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Los Cuadernos de Literatura PAUL AUSTER, EL EUROPEO Odile Van de Walle L a ciudad está llena de «gente que retor- na». Desde que uno se mete en la tra- ma de ilogía neoyorquina, ya no pue- de escapar a sus personajes, a su mun- do lleno de subtergios y a sus ntasmas litera- ríos. Es la estación del rrocarril Grand Central. Cruza bajo la bóveda del vestíbulo, Stillman, viejo loco, místico, despistado, puede que llegue en algún tren; camina encorvado, con su enor- me y raído gabán marrón. Al tiempo que Quinn, detective y escritor, le va siguiendo los pasos acechando el menor detalle. Al recorrer calle abajo Manhattan, se diría que Stillman es un trapero que rebusca entre los cubos de basura la clave de un nuevo lenguaje que redima a la humanidad, y está pendiente de la coincidencia más pequeña, para desciar en el curso de su paseo sin rumbo algún mensaje del azar. Dejamos atrás la Ciudad de cristal, y sus blo- ques ficticios, pasamos el río East junto con Azul, otro héroe de la Trilog, el cual, sin per- der de vista a Negro, recuerda los tiempos en que su padre le contaba cómo se construyó el puente de Brooklyn. Se entra en la Avenida Atlantic, y divisando al ndo las colinas de Brooklyn, se piensa aún en Azul que, tras su ventana, lee a Henry David Thoreau y se disa- za de vagabundo para mejor engañar a su vícti- ma que cree que él es Whalt Whitman. En el momento de volver a encontrar a Paul Auster, no sabes con quién estás, si con el de- tective o el escritor; lo sabremos más tarde, pero en definitiva importa poco ya que «el detective es alguien que mira, que oye, que se mueve en- tre este lodazal de cosas y de acontecimientos, con el pensamiento presto, con la idea de que conseguirá darles una unidad, un sentido. En realidad un detective y un escritor son intercam- biables». Una amplia y tranquila alameda del barrio Slop Park, de Brooklyn. Niños jugando ante las casas victorianas, las «piedras marrones», con pilastras emplazadas y cornisas antiguas, cons- truidas cuando Brooklyn se daba aires de respe- tabilidad. Nada más tocar el timbre, se planta de un salto en el rellano del tercer piso. «Un hombre alto, moreno, que aparece encuadrado en el um- bral de la puerta». Con rasgos casi orientales. Mez- cla de afecto cálido y de dominio autoritario. 62 En el interior Siri Hustved, su mujer, «una ru- bia grande y flaca» que proviene de Noruega «de rma indirecta, pasando por Northfield, Minne- sota». Ella también es escritora. Para la descripción de esta escena, ver las pá- ginas 135 y 136 de La ciudad de cristal. Ahora han pasado cinco años, pero las personas son las mismas. Daniel, el chaval que jugaba al yoyo ha crecido, tiene doce años. Después nació Soa, que tiene dos años y medio; aún no ha salido en ningún relato. Decididamente se parece mucho al escritor strado que Quinn soñó ser y que se llamaba también Paul Auster. Y que a sus cua- renta y dos años es un escritor de éxito. Hasta hoy Paul Auster había estado conside- rado en América como escritor vanguardista, elitista, marginal; «Un aristócrata, de sensibili- dad exquisita, que siente las cosas de una mane- ra sofisticada, intensa, interesado por sus perso- najes solitarios: los artistas, los escritores. Un «escritor de los escritores». Con su cuarto libro, El palacio de la luna, una novela picaresca de más de 400 páginas que acaba de salir en Fran- cia, Paul Auster ha penetrado por fin en Estados Unidos. Al principio le publicaban sólo los pe- queños editores; ahora ha entrado en aguas más prondas. Toda su obra está ya editada en tira- das de libros de bolsillo e inundan las librerías neoyorquinas. Está traducido a quince idiomas. Según nos dice Nahan Graham, su agente litera- rio para Ediciones Viking, «Ahora él figura en el elenco literario, puede vivir de su pluma. He- mos apostado por él. Con El palacio de la luna

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Los Cuadernos de Literatura

PAUL AUSTER,

EL EUROPEO

Odile Van de Walle

La ciudad está llena de «gente que retor­na». Desde que uno se mete en la tra­ma de Trilogía neoyorquina, ya no pue­de escapar a sus personajes, a su mun­

do lleno de subterfugios y a sus fantasmas litera-ríos.

