera. Por eso hay que comprender al hombre y al mundo en el proceso de su historia en el que está enjuego su verdad e identidad. Las imágenes religiosas del cielo son en realidad imágenes del futuro que describen con creciente penetración el incógnito huma­no y cósmico con el fin de descubrir el núcleo de la existencia y el fundamento del mundo. Para Bloch, «el Reino» se convierte en concepto simbólico central de la apocalipsis del hombre y del cosmos. Según su comprensión, ya el cristianismo hizo de la «mística del cielo» la «mística del Hijo del hombre»; y de la «gloria de Dios» se pasó a la «gloria de la comunidad redimida». En consecuencia, el cristianismo ya no vio el cielo «sobre nosotros», sino «ante nosotros», y fijó el lugar de residencia de Dios no con parámetros espaciales, sino tempo­rales; dejó de entenderlo cosmológicamente como cielo para conside­rarlo escatológicamente como Reino.

Igual que para Feuerbach, para Bloch todas las imágenes y conceptos de Dios son proyecciones del anhelo humano, y están marcados por la miseria en la que los hombres suspiran. Pertenece a la ilustración conocer esas concepciones religiosas como imágenes del deseo de los hombres y asimilarlas como tales. Pero «el vacío al que han sido proyectadas las ilusiones divinas ¿no está presente al menos como tal? Para que se dé el reflejo ¿no es necesario el espejo, distinto de la apariencia duplicada?»40. De ahí que Bloch pregunte a Feuer­bach: «¿Qué hay del hueco espacial?». El problema del espacio de la proyección religiosa no es para él sólo un problema aparente. Sin duda, ese espacio no «existe» en un sentido fáctico. Tampoco es una realidad ideal en el sentido de la teoría platónica de los dos mundos. Para Bloch es un espacio «que se mantiene abierto a una realidad posible en el futuro, a una realidad todavía no decidida», es «el topos

38. O. c, 1416. 39. O. c, 1520. 40. O. c, 1529. En este mismo sentido se había expresado P. Tillich, Teología

sistemática I, Salamanca 21981, 275: «El ámbito sobre el que se proyectan las imágenes divinas no es una proyección. Es la ultimidad del ser y del sentido, ultimidad de la que los hombres tienen una experiencia».

194 Cielo v tierra

abierto del ante-nosotros, el novum hacia el que corren de forma mediata las series de objetivos humanos»41. Esta antesala del futuro anterior a la realidad contiene la posibilidad del todo y de la nada, del cielo y del infierno. La crítica atea de la religión conserva esta antesala y la abre como tal. Sin ese «vacío espacial utópico-real» no se daría ninguna «utopía del reino». Para Bloch, los dioses son proyecciones y quimeras, pero el espacio al que fueron proyectados y en el que fueron imaginados es el futuro real. El «homo absconditus conserva, pues, una permanente espera preordenada en la que, si no sucumbe, puede intentar su modalidad más fundamental en su mundo abierto»42.

Bloch rehabilitó con ello el cielo en contra de Feuerbach y de Marx. Sin duda, el cielo ha sido trasladado de la esfera espacial «sobre nosotros» a la espera temporal «ante nosotros». Pero ese espacio previo o antesala es más que «futuro histórico» porque contiene también lo que pone fin a un futuro histórico: todo o nada, corrupción o una vida finalmente exitosa. Contiene la posibilidad de un futuro tanto histórico como escatológico, tanto futuro como eter­nidad.

Bloch resulta ambivalente en este lugar: El principio esperanza se cierra con una mirada a la patria de la identidad, mientras que Derecho natural y dignidad humana concluye con una mirada a una sociedad abierta, solidaria y religiosa. De esta ambivalencia surge una pregunta crítica que podríamos formular en los términos siguientes: si el cielo de las posibilidades del Dios creador se transforma en antesala de un hipotético futuro sin Dios ¿cuándo se agotarán estas posibilida­des? Si de la diferencia cualitativa de las posibilidades creativas frente al mundo se pasa a una diferencia cuantitativa de lo todavía-no-real frente a lo real, el final de esas posibilidades está a la vuelta de la esquina. Si se transforma el «cielo» en «futuro histórico» entonces alcanzamos a ver su pretérito porque pierde la dimensión de la eternidad. El principio esperanza de Bloch vive de lo que desearía negar: el futuro puede sustituir al cielo mientras represente al reino de los cielos y los hombres puedan aguardar y esperar un futuro escato­lógico en el futuro histórico. Un futuro histórico sin cielo no puede convertirse en antesala de la esperanza ni en motivación de un movimiento histórico. Un «transcender sin transcendencia», como Bloch sugirió, convierte la infinitud en duración sin fin, y el afán de consumación en un puro «siempre más lejos».

La reducción teológica del cielo a Dios ha llevado a la crítica del cielo al ateísmo. El intento emprendido por Bloch para rehabilitar al

41. E. Bloch, o. c, 1530 s. 42. O.c, 1534.Cf. tambiénJ. L. RuizdelaPeña, El elemento de proyección y la fe en

el cielo: Concilium 143 (1979) 370 ss.

La gloria de Dios «.en el cielo como en la tierra» 195

cielo sin Dios hace patente la necesidad de esta categoría respecto de la antesala de lo posible anterior a lo real. Pero un cielo sin Dios no abrirá para la tierra un futuro en el que se pueda buscar felicidad, salvación, manifestación de lo oculto, identidad y ser. Sin las posibili­dades creadoras de Dios en el mundo, la realidad existente determina­rá las posibilidades del mundo, que se agotarán en aquella.

5. La gloria de Dios «en el cielo como en la tierra»

La actual teología cristiana no ha prestado suficiente atención al discurso sobre el cielo. La teología protestante de los tiempos moder­nos ha llegado, incluso, a descuidar «el cielo». Como no se sabía qué hacer con él, se buscó ayuda en las mencionadas reducciones del cielo a Dios, al universo o al futuro. Pero todo esto no hizo sino crear grandes dificultades para comprender la tierra como creación, y su futuro como reino de Dios. Compendiamos los errores de estas reducciones para hacer después un discurso teológica y cosmológica­mente responsable del cielo mediante distinciones claras:

1. La primera reducción del cielo a algo distinto tuvo lugar en el cristianismo mismo. En la medida en que retrocedió la escatología realista del reino de Dios, se declaró el cielo como el lugar de la salvación para el alma. La oración para que viniera el Reino «como en el cielo así en la tierra» fue sustituida por el anhelo de «ir al cielo». El reino de la gloria de Dios y de la salvación de toda la creación quedó reducido al cielo, y éste a la salvación del alma.

Esta reducción religiosa condujo al descuido de la tierra y al abandono de su razón. Quien confunde el reino de Dios con el cielo transforma su esperanza en resignación43.

2. Si se reduce el cielo a Dios mismo, entonces desaparece de la creación, y es tan increado y eterno como Dios mismo. El cielo es entonces el ser de Dios antes de la autodeterminación de Dios a ser creador. Un mundo así divinizado contiene la posibilidad de la creación y de la aniquilación de la creación. La reducción del cielo a Dios mismo entrega, pues, la tierra a la apocalíptica «aniquilación del mundo».

3. Si desaparece la distinción cualitativa entre cielo y tierra, nace la idea de un universo homogéneo y cerrado. Y desaparece la posibili­dad de mantener la visión del mundo como creación abierta a Dios.

4. Si se reduce Dios al cielo, entonces también el concepto de Dios será presa de la crítica del cielo. El mundo que se ha hecho idéntico a sí mismo deja de conocer transcendencia alguna. El lugar

43. Mi Teología de la esperanza, Salamanca 41981 iba contra esa reducción.

196 Cielo y tierra

del cielo será ocupado por el futuro histórico. Una vez cumplido y consumado ese futuro, nace el sistema cerrado del mundo que se identifica consigo mismo. Pero, sin las posibilidades celestes, el futuro histórico es incapaz de traer novedad ni salvación. Se convierte en pretérito futuro.

Por eso afirmamos que la creación de Dios es necesariamente el doble mundo de cielo y tierra. Un mundo creado por Dios es también un mundo abierto a Dios. Como mundo abierto a Dios, la creación es una realidad excéntrica que tiene su unidad y su centro en su Creador y no en ella misma. A la cara que la creación tiene abierta a Dios llamamos «cielo». Desde el cielo, y a través de él, Dios actúa en la tierra. El cielo representa el relativo más allá de la tierra, y ésta el relativo más acá del cielo. La creación tiene su relativa transcendencia en el cielo. En la tierra encuentra la creación su relativa inmanencia. El mismo mundo excéntrico, abierto a Dios, tiene la estructura dialéctica de transcendencia e inmanencia. Es falso, pues, confundir esta relati­va transcendencia del cielo con la transcendencia absoluta de Dios. Dios mismo, el Creador de cielo y tierra, es, más bien, la transcenden­cia de la transcendencia e inmanencia del mundo. Dios mismo, que llenará cielo y tierra de su gloria, es también la inmanencia de la transcendencia e inmanencia del mundo.

El mundo dual que designamos con «cielo y tierra» es la forma buena de la creación de Dios, no un mundo dividido y disociado. Por eso, todos los intentos por eliminar esta dualidad conducen a la destrucción del mundo. Designamos con el término «cielo» el ámbito de las posibilidades y fuerzas creadoras de Dios. Son posibilidades de Dios creadas, pero, como tales, creadoras. Con el término «tierra» significamos el ámbito de la realidad creada y de las posibilidades inherentes a ella. Cuando trazamos una distinción cualitativa entre las posibilidades creadoras de Dios en el mundo y las posibilidades del mundo distinguimos también el futuro histórico y el futuro escatoló-gico del mundo. Pero la distinción nos lleva también a comprender la comunicación constante de las posibilidades creadoras de Dios en el mundo y las posibilidades del mundo, pues aquellas hacen que éstas sean posibles. La constante facilitación de posibilidades mantiene al mundo en la existencia y conserva la vida a cuantos sistemas de vida hay en el mundo, pues mantiene abierto y abre de nuevo el futuro para todos los sistemas abiertos. Dicho en términos teológicos, la creación vive de la constante influencia de las energías del Espíritu de Dios. En términos simbólicos cabe decir: porque el cielo está abierto, y mien­tras permanezca abierto, el mundo tiene futuro.

La presencia de Dios se entiende espacialmente en el cielo, es decir, en el ámbito de sus posibilidades creadoras, y se mueve espacialmente del cielo a la tierra. Entendida en clave temporal, su presencia celeste

La gloria de Dios «en el cielo como en la tierra» 197

es su presencia escatológica: Dios está presente en su Reino, y este Reino es el futuro de la tierra porque viene a la tierra y coloca a la tierra en su historia mediante el futuro de ese Reino.

Tenemos que distinguir aquí claramente entre el cielo y el reino de Dios. El cielo es ahora el lugar de la presencia de Dios, pero no es todavía el escenario para el reino de la gloria. El reino de la gloria designa una nueva presencia de Dios incluso frente a su presencia celeste. El reino de la gloria comprende no sólo el cielo, sino también la tierra, y presupone la creación de un «nuevo cielo» y de una «nueva tierra». No sólo la tierra, atormentada por el sufrimiento, por el dolor, por la lamentación y la muerte, necesita de una nueva creación; también el cielo tiene necesidad de ella. Pero esto resultaría completa­mente incomprensible si el cielo fuera ya ahora el lugar de la salvación y de la bienaventuranza. Conviene no hacer especulaciones suprate-rrenas sobre los tormentos y el comportamiento del cielo: ante el espectáculo de una tierra inundada de sangre y de lágrimas «llora también el cielo». El cielo y la tierra se distinguen por su creación, pero existen en la comunión de la creación y están en comunicación permanente. Cuanto sucede en la tierra afecta también al cielo: el asesinato de Abel por Caín «clama al cielo», y «hay alegría en el cielo por un pecador que hace penitencia». Cuando, según la concepción sostenida siempre por el cristianismo, el alma va al cielo tras la muerte, allí no está aún redimida, sino que espera a su manera aquella redención que traerá el nuevo cielo y la nueva tierra, y, en esa nueva tierra, también la resurrección del cuerpo.

Por consiguiente, el reino de la gloria se espera «en el cielo como en la tierra». Debe renovar cielo y tierra. ¿Qué puede traer o aportar al cielo y a la tierra? Aqui nos limitamos a señalarlo y remitimos a la escatología: el reino de la gloria es la inhabitación del Dios uno y trino en toda su creación. El cielo y la tierra se convierten en morada, en entorno y en medio ambiente de Dios. Para las criaturas significa esto que todas ellas participan juntas, cada una a su manera, de la vida eterna y de la bienaventuranza eterna del Dios presente. Y significa que todas las criaturas entran en una comunicación franca entre ellas, conocida desde antiguo como la «simpatía de todas las cosas». No desaparece la diferencia entre cielo y tierra. La tierra no se convierte en celeste ni el cielo en terrenal, pero ambos ámbitos de la creación mantienen una comunicación ilimitada, fructífera y sin impedimento alguno. No cabe hablar de un desnivel jerárquico del cielo a la tierra si el cielo y la tierra se han convertido, cada uno a su manera, en la morada del Dios presente en ambos ámbitos.

Pero sí se produce una mutación que debemos mencionar aquí: las criaturas terrenas son finitas y mortales, las criaturas celestes son, en cambio, finitas pero inmortales. Como criaturas finitas, las criaturas

198 Cielo y tierra

celestes participan de la eternidad de Dios en virtud de la contempla­ción. Cuanto vale para los ángeles tiene aplicación también en el cielo de los ángeles: como criatura de Dios, ese cielo es finito, pero eterno gracias a la participación de la presencia de Dios. Tal vez estas diferenciaciones parezcan un tanto especulativas, pero son importan­tes para comprender la vida eterna y la manera existencial de la resurrección: la resurrección crea a los muertos una vida inmortal que es al mismo tiempo finita y creada, no infinita y divina. El mundo de Dios continúa siendo creación también en el reino de la gloria, y no se convierte en Dios mismo. Pero mediante su participación en la presen­cia escatológica de Dios nace un «mundo sin fin», una vida que es «eterna», y una alegría de existir que «no pasa»: «Porque para él todos viven» (Le 20, 38).

8 La evolución de la creación

1. El hombre, una criatura en la historia de la creación

Este capítulo, que trata del paso de la teología de la naturaleza a la antropología teológica, se abre no con una exposición del hombre en sí, sino con algunas alusiones a las grandes coordenadas naturales en las que el hombre hace acto de presencia y desempeña su cometido. La moderna antropología filosófica y teológica' ha preferido a veces arrancar de la pregunta sobre qué diferencia al hombre del animal y en qué se funda su especial posición en el cosmos. Nosotros arranca­remos de lo que vincula al hombre con los animales y con las restantes criaturas, y veremos los puntos comunes a todos ellos.

La moderna antropología europea presupuso de forma acrítica la moderna imagen antropocéntrica del mundo, en la que el hombre constituye el centro del mundo, y éste ha sido creado a causa del hombre y para su utilidad. Las ciencias modernas han hecho que se tambalee y quede fuera de circulación esa imagen del mundo centrado en el hombre.

La astronomía moderna superó la imagen ptolomea del mundo. Ahora la pregunta es la siguiente: ¿Qué significado tiene el hombre en esta tierra cuando fijamos nuestra mirada en los espacios infinitos del universo y en las inconmensurables masas estelares?

La biología moderna reinsertó la especie hombre en la corriente evolutiva de «tipos» que pueden aparecer y desaparecer. Y se hicieron más nítidos los perfiles de la pregunta: ¿Es el hombre un producto casual de la selección o un razonable parto tardío de la evolución?

El psicoanálisis moderno puso de manifiesto que, bajo la débil conciencia del yo del hombre, titular de un entendimiento y de una voluntad, subyace el mundo de lo inconsciente, de los instintos desconocidos y de las represiones involuntarias. Y todo esto suscitaba una pregunta: ¿Es el alma del hombre dueña en su propia casa o, simplemente, una pelota con la que juegan poderes inconscientes?

1. El planteamiento antropológico alemán estuvo dominado hasta bien entrado el siglo XX por J. G. Herder, Über den Ursprung der Sprache (1770).

200 La evolución de la creación

En estos «tres pasos sucesivos acaecidos a lo largo de cuatro siglos el hombre parecía disolverse definitivamente en la generalidad de las cosas», dijo P. Teilhard de Chardin2.

La antropología cristiana se basó en las tradiciones bíblicas cuan­do aceptó, en el medioevo, la imagen ptolomea del mundo y declaró que el hombre constituía el centro del mundo. Pero se hizo unilateral cuando, en los tiempos modernos, utilizó las tradiciones bíblicas sólo para legitimar la destacada posición del hombre en el cosmos, pero no se sirvió de ellas para penetrar en la comunión del hombre con la creación. Y terminó por hacerse estéril cuando —en contra de Gali-leo, de Darwin y de Freud— se sintió en la obligación de defender el antropocentrismo moderno para salvar la dignidad y moralidad del hombre.

Para tener una comprensión amplia de la condición del hombre, debemos comenzar por unos parámetros en los que el hombre hace acto de presencia y de los que vive: eso significa comenzar por el nacimiento del cosmos, la evolución de la vida y la historia de la conciencia; no por la especial posición cósmica del hombre, por su semejanza religiosa con Dios o por su subjetividad consciente. Co­menzamos a hablar teológicamente del hombre como «criatura en comunión con la creación». Y antes de entender esta criatura como imago Dei la vemos como imago mundi, como un microcosmos en el que se reencuentran todas las criaturas existentes hasta el momento y que sólo puede existir y entenderse en comunión con todas las criaturas restantes: «En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza su más alta cima por medio del hombre y alza la voz para la libre alabanza del Creador»3. ¿Existen fundamentos para esta visión en las tradiciones bíblicas? ¿Qué perspectivas nos abren?

Cuando se mira a los relatos de la creación contenidos en el antiguo testamento salta a la vista, ante todo, que el hombre es una criatura entre otras. Existe una comunión de la creación, y el hombre es miembro de ella. Pero esta comunión de la creación se produce en un determinado orden. Por eso cabe hablar exegéticamente de una historia de la creación. Lo que se expone en la «creación en el principio» es la «historia del nacimiento» (toledoth) del mundo en su creación (Gen 2, 4a)4. El relato de la creación es el relato de una

2. P. Teilhard de Chardin, Das Auftreten des Menschen, Olten/Freiburg 1964, 357 (ed. cast: La aparición del hombre, Madrid 61967).

3. Gaudium el spes, 14. 4. Se discute si cabe ver ahí un «desarrollo» en el sentido moderno. Cl. Westermann,

Schopfungsbericht, Stuttgart 1960,20: «Aquí, el concepto del desarrollo ha sido introduci­do, sorprendentemente, en el suceso déla creación». En sentido contrario W. H. Schmidt, Die Schopfungsgeschichte, Neukirchen 21967, 186: «Génesis 1 no conoce un "desarro­llo"».

El hombre, una criatura en la historia de la creación 201

historia en sucesión cronológica. No es el relato de una situación primigenia atemporal o de una dramática lucha primigenia. El hom­bre es el último en aparecer en esta historia de la creación. En este sentido, las creaciones de cielos y tierra, luz y tinieblas, de la tierra, de las plantas y de los animales preparan la creación del hombre. El es la última criatura y también la más elevada, pero no es la «corona de la creación». Tal privilegio compete al sábado, con el que Dios corona la creación que considera como «muy buena». Como criatura última, el hombre encierra una referencia a todas las criaturas restantes. Sin ellas, la existencia del hombre sería sencillamente imposible. Como las criaturas se orientan hacia el hombre, éste depende de ellas. ¿Cómo se expresa esa dependencia?

El segundo relato de la creación (Gen 2, 7) nos dice que el hombre fue tomado de la tierra. Y queda indicado esto por el nombre que utiliza: «Adam» —la humana «criatura terrena»5— ha sido formado de «Adama», la madre tierra. Esa criatura terrena permanece, pues, vinculada a la tierra, y vuelve a ella tras su muerte. Es curioso: al hablar de los animales no se menciona su vinculación a la tierra. Efectivamente, los relatos bíblicos de la creación evitan la expresión «madre tierra», pero cabe reconocer perfectamente las concepciones antropológicas ligadas a ella.

El hombre es «alma viviente», dice el segundo relato de la creación (Gen 2, 7). Con ello quiere dar a entender que el hombre es un cuerpo animado. No es un alma encarnada, como decía Platón. Pero esta corporalidad animada liga al hombre con los animales, pues también se les llama «almas vivientes» (Gen 1, 30)6. Puesto que el término hebreo utilizado para alma (nefes) significa también «aliento», se quiere dar a entender aquí que los hombres y los animales (salvo los peces) mantienen una dependencia común con el aire como creaturas que respiran; se dice que viven del aire.

El hombre depende de los alimentos para conservar su vida. Encuentra su espacio vital en la tierra, juntamente con los animales; en la vegetación encuentra su alimento (Gen 1, 20.30; 2, 19).

Le ha sido dada la bisexualidad y la fertilidad para reproducir su vida. En esa reproducción descansa la bendición del Creador: «Sed fecundos y multiplicaos» (Gen 1, 22).

Los hombres tienen en común con los animales el alma viviente, el espacio vital, el alimento y la bendición de la fertilidad. ¿Qué diferen­cia, pues, a los hombres de las restantes criaturas? ¿Qué es lo que configura su especial comunión con la creación?

5. Tomo esta traducción de Adán como «criatura terrena» de Ph. Trible, God and the Rhetoric of Sexuality, Philadelphia 1978, 18 ss.

6. Ha aludido a esto O. Weber, Grundlagen der Dogmatik I, Neukirchen 1955, 618.

202 La evolución de la creación

Le distingue de la tierra la tarea, encomendada por Dios, de «someterla». Esto significa, según, Gen 1, 28, que debe alimentarse de los vegetales. Se nombra sólo «la tierra», no, por ejemplo, «el mundo» o «el cielo» o «el agua».

Se distingue de los animales en que debe dar a éstos un nombre lingüístico, y ellos deben ser nombrados por el nombre que él les asigna (Gen 2, 19). Esto no es sólo un acto de dominio. Con ello, los animales entran en la comunión lingüística de los hombres. Sin embargo, en el relato de la creación no se dice ni una sola palabra de una enemistad entre hombres y animales, ni de un derecho a matar a los animales. Los hombres están llamados a ser jueces de paz.

Finalmente, el hombre, a diferencia de los animales, es un ser social necesitado de ayuda: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gen 2, 18). Se dice esto sólo de los hombres.

Sólo cuando tomamos conciencia de estos puntos comunes y de las diferencias de los hombres respecto de las restantes criaturas entendemos que la criatura «hombre» está llamada a ser imagen de Dios (Gen 1, 26). Ese destino le levanta a una posición incomparable dentro de la creación. En ningún momento se afirma cosa igual de los ángeles. Pero ese destino no es idéntico a las diferencias naturales de los hombres respecto de los animales, ni en modo alguno puede interpretar esas diferencias. Tal vocación afecta a la totalidad del hombre en su comunión con todas las criaturas así como en su diferencia respecto de ellas. Corno imagen de Dios, los hombres son los lugartenientes de Dios en su creación y le representan. Como imagen de Dios, los hombres son para Dios un interlocutor en el que quiere reconocerse a sí mismo como en un espejo. Finalmente, como imagen de Dios, los hombres han sido creados para el sábado, para reflejar y ensalzar la gloria de Dios que penetra en la creación.

Según el orden de la historia de la creación, el cielo y la tierra están al principio, y los hombres al final, antes del sábado. Según el orden de la historia de la redención, en cambio, los hombres se encuentran al principio, y la nueva creación del cielo y de la tierra está al final: la nueva creación, sinónimo de la redención, comienza con el envío, muerte y resurrección de Jesucristo: el Hijo del Padre es la imagen visible del Dios invisible en la tierra. Esa nueva creación va de él a los creyentes, que serán configurados de manera semejante al Hermano primogénito (Rom 8,29). Se hacen hijos de Dios en el Espíritu santo y son en Cristo ya «nueva criatura» (2 Cor 5, 17). El anhelo de la criatura ansiosa apunta a la futura revelación de la libertad de los hijos de Dios, pues en ella y mediante ella se liberará también la criatura no humana de la maldición de la caducidad (Rom 8, 19 ss). El anhelo de toda criatura se verá cumplido cuando tenga lugar la

El hombre, una criatura en la historia de la creación 203

«redención del cuerpo» en la resurrección de los muertos y en la aniquilación de la muerte: en la parusía de Cristo, con la que la gloria divina irrumpe liberadora y transfiguradora en la creación. Finalmen­te, el cielo y la tierra serán creados de nuevo para este cortejo escatológico de la gloria divina (Ap 21,1.5). El cielo y la tierra se convertirán en morada de Dios y en salón festivo del sábado eterno. Aunque no vamos a entrar aquí en estas perspectivas de la historia de la redención, retengamos que, según las tradiciones bíblicas, el orden de la historia de la redención representa la inversión completa del orden de la historia de la creación. Afirmamos también que, tanto en la creación como en la redención, hay que considerar al hombre no aisladamente ni como contrapuesto al mundo, sino en conexión permanente con toda la creación. El mundo confiere significación al hombre, y éste al mundo. Para captar la existencia y el destino humanos hay que ver a los hombres en las amplias conexiones de la historia de Dios con el mundo, con la creación y con la redención. Se desprende de ahí la singular doble función de los hombres:

1. Como la última criatura antes del sábado, el hombre encarna en sí a todas las restantes criaturas. El complejo sistema «hombre» contiene en sí todos los sistemas más sencillos de la evolución de la vida, porque el hombre ha sido estructurado y producido con ellos. Desde esta perspectiva, esos sistemas están presentes en el hombre, al igual que él depende de ellos. El hombre es imago mundi. Como microcosmos, el hombre representa al macrocosmos. Como «imagen del mundo», el hombre representa ante Dios a todas las criaturas restantes. Vive, habla y actúa para ellas. Entendidos como imago mundi, los hombres son criaturas sacerdotales y seres eucarísticos. Interceden ante Dios en favor de la comunión de la creación.

2. Entendidos como imago Dei, los hombres representan, al mismo tiempo, a Dios en la comunión de la creación. Representan su gloria y su voluntad. Interceden en favor de Dios ante la comunidad de la creación. En este sentido, son lugartenientes de Dios en la tierra.

3. Si los hombres representan a la creación ante Dios y a éste ante la creación, si su vocación sacerdotal consiste en eso, una doctrina cristiana de la creación jamás podrá permitir que el hombre desaparezca en la comunidad de la creación ni que sea disociado de ella. Los hombres son imago mundi e imago Dei al mismo tiempo. En este doble papel se encuentran, cronológicamente, ante el sábado de la creación. Ellos preparan la fiesta de la creación.

204 La evolución de la creación

2. ¿Evolución o creación? Frentes equivocados y problemas verdaderos

¿Es posible y razonable vincular el concepto evolución con el concepto creación o ambos se excluyen recíprocamente por principio?

La moderna teoría científica de la evolución chocó desde su nacimiento con la oposición rotunda de las iglesias cristianas. Pío X la condenó en 1907 en la encíclica Pascendi dominici gregis como uno de los errores del modernismo: la doctrina de la evolución de la vida desde la materia llevaba al materialismo, al panteísmo y al ateísmo7. Pío XII, confirmó en 1950, en la encíclica Humani generis, la incom­patibilidad de la teoría de la evolución con la fe cristiana: la teoría de la evolución permite, se decía, la regulación artificial de los nacimien­tos y la interrupción de la gestación. Sólo la fe en la creación conserva la fidelidad a la naturaleza y el respeto a la vida humana en desarro­llo. Los escritos de Pierre Teilhard de Chardin, que sintetizó de forma creativa, en su cosmología, la teoría de la evolución y la fe en Dios, son considerados todavía como sospechosos porque «vulneran la doctrina católica»8. La teoría de la evolución y la fe en la creación parecían también incompatibles entre las filas protestantes. Aquí estalló la discusión pública en torno a la importantísima obra de Charles Darwin, titulada On the Origin ofSpecies by means of Natural Selection, or the Preservation ofFamous Races in the Strugglefor Life, London 91859. En 1860 tuvo lugar la famosísima discusión sostenida por Wilberforce, el obispo de Oxford, y Th. H. Huxley, en la Bristish Association for the Advancement of Science. Huxley, y no el teólogo, fue reconocido unánimemente como el vencedor indiscutible. La teoría de evolución orgánica y de las especies no nació entonces. Había aparecido en tiempos anteriores. El filósofo Herbert Spencer la había utilizado con anterioridad a Darwin, y había acuñado la expresión «the survival of the fittest». El mismo Darwin utilizó a regañadientes el término «evolución». Prefería hablar de «transfor­mismo» o de «teoría de la descendencia»10. Aunque la muy citada frase de Darwin: «Se hará también luz sobre el hombre y su historia», frase que aparecía al final de su obra, apunta en esa dirección, él no pensó en una simple transposición de la teoría de la descendencia y de la selección al proceso social, como aparece en el llamado «darwinis-mo social»''. Desde un enfoque de darwinismo social se interpretó

7. H. Denzinger, Ene. Symb., 2094 ss. 8. Cf. el Decreto del Santo Oficio del 6.12.1957, y su monitum del 30.6.1962. 9. G. Altner (ed.), Der Darwinismus. Die Geschichte einer Theorie, Wege der Fors-

chung, CDIL, Darmstadt 1981; A. Montagu (ed.), Science andCreation, Oxford 1984, con Essays de I. Asimow, K. Boulding, St. J. Gould, G. Hardin, G. Marsden, G. Stent y otros.

10. J. S. Huxley, Darwin und der Gedanke der Evolution, en G. Altner, o. c, 489. 11. Cf. G. Altner, o. c, 95 ss.

¿Evolución o creación? 205

como evento de selección natural la lucha competitiva del capitalis­mo, el colonialismo europeo, el racismo blanco y el patriarcalismo —«el dominio del hombre blanco»— y la lucha de clases. También se interpretaron en clave de darwinismo social nuevas formas socialistas de comunidad. Se quiso considerarlas como estadio superior de la evolución del hombre según el principio de selección.

La resistencia teológica no surgió primeramente contra estas ideologizaciones políticas de una teoría científica. Cabe decir que la resistencia teológica fracasó en este punto. Nació en la imagen del mundo mismo: si se sustituye la hipótesis de una «creación» divina por la hipótesis de un «nacimiento» natural, entonces el hombre deja de sentirse en las manos de un Dios preocupado por cada individuo. Se ve en el engranaje de las leyes de una naturaleza que parece comportarse de manera indiferente con cada ejemplar individual si las especies se acomodan a entornos cambiados y se seleccionan en el proceso de acomodación 12. ¿Cómo puede la evolución natural consti-

12. Agradezco a Margaret Kohl la alusión a una poesía muy popular por entonces en Inglaterra, que expresa ese sentimiento de la existencia. Su autor es Alfred Lord Tennyson y tiene por título «In Memoriam»:

Are God and N ature then at strife, «Thou makes thine appeal to me: That Nature lends such evil dreams? I bring to liefe, I bring to death: So careful of the type she seems, The spirit does but mean the breath: So careless of the single life; I know no more». And he, shall he,

That I, considering everywhere Man, her last work, who seem'd so fair, Her secret meaning in her deeds, Such splendid purpose in his eyes, And finding that of fifty seeds Who roll'd the psalm to wintry skies, She often brings but one to bear, Who built him fanes of fruitless preayer,

I falter where I firmly trod, Who trusted God was love indeed And falling with my weight of cares And love Creations' final law Upon the great world's altar-stairs Tho' Nature, red in tooth and claw That slope thro' darkness up to God, With ravine, shriek'd against his creed

I stretch lame hands of faith, and grope, Who loved, who suffer'd countless ills, And gather dust and chaff, and cali Who battled for the True, the Just, To what I feel is Lord of all, Be blown about the desert dust, And faintly trust the larger hope. Or seal'd within the iron hills?

«So careful of the type?» but no. No more? A monster, then, a dream, From scarped cliff and quarried stone A discord. Dragons of the prime, She cries, «A thousand types are gone: That tare each other in their slime, I care for nothing, all shall go. Were mellow music match'd with him.

O life as futile, then, as frail! O for thy voice to soothe and bless! What hope of answer, or redress? Behind the veil, behind the veil».

206 La evoluciím de la creación

tuir el sentido del mundo si la mayoría de los seres vivientes represen­ta experimentos infructuosos de la naturaleza?

Círculos fundamentalistas consiguieron en 1925, en el Estado norteamericano de Tennessee, el llamado «proceso del mono». La sentencia del juicio dispuso que no se podía explicar la teoría de la evolución en las escuelas en contra de la voluntad de los padres. Todavía hoy perdura en los Estados Unidos de América la discusión entre «evolucionistas» científicos y «creacionistas» fundamentalistas; con la significativa novedad de que los «creacionistas» se consideran hoy científicos creyentes y llevan a cabo investigaciones independien­tes en institutos científicos propios. Dentro de la teología evangélica alemana, Karl Beth, Adolf Titius y Karl Heim han trabajado intensa­mente para llegar a una síntesis productiva entre la teoría de la evolución y la doctrina de la creación 13. Pero este intento, interesante para ambas partes, se interrumpió cuando tanto la teología ética del liberalismo como la nueva teología dialéctica aceptaron la «solución indiferentista» (H. Ott) de la respectiva «no intromisión» de la teolo­gía ni de la ciencia natural. Pero como esta propuesta no supone una solución real de los problemas, sino únicamente su aparcamiento, la teología tiene que empalmar con pasados intentos de síntesis para lograr una nueva comprensión de la creación y de la actuación de Dios en el mundo en el cuadro de los actuales conocimientos de la naturaleza y de la evolución, y para hacer inteligible a la razón científico-natural el mundo como creación y la historia del mundo como actuación de Dios. Para ello es necesario, en primer lugar, eliminar de forma crítica las unilateralidades y las estrecheces nacidas en la doctrina cristiana de la creación por la polémica contra la teoría de la evolución.

1. Las historias bíblicas de la creación provienen, como los otros escritos del antiguo testamento y del nuevo, de diversas épocas históricas. Y representan otras tantas síntesis exitosas de la fe en la creación y de los conocimientos de la naturaleza. Sería un grave error biblicista pensar que los testimonios bíblicos fijan un determinado conocimiento de la naturaleza y hacen superfluo todo estudio ulte­rior. Como la historia de la tradición pone de manifiesto en la Biblia misma, los relatos de la creación se encuentran en un proceso

13. G. Altner, Schópfungsglaube und Entwicklungsgedanke in der proteslantichen Theologie zwischen Ernst Haeckel und Teilhard de Chardin, Zürich 1965, cuya exposición es muy informativa, pero cuya declaración de incompatibilidad resulta ya insostenible. Distinto planteamiento ya en S. M. Daecke, Teilhard de Chardin und die evangelische Theologie, Góttingen 1967. G. Altner ahora: Grammatik der Schopfung. Theologische Inhalte der Biologie, Stuttgart 1971; Id., Evolution und «Evolution», en Rudolph/Stóve (ed.), Geschichtsbewusstsein und Ralionalitat, Stuttgart 1976.

¿Evolución o creación? 207

hermenéutico de revisión e innovación a través de nuevas experien­cias. Como testimonios de la historia de Dios con el mundo conducen incluso a nuevas experiencias del mundo en esa historia de Dios y se ofrecen así a su reinterpretación productiva y a un ulterior desarrollo. Por eso no es sólo posible, sino incluso necesario, relacionar los testimonios bíblicos de la creación y de la historia de Dios con su creación con nuevos conocimientos de la naturaleza y con nuevas teorías para interpretar estos conocimientos. Se impone, igualmente, formular de nuevo tales testimonios a la luz de esos conocimientos y teorías. La apertura a nuevas síntesis se basa en la misma apertura de los testimonios bíblicos al futuro. Se entiende que esa apertura al futuro convierte toda síntesis en un esbozo provisional y no da lugar a dogmatismo alguno.

2. En la confrontación con la parte de la teoría de la evolución que se ocupa de la descendencia del hombre se redujo la doctrina cristiana de la creación a la creación en el principio (creatio originalis); y de ésta se tuvo en cuenta exclusivamente el aspecto de la «actividad creadora» de Dios. La doctrina del «hacer» divino14, la doctrina de la creación progresiva (creatio continua) y la doctrina de la nueva creación consumadora (creatio nova) pasaron a un segundo plano y fueron víctimas del olvido. Así se llegó a considerar la creación en el principio como creación acabada y perfecta, incapaz de tener una historia, y no necesitada de evolución alguna. También el hombre, creado «a imagen de Dios», fue considerado como un ser creado de una vez y, por consiguiente, concluido, no sujeto a evolución alguna. Finalmente, la relación de Dios con su creación se redujo a la causalidad, y se pasó por alto la plétora de sus relaciones restantes con el mundo y las de éste con Dios. Con estas concepciones apologéticas de la doctrina de la creación se consiguió únicamente fijar la imagen de la creación de Dios en las concepciones del cosmos estático tal como estuvieron presentes en el medioevo cristiano. Se pasaron por alto las contradicciones existentes entre la fe bíblica en la creación y la antigua veneración del cosmos, contradicciones que se mantuvieron sin resolver en aquellas síntesis medievales.

3. Finalmente, la inclusión del hombre en la evolución de la vida trastornó sobre todo la imagen idealista-cristiana que se tenía del hombre en el siglo XIX. ¿Es el hombre un animal más evolucionado, más desarrollado, o es la «corona de la creación»? ¿Es un eslabón en la cadena de la evolución o es la imagen de Dios? La teoría de la evolución sacudió las convicciones cristianas y las burguesas, la autocomprensión del hombre europeo que se había declarado dueño de la naturaleza en nombre de Dios. La inclusión del hombre en la

14. Cf. cap. IV, 1.

208 La evolución de la creación

evolución de la vida hizo que se tambaleara toda la moderna y antropocéntrica visión del mundo. La especie hombre es sólo un pequeño elemento en la serie interminable de la evolución. Pero si el hombre es sólo un resultado intermedio, no el resultado final definiti­vo de la historia cósmica acaecida hasta nuestros días, entonces el hombre no puede ser la meta de la creación ni ésta ha podido ser creada para el hombre y a causa del hombre. Las desmesuradas reacciones de las iglesias y de la burguesía contra la teoría darwiniana de la evolución se explican por el ataque que suponían para la visión antropocéntrica del mundo. Pero ¿se puede calificar de bíblica e incluso de cristiana esa visión del mundo? ¿No es más correcto afirmar que tal visión del mundo es sólo la autojustificación ideológi­ca del hombre europeo de los siglos XIX y XX que conquista el mundo, que explota la naturaleza y que se deifica a sí mismo?

Por otro lado, no podemos pasar por alto que la teoría de la evolución se prestaba perfectamente para configurar una visión mate­rialista del mundo. Una raíz filosófica del concepto «evolución» se encuentra ya en el panteísmo de tipo neoplatónico: lo Uno se desplie­ga en lo Mucho (explicatio), lo Mucho retorna a lo Uno (implicado), «Dios» es la síntesis del Todo, en su ser se encierran todas las cosas (complicado)15. Escoto Eriugena, Nicolás de Cusa, Giordano Bruno y también Teilhard de Chardin utilizan el concepto de evolución en este marco panteísta. Friedrich Engels y Karl Marx saludaron la aparición del Origin ofSpecies, de Darwin, en 1859, como el «funda­mento histórico-natural de nuestra opinión»16. Ernst Haeckel utilizó la teoría de Darwin como prueba en favor de su «filosofía monista» (1899): «Dios y mundo son un único ser. El concepto coincide con el de naturaleza o de substancia». El panteísmo es «necesariamente la visión del mundo de nuestra ciencia natural» n . Y Albert Einstein respondía de la siguiente manera a la pregunta acerca de su fe en Dios: «Yo creo en el Dios de Spinoza, que se demuestra en la armonía de todo ser, no en un Dios que se ocupa de la suerte y de las acciones de los hombres»18. Conceptos de la teoría de la evolución utilizados hoy, tales como «autoorganización», «autorreproducción, «autoor-denamiento», «autoplanificación», «autoconducción» y «autotrans-

15. S. M. Daecke, art. EntwicklungTRE, IX, 705-716; Id., Gott-Opfer oder Schópfer der Evolution?: KuD 28 (1982) 230-247, quien se refiere detalladamente al manuscrito de ese capítulo de mi doctrina sobre la creación.

16. Ibid. 17. E. Haeckel, Die Weltrátsel. Gemeinverslándliche Studien über monistische Philo-

sophie (1899), Stuttgart 101903, 116. Cf., al respecto, O. Hertwig, Zur Abwehr des ethischen, des sozialen und des politischen Darwinismus, Jena 1918.

18. M. Eigen/R. Winkler, Das Spiel. Nalurgesetze steuern den Zufall, München 31979, 192. Cf. también E. von Weizsácker(ed.), Offene Systeme I. Beitráge zur Zeitstruk-tur von Information, Entropie und Evolution, Stuttgart 1974.

¿Evolución o creación? 209

cendencia» de la materia no son más que elementos de la teoría, pero pueden utilizarse fácilmente para una amplia visión del mundo, de tipo materialista o religioso-espiritualista. El mundo existe entonces ex se, no ab alio. Se le aplican predicados de Dios. Los teóricos de la evolución no siempre advierten con claridad que la utilización de sus conceptos teóricos en una visión del mundo es un impedimento para su trabajo científico.

Ejemplos chocantes de la ideologización de un concepto de la teoría de la evolución son la idea darwiniana de la «lucha por la existencia» y su ley de la evolución de la «supervivencia del mejor dotado». Darwin había desarrollado estas ideas partiendo de la selección de las especies en la lucha con las condiciones medioambientales. Pero Huxley las trasladó a la lucha competitiva en la moderna sociedad capitalista, e interpretó la «lucha por la existencia» en el sentido de Hobbes, como la «lucha de todos contra todos». Ese «darwinismo social» jamás pasó por la mente de Darwin. Los zoólogos rusos Karl Kessler y Peter Kropotkin demostraron ya en 1880 y 1896 la ley de la evolución de la «ayuda recíproca» en animales y hombres: «En la lucha por la existencia» demuestran ser los más fuertes aquellos seres (vivientes) que viven de forma simbiótica l9. El aislamiento del hombre en la lucha competitiva de la sociedad moderna significa, por consiguiente, su debilitameniento. El mismo Darwin había observado y presentado fenómenos de socialización en animales y en diversas especies anima­les. Pero el «darwinismo social» los silenció y abusó ideológicamente de la teoría de Darwin para justificar el capitalismo naciente y la imperialista política racial: si sucede así entre los animales, entonces es «completamente natural» que los hombres fuertes opriman a los débiles, se decía.

Cuando se intentan explicar fenómenos oscuros de un estadio de la evolución mediante deducciones analógicas extraídas de otro esta­dio de la evolución se suele desembocar en interpretaciones erróneas. Y esto vale tanto para el antropomorfismo, con el que se intenta explicar fenómenos no humanos mediante analogías humanas, como para el biomorfismo, con el que se pretende interpretar y regular fenómenos humanos siguiendo la analogía de las pautas y formas de vida de los animales. Se incluye en esta crítica la moderna moda de

19. P. Kropotkin, Gegenseitige Hilfe in der Tier —und Menschenwelt, ed. G. Lan-dauer, Leipzig 1920 (edición popular); Id., Ethik— Ursprung und Entwicklung der Sitien, Berlin 1976 (reimpresión). En la actualidad mantiene viva esta discusión, por ejemplo, K. Lorenz, Das sogennante Bose, Wien 1963, quien detecta «luchas» incluso en pacíficas situaciones medioambientales, pues este autor presupone la lucha como «padre de todas las cosas». También tercia en la discusión St. Lackner, Die friedfertige Natur. Symbiose statt Kampj, traducción alemana, München 1982. Este autor demuestra que la evolución logra sus mayores éxitos no mediante la «lucha por la existencia», sino mediante la simbiosis y la cooperación.

210 La evolución de la creación

presentar los procesos naturales siguiendo la analogía de las máquinas automáticas y de los ordenadores. Tal manera de proceder es, lisa y llanamente, un ergomorfismo.

Sólo es, pues, posible y razonable vincular el concepto de evolu­ción con el término creación si ambos conceptos están libres de todo tipo de ideologización y se aceptan estrictamente para hablar del campo al que ellos se referían originariamente. Fe en la creación y panteísmo se excluyen en el plano ideológico. En ese mismo plano son incompatibles la inclusión del hombre en la evolución y su exaltación religiosa a la condición de Dios. Pero en ese mismo plano ideológico, ambos conceptos no dicen lo que originariamente significaban e intentaban decir.

Para interpretar la fe cristiana en la creación en el contexto de los conocimientos de la naturaleza descubiertos mediante la teoría de la evolución deben observarse los puntos siguientes:

1. En sentido estricto, evolución nada tiene que ver con «crea­ción», pero sí con el «hacer» y con el «ordenar» la creación. Crear y hacer, crear y separar son conceptos bíblicos diferentes que no deben ser confundidos2Ü. Con el término «creación» se designa el milagro de la existencia. El acto de creación comprende en un único instante divino todo el existir, temporalmente extenso, y diferenciado en la riqueza de las formas. Por eso, en principio no existe contradicción alguna entre «creación» y «evolución». Los conceptos se sitúan en planos diferentes. Se indica con ellos diversas caras de la misma realidad.

2. El término evolución describe la progresiva estructuración de la materia y de los sistemas de vida. La teoría de la evolución tiene así su sitio en el discurso teológico de la creación continua (creatio continua). Pero ¿cómo crea y obra Dios en la historia continua de la creación? Es teológicamente erróneo trasladar las formas del crear divino en el principio a las formas de la actuación divina en la historia. La teología exige que presentemos las formas de la conserva­ción, transformación y perfeccionamiento divinos de la creación en su historia abierta al futuro. Así el concepto teológico de apertura al futuro absorbe y trasciende la apertura como la teoría de un sistema dado. En esta perspectiva, la elucubración teológica tendrá en cuenta que la creación no está todavía acabada ni ha llegado aún al final. En común con otras formas de la vida y de lo material, el hombre se encuentra en el proceso abierto del tiempo 21. La continuación directa de la evolución, que ha llevado al nacimiento de la especie humana en la tierra, está hoy en manos de los hombres. Ellos pueden aniquilar

20. Cf. cap. IV, 1. 21. Cf. cap. V, 5.

Procesos evolutivos de la naturaleza 211

este estadio de la evolución, y pueden también organizarse en una convivencia superior a la conocida hasta ahora, y hacer progresar la evolución.

3. La doctrina bíblica de la creación, y especialmente la mesiáni-ca, contradicen por principio la imagen del cosmos estático, cerrado, que descansa en su propio equilibrio o que gira sobre sí mismo. Con su orientación escatológica hacia la consumación casa, más bien, la imagen de una historia cósmica no terminada. Pero esto obliga a despedirse de la imagen antropológica del mundo: el hombre es, sin duda, el ser viviente más desarrollado de cuantos conocemos. Pero la «corona de la creación» es el sábado de Dios. El hombre está creado para esta fiesta de la creación que ensalza al Dios eterno e inagotable. En ese mismo canto de alabanza encuentra y expresa el hombre su propia dicha. La participación en este canto de alabanza de la crea­ción de Dios da sentido permanente a la existencia humana. Este canto de alabanza fue cantado ya antes de la aparición del hombre, es cantado fuera del ámbito del hombre, y se cantará también tras la posible desaparición del hombre. Dicho sin ropaje bíblico: el sentido del mundo no es el hombre. El hombre no es el sentido de la evolución. La cosmogénesis no está ligada al destino de los hombres. Hay que afirmar, por el contrario, que la suerte de los hombres está vinculada a la cosmogénesis. Desde un punto de vista teológico, el sentido del hombre, junto con el sentido de todas las cosas, está en Dios mismo. En este enfoque, cada uno de los hombres y cada uno de los seres vivientes de la naturaleza tienen un sentido, tanto si son útiles para la evolución como si no. El sentido del individuo no está en el colectivo de la especie; el sentido de la especie no descansa en la existencia del individuo. El sentido de ambos se encuentra en Dios. Por eso no cabe reducción alguna, tan sólo equilibrio y mediación. Si no se supera la antigua imagen antropocéntrica del mundo mediante una nueva concepción teocéntrica del mundo de la naturaleza y del hombre y a través de una visión escatológica de la historia de este mundo humano-natural no se logrará una perspectiva teológica sufi­ciente en la teoría de la evolución.

