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MÉXICO • 2010 · La H. Cámara de diputados, LXi LegisLatura, participa en la coedición de esta obra al incorporarla a su serie ConoCer para deCidir Coeditores de la presente

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  • MÉXICO • 2010

    CONOCERPARA DECIDIREN APOYO A LA INVESTIGACIÓN A C A D É M I C A

  • La H. Cámara de diputados, LXi LegisLatura,participa en la coedición de esta obra al incorporarla a su serie ConoCer para deCidir

    Coeditores de la presente edición H. Cámara de diputados, LXi LegisLatura universidad naCionaL autónoma de méXiCo instituto de investigaCiones soCiaLes asoCiaCión meXiCana de promoCión y CuLtura soCiaL, a.C. instituto meXiCano de doCtrina soCiaL Cristiana migueL ángeL porrúa, librero-editor

    Primera edición, junio del año 2010

    © 2010 universidad naCionaL autónoma de méXiCo instituto de investigaCiones soCiaLes

    © 2010 Por características tipográficas y de diseño editorial migueL ángeL porrúa, librero-editor

    Derechos reservados conforme a la ley ISBN 978-607-401-287-3 Obra completa ISBN 978-607-401-288-0 Tomo I

    Imagen de portada: V. Basurto, óleo/tela.Colección del Museo Regional de Querétaro

    Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de lo así previsto por la Ley Federal del Derecho de Autor y, en su caso, por los tratados internacionales aplicables.

    IMPRESO EN MÉXICO PRINTED IN MEXICO

    www.maporrua.com.mx

    Amargura 4, San Ángel, Álvaro Obregón, 01000 México, D.F.

    Esta investigación, arbitrada por pares académicos,se privilegia con el aval de la institución coeditora.

  • Para mi hermana Magdalena y mi sobrina Bertalicia

  • Al empezar a escribir esta obra, en 1999, no pensaba que iba a tardarme diez años. En ese lapso diversas personas e instituciones me apoyaron para cumplir con mi cometido. A todas debo un particular agradecimiento. En primer lugar, debo mencionar los diversos apoyos recibidos de la Universidad Nacional Autónoma de México, esa espléndida institución en que me desempeño como investigadora de tiempo completo. La directora del Instituto de Investigaciones Sociales, la doctora Rosalba Casas Guerrero, financió una estancia de investigación en el Ar-chivo Secreto del Vaticano y me ha brindado todo el apoyo para diversas estancias de investigación en el extranjero. También la Dirección General de Asuntos de Personal Académico (dgapa), me brindó su apoyo económico para realizar una estancia de investigación de un año en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, en 2003-2004, y en 2007; también me brindó soporte para realizar una estancia de tres meses en el Archivo Secreto del Vaticano. La Coordinación de Humani-dades de la Facultad de Estudios Superiores de Acatlán, me abrió sus puertas para realizar una estancia sabática y me brindó el privilegio de impartir clases en la licenciatura de Historia. Los estudiantes que he tenido, desde 2007 hasta 2009, me han acompañado en la última escritura de esta obra, me facilitaron algunos materiales y, sobre todo, con su mirada fresca de la historia han renovado algunas de mis percepciones. Los estudiantes del Seminario de Investigación que imparto en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales compartieron las diferentes perspec-tivas que construyen desde sus campos de conocimiento: la Antropología, la His-toria y la Sociología Política. Sus comentarios me permitieron afinar algunos pa-sajes de la obra. El apoyo secretarial de doña Ofelia Vilchis, y de Beatriz García Martínez del Departamento de Cómputo, facilitaron mis tareas. Especial men-ción debo a Adriana Guadarrama Olivera, por la corrección de estilo de la intro-ducción y los dos primeros capítulos de la obra.

    Una mención especial debo al que fuera director del Centro de Investiga-ciones y Estudios en Antropología Social (ciesas) durante 1996-2004, el

    Agradecimientos

  • � ––––– MARTA EUGENIA GARCÍA UGARTE

    doctor Rafael Loyola Díaz, amigo entrañable, cuyos comentarios y sugeren-cias, siempre atinados, me obligaban a tomar distancia del personaje central de la obra, que me envolvía en sus encantos a través de los siglos, y a modificar algunos acercamientos. Su traducción del francés al español del acuerdo de Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos con Maximiliano de Habsburgo en 1862, fue vital para entender el papel desempeñado por el arzobispo en el proyecto monárquico mexicano.

    Clare Hall College, en la Universidad de Cambridge, me acogió en año sabá-tico. Esa estancia fue vital para empezar a revisar y analizar el material que había recabado durante tantos años. Tenía y sigo teniendo la fortuna de contar con la amistad y el apoyo académico del profesor David Brading. Sus comentarios, siem-pre acertados, y sus observaciones desde el inicio del proyecto, cuando apenas empezaba a vislumbrar la importancia de don Pelagio Antonio, me facilitaron el camino. Sin duda debo agradecer las atenciones y amabilidades de la doctora Celia Wu. Los que han estado en Storey’s Way sabrán a que me refiero cuando mencio-no la ya legendaria fama de Celia y David, por la atención que brindan a los amigos, así como por la inteligencia de sus oportunas sugerencias.

    Varios amigos en El Colegio de Michoacán, que sería largo enunciar, me apoyaron decididamente. Especial agradecimiento debo al doctor Martín Sán-chez, actual presidente de esa institución, cuya intervención fue decisiva para la localización del material de Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos y de su sobrino, José Antonio Plancarte y Labastida. Gracias a su invitación tuve con-tacto con algunos estudiantes cuyas tesis versan sobre asuntos religiosos. Mis estancias en el Colegio fueron fructíferas y el diálogo con los historiadores fue esclarecedor. Mi deuda con ellos es enorme.

    El diálogo con los sacerdotes Julián López Amozurrutia, actual rector del Seminario Conciliar de México; José Alberto Hernández Ibáñez, director de la Escuela de Teología en el Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos (isee) y vicerrector del Seminario Menor de México, y Federico Altbach Nuñez, direc-tor general del isee, y con los estudiantes de Historia de la Iglesia de cuarto año de Teología, además de la apertura de su magnífica biblioteca, fue esencial en la elaboración de esta obra. Las sugerencias recibidas me ayudaron a escla-recer algunos procesos. Incorporo en esta sección mi agradecimiento a fray Eugenio Martín Torres, O. P., aun cuando no forma parte del isee, porque comparte la misión del sacerdocio y las simpatías por el proyecto de investiga-ción de don Pelagio Antonio. Sus sugerencias me dieron seguridad y mejoraron algunos planteamientos.

    Los responsables de los archivos consultados, tanto particulares como na-cionales, privados e internacionales, no escatimaron medios para facilitarme la

  • consulta. Sería largo referir los equipos de trabajo que me apoyaron a lo largo de diez años. Sin embargo, debo agradecer el trato especial recibido de: el di-rector del Centro de Estudios de Historia de México, Condumex, ahora carso, Manuel Ramos Medina; del padre Gustavo Watson Marrón, director del Ar-chivo Histórico del Arzobispado de México; de las religiosas Hijas de María Inmaculada de Guadalupe, custodias del archivo particular del arzobispo La-bastida y Dávalos. Los directores de las bibliotecas facilitaron mi tarea. Entre ellos, además del personal de la Biblioteca del Instituto de Investigaciones Sociales, en especial de Pedro López, quien nunca escatimó tiempo y esfuerzo para conseguir los libros que le solicitaba, debo agradecer a la licenciada Espe-ranza Dávila Sota, directora de la Biblioteca Vito Alessio Robles Domínguez, fondo Óscar Dávila Dávila, Saltillo Coahuila, por ampliar el horario de con-sulta y facilitar mi estancia en Saltillo.

    Algunos alumnos me ayudaron a fotocopiar los materiales localizados en varios archivos. A ellos les agradezco su esfuerzo y su apoyo. Alejandra Valdés Teja, entonces estudiante de Historia de la Universidad Iberoamericana, foto-copió el material de Félix Zuloaga en dicha Universidad. María del Carmen Enciso, entonces estudiante de Historia de la Escuela Nacional de Antropolo-gía e Historia, fotocopió el material localizado en el Archivo General de la Nación (agn) y en el Archivo Histórico del Instituto Nacional de Antropología e Historia. José Cázarez, estudiante de historia de Acatlán, localizó y fotogra-fió varios catecismos políticos publicados en México de 1808 a 1940. Dos estudiantes, participantes en el Verano de la Investigación Científica, David Carvajal López, cuando apenas iniciaba sus estudios de licenciatura en Histo-ria en la Universidad Veracruzana, y Teresa López Cárdenas, estudiante en la Universidad de Yucatán, localizaron y fotocopiaron algunos materiales del agn referentes al obispo de Puebla Francisco Pablo Vázquez y López Cárdenas, documentos referentes a la ley de desamortización de 1856. Pablo Mijangos me sugirió y fotocopió algunos libros de la Biblioteca de la Universidad de Texas, en Austin. Su conocimiento sobre Clemente de Jesús Munguía me ayu-dó a clarificar la visión de don Pelagio Antonio. Finalmente, agradezco a José Cazárez y Alejandro Peña su apoyo en cotejar las notas al pie con la fuente de información, y a Elia Edith Elizalde Zavaleta la traducción de varios docu-mentos del italiano al español.

    Muchos amigos y colegas, que resistieron el embate de mis continuas re-flexiones sobre mi tema de investigación, han quedado en el anonimato pero no por ello fueron menos importantes. A todos mi agradecimiento.

    AGRAdECIMIENTos ––––– �

  • 11

    Durante mucho tiempo la construcción de la historia política del siglo xix mexicano siguió los derroteros marcados por la historiografía triunfante, la liberal, sin que se abordara la participación de los vencidos, los conservadores. A finales de la década de los sesenta, Edmundo O’Gorman en su obra La su-pervivencia política novohispana. Reflexiones sobre el monarquismo mexicano,1 in-vitó a los estudiosos a superar ese vacío historiográfico y rescatar los proyectos de los conservadores y los monárquicos. De esa forma se superaría la versión maniquea de la historia que enaltecía a los liberales mientras condenaba al olvido la historia de los conservadores.