Es la estación del ferrocarril Grand Central. Cruza bajo la bóveda del vestíbulo, Stillman, viejo loco, místico, despistado, puede que llegue en algún tren; camina encorvado, con su enor­me y raído gabán marrón. Al tiempo que Quinn, detective y escritor, le va siguiendo los pasos acechando el menor detalle.

Al recorrer calle abajo Manhattan, se diría que Stillman es un trapero que rebusca entre los cubos de basura la clave de un nuevo lenguaje que redima a la humanidad, y está pendiente de la coincidencia más pequeña, para descifrar en el curso de su paseo sin rumbo algún mensaje del azar.

Dejamos atrás la Ciudad de cristal, y sus blo­ques ficticios, pasamos el río East junto con Azul, otro héroe de la Trilogía, el cual, sin per­der de vista a Negro, recuerda los tiempos en que su padre le contaba cómo se construyó el puente de Brooklyn. Se entra en la Avenida Atlantic, y divisando al fondo las colinas de Brooklyn, se piensa aún en Azul que, tras su ventana, lee a Henry David Thoreau y se disfra­za de vagabundo para mejor engañar a su vícti­ma que cree que él es Whalt Whitman.

En el momento de volver a encontrar a Paul Auster, no sabes con quién estás, si con el de­tective o el escritor; lo sabremos más tarde, pero en definitiva importa poco ya que «el detective es alguien que mira, que oye, que se mueve en­tre este lodazal de cosas y de acontecimientos, con el pensamiento presto, con la idea de que conseguirá darles una unidad, un sentido. En realidad un detective y un escritor son intercam­biables».

Una amplia y tranquila alameda del barrio Slop Park, de Brooklyn. Niños jugando ante las casas victorianas, las «piedras marrones», con pilastras emplazadas y cornisas antiguas, cons­truidas cuando Brooklyn se daba aires de respe­tabilidad. Nada más tocar el timbre, se planta de un salto en el rellano del tercer piso. «Un hombre alto, moreno, que aparece encuadrado en el um­bral de la puerta». Con rasgos casi orientales. Mez­cla de afecto cálido y de dominio autoritario.

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En el interior Siri Hustved, su mujer, «una ru­bia grande y flaca» que proviene de Noruega «de forma indirecta, pasando por N orthfield, Minne­sota». Ella también es escritora.

Para la descripción de esta escena, ver las pá­ginas 135 y 136 de La ciudad de cristal. Ahora han pasado cinco años, pero las personas son las mismas. Daniel, el chaval que jugaba al yoyo ha crecido, tiene doce años. Después nació Sofía, que tiene dos años y medio; aún no ha salido en ningún relato. Decididamente se parece mucho al escritor fustrado que Quinn soñó ser y que se llamaba también Paul Auster. Y que a sus cua­renta y dos años es un escritor de éxito.

Hasta hoy Paul Auster había estado conside­rado en América como escritor vanguardista, elitista, marginal; «Un aristócrata, de sensibili­dad exquisita, que siente las cosas de una mane­ra sofisticada, intensa, interesado por sus perso­najes solitarios: los artistas, los escritores. Un «escritor de los escritores». Con su cuarto libro, El palacio de la luna, una novela picaresca de más de 400 páginas que acaba de salir en Fran­cia, Paul Auster ha penetrado por fin en Estados Unidos. Al principio le publicaban sólo los pe­queños editores; ahora ha entrado en aguas más profundas. Toda su obra está ya editada en tira­das de libros de bolsillo e inundan las librerías neoyorquinas. Está traducido a quince idiomas. Según nos dice Nahan Graham, su agente litera­rio para Ediciones Viking, «Ahora él figura en el elenco literario, puede vivir de su pluma. He­mos apostado por él. Con El palacio de la luna

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Los Cuadernos de Literatura

vamos a conseguirle nuevos lectores, que descu­brirán su Trilogía. Es un peligro para él. Cada vez está más solicitado por los medios de comu­nicación. La generación de los Pynchon, Salin­ger, Saddys, Harold Brodie consiguió escaparse de la atención pública. El es serio. No es como los yuppies, los Bret Easton Ellis o David Leavit que se han creado una reputación entre la socie­dad chic que frecuentan».

Y Francia y España descubren ahora su Trilo­gía neoyorquina, traducida recientemente. Con sus metafísicas polares, que se muerden la cola como pescadillas, sin crímenes ni acusados, con héroes exiliados dentro de su propio cuerpo, que deambulan por Nueva York como persona­jes de Beckett y disertan sobre el antiguo Testa­mento, sobre Pinocho, Cervantes o Montaigne, ha seducido al público intelectual francés. Se la ha comparado con Allan Poe: uno de sus perso­najes se llama William Wilson, sin duda en ho­nor de él. Una sabia mezcla de la sensibilidad europea (es a Dickens a quien prefiere), y del si­glo diecinueve americano.

lUn minimalista? Se le ha encasillado así por la ansiedad de su estilo en Trilogía. lPostmoder­no? «Me han llegado a calificar de postmoderno. En un diario inglés, creo -exclama entre carca­jadas-. Es cierto que engullí muchos libros, que en ellos aprendí mucho. Pero no voy a escribir como ellos. No es muy grave que no tenga un hermano mayor. Todo escritor está aislado.

Además, la realidad ha cambiado. Hay que encontrar nuevas formas, destruir los muros de la casa, sacar a la luz los cables, las tuberías. Ca­da relato impone su forma».

Para su amigo y escritor Don Delillo, Paul Auster tiene algo de muy europeo. «Se le llama postmoderno porque su libro tiene siempre con­ciencia de ser un libro que se está haciendo. Trastoca toda narración convencional».

Con chupa negra de cuero y gafas Ray-Ban, Paul Auster sube a zancadas la escalera. Hacia su estudio, donde llega cada día a las ocho; a cien metros de su casa, lleva vida de ermitaño. En la penumbra de un despacho. «Allí trabajo hasta las cuatro». Su mujer le llama «su budista Zen». Cuatro paredes grises, con un ventanuco que da a un muro ciego. «El cuerpo tiene que vaciarse del mundo para descubrir el mundo». En otras palabras: «Si viese un buen panorama, me distraería. Quiero recorrer el interior de las cabezas, seguir los latidos de la conciencia. Y o no hago novela sicológica, como el noventa y nueve por cien de los novelistas americanos». Una silla, y en un rincón un sillón todo desven­cijado en el cual él se desploma, se hunde. Una polvorienta mesa de madera negra, con un retra­to de Philipe Petit, el funámbulo («Traduje su li­bro sobre el arte del funámbulo»- luna afición por los juegos de equilibrio o de azar?), y con la maqueta de su próxima novela, A music of chan­ce. Diccionarios, libros («cuando escribo, los cie­rro todos») y libretas francesas de Clairefontaine

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(«mis fetiches ridículos») que llena con su letra pequeña y apretada. «Cuando llego a algo defi­nitivo, lo paso a máquina en mi pequeña Olim­pia. Si consigo una página al día me siento satis­fecho».

Es lento en usar las palabras. Da vuelta com­pleta a un texto. Y vuelve a empezar. Se pasa allí días enteros encerrado con sus obsesiones y sus fantasmas, para encontrar las palabras de un relato que reúna los fragmentos de una vida. Partiendo de sí mismo o de otro, para contar su propia historia: La de un niño que fue engendra­do en las cataratas del Niágara. «La idea de que tuvo que haber sido un coito sin pasión alguna, en un tanteo dócil efectuado entre las sábanas

heladas de un hotel -dice en La invención de la soledad- hace que viva pensando en mi propia precariedad humildemente, permanentemente. Las cataratas del Niágara. O el azar de una unión de dos cuerpos. Y luego yo, un homúnculo ca­sual, igual que un loco de esos que se lanzan ca­tarata abajo metidos dentro de un barril».

Como un Robinson Crusoe náufrago en me­dio de la gran ciudad, el nieto de emigrantes ju­díos investiga sus raíces. Reconstruye su álbum familiar partiendo de páginas vírgenes: «Esta es nuestra vida, los Auster». Encuentra a un tío suyo, alcalde de Jerusalén entre 1948 y 1951. A sus antepasados en Europa central. Por parte de su padre, los Stalnislav, en la Galitzia: «Un terri­torio que siempre está cambiando», polaco entre

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las dos guerras, hoy soviético. «Cuando mi abuelo vino aquí en 1910, era austro-húngaro. Tres hermanos de mi abuelo sirvieron en el ejército austríaco, los tres murieron. Creo que mi padre tuvo tres hermanos y una hermana. Cada uno nacido en un lugar distinto. Sólo mi padre nació en Estados Unidos. Fue el menor». Por parte materna, la abuela nació en Minsk y el abuelo en Canadá y llegó con cinco años a Esta­dos Unidos: «Mi madre nació en Brooklyn. Y mi padre vivió en Wisconsin hasta los cinco años. Hasta la tragedia».

«No temo a la verdad, ni tampoco a decirla. Mi abuela le asesinó a mi abuelo. El 23 de enero de 1919, sesenta años justos antes de la muerte de mi padre, su madre mató a su padre de un ti­ro, en la cocina de su casa, A venida Fremont, en Kenosha, Wisconsin». Hoy día, a los diez años de escribir estas líneas en La invención de la so­ledad, Paul Auster sigue hablando de «la trage­dia». Echa mano a recortes de prensa de aquel entonces. «Una mezcla de regodeo, repulsa y sentimentalismo, acentuada por el hecho de que eran judíos, es decir, extraños por definición». Y llega a encontrar retratos familiares en los que la imagen de su abuelo había sido borrada.

La invención de la soledad. Su obra fundamen­tal. Paul Auster no cesa de encender y apagar sus puros pequeños: «Era el 14 de enero de 1979. Cuando ya no pensaba que podía vivir de escribir, cuando lo había intentado todo y fraca­sado -la enseñanza, el reportaje deportivo, la in­vención de un juego de cartas-, yo daba fin, muy avanzada la noche, a la escritura de mi pri­mera obra prosa poética, Espacios blancos, en un estado de exaltación. Por la mañana suena el te­léfono: mi padre ha muerto». De repente, la cer­teza: «Antes de hacer la maleta ... ya estaba se­guro de que tenía que escribir sobre mi padre.» Un primer recuerdo, «su ausencia», «un extraño en su casa», «un turista de su propia vida.» Y desde entonces tengo fuerte prevención a las apariencias. «Es imposible poder afirmar sin re­servas: era bueno; o era malo. Era esto o aque­llo. Todo ello es verdad».

«Lo que cuento en este libro es verdad, pero no es una autobiografía. Hay en él lagunas enor­mes. Para mí el interés, en aquel entonces, no estaba en el relato, sino en la pregunta: les posi­ble conocer a otra persona? Es imposible decir en unas pocas frases lo que es una persona.

Del examen de mi padre he pasado al examen de mi propia conciencia, al de la gente. Da lo mismo 'yo' que 'otro', que 'cualquiera' que 'to­dos'. Yo era el objeto de mi experiencia. Era co­mo un ratón en un laboratorio. Algo penoso y fascinan te».

