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 · Porque recordar es vivir dos veces. El libro está organizado en tres partes; en la primera encontrare-mos las historias testimoniales que a partir de una historia per-sonal dan

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Promoción de la Cultura y de la Educación Superior del Bajío A.C.Universidad Iberoamericana León

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LDG Mario A. Cárdenas de la Rosa Imagen de portada y Diseño editorial

Mtra. Ma. Esther Bonilla LópezCuidado editorial

1a edición, León, Guanajuato,2014D.R. Promoción de la Cultura y la EducaciónSuperior del Bajío, A.C., PROCESBACUniversidad Iberoamericana LeónBoulevard Jorge Vértiz Campero #1640Col. Cañada de Alfaro, C.P. 37238León, Gto., Méxicowww.leon.uia.mxISBN: 978-607-8112-27-2

Casillas López, Laura, presentadora.Canto a la vida: Relatos de adultos mayores.León, Guanajuato: Universidad Iberoamericana: La Rana, 2014.312 páginas.1.- Personas ancianas- Testimonios.2.- Personas ancianas- México- Historia.2.- Personas ancianas- Aspectos sociales.3.- Personas ancianas- Relaciones familiares.[LC] HQ1061 C35 2013 [DEWEY] 305.26 C35 2013

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Presentación

Lo primero que aprendí a leer fue el mundo.

El pequeño mundo donde vivía.

Recuerdo la casa donde nací, rodeada de árboles.

Paulo Freire, pedagogo brasileño.

Desde que nacemos, incluso hay quien afirma que antes de nacer, empiezan esas primeras lecturas de las voces conocidas, de los rostros, de los tonos de voz de nosotros y de los otros, esos miste-riosos parloteos que acompañan a un bebé, y que él poco a poco va aprendiendo a descifrar. Las palabras entonces ahuyentarán las sombras y los temores, así se establece una comunicación de doble vía, una relación con las palabras que nos acompañarán durante toda la vida. Luego viene el maravilloso proceso de adquisición del lenguaje, y el mundo empieza a existir a partir de que el niño puede nombrar y enumerar las cosas; entonces el caos va adquiriendo un nuevo orden porque está naciendo la palabra.

Nace la palabra, y a partir de ella el idioma, y con el idioma nues-tra identidad, entendida como un conjunto de rasgos propios, del individuo y la colectividad que nos caracteriza frente a los demás: la responsabilidad que adquirimos por ser portadores de la lengua y por lo tanto de la memoria. El hombre inventa las palabras para hablar con los dioses. Para expresar sus sueños, sus miedos, sus tristezas, sus esperanzas, para preservar la memoria y con ella el alma de los pueblos.

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Presentación6

Quienes hoy nos comparten sus historias, en este libro de memoria viva, se convierten en hombres y mujeres libros; como una prolon-gación de muchos otros que los rodean o los rodearon y, aunque nosotros no los conocemos, tomamos consciencia de que a veces vi-vimos historias parecidas. La vitalidad de sus historias les devuelve a ellos su propio pasado, pero nos permite a nosotros mirarnos en esos espejos que no siempre reflejan figuras perfectas, porque los espejos pueden ser cóncavos o convexos, pero nos permiten reflejar la realidad. Las historias que encontrarán no todas tienen finales felices, como cuentos de hadas, sin embargo en cada una de ellas veremos lecciones de fortaleza, amor, alegría, tristeza, acompaña-miento, pero sobre todo encontraremos a seres humanos que son árbol, raíz y memoria. Porque recordar es vivir dos veces.

El libro está organizado en tres partes; en la primera encontrare-mos las historias testimoniales que a partir de una historia per-sonal dan fe de hechos significativos de nuestro pueblo. Quién no recuerda aquellos barcos llegados desde España, a iniciativa del Presidente Lázaro Cárdenas del Río, cargados de niños, algunos huérfanos y otros que sin serlo fueron enviados por sus padres, queriendo salvarlos de la Guerra Franquista; después de meses de travesía y muerte de muchos ellos en el camino, fueron mandados a la ciudad Morelia, Michoacán, por ello fueron conocidos por la so-ciedad como “los niños de Morelia”. Una de las niñas cuenta en su historia (“De cuando España y Morelia se fundieron en el corazón de una niña”): cuando llegaron enfermos, con piojos y sobre todo con mucha hambre, “esperando la comida en el comedor, escucha-ron que habría tortillas, saboreándose, pensando que disfrutarían de una tortilla española, plato típico de papa, cebolla, huevo y a veces otros ingredientes; y ¡oh decepción! cuando lo que recibieron fueron las tortillas mexicanas, esos discos planos y sin sabor, que

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a manera de protesta empezaron a lanzar en el comedor, en una guerrita de inconformidad”.

O cuando las tropas del General Álvaro Obregón se atrincheraron en Celaya y las de Villa, al descubierto, se agarraron a balazos cuando Obregón lo persiguió en tren hasta Santa Ana del Conde, cerca de León. Esto y muchos otros hechos encontrarás en el relato “El garrote de los carrancistas” o sobre la inundación en Irapuato o sobre los secuestros y desapariciones que se dieron en nuestro país, o la participación de algunos profesionistas destacados en las ma-nifestaciones del 68, o cómo nació la Ibero en León. En esta parte de historias testimoniales podrás ver con la mirada de los protago-nistas, hechos que forman parte de la historia de nuestro país.

En la segunda parte encontrarás las historias de familia, las comi-das, las recetas secretas de las tías, conmovedores relatos de acom-pañamiento y amor como en “Granos de maíz” relata su autora: “yo seguía siendo una niña traviesa y juguetona, así que no podía re-sistir la idea de inventar una nueva diversión, para mi gusto había grandes barriles llenos de granos, yo subía al techo de la caseta y pegaba un brinco hacia el barril lleno de granos de maíz, se sentía muy bien caer sobre esos granos, te amortiguaban la caída, era como darse un clavado en una alberca llena de agua, pero la mía era llena de puros granos de maíz”. O cómo en “Hecho en Arandas, Jalisco”: “¿Que qué quería ser cuando fuera grande? Yo no sabía ni de libros ni de cuentos, cuando uno es de rancho y no conocíamos nada, no pensaba en lo que quería ser, más bien pensaba uno en la agricultura, caballos, ganado en fin, así inicié como arriero, me mandaban a Arandas a llevar tres cargas de leña. Pero lo que me daba miedo, eran los coyotes, eran malos, quién sabe qué cargaban porque se quedaban viendo muy fijo”.

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En la tercera parte de esta antología encontrarás las historias per-sonales, algunas conmovedoras, cargadas de enseñanza, para los que en algún momento transiten esos mismos caminos. En el relato “Vacaciones en el rancho” dice nuestra narradora: “A mi nieta ma-yor ya le he platicado algunos recuerdos y se entusiasma mucho, cosa que me alegra, pues a pesar de la tecnología de estos tiempos y que ella ya domina bastante, queda sorprendida de las aventuras de su abuela, lo que me confirma y creo que las historias orales tie-nen una magia que nunca pasará de moda, pues tienen un encanto especial y espero que como a mí se le quedarán grabadas en sus re-cuerdos”. En otro de los relatos (“Vida, pasión y muerte”) encontra-mos una frase que nos perturba, por el amor incondicional de una hija hacia su madre enferma: “Imposible no amarla, no cuidarla, no besarla; al ver su sonrisa y al escuchar sus palabras te envolvía con su personalidad, así era Lula mi madre. Mis papás tenían setenta años juntos, vivieron mucho tiempo en una casa muy grande de un piso rodeado de jardines, flores y árboles”.

Tenemos la necesidad de mirarnos, escucharnos, hablarnos, somos herederos de una rica tradición oral, somos fuertes como robles con grandes raíces, y esa fuerza proviene de nuestras historias.

Laura Casillas López

Verano de 2013

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Mi historiaen la Historia

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¡Ya no hallan qué inventar!Jorge Aranda Estrella

Días después de la muerte de mi abuela materna, en 1972, me encontré deambulando por su casa, curioseando. Solo y mi alma, diría ella. Me detenía aquí y allá, esperando, no sé, que algún ob-jeto me hablara o algo por el estilo. Pasé la mirada por la sala y sus muebles viejos. Viejos, recalco, no antiguos. No es lo mismo. Entiendo que si ustedes los hubieran visto podrían opinar que sí eran antiguos, cuando menos el librero, una silla que podría haber pertenecido al rey Arturo y algún marco de madera tallada. Como no es mi intención polemizar al respecto, lo voy a conceder: esos sí eran antiguos. Pero los sofás eran viejos.

Sentada en uno de esos sillones, unos tres años atrás, mi abuela Ernestina había presenciado en vivo la transmisión de la primera llegada del hombre a la Luna. Quienes vivimos esa proeza quizá recordemos las emisiones televisivas realizadas desde el interior de la nave espacial, durante su travesía rumbo a nuestro satélite, en las cuales veíamos a tres astronautas apretujados en un espacio similar al del asiento trasero de un carro compacto y asombrándo-nos cuando dejaban algún objeto flotando en el aire frente a ellos. Luego, llegado el momento culminante, cuando Neil Armstrong ba-

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jaría a la superficie lunar, nos sorprendimos de presenciar la acción desde el exterior del módulo de descenso, como si los espectadores hubiéramos desembarcado antes que los tripulantes del Apolo 11 y estuviéramos esperándolos para darles la bienvenida, al pie de la escalerilla, en la polvosa superficie del Mar de la Tranquilidad. Mar que de mar tiene sólo el nombre, pues de agua ni una gota. Extraño mar ese, en realidad un vasto desierto como la Luna toda, más seco que los desiertos de Sonora y de Altar tan conocidos que fueron de mi abuela.

Difícilmente las nuevas generaciones podrán ubicarse en el mo-mento tecnológico de aquel 20 de julio de 1969 y comprender que la transmisión en vivo desde la Base de la Tranquilidad nos resultaba punto menos que increíble, por mucho que fuera en blanco y ne-gro, en bajísima definición y que los astronautas aparecieran en las pantallas como meras figuras fantasmagóricas. Los ingenieros res-ponsables del proyecto no solo pusieron gente en la Luna antes del fin de la década de los sesenta, venciendo la retadora meta impues-ta por el presidente Kennedy, sino que nos consiguieron asientos de primera fila para presenciar la función. Ya los imagino en el centro de control de la misión en Houston volteando a vernos con aire de sobrada suficiencia, como diciendo: “¡Quiobo!... ¿no que no?”. En in-glés, desde luego, aunque “quiobo” en el idioma de Shakespeare ha de sonar horrendo.

Finalmente, el Cristóbal Colón versión siglo XX marcó la primera huella humana en la Luna y pronunció aquellas memorables pa-labras: “Un pequeño paso para el hombre, un salto gigantesco para la humanidad”. (No necesito aclarar que en idioma inglés, en ese cuerpo celeste en el cual, dice mi hijo Jorge, “el único idioma oficial es el silencio absoluto”).

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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Adivino que simultáneamente mi abuela estaría murmurado su propia frase memorable: “Ya no hallan qué inventar”. En español, el idioma oficial de su casa.

Si el evento del alunizaje fue impactante para la gente joven, calcu-len lo que habrá sido para una señora de 81 años nacida en 1887 en un polvoriento pueblo del norte de México. ¿En qué quieren ustedes que se asemejara el mundo donde creció con el que ahora estaba viviendo, transformado por una infinidad de invenciones, buenas y malas, que frecuentemente la hacían exclamar ese dicho tan suyo de que ya no hallaban qué inventar? Su vida fue un acelerado viaje al futuro. La de todos nosotros lo es, ciertamente, pero pareciera que mi abuela arrancó del año cero y luego se fue bien recio. Si no, chéquense estos datos de su punto de partida en su infancia y juventud:

• En 1887, en Sonora, su estado natal, los rancheros y los pobla-dores de las pequeñas comunidades aún sufrían incursiones hostiles de los apaches. Así como lo oyen. O lo leen, quiero decir. Al mismo tiempo, otra tribu indómita de la región, los yaquis, se encontraba levantada en armas liderada por los legendarios Cajeme y Tetabiate, intentando expulsar de sus territorios ances-trales al invasor hombre blanco.

• A mi abuela no la expulsaron, bendito sea Dios, aunque no por falta de ganas. Más bien creo que a los indios se les acabaron las flechas y los que resultaron desterrados fueron miles de ellos que terminaron siendo enviados por la fuerza al lejano Yucatán.

• Durante su infancia, mi abuela no vio circular un solo automóvil por las calles de su pueblo. Menciono este hecho no con la inten-

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Mi historia en la Historia14

ción de hacer menos a su querido Hermosillo, que en aquellos tiempos de don Porfirio contaba con escasos 8,000 habitantes. No, para nada. Así hubiera vivido en cualquiera de las grandes metrópolis, Nueva York incluido, hubiera sido lo mismo. No ha-bría visto un solo automóvil. Faltaba inventarlos.

En este punto considero oportuno dejar en claro que no ha sido con ánimo de ofender a los hermosillenses el afirmar, como lo hice líneas arriba, que a finales del siglo XIX su ciudad era un “pueblo polvoriento”. León, mi tierra natal, también lo era en esa época.

Aunque menos.

• De pequeña mi abuela jamás se quejó de que se fuera la luz en su casa, o de que se perdiera “la onda” del radio, pues a más de que a nivel mundial no había radiodifusoras, en Hermosillo ni si-quiera había servicio público de energía eléctrica, para empezar.

• En Nueva York sí. Y en León se había instalado en 1879 la pri-mera planta termoeléctrica del país, dicho sea asimismo sin in-tención de molestar… y a sabiendas de que el comentario de este párrafo no tiene cabida porque estamos hablando de cómo se vivía en Hermosillo cuando mi abuela era niña, de modo que por favor disculpen que lo escribí y olviden que lo leyeron y todos tan amigos.

• En 1903 los hermanos Wright realizaron el primer vuelo contro-lado de un aeroplano mecánico, si “vuelo” se le puede llamar a lanzar con una catapulta un dizque avión fabricado con alam-bres, palos y trapos, el cual se mantuvo en el aire durante 12

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segundotes seguidos y recorrió como consecuencia del aventón una distancia de 36 metros.

“Y sesenta centímetros”, sale a corregir Wilbur Wright, con un dejo de envidia en su voz porque su hermano Orville le ganó el “volado” para decidir quién iría a bordo del artefacto. Para ese en-tonces, mi abuela se había convertido en una agraciada señorita de dieciséis noviembres.

“¡Ah…!”, asoma nuevamente la nariz Don Wilbur, y añade, para no dejarnos con la duda, “la altura alcanzada fue de 3 metros”.

¿En serio, Mr. Wright?

• En el ámbito del avance de la ciencia, mi abuela tuvo que vivir hasta sus 25 o 26 años con la angustia de no saber por qué, si las cargas electromagnéticas opuestas se atraen, los electrones, con su carga negativa, no se colapsan sobre el núcleo atómico de carga positiva, haciendo inestables los átomos e inviable la existencia del universo. Fue hasta 1913 que el danés Niels Bohr la sacó de su congoja cuando publicó su modelo de la estructura atómica, basándose en las ideas de la mecánica cuántica, desa-rrolladas por Max Planck en 1900.

Einstein detestaba los postulados probabilísticos de la mecánica cuántica. Mi abuelita batallaba hasta con la mecánica de un ex-primidor de limones.

¿Cómo ven? ¿Quién que habiendo vivido sus primeros años esqui-vando flechazos, viajando en carretas de mulas, sin teléfonos ni energía eléctrica y cuando los aviones no llevaban a nadie ni a la

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tiendita de la esquina, hubiera imaginado que la vida le alcanzaría para ver a un hombre caminando en la Luna?

Antes de proseguir con esta narración deseo compartir la si-guiente reflexión: ¿Qué encontraron los astronautas en la Luna? Simplificando, rocas y polvo. En otras palabras, que la Luna es un planeta polvoriento. (No me corrijan, ya sé que no es un planeta. Uso la palabra como licencia literaria). Bien. Ahora, desde el punto de vista de mi abuela, ¿para qué sirvió entonces el asombroso desa-rrollo social, tecnológico y científico logrado durante el transcurso de su vida? Pues para transportarla virtualmente de un pueblo pol-voriento a un planeta polvoriento.

Desde 1969 lo pensé, tendremos que pavimentar la Luna.

El yoyo Duncan Coca-Cola

-Mira mi yoyo Duncan, abuelita.

-No es tuyo nada más, terciaba algún hermano.

-Lo cambiamos por unas corcholatas de Coca-Cola y cuando lo avientas se queda patinando y se pueden hacer muchas suertes bien padres… mira… éste es el perrito dormilón y también me sale el columpio… mira… ¿ves?

-Sí mi alma. Ya no hallan qué inventar, respondía complaciente mi abuela.

-Pues para que veas que sí hallan, abuela.

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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-¡Nada de abuela! Abuelita, aunque te tardes más. Y tengan cuidado, no vayan a romper algo.

-Sí, abuel-i-ta. Mira, ésta es la vuelta al mundo… ¡Uuuups!... no le pasó nada a la lámpara.

En ese punto, inexplicablemente, mi abuela nos mandaba a jugar al patio y ya no le interesaba ver cómo nos salía “la catarata”.

Para viajar en diligencia

Desde una de las infaltables fotografías colgadas en las paredes, mi abuelo me regresó la mirada. Lo observé detenidamente y lo mismo hizo él conmigo. Ninguno de los dos parpadeamos.

Nunca conocí a Don Francisco Estrella, pero su retrato daba la impresión de que era todo seriedad. Vayan ustedes a saber, ya que “antes” los señores posaban con gesto adusto para ser retratados, máxime si eran altos funcionarios bancarios como mi abuelo lo fue. Definitivamente que el Banco de México habría desaprobado una foto del señor Estrella muy sonriente y amable. No señor. Los dientes son para comer, no para andarlos enseñando, a menos de que sea para hincarlos a la hora de cobrar los réditos.

Casi nada supe de la vida de mi abuelo. En las contadas ocasiones en que mi abuela lo mencionaba, invariablemente se refería a él con mucho respeto. “Mi esposo”, decía, casi como una oración. Ni siquiera, por ejemplo, “mi difunto marido”, o “su abuelito Francisco”. Mucho menos “mi viejo”, o “mi gordo”.

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Como la foto no quería revelarme ningún secreto, dejé al abuelo tan serio como lo encontré, me alejé unos pasos y eché una mira-da a los baúles de lámina, bueno, de madera, recubiertos de lámi-na, y medio abrazados por los restos de unos cinchos de cuero ya sumamente quebradizo. Esos baúles habían seguido a mi abuela desde que yo recuerdo, obstaculizando permanentemente los pa-sillos y sin uso práctico alguno. Sólo Dios sabe de dónde habrán salido, o si serían lo suficientemente vetustos para haber llegado a la América Septentrional a bordo de La Pinta, La Niña o La Santa María. Voluminosos y pesados, se necesitaban dos cargadores para subirlos a la diligencia, a la carreta o al vagón del tren en que fue-ran a emprender el viaje. En un autobús ni se los recibirían, mucho menos si la abuela fuera cargando con los cinco que atesoraba; y en un avión, ni pensarlo, no hubiera despegado. La última vez que se utilizaron habría sido 27 años atrás cuando, ya viuda, mi abuela, mi mamá y mi tío Alberto se vinieron a radicar a León, con motivo de que mi madre desposaría a mi padre. Desde entonces los arma-tostes habían aguardado en vano ser requeridos para una nueva travesía que nunca llegó, sufriendo calladamente las abolladuras y raspones que los infantes les propinábamos cada vez que nos estrellábamos contra ellos a bordo de nuestros triciclos y bicicletas y cochecitos de pedales y patines del diablo.

Quizá solamente en una ocasión vi uno de los baúles abierto y nada adentro que me llamara la atención: vestidos pasados de moda que nadie se ponía y algunos otros trapos arrugados y amarillentos. Pero mi abuela no se desprendería de esos arcones por nada del mundo. Eran parte de sus recuerdos, de su época, de su gente deja-da mucho tiempo atrás en el desierto de Sonora. Ahora esos baúles eran viejos y antiguos a la vez. Feos y hermosos. Dignos del carre-tón de la basura y de un museo. Joyas en proceso de volverse polvo.

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-Doña Tintina, ¿qué le parece si mando una persona para que se lleve esos baúles al basurero?”, -le sugirió mi papá un buen día.

-No, de ninguna manera.

-Pero para qué los quiere, doña Tintina, solamente estorban el paso y ya no sirven para nada.

-Ya dije que no. ¡De ninguna manera!

Acto seguido mi abuela iría a quejarse enérgicamente con mi mamá de la osadía del yerno, quien ya ni se acabó de despedir, caminó apresuradamente a la puerta y se dirigió a su negocio, esperando que para cuando volviera a la hora de la comida los fuegos volcáni-cos ya hubieran amainado.

Bilimbiques

Pues ni los sillones, ni las fotos, ni los baúles tenían ánimo de platicarme algo que no supiera, aunque les estaba agradecido por traerme recuerdos agradables y me sentía a gusto recorriendo la casa, pensando y perdiendo el tiempo, cuando casi sin darme cuen-ta entré a la recámara. ¿Qué voy a encontrar aquí?, me pregunté. Nada, de seguro. Los cajones han de estar llenos de porquerillitas de señoras: aretes, colguijes, polveras, peinetas, espejitos y lápices labiales. Ah, y pastillas de Leche de Magnesia de Phillips, el laxante mágico de mi abuela.

Lo único que me llamó la atención esculcar fueron unos cajoncitos muy delgados que el tocador tenía en la parte superior. Abrí uno de

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ellos y comencé a hurgar. Pronto encontré un antiguo recorte de un periódico de Los Ángeles, en la Alta California, en el que se daba cuenta de que la señorita Ernestina Miranda Sánchez contraería matrimonio con el señor don Francisco Estrella Serrano. Mira tú, mis abuelos se casaron en Los Ángeles. Primera noticia. Tenía sen-tido, pues en esas fechas, por ahí de 1913 o 1914, los revolucionarios mexicanos andaban desatados y por dondequiera que pasaban no dejaban títere con cabeza. Háganme ustedes favor. Para empezar, los apaches, luego, los yaquis, y para rematar, cuando ya habían aplacado a los segundos y a los primeros, los bandoleros de Villa.

Lentamente mi cerebro comenzó a reactivar algunas conexiones neuronales oxidadas y a traer al presente recuerdos escondidos en mi lóbulo frontal. O en el lateral –si es que tenemos alguno por ese rumbo–, o en el bulbo raquídeo. Diversas reminiscencias que habían permanecido aisladas unas de otras espontáneamente co-menzaron a embonar como piezas de rompecabezas, en parte por la memoria que se refrescaba y en parte por la deducción y la con-jetura, como si me elevara sobre las copas de los árboles y contem-plara por primera vez el bosque en toda su magnificencia.

En algún momento después de su boda mis abuelos se estable-cieron en Magdalena, en el estado de Sonora, tierra de mi abuelo, cerca de la frontera con Arizona… mi abuelo tenía una tienda de ultramarinos… tropas revolucionarias tomaron la población y for-zaron a sus habitantes a comerciar con el dizque papel moneda del caudillo en turno… mi abuelo fue acusado de no aceptar en su tien-da los “bilimbiques”, término despectivo con el que la gente llamaba a los remedos de billetes que los invasores pretendían circular… los “soldados” vinieron por él y se lo llevaron preso… el generalucho a cargo de la plaza ordenó que fuera fusilado al amanecer, junto

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con otros “opositores a la causa”… mi abuela y demás viudas en potencia se pasaron la noche rogando y suplicando a las puertas del cuartel… el comandante les perdonó la vida… Dios se lo pague, mi coronel, o capitán, o almirante, o lo que sea, y por favor hágale llegar mis más respetuosos saludos a mi general Villa… y dígale que ya nos vamos… mi tío Alberto, el primogénito de mis abuelos, nació en Nogales, Arizona, en 1915… lógico, ¿quién se iba a quedar en Magdalena después del sustote?…

A mi abuela, evidentemente una persona de paz, le tocó vivir de cer-ca los horrores de la Revolución, así como sufrir las consecuencias menores o mayores causadas en su entorno por la Gran Guerra y por la Segunda Guerra Mundial, la que se concluyó, como sabe-mos, a bombazos atómicos. Tal vez influenciada por esos sucesos, a doña Tintina le dio por achacar la raíz de cuanta catástrofe natural reportaban los periódicos o la televisión a un culpable de su inven-ción. Verán, cada que tenía noticia de algún ciclón devastador o de un terremoto sacudiendo los continentes, mi abuela sentenciaba: “Ha de ser por tanta bomba que echan”.

Quién sabe. A lo mejor se adelantó a los gurús del cambio climático.

Mensaje del pasado

Guardé el recorte de periódico en su lugar al tiempo que mi con-ciencia comenzaba a darme lata. Ignoro si a ustedes les haya pasa-do, pero lo que es a mí, al curiosear entre las pertenencias de algún pariente difunto, siento como que estoy violando la intimidad de la persona ida. ¿Qué tengo que hacer enterándome de cosas que no son de mi incumbencia? Continué experimentando esa incómoda

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sensación al dar con una libretita vieja –o antigua, como ustedes ordenen, ya dije que no voy a necear– que estaba en el mismo cajón.

Mandé mi conciencia a la fregada y sentado al borde de la cama me dispuse a saborear la lectura de lo que ni me iba ni me venía. En la cubierta, escrito con tinta color sepia se leía: “1880 Memorandum de las Fechas de nacimiento de mis hijos. Trinidad Julio 20 de 1880”, y una elegante firma: “José Ma. Miranda”.

Comencé a interesarme. José María Miranda podría ser mi bis-abuelo o algún otro pariente de mi abuela. Abrí el libro. En la pri-mera hoja se daba cuenta de que Don José María había contraído matrimonio a sus 35 años de edad con Doña María del Refugio Sanches (ortografía original), de 22 años, el 27 de agosto de 1877. ¡Pues sí, se trataba de mis bisabuelos! Miranda Sánchez –con acen-to y con zeta- fueron los apellidos de mi abuela. Su papá habría sido el autor del escrito.

“Sucesores:”, se leía enseguida. “Mineral de la Trinidad Junio 12 de 1878. En esta Fha. a las 6 de la mañana nacio mi hija Ma. Hernestina Miranda. Fue bautizada el 17 de Mzo. de 1879. Fayeció el 27 del mismo mes y año”. (Faltas de ortografía cortesía del bis-abuelo).

Algo no cuadraba. El nombre de pila de mi abuela era Ernestina y yo podría testificar bajo juramento ante cualquier tribunal civil, eclesiástico o militar, que mi abuela no falleció de bebita antes de cumplir un año siquiera. Si yo la vi un montón de veces y por mi madre les aseguro que aparentaba mucha mayor edad. Además yo sabía que su año de nacimiento era 1887, y no nueve antes, como aparecía asentado. Lo recuerdo perfectamente porque mi otra abue-

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la, Pachita, era de 1888 y por lo tanto un año menor. Como Doña Ernestina no iba a permitir que su consuegra fuera más chica que ella, tomó por costumbre quitarse un año cuando le preguntaban su edad, lo cual es de entenderse perfectamente. Ninguna señora puede ser mayor que su consuegra, nomás eso faltaba, ¡pos cómo!

Por otra parte, jamás escuché a mi abuela hablar del Mineral de la Trinidad –el cual, entre paréntesis, después averigüé que fue una riquísima mina de plata enclavada en la sierra, cerca del estado de Chihuahua–; sus pláticas hacían reminiscencias de Magdalena y de Hermosillo, nada más. Por consecuencia el escrito pertenecería a alguien más, no a mi bisabuelo.

Supuse que más adelante encontraría la solución al embrollo, de manera que seguí leyendo. En el mismo Mineral de la Trinidad es-taba fechado el registro del nacimiento de Margarita, la segunda hija de quien quiera que haya sido quien eso escribió. Ese nombre, “Margarita”, hizo repicar un timbre en mi cerebro, pues de los nu-blados recuerdos de mi niñez surgió la memoria de las palabras que oí de mi abuela en cierta ocasión: “Va a venir a verme mi hermana Margarita”, palabras que fueron seguidas de mi extrañeza y la de mis hermanos: “¿Tienes una hermana, abuelita?” Días después el bullicio y la algarabía de mi abuela dieron testimonio de su inmen-sa alegría por ver a su pariente después de quién sabe cuántos años. Yo recuerdo a la tía muy vagamente, pero con gusto. Una o dos veces vino a León. Después regresó a Hermosillo, supongo, y se esfumó de mi vida.

Otra vez la confusión me retorció la nuca como charamusca. Lo escrito no tenía ni pies ni cabeza, pues no coincidía con la realidad que yo conocí.

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Mi historia en la Historia24

Volví a ver la pasta de la libreta y la elegante firma. Se dejaba ver que el hombre que la escribió tenía buena educación –a pesar de las faltas de ortografía que a lo mejor eran culpa de la maestra, como culpas de la maestra son todas las calificaciones de reproba-do que de vez en vez me traen mis hijos– y que era ordenado. Como evidentemente no había oficina del Registro Civil en La Trinidad, tomó debida nota de los acontecimientos y años después registró a su descendencia en la ciudad de Hermosillo, según también dejó constancia en la propia libreta, en donde hasta el nombre del señor Juez de lo Civil anotó.

Lo que leí después parecía indicar que posteriormente la familia se mudó a Hermosillo, en donde la cigüeña los visitó repetidamente, trayendo a José María Jr., a Cleotilde y luego, “en un mismo parto”, a Rosa y a Fermina (no se rían) del Refugio.

¿Un par de mellizas? Esta revelación aumentó mis dudas respec-to a la identidad del escribano. Mi abuela tampoco nunca jamás mencionó que hubiera tenido un par de hermanas gemelas. Bueno, por lo que ven mi abuela tampoco nunca jamás platicaba de un chorro de cosas, al menos no con sus nietos. Pero enseguida vino una anotación impactante que me dejó agarrotado por una fracción de segundo. Aproximadamente, digo, consideren que no tenía a la mano un reloj con segundero.

“Hermosillo Nbre. 6 de 1887 En esta fha. nacieron las gemelas Ma. Ernestina y Ma. del Refugio quien nacio al ultimo”.

¡Misterio resuelto!, aquí estaba consignado el nacimiento de mi abuela Ernestina. Lo que no quedó consignado fue que los bisabue-los de seguro también quedaron acalambrados con este nuevo na-

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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cimiento múltiple y en su aturdimiento se les cerró el mundo, se hicieron bolas y ahora sí que a la hora de escoger nombres ya no hallaron qué inventar y comenzaron a bautizar hijas sin caer en la cuenta de que estaban repitiendo nombres: “Ernestina” habían lla-mado antes a su primogénita, y a una de las mellizas de la camada anterior la habían bautizado “Fermina del Refugio”, nombre este último, Refugio, que ahora le asignaban a la que “nacio al ultimo”.

Además, eso de que la que “nacio al ultimo” no resultó profético, porque al último, al último, lo que se dice “al último”, para nada. Tres años después la bisabuela alumbró a Rafael, el noveno de sus hijos.

¿Qué más quieren que les diga?

No lo podía creer. Tras su muerte me vine a enterar de que mi abue-la tuvo una hermana gemela…

…y de que mi bisabuelo –lo que sigue no es albur– completó la no-vena de beisbol en solo siete entradas.

Quedé satisfecho con el descubrimiento. Finalmente un objeto me habló y me dio datos interesantes de mis ancestros, datos que des-conocía. Al terminar mi lectura me quedó la impresión de que en cierta forma mi bisabuelo me estaba enviando un mensaje desde el año 1887. Casi un siglo de distancia le tomó alcanzarme. Mensaje recibido, bisabuelo. Viviste en una época difícil, en un territorio apto solamente para gente decidida, valiente y emprendedora, y me dejaste de legado una abuela maravillosa. Ni tu imagen conocí, ni tu apellido, Miranda, llevo. Pero tus genes sí corren por mi cuerpo. A mucha honra.

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Mi historia en la Historia26

Jorge Aranda Estrella nació el 26 de junio de 1947; actualmente radica

en León, Guanajuato. Se dedica al ejercicio de su profesión como Contador

Público.

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De cuanDo esPaña Y Moreliase funDieron en el corazón

De una niñaLucía Michelena

Luz Verónica Sierra Aranda

El veinte de mayo

a México vamos

los quinientos niños

que alegres marchamos

nos dan los zapatos,

vestidos, maletas

que alegres machamos

queridas… chiquetas.

Canción compuesta por Lucía Michelena

antes de embarcar en el Mexique hacia Morelia, México.

Después de vivir una cruenta guerra civil en España y habiendo sido arrancada de los brazos de su padre en Bayona, Lucia Michelena de la mano de su madre y dos pequeños hermanos comenzó un via-je sin retorno hacia México, el presidente Cárdenas había prometido salvar a los niños españoles del flagelo de Franco. A los padres les dijeron que los niños volverían al ganar la izquierda la guerra, pero esto nunca pasó.

En la mañana del 7 de junio de 1937 el Méxique, barco en el que su madre había depositado a Lucía y sus hermanos Belarmino y Chirry, llegó a la costa veracruzana, en cuanto el barco atracó los niños comenzaron a bajar de él con sus pequeñas maletas azules en las manos, Lucía se desprendió del contingente y fue con Paquito

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hasta la enfermaría para recoger a Chirry quien se había puesto enfermo justo antes de encallar, pero al llegar hasta ahí el niño no estaba, se asustó enormemente, le preguntó a la única enfermera que quedaba por ahí, ella le dijo que ya se lo habían llevado en am-bulancia al tren, que le buscara en México. Tomó entonces Lucía a su hermano de seis años las dos maletas apresuradamente e hizo un gran esfuerzo para bajar de la rampa del avión pero debido al peso se cayó al piso. Ya en tierra los niños eran esperados por miles de personas que les vitoreaban, el gobierno de Cárdenas y la prensa habían hecho una fuerte campaña propagandística, la gente lleva-ba pancartas de bienvenida, les arrojaban flores y besos.

En cuanto llegaron a la Ciudad de México la gente los esperaba con euforia en la estación, salieron del tren entre muestras de afecto y se dirigieron al Colegio hijos del ejército #2; de repente los meno-res comenzaron a escuchar un sonido conocido un fuerte zumbido al que seguía un estruendo cruzó por los cielos, los pequeños se aterraron, pensando que era un bombardeo se dispersaron, Lucía abrazó a Paquito tirándolo al suelo, los más pequeños lloraban inconsolablemente, las maletas que les habían entregado servían para taparse la cabeza o quedaron tiradas por el suelo, muchos de ellos tuvieron ataques de pánico.

Los cuidadores españoles así como los enviados les explicaron que aquello no era un bombardeo, que no debían de temer, que el go-bierno de México les había preparado como bienvenida fuegos arti-ficiales y un despliegue de aviones que hacían acrobacias, Lucía se levantó del piso temblando volvió a levantar sus tres pequeñas ma-letas y abrazó a Paquito que lloraba sin consuelo, acto seguido se abrieron paso entre las miles de personas para subir al tren que los llevaría a la Ciudad de Morelia mientras una banda tocaba música

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en vivo y la gente les daba infinidad de regalos a través de las ven-tanillas del tren. En cuanto entraron Lucía corrió a la enfermería buscando a Chirry, pero le informaron que ningún niño enfermo había viajado pero que seguramente lo encontraría en Morelia.

Llegaron finalmente al destino prometido, Morelia, las autoridades mexicanas habían destinado para recibirlos dos antiguos semina-rios de la ciudad que llamaron Escuela España – México, al entrar con el contingente de niños y personalidades de la política mexica-na Lucía agarró muy fuerte la manita de Belar, les explicaron que estarían divididos por género y les mostraron las precarias insta-laciones. A la pequeña le pareció un lugar muy frío con paredes húmedas empezó a sentir un miedo que le recorría el cuerpo, sin embargo, el optimismo que la caracterizaba la llevó a pensar inme-diatamente que tendría un gran patio para jugar. A pesar de tener una financiación bastante gruesa para los alimentos de los niños, a su llegada los encargados de suministrar los alimentos robaban gran cantidad de ellos o de dinero por lo que a los españolitos les daban el mismo menú diario basado en café, frijoles, huevo y pan. La primera vez que entraron al interminable comedor les pregun-taron en la entrada si comerían con pan o toritilla, los chicos ilu-sionados con comer un gran trozo de tortilla de patatas como en casa gritaron al unísono: -¡tortillas!, cuando se sirvió la merienda les fueron entregados unos discos de masa de maíz con sabor a cal, los pequeños preguntaron dónde estaba su tortilla, les informaron que esos discos eran dicho alimento, decepcionados y sin saber cómo comerlos comenzaron a lanzaros por los aires, el personal del colegio se vio rebasado.

Los niños decidieron esperar al día siguiente para comer. A la ma-ñana todos llegaron al comedor con mucha hambre, les sirvieron

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café con un chorro de leche y un pedazo de pan del día anterior; al medio día la comida la comida era tan picante que no pudieron comerla la mayor parte de ellos decidieron esperar para ver cuál sería la merienda, al ver que volvía a ser café con pan esperaron a la cena, aquellos chiquitines no estaban enterados que la merienda era la última comida del día. De a poco fueron acostumbrándose al picante, a las tortillas y al pan duro. Por las noches se escuchaban indefectiblemente los sollozos de los niños y niñas más pequeños, Lucía a quien el instinto materno se le había desarrollado desde muy pequeña se acercaba a ellos, los abrazaba preguntándoles el porqué de su tristeza, sin casi poder articular palabra los pequeños respondían que extrañaban a su madre, a su casa, la comida, Lucía no podía evitarlo de sus ojos tristes comenzaban a caer lagrimas que enjugaba en silencio para no ser descubierta por los chiquitines, en ocasiones el llanto se ex-tendía a decenas de ellos que vencidos por el sueño se entregaban a Morfeo. Las horas de recreo eran especialmente felices para Lucía podía encontrarse con sus hermanos para ver cómo estaban al tiempo que jugaba con ellos y su numeroso grupo de amigas. En aquellos recesos mucha gente se acercaba a ver a los gachupinsitos quienes llegaban la atención por sus diferencias anatómicas, lin-güísticas, culturales e ideológicas; igualmente eran visitados por personalidades conocidas tanto mexicanos como extranjeros del mundo del espectáculo, la literatura, la política etc. Muchas veces les regalaban ropa, dulces o comida que los niños agradecían enor-memente debido a su precaria condición; A Lucía le divertía espe-cialmente la forma en la que hablaban los norteamericanos aunque siempre la pasaba muy bien cuando se daban estas circunstancias, entre aquellos que les visitaron estaban Arturo de Córdoba, los her-manos Soler, Vicente Oroná, el Chaflán, los ministros de la nación

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mexicana, los cónsules españoles, deportistas de equipos profesio-nales entre muchos otros. Los visitantes más apreciados eran sin lugar a dudas Cárdenas y su mujer, cuando ellos llegaban a la es-cuela se servía la mejor comida, les ponían sus mejores ropas, los perfumaban, todo esto con la intención de mantener en secreto una realidad miserable.

Para Lucía era especialmente triste cuando salían a caminar por las calles de Morelia y eran vituperados por la población –“Gachupines, ladrones, comunistas, vinieron a robarle la comida a los niños mexicanos, muertos de hambre, lárguense a su país”. Otras ve-ces se subían a la barda de la iglesia que bordeaba el colegio para apedrearlos mientras estaban en el recreo, los mayores corrían a proteger a los pequeñitos tratando de esquivar los proyectiles aun-que muchas veces no lo conseguían y terminaban en la enfermería con alguna herida leve. Las adolescentes del grupo comenzaron a sufrir también del acoso de sus contemporáneos, así que se hacían acompañar cuando salían de los compañeros más grandes. Lucía siempre llevaba con ella un seguro de ropa abierto con el que pin-chaba a cualquiera que quisiera pasarse de listo con ella.

Antes de las navidades de 1937 premiaron a los mejores estudiantes del semestre con un viaje a la ciudad de México para entrevistarse personalmente con Cárdenas, Lucía ganó el primer lugar, se puso sumamente contenta, pero aquella emoción mutó en una profunda tristeza cuando el director la llamó para avisarle que con ella viaja-ría Clara Nebot y le informaron que su hermano, Francisco, había muerto la noche anterior con sólo catorce años, le explicaron qué había salido al cine con algunas chicas del colegio y como volvieron fuera de horario no se les abrió la puerta, el chico desesperado salto la barda para poder abrirles la puerta sin percatarse de un cable

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de alta tensión que colgaba de un frondoso árbol, se tomó de él en plena oscuridad lo que le causó la muerte instantánea. Lamberto Moreno le dijo a Lucía que sería ella durante el viaje quien tendría que comunicarle la noticia a Clara de doce años, para evitar que se enterara de otra forma las dos durmieron en un hotel de Morelia. Previo a acostarse a dormir Lucía tomó la mano de Clara y dijo:

- Tengo que decirte algo, Francisco tuvo un accidente ayer.

-¿qué le pasó? Gritó entre sollozos Clara.

- Murió electrocutado, me pidieron que te dijera. No había termina-do la oración cuando ambas pequeñas se abrazaron y comenzaron a llorar sin consuelo, pasaron casi toda la noche llorando.

Al día siguiente partieron con destino a la Ciudad de México, a Clara la esperaba una familia que la adoptó, Lucía nunca supo nada más de ella, la ceguera de los directivos del colegio le había impedido a Clara estar en el entierro de su propio hermano. Lucía junto con otros niños que habían sido premiados llegaron al medio día a la estación en donde fue recogida por un chofer que la llevó a los pinos, al llegar ahí estaba el pequeño Cuauhtémoc de cuatro años que jugaba en la entrada, se quedó con el hasta que la llama-ron para pasar con el Presidente. Al entrar a la suntuosa habita-ción de los pinos con pisos e mármol y cedro abrazó fuertemente a Cárdenas diciendo:

- Por favor ayúdeme, llegamos desde hace casi seis meses y no he sabido nada de mi pequeño hermano. Se llama Jesús, tiene ahora tres años, cuando llegamos a Veracruz estaba en la enfermería y despareció.

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Cárdenas le prometió que lo encontraría, después de un par de días de indagatorias Lucía recibió a su pequeño hermano, cuando lo vio le dio un beso tan grande que no cabía en el corazón, las lágrimas corrían por su rostro, Chirry la reconoció de inmediato, la abrazó y se colgó de su cuello. Lucía se enteró que un general del ejército mexicano había robado a su hermano llevándolo a casa y lo había tratado como un hijo propio, volvió con ella a Morelia lo que propició que el General los visitara continuamente en el colegio, algunos do-mingos los llevaba a los tres a comer a algún restaurante, después con un helado, al pasar de los meses fueros escaseando las visitas hasta que no lo volvieron a ver.

En las instalaciones de la Escuela España-México las cosas cam-biaron después de la muerte de Francisco, Lamberto Martínez fue sustituido por Roberto Reyes Pérez como director. Los más grandes de la expedición del Mexique desesperados ante la falta de cuida-dos, se levantaron en un grito de dolor y después del entierro del adolescente fueron por las calles gritando proclamas en contra del director, los maestros y la jerarquía eclesiástica.

A unos días de la navidad toda la población estudiantil tuvo que ser rapada debido a un contagio incontrolable de piojos, durante los años en las dos instituciones los niños sufrieron de pestes como la sarna, conjuntivitis, tiña, pulgas, ratas, piojos y demás. Lucía pa-deció leves contagios de sarna, piojos y tiña, antes de dormir siem-pre revisaba su cama para no encontrar a media noche la sorpresa de cohabitar con alguna rata; Lucía había capturado dos ratoncitos pequeños y los adoptó como mascotas, los tenía escondidos en una caja a un lado de su cama, una tarde cuando volvió de comer al dormitorio sus mascotas no estaban, Lucía dejó caer una lágrima, una de las nanas se acercó y le prohibió volver a capturar a los que

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llamó “bichos mugrientos”; Lucía no hizo mucho caso y utilizaba a los ratones para mofarse de sus compañeras escondiéndolos entre las sábanas o los cajones para dar grandes sustos a las demás junto con algunas cómplices con las que después se destornillaba de la risa.

Desde que habían llegado al colegio se descompusieron las calderas que calentaban el agua de los baños. Los niños se duchaban tem-prano con agua helada que brotaba de un tubo de cobre oxidado, para llegar a él tenían que caminar descalzos a lo largo de todo el patio envueltos en sábanas viejas y roídas debido a la falta de toa-llas, durante el invierno era especialmente duro, las enfermedades respiratorias cundían por doquier; la mayoría de los llamados ni-ños de Morelia al terminar su estadía temió de por vida al agua fría. Las condiciones del colegio no hacían que Lucía perdiera su sonri-sa, como la escuela estaba rodeada de templos varias veces al día escuchaba sonar las campanas, para ella esto era una señal, sabía que a pesar de todo las cosas tendrían un buen cause. Para la llega-da de los reyes magos de 1938 Lucía le dijo a su pequeño hermano Chirry que tuviera fe, que vendrían a visitarle en la noche trayén-dole un regalo por ser un niño tan bueno, así que el pequeño dejó sus zapatos frente a la cama para que los reyes pudieran verlos; a la mañana siguiente Lucía lo vio en el comedor mientras desayuna-ban, lo besó como todas las mañanas y le preguntó al pequeño de tres años ¿qué le habían traído los reyes?. Chirry comenzó a llorar colgado del cuello de su hermana, sollozaba –nada, me robaron mis zapatos, nunca supieron quién le había sido el ladrón debido a que no sólo los niños más grandes usurpaban cosas sino el personal del colegio también, a Lucía le habían regalado una hermosa capa de lana azul una de las enfermeras la vio y se la arrebató diciendo que era muy linda para que la tuviera una mocosa como ella, además

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seguro que después le regalarían algo más, Lucía se sintió muy enojada y triste pero no tuvo a quien recurrir. Los más pequeñitos dormían en un salón al lado de los dormitorios de las niñas, esto le daba a Lucía la oportunidad de cuidar a sus hermanos por las noches ya que el personal o las niñas mayores se aprovechaban de ellos, les robaban las mantas, las sábanas y la ropa.

Algunas veces sus esfuerzos por ser feliz se opacaban, como en una ocasión cuando le avisaron que a su hermano Belarmino un profesor le estaba dando una golpiza, Lucía corrió calle abajo hasta el edificio de los varones, en el piso su pequeño hermano de seis años gemía pidiendo que pararan el castigo, Lucía comenzó a gri-tarle por favor pare, en su espalda está la cicatriz de la operación, lo va a matar, pero el “docente” no ceso en su empreño hasta un par de minutos después. Desesperada ante el hecho Lucía comenzó a caminar hacia la carretera, una amiga la detuvo:

– Miche, ¿a dónde vas?

– Voy a ver a Cárdenas a México, para decirle lo que le han hecho a mi hermano.

– Te acompaño.

Las dos chiquillas caminaron calle abajo pidiendo aventones a los autos que pasaban, llegaron hasta Quiroga, Michoacán, al lle-gar al pueblo los identificaron de inmediato debido a su acento y su conformación racial acto seguido las llevaron a la Presidencia Municipal en donde la esposa del presidente les preparó una cena deliciosa, Lucía disfrutó como hace mucho no lo hacía un par de huevos rancheros con salsa mientras pensaba si no era posible que

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le enseñaran a Felipa, la cocinera del colegio, a cocinarlos de esta forma, después fueron reenviadas al Colegio en donde ya las es-peraban en la puerta, ambas niñas se llevaron un fuerte regaño pero Lucía replicaba: -No voy a permitir que maten a mi hermano. El acontecimiento no tuvo consecuencias más graves debido a lo buena estudiante que era Lucía.

Las excursiones eran también motivo de gran algarabía para los niños, Lucía disfrutaba enormemente, los niños eran trepados en trocas grandes cuando viajan a algún lugar cercano y en autobuses de líneas que eran patrocinados por algún benefactor para los via-jes más lejanos como los que realizaban a Guadalajara, cada uno de los niños recibían una torta de frijoles con queso o eran invitados a comer por los presidentes municipales de los pueblos que visita-ban, durante el camino sobre el transporte los niños cantaban sin parar las canciones aprendidas en su lejana península. Lucía y su mejor amiga Eli Pellico se sentaban constantemente arriba de la cabina del chofer de la camioneta. Cuando viajaron a Guadalajara Lucía aprendió a andar en bicicleta sin instrucción alguna, se sentó en ella levantó los pies y fue cuesta abajo, todas le gritaban ¡frena! Pero al no saber cómo hacerlo terminó estrellándose en un auto es-tacionado al final de la calle. Iba con ellos en ese viaje la nana más joven del grupo que las cuidaba de nombre Herminia, fueron todos al lago de Chapala Herminia se sