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Novela como Nube

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La novela corta. Una biblioteca virtual www.lanovelacorta.com

 

colecc ión Novelas en Campo Abierto

México: 1922-2000

coordinac ión  y  ed ic ión

Gustavo Jiménez Aguirrey Gabriel M. Enríquez Hernández

Novela como nube

D.R. © 2012, Universidad Nacional Autónoma de MéxicoCiudad Universitaria, Del. CoyoacánC.P. 04510, México, D.F.Instituto de Investigaciones FilológicasCircuito Mario de la Cueva, s.n.www.lologicas.unam.mx

D.R. © 2012, Fondo Nacional para la Cultura y las ArtesRepública de Argentina 12, Col. CentroC.P. 06500, México, D.F.

Diseño de la colección: Patricia LunaIlustración de portada: D.R. © Andrea Jiménez

ESN: 4987512102913802193

Se permite descargar e imprimir esta obra, sin nes de lucro.Hecho en México.

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Índice

I. Ixión en la tierra 5

II. Ixión en el Olimpo 43

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IIxión en la tierra

1, sumario de novela

Sus hermosas corbatas, culpables de sus horri-bles compañías. Le han dado un gusto por lasfores hasta en los poemas: rosas, claveles, pa-

labras que avergüenza ya pronunciar, narcisossobre todo. Ernesto marcha inclinado sobre losespejos del calzado, sucesivos. Se ve pequeñito.Su tío tiene razón: siempre será sólo un niño.O poeta o millonario, se dijo en la encrucijada

de los quince. Un camino quedaba que daba a laparte media de la colmena, pero esto no quieredecir que la burocracia sea para los zánganos.

Pequeña teoría y elogio de la inercia; datosestadísticos de los crímenes que evita. Un acró-

bata que caía, sin n, desde aquel trapecio. Sequería asir del aire. La atmósera en un cuadroque representara cosas de circo, sólo podría re-solverse mezclando almíbar a los colores. Su

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amigo el ingeniero del ingenio le reprochaba elser lampiño. ¡Qué triste! No poder comparar en

un poema las delicias de rasurarse con la estan-cia en Nápoles. Pero ¿quién no ha leído a Gide?“Non point la sympathie, Natanael, l’amour”.¿Y quién lo practicaba? Sócrates, Shakespeare...Tantas Desdémonas en lechos de posada, tantas

Oelias en los estanques nocturnos.Una se ahogó en su ojo derecho. Tendrá que

usar un monoclo de humo de Londres para ocul-tarla. Ladrar del viento policía, investigando ase-sinatos líricos. A la luna la mató Picasso en la ca-

lle Lepic, una noche del mes de... ¿de que año?,del siglo xx. Aquel proesor de historia que ree-ría: “día y noche, bajo los rayos del sol, los ejér-citos…” La mala música del señor Nunó, uertecomo un trago de alcohol; los mismos resultados,

alcohol o música, bebido, oída. Le decía: asó-mate, amiga, a mi balcón del 15 de septiembre.Y Oelia se caía siempre al mar de la calle. Eramuy torpe, la pobre, para entender las lecciones,

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y la pólvora no iba a sostener eternamente la va-rilla del cohete. Vidas paralelas, proesión de co-

hete, amores con las señoritas de la clase media.Cada vez que su cielo amenazaba borrasca, en-cendía uno, como hacen los agricultores.

2, el caé 

Ya está cerca el caé. Ahora el Ojo, como si Er-nesto estuviera viviendo en verso, en esos versosantipoéticos del señor Hugo, tentándole al re-mordimiento. ¡Pobre Oelia! Todo por la aver-sión de Ernesto al paisaje suburbano, resuelto

en manchas de colores opacos, pastosos, y, en elcalzado, de lodo. Y por saber ya cómo terminantodas las películas, y por tener amigos —¡quéhorribles compañías!— que le leen sus comediasantes de estrenarlas.

Su preerencia por ese caé. Mana una luz,aparte de la metaórica, que se llueve de los espe-jos y sale a borbotones, por puertas y ventanas,a las calles sordas y apresuradas, errocarriles sin

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reno y sin n hacia los campos. Pero la ciudadha tomado pasaje de ida y vuelta, y en vano es-

perará el borracho el paso de su cama, y se tira-rá en la acera, recibiendo sobre su cansancio laburla del duchazo de luz.

Presiente que el que ría al último no encontraráya justicación para su risa; recuerda una máxima

popular de tan citada: “reír antes de ser eliz, pormiedo…” ¿Aquí, también, el miedo? No; engolar-se en el vacío gustoso, olvidado de ella, la subur-bana, y de sus cavilaciones de postimpresionista.

Un mozo tira la luna llena sobre la mesa. El

hastío empieza a derramar sobre el techo la le-che embotellada en el cigarro. Si las rutas estánen la cornisa, el salero estará lleno de azúcar. Seadivina el paso del Padre Brown. Pero los bo-tellones no están llenos de vino, y los vasos son

unos pobres vasos comunes que inmovilizan suancho bostezo hacia arriba. Hechos de agua se-dienta, esperan que el Moisés de su mano toquela roca de cristal del botellón.

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Saludos. Sus brazos innitos, como las lucesde un aro, guían a los remeros de las mesas, re-

baño incuestionablemente descarriado. Sus mi-radas untan de amor todos los rostros conoci-dos. No simpatía, Natanael, amor. Pero allí estála réplica del Ojo, por Oelia: —¿Y aquella mu-chacha, en los suburbios? ¿No, mejor, abando-

no?— Leve discusión. Su principal argumento:—Su casa es un búngalo tan eo. Y luego: —Sirobarle a ella este amor, si el agrarista gesto deirlo repartiendo entre los indierentes vecinos vaaumentándoselo, ortaleciéndoselo, cabeza de

hidra en proporción geométrica creciente.

3, Oelia

Oelia, donde las casas no están ni en la ciudadni en el campo. Cada diez minutos el terremoto

del tranvía la hará salir a la ventana, como arras-trada, como empujada por un torrente de luz. Sehabrá dejado la cabellera de algodón, de mu-ñeca rancesa, que le aburre a él tanto. Una vez

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le agradó durante cinco minutos, cinco minutosdurante los cuales estaba él comunicativo y se

lo dijo. Parecerá un juguete, un objeto decorati-vo, un cuadro de Marie Laurencin, lo mismo: lachalina en un hombro, desnudo el otro. Tendráfores en las manos. Querrá que la besen, y en elrostro blanco y redondo sólo resaltarán, brillan-

tes, los ojos y la boca. Será sólo como un besorodeado de leche.

Todos los que ahora bajen en aquella esqui-na tendrán para la esperanza de Oelia el cuerpode Ernesto, su manera de andar, sus ademanes de

cansancio un poco exagerados. Muchos se di-rigirán a la ventana y, viéndola tan abierta, noaltará algún audaz que la salte a robarle aque-lla sombra chinesca de nas curvas, que ensaya-rán, sobre la pantalla de los visillos, el temblor

de él predilecto. En este instante, de seguro, yala habrá perdido, ya se la habrán robado sin re-medio.

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4, la aparición Lo mejor es tenderse, cruzados los brazos, ante

el rompecabezas plástico de ese descompuesto,como por el olvido, por la lente poliédrica delbotellón, allí enrente. La nariz, bajo la boca, enlugar del cuello. Tiene, aislada, un valor deni-torio independiente; sensual, nerviosa, de aletas

eléctricas como carne de rana en un experimentode laboratorio. Dos pares de ojos, en el lugar delas orejas, le brillan como dos aretes líquidos, in-cendiados. Así serían las joyas de la corona, he-chas con los ojos coléricos de los mujiks rebeldes.

La rente es todo el resto de la cara, multiplicadasu convexidad por la del cristal de la botella.

Mujer, raro ejemplar despedazado del tron-co indogermánico... Ernesto le haría un discur-so elocuente, pero sin embargo de la deorma-

ción esta que se la orece ragmentaria, comouna víctima de la cólera preconstitucional, estáseguro de poder reconstruir puntualmente eserostro emenino. La ha visto antes. En alguna

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parte con árboles y con horizontes proundos,contra una marina crepuscular, él le hizo una

coa con un poco de espuma y, hábil dentista, leincrustó diamantes de sonrisa entre los dientesmenudos y uertes. Ahora está viéndolos, haciala mitad del botellón, como un anuncio conoci-do de dentíricos.

La voz de sus amigos. Viajan de Wölfina Caso, en un mariposeo ecléctico verdadera-mente punible. Merecen quedarse en Caso parasiempre. Sugieren hipótesis sobre la utura coli-sión de lo oriental y lo europeo sobre campiñas

perumadas de olclore, arrulladas por él dentrode la cuna que le hacen los dos brazos solícitos dela Sierra Madre. Agrias escenas de la guerra ru-so-japonesa con acompañamientos de guitarrasy ondo del Popo y del Izta, las pirámides de

San Juan y ruinas de conventos churriguerescos.Tema para los autores de corridos. Problema u-turo para nuestra peregrina dirección de Antro-pología, deormadora de cuentos de hadas.

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Y Ernesto por los cerros de Úbeda. Pero Dioses grande y esa mujer no lo es tanto. Le pare-

ce de talla mediana, precisamente como la queanda buscando por su memoria, alumbrándosecon la linterna-botellón.

5, espejo hacia atrás

Sí, esos cabellos rubios, ahora recortados, ue-ron juguete suyo una vez. Estaba él convales-ciente. Un permiso, un mes íntegro de la rentapaternal. Muchas horas, dos días de errocarril.Alimentación metódica, aire, sol, aburrimiento.

Los médicos de la ciudad recomendaban el cam-po; los rurales las diversiones citadinas. Era unpartido de tenis, sobre la red erroviaria, y losenermos obedecían sin resistencia su destino depelotas.

Aquel médico le aseguró que las excitacio-nes le matarían, bilioso ex habitante de Pachu-ca, y se empeñaba en que no pensara, no pelearay no amara. Lo tranquilizó por cuanto al últi-

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mo mandamiento, pues suría su primera crisismisógina por entonces, pero se atrevió a argüir,

con mucha modestia, la dicultad del primero.Aventuró su opinión de que equivalía a pres-

cribir un tedio terapéutico. No, nada de litera-tura. A lo mejor lo declaraba loco, o neurasté-nico al menos, aquel médico peligroso. Acató

sus antasías, por peregrinas que le pareciesen, yse ue a buscar diversiones como de niño a unaplaya lejana. Escenario de sus primeros ensa-yos arquitectónicos, no sólo sobre la arena de laplaya. Sobre la del alma también, pues entonces

edicó un pequeño sistema losóco que luegoha olvidado. Una ola se lo borraría.

Crepúsculo de los cinco sentidos. Y esta mis-ma mujer, una tarde, ante el Pacíco todo ama-rillo como de tanto verse en él los chinos que

inestaban el puerto. El mar, viejo barítono, ocul-taba en el bolsillo de su verdiamarillo chaleco deantasía la moneda del sol, jornal de todo un díade trémolos guturales. Ya en el ondo de los ca-

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és y en los almacenes y en las callejas proundasestaban encendiendo las lámparas, y todavía la

luz amarilla del crepúsculo andaba jugando conél por la playa, por las casas de la orilla, que seponían lívidas al verla bajar por los despeñade-ros mortales del promontorio, y trepar a las pal-meras más altas, y dormirse, incauta, “haciendo

el muerto”, sobre las olas alaces, que ngíanmecerla, acariciándola, para comérsela luego,como al sol. Noviembre olía a su día de muertosy todo el yodo marino no bastaba a apagar lasllamas de cirio que eran, alargados e invertidos,

los corazones y las bocas en orma de corazónde las mujeres que se tendían, pesadas de pensa-mientos cotidianos, melancólicos, sobre las ro-cas y las bancas del paseo. Y las rubias, que eranlas más letradas, sabían que en noviembre las

tardes tienen que ser de lo más amarillo, y, paralograrlo, se peinaban rente al mar hecho trizas.

Y había muchas que cantaban para aden-tro las canciones más en armonía con el paisa-

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je, que seguía siendo un estado de alma a pesarde tantas escuelas de pintura posteriores, y al-

gunas suspiraban con suspiros densos, pesados,sujetos a las leyes de gravedad, que se alzabanun poco, géiseres hirvientes, para caer en segui-da, como cosas de undición de metales, al marespumeante. Hasta hacía un poco de río, pero

esto no contradecía la realidad artística del es-pectáculo, y el ruido de los corazones desenre-nados, mil ochocientos y tantos, no permitía oírlas cosas bíblicas que predicaba el mar mogóli-co, monosilábico y tartamudo, y los recuerdos

más pavorosos ensordecían y cegaban como unviento desalado; y no había nadie que pensaraen el porvenir, nadie que quisiera leerlo en lasestrellas que iban asomándose, componiéndoseantes el tocado, como novias pobres, en los pe-

dacitos de espejo de las olas.Y era algo muy grave y muy triste aquello.

Era la agonía de los cinco sentidos. Porque tam-bién los dedos se habían agarrotado y se habían

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vuelto insensibles, envueltos en el guanteleteduro de aquel río insólito, absurdo, que nadie

quería explicarse, y los dientes mordían el rutoamarillo de la tarde, que era de ceniza, y se mas-caba el aire vanamente al decir palabras insípi-das, sin sentido. Y, como el paisaje, el alma deesta mujer, pequeñita, sentimental y lastimosa, y

por contraste al paisaje su gura, que era la pri-mavera adelantada.

6, Eva Ahora, esbozado ya el ondo, le es muy ácil re-

construir por completo ese rostro. Toda esa mu-jer y el prólogo de una historieta interrumpiday olvidada. Ella alza un rostro que compruebasus hipótesis, pero ya no es necesario. ¡Eva! ¡Ah,sí, Eva! E... V... A. Nombre triangular y perec-

to, con perección sobria, clásica. Agradable depronunciar, cuando se alarga la E y se saboreala V como uno de esos besos que son mordidatambién.

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Bueno, aquella tarde, ante el Pacíco... ¿Quéestaba pensando? Ah, sí, la agonía de los cinco

sentidos, y esta mujer pequeñita y sentimental,y sus cabellos entre los dedos, largos de nervio-sos, del convaleciente. A esa hora se abre unaglándula, de unción más bien patológica, quesegrega romanticismo. A esa hora todo está

tremendamente exagerado. Bajo la soledadexaltada del crepúsculo agrio, los tenores dicenlas cosas más inocentes —¿Me presta usted sulumbreeeeeee?— exagerando los trémolos delalsete. Los jóvenes se gritan por teléono esas

cosas incendiadas que hasta en el interior delos cines están mal. Se presiente, que si pasarapor la playa un sacerdote, lo haría hisopeandoa diestra y siniestra. Esto quiere decir que Evasentía la necesidad de prometer algo para siem-

pre, desalleciendo y entrecerrando los ojos.Naturalmente, lo que juraba y quería que se lejurara era un amor que no sentían.

Lo improvisaron eterno, y él llevó su com-

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placencia hasta improvisar, también, una histo-ria suya increíble, para no llegar con las manos

vacías al estín de las condencias. Ya no re-cuerda si ue la anécdota que le supone nacidoen el mar y llamado también Sindbad, o si re-pitió simplemente la que mayores éxitos le hadado, aquella que le runcía el entrecejo para

que se leyeran en él cosas de gambusinos y -libusteros. Ella le conaba la suya con música:

“...soy de tierras muuuuuuy lejanassoy de San Luiiiiiiiiis Potosí”,

para el arranque, y por lacrimoso epílogo leaseguraba tener marchita el alma y el vino me-lancólico. Pero a pesar de sus devaneos por elcampo, sembrado de trampas, de las canciones

vernáculas, su relato tenía demasiada hilaciónpara ser verídico. No era siquiera verosímil.Probablemente Eva tenía, además, imaginación.Cambiaron de juego, sin embargo, porque a él

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le pareció de pronto —¿por qué?— que eranmuy viejos amigos ya, hasta un poco parientes.

¿Por qué? Se le había acercado un momentoantes:

—¿Pinta usted, señor?No tuvo uerzas para negarlo, porque ella lo

veía. Conesiones estéticas de una burguesa: le

gustaba la pintura, pero sólo entendía, un poco,de música. Le parecieron ingeniosas estas vacíaspalabras. Llegó a atribuirle cualidades abulosas.Creyó ver en ella, sin motivo, el mirlo blanco: unamujer mexicana con sentido del humor. Acaso le

parecía que no lo había dicho en serio. Era seguro.Se prometió hacerle un retrato y desquitarse

exagerando un poco ese rasgo: —¿Pinta usted?Resultaría la más impura, la más literaria de suspinturas; bueno ¿y qué?

7, sus manzanas

Como se llamaba Eva, le conó que a la patro-na de su nombre, vieja ya, demasiado pingüe

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ya para seguir ejerciendo alegremente de modelopara pintores, la conoció una vez en Caliornia,

dueña de una nca empacadora. Pero no ue deEva, ue de sus manzanas de lo que Ernesto le habló.

Que poseía la más valiosa colección. Quesabía el arte de ordenarlas, armonizándolas enuna escala de sabores, como las teclas de un

piano que se oyera con el paladar; y que to-caba en él sinonías como Des Esseintes en elsuyo de licores. Le contó también que tenía al-gunos ejemplares visiblemente apócrios. Quelas de Atalanta y las de las Hespérides, por

ejemplo, no eran de muchos quilates. Y queManzana de Anís no era más que un nombre yun poco de tono menor. Habló de Ceylán y delParaíso terrestre y de sus manzanas venenosas,que guardan las huellas de unos dientes. Pero

le dijo también que tenía una manzana, rutoque tentará a los hijos de nuestros hijos, y queesta manzana era en realidad un puñadito dehumo, una sombra de manzana, una nube en

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orma de manzana o de Juno, postre cumplidopara la generación que, ya sin dientes por la

alimentación sintética que los haga superfuos,sabrá saborear como es debido los olores.

Y para que no uera Eva a atribuirle una sig-nicación ética —la moral, qué divertida a losveintitantos— le explicó que la edad de oro de los

sentidos, que foreció en la Babilonia del tacto,que decayó con el predominio de músicos y pinto-res, sólo volverá a ser en el mundo, un momento,con la hegemonía del olato, para extinguirse lue-go para siempre. ¿A qué venía decirle todo esto?

Probablemente porque aquella tarde a Ernesto leparecía evidente la muerte de todo lo sensual.

Ella le oía sin asombro, aceptándolo todoposible, natural, acaso porque no le interesabanesas anécdotas. Le interesaba el amor.

8, su lexicología Bueno, el amor, precisamente, no. Tenía dema-siado, o le atribuía Ernesto gratuitamente, el

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sentido de la ironía, y por sabia que hubierasido no se habría podido llamar Eloísa nunca.

Hay personas que siempre parece como quehablan con altas de ortograía. Por correcta quesea su pronunciación, un cronista el no resis-te al deseo de llenar sus pláticas de cacograíasal transcribirlas, o, simplemente, al describirlas.

Otras, los diputados, sobre todo, los políticosen general, hablan sólo con mayúsculas inicia-les, intercalando muchas palabras entre comi-llas, espaciadas y subrayadas. Es también unamanera de modestia, un modo de lograr que to-

das pasen inadvertidas.Otras aún —de éstas, Eva—, dicen palabras

que necesitan, cada una, de un asterisco, paraexplicar al margen la signicación esotérica es-pecial que tienen, en su boca, en cada caso.

No sólo las palabras: cada ademán, cadagesto, cada suspiro. Cuando decía “amor”, porejemplo, se le dicultaba a Ernesto el sentido dela rase. Entendía a veces “aventura”, muy po-

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cas “sacricio”, las más “economía doméstica”.Después de todo, ¡se parecía a Elena, tan poco a

Oelia!Sigue una laguna en su recuerdo. No es el

silencio acompasado del sediento que bebe, sinoel del que nunca hubiera tenido sed, o temieratenerla. ¡Qué rabia! ¿Por qué acataría aquella

vez las prescripciones del médico? Un día uturo,aún con Elena, contra toda la medicina. Tendríaque echarle la culpa a la crisis misógina, no muysincera, que creía padecer. Su desesperación, alotro día, cuando desapareció Eva del hotel, de

su vida.Ahora, allí enrente, se acentúa su pareci-

do con Elena. Peor para Oelia, la suburbana.Como lo natural es que no le recuerde, o n-ja no recordarle, él está seguro de que sucederá

exactamente lo contrario.Si se atreviera.Pero sus amigos se creen escuchados por

él. Se quedarán conusos si ven que le recorre

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un escalorío, el de los encuentros peligrosos, yque esta descarga eléctrica tiene su relámpago

de cabellos amarillos en la mesa vecina.Querrán explicaciones. Él no puede darlas,

porque la historia no es, para él, airosa. Se es-tremece. Imagina las burlas uturas. Sí, queda elexpediente de la mentira, pero le sobra pereza.

Mejor esperar. ¿Qué? Lo que sea.La seguirá a la salida, un amigo providencial

lo presentará, cualquier cosa.

9, el espionaje

No. Tendrá que seguirla. Siempre, siempre, pormás que quiere evitarlo, la ironía de sus amigos—¡pero qué espantosas compañías!— al verlesalir, inconsciente, ascinado, tras la pareja. Elmozo guiña un ojo, cuando le paga de más, cre-

yéndolo ebrio.La calle le parece desierta, deormada, re-

donda, en su centro la pareja, como cuando seavanza con un arol en la mano y uno se siente

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inmóvil, y uno siente que lo que se mueve es elcírculo de luz que lo conduce en su centro.

Pero no está desierta. Un automóvil le vienea demostrar, ruidosamente, que bien se puedenacer para hongo, que bien se puede nacer paragenio, y, errando la vocación, dedicarse a vícti-ma del tráco.

Los hombres se deslizan a su lado rápidos,tan nocturnos, tan cabizbajos, disrazados depoemas de Poe. Se respira densamente el heroís-mo de ser hombre.

¿Tan cerca de su casa vive Eva? Nunca lo

hubiera sospechado, y le parece mágico.Y luego se queda en la noche con ese sentimien-

to trágico de la vida que tienen los perros calleje-ros que se acionan a un noctámbulo y lo escol-tan hasta su casa, y suren la tremenda injusticia

de un portazo en el rabo. Continúa en él, vicio-so masoquismo, el de seguir en pos de algo, dealguien.

Irse tras la noche a conocer sus escondrijos

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de minutos, vigilarla paso a paso, ruido a ruidopor la ciudad, por el campo silencio a silencio,

por el cielo estrella a estrella.Y la amargura de sentirse despierto y des-

bordado de cosas proundas, agua negra de lascisternas, hermana bastarda del agua nieve delos volcanes, en esta noche tan igual a la otra,

en un puerto, ante el Pacíco, como si viviera elmismo momento, pero en los antípodas, Eva yatan lejana.

Su conanza, al otro día, en el amigo provi-dente que le presentará a Eva; no puede altar,

está seguro de que asistirá a la cita telepáticaque va dándole en cada esquina, en cada bar, encada iglesia; de pronto saldrá —¿quién, quién?—de cualquier casa, y le invitará sin preámbulos apresentarse a Eva.

Hasta supera su timidez, más bien su des-interés en la vida, que llenaba antes de lógi-ca sus sueños, sin permitirle ser nunca, siquieraen ellos, el protagonista, y con una mala e terri-

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ble le asignaba siempre papeles de comparsa,de servidumbre a lo sumo. La vence. Ahora

va, de noche, por la calle, y mira a Wallace Beeryasaltando a un hombrecillo indeenso y ridícu-lo, Chaplin, quizá. Ernesto lo deende con he-roísmo; el hombrecillo, que se descubre ser elesposo de Eva, le dice que renuncia a ella y se la

da, sabiendo su amor, agradecidamente. O haceerupción el Popocatépetl, y ella y él, los únicossupervivientes, tienen que encontrarse por uer-za y se aman eternamente. Nada.

Nada ese día, ni el siguiente, hasta el sába-

do, preñado de maravillas.

10, el sábado

La tarde del sábado, al principio casi vacía, bos-tezo contenido de la siesta, cielo descolorido,

casi blanco, que poco a poco va coloreándose.Sólo fotan en el aire delgado aspiraciones senci-llas: pasear por una plaza de pueblo, oyendo laserenata del brazo de Oelia; estar casado, tener

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hijos y ser asmático para roncar tan recio, tanrecio, que, por la noche, se reconozca en él, Er-

nesto, por su manera de roncar, al hombre másprominente del pueblo, al que tiene la respira-ción del pueblo a su cargo. Ser presidente muni-cipal...

Luego la tarde se transgura, ensaya co-

lores, se va llenando de cosas milagrosas; losinspectores del tráco, los carrillos redondos,serios en su unción pueril de infar el globo decolores de la tarde, soplando sobre sus mismosbrazos, molinos de viento. Alberto Durero que

hace de las suyas, dibujando sus monstruospueriles en el esqueleto metálico de un inmue-ble que no se acabará de construir nunca, con-tra el poniente enrojecido. La tarde, como esasmuchachas que se ruborizan queriendo ocultar

una hemorragia inesperada, y es como si la san-gre les llenara todo el rostro, todo el cuerpo. Al-guien, vestido de azul, el único sin manchas desangre, se columpia, suavemente, en una nube

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atada de dos pararrayos, como una hamaca depúrpura.

Y Ernesto siente un terror muy preciso deperder el recuerdo, libro aún no leído, de Eva.Su solo recuerdo es ya algo tan emenino, tan e-menino, que no resistirá al deseo de estrenar unode esos trajes magnícos que está realizando, en

su barata, el crepúsculo, y se le convertirá en unestrato para írsele por sobre el bosque de lanzascon que la ciudad va componiendo su rendiciónde Breda.

Un cine abre su reugio engañoso, como la

boca de un pez grande en espera de que se acer-quen los chicos. Ernesto, encandilado, dandoexcusas a diestra y siniestra. Por n. Un sitiovacío. ¿Vacío?

—Señorita, perdóneme, mil perdones, por

poco...—Usted habría salido perdiendo, mire.No ve gran cosa. Acaso un sombrero, reti-

rado con presteza, y un aller tremendo en el

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sombrero; pero ya no se usan. Da las gracias,conuso, mientras un escalorío le tiembla, uná-

nime, en la rente y en las piernas.Le atiga demasiado la penumbra, con esta

mujer, abstraída, a su lado. Es un vaivén des-esperante el de las variaciones de intensidad dela sombra, como un oleaje; la semioscuridad

se le acerca inmensamente, pero ella se rebate,violenta, como una buena nadadora contra lacorriente, yéndose, con su mirada, a la panta-lla, asiéndose, para alejarse, a cada ráaga deluz.

11, el encuentro

Tan suya, esta mujer; ya sólo el tener los dos lasmanos en el barandal, le parece a Ernesto estarlos dos la mano en la mano. Empieza a recono-

cerla, viendo ya un poco más.Los hombres de la marimba lloran sus cosas

absurdas, inclinados, atentos, como mecanógra-os escribiendo al tacto un amparo para que se

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deje en libertad a las corcheas prisioneras en elpentagrama.

Cree decirlo en voz baja:—¿Te acuerdas de aquel camino, desde el

tren, vigilado por los gorriones?Es una asociación de ideas natural, pero ella

no se acuerda de aquel camino, y se revuelve

despertando. ¿De qué país regresará? Ernestopreere no saberlo, y para no saberlo se obligaa no mirar hacia la pantalla. ¿Cómo remediarahora lo impertinente de su observación? Ha-ciéndola, muy namente, el principio de una

plática.Con tal de que los vecinos no protesten. Hay

muy pocos que no estén, cada uno, demasiado ensus cosas. Ella le mira extrañada, pero nunca conmayor sorpresa que la de Ernesto mismo: ¡Eva!

Eva empieza a hablar; le inorma de que notiene por costumbre dirigir la palabra a los des-conocidos, de que no se llama Eva, de que norecuerda a Ernesto. ¿Todo negativo?

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No, porque también le pone al corriente deque el día ha sido azul, de que le aburre la ópera,

y de que cuando se ve la luna nueva basta gri-tarle el nombre de alguien para que esa personanos sea el todo el mes.

No sure una gran decepción al enterarse deque no se trata de Eva. Comprende que, si hu-

biera tenido tiempo de ormarse un ideal de ella,tan olvidada hasta ahora, hasta la otra noche,esta mujer encarnaría su ideal. A Eva le hubie-ra sobrado el recuerdo, aller presente en cadaporo, que le hubiera impedido acercarse a ella,

como lo hace ahora, con el ademán seguro delque corta una ruta en el propio huerto.

12, flm de ocasión

Eva segunda —bueno, más bien Eva tercera, la

primera Elena— le dice más: es casada y su ma-rido es Otelo; pero —¿cómo se llama?

Empiezan los dos, la mano en la mano, comoen un truco de míster Keaton, un viaje que va des-

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de la caseta del mecánico hasta la pantalla. Em-piezan pequeñitos, del tamaño de la película, para

llegar al lienzo con estatura el doble de la real.Y se entran en una primavera sólo de luces

y de sombras, como enmudecida por aquella ca-rencia absoluta de color; así tendrá que ser todaprimavera vista, a través del recuerdo, desde el

otoño que ahora termina. El paisaje cuadradotiene un primer término con césped y bancos yun ondo de árboles verdaderos pero como lle-nos de noche, sin un amarillo de hoja seca, sinun verdiamarillo de hoja tierna. Y sin embargo,

es de día, el mediodía casi. O todo se ha desteñi-do o Ernesto sure un acromatismo exacerbado,como el alma incolora de su amigo Xavier.

Inicia un diálogo de amor, concienzudo, en-tusiasta e inelegante, en que la primavera sale de

los ojos de ella como de los de Ernesto ha salidoella misma, un momento antes.

Se sigue una marina muy sencilla. Puedepintarse con sólo tres brochazos paralelos; en la

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primera ranja, la más clara, se escriben muchasV V V V decrecientes, cira de las gaviotas, y en

la de en medio basta recordar que el mar valúaen mil emes de espuma su oleaje; luego sólo altaesparcir estatuas de sombra por la playa. Esosrutos que se dan en Mack Sennet y que nos lle-gan de Caliornia en los mismos empaques de

los perones y de las películas: Thelma buscandoel cenit, hecha una escuadra, y Elsie el nadir, plo-mada que cae, sin remedio, desde el trampolínde una boya; y Eva, su Eva, que ignoraba el pro-blema arquimédeo, cree indispensable asustar-

se al resolverlo, gritando ¡help, help! en vez de¡eureka!, con amargos gritillos de gaviota. Otrashacen arqueología, suponiéndose hallazgo paralos sabios imberbes, hundidas en la arena comoestatuas pompeyanas semidesenterradas de entre

las cenizas. La emoción romántica está a cargode dos buques lejanos que se cruzan, en lo irre-mediablemente opuesto de sus rutas. Y Ernesto,en un rinconcito del paisaje, escribe su nombre

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sobre la arena con el gesto de un pintor que, yaterminada, rma una marina.

Cabalgando la ola número setecientos, Evase acerca a Ernesto, naciendo de la concha lí-quida como una venus muy convencional, in-mensa, y le entrega un carné con su nombre, sudirección y el número de su teléono, que es una

procesión de cisnes: 2222222. Abajo se leen,en una letra menudita, más detalles exactos:peso: 557 kilogramos; altura, 16 metros; tem-peratura normal, 360 grados centígrados; doteprobable, 10 millones, ¿de qué? nunca sabría su

patria.No tiene tiempo de protestar contra la su-

perchería de decuplicar las ciras, porque el pai-saje se les va de las manos, absolutamente, y seencuentran del brazo en el hall de un hotel cos-

mopolita, donde los ranceses se dejan birlar laamiga, ante la indierencia calva y miope de losalemanes, por los norteamericanos que bailanmejor que los salvajes más salvajes; un inglés

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consulta su baedeker y un portugués termina latarea iniciada el día anterior, rmar en el libro

de registro del hotel. Ernesto y Eva se tiran enuno de esos divanes envidiables que no soportanlas casas decentes por su aspecto tan de cama deposada.

Empieza a admirarle la constancia de esta

mujer que, tan sin pestañear, le sigue en su via-je inmóvil, y sospecha un momento que no seaEva, que sea verdad lo que ella le ha dicho, yaque los proverbios la quieren voluble.

La mira un poco agradecido, con enterneci-

miento, y no puede resignarse a tomar sin ellael transatlántico del día siguiente. Lo diícil esque no hay camarotes disponibles, pero todo loarregla su vieja amistad con el capitán, rotundo,sanguíneo, obeso neoyorquino de quien se mur-

muran pestes.Dejan en la calle, como quien dice, a ese lord

anguloso y a su hermana, maupassantina y lán-guida miss Harriet, que protestan, la mano en

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el pecho, con ademanes melodramáticos, por lainvasión.

Esto es delicioso. Ernesto es el paniaguadode aquel ser rechoncho y magníco que, Dios yel mar aparte, tiene más poder sobre el universopor ahora.

Por las claraboyas de babor, Eva y Ernesto

se hacen señas, desde sus camarotes respectivos,sobre la admiración de los delnes y de los tibu-rones, que escoltan el barco en pos del beso quese caiga, por mala puntería, en el intercambiocarmesí y arrebatado de la señorita del 15 y el

señor del 13. El señor del 13, no le cabe la menorduda, es él; pero, además del número, a él se leconoce por el título, un poco largo, de “el amigodel capitán”.

Luego la Atlántida: a Platón se lo contaron,

pero Ernesto lo está viendo. Los buzos —esosesgrimistas tomados con cámara lenta— de-jan a bordo su personalidad y, todos idénticos,como en una bella época clásica, trabajan en las

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mismas cosas con el mismo estilo y semejantesideas. Pero ¿es éste un transatlántico o un barco

de pescadores de perlas?Denuncia indignado aquel escamoteo de

nombres, pero Eva le explica que nauraga-ron y que esta mala cáscara los ha recogido.Ella, además, le está muy agradecida, porque

la salvó de una muerte segura. Su proximidad leha abierto más los ojos, ya demasiado grandes,y le ha dejado un temblor muy no entre loslabios, como una ruta madura y cristalinaque uera a la vez el cielo, constelado de es-

trellas.

13, notas de policía

Señor, Señor, ¿por qué nacería Ernesto en unatierra tan meridional? Comprende que todos sus

actos giran en torno del amor, que la mujer estápresente en todo lo suyo, eje de todas sus ac-ciones. ¡Siente en este momento unas ganas tanverdaderamente dramáticas de besarla!...

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¿No ha aprendido aún que aquí, por uerza,terminan todas las películas? Ese murmullo, de

aplauso o de protesta, pero siempre de satisac-ción, de descanso, con que una multitud saludael n de algo.

Para los demás lo será. Presiente que para élapenas empieza, ahora, una realidad extraordi-

naria: Hay un hombre delante de ellos. No sa-bría decir cómo es. Pero es El Hombre.

Está allí, ante ellos, gesticulando. ¿Des-de cuándo? Desde el principio del mundo, leparece. La mujer, al lado de Ernesto, ha lan-

zado un grito que él no se atreve a deinir.Su pensamiento recorre, hacia atrás, las dis-

tancias más remotas. Pero a la realidad presenteno penetra, como si el hombre este se hubieradetenido precisamente sobre el umbral de uno

de esos minutos que sirven a los historiadorespara iniciar una época.

Es tan claro lo que está sucediendo, que nolo entiende. Son las cosas demasiado diáanas

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las que no se ven, aire, cristal, poesía. Ésta lasentimos en cómo nos humedece los ojos; el aire

en cómo nos los seca, Góngora, su pañuelo. Loque ahora ha llegado es la tragedia, demasiadoclaramente, y sólo la reconoce, sin verla, en quesu máscara le impide respirar, como si la sota-barba se le apretara, ineludible, a su garganta.

Ese hombre durará una eternidad, ahí, inmó-vil, mudo. Lo reconoce Ernesto. Es el que acom-pañaba a esta Eva segunda en el caé; maquinal-mente hace un inventario de todos los pequeñosgestos hostiles, de todas las miradas sesgas que

le lanzó la otra noche, desde cuando sólo la veíaa través del botellón hasta aquella larga, ya deci-didamente enemiga, del segundo antes de cerrarel zaguán. ¿Cómo no lo advirtió hasta entonces?Algo brilla en sus manos.

Ernesto siente algo ardoroso, incendiado,como el índice de Dios —y Su Ojo, en los de esehombre, como un espejo ustorio que recogieratodos los pecados de toda la vida de Ernesto, y

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los proyectara, ardientes, en un solo castigo—que le toca el rostro, quemándoselo.

Después, muchos siglos después, cuando loha entendido ya todo, oye el disparo...

Verá mañana, en los periódicos, si supieronlos otros con exactitud lo que ha sucedido... ¿Seha apagado otra vez la luz?

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iiIxión en el Olimpo

14, nacimiento

Al despertar, queda abrumado por el peso detantos recuerdos de su sueño, más grávidos aúnpor el desorden, que los hace apretarle, desequi-

libradamente, en sólo algunos trechos de su me-moria. Piensa Ernesto que antes, quizá la nochele serviría para ordenar lo vivido, el día paraordenar lo soñado; pero ésta ha sido una nochepolar, de muchos meses, en los que ha soñado

sin descanso un solo día largo —sin lagunas desueño— como un viaje de Ashaverus que hasta Josaat no se detiene.

Le queda un pensamiento divino, evolucio-nando como un león enjaulado por los dos he-

miserios de su cerebro, describiendo mil vecescada vez el signo de ese innito que entrevióen su sueño. Y una sed dolorosa de tenderse so-bre su carne, de reposar en el ejercicio de sus

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cinco sentidos, tan olvidados ahora que puedever sin sus ojos, tocar sin sus manos abandona-

das, muertas, sobre las sábanas. ¡Qué descansooírse el corazón, en su sístole diástole olvidada,ensordecedora! Debe de haber cerca un reloj,porque junto a su pulso sin rienda se oye otroisócrono e intachable. O será el corazón indi-

erente de alguien que vela junto a él. Quisieraabrir los ojos, pero le contiene el temor de nopoder hacerlo. ¡Qué lástima para el que ahora levela si lo sorprendiera en un estéril esuerzo delevantar los párpados, que deben pesarle como

nunca! Esa mano que abre los ojos de todos losmuertos, qué bien le haría ahora, recién nacido,ahorrándole este esuerzo a que no se atreve.

Debe de estar, supino sobre un lecho muyduro, más blanco que las sábanas. Sus manos

—no adivina su posición— estarán rígidamenteasidas a ese lienzo de seda cuyo contacto le rega-la, desde su despertar, con un placer que nunca,ni cuando las pasaba por dorsos emeninos, en

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su otra vida, había experimentado. No adivinael gesto de sus brazos, pero de sus dedos sí sabe

que, deteniéndose mucho en cada milímetro dellienzo, pasan y repasan, deliciosamente, los mi-llones de celdillas que responden con un tembloracorde, perceptible tan sólo para sus nervios na-cientes. Y este temblor le va haciendo recordar

las imágenes impuras que poblaban su vida an-terior al gran sueño que acaba de abandonar yque ue, éste, una cuaresma huérana de mujer,de amor, de tristeza.

Será una mujer la que le vela, porque el olor

de su sexo triuna sobre la asepsia de hospital quele envuelve como podría envolverle, en el vacío,la nada. Es como si en la tiniebla más honda su-biera a él, desde un estanque, oblicua, la luz deuna estrella muy roja, o mejor muy verde, con ese

verde pútrido de los pantanos. Recuerda el olorde otras mujeres, los sábados, cuando con las ca-belleras húmedas sobre la espalda, junto al gritode blancura que eran, en la estancia hogareña, las

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ropas que planchaban, le hacían saborear el ino-cente licor de lo único limpio que gustaría, des-

pués, en la noche sabatina, que al encenegarle lossentidos sólo le dejaba incólume el olato. Ellas,las nocturnas, le reprochaban luego, desconcerta-das, preguntándole si amaba por las narices.

¿Y si se habrá quedado ciego? Debiera ver la

ranja morada de cuando, en la luz, se cierran losojos. ¿O estará la habitación a oscuras? Qué do-lor nacer en la noche y qué incompleto nacimien-to el de aquel de cuya madre no puede decirse,literalmente, el giro de los cronistas de sociales:

“dió a luz”... Mejor seguir como está ahora, sinatreverse a nacer antes de tiempo, respetuoso deesta hambre suya de gozar, íntegramente, el teso-ro que va reconquistando. Cuando sea el día, yesa mujer se bañe de luz, enmarcada en la venta-

na, Ernesto alzará, sin apresurarse, la otra venta-na de sus párpados. Pero su primera mirada serápara sus brazos, cuyo gesto no puede, no puedeimaginar. Lo intentará mañana, bajo la luz.

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No, mejor ahora: estarán tan blancos sus bra-zos que podrán destacarse en la más densa de

las sombras, resaltando su blancura sobre la de lassábanas... Mas ¡ay!, que su primera mirada, laque él destinaba, limpia, para sí, se le ha dadolarga, untuosa, ciñéndola como un brazo, a lamujer que se inclina sobre él y dice, atigada, un

monosílabo saludable:—¡Ya...!

15, Elena

Es Elena, la reconoce Ernesto ácilmente; en su

otra vida tenía un bigotito castaño, a la inglesa,que daba la medida exacta de la boca de Elena;pero armaba, en un cumplido exagerado, quecuando dejaba de aeitárselo crecía hasta el ta-maño de cada uno de sus ojos, del mismo color

que los suyos, pero más largos y anchos y comocongelados; o a Ernesto se le parecería porquelas lágrimas tardaban mucho tiempo en llenar-los, en tanto que las de él devoraban kilómetros.

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En aquellos tiempos, por la noche, el elogiopreería siempre irse a los ojos, acaso por alta

de otra medida de lo vivido cada día. O seríaque él se había propuesto ser poeta lírico, proe-sión melancólica, elegante y, a pesar de ello, es-toica, hecha de la constancia en renunciar a losdatos exactos del mundo, por buscar los datos

exactos del trasmundo. Él se entiende. El casoes que parecía que cada día vivido iba agran-dándoselos más, llenándoselos cada vez más delas dulces cosas del mundo, y era muy grato,para medir lo vivido, inclinarse a contar las es-

trellas que cabían cada noche en los espejitosgemelos, que tenían una osorescencia lechosa,como la del cielo de la ciudad, cuando llueve.Y para que Elena lo permitiera, era indispensa-ble la argucia previa de un elogio tendencioso.

Luego que, como era su novia, le interesabasaber lo que había hecho durante la jornada,y más que en sus palabras, erizadas de inte-rrogaciones, lo leía él en sus ojos, que por una

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repartición equitativa del trabajo habían con-traído la obligación de responder siempre.

Era ácil: cuando los ojos le crecían hacia loslados, era que había coqueteado un poquito conlos vecinos; y, si para abajo:

—Tú has pensado en cosas trascendentaleshoy, Elena, y eso no está bien, te envejece.

Un día supo, así, que había llorado. Se azo-ró; si tomaba la costumbre... Porque el llanto,Ernesto lo sabía, no es una cosa natural, sinoun arte, de aprendizaje más o menos laborioso,pero ineludible. Dicen de algunos que nacen llo-

rando, pero Ernesto no lo creía; era improbable,a no suponer cierto entrenamiento uterino, diri-gido de peregrina manera por esas madres muysentimentales, muy sentimentales, de Corazón deAmicis en vez de órgano cardíaco. Fue entonces,

también, cuando conoció él el tiempo que tarda-ban las lágrimas en llenar sus pupilas y, como apesar de sus discursos pedantes lloró con ella, lamayor velocidad de sus propias lágrimas.

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¿Por qué no le extraña verla junto a él? Er-nesto acaba de nacer, sin hipérbole, ante sus

ojos, pero también ella nace ahora, con todo eluniverso, para él. Y le parece que han crecidoparalelamente, por foración espontánea, comoesas plantas de los países tropicales que les ense-ñaban en la escuela.

Desallece, atigado de la atención sosteni-da, del nacimiento súbito de toda su memoria.Cierra los ojos, que sólo ha tenido abiertos uninstante, y regresa al sueño, muy hijo pródigo.

16, lecturas, retratosElena ha terminado su cuestionario de hoy, muycorto acaso en consideración de lo débil que estáErnesto aún, y se ha retirado a un rincón a co-ser y a responder con los ojos. Rosa Amalia ha

terminado una relación que él no ha entendido,y orece ahora:

—¿Preieres que te lea el periódico o estelibro?

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Él ya está acostumbrado a no entender las pa-labras de la hermana de Elena, atento a gozarse

en el timbre de su voz. Desde hace muchos añosse ha dado cuenta de que no dice nada intere-sante —demasiado río y lógico, demasiado sutiltodo y rebuscado— entregada a un inconscienteaán de ponerles música a todas sus palabras; lo

había advertido también en su correspondencia:páginas interminables escritas como en papelpautado y con signos musicales y, al nal, casisiempre en la breve posdata, lo único que desea-ba, verdaderamente, decirle. En los días lejanos

del noviazgo con Elena, Rosa Amalia, menor dosaños, terciaba algunas noches en la plática, de laque todos salían entonces con una atiga espiri-tual y ísica que era, en la boca, como despuésde haber mascado chicle durante muchas horas.

Era, le parecía a Ernesto, el pájaro y el jardín ylos amantes en aquellos idilios deslucidos en losque sólo debía haber sido, siempre, la hermanade la novia, como en los versos cursis.

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Con su voz dulce, delgada, está leyendo lasgrandes letras negras en que el periódico dice sus

cosas graves, pesadas, más negras que las letras.El mundo le llega a Ernesto empequeñecido, pri-mero, por la mezquindad de los sucesos, y tam-bién regocijado por la modulación con que RosaAmalia colabora. Llega a parecerle una zarzue-

lilla de aires populares agradables, pero incohe-rentes, en una trama pésimamente urdida. Loseditoriales quisieran hablar con voz ronca y so-lemne sus discursos incontestables, pero es muyecaz alambique el que se retuerce de los ojos a

la garganta de la lectora y salen de él destiladosen un dulzón aguardiente olletinesco, en que lacuestión social es una rágil señora entreteniday los hombres que sobre ella disputan unos sim-páticos comediantes que representan sus pape-

les de bajos y de tenores, de héroes y villanos,con una ácil cólera de teatralidad insospecha-ble. ¿La tragedia? Deben haberse equivocado enel ormato, porque la dejaron olvidada, conun-

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dida hasta en su redacción, entre las noticias po-licíacas. Allí aparecería —¿hace cuánto?— una

pequeña nota que regocijaría a sus más estima-dos enemigos, aquella mañana que Ernesto novivió. Pero ¿cómo habrán dejado ese poema en-tre los anuncios de ocasión?

A un lado cose Elena. Ernesto la interroga;

sus ojos responden que sí, que sí está pensandoen el tío Enrique, que allá en el Real está ahoraganando un dinero que ni siquiera es para gas-tado por un hijo de él y de Elena.

Vislumbra Ernesto que su gura podría resol-

verse en chorros, en corrientes caídas de luces ycolores. Está la cabellera bermeja, sin acabar decaer nunca, con sus oleadas de barro torrencial,sobre los hombros redondos y perectos; y en laconfuencia del entrecejo los ojos alargados unen

sus aguas azules a la de las cejas, para seguir porel recto acueducto de la nariz, rosa de agua deluz de amanecer. Y lo mismo pondría su técnicaesta para el cuello, para el descote, para ese brazo

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abandonado sobre la rodilla, ahora que ha dejadoun instante de coser, con la mano detenida en su

caer por un enómeno gemelo del que inmoviliza,en el invierno del Niágara, estalactitas de hielo.

De cuando en cuando Rosa Amalia interrum-pe su lectura —y es entonces cuando Ernesto re-cuerda que está leyendo— para ponerle un rápido

comentario sin importancia, que él nge aplau-dir con su zurda sonrisa. La luz del sol, colándo-se por la persiana, cuadricula la gura de Elena,haciéndole a él recordar los modelos de sus lec-ciones de dibujo, en la escuela de este pueblo.

¿La ama todavía? ¿Le amó ella alguna vez?Le extraña el verla, como si no uera ella, de per-l, en el espejo del ropero, porque le parece in-creíble que éste pueda refejar otro rostro que elsuyo, que ya era en él como un cuadro, inmóvil y

eterno, que no se borraría ni cuando dejara él demirarlo. Era aquel ingenuo narcisismo super-cial anterior a su salida, hijo pródigo, de este ho-gar de su padre, del tío Enrique después, en don-

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de entonces no había más mujeres que las viejascriadas que habían conocido a “aquella que él

no osa nombrar”. Pero volvió a la hora precisade la Biblia, y le irrita esta indelidad de su espe-jo, tan insospechada, que quién sabe qué rostrorefejaría ahora si Ernesto lo mirara. ¿A quién separecerá con estas vendas? ¿A Apollinaire? Sien-

te una necesidad casi ísica de saberlo, pero sipide un espejo se reirán de él las dos muchachas;si se acercara Elena... en sus ojos, como antes.

17, el ángel Ernesto

Baja los párpados, pero no para pensar en símismo. No podría. Unos pasos de mujer que sealejan distraen demasiado, pero más el ruido deescoba que hacen dos suelas de goma; son pasosrmes, varoniles, que hacen un rumor progresivo

de noventa centímetros más cerca cada vez; sinla precaución de las suelas de goma, quedaríanimpresas en el piso de cemento del corredor sushuellas; ya está en la puerta; es el ángel Ernesto,

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un ángel que pesara, como los de Poussin. ¿Qué,decía la imposibilidad de pensar en sí mismo?

Si es él mismo quien aparece, un poco ave-jentado, pero más uerte, sano, sonriente, bajo eldintel. Es Ernesto a los cincuenta y tantos años:¿cómo había vivido, tan sin memoria, aquel adi-cional cuarto de siglo? Es él quien sonríe a alguien

que está recostado en la cama, con una cicatriz enla rente, y lo saluda y lo besa, llamándole hijo; elotro no contesta y nge dormir, porque no se resig-na, perezoso, a ser actor en una comedia en la quese le había reservado butaca de sueño tan cómoda.

Se ha quedado un poco sorprendido, ade-más, viendo con los ojos entrecerrados que noha cambiado casi, ni su traje es, en manera al-guna, extravagante; de corte sobrio, eso sí, decolores oscuros, como corresponde a su serie-

dad de hombre muerto. Se aeita la barba y lasguías del bigote son moderadas. Pero quizá loque al otro le admira es la ortaleza de minero,la energía que preside todos los ademanes del

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ángel Ernesto. Ahora lo está viendo con sus ojosapagados, hundidos; pero, aunque se le parece,

comprende que no, no es de su raza; su mirada esmolesta, impertinente: ¿su hijo?, había que ver.

Inicia una reprimenda, pero desde luegocomprende la inutilidad de hablar desde arribaa un ser tan pobre, tan débil. Le hablará mejor

dulcemente. No por piedad: los hombres de laraza del ángel Ernesto ya la habían matado undía, en un desierto muy septentrional que abo-naron con su sangre para ver alzarse una selvade hierro y de cemento armado.

El ángel Ernesto habla a Ernesto, y éste com-prende que en realidad es el compañero de aque-lla que él “no osa nombrar”, la que tenía lasmanos más dulces del mundo, y que se ue unatarde al piso de arriba a cruzarlas sobre su seno;

a él lo llevaron a verla, blanca, pero el espejo desus ojos se había empañado ineablemente, conel lienzo de los párpados encima, como las ga-sas negras que pusieron después en todos los de

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la casa. Y él ya había aprendido que los espejossólo lo son cuando nos miran. Recuerda que su

padre la amaba más aún que a la mina, más aúnque a los partidos de beisbol, y que en su despa-cho la habían eternizado viendo sin ver, desde eltrasmundo, asomada a su ventana de oro.

El ángel Ernesto le mira con su mirada más

dura, y le habla de un pasado vergonzoso, y ledice que está a punto de cometer una deslealtadcon el tío Enrique, y que su uturo será ina-me. El ángel Ernesto no sabrá de piedad, peroel deber, en cambio, lo conoce al dedillo. Y des-

pués de todo Ernesto es el ruin, el malo, el quesólo lamenta ahora, en vez de su pecado, no ha-ber aprendido a tiempo el lenguaje que hablabaaquel retrato; si ahora lo supiera, qué ácil lesería convencer al ángel; renunciaría a ello, sin

embargo, porque recuerda que la única vez quevio emocionado el ángel le pareció tan ridículocomo Hércules con las vestiduras de Omalia, yesto le hizo llorar.

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Además, ya sabe el secreto de la ngida dure-za del ángel, que es su manera de cordialidad. El

que ha echado callo en el corazón es él, Ernesto,que, débil, se sabe la ortaleza de la hipocresía yva a empezar a mentir dentro de un momento,cuando acabe de soñar en aquel retrato. Pero,en su honor, sólo dirá mentiras necesarias...

18, unas palabras del autor

Me anticipo al más justo reproche, para decir quehe querido así mi historia, vestida de arlequín,hecha toda de pedacitos de prosa de color y clase

dierentes. Sólo el hilo de la atención de los nu-merables lectores puede unirlos entre sí, hilo queno quisiera yo tan rágil, amenazándome con lacaída si me sueltan ojos ajenos, a la mitad de mipirueta. Soy muy mediano alambrista.

Diréis además: ese Ernesto es sólo un anto-che. Aún no, ¡ay! Apenas casi un antoche. Per-dón, pero el determinismo quiere, en mis novelas,la evolución de la nada al hombre, pasando por

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el antoche. La escala al revés me repugna. Estabamuy oscuro, y mi lámpara era pequeñita. Algu-

nos recomiendan abrir las ventanas, pero eso esmuy ácil, y apagar la lámpara imposible. Sientono poder iluminar los gestos conusos, pero “nopoder” es algo digno de tomárseme en cuenta.

Ya he notado, caballeros, que mi personaje

sólo tiene ojos y memoria; aun recordando sólosabe ver. Comprendo que debiera inventarle unapsicología y prestarle mi voz. ¡Ah!, y urdir, tam-bién, una trama, no prestármela mitológica. ¿Porqué no, mejor, intercalar aquí cuentos obscenos,

sabiéndolos yo muy divertidos? Es que sólo pre-tendo dibujar un antoche. Sin embargo, no osvayáis tan pronto, los ojos, de este libro. A míme ha sucedido esta cosa extraordinaria:

He estado, de noche, repasando un álbum de

dibujos. Por el aire corría el tren de Cuernavaca,en esa perspectiva absurda que se enseña —a míno me cuenten, que se enseña— en las escuelasde pintura al aire libre. Y cuando lo miraba más

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y más intensamente, llegó hasta mi cuarto, agu-da y larga, la sirena de un tren verdadero. A mí

me sucedió esta cosa extraordinaria.Voy a usurpar un minuto los ojos de mi mu-

ñeco, porque él está encerrado, para hablaros dePachuca, donde está la casa del tío Enrique.

19, PachucaEn las escuelas de Pachuca, ¡qué ácil será enten-der que la tierra es redonda! Pero no cóncava,sino convexa, y que la naranja lo es vista desdeadentro, la otra mitad el cielo. Todo el pueblo

se ha hundido por el peso del reloj central, quecada cuarto de hora inicia una canción demo-dada. Esta música, a la larga, llega a pesar másque la torre misma. Se llega de noche y nunca sesabe, desde el balcón del hotel, dónde termina

la tierra y principia el cielo, lo mismo de carga-dos de luces o de estrellas. Por el columpio de lascalles se mecen, sonámbulos, unos cíclopes quellevan en la mano, para mayor comodidad, su

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ojo único, luminoso y redondo. En la noche, sóloellos y los gatos, que los hombres vulgares no se

aventuran ni cien pasos por las veredas alaces;ellos sí, que al salir ya se saben a salvo, con elparacaídas de luz en la mano, y por eso son elloslos únicos clientes de las tabernas nocturnas.

Para los demás habitantes se han hecho las

armacias y las dulcerías, allí tan numerosas. Seha previsto el exceso de susto y derrame de bilis:de noche, el temor a caer en una mina prounda;con la aurora —¡el sol!, se dicen los habitantes: queno lo vean los mineros, pues abrirían un pozo en

el cielo. Y se ponen, unánimes, a soplar contra eloriente el humo de las chimeneas, para velar unpoco el oro celeste. Muchas veces han estado a pun-to de ser sorprendidos en esa actitud de vientos dela antigua cartograía, en una larga la temblorosa.

Después ya no pueden disimular su azoro entodo el día y en la primera parte de la mañanase equivocan invariablemente al comprar o alvender, al administrar justicia, al hacer el amor.

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El reloj también se equivoca. Tiene que corregir,cada quince minutos, recomenzándola al inni-

to, el principio de su cancioncilla.El cielo, en otras partes más que un océano, allí

es sólo un pequeño lago invertido. Las casas, se-dientas, escalan los cerros arrastrándose hacia él.Por él vagan, tortugas aladas, hilera interminable

de hormigas celestes, las carretillas del unicular.Y los cíclopes siguen siendo, ya de día, un

poco de noche rezagada.Mujeres rubias, producto taumatúrgico del

oro —que están ahí por el oro que llegaron a

buscar sus maridos o sus padres— miran nos-tálgicas la única brecha al norte, y se tiran a lostranvías de cola de pavo como una paletada demineral a la vagoneta de la mina.

Los literatos locales sollozan: —¡Ay, cómo

ahoga este ambiente, ay!, y esos señores de bi-gote que abundan en las provincias hacen dela plaza municipal la vitrina de un expendiode postizos. Enrente está la loba del bar. Son

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demasiados gemelos. El mozo se viste apresura-do su traje más desastroso; aumenta articial-

mente su mugre; se ata al cuello una chalina casiromántica: hace versos, cocteles y chistes, malos,ulminantes y desagradables, respectivamente.Habla de medicina.

La medicina es la epidemia verdadera. Todos

se contagian. Todos hablan, a las doce del día,de medicina, porque algún viajero macilento nollega a buscar oro, sino salud, a un pueblo veci-no. Se le admira abiertamente. ¿Tanto oro tiene,o tan poca salud, que ha venido a eso tan sólo?

Llegan estudiantes, mineros, empleados. A losdos minutos están hablando ya de medicina.

—Yo —dice un pobre— una vez tuve un res-riado.

Le interrumpen miradas rías de desprecio;

parece indigna del minuto esa casi enermedadinsignicante. El pobre calla, lamentando la au-sencia en su historia de una de nombre y tera-péutica complicados.

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20, la víctima

A todo esto el cielo es espeso. La tierra se uma

una chimenea más. Olvidaba el júbilo de lasmuchachas con gorras de colegiala. Olvidabaa los aguadores, balanzas ambulantes de el unpoco encorvado por la inútil tarea de tasar enagua el peso del agua, demostración patética de

que la vida es dura, amarga y pesa.No hay ninguna ciudad más agria. Si yo co-

nociera un paisaje más austero, más aún delcubismo, me habría ido allá a pensar mi nove-la. Vislumbro que el terror, un terror ancestral,

natural, ya siológico, es el complejo sumergidodecisivo en sus habitantes.

Los cíclopes son los culpables. Son unoshombres uertes, alegres, y violentos. Vienendel Real. Bajan del monte a beberse los licores

de los de Pachuca, y cargan de paso con susmujeres. Aunque no se recuerda un rapto delas sabinas violento, con violencia histórica, esindudable que se consuma todos los días, de

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una manera legal e hipócrita, bien adaptado ala época y al ambiente.

Si los de Pachuca no han desaparecido la ex-plicación es ácil: yo tenía un amigo con tal as-pecto de víctima, que era de tal manera el tipo devíctima, que todos los que nos acercábamos a éldudábamos un instante si alguna vez lo habría-

mos oendido; nos parecía seguro que en algunaocasión lo habríamos hecho, y, por escrúpulos,nos acercábamos a él oreciéndole nuestra me-jor sonrisa como un presente de desagravio; así,en realidad, no ue nunca víctima de nadie. To-

dos los del Real tienen en Pachuca un amigo así.Pero ahora caigo en la pedantería de esta pá-

gina que acabo de escribir. En realidad no meinteresa el unanimismo como actividad mía. Loúnico que deseo es dibujar al muñeco Ernesto

y a dos muchachas lo mismo de alsas que él, yconeso trampa el haberme detenido en ese on-do algo barroco, pero que me era indispensablepara justicar algunas cosas. Lo patético sería

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—ved que sí lo comprendo— el choque de lacuriosidad de las dos muchachas —azuzada por

los ojos borrascosos de Ernesto— con el miedoatmosérico de Pachuca. Pero tampoco es eso loque quiero. Estoy a punto de reconocer que todolo escrito hasta aquí puede ser pasado por alto.

21, Rosa AmaliaTodos estos días de convalecencia, Elena, a sulado, ha sido el espacio y el tiempo. El tío En-rique —no le guarda rencor alguno, pero nun-ca se resignará a pensar en él como esposo de

Elena— viene del Real todos los sábados, ydía a día se inorma por teléono de su salud.Esta tarde ya pudo hablarle él mismo, y su voz,adelgazada por la distancia, era na como vozde mujer. Ernesto, en esa a manera de oscuridad de

la ausencia, lo sentía cerca, como si estuvieranen una alcoba nocturna, muy juntos, y tuvo quehacer un esuerzo, dominándose, para no susu-rrarle palabras enternecidas.

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Rosa Amalia es dierente; siempre lo deja va-cío de comentarios, pues la adivina alsa, pérda

y muy hábil. En realidad seres así sólo interesana los novelistas. Siempre la ha creído muy le-jos de la bondad. Los otros no lo entienden y laaman sin correspondencia. Él sí, desde cuandoella iba al colegio.

Tiene los ojos verdes, la tez muy blanca y laboca colorada. Y, como su nariz es aquilina, losdías de reparto de premios la vestían de chinapoblana. Apisonaba, en el patrio lagar del jara-be, un picante vinillo de entusiasmo que marea-

ba a la concurrencia y le mojaba de rojo los pies.Y se la hubiera creído ingrávida a no ser por losvecinos desvelados, que repetían máximas agra-ristas asegurando que el suelo era de todos. En-tusiasmaba sobre todo al nal, cuando, inexper-

ta Salomé, orecía en la diana su propia cabezaen la charola invertida del jarano.

Rosa Amalia tenía conciencia de las respon-sabilidades que se contraen llamándose de una

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manera tan romántica, y como la uga vertical,en orma de llama, del misticismo, no la atraía,

se dedicaba a inmoralizar a los que la rodeaban.Ernesto se cree en condiciones de armar queella tenía el diablo en el cuerpo; era simpática atodos, eliz y elina. Tenía cosas de hombre: legustaba pensar y su pensamiento era ágil, pro-

penso a la ironía: y no creía que el amor uese unn. Nadie en su casa, nadie en la escuela com-prendía lo peligroso, lo demoledor de un carác-ter así en una sociedad constituida a base de unmutuo respeto, en los sexos, de la jurisdicción

del contrario.Ernesto la cree incapaz de piedad. ¿A qué vie-

ne, entonces, esa asidua presencia ante la cabece-ra del enermo? O para espiarlos o para compe-tir con Elena. Ésta sí, ésta sí merecería la mano

de Ernesto en el uego. Pero Rosa Amalia… Hallegado a molestarle su insistencia melosa, quecomprende él hipócrita. Discurre con demasia-da lógica, es incapaz de emoción. Sería un amigo

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also y adorable, al que en el ondo odiaría parano dejarse infuir por él. Elena, a la recámara del

enermo, iba a interrogar y a coser; Rosa Ama-lia a responder suciente y a leer cuando él,para librarse de su inteligencia, ngía quedarsedormido.

Se siente deraudado; no siente emoción al-

guna al encontrarse de nuevo en las calles de suciudad; luego que Pachuca derauda siempre unpoco a los habitantes; tienen siempre dos horasmenos de sol que los de otras partes.

Pero al menos, ahora que ya puede salir, le

será más ácil esquivarla. Se está mejor vertical,después de todo. Si estuviera en Tepic, en Cuer-navaca, en Uruapan, este jardín sería hermoso;aquí las fores son muy de metal, y eso cuandolas hay, no ahora.

¿Cómo sería este amor de Elena y el tío En-rique? Imagina la novela con acilidad, pero re-cuerda que ya la escribió el señor Pérez de Aya-la. Tigre Juan, tío Enrique: el mismo número

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de sílabas onéticas ¿el mismo signicado? PeroColás... Eduardo... no, no resulta. Será porque

aquél era la aventura con la nobleza, raza desantos vagabundos, de reyes gitanos. Y Ernestosi dejó el pueblo, si dejó a Elena sin una palabrade disculpa, ue por los vicios de la tierra, quetenían tan linda voz.

Era literatura su noviazgo. Lo prueba que lue-go, muchos años luego, cuando le ue a alcanzarquién sabe adónde la noticia de esta boda increí-ble, sólo le ocurrió la uga goethiana de escribirun desahogo enrevesado. Lo recuerda puntual-

mente, se llamaba...

22, elegía en espiral 

la curiosidad. Ésta de ahora era una muchacha,yo pretendo, buena. Sus virtudes eran numero-

sas, pero menuditas, como vistas con gemelosinvertidos. En cambio, para sus vicios —sólodos o tres— la posición del anteojo se conser-vaba correcta.

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Otras cosas tenía que no se pueden, propia-mente, calicar de cualidades ni de deectos;

ved, si no, su curiosidad. Ahora, muerta —bienque lo sé—, estará inclinada sobre mi hombro,desde el trasmundo, leyendo lo que de ella es-cribo a medida que voy escribiéndolo. Yo debe-ría hacer el escarmiento popular de poner aquí

una palabra dura, o simplemente irónica, quela castigase en su alta; pero no me oende, yme halaga, su atención, y de ella voy a colgar elhilo de mi plática, que ya sé que me será audi-torio propicio e innumerable. (Sí, innumerable:

imaginad el coro de pequeñas virtudes comouna asamblea escolar sin moscas, sin pajaritasde papel y sin demasiadas esperanzas en la horadel recreo.)

Y, voy a decirlo aunque no es cierto, se mu-

rió de curiosidad una mañanita tan clara, tan decristal, que parecía haberse corrido el velo de to-dos los misterios del mundo, y ya sólo quedabael de la muerte.

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la ventana. Quedará al siempre la sospecha deque ella no, sino el de auera, la reja interpuesta,

era el preso. Se podía hablar de las macetas y dela luna, pero no era necesario.

Al pasar, cada quince minutos, el sereno, secambiaba de conversación y de postura, y porun momento el silencio vehemente derretía el

hierro de la reja. Tampoco entonces tenía alasel amor, pero trepaba al cielo, muy ágilmente,por aquella escalera.

Era por mil ochocientos ochenta y aún nodesciraba James Joyce sus monólogos en espi-

ral, pero ya se podía atar las cláusulas del dis-curso con el lazo sencillo de una consonancia,de un gesto, de un recuerdo.

el  discurso. Esta mañana llegó Rosa Amalia.

Traía una mariposa en las trenzas. Ya debe ser laprimavera. Ahora te estás borrando, mira, páli-do, y ya no es verdad que mis dientes alumbran.¿Cómo sería, cuán negra, la boca del lobo? El

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abuelo no cree en los duendes, pero la criadaoyó una noche a la llorona. No somos, mira,

más que dos terrores jóvenes. ¿De qué estará he-cho el temblor? Parecemos cosas de música tañi-das por el susto y por el cariño y por ahí llega elsereno, suéltame los ojos.

el sereno. Avanzaba, dentro de su globo de luz,él, tan tenebroso. Era el planeta que en menostiempo —quince minutos— recorría su órbita,la única cuadra. Pero cada vez era otra vez loimprevisto y el suéltame los labios.

¿De dónde sacaría todas aquellas mantas?Preparaba un truco de circo, despojarse una auna de diez americanas, veinte chalecos, treintacamisas. Era aún el invierno, porque sí, y aun-que no era preciso.

¿Quién podía intentar robarle sus veredas?Y sin embargo él tarareaba que primero la vidaque la querencia, arrullándose, porque ya lleva-ba consigo su cuna de luz. Aquel arol. Era un

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sereno jovial. Sus horribles cigarros. Su honra-dez. Ya vivíamos en pleno teatro español, pero

¿a qué venía salirnos con Ciutti?

interior. Un cuarto de minuto, cada quince, elde auera leía un renglón de aquella sala. Cosainocente tan prohibida.

El día, un parpadeo, tenía su alba en el es-pejo. Un espejo que soñaba retratar a san Jor-ge, mordido innitamente por el dragón dora-do del marco. Aplacaría su sed en el estanque,y el que cayera al agua sería devorado. Rom-

pían a cantar los pájaros en el bosque deltapiz y, en el rincón más alejado, sobre elpiano que jubaga al dominó, no se sabía si Chopinlúgubre acechaba, santo medieval, al Dragón,o era él mismo otro dragón al acecho de almas

sentimentales. Con qué exquisita correcciónse sentaban las sillas del estrado.

A esta cárcel daba otra cárcel, y a su ven-tanuco se asomaba esta misma muchacha, más

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inmóvil, más borrosa, más enamorada ¿de qué,de qué? en su silencio.

el retrato. Se podía hacer, sin preerencias, elde la ventana a la calle o el de la ventana a lasala. El primero era más ácil, cuadriculado porla reja. Como de tus diosas, Homero, era la san-

gre translúcida, insípida y aérea que corría bajoel rostro cristalino. Sangre sólo de aroma desangre. Como el mármol en la de Milo, la carneestaba en ella, pero no ella en la carne, ni Venusen el mármol.

Los cabellos rojos, aguacero contra el cre-púsculo, sobre el busto. Lo inmenso eran el mar,la estepa y su rente. Por ella, remeros de las ce-jas, bogaban los ojos, lindos remeros de las cejas.Que alzara el dedo la más linda, nariz, patinado-

ra arrepentida, rerenada a tiempo de no man-charse, la cándida, en el no labio rosado. Paramás detalles, consúltese cualquier madrigal dela época.

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la tragedia. Sabía preguntar y callaba despuésmaravillosamente. Pero como la hora no alcan-

zaba para todo, empezó a entregar al de aueraestanques lilas perumados llenos de cisnes in-quisitivos.

Su interés era enciclopédico: ¿Qué era la -losoía? ¿Para qué servían la Esnge y el Colo-

so de Rodas? ¿Quién era el arzobispo de Cons-tantinopla que pretendía dejar de serlo? ¿Quéera más, novio o esposo? y ¿qué era el temblor?

Inventario, me prometía, de las cosas queignoro. Pero estaba sumamente alta para ha-

cer diccionarios con éxito. Cuando iba en laB se casó, y no con el de auera, sino con otroque llegó por adentro, como Dios manda.

paréntesis declamatorio. Esta muchacha, caba-

lleros, me parece que tenía un nombre, pero lohe olvidado. También tenía historia, pues erahonrada, pero curiosa. Ya comprendéis lo quepuede pasarle a una muchacha curiosa, en la os-

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curidad, en un balcón, junto a un hombre poseí-do de ardiente celo pedagógico.

Para decirlo se necesita una estilográca muyaguzada y una atmósera enrarecida. Vámonosa recordarla desde una estrella. Por el caminoos contaré El impertinente, novela jamás con-cluida de G. Owen. Es ingenuo y eliz. Come

con propiedad, pureza y elegancia. Ya lo veréisacadémico en 1990. Pero, en castigo a este pa-réntesis, propongo que coloquen un espejo ensu ataúd, para que vaya viendo cómo se resuel-ve en cenizas.

la elegía. La dejaré plantada, ahora, porque es-tuve pensando ir a verla. Como se casó y ya seha muerto, ella es, y el de auera no, la libre, ¡ohdichosa!

Le disgustará una metáora, mi mil ochocien-tos ochenta. Hoy, al escribirlo, tiembla sobremi hombro su voz delgada protestando: —Peroentonces aún no nacíamos… no nacíamos…

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íamos… ossss. ¡Ah, sí, el temblor está hecho deecos, o viceversa! Olvídate.

23, la nube

Falsa, esta elegía. Ha oscurecido ya. Regresará.Elena estará inquieta. Le reñirá por haber estadobajo el sereno, en este pobre jardín sin recuerdos

siquiera, absolutamente desierto. Se inclina so-bre la uente como sobre una ventana abierta alcielo de los antípodas; Ernesto, el chino, miratambién desde el otro lado al Ernesto y al cielooccidentales: no puede sostener su mirada llena

de siglos y de opio. La desvía poco a poco, y sedistrae. Un pez se acerca, muerde el anzuelo deuna estrella; no tiene ánimos para tirar de él, yse le escapa, con anzuelo y todo. Un día lo abri-rán, como en los cuentos, los pescadores, y sa-

carán de su vientre un diamante enorme. Siente,superior a su voluntad, superior a todo, la ma-nía de hacer discursos, que le gana siempre quetiene miedo de pensar en algo. Fuente, principia,

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pupila desvelada, ya te cansarás un día de ver elcielo, delísima; ni siquiera eres el cielo, ni si-

quiera estás lejos. Se detiene; su auditorio eranlas plantas, pero lo ha aumentado el sereno; estan parecido a una estatua hecha tan sólo parasostener el arol, le parece tan electrizado, quetiembla y se calla: si le aplaudiera se produciría

un corto circuito.Vuelve a la casa, pensando ahora sí ya en

su plan. Al abrir el zaguán oye los pasos de al-guien; no puede ser sino Elena; Rosa Amalia es-tará de visita, hablando de cosas que no cree.

Las criadas no andan tan agudo. Está pálido,lo siente. Si Elena encendiera la luz ahora, po-dría leer desde luego, en su rostro, el pensa-miento iname que le va ganando, creciente,creciente. Él mismo, ante un espejo, gritaría:

¡al ladrón! Ladrón, ladrón, ladrón. No, ángelErnesto, esa muchacha era mía, el ladrón hasido el tío Enrique, no me detengas, ángel Er-nesto, suéltame. Si Elena enciende la luz, él no

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podrá decidirse nunca. Mejor salir a su encuen-tro, en el corredor, que debe de estar aún más

oscuro.Pasa una sombra. ¿Será ella? Pero siente su

talle muy delgado, como de virgen. ¿Será queel tío Enrique no la ha… ? Ese beso, tan torpe,debió dárselo entre los dientes. Es natural, en la

mano, no haber encontrado resistencia alguna.Eso no es ningún triuno. Ahora, la puñaladadebe ser rápida, sin vacilaciones.

—Te quiero hablar, ve al cuarto de estudio ala media noche, ¿quieres?

Ella no responde, pero la mano en su mano,apretándose, dice muy claro que sí. Le extraña nosentir ninguna emoción. Comprende que es el nal,minuto en que agonizan los tenores de todas las ópe-ras, y en la pantalla empiezan a ganar los buenos.

Se diría que siente un desencanto anticipado.Se suelta de ella con violencia, con un beso a-lado, y comprende que se le ha desgarrado algomuy sutil. Sube a su cuarto, corriendo casi. Se

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encierra con llave. Iba a llorar, pero en el corre-dor suenan las voces de Elena y Rosa Amalia,

entrelazadas, como las líneas gruesas y las del-gadas en una inicial renacentista.

24, el cuarto de estudio

Piensa si habrá hecho mal en escoger este

cuarto; ¿qué escrúpulo de disrazar de decen-cia su inamia lo hizo elegirlo? ¡Bah, inamia!Parece que no has leído novelas rancesas, Er-nesto. Pero a ella quizá se le diculte venir. Aúnasí, la espera no se le haría demasiado ingrata,

en este cuarto, con las cosas que le acompaña-ron en todos sus viajes, con las cosas del estudiode México, y con las anteriores a su salida deesta casa, hace mil años. Elena. Debe de habersido la que las hizo traer, tan ocupado el tío En-

rique, incapaz Rosa Amalia de esta delicadeza,de esta ternura. Están, todas, todas.

El calor: al ruido, el silencio: al río. Sí, sale.El día, el calor, el ruido, necesitan de director de

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orquesta, de policía; el sol necesita estar enjau-lado, dando vueltas como un león, de un trópico

al otro, incansablemente, dentro de su jaula demeridianos y paralelos. El silencio, el río, estánbien como están. Adorables. Morir. Aquí seríamuy grato.

Cada arista de cada mueble, de cada juguete,

tiene para él un ademán hospitalario, acogedor.Parece que en todos se hubieran escrito estas pa-labras inútiles, tan bellas, “pase usted”, “estáusted en su casa”, “haga aquí lo que guste”.Cada cosa va adquiriendo, a sus ojos, día a día,

mayores cualidades de humanidad. Va descu-briéndoles nuevos gestos, pasiones más o menosvituperables, pero que él se explica y disculpa.Va aprendiendo a verlas desnudas, con desnudezperecta de trajes ni siquiera de aire, de cosas

dentro de campana neumática. Y siente que éles, en este cuarto, rodeado de sus cosas, un elizy complaciente Rey Paussole. Mañana plantaráaquí un cerezo; colgará de él cerezas cristaliza-

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das: al natural no le dan un carácter tan benevo-lente. Administrará, bajo él, justicia: lo que dirá

el papel contra las tijeras de largas mandíbulas decocodrilo y ojos de gacela, pico de cigüeña que enlas cotidianas navidades de sus lecturas no le apor-ta hijos, sino recortes de prensa, hijos muertos delos otros. —Ese remordimiento de inanticidio que

persigue a los escritores que publican demasia-do—. Ese bock va a protestar porque se le destinaa contener pinceles; acaso le disgusta ese aspectode erizo, de alletero, que se le ha dado en cambiodel emenino de antes, desbordada la cabellera de

algodón, espuma de la cerveza.Cualidades emeninas, verdaderamente, las

de esa cortina de raso; curvas armónicas, sua-vidad voluptuosa. Curvas de mujer vertical, in-móvil, retratada contra el pobre paisaje urbano

y enmarcada en la ventana. Una mujer se tiróuna vez, desnuda, sobre ese diván; era algo tanextraño, tan sin concordancia con lo otro, sucarne morena. La hostilidad, entonces, de los

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cojines, de las cortinas, de todo lo emenino dela pieza, celoso. La corrió casi, por miedo a una

insurrección doméstica. ¡Qué lástima si ese cojínhubiera perdido de rabia los colores de sus meji-llas, si se hubiera puesto amarillo de bilis!

Andar descalzo, como Cristo, y sin mojarselos pies, por el lago azul de la alombra; irse a

sentar, incómodamente, en su salita japonesa, queno es una sala, sino un rincón de la pieza —aqueldía que compró un álbum de dibujos y estampasobscenos, japoneses, y para mirarlos largamentetrajo esta mesita enana, rente a la que se sienta a

la manera oriental, en cuclillas sobre unos cojines,y que constituye, ella sola, toda su sala japonesa.

Se ve, de pronto, en el espejo rontero. Su va-nidad: casi se creía ser más él mismo en su auto-rretrato, a un lado, que en el espejo. No, habrá

que empezar de nuevo. Torcer un poco el ángulode la boca, hacer oblículos los ojos azules, comolos que miraba esta tarde en la uente, como losde un chino que uese rubio.

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25, la mano de Júpiter

Sí, vendrá. Antes, en el cuarto de México, sólo

tenía que recordar, para saber si alguien asistiríaa sus citas, su categoría social. En eecto, sólodistinguía una división racional de los hombres;dos castas: los que encuentran placer en diver-tirse y los que se divierten por la necesidad de

ocupar en algo el tiempo; éstos, cualquiera quesea su sexo, son puntuales a todos los reclamosde la aventura. Cierra los ojos, para convencer-se de que está solo y vacío; necesita estar solo yvacío para convencerse de que es él mismo. Hay

una larga pausa en su pensamiento. Está segurode no pensar en nada, como no sea en lo diícil deno pensar en nada.

El roce de un traje de seda que se acerca es, enel silencio, catastróco. Cómo agranda los rui-

dos, inmensamente, la soledad. Ese himno en-sordecedor la precede. También su mirada, queentra un poco antes que ella. Su mirada opaca,borrosa, y sin embargo pletórica de cosas ínti-

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mas, como esas ventanas que empaña el vahode demasiada gente detrás de ellas. Ya está por

entrar. ¿Dónde será mejor besarla? En la mano,para que comprenda que Ernesto ha estado enParís.

Empieza a suceder algo extraordinario. Leasalta la duda de si estará soñando y es así como

se convence de que está bien despierto, pues haobservado que esta idea sólo nos visita durantela vigilia. No es Elena.

—¿Soy puntual? —empieza Rosa Amalia—.Eres vanidoso, encuentras natural que haya yo

venido, y tu obligación era encontrarlo pasmo-so. Si supieras todo lo que he tenido que vencer-me para venir aquí.

...Quisiera interrumpirla. Sí lo encuentrapasmoso, pero ya es costumbre en él sonreír y

guardar silencio cuando no entiende algo. Daasí la idea de haberlo comprendido todo, de en-contrarlo todo natural. Quisiera protestar. Ellasigue hablando. Es hermosa con ese traje, mu-

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cho más hermosa que Elena. ¿Qué hace aquí?¿Sería ella la del corredor? Se parece un poco,

también, a Oelia.Qué rígida atención continuada, qué empe-

ñado amor a la armonía, a la simetría casi, la quepuso Dios al crearla; se comprende que nada ledistraía al trazar con la uña esta línea recta ab-

soluta, inconcebible. Sólo así podría lograr estaconsonancia de sus gestos con sus intenciones,esta obediencia de todos sus músculos, que res-ponden a su voluntad como las piezas de una má-quina incapaz de lo absurdo. Y detrás de todo la

malicia, la alsedad, lo elino. Cree tener resueltoel problema Rosa Amalia. Sólo que el compren-der que es una mujer normal le hace admirarlaextraordinaria, y se propone no jarse sino en loelino, en lo eléctrico, lo que desentona en ella

un poco. No, no se parece a Oelia, ni a Elena,ni a Eva, ni a la otra Eva. Y sigue hablando.

Nada, no es posible decirle nada. Siente de-seos de rebelarse, de gritarle que el lenguaje es

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de todos, que los monopolios están penadospor la ley, que…

Pero Rosa Amalia ha vuelto a él sus ojos tanlentamente, tan suavemente, como si en el alam-bre de la mirada llevara pájaros posados y te-miera espantarlos.

Esta mirada él no se la conocía; la habría im-

provisado, probablemente, para desmentirlo enlo de la electricidad. Le parecía tan inquieta quehasta cuando estaba acostada la sentía caminar,como si todos los lechos se convirtieran, al to-carlos su cuerpo eléctrico, en asientos de auto-

móvil o divanes de pullman en movimiento.

26, Ixión en el Tártaro

Ahora, si se atreviera a decirle que no es ella aquien esperaba... No, muy endurecido en el mal

estará él, pero no tanto que para salvarse tuvie-ra que herir a Rosa Amalia, comprometiendoa Elena de paso. Tendrá que aceptar las conse-cuencias. Su rueda de Ixión será el matrimonio.

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Se siente, de pronto, muy eliz y muy des-dichado. Lo bastante eliz para besarla sin de-

seo, para tirarse por el balcón sin motivos. Losuciente desdichado para, suspicaz consigomismo, buscarles explicación a sus gestos —sí,besarla para que se sienta humillada, sí, tirar-se por la ventana para comprometerla. Y des-

pués del leve sacricio de su libertad —ya lo hahecho, por ti sola, Elena—, le entra una rabia dealtruísmo, de sacricio; le duelen las cosas másimprevistas; siente ahora como enermedad pro-pia la hidropesía del mar, condenado a beberse

sin término todos los ríos de la tierra. Muy elizy muy desdichado.

Se consuela. Así es todo lo denitivo, vestidode blanco y negro, el tiempo con la pechera deldía y el rac de la noche, el espacio con su traje

de rayas de telescopios y microscopios, la poe-sía, con Dante desvelado y Homero lleno de sol.

Rosa Amalia está hablando todavía. ¿Quéhabrá dicho? Su voz tiene ahora un ruido apa-

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gado de agua corriente subterránea. Ya no po-drá recordarle la estampa romántica: sobre el

talle del surtidor, su elocuencia, ha forecido laluna. No, ahora los cenotes, Yucatán, los divor-cios áciles. Este cansancio… Sigue hablando:

—... y te quería de siempre, Ernesto, y nome importaba que tú no lo supieras. Elena dice

que lo de ella y tú eran cosas de niños, pero yoera más niña aún y sin embargo sentía deseosde matarla. Por eso ahora que te trajo el tío,que Elena ya no te amaba, que los de Méxicoya no te retenían consigo, que esa historia que

no quiero saber te hace encontrar grato el venira enterrarte entre nosotros, sentí que te podríayo ganar, Ernesto, y me has hecho hoy muy e-liz, muy eliz...

Ernesto se siente agobiado. Es como si la ba-

lanza que se suponía un momento antes, en ladiestra la elicidad y la desdicha en la otra mano,acabara de desnivelársele de pronto, quedándo-sele vacía la mano derecha. Qué dolor el idilio

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en que uno solo es los dos amantes y el jardín yel pájaro. Y ser sólo el espectador es poco hon-

rado. Ahora tiene Ernesto tanta pena que todala vida no le bastaría para gastar su caudal deamargura. Tendrá que heredársela a un hijo, aun hijo de Rosa Amalia.

Y tampoco tiene tiempo ahora para hacerle

los honores debidos al dolor; lo dejaría para mástarde, ya solo, en su salita japonesa. El mundoestá poblado de desencantos, que es como decirque está vacío. Rosa Amalia acabará de hablaralgún día, él lo presiente, y se desquitará hacién-

dole un epitao mal intencionado. Su esposa.Su esposa.

Ha dejado ella de hablar. Sus miradas giranpor la habitación, como las manecillas de unreloj, y se detienen en él, marcando la hora de

besarla.Su boca es tan pequeña que un beso comple-

to la ahogaría, y resuelve partir su beso en pe-queños trozos que va pasándole uno a uno, con

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el meñique. ¡Qué besos agudos, punzantes, casitan sólo un punto, los que se dan sin sonreír!

Oelia besaba así; luego, en sus cartas, indicabaese punto, esos puntos de los besos, por la inter-erencia de dos líneas en cruz. Ahora sus cartasparecen un cementerio de besos.

Quisiera desasirse de ella para continuar su

juego, para seguir siendo espectador tambiénen lo que se va a seguir. Arrancarse la memoriapara seguir una a una las impresiones del que noha visto nunca, antes, desnudarse a una mujer.¡Qué vergüenza creciente estar vestido! Como

cuando uno cae a un río, a un tanque, gallardosi desnudo, si vestido ridículo.

Pausa, una gran pausa.Es su esposa. ¡Ay, Elena inasible, haberte ama-

do siempre en imagen! En Eva, Oelia, la otra

Eva, y todas, todas. ¡Júpiter vengativo, habitantedel Real, seré el esposo de Rosa Amalia, de estanube! Ixión en el Tártaro, el matrimonio, el ma-trimonio.

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Se serena un poco. Es un consuelo pensar enque nada se nos da, no conocemos nada en eec-

to. De las cosas sabemos alguno o algunos de susaspectos, los más alsos casi siempre. Las muje-res, sobre todo, nunca se nos entregan, nuncanos dan más que una nube con su gura…

Marzo-abril de 1926, en el Chico

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Novela como nube, de Gil-berto Owen, se terminó deeditar el 20 de abril de 2012.En su composición, a cargode Patricia Luna, se emplea-ron tipos Sabon de 23 pun-

tos.

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