Comienza la reflexión sobre la identidad. El acto de escribir como un acto de la memo­

ria: «La memoria: una cámara, un cráneo, un cráneo· que encierra la cámara sobre la que se asienta el cuerpo».

Les comprende y medita mucho sobre los

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grandes solitarios de la literatura. Hoderlein en su torre. Anne Frank en su escondrijo secreto. Tsvetaeva. Emily Dickinson; sus 1. 700 poemas escritos entre su lecho y sus muebles barnizados de Massachusetts. La habitación de Van Gogh. Las mujeres de Vermeer. Y él mismo en sus cuartuchos de la calle Varick en Nueva York y calle Louvre en París, donde, en 1971, escribió su primer libro de poemas.

Porque antes de La invención de la soledad existió La aventura de la soledad. Años de escri­bir sin que nadie le quiera publicar. Los años agitados en la Universidad de Columbia: era el típico estudiante de literaturas francesa, italiana, griega, comprometido contra la guerra del Viet­N am, contra el apartheid. Pero «había demasia­do ruido a mi alrededor»: se enrola por seis me­ses en un petrolero, va al Golfo Pérsico. Con el dinero que consigue, desembarca, vive en París. Se queda allí de 1971 a 1974, los años de su gé­nesis. Tres años, y otros más en el Var como guarda, escribiendo poemas sin que se publi­quen. «Allí fue donde empecé a tomarme en se­rio como escritor». Se codea con pintores, pero sobre todo con poetas. Guiones; trabajos de ne­gro. «Todos los rellenos de Fanshawe, en La ha­bitación oculta, eran míos». Encuentra a Jacques Dupin, de la Galería Maeght. Entra de lleno en la literatura europea. Traba amistad con el poeta André du Bouchet.

1974: retomo a Nueva York. Años sombríos. «Mi ambición era ser novelista. Tenía cuadernos

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Los Cuadernos de Literatura

repletos de palabras, pero para nada ni para na­die». Los años pasan escribiendo ensayos y fre­cuentando a los grandes autores. Kafka, Knut Hamsun, Beckett y Paul Celan. Escondiendo sus manuscritos en el fondo del cajón. Traduce a Blanchot, Mallarmé, Joubert, Sartre (Situa­tions X), Simenon.

Prepara una antología de poesía francesa. De­sanimado firma con seudónimo su primera no­vela policíaca, no quiere decir cuál. «Sin embar­go, todo está ahí: En la polaridad, las herramien­tas, la técnica. En los interrogantes metafísicos de la literatura europea del siglo XX, estudiada en sus ensayos, está el ropaje de sus héroes. Ac­tores con un juego filosófico en sus desliza­mientos de identidad y de percepción. Quinn, Fanshawe y compañía van a entrar en juego, con un decorado abstracto.

Fonshawe se perderá en la autobiografía de su amigo escritor, desaparecido como el héroe de la primera novela de Hawtorne, que se llamaba también Fanshawe y que se perdía en la blancu­ra de las nieves, en los límites extremos del es­píritu. Y Quinn se ahogará en el cielo, como Auster en los cuadros de Riopelle. Y con todo ello, a pesar del éxito de La invención de la sole­dad, su manuscrito de La ciudad de cristal lo re­chazan diecisiete editores.

Las ocho. Un café solo. A hora y media de Nue­va York, la Universidad de Princeton. Sumergida en mitad de la campiña, entre mansiones opulen­tas de maderas pintadas. «Russell Ranks vive ahí. Acaba de comprar la casa donde Eric Segal escri­bió Love Story. Y o no podría nunca vivir en ese lugar». Un día por semana el escritor solitario se transforma en profesor de literatura. No es él solo. A la hora del almuerzo, Charles Berstein, Joyce Carol Oates, Ann Lauterbach, Russell Banks, Ted White, y a veces Tony Morrison guardan la cola para comprar un sandwich.

