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John M. Hobson, Los orígenes orientales de la civilización de occidente, Traducción castellana de Teófilo de Lozoya, Crítica, Barcelona, 2006, 491pp. Paul Laurent Publicado en la revista en Libros & Artes, Nº 36-37, Lima, Noviembre 2009, pp. 30-31. Ni bien se termina de leer Los orígenes orientales de la civilización de occidente (2004) en el acto afloran las palabras Harold Bloom recordándonos la época de Warhol, en la que tanta gente es famosa durante quince minutos. Tal es el riesgo que John M. Hobson corre al ofrecer un punto de vista abiertamente antagónico a lo comúnmente aceptado. Pero por sobre todo el peligro está cuando juzga que la acumulación de anécdotas viene a ser sinónimo de demoledora argumentación. Así, estamos ante una obra que nos obsequia datos curiosos pero no por ello relevantes. Es el caso del descubrimiento de la pólvora. ¿Alguien duda que los chinos la inventaron? Al parecer Hobson no estaba muy convencido. ¿Manejaba la creencia de que el afamado Roger Bacon la sacó de la manga en 1267? Primera novedad. Especialmente cuando por esos por esos años un tal Marco Polo conocería de ella durante su entrada a las tierras del Gran Khan. Con muestras como las de Bacon, y en aras de colocarse en las antípodas de la historiografía sobre el desarrollismo, el profesor de Política y Relaciones Internacionales en la Universidad de Sheffield intenta ofrecernos una mayúscula provocación. Una provocación que nace de la

Paul Laurent, Reseña de John M. Hobson, Los orígenes orientales de la civilización de occidente

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Publicado en la revista en Libros & Artes, Nº 36-37, Lima, Noviembre 2009, pp. 30-31.

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John M. Hobson, Los orígenes orientales de la civilización de occidente, Traducción castellana de Teófilo de Lozoya, Crítica, Barcelona, 2006, 491pp.

Paul LaurentPublicado en la revista en Libros & Artes, Nº 36-37, Lima, Noviembre 2009, pp. 30-31.

Ni bien se termina de leer Los orígenes orientales de la civilización de occidente (2004) en el acto afloran las palabras Harold Bloom recordándonos la época de Warhol, en la que tanta gente es famosa durante quince minutos. Tal es el riesgo que John M. Hobson corre al ofrecer un punto de vista abiertamente antagónico a lo comúnmente aceptado. Pero por sobre todo el peligro está cuando juzga que la acumulación de anécdotas viene a ser sinónimo de demoledora argumentación.

Así, estamos ante una obra que nos obsequia datos curiosos pero no por ello relevantes. Es el caso del descubrimiento de la pólvora. ¿Alguien duda que los chinos la inventaron? Al parecer Hobson no estaba muy convencido. ¿Manejaba la creencia de que el afamado Roger Bacon la sacó de la manga en 1267? Primera novedad. Especialmente cuando por esos por esos años un tal Marco Polo conocería de ella durante su entrada a las tierras del Gran Khan.

Con muestras como las de Bacon, y en aras de colocarse en las antípodas de la historiografía sobre el desarrollismo, el profesor de Política y Relaciones Internacionales en la Universidad de Sheffield intenta ofrecernos una mayúscula provocación. Una provocación que nace de la obsesión por destruir la jactancia eurocéntrica que entiende que Occidente es exclusivo motor del desarrollo mundial. Bueno, esa tradición es de reciente data. Ocurrida en el colonialista siglo XIX, ya que como muy bien lo recoge el propio Hobson, en su día el mismísimo Adam Smith mencionaba a China como el país más rico que cualquier lugar de Europa.

No en vano el padre de la economía política se tomó el tiempo para redactar la Causa de las riquezas de las naciones. Y en esas causas en ningún momento pone como

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ejemplo a seguir ninguna experiencia asiática o africana digna de emulación. ¿Por qué Smith prefirió describir empíricamente instancias de progreso a partir de comportamientos humanos dentro del campo occidental y no fuera de éste? ¿Era por puro eurocentrismo? ¿O veía que al apogeo dado en otros espacios no era el idóneo? Una rareza si es que partimos de la sugerencia de Hobson, de que las ideas de Smith, evidente tributario del “gobierno de la naturaleza” de los fisiócratas, tienen su real cimiento en el wu-wei (“no acción”) confuciano, de donde dice que proviene (por traducción francesa) el término laissez-faire. (ver. pp. 264-265)

A tono con los tiempos, se podrían asumir pretensiones ecuménicas por parte del autor. El afán de equiparar virtudes en todas las culturas y regiones. Pero no es justamente ello lo que Hobson anhela. Si lo que un desavisado lector intuía era encontrar en las páginas del profesor inglés los soportes históricos de una antiquísima relación entre Este y Oeste, a poco de pasear los ojos sobre el texto nos topamos con la apuesta por seguir en la división, pero esta vez desde la otra orilla.

He aquí la máxima carencia del libro, distanciar el Este del Oeste con más énfasis a partir de las supuesta genialidad que dio pie a casi todo lo que conocemos a favor del primero. Olvida que las fronteras son artificios de unos cuantos hombres y que el día a día de las mayorías no sabe de restricciones de ese tipo. No lo sabe hoy desde la tecnología y no lo supo antiguamente desde la carencia de la misma. ¿Para qué preocuparse en linderos? Al fin y al cabo el campesino de la antigüedad (la inmensa mayoría de entonces) únicamente vivía para cuidar sus cabras y labrar sus tierras. El único contacto con un príncipe era cuando se asoma el cobrador de impuestos. Los Vito Corleone de la época. El pagar por protección, protegerse de los que demandan el pago.

Aquellos días cuando el mundo era breve, tribal y mágico. De leyenda. La que se rompe cuando brota la descastada y comercial polis, la que nunca sabe de límites porque el azul océano no lo permite. Eso es lo que Mileto vino a ser. Cuna de Tales y de Hecateo. Primero filósofo y primer historiador. ¿Occidentales de la Asia Menor? No, simplemente jonios. Paraje urbano, de amplio tráfico

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mercantil entre los enclaves del Mar Negro, Mesopotamia, Egipto y el sur de Italia. Emporio de traficantes para los que la India no era ignorada. Ni siquiera el Imperio Celeste.

¿Podemos comprender a los filósofos griegos fuera de este orden de relaciones? ¿Qué sería de los órficos pitagóricos del sur itálico sin Babilonia? El teorema del mítico Pitágoras aparece esbozado en un documento de tiempos de Hammurabi. Grueso de ideas que a su vez son coincidentes con doctrinas indias e incluso el yin-yang chino. Esto es sólo una breve muestra de los efluvios de aquéllos lejanos parajes hacia la Hélade. Y desde ella al resto de Europa. Seriamente, nunca nadie dijo que aquello fue a la inversa.

Así es, queda claro que Hobson no viene con afán ecuménico ni con bandera blanca. Su intención no es precisamente refrescarnos la memoria y advertirnos que no hay que olvidar las arcanas relaciones entre Oriente y Occidente. Es más, leyéndolo se corre el riesgo de sospechar lo contrario. Curiosamente, en los denominados eurocéntricos no se reducen las virtudes de Occidente a su autonomía frente a otros ámbitos.

Todo lo opuesto. De la retroalimentación con diversos hitos del planeta se debe su pujanza. Siendo que la característica de Occidente se centra en que permite que la autonomía individual y el librecambio se expandan lo más posible. Tal es como terminan erigiéndose en los rasgos distintivos en contraposición de un Oriente de estados altamente despóticos y centralistas. Occidente no supo de ello sino hasta el azaroso siglo XX, con la aparición del totalitarismo.

Su afirmación de que el tantas veces mentado despotismo oriental no era tan cruel ni paralizante es una tesis a auscultar con mayor celo y detalle. No en vano el proceso de desarrollo asiático (especialmente chino) precede 600 años a la industrialización británica, pero no por ello logra convencer si se le coteja con el poder de la política europea del mismo periodo. Un absolutismo bufo comparado con su “adversario”.

Carencias que para más de uno vienen a ser una de las bases del milagro europeo (Eric Jones) o las causas y consecuencias del auge de Occidente (John Hall). Una parte del orbe que no ahogó todo viso de independencia personal

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y competencia. Si “recalcitrantes eurocentristas” estiman que Europa ya se había distanciado en materia de crecimiento del resto del mundo hacia el año 1000 d.C., Hobson señalará que tal aserto es un mayúsculo error. Puntualmente, ésta oposición no es realmente discutible; lo que viene a serlo es la forma como calibra datos y excogitaciones. Así, termina por afectar el conjunto de su obra al negar el origen singularmente anglosajón de la Revolución Industrial, pues para él India y China la provocaron. ¿Los fundamentos? Inténtelos buscar usted estimado lector. A ver si lo convence.

En su estudio se soslaya que los acusados “eurocentristas” (señalados como racistas e imperialistas) únicamente intentan describir un proceso, el proceso de enriquecimiento no de una corte, sino de millones de seres humanos. Lento y penoso discurrir. A lo que Hobson no le llama a curiosidad, dado que para él la hegemonía occidental sólo es explicable desde el azar. Así como se lee: «En cierto sentido —nos dice—, la ascensión de Occidente puede explicarse de hecho casi en su totalidad por medio de la contingencia. Pues los europeos necesitaron una gran dosis de suerte, ya que no eran ni lo bastante racionales, liberal-democráticos ni ingeniosos para abrir independientemente la senda de su propio desarrollo.» (p. 412)

Si para un historiador como Basadre el atomizado hecho anecdótico puede alzarse como epicentro para una gesta mayúscula, para intelectuales como Hobson tal tipo de situación lo diseña todo. Pero para una parte, nunca para la otra: la “buena ventura” se le endilga sólo a los “europeos”, jamás a los “orientales”, a su entender, portentos de ingenio y laboriosidad. Por lo pronto, Basadre sabía de los límites de la fortuna y de la casualidad. Con todo, una obra a revisar con cuidado. Hasta con inicial fascinación si se quiere, pero con cautela.