3. Procesos evolutivos de la naturaleza

Existe toda una serie de procesos evolutivos en la naturaleza. Por consiguiente, se da también un amplio abanico de diversas teorías de la evolución: la evolución material, la evolución de la vida, la evolu­ción de la conciencia, la hylogénesis, la biogénesis, la noogénesis. Para entender los principales parámetros en el acontecer de la naturaleza es necesario enramilletar las diversas teorías sobre la evolución y formar

212 La evolución de la creación

teorías sintéticas de la evolución. Nuestro interés actual no se centra en síntesis físico-químico-biológicas. Apunta a las posibilidades de una síntesis de teorías científico-naturales de la evolución y de teorías científico-humanas de la historia. Los paralelos sorprenden demasia­do como para que no se deba intentar tal síntesis. De las teorías científico-filosóficas de la historia tomamos las teorías hermenéuti­cas. El «círculo hermenéutico» ofrece abundantes modelos para el proceso de casualidad-selección-necesidad, del que surgen evolucio­nes naturales, de manera que se puede considerar la evolución de la materia y de la vida como simples procesos hermenéuticos. La teoría sintética de la evolución que buscamos puede, pues, recibir el nombre de teoría hermenéutica de la evolución. Para referirnos a ella, tomamos unos pocos elementos de la teoría científico-natural de la evolución22.

1. La evolución del cosmos. Los astros con sus órbitas regulares fueron durante miles de años, para los hombres, el prototipo del cosmos perfectamente ordenado, estable y enquiciado en sí mismo. Su movimiento circular reflejaba la eternidad de los dioses. Su regulari­dad revelaba la racionalidad del mundo. Su imperturbabilidad garan­tizaba la estabilidad del mundo en el equilibrio de sus fuerzas. Esta imagen del cosmos quedó superada mediante los nuevos conocimien­tos de la astronomía de los rayos, de los rayos X, de los rayos infrarrojos y gravitacional. Con estas nuevas posibilidades de percep­ción, se conocen insospechados movimientos cósmicos del nacimien­to, evolución, aniquilación de estrellas y de galaxias. Cuasares, pulsa­res, colapsares, nova y «agujeros negros» nos muestran un universo dotado de un alto grado de inestabilidad2^.

Mucho más importante aún es conocer el movimiento en el que el universo mismo parece encontrarse. La explicación dada por E. Hubble al desplazamiento infrarrojo, observable por doquier, de la luz que llega hasta nosotros desde galaxias extrañas, explicación que interpreta ese desplazamiento como señal de un movimiento de huida, confiere una probabilidad a la teoría de un universo que explota y se expande. Afirma que la idea de un universo estacionario es pura

22. En este orden de cosas tiene un interés especial la combinación de la información genética (DNA) y de la información lingüística (memoria). ¿Qué es lo que se hereda, y qué se logra mediante la experiencia y la tradición? La especie es el sujeto de la información genética. Sujeto de la información lingüística es el grupo en una especie. ¿Qué vínculo existe entre el almacenamiento de la información en la memoria colectiva y la información genética? ¿De dónde conoce la araña el modelo de su tela de araña, y la madre el amor a su hijo?

23. Cf. al respecto W. Stegmüller, Hauptstromungen der Gegenwartsphilosophie II, Stuttgart 61979, que expone y discute en el cap. IV: La evolución del cosmos (497 ss), y en el cap. V: La evolución de la vida, las implicaciones filosóficas de la nueva teoría de la evolución. Una divulgación de la cuestión en H. von Ditfurth, Wir sind nicht nur von dieser Welt. Naturwissenschaft, Religión und die Zukunft des Menschen, Hamburg 1981.

Procesos evolutivos de la naturaleza 213

ilusión; que el universo completo y cuantos cuerpos se encuentran en él están inmersos en un movimiento único y en una «historia-» irrever­sible. Esto lleva a suponer un punto inicial en el que el mundo comenzó a emerger de un concentrado primigenio y empezó a expan­dirse a la velocidad de la luz. Sin duda, la teoría conocida por el nombre de «Big Bang» es una pura especulación sobre el origen del universo, pero intenta explicar la expansión actual del mundo que conocemos. Las galaxias corren en dirección centrífuga como si de trozos de metralleta de una gran explosión se tratara. Debemos considerar aquí las consecuencias que esto tiene para la comprensión de la naturaleza y de las leyes naturales.

Refiriéndose a estos conocimientos de la naturaleza, C. Fr. von Weizsácker ha hablado de «historia de la naturaleza»24. El tomó tal denominación de Schelling, y superó con ella el dualismo de ciencia de la naturaleza y ciencia de la historia, distinción habitual en el siglo XIX. En este planteamiento se incluían bajo el término «historia» acontecimientos únicos y secuencias de acontecimientos dotados de una dirección temporal irreversible. Si aplicamos este concepto de historia a la naturaleza, entonces deja de ser un concepto utilizado para designar decursos regulares, retornantes y repetibles. Entonces también el acontecer de la naturaleza es un decurso único, irrevocable e irrepetible con una dirección determinada. «La ahistoricidad de la naturaleza es una ilusión óptica. Es una cuestión de la medida de tiempo»25. Pero si la naturaleza se encuentra inmersa en una historia única, entonces ningún suceso se repite en ella con toda exactitud. Pero los sucesos únicos y los decursos irrepetibles no pueden estar sujetos a ley alguna de la naturaleza en el sentido cosmológico que hemos dado hasta ahora a la ley de la naturaleza. En efecto, el retorno o la repetibilídad del proceso marca a las leyes naturales.

Por eso, en la antigua concepción cosmológica, las leyes de la naturaleza tienen una «validez atemporal». Eliminan el tiempo, igua­lan los tiempos, pues deben tener validez perenne. Sin duda, esto continúa siendo válido todavía hoy para las «leyes».

Esta idea de las leyes de la naturaleza se corresponde con la antigua concepción de un cosmos estable que descansa sobre sí mismo, y del universo como un gran sistema de equilibrio. Pero si el universo no es un «sistema cerrado» como había supuesto la física clásica, sino un «sistema abierto», si el universo no representa un gran sistema de equilibrio, sino que se encuentra en aquel desequilibrio del

24. C. Fr. von Weizsácker, Die Geschichte der Natur, Góttingen 1952, más detallada­mente en relación con el problema del tiempo. Die Einheit der Natur, München 1971. Cf. también G. Picht, Die Idee des Fortschritts und das Problem der Zeit, en Hier und Jetzt I, Stuttgart 1980, 375 ss.

25. Ibid., 65.

214 La evolución de la creación

que habla la teoría «Big Bang», entonces las leyes de la naturaleza se refieren a la historia única e irrevocable de la naturaleza. Son una deducción de ésta. Representan tan solo aproximaciones a la reali­dad. Su verificación mediante retorno y repetición representa una abstracción de la realidad histórica, irrepetible. «Nadie se mete dos veces en el mismo río», declaraba Heráclito en un enigma. El conoci­miento de la historia de la naturaleza relativiza las leyes naturales porque elimina la impresión de la regularidad del acontecer que subyace en ellas26.

De todo esto se desprenden preguntas importantes: las leyes naturales válidas en la historia de la naturaleza como aproximaciones ¿tuvieron validez también en la situación del mundo anterior a la «explosión original»?

Si esas leyes naturales son aproximaciones a la historia única de la naturaleza ¿son ellas mismas históricas y se encuentran inmersas en mutaciones de larga duración?

¿Cómo se pueden formular históricamente las leyes de la historia de la naturaleza?

Dado que la naturaleza no es un sistema de equilibrio cerrado ¿no habrá que eliminar el ideal determinista en la formulación de las leyes de la naturaleza?

¿Cabe comprender la contingencia de la naturaleza fuera de un orden contingente?

La imagen mecanicista del mundo sostenida por Newton fue integrada en la más amplia concepción dinámica del mundo sostenida por Maxwell y por Einstein. De igual manera cabe incluir el rígido principio causal en el principio del orden flexible y contingente de lo contingente. Esta integración conserva la verdad, pero supera la fijación del conocimiento anterior27.

2. La evolución de la vida. Las leyes de la Tísica clásica son deterministas. Tenían validez a condición de que todos los procesos que acontecen en el mundo acaecieran en un «sistema cerrado». Los conocidos principios de la termodinámica clásica de la conservación de la energía y de la entropía tienen aplicación cuando se trata de fenómenos que tienen lugar en un «sistema de equilibrio». Siguiendo a Leibniz, se puede formular la finalidad del conocimiento de las leyes

26. Cf. St. Toulmin, The Discovery of Time, New York 1965, 263: «Are trie laws of nature changing?», y remite a P. A. M. Dirac. Así, también W. Pannenberg, Erwágungen zu einer Theologie der Natur, Gütersloh 1970, 65 ss: «Contingencia y ley de la naturaleza».

27. Th. Torrance ha hecho importantisimas aportaciones en el tema «orden contin­gente» de los sucesos contingentes. Cf. Christian Theology and Scientijic Culture, Belfast 1980, 16 ss. Ha desarrollado de manera independiente los puntos de apoyo ofrecidos por M. Polanyi, Knowing and Being, London 1969.

Procesos evolutivos de la naturaleza 215

naturales diciendo que «si conocemos con toda precisión el presente, estamos en condiciones de predecir el futuro». La relación causa-efecto tiene que coincidir, pues, con la relación histórica de presente y futuro. Mas para eso es completamente necesario que el futuro esté presente al ciento por ciento en el presente. De lo contrario, es imposible la extrapolación al futuro. De ahí que Laplace adscribiera al espíritu del mundo el conocimiento de todas las leyes naturales. Sucede, sin embargo, que sólo podemos predecir el futuro sirviéndo­nos de las leyes de la probabilidad o mediante leyes estadísticas. Y esto se debe, según las informaciones de la física clásica, a nuestro insuficiente conocimiento del presente y de sus determinantes.

En cambio, desde que nació la teoría de los quanta sabemos que el límite del conocimiento deriva de la realidad misma. Las leyes de probabilidad en modo alguno son leyes deterministas imperfectas. Por el contrario, responden con exactitud a la parcial indeterminabili-dad de la naturaleza misma. Cabe predecir un comportamiento determinado bajo condiciones ambientales dadas. En cambio es im­posible predecir con seguridad una conducta aún indeterminada. A lo sumo podremos hacer un pronóstico basándonos en las leyes de probabilidad. Por consiguiente, el futuro no está contenido completa­mente en el presente. El futuro contiene también casualidad, ya que puede traer algo nuevo. Cabe afirmar, pues, que las leyes de la probabilidad no son leyes deterministas imperfectas. Habría que decir que las leyes deterministas son, por su parte, leyes de probabilidad, leyes «con una probabilidad que raya en la seguridad», como se suele decir.

Cuando se trata de complejos sistemas de materia y de vida la experiencia del tiempo es más compleja de cuanto permite suponer la simple mecánica de causa y efecto. La complejidad reside en la experiencia de la diferencia entre pretérito y futuro. La captación de la diferencia entre pretérito y futuro en modo alguno es precientífica. Es, por el contrario, un concepto de primera magnitud científica. Todo sistema abierto y complejo «experimenta» la diferencia de los tiempos y la irreversibilidad del curso del tiempo, pues existe justamen­te en esa experiencia. Siempre a su modo, existen sistemas complejos entre un pretérito fijado y un futuro parcialmente abierto, y se organizan entre los tiempos cualificados así. Configuran su forma en la diferencia de los tiempos. «El curso del tiempo es un concepto "originario", una condición previa de todas las formas de la vida... Una ameba que busca alimento no podría hacerlo si no conociera la diferencia entre pretérito y futuro»28. Concluimos de todo esto no

28. I. Prigogine/I. Stengers, Dialog mit der Natur. Neue Wege naturwissenschaftli-chen Denkens, München 1980,268. Cf. también 283: «El resultado más importante de esta

216 La evolución de la creación

sólo que el universo y todos los sistemas particulares se encuentran en la experiencia de la diferencia del tiempo y de la irreversibilidad del curso del tiempo, sino también que todos los sistemas particulares tienen «su tiempo», y que su comunidad creciente debe consistir en la sincronización de sus experiencias del tiempo. Todos ellos están inmer­sos en la configuración de una historia común.

Esta observación nos lleva irremisiblemente a la pregunta metafí­sica: ¿es el universo un sistema determinado o un sistema parcialmen­te indeterminado? ¿Es un «sistema abierto» o un «sistema cerrado»?

Aquellos sucesos que conducen a la constitución de las estructuras de la materia y a la construcción de sistemas de la vida inorgánica y orgánica son procesos irreversibles. Tienen lugar no en sistemas de equilibrio, sino en sistemas de desequilibrio. Las leyes que determinan los movimientos de las partes de un sistema cerrado son simétricas respecto del pretérito y del futuro, e invariables frente a la inversión de la marcha del tiempo. Pero la evolución de los sistemas de la materia y de la vida evidencia la diferencia cualitativa entre pretérito y futuro: el pretérito, que determina el presente, es fijo. El futuro, que se abre al presente, no está fijado, es parcialmente indeterminado. Se encuentra entre la necesidad y la casualidad, y se despliega en la selección de las casualidades.

Toda materia estructurada evidencia un margen de posibilidad parcialmente indeterminado que deja abierto su comportamiento.

Nos vemos forzados a renunciar a la descripción puramente causal del comporta­miento de cada uno de los átomos. Tenemos que contar con que la naturaleza puede elegir libremente entre diversas posibilidades. En consecuencia, nos pro­nunciaremos sobre el resultado final basándonos exclusivamente en consideracio­nes de probabilidad29.

Las afirmaciones de las leyes de causalidad son puras afirmaciones de realidad. No distinguen entre pretérito y futuro, entre realidad y posibilidad.

En cambio, las afirmaciones de las leyes de probabilidad cuantifi-can posibilidades, y son afirmaciones que tienen en cuenta estadística­mente la diferencia entre futuro y pretérito, y, con ello, observan también el curso del tiempo de la realización de posibilidades. Este curso del tiempo es irreversible: de la posibilidad nace la realidad, no a la inversa; del futuro deviene el pretérito, no al revés.

discusión consiste en que el futuro no está dado en el presente». Sigo en este apartado la exposición de Prigogine sobre la experiencia del tiempo en sistemas disipativos. Cf. también I. Prigogine, Vom Sein zum Werden. Zeit und Komplexitat in den Naturwissen-schaften, München 1979. Para la teoría de Prigogine sobre los «sistemas disipativos», cf. A. Peacocke, Crealion and the World oj Science, o. c, 97 ss.

29. N. Bohr, Atomtheorie und Naturbeschreibung, München 1931, 3; cf. también W. Heisenberg, Der Teil und das Ganze, München 1969, 110.

Procesos evolutivos de la naturaleza 217

El proceso de la evolución de los sistemas de la materia y de la vida no es una cadena causal rectilínea. Se asemeja, más bien, a un entramado de partículas elementales y de estructuras que crece y se expande. Las estructuras se expanden en forma de abanico. No sólo se extienden en los entornos existentes, sino que invaden los márgenes de posibilidad del futuro. Cada realidad concreta es sólo la realiza­ción de una de las numerosas posibilidades. «Si quisiéramos represen­tar con una copia cada una de las posibilidades estructuradas proteí-nicas, nos encontraríamos con una cantidad de copias tal que no cabría en todo el universo por más apretado que fuera su embala­je»30. Cada realidad concreta es una realidad irrepetible: «Ningún huevo es igual a otro».

Además, con cada realización de unas posibilidades nace un entramado más complejo que encierra nuevos márgenes de posibili­dad. Por consiguiente, con cada realización las posibilidades no disminuyen, sino que aumentan. La mayor abundancia de formas trae consigo una creciente indeterminación del comportamiento, y éste va ligado a mayores posibilidades de futuro. En la estructuración escalonada de la materia y de la vida crece la indeterminación del comportamiento. Y también aumenta la capacidad para adaptarse a las mutaciones ambientales, y para transformarse a sí mismo o reinterpretarse. A medida que crece la complejidad del margen de posibilidad aumenta también el grado de vulnerabilidad y de posibili­dad de destrucción. Por esa razón, determinados sistemas altamente complejos tienen una rapidez de desmoronamiento especialmente elevada.

Desde el punto de vista del tiempo, cuando se describe los sistemas de la materia y de la vida como «sistemas abiertos» se quiere dar a entender: 1. El estado futuro de los sistemas cambiados mediante procesos irreversibles es distinto que el actual estado de partida. 2. Con el término «posibilidad» se pretende expresar que el sistema puede pasar por diversos procesos de mutación. 3. La consiguiente indeterminación del comportamiento, que las leyes de probabilidad cuantifican, indica que el sistema posee un cierto margen de anticipa­ción. 4. La estructura temporal de la diferencia cualitativa entre futuro y pretérito determina a los sistemas abiertos. Estos realizan unas posibilidades, y, mediante la realización de éstas, consiguen otras posibilidades. 5. Finalmente, los sistemas abiertos son siempre relativamente cerrados, pues sin esto, la apertura conduciría a la autodisolución. Sólo los sistemas relativamente estables son capaces de abrirse a la comunicación y a la anticipación.

30. M. Eigen, Schópfung oder Offenbarung?, en Lusl an Denken, ed. K.1. Piper, München 1981, 45.

218 La evolución de la creación

La estructura de la evolución de la vida evidencia una continuidad y unos saltos cualitativos. Consideremos la siguiente secuencia y pensemos que cada elemento de ella representa un estadio diferente del anterior:

— átomo — molécula — macromolécula-célula — organismo multicelular — organismo viviente — poblaciones de organismos — seres vivientes — animal — animal-hombre-campo de transición — hombres — poblaciones humanas — comunidad de humanidad...

Vemos entonces que siempre de partes nace un todo, es decir, una nueva estructura y un nuevo principio de organización. Son «saltos» de la cantidad, en un ámbito determinado, a una nueva calidad. Cabe también afirmar que la capacidad de comunicación crece con la complejidad de la estructura. Y con ella, aumenta también la capaci­dad de adecuación y de transformación. Crece igualmente el margen de anticipación. No parece hablar en favor de una delimitación de principio de los crecientes entramados de comunicación de los siste­mas de vida abiertos. Tampoco ofrece base alguna para pronosticar un final de la evolución de los sistemas complejos y de nuevos principios de organización.

Todo esto nos lleva a la última pregunta en este contexto: si la posibilidad de entender el proceso de la evolución de los sistemas de la materia y de la vida depende de que los consideremos como sistemas abiertos, no cerrados, ¿cómo hay que entender el universo en su totalidad? ¿como sistema abierto o como sistema cerrado?

Supongamos un universo cerrado. Entonces se trata, en cuanto a la evolución, de procesos de subsistemas intercomunicados que operan con posibilidades limitadas por principio. La ley de la entropía sigue siendo válida para el universo en su conjunto, aunque no tiene validez en el sistema individual abierto.

Si, por el contrario, entendemos el universo como inmerso en una historia irreversible y en la evolución, entonces lo consideramos como sistema abierto. Quizás se llegue a demostrar entonces que la entropía está presente en sistemas y procesos concretos, pero ésta no tendrá vigencia en el todo. Por consiguiente, tenemos que suponer para el universo un entorno transcendente con el que mantiene una comuni­cación; y un futuro transcendente, hacia el que evoluciona.

Procesos evolutivos de la naturaleza 219

Aquí tratamos de concebir el cosmos de la evolución como un sistema irreversible que mantiene una comunicación y está abierto al futuro: la historia de la naturaleza y la estructura de la evolución muestran una tendencia que distingue futuro y pretérito. La repro­ducción y la creciente comunicación de los sistemas abiertos hacen posible la evolución. De la creciente interdependencia derivan posibi­lidades crecientes. La expansión y el entreverado de los sistemas abiertos logra un creciente superávit de posibilidades. Este superávit se produce mediante el intercambio de energias existentes y mediante la expansión de las anticipaciones en los ámbitos del respectivo futuro transcendente. Si el símbolo del «sistema abierto» es aplicable a todos los sistemas de la materia y de la vida, ¿no habrá que considerar también la totalidad del mundo como «sistema abierto»? ¿Cómo hay que entender entonces el entorno del universo, la posibilitación de sus posibilidades y de su evolución misma?

1. Si cada uno de los sistemas de que se compone el universo es un «sistema abierto», cabe suponer —per analogiam— que el universo es un «sistema abierto».

2. Si la evolución de los «sistemas abiertos» conduce a complejos «sistemas abiertos» y nada permite suponer que esa evolución llegue a un tope insalvable, es lógico pensar que el universo mismo es un «sistema que se transciende a sí mismo».

3. Entendido como «sistema abierto», el universo es:

a) un sistema participativo31 que tiende a comunicaciones, crecien­tes en número y en riqueza, entre los diversos sistemas particulares abiertos, situados en el mismo plano de organización y también en otros distintos. De la acumulación de pluralidad cuantitativa en el mismo plano nacen las posibilidades para saltar a la nueva calidad de planos de organización superiores. Parece evidente que el universo tiende a la simbiosis universal de todos los sistemas de la materia y de la vida en virtud de la recíproca «simpatía de todas las cosas».

b) Como sistema que tiende a una comunicación creciente, el mun­do debe ser entendido como un sistema anticipador. Con la comunica­ción en todas las direcciones crecen también los márgenes de anticipa­ción en los ámbitos de las posibilidades. El sistema abierto del mundo se caracteriza por la autotranscendencia en lo individual y en lo total. Tiende a transcenderse a sí mismo porque, en virtud de su desequili­brio, no puede perseverar en ningún estado dado. Esta autotranscen­dencia permanente apunta a la antesala de una transcendencia que invita y guía y que sólo es posible en ella.

31. K. Prigogine/I. Stengers, o. c, 267 ss.

220 La evolución de la creación

c) Entendemos el «universo» como el conjunto de una pluralidad de sistemas individuales, abiertos, que se comunican entre sí; y como conjunto que se transciende a sí mismo. Cada uno de los sistemas de la materia y de la vida así como el conjunto de sus conexiones de comunicación ex-isten en una transcendencia y subsisten gracias a ella. Si llamamos «Dios» a esa transcendencia del mundo, podemos decir a título de ensayo:

El mundo es un sistema abierto a Dios en sus diferentes partes y en su conjunto. Dios es su entorno extramundano, del que vive y en el que vive. Dios es su antesala extramundana dentro de la cual evolu­ciona. Dios es origen de nuevas posibilidades de las que el mundo obtiene sus realidades. Al mismo tiempo, hay que entender a Dios como un ser abierto al mundo. Rodea al mundo con las posibilidades de su ser y lo penetra con las fuerzas de su vida y de su Espíritu. Está presente en el mundo mediante las energías de su Espíritu, inmanente en cada sistema individual. La reconocible tendencia a la comunica­ción en todas las direcciones y las intenciones de la permanente autotranscendencia en todos los sistemas abiertos son señales de —y reacciones a— la presencia del Espíritu de Dios en el mundo en el sentido de la antigua doctrina de los «vestigia Dei»32.

Por consiguiente, no cabe pensar en la transcendencia de Dios respecto del mundo sin esta inmanencia de Dios en el mundo, como, a la inversa, es imposible concebir una inmanencia evolutiva de Dios en el mundo sin la transcendencia de Dios respecto del mundo. Ambas mantienen una referencia recíproca. Sólo es posible hablar de un más allá divino del mundo cuando se percibe la existencia divina en el mundo y viceversa. Puesto que la teología cristiana, en sus disputas con la teoría de la evolución, se retiró cada vez más al más allá de Dios, antiguos y recientes teóricos de la evolución echaron mano del panteísmo para describir el más acá divino que ellos percibían.

Se entiende teológicamente el mundo como sistema abierto, partici-pativo y anticipador cuando se ve la historia de la creación como despliegue de la inmanencia y transcendencia de Dios respecto del mundo. Naturalmente, tales afirmaciones teológicas referidas a hipó­tesis científicas no pasan de ser unos esbozos; no llegan a la categoría de dogmas.

32. También K. Rahner, La cristología dentro de una concepción del mundo, en Id., Escritos de teología V, Madrid 1964, 181 ss, utiliza el concepto de la autotranscendencia como principio del mundo dependiente de Dios.

La creación continuada 221

4. La creación continuada

Para lograr una visión panorámica de todo el proceso de la creación, una nueva interpretación de la doctrina cristiana de la creación que quiera tener en cuenta los conocimientos de la naturale­za conquistados por las teorías de la evolución deberá distinguir con mayor claridad que la tradicional doctrina de la creación entre la creación en el principio, la creación continuada y la consumación de la creación en el reino de la gloria. En las líneas siguientes trataremos de reflexionar teológicamente en el contexto de la creación entendida como un «sistema abierto»33.

1. Si hemos de hacer caso a los textos que recogen la historia de la creación, la creación en el principio careció de requisitos previos. La tardía expresión de la creatio ex nihilo designa el milagro de la existencia del mundo y la contingencia inicial del ente mismo. La existencia del mundo y, posteriormente, de todos los estadios de la evolución en su historia son «casualidad», aunque teológicamente no cabe hablar de «casualidad ciega», sino de una casualidad intenciona­da: creaciones libres de Dios para comunicación de su bondad con la intención de glorificarse. La casualidad y la intencionalidad de las evoluciones no son ni contradictorias ni contrapuestas en el concepto teológico de la creación de Dios34.

La creación en el principio es, simultáneamente, la creación del tiempo. Puesto que la revelación y la percepción del tiempo son posibles sólo en las mutaciones, hay que entender la creación inicial como creatio mutabilis. No está cerrada en sí misma, sino abierta a su historia, que puede acarrear corrupción y salvación, aniquilación y consumación. Si Dios suscitó su creación para que fuera el reino de su gloria, tuvo que ponerla en movimiento y trazarle una dirección irreversible. Y la acompaña en este movimiento con la apertura de nuevas posibilidades y la mantiene en esa dirección mediante la comunión de su Espíritu creador. Esta apertura a su propia historia nos permite considerar ya la creación en el principio como un «siste­ma abierto» que no tiene en sí mismo su fundamento, su meta ni su equilibrio, sino que encierra desde el principio una referencia excén­trica y alineada en la dirección del futuro. Al entender la creación en el principio como sistema abierto queremos decir que, con este principio, se dieron las condiciones que hacían posible su historia de corrupción y de salvación, así como su consumación.

33. J. Moltmann, La creación, sistema abierto, en Id., El futuro de la creación, Salamanca 1979, 145 ss; A. Peacocke, Creation and the World of Science, o. c, 154 ss.

34. C. Bresch, Vom Würfeln, das kein Glücksspiel war, en Lust am Denken, o. c, 25-53.

222 La evolución de la creación

Meta de esta historia de la creación no es el retorno al originario estado paradisíaco, sino la revelación de la gloria de Dios. Este final se corresponde con el principio porque representa la realización de la real promesa que está inscrita en la creación misma. Pero la nueva creación de cielos y tierra en el reino de la gloria desborda cuanto se puede narrar de la creación en el principio.

La idea de un equilibrio propio, perfecto en el cosmos estable contradice la concepción bíblica, y especialmente la mesiánica, de la creación que apunta a la glorificación futura35. A la concepción del futuro como restitutio in integrum y como retorno de la creación a la paradisíaca condición original (status integritatis) no se le puede calificar de bíblica ni de cristiana36. Una comparación objetiva entre el capítulo primero y el último de la Biblia refuta esta doctrina tradicional.

2. Desde una perspectiva teológica, las teorías de la evolución afectan al orden de la creación y a la creación continuada, que sigue a la (creación) que acaeció en el principio. Tales teorías no contradicen la doctrina de la creado ex nihilo. Pero fuerzan a la teología a recoger y reinterpretar las olvidadas doctrinas de la creatio continua, del concursus Dei generalis y de la providentia Dei. Partimos aquí de un concepto trimembre de creación: creatio originalis - creatio continua -creatio nova.

a) Indicamos ya la necesidad de distinguir entre la actividad creado­ra inicial de Dios y la histórica: la creación en el principio se realiza sin requisito previo alguno; la creación en la historia presupone la creación. Consiguientemente, tenemos que distinguir entre la contingencia del principio y la contingencia de la historia en los procesos de sistemas abiertos. Sin embargo, la tradición teológica limitó durante largo tiempo la creación divina a la producción de la creación, y consideró la actividad creadora de Dios en la historia como su obra de conserva­ción y de acompañamiento. Pero esta distinción entre creación y conservación no se ajusta a la Biblia. El término hebreo bara, que designa la actividad creadora de Dios, aparece en la Biblia con mayor frecuencia para referirse a la actividad creadora de Dios en la historia —liberación y salvación— que para indicar la inicial creación del mundo. En el nuevo testamento se habla de la «nueva creación en

35. Contra Tomás de Aquino, STh I 90 3 ad-2, para quien el tiempo tiene una estructura circular en la que comienzo y final se corresponden.

36. Contra R. Bultmann, Glauben und Verstehen III, Tübingen 1960, 29.30, para quien la revelación escatológica es la «restauración» de la revelación de la creación. P. Evdokimov, Nature: Scottish Journal of Theology (1965) 1-22 expone, frente a esto, la concepción ortodoxa en los siguientes términos: «The Kingdom ist not simply a return back towards paradise, but its forward-moving creative fulfilment which takes in the whole of creation» (8).

La creación continuada 223

Cristo», del «Espíritu vivificador» y de la promesa escatológica «he aquí que lo hago todo nuevo». Desde un punto de vista teológico, resulta, pues, insuficiente limitar la «actividad creadora» de Dios al principio, hablar históricamente sólo de «conservación», y escatológi-camente sólo de «redención». En este lenguaje teológico tradicional se percibe más la coacción ejercida por la cosmología antigua que los hilos conductores de unas perspectivas bíblicas.

b) La creación de Dios en la historia presupone la creación inicial de Dios. Es un crear en lo creado. Puede tener el carácter de conservación de la creación frente a los poderes de la aniquilación. La doctrina de la creatio continua indica, pues, la conservación continuada de la creación ya creada. Al mismo tiempo, el Creador repite en cada instante su «sí» pronunciado en el principio, así como su actividad creadora y ordenadora37. Dios no crea nada nuevo. Crea de forma continuada lo creado ya. Realiza esta creación cuando sustenta y conserva. Según esta visión, la creatio continua no produce contingen­cia nueva alguna. Conserva la contingencia de la creación ya creada, repitiendo esta creación de forma permanente. Por consiguiente, se reconoce la creatio continua no en nuevos acontecimientos contingen­tes, sino en la continuidad de lo que continúa permaneciendo igual a sí.

Sin embargo, la teología profética ve la actividad creadora de Dios en la historia en lo inesperadamente nuevo de la liberación y de la salvación (Is 43, 18.19). Aquí, la actividad creadora de Dios apunta no a la conservación de lo ya creado, sino a la anticipación de la salvación que consuma la creación. No se trata sólo de creatio continua, sino, simultáneamente, de creatio nova; y, como creatio nova, de creatio anticipativa. La creación de Dios en la historia anticipa la consumación en el tiempo: con la creación de la libertad, de la justicia y de la salvación en la historia de los hombres, comienza el cumplimiento de aquella promesa que la creación en el principio representa por sí misma. Con la revelación de la realeza de Dios en la historia comienza la consumación de la creación para el reino de Dios. Efectivamente, esta actuación recreadora y consumadora de Dios se percibe al principio sólo en la historia humana. Pero repercute y tiene paralelismo en la historia de la naturaleza: «Y renuevas la faz de la tierra« (Sal 104, 30).

Una exposición detallada de la creatio continua debe considerar la actividad de Dios en la historia bajo ambas perspectivas: la conserva­ción del mundo creado y la preparación de su consumación. La actuación de Dios en la historia se sitúa entre la creación en el

37. El principio científico-natural de la conservación de la energía refleja el principio teológico de la continuada conservación del mundo por Dios.

224 La evolución de la creación

principio y la nueva creación. La tradición teológica ha acentuado de forma unilateral la conservación del mundo: conservatio mundi. En teologías nuevas de la evolución y del proceso se acentúa unilateral-mente el desarrollo del mundo. Pero si descubrimos la creado conti­nua entre la creatio originalis y la creatio nova, reconoceremos la continuada actividad creadora de Dios como actuación conservadora e innovadora. En la actuación conservadora se manifiesta esperanza; en la actividad innovadora se hace patente la fidelidad. Pero, en el fondo, toda actuación conservadora es innovadora y toda actuación innovadora conserva38. La creación de Dios histórica tiene una orien­tación escatológica: conserva la creación del principio anticipando la consumación y preparándole el camino. La creación de Dios histórica tiene dimensiones cósmicas: lleva la totalidad del cosmos a una situa­ción nueva.

El sistema abierto de la creación apunta a la creación de Dios en la historia. En esta creación en la historia se realiza la inclinación y el futuro de la creación.

c) Las tradiciones de la creación presentan a la realizada en el principio como actividad creadora sin esfuerzo: «Y dijo Dios: ¡Hága­se la luz! y la luz se hizo». En cambio, la teología profética describe la creación de la libertad, de la justicia y de la salvación en la historia como el «esfuerzo y trabajo» de Dios39. El Creador sufre la contra­dicción de sus criaturas. Tolera que se cierren. Carga los pecados, las fechorías, los dolores y enfermedades de sus criaturas sobre el nuevo Siervo de Dios: «Por sus heridas hemos sido sanados» (Is 53, 5). La creación de la salvación brota del sufrimiento de la oposición. La creación de la justicia brota del padecimiento de la injusticia. La creación de Dios en la historia contiene, pues, pasión y acción a la vez. La misma doctrina tradicional que afirmaba la conservación del mundo por Dios a pesar de los pecados vio una postura de tolerancia de Dios, y la interpretó como expresión de la magnanimidad de Dios40. La fuerza creadora de Dios en la historia se muestra siempre, prime­ro, en la inagotabilidad de su capacidad de sufrimiento. Y esto no es una señal de debilidad, sino revelación de su fortaleza. La bienaventu­ranza que dice: «Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5, 5) se aplica en primer lugar a Dios.

38. Para el problema de la creatio continua, cf. O. Weber, Grundlagen der Dogma­tik I, Neukirchen 1955, 556 ss; W. Trillhaas, Dogmatik, Berlín 1972, 152 s; H.-G. Fritzsche, Lehrbuch der Dogmatik II, Góttingen 1967, 294 ss.

39. También Atanasio distingue claramente entre la orden, sin esfuerzo, de creación y la encarnación, aunque no integra el sufrimiento y la muerte de Cristo en su presenta­ción de la encarnación del Logos de la creación. Cf. De incarnalione § 44.

40. En la posposición del juicio sobre los pecados (nápeaig TÚ)V áttotprivv) se encierra una promesa de perdón de los pecados (&<x¡c TCÜV áiiapxiwv). Cf. O. Weber, Grundlagen der Dogmatik I, o. c, 569 ss.

La creación continuada 225

Respecto de las criaturas también se puede generalizar: cuanta mayor capacidad de carga tiene un sistema de vida tanto mayor es su resistencia y su capacidad de supervivencia. Recoge los impulsos hostiles y los asimila en una dirección productiva, sin destruir al enemigo ni a sí mismo. De esa manera, el sujeto se hace más flexible y se enriquece. Pues cuanta mayor es la capacidad de sufrimiento de un sistema de vida abierto, mayor capacidad de aprender posee.

Por consiguiente, en la paciencia inagotable del Creador y en su activa capacidad de sufrimiento se encuentra la raíz de su actividad creadora en la historia: mantiene la comunicación también con aque­llos sistemas de vida que han interrumpido la comunicación con él, que se comportan como «sistemas cerrados» y se condenan a muerte a sí mismos. Al tolerar tales rupturas de comunicación, Dios mantiene abierto el futuro para sus criaturas; y, juntamente con el futuro, mantiene abiertas también sus posibilidades de conversión. La actua­ción esencial de Dios en la historia consiste en la apertura de sistemas de vida que se cierran. Consigue esa apertura mediante la comunica­ción paciente. Gracias a su inagotable capacidad y voluntad de sufrimiento, Dios crea oportunidades concretas para la liberación del autoencapsulamiento y para la evolución de los diversos sistemas de vida abiertos. Por ser una actividad creadora fundamentalmente paciente y tolerante, la «actuación de Dios en la historia» es también silenciosa. Dios conduce su creación hacia la meta y hace avanzar la evolución no mediante intervenciones sobrenaturales, sino a través de su pasión y extrayendo posibilidades de su padecimiento. Desde la perspectiva de la historia del mundo, la fuerza transformadora del sufrimiento constituye la base de la actuación liberadora y consuma­dora de Dios. Teilhard de Chardin estaba pensando eso mismo cuando escribió:

Conviene recordar que las opiniones transformistas tal como se exponen aquí están muy lejos de ser incompatibles con la existencia de una causa primera. Por el contrario, constituyen la manera más noble y estimulante de concebir su influxus physicus. El transformismo cristiano considera la actividad creadora de Dios no como algo que viene de fuera e invade sus obras existentes ya en medio de nosotros. Considera, por el contrario, que hace nacer los sucesivos elementos de su obra en medio de las cosas. Por tanto, esa actividad no es menos esencial, menos universal y, sobre todo, menos interior4'.

Cabe pensar toda una serie de relaciones para expresar la «activi­dad concomitante de Dios» (concursus Dei generalis et specialis) en la historia del mundo y en la historia de la vida de cada criatura: Dios

41. P. Teilhard de Chardin, Das Auftreten des Menschen, Olten-Freiburg 1964, 359 (ed. cast.: citada en nota 2).

226 La evolución de la creación

obra en la actuación creadora y mediante ella: Dios obra con la actividad creadora y desde ella; las criaturas obran desde las potencias divinas y tienden a penetrar en un medio ambiente divino; la paciencia divina hace posible la actividad de las criaturas; la presencia de Dios en el mundo es el espacio libre para la libertad de las criaturas, etc. No es necesario esperar de esa actuación sólo intervenciones sobrenatura­les y transtornos espectaculares. Tal concepción deformaría la visión de la «actividad concomitante» de Dios. Pero la referencia al acompa­ñamiento silencioso y discreto que Dios regala a la historia no excluye en modo alguno experiencias de «signos y prodigios». Precisamente la constante experiencia de la actuación concomitante de Dios crea la posibilidad de percibirlos.

Dios mismo está presente en su creación a través de su Espíritu. La creación entera está inundada del Espíritu. Mediante su Espíritu, Dios está presente también en las estructuras de la materia. En la creación no existe una materia carente de espíritu ni espíritu inmate­rial, pues sólo hay materia informada. Debemos llamar espíritu a las informaciones que determinan todos los sistemas de la vida y de la materia. En el hombre emergen en la conciencia en forma creatural. En este sentido, la totalidad del cosmos es acorde con Dios: puesto que el cosmos es producido mediante Dios el Espíritu, y existe en Dios el Espíritu, por eso se mueve y se desarrolla en las energías y fuerzas del Espíritu divino.

¿Por qué muchos teóricos de la evolución acudieron al panteísmo de la materia, de la naturaleza o de la vida a la hora de configurar una visión del mundo? Adoptaron tal postura no sólo para emanciparse de la Iglesia. Existían, además, unas razones objetivas: respecto a la contingencia inicial del mundo, el teísmo, que distingue entre Dios y mundo, ofreció siempre sus servicios. Pero respecto de la evolución del cosmos y de la vida partiendo de la contingencia del acontecer es mucho más natural pensar en el panteísmo dinámico: la materia que se organiza a sí misma se autotransciende y produce su propia evolu­ción. En este sentido, es, pues, autocreadora. Cabe explicar estos fenómenos mediante la teoría holística de Spinoza. Natura est natura naturans. Por eso: Deus sive natura. Pero la doctrina trinitaria de la creación aconseja interpretarla pneumatológicamente. El Dios pre­sente en el mundo y en cada parte es el Espíritu creador. En el mundo que evoluciona no sólo está presente el Espíritu de Dios, sino, más bien, Dios el Espíritu con sus energías increadas y creadas42.

3. El futuro de la creación. Hemos definido la creación en el principio como sistema abierto, y hemos considerado la actividad

42. Cf. al respecto también A. Peacocke, o. c, 203 ss, que honra de nuevo el panenteísmo para vincular trascendencia e inmanencia de Dios.

La creación continuada 227

creadora de Dios como las aperturas temporales de sistemas cerrados. Se sigue de ahí la pregunta sobre si debemos concebir la consumación del proceso de creación como la conclusión definitiva de los sistemas referenciales y abiertos. ¿Es el reino de la gloria el sistema del mundo que ha llegado finalmente a su conclusión? Entonces, la nueva crea­ción sería el final del tiempo y atemporal. El sistema abierto hombre sería entonces un sistema inacabado; y los sistemas abiertos de la naturaleza no pasarían de ser sistemas todavía no cerrados. La historia sería el estado de un cosmos no determinado aún por completo. La consumación significaría en tal caso el final de la libertad humana y de todas las posibilidades que han sido posibles mediante el no-ser-todavía43. El tiempo seria asumido en la eternidad, y la posibilidad en la realidad. Mas no es posible teológicamente concebir así la consu­mación. Si la inhabitación de Dios consuma el proceso de la creación, entonces la ilimitada plenitud de vida de Dios habita en la nueva creación, y la creación glorificada es completamente libre en su participación de la ilimitada existencia de Dios. La inhabitación de la ilimitada plenitud de la vida eterna de Dios significa, pues, la apertura de todos los sistemas de vida (por excelencia); por consiguiente, también su vida eterna, no su petrificación final. La apertura de todos los sistemas de vida a la inagotable plenitud de vida de Dios lleva también a su consumada comunión recíproca, pues la inhabitación de Dios expulsa los poderes de lo negativo y, en consecuencia, también la lucha por la existencia y la angustia derivada de la creación. «Cabe, pues, afirmar que el reino de Dios es también el reino de la "simpatía universal de todas las cosas"».

En el reino de la gloria habrá que suponer tiempo e historia, futuro y posibilidad; y deberemos suponerlos en una medida sin trabas y libre ya de ambivalencia. Por consiguiente, en lugar de hablar de eternidad atemporal, sería preferible utilizar la expresión «tiempo eterno». En vez de hablar del «final de la historia», tendría más cuenta hacer referencia al final de la prehistoria y al comienzo de la «historia eterna» de Dios, hombre y naturaleza. Pero entonces hay que pensar en una mutación sin caducidad, en un tiempo sin pretérito y en una vida sin muerte. Pero esto resulta difícil en la historia de vida y muerte, de devenir y caducidad, pues todos nuestros conceptos están marcados por tales experiencias. Sin embargo, no es absolutamente necesario vincular finitud con mortalidad. También pueden existir criaturas finitas, pero inmortales. Según Le 20, 36, los resucitados de entre los muertos deben ser hombres nuevos y «como ángeles». Pero

43. Criticamente contra la «ontología del no-ser-todavia» de E. Bloch. Cf. E. Bloch, Philosophische Grundfragen I. Zur Ontologie des Noch-Nicht-Seins, Frankfurt 1961. Una ontología de estas características da pie sólo a una esperanza efímera. Su realización reside en el sistema cerrado de la «patria de la identidad».

225 La evolución de la creación

éstos son finitos e inmortales a la vez. Si es cierta la afirmación paulina de que los creyentes «nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos» (2 Cor 3, 18) en el Espíritu, habrá que suponer también en el «reino de la gloria» un similar proceso de transformación sin caducidad.

Al igual que la experiencia humana de la historia, la estructura del sistema de la naturaleza apunta en esa misma dirección. Las mismas estructuras de la materia evidencian un margen de comportamiento indeterminado. Si vamos de las estructuras atómicas a sistemas más complejos, descubrimos una mayor apertura al tiempo y una crecien­te plétora de posibilidades. A medida que avanza la evolución de los sistemas complejos crece la indeterminación del comportamiento porque aumentan las posibilidades. Las personas humanas y los sistemas sociales humanos son los sistemas más complejos de cuantos conocemos. Ponen de manifiesto el grado supremo de comportamien­to indeterminado y las más amplia medida de apertura al tiempo y al futuro. Puesto que cada realización de una posibilidad mediante sistemas abiertos crea nuevas posibilidades, no se limita a realizar una posibilidad ni a convertir el futuro en pretérito, es posible concebir el reino de la gloria, que consuma el proceso de la creación mediante la inhabitación de Dios, no como un sistema finalmente concluido y, por consiguiente, cerrado, sino como la apertura de todos los sistemas de vida finitos a la plenitud de la vida. Pero esto obliga a pensar el ser de Dios no sólo como la suprema realidad para todas las posibilida­des realizadas, sino también como la posibilitación trascendente de todas las realidades posibles.

9 Imagen de Dios en la creación:

los hombres

Imago Dei es, desde antiguo, el concepto básico de la antropología teológica: los hombres están creados para ser imagen de Dios en la tierra'. Sin embargo, las tradiciones bíblicas no justifican esta posi­ción central del concepto2. Sólo aparece en el documento sacerdotal (Gen 1, 26.27; 5, 1; 9, 6). El salmo 8, 6 presupone el concepto; Sab 2, 23; Eclo 17, 3 lo conocen. En el nuevo testamento es utilizado como concepto tradicional (Sant 3, 9; 1 Cor 11,7), pero no es objeto de una nueva profundización. Este repaso a la tradición permite comprender por qué la antropología teológica ha tratado de la similitud del hombre con Dios sólo en la doctrina de la creación. Con el concepto se describió la figura ideal y primigenia del ser humano que fue oscurecida y destruida por la caída original y que es restaurada por la gracia de Dios. Con esta visión unilateral, la antropología teológica se aproximó a la órbita del mito del origen y pasó por alto la orientación mesiánica de la historia del hombre a la que insta el nuevo testa­mento.

En este capítulo, trataremos de entender históricamente, desde una triple perspectiva, la similitud del hombre con Dios: 1. como el destino originario del hombre: imago Dei, 2. como la vocación mesiáni­ca de los hombres: imago Christi, 3. como Xa. glorificación escatológica de los hombres: gloria Dei est homo3. Desde un punto de vista hermenéutico, esto quiere decir que comenzamos con una interpreta­ción teológica de los relatos de la creación del antiguo testamento, pero a la luz del evangelio mesianico de Cristo, la cual nos ayudará a iluminar el destino originario del hombre a la vista de su glorificación

1. Cf. L. Scheffczyk (ed.), Der Mensch ais Bild Gottes, Wege der Forschung CXXIV, Darmstadt 1969. Cf. también D. Bonhoeffer, Schópfung und Fall, München 1933; K. Barth, ¡^irchliche Dogmatik I I I / l , 214 ss; VI. Lossky, ln the Image and Likeness oj'God, London 1975.

2. Ha aludido a esto O. Weber, Grundlagen der Dogmatik I, Neukirchen 1955, 615 s. 3. Así, ya Tomás de Aquino, STh I a 93, 4: «Imago Dei tripliciter potest contueri in

homine».

230 Imagen de Dios en la creación

definitiva en el reino de Dios. De esa manera, conoceremos lo anterior a la luz de lo posterior, y entenderemos el principio en la perspectiva de la consumación. Esta exégesis teológica —o, por mejor decir, mesiánica— se distingue tanto de la exégesis histórica como de la exégesis teológica realizada a la luz de la tora. Naturalmente, presupone a ambas y no rechaza ninguna de ellas, sino que las integra.

Tras la presentación de la idea del hombre creado a imagen de Dios, en las tres fases históricas de Dios con los hombres, hay que tratar los problemas teológico-sistemáticos de la antropología cristia­na. El problema tradicional, controvertido entre las diversas confesio­nes cristianas, sobre cómo se puede entender al hombre como fiel imagen de Dios y como pecador al mismo tiempo, recibirá aquí una solución que se distancia de la ofrecida tradicionalmente por los teólogos de la Reforma, pero que se basa en la Biblia. Puesto que entre antropología y teología existe una relación recíproca, habrá que tratar de superar el monoteísmo occidental en el concepto de Dios y su correspondiente individualismo en la antropología: los hombres son imago trinitatis, y sólo se corresponden con el Dios uno y trino cuando están unidos.

1. El destino originario de los hombres: imago Dei

El texto básico que sirve de fundamento para el concepto de fiel imagen de Dios presenta algunas dificultades ya en su misma traduc­ción. Partimos aquí de la siguiente traducción:

Y Dios (Elohim) dijo: Hagamos a los hombres como nuestra imagen, como nuestra figura. Ellos dominarán sobre los peces del mar y sobre los pájaros del cielo, y sobre el ganado y sobre todos los animales de la tierra y en toda serpiente que serpea sobre la tierra. Y Dios (Elohim) creó a los hombres como su imagen: hombre y mujer los creó... (Gen 1, 26-27).

En los versículos 26-30 observamos la siguiente estructura: intro­ducción, toma de decisión, creación de los hombres, bendición y encargo, sustento 4. Para llegar a su comprensión teológica destacare­mos los puntos siguientes:

4. W. H. Schmidt, Die Schópfungsgeschichte der Priesterschrijt, Neukirchen 21967; Cl. Westermann, Génesis, Kap. 1-11. BKAT, Neukirchen 21976; J- J. Stamm, Die Gottesebenbildlichkeit des Menschen im AT: ThSt 54 (1959); Ph. Trible, God and the Rhetork o) Sexuality, Philadelphia 1978; J. Jervell, art. Bild Gottes I, TRE VI, Berlín 1980, 491 ss; H. W. Wolff, Antropología del antiguo testamento, Salamanca 1975.

El destino originario de los hombres 231

a) La creación de los hombres es la última obra de la creación. Comienza con una introducción solemne en la que se da a conocer una decisión especial de Dios. En la creación de la luz se dice: «Dijo Dios: "haya luz", y hubo luz» (Gen 1, 3). En la creación de los animales se dice: «Dijo... y así fue... y creó...» (Gen 1, 20 s). En cambio, cuando se va a proceder a la creación de los hombres, el tenor del texto cambia. Entonces se dice: «Hagamos... y Dios creó». Los hombres nacen no de una palabra creadora, sino de una especial decisión de Dios. Dios se dirige a sí mismo la palabra que precede a la decisión. Es una autoinvitación. Cuando se trata de una decisión el sujeto actúa primero en sí mismo: «se» decide, antes de actuar en otro. En la autoinvitación recogida aquí, Dios se determina a ser el creador de su imagen. Y después crea esa imagen. «Dios se decide». Tenemos ahí una contracción de Dios sobre esta posibilidad única. Y esa contracción representa ya el primer autoanonadamiento de Dios. Este se revela en que Dios pone su imagen y su gloria en las criaturas terrenales «hombres»; y en que, así, él entra en la historia de estas criaturas5.

El plural de Gen 1, 26 ha sido considerado como un enigma y ha provocado muchas interpretaciones: ¿habla Elohim en una reunión de dioses? ¿Se dirige Elohim a una diosa? ¿Se trata de un plural may estático? b. Ninguna de estas explicaciones aclara esta alocución que Dios se dirige a sí mismo. Hay que entenderla como plural deliberationis, como ponderación y deliberación con su propio cora­zón. Pero una autoinvitación en una conversación consigo mismo presupone una autorrelación del sujeto. A su vez, una tal autorrela-ción presupone una autodiferenciacicm y la posibilidad de la autoiden-tificación. El sujeto es entonces un singular en el plural, o un plural en un singular. Estos cambios de singular y plural son importantes en este lugar: «Hagamos hombres... una imagen que se nos parezca» 7. La imagen de Dios (singular) tiene que corresponder además al plural interno de Dios y, sin embargo, ser una imagen. Por el contrario, singular y plural alternan en el versículo siguiente: Dios (singular) creó al hombre (singular), como hombre y mujer (plural) los (plural) creó. Aquí, el plural humano tiene que corresponderse con el singular de Dios. Si el Dios que toma la decisión es un plural en el singular, su imagen sobre la tierra —los hombres— deberán ser un singular en el plural. Al Dios uno, diferenciado en sí y conforme consigo mismo, debe corresponder una comunidad de hombres, masculina y femeni­na, que se unen y se hacen uno.

5. Cf. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o. c, 120 ss. 6. W. H. Schmidt, o. c. 129 ss, discute una lista de las posibilidades; Cl. Wester­

mann, o. e., 203 ss. 7. Ph. Trible ha aludido a esto, o. c., 21.

232 Imagen de Dios en la ereación

La teología de la Iglesia primitiva vio en este cambio consciente de singular a plural y de éste a singular una revelación de la Trinidad. Sin duda, desde una perspectiva histórica y a la luz de la tora, no se detecta el menor rasgo de la doctrina de la Trinidad. Y, sin embargo, este texto es una de las raíces de la posterior comprensión de Dios como el uno y trino a la luz del evangelio mesiánico de Cristo.

b) Dios creó al hombre «a su imagen». La traducción tradicional suele decir, sin embargo: «según su imagen». Las traducciones tradi­cionales presuponen un arquetipo en Dios. E imaginan que el hombre es formado como una copia, como una réplica de ese arquetipo. Detectamos ahí la influencia que la doctrina platónica de las ideas ejerció en la teología de la Iglesia primitiva. Pero esas traducciones tradicionales tienen también el respaldo de la cristología del nuevo testamento: Cristo es la «imagen de Dios» «por medio del cual fueron creadas todas las cosas» (Col 1, 15 s; Heb 1, 3). Por eso, como Hijo de Dios, es también el Primogénito. Y los creyentes han sido predestina­dos por Dios a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8, 29). La imago Christi es una imago Dei mediada por Cristo. Por eso se tendió en el cristianismo a la versión «creados según su imagen». Pero también se puede detectar la referencia cristológica en la traducción «a su ima­gen» si se entiende que el hombre ha sido creado con miras a la imagen de Dios que es Cristo. Su creación, por consiguiente, está abierta a la encarnación. Entonces se entiende la cristología como la consumación de la antropología, y ésta prepara la cristología.

Dos términos describen la definición del hombre: zalam y demuth; en griego: éixwv y ó/ioícoaiQ; en latín: imago y similitudo. El primer vocablo designa la imagen plástica; el segundo, la semejanza. El primero exterioriza más la referencia representativa. El segundo ex­presa más la referencia reflexiva hacia dentro. Quizás ambos términos fueron tomados de la teología egipcia del rey: el faraón es la copia de Dios que domina en la tierra, es su representante, su comisionado, su resplandor y su forma de manifestarse en la tierra. También el salmo 8 representa como un hombre regio al hombre creado a imagen de Dios. Según la mentalidad del oriente antiguo, el faraón está presente en las estatuas que manda erigir en todas las provincias de su imperio. En esa misma línea, se entinde al hombre como «signo de la majestad de Dios» en la tierra, como representante de Dios, como su gloria sobre la tierra. Si efectivamente esta terminología de la semejanza con D ios deriva de la teología regia, esa derivación encierra un potencia] de revolución política: no un príncipe, sino el hombre, hombre y mujer por igual, todos los hombres y cada hombre son imagen, representante, comisionado y resplandor de Dios. Tanto si la «de­mocratización de la ideología regia» está ya presente en el documento

El destino originario de los hombres 233

sacerdotal como si no, este pasaje ha tenido una influencia «democrati-zadora» en toda la historia política judía y cristiana8. Entre los hombres no existe diferencia alguna, sino igualdad, respecto al subsi­guiente encargo de dominar la tierra.

Como imagen de Dios, los hombres le representan a él en la tierra. Como semejanza de Dios, los hombres reflejan a Dios. Caería en la unilateralidad quien pretendiera ver en la semejanza con Dios sólo el encargo divino de dominio. En la semejanza se encierra también «una manera de manifestación» de Dios mismo, concretamente un resplan­dor de su gloria, como el salmo 8 acentúa. Este aspecto es importante también para Pablo. Dios está presente en los hombres. «Se manifies­ta allí donde el hombre se manifiesta»» 9. El hombre es una revelación indirecta de Dios en la tierra. Ser imagen significa siempre hacer que algo se manifieste, revelarlo.

¿En qué consiste esta imagen de Dios? En resumen, la tradición teológica ha dado las siguientes respuestas: 1. según la analogía de la substancia, el alma, la naturaleza racional y volitiva del hombre, es la sede de la semejanza con Dios, pues ella es inmortal y semejante a la naturaleza divina10; 2. según la analogía de la forma, es el caminar erguido y la mirada del hombre dirigida hacia arriba11; 3. según la analogía de la proporcionalidad, la semejanza reside en el dominio del hombre sobre la tierra en la medida en que ese dominio se corresponde con el de Dios sobre el mundo12; 4. finalmente, de acuerdo con la analogía de la relación, la semejanza consiste en la comunión de hombre y mujer, que responde a la comunión intratrinitaria de Dios. El «fenómeno hombre» es el punto de partida de estas respuestas. Todas ellas se levantan sobre características que diferencian al hom­bre del animal, e interpretan en clave religiosa lo específicamente humano como su semejanza con Dios. Esta designa, pues, la relación general del hombre con Dios que le diferencia del animal. Este punto de partida es un poco superficial. La «imagen de Dios» es primero un concepto teológico, y posteriormente antropológico. En primer lugar, expresa algo acerca de Dios, que se crea su imagen y establece una relación especial con ella. Y posteriormente dice algo sobre el hombre que ha sido creado de esa manera. La imagen de Dios designa en primer término la relación de Dios con el hombre, y posteriormente la relación del hombre con Dios. Dios establece una relación tal con el

8. Con W. H. Schmidt, o. c, 139.143, nota 3 contra Cl. Westermann, o. c, 212. 9. W. H. Schmidt, o. c, 144. 10. Cf. apartado 4 de este capítulo. 11. Así, H. Gunkel, Génesis, 61922, y E. Jüngel, Der gottentsprechende Mensch, en

Neue Anthropologie, vol. 6, dtv 1975, 355. 12. Así W. Gross, Die Gottebenbildlichkeit des Menschen im Kontext der Priester-

schrift: Theol. Quartalsschrift 161 (1981) 244-264.

234 Imagen de Dios en la creación

hombre que éste se convierte en su imagen y en su gloria sobre la tierra. El ser del hombre se origina y existe en esta relación de Dios con el hombre, no en esta propiedad o en aquella que le diferencian de los restantes seres vivientes. El Dios que se crea una imagen en la tierra se corresponde en ella. Por eso, la semejanza del hombre con Dios reside en que él, por su parte, concuerda con Dios. Y ese Dios que hace que su gloria resplandezca en su imagen sobre la tierra se refleja en ella, en el hombre, como en un espejo. La tradición teológica ha entendido siempre la imagen de Dios como un reflejo de Dios en una especie de espejo. El Dios que se hace representar en la tierra por su imagen se manifiesta también en ésta, que se convierte así en una revelación indirecta de su ser divino en forma terrena. Como imagen y manifestación de Dios en la tierra, los hombres detentan una triple relación fundamental: dominan sobre las restantes criaturas terrenas como representantes de Dios y en nombre de él; son el interlocutor de Dios en la tierra. El Señor quiere hablar con él y recibir respuestas de él. Son la manifestación de la gloria de Dios y su honor en la tierra.

Sólo el hombre es imago Dei. Ni los animales ni los ángeles ni las fuerzas de la naturaleza ni los poderes del destino merecen ser temidos u honrados como imagen, manifestación o revelación de Dios. La veterotestamentaria/>ro/»'¿)íctó« de imágenes protege también la digni­dad del hombre como única imagen de Dios.

Si partimos de la relación de Dios con el hombre, la imago Dei no radica en esta propiedad o en aquella que le distinguen de otras criaturas, sino en la totalidad de su existencia. El hombre entero, no sólo su alma; la verdadera comunidad humana, no sólo la persona individual; la humanidad amiga de la naturaleza, no simplemente los hombres que se enfrentan a esa naturaleza son imagen y honra de Dios. Se desmorona así la pregunta acerca de fenómenos especiales de esta imagen divina. Sin embargo, según las tradiciones bíblicas existe un lugar en el que se revela y puede ser conocida la relación de Dios con el hombre: el rostro del hombre se convierte en espejo de Dios: «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria de Dios...» (2 Cor 3, 18), «...para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Cor 4, 6). «Ahora vemos en un espejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara» (1 Cor 13,12). Una vez que Moisés había contemplado la gloria de Dios sobre el monte, su rostro irradiaba de forma insoporta­ble a los ojos del pueblo. En consecuencia, Moisés tuvo que cubrirse el rostro (Ex 34, 33-35). Cuando Jesús se «transfiguró», «su rostro se pu­so brillante como el sol» (Mt 17, 2). Y del venidero Juez del mundo se dice (Ap 1, 16) que «su rostro era como el sol cuando brilla con toda su fuerza». El «rostro de Dios» es un símbolo utilizado generalmente

El destino originario de los hombres 235

para dar a entender la condescendencia de Dios, su atención previsora y su presencia activa. Efectivamente, el término tipóaomov puede designar también la totalidad de la persona. Pero se conoce la totalidad de la persona en su reacción, y ésta se manifiesta a través de sus ojos abiertos y del rostro atento. Así como las fluctuaciones del estado de ánimo se reflejan en la cara y el interior del hombre encuentra su mejor expresión en el rostro, así también la gloria de Dios es perceptible en el rostro de Cristo y se refleja de mil maneras diferentes en los rostros de quienes lo conocen. Sea cual fuere el lugar indicado de la imago Dei, ya sea el alma, el caminar erguido, el dominio o la comunión, se expresa concentrado en el rostro de los hombres. Por eso, la originaria vocación del hombre a ser «imagen de Dios» contiene ya la promesa escatológica de conocer a Dios «cara a cara». Cabe compendiar esto en una doctrina fisionómica de la imagen divina en el hombre.

c) El siguiente lugar antropológico en el que se manifiesta la imagen de Dios es la diferencia y comunión sexual de los hombres. Imago Dei es el destino señalado a la común condición humana. Según Gen 1, 26, Adán, ser humano, es un singular que se correspon­de con un plural divino. Según Gen 1, 27, hombre y mujer son un plural que se corresponde con un singular divino. Este juego gramati­cal con el singular y el plural es intencionado e importante. Desde el mismo momento de la creación, el ser humano existe en la diferencia de sexo y en la recíproca relación sexual. Dado que se puede traducir también: «masculino y femenino los crió», cabe pensar también en la diferencia de animus y anima, diferencia que, según C. G. Jung, está presente en todo hombre, sea varón o hembra, en diversas connota­ciones. Las combinaciones singular-plural quieren evitar, además, que se entienda ser humano como concepto genérico que engloba a hombre y mujer o se vea hombre y mujer como dos criaturas diferen­tes. Con ello se pretende dar a entender que las diferencias sexuales y la común condición humana son igualmente primigenias. ¿Por qué se acentúa de manera especial la diferencia sexual en la creación de los hombres? En la creación de los animales bisexuales se dice simple­mente: «cada uno según su especie». Al parecer, eso basta para la bendición de la fertilidad. En la creación de los hombres se menciona de manera expresa la bisexualidad. Y se añade a esta creación la bendición de la fertilidad (Gen 1, 28). Si no se relaciona la relación sexual con la fertilidad ni se presupone como evidente, como sucede en las especies animales, entonces reside en esa relación lo específica­mente semejante con Dios y lo particularmente humano13. La dife-

13. Ph. Trible, o. c, 19. Críticamente al respecto Ph. A. Bird, Male and Female he created them: Gen 1, 27 b in the contexl of the Priesterly Account o] Creation: HTR 74/2 (1981) 129-159.

236 Imagen de Dios en la creación

rencia y comunión sexuales pertenecen ya a la imagen de Dios mismo, no sólo a la fertilidad o al dominio sobre la tierra. Por consiguiente, esa comunión se corresponde con Dios mismo porque Dios se corres­ponde en ella. Esta representa a Dios en la tierra, y Dios «aparece» en la tierra en su imagen masculino-femenina. No cabe vivir de manera solitaria la semejanza con Dios: sólo es posible en la comunión humana. En consecuencia, el hombre es, desde el primer momento, un ser social. Está hecho para la comunión humana y necesita esencialmente de ella (Gen 2, 18). El hombre es un ser social y desarrolla su personalidad sólo en la comunión. En consecuencia, su desarrollo personal dependerá del trato con los otros. El individuo aislado y el sujeto solitario son formas deficientes del ser humano pues yerran la semejanza con Dios14. Tampoco la persona tiene prioridad sobre la comunidad15. Es atinado afirmar que persona y comunidad son dos caras de un único proceso de vida.

Si se admite que la semejanza con Dios se refiere primero a la relación de Dios con el hombre y posteriormente a las relaciones humanas, cabe preguntar de qué naturaleza es el Dios que se mani­fiesta masculino y femenino en su imagen. ¿Debemos concebir como bisexual al Creador de este ser humano, como dios y diosa a la vez?16

¿Tenemos que considerar al Creador como transexual, que consiente una imagen masculina y femenina en la tierra? El Dios que hace que su gloria se manifieste de forma masculina y femenina en la tierra, simultáneamente, no puede ser un Dios exclusivamente masculino. Ese Dios no es un «varón» aunque el antiguo testamento y el nuevo se refieran a él y lo den a conocer mediante metáforas masculinas tales como Señor, Padre, Salvador, Juez, etc. El Dios que crea su imagen masculina y femenina tampoco es neutro. De ahí que no sirvan las metáforas metafísicas utilizadas por la teología filosófica, para supe­rar el masculinismo en la presentación de la divinidad17. La tercera y mejor posibilidad de entender la cuestión que nos ocupa es la doctrina tardía de la Trinidad, que descubre en Dios diferencia y unidad, y la unidad de diferencia y unidad, y que, por tanto, habla del Dios comunitario y rico de relaciones en sí mismo. Lo analogon de la imagen de Dios reside en la relación diferenciada, en la diferencia rica de relación que constituye en el Dios uno y trino la vida eterna del Padre, del Hijo y del Espíritu, y determina en los hombres la vida

14. Cf. apartado 4 en este capítulo. 15. Contra la presuposición de las encíclicas sociales católicas Rerum novarum (1891)

y Quadragesimo anno (1931). 16. Cf. P. A. H. de Boer, Fatherhood and Motherhood in Israelite and Judean Piety,

Leiden 1974. 17. M. Daly, Beyond God the Father: loward a philosophy of womerís liberation,

Boston 1973, que considera la teología metafísica de Tillich como no patriarcal.

El destino originario de los hombres 237

temporal de mujeres y hombres, de padres e hijos. Esta comunión de vida de los hombres socialmente abierta es la forma de vida que guarda correspondencia con Dios. El concepto de comunidad trinita­ria permite superar no sólo la soledad narcisista del yo, sino también el egoísmo de la pareja compuesta por hombre y mujer18. Por eso el concepto de \a.pericóresis, que expresa la comunión trinitaria, es más adecuado que la hipótesis de un dual en Dios para rastrear la imagen bisexual de Dios en la tierra. Efectivamente, en el relato sacerdotal de la creación no subyace una perfilada doctrina de la Trinidad, pero el mencionado documento está abierto a ella.

d) A la creación de la imagen de Dios en la tierra sigue, en el versículo 29, la encomienda de dominar sobre los animales; y en los versículos 28-29 se recoge el mandato de someter la tierra. Estas tareas no se identifican con la imagen de Dios. Se añaden a ella expresamente. Por eso la imagen de Dios en el hombre tampoco consiste en estos mandatos de dominación. Ambas tareas se comple­mentan recíprocamente, y la segunda delimita a la primera: el «some­ter la tierra» se refiere a la alimentación de los hombres que, según v. 29.30, debe ser exclusivamente vegetariana19. También la nutrición de los animales debe ser únicamente vegetariana. Con ello, de la dominación del hombre sobre los animales queda excluido el derecho del hombre sobre la vida y la muerte de los animales. Si tanto el hombre como los animales practican una nutrición vegetariana, el «dominio» del hombre sobre los animales se reducirá a la tarea de ejercer como juez de paz. El dominio humano sobre la tierra es dominación señorial para Dios, administración de la tierra para Dios. Sólo los hombres conocen la voluntad de Dios. Sólo ellos pueden alabar y ensalzar conscientemente a Dios. ¿Necesita el Creador un representante y un administrador en la tierra? Parece que sí, pues confia al hombre la conservación y continuación del lado terreno de la creación que encontró su forma inicial con el sábado. Los hombres se convierten en sujeto de la ulterior historia de la tierra. El inicial orden de paz entre animales, hombres y plantas en la tierra aparece expresado de forma eximia y definitiva en las visiones proféticas del reino mesiánico de paz (Is 11, 6 ss). Pero el comienzo enseña que el dominio humano sobre los animales y el dominio del hombre sobre la tierra con vistas a la nutrición son dos tareas distintas. La doctrina de la creación en el principio subraya la diversidad de esas dos tareas con mayor claridad que la tradicional doctrina teológica del dominium terrae, que las une y las confunde para desgracia del mundo.

18. D. Staniloae, Der dreienige Gott unddie Einheü der Menschheit: EvTh 41 (1981) 439 ss.

19. O. H. Steck, Der Schopfungsbericht der Priesterschrift, Neukirchen 1975; Id., Welt und Umwelt, Stuttgart 1978, 78 ss.

238 Imagen de Dios en la creación

Del ser de los hombres como imagen de Dios en la tierra se sigue la especial vocación al dominio, pero no cabe invertir la conclusión. Los pueblos, razas y naciones que se afanan por convertirse en dueños del mundo no se hacen imagen, representantes de Dios o «Dios presente» en la tierra. Se convierten, a lo sumo, en monstruos. Los hombres ejercen una dominación legitimada divinamente sólo cuando actúan como imagen de Dios, es decir, como hombres completos, como hombres iguales entre sí y en su comunidad humana, no a costa de la división de la persona humana en espíritu y cuerpo, ni a costa de la división de los hombres en superiores y subditos, ni a costa de la división de la humanidad en diversas clases.

Al final de este capítulo extraeremos las consecuencias que es posible sacar de estas consideraciones teológicas sobre la vocación originaria de los hombres tal como nos es presentada en el primer relato de la creación.

2. La vocación mesiánica de los hombres: imago Christi

La verdadera imagen de Dios no está en el principio, sino en la meta de la historia de Dios con la humanidad. Y está presente como objetivo en aquel principio y en cada momento de esta historia. Pablo es quien más utiliza en el nuevo testamento este concepto. Lo emplea para presentar al mesías Jesús, resucitado y transfigurado, como la verdadera imagen de Dios20. Cristo es imagen y gloria del Dios invisible en la tierra. En la comunión con él alcanzan los hombres la meta a la que están destinados. Se les promete su glorificación con su justificación y en el proceso de su santificación.

a) Según 2 Cor 4, 4, se comenta la «gloria de Dios», que aparece en el evangelio apostólico, llamando a Cristo «imagen de Dios». Pablo, siguiendo un procedimiento rabínico, agrupa Gen 1, 26 y Sal 8: imagen y gloria de Dios en la tierra son inseparables, constituyen una misma cosa. Si Cristo ha resucitado y ha sido transfigurado en la gloria divina, entonces es la verdadera imagen de Dios en la tierra. Al hacer esta afirmación, Pablo no mira al Jesús terreno ni al Hijo de Dios encarnado, sino al Cristo resucitado que se ha aparecido en la gloria de Dios a los testigos pascuales y, finalmente, a él mismo. El evangelio proclama, pues, la aparición de la gloria de Dios en el rostro de Cristo (2 Cor 4. 6), y fundamenta así la esperanza cierta en el comienzo de la nueva creación.

20. J. Jervell, Imago Dei. Gen 1, 26 f im Spatjudentuin, in der Gnosis und in den paulinischen Briefen, FRLANT 58, Góttingen 1960; Id., art. BildGoltesl, TRE VI, 491-498. Allí, más bibliografía.

La vocación mesiánica de ¡os hombres 239

El autor de la Carta a los colosenses proyectó a la creación la teología mesiánica de la resurrección expuesta por Pablo y que considera a Cristo como «el Primogénito de entre los muertos». Ese mismo autor llama a Cristo «imagen del Dios invisible, Primogénito de toda criatura, por el que todo ha sido creado». Esta cristologia de la imagen prototípica proviene tal vez de la literatura sapiencial judía. Como imagen del Dios invisible, Cristo es mediador de la creación, reconciliador del mundo y el Señor de la soberanía de Dios: Dios aparece en su imagen perfecta, Dios domina mediante su imagen, Dios reconcilia y redime mediante su imagen en la tierra. Porque mediante Cristo comienza la creación nueva y verdadera, Cristo tiene que ser ya el misterio de la creación en el principio. Se entiende lo anterior a la luz de lo posterior. Se capta el principio desde la consumación.

b) La unidad de la imagen y de la gloria de Dios sirve de punto de arranque antropológico a Pablo. Según Rom 1,23, el pecado de los hombres consiste en haber transformado la «gloria de Dios» en una figura humana o animal, como en la adoración del becerro de oro (Sal 106, 20). Con el término «gloria» se quiere significar la fuerza de «conocer y de entender a Dios como Dios»21, fuerza que reside en la semejanza de los hombres con Dios. Si el hombre diviniza no a Dios, sino a criaturas, se hará semejante a ellas, tanto en su naturaleza como en su conducta. Si diviniza animales, se hará «animal» e inhumano. Mientras que, según Rom 1, 23 ss, los pecadores «cam­bian» la gloria de Dios, según Rom 3, 23 los pecadores «pierden» esa gloria. Esta ambivalencia dio origen a la discusión histórico-dogmáti-ca sobre el cambio o pérdida de la similitud con Dios obrados por el pecado.

La restauración o recreación de la semejanza con Dios se produce en la comunión de los creyentes con Cristo. Si él es la mesiánica imago Dei, los creyentes se convierten en la imago Christi y se ponen en el camino de llegar a ser la gloria Dei en la tierra. Según Rom 8, 29 reproducen la «imagen del Hijo», y crecen en la figura mesiánica de Jesús mediante el seguimiento. Naturalmente, en opinión de Pablo, Dios es el que configura a los creyentes según la imagen de su Hijo; como dice el v. 30, mediante elección, vocación, justificación y glorifi­cación. Con la justificación, el pecador recibe por gracia aquella justicia que había perdido por el pecado. Y se convierte de nuevo en la imagen de Dios en la tierra. Pero la glorificación sucederá en el futuro, pues consiste en la «redención del cuerpo» (Rom 8, 23), es decir, en la transformación del «cuerpo bajo» del hombre, para que se asemeje al «cuerpo transfigurado» del Cristo resucitado (Flp 3, 21). La justifica-

21. i. Jervell, TRE, o. c, 497.

240 Imagen de Dios en la creación

ción es, pues, el comienzo actual de la glorificación, y ésta es la consumación futura de la justificación. Ambas acaecen en virtud de la elección gratuita de Dios, de la relación del Creador con el hombre, conservada con fidelidad. Entre la justificación experimentada por el pecador y la esperada glorificación del justificado está el camino de la santificación. Se trata en ella de «revestirse del hombre nuevo, creado según Dios» (Ef 4, 24; cf. también Col 3, 10). La semejanza con Dios es, pues, don y tarea, indicativo e imperativo. Es cometido y esperan­za, imperativo y promesa. La santificación presupone Injustificación y la glorificación es su esperanza y su futuro. La semejanza del hombre con Dios aparece en la luz mesiánica del evangelio como un proceso histórico con desenlace escatologico, no como un estado. Ser hombre consiste en hacerse hombre en este proceso. También aquí, imagen de Dios es el hombre completo, el hombre corporal, el hombre comuni­tario, porque, en la comunidad mesiánica de Jesús, los hombres se convierten en hombres completos, corporales y comunitarios a los que la muerte no puede dividir ya en cuerpo y alma ni puede separar ya de Dios ni de los demás hombres. Viven ya en el proceso de la resurrección y se experimentan en este proceso aceptados e interpe­lados como totalidad, como corporales y como comunitarios. La encarnación mesiánica del hombre ni se concluye ni puede con­cluirse en la historia 22. Sólo la aniquilación escatológica de la muerte, la redención del cuerpo en una nueva tierra y bajo un nuevo cielo consuman el proceso evolutivo de los hombres y cumplen así su vocación creatural.

También el llamamiento a dominar sobre los animales y sobre la tierra aparece a la luz mesiánica del evangelio como el reinar con Cristo de los creyentes. Pues a él, la imagen verdadera y visible del Dios invisible en la tierra, «le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Su dominio liberador y salvador encierra en sí también la consumación de la promesa dada al hombre en la creación y referida al dominium terrae. En las condiciones de la historia y en las circunstancias de pecado y muerte, sólo la dominación del mesías Jesús, crucificado y resucitado, es el verdadero dominium terrae. La soberanía del mundo pertenece al «Cordero». Sería erróneo buscar el dominium terrae no en la soberanía de Cristo, sino en otros principa­dos y potestades, en el poder del Estado o en el poder científico-técnico. La luz que la glorificación escatológica arroja sobre la justificación y santificación mesiánicas y sobre el destino creatural del hombre no permite divisiones de poderes. Es totalizadora y engloba-dora, pues es redentora.

22. También concuerda con esto la antropología filosófica más reciente cuando, con Dilthey, arranca de que el hombre no tiene una naturaleza fija, sino una historia abierta y sólo puede ser entendido desde ella. Cf. M. Landmann, Philosophische Anthropobgie, Berlin 1955, 251 ss.

La glorificación escatológica de los hombres 241

3. La glorificación escatológica de los hombres: gloria Dei

Como la creación fue creada para el sábado, así los hombres fueron creados como imagen de Dios para la gloria divina. Ellos son incluso gloria de Dios en el mundo, como decía Ireneo: Gloria Dei est homo. Las criaturas, creadas como imagen de Dios, realizan su destino en la glorificación de Dios. Este es el contenido semántico de la otra frase de Amandus Polanus: gloria hominis est Deusn. Se han mencionado ya las alusiones que se hacen en las tradiciones bíblicas a la glorificación de Dios y de los hombres: los hombres son creados inmediatamente antes del sábado y para el sábado. Son criaturas sacerdotales; representan a la tierra ante Dios y a Dios ante la tierra. Como imagen terrena de Dios reflejan la gloria del Creador. No sólo son comisionados, sino que son también la forma de manifestación de Dios en su creación. La vocación mesiánica de los hombres a repro­ducir al mesías Jesús los introduce en la historia escatológica de la nueva creación: de la vocación, a la justificación; de la justificación, a la salvación; de la salvación, a la glorificación. Como la futura gloria de Dios resplandece en el rostro del Mesías resucitado, así también los creyentes, llenos de Dios, reflejan ya aquí, «con rostro cubierto», la gloria de Dios. Un rasgo escatologico más intenso llena el presente mesiánico: lo que se conoce aquí de manera fragmentaria sólo a través de un espejo en una palabra oscura se verá después «cara a cara» (1 Cor 13, 12). En los que son ya «hijos de Dios aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2).

Resumiendo estas alusiones bíblicas, podemos decir: como imagen de Dios, los hombres responden a la presencia del Creador en su creación; como hijos de Dios, responden a la presencia de la gracia de Dios. Mas cuando la gloria de Dios mismo penetra en la creación, se hacen semejantes a Dios e iguales a su manifestación. La imago per conformitatem gratiae apunta a la imago per similitudinem gloriae24.

La asimilación escatológica de los hombres a Dios está contenida en el concepto contemplar. En efecto, la contemplación del rostro y la visión facial de Dios transforma al contemplador en el contemplado y le hace participar de la vida y de la belleza de Dios. La participación de la naturaleza divina y la correspondencia con Dios desarrollada hasta la semejanza plena caracterizan la prometida glorificación de los hombres. La semejanza con Dios en la creación del principio se convierte en la filiación divina en la comunión mesiánica con el Hijo.

23. J. M. Lochman, Reich, Kraft und Herrlichkeit, München 1981, 45 ss. 24. Tomás de Aquino, STh I a q 93, 4.

242 Imagen de Dios en la creación

Y de ambas deriva la semejanza de los hombres con Dios en la gloria de la nueva creación.

La imagen de Dios se corresponde siempre, de manera precisa, con la presencia de Dios en el mundo, pues representa esa presencia. Por eso no constituye algo permanentemente fijo, sino que se cambia en consonancia con la historia de la presencia de Dios en el mundo. No está fijado lo que es el hombre. Se conoce sólo en esa historia de Dios.

4. Imagen de Dios y pecador a la vez

¿Se pierde la imagen de Dios en el hombre por el pecado, como Pablo da a entender en Rom 3, 23, o se cambia, como el apóstol parece pensar en Rom 1, 23, o simplemente se difumina y oscurece, como enseñó la tradición teológica posterior? Si la semejanza con Dios se «pierde» por el pecado, entonces se pierde también el ser humano, pues los hombres fueron creados para ser la imagen de Dios. ¿Ha dejado de ser hombre el pecador? ¿Dónde queda, pues, su responsabilidad, por la que se hace reo y responsable de su pecado? Si, por otro lado, el pecado sólo difumina y oscurece la semejanza con Dios, ¿cómo puede el hombre «ser» un pecador y confesarse como tal? En tal hipótesis, él continúa siendo esencialmente bueno. Simple­mente se le han escapado algunos errores, y tan sólo ha cometido este o aquel pecado. ¿Cómo puede ser condenado entonces en el juicio de Dios? El dilema de tener que hablar del hombre como imagen de Dios y pecador a la vez, dilema al que nos conducen inexorablemente las tradiciones bíblicas, ha provocado en la historia de la teología una serie de propuestas de solución. Podemos reducir todos esos intentos de solución a tres respuestas:

a) Tenemos una primera respuesta en la tradicional antropología de dos niveles25. Las áeñiúc'iones áe Ja imagen de Dios como zálam y demuth, como eikon y homoiosis, como imago y similitudo apuntan a esta posibilidad en el proceso de su traducción: con imago se expresa la participación óntica (methexis); con similitudo, la concordancia moral (mimesis). Imago tiene que ver con la naturaleza humana en cuanto a conciencia, razón y voluntad. Similitudo significa la virtud humana, el temor y la obediencia de Dios. Si el hombre se hace pecador, desobedece y contradice a Dios. Sucede esto en el ámbito de la similitudo, no en el de la imago. En el pecado se pierde, pues, la similitudo Dei, mientras que la imago Dei permanece intacta. Encon­tramos este planteamiento en Ireneo y en Juan Damasceno. Y conti-

25. Cf. las colaboraciones históricas de St. Otto, G. Ladner, L. Hódl, Fr. Dander, A. Rohner y A. Hoffmann, en L. Scheffczyk, Der Mensch ais Bild Gottes, o. c, 133 ss.

Imagen de Dios y pecador a la vez 243

nuó dominando la teología de la Iglesia primitiva. Tiene un cierto fundamento en Pablo mismo, que habla en Rom 3, 23 sólo de la pérdida de la ¿ó(oc rov fleoO, no de la pérdida del EÍKCÓV. También la diferenciada antropología de dos niveles sostenida por Tomás de Aquino se mantiene en este mismo esquema mental. El pecado provo­ca la pérdida del equipamiento sobrenatural de la gracia y el desarre­glo de su naturaleza. Nubla su inteligencia y debilita su voluntad, pero no las elimina26.

La distinción entre una imago Dei formal y una imago Dei mate­rial, distinción con la que Emü Brunner quiso expresar a la vez la condición humana y la condición pecadora, se mantiene en esa misma tradición. Dice Brunner que se mantiene la imago Dei formal en el pecador mientras éste continúa siendo un ser viviente dotado de razón y responsable. Y afirma que se pierde la imago Dei material cuando «el hombre vive en contradicción con Dios» mediante el pecado27. Las consideraciones de Brunner se distinguen de la tradi­ción escolástica en que éste habla de razón y responsabilidad en relaciones actuales, no en substancias habituales: la «esencia» del hombre es su «relación» con Dios28. En esta relación, el hombre permanece siempre hombre. «Pecado» quiere decir que esta relación especial e ineliminable está cualificada ahora de manera negativa. Aunque Brunner entiende los adjetivos «formal» y «material» en el plano de la relación, no en el de la substancia, objetivamente se mantiene el esquema medieval de los dos niveles. El único cambio consiste en su transposición al esquema moderno de las dos relacio­nes. Si aplicamos tales informaciones al dilema que nos ocupa, podemos decir que el hombre es pecador en parte o en cierto sentido, mientras que continúa siendo imagen de Dios en parte o en otro sentido. No puede ser al mismo tiempo completamente pecador y completamente imagen de Dios. Esto es consecuencia de la antropo­logía presupuesta: hay en el hombre diversos estratos de ser o relacio­nes que pueden verse afectados más o menos por su pecado.

b) Se intentó la segunda respuesta en la teología reformada. Sirvió de punto de partida no la antropología ideal de la creación, sino el acontecimiento de la justificación: el hombre es totalmente pecador e incapaz de aportar mérito personal alguno para su justicia ante Dios. Es justificado sólo por gracia, a causa de Cristo, por la fe. La doctrina de la Reforma sobre el pecado es una parte de la doctrina de la justificación, y nada tiene que ver con el pesimismo de los

26. Cf. Concilíum Tridentinum, sessio VI, cap. 1, DS 793. 27. E. Brunner, Der Mensch im Widerspruch, Zürich 1937, 85 ss. 28. O. c, 134 s.

244 Imagen de Dios en la creación

pecados o con la negación de la creación29. Pero ¿presupone esta doctrina que el pecador ha «perdido» su imagen divina, como afir­man los reformadores? El problema fue discutido, de forma paradig­mática, en la discusión que mantuvieron Flacio Ilírico y Victorino Strigel 30 Resumiremos desde un punto de vista sistemático ambas posiciones.

De Flacio proviene la tesis siguiente: el pecado es la substancia del hombre no renacido. Strigel formuló la tesis contrapuesta: el pecado es un accidente en el hombre creado por Dios. Flacio había desarro­llado su antropología en su teología de la historia: hay tres situaciones fundamentales del hombre: como criatura es imagen de Dios, como pecador es imagen de Satanás, como justificado es imagen viva de Cristo. El hombre jamás responde de sí. Siempre está entregado a otros poderes y es determinado por ellos: en la creación, por Dios; en el pecado, por Satanás; en la gracia, por Cristo. Estos reinos lo determinan en la historia y él los refleja con la totalidad de su ser. Por eso, el pecado no es una mancha en el hombre bueno per se, y tampoco es simplemente la pérdida de la justicia original. Quien se ha hecho esclavo del pecado, se ha convertido en imagen de Satanás. El pecado se ha convertido en su «substancia». La forma diaboli pasa a ocupar el lugar de la forma divina. El que es justificado mediante Cristo en la fe, es liberado del poder del pecado. Y pasa a estar bajo el dominio de Cristo. Así como antes fue esclavo del pecado, se convier­te ahora en esclavo de la justicia. Su «substancia» es, pues, la justicia de Dios. De esta antropología histórico-teológica deriva aquella tesis. Su afirmación concreta es: el pecado es la substantia hominis in theologia. Su base subjetiva es la confesión ante Dios: «soy pecador».

Strigel partió, por el contrario, de la pedagogía de su maestro Melanchthon: la conversión y la renovación del hombre acaecen de manera humana, es decir, mediante la razón y la voluntad. El conven­cimiento consciente, no la coacción sobrenatural, produce la fe. El Espíritu santo obra de manera humana en el pecador. El pecado ha oscurecido por completo la razón humana, ha paralizado la voluntad del hombre, pero no las ha extinguido. Por consiguiente, no se puede definir el pecado como substantia hominis, sino sólo como accidentia. Si fuera caracterizado como substancia, tendría una existencia pro­pia, lo que contradice a su concepto. Satanás sería un creador de substancias. Y esto equivaldría a negar la creación y a Dios creador.

29. Continúa siendo importante al respecto H. J. Iwand, Glaubensgerechtigkeit nach Luthers Lehre, ThEx 75, München 1941.

30. H. K ropatscheck, Das Problem der theologischen Anthropohgie aufdem Weima-rer Gesprach zwischen Flacius Illyricus und Victorinus Strigel, dis. Góttingen 1943; G. Moldaenke, Schriftverstándnis und Schriftdeutung im Zeitalter der Reformation I: Flacius Illyricus, 1936; H. E. Weber, Reformation, Orthodoxie und Rationalismus 1/2, Gütersloh 1940, 6 ss.

Imagen de Dios y pecador a la vez 245

Flacio veía a Cristo y a Satanás enzarzados en la lucha escatológi-ca por conseguir el dominio del mundo; y consideraba al hombre en esta lucha. Strigel tenía presente al hombre en sí en el proceso de su renovación religiosa y moral. Ambos utilizaban la terminología aris­totélica. Y esto provocaba las falsas interpretaciones que la luterana Fórmula de concordia se esforzó por hacer desaparecer31. Conviene retener que pecado no es algo malo en el hombre creado bueno, sino un poder malo, impío, bajo el que el hombre ha caído por su propia culpa. El hombre es «esclavo del pecado» (Rom 6, 17). Flacio expresó esto atinadamente. Sin embargo, Dios, en su fidelidad, continúa siendo creador y conservador del hombre; y, por consiguiente, el hombre continúa siendo substancialmente su imagen en la tierra. En todo el antiguo testamento y en el nuevo no hay ni una sola prueba de que el hombre haya dejado de ser imagen de Dios y haya perdido su condición humana, tras la caída original (cf. Gen 5, 2.3; 9, 6).

c) Para solucionar el dilema hay que abandonar la antropología de la substancia y ver al hombre en sus relaciones históricas con Dios, y desde ellas. Entonces, la imago Dei no es la indestructible substancia del hombre, ni es destructible por el pecado del hombre. La hemos definido como la relación de Dios con el hombre: Dios entabla con el hombre aquella relación en la que éste es su imagen. Sin duda, el pecado humano puede trastornar la relación del hombre con Dios, pero es incapaz de destruir la relación de Dios con el hombre. Dios mismo ha decidido y creado esa relación. Y sólo Dios mismo puede eliminarla o revocarla. Por eso, subjetivamente el pecador es comple­tamente pecador e impío. Pero continúa siendo a la vez totalmente imagen de Dios. Y tal destino permanece en pie mientras Dios lo quiera y se mantenga fiel a él. La presencia de Dios hace al hombre indefectible imagen de Dios. Tampoco el impío se separa objetiva­mente de Dios si Dios mantiene la decisión de continuar siendo su interlocutor. También el inhumano continúa siendo hombre y es incapaz de escapar a su responsabilidad. En virtud de la relación que Dios ha establecido entre él y el hombre, incluso el hombre impedido es imagen de Dios en sentido pleno32. Gracias a la permanencia de la presencia de Dios, la dignidad del hombre es indestructible e impere­cedera. Tras la caída original, y teniendo en cuenta el dominio del pecado, debemos considerar como gracia de Dios este permanente destino del hombre a ser imagen de Dios en la tierra; del Dios que, no obstante la reticencia del hombre, mantiene su relación con éste. La

31. Solid. decl. I, Bekenntnisschriften der Evangelisch-lutherischen Kirche, Góttingen 21952, 843 ss.

32. Contra H. Thielicke, Wer darf sterben?, Freiburg 1979, quien llama a un minusválido profundo «imagen de Dios fuera de servicio» (o. c, 63).

246 Imagen de Dios en la creación

gracia de esta fidelidad de Dios a una imagen que la contradice apunta a la vocación mesiánica del hombre en virtud de Cristo, y se expresa en esa vocación. La consumación de la imago Dei constituye, pues, la meta de la historia de Dios con los hombres.

Pero en esta relación de Dios con los hombres está también la relación del hombre con Dios, su existencia que refleja y responde, que radica en su naturaleza de imagen. «Se pierde ésta en el pecado y, con ella, la relación del hombre con Dios? Como el mal sólo aparece en la confrontación con el bien, asi el pecado sólo puede pervertir algo que Dios ha creado, pero es incapaz de aniquilarlo. El pecado es la perversión de la relación del hombre con Dios, no su pérdida. De la relación con Dios se pasa a la idolatría, de la fe en Dios a la superchería, del amor a Dios al egoísmo, al temor y al odio. Pero incluso un amor tan desdichado continúa siendo amor, y la superche­ría es una fe, así como la idolatría es una relación con Dios. «La fe del corazón hace Dios e ídolo», decía Lutero acerca del primer manda­miento, en el Gran Catecismo, y señalaba a Mamón como el más abominable ídolo de la tierra: «Aquello de lo que pende tu corazón, aquello en lo que él confia, eso es verdaderamente tu Dios». La relación del hombre con Dios permanece. Pero si esa relación se dirige a las criaturas, a las obras o al yo propio, entonces nace aquella deificación que destruye la belleza finita de la criatura porque la somete a unas exigencias excesivas. Puesto que ni las criaturas ni el yo propio pueden dar aquello que se espera de Dios, por eso el miedo se expande en la superchería, el odio en el amor y el desencanto en la esperanza. Comienza la «enfermedad mortal» (S. Kierkegaard). Si en la semejanza con Dios se acentúa la naturaleza de espejo del hombre, entonces permanece, como Flacio acentuaba con razón, el hombre como imago. Pero de imago Dei pasa a ser imago saíanae o imago mammonis. El hombre refleja siempre en su actitud y en su vida práctica lo que teme y ama por encima de todo.

Si el odio es un amor desdichado, si la superchería es fe deforma­da, si el pecado es una relación con Dios pervertida, entonces, por sorprendente que resulte, no sólo el hombre tiene que ser redimido del pecado, sino que deben ser redimidas también las energías del pecado: el odio tiene que ser transformado en amor, la superchería en fe, el desencanto en esperanza. Si bien es cierto que sólo pueden ser justificados los pecadores, pero jamás sus pecados, sin embargo serán redimidos no sólo los pecadores. En este sentido, también los pecados serán redimidos y corregidos.

Semejanza social con Dios 247

5. Semejanza social con Dios

La teología cristiana ha echado mano, en su historia, de dos analogías diferentes para entender la semejanza de los hombres con Dios en la presencia de Dios: la analogía psicológica del alma que domina al cuerpo, y la analogía social de la comunidad de mujeres y hombres, de padres e hijos. La primera condujo, en occidente, desde san Agustín, a la estructuración de la «doctrina psicológica de la Trinidad»; la segunda produjo en oriente puntos de apoyo para una doctrina social de la Trinidad. La primera muestra la tendencia al monoteísmo en el concepto de Dios y al individualismo en la antropo­logía. La segunda encuentra en el Dios uno y trino la imagen prototípica de la verdadera comunidad humana.

Una primera diferencia entre la teología de la iglesia oriental y la latina se pone de manifiesto en las doctrinas sobre la imagen de Dios expuestas por san Gregorio Nacianceno y san Agustín. Recogemos este conflicto temprano para discutir después críticamente la doctrina psicológica de la imagen de Dios en san Agustín y santo Tomás de Aquino. A fin de evitar las unilateralidades de la antropología occi­dental, retrocedemos a los brotes tempranos de una doctrina social de la imagen de Dios.

Gregorio Nacianceno se sirve del núcleo originario de la familia compuesta por Adán, Eva y Set, para comentar de forma plástica la Trinidad33. Se corresponde con el Dios uno y trino no el individuo humano en sí, ni la primera pareja compuesta por Adán y Eva, sino la familia como célula originaria de toda sociedad humana. Como las tres hipóstasis divinas constituyen una unidad en virtud de su esencia común, así también estas tres personas humanas son de una carne y de la misma sangre y constituyen una familia. En la comunidad originaria de hombre, mujer e hijo se reconoce la Trinidad y aparece en la tierra.

San Agustín se ocupó de esta semejanza social con Dios y la rechazó34. La rechaza no sólo porque aborrece la idea (gnóstica) de una familia divina en el cielo, sino porque da otra interpretación a Gen 1, 26-27: si los hombres hubieran sido creados a imagen de una persona de la Trinidad, entonces el texto no podría decir: «Hagamos al hombre...». Creado «según nuestra imagen» significa según la imagen de la Trinidad, que «es el Dios uno». Agustín entiende aquí el plural divino como un singular al que sólo puede responder un

33. Gregorio Nacianceno, Fünf theologische Reden, Dusseldorf 1963, 239. Cf. G. Mar Osthathios, Theology ofa classless Sociely, London 1979, 91 ss.

34. Agustín, De trin. XII, c. 5 y 6. Cf. al respecto, M. Schmaus, Die psychologische Trinitatslehre des Hl. Augustinus, Münster 1927.

248 Imagen de Dios en la creación

singular en los hombres. Según Agustín, tampoco cabe pensar que el Padre creó a los hombres según la imagen del Hijo (eterno). Si tal hubiera sido el caso, el texto debería decir: «Hagamos hombres según tu imagen...». Pero, en cambio, dice: «según nuestra imagen», porque, de esta manera, «el hombre es la imagen del Dios uno y verdadero. En efecto, la Trinidad es el Dios uno y verdadero»35. El hombre se corresponde con la esencia una del Dios trino, no se corresponde con su Trinidad interna. En la Trinidad no hay «tres dioses», sino que ella es el «Dios uno». Finalmente opina Agustín que, según la doctrina social de la semejanza con Dios, un hombre sería imagen de Dios sólo desde el momento en que encuentra una mujer y tienen un hijo. Y señala Agustín que no se dice ni una palabra acerca del hijo Set en el relato de la creación. Agustín, como Pablo, resuelve el problema de la diferencia sexual en la imagen de Dios (Gen 1, 27) a favor del hombre: el hombre es «imagen y reflejo de Dios», mientras que la mujer es sólo «reflejo del hombre» (1 Cor 11, 7). El hombre es la «cabeza de la mujer», como Cristo es la cabeza del hombre y Dios es la cabeza de Cristo (1 Cor 11,3). Agustín concluye de ahí que la mujer es imagen de Dios dado que posee la misma naturaleza humana que el hombre, pero en cuanto que ella fue creada para «ayuda» del hombre, ella de por sí sola no es imagen de Dios. Lo es sólo bajo su «cabeza», el hombre. Por consiguiente, Agustín afirma que cada hombre indivi­dual es imagen del Dios uno porque la semejanza con Dios está impresa en cada alma individual, que se convierte en forma del cuerpo; y afirma también que sólo en el dominio del hombre sobre la mujer adquiere importancia social esta semejanza con Dios.

Agustín reduce la imago Dei al alma del hombre: la imagen de Dios está impresa en el alma como un sello. Pero el alma domina desde un principio en el cuerpo: anima forma corporis (Aristóteles). Y precisamente esto constituye el carácter analógico de la imagen de Dios: como Dios domina al mundo, así el alma domina al cuerpo. La imagen de Dios es, pues, signo de la majestad de Dios y su soberanía señorial en la tierra. Para Agustín, la doctrina de la imago forma parte de la doctrina teológica de la soberanía.

Agustín expone detalladamente esta antropología del dominio: el alma es la mejor parte del hombre, pues ella es más excelente que el cuerpo. Ella anima y domina el cuerpo, y lo utiliza como su herra­mienta. El alma obra en el cuerpo, pero éste no influye sobre ella, pues el alma es la parte del hombre emparentada con Dios. Ella es semejante a la naturaleza divina y concuerda con ella. Frente al alma, el cuerpo se asemeja a las restantes criaturas terrenas y se corresponde con ellas. El alma media entre cielo y tierra, entre lo invisible y lo

35. O. c, cap. 6.

Semejanza social con Dios 249

visible. «Nada es más poderoso que aquella criatura llamada espíritu racional», afirma Agustín. «Cuando estás en el espíritu, te encuentras en el centro: si miras hacia abajo, allí está el cuerpo; si miras hacia urriba, allí está Dios»36. Dios mismo es invisible. Dios mismo es Espíritu. De ahí que sólo el alma invisible, que es espíritu racional, sea imagen de Dios.

«La divinidad de la santa Trinidad es esencialmente una, y tam­bién la imagen según la cual el hombre ha sido creado»37. Por eso el hombre encuentra en sí una reproducción de la esencia divina, no una copia de las tres personas divinas. ¿Se abóle con esto la doctrina de la Trinidad y se constituye el Dios uno, que domina el mundo, en imagen original: primero, del alma que domina a su cuerpo y, después, del hombre que domina sobre la mujer? Agustín logra una diferenciación trinitaria en la unidad de Dios y en la unidad del alma: «El hombre ha sido creado según la imagen de Dios. En este sentido, leñemos una existencia, conocemos nuestra existencia, amamos nues­tra existencia y nuestro conocimiento». Mediante la diferenciación intrasubjetiva en espíritu, conocimiento, amor, el alma guarda una correspondencia con el Dios uno, diferenciado en sí de manera trinitaria. La trinidad interna del espíritu es imagen del Dios trino en la tierra. A diferencia de Aristóteles, Agustín no entiende el alma como substancia, sino como sujeto. El sujeto psíquico existe mediante autoactualización, autoconocimiento y amor de sí mismo. En esa triple función es imagen perfecta déla Trinidad divina. En su identidad subjetiva, el alma se corresponde con la unidad esencial de Dios y con la soberanía del Dios uno. En su interna diferenciación subjetiva, el alma se corresponde con la Trinidad interna de Dios. Aquí puede referirse Agustín a cada una de las personas divinas: al Padre respon­de el ser, al Hijo el conocimiento, al Espíritu el amor. O, como dice Tomás de Aquino, «la imagen de la Trinidad divina se encuentra en nuestra alma en la medida en que la palabra del que habla llega a nosotros, así como el amor de ambos»38. Del espíritu procede la palabra; de la palabra y de la voluntad procede el amor. Se correspon­de con esto la salida del Hijo del Padre, y la del Espíritu del Padre y del Hijo.

También Tomás de Aquino ve la semejanza con Dios en la natura intellectualis del hombre, pues, en virtud de esta «naturaleza espiri­tual», el hombre puede imitar a Dios y asemejarse a él. «Para la naturaleza espiritual, la suprema imitación de Dios consiste en la imitación de su conocerse y amarse»39. La naturaleza espiritual del

36. Cit. en M. Schmaus, o. c, 1222 s. 37. Cit. en Tomás de Aquino, STh I a q 93 art. 5. 38. O. c, art. 6, 39. O. c, art. 4.

250 Imagen de Dios en la creación

hombre se corresponde, pues, con la naturaleza divina. Aquella no es imagen de una de las tres personas divinas o de la comunión de las personas divinas. Dios creó al hombre según la imagen de toda la Trinidad. Mientras que en todas las criaturas de Dios se encuentra una semejanza de huella (similitudo vestigii), pues la causa se comuni­ca siempre de alguna manera al efecto, en la naturaleza espiritual del hombre se encuentra una semejanza de imagen (similitudo Dei per modum imaginis). «En la semejanza con la naturaleza divina, las criaturas dotadas de razón parecen aproximarse en cierta manera a la representación de la especie, pues imitan a Dios no sólo en cuanto ser que existe y vive, sino en su conocer espiritual»40. Concluye de ahí que la semejanza con Dios está impresa sólo en el alma racional. Frente a ésta, el cuerpo sólo delata huellas de Dios. Dios se demuestra como creador en el cuerpo creado, pero en el alma, de naturaleza parecida a él, se manifiesta según su ser interior.

Puesto que en ia Trinidad increada se dan diferencias en virtud de la procesión del Verbo del hablante y del Amor de ambos, cabe hablar —respecto de la criatura dotada de razón, en la que se encuentra una procesión de la palabra en la inteligencia y una procesión del amor en la voluntad— de una imagen de la Trinidad increada en virtud de una cierta representación de la especie»41.

En la naturaleza espiritual del hombre no cuenta la diferencia sexual. «No hay ya hombre y mujer», cita Tomás a Pablo (Gal 3, 28). La naturaleza espiritual carece de sexo porque no es el cuerpo quien la determina, sino que ella determina al cuerpo. Naturalmente, el cuerpo evidencia ciertas huellas del alma semejante a Dios. Tomás, como Agustín, ve estas huellas en la forma del cuerpo humano, en que no camina sobre cuatro patas, sino que ha sido configurado de una forma particularmente apta para contemplar el cielo42.

Resumimos la doctrina de Agustín y de Tomás:

1. Es imagen de Dios el alma asexual que domina al cuerpo. 2. Ella se corresponde no con una persona de la Trinidad o con

la comunión de las personas que constituyen la Trinidad, sino con la esencia divina, que es una, y con el dominio divino, que también es uno.

3. Su analogía se refiere ante todo no a la esencia interna, sino a la relación externa de Dios con el mundo. Como Dios se comporta

40. Ibid. 41. O. c, art. 6. 42. Ibid.

Semejanza social con Dios 251

como dueño respecto del mundo, así el alma se comporta respecto del cuerpo. Como Dios posee el mundo, así el alma se posee a sí misma.

4. El hombre individual, en su subjetividad espiritual, se corres­ponde con el sujeto absoluto que es Dios. Por consiguiente, la subjetividad espiritual contiene exclusivamente la dignidad de la semejanza con Dios. Frente a ella, las relaciones interhumanas, mediadas por el cuerpo y por los sentidos, no pasan de ser algo secundario. En consecuencia, hay que considerar cada alma concreta como imago Dei. En cambio las relaciones corporales y sensoriales sólo podrán ser consideradas como vestigia Dei. Esta decisión teológi­ca ha tenido consecuencias profundas y trágicas para la antropología occidental.

5. No obstante, tanto en Agustín como en Tomás es posible reconocer una imago Trinitatis en la subjetividad espiritual del hom­bre referida preferentemente a una de las personas de la Trinidad: el sujeto de la inteligencia y de la voluntad se corresponde con el Padre; la «procesión» de la palabra de la inteligencia, con el Hijo; y la procesión del amor de la palabra y de la voluntad se corresponde con el Espíritu santo. Agustín y Tomás suponen una estructura monárqui­ca de la Trinidad: el Padre es origen de la divinidad del Hijo y del Espíritu. Por eso, estos autores suponen también una estructura monárquica en la naturaleza espiritual del hombre: el sujeto es causa de la palabra inteligente y del amor voluntario. Parece que conciben ellos la Trinidad como un sujeto con dos procesiones, y, consiguiente­mente, al alma humana como un sujeto de inteligencia y voluntad. Por consiguiente, el hombre como imagen de Dios se corresponde con Dios Padre.

Los interrogantes críticos a esta doctrina psicológica de la simili­tud con Dios nacen precisamente de las vertientes reprimidas de esta criatura: de la dignidad del cuerpo y de la dignidad de la mujer43.

a) Si el cuerpo no forma parte de la imago Dei, ¿cómo puede convertirse en templo del Espíritu santo, como afirma Pablo en 1 Cor 6,13 ss? La afirmación del apóstol tiene sentido sólo si el hombre es una totalidad compuesta por alma y cuerpo.

Retomamos al respecto una discusión que tuvo su apogeo en los tiempos de la Reforma44. Andreas Osiander había respondido al

43. Cf. el importante y extenso trabajo de Fr. K. Mayr, Trinitatstheologie und theologische Anthropologie: ZThK. 68 (1971) 427-477. También K. E. B^rresen, Subordi-nation et équivalence. Nature et role de la femme daprés Agustín et Thomas dAquin. Oslo/Paris 1968; R. Ruether, New Woman-New Earth. Sexist ideologies and human liberation, New York 1975.

44. Se encuentra bien expuesta esta discusión en W. Krusche, Das Wirken des Heiligen Geistes nach J. Calvin, Góttingen 1957, 33 ss.

252 Imagen de Dios en la creación

respecto: también el cuerpo forma parte de la imago Dei porque el hombre entero (totus homo) fue creado para tal fin. Calvino negó en un principio esta tesis siguiendo la tradición agustiniano-medieval: la imago Dei es espiritual, pues Dios es espíritu. Sólo el alma como naturaleza espiritual del hombre puede ser sede de la imago Dei. Únicamente el alma invisible, espiritual, es la imagen del Dios invisi­ble, espiritual. En consecuencia, el cuerpo no forma parte de la imago. Posteriormente, sin embargo, Calvino distinguió, siguiendo la tradi­ción bíblica, entre la imago Dei en la creación y la imago Dei en la redención: el hombre fue creado para ser imagen del «Dios invisible», pero es redimido según la imagen del «Dios encarnado». El creyente en Cristo se convierte en imagen de Cristo, del Dios encarnado, de la Palabra hecha carne. Y el cuerpo de ese creyente se convierte en templo del Espíritu santo. En el proceso de la redención y de la consumación, el hombre se convierte en imago Dei «tam in corpore quam in anima».

Por nuestra parte, queremos añadir que la historia bíblica de la creación no conoce prioridad alguna del alma. Declara, por el contra­rio, que el hombre completo, en cuerpo, alma y espíritu, es imagen de Dios en la tierra. Es imposible afirmar que el cuerpo esté sometido al dominio del alma en aquellos que esperan la «resurrección del cuer­po» y una «nueva tierra» en el mundo futuro. El cuerpo y el alma forman ya aquí una comunión de influencia recíproca (pericóresis) bajo la dirección del Espíritu creador de vida.

b) Pero si el hombre es imagen de Dios en la totalidad de su existencia, también en su corporeidad, entonces lo es igualmente en la diferencia sexual que se da entre masculinidad y femineidad. Si Dios creó su imagen en la tierra «como hombre y mujer», esa diferencia originaria no será secundaria, corporal, sino central, personal. La dignidad de corresponderse con Dios no compete exclusivamente al alma asexual, independientemente del cuerpo. Por el contrario, esa dignidad de ser semejante a Dios es propia de la comunión que constituye la persona humana.

Desembocamos así necesariamente en la idea de la semejanza social con Dios, de la que hablaron los padres griegos de la Iglesia. Incluso Agustín y Tomás no pudieron prescindir de ella. Es cierto que redujeron la imago al alma asexual de cada hombre, pero se vieron empujados a subordinar la mujer al hombre, como subordinaron el cuerpo al alma. Y echaron mano, como hemos visto, de la doctrina paulina de la cabeza (1 Cor 11). Tomás va aún más lejos cuando afirma que «el hombre es origen y meta de la mujer como Dios es origen y meta de la creación entera»45. Existe una cierta correspon-

45. Tomás de Aquino, STh I a q 93, art. 4.

Semejanza social con Dios 253

dencia entre el alma (del varón) que domina al cuerpo y el hombre que domina a la mujer. Alma y hombre constituyen la semejanza de los hombres con Dios. Imago Dei es, por un lado, una pura analogía de dominio y, por otro lado, como hemos mostrado, una analogía patriarcal con Dios Padre.

Si, frente a esa concepción, entendemos al hombre entero como imago, debemos concebir como imago también la comunión humana fundamental. Sin duda, la imagen de Adán, Eva y Set es equívoca. No se piensa en una ideología religiosa de la familia. Ni la situación de familia tiene que ver con la semejanza del hombre —sea varón o hembra— con Dios ni la doctrina cristiana de la Trinidad se presta para ofrecer la legitimación religiosa de una ideología de la familia. No obstante, de esta crítica no se sigue necesariamente el individualis­mo, pues el triángulo antropológico determina la existencia de cada hombre. Toda persona humana es hombre o mujer e hijo de sus padres. La relación hombre-mujer caracteriza la indisoluble sociali-dad de los hombres. La relación padres-hijos caracteriza la también irrenunciable generatividad de los hombres. Lo primero es la simultá­nea comunidad de sexo en el espacio; lo segundo es la comunidad de las generaciones en el tiempo. Si el hombre entero está destinado a ser imagen de Dios, entonces también la comunidad humana verdadera, la comunidad de sexos y la comunidad de las generaciones, está destinada a ser imago Dei.

En sus relaciones de comunión, los hombres se entienden no sólo como imagen del dominio de Dios sobre la creación, sino también como imagen de su ser interior. La comunión interior del Padre, del Hijo y del Espíritu santo se representa en las comuniones humanas fundamentales, y se manifiesta en ellas mediante la creación y la redención. El «dominio» del Dios uno y trino se presenta como su sustentadora comunión con su creación y con su pueblo. Se revela esto en la comunión mesiánica de los hombres con el Hijo Jesús: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno», dice la oración sacerdotal de Jesús (Jn 17, 21). La analogía social concierne aquí a la comunión divina, constituida por la recípro­ca inhabitación del Padre en el Hijo y del Hijo en el Padre mediante el Espíritu. No significa aquí la paternidad o la filiación, sino la comu­nión intratrinitaria. El nivel o plano de relación existente en la Trinidad se representa a nivel terreno en la imago Trinitatis, no el plano trinitario de constitución. Como las tres personas de la Trinidad son «uno» de una forma peculiar, así los hombres en su comunión personal son imago Trinitatis. No se trata de que uno represente al Padre, otro al Hijo, y un tercero al Espíritu santo. Lo que Agustín y Tomás, siguiendo la concepción platónica, denominaron la natura intellectualis de cada alma individual es secundario —en el marco de

254 Imagen de Dios en la creación

la doctrina social de la semejanza con Dios— frente al lenguaje, compartido por cada persona y fuente de su comunión y su vida; ese lenguaje en el que el Espíritu se hace presente entre los hombres.

En la definición divina de la imago, Agustín y Tomás partieron de la unidad de la Trinidad en la esencia divina y en su dominio hacia afuera. Con ello elevaron el sujeto humano de la inteligencia, de la voluntad y del dominio a la dignidad divina. Los teólogos ortodoxos, que siguieron a Gregorio Nacianceno, partieron de la comunión esencial de la Trinidad (pericóresis) y percibieron la imago Dei en la primigenia comunión humana. Yo he tomado estas ideas para funda­mentar en una teología de la Trinidad abierta una doctrina decidida­mente social de la semejanza de los hombres con Dios46. Puesto que no arrancamos de una Trinidad cerrada en sí misma que se manifiesta de forma indiferenciada al exterior, sino que partimos de una Trini­dad abierta que se manifiesta diferenciadamente hacia afuera, tene­mos que dar un paso más.

Los hombres son la imagen de la «Trinidad completa» (Agustín) en la medida en que ésta es «total» en la unidad de la Trinidad. Pero ¿cómo, y por quién, se «abre» la Trinidad para constituir su imagen en la tierra? Mediante la comunión mesiánica con el Hijo, los hom­bres, creados como imagen de Dios, no sólo son liberados del pecado y restaurados como imagen de Dios, sino que son introducidos en la Trinidad abierta. Ellos «reproducen la imagen de su Hijo» (Rom 8, 29). Esto supone que el Hijo de Dios se hace hombre y que es uno como ellos, pero también que los hombres se hacen como el Hijo y son introducidos en la eterna comunión con el Padre mediante el Espíritu santo. Esto significa que, contra la opinión de Agustín, los hombres son configurados según una persona de la trinidad: de acuerdo con la persona del Hijo. Sólo el Hijo se hace hombre y encarna la imagen que constituye el destino de los hombres. Cristo es el Hijo unigénito y, como imagen de Dios Padre, el primogénito entre muchos hermanos y hermanas. Por eso los hombres, como imago Christi, son introducidos en la filiación divina, y, al ser hermanos de Cristo, tienen por Padre al que lo es de Jesucristo. La Trinidad divina se abre, pues, a los hombres a través del Hijo. Este se hace hombre y se convierte en la imagen fundamental de Dios en la tierra. Los hombres como imagen de Dios en la tierra tienen acceso al Padre a través del Hijo. Como imagen de Dios, los hombres son imagen del a Trinidad entera, pues reproducen la imagen del Hijo: el Padre crea, redime y consuma a los hombres mediante el Espíritu en la imagen del Hijo.

46. Cf. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o. c, 113 ss.

10 «La corporeidad es el final de

todas las obras de Dios»

Esta tesis de Friedrich Oetinger interpreta la corporeidad como movimiento y meta de todas las obras de Dios K Con ella, la realidad del hombre se sitúa en la historia y en el entorno de la creación, de la reconciliación y de la redención de Dios. Ahí reside su ventaja frente a los habituales esbozos analíticos que hablan de «cuerpo y alma» o de «cuerpo, alma y espíritu» del hombre. Las concepciones dicotómicas o tricotómicas parten siempre de una abstración del alma respecto del cuerpo, y de una separación entre cuerpo y alma en virtud del espíritu. Y pierden de vista la totalidad humana, en la que se llevan a cabo estas diferencias y divisiones o separaciones. Pero cuando se habla de diferencias a las que se llega mediante divisiones y no mediante formas especiales de relación estamos ante actos de dominio que en vez de favorecer impiden la comprensión de la totalidad.

La historia de la antropología occidental evidencia desde sus primeros momentos la tendencia al dominio del alma sobre el cuerpo; pone de manifiesto, en consecuencia, la tendencia a un distanciamien-to, a una disciplina e instrumentalización de lo corporal2. Esta tenden­cia es un componente esencial de la historia occiental de la libertad. La libertad del autodominio será tanto mayor cuanto más aumente el distanciamiento respecto del propio cuerpo: el «alma inteligente» se destaca sobre el «necio cuerpo». El «yo imperante» somete al «cuerpo obediente». La producción técnica de órganos artificiales permite reponer y sustituir determinadas partes del cuerpo; y hace que éstas sean en parte superfluas. La tendencia general a la «espiritualización» del alma y a la «materialización» del cuerpo ha predominado incons­cientemente en las teorías antropológicas occidentales. Ninguna de las imágenes del hombre surgidas a lo largo de la historia refleja una

1. Cf. E. Zinn, Die Theologie des Friedrich Christoph Oetinger, Gütersloh 1932, 118 ss.

2. P.-M. Pflüger (ed.), Die Wiederentdeckung des Leibes, Fellbach 1981; D. Kamper/Chr. Wulf, Die Wiederkehr des Korpers, Frankfurt 1982, 9 s. En términos similares, J. Y. Fenton, Theology andBody, Philadelphia 1974.

256 El final de todas las obras de Dios

valoración neutral. Cuando las teorías no toman conciencia de esa tendencia general en la que se encuentran, son fieles servidoras de ella. Las imágenes cristianas del hombre y las antropologías cristiano-teológicas rara vez hacen una excepción. La idea platónica de la liberación del alma respecto del cuerpo invadió por completo la teología de la Iglesia primitiva. La idea aristotélica de que el alma es la forma del cuerpo campea en la teología medieval. La pretensión moderna del poder del espíritu consciente sobre el instrumento del cuerpo, idea que Descartes y Lamettrie pusieron en marcha, impera en la moderna antropología europea.

Nos decantamos aquí, conscientemente, por un enfoque alternati­vo a esta tendencia general. Si la «corporeidad» es el final de todas las obras de Dios, no cabe considerar el cuerpo humano como una forma inferior de la vida, como medio para un fin o como algo que hay que superar. En consonancia con las obras de Dios, la «corporeidad» es también la meta suprema del hombre y el final de todas sus obras.

La corporeidad constituye, según las tradiciones bíblicas, el final de las obras creadas por Dios. La tierra es el objeto y el escenario del inventivo amor del Creador. Creó a su imagen y semejanza a los hombres corporales, sensuales. Y su primer mandamiento dice: «Sed fecundos y multiplicaos...» (Gen 1, 29). Los hombres son imagen de Dios en la tierra no en su espiritualidad y en aquello que los distingue de los animales, sino en la totalidad de su corporeidad específica. Contradice a la fe en la creación aquella concepción que considere como particularmente humano y consentáneo con Dios lo que dife­rencia al hombre del animal. El movimiento de la creación del mundo va de la toma de una decisión a la palabra, de la palabra a la acción, de la acción a la realidad creada. En este movimiento, el hombre se percata de su condición de criatura y de imagen de Dios. La corporei­dad es su meta. Todos los caminos de su espíritu y todas las palabras de su lenguaje terminan en la figura vivida de su cuerpo.

La corporeidad es, según las tradiciones bíblicas, también el final de la obra de la reconciliación de Dios: «La Palabra se hizo carne...». Mediante la encarnación, el Dios reconciliador acepta la carne peca­dora, enferma y mortal del hombre, y la sana en su comunión. El eterno Logos de Dios se hace cuerpo humano, niño en la cuna, salvador de los enfermos, cuerpo humano maltratado en el Gólgota. Dios lleva a cabo la reconciliación del mundo en esta figura corporal de Cristo (Rom 8, 3). Los explotados, enfermos y destrozados cuer­pos humanos experimentan en la encarnación de Cristo su sanación y su dignidad indestructible. El Cristo que agoniza en la cruz padecien­do tormentos físicos se identifica con los enfermos, con los atormen­tados y con quienes mueren atormentados. Por ese motivo, todos éstos pueden encontrar la sanación en Cristo, pueden entrar en comunión con Dios, que es el manantial de Vida eterna.

El primado del alma 257

Finalmente, la «corporeidad» es también el final de la redención del mundo para el reino de la gloria y de la paz. La «nueva tierra» consuma la redención (Ap 21), y la nueva y «transfigurada» corporei­dad sacia el anhelo del Espiritu (Rom 8). Por eso, la Iglesia antigua —en contra de la mencionada tendencia del platonismo imperante en toda la cultura antigua— introdujo en el credo apostólico el artículo de fe: «Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna». La redención comienza con el don del «Espíritu» y termina con la transfiguración del «cuerpo». Se abre con la nueva justicia del «cora­zón» y se cierra en el nuevo y justo mundo. Comienza en la «fe» y termina en la nueva «experiencia» sensorial de Dios a la que se da el nombre de «contemplación» o visión facial.

Estas obras de Dios en la creación, en la reconciliación y en la redención rodean e impregnan las figuras vivientes de los hombres creados, reconciliados y redimidos. Entenderemos teológicamente al ser humano en esta historia de Dios con el mundo. Lo humano se manifiesta no mediante el aislamiento de la historia de Dios y del entorno de su Espíritu, sino mediante la integración y la correspon­dencia diferenciada con ellos. Reconocemos teológicamente la verdad de los hombres en el arco que va desde su creación corporal hasta la resurrección de la carne. En general, se sigue de ahí que tratamos de captar también las relaciones internas de la sociedad humana y las diferenciaciones interiores de cada una de las personas humanas no mediante delimitaciones y exclusiones analíticas, sino que intentamos verlas en su entorno orgánico como relaciones interno-externas, considerándolas en el conjunto de la totalidad humana. En las defini­ciones practicadas mediante delimitaciones y divisiones, el poder se convierte en principio3. En las formas especiales de relación y en las coincidencias diferenciadas, \& figura pasa a la categoría de principio. En este capítulo tratamos de la figura corporal en el ámbito de su vida.

1. El primado del alma

Las tendencias generales a la espiritualización del sujeto humano y a la instrumentalización del cuerpo del hombre están arraigadas tan profundamente en la civilización occidental que resulta sumamente difícil escapar a ellas. Los inicios se encuentran, presumiblemente, en los mitos del tiempo prehistórico. Son los mitos de la superación de la muerte y del sexo4. Las primeras experiencias de la diferencia entre

3. R. zur Lippe, Am eigenen Leibe. en D. Kamper/Chr. Wulf, o. c. 28: «Se eleva el poder a la categoría de principio cuando se define mediante separación y no a través de formas especiales de relación, de grados de intensidad y claridad del polo opuesto».

4. D. Kamper/Chr. Wulf, o. c, 16.

258 El final de todas las obras de Dios

alma y cuerpo nacieron en la percepción de la muerte individual. El cuerpo se convirtió en el prototipo de lo mortal, de lo efímero, de lo caduco. De estas experiencias nació el anhelo de que el alma fuera rescatada del cuerpo. Este anhelo originariamente religioso se convir­tió —en el cuadro de las posibilidades técnicas del mundo moderno— en el programa para superar las enfermedades, para prolongar la vida y para construir un organismo humano perfecto mediante la intro­ducción de máquinas en el cuerpo humano y de la conexión del cerebro a un ordenador. Con la idea de la superación o eliminación del cuerpo mortal nacieron la esperanza y el programa de la supera­ción o eliminación de la multiplicación sexual de los hombres. Dado que los hombres están sometidos a los caprichos de la naturaleza mediante todo lo relacionado con la generación, concepción, embara­zo y parto, se consideró desde antiguo esta forma de reproducción como señal de la imperfección terrena. Los hombres redimidos serán como ángeles, «ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir» (Le 20, 35 s). Los experimentos modernos de la fecundación extrauterina y del genetic cloning apuntan a una multiplicación del hombre controlada a través de caminos técnicos, es decir, no sexua­les5. Se puede lamentar como fuente de todo mal esta tendencia de la historia de la civilización a la eliminación del cuerpo, pero también se puede ver en esa tendencia la realización del viejo sueño de la reconstrucción de una creación incompleta. Si no se encuentra algún punto de apoyo nuevo, el conflicto entre alma y cuerpo tendrá consecuencias mortales para el hombre. En este capítulo queremos considerar la antigua historia del «primado del alma» deteniéndonos críticamente en algunos hitos importantes de la historia del cuerpo sometido. Preguntaremos por la figura que la vida vivida tomó en cada época.

a) Platón y la muerte del cuerpo

El término soma se desarrolló en la lengua griega para recoger, ante todo, la experiencia que el hombre tiene de su cuerpo como algo extraño a él6. En Homero, el término expresa exclusivamente el cadáver. Se llama soma, cuerpo, aquello que yace muerto, sin vida, en la muerte. A partir del siglo V a.C. se da el nombre de «cuerpo» también a otras cosas carentes de vida. En otra línea de la evolución lingüística, soma adquiere el significado de «mismo», y representa el

5. M. Tibon-Cornillot, Die transfigurativen Korper. Zur Verflechtung von Techniken und Mythen, en D. Kamper/Chr. Wulf, o. c, 145 ss; J. Baudrillard, Vom zeremoniellen zum geklonten Korper: Der Einbruch des Obszónen, o. c, 350 ss.

6. E. Schweizer, Art. fftó/ia, ThWNT VII, 1024 ss.

El primado del alma 259

pronombre reflexivo. Soma aparece con esta significación en Eurípi­des, y también en Pablo. Lo que aparece cuando el hombre se confronta consigo mismo, cuando se hace a sí mismo objeto de su propia observación, eso es soma, su mismidad, su cuerpo. ¿Dónde experimenta él con certeza esta autodiferencia refleja y capta de forma ineludible su corporeidad? La experimenta en la consciencia de su muerte, pues en su muerte percibe el hombre de forma ineludible la condición mortal de su cuerpo.

Platón expuso esto al hablar de la inmortalidad del alma. La muerte es «la separación del alma del cuerpo» 7. Si el cuerpo es lo que debe morir, entonces el hombre se percata de la muerte a través de sus sentidos corporales. En consecuencia, el hombre no puede percibir a Ira vés de sus sentidos aquello que transciende a la muerte, el alma. Sólo puede captarlo en la autoconciencia inmediata:

En cambio, cuando el alma examina las cosas por sí misma sin recurrir al cuerpo, tiende hacia lo que es puro, eterno, inmortal e inmutable, y como es de esta misma naturaleza, se une a ello*.

Esta autoconciencia divina e inmediata del alma está ligada inse­parablemente, en la vida, a la meditatio mortis del cuerpo:

Si el alma se retira, pura, sin conservar nada del cuerpo, como la que durante la vida no ha tenido con él comercio alguno voluntario y al contrario huyó siempre de él recogiéndose en sí misma, meditando siempre, es decir, filosofando bien y aprendiendo efectivamente a morir, ¿no es esto una preparación para la muer­te?'.

La consciencia inmediata de inmortalidad del alma no es otra cosa que el reverso de la permanente anticipación mental de la muerte, de la definitiva separación entre alma y cuerpo. Se realiza esta separa­ción ya en vida si el alma no agota todas sus fuerzas, sino que permanece recogida en sí, huye del cuerpo con sus necesidades y dolores, y se contrapone de manera soberana a él. La muerte traza la línea de separación entre lo mortal y lo inmortal, entre el cuerpo y el alma del hombre. Y puesto que lo inmortal —no lo mortal— se corresponde con lo divino y se asemeja a ello, la vida auténtica del hombre no reside en el cuerpo, sino en el alma. Si el hombre se identifica psíquicamente, no de forma corporal, entoces se da cuenta de que es inmortal e inmune frente a la muerte.

Esta teoría antropológica de la «inmortalidad del alma» no es una doctrina déla «vida eterna después de la muerte», sino una identidad

7. Platón, Fedón 64 c. 8. Ibid., 79 d. 9. Ibid., 80 e.

260 El final de todas las obras de Dios

humana más allá de la vida y de la muerte. Lo que no puede morir en la muerte del cuerpo no ha vivido en la vida del cuerpo. Por consi­guiente, el alma es inmortal porque jamás vivió de manera corporal. Lo que no ha nacido tampoco puede morir. Así pues, no la vida vivida del hombre, sino la no vivida vida del hombre es inmortal y goza de extraterritorialidad respecto de la muerte. Tiene alrededor de sí el «círculo protector de lo no-todavía-vivo»10. El alma puede disponer de este círculo protector de la vida no vivida, corporal y sensorial si toma conciencia de la mortalidad del cuerpo en la medita­tio mortis. Tendrá que «desprenderse por completo», «permanecer recogida en sí» y «no querer tener nada en común con el cuerpo». Tiene que retirarse de la vida del cuerpo, que lleva a la muerte.

La platónica meditatio mortis destaca la primacía del alma. La actitud ante la vida contenida en la doctrina platónica fue desarrolla­da en la filosofía de la vida sostenida por el estoicismo: indiferencia y soberanía en la felicidad y en el sufrimiento, en salud y en la enfer­medad, en la vida y en la muerte. En la ausencia de padecimiento (apatía) del alma radica la fuerza de la inalterabilidad (ataraxia). Pero la platónica meditatio mortis destaca también la bajeza del cuerpo. Retira de la vida corporal el interés vital y lo degrada a la condición de envoltorio indiferente del alma. Des-alma al cuerpo convirtiéndolo en un deshecho de la tierra cuya carga resulta penosa. Si la muerte del cuerpo es la fiesta de la libertad del alma, como dijo Platón en la muerte de Sócrates, entonces la muerte es lo único que cabe desear al cuerpo. Este distanciamiento, degradación y desanima­ción del cuerpo hace que la idea de la «inmortalidad del alma» sea incompatible con la fe bíblica en la creación. Tal incompatibilidad se da a pesar de que la teología de la Iglesia acogió muy pronto la filosofía que hemos expuesto, y continúa sosteniéndola parcialmente aún en nuestros días.

b) Descartes y la máquina del cuerpo

El dualismo antropológico de alma y cuerpo sostenido por Platón se inscribía en el dualismo ontológico del ser imperecedero y del ente caduco. Como microcosmos que es, el hombre refleja las condiciones del macrocosmos y participa de ellas. Por eso, Platón habló del alma como de una substancia superior, inmortal. Descartes se encuentra en un mundo distinto, aunque se mantuvo el planteamiento fundamen-

10. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, Frankfurt 1959, 1385 ss: Der Augenblick ais Nicht-Da-Sein, Exterritorialitát zum Tod. Críticamente al respecto, J. Moltmann, Teolo­gía de la esperanza, o. c, 472: Extraterritorialidad frente a la muerte y resurrección de los muertos.

El primado del alma 261

tal. Moviéndose en la tradición cristiana de Agustín, Descartes no concibe ya el alma como una substancia superior, sino como el verdadero sujeto tanto en el cuerpo humano como en el mundo de las cosas11. Y traduce el antiguo dualismo cuerpo-alma a la moderna dicotomía sujeto-objeto.

Si el sujeto humano tiene certeza de sí mismo mediante el pensa­miento y no a través de la percepción sensorial, entonces el cuerpo, con sus percepciones sensoriales, entra en en el ámbito de las cosas objetivas cuya característica esencial, frente al sujeto pensante, no es otra que la extensión corporal.

Y aun cuando, acaso, o más bien, ciertamente, como luego diré, tengo yo un cuerpo al que estoy estrechamente unido, sin embargo, puesto que por una parte tengo una idea clara y distinta de mí mismo, según la cual soy algo que piensa y no extenso y, por otra parte, tengo una idea distinta del cuerpo, según la cual éste es una cosa extensa, que no piensa, resulta cierto que yo soy distinto de mi cuerpo, pudiendo ser y existir sin el cuerpo12.

Puesto que el cuerpo es una cosa no pensante, sólo extensa, debe ser considerado como una máquina, concretamente como un reloj, que se consideraba en tiempos de Descartes como la máquina más complicada y admirable:

Y así como un reloj, compuesto de ruedas y contrapesos, no observa menos exactamente las leyes de la naturaleza cuando está mal hecho y da mal las horas, que cuando cumple enteramente los deseos del artífice, así también, si considero el cuerpo humano como una máquina construida y compuesta de huesos, nervios, músculos, venas, sangre y piel, de tal suerte que, aunque ese cuerpo no encerrara espíritu alguno, no dejaría de moverse como lo hace ahora, cuando se mueve sin ser dirigido por la voluntad y, por consiguiente, sin ayuda del espíritu '-1.

Lo que une al alma pensante, pero no extensa, con el cuerpo extenso, pero no pensante, es para Descartes una «combinación (complexio) de todo aquello que Dios me ha concedido».

También me enseña la naturaleza, por medio de esos sentimientos de dolor, hambre, sed, etc., que no estoy metido en mi cuerpo como un piloto en su navio, sino tan estrechamente unido y confundido y mezclado con él, que formo como un solo todo con mi cuerpo14.

11. R. Descartes, Meditationen, PhB 21 (ed. cast.: Espasa-Calpe, Madrid "1968), dedicatoria: «Siempre he pensado que las preguntas acerca de Dios y del alma son las más importantes de cuantas se pueden tratar con la ayuda de la filosofía y de la teología». «Dios y el alma» constituyen los dos polos de la elipsis teológica de Agustín. Entonces el tema paulino «Dios y el cuerpo» (2 Cor 6) deja de constituir el centro de la teología.

12. 6 Meditation, 17. 13. Ibid., 33. 14. Ibid., 26.

262 El final de todas las obras de Dios

Puesto que Descartes concibe al espíritu pensante sin extensión, puede considerarlo en aquella «complexio» que representa la totali­dad del hombre como presente en todos los órganos extensos del cuerpo. De igual manera, atribuye al cerebro, y en él a la glándula pineal, «donde debe tener su sede el sentido común», una función mediadora entre espíritu y cuerpo 15. Descartes describe como una unilateral relación de dominio y propiedad la relación del sujeto espiritual no extenso y pensante con su objeto corporal extenso, no pensante: yo soy un sujeto pensante y tengo mi cuerpo. El yo conside­ra a su cuerpo como propiedad, le da órdenes y lo utiliza.

Si se define cuerpo y alma por sus delimitaciones respectivas: pensante, no pensante; extenso, no extenso, entonces resultará impo­sible concebir la vinculación de alma y cuerpo i6. ¿Cómo un alma no extensa puede influir en un cuerpo extenso? ¿Cómo una cosa no pensante puede operar en una cosa pensante? ¿Es posible que un alma caracterizada como no espacial pueda habitar en un cuerpo que ocupa un espacio determinado? Si la extensión es la única característi­ca objetiva del cuerpo, entonces todas las restantes percepciones sensoriales, las del olfato, color, gusto, sonido... se convertirán en impresiones secundarias, subjetivas, de los objetos. ¿Qué juicio deben merecer entonces las percepciones sensoriales del propio cuerpo? Si la subjetividad humana se localiza en el pensamiento no extenso, enton­ces el cuerpo humano se verá relegado al mundo objetivo de las máquinas y de los robots. Su unión con un yo concreto pensante será pura casualidad y completamente accidental. El yo pensante «puede existir también sin él», decía Descartes, y pensaba indudablemente en la eternidad. En principio, puede coexistir en la tierra con elementos intercambiables del cuerpo. Esta conversión del cuerpo en objeto es la consecuencia práctica de identificar hombre y yo pensante. Sólo se puede conseguir esta forma de espiritualización del hombre deste­rrando el cuerpo a una supuesta zona carente de espíritu.

c) Karl Barth y «el cuerpo al servicio del alma que gobierna»

Karl Barth no formuló la pregunta sobre la diferencia entre cuerpo y alma fijando su mirada en la muerte, como Platón, o en la autocerteza del sujeto pensante, como Descartes, sino que la inscribió en el contexto teológico de la visión del hombre Jesucristo y de la

15. Ibid., 37. 16. K. Jaspers, Descartes und die Philosophie, Berlin 1948, 50 s. Para la necesaria

espacialidad en la autoexperiencia corporal del hombre, cf. H. Plügge, Der Mensch und sein Leib, Tübingen 1967, 1 ss.

El primado del alma 263

experiencia del Espíritu de Dios17. Sin embargo, también sus respues­tas se sitúan en la línea de aquella tendencia de espiritualización e instrumentalización peculiares de la civilización occidental y modifi­can en escasa medida las respuestas de Platón y de Descartes. La idea directriz de su capítulo El hombre como alma y cuerpo es recogida en los siguientes términos: «Mediante el Espíritu de Dios, el hombre es el sujeto, la figura y la vida de un organismo material, el alma de su cuerpo; ambas cosas de manera completa y simultánea: en diversidad irrevocable, en unidad inseparable, en orden indestructible»18.

Esta idea directriz identifica al hombre como «alma de su cuer­po». Y nos encontramos ante la reproducción literal de la definición aristotélico-tomista: anima forma corporis. De esta manera, Barth conserva la primacía platónica del alma y recoge la cartesiana rela­ción de dominio del alma sobre el cuerpo. Alma y cuerpo forman una unidad ordenada. El orden de esta unidad es la superioridad y la subordinación: el alma «rige», el cuerpo «sirve»19. El alma «va delante», el cuerpo «la sigue» 20. El alma está «arriba», el cuerpo se encuentra «abajo»21. El alma es «lo primero», el cuerpo «lo segun­do»22. El alma es «lo dominante», el cuerpo «lo dominado»23.

El Espíritu de Dios ha establecido este «orden indestructible»24, pues, según Barth, el Espíritu no es sino la realidad subjetiva del dominio de Dios. El Espíritu es «el principio que convierte al hombre en sujeto»25. Por eso existe una correspondencia en la relación entre el alma determinada por el espíritu respecto del cuerpo y la relación de dominio de Dios sobre su mundo. En el dominio sobre su cuerpo, el alma participa directamente del dominio de Dios sobre su mundo. Por eso Barth califica este orden de dominio del alma sobre el cuerpo de «indestructible». A su vez, el cuerpo alcanza una correspondencia mediada con el dominio de Dios a través de su sometimiento de servidumbre bajo el alma que gobierna. Así, ese cuerpo llega a su propia verdad. «El hombre es el alma que gobierna a su cuerpo o no es hombre»26. Y esto significa para el cuerpo del hombre lo siguiente:

17. Me refiero aquí exclusivamente a K. Barth, Kirchliche Dogmatik 1II/2 46: Der Mensch ais Seele und Leib. Para el conjunto de la antropología teológica de Barth, cf. K. Stock, Antrhopologie der Verheissung. Karl Barths Lehre vom Menschen ais dogmatisches Prohlem, München 1980.

18. Kirchliche Dogmatik III/2, 391. 19. O. c, 509. 20. O. c, 502. 21. O. c, 400. 21. Ibid. 23. O. c, 410. 24. O. c, 391.400. 503. 25. O. c, 437. 26. O.c, 505.

264 El final de todas las obras de Dios

El mismo ámbito que, visto desde el alma, es el dominio en el que el hombre tiene que gobernar es, visto desde el cuerpo, el dominio en el que está sometido a sí mismo y debe servir. Como cuerpo, el hombre no dispone de sí mismo, sino que está a disposición de sí mismo, no se usa a sí mismo, sino que es usado por él mismo. Como cuerpo no se transciende a sí mismo, pues es cierto que no como cuerpo, sino como alma, goza de inmediatez con el Espíritu y, por consiguiente, con Dios. Como cuerpo tampoco puede ir delante de sí mismo, sino detrás.27.

Lo que- Barth expresa con conceptos platónicos como relación jerárquica entre alma y cuerpo puede ser descrito también con con­ceptos de la filosofía cartesiana de la subjetividad:

El (el hombre) se identifica con su cuerpo en la medida en que él es el alma de ese cuerpo. Cuando piensa y quiere, cuando ejecuta el acto vital humano trata su ámbito, es decir, su cuerpo, como su dominio, dispone sobre su cuerpo, lo usa, lo transciende para precederlo... Su alma es su libertad frente a su cuerpo y, por consiguiente, frente a sí mismo. Cuando actúa en esa libertad, cuando, mediante el pensamiento y la voluntad, es su propio señor y gobernante, es alma espiritual. Pues Dios le ha dado el Espíritu para que él (hombre) actúe de esa manera. El Espíritu le ha despertado para que sea un ser viviente28.

Barth determina aquí el «acto vital humano» exclusivamente como pensamiento y voluntad, igual que Tomás de A quino29. Y concreta el ser humano como ser dueño en el dominio del propio cuerpo. Dominarse a sí mismo, gobernarse a sí mismo, usarse a sí mismo, «contenerse» y decidirse a sí mismo es lo verdaderamente humano pues es lo que constituye la correspondencia del hombre con Dios. El modelo secular del dominio del alma gobernante sobre el cuerpo siempre servicial es aparentemente la «monarquía de la gracia de Dios», pues Barth jamás menciona el derecho de rebelión del cuerpo utilizado abusivamente ni se refiere al derecho de intervención de los sentimientos en las decisiones del alma racional, ni siquiera una vez alude a la deseable coincidencia del cuerpo con su alma que lo gobierna30. La libertad del alma es determinada unilateralmente

27. O. c , 511. 28. O. c, 505. 29. Cf. cap. 9, apartado 5. 30. Naturalmente, el modelo teológico es el hombre Jesucristo, del que Barth dice:

«Llama también la atención el hecho de que lo acorde, lo total de esta vida humana se configura, estructura y determina por sí mismo. Por eso tiene un sentido duradero que le viene de dentro de él y es, por tanto, necesario. Aquella imbricación mutua de alma y cuerpo, de palabra y acción de Jesús no es caótica, sino un cosmos, un todo conformado y ordenado. Es un arriba y un abajo, un primero y un segundo, un dominante y un dominado. Pero el hombre Jesús es ambas cosas. No es sólo lo de arriba, lo primero, lo dominante, como si lo de abajo, lo segundo, lo dominado fuera algo externo y casual en él. De lo contrario, estaríamos de nuevo ante la división que no se da en él. Jesús hombre es también lo de abajo, lo segundo, lo dominado. No es sólo un alma, es también un cuerpo. Es ambas cosas, alma y cuerpo, en una unidad y totalidad estructurada. Está, pues, en orden; no en desorden. Y no es que el orden sea en él algo casual, impuesto desde

ti primado del alma 265

como dominio; y tiene una referencia individual, de forma que cada uno es «su propio señor y gobernante», y encuentra ahí la «relación directa con el Espíritu y, por consiguiente, con Dios»31.

La autopertenencia, el autodominio y la autodisponibilidad del hombre le convierten en imagen de Dios su Señor. Por el dominio sobre sí mismo, el hombre se corresponde con su Señor divino quien lo pretende como ser que puede servirse a sí mismo. El dominio del hombre sobre sí mismo es una analogía de ese mismo dominio de Dios. Y todo esto significa, en consecuencia, que el hombre que se domina a sí mismo, que dispone de sí mismo porque se pertenece a sí mismo es una reproducción y analogía de su Señor divino32. Con este sometimiento del cuerpo al gobierno del alma, sin que aquél influya sobre ésta, debe concordar la relación del hombre respecto de la mujer:

El hombre como alma que va por delante de su cuerpo es también la analogía de lo que se describe en la Escritura en la relación entre hombre y mujer como la semejanza con Dios de ese ser humano que alcanza la perfección en este dualismo, en cuanto que, en esta perfección, el gobernar y el servir como la obra del hombre único son simultáneamente diferentes y están imbricados por completo3'.

La teología de Karl Barth es en este punto una doctrina teológica de la soberanía: al orden intratrinitario del Padre que manda y del Hijo que obedece corresponde el orden extratrinitario del dominio de Dios sobre el mundo. A ese orden corresponde la relación del cielo con la tierra en la cosmología34, la relación del alma respecto del cuerpo en la psicología y la relación entre hombre y mujer en la antropología, por nombrar exclusivamente las relaciones de corres­pondencia en la doctrina de la creación. En su exposición, Barth sigue estas estructuras análogas de dominio de los metafisicos antiguos,

fuera, sino que el orden le viene de dentro. Es por sí mismo arriba y abajo, el primero y el segundo, dominante y dominado» (339). Pero ¿es realmente esa «soberanía interior» (400), ese autodominio, la característica sobresaliente del hombre Jesús? ¿Permite esto explicar la lucha sostenida en Getsemaní? Se tiene la impresión de que Barth sigue aqui la cristología de Schleiermacher y que recoge la tesis de éste según la cual la «conciencia de Dios domina siempre» en Jesús.

31. O. c, 509. 32. ¿No es esto el «hombre absoluto» de la Ilustración criticado por Barth y al que

éste ha caracterizado con tanto tino? Cf. Die protestantische Theologie im 19. Jahrhundert. Ihre vorgeschichte und Geschichte, Zürich 1947, 16 ss: Der Mensch im 18. Jahrhundert.

33. O. c, 513. La exposición más amplia de esto se encuentra en III/4 54, 1: Mann und Frau, esp. 190 ss. Barth utiliza también aquí su concepto de orden jerárquico: «A precede a B, B sigue a A. Orden significa sucesión. Orden significa antecedente y consecuente, superior e inferior» (189).

34. O. c, 441: «La contraposición de alma y cuerpo es como la que existe entre cielo y tierra, una contraposición intracreatural, inmanente al mundo.. Pero el alma y el cuerpo del hombre son un hombre, como cielo y tierra como conjunto son un cosmos».

266 El final de todas las obras de Dios

sobre todo de Aristóteles, que trataron «cielo y tierra», «alma y cuerpo», «hombre y mujer» siguiendo el mismo esquema. Y actuaron así para preservar las correspondencias armónicas del Logos en el cosmos. Pero hace mucho que los enfoques modernos de la cosmolo­gía, de la psicología y de la antropología dejaron atrás estas anticua­das relaciones de correspondencia. No es aconsejable retornar de nuevo a ellas. El simple encadenamiento de los eslabones de la línea superior: cielo-alma-hombre suscita comentarios irónicos. Y, sin du­da, mucho mas criticables son los empalmes en la línea «inferior»: tierra-cuerpo-mujer. Difícilmente podremos calificar de pacífico a un mundo tan «ordenado» según el sexo.

2. El cuerpo animado

En la historia de las civilizaciones, la concepción del yo del hombre ha sufrido desplazamientos dignos de atención. Mientras se consideró que la vida del hombre residía en la inspiración y espiración del aire se localizó al yo en el diafragma. Mientras el hombre mantiene el ritmo de la respiración se mantiene vivo; cuando exhala la última espiración «expira su vida». Tiempos después se pensó que la vida del hombre residía en sus grandes afectos, en la confianza del corazón y en el amor cordial. En consecuencia, se localizó el centro de la vida en el corazón. El hombre muere cuando el corazón deja de latir. En una época posterior se consideró al hombre como sujeto de inteligencia y voluntad. Y de nuevo sufrió el yo otro desplazamiento en el mundo conceptual; fue localizado en el cerebro, casi siempre detrás de los ojos. La «muerte del cerebro» es considerada actualmente como símbolo real de la muerte del hombre. Con el desplazamiento del yo hacia arriba, se movió la centralización del hombre, y pasó del medio de su cuerpo a la cabeza. Cuando se deja de concebir el órgano respiratorio como órgano representativo del hombre y se traslada tal función al cerebro, se declara como «acto vital humano» no la comunión respiratoria del hombre con su entorno natural, sino su pensamiento y voluntad, que dominan el mundo y su cuerpo. Y nacen entonces el «primado del espíritu» y la de-sensibilización de la «civili­zación científico-técnica».

a) Antiguo testamento y cuerpo

Las antropologías bíblicas del antiguo testamento y del nuevo provienen de épocas culturales anteriores y, en parte, de otros espa­cios culturales. Si las actualizamos en nuestra cultura actual junto con

,r\ El cuerpo animado 267

el mensaje bíblico veremos que su diferencia encierra no sólo su distanciamiento, sino también un potencial crítico para superar la unilateralidad de nuestra cultura.

La fundamental distinción antropológica entre alma y cuerpo es completamente extraña para las tradiciones veterotestamentarias pues desconocen la distinción ontológica entre el ser inmortal y el ente mortal35. En las tradiciones bíblicas, el hombre se experimenta, más bien, en una determinada historia de Dios. Es la historia del llama­miento, de la liberación, de la alianza y de la promesa. Y es, en un horizonte más amplio, la historia de la creación y de la redención del mundo. En esta historia de Dios, el hombre aparece siempre como un todo. Jamás se analiza «alma» y «cuerpo» como componentes del hombre. Cuando Dios, según el relato yahvista, insufla su aliento a las piezas formadas de tierra, el texto sagrado dice: «Y resultó el hombre un ser viviente» (un alma viviente). No es que tuviera un alma, sino que es «alma viviente». Si el hombre muere, puede lamen-lar con los salmos: «Estoy amenazado de muerte, soy carne». No es que tenga carne, sino que es carne36. Jamás se utilizan cuerpo, alma, espíritu como secuencia de conceptos antropológicos en la que los eslabones se complementan recíprocamente. Evidentemente, se alude siempre al hombre como totalidad que se concreta de diversas mane­ras en las diferentes relaciones. Ni encuentra en su Dios posibilidad alguna de retirarse a una inmortal substancia psíquica para superar la dicha y el dolor, la vida y la muerte de su cuerpo. Sólo puede aparecer ante su Dios como un todo, según afirma el sWmah Israel: «Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6, 5). La mentalidad hebrea no pregunta por la esencia ni por los elementos de una cosa, sino por su devenir y su obrar. Por eso el hombre no se conoce a sí mismo a través de la reflexión y de la introspección, sino en las experiencias de la historia de la alianza y en las promesas de su Dios. La orientación teológica hacia el exterior habla del hombre sólo en el contexto de las instancias circundantes y trascendentes de Dios. Propiamente, el hombre no tiene una substan­cia en sí, sino que es una historia. De ahí que la antropología del antiguo testamento se sirva menos de definiciones que de narraciones. En éstas se presenta al hombre no en la concreción que permiten los conceptos, sino en sus relaciones vitales.

Este orden de cosas se refleja en que, sorprendentemente, los llamados «impulsos psíquicos» se localizan en diversas «partes del

35. Para lo que sigue, cf. H. W. Wolff, Antropología del antiguo testamento, Sala­manca 1975; K. A. Bauer, Leibliehkeit-das Ende aller Werke Gottes. Die Bedeutung der Leiblichkeit des Menschen bei Paulus, Gütersloh 1971.

36. Asi, también M. Lutero, WA 2, 415, 14: «Caro est, non carnem habet». «Alma» y «cuerpo» significan siempre el totus homo desde vertientes distintas.

265 El final de todas ¡as obras de Dios

cuerpo». El hombre piensa con su cuerpo. El cerebro y los órganos corporales se adoctrinan recíprocamente. Los órganos internos repre­sentan el «interior» del hombre (quereb). Con frecuencia, los ríñones son el lugar de la conciencia (Sal 16,7). Dios escruta «corazones y entrañas» (Sal 7,10). Cabe hablar del hígado como órgano de la tristeza profunda (Lam 2, 11). Un hombre se «agria» en su vesícula. La vida del hombre es su respiración y también su sangre. Se puede decir que el corazón es el órgano de la voluntad y de la concupiscen­cia. Los sentimientos, los pensamientos, las intenciones y las decisio­nes aparecen unidos a una serie de órganos corporales representati­vos. Esto indica, sin duda, que, en esta antropología, el alma y el cuerpo, la centralización interior y el horizonte externo aparecen en conexión recíproca y en interpretación mutua. Se desconoce por completo una reducción del «acto vital humano» al «pensar» y «querer». Nada se sabe de su localización en el alma o en el cerebro. No se da una «primacía del alma». Es totalmente ajena a las tradicio­nes bíblicas una jerarquía interna en la que se deba pensar al alma arriba, al cuerpo abajo, al alma dominando, al cuerpo sirviendo.

La idea de una relación igualitaria de comunidad de influencias recíprocas hace más justicia a la antropología bíblica: «Había hecho yo un pacto con mis ojos», se dice en Job 31,1. Puesto que Israel experimentó a su Dios en la alianza, sintió predilección por expresar sus correspondencias con Dios en términos de alianza. Debemos concebir la unidad de alma y cuerpo, de interior y exterior, de centro y periferia del hombre en las formas de alianza, de comunidad, de influencia recíproca, de contorno recíproco, de toma en considera­ción, de arreglo, de coincidencia y de amistad.

b) La figura pericorética del cuerpo y alma

Distanciándonos de Karl Barth, hemos partido de que la unidad del Dios trino no radica primeramente en su subjetividad y en la soberanía de su dominio, sino en la única, perfecta pericóresis del Padre, del Hijo y del Espíritu santo37. Seguimos la teología de Juan y tomamos como imagen prototípica de todas las relaciones que se corresponden con Dios en la creación y en la redención la recíproca pericóresis del Padre, del Hijo y del Espíritu (Jn 17, 21). Por consi­guiente, no suponemos que deba haber «en Dios mismo un arriba y un abajo, un prius y un posterius, una preordinación y una subordi­nación». Al considerar la unidad divina pensamos que no cabe

37. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, Salamanca 21987, 168 ss.

El cuerpo animado 269

distinguir en Dios entre el que obedece y el que es obedecido38. Partimos de una unidad intratrinitaria del amor divino en el que esta estructura de orden-obediencia es una posibilidad, pero no el determi­nante elemento esencial.

Por eso hemos entendido la relación del Dios trino con la creación de su amor no como una relación unilateral de dominio. La hemos contemplado en la riqueza de este amor eterno como policéntrica. Y la hemos visto en ese emplazamiento como recíproca relación de comunión. La visión de la «creación en el Espíritu de Dios» no se limita a poner la creación frente a Dios, sino que, simultáneamente, la introduce en Dios, sin divinizarla. Dios penetra y empapa su creación con las fuerzas creadoras y vivificantes del Espíritu. En su descanso sabático, Dios permite que las criaturas influyan en él. Si centramos nuestra mirada en el Espíritu presente en la creación, podemos considerar la relación entre Dios y mundo como una relación de pericóresis^9.

Finalmente, hemos comprendido la semejanza de los hombres con Dios en este contexto de la pericóresis divina. Y la hemos concebido como una relación de comunión, de necesidad y de compenetración mutuas. La verdadera comunidad o comunión humana está llamada a ser imago Trinitatis. Por consiguiente, veremos la relación de alma y cuerpo, de consciente e inconsciente, de voluntario e involuntario, así como de toda diferencia antropológica fundamental como una rela­ción de pericóresis en la que están presentes la compenetración mutua y la unidad diferenciada, pero no introduciremos en esa relación unilaterales estructuras de dominación. No partimos de la «primacía del alma» ni presuponemos una «primacía del cuerpo». Ponemos nuestra mirada en la figura de la vida vivida. Y esto encierra el presupuesto teológico de que la presencia de Dios en el Espíritu no se localiza sólo en la conciencia, en el alma o en la subjetividad de la inteligencia y de la voluntad, sino en la totalidad del organismo humano, en aquella forma histórica que los hombres desarrollan en cuanto cuerpo y alma en su entorno.

La figura del hombre nace en el campo formado por el hombre y su entorno40. Este campo tiene una serie de dimensiones diferencia-

38. K. Barth, Kirchliche Dogmatik IV/1, 219. 39. Cf. cap. 4, apartado 5. 40. Tomo aquí conceptos de la terapia de la Gestalt porque están muy próximos a mi

concepción de la pericóresis entre alma y cuerpo, sin dogmatizar por ello la terapia de la Gestalt. Cf. F. S. Perls/R. F. Hefferline/P. Goodman, Gestalttherapie. Lebensfreude und Persónlichkeitsentfaltung, Stuttgart 1979; H. Petzold, Die neuen Korpertherapien, Stutt-gart 21980; A. Lowen, Bioenergetik. Therapie der Seele durch Arbeit mit dem Korper, Hamburg 21980; J. O. Stevens, Die Kunst der Wahmehmung. Übungen der Gestalttherapie, München 71983. Cf. también: H. P. Dreitzel, Der Korper in der Gestalttherapie, en D. Kamper/Chr. Wulf, Die Wiederkehr des Korpers, o. c, 52-67. Utilizo teológicamente el

270 El final de todas las obras de Dios

bles: la naturaleza, que se hace presente tanto en la estructura genética de un hombre como en la región de la tierra en la que el hombre nace; la sociedad y la cultura en la que crece la persona humana; la historia que impregna su origen y condiciona su futuro; y el ámbito de la trascendencia, representado por la religión y por el sistema de valores. Las influencias de estos entornos y las confrontaciones de la persona humana con ellos perfilan la figura del hombre. Cuando el hombre logra una figura consigue individualidad y socialidad, pues la figura le une con su medio ambiente para constituir una unidad viviente; y le diferencia al mismo tiempo de ese entorno, haciéndole este ser vivien­te concreto. Una figura es aquella forma del intercambio con los entornos en la que un hombre es identificable, y con la que él puede identificarse. Por eso está fijado parcialmente, como muestran las condiciones naturales; y goza de una considerable plasticidad históri­ca. Las profesiones, la edad y la historia personal ponen de manifiesto los variables contactos con el medio ambiente, y hacen patentes también los límites evidentes de la figura concreta del hombre.

La figura del hombre se desarrolla no sólo en las mencionadas estructuras externas, sino también en las estructuras internas que se corresponden con ellas y que podemos describir como cuerpo y alma, consciente e inconsciente, centro y periferia. El hombre configura su forma incluso en relación consigo mismo. Esa figura nace en el límite de la diferencia antropológica y lleva constantemente la impronta de las dos caras de esa diferencia, incluso si es consciente y deseada sólo una cara. Por eso, en la figura vivida de un hombre se compenetran siempre cuerpo y alma, consciente e inconsciente, voluntario e invo­luntario. La figura lograda manifiesta simultáneamente diferencia y unidad pues ella configura el intercambio y la mutua compenetración. En cuanto a la figura vivida del hombre no es posible arrancar de un dominio unilateral del alma sobre un cuerpo que sirve. Si se determi­na la diferencia antropológica en la autorrevelación del hombre como «alma y cuerpo», entonces el cuerpo conforma «su» alma con igual fuerza que el alma «su» cuerpo. Este habla constantemente al alma, como lo inconsciente influye de continuo en lo consciente, como lo involuntario está presente de forma ininterrumpida en todos los actos voluntarios. Si suponemos una unilateral relación de dominio del alma respecto de su cuerpo, reprimimos la capacidad responsorial del cuerpo y lo condenamos a la mudez. El cuerpo responde entonces con el entumecimiento y la muerte, asemejándose por completo a la «silenciosa muerte de la naturaleza» en la crisis ecológica.

concepto de Gestalt, en el sentido de D. Bonhoef'fer, Etica, Barcelona 1968, 54 ss, y A. A. van Ruler, Droom en Gestalte, Amsterdam 1947; y Gestattwerdung Christi in der Welt, Neukirchen 1956.

El cuerpo animado 271

En la forma vivida, cuerpo y alma llegan a una coincidencia temporalmente estable, aunque la forma presente en la historia huma­na una unidad rota, fragmentaria. Cuerpo y alma, interior y exterior han sellado una alianza. Han encontrado un cierto equilibrio. Para ver este equilibrio desde ambos lados tendremos presente que el cuerpo humano alcanza la conciencia de sí mismo en su alma, y que, por su parte, la conciencia psíquica influye con sus experiencias y acciones en el cuerpo humano. Aquí es imposible asignar primacías fundamenta­les. El desarrollo de la figura constituye en todo caso la tarea común. La conciencia psíquica influye en el cuerpo mediante sus percepciones y operaciones, habla con él. Pero el cuerpo dispone también de su propio lenguaje corporal con el que habla a la conciencia psíquica. El cuerpo tiene sus propios recuerdos, que difieren con frecuencia de los recuerdos conscientes del alma; tiene sus reacciones involuntarias, que se desvían a menudo de las reacciones conscientes del hombre y que expresan algo distinto. El lenguaje corporal de una figura huma­na es, al menos, tan variado y eficaz como su lenguaje consciente y verbal. La diferencia entre el lenguaje verbal y el corporal indica que la figura vivida del hombre es casi siempre una figura equívoca. Y esto tiene aplicación no sólo en la figura humana de determinadas personas, sino también en la figura de organizaciones humanas. El lenguaje corporal de la Iglesia, por ejemplo, no siempre coincide completamente con la proclamación verbal de la Iglesia ya sea porque no se le ha concedido valor alguno a ese lenguaje o porque no se ha logrado acuerdo alguno en la figura.

Cuestión difícil es la centralización de la persona humana en el campo hombre-entorno y en el campo alma-cuerpo. ¿Cabe partir de una evidente y fija estructura de subjetividad según la cual el hombre que posee una inteligencia y una voluntad es siempre «dueño de su propia casa»? ¿Es de verdad el hombre —o sólo por definición— alma que gobierna a un cuerpo que obedece o de otro modo no es hombre? Si lo es sólo en virtud de esa definición, entonces esta definición es un ideal del hombre; un ideal ante el que fracasa con mucha frecuencia el hombre real. Si, por el contrario, tenemos presente la persona huma­na en su figura viviente, entonces lo realista será contar con centrali­zaciones que cambian y se transforman. Es, pues, razonable ver ambas cosas, las centralizaciones y las descentralizaciones, las concre­ciones en un ego determinado y determinante y sus disoluciones.

Las centralizaciones son hijas de determinados intereses y repre­sentan a éstos. Cuando se evapora un interés determinado se distiende la centralización, y se disuelve la estructura de entendimiento y voluntad que fue construida para satisfacer el interés. Esto no signifi­ca, sin embargo, que esas centralizaciones internas de un hombre sean de naturaleza secundaria o caprichosa. La vida humana es siempre

272 El final de todas las obras de Dios

una vida interesada, una vida participada, una vida aceptada y amada. Por eso es imposible una vida humana sin centralizaciones. Pero éstas no son rígidas. No son siempre las mismas por doquier, en todo momento y en todas las personas. Sin duda, se encuentran casi siempre insertas en un ritmo de formación y de disolución. Represen­tan no una persona abstracta, sino una historia vital y, en cuanto tales, una persona concreta.

Precisamente porque las centralizaciones interiores representan la historia de la vida de personas concretas es, sin embargo, demasiado poco verlas nacer y perecer en procesos de «autorrealización»: «Entregarse de manera espontánea a satisfactorios procesos de con­tacto, permitirlos en su prosecución y dejarlos sueltos en la sacie­dad»41.

Precisamente porque el hombre es un ser plástico y sus centraliza­ciones oscilan, tiene que hacerse él fiable para los otros y para sí mismo. El hombre es el ser que tiene capacidad para prometer. Puede hacerse, y se hace, «incalculable» para sí mismo y para los otros, como dice el lenguaje de los actuales controladores políticos, pero tiene que tratar de hacer unívoca su polisemia constitucional. Se lleva a cabo esto en la promesa y en el cumplimiento de ésta, en la fidelidad. En la promesa, el hombre se fija, logra una figura determinada y se hace interpelable. En la fidelidad, el hombre adquiere su identidad en el tiempo en la medida en que recuerda y permite ser recordado, y tiene presentes sus promesas. En la conexión histórica de la promesa y del cumplimiento de ella logra el hombre su continuidad. Y precisa­mente en esta continuidad encuentra él su vivida identidad: si es fiel a

su promesa, es fiel a sí mismo. Si no mantiene su promesa, será infiel consigo mismo. Pero si mantiene su promesa, logra confianza. Si la rompe, pierde él, en el fondo, su propia identidad y ya no se conoce a sí mismo. Esta identidad histórico-vital del hombre es caracterizada mediante su nombre. La convivencia social consiste en un tupido tejido de promesas y de cumplimientos, de acuerdos y de fiabilidades Y no puede existir sin estas estructuras de la confianza. Cabe entender la organización interna de un hombre como entramado de acuerdos conscientes de sus órganos y de sus acuerdos casi siempre inconscien­tes. Si el hombre está de acuerdo consigo mismo, es decir, con las necesidades y fuerzas de su cuerpo, entonces configura una identidad y es merecedor de confianza. Pero si está en desacuerdo consigo mismo, entonces no se identifica consigo y destroza su fiabilidacj social. La configuración del hombre debe ser considerada interna v externamente como un proceso de fiabilidad y de fidelidad. Tal visión no menoscaba en modo alguno la libertad del hombre, pues promesa

41. H. P. Dreitzel, o. c, 55.

El cuerpo animado 273

y confianza son las concreciones de su libertad. Presuponen una libertad y la respetan en todo momento.

c) Espíritu y figura

El Dios creador llama a sus criaturas a la vida a través de su Espíritu. En ese mismo Espíritu las conserva y vivifica. Esta concep­ción cósmica del Espíritu abarca también la visión antropológica del Espíritu en el hombre. Sin embargo, es imposible exponer la concep­ción antropológica del Espíritu en el hombre sin ese horizonte cósmi­co. La moderna concepción del espíritu en el hombre se estrechó e hizo unilateral cuando esa concepción perdió de vista al espíritu en la naturaleza y convirtió al espíritu en aquella fuerza que destaca al hombre de la naturaleza que lo rodea y lo coloca por encima de ella. La moderna concepción del espíritu en el hombre se estrechó y unilateralizó en igual medida cuando abandonó la visión del espíritu en el cuerpo y vio en el espíritu sólo aquella capacidad de reflexión mediante la que el hombre se confronta consigo mismo y puede distanciarse de su cuerpo. Para reintegrar al espíritu del hombre en el entorno de la naturaleza y en su corporeidad, tendremos que echar mano otra vez del amplio concepto del Espíritu cósmico.

Hemos dado el nombre de «espíritu» a las formas de organización y de comunicación de todos los sistemas abiertos de la materia y de la vida42. Se sigue de ahí que la consciencia humana es espíritu reflejo, concretamente una toma de conciencia de la organización de su cuerpo y de su alma, y una concienciación de las comunicaciones del organismo humano en la sociedad y en la naturaleza, comunicaciones imprescindibles para vivir. La corporeidad del hombre es una corpo­reidad penetrada, vivificada y acuñada por el Espíritu creador: el hombre es un espíritu-cuerpo. La figura del hombre, en la que cuerpo y alma han llegado a un acuerdo, es una figura formada por el Espíritu creador: el hombre es una figura-espíritu. El Espíritu que actúa en el cuerpo, en el alma y en la figura viviente de éstos no sólo es un Espíritu creador, sino, al mismo tiempo, un Espíritu cósmico, pues el cuerpo, el alma y la figura de éstos sólo puede existir en un intercambio natural y social con otros seres vivientes.

Todo esto se aplica al hombre y a otros seres vivientes cuando se habla del Espíritu de la creación, de la conservación y de la evolución. Desde un punto de vista teológico, tenemos que llamar a este Espíritu Espíritu y presencia de Dios en su criatura. Sin embargo, según el lenguaje bíblico, esto no es el Espíritu santo. Se da el nombre de

42. Cf. cap. 1, 8 y cap. 4, apartado 5.

274 El final de todas las obras de Dios

Espíritu santo al Espíritu de la redención y de la santificación, a la presencia del Dios redentor y recreador. Es el Espíritu de Cristo y el Espíritu de Dios el que hace que Cristo, el Hombre nuevo, tome «forma» en los creyentes y en la comunidad de amor (Flp 2, 6). El «Espíritu santo» no desplaza al Espiritu de la creación, sino que lo transforma. El Espíritu santo llega a la totalidad del hombre y abarca sus sentimientos y su cuerpo, asi como su alma e inteligencia. Acuña de nuevo toda la figura del hombre cuando «configura» (Rom 8,29) a los creyentes con Cristo, el Primogénito de entre muchos hermanos. Abarca la totalidad del «cuerpo de la bajeza» para «configurarlo» (Flp 3, 21) con el «cuerpo transfigurado» del Cristo resucitado que ha vencido a la muerte. Presentaríamos una visión estrecha y unilateral si relacionáramos las formas de actuación inmediata del Espíritu santo sólo con el alma racional del hombre y con su corporeidad sólo en tanto que el alma regida por el Espíritu rige, a su vez, al cuerpo. Allí donde el Espíritu santo comienza a «guiar» (Rom 8, 14) a los hijos de Dios, se convierte en nueva fuerza motriz de toda la vida de éstos. Y entonces da testimonio de la presencia del Espíritu no sólo el lenguaje verbal, racional de los hijos de Dios, sino también su inconsciente lenguaje corporal. No sólo las acciones intencionadas y voluntarias de los hijos de Dios ponen de manifiesto la fuerza liberadora del Espíritu, sino también las acciones y reacciones inconscientes de aquellos. La «redención del cuerpo» de la muerte comienza ya aquí en la liberación del temor que oprime a la corporeidad, y en la liberación de sus necesidades y fuerzas reprimidas. El testimonium Spiritus Sancti internum hace también que el hombre pueda entregarse al instinto, al impulso y a la guía del Espíritu santo: el Espíritu está presente y actúa también en los sentimientos y en el inconsciente.

Pablo acentuó enfáticamente la corporeidad del Cristo presente en el Espíritu. Al recordar las persecuciones que él había padecido como apóstol de Cristo, dice: «llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 10). A la comunidad griega de Corinto escribe Pablo la tesis completamente ajena a la mentalidad griega: «El cuerpo (es) para el Señor, y el Señor para el cuerpo... Vuestro cuerpo es santuario del Espíritu santo» (1 Cor 6, 13.19).

La configuración corporal de Cristo y la inhabitación corporal del Espíritu santo no se «hacen» a través de la inteligencia y la voluntad del sujeto humano, sino que se «experimentan» en la entrega de la totalidad del hombre a Dios. Y los otros la perciben más que el hombre afectado, pues no «testifica» éste mismo, sino que Dios lo convierte en testigo para otros.

El cuerpo animado 275

d) Espíritu como anticipación

Todos los seres vivientes que pueden ser descritos como «sistemas abiertos» existen inmersos en la órbita de su futuro. El ámbito de sus posibilidades abiertas y delimitadas por su pasado y por su entorno constituye su futuro. Por consiguiente, sus impulsos, sus percepcio­nes, sus formas de comportamiento y sus acciones tienen un carácter anticipador. Esta estructura ha alcanzado su desarrollo más amplio en el hombre. Por consiguiente, cuando hablamos del espíritu del hombre no pensamos en su subjetividad reflexiva ni en su identidad fijada, sino que nos referimos a la estructura anticipadora de toda su existencia físico-psíquica. Los hombres viven siempre en una determi­nada dirección hacia algo que se encuentra más allá de ellos. Por eso traspasan constantemente su presente, se proyectan en el marco de las posibilidades abiertas de su futuro y cambian históricamente. Sin duda, se puede considerar al hombre como un sujeto de inteligencia y voluntad. Sin duda, puede el hombre hacerse a sí mismo objeto de su conocimiento y de su voluntad. Pero esta subjetividad y esa objetivi­dad son formas secundarias de reflexión en el conjunto de su vida vivida. Esta totalidad se pone de manifiesto en su orientación hacia el proyecto de su vida. Como totalidad, recogido y abierto a la vez, el hombre vive en el proyecto de su futuro. «Esta totalidad es el Espíritu como el carácter direccional del hombre»43.

En su movimiento, en sus intenciones y en su esperanza, el espíritu del hombre se manifiesta como su espíritu de vida. En la orientación viva resuenan simultáneamente las diversas cuerdas de su organismo, las físicas y las psíquicas. El hombre se realiza siempre desde su dirección. El hombre es deviniendo. Se puede entender al hombre si se entiende su meta de vida, su proyecto. La intentio vitalis es la que da sentido a su vida. Cuando ésta sufre desengaños repetidos y frecuen­tes nacen las enfermedades de orientación. Sin dirección y sin meta, el hombre se «dispersa», sus sentidos se desintegran y su totalidad se descompone. Los hombres reflejan siempre en la figura de sus vidas lo que buscan y lo que desean. La historia de sus vidas está marcada por las expectativas de sus vidas. Cuando sus expectativas se desbaratan repercuten negativamente en su afirmación de la vida. Cuando el desengaño ataca a la esperanza esencial de su vida nacen en ellos las disensiones que llegan a expresarse con bastante frecuencia en enfer­medades físicas.

Esta dirección de la vida se pone de manifiesto también en la estructura del pensamiento humano. Todos los actos del pensamiento

43. C. A. van Peursen, Leib. Seele, Geist, Gütersloh 1959, 166.

276 El final de todas las obras de Dios

humano referidos a la verdad tienen una forma anticipadora. Si llamamos «razón» a los actos del pensamiento referidos a la verdad, encontramos la esencia de la razón humana en una especie de fantasía productiva'*'*. Se investigan y ponen a prueba las posibilidades en diseños previos, en la anticipación, en las hipótesis de situaciones futuras. De acuerdo con los deseos y temores de la subyacente intentio vitalis se elige después lo que debe acaecer y lo que no debe llegar a ser.

Estas anticipaciones se dan no sólo en el limitado campo indivi­dual. Tienen lugar con más fuerza en el ámbito de la comunicación social. Aquí se recuerdan, esbozan y realizan proyectos comunes. Las orientaciones y proyectos individuales de la vida están referidos a los comunitarios, que condicionan a aquéllos. Mientras los hombres puedan distinguir entre pretérito y futuro y sean capaces de reconocer el espacio abierto de sus posibilidades en la dimensión temporal del futuro, podremos entender como «espíritu» la estructura anticipado­ra de su organismo y de su organización social. Es posible también describir lo que acontece cuando el espíritu desaparece y surgen situaciones privadas de espíritu: se producen entonces entumecimien­tos que pueden llevar a la muerte individual y colectiva.

e) Espíritu como comunicación

Una vez que hemos designado como espíritu la estructura antici­padora de la constitución humana, debemos entender también como espíritu su estructura de comunicación, que complementa a aquella. La vida humana necesita de la comunicación natural y social; existe sólo en esa comunicación. Vida es comunicación, vida es intercambio. «Vivimos sólo en el intercambio con lo que no somos; el primer ejemplo es el aire que respiramos»45. Este intercambio crea comu­nión, y es posible sólo en la comunión. La vida humana es necesaria­mente una vida comunitaria. Ella es comunicación en la comunión. Vida humana es lo que sucede entre los individuos. Si aislamos la vida individual de la vida natural y social, la matamos. Por eso, la participación recíproca forma parte de la definición de la vida huma­na. No se entienden correctamente estas conexiones de la vida si se

44. G. Picht, Ist Humanokologie moglich?, en C. Eisenbart (ed.), Humanokologie und Frieden, Stuttgart 1979, 91 ss. También W. Pannenberg ha subrayado esto con razón. Últimamente en Anthropologie in íheologischer Perspektive, Góttingen 1983, 501 ss. Ya J. G. Droysen, Historik (1868), ed. R. Hübner, Darmstadt 41960, 377, decía: «Peroxuando el espíritu humano avanza presuroso hacia sí mismo o hacia la realidad, entonces se agita en él la idea de Dios».

45. R. zur Lippe, o. c, 31.

El cuerpo animado 277

parte de la conciencia individual del espíritu y se consideran como secundarias las relaciones naturales y sociales. Frente a esta errónea interpretación individualista del espíritu hay que afirmar con rotundi­dad: espíritu es aquello que acontece entre hombres para promover la vida4*.

Friedrich Hólderlin percibió esto con claridad meridiana en los comienzos del idealismo alemán:

Si parte sólo de sí mismo o de los objetos que le rodean, el hombre no puede experimentar que hay algo más que una máquina en marcha, que hay un Espíritu, un Dios en el mundo. Sólo llega a saber esto en una relación más viva, distanciada de las necesidades de la vida, en una relación que mantiene con cuanto le rodea. Según esto, cada uno tendría su dios en cuanto que cada uno tiene su esfera en la que actúa y experimenta. Y sólo en la medida en que muchos hombres tengan una esfera común en la que actúan y padecen de forma humana, no sojuzgados por las necesidades de la vida, sólo en esa medida tienen una divinidad común. Y si hay una esfera en la que todos viven al mismo tiempo y con la que mantienen una relación que no apunta sólo a las necesidades de la vida, también entonces, y en esa medida, tienen una divinidad común47.

Dios, el Espíritu, es la «divinidad común» que vincula entre sí a los hombres para una vida superior y que los convierte en individuos particulares en esa esfera común. Porque en la medida en que el Espíritu en el hombre es el «espíritu común» que anima la vida común, en esa medida da él a cada persona humana concreta la figura y el derecho a ser peculiar. Socialización e individuación del hombre no son conceptos contradictorios. Son las dos caras del diferenciador proceso de vida al que llamamos espíritu.

La «esfera común» en la que la «divinidad comunitaria», el Espíritu, es experimentada nada tiene que ver con la autodisolución mística o colectiva de las personas humanas. Por el contrario, está hecha de acuerdos y coincidencias en las que los hombres se convier­ten en personas. La comunidad «humana» no es el producto de la reducción al «mínimo denominador común», sino el fruto de la estructuración de complejas formas de organización que permiten y conceden a las personas la medida de libertad personal y de configu­ración de vida que les competen. Reconocer esto es importante para la estructura de anticipación de la que hemos hablado. En efecto, las formas de comunicación no pueden reducir los espacios de anticipa­ción. Una sociedad humana es imaginativa e inventiva en sus perso­nas. La reducción de las personas a la condición de ejemplares y de «representantes» de la sociedad garantiza la reproducción estable de

46. Ha subrayado esto con mucho tino J. V. Taylor, The Go-between God. The Holy Spirit and the Christian Mission, London 1972.

47. Fr. Hólderlin, Über Religión, en Werke IV, Stuttgart 1961, 278.

278 El final de todas las obras de Dios

esta sociedad, pero delimita el futuro de esta sociedad, sus posibilida­des de transformación y, a la larga, acarreará la destrucción de la sociedad misma. «La especie es conservadora. El individuo es el lugar del cambio»48. Una sociedad hace experiencias con su futuro en los diseños e historias de vida de las personas concretas. La sociedad desarrolla su proyecto de futuro colectivo partiendo de la plétora de las experiencias practicadas en los proyectos individuales. Por eso, toda sociedad rica en ingenio, humana, evolucionará hacia una demo­cracia anticipadoray participativa49. El futuro es, en sentido literal, de tales formas sociales.

f) Espíritu como sí a la vida

La humanidad de la vida humana depende directamente de aquel interés vital que hemos llamado amor. Sólo una vida amada es una vida humanamente experimentable, como todo niño sabe. Sólo una vida amorosa, aceptada y afirmada en el amor es una vida vivida de manera humana, como sabe toda persona adulta. La vivencia huma­na de la vida no es algo que sucede de forma necesaria. El hombre vive humanamente en la medida en que acepta su vida, la afirma y la anima mediante su amor. En esa afirmación apasionada, el hombre se abre con todos sus sentidos a la dicha de la vida y experimenta la alegría de vivir. Cuanto menores son las reservas y mayor el apasiona­miento con el que ama la vida, más intensa será también su experien­cia de los dolores de la vida. Gracias al amor, tendrá capacidad, al mismo tiempo, para la dicha y para el sufrimiento. Cabe decir esto mismo acerca de la vida y de la muerte: cuanto más vitalmente se experimenta la vida, tanto más mortalmente se experimenta la muer­te. Sólo una vida con amor es capaz de hacer frente a las heridas que producen los desengaños, la contradicción, la enfermedad y la muer­te. Los hombres experimentan, pues, su condición mortal no lisa y llanamente en la vida misma, sino en la vida amada que ama. Esa es la paradoja insoluble de la vida humana: cuanto más se ama, con mayor intensidad se experimentan ambas cosas: la vida y la muerte. El Espíritu como amor es el que diferencia así la dicha y el dolor, la vida y la muerte. Cuando, por el contrario, un hombre cerca o asesina en sí este amor a la vida se insensibiliza frente a la dicha y el dolor. La vida y la muerte le resultan indiferentes. Se hace inmortal, pero jamás ha

48. R. zur Lippe, o. c, 36. 49. Tomo estas formulaciones de A. Toffier, Future Shock, New York 1970, 470 (ed.

cast.: El schock del futuro, Barcelona 21983). Cf. También The Eco-Spasm Repon, New York 1975.

El cuerpo animado ,. 279

vivido. Los hombres se hacen a la vez vivientes y mortales en cada acto de afirmación de la vida.

Como hemos mostrado, la doctrina platónica de la inmortalidad del alma coloca alrededor del alma un círculo protector contra la muerte, pero es sólo el «círculo protector de aquello que todavía-no-víve», pues sólo la vida no vivida corporalmente —no la vida vivida con el cuerpo— resulta inatacable para la muerte corporal. La rela­ción entre vida y muerte se describe de manera completamente distinta en el nuevo testamento, concretamente en la parábola del grano de trigo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo, pero si muere da mucho fruto». Lucas dice otro tanto del alma (vida): «Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierde la conservará» (17, 33). Y Pablo dice: «Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrup­ción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 42-44)50. En esta imagen, hay que señalar ante todo la esterilidad de la vida no vivida y, por consiguiente, tampoco mortal. Si el grano de trigo no cae a la tierra, si no se entrega y muere, permanece «solo». Permanece estéril. Esto quiere decir que hay una muerte antes de la vida. Es la vida retirada, no vivida, no vivida con toda intensidad. Ese quedar solo es la muerte sin sentido, porque está privada de esperanza. Si, por el contrario, se vive la vida con plena intensidad en la tierra, entonces esa vida se hace vulnerable y mortal. Pero da fruto mediante su entrega. La muerte que esa vida experimen­ta es una muerte fructífera y, por tanto, cargada de sentido.

El misterio de la vida humana es fácil de entender: quien quiere conservar su vida y, por esa razón se aferra a ella, ese tal la perderá; y la pierde ya porque se hace incapaz de vivir. Pero quien vive su vida, la vive con plena intensidad y la entrega, ese tal la conseguirá; y la logra ya porque ese tal se hace viviente. Conservar su vida significa retirar su alma del cuerpo, desplazar su interés de la vida corporal, vivir girando sobre sí mismo, no osar vivir pues se siente agarrotado por la preocupación de tener que morir. Quien se retira sobre sí mismo de tal manera, ése no llega a ser inmortal, sino que está muerto. Entregar su vida significa salir de sí mismo, exponerse, comprometerse y amar. En esta afirmación, la vida se torna humana­mente viva. Quien vive de esta manera será mortal, pero muere de una forma razonable, con sentido. Una vida no vivida no puede morir. Por el contrario, una vida afirmada plenamente puede morir. El morir pertenece a la vida vivida; es una parte de ella.

50. S. Heine, Leibhafter Glaube. Ein Beitrag zum Verstándnis der theologischen Konzeption des Paulus, Wien 1976, esp. 136 ss.

280 El final de todas las obras de Dios

Si experimentamos el Espíritu de la vida en esta afirmación de la dicha y del dolor, de la vida y de la muerte, existe ya en esta vida una vida inmortal, eterna. No es la vida retirada, no vivida, sino, por el contrario, la vida vivida con toda intensidad y sin reserva alguna. En el antiguo testamento se entiende el Espíritu como la fuerza de vida divina, el creador Espíritu de vida. En el nuevo testamento se habla del Espíritu santo como de la «fuerza de la resurrección». En esta vida, se experimenta ese Espíritu creador de vida en el amor incondicional. Por eso, el amor sin fronteras está plenamente seguro de la resurrec­ción de los muertos. En el espíritu de la resurrección, se experimenta ya aquí, en la vida que lleva a la muerte, la vida eterna: el amor incondicional. Existe una vida eterna antes de la muerte.

Una vida vivida en la fuerza divina de la resurrección no muere, sino que se transforma por medio de la muerte en la vida eterna después de la muerte. Porque la vida eterna de Dios revelada en la muerte y en la resurrección de Cristo se manifiesta aquí en la entrega del amor y allí en la resurrección de los muertos. La vida y la muerte humanas participan de la vida divina y quedan superadas en ella (Rom 14, 7-9). Mientras el divino Espíritu de la resurrección está vivo en nosotros y lo percibimos está en marcha ya la duración sin caducidad, se experimenta la eternidad en el instante concreto. La vida humana se hace entonces tan intensamente viva, que la muerte desaparece. Esta experiencia de la vida eterna en el Espíritu de la resurrección se refleja a su vez en la experiencia de la vida humana en el espíritu de la afirmación, que conduce a la alegría de la vida y a los dolores de la muerte. La esperanza de la resurrección de la muerte permite al hombre vivir y morir por completo ya aquí. La esperanza de la transfiguración del cuerpo le da la posibilidad de existir por completo corporalmente. Como afirmaba con razón Hegel, «la vida del Espíritu no es la vida que se asusta de la muerte, sino la que la soporta y se conserva en ella»51.

3. Vida en salud y en enfermedad

No podemos terminar este capítulo dedicado a la corporeidad del hombre sin acercarnos de manera crítica a la manera de entender hoy la salud y la enfermedad. La idea de lo que en un determinado momento se considera en una sociedad como «sano» cambia conside­rablemente en la historia de las culturas. Refleja el sistema de valores de la respectiva sociedad y sirve para que el cuerpo humano se

51. G. W. F. Hegel, Phanomenologie des Geistes, PhB 114, 29 s (ed. cast.: Fenomeno­logía del Espíritu, México-Buenos Aires 1966).

Vida en salud y en enfermedad 281

acomode a las exigencias de esa sociedad. Esto no quiere decir, sin embargo, que esas concepciones de «salud» sean sanas. Pueden, incluso, enajenar al cuerpo humano y hacerlo enfermar. Por el contra­rio, las reacciones del cuerpo humano a la medida de la «salud» que se le impone son frecuentemente sanas, aunque se las etiqueta de «enfer­mas». En consecuencia, a la hora de dilucidar el concepto de «salud» no podemos regirnos exclusivamente por el sistema de valores de la sociedad respectiva. Además, deberemos tener en cuenta las coinci­dencias y oposiciones de la figura corporal del hombre con su entorno social. Para que el concepto de salud pueda servir a la vida de los hombres, la «salud» tendrá que ser pluridimensional. Ese concepto (iene que ser determinado en el flujo de la historia entre persona y sociedad, sociedad y naturaleza, pretérito y futuro, inmanencia y transcendencia.

Sigmund Freud y otros muchos definen «salud» como «capacidad de trabajo y de disfrute». Según esto, se considera que un hombre está enfermo cuando su capacidad laboral está recortada y cuando su capacidad para disfrutar ha disminuido. Cuando se restablecen am­bas capacidades puede ser dado de alta ese hombre; puede ser considerado como «sano» y poner fin al tratamiento médico. Esta somera pero generalizada definición de salud concuerda plenamente con la sociedad industrial, cuyos valores centrales son la producción y el consumo. Las sociedades preindustriales tuvieron otras concepcio­nes de la «salud», compartidas todavía hoy por sociedades situadas fuera del mundo europeo. Se pone claramente de manifiesto tal aseveración en la difusión de la medicina occidental en ciertas socie­dades africanas52.

La Organización Mundial de la Salud ha elaborado una moderna y ampliada definición de «salud»: «Salud es un estado de bienestar corporal, psíquico y social; no sólo la ausencia de enfermedad y achaques». Se trata de una definición maximalista. Presenta la «sa­lud» como un ideal que, al menos en cuanto al «bienestar social», no afecta exclusivamente a las personas concretas, sino también a la sociedad en la que viven las personas. Si se utiliza esta medida, muy pocos son los hombres que alcanzan este ideal; e incluso éstos podrán considerarse «sanos» sólo en contadas ocasiones. Si aplicamos este criterio a las sociedades humanas, tendremos que convenir en que no existen «sociedades sanas» capaces de garantizar el estado de bienes­tar general a sus miembros. Si partimos de este ideal no hay sociedad que pueda dar respuesta satisfactoria a las exigencias que los hombres concretos formulan al sistema sanitario y a la medicina preventiva. Nacen entonces valoraciones excesivas de la medicina, y los médicos se sienten desbordados permanentemente.

52. J. C. McGilvray, The Quest for Health and Wholeness, Tübingen 1981.

282 El final de todas las obras de Dios

La «salud» como ideal de un funcionamiento perfecto de los órganos corporales, de una existencia libre de conflictos, y de un estado de bienestar universal, es toda una utopía, pero no una utopía particularmente humana. Es la utopía de la vida sin sufrimiento, de la dicha sin dolor y de una comunidad sin conflictos. En el fondo, es la vieja utopía de la vida eterna, inmortal, pues, en definitiva, sólo una vida de tales características merecería el título de «estado de bienes­tar».

Si damos el nombre de «salud» a ese estado, entonces estar sano significa ser hombre en el pleno sentido de la expresión. En conse­cuencia, todo deterioro del estado de bienestar universal deberá ser considerado como menoscabo de la condición humana. Cada hombre debe tener, pues, derecho a la correspondiente atención médica. La «salud» se convierte en un derecho humano de cada persona. La salud es de hecho un derecho humano fundamental. Es una parte del derecho a la vida, y se esgrime con razón contra el empleo de la tortura cuando está enjuego la inviolabilidad física y psíquica. Pero el «estado del bienestar» universal no comprende la fuerza de la homini-dad misma, sino que se limita a fijarla en un estado inalcanzable. Si quisiéramos seguir esa definición de la salud tendríamos que ampliar la fisioterapia, la psicoterapia y la terapia social. Y, como punto imprescindible, tendría que hacer su aparición una terapia política con el fin de hacer posible aquel estado de bienestar. Las sugerencias para ampliar la medicina clínica van por este camino53. Pero suscitan una contradicción que es preciso sopesar. Esto tendría que conducir a la completa enajenación de los hombres para conseguir su propia salud. Si el hombre transfiere su salud al sistema sanitario de su sociedad no hace, en el fondo, más que retroceder al estado de «servidumbre». Por consiguiente, ¿no deberá implantarse —como reacción para salvar la hominidad— una personalización de la salud socialmente confiscada a fin de poder llamar «sano» en un sentido verdaderamente humano al hombre? Si tenemos presente la difusión de las enfermedades yatrógenas, la personalización de la salud y una mayor responsabilidad personal de cada hombre conduciría más bien a su «bienestar». Esta propuesta lleva, sin embargo, a otra definición de salud54.

Se puede considerar la salud como un estado de bienestar físico, mental y social del hombre objetivamente comprobable (salud de tipo A).

53. P. Lüth, Kritische Medizin. Zur Theorie-Praxis-Problematik der Medizin und Ge.sundheitssysteme, Hamburg 1972.

54. I. lllich, Némesis médica, Barcelona 1975.

Vida en salud y en enfermedad 283

Pero también se puede concebir la salud como una postura —subjetivamente comprobable— del hombre respecto de sus estados cambiantes. En esta dirección apuntan las nuevas definiciones de salud: «salud designa el proceso de adaptación... la capacidad para adecuarse al entorno cambiante, para envejecer, para sanar, para sufrir, para esperar con paz la muerte». Salud equivale entonces «a la capacidad para superar de forma autónoma el dolor, la enfermedad y la muerte»55. Dicho de forma más sencilla: «Salud no es la ausencia de trastornos. Salud es la fuerza para vivir con ellos»56. Salud no es tampoco un estado de bienestar universal, sino la «fuerza para realizar la propia existencia humana» (salud de tipo B)57.

Si tomamos estas definiciones de salud referidas a la persona, vemos que existen posturas sanas del hombre (B) respecto de su salud (A) y de sus enfermedades, y que existen posturas enfermizas del hombre respecto de sus estados sanos y enfermos. La fuerza para ser hombre se pone de manifiesto en la capacidad del hombre para la dicha y para el sufrimiento, en la aceptación de la alegría de vivir y de la aflicción de la muerte.

Cuando se declara como valor supremo de la vida del hombre y de la sociedad la salud como estado de bienestar general se introduce una postura insana, enfermiza, respecto de la salud. Entonces se identifica ser hombre y estar sano. Y esto lleva a encerrar las enfermedades en lo que se suele llamar vida privada. Conduce a hacer que los enfermos desaparezcan de la vida pública. Cuando se idolatra de ese modo el ideal de salud, el hombre queda desprovisto de la verdadera fuerza para ser hombre. Todo padecimiento de una enfermedad grave le provoca una catástrofe, le roba su confianza en la vida y arruina su autovaloración.

Si, por el contrario, entendemos salud como la fuerza para ser hombre, entonces colocamos el ser hombre por encima del estar sano. La salud no es entonces el sentido de la vida humana. Por el contra­rio, el hombre tendrá que conservar en los estados sanos y enfermos el sentido que ha encontrado en su vida. Sólo puede constituir el sentido del ser hombre aquello que se demuestra como sólido, firme, estable en los estados sanos y enfermos, así como en la vida y en la muerte.

Las enfermedades graves llevan con frecuencia a crisis vitales. Entendemos por tales crisis las crisis en las que se pone en entredicho el sentido de la vida. De pronto, el enfermo comienza a no ver un sentido en su vida. La enfermedad le arrebata aquello en lo que se había cimentado su confianza en la vida. Y reacciona de forma

55. Ibid., 309 (según ed. alemana). 56. D. Róssler, Der Arzt zwischen Technik und Humanitát, München 1977, 119. 57. K. Barth, Kirchliche Dogmatik III/4, 404 ss, remite al psicosomático R. Siebeck.

284 El final de todas las obras de Dios

agresiva contra otros; se encoleriza consigo mismo. Cuando llega a percatarse de que ya no puede poner su confianza en su salud ni puede basar su propia estima en sus prestaciones, en sus talentos, en sus ganas de vivir, entonces puede desmoronarse por completo o conse­guir la fuerza para una confianza mayor y para un aprecio personal más profundo. Una crisis vital desatada por una enfermedad grave ofrece la oportunidad de desvincular la confianza del corazón de los fundamentos amenazados y desaparecidos y de ponerla en una base firme. Toda autojustificación basada en la vanidad de las buenas obras y en el orgullo de los logros personales es sumemente frágil y quebradiza pero mucho más perniciosa es la autojustificación basada en la confianza en la salud y en el culto angustioso de ésta.

El moderno culto de la salud produce precisamente aquello que trata de superar, el temor a la enfermedad. En lugar de superar la enfermedad y los achaques, esboza un estado de bienestar del que son excluidos los enfermos, los minusválidos y los ancianos próximos a la muerte. En la medida en que los «sanos» se distancian de aquellos, los condenan a la muerte social. Lo que debe servir a la salud de la vida se convierte en muerte para quienes han sido excluidos de aquella. La definición de salud dada por la Organización Mundial de la Salud es tan equívoca porque sólo habla de enfermedad y achaques, pero no de la muerte. Toda definición de la salud es ilusoria si no habla de la muerte.

Si partimos de la salud como fuerza para realizar la existencia humana entonces tendremos que reivindicar esta fuerza no sólo frente a las concepciones ilusorias del moderno culto a la salud, y la descubriremos principalmente en la enfermedad y en la muerte. Para esto es bueno no considerar la enfermedad en sentido unidimensional como trastorno funcional de determinados órganos, sino referirla al mismo hombre enfermo. Sin duda, determinadas enfermedades son también trastornos funcionales de determinados órganos, y deben ser tratadas como tales. Pero las enfermedades graves y prolongadas afectan a la totalidad de la persona humana. Afectan a todo el hombre al menos en cuatro dimensiones:

1. En su relación consigo mismo: el hombre enfermo tiene una nueva experiencia de sí mismo. No está de acuerdo consigo mismo. Tiene que reencontrarse.

2. En su relación social: estar enfermo significa en la mayoría de los casos, también, un trastorno de las relaciones sociales, pérdida de contactos humanos, experiencia de aislamiento, etc. El hombre enfer­mo tiene que comenzar a emprender su nuevo rol, así como sus prójimos deben adoptar una nueva actitud respecto de él.

3. En la historia de la vida: la enfermedad y los achaques provo­can un conflicto entre el proyecto de vida y la experiencia concreta.

Vida en salud y en enfermedad 285

Enfermar significa con frecuencia enterrar las esperanzas. El enfermo experimenta entonces la despedida y tiene una experiencia anticipada de la muerte.

4. En la relación con el ámbito de la transcendencia: el sufrimien­to pone en tela de juicio el sentido y el sinsentido vividos. Los sufrimientos graves arrojan con frecuencia una vida humana a la carencia de sentido. Pero los sufrimientos graves revelan con frecuen­cia también el sinsentido de la vida normal. En esta relación, las enfermedades y el sufrimiento prolongado pueden conducir a la crisis de la confianza fundamental.

Se experimenta, pues, la enfermedad como trastorno de funciones orgánicas, como erosión de la propia dignidad personal, como pérdi­da de contactos sociales, como crisis de la vida y como pérdida del sentido de ésta. Por consiguiente, la sanación de la persona enferma nunca podrá basarse en un planteamiento unidimensional. Deberá tener en cuenta las cuatro dimensiones humanas descritas. Pretenderá fortalecer y renovar en esas cuatro dimensiones la fuerza de (para) ser hombre. Lo que llamamos aquí la «fuerza de ser hombre» es lo que, en el apartado anterior hemos presentado en la expresión Espíritu como afirmación de la vida: el amor.

Resulta difícil definir la vida humana de manera que aspectos pertenecientes a ella no queden negados o excluidos. El ideal es siempre una vida humana que pueda desarrollarse plenamente en todas sus vertientes. Para finalizar, tenemos que contentarnos con unas definiciones mínimas:

Una vida humana es una vida aceptada, afirmada y amada. La fuerza de ser hombre reside en la aceptación, en la afirmación y

en el amor de la vida frágil y mortal. Vistos desde esta fuerza para vivir, el morir no es un final ni la

muerte es la «separación de alma y cuerpo» o la total «pérdida de relación», sino el paso a otra forma de ser y la metamorfosis en otra figura. El hombre no ha sido creado en su corporeidad para sucumbir a la muerte, sino para ser transformado a través de ella. La esperanza en la resurrección del cuerpo y en una vida eterna redimida responde a la creación del hombre por Dios y la consuma. La esperanza en la resurrección es la fe en la creación proyectada hacia adelante^.

58. Hay que fundamentar esto en la cristología y exponerlo en la escatología.

11 El sábado:

la fiesta de la creación

Punto de llegada de toda doctrina de la creación, sea judía o cristiana, será la doctrina del sábado, pues en el sábado y mediante él Dios «consumó» su creación. En el sábado y por medio de él conocen los hombres la realidad en la que viven y la realidad que ellos mismos son como creación de Dios. El sábado abre la creación a su verdadero futuro. En el sábado se celebra anticipadamente la redención del mundo. El sábado es incluso la presencia de la eternidad en el tiempo; y una degustación anticipada del mundo venidero. Como la obser­vancia del sábado sirvió a los judíos como signo distintivo en el exilio, así la doctrina del sábado de la creación se convierte en signo distintivo de la doctrina bíblica de la creación, diferenciándola de la visión del mundo como naturaleza. El sábado es el que da a conocer, santifica y bendice al mundo como creación l.

Resulta sorprendente: en las tradiciones cristianas, sobre todo en las occidentales, se presenta muchas veces la creación sólo como la «obra de los seis días». Se descuida mucho, e incluso se llega a pasar por alto, la «consumación» de la creación mediante el «séptimo día», como si cuando Jesús no observa el sábado al sanar enfermos en ese día derogara y aboliera el precepto del sábado de Israel y el sábado de

1. Bibliografía general: A. Heschel, The Sabbath. Its meaning jor moder man, New York 1951; Fr. Rosenzweig, Der Slernder Erlosung. DritterTeil: ErstesBuch, Heidelberg 1959, 63-69; K. Barth, Kirchliche Dogmatik III/l, 240-258; E. Stamm, Die Theologische Begründung des Sabbatgebotes im Alten Testament: ThSt 46, Zürich (1956); H. W. Wolff, Antropología del antiguo testamento. Salamanca 1975, 185 ss; N.-E. Andreasen, Rest and Redemption. A study of ¡he biblieal Sabbath, Michigan 1978; A. Szabo, Sabbat und Sonntag: Judaica 15 (1959) 161 ss; E. Fromm, Die Herausforderung Gnttcs- und des Menschen, München 1970; W. Rordorf, Sabbat und Sonntag in der Alten Kirche, Zürich 1972; W. Grimm, Der Ruhetag. Sinngehalt einer lángst vergessenen Gottesgabe, Arbeiten zum Neuen Testament und Judentum, Band 4, Frankfurt 1980; H. Riesenfeld, Sabbat et jour du seigtieur. New Testament Essays. Studies in memory oj'T. W. Manson, 1959; D. A. Carson, From Sabbath to Lords Day. A biblieal historieal and theologieai investigation, Exeter 1982; J. Moltmann, Die ersten Freigelassenen der Schopfung, München 61981; La celebración de la historia de Dios, en La Iglesia, fuerza del Espíritu, Salamanca 1978. 318 ss.

288 El sábado: la fiesta de la creación

la creación. Por eso, la teología cristiana ha llegado a concebir a Dios sólo como «Dios creador» (P. Tillich). Se sigue de esto que los hombres podrán considerarse imagen de Dios cuando se convierten en «hombres creativos». El «Dios que descansa» el sábado, el Dios que bendice y celebra, el Dios que se alegra de su creación y la santifica pasa a un segundo plano. En cuanto a los hombres, se llega a identificar el sentido de su vida con el trabajo y la creatividad. El descanso, la fiesta y su consiguiente alegría son confinados al ámbito de lo carente de sentido.

Tenemos que afirmar de entrada, sin embargo, que la creación y el sábado constituyen una unidad en las tradiciones bíblicas. No se entiende atinadamente el mundo como creación si no se capta el verdadero sentido del sábado. En la quietud del sábado, los hombres no intervienen en su entorno con el trabajo, sino que permiten que su medio ambiente sea por completo creación de Dios2. Reconocen la inviolabilidad de la creación como propiedad de Dios, y santifican ese día mediante su propia alegría por existir como criaturas de Dios en la comunión de la creación.

La paz del sábado es, ante todo, la paz con Dios, pero ésta abarca no sólo el alma, sino también el cuerpo; no sólo al individuo, sino también a la familia y al pueblo; no sólo a los hombres, sino también a los animales; no sólo a los seres vivientes, sino también —como dicen los relatos de la creación— la creación entera del cielo y de la tierra. Por eso, la paz del sábado abre también la «paz con la naturaleza», por la que se preguntan hoy muchas personas al ver la creciente destrucción del medio ambiente. Pero no habrá «paz con la naturaleza» si no se experimenta y celebra el sábado de Dios.

Si repasamos las tradiciones bíblicas de la fe en la creación, descubrimos que el sábado no es un día de descanso tras seis días de trabajo. Veremos, por el contrario, que toda la obra de la creación fue hecha a causa del sábado. El sábado es «la fiesta de la creación» (Fr. Rosenzweig) -\ A causa de esta fiesta del Dios eterno fueron creados cielo y tierra, cuanto existe y vive en ella. Por eso, según la historia de la creación, tras el día viene la noche, pero el sábado de Dios no conoce la noche, se convierte en la «fiesta sin fin»4.

La «fiesta de la creación» es la «fiesta de la consumación»; de la consumación de la creación, que se lleva a cabo a través de esta fiesta. Y puesto que esta consumación de la creación en sábado representa también la redención de la creación para su participación en la presencia eterna y manifiesta de Dios, haremos bien en entender el

2. H. Gese, Zur biblischen Theologie, München 1977, 79. 3. Fr. Rosenzweig, o. c, 65; K. Barth o. c, 242. 4. R. Schutz, según una palabra de Atanasio, Tájete soit sansfln, 1969 (ed. cast.:

Que tu fiesta no tenga fin, Barcelona -M978).

La consumación de la creación 289

sábado también como la fiesta de la redención. Y si como fiesta de la creación es ya la fiesta de su redención, se entiende que toda la creación fue hecha a causa de esa redención. «El sábado es la fiesta de la creación, pero de una creación que tuvo lugar a causa de la redención. Es evidente que el sábado está en el final de la creación, como sentido y meta de la creación» (Fr. Rosenzweig)5.

Señalaremos cada uno de los elementos del sábado que se encie­rran en la idea judía de la revelación de Dios. Y después perfilaremos los elementos mesiánicos del sábado que se desprenden de la concep­ción cristiana de la revelación de Dios. Nace de ahí, finalmente, el problema de la conexión del domingo y del sábado, tema descuidado durante demasiado tiempo.

1. La consumación de la creación

Según el relato de la creación recogido en el documento sacerdo­tal, la creación del mundo terminó en el sexto día: «Vio Dios todo cuanto había hecho, y he aquí que estaba muy bien. Y atardeció y amaneció el día sexto» (Gen 1, 31). «Y el día séptimo consumó Dios las obras que había hecho» (Gen 2, 2). ¿Qué añade Dios en sábado a la creación «muy buena»? ¿Qué le falta aún a la creación terminada? ¿En qué consiste la «consumación» de la creación? Consiste en el descanso de Dios. Es un consumar mediante el descanso6. Del reposo de Dios brotan la bendición y la santificación del séptimo día. La obra de la creación se consuma mediante el descanso del creador; la actividad creadora, mediante su bendición; y su trabajo, mediante su santificación del sábado. En Ex 31, 17 se dice lo siguiente como complemento al descanso de Dios: «... Yahvé... y tomó respiro». Es ésta una manera muy peculiar de «consumar» una obra.

En primer lugar, vamos a tratar de entender el significado de las metáforas utilizadas. El llamado «descanso de Dios» es un reposo «de

5. Fr. Rosenzweig, o. c. CT. también Berachol 57 b: «El sábado es un sesentavo del mundo venidero». Ex. R. 25, 12: «Con que Israel celebrara correctamente sólo un sábado, el Mesías vendría inmediatamente».

6. G. v. Rad, Todavía existe el descanso para el pueblo de Dios, en Estudios sobre el antiguo testamento, Salamanca 1976, 95 ss; G. v. Rad, Teología del antiguo testamento I, Salamanca 61986: «Al bendecir Dios este descanso, lo situó entre él y el hombre como una nueva realidad, pasajera e imperceptible para el hombre; pero es un bien de salud». Esta observación es interesante, pero, a mi entender, Dios no santificó el «descanso», sino el «séptimo día» (Gen 2, 3). ¿Creó Dios el «descanso» (menuha) en el séptimo día? A. Heschel, o. c., 22 dice: «Just as heaven and earth were created in six days, menuha was created on the Sabbath». No supongo con K. Barth, Kirehliche Dogmatik 111/1, 249, que la «consumación» de la creación consista en esta ulterior creación. Dios no «crea» en el séptimo día. Su menuha consiste más bien en su presencialidad, y, en este sentido, es «increada».

290 El sábado: la fiesta de la creación

toda la tarea creadora que habia realizado» (Gen 2, 3). El Creador se distancia de su actividad creadora y se contrapone a sus obras. Con ello retorna a sí mismo y se recoge por completo tras haber salido de sí en su actividad creadora y de haber estado completamente en su creación. En su actividad creadora, Dios estaba libre para sus obras, que responden a él. En su reposo sabático, Dios se libera de sus obras y retorna a sí. ¿Es esto un retorno al ser eterno anterior a la creación del mundo y de los hombres?7 Sin duda, es un cesar de crear y, por consiguiente, un sosiego en sí mismo, pero no significa retornar a la gloria eterna, completamente independiente del mundo, gloria que precedió a la creación y desde la que Dios crea. El Dios que descansa el sábado es el Creador que reposa de su creación. Retorna a sí después de haber creado, pero no sin la creación, sino con ella. Por eso su descanso se convierte, simultáneamente, en reposo de su creación, y su complacencia en su creación se convierte en alegría de las criaturas mismas.

Dios descansa «de sus obras» el sábado, pero con ello reposa al mismo tiempo a la vista de sus obras. Significa esto que no sólo ha creado y hecho su creación, sino que hace que ella exista ante su rostro y coexista con él mismo: un mundo finito, temporal coexiste con el Dios infinito, eterno. El mundo no sólo ha sido creado por Dios, sino que existe ante Dios y vive con Dios. Cuando Dios reposa, hace que la creación sea lo que es. Cuando Dios reposa, todas las criaturas vuelven en sí y desarrollan su propia figura. Todas ellas logran su especial libertad en el reposo de Dios. Cuando Dios «cesa» en su actividad creadora y configurad ora, hace que todas las criatu­ras, cada una a su manera, influyan en él. El recibe la configuración vital de cada una de ellas y percibe sus influencias vitales. Cuando Dios se distancia de la influencia creativa, se hace sensible a la dicha, al sufrimiento y a la alabanza de sus criaturas. Mediante su existencia y su forma, las criaturas «experimentan» en las obras de la creación el poder y la sabiduría de Dios. Pero, en el sábado, el Dios que reposa comienza a «experimentar» a sus criaturas. El Dios que reposa a la vista de su creación no domina el mundo en ese día, sino que «siente» el mundo: permite que cada una de sus criaturas le afecte. Acepta como su propio entorno la comunidad de la creación. Dios, en su reposo, está próximo a cada movimiento de sus criaturas. Esta su proximidad sabática no neutraliza las tensiones existentes en la crea­ción, ni elimina las posibles rebeliones de las criaturas contra su Creador y contra sí mismas, sino que empuja hacia transformaciones que conducen a la perfecta correspondencia y cognoscibilidad. Con el sábado de Dios comienza la historia del Creador con el mundo y del mundo con Dios.

7. K. Barlh, o. c, 242.

La consumación de la creación 291

Finalmente, Dios «descansa» no sólo «de» sus obras, no sólo en la presencia de sus obras, sino también en sus obras. Hace que ellas existan en su presencia. Y él está presente en la existencia de ellas. El Dios que reposa está totalmente presente como aquél que es en sí mismo, pero está presente con su creación y en su creación. Si Dios encuentra descanso a la vista de las obras de su creación, encuentra también ese reposo en las obras de su creación. De lo contrario, su existencia infinita le llevaría constantemente más allá de su creación finita, y le mantendría en intranquilidad permanente a la vista de su creación limitada. El sábado de la creación de Dios encierra en sí el misterio redentor de la inhabitación de Dios en su creación a pesar de que Dios está concentrado, completamente en sí y descansa en sí. Las obras de la creación ponen de manifiesto en las actividades de Dios la constante transcendencia del Creador del mundo respecto de su creación. Pero el sábado de la creación alude a la inmanencia del Creador en el mundo creado8. Dios une en el sábado su presencia eterna con su creación temporal; y, en virtud de su reposo, está presente con ella y en ella. El reposa completamente en sí mismo, y está completamente presente como él mismo en su creación. El sábado es el día en que Dios está presente. Por eso, «sábado» es también un nombre de Dios.

¿Qué le falta, pues, a la creación antes del sábado? ¿Qué añade éste a aquélla? Podemos resumir diciendo: la consumación de la actividad creadora es el reposo; la cosumación del hacer es el existir. La creación es la obra de Dios, pero el sábado es la existencia presente de Dios. La voluntad de Dios se expresa en sus obras, pero la esencia de Dios se hace ostensible en el sábado. En sus obras, Dios sale fuera de sí; en el sábado de la creación, Dios retorna a sí. El misterio del sábado es, pues, más profundo que el misterio de la obra de la creación. Como para Elias Dios estaba presente en el monte Horeb en la «voz de un silencio fluctuante» (Buber), así está presente en la quietud del sábado. Las obras de la creación muestran a Dios de forma exotérica e indirectamente como el Creador. Pero el sábado revela esotérica y directamente al Dios eterno —en su reposo y en su silencio— como el Dios que descansa en su gloria. Podemos consig­nar la creación como revelación de las obras de Dios, pero el sábado es el que revela a Dios mismo. Por eso, las obras de la creación desembocan en el sábado de la creación. Por eso el reino de la gloria comienza con el sábado de la creación: la esperanza y el futuro de todas las criaturas. Porque el sábado de la creación es el sábado de

8. K.. Barth, o. c, 244 s: «Dios... se ha hecho a sí mismo mundano y humano; se ha unido en un acto temporal con el ser, con el sentido y curso del mundo, con la historia del hombre... Ha comprometido y puesto enjuego su propia gloria». A. Heschel, o. c, 60; «The Sabbath is the presence of God in the world».

292 El sábado: la fiesta de la creación

Dios y su gloria eterna se hace presente en su descanso, por eso cada sábado humano se convierte en un «sueño de la consumación» (Fr. Rosenzweig)9, y el reposo del hombre de sus obras humanas se convierte en signo de la fiesta eterna de la gloria divina. El sábado no es un día de la creación, sino el «día del Señor».

2. La bendición de la creación

Dios bendijo el sábado porque «en él cesó de toda la tarea creadora que había realizado» (Gen 2, 3). Según el escrito sacerdotal, la bendición es siempre algo que se añade a la creación10. Tras la creación de los monstruos marinos (Gen 1, 22) y después de crear al hombre (Gen 1, 28), Dios imparte la bendición, a la que se une inseparablemente el mandamiento de fecundidad. La creación de los seres vivientes es obra exclusiva de Dios, pero la fecundidad y multiplicación de los seres vivientes procede de las virtualidades propias de éstos. Según el lenguaje del autor, esto no es una «conti­nuación de la creación» (procreatio), sino la reproducción propia de estas criaturas. El Creador imparte para ello su bendición, afirma la potencia de estas sus criaturas y acepta la multiplicación autónoma de éstas. Hace que lo consigan y las cualifica con su presencia.

Pero el sábado Dios no bendice a ser viviente alguno, sino que otorga su bendición a un tiempo, al día séptimo. Y esto resulta extraño, pues el tiempo no es un objeto ni algo que se encuentra frente a Dios. Un tiempo es algo invisible. No podemos hacernos una imagen de él. Además, en nuestra concepción humana, un tiempo es algo pasajero, no podemos detenerlo. ¿Qué significa el hecho de que Dios bendiga un tiempo, el día séptimo? ¿Cómo hay que entender ese tiempo bendito?

La bendición del sábado se diferencia de la bendición de los seres vivientes creados en que Dios lo bendice mediante su reposo, no a través de su actividad. Por eso no cabe esperar que algo creado incremente su potencia mediante la bendición, ni que el éxito corone la actuación de ese algo creado. La bendición con motivo del reposo del sábado y a causa de él constituye algo incomparable y único. El Creador no comunica aquí una determinada propiedad a su criatura. El Dios que reposa comunica aquí al día de su descanso la fuerza para que todas sus criaturas consigan el descanso. Dios califica este día mediante su presencia plena, pero reposante. El descanso del sábado (menuha) es una gracia increada de la presencia de Dios para toda la

9. Fr. Rosenzweig, o. c, 68. 10. Cl. Westermann, Génesis, Biblischer Kommentar Altes Testaments, Neukirchen

1974, 230 ss.

La consumación de la creación 293

creación. Porque el día séptimo es para toda su creación y para todas sus criaturas, Dios comunica la bendición del sábado, mediante su presencia reposante, a todo cuanto ha creado.

Todas las criaturas logran su propio reposo en el descanso de Dios. En la presencia de la existencia de Dios radica la bendición de la existencia de todas las criaturas. El Creador llamó del no ser al ser a todo cuanto existe. La amenaza de no ser pende sobre todo lo creado, pues puede convertirse de nuevo en nada. Por eso se encuentra inquieto todo cuanto existe, y busca un lugar donde la amenaza no pueda alcanzarlo; por eso anda tras un «lugar de reposo». No sólo el «corazón» del hombre está «intranquilo en nosotros hasta que des­canse en ti», como decía Agustín, sino que toda la creación está llena de esa intranquilidad y se transciende a sí misma en la búsqueda del reposo, de la tranquilidad en que pueda permanecer.

El ansiado y buscado lugar de reposo no es el más allá, el cielo o Dios mismo, como han afirmado siempre la gnosis y los místicos, sino el sábado de Dios. Todas las criaturas encuentran su albergue en la presencia de Dios, reposante e inmediata. En la presencia reposante de Dios todas las criaturas encuentran el fundamento que las sostiene. El sábado preserva a las criaturas de la aniquilación y hace que su inquieta existencia rebose dicha de la presencia del Dios eterno. En el sábado, todas las criaturas encuentran su «lugar» en el Dios presente. La creación fue hecha «de la nada»; fue creada «para el sábado». Por eso ella existe en el sábado «en» la presencia de Dios. La bendición del sábado significa que esa bendición no viene de la actividad creadora, sino del descanso de Dios; no viene de un hacer de Dios, sino a través de su existencia. Por eso, Dios no imparte su bendición sabática a esta o a aquella actividad de sus criaturas, sino a la totalidad de su existencia. Porque las criaturas pueden estar plenamente en la repo­sante presencia de Dios, en la bendición del sábado se abre sin impedimento ni sombra la alegría existencial de todas las criaturas. Y esto convierte al reposo sabático en modelo de la redención, lo que la Carta a los hebreos llama «entrar en su descanso» (Heb 4, 9-10): «Por tanto es claro que queda un descanso sabático para el pueblo de Dios. Pues quien entra en su descanso, también él descansa de sus trabajos, al igual que Dios de los suyos». También el Apocalipsis (14,13) habla de los «muertos dichosos»... «que descansan de sus fatigas, porque sus obras les acompañan».

Dios no bendice a una de sus criaturas, sino a un día. Al bendecir al séptimo día, lo convierte en bendición para todas sus criaturas, que viven ese día. De esa manera, la bendición del sábado se hace universal, mientras que la bendición de esta o de aquella criatura es particular y especial para la criatura en cuestión.

294 El sábado: la fiesta de la creación

Dios ha creado todas las cosas en combinación binaria, dice un viejo dicho judío: día y noche, cielo y tierra, luz y oscuridad, hombre y mujer, y otras muchas cosas. Sólo el sábado está sin segundo miem­bro, es un día impar. ¿Dónde está su compañero? Según este tipo de reflexión, el sábado de la creación es un «día impar» porque se refiere a toda la obra de los seis días. Es el día de todos estos días de la creación. La bendición de este séptimo día lo convierte en bendición de todos los días de la creación.

El sábado del tiempo humano —dice el viejo dicho judío sobre su existencia impar y especial— se refiere a Israel. El sábado es «la hermana de Israel» e Israel es «su hermano». El sábado es la «novia de Israel»: «¡Ven, novia! ¡Ven, reina sábado!». Sin embargo, Israel celebra en su histórica celebración del sábado el misterio del sábado de la creación, como expresan las oraciones de la víspera. Israel experimenta y difunde —mediante la celebración del «séptimo día»— la bendición de toda la creación a través de la presencia reposante de Dios, que presta consistencia a todas las cosas. Por eso el sábado de Israel tiene dimensiones cósmicas y comprende a Israel en la creación lo mismo que fundamenta a Israel en su existencia especial.

3. La santificación de la creación

Dios santifica el sábado porque en él cesa de cuantas obras había creado y hecho (Gen 2, 3). Y las tradiciones bíblicas utilizan aquí por primera vez el término «santificar», que significa seleccionar, delimi­tar para sí, declarar algo como propiedad personal e intangible11. Curiosamente, ese término no se aplica a una criatura ni a un espacio de la creación, sino a un tiempo, al séptimo día. Cabe señalar de nuevo que toda santificación de una criatura o de un espacio sería algo particular, mientras que la santificación del sábado redunda favorablemente para todas las criaturas en el séptimo día, por lo que es universal.

Pero la santificación de este tiempo es singular además por otra razón. De la santificación no de un ámbito, de un monte o de un lugar, sino de un tiempo nace una peculiar visión del mundo: se ve el mundo preferentemente en el tiempo, en acontecimientos, en cadenas de sucesos, en generaciones e historias, no en espacios y ámbitos. ¿Es «el judaismo la religión del tiempo»12, como afirmó Abraham He-

11. Cf. art. Heiligung, RGG mi , 177-182. 12. A. Heschel, o. c, 8: «Judaism teaches us to be attached to holiness in time, to be

attached to sacred events, to learn how to consécrate sanctuaries that emerge from the magnificent stream of a year... The main themes of faith he in the realm of time. We remember the day of the Exodus from Egypt, the day when Israel stood at Sinai; and our Messianic hope is the expectation of a day, of the end of days».

La santificación de la creación 295

schel? ¿Es el sábado la catedral judía, el monte judío de los dioses? Los espacios, los ámbitos y los sectores se reparten según el poder y la riqueza, pero el tiempo es igual para todos, pues el tiempo está ahí para todos. En el tiempo se tocan, según una concepción arcaica, el cielo y la tierra. En el tiempo se tocan, según una concepción judía, la eternidad y el tiempo. Al santificar el sábado se santifica un tiempo que está ahí para la creación entera. Cuando se celebra el sábado, se le celebra para todas las criaturas. La orientación primaria por el tiempo, fundada mediante la santificación del sábado, resulta sensa­cional para los pueblos que orientan sus culturas por espacios sagra­dos y ámbitos de dioses.

Otras religiones representan lo divino en imágenes. Israel lo repre­senta en el tiempo: el sábado es una presencia de Dios sin imágenes. Otras religiones representan la cosmogonía en dramas ciáticos; Israel no conoce imitación alguna de la creación. Sabe tan sólo de la participación en el descanso de Dios tras la creación, mediante la santificación del sábado. La quietud del sábado se contrapone diame-tralmente a todas las concepciones e imitaciones cúlticas de luchas de dioses de las que nace el mundo. «Como el espacio cerrado, lleno de forma, es la esfera griega de la verdad, así la esfera de la verdad de Israel es el tiempo que fluye, abierto, sin forma. Allí, el ciclo del cosmos que retorna sobre sí, aquí la línea de la creación que avanza hacia el infinito; allí, el mundo de la visión, de la contemplación; aquí, el mundo de la audición, de la percepción; allí, imagen y analogía; aquí, decisión y obra... En el espacio hay presente y recuerdo; en el tiempo, peligro y esperanza». Así describe atinadamente Margarete Susman esta singular «religión del tiempo»13.

Las fechas de las fiestas de la naturaleza constituyen los hitos del calendario de las fiestas judías. La siembra y la recolección, el comien­zo o terminación del verano o del invierno llenan esas fiestas con el recuerdo de los acontecimientos de la historia de la salvación a los que Israel debe su existencia y su llamamiento. En la teología veterotesta-mentaria se ha subrayado frecuentemente este hecho peculiar en el paso de la vida nómada a la vida sedentaria en la tierra de promi­sión 14. Pero el sábado está no sólo en la historia de la salvación —la interpretación del maná (Ex 16) es posterior—, sino ya en el plan de la creación misma. Por eso el sábado es, frente a todas las demás fiestas, el tiempo más sagrado de Israel. La redacción deuteronómica (Dt 5, 15) fundamenta la observancia del mandamiento del sábado en la tradición del éxodo: «Acuérdate de que fuiste esclavo en el país de

13. M. Susman, Das Buch Hiob ünddas Schkksal desjüdisehen Volkes, Zürich 1948 16.

14. G. v. Rad, Teología del antiguo testamento II, Salamanca 51984, 147, habla de una «historización» de las fiestas agrarias cananeas.

296 El sábado: la fiesta de la creación

Egipto y de que Yahvé tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso Yahvé tu Dios ta ha mandado guardar el día del sábado». Pero la redacción sacerdotal (Ex 20, 11) basa el sábado mismo en la historia de la creación: «... y el séptimo descansó; por eso bendijo Yahvé el día del sábado y lo hizo sagrado». La diferencia y los paralelos de la fundamentación del sábado y del precepto sabático sitúan la experiencia del éxodo y la fe en la creación en una única perspectiva. Y ponen claramente de manifiesto que el Dios del éxodo es el Creador del mundo y viceversa.

El sábado tampoco guarda relación alguna con la luna. Por supuesto que la semana de siete días es conocida también por otros pueblos, pero el sábado no está marcado por ciclo alguno de la naturaleza sino únicamente por la historia de la creación. El sábado es el tiempo más sagrado de Israel porque fue el primero que Dios santificó: santo es Dios mismo y santo es su nombre; está santificado el sábado, el pueblo y, finalmente, la tierra de Israel. La santificación se da por ese orden. El sábado se encuentra delante del pueblo y de la tierra.

La exposición del mandato de guardar el sábado (Ex 20, 8-11) es mucho más extensa que la de los restantes mandamientos. Por eso se considera esta precepto como el más importante15. Porque Dios santificó el día del sábado a causa de su reposo de la creación, también el pueblo tiene que santificarlo. Todos tienen que santificar­lo, los padres y los hijos, los señores y los esclavos, los hombres y los animales, los nativos y los forasteros. El sábado es un orden de paz para cada uno. No se puede celebrarlo y disfrutarlo a costa de nadie, sino junto con todos los demás. Aunque los hombres deban «domi­nar» (Gen 1, 27) sobre los animales, también éstos tienen que disfru­tar del sábado. En tiempos posteriores se extenderá el año sabático también a la tierra: el hombre no cultivará la tierra durante un año (Lev 25, 11). Los hombres santifican el sábado cesando de toda «obra» y reconociendo la realidad como creación de Dios, de la que, ante la que, y en la que Dios descansó. Son imagen de Dios los hombres que reposan el sábado y están completamente presentes en su descanso. Como el sábado está «santificado» por la presencia reposante de Dios, así los hombres santifican el sábado reflexionando sobre su existencia y dando gracias por ella.

La existencia precede a la actividad. El obrar termina, pues, en el estar presente. La existencia reposante, que ha encontrado consisten­cia en la presencia de Dios, es superior a la actividad. La celebración del sábado lleva a una mayor capacidad para percibir la belleza de todas las cosas, de la comida, del vestido, del cuerpo y del alma,

15. A. Heschel, o. c.

La santificación de la creación 297

porque la existencia misma es grandiosa. Los interrogantes referidos a las posibilidades del hacer y a la utilidad palidecen ante la belleza de todas las criaturas, que tienen sentido en sí mismas.

Santificar el sábado significa liberarse del afán de conseguir la dicha, y de la voluntad de hacer cosas. Significa estar por completo en la presencia de Dios. Sólo mediante Dios, mediante la gracia, median­te la confianza se santifica el sábado. Podemos considerar el reposo sabático como la doctrina judía de la justificación. Quien contemple a Israel en el día sabático no podrá reprocharle una justificación por las obras. En esa misma línea, se puede concebir la doctrina cristiana de la justificación como el «descanso sabático» cristiano.

Lo que los catecismos reformados de los siglos XVI y XVII señalan como finalidad del hombre, vale especialmente para el sába­do: «To glorify God and to enjoy him forever». Y porque esto vale expresamente para el sábado, empapa también toda la vida cotidiana y laboral en el mundo.

El mandamiento del sábado divide el tiempo humano. Introduce interrupciones, intervalos y ritmos en la experiencia humana del tiempo. Y esto mismo hacen todas las restantes fiestas que dividen el tiempo. Peculiar del mandamiento del sábado es el recuerdo del sábado eterno de Dios en la creación, que constituye el fundamento del mandato de santificar el sábado, y la promesa del sábado eterno del tiempo mesiánico. El sábado se encuentra, pues, formalmente en el ciclo del tiempo humano, pero interrumpe con su contenido el renacimiento del tiempo natural al ofrecer una prefiguración del tiempo mesiánico. El sábado está en el ciclo del tiempo semanal y es, en virtud de la promesa que cumple a modo de anticipación, la señal de la futura liberación del ciclo del tiempo. El sábado está en el tiempo, pero es más que el tiempo porque contiene y encierra una plétora eterna de sentido.

Al interrumpir durante todo un día la intervención en la naturaleza se elimina el tiempo. Donde no se da transformación o cambio, cuando no se trabaja, cuando el hombre no interviene para nada, no hay tiempo. En lugar de un sábado en el que el hombre se postra profundamente ante el Señor del tiempo, el sábado bíblico simboliza la victoria del hombre sobre el tiempo. Se suspende el tiempo, y la vida es reina y señora del sábado16.

La idea del sábado de Dios en la creación y la promesa del tiempo mesiánico trascienden en el sábado y hacen saltar en ese día la ley del tiempo. Y eso convierte al sábado humano en el ritmo de la eternidad en el tiempo y en el presente del futuro mundo de la gloria en la historia.

16. E. Fromm, o. c, 200.

298 El sábado: la fiesta de la creación

Israel ha ofrecido a los pueblos dos arquetipos de la liberación: el éxodo y el sábado. El éxodo de la servidumbre a la tierra de la libertad es el símbolo eficaz de la libertad exterior. El sábado es el símbolo pacífico de la libertad interior. El éxodo es la experiencia fundamental de la historia de Dios. El sábado es la experiencia fundamental de la creación de Dios. El éxodo es la experiencia fundamental del Dios que actúa. El sábado es la experiencia fundamental del Dios que existe. Ningún éxodo político, social y económico de la opresión, del désela-Sarniento y de la explotación lleva verdaderamente a la libertad de un mundo humano sin el sábado, sin la omisión de toda obra, sin la quietud que halla reposo en la presencia de Dios. Inversamente, los hombres jamás encuentran la paz sabática en la presencia de Dios si no se liberan de la dependencia y de la opresión, de la inhumanidad y de la impiedad. El éxodo y el sábado forman, pues, una unidad indivisible. Se complementan mutua y necesariamente. Se desfiguran y no conducen a la libertad cuando se separan y sólo uno de ellos pasa a ser el fundamento de la experiencia de la libertad.

4. La fiesta de la redención

Hay que entender el sábado como la consumación de la creación. Esa consumación se lleva a cabo mediante la reposante presencia del Creador en su creación. Esta presencia de Dios es la primera revela­ción de Dios en su creación. No es una revelación creadora, sino reposante; no es una revelación indirecta, mediata, sino directa e inmediata. Si tomamos conjuntamente el sábado como consumación de la creación y como revelación de la reposante existencia de Dios en su creación, ambos elementos del sábado apuntan, por encima del sábado mismo, a un futuro en el que la creación y la revelación de Dios se convierten en una misma cosa. Esto es la redención n . Debe­mos entender, pues, la redención como el «sábado eterno» y como la «nueva creación» simultáneamente. Si «toda la tierra está llena de su gloria» (Is 6, 3), si Dios «será todo en todos» (1 Cor 15, 28), si Dios «habitará» (Ap 21, 3) en toda su creación, entonces creación y revelación son de hecho la misma cosa. Dios se manifiesta entonces en toda la creación, y toda la creación es la revelación y el espejo de su gloria: eso es el mundo redimido.

Sin duda, tanto el sábado de la creación de Dios como el precepto del sábado impuesto a Israel encierran, ante todo, una significación retrospectiva. El sábado viene tras seis días de trabajo y corona la

17. Fr. Rosenzweig, o. c, 68, ha llamado la atención sobre esta dialéctica: «¿Qué otra cosa sería, pues, la redención sino la mutua reconciliación de revelación y creación'?».

La fiesta de la redención 299

obra realizada. El sábado se puede decir: «Un final feliz compensa de todos los sinsabores». La consumación de la obra y el agradecimiento por los dones del Creador y por la bondad de su creación resuenan en la celebración judía del sábado. La celebración judía del sábado transmite la sabiduría de la existencia y de la edad. Cabe aplicar al sábado la famosa imagen de Hegel con la que este autor describió la esencia de la filososfia: «Aparece como la idea del mundo sólo cuando la realidad ha llevado a cabo su proceso de formación y lo ha terminado... La lechuza de Minerva remonta el vuelo cuando cae el ocaso» 18.

Pero en esta vertiente retrospectiva y tranquilizadora del sábado se esconde también una inaudita promesa de futuro, porque el sábado abre toda la creación al venidero reino de Dios. Precisamente por eso todas las esperanzas mesiánicas y escatológicas de Israel y del cristia­nismo se han encendido y orientado siempre en el sábado. El sábado de Israel se futurizó y universalizó en las esperanzas mesiánicas y escatológicas. El «sábado eterno» se convirtió en polo de todas las revelaciones históricas de Dios, en compendio y prototipo de todas las redenciones históricas de los hombres. En el «sábado eterno» se vio la redención de todo el cosmos en la presencia manifiesta de Dios. Se puede ver claramente este camino ya en la evolución veterotesta-mentaria del sábado.

Según Ex 20, 8-11, la santificación del sábado consistirá en no hacer trabajo alguno el día séptimo, tras seis días de trabajo. El descanso sabático tiene que ser observado por toda la casa, también por los forasteros. En el día séptimo de cada semana se restablece y celebra la creación.

Existe una correspondencia entre el sábado semanal y el año sabático. Según Lev 25, 1-7, tras la entrada en la tierra prometida, «la tierra tendrá también su descanso en honor de Yahvé». Tras seis años de cultivo, la tierra descansará el séptimo año. En ese séptimo año «no sembrarás tu campo ni podarás tu viña». «Aun en descanso, la tierra os alimentará a ti, a tu siervo, a tu sierva, a tu jornalero, a tu huésped y a los forasteros que residen junto a ti». En este año sabático de la tierra se ve claramente que el sábado no es sólo una fiesta de los hombres, sino la fiesta de toda la creación. En el año séptimo guarda fiesta la tierra.

Con este año guarda correspondencia el año del jubileo. Según Lev 25, 8-55, tras siete veces siete años, resonará la trompeta el día de la reconciliación. Su clamor se extenderá por todo el país, y proclamará el año quincuagésimo como el «año de la liberación». Se santificará restableciendo la originaria justicia de la alianza de Dios en su pueblo:

18. G. W. F. Hegel, Vorrede zur Philosophie des Rechts, XXVF

300 El sábado: la fiesta de la creación

«Cada uno recobrará su propiedad, y cada cual regresará a su familia». Se recuperarán los bienes vendidos y se borrarán las deudas. Cada miembro del pueblo recobrará la libertad. Se restablecerá también la libertad de todo forastero. En este año jubilar se celebrará también el sábado de la tierra: «No sembraréis ni cosecharéis. Come­réis lo que dé la tierra». Lo peculiar de ese año parece consistir en que los hombres cumplan los preceptos y las normas de Dios en el pueblo; y que esas normas y preceptos se impongan a la creación, a los forasteros, a los animales y a la tierra por medio del pueblo.

La historia no nos ofrece informaciones para responder con certeza a la pregunta de si Israel estuvo alguna vez en condiciones de celebrar sin impedimento alguno un año sabático o incluso un año jubilar. Quizás haya constituido esto un fundamento externo para la visión profeticadel sábado mesiánico. Is 61, 1-11 espera que el profeta mesiánico convocará el año jubilar escatológico: «... a anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia de Yahvé, día de venganza de nuestro Dios». Cuando venga ese Mesías profético, irrumpirá el tiempo mesiánico; y se presenta ese tiempo mediante la imagen del sábado. Esto, por lo que respecta al año jubilar, significa que el tiempo mesiánico traerá la liberación a los oprimidos y la justicia de Dios se hará presente en todas las cosas. En cuanto al año sabático, esto significa que el tiempo mesiánico hará posible la libertad de la tierra y la alimentación adecuada de todos los seres vivientes. Final­mente, con respecto al sábado significa que la tranquilidad y la paz se expandirán en la presencia de Dios.

Y ese sábado mesiánico será un sábado sin fin (Jb 2, 19-24). Así como la nueva alianza es eterna, ese sábado también será eterno. El sábado mesiánico del mundo se corresponderá escatológicamente con el originario sábado de Dios en la creación. Cada sábado celebrado en el tiempo tiene un final. Aquel día de fiesta se convertirá de nuevo en un día cotidiano. Por eso Fr. Rosenzweig ha llamado al sábado semanal «sueño de consumación, pero sólo un sueño»iq. El día del sábado, el año sabático y el año del jubileo apuntan, por encima del tiempo histórico, al tiempo mesiánico. Sólo el sábado escatológico se convertirá en la «fiesta sin fin» y consumará el sábado de la creación de Dios y las fiestas sabáticas celebradas por Israel en el mundo. Si el sábado histórico es «el sueño de consumación», entonces ese sábado mesiánico, ese sábado eterno, es ciertamente «la consumación del sueño» de Israel.

19. Fr. Rosenzweig, o. c, 68.

Jesús y el sábado 301

A esto alude, finalmente, también la especulación apocalíptica de las siete épocas del mundo. Según Dan 9, 24-27, ya el babilónico Sanedrín (97 a) habló de un «sábado del mundo» en la última época del mundo. El Enoc eslavo 33, 1 ss amplió más esta idea. En la escuela de Elias se llegó, incluso, a enseñar: «Hay tres épocas: dos mil años de caos, dos mil años de tora, dos mil años de Mesías, y después el fin: el mundo que es solo sábado, el descanso de la vida eterna». Esta proyección mesiánica de la historia hacia el sábado escatológico influyó con fuerza en la teología cristiana de la historia en la edad media; y, a través de Joaquín de Fiore ha marcado al mesianismo histórico en el moderno pensamiento europeo.

5. Jesús y el sábado

Las teologías del nuevo testamento y las cristologías dogmáticas suelen tratar la postura de Jesús respecto del mandamiento del sábado y de la halajá rabínica del sábado en el capítulo «Jesús y la ley del antiguo testamento»20. De ordinario se toman como puntos de partida los textos sinópticos en los que se recogen las discusiones de Jesús sobre el sábado, textos en los que el Mesías justifica su peculiar postura frente al sábado: «Jesús quebranta el sábado mediante un comportamiento demostrativo»21. «Jesús rechaza la halq/á del sába­do» 22. Jesús curaba en sábado y permitió que sus discípulos cogieran espigas. Los evangelios apuntan algunas razones para este comporta­miento: 1. «El sábado fue hecho para el hombre, no el hombre para el sábado» (Me 2, 27). 2. «El Hijo del hombre es señor del sábado» (Me 2, 28).

También la exégesis rabínica sabía que el sábado está ahí «para el hombre». Cuando la vida está en peligro, como en las luchas del tiempo de los macabeos, se está dispensado de la obligación del sábado. Pero Jesús no sanó a los enfermos en sábado para librarlos de perder la vida. ¿Intenta Jesús simplemente poner el mandamiento del amor por encima del precepto del sábado, como Me 3, 4 da a entender? ¿Funda «el mandamiento del amor como ley de vida de la soberanía regia... la crítica de Jesús al derecho divino del viejo eón», como afirma Joachim Jeremias?2Í. ¿Libera del mandamiento concre­to el «seguimiento de Jesús», abóle ese seguimiento como cumpli-

20. Tomamos aquí como ejemplos a J. Jeremias, Teología del nuevo testamento, Salamanca 51985, 240 ss y a L. Goppelt, Theologie des Neuen Testaments, Góttingen M978, 144 ss.

21. L. Goppelt, o. c, 144. 22. J. Jeremias, o. c, 244. 23. J. Jeremias, o. c, 250.

302 El sábado: la fiesta ele la creación

miento total de la exigencia de Jesús el sábado, tal como opina Leonhard Goppelt?24.

Es atinado considerar la postura de Jesús respecto del manda­miento del sábado en conexión con su misión mesiánica. Pero sería erróneo pensar que su postura frente al mandamiento del sábado refleja la libertad de los cristianos venidos de la gentilidad frente al mandamiento del sábado mantenido por los cristianos provenientes del judaismo. Sorprende que se trate de considerar la «postura de Jesús respecto del mandamiento del sábado» partiendo no de su predicación del sábado mesiánico sino del mandamiento del amor o del seguimiento. Jesús no proclama una ética superior, sino que anuncia el ya cercano reino de Dios, cuya peculiar proximidad él hace creíble mediante los signos del tiempo mesiánico: «los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia el Reino a los pobres» (Mt 10, 7.8; 11, 5.6). Según Le 4, 18 ss, Jesús comenzó su vida pública proclamando el sábado mesiánico en Naza-ret. El hace que entre en vigor la promesa de Is 61, 1-4: «Hoy se ha cumplido esta Escritura en vuestros oídos»25. Si es cierto que la predicación de Jesús sobre el reino de Dios hace que entre en vigor el sábado mesiánico, entonces de esta consumación escatológica se sigue con toda evidencia la libertad frente al sábado y frente al año sabático. Jesús no «infringió» el precepto del sábado, ni lo «convirtió en algo indiferente»26. Tampoco lo abolió en el sentido de que los hombres sean colocados ante la aleternativa: Jesús o el judaismo27. La libertad que Jesús propaga frente a la ley no es otra que la libertad del tiempo mesiánico prometido por los profetas y esperado por Israel. El precepto del sábado, como el mandamiento del año sabático y del año jubilar, apunta a esa libertad. El tiempo mesiánico cumple estos mandamientos de la alianza de una manera completamente imposible en el tiempo histórico. Por eso las normas éticas y cúlticas comprensi­bles en la historia, así como las pormenorizaciones de la interpreta­ción del sábado pierden todo su valor en el tiempo mesiánico.

Jesús no predicó una libertad frente al sábado supuestamente proclamada por los cristianos venidos de la gentilidad. Por el contra­rio, anunció el cumplimiento mesiánico del israelita «sueño de la consumación». No profanó la ley ni el culto. No abolió el sábado en beneficio de las buenas obras o de los días de trabajo. Por el contra­rio, elevó los días laborables a aquella fiesta mesiánica de la vida de la

24. L. Goppelt, o. c, 146. Uno se pregunta de qué puede ser esto alternativa. 25. A. Trocmé, Jesús Christ et la revolution non-violente, Genf 1961; J.-H. Yoder, Die

Polilik Jesu-der Weg des Kreuzes, Maxdorf 1981, cap. 3: Die Bedeutung des Jubeljahres; cf. también W. Grimm, o. e.,

26. Así H. Braun, Jesús, el hombre de Nazarel y su tiempo, Salamanca 1975, 90 ss. 27. Así L. Goppelt, o. c, 146.

El domingo, la fiesta del comienzo 303

que el sábado de Israel es una pregustación incomparable. En la predicación del Reino cercano, proclamación hecha por Jesús, toda la vida se convierte en fiesta sabática.

6. El domingo, la fiesta del comienzo

Las raíces del día festivo cristiano se hunden en los primeros momentos del cristianismo. Sin embargo, este día no tenía allí un nombre propio. Siguiendo el cómputo judío, se le entendió como el «primer día de la semana» (Hech 20, 7; 1 Cor 16, 2; Me 16, 2; Jn 20, 1.19). Tal vez se utilizó en Siria la nueva denominación griega «día del Señor» (Ap 1, 10; Did 14, 1; Ign Magn 9, 1). La sorprendente expresión «el día octavo» es empleada por primera vez en el siglo II (Bern 15)28.

La denominación proviene de la semana planetaria de la antigüe­dad romana, y significa allí el segundo día, dedicado al culto del sol. La influencia del culto de Mitra llevó también a enumerarlo como el «primer día» de la semana29.

Sin duda, es opinión generalizada en nuestros días que el sentido originario del día festivo cristiano es la celebración de la resurrección de Cristo. H. Riesenfeld y W. Rordorf han mostrado que hasta el siglo II no aparece el recuerdo de la resurrección de Cristo en domingo como motivo para la celebración de éste. Los comienzos del día festivo cristiano se pierden en la oscuridad. Sin embargo, el día festivo cristiano no deriva del sábado judío, y no puede ser considera­do como sábado cristiano ni como cumplimiento cristiano del cuarto mandamiento. Tampoco cabe suponer que la Iglesia cristiana se limitó sin más a hacer suyo el domingo pagano llenándolo con otro contenido. Sólo se podría suponer esto como una adaptación tardía en el imperio romano.

Los comienzos tienen que encontrarse en el judeocristianismo. Podemos suponer con H. Riesenfeld que los judeocristianos, tras su conversión, continuaron observando la ley y también el precepto del sábado. Y cabe imaginar que, tras la celebración del sábado de su pueblo, se reunían en sus casas como comunidad cristiana especial30. Aquella noche, supone W. Rordorf, tenía una significación especial para las comidas de los discípulos en la presencia en Espíritu del Señor resucitado. También en las comunidades paulinas se celebraba la fracción del pan en esa noche. A la mañana siguiente se reunían

28. W. Rordorf, o. c, 15. 29. E. Hertzsch, art. Sonntag, RGG* VI, 104-142. Cf. también W. Nagel, Geschichte

des ehrlstliehen Sonntags, Berlin 21970. 30. H. Riesenfeld, o. c, 210 ss.

304 El sábado: la fiesta de la creación

para la celebración del bautismo, a la que, según Rordorf, alude también la expresión «el octavo día». Dejando a un lado el juicio que pueda merecer esta reconstrucción histórica, supone una vinculación estrecha de la judía celebración del sábado con la celebración cristia­na, sin que una fiesta llegara a desplazar a la otra.

La desvinculación de la fiesta cristiana del sábado de Israel tiene igualmente una larga historia que no podemos reconstruir en todos sus detalles. Tal vez revisten una importancia especial en ella Esteban y el círculo de los Siete, Jos llamados helenistas. Su predicción de la destrucción del templo y su llamamiento a liberarse de la ley (Hech 6 y 7; esp. 6, 14) dieron pie a que el conflicto acerca de la ley prendiera en el cristianismo primitivo. Tras el concilio de Jerusalén (Hech 15; cf. también Gal 4, 8-10; Col 2, 16 ss), no es necesario ya que los gentiles se hagan primero judíos si desean ser cristianos. Como cristianos no están obligados a la ley ni a la circuncisión, ni tienen obligación de observar el sábado. El cristianismo compuesto por judíos y el forma­do por paganos se diferencian mediante su respectiva postura respec­to de la ley. También Pablo los trata de forma diferente. Pero la libertad judeo-mesiánica frente a la ley se ve influenciada ahora de forma creciente por la libertad pagano-cristiana respecto de la ley. De esta manera, el día festivo de los cristianos se desvincula del sábado de Israel, y se convierte en un día de fiesta cristiano completamente autónomo a medida que nacen más comunidades de cristianos veni­dos del paganismo y celebran ese día festivo.

Desde un punto de vista histórico, debemos considerar la indepen-dización del día festivo cristiano y la sustitución del sábado de Israel por él como signo palpable del distanciamiento del cristianismo respecto del judaismo, como signo del final de la preponderancia de lo judeo-cristiano en la configuración del cristianismo31. El levanta­miento de Bar Kochba (132-135 d.C.), la destrucción de Jerusalén por el emperador Adriano, y la prohibición emitida por éste respecto a la obediencia a leyes judías en el imperio romano fueron los aconteci­mientos que influyeron de manera definitiva en tal separación y distanciamiento. En ese momento, la celebración cristiana del domin­go se convirtió en signo distintivo de los cristianos y, al mismo tiempo, en su señal de diferenciación respecto de los judíos. Con ello evitaban caer bajo el fiscus judaicus y escapaban a la represión antijudía del Estado. En la comunidad cristiana de Roma se llegó incluso a degradar el sábado convirtiéndolo en día de ayuno antiju­dío. En aquel momento comenzó a jugar un papel relevante la resurrección de Cristo en la independización cristiana del domingo,

31. Detalladamente al respecto S. Bacchiocchi, Antijudaism and the Origin of Sun-dav, The Pontifical Gregorian University Press, Rom 1975.

El domingo, la fiesta del comienzo 305

como demuestran muchas declaraciones de papas y de teólogos de aquellos tiempos. La traducción del precepto del sábado judío a un mandamiento de santificar el domingo cristiano se lleva a cabo en la legislación estatal de los emperadores cristianos. Podemos suponer el tres de marzo del año 312 como el día del nacimiento del domingo entendido como dia de descanso: «El emperador Constantino a A. Helpidio: todos los jueces, la población de las ciudades y toda la actividad productiva (artium officia cunctarum) descansarán el vene­rable día del sol» 32.

Desde el punto de vista de la legitimación teológica, tenemos que mantener, frente a esta evolución histórica del domingo cristiano, la vinculación del día festivo cristiano con el sábado de Israel. De lo contrario, es grande la amenaza de paganización del día festivo cristiano. El domingo cristiano no abóle al sábado de Israel, ni tampoco lo desplaza, ni debe querer suplantarlo. Histórica y teológi­camente es erróneo trasladar el precepto del sábado al domingo cristiano. Por el contrario, hay que considerar el día festivo cristiano como la ampliación mesiánica del sábado de Israel. El «sueño de la consumación» aguarda la consumación del sueño.

Precisamente la motivación del día festivo cristiano como día de la resurrección de Cristo y, por ello, como «día del Señor» anticipa no sólo el escatológico descanso sabático, sino también el comienzo de la «nueva creación». Según la concepción cristiana, la nueva creación comienza con la resurrección de Cristo de los muertos, pues la «nueva creación» es el mundo de la resurrección de los muertos. Mientras que el sábado judío centra su mirada en las obras de la creación de Dios y en el trabajo semanal de los hombres, la cristiana fiesta de la resurrec­ción mira adelante, al futuro de una nueva creación. Mientras que el sábado de Israel hace participar en el descanso de Dios, la cristiana fiesta de la resurrección da participación en la fuerza de la nueva creación del mundo. Si el sábado de Israel es principalmente un día de

32. Citado en alemán según W. Rordorf, o. c. 160. El Edicto sigue diciendo: «Los campesinos ciertamente deberán estar libres y no impedidos en el cultivo de los campos con el fin de no desaprovechar el momento propicio concedido por la providencia, pues sucede a menudo que no se encuentra un dia apropiado para sembrar o para plantar nuevas cepas». La idea de sustituir el sábado de Israel con el domingo cristiano es una parte de la impronta quiliástica del Sacrum Imperium: se considera \&polita Moysi como prefiguración del reino de Cristo. El reino de Cristo no es la Iglesia, sino la organización política cristiana, el imperio cristiano. Muestra esto la tipología sábado-domingo que Eusebio de Cesárea expone en su «Comentario de los salmos» al hablar del Sal 91. Traslada la legislación de Moisés al imperio cristiano. De manera semejante, se traslada­ron las prescripciones del sacerdocio de Aarón al sacerdocio de la imperial iglesia constantiniana. Como ponen de manifiesto las leyes de los emperadores cristianos Teodosio y Justiniano referidas a los judíos, este imperio cristiano no dejaba un espacio libre para un judaismo autónomo, ya fuera en Israel o en las sinagogas. Eso es el quiliasmo cristiano.

306 El sábado: la fiesta de la creación

recuerdo y de acción de gracias, la cristiana fiesta de la resurrección es, sobre todo, un día del comienzo y de la esperanza. Fr. Rosenzweig dice con cierta exageración: «El cristiano es el eterno principiante; la consumación no le importa. Si el principio es bueno todo está bien»33. Por algo la Iglesia considera la fiesta cristiana de la resurrec­ción como el «día primero» de la semana. Cada semana aparece en la visión de la nueva creación, y se carga de esperanza de la resurrección y de vida eterna. Al fin de cuentas, el sábado de la creación fue para Dios el día séptimo, mas para el hombre, que había sido creado en el sexto, era el día primero que él vivía.

Si se nos permite repartir de esta manera los pesos del «consumar» y del «comenzar» entre el «día séptimo» y el «día primero», entonces el día de la consumación de la creación está abierto al día de la nueva creación, y el día primero de la nueva creación presupone el día de la consumación de la creación original. La denominación de «día octa­vo», dada por la Iglesia primitiva al día de la fiesta cristiana de la resurrección, refiere el domingo cristiano al sábado de Israel y reco­mienda a Israel que dirija su mirada a aquel día de la nueva creación, día cuya enumeración es sin duda imposible.

La separación entre cristianismo y judaismo, así como la consi­guiente devaluación y eliminación del judeo-eristianismo, del que, según los escritos del nuevo testamento, nació el cristianismo univer­sal, convirtió el día de la fiesta cristiana de la resurrección en «domin­go», y, con ello, lo paganizó considerablemente. Si se quiere eliminar esa paganización, habrá que conectar de nuevo el cristiano «día del Señor» con el sábado de Israel. Es una forma cristiana de encontrar la santificación del sábado.

Para ello sería bueno dar con una praxis en la que la víspera del domingo desembocara en el descanso sabático. Las veladas de ora­ción que muchas comunidades celebran los sábados por la noche encierran algo del descanso y de la dicha de los sábados de Israel: tras el trabajo de la semana se descansa en la presencia de Dios. En esa víspera se experimenta algo de la «consumación» divina de la crea­ción. Así, la celebración cultual que tendrá lugar en la mañana del domingo podrá inscribirse por completo en la libertad de la resurrec­ción de Cristo para la nueva creación. Esa celebración será manantial de aquella esperanza mesiánica que renueva la vida. El domingo recobrará por completo su carácter de fiesta cristiana de la resurrec­ción si se consigue celebrar la noche precendente un sábado cristiano.

Para que la nueva creación complete y no destruya la creación original, el día de la nueva creación presupone también el «día de descanso» ecológico de la creación primera.

33. Fr. Rosenzweig, o. c, 127.

El domingo, la fiesta del comienzo 30 7

El día de descanso ecológico será un día sin polución ambiental, sin circulación de coches, a fin de que también la naturaleza pueda celebrar su sábado.

El cristianismo celebra las fiestas mesiánicas de la historia salvífi­ca de Cristo. No conoce la fiesta de la creación. El judaismo celebra las fiestas de su historia salvífica, pero celebra sobre todo el sábado de la creación. En esta crisis ecológica del mundo moderno, es necesario y oportuno que también el cristianismo recuerde el sábado de la creación.

Apéndice:

Símbolos del mundo

En cuanto a su forma, los símbolos son imágenes, analogías, expresiones metafóricas. Para orientarnos en ámbitos que no pode­mos dominar con la mirada tomamos imágenes de determinadas experiencias que nos han impresionado y las trasponemos. Pero como en cada experiencia viva está presente toda la vida y en cada impre­sión experimentada de un objeto se encuentra el mundo mismo, cuando tratamos de orientarnos en el mundo extenso mediante sím­bolos no estamos realmente ante una «transferencia», sino tan sólo ante el subrayado de la dimensión de la totalidad relativa de la vida, dimensión inseparable de cada experiencia concreta, y del propio mundo de esa experiencia. Cada experiencia que nos acontece com­porta un horizonte de sentido sin el que no podemos recibirla. Ese horizonte se pone de manifiesto literalmente en la experiencia, pero ese sentido no se agota en la experiencia. Ese horizonte de sentido es el elemento trascendente en la experiencia concreta. Los símbolos representan la tensión —propia de cada experiencia— entre lo deter­minado y lo indeterminado, entre lo particular y lo total, entre lo presente y lo futuro. En esa tensión se fundamenta su «plus» de significación. Mediante el movimiento de ese «más» de significado, los símbolos no fijan ningún estado de cosas, sino que liberan expe­riencias. Los símbolos no definen, sino que «dan que pensar» e invitan a nuevos descubrimientos. Debemos considerar los símbolos como iniciativas para procesos de conocimiento e interpretación1. No es posible «hacer» los símbolos. Podemos descubrirlos, porque están presentes en todas las lenguas y en todas las tradiciones cultura­les. Existen pautas fundamentales que orientan la vida humana y a las que el lenguaje se refiere constantemente porque regulan lo incons­ciente. Llamamos arquetipos2 a las imágenes que confieren al alma una configuración profunda. Cada arquetipo tiene un mundo propio

1. Trabajaré aquí con el concepto de símbolo elaborado por Paul Ricoeur. Cf. P. Ricoeur, Les conflits des interprétations. Essai dhermeneutique, Paris 1969.

2. C. G. Jung, Psychologie untl Religión. Studienausgabe, Olten 1971, 46 ss. Cf. también K. Mann, Schopfungsmylhen. Vom Ursprung und Sinn der Weh, Stuttgart 1983.

310 Símbolos del mundo

de símbolos, su propia riqueza de imágenes y posibles modos de hablar transferidos. Un arquetipo es una disposición del alma que produce y ordena ideas, recoge experiencias y las expresa.

En ese sentido, tratamos en este capítulo algunos símbolos arque-típicos del mundo y los comparamos entre sí. El orden seguido no alude a ninguna evolución histórico-cultural. Nos ha guiado la inten­ción de comparar el símbolo bíblico del mundo como creación de Dios con otros símbolos del mundo, y la de establecer una referencia crítica entre todos ellosi. La comparación aludida se produce en el marco de lo mesiánico y desborda los límites de la pura historia de las religio­nes. Se pretende poner de manifiesto dónde el mundo simbólico cristiano ha acogido aquellos otros símbolos del mundo y cómo los ha transformado.

1. La gran madre del mundo

Los testimonios más antiguos de la cultura y religión humanas tienen un claro enfoque matriarcal4. En la «gran madre» se rindió veneración a lo divino y al misterio de la vida. Las figuras cultuales de los primeros tiempos del paleolítico son figuras de la madre. Las culturas primitivas sobre las que las indogermánicas tribus transhu-mantes levantan en Grecia, en Mesopotamia, en Persía y en el norte de la India sus patriarcales formas de vida tenían un fuerte colorido matriarcal, estaban influidas fuertemente por las religiones de la madre. Ya dentro de los tiempos históricos, en los pueblos ribereños del Mediterráneo se veneró, bajo diversos nombres, a la «madre del mundo», a la «reina del cielo», a la «madre tierra». Los relatos de la creación del antiguo testamento son polémicos al respecto. Pretenden desplazar el cananeo culto a la madre mediante la patriarcal fe en Yahvé5. ¿Qué arquetípicos símbolos del mundo se esconden en los primitivos cultos de la madre?

3. J. Macquarrie, Principies of Christian Theology, London 1966, 200 ss, comenzó a trabajar con dos «models of creation»: «making» y «emanation». A. Peacocke, Creation and the World of Science, Oxford 1979, 38 ss y 104 ss amplió este modelo al «juego», «música» y «danza». Trato de ir más lejos con más modelos, con la intención de superar la unilateralidad del modelo «mundo como obra de Dios».

4. E. Neumann, Die grosse Mutler. Eine Phdnomenologie der weiblichen Gestaltun-gen des Unbewussten, Zürich 1956; J. J. Bachofen, Das Mutterrecht, stw 175, Frankfurt 1975; E. O. James, The Culi of the Mother Goddess. An Anthropological and Documentar}-Study, New York 1959; R. Patai, The Hebrew Goddess, Philadelphia 1967; H. Góttner-Abendroth, Die Gbttin und ihr Heros, München 1980; D. Wolkstein/ S. N. Kramer, Inanna, Queen of Heaven and Earth. Her stories and hymns from Sumer, San Francisco 1983.

5. M. Stone, When God was a Woman, New York 1978; R. Ruether, New Woman-New Earth. Sexist ldeologies and Human Liberation, New York 1975.

La gran madre del mundo 311

En el símbolo de la «madre del mundo» subyace la idea del mundo como el gran hombre y del hombre como microcosmos: el mundo como macroanthropos y el hombre como un microcosmos, un pequeño mundo. Toda vida humana procede de la madre y de ésta recibe su alimento. Por eso el mundo en su totalidad tiene figura de madre. La madre del mundo da a luz y alimenta a todos los seres vivientes. Ella es el primigenio hombre cósmico. Los jainas, indios prearios, conci­bieron el universo en la figura del ser humano colosal, de la madre del mundo6. Se trataba de un ser humano cósmico cuyo organismo pueblan innumerables seres vivientes: en el ámbito de la cabeza se encuentran las regiones celestes, lo terráqueo se encuentra en el tronco, el ámbito de la vida de los hombres es el centro, y en las regiones inferiores del cuerpo del mundo se encuentra el infierno. El firmamento de las estrellas, que forma una bóveda sobre la tierra, es la cubierta craneal. La entrada en el infierno es el anus mundi. Según su comportamiento, los hombres ascienden al ámbito celeste o des­cienden al infierno. Según la doctrina de los jainas, el hombre cósmico tiene figura andrógina; y, de acuerdo con sus ascetas, posee forma masculina. Sin embargo, arqueológicamente se puede reconocer ahí la figura de la madre del mundo. En ella se refleja también la más temprana experiencia de cada niño: la experiencia del sentimiento de seguridad en el regazo materno. De ahí proviene el símbolo universal de madre = cuerpo = recipiente = espacio. El hombre se encuentra en el mundo como en su casa, igual que el embrión en el vientre materno. El mundo lo circunda protegiéndole y le alimenta como el seno materno. El símbolo de la madre del mundo desconoce la polaridad sexual. Todas las figuras de la vida son engendros virginales; más concretamente: los engendros de los seres vivientes no tienen relación causal alguna con actos sexuales. Encontramos restos de este símbolo de la gran madre en las expresiones metafóricas de «ombligo del mundo», «corazón de todas las cosas», «seno de la tierra» y anus mundi.

También el cristianismo recogió y utilizó el símbolo del primigenio hombre cósmico. Quizás el punto de empalme inmediato fue la cosmo­logía del estoicismo, que vio en el mundo el cuerpo visible de la divinidad invisible, y en ésta el alma invisible del mundo visible. La idea del hombre cósmico emerge no en sus símbolos de la creación referidos al origen del mundo, pero sí en las concepciones cristianas de la redención relacionadas con la meta del mundo. La cristología de la Carta a los efesios y de la Carta a los colosenses traslada la imagen de Cristo cabeza de la Iglesia, y de la Iglesia como cuerpo de Cristo, a la

6. H. Zimmer, Die indische Weltmutter, Frankfurt 1980; Id., Philosophie und Reli­gión Indiens, stw 26, Frankfurt •'1979, 222 ss; El hombre cósmico.

312 Símbolos del mundo

redención del universo7. En la &voiK£.q)aXeiiúoiQ zcov návrcov Cristo se convierte en cabeza del universo y éste en cuerpo de aquél. «Pero él, presentándose delante del Padre, ofrece a Dios en su propia totalidad la creación unida: compendiando en sí el universo, Cristo demuestra la unidad del universo como la de un único hombre, el Adán cósmi­co» 8. La relación entre Cristo y la Iglesia servirá también de punto de comparación de la relación entre el hombre y la mujer (Ef 5). En cuanto cuerpo de Cristo, la Iglesia fue considerada más tarde como «madre de los creyentes». Si Cristo redentor se convierte en la «Cabeza del universo», la Iglesia pasa a ser aquí el comienzo y sacramento del universo; y es ya sacramentalmente la madre del universo. Su símbolo es María, la virginal «Madre de Dios».

El simbolismo cabeza-cuerpo se expresa todavía aquí a través de metáforas masculino-femeninas. Pero cuando se denomina como «Adán cósmico» al universo redimido mediante la anakephalaiosis, se está pensando en aquel hombre primigenio, original, que no compor­taba aún una diferenciación masculino-femenina. El originario sím­bolo de la «madre del mundo» como hombre cósmico es desmatriarca-lizado claramente en esta concepción cristiana, pues el simbolismo cabeza-cuerpo tiene una impronta claramente patriarcal. Y la concep­ción de Cristo, el Hombre cósmico que redimirá el mundo, va de nuevo más allá de las diferencias sexuales y las elimina.

La interpretación del mundo que va desde el símbolo de la «madre del mundo» hasta el símbolo del redentor «hombre cósmico» aplicado a Cristo es la visión panenteísta del mundo como entorno divino que da cobijo y alimento a todo lo viviente: «En él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28).

Este antiguo símbolo del mundo ha conducido ya a la expuesta hipótesis Gaia: todas las formas de vida superiores que existen en la tierra se desarrollan en pluriestráticos mundos de sistemas. Como los restantes seres vivientes de la tierra, los hombres forman parte de los ecosistemas que los rodean y los engloban, de la biosfera, de la atmósfera y del sistema pluriestrático de este planeta llamado tierra. James Lovelock y Lynn Margulis sugirieron —para interpretar estas conexiones y condicionamientos cósmicos de la vida humana— que se considere el planeta mismo como un «único organismo vivo» en el

7. H. Schlier, Die Zeit der Kirche. Exegetische Aufsátze und Vortragc, Freiburg 1966, 159 ss, 299 ss. Por caminos especulativos personales, J. T. Beck, Die Vollendung des Reiches Gottes, Gütersloh 1887, 68 ss, desarrolló concepciones filosófíco-naturales sobre la «purificación y reconstitución del sistema tierra» en la cristología cósmica.

8. H. Urs von Balthasar, Kosmische Lilurgie, freiburg 1941, 270. La escatología de la anakephalaiosis (recapitulación) ha llevado una y otra vez a la especulación protológica sobre el hombre original, celeste, premundano. La idea cabalística del «Adam Kadmon» influyó en Osiander, Bóhme, Oetinger y otros teólogos evangélicos.

Madre tierra 313

que los hombres viven y del que son miembros o partes9. Con esa tesis, han hecho justicia a elementos de verdad contenidos en el viejo símbolo del mundo, símbolos conocido por los nombres de «Gaia», Madre del mundo, Madre tierra.

2. Madre tierra

Pertenece también al símbolo de la «Gran Madre» la idea de «Madre tierra», conocida en muchos lugares10. Con frecuencia se considera a la «Madre tierra» como la «Madre del universo», pero en ocasiones se la contrapone al «Padre del cielo». Cuando se describe el mundo único como doble mundo compuesto por el cielo y la tierra y cuando se utilizan metáforas masculinas y femeninas para hablar del cielo y de la tierra tal vez se expresa el paso de una cultura matriarcal al patriarcado.

La veneración de la «universal madre tierra» se ha puesto de manifiesto en muchos rituales hasta nuestros días: a los recién nacidos se les colocaba sobre la tierra y se les recogía de ella. A las comadro­nas se les llamó «madres terrestres». Cuando sobrevenía la muerte, se sacaba al moribundo de la cama y se lo depositaba sobre la tierra. El hombre debía morir sobre la tierra de la que había venido. El lugar de residencia de los muertos estaba «bajo la tierra». El «entierro» de los muertos significaba su retorno al seno materno de la tierra. El entierro en la posición fetal alude a la situación del embrión en el seno materno. «La tierra es la madre de todos los hombres. De ella salen y a ella retornan para renacer de ese seno materno a una nueva vida»' ]. El ciclo del «morir y devenir» tiene lugar en la «universal madre tierra» que acoge y engendra. También la «transmigración de las almas» enseñada por Platón refleja probablemente el culto de la madre tierra.

Los cultos de la madre tierra estuvieron extendidos por toda la tierra conocida por entonces. En Olimpia, Delfos, Dodona, Atenas, así como en otros muchos lugares se rindió culto a Gaia, la «madre universal tierra» Tnannáxr\p yrj), «la madre de todos» (/iottíyp návrcov) antes de que estos lugares de culto fueran ocupados por la religión de Apolo-Zeus12. En Asia menor recibió los nombres de Istar, Astarté,

9. I. E. Lovelock, Gaia. Una nueva visión de la vida sobre la Tierra, Barcelona 1983; L. Margulis/ D. Sagan, Gaja and Philosophy, en On Nature, ed. L. Rouner, Notre Dame 1984, 60-75.

10. A. Dietrich, Multer Erde, Berlin 31925; M. Eliade, Geschichte der religiósen Ideen I, Freiburg 1978, 47 ss: Mujer y vegetación (ed. cast.: Historia de las creencias y de las ideas religiosas I, Madrid 1978).

11. A. Dietrich, o. c, 32. 12. M. Stone, o. c, 11 ss: ¿Quién era ella?

314 Símbolos del mundo

Diana; en Egipto fue la diosa universal Isis; incluso en Roma, en pleno predominio masculino, se mantuvo la veneración de la madre telúrica, e inscripciones funerarias romanas demuestran la existencia del culto a la madre tierra. La idea del «onfalo», que se encuentra en el ámbito del Mediterráneo, en Mesopotamia e India, parece presuponer algo importantísimo: todo procede de uno. Todo lo viviente ha salido de un seno materno, y crece partiendo del ombligo, como el embrión. Esto significa también la flor de loto.

Cuando un padre celeste se contrapone a la «Madre tierra» se reconoce y acentúa la conexión entre procreación y nacimiento de la vida. A la madre tierra se asigna una función receptora, así como la misión de parir. En las culturas europea, india y americana cabe expresar esta polaridad con la frase siguiente: «El sol es mi padre, la tierra mi madre»13. Pero también se puede decir lo contrario, como en la veneración de Nut, diosa del cielo, en Egipto: el cielo es mi madre; la tierra mi padre. El apareamiento sagrado representó esta polaridad en los cultos de la fertilidad de la «Madre tierra».

La conexión entre el hombre y la tierra está presente también en las tradiciones bíblicas: «Adán» fue «tomado de la tierra». El hombre es criatura terrena antes de ser configurado como varón y hembra (Gen 2, 7)14. Sin embargo, en las tradiciones bíblicas la tierra ya no es la «madre del hombre», sino sólo la materia prima para la obra del Creador. El monoteísmo patriarcal de la religión yahvista rompió el panteísmo matriarcal de la tierra mediante un concepto masculino de creación. Se mantuvo el proceso de nacimiento, muerte y renacimien­to, pero cambió el sujeto. Por eso leemos en los actuales formularios para el entierro cristiano lo siguiente: «De la tierra fuiste tomado, en tierra debes convertirte. De esa tierra te resucitará Cristo en el último día». Y el símbolo del grano de trigo, utilizado por Pablo y por Juan, presupone el antiguo culto a la tierra: «Se siembra corrupción, resuci­ta incorrupción» (1 Cor 15, 35 ss). La iglesia oriental presenta el nacimiento de Cristo en una caverna excavada en la tierra. Quiere dar a entender mediante tal emplazamiento que el Redentor nació en el seno materno de la tierra. En general, el mundo simbólico de la «Madre tierra» ha sido traducido a la «Madre Iglesia»: del seno materno de la Iglesia, único lugar de salvación, renacen de manera virginal15 los fieles a una nueva vida. A la pila bautismal se dio forma

13. M. Eliade, Das Heilige und das Profane. Vom Wesen des Religiosen, Hamburg 1957, 81 ss: Terra Mater, 85 ss: Mujer, Tierra, fertilidad (ed. cast.: Lo sagrado y lo profano, Barcelona 1983).

14. Evidencia esto la exégesis de Phyllis Trible, God and the Rhetoric of Sexuality, Philadelphia 1978, 75 ss.

15. S. Zeno, MP LXI, 476: «Fontanum semper virginis matris dulcem ad uterum convolate...».

La fiesta del cielo y de lu tierra 315

de seno materno; y se la entendió como tal16. «No se puede tener a Dios por padre sin tener a la Iglesia como madre. De su seno hemos nacido, con su leche nos alimentamos, su espíritu nos vivifica», dice la famosa frase de Cipriano17. ¿Son éstos símbolos femeninos todavía matriarcales o constituyen ya imágenes patriarcales de la madre?

3. La fiesta del cielo y de la tierra

«Hay que ser muy romo para no captar la presencia de los cristianos y de los valores cristianos como una presión que destruye todo talante verdaderamente festivo... La fiesta es paganismo par excellence», decía Friedrich Nietzsche18. Tenía razón este autor al afirmar que el «paganismo» fue y es esencialmente una religión de la fiesta, interrupción de lo cotidiano, éxtasis en el que se sale de lo efímero, el juego de la gran alternativa a la vida ordinaria19. Pero ¿acaso tiene que destruir el cristianismo esta festividad religiosa de la vida?

Entre las peculiaridades externas de la fiesta religiosa se cuentan los «lugares sagrados» y los «tiempos sacros»20. En el templo se santifica aquel lugar en el que los dioses están presentes. En el templo, el mundo se abre hacia arriba. Por eso, todo templo está en el centro del mundo. En la fiesta que se celebra en el templo, los hombres comparten vivienda con los dioses. En las épocas de fiesta se santifica el tiempo. Todo tiempo termina y pasa. Pero la época de fiesta interrumpe el tiempo efímero y lo regenera. Todo tiempo festivo es un retorno al origen del tiempo y, por consiguiente, al tiempo de los orígenes. En los sagrados tiempos de fiesta, los hombres no sólo comparten vivienda con los dioses, sino que se hacen contemporáneos de ellos.

Peculiaridad interna de la religión «pagana» de la fiesta es la repetición y la presentación del acontecimiento del origen del mundo, la cosmogonía. En la fiesta se celebra la renovación de la vida. Se renueva el tiempo; se santifica el espacio; los hombres renacen del origen de la vida. En la fiesta se vive la eternidad en la forma de

16. A. Dietrich, o. c., 114. 17. S. Cipriano, De unilate eccl. c. 5.6: «Habere iam non potest deum patrem, qui

ecclesiam non habet matrem... illius foetu nascimur, illius lacte nutrimur, spiritu ejus animamur».

18. F. Nietzsche, Der Wille zur Machi, Fragment 916, 4 (ed. cast.: La voluntad de poderío. Madrid 21981).

19. E. Hornung, Geschkhle ais Fest, Darmstadt 1966. 20. M. Eliade, Der Mythos der ewigen Wiederkehr, Dusseldorf 1953 (ed. cast.: El

mito del eterno retorno, Madrid 51984); Das Heilige und das Profane, o. c, 13 ss (ed cast.: citada en nota 13).

316 Símbolos del mundo

presente eterno: «tiempo sin meta» (Nietzsche) y alegría sin fin. La fiesta tiene el éxtasis como elemento esencial. El respectivo mito del culto narra el origen de la vida y actualiza la cosmogonía en la historia sagrada. El ritual del culto imita el acontecimiento del origen del mundo: «Debemos hacer lo que los dioses hicieron desde el primer momento»21.

La «fiesta del cielo y de la tierra» representa el originario naci­miento de la vida como fruto de la boda del cielo y la tierra, del sol y la tierra. La fertilidad de la tierra es consecuencia de las nupcias sagra­das. Si la tierra es madre y el cielo padre, entonces toda vida proviene de la fecundación de la tierra mediante la luz y la lluvia. Los llamados «cultos de la fertilidad» actualizan e invocan la fuerza generadora del cielo y la incesante actividad engendradora de la tierra. Los rigurosos observantes veterotestamentarios de la fe en Yahvé rechazaron y persiguieron como «prostitución del templo» los rituales de la religión cananea en la que se festejaba a la fértil «Gran Madre». Tales rituales tienen muy poco en común con lo que, posteriormente, la moral cristiana definió como «prostitución». En la fiesta no se celebra y repite sólo la fertilidad de la vida. También la fertilidad humana participa de este misterio originario de la vida: «Yo soy el cielo, tú eres la cierra», dice el novio a la novia en los Upanichad22. Toda unión carnal humana participa de la hierogamia del dios cielo con la diosa tierra y la imita. Tal unión carnal adquiere un sentido cósmico en la medida en que los hombres experimentan en ella su unidad con el universo. Las tradiciones bíblicas han recogido y transformado esa «fiesta del cielo y de la tierra» en el sábado2*.

La fiesta cristiana es esencialmente la fiesta de la resurrección 24. Por eso, esta fiesta escatológica de la nueva creación del mundo recoge los elementos de la «fiesta pagana del cielo y de la tierra», así como de la fiesta israelita del sábado, pero los orienta hacia la esperanza mesiánica: se celebra el reino de Dios como alegría nupcial (Mt 22, 2 ss; 25, 1 ss); el Cristo que viene es recibido como el novio, la Iglesia sale a su encuentro como novia engalanada; el vestido nupcial es la fe llena de esperanza, el banquete se convierte en festiva comida mesiánica, y la vida eterna en el reino de Dios se asemeja a una ceremonia nupcial permanente.

Las tradicions bíblicas recogen, pues, la «fiesta pagana» y la configuran mesiánicamente al orientarla hacia el fututo escatológico. Pero no destruyen esa fiesta pagana.

21. M. Eliade, o. c, 36. 22. M. Eliade, o. c, 40. 23. Cf. cap. 11. 24. J. Moltmann, La fiesta liberadora: Concilium 92 (1974) 237 ss.

El mundo como danza 317

4. El mundo como danza

El mundo como danza y la danza como símbolo del mundo son el secreto de muchos rituales africanos y asiáticos. Se expresa esto de forma particularmente bella en la danza del Shiva Nataraja, venerado en el hinduismo del sur de la India como el Señor de los bailarines, como el creador y destructor del mundo25. Su danza es magia y lleva al bailarín al éxtasis en el que éste experimenta fuerzas divinas y se hace uno con lo divino. La danza transforma al bailarín en el dios representado. En la danza del Shiva Nataraja, el bailarín se convierte en el bailarín cósmico. Este recoge en sí las energías divinas y las saca fuera de sí mismo en los ritmos del baile. Las fuerzas de la creación, de la conservación, de la destrucción y de la descomposición del mundo se manifiestan en los frenéticos movimientos giratorios. La mano derecha superior de Shiva sostiene el tambor para marcar el compás. El tono del tambor significa al mismo tiempo el éter, del que se desarrollan los restantes elementos del mundo. Su mano izquierda superior sostiene la llama ardiente, el elemento de la destrucción del mundo. Con el equilibrio de ambas manos superiores se representa la contraposición de creación y aniquilación del mundo en el que se mueve el bailarín cósmico. «Interminable producción frente a hambre insaciable de destrucción, sonido frente a llama»26. La mano derecha inferior se levanta en gesto de protección y de bendición. La mano izquierda inferior apunta hacia abajo, al pie izquierdo levantado, que alude a la redención. Con un pie derecho, Shiva está sobre el extendi­do cuerpo del demonio que simboliza la ceguera y la ignorancia del hombre respecto a la verdadera vida. Un anillo de llamas y de luces rodea al dios que danza. Señala el ritmo que sale del bailarín cósmico, en danza de la naturaleza tal como es movida por Dios. La danza de las extremidades del cuerpo que se agitan contrasta con el rostro inmóvil, majestuosamente sereno, soberano del dios que danza. La eternidad que se refleja aquí hace que el tiempo dance. El rostro distendido hace que las extremidades del cuerpo se muevan con pasión.

La danza cósmica de Shiva representa cinco actividades divinas: creación, conservación, destrucción, tranquilización y redención. «La

25. A. K. Coomaraswamy, The Dance oj Shiva, London 1958; H. Zimmer, Indische Mythen und Symbole. Dusseldorf 1981, 168 ss; A. Peacocke. o. c, 106 ss: The dance of creation; Fr. Capra, Der kosmische Reigen. Physik und ostliche Mystik-ein zeitgemüsses Wellbild, München <>1983, que relaciona la imagen energética del mundo de la física moderna con el símbolo de la «danza cósmica» de la mística oriental y de la filosofía india y china.

26. H. Zimmer, o. c, 170.

318 Símbolos del mundo

creación nace del ritmo del tambor, la conservación viene de la mano de la esperanza, la destrucción proviene del fuego, el pie levantado del bailarín da libertad»27. Según esta concepción, Shiva está presente en todo lugar donde la vida mantiene un ritmo vivo: en el pulso de la sangre, en la respiración de los pulmones, en la sucesión de día y noche, en la marea del mar, en las oscilaciones de los tonos y de las ondas. «Busca en ti mismo el pie que danza, el sonido de las campa­nas, el canto y la pluralidad de los pasos, y entonces caerán tus cadenas»28.

A la danza de Shiva se atribuye una significación triple: 1. Su juego rítmico es la fuente de todos los movimientos que se dan en el cosmos. 2. Su danza pretende redimir al alma del engaño de las ilusiones. 3. El lugar donde se celebra la danza es el centro del universo, en el corazón de cada hombre. Shiva baila al mundo porque le apetece, por el simple placer de bailar, por la sobreabundancia de sus energías y por la alegría desbordante de su perfección. «El es el bailarín, la danza y lo danzado»29.

Lo especial de esta metáfora de la danza es la unión de espacio y tiempo mediante el ritmo. En las oscilaciones y movimientos rítmicos de los pasos de la danza, el espacio adquiere dimensiones temporales y el tiempo toma connotaciones espaciales. En los movimientos de la danza se une la contraposición y se establece la unidad. La unión y la separación se intercambian y se hacen uno ahí. Las contradicciones se reconcilian en el ritmo del baile. Así, en las energías del mundo que laten en la danza se hacen una misma cosa cielo y tierra, eternidad tiempo, vida y muerte. Y el uno se divide a su vez en eternidad y tiempo, en cielo y tierra, en vida y muerte. El símbolo del mundo como danza cósmica destaca que el ritmo, el tiempo ordenado, osci­lante, es el secreto de las estructuras de la materia y de los sistemas de la vida. Las modernas concepciones bioenergéticas se encuentran en esta tradición.

Las tradiciones cristianas de la Iglesia antigua recogieron la metáfora del «mundo como danza» utilizada por las cosmologías antiguas, y solían relacionarla con las concepciones escatológicas de la «danza celestial». «Todo juego es, en el fondo, una danza, un corro alrededor de la verdad»30. El hombre se representa por completo en el ritmo de la danza. Su cuerpo esclavizado se convierte en corporei­dad redimida. Liberado de la pesadez de la tierra, se agita en el corro celestial. Pero esto sólo es posible si el hombre es capaz de represen­tarse ante lo divino. «Balbucear» los misterios indecibles se expresaba

27. A. K. Coomaraswamy, o. c, 56. 28. O. c.,70. 29. Sri Aurobindo, citado en Coomaraswamy, o. c, 86. 30. H. Rahner, Dcr spielende Mensch, Einsiedeln 1952, 59 ss.

El mundo como danza 319

en griego con el término é^opxtiaQai: «bailarlos hasta el agotamien­to» 31. Pero en la tierra y en el tiempo que pasa, esto sólo es posible en el plano de lo cultual. Sólo en la contemplación eterna y bienaventu­rada de Dios desaparece la soledad, el retiro; sólo entonces sale de su secreto el hombre, se hace completamente patente ante Dios y co­mienza a manifestarse a Dios mediante la danza. El Logos, que está desde el principio delante de Dios y que presenta su encanto en la eternidad, es «el primer bailarín sagrado en el corro celestial» de los redimidos. Estas ideas e imágenes son neoplatónicas. Plotino llamaba al bailarín «una copia de la vida». Y expuso su cosmología sirviéndose de la imagen del gran teatro del mundo: el nacimiento y la configura­ción del cosmos partiendo del Uno debe asemejarse a un drama en el que se unen las contraposiciones y los elementos de diversa naturaleza adquieren proporciones simétricas y rítmicas. La danza sacra es la imitación corporal y la participación viva en aquellos movimientos alegres y festivos que lo divino comunica al cosmos. La armonía eterna de lo divino y de lo cósmico encuentra su réplica en las armonías del hombre con la naturaleza, y en las del cuerpo con el alma en la danza. Como los pitagóricos decían, las estrellas son los coros de danza cósmicos; y el alma, que encuentra la sede de su felicidad en las estrellas, bailará eternamente en el corro de los astros. San Gregorio Niceno utilizó esas imágenes para describir con metáfo­ras de la danza el estado originario y la redención:

Hubo un tiempo en que cada criatura dotada de logos constituía un solo prupo de danza, con la mirada puesta siempre en el primer bailarín del grupo. Y todas ellas trenzaban un corro en la armonía de aquella fuerza de movimiento que llegaba a cada uno de ellos a través de la ley del primer bailarín... Y sucederá que tú serás introducido de nuevo en los corros danzantes de los espíritu angélicos12.

Del mismo mundo conceptual deriva el Himno de pascua de Hipólito:

¡Oh primer Bailarín en la danza mística! ¡Oh fiesta de las bodas espirituales! ¡Oh pascua divina, nueva celebración de todas las cosas! ¡Oh concurrencia cósmica! ¡Oh alegría del universo! ¡Oh placer y encanto mediante el que se aniquila la sombría muerte! Y el pueblo que estaba abajo, resucita de los muertos y anuncia la plenitud allá arriba: el coro de la tierra retorna -".

El Beato Angélico pintó en San Marco, Florencia, la danza de los ángeles con los redimidos en el paraíso, en el camino al éxtasis de la visio beatifica. El conocido canto «The Lord of the Dance» deriva de estas metáforas antiguas y de la Iglesia antigua en las que se habla del

31. H. Rahner, o. c, 60. 32. Cit. en H. Rahner, o. c, 78. 33. O. c, 76.

320 Símbolos del mundo

mundo como danza y del Logos como primer bailarín en la danza del mundo. También podríamos concebir la pericóresis eterna de la Trinidad como una danza eterna del Dios trino, de la que nacen, como un eco, los ritmos que penetran a todas las criaturas.

Pero, si comparamos eso con el Shiva Nataraja, sorprende que la danza creadora de la que nace el mundo carece por completo de fuerza destructora. También llama la atención que el «mundo como danza» se haya convertido —dentro de las tradiciones cristianas— en imagen de la redención y de la gloria futura. Se rompe la concepción terrena de ciclo porque se introduce una finalidad irreversible. El símbolo adquiere así un nuevo significado: la «danza cósmica» de nacimiento y muerte se convierte en la danza mesiánica de la vida eterna.

5. El gran teatro del mundo

También la metáfora del teatro es antigua. Con ella se interpreta el mundo, la vida y la historia como el teatro de los dioses34. Hablando del hombre, Platón dijo que es «un juguete en la mano de Dios, y que eso es justamente lo mejor del hombre». El mundo es el teatro en el que los hombres, dirigidos por Dios, representan los papeles que les han sido asignados con anterioridad, tanto si ellos lo saben como si no: en los dolores y alegrías, «tragedia y comedia de la vida» a la vez35. Dado que en las sociedades antiguas el teatro constituyó el foro de la vida pública, se representaban en él aconteci­mientos importantes, no sólo juegos y triunfos, sino también ejecucio­nes. Por eso dijo Pablo que el martirio de los apóstoles es un «espectáculo» para el mundo (1 Cor 4, 9). Clemente de Alejandría describió cómo los mártires cristianos «reciben la corona del triunfo en el teatro del mundo». La metáfora del teatro del mundo ha entrado a formar parte de todas las tradiciones europeas. Desde Calderón de la Barca hasta Hugo de Hofmannsthal, el «gran teatro del mun­do» se ha convertido en un topos dramático consolidado. Y es frecuente interpretar el mundo mismo como un teatro, como lo expresó Shakespeare en «As you like it»: «All the world's stage...». Hombres y mujeres, niños y muchachos y ancianos representan sus papeles, pero todavía no se conocen a sí mismos. Cuando la ejecución termina, todos se igualan en la muerte.

34. E. R. Curtius, Europaische Literatur und lateinisches Mittelalter, München 1948, 148 ss: Metáforas del teatro; R. Dahrendorf, Homo sociologicus. Zur Kritik der Kategorie der sozialen Rolle, Kbln 1960, 13 ss (ed. cast.: Homo sociologicus, Madrid 1975).

35. Platón, Leges 644 D; Filebo 50 B.

El gran teatro del mundo 321

Theatrum mundi puede significar que los hombres son actores y aprenden sus papeles cambiantes. Fortuna, la diosa, o un dios se encargan de la dirección; y el cielo es el público espectador. Pero theatrum mundi puede significar también que el universo es el teatro, el cosmos el escenario, los seres vivientes los actores, y los hombres los espectadores.

Finalmente, theatrum mundi puede significar que el mundo es el theatrum gloriae Dei (Calvino). Dios representa el drama de su gloria y los hombres espectadores participan en él. Entonces, la historia del mundo con todos sus actos es la «mascarada de Dios» (Lutero). Como sucede en carnaval cuando la gente se disfraza con las másca­ras, así se oculta Dios en el mundo tras muchas «caretas». Las «personas» humanas no son más que los inumerables papeles que Dios representa -16. ¿Qué significación tiene la metáfora del teatro del mundo para la comprensión de éste y para la autointeligencia del hombre?

Los hombres tienen que producir su mundo vital, pero se represen­tan continuamente a sí mismos en el trabajo con el que producen su mundo vital. Las cosas con las que convive el hombre tienen para él no sólo un valor utilitario, sino valares de representación. En todo lo que el hombre produce se descubre, se descifra a sí mismo, se representa, se pone de manifiesto. Toda relación con el mundo implica, en la relación social, una relación consigo mismo y viceversa. Por eso toda vida humana, tanto la personal como la social, es una vida representada. ¿Ante quién pretenden los hombres representarse a sí mismos? ¿Les está comtemplando alguien? ¿Se contemplan ellos a sí mismos?

Lo que empuja a los hombres a representarse transciende siempre el respectivo círculo vital y el respectivo entorno pues se incluye siempre en la representación al círculo vital y al entorno. Sin la dimensión transcendente, la representadión teatral perdería la condi­ción de tal y la figuración escénica de la vida dejaría de ser una representación refleja.

Desde otro punto de vista, los hombres tienen la sensación de que son, con su subjetividad, pequeñas figuras en una gran función escénica, que no llegan a comprenderse en profundidad. En esta concepción, el auditorio no trasciende el escenario, sino el director a sus actores. Traducido todo esto al mundo, significa que Dios es el autor y el director del drama del mundo, los hombres son sus actores más destacados. Pero ellos no conocen todavía sus papeles ni tienen idea del desenlace de la pieza escénica. Si el mundo es el escenario del

36. M. Lutero, WA 40 I, 463: «Omnes ordinationes creatae sunt dei larvae, allego-riae, quibus rethorica pingit suam theologiam: todo tiene que comprender en sí a Cristo». De manera similar también WA 31 I, 436; WA Br 9, 610.

322 Símbolos del mundo

espectáculo divino y la historia la obra escénica misma, entonces el teatro del mundo no tiene espectador alguno: cada espectador se convierte en coactor. Pero entonces surge de nuevo la pregunta: ¿es el hombre actor o «juguete viviente» (Plotino)? ¿Representa su vida» sobre las tablas, que representan el mundo», o la vida divina represen­ta con él una pieza escénica de amor? ¿O también esto es indiferencia-ble?

Vamos a intentar una interpretación teológica: Dios representa en el escenario del mundo su obra, la pieza de su amor inagotable, creativo e imaginativo. Representa en la historia del mundo la obra teatral de su gracia, que se debe manifestar por completo en la libertad de todas sus criaturas. Si, en el fondo, Dios no hace otra cosa que representarse a sí mismo en el escenario del mundo, entonces la pieza escénica de Dios gira alrededor de su propia revelación. Dios quiere representarse a sí mismo en todas sus criaturas y mediante todos sus papeles. Los hombres son imágenes de Dios, su resplandor, sus papeles y máscaras, sus «personajes» en este gran teatro del mundo. Su manifestación en figura de hombre es su autorrevelación. Cuando él se hace presente en la escena se revela el oculto sentido de la totalidad y el sentido oculto de cada uno de los papeles humanos. Su aparición en escena permite atisbar el final y la meta del gran teatro del mundo: cuando se manifieste el Reino de la gloria, también la naturaleza será llevada a la libertad de la vida eterna37.

6. El juego como símbolo del mundo

Las metáforas del teatro del mundo, del mundo como danza y como música celestial pueden compendiarse en el juego como símbolo del mundo. El juego es tan antiguo como la cultura humana y ha puesto de manifiesto incesantemente su fecundidad en diversos secto­res hasta nuestros días38. Aquí nos limitamos a recoger la interpreta­ción del mundo que se esconde en este símbolo.

«El curso del mundo es un niño juguetón que coloca las piezas donde quiere. Es el reino del niño», decía Heráclito39. El nacimiento originario del mundo y el orden de todas las cosas en él revisten el carácter de juego. Los dioses y los hombres juegan en la totalidad del

37. Cf. para las diversas perspectivas J. Huizinga, Homo luden.s, Madrid 1984; E. Fink, Spiel ais Weltsymbol, Stuttgart 1960; G. Gilg, Das Spiel Gottes mil der Welt. Aspekte zum naturwissenschaftliehen WeltbUd, Stuttgart 1967; J. Moltmann, Un nuevo estilo de vida. Sobre la libertad, la alegría y el juego. Salamanca 1981; M. Eigen/R. Winkler, Das Spiel. Naturgesetze steuern den Zufall, München 1975.

38. Cf. cap. 2, apartado 3. 39. Heráclito, Fragment 52 (Diels).

El juego como símbolo del mundo 323

mundo. El mundo manifiesta su belleza en el juego. El mundo planea sobre el abismo como un juego. Por eso, el mundo es de los niños. En la moderna hermenéutica filosófica se dice: «El mundo carece de fundamento. En realidad, podemos jugar porque estamos abiertos al mundo, porque en esta apertura de la existencia humana al mundo sabemos de la carencia de fundamento del todo imperante»40. Sólo en el juego puede el hombre aguantar la contingencia fundamental del mundo y adecuarse a ella. El hombre manifiesta y conserva su propia libertad en el juego. Y en el juego capta el hombre las posibilidades de un mundo casual y las fuerzas de su propia libertad. El reino de la libertad es el reino del juego.

Las tradiciones veterotestamentarias utilizan el juego como sím­bolo del mundo. Dios creó todo a través de su hija Sabiduría. Esta estaba presente antes de que algo fuera creado. Ella existe desde toda la eternidad. Cuando Dios creó el cielo y la tierra, dice el autor del libro de los Proverbios, «yo estaba allí como arquitecto, y era yo todos los días su delicia, jugando en su presencia en todo tiempo, jugando por el orbe de su tierra; y mis delicias están con los hijos de los hombres» (Prov 8, 30-31). Según esa tradición, la creación del mundo reviste carácter de juego, que procura deleite a Dios y alegía a los hombres. Y esto significa que el mundo no existe por necesidad. Está ahí porque Dios lo creó libremente. Pero la libertad y no el libertinaje guió a Dios en la creación del mundo. Por eso el mundo no es una casualidad. Dios creó lo que le agradaba; y le complace lo que mantiene una correspondencia con su ser interior. Por eso es buena la creación de Dios. La categoría del juego expresa de manera insupera­ble esta unidad de la libre actividad creadora y de la complacencia que concuerda con su propio ser: «Cuando decimos que el Dios creador juega queremos dar a entender la idea metafísica de que la creación del mundo y del hombre rebosan sentido divino, pero en modo alguno representa una actuación necesaria»41.

Lleno de sentido, pero no necesario. Así es el juego frente al trabajo que es guiado por una intención y fuente de utilidad. El Dios creador juega con sus posibilidades y crea de la nada cuanto le agrada porque guarda correspondencia con él. La profundamente captada contin­gencia del mundo y la contingencia de los acontecimientos, captada constantemente en el mundo, dejan de atemorizar al hombre cuando éste las contempla como parte del gran juego que se juega con el mundo en su evolución y con el hombre mismo en la historia de su vida42. Tal vez tenga el hombre la impresión de que se trata de un «juego cruel» cuando no puede confiar en una providencia.

40. E. Fink, o. c., 237. 41. H. Rahner según J. Huizinga, o. c. 42. J. Habermas, Legitimationspr óbleme des Spatkapitalismus, Frankfurt 1973,

324 Símbolos del mundo

El juego como símbolo del mundo caracteriza también la reden­ción del mundo. Los teólogos místicos se han destacado por su utilización de categorías lúdicas al hablar del «juego de gracia» divino. El Redentor juega con el alma amada un maravilloso juego de amor para redimirla respetando su libertad. En el juego de la reden­ción se consuma una peculiaridad del juego creativo del hombre con el mundo, pues éste es siempre, al mismo tiempo, un juego del mundo con el hombre. El hombre crea y recibe a la vez en su arte. La impresión y la expresión se alternan. Y, si cabe decir esto de los juegos que acaecen en la vida, mejor se aplica al juego de la vida misma:

Cuanto más profundamente se analiza la existencia, más claramente se ve que el hombre tiene aún la posibilidad de ser no el jugador, sino el jugado, el que se oculta lúdicamente. Entonces se produce una transformación misteriosa. El hombre experimenta que el amoroso fundamento de su existencia juega con él a un juego maravilloso. Se llama el juego del gana-pierde. El poeta Charles Péguy lo definió así: «Qui perd gagne», el que gana pierde41.

Se encierra en esas palabras algo que la mística española apuntó hace mucho tiempo 44. En el juego de la gracia, «los últimos serán los primeros y los primeros los últimos».

El juego como símbolo del mundo incluye el papel lúdico del «azar» pues concibe el azar como evento de lo nuevo imprevisible a lo que un ser vivo se adapta lúdicamente y recoge mediante el libre juego de sus fuerzas. El «azar» no es algo escandaloso por el simple hecho de escapar a todo cálculo. Sería más exacto afirmar que, por el contrario, la necesidad basada en las leyes ordinarias constituye un cuadro abierto de posturas y actitudes nacidas de las experiencias del pasado con el que se pueden percibir y captar posibilidades futuras. Las formas del juego abarcan la necesidad y la casualidad, la regularidad y la libertad, la realidad y la posibilidad, el pretérito y el futuro; con miras a construir sistemas de vida más complicados.

7. El mundo como obra y como máquina

Finalmente, expondremos el símbolo del mundo como obra de Dios. Según las formas monoteístas de las tradiciones bíblicas, el mundo no es divino ni emana de Dios, sino que, como creación de

163 ss, ha aquiparado contingencia y «caos», y considera como «desesperante por principio» cuanto no abarca un saber que domine lo eontingenle. No distingue en este lugar entre contingencia en el evento natural «controlable» y en los riesgos de la existencia a los que el hombre se enfrenta en el nacimiento, en la enfermedad y en la muerte.

43. F. J. J. Buytendijk, Das Mensehliche. Stuttgart 1958, 229. 44. A. Rodríguez, Gottes Spiele mil der Seele, en Die Vereinigung der Seele mlt Jesús

Christus. Geistliche Abhandlung, Freiburg 1907, 234 ss.

El mundo como obra y como máquina 325

Dios, es «la obra de sus manos». El mundo no ha sido engendrado ni parido por Dios, sino que ha sido «hecho» por él. La forma monoteís­ta del tradicional relato de la creación acentúa la diferencia que existe entre Dios y el mundo; y destaca la transcendencia del Creador respecto de su creación. La imagen patriarcal de la actividad creadora del varón y la imagen de la obra de sus manos dejaron su impronta en esa tradición. Efectivamente, el verbo hebreo bara se utilizó en singular para indicar exclusivamente la actividad creadora de Dios, sin parangón en la actividad humana. En cambio, el término «obra» es utilizado por las tradiciones bíblicas para referirse al resultado de la actividad creadora divina y para expresar el fruto del trabajo huma­no. Esto es particularmente claro cuando se utiliza la metáfora del trabajo manual. El cielo es «obra de tus manos», «de tus dedos» (Sal 8, 4.7; 19, 2; 103, 22). Como el cielo y la tierra, también los hombres son «obra de tus manos» (Is 64, 8). El hombre, imagen y destello de Dios en la tierra, no ha nacido de Dios, sino que ha sido «hecho» por él. Se utilizan las metáforas del trabajo y de la obra incluso cuando se habla de la reconciliación, de la santificación y de la redención del mundo (obras de Cristo: Mt 11,2; Jn 5, 36; 7, 21; 10, 25; obras del Espíritu santo: Jn 14, 12).

El término alemán wirklich significa: ser activo operando, suceder en el obrar, consistir en el hacer45. De ahí ha formado la mística alemana el término Wirklichkeit (realidad). Este término significó originariamente «actividad». Otro tanto ha sucedido con las expresio­nes inglesas act —actual— actuality. El mundo es el proceso y el resultado final de la actividad de Dios. Es patente la analogía con el trabajo manual y con una pieza de trabajo. En línea con esta concep­ción, se considera a Dios como agente, como acto puro, actus purus. El mundo conceptual de este símbolo comprende el mundo de la actividad, el mundo del trabajo, el mundo de las obras. Hay una marcada referencia al mundo del varón. Un hijo es concebido y crece en el seno materno; y nace de la madre. Pero el varón elabora algo que se encuentra fuera de él, y crea una obra que existe fuera de él. El varón conoce la distancia que existe entre él y la «obra de sus manos». Su obra no ha sido producida dentro de su ser, ni será jamás igual a él. El «mundo como obra de Dios» refleja —no obstante su diferencia— la visión que el hombre trabajador tiene del mundo. Y cuando esta visión del mundo se impone desplaza de la «fe en la creación» los mitos que hablan de la madre del mundo, de la madre tierra, y de la fiesta del cielo y de la tierra. El símbolo del mundo como obra de Dios desdiviniza, desdemoniza y profaniza el mundo, y lo convierte en el mundo del varón que se corresponde con el creador en los seis días de su trabajo.

45. F. Kluge, Etymologisehes Worterbueh der deutschen Spraehe, Berlín ly1963, 864.

326 Símbolos del mundo' •:w.L-

Arrancando del símbolo del mundo como obra de Dios, la Ilustra­ción moderna desarrolló algunos símbolos del mundo que han estado vigentes en los tiempos modernos. Nos referimos al mundo como máquina, el mundo como taller, el mundo como experimento^6. Las metáforas utilizadas responden a otros tantos hitos de la historia de la técnica diseñada para reconstruir y remodelar la naturaleza con la intención de convertirla en el mundo del hombre. El reloj, la máquina y el ordenador son las expresiones supremas de la técnica de otras tantas épocas.

Christian Wolff construyó su ilustrada teología de la naturaleza sobre la idea de la máquina del mundo, machina mundi. Para enton­ces, Newton, Descartes, Gassendi y otros habían sustituido la imagen orgánica del mundo —basada en la hipótesis de un «alma del mundo»— por la imagen mecanicista del mundo, cimentada en la suposición del sabio y divino Señor del mundo. Wolff publicó en 1719 un libro titulado Ideas razonables de Dios, del mundo y del alma del hombre. Y decía en su obra:

Todo ser racional actúa de acuerdo con unas intenciones. Dios es el ser más racional. Por consiguiente, tiene que actuar de acuerdo con unas intenciones... Una máquina es una obra montada cuyos movimientos se basan en la clase de montaje. En consecuencia, el mundo es una máquina... Según esto, el mundo y cuanto hay dentro de él son medios con los que Dios ejecuta sus intenciones, pues aquellos son máquinas. De ahí se desprende con claridad que se convierten en una obra de la sabiduría de Dios porque son máquinas. Quien explica de manera comprensible cuanto hay y sucede en el mundo, como se suele hacer cuando se trata de las máquinas, ese tal conduce a la sabiduría de Dios47.

Siguiendo la concepción del mundo como máquina, se supone una conexión causal sin lagunas que determina todo el acontecer del mundo. Las leyes de la naturaleza son eternas, regulan todo evento. Si existiera en un instante del mundo la posibilidad de conocer todas sus leyes, sería posible reconstruir el pasado y predecir con seguridad el futuro. Por consiguiente, las casualidades no pasan de ser unas impresiones subjetivas que se fundan en leyes aún no descubiertas. Interesa encontrar una fórmula universal que permita explicar de forma unitaria todo acontecer. Se correspondería con el hipotético «orden central de todas las cosas»: «También cuando se pregunta por el ámbito subjetivo actúa el orden central y nos niega el derecho a considerar las formas de este ámbito como juego de la casualidad o de

46. Cf. G. Freudenthal, Atom und Individuum im Zeitalter Newtons. Zur Genese der mechanistischcn Nalur-und Sozialphilosophie, Frankfurt 1982; C. Merchant, The Death of Nature. Womcn. Ecology and thc Scienti/ic Rcmlution. San Francisco 1980.

47. Cit. según W. Philipp, Das Zeitalter der Aujklarung, Bremen 1963, 35 s. Sobre la obsesión de Wolff por la máquina, cf. W. Philipp, Das Werden der Aujklarung in thcologiegeschichtlicher Sicht, Gottingen 1957, 128 ss.

El mundo como obra y como nutquina 327

la arbitrariedad». Porque «al fin de cuentas siempre termina por imponerse el orden central, el "uno" —expresión utilizada por la terminología antigua— con el que nos relacionamos en el lenguaje de la religión»48. Estas consideraciones filosófico-naturales de W. Hei-senberg ponen de manifiesto que el modelo deísta, ilustrado, de la máquina del mundo sigue vigente.

Ernst Bloch hizo de la idea del mundo como experimento el fundamento de su filosofía de la esperanza49. El experimentum mundi se diferencia de la máquina del mundo por la supuesta imperfección del cosmos y por su apertura al futuro. Tomado en su conjunto o en cada una de sus partes, el mundo no es un «sistema cerrado», sino «abierto» cuyo futuro no está decidido aún. El proceso del mundo abierto hacia delante representa un experimento único: un experimen­tum possibilis salutis, un experimento del que no cabe excluir el fracaso. «El mundo es plenamente constitución para algo, tendencia hacia algo, latencia de algo. Y ese algo intentado se llama realización del que intenta, significa un mundo más acorde con nosotros, sin dolores indignos, sin temor, sin alienaciones, sin la nada»5<). Porque el experimento del mundo ha alcanzado su fase más elevada, decisiva y crítica en el hombre, éste puede llevar el experimento a feliz término, y también hacerlo fracasar. En la mediación entre hombre y mundo se realiza o fracasa aquel futuro del que está preñado el experimento del mundo.

Lo que para Christian Wolff era la gloria presente del cosmos determinado desde todos los lados, un espejo de la sabiduría de Dios, se convierte para Ernst Bloch en el futuro todavía no hallado. El mundo no pasa de ser ahora más que un puro experimento, pero tiene que convertirse en «patria de la identidad» del hombre y de la naturaleza.

Sin embargo, mientras el «sistema abierto» del mundo sea consi­derado sólo como experimento para encontrar el ideal «sistema cerrado del mundo, ese modelo de mundo se halla en el plano de la máquina del mundo de la que habló la Ilustración. Sólo cuando el sistema abierto del mundo deje de ser considerado únicamente como un sistema universal «todavía no» acabado, cuando se le considere positivamente como sistema universal «vivo», sólo entonces cabrá hablar verdaderamente de progreso.

Acerca del ámbito conceptual de este símbolo del mundo también deberemos afirmar que ha sido tomado del mundo del trabajo mascu-

48. W. Heisenberg, Der Teil und das Ganze, München 1971, 290 ss; de manera similar, C. Fr. von Weizsácker, Die Einheit der Natur, München 1971, 16.

49. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung. Frankfurt 1959 (ed. cast. citada); Experimentum mundi, Frankfurt 1975.

50. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung. o. c., 17.

328 Símbolos del mundo

lino: el mundo se convierte en campo de experimentación del hombre. Aquí se perciben con claridad los estadios de la evolución de la

técnica moderna: el mundo como obra de Dios guarda una correspon­dencia con el trabajo artesanal del hombre: el sujeto se mantiene incesantemente activo. He ahí la concepción del teísmo. El mundo como máquina refleja la mentalidad que estuvo vigente en los prime­ros tiempos de la revolución industrial: el sujeto traslada su propia actividad corporal a la máquina. Y ésta es una concepción del deísmo. El mundo como experimento responde al mundo de los modernos laboratorios en los que se hacen aquellos descubrimientos y hallazgos que pasarán después a la producción masiva guiada por la cibernética y realizada mediante robots: el sujeto transfiere todas las actividades mentales a la computadora y se concentra en actividades creativas.

Pero ¿basta con que el hombre —para orientarse en la maraña impenetrable del mundo— eche mano de símbolos e imágenes que provienen exclusivamente del ámbito dominado por él y que le interpelan a él como trabajador, como inventor y como experimen­tador?

Al final de una larga historia de la cultura y del espíritu, ha sido destruida la visión del mundo de la entente seeréle, la metafísica de los poderes vitales que se ponen de acuerdo y disputan. Ha sido destruida por el monoteísmo y por el mecanismo científico-técnico para el que el monoteísmo, desdemonizando y desdivinizando la naturaleza, creó un espacio libre. Dios y la máquina han sobrevivido al mundo arcaico y se encuentran ahora solos51.

Si esto es la meta del desarrollo, constituye también el final del hombre como consecuencia de la destrucción de la naturaleza.

8. Comparación de los símbolos en una perspectiva mesiánica

La comparación de los símbolos del mundo expuestos aquí pre­tende llevar de las imágenes a los conceptos. Y quiere completar el contenido de cada uno de los símbolos con el de los otros restantes. Así se conseguirá una visión del hombre en el mundo más rica que la ofrecida por cada uno de esos símbolos por separado. Finalmente, como se ha apuntado ya al hablar de la recepción cristiana de los diversos símbolos del mundo, intentamos lograr una integración cristiana. Cuando hablamos de «integración cristiana» nos referimos a la interpretación de la historia de la religión desde una perspectiva mesiánica52. Esa interpretación permite también relativizar las tradi-

51. A. Gehlen, Urmensch und Spatkultur, Bonn 1956, 285. 52. Apuntó esta dirección E. Bloch cuando, frente a Feuerbach, exigía una «nueva

escatología de la religión» en lugar de una «antropología de la religión» (o. c, 1416), y

Los símbolos en una perspectiva mesiánica 329

ciones veterotestamentarias referidas a la creación e integrarlas en un nuevo cuadro general. La fe cristiana en la creación tiene que ser mesiánica. Y esto equivale a conocer el mundo y el hombre a la luz mesiánica de su futuro redentor53.

La primera comparación apunta al contenido y al concepto de los mencionados símbolos del mundo. Con el símbolo madre del mundo, el hombre describe el sentimiento vital de encontrarse en el mundo tan en su casa como el niño en el regazo materno. El mundo le rodea por todas partes, lo alimenta y lo protege. El hombre se siente seguro en él. No se ha producido aún la separación del origen de todo lo viviente. Por eso no ha hecho acto de presencia la angustia vital. Todo es uno. También la imagen redentora del macroanthropos que recapi­tula cielo y tierra de manera que el universo se convierte en su cuerpo y funciona como tal contiene el sueño de la unidad sin separación. El panteísmo —que pretende reflexionar sobre la inmanencia global de Dios y trata de eliminar toda distinción entre transcendencia e inma­nencia— constituye el mundo conceptual correspondiente.

El símbolo Madre Tierra toma el camino que conduce, aunque no necesariamente, a la polaridad marcada por lo sexual. El hombre se experimenta sobre la madre, ya no en la madre. Existe sobre la tierra bajo un cielo supraterreno. El dualismo padre celestial-madre tierra libera al hombre de la seguridad que da la madre universal y le expone a las diferencias y separaciones de la individuación. Sin duda, la madre tierra continúa siendo la patria de la que viene la vida y a la que la vida retorna. Se desarrolla el correspondiente mundo concep­tual en la diferencia entre transcendencia e inmanencia. Pero como lo uno se ha bifurcado en el dualismo de cielo y tierra, de hombre y mujer, de alma y cuerpo, no es posible concebir en clave dualista aquella diferencia. Esta es, en el fondo, el movimiento dialéctico de lo uno. Por eso, este símbolo permite desarrollar el mundo conceptual del panenteísmo movido dialécticamente.

Los símbolos de la fiesta, de la danza, del teatro, de la música y del juego captan el espacio, tiempo y juego intermedios en aquella dife­rencia originaria. No representan la unidad de lo diferente regresando a un original uno universal, sino que estudian las posibilidades para una nueva unificación. La fiesta re-une; y de la reunión festiva

veía «la esencia de la religión» manifestada en el cristianismo: «No mito estático, apologético, sino mesianismo humano-escatológico» (o. c, 1404).

53. Cf. Th. W. Adorno, Mínima Moralía. Reflexionen aus dem beschádigten Leben, Frankfurt 1951, 333: «El conocimiento no tiene más luz que la que deriva de la redención e ilumina el mundo. Todas las demás se agotan en reconstrucciones y son una pieza de la técnica. Hay que elaborar perspectivas en las que el mundo se desfigura, se enajena, revela sus perfiles y arrugas, tal como aparecerá un día como necesitado y desfigurado, a la luz mesiánica».

330 Símbolos del inundo

dimana la nueva vida. La danza reúne lo diverso mediante el ritmo. La música reúne a través del tiempo ordenado en compases y en secuencias de notas. Finalmente, el juego ofrece la libertad de confi­gurar, mediante la percepción de las casualidades, combinaciones entre las diversas posibilidades. Una inmanencia transcendente o una transcendencia inmanente determinan el mundo en el ritmo, en la melodía, en el teatro y en el juego.

Pero el símbolo del mundo como obra y como máquina hace a Dios tan transcendente que la inmanencia no puede ser un enfrente equiva­lente a él, pues ya no es de su misma naturaleza. El monoteísmo del Dios transcendente y la mecanización del mundo eliminan toda idea de una inmanencia de Dios. Con esa evolución comenzó la desmem­bración de lo divino del mundo del hombre. El deísmo convirtió a Dios en algo lejano. El ateísmo era la consecuencia lógica, pues esta máquina del mundo debe funcionar por sí misma sin necesidad de Dios.

Una segunda comparación se dirige a los intereses y esperanzas de los hombres ligadas con esos símbolos del mundo. Es patente que en la transformación de los símbolos del mundo se reflejan siempre luchas humanas por el dominio. Los símbolos del mundo, como las imágenes del mundo, no sólo reflejan las impresiones del mundo exterior vigentes en un momento determinado. Son también las impresiones de la sociedad humana respectiva. Por eso podemos percibir en la historia de esos símbolos e imágenes el paso del matriarcado que vigió en las culturas primitivas al patriarcado de las culturas históricas. Los símbolos de madre del mundo y madre tierra dieron a la mujer su dignidad y la aproximaron al misterio del mundo: el misterio divino del mundo habla a través de la mujer. Por eso fueron sacerdotisas las que ejercieron en los cultos de la madre. Así, por ejemplo en Delfos, las sacerdotisas precedieron históricamente a los sacerdotes de Apolo. Los símbolos de la gran madre marcaron también la secuencia hereditaria de la línea materna que va de madre a hija, legitimando así la posición dominante femenina. La aparición de los símbolos del mundo patriarcales están relacionados directamente con la toma de poder del hombre. Los dioses masculinos hablan entonces a través de sacerdotes, y el varón se convierte en dueño y cabeza de la mujer ante los dioses. Los símbolos del mundo patriarca­les determinan la secuencia hereditaria de la línea paterna que va del padre al primogénito. Para asegurar la paternidad y la filiación debe haber un orden familiar patriarcal. El monoteísmo del mundo moder­no es el punto final provisional del desarrollo del patriarcado.

El patriarcado desplazó a la cultura matriarcal de los símbolos referidos al origen del mundo y al poder, pero al mismo tiempo nació, probablemente bajo la influencia de las reprimidas tradiciones ma-

Los símbolos en una perspectiva mesiúnica 331

triarcales, el mesianismo, concretamente el mesianismo del niño: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los Cielos» (Mt 18, 3). Las visiones mesiánicas del futuro superan el poder de los arcaicos símbolos del origen y liberan a los hombres.

En las imágenes mesiánicas y en los símbolos escatológicos de la Biblia no encontramos rastro alguno de patriarcado ni una vuelta al matriarcado. Nos encontramos ante el reino del niño. Se apunta así simbólicamente quizá a una situación humana anterior a la diferen­ciación sexual. En el reino de Dios, «ni ellos tomarán mujer ni ellas marido» (Le 20, 34 ss). En consecuencia, no se dará la maternidad ni la paternidad. Para hablar de Jesús, de la comunión del «hijo» de Dios, se utilizan las imágenes de la fraternidad y amistad. No se habla de paternidad ni de maternidad.

El cristianismo simboliza, mediante el bautismo de hombres y mujeres, la donación mesiánica del Espíritu, que abóle la preponde­rancia religiosa del hombre o de la mujer. El bautismo pasa a ocupar el lugar que ocupaba en Israel la circuncisión de los varones. El bautismo como símbolo de la escatológica donación del Espíritu y del sello para el reino mesiánico crea en principio el estado de equipara­ción del hombre y de la mujer. Demuestra esto, finalmente, el escato-lógico derecho hereditario: todo fiel, sea hombre o mujer, recibe en la comunión mesiánica con Cristo el derecho a la herencia escatológica del Reino. Se convierten en herederos de la vida eterna y coherederos con Cristo (Rom 8, 17; Gal 3, 29; 4, 7; Ef 1, 14; 2, 8; Heb 6, 17). El derecho a la herencia escatológica elimina el derecho hereditario por línea materna o paterna y la transferencia del dominio. Esto significa que el hilo rojo del mesianismo recorre toda la historia de la religión con todas sus luchas entre patriarcado y matriarcado. Y significa que ese hilo rojo termina por hacer desaparecer el patriarcado.

En esta perspectiva, es razonable intentar la desaparición de la imagen mecanicista del mundo, imagen surgida en los tiempos moder­nos, con unos perfiles unilateralmente patriarcales. El paso a una imagen ecológica del mundo no sólo responderá mejor a la realidad del entorno natural del mundo humano, sino también a la naturalidad de ese mismo mundo, compuesto por hombres y mujeres. Y esta imagen lleva consigo formas de una comunidad más igualitaria en las que el predominio del patriarcado se elimina y se crea una organización social de carácter cooperativo. Las centraciones de la imagen mecani­cista del mundo ceden su lugar a las consonancias en el tejido de las relaciones recíprocas. En este camino del dominio mecanicista del mundo a una comunión ecológica universal, los antiguos símbolos del mundo de tinte matriarcal están preñados otra vez de futuro, pues de nuevo «dan que pensar».

ÍNDICE DE AUTORES

Abrecht, P., 39 Adorno, Th. W., 135, 329 Agustín, 110, 127 s, 130, 142, 155,

247 ss, 261 Althaus, P., 9, 51, 188 Altner, G., 39, 64, 204, 206 Amery, C , 39, 42 Andreasen, N.-E., 287 Angélico, Fr., 319 Antweiler, A., 93 Aquino, T., 47, 68, 72, 93, 222, 229,

241 243 249 ss 264 Aristóteles,' 123, 161, 167, 250 s, 266 Arnheim, R., 160 Asimov, J., 204 Assmann, H., 42 Atanasio, 224 Auer, A., 37 Aurobindo, S., 318

Baader, Fr., 41 Bacchiocchi, S., 304 Bachofen, J. J„ 310 Bacon, Fr., 40, 58, 151 Balthasar, H. Urs von, 97, 312 Balz, H. R., 81 Barbour, J. G., 38, 46, 48, 68 Barth, K., 9, 24, 30, 51, 68, 75 s, 87,

95 s, 102, 130, 176 s, 229, 262 s, 283, 287 s, 289 ss

Basilio, 22 Baudrillard, J., 258 Bauer, K. A., 267 Beck, J. T., 177, 312 Bcisscr P. 94 Benjamín, W., 83, 106, 144, 148 Benz, E., 19 Berkhof, H., 148 Beth, K., 206 Bindemann, W., 81, 115

Birch, Ch., 63 Bird, Ph. A., 235 Bizer, E., 71, 95, 174, 188 Bioch, E., 19, 56 s, 58, 77, 79, 89, 105,

145, 148, 192 ss, 227, 260, 327 s Blumenberg, H., 40, 48 Bockmühl, Kl., 55 Bóhme, J., 59, 116, 312 Boer, P. A. H. de, 236 B^rresen, K. E., 251 Bohr, N., 216 Bollnow, O. F., 159 Bonhoeffer, D., 73, 91, 229, 270 Boulding, K., 204 Brandon, S. G. F., 119 Braun, H., 302 Bresch, C , 221 Brunner, E., 9, 50 s, 69, 102, 147, 243 Bruno, G., 166 s, 168, 208 Buber, M., 25 Buchholtz, Kl.-D., 112, 166 Bultmann, R., 50, 72, 114, 222 Buytendijk, F. J. J., 324

Calderón de la Barca, 320 Calvino, J, 24, 73, 110, 112,187,252,

321 Capelle, W., 124, 160 Capra, Fr., 25 s, 117, 317 Cardenal, E., 78 Cardoso, F. H., 42 Carson, D. A., 287 Cipriano, 315 Clemente de Alejandría, 320 Cobb, J., 63, 93 Come, A., 114 Congar, Y., 112 Coomaraswamy, A. K., 317 s Copérnico, N., 48, 166 Curtius, E. R., 320

334 '?'-'''• índice de autores

Daecke, S. M., 206, 208 Dahrendorf, R., 320 Daly, M., 236 Dander, Fr., 242 Dante, A., 103 Darby, T., 120 Darwin, Ch., 47, 200, 204, 208 s Delitzsch, Fr., 87 Descartes, R., 40, 58, 166 s, 260 ss Diekamp, Fr., 174, 184 Dietrich, A., 313 ss Dijksterhuis, E. J., 26 Dilthey, W., 144, 240 Dirac, P. A. M., 214 Ditfurth, H. von, 212 Dreitzel, H. P., 269, 272 Drewermann, E., 39 Droste-Hülshoff, A. von, 82 Droysen, J. G., 276 Duchrow, U., 127 Dussel, E., 42

Ebeling, G„ 50, 72, 187 Edwards, J., 18 Eigen, M., 208, 217, 322 Einstein, A., 90, 208 Eisenbart, C , 276 Elert, W., 48, 189 Eliade, M., 119 s, 157, 313 ss Engels, Fr., 208 Eriúgena, S., 208 Euclides, 162 Evdokimov, P., 85, 182,222

Falcke, H., 37 Fenton, J. Y., 255 Feuerbach, L., 189 ss, 328 Fink, E., 322 s Fischer, Kl. P., 21 Flacio Ilírico, 244 ss Freud, S., 47, 200, 281 Freudenthal, G., 26, 326 Friedgood, H. B., 37 Fritzsche, H.-G., 224 Fromm, E., 62, 287, 297 Fuchs, E., 72

Gadamer, H.-G., 140 Galilei, G., 47 s, 200 Ganoczy, A., 68 Garaudy, R., 141 Gehlen, A., 122, 328 Gerhard, J., 177, 180, 184, 188, 190 Gese, H., 20, 288 Güg, G., 322

Goethe, J. W. von, 55, 77, 116 Góttner-Abendroth, H., 310 Gogarten, Fr., 9, 43, 50 Goldberg, Am., 28 Goodfield, J., 119 Goodman, P., 269 Goppelt, L., 301 s Gould, St. J., 204 Gregorio Nacianceno, 249, 254 Gregorios, P., 182 Griffin, D. R., 93 Grimm, W., 287, 302 Gross, W., 233 Guardini, R., 191 Gunkel, H., 233 Gutiérrez, G., 42 Guthrie, H. H., 85

Habermas, J., 38, 46, 323 Haeckel, E., 208 Háring, H., 184 Hamann, J. G., 102 Hardin, G., 204 Hefferline, R. F„ 269 Hegel, G. W. F., 141,280, 299 Heidegger, M., 41, 54, 143, 148 Heim, K., 112,206 Heine, H., 116 Heine, S., 279 Heisenberg, W., 216, 327 Hendry, G., 89, 102 Heppe, H., 71,95, 174, 188 Heráclito, 322 Herder, J. G., 199 Heron, A., 112 Hertwig, O , 208 Hertzsch, E., 303 Heschel, A., 287, 289, 291, 294, 296 Hipólito, 319 Hirsch, E., 48 Hódl, L., 242 Hólderlin, Fr., 277 Hoffmann, A., 242 Hofmannsthal, H. von, 320 Homero, 258 Horkheimer, M., 38 Hornung, E., 120, 315 Hubble, E., 212 Hübner, J., 48 Huizinga, J., 322 s Hurbon, L., 79 Husserl, E., 145 Huxley, J. S., 64, 204, 209 Huxley H., 204

Índice de autores 335

Illich, J., 282 Inhelder, B., 159 Iwand, H. J., 73, 244

Jacob, B., 87 s, 173 James, E. O., 310 Jammer, M., 160 s, 164, 166, 168 s,

170 Jantsch, E., 31, 117, 143 Jaspers, K., 262 Jeremías, J., 301 Jervell, J., 230, 238 s Jones, H. M., 39 Jüngel, E., 233 Jung, C. G., 309

Kásemann, E., 73, 80 s, 83, 115 Kamper, D., 255, 257 s, 269 Kant, I„ 58, 125 s, 140 Kepler, J., 48 Kessler, K., 209 Kierkegaard, S., 246 Kluge, Fr., 325 Kohl, M., 205 Koselleck, R., 143 s Koyré, A., 155, 166 s, 168 Kramer, S. N., 310 Kraus, H.-J., 13 Krehl, L. von, 61 Krótke, W., 102 Krolzik, U., 39 Kropatscheck, H., 244 Kropotkin, P. 209 Krusche, W., 24, 73, 110, 251

Lackner, St., 209 Ladner, G., 242 Landes, D. S., 62 Landgrebe, L., 140 Landmann, M., 240 Lao-Tse, 20 Lefévre, H., 36 Leibniz, G. W. F. von, 90, 155, 166,

169 s, 214 Leiss, W., 40, 151 Levi-Strauss, C , 122 Liedke, G., 39 s Link, Chr., 71, 76 Lippe, R. zur: 257, 276, 278 Lochman, J. M., 241 Lówith, K., 44, 70, 146, 152 Lorenz, R., 189 Lossky, VI., 115,229 Lovejoy, A. O., 90 Lovelock, J. E., 152, 312 s

Lowe, D. M., 143, 145 Lowen, A., 269 Lüth, P., 282 Luhmann, N., 143, 146 Luría, Isaac, 101 Lutero, M„ 24, 51, 187 s, 246, 267,

321

Macquarrie, J., 310 Mann, K., 309 Marcuse, H., 38, 135 Margulis, L., 312 Marsden, G., 204 Marx, K., 45, 54 ss, 116, 191 s, 208 Matson, Fl. W., 26 Maurin, Kr., 63 May, G., 89 Mayr, Fr. K„ 251 McGilvray, J.C., 281 Melanchthon, P. 244 Merchant, C , 326 Merton, Th., 46 Metz, J. B., 134, 149 Meyer-Abich, Kl. M., 54 Michalski, K., 63 Miller, P., 142 Mitscherlich, A., 41 Moldaenke, G., 244 Moleschott, J., 58 Moltmann, J., 46, 61, 67, 73, 79, 90 s,

94 s, 100, 104 s, 140, 147, 164, 195, 221, 231, 254, 260, 268, 287, 316, 322

Montagu, A., 204 More, H., 166 s, 168, 170 Müller, A. M. Kl., 51, 143 Müntzer, Th., 145 Mumford, L., 35 Mussner, Fr., 108

Nagel, W., 303 Natanson, M., 143 Nebelsiek, H., 38 Nelis, J., 173 Neumann. E., 310 Mewton, I., 46, 112, 155, 166, 168 s Nicolás de Cusa, 102, 208 Nietzsche, Fr., 156, 315 s

Oetinger, Fr., 27, 102, 112, 114, 116, 255, 312

Oettingen, A. von, 102 Osiander, A., 48, 251, 312 Osten-Sacken, P. von der, 81 Osthathios, G. M., 249

336 índice de autores

Ott, H., 206 Otto, St., 242

Pannenberg, W., 45, 166, 214, 276 Parménides, 124 s, 127, 160 Pascal, Bl., 156 Patai, R., 310 Peacocke, A. R., 38, 216, 221, 226,

310, 317 Peccei, A., 36 Peña, J.-L. R. déla, 194 Perls, F. S., 269 Petzold, H., 269 Peursen, C. A. van, 275 Pflügler, P.-M., 255 Philipp, W., 326 Piaget, J., 159 Picht, G., 123, 125, 142, 160 s, 213,

276 Pierce, T., 127 Pinto, A., 42 Pío XII, 204 Platón, 89 s, 123, 168, 176, 258 ss,

263, 313, 320 Plessner, H., 65 Plotino, 322 Plügge, H., 262 Pohlenz, M., 71 Polanyi, M., 214 Prenter, R., 24 Prigogine, I., 215, 219 Prior, A., 143

Rad, G. von, 68, 87, 133 s, 289, 295 Rad, M. von, 61 Rahner, H., 318 s, 323 Rahner, K., 21, 148, 220 Ranke, L. von, 144 Reventlow, H. Graf, 87 Richter, H. E., 40 Ricoeur, P., 77, 141, 309 Riesenfeld, H., 287, 303 Rijssen, L. van, 188 Rilke, R. M., 191 Robinson, H. W. 112, 115 Rodríguez, A., 324 Róssler, D., 283 Rohner, A., 242 Rohrmoser, G., 41 Rordorf, W., 287, 303 ss Rosenzweig, Fr., 28, 148, 287 ss, 292,

298, 300, 306 Rudolph, E., 54, 58, 63, 206 Ruether, R., 40, 251, 310 Ruler, A. A. van, 270

Runyon, Th., 64, 85 Rust, E. C , 38, 112, 115 s

Safran, A., 170 Santos, T. dos, 42 Sauter, G , 147 Scanonne, J. C , 42 Scheffczyk, L., 229, 242 Scheler, M., 65, 144, 165 s Schelling, F. W. J.,55 s, 102, 213 Schiller, Fr., 145 Schleierraacher, Fr., 50, 94, 112, 114 Schlier, H., 312 Schmaus, M., 176, 184, 247, 249 Schmid, H„ 71 Schmidt, A., 41, 58 s Schmidt, W. H., 200, 230 ss Schmidt-Kowarzik, W., 54 Schmitz, H., 159 Schmitz, Ph., 39 Scholem, G., 79, 89, 101 Schulz, R., 57 Schutz, R., 288 Schwantes, H., 79 Schweizer, E., 258 Segundo, J. L., 42 Seidenberg, R., 122 Shakespeare, W., 320 Shinn, R. L., 39 Singer, i. B., 101 Smart, J. J. C , 166 Sóhngen, G., 73 Spencer, H., 204 Spinoza, B., 56, 111, 167, 168, 208,

226 Staehelin, B., 62 Stamm, E., 287 Stamm, J. J., 230 Staniloae, D., 237 Steck, O. H., 43, 162, 237 Stegmüller, W., 212 Stempel, W. D., 143 Stengers, I., 215, 219 Stent, G., 204 Stevens, J. O., 269 Stock, K., 107, 115, 188, 263 Stóve, E., 206 Stone, M., 310, 313 Strauss, D., Fr., 144 Strigel, V., 244 Strunk, R. 141 Stuhlmacher, P., 79 Susman, M. 295 Szabo, A., 287

índice de autores 337

Taylor, J. V., 277 Tennyson, A. Lord, 205 Tilhard de Chardin, P„ 200, 204,208,

225 Thielicke, H., 245 Tibon-Cornillot, M., 258 Tilenus, D., 174 Tillich, P„ 98, 99, 193, 236, 288 Titius, A., 206 Toffler, A., 278 Torrance, Th. F., 13, 52, 214 Toulmin, St., 119, 214 Trible, Ph., 201, 230 s, 235, 314 Trillhaas, W., 224 Trocmé, A., 302 Troeltsch, E., 144 Trowitzsch, M., 94

Uexküll, J. von, 61, 162

Vilmar, A., 141 Vries, S. de, 133

Wainright, G., 85 Ware, K., 85, 91 Weber, H. E., 244 Weber, M., 62

Weber, O., 201, 224, 229 Weizsácker, C. Fr. von, 213, 327 Weizsácker, E. von, 37, 40, 45 s, 61,

63, 208 Welker, M., 43, 93, 97, 174, 187 Westermann, Cl., 87, 200, 230 s, 233,

292 Weth, R., 43 White, L., 40 Whitehead, A. N., 52, 63, 93, 182 Winkler, R., 208, 322 Wittram, R., 140, 144 Wolfel, E., 89 Wolff, Chr., 326 s Wolff, H. W., 230, 267, 287 Wolkstein, D., 310 Wulf, Chr., 255, 257 s, 269 Wunderlich, D., 159

Yoder, J. H„ 302

Zeno, S., 314 Zimmer, H., 311, 317 Zinn, E., 114, 169, 255 Zízíoulas, J. D., 29, 46 Zwingli, H., 187

ÍNDICE GENERAL

Prólogo 9

1. Dios en la creación 15

1. El conocimiento de la naturaleza como creación de Dios es un conocimiento participativo 16

2. Creación para la gloria 18 3. El sábado de la creación 19 4. Preparación mesiánica de la creación para el reino 20 5. Creación en el Espíritu 22 6. Inmanencia de Dios en el mundo 26 7. El principio de la mutua compenetración 29 8. Espíritu y conciencia humana 30

2. En la crisis ecológica 33

1. La crisis de dominio 35 2. Hacia una teología ecológica de la naturaleza 46 3. Alienación y liberación de la naturaleza 54

a) Karl Marx y la alienación de la naturaleza 54 b) La «naturaleza-sujeto» de Ernst Bloch 56 c) La patria en la naturaleza 59 d) La animación del cuerpo 61 e) La naturalización del hombre 63

3. El conocimiento de la creación 67

1. Alianza, creación y reino de Dios 67 2. «¿Teología natural?» 71 3. El mundo como promesa y anticipación 75 4. Conocimiento mesiánico del mundo 79 5. La comunión eucarística de la creación 84

4. Dios el Creador 87

1. En el principio creó Dios los cielos y la tierra 87 2. La autodeterminación de Dios como Creador 94 3. Creación de la nada 100 4. Doctrina trinitaria de la creación 107 5. El espíritu cósmico 111

5. El tiempo de la creación 119

1. El tiempo como repetición de la eternidad 119 2. El tiempo como eterno presente 124 3. El tiempo de la creación 127 4. Experiencias del tiempo en la historia de Dios 132 5. Los tiempos entrecruzados de la historia 138

a) La experiencia de la historia en el horizonte de su futuro 140 b) La historización del pasado presente 144 c) La futurización del futuro actual 146 d) Sincronización de los tiempos históricos 149 e) La sincronización del tiempo de la historia y del tiempo de la naturaleza 151

Índice general 339

6. El espacio de la creación 155

1. Concepto ecológico del espacio 157 2. Concepto del espacio homogéneo 159 3. La creación de los espacios y el espacio de la creación 162 4. El problema del espacio absoluto 166

7. Cielo y tierra 173

1. ¿Por qué un mundo dual? 173 2. El cielo de la naturaleza 179 3. El cielo de Jesucristo 184 4. La moderna «crítica del cielo» 189 5. La gloria de Dios «en el cielo como en la tierra» 195

8. La evolución de la creación 199

1. El hombre, una criatura en la historia de la creación 199 2. ¿Evolución o creación? Frentes equivocados y problemas verdaderos 204 3. Procesos evolutivos de la naturaleza 211 4. La creación continuada 221

9. Imagen de Dios en la creación: los hombres 229

1. El destino originario de los hombres: imago Dei 230 2. La vocación mesiánica de los hombres: imago Christi 238 3. La glorificación escatológica de los hombres: gloria Dei 241 4. Imagen de Dios y pecador a la vez 242 5. Semejanza social con Dios 247

10. «La corporeidad es el final de todas las obras de Dios» 255

1. El primado del alma 257 2. El cuerpo animado 266 3. Vida en salud y en enfermedad 280

11. El sábado: la fiesta de la creación 287

1. La consumación de la creación 289 2. La bendición de la creación 292 3. La santificación de la creación 294 4. La fiesta de la redención 298 5. Jesús y el sábado JQI 6. El domingo, la fiesta del comienzo 303

Apéndice: Símbolos del mundo 309

1. La gran madre del mundo 3 JQ 2. Madre tierra ' ' 313 3. La fiesta del cielo y de la tierra 315 4. El mundo como danza ' " 317 5. El gran teatro del mundo 320 t>. El juego como símbolo del mundo 322 7. El mundo como obra y como máquina 324 8. Comparación de los símbolos en una perspectiva mesiánica 328

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