    Los primeros estudios elaborados con ese propósito se concentraron, como es obvio, en el análisis del Segundo Imperio, el proyecto político más acabado del Partido Conservador formado por Lucas Alamán en 1849. Uno de los pri-meros historiadores en destacar el filón histórico que había en esa época fue Martín Quirarte, en su Historiografía sobre el Imperio de Maximiliano.2 Este autor destacaba que la participación de algunos de los intervencionistas mexi-canos era fácil de seguir, como era el caso de José María Gutiérrez de Estrada. Pero era más difícil seguir la trayectoria en Europa de Francisco de Paula Arangois, Pelagio Antonio Labastida y Dávalos,3 Juan N. Almonte, Francisco Miranda, Ignacio Aguilar y Marocho y Joaquín Velásquez de León.4

    1 Edmundo O’Gorman, La supervivencia política novohispana. Reflexiones sobre el monarquis-mo mexicano (México: Centro de Estudios de Historia de México, Condumex, 1969).

    2 Martín Quirarte, Historiografía sobre el imperio de Maximiliano (México: Universidad Nacio-nal Autónoma de México, segunda edición, 1993). La primera edición fue de 1970. También hay que revisar la historiografía de Erika Pani, El Segundo Imperio: pasados de usos múltiples herramien-tas para la historia (México: cide/Fondo de Cultura Económica, 2004).

    3 Las diferencias al escribir el apellido del obispo de Puebla sin “de”, se debe a que en sus primeros escritos el obispo no lo escribía. Posteriormente ya aparece su nombre con la forma Pela-gio Antonio de Labastida y Dávalos. Martín Quirarte no incluye “de”, por eso respeto su forma.

    4 Martín Quirarte, op. cit., p. 25.

    Introducción

  • 12 ––––– MARTA EUGENIA GARCÍA UGARTE

    En la actualidad la participación de esos personajes se puede estudiar a través de la consulta de los archivos privados, como el del obispo de Labastida y Dávalos en el Centro de Estudios de Historia de México, Condumex, ahora Carso, que guarda los archivos de Aguilar y Marocho, y algunos expedientes de Almonte y Miramón, y en el Archivo Secreto Vaticano, una fuente poco consul-tada en la época en que Quirarte publicó su obra. No menciono los archivos públicos, como el General de la Nación, el de Relaciones Exteriores y el de la Defensa Nacional, entre otros, porque ésos han sido más consultados por los autores mexicanos. Menos conocidos son los archivos conservadores que guarda la Universidad Iberoamericana, como es el caso del archivo de Félix Zuloaga, que ofrece la oportunidad de conocer la Guerra de Reforma desde la organización conservadora. Hasta ahora, dicha guerra, importante para conocer las ideas y los proyectos políticos de los conservadores, ha sido poco abordada por los estudio-sos. Erika Pani, por ejemplo, en su obra Para mexicanizar el Segundo Imperio,5 al referirse a esa guerra remitió al tomo iv de México a través de los siglos.

    Es de destacar que la obra de Pani sobre el Segundo Imperio es notable porque se propuso estudiar a los conservadores desde la perspectiva de la admi-nistración política de los líderes civiles del Partido Conservador. Los obispos, vitales para comprender las ideas y proyectos de los conservadores en el Segundo Imperio, se encuentran fuera de su mira. A pesar de ello, su acercamiento for-taleció la mirada historiográfica apuntada por Charles A. Hale en su obra El liberalismo mexicano en la época de Mora 1821-1853.6 Al efectuar su estudio sobre José María Luis Mora, con el propósito de ofrecer una definición del libe-ralismo mexicano en su época, Hale encontró que los liberales y los conservado-res compartían ideas y proyectos. La Santa Sede había percibido desde 1865 que las diferencias entre los mexicanos, en cuestiones de ideología, no eran notables. En las instrucciones que el cardenal Giacomo Antonelli, secretario de Estado de Pío IX, le entregó al nuncio y delegado apostólico Pier Francesco Meglia, envia-do a México ante el emperador Maximiliano, le indicaba que tuviera cuidado con los mexicanos porque, de manera independiente a la ideología que sostuvieran, todos eran adeptos de la Reforma. Para el secretario de Estado del Vaticano la diferencia que mediaba entre los proyectos era la rapidez con que unos deseaban la Reforma y la moderación de los otros en su aplicación.

    En la década de los setenta del siglo xx, los historiadores no sólo se inte-resaron en Maximiliano y la construcción del “imperio más bello del mundo”,

    5 Erika Pani, Para mexicanizar el segundo imperio (México: El Colegio de México e Instituto Mora, 2001).

    6 Charles A. Hale, El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853 (México: Siglo XXI Editores, 1972). La publicación de la obra en inglés se efectuó en 1968.

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    sino también en el pensamiento político conservador. Una de las obras que más influencia ha tenido, posiblemente la más leída, no siempre citada apropiada-mente por los autores contemporáneos, es la de Alfonso Noriega, El pensamien-to conservador y el conservadurismo mexicano, publicada en dos volúmenes en 1972.7 Un estudio más reciente sobre el conservadurismo mexicano es la obra colectiva coordinada por William Fowler y Humberto Morales, El conservadu-rismo mexicano en el siglo xix (1810-1910), publicado en 1999. Entre sus propósitos está “combatir las versiones demagógicas imperantes”. Es decir, el maniqueísmo de la historiografía oficial que ha marginado a los “malos de la película”, a los perdedores de la historia, retrógradas, cangrejos, traidores y vende patrias, entre otros epítetos a cual más de denigrantes con que han sido calificados los conservadores de los siglos xix al xxi.

    Coincido con los coordinadores de la obra, quienes consideran que el sen-timiento conservador se fue modificando con el correr de los años y, por otra parte, que fue heterogéneo. En un inicio buscaba “conservar las estructuras sociales y los valores tradicionales morales y católicos de la Colonia”, en el marco de la estructura republicana. Posteriormente los coordinadores asumi-rán como propia la definición de Tenenbaum de que “Alamán y los conserva-dores creían que una monarquía mexicana encabezada por un príncipe europeo relacionado con todas las demás casas reales satisfacería los deseos de seguri-dad de los inversionistas y les tentaría depositar sus fondos en México”.8 Esa postura, a favor de la monarquía, sería reforzada durante la Guerra de Refor-ma (1858-1861), que culminaría con la intervención francesa en 1862 y el establecimiento del imperio de Maximiliano de Habsburgo en 1864.9

    En 2005 Reneé de la Torre, Marta Eugenia García Ugarte y Juan Manuel Ramírez Sáiz, publicaron la obra Los rostros del conservadurismo mexicano.10 Este trabajo atiende la historia del conservadurismo del siglo xix y del xx, hasta ahora poco revisada.

    Ésas son algunas de las obras con que se respondió al llamado de O’Gorman de 1969 y de Quirarte al año siguiente. No son las únicas y, sin duda, hay una gran variedad de obras colectivas sobre la Iglesia, el Estado y la sociedad en el

    7 Alfonso Noriega, El pensamiento conservador y el conservadurismo mexicano (México: Univer-sidad Nacional Autónoma de México, 1972), dos volúmenes.

    8 Barbara A. Tenenbaum, México en la época de los agiotistas, 1821-1857 (México: Fondo de Cultura Económica, 1985). Citado en Humberto Morales y William Fowler, El conservadurismo mexicano en el siglo xix (1810-1910) (México: Benemérita Universidad de Puebla, University of Saint Andrews, Scotland, U.K. Secretaría de Cultura, Gobierno del Estado de Puebla, 1999), 7.

    9 Los compiladores también analizan el conservadurismo que se manifiesta de 1876 a 1910. Pero se trata de la época que decidí analizar en una etapa posterior.

    10 Reneé de la Torre, Marta Eugenia García Ugarte y Juan Manuel Ramírez Sáiz, Los rostros del conservadurismo mexicano (México: ciesas, 2005).

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    siglo xix, de las cuales sólo menciono algunas.11 El interés por los conservado-res también condujo al estudio de la Iglesia católica, su jerarquía y laicos. Como ejemplo remito a las tesis de Historia citadas en esta obra. En la actua-lidad, varios estudiantes están empezando o finalizando sus tesis doctorales sobre algunos personajes notables de la jerarquía católica en México. Por men-cionar algunos, Pablo Mijangos está por presentar su tesis doctoral en la Uni-versidad de Texas, en Austin. Él se interesó por elaborar una biografía intelec-tual del obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía. Se tratará de una obra fundamental para entender a una de las figuras eclesiásticas más contro-vertidas del siglo xix. Hace falta que un estudiante tome la estafeta y estudie al primer obispo de Michoacán durante la República, a Juan Cayetano Gómez de Portugal. Se trata de uno de los obispos que mayor trascendencia tuvo en el siglo xix. La influencia del obispo Portugal, como político y pastor, trascen-dió su época y alcanzó vigencia en la administración de Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos como arzobispo de México (1863-1891).

    He dejado para el final de esta reflexión sobre la historiografía de los conser-vadores, el estudio de Patricia Galeana de Valadés, Las relaciones Iglesia-Estado durante el Segundo Imperio, publicado en 1991.12 Ésta es la obra que antecede más directamente a mi estudio, también concentrado en el análisis de las relacio-nes Estado-Iglesia. Difiere en el periodo de estudio considerado: mi texto comien-za en 1825, cuando el gobierno de la primera República Federal envió como re-presentante mexicano ante la Santa Sede al canónigo de Puebla, Francisco de Pablo Vázquez, a fin de arreglar los asuntos eclesiásticos que estaban pendientes de resolución desde la independencia: el patronato y el nombramiento de los obispos diocesanos. Concluye en 1878, cuando fallece el pontífice Pío IX.

    La fecha de arranque de la obra responde a una circunstancia específica: du-rante el periodo de la negociación diplomática del enviado mexicano (1825-1831) se pusieron las bases para la fundación de una Iglesia nacional, la mejicana,13 que

    11 Entre ellas: Álvaro Matute, Evelia Trejo, Brian Connaugthon, Estado, Iglesia y sociedad en México, siglo xix (México: Miguel Ángel Porrúa/unam, 1995). Manuel Ramos Medina, Historia de la Iglesia en el siglo xix (México: Centro de Estudios de Historia de México, Condumex, El Colegio de México, El Colegio de Michoacán, Instituto Mora, uam-Iztapalapa, 1998). Patricia Galeana (com-piladora), Relaciones Estado-Iglesia: encuentros y desencuentros, México, Archivo General de la Nación, 1999). Alicia Tecuanhuey Sandoval (coordinadora), Clérigos, políticos y política. Las relaciones Iglesia y Estado en Puebla, siglos xix y xx (Puebla: Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, Benemé-rita Universidad Autónoma de Puebla, 2002).

    12 Patricia Galeana de Valadés, Las relaciones Iglesia-Estado durante el Segundo Imperio (Méxi-co: Universidad Nacional Autónoma de México, 1991).

    13 La decisión de escribir mejicana con j y no con la x no constituye un error ortográfico o un apego a la forma hispánica, que fuera privilegiada por los conservadores. Con esa denominación, utilizada por los obispos y el clero de México hasta 1870, se enfatizaba el carácter nacional de la Iglesia y su autonomía, soberanía y libertad frente al gobierno del país y, también, frente a la Santa

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    se caracterizó por la defensa de la libertad y autonomía que habían alcanzado con la independencia y la ruptura del patronato regio. Fue una negociación larga, de seis años, azarosa y complicada por los debates nacionales sobre el derecho de la nación al patronato y la realidad internacional que situaba en el centro del debate a la Santa Sede por el reconocimiento que daba al rey de España, Fernando VII.

    La de término, 1878, se estableció porque el papa Pío IX estuvo involucra-do en los acontecimientos políticos mexicanos desde su proclamación en 1846. En particular, porque el obispo de Puebla (1855-1863) y también arzobispo de México (1863-1891) Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, el personaje central de esta obra, disfrutó de la amistad y el reconocimiento del pontífice. Pío IX, gracias a esa amistad y respeto por el entonces obispo de Puebla, criti-có de forma áspera el proyecto reformista de los triunfadores del Plan de Ayu-tla y la Constitución de 1857. También se negó a aceptar al enviado mexicano del presidente Ignacio Comonfort, Ezequiel Montes, por el rechazo de Labas-tida a la figura que había sido clave en su destierro de 1856. En 1861-1862, Pío IX apoyó firmemente la aventura monárquica de los conservadores que encabezaba Pelagio Antonio, quien le había presentado un escrito sobre las ra-zones para aspirar al establecimiento de la monarquía en México. De esa ma-nera, se trata de un actor fundamental en la historia del siglo xix mexicano.

    Con la muerte de Pío IX en 1878, el arzobispo Labastida perdió un gran amigo pero, también, se libró de las ataduras afectivas con el pontífice y la Santa Sede, aun cuando siguió cultivando sus relaciones de amistad con la curia romana. El sucesor de Pío IX, el pontífice León XIII, no era su amigo. Esa distancia le permitió actuar con mayor libertad y autonomía hasta su muerte, en febrero de 1891.14

    Proceso histórico

    La obra, en sus dos tomos, tiene como objeto principal el estudio de las posiciones políticas y sociales sostenidas por los obispos mexicanos desde 1831 hasta 1878. El proceso histórico civil en que se define la postura de los obispos da cuerpo y coherencia a la obra. Uno de sus aportes es que la mirada historiográfica se cons-truye desde las posiciones políticas, sociales y pastorales de la jerarquía católica, la doctrina pontificia y el Partido Conservador. Como contrapunto, que permite

    Sede. La forma, Iglesia mejicana, sólo la uso cuando me refiero a la Iglesia mejicana como tal o cuando los obispos la mencionan.

    14 El pontificado de Pío IX duró 32 años, de 1846 a 1878. El periodo de Labastida como obispo de la Iglesia mexicana fue más largo que el del pontífice: 36 años.

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    superar una visión maniquea de la Iglesia y de los conservadores, se analizan las ideas sostenidas y defendidas por la reforma liberal tanto en 1833 como de 1855 a 1874. El resultado de esa forma analítica fue fascinante: mostró que, hasta la guerra con Estados Unidos, de 1846 a 1848, tanto los liberales como los conser-vadores compartieron con los primeros obispos mexicanos, los que fueran propues-tos por el gobierno mexicano para ocupar las sedes vacantes del país, el deseo de construir una nación moderna, poderosa y católica. También coincidían en el deseo de fortalecer una Iglesia nacional, la mejicana, independiente de Roma. Esa coincidencia se encuentra estrechamente relacionada con la decisión de la Santa Sede de aceptar los nombramientos de los candidatos propuestos, que se distin-guían por su cercanía con el gobierno de México.

    Después de la derrota frente al ejército invasor de Estados Unidos en 1847-1848, la población en su conjunto experimentó una profunda decepción con el gobierno nacional, en cualquiera de las versiones que habían tenido lugar desde 1824: la república, federal o central, y la dictadura. En ese con-texto, en 1850, algunos individuos manifestaron su deseo de establecer el sistema monárquico, con un príncipe extranjero, como una alternativa viable para que el país resurgiera de sus cenizas. Ésa había sido la propuesta de Gutiérrez de Estrada en 1840 y de la conspiración monárquica de 1846 que involucrara al arzobispo de México, Manuel Posadas y Garduño. Otros sectores prevenían sobre el peligro que había de probar nuevos sistemas cuando el más adecuado para impulsar la modernidad era el republicano. Las posturas polí-ticas, tanto las liberales como las conservadoras, se radicalizaron a partir de que Lucas Alamán impulsó la formación del Partido Conservador y la instala-ción de la última dictadura del general Antonio López de Santa Anna. Este gobierno, que en sus formas aspiraba a un trato casi monárquico, excedió sus límites y suscitó un profundo malestar social.

    Las inconformidades subieron de tono por la participación de algunos individuos del clero en la conducción de los asuntos públicos. La fuerza de los eclesiásticos, sumada al grupo de los conservadores y el control que tuvieron de los puestos más importantes del gobierno, definieron el conservadurismo de tipo eclesiástico que distinguió a esta administración. La presencia en el go-bierno de hombres como Teodosio Lares, Ignacio Aguilar y Marocho, Manuel Díez de Bonilla, Clemente de Jesús Munguía, obispo de Michoacán, el padre Francisco Javier Miranda, sacerdote de Puebla, el jesuita Basilio Manuel Arri-llaga y Antonio Haro y Tamariz,15 que sería sustituido en el ministerio de

    15 Aun cuando Haro y Tamariz era liberal, tenía un profundo sentido católico que lo acercaba al Partido Conservador. Al final de su vida y, después de arreglar sus asuntos personales, ingresa-ría a la Compañía de Jesús.

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    Hacienda por Ignacio Sierra Rosso, entre otros, y la aceptación plena del ar-zobispo de México, Lázaro de la Garza y Ballesteros, determinó que el gobier-no civil asumiera posturas eclesiásticas y los eclesiásticos posturas civiles. Se habían confundido los papeles de tal manera que, al fracasar el gobierno, los eclesiásticos se quedaron con el sabor del poder en la boca, con las ansias de ejercerlo y con la frustración de no haber logrado sus objetivos específicos: habían perdido una oportunidad. Para Santa Anna, se sabe, fue la derrota fi-nal, mientras que para los liberales fue la oportunidad de reorganizarse.

    En esta coyuntura se trastocaron los principios básicos del poder civil, mientras los agentes gubernamentales mexicanos promovían el establecimiento del sistema monárquico en las cortes europeas. La informidad política con la dictadura conservadora católica de Santa Anna se transformó en una revolución social, política y militar, la de Ayutla que postuló, bajo la reforma propuesta por Ignacio Comonfort, el establecimiento de las instituciones liberales.

    Al triunfo de la Revolución de Ayutla, como había sido estipulado en el plan reformado en Acapulco, se inició de forma inmediata la definición de las reformas que se habían deseado desde 1833 pero que no habían sido llevadas a cabo: la eliminación del fuero eclesiástico y militar (1855) y la Ley de desamortización de fincas rústicas y urbanas que administraran como propietarios las corporacio-nes civiles o eclesiásticas de la República, del 25 de junio de 1856, publicada durante la presidencia sustituta de Ignacio Comonfort. También se convocó al Congreso Constituyente, que elaboraría una nueva constitución para el país sin permitir, por primera vez desde el establecimiento de la primera República Fede-ral en 1824, la participación del clero. Si la reforma de 1833 había mostrado a los eclesiásticos lo que podían esperar del sector radical del Partido Liberal, la última dictadura de Santa Anna mostró a los liberales, moderados y radicales, lo que podían esperar si el clero y los conservadores asumían el poder político. La reforma política, que en su propósito de fortalecer al Estado chocaba con los in-tereses eclesiásticos, corría el riesgo de frustrarse. Por eso se negaron a permitir el acceso de los clérigos como diputados al Congreso Constituyente de 1856.

    El malestar de los obispos se expresó en airadas cartas pastorales por la inserción del artículo 44 de la Ley de Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Federación (Ley Juárez), del 23 de noviembre de 1855, expedida durante el tiempo de gobierno de Juan Álvarez, porque estipulaba que el fuero eclesiástico en los delitos comunes era renunciable. La oposición del clero fue reforzada por los militares, quienes también veían afectados sus intereses. La vinculación de ambos cuerpos pronto derivó en la primera revo-lución conservadora en contra del gobierno de Ignacio Comonfort: la de Zaca-poaxtla, Puebla, en 1856.

  • 1� ––––– MARTA EUGENIA GARCÍA UGARTE

    Las dificultades suscitadas en el Congreso Constituyente en torno al ar-tículo 15, que declaraba la tolerancia de cultos aun cuando también aseveraba, lo que desde 1824 se había dispuesto, que el gobierno protegería a la religión católica con leyes sabias y justas, fortalecieron las inconformidades católicas y conservadoras que tomaron la vía armada para defender la religión y los fueros, como ellos decían. La oficialidad joven del ejército, hasta entonces marginada de los altos puestos de la política percibió, por interés o por convicción, la oportunidad de acceder al poder político mediante su vinculación con los gru-pos conservadores. Su formación militar les permitió fortalecer los planes y los levantamientos conservadores con la estrategia militar que dominaban. El re-sultado de esos vínculos, ya expresados en 1833-1834, durante la primera reforma liberal, la dirigida por Valentín Gómez Farías, fue mantener en una gran inestabilidad al gobierno de Comonfort.