En América todos los escritores pasan por la Universidad, un día u otro. O en busca de ayuda financiera para poder seguir escribiendo, o por un reconocimiento social; y la Universidad los coloca en una vitrina para atraer a los estudian­tes-clientes. «Hace cuatro años, cuando me lla­maron, no andaba bien. Estaba ya harto de mis traducciones. La oferta vino caída del cielo. Pero las clases de escritura, no creo en ellas -aclara Paul Auster-. Nadie puede enseñar a escribir. Se aprende solo. Mi consejo a los alumnos es vi­vir en el mundo y escribir por uno mismo».

Ahora, Paul Auster da clases de traducciones. El temario son los poemas de Eluard Domini­que Fourcade, Tsvetaeva, Paul Celan, Leopardi, Desnos, Assis. Se sienta en el estrato, con unos diez alumnos a su alrededor con cuaderno en las rodillas; lee en voz alta el texto de un poema. Nunca hace crítica directa. Interroga, sopesa ca­da palabra, invita al alumno a que precise el sig­nificado en el idioma original, y en su época. A que encuentre el equivalente. A penetrar en la cabeza del poeta.

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Al igual que su autor, en Moon Palace, la últi­ma novela de Paul Auster, sale también de Nue­va York. Marco Stanley Fogg contempla su vida de hace veinte años. Como en una novela de Dickens, el primer párrafo contiene todo el rela­to del libro: la vida de un huérfano educado por su tío, músico fracasado; y que por una serie de peripecias y de encuentros no todos ellos muy verosímiles, se vuelve a encontrar por azar -siempre el azar-, con su abuelo -siempre elabuelo-, y con su padre -siempre el padre-. Si­tuado en el ciclo de la luna -siempre el ciclo-, tres destinos de tres generaciones que pasan por la misma experiencia, pierden a su mujer y ba­jan a los infiernos, caverna, desierto o desespe­ración. Cada generación con su desastre: el ge­nocidio en la India, la bomba atómica y la guerra del Viet-Nam. Novela valija, novela barata, dis­gresiones tangenciales sobre la pintura o sobre Edison, se amontonan los relatos, se despliegan desde Nueva York hasta California, pasando por Utah y Arizona, y rubrican el final de los gran­des mitos americanos: «El comienzo de MoonPalace data de 1969, cuando los americanos pi­saron la Luna. Los primeros pasos de la humani­dad han visto reducido este símbolo de amor y de inspiración a una piedra muerta en el cielo. Pero el verdadero revulsivo fue la guerra del Viet-Nam», nos dice Paul Auster. Si no hubiese vivido largos años en Europa, tal vez no tendría esa mirada distante sobre América.

«La mariposa surge de la crisálida», escribe un crítico americano. Otro evoca una «novela-per­cha», estilo Melville. La crítica inglesa queda cautivada. El propio Auster dice de ella:

«Es un libro sentimental. Cuenta vivencias de mi niñez. El tono es cómico, ligero. Fogg ya no es ningún joven. Puede meditar sobre sus locu­ras juveniles. Pero creo que en este libro no hay ni ruptura ni progreso hacia adelante. Escribo todos mis libros a un tiempo. Y a tenía en mente Moon Palace desde hace años. He tomado pasa­jes enteros de él para mi Trilogía de New York-Fogg se llamaba Quinn antes que lo creara pa­ra La ciudad de cristal. Igual que interrumpí mi Trilogía para escribir una parte de Viaje de AnnaBlume».

Sea lo que sea, Moon Palace marca un punto de ruptura en la trayectoria de Paul Auster. Y al ampliar el campo de sus escritos a toda América, sus personajes han perdido en interioridad. Paul Auster, «el europeo», lha querido, al dar un giro a la novela policíaca como él lo ha hecho, volver a la gran novela americana? lSalir de sus cons­trucciones concéntricas? Su nuevo libro cuenta la vida de un bombero, un oficio casi heroico, que lo deja todo, olvida todo y toma una carrete­ra para rehacer su vida. Paul Auster, él mis-

�mo, me ha puesto en camino para conquis- .,. tar América y un Nuevo Mundo. ...,. F