    Al iniciar el periodo constitucional bajo la égida de la Constitución de 1857, el presidente Comonfort y su equipo más cercano consideraron que era preciso introducir reformas al texto constitucional. El movimiento respondía a la necesidad de fortalecer al Poder Ejecutivo profundamente debilitado por las atribuciones que concedía la carta magna al Poder Legislativo. Antes de hacer propuesta alguna al Congreso, Comonfort siguió dos estrategias para eliminar la oposición armada conservadora: primero se buscó entablar el diá-logo con el arzobispo de México, Lázaro de la Garza y Ballesteros, y con el obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía, con el propósito de llegar a un acuerdo sobre las leyes que tanto malestar habían generado: la de los fueros y la de desamortización de los bienes eclesiásticos. Esos propósitos con-dujeron al desastre porque ni el arzobispo de México ni el obispo de Michoacán cedieron un ápice en sus demandas. La segunda vía fue enviar a su ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, Ezequiel Montes, como enviado plenipo-tenciario ante el pontífice. Su misión era precisa: obtener la aprobación de la Santa Sede a las medidas liberales. En este caso, aun cuando el cardenal An-tonelli, secretario de Estado de Su Santidad, parecía dispuesto a llegar a un arreglo con el enviado Montes, el obispo de Puebla, Pelagio Antonio de Labas-tida y Dávalos, quien radicaba en Roma desde que fuera expulsado en mayo de 1856 por sus renuencia a aceptar la intervención de los bienes eclesiásticos de la diócesis de Puebla, decretada por Comonfort en marzo de ese año, se opuso terminantemente a cualquier negociación que implicara el reconocimien-to de la reforma liberal. El obispo de Puebla, hasta entonces famoso por su habilidad como negociador político, mostró por primera vez una postura dura y rígida frente al proyecto liberal. No había arreglo posible. Las alternativas propuestas por Comonfort se agotaron al momento de iniciar las negociaciones.

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    Entonces se perdió la última oportunidad que había de efectuar una reforma del Estado y de la Iglesia de forma pacífica.

    El grupo de Comonfort estaba convencido de que el Congreso no aprobaría reforma alguna a la Constitución, por tibia que fuera. En esos términos se fraguó el movimiento del Plan de Tacubaya a finales de 1857. Inserto en la conspiración contra la Constitución, Comonfort se debatía en la angustia y no había consejo que le satisficiera. A pesar de su comprometida posición, se pro-dujo el muy conocido golpe de Estado a través del Plan de Tacubaya. Este plan otorgaba el supremo Poder Ejecutivo a Comonfort, anulaba la Constitución y anunciaba la formación de un nuevo Congreso, con el cometido de formular una Constitución moderada. La nueva Constitución debería “estar en armonía con la voluntad de la nación”.16 Se trataba de una situación inédita. Era la primera vez que se organizaba un movimiento político-militar con el propósi-to de fortalecer al Poder Ejecutivo frente al Legislativo.

    El plan nació en el seno del gobierno bajo la coordinación de Manuel Pay-no, Manuel Siliceo, Juan José Baz, José María Revilla y Pedregosa y el licen-ciado Mariano Navarro. Es de destacarse que ni los conservadores ni los cléri-gos participaron en la formación del plan ni en su sostenimiento, aun cuando el obispo Munguía y el canónigo Covarrubias habían sido consultados sobre el sentido que debería tener la reforma de la Constitución. Estuvieran o no invo-lucrados en el plan, que en realidad respondía a una acción gubernamental, su resultado fue dar a los conservadores la oportunidad de acceder al poder.

    Al proclamarse el Plan de Tacubaya siguiendo las instrucciones del presi-dente, Félix Zuloaga se puso al frente de las fuerzas de la capital. Pero el presidente se había arrepentido, dejando comprometida a la guarnición y a todos los que habían tomado parte en el movimiento.17 Al aceptar el plan de diciembre, como dijera Payno, Comonfort había perdido y sustituido sus títu-los legales de presidente “por los de un miserable revolucionario”. Ante la deserción de Comonfort, el socio militar Félix Zuloaga no cesó en su empeño y formuló un nuevo Plan de Tacubaya en enero de 1858. Este plan fue apoya-do por las fuerzas militares de Osollo y Miramón que estaban esperando a ser llamados para cubrirse de gloria.

    16 Francisco de Paula Arrangoiz, México desde 1808 hasta 1867 (México: Editorial Porrúa, 1968, 1994 en bibliografía), 430. También en Reforma y República restaurada 1823-1877. Estu-dio histórico y selección de Horacio Labastida (México: Miguel Ángel Porrúa, librero-editor, 2a. edición, 1988), p. 241.

    17 Félix Zuloaga, a los redactores del periódico La Orquesta, el 3 de julio de 1865. En res-puesta a la acusación que se le había hecho en dicho periódico el día primero de ese mismo mes, como ambicioso y traidor. Archivo de la Universidad Iberoamericana, Fondo Féliz Zuloaga, Ibero, fz, Caja 6, Doc. 1872. De ahora en adelante (Ibero, fz).

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    Fue así como dio inicio la Guerra de Reforma, entre el gobierno conserva-dor, situado en la ciudad de México, representado por Félix Zuloaga, y el go-bierno liberal, representado por Benito Juárez, errante en la República hasta situarse en Veracruz. Fue la guerra civil más sangrienta que experimentara México desde 1824: estaba en disputa la religión y sus fueros y la defensa de la República y sus libertades. La confrontación armada parecía, en su primer año, favorable a los conservadores. A partir del segundo año, en 1859, los triunfos empezaron a ser frecuentes para el bando liberal. En ese contexto de guerra, se expidieron los decretos de 1859 conocidos como Leyes de Reforma, que propiciaron la creación de una clase media pujante por medio del decreto de nacionalización de los bienes eclesiásticos y la formación de un Estado laico por el decreto de separación de la Iglesia y el Estado. Las leyes subsecuentes, la creación del registro civil y la declaración de la tolerancia el 4 de diciembre de 1860, poco antes del triunfo liberal sobre las fuerzas conservadoras, instau-raron los valores y derechos civiles que en la actualidad disfruta la sociedad mexicana. A partir de entonces, el proyecto de una República católica y una Iglesia mejicana nacional quedaron en el olvido. No había retorno posible.

    Hasta 1850, los obispos utilizaron el vínculo con Roma como una coraza frente a los propósitos reformistas de los liberales. La jerarquía mexicana, que compartía los ideales liberadores y democráticos que se respiraban en la nación durante la primera mitad del siglo xix, estaba cerca de Roma, pero no tan cerca como para coartar su autonomía. El obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Munguía, expresó esa posición en 1854, cuando se opuso a la celebración de un concordato entre la última dictadura de Antonio López de Santa Anna y la Santa Sede, no sólo porque se trataba de un régimen que estaba por caer frente al avance de las fuerzas militares e ideológicas del Plan de Ayutla, sino porque todo acuerdo del gobierno con Roma dejaba a la jerarquía fuera de las negociaciones y afectaba, por tanto, su libre determinación en los asuntos eclesiásticos. Después del decreto de 1859 que separó la Iglesia del Estado, tal recurso dejó de tener sentido.

    A pesar de su cercanía con la Santa Sede y con el pontífice Pío IX, en particular después del destierro de los obispos decretado por el liberalismo triunfante en 1861, los pastores mantuvieron una sana distancia que les per-mitía adaptar la doctrina pontificia a las realidades del país. No eran fieles sumisos, repetidores de las ideas romanas. Fueron hombres con ideas propias, innovadores y formadores de instituciones. Vivían una contradicción profunda porque coincidían con los liberales en la necesidad de hacer reformas en el país, siempre y cuando se respetaran sus derechos y libertades. Para los libe-rales, la reforma, queriéndolo o no, tocaba los derechos y las libertades ecle-

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    siásticas. No estaban en contra de la religión, pero sí del cuerpo eclesial que se empeñaba en negar el derecho de independencia a la sociedad política.

    Si la administración moderada de Comonfort tenía esperanzas de llegar a un acuerdo con la Iglesia, las tensiones generadas por la guerra y la reforma liberal anularon toda relación posible. La discordia armada tenía la palabra. Quien triunfara en la guerra definiría el futuro de la nación. Esa certeza se encuentra atrás de los proyectos, tanto de los liberales como de los conserva-dores de buscar un apoyo extranjero. Los primeros volvieron los ojos a Estados Unidos, los segundos lo hicieron, de forma persistente y mucho más agresiva, con Europa. Para el obispo de Puebla, Labastida y Dávalos, el triunfo liberal, visto desde la perspectiva de 1859, el año en que se publicaran las Leyes de Reforma, significaba la ruina del país y de la Iglesia. Esa convicción lo llevó a promover la intervención extranjera y el establecimiento del sistema monár-quico con un príncipe extranjero.

    Tradición y modernidad

    Las relaciones entre tradición y modernidad concentran la atención de diver-sos estudiosos. La bibliografía es enorme y son muchas las obras que incorpo-ran en sus títulos ambos conceptos sin que, en su desarrollo, se presente una acabada definición de tradición. Por el contrario, la modernidad es explicada y desarrollada con amplitud. Es factible pensar que no se atiende el concepto tradición porque se refiere, en la definición social aceptada del concepto, a un mundo antiguo supuestamente ya pasado o acabado que no guarda relación alguna con el presente. Esta perspectiva es usual en aquellos que privilegian el estudio de la modernidad y sus contradicciones, tanto en el siglo xx como en el xxi. En cambio, los trabajos sobre el siglo xix mexicano, cuando se for-man los tres partidos políticos que ocuparon la escena histórica, el liberal, el conservador y el moderado,18 tienden a vincular el movimiento conservador “con el pensamiento tradicionalista […]”.19 Ambos términos, conservador y tradicionalista, se identifican en su aspecto de conservar o mantener las prác-ticas y las instituciones que sustentaron la identidad mexicana en el periodo virreinal: la monarquía, porque tres siglos de historia habían probado sus be-

    18 El partido moderado ha sido poco estudiado. Una excepción es el espléndido libro de Sil-vestre Villegas Revueltas, El liberalismo moderado en México 1852-1864 (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1997).

    19 Humberto Morales y William Fowler, coords., El conservadurismo mexicano en el siglo xix (1810-1910) (México: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, University of Saint An-drews, Scotland, U.K., Secretaría de Cultura, Gobierno del estado de Puebla, 1999), p. 9.

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    neficios, y la Iglesia católica, porque daba sentido a la vida y había sido la religión heredada por los padres.

    La tradición aparece vinculada a una visión del mundo que privilegiaba el sentido divino de la vida y la historia humana. Precisamente Max Weber situa-ba el umbral de la modernidad en la ruptura del “postulado ético de que el mundo es un cosmos sujeto a los designios divinos, lo que de alguna manera le confiere una orientación ética y de significado”.20 Se coincide en considerar que la modernidad emerge a partir de un cambio cualitativo. De una revolución en la percepción de la sociedad y el gobierno, hasta entonces regulados por los principios sempiternos del Dios omnipotente cristiano. La ruptura de esa cos-movisión no podía hacerse de forma pacífica ni de forma masiva. Tampoco sería la acción de un momento histórico. En Europa tomaría siglos arribar a la for-mulación de una nueva propuesta social y política que destacara al hombre como ciudadano y miembro de una sociedad regulada por el Estado moderno.

    Los postulados que demandaban mayor libertad, tanto política como so-cial, científica y religiosa, se reforzaron con el primado de la razón, principio de la Ilustración, y la agitación revolucionaria como un proceso continuado de cambio social. Como se sabe, los revolucionarios de la Francia del siglo xviii hicieron añicos el orden absolutista existente y proclamaron un nuevo sistema político, un nuevo orden social: “una nueva y diferenciada serie de proyectos institucionales, emblema del mundo moderno […]”.21 Esos proyectos circula-ron en la Nueva España por medio de panfletos, catecismos políticos y obras publicadas por los filósofos europeos de la Ilustración y la Revolución francesa y por los fundadores de Estados Unidos. Esa majestuosa república que se vol-vió espejo para toda la América española en el siglo xix. También se difundían las obras de los autores católicos que se oponían a la filosofía moderna de Rousseau, Voltaire, Holbach y Fréret. Estos autores, conocidos en la época como los “controversistas”, contribuyeron a difundir aún más la “perspectiva filosófica de la modernidad”.22

    20 Citado en Samuel N. Eisenstadt, “La dimensión civilizadora de la modernidad. La moder-nidad como una forma concreta de civilización”, en Las contradicciones culturales de la modernidad, coordinado por Josetxo Beriain y Maya Aguiluz (Barcelona: Anthropos Editorial, 2007), p. 262.

    21 Björn Wittrock, “La modernidad: ¿una, ninguna o muchas? Los orígenes europeos y la modernidad como condición global”, en Las contradicciones culturales de la modernidad, op. cit., p. 305.

    22 Entre ellos, Bergier, Nonnotte y Valsechi, citados por Alzate en la Gaceta de Literatura del 21 de julio de 1791. Los dos primeros, Nicolás Silvestre Bergier y Claudio Francisco Nonnotte, son “representantes de la enconada polémica que se encendió entre el modernismo y la tradición”. Rechazaban el ateísmo, el materialismo o sistema de la naturaleza, deísmo, escepticismo y las consecuencias que dichas ideas tendrían para estimular la incredulidad de la población. Cfr. Raúl

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    Las prohibiciones inquisitoriales se incrementaron pero las obras seguían entrando por Veracruz y seguían su camino a las bibliotecas privadas, conven-tuales y catedralicias. Sus propietarios se enriquecieron con las ideas ilustradas y con los proyectos políticos que condenaban la monarquía y ensalzaban las vir-tudes de las repúblicas democráticas. Las obras de los filósofos de la Enciclopedia y las de los católicos que se opusieron a sus ideas penetraron el mundo social novohispano. Lo mismo aconteció con las ideas y postulados de la Revolución francesa y la de sus críticos (Edmund Burke y William Paley, entre otros).

    Si el primer avance de la modernidad, del siglo xii al xvi, se reflejó en la concepción del hombre y del sentido religioso, el segundo, el de finales del siglo xviii y principios del siglo xix, se manifestó en la búsqueda de la liber-tad política y la igualdad ciudadana que únicamente podrían lograrse bajo el sistema republicano. El primer proceso, que trastocaba los valores y princi-pios de la tradición católica tuvo un acomodo singular en la Nueva España, porque la selección de los primeros evangelizadores se hizo entre los que provenían del mundo reformado. El segundo introdujo cambios en la visión del mundo que tenían los miembros del clero secular y regular y los grupos de hacendados, mineros y comerciantes, criollos y españoles. Las ideas, que circulaban como proyectos deseables, cristalizaron en la independencia. Se habían enriquecido con el encuentro del liberalismo que se respiraba en las Cortes de Cádiz y la modernidad, que ya habían alimentado los deseos de autonomía y libertad.

    Es bien sabido que el pensamiento social y político de una época se en-cuentra definido por los valores y principios vigentes en la sociedad situada en su pasado inmediato y la imaginación creadora del presente que ya contiene las ideas y los fundamentos sociales que serán hegemónicos en el mañana. También es cierto que cuanto más distante se encuentre una sociedad de su futuro, más fuertes y sólidos serán sus vínculos con el pasado. Esa fortaleza, que se afirma en la tradición histórica, vuelve frágiles y dudosas las interpre-taciones que apuntan a un cambio de las costumbres, los valores y la concep-ción social del hombre y de su historia.

    La ambivalencia propia de ser en el tiempo conlleva una variedad de pos-turas sociales, políticas, culturales y religiosas, tanto de los individuos como de los grupos sociales que, con diferentes grados de intensidad, oscilan entre la seguridad de la tradición y las ventajas y beneficios que ofrece la innovación social. Parte de la complejidad del análisis social e histórico de los grupos humanos radica en esta condición que impide hacer una distinción radical o

    Cardiel Reyes, Del modernismo al liberalismo. La filosofía de Manuel María Gorriño (México: unam, 1981), pp. 32-40.

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    pura entre tradicionalistas e innovadores. ¿Cómo distinguir la línea divisoria si cada individuo tiene una combinación abigarrada de valores tradicionales e innovadores que suelen trasmutarse en su contrario de acuerdo con las circuns-tancias de la vida cotidiana? Esta situación fue más compleja en el siglo xix por la serie de cambios políticos, sociales y económicos que tuvieron lugar. Lorenzo de Zavala dejó consignada la dificultad sociopolítica de esta época:

    Cuando uno detiene su consideración sobre los sucesos de las repúblicas ame-ricanas, parece que una especie de vértigo se ha apoderado de todos sus habi-tantes, que son arrastrados por un movimiento rápido y continuo, que anima-dos por pasiones desconocidas, se acometen, se cruzan y se combaten, de manera que la vista penetrante no acierta a seguirlos ni a distinguir sus dife-rentes direcciones.23

    Otra dificultad que no se puede soslayar es que los conceptos mismos y su contenido cambian al ritmo de la historia. Por ejemplo, la tradición, como con-cepto, nació con la constitución de la Iglesia católica. Esa tradición fue refor-zada por el Concilio de Trento, auténtica reforma católica que afirmó la doble tradición eclesiástica, la oral y la escrita, y el derecho del magisterio en su interpretación, que habían sido cuestionados por la reforma de Lutero. De esa manera, la tradición católica hace referencia al fondo reservado de la fe, de la verdad revelada, inmutable y permanente, que mantiene su pureza a lo largo de los siglos. Por esta razón, las reformas eclesiásticas siempre han significado un retorno o una recuperación de la tradición a través de sus fuentes primi-genias. El carácter inmutable y permanente de la verdad revelada siempre ha otorgado estabilidad a la institución eclesiástica. De acuerdo con esa defini-ción, los obispos mexicanos del siglo xix eran tradicionalistas porque se ape-gaban y defendían con pasión la tradición y disciplina eclesiásticas. Ese ca-rácter condicionaba sus definiciones políticas y los situaba en las posiciones conservadores más radicales. A pesar de ello eran hombres, tanto la primera generación de obispos nombrada en 1831 como la segunda, la que empezó a ocupar las sedes diocesanas vacantes a partir de 1850, que estaban al día de las ideas que campeaban en el mundo. Eran modernos en el campo social y tradicionalistas en el campo eclesiástico. Es decir, en lo teológico, en lo pasto-ral y en el régimen de vida del clero secular y regular.

    Un ejemplo de modernidad se puede seguir en la actuación de Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos como presidente de la Junta Departamental de Michoacán de 1843 a 1847: adoptaba los programas sociales (renovación

    23 Lorenzo de Zavala, Páginas escogidas (México: unam, 1991), p. 115.

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    de la educación) y productivos (apertura de puertos e impulso a la explota-ción de la seda) que demandaba la nación. Su apego a la tradición eclesiástica quedó explicito cuando presentó su renuncia al gobernador Melchor Ocampo en 1847 por una razón de principios: había jurado lealtad a un gobierno, el central. El cambio al régimen federal lo dejaba libre de su compromiso. Pero renunciaba, sobre todo, porque el gobierno había afectado los bienes eclesiás-ticos sin tener consideración de los pastores y la Santa Sede. Se trataba de “la perseverancia inmutable de mis principios”, como dijera Juan Cayetano Gó-mez de Portugal.24 Pelagio Antonio, como arzobispo de México de 1863 a 1891, se hubiera sentido profundamente indignado de ser identificado con el apelativo de conservador. Mucho más con el de “retrógrada inquisitorial intra-table” con que lo etiquetaron José Manuel Hidalgo y Juan Nepomuceno Al-monte, cuando querían obtener todas las gracias del príncipe Napoleón III. Él se consideraba un hombre moderno, moderadamente liberal, apegado a la tra-dición eclesiástica. Es difícil definir las posiciones políticas de los obispos por-que se presentan entrelazadas con la tradición eclesiástica. Los obispos eran hombres de Iglesia que, al margen de su posición política, se veían obligados a defender la autonomía y la libertad eclesial.

    En otro orden, es innegable que las posturas de los obispos con respecto al sistema político más idóneo para el país o sobre el papel que debería desempe-ñar la Iglesia en el nuevo orden y sus relaciones con los gobernantes, se encon-traban estrechamente vinculadas o definidas por la política internacional que sostuvieron los papas Pío VI (1775-1779), Pío VII (1800-1823), León XII (1823-1829), Pío VIII (1829-1830), Gregorio XVI (1831-1846) y Pío IX (1846-1878).

    No se puede olvidar que el primero de esos seis pontífices vivió el surgimien-to del secularismo, el ateísmo y la aspiración de los gobiernos de controlar la Iglesia en sus territorios. Los embates de la Revolución francesa y la ocupación de los estados pontificios doblegaron la voluntad de Pío VI, quien se vio obliga-do a firmar la Paz de Tolentino (19 de febero de 1797) y a publicar la carta pastoral Pastoralis Sollicitudo en la que reconocía la nueva república francesa y, además, recomendaba a los católicos su obediencia. Los términos de la paz, de suyo frágiles, pronto se deterioraron dando lugar a una segunda ocupación de los estados pontificios y a la toma militar de la ciudad de Roma, que condujo al papa al destierro en la Toscana. De hecho, el papa murió en el exilio. Por esa razón, el cónclave para elegir su sucesor se celebró en Venecia con la protección

    24 Portugal, al ministro de Justicia y Negocios eclesiástico, Dr. D. Miguel Ramos Arizpe, el 16 de agosto de 1833. Publicado en la imprenta a cargo del C. Antonio Quintana, octava calle de las Alcantarillas núm. 9, Morelia.

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    del ejército austriaco. Los siguientes cinco papas, de Pío VII a Pío IX, se enfren-taron a los cambios sociales y culturales que impulsaban las nuevas doctrinas filosóficas y políticas, la independencia de los países iberoamericanos, la discon-tinuidad del patronato regio concedido a los reyes de España, la invasión y pérdida de los estados pontificios y, por tanto, del poder temporal del papado.

    Ante las nuevas concepciones políticas, sociales y religiosas, los papas se aferraron a lo que para ellos era la verdad: la defensa del poder temporal del pontífice, de sus dominios territoriales y de la autonomía y libertad de la Iglesia para poseer, administrar y usufructuar sus bienes. Esa libertad era incuestiona-ble en lo que se refería al ejercicio de la espiritualidad de los hombres, sobre los valores morales que deberían normar la vida social y acerca del reconocimiento de la Iglesia católica como la única verdadera. También es cierto que, en la me-dida en que perdía el poder temporal, la Santa Sede afianzaba el control de las iglesias nacionales. Este proceso, conocido como romanización de la Iglesia, al-canzó su máxima expresión durante el pontificado de León XIII (1878-1903),25 Pío X (1903-1914), Benedicto XIV (1914-1922) y Pío XI (1922-1939).26

    La confusión sobre el concepto tradición surge porque aplicado al orden social tiene el mismo carácter que el eclesiástico: el valor de lo permanente que da seguridad y estabilidad social.27 Sin embargo, existe una distinción funda-

    25 El pontificado de León XIII queda fuera del ámbito histórico de este estudio. Él introdu-jo, sin desapegarse de los principios, cambios sustanciales en la doctrina política de la Iglesia. Sobre la participación de los católicos en la vida política de las naciones, véanse las encíclicas de León XIII, Inmortale Dei, sobre la constitución cristiana de los Estados, del 1o. de noviembre de 1885, en Acción Católica Española, op. cit., p. 61. Sapientiae christianae, sobre los deberes de los ciuda-danos cristianos del 10 de enero de 1894, en Acción Católica Española, op. cit., pp. 80-94. Rerum novarum, sobre la condición de los obreros, del 15 de mayo de 1891, en Acción Católica Española, op. cit., pp. 595-617. Graves de communi. Sobre la democrcia cristiana, en . Consulta realizada el 5 de abril de 2009.

    26 Después de la Primera Guerra Mundial, el papa Pío XI (1922-1939) tuvo que negociar la situación de la Iglesia con varias naciones. Su gran logro fue la firma del Tratado de Letrán, el 11 de febrero de 1929, negociado con Benito Mussolini. Por el Tratado de Letrán se estable-cía la ciudad del Vaticano como un Estado independiente, soberano y neutral. En ese año fue la primera vez, desde 1870, que la Santa Sede reconoció oficialmente a Italia como un reino, con Roma como su capital. Por su parte, el gobierno italiano indemnizó a la Santa Sede por la pér-dida de los estados pontificios y aceptó la religión católica como la oficial de la nación. Cfr. J.N.D. Kelly, Oxford Diccionary of Popes (Oxford y Nueva York: Oxford University Press, 1986), y Owen Chadwick, A History of the Popes (1830-1914) (Oxford: Clarendon Press, 1998).

    27 Consejo del pontífice San Agatón (678-681): “Nada debe quitarse de cuanto ha sido defi-nido, nada mudarse, nada añadirse, sino que debe conservarse puro tanto en la palabra como en el sentido. Firme e inconmovible se mantendrá así la unidad […] para que todos encuentren ba-luarte, seguridad, puerto tranquilo y tesoro de innumerables bienes […]”. Fue citado por Gregorio XVI, Mirari Vos, sobre los errores modernos, del 15 de agosto de 1832, en Acción Católica Españo-la, Colección de encíclicas y documentos pontificios (Madrid: Acción Católica Española, 1962), sexta edición, p. 5.

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    mental entre la tradición católica y la social: la primera se refiere el fondo re-servado de la fe, transmitido por generaciones en la historia de la humanidad y resguardado por el magisterio eclesiástico. La segunda, la social, es un pro-ducto histórico, que bien puede ser inventado o resultado de un proceso histó-rico limitado en un tiempo “bastante reciente”.28 Es cierto que nada impide que la tradición católica sea inventada como la social. Sin embargo, a favor de su diferencia aboga la consideración de que es una de las memorias institucio-nales más antiguas de la humanidad.29 En otro orden, como indica Hobsbawn, es preciso distinguir que la tradición social se encuentra diferenciada de la costumbre, “que predomina en las sociedades tradicionales”.

    El objetivo y las características de las “tradiciones”, incluyendo las inventa-das, es la invariabilidad. El pasado, real o inventado, al cual se refieren, im-pone prácticas fijas (normalmente formalizadas), como la repetición. La “cos-tumbre” en las sociedades tradicionales tiene la función doble de motor y engranaje […] La “costumbre” no puede alcanzar la invariabilidad, porque incluso en las sociedades “tradicionales” la vida no es así. El derecho consue-tudinario o la ley común muestran todavía la combinación de flexibilidad sustancial y adhesión formal a lo precedente.30

    El movimiento a favor del cambio mediante el impulso de la filosofía moderna, pronto se identificó con las ideas que planteaban la transforma-ción del orden social, del sentido y posición del hombre y del soberano y, por ende, del Estado y de la Iglesia. Las nuevas ideas tomaron forma en la corrien-te del pensamiento liberal que tuvo sus orígenes en el movimiento de la Ilustración y la Revolución francesa. Durante los primeros 20 años de la épo-ca independiente, los tradicionalistas añoraban la forma de gobierno reco-nocida y respetada por su permanencia histórica, mientras que los innova-dores empezaban a transitar hacia las teorías más liberales que buscaban acabar, como dice Brígida von Mentz, “con lo que consideraban las trabas feudales y medievales prevalecientes en México”.31 Se trata de la misma idea sostenida por Hobsbawn,

    28 Eric Hobsbawm, La invención de la tradición (Barcelona: Crítica, 1983), p. 7.29 La fundación de la Iglesia se remonta a la etapa inmediatamente posterior a la muerte de

    Jesús. Entonces se formó una comunidad religiosa distinta de Israel. Así, aunque la Iglesia no fue fundada por Jesús, “apela a él desde sus orígenes”. Hans Küng, La Iglesia católica (Barcelona: Grupo Editorial Mondadori, 2002).

    30 Eric Hobsbawm, op. cit., pp. 8-9. Comillas en el original.31 Brígida von Mentz, “Estudio preliminar, revisión, y notas”, en México hacia 1850, compi-

    lado por Carl Christian Sartorius (México: Conaculta, 1990), p. 17.

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    […] una hostilidad general contra el irracionalismo, la superstición y las cos-tumbres que eran reminiscencia de un pasado oscuro, si no provenían directa-mente de él, provocó que los apasionados creyentes en las verdades de la lus-tración, como los liberales, los socialistas y los comunistas no fuesen receptivos a las tradiciones viejas o nuevas.32

    Las posiciones frente a la tradición social y católica no tenían una delimi-tación política clara antes de la guerra con Estados Unidos. Los autores de ese tiempo como José María Luis Mora o Lucas Alamán, definieron las opciones por el cambio como progresistas. Las opciones a favor de la tradición fueron definidas por sus contrarios, los del partido del progreso, como miembros del “partido del retroceso”. Como se observa, se trató de una calificación de carác-ter negativo que hacía referencia a la confianza que los tradicionalistas otorga-ban a la organización social novohispana como verdad absoluta, como sumo bien. Esta percepción de la realidad social fue determinante para que los tra-dicionalistas, constituidos en agrupación política, se llamaran a sí mismos “el partido a priori, indicando que sus ideas estaban configuradas con antelación al nacimiento de México”.33

    Algunos autores como Reynaldo Sordo sostienen que el pensamiento con-servador surgió como reacción al “radicalismo filosófico del siglo xviii”, que modificaba de forma sustancial la percepción del hombre y la sociedad.34 Sin oponerme a lo anterior, al estudiar las posturas sociales y políticas que se sos-tuvieron durante el periodo en estudio, de manera independiente de la forma como uno las defina,35 se observa que suelen responder a las necesidades pro-pias del momento, de ahí su fuerte pragmatismo o su profunda ambivalencia. La ubicación política de los personajes en esta historia resulta compleja porque podían asumir un discurso republicano federalista, propio del partido del pro-greso y, al mismo tiempo, defender a ultranza los valores morales tradicionales católicos vigentes en la Nueva España, opción emblemática del partido tradi-cionalista, después definido como conservador. Esa ambivalencia y los cambios de partido de acuerdo con las circunstancias del momento, impiden caracteri-

    32 Eric Hobsbawm, op. cit., p. 15.33 Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano. Los orígenes, t. 1 (México: Fondo de Cultura

    Económica, 1982), xii.34 Reynaldo Sordo Cedeño, “El pensamiento conservador del partido centralista en los años

    treinta del siglo xix mexicano”, en El conservadurismo mexicano en el siglo xix (1810-1910), coor-dinado por Humberto Morales y William Fowler, op. cit., p. 138.

    35 Con nombre y apellido, si se apega uno a los dirigentes, como fueron los iturbidistas, san-tanistas, gomezpedracistas, bustamantistas, juaristas, lerdistas etc., o desde los sistemas políticos que defendían monárquicos y republicanos federalistas o centralistas, o desde los partidos políti-cos y sus facciones, liberales, conservadores, santanistas, moderados.

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    zar con nitidez a los grupos sociales de los primeros 40 años del siglo xix como liberales o conservadores o como tradicionalistas e innovadores. La dificultad se aplica a todos los grupos, ya sean civiles, eclesiásticos o militares.

    En apariencia, las diferentes tendencias políticas del país, al menos hasta después de la expedición contra Texas, tenían el propósito de respetar los va-lores y las tradiciones católicas en cuanto a la moral y las buenas costumbres. También compartían, cuando asumían el gobierno, la pobreza de la nación y la concepción de que los bienes de la Iglesia podían y debían utilizarse para el bien común. De ahí el pragmatismo que en materia eclesiástica distinguió a los hombres que se destacaron en el ámbito público.

    Los cambios tanto en la percepción política como en la social, comenzaron a surgir cuando el fracaso de la expedición con Texas y los desastres de la na-ción pusieron en debate el sistema político más adecuado para el país. Fue entonces, en 1840, cuando José María Gutiérrez de Estrada publicó su defen-sa de la monarquía. En 1849, después de la derrota ante el ejército invasor de Estados Unidos, la República entera se cuestionaba sobre lo que se había he-cho mal y sobre el sistema político que era adecuado para el país. En ese con-texto, Lucas Alamán fundó el Partido Conservador con directrices políticas claramente diferentes a las del Partido Liberal. Las particularidades del Parti-do Conservador no surgieron, por supuesto, de la mente ilustrada de Alamán, como tampoco José María Luis Mora se inventó la ideología liberal. Ambos proyectos se fueron formulando en la dinámica propia de los primeros 50 años del siglo xix e hicieron eclosión en la Guerra de Reforma (1858-1861).

    El pivote de la formación de ambos sentimientos radicó en la postura que sostuvieran sobre la relación Iglesia y Estado. Con esa posición como antece-dente, el estudio centra su atención en esa relación y en las manifestaciones de la jerarquía católica que contribuyeron a radicalizar las posturas del pensa-miento liberal y conservador.

    La Iglesia y el movimiento político conservador

    Es usual considerar que la jerarquía católica mexicana formó parte del movi-miento político conservador. Su oposición a las nuevas ideas, su apoyo y par-ticipación en los gobiernos centralistas, su opción por los gobiernos conserva-dores en 1858 y 1859 y el sistema monárquico en 1861, entre otras manifestaciones, son algunas de las razones argumentadas para situarla dentro del movimiento conservador. Esa opinión también se sostiene en el discurso liberal que necesitaba situar a su enemigo más poderoso en el bando político

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    contrario, el Partido Conservador. La historiografía sobre México poca aten-ción había prestado a los conservadores. En parte porque la reflexión histó-rica fue dominada por los escritores de fines del siglo xix. Estos hombres como Justo Sierra, Francisco Bulnes o Vicente Riva Palacio, el coordinador de la obra monumental México a través de los siglos, estudiaron el liberalismo, la fuerza política triunfante en un siglo que vivió la fortuna de definir la nación en su futuro.

    Ciertamente el liberalismo, heredado del movimiento de la Ilustración, la Revolución francesa, la independencia de Estados Unidos y las Cortes de Cá-diz, prendió en el medio mexicano de la primera República Federal. Los dipu-tados del Congreso Constituyente de 1823-1824, incluso los eclesiásticos como Miguel Ramos Arizpe y Juan Cayetano Gómez de Portugal, los más re-presentativos, veían con simpatía al liberalismo y eran defensores del federa-lismo. Las diferencias que había no tocaban los principios sino la forma de aplicación. Pero también estaban divididos por las opciones del sistema políti-co más adecuado al país: la monarquía borbónica, la monarquía constitucional y la República en sus dos versiones: la central, que había sido adoptada por la República de Colombia, y la federalista como Estados Unidos. Nadie plantea-ba la dictadura como sistema político idóneo, por más que ésa fue la opción política seguida en varias ocasiones en el siglo xix.

    Después de la derrota de las fuerzas mexicanas por el ejército invasor de Estados Unidos, el país se sumió en una etapa de profunda depresión: se cues-tionaba al ejército y al gobierno federal porque habían sido incapaces de defen-der a la nación. En ese contexto se fundó el Partido Conservador con Lucas Alamán como su dirigente. A la muerte de Alamán y debido a la serie de acon-tecimientos políticos que culminaron en la revolución liberal de 1854, el Partido Conservador se encontraba en una etapa de profunda inestabilidad. Es verdad que algunos autores han señalado a diversas personalidades de la época como sus dirigentes. Pero el partido, si así se puede llamar a la unión de vo-luntades pero que carecía de la fuerza de una agrupación, no contaba con un líder político y, lo más grave, carecía de estadistas. La fragmentación política más que su unidad parecía ser su característica.

    En 1856, la revolución conservadora de Zacapoaxtla, Puebla, bajo el lema de religión y fueros, puso al obispo de esta diócesis, Pelagio Antonio de Labas-tida y Dávalos, en el centro de la tormenta. Las circunstancias políticas y so-ciales del país y la voluntad firme de este obispo, recientemente nombrado, de constituirse en un factor de cohesión y no de división, lo llevaron a la cima del Partido Conservador. El reconocimiento a Labastida, como líder político y eclesiástico fue unánime tanto por la sociedad política como la civil y la reli-

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    giosa. Ese liderazgo explica su expulsión del país, en mayo de 1856, previo decreto de intervención de los bienes de la diócesis que produjo, pese a la gran corrupción que generó, ingresos frescos al gobierno. La coyuntura, que situó a Labastida al frente del Partido Conservador, pone en evidencia la pobreza de dicho partido por la carencia de líderes civiles. Eran buenos administradores pero no eran estadistas. La joven oficialidad militar estaba dispuesta a tomar la estafeta, pero a su beneficio. Es verdad que había individuos tan notables como Luis Gonzaga Osollo, el general caballero, y Miguel Miramón. Al morir Osollo el 18 de junio de 1858, por la fiebre del tifo, el Partido Conservador perdió a su estadista más notable. La suplencia de los clérigos en la dirección del partido tendió a debilitar aún más la organización política. Esa debilidad fue evidente en el bienio 1862-1863, cuando el ejército francés manifestó su intención de llevar adelante su proyecto de establecer una monarquía liberal de manera independiente del partido que lo había convocado, el conservador, bajo el argumento de que dicho partido no existía y la población demandaba un gobierno liberal.

    El obispo de Puebla ejerció su liderazgo sobre el Partido Conservador des-de el exilio a través de su hombre en el terreno, el padre Francisco Javier Mi-randa. En 1858, cuando los conservadores asumieron el poder bajo la direc-ción de Félix Zuloaga, Labastida consideró que se trataba de un triunfo efímero por la falta de dotes estadistas del elegido. Fue el único obispo en manifestar su desaprobación. El regocijo del arzobispo de México, Lázaro de la Garza y Ballesteros, y del obispo de Michoacán, Clemente de Jesús Murguía, contrastaba frente a la crítica aguda del obispo de Puebla, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos. De cualquier manera, todo el gabinete de Zuloaga se puso a sus órdenes al tiempo que le dijeron que las puertas de la patria estaban abiertas para su retorno. En medio de su desconfianza respecto de la estabili-dad del gobierno conservador, colocado en manos tan inexpertas, el obispo tomó el camino hacia La Habana tan sólo para enterarse de que los puertos eran controlados por los liberales y su ingreso a la patria le estaba vedado.

    En 1859, cuando se estableció en Nueva York, su estrategia política de propiciar el cambio de Zuloaga por Manuel Robles Pezuela no se llevó a cabo por las componendas locales entre los caudillos militares y los políticos po-blanos, incluyendo el general Echeagaray, el responsable del levantamiento que se articuló en torno al Plan de Navidad. La presidencia conservadora fue asumida por Miguel Miramón, quien ya no gozaba del prestigio de los pri-meros años. La derrota era previsible desde el momento de su elección. Mi-ramón perdió su capacidad de gestión dividido como estaba entre sus funcio-nes presidenciales y la coordinación de la campaña militar. Además, los

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    recursos económicos, a pesar del apoyo de la Iglesia desde la época de Zuloa-ga, eran insuficientes para sostener el gobierno y la guerra. Parecía que las probabilidades de éxito eran sumamente escasas. Ante esa convicción, los deseos de la intervención europea que definiera el triunfo a favor del Partido Conservador arreciaron.

    El padre Francisco Javier Miranda, el gran gestor práctico del cambio político de 1858-1859, con la inteligencia que lo distinguía, percibió la derro-ta con anticipación suficiente para dejar el país y ponerse a salvo. En cambio, sus dirigidos se quedaran atrapados en un trágico fin. El padre Miranda no es una figura agradable. Era un hombre de fuertes pasiones, cuyos amores y odios políticos se traducían en guerras intestinas. A pesar de sus deficiencias per-sonales, era el hombre esencial de la Iglesia y de los conservadores. La posi-ción no era fortuita. Se la había ganado día a día, por su capacidad política y organizativa, demostrada en 1856 y en 1858, y por su defensa firme y tenaz de los valores eclesiales y católicos. Sobre todo, por su deseo persistente de des-truir a los liberales para impulsar un sistema de gobierno que respetara a la Iglesia y le devolviera las posiciones políticas, sociales y económicas de que disfrutaba antes del triunfo del Plan de Ayutla.

    En el contexto de las leyes de Benito Juárez de 1859, las conocidas como Leyes de Reforma, el obispo Labastida fue designado por Miramón y sus con-sejeros obispos como ministro plenipotenciario de México ante la Santa Sede. Labastida no ignoraba que era factible que su misión se dirigiera al desastre. Temía que ese destino manchara su trayectoria, hasta entonces sumamente exitosa. Más temía porque la representación del obispo Vázquez había sido muy prestigiada. A pesar de sus temores, su aceptación de la misión diplomá-tica conllevaba el propósito de regresar a Europa para gestionar la intervención europea y el establecimiento de la monarquía. Estaba convencido de que los conservadores que se habían sumado a Félix Zuloaga en 1858, habían cometi-do un grave error porque carecía de dotes de estadista. En 1859, ya con Mi-ramón como presidente de la facción conservadora, sus sentimientos sobre la incapacidad conservadora de triunfar se habían confirmado. Por eso había empezado a sumarse a los que planteaban la necesidad de la intervención eu-ropea para apoyar a las fuerzas conservadoras.

    En 1860-1861, cuando regresó a Roma, sus gestiones, que reforzaban las realizadas por los mexicanos en el extranjero Gutiérrez de Estrada, José Ma-nuel Hidalgo Hidalgo y Esnaurrízar y Juan N. Almonte, alcanzaron un éxito rotundo. En particular, cuando Pío IX acepta involucrarse en la aventura im-perial. Su intervención fue decisiva para que Maximiliano de Habsburgo acep-tara el ofrecimiento que le hacía ese grupo de notables mexicanos. En 1863,

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    ya nombrado arzobispo de México, contando con amplias facultades de la San-ta Sede, Labastida gestionó un acuerdo con Francia de respeto a los bienes de la Iglesia adquiridos por los mexicanos y los extranjeros por las leyes liberales que los habían afectado. Aceptó, además, fungir como regente hasta la llegada del emperador. Los conflictos con Francia fueron cotidianos desde el primer mes de asumir el puesto de regente, por la ruptura del acuerdo formulado en 1863 sobre los bienes de la Iglesia. También fue profunda la ruptura con el emperador, que de manera abierta promovía los decretos liberales que habían suscitado la guerra.

    El empleo de una fuerza extranjera tenía el carácter, innegable, de un Ejército invasor del territorio nacional. La población mexicana, que ya había sufrido el embate de dos ejércitos extranjeros, el de Francia en la década de los treinta y el de Estados Unidos en la de los cuarenta, vería lastimada su iden-tidad nacional. Además, ¿cómo justificar las muertes mexicanas a manos de soldados extranjeros? Los enfrentamientos armados entre los mexicanos ha-bían destrozado los campos, destruido la unidad familiar y, como resultado, generado mucho dolor, pobreza y hambre. ¿Qué justificación podía haber para infligir y profundizar esos males bajo el rigor implacable de una de las armadas con mayor prestigio en Europa y en el mundo?

    Los interrogantes tienen razón de ser. En el trimestre febrero-abril de 1862, cuando se inició la intervención extranjera, las circunstancias eran favorables para que los conservadores asumieran el poder y dirigieran los destinos de la nación bajo los principios que ellos sostenían. Igual había sucedido en 1858, cuando las circunstancias permitieron que Félix Zuloaga ocupara la presidencia de la República. Alejado de los liberales, tanto moderados como radicales, a Zuloaga no le quedó otro camino, en aquel año, que apoyarse en el Partido Con-servador. Las oportunidades de 1858 se desperdiciaron porque Zuloaga no era el hombre indicado. De eso estaba convencido tanto el padre Miranda, quien estaba en el lugar de los hechos, como el obispo Labastida, residente en Roma por el exilio. Pensaron entonces que el grupo fuerte de los conservadores, el eclesiástico, que era dirigido por Labastida y Miranda, podía suplir las deficien-cias tan notables de Zuloaga. Pero no tuvieron esa capacidad. Tampoco pudieron suplir las deficiencias de Miramón, una vez que asumió la presidencia sustituta como resultado del Plan de Navidad de 1858. Esos fracasos fortalecieron la idea de que era preciso cambiar las instituciones políticas del país, colocar en el tro-no a un príncipe extranjero católico, y sostener el nuevo gobierno con las fuerzas militares nacionales apoyadas por una extranjera. Esa fue la agenda principal del obispo Labastida cuando regresara a Roma a finales de 1859, enviado por Miramón como ministro plenipotenciario ante Su Santidad.

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    En opinión de los mexicanos que estaban en Europa, su propuesta emergía de las bases nacionales: las fuerzas francesas estarían bajo el mando de los conservadores. Serían un apoyo, no tendrían la dirección de la empresa. El proyecto así planteado no lesionaba la soberanía nacional. Tenían toda la ra-zón. Si el proyecto se hubiera llevado a cabo como ellos, desde el exterior, lo habían pensado no se hubiera lastimado la soberanía nacional. Ninguno de los grandes gestores de la monarquía, ni Labastida, Miranda o Gutiérrez de Es-trada se atrevieron a pensar con profundidad los otros aspectos del proyecto que minaban de entrada la posibilidad de éxito. Entre ellos, posiblemente el esencial, como lo comprobaría el padre Miranda, era la inexistencia del Parti-do Conservador y la carencia de un jefe de Estado. Ni Zuloaga ni Almonte alcanzaban a cubrir las expectativas deseadas en un jefe supremo. El primero, a pesar del empeño que había tomado en mantener vivo el Plan de Tacubaya después de la derrota de 1861, porque sus deficiencias habían sido la causa del fracaso del gobierno conservador, y el segundo, porque carecía del prestigio y de la fuerza política necesaria para imponerse a las fuerzas nacionales y a las francesas. Con el agravante de que su debilidad de carácter lo había llevado a asumir la ideología francesa. De esa manera, los esfuerzos por crear una fuer-za nacional que dirigiera el proyecto de la intervención como un apoyo a la causa conservadora se frustraron al momento de nacer.

    El padre Miranda sabía que el apoyo de las fuerzas conservadoras al ejército de la intervención en las acciones militares para tomar Puebla, po-día asumirse como una traición a la patria. Por esa percepción, en la que no estaba equivocado, desde febrero, cuando llegó al país, percibió que era ne-cesario contar con una figura nacional que pudiera reunir a las tropas con-servadoras con las francesas sin temor “de incurrir en la nota de traición a la patria”. Por eso había proclamado el Plan de Córdoba, que nombraba al general Almonte como jefe supremo de la nación, aun cuando no lo consi-deraba el hombre idóneo. Ese plan, que había sido diseñado por Labastida y Gutiérrez de Estrada, había permitido la unión de las tropas mexicanas con las francesas. Bajo ese recurso, las tropas francesas aparecían “no como enemigos de la independencia del país, sino como auxiliares de la causa conservadora, para echar al suelo al gobierno de Juárez y preparar una si-tuación de orden y estabilidad”.36

    36 Francisco Javier Miranda al señor Duque de la Torre, desde La Habana, el 10 de junio de 1862. Genaro García y Carlos Pereyra, Correspondencia secreta de los principales intervencionistas mexicanos, segunda parte (México: Librería de la vda. de Ch. Bouret, 14, cinco de mayo,14, 1906), pp. 109-116.

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    Apartado de ese proyecto, el ejército francés hizo a un lado las fuerzas conservadoras nacionales, fragmentadas al servicio de unos cuantos generales, y asumió por sí mismo el proyecto. Algunos, incluso Gutiérrez de Estrada y el padre Miranda, pensaron que era el momento de abandonar la empresa y em-pujar el establecimiento de una dictadura. Pero el obispo Labastida indicó que no era tiempo de volver a las viejas andanzas, que ningún resultado habían dado en el pasado. Había que seguir adelante con el proyecto. En esa decisión, que se tomaba porque había acuerdos previos con el emperador de Francia y con Maximiliano de Habsburgo, que llegaría a México en 1864, se fraguó la supuesta traición de los conservadores: se había construido a partir de la ilu-sión de los dirigentes políticos Labastida, Gutiérrez Estrada y Miranda, de creer que podían formar un Partido Conservador nacional poderoso, cuando la historia había demostrado que había sido débil y fragmentado desde su forma-ción en 1849.

    En mayo, después de la derrota del ejército francés en Puebla, no había lugar a dudas: el Partido Conservador, una vez más, había perdido la oportu-nidad de dirigir por sí mismo los asuntos nacionales. Con el agravante, en esta ocasión, de que sobre ellos recaían los juicios más severos y amargos de la na-ción: habían violado la soberanía nacional y habían permitido el ingreso de un ejército extranjero invasor. De ser los representantes de las causas más nobles y puras habían venido a concentrar la culpa más grave en la política y en la vida nacional: se habían convertido en traidores. La expresión “traidores”, rechazada por la nueva historiografía, fue contemplada por Labastida y por Miranda al menos en una ocasión. El primero repitió en 1862, con amargura, la misma percepción que había tenido en La Habana, en 1858, de quedarse solo en el proyecto. Con el agravante, en 1862, que reconocía que los promo-tores de la intervención, como lo era él, eran llamados traidores:

    Es extraño que muchos que me escribían antes pidiendo a gritos la interven-ción hoy están contra ella: y no se detienen en llamar traidores a los que la han promovido y la sostienen. A mí mismo me dan los parabienes de que no haya ido cuando pensaba hacerlo; y me exhortan para que no piense en regre-sar al país mientras el pabellón extranjero esté flotando dentro del país.37

    Era claro que al inicio del proyecto la nación podía haber logrado su liber-tad apoyada por la fuerza exterior como auxiliar de la autonomía propia de la

    37 El obispo Labastida a Francisco Javier Miranda, desde Roma, el 17 de julio de 1862. Ge-naro García y Carlos Pereyra, Correspondencia secreta de los principales intervencionistas mexicanos, segunda parte, tomo iv (México: Librería de la vda. de Ch. Bourete, 14, cinco de mayo, 14, 1906), pp. 137-140.

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    nación. En esos términos, existía una línea divisoria muy clara entre las ope-raciones extranjeras y las nacionales. Pero el rumbo se había desviado y la línea divisoria entre ambas fuerzas había desaparecido. De tal manera que, la auto-nomía nacional se confundió con la acción francesa. Por esa confusión, decía el padre Miranda:

    […] el partido y los principios de donde debería salir la vida de la nación, están reportando toda la odiosidad y todo el descrédito e impopularidad de una in-vasión extranjera. ¿Cómo puede comprender ahora la obra de nuestra regene-ración sin tropezar con los inconvenientes y dificultades de una guerra de ocupación y de conquista?38

    En 1863, con la toma de la ciudad de México no había vuelta de tuerca. La desgracia se consumaría cuatro años más tarde. Pero el desatino había em-pezado en 1861, cuando arreciaron los empeños por cambiar las instituciones políticas del país y sostener el nuevo gobierno con un ejército extranjero.

    En febrero de 1867, al fin del Imperio y del Partido Conservador, La-bastida y Dávalos salió del país en compañía del general Aquiles Bazaine y las últimas tropas francesas. Se había dejado a su suerte al emperador Maxi-miliano de Habsburgo. Su salida causó conflictos al emperador porque era la señal para todo México y el mundo de que el Imperio no tenía salvación. Para Labastida tuvo que haber sido muy penoso abandonar al emperador en su trágico final. No se puede justificar su salida cuando él había sido el principal gestor del Imperio y más cuando se iba por temor a las represalias liberales. Pero no abandonaba al emperador en ese momento. Ya lo había hecho, desde 1865, cuando sus desencuentros con la pareja imperial lo ha-bían alejado del círculo de poder en donde se tomaban las decisiones. Maxi-miliano no era un amigo. Por eso pudo tomar la decisión de dejar el país. Su actuación en Puebla en 1856 había sido completamente diferente: no había abandonado la ciudad al calor de los bombardeos de Comonfort por-que los levantados eran sus amigos. Tampoco huyó de Roma en 1870, cuan-do Pío IX se encontraba confinado en el palacio del Vaticano. Labastida no abandonaba a sus amigos. Pero el emperador no era un amigo. No había sido leal: había traicionado a todos los que habían depositado su confianza en él gracias a su catolicidad.

    38 Francisco Javier Miranda al general Leonardo Márquez, el 21 de septiembre de 1862. Genaro García y Carlos Pereyra, Correspondencia secreta de los principales intervencionistas mexica-nos, op. cit., pp. 175-179.

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    Su decisión de salir del país evitó la persecución del Partido Liberal que no perdonaba a los que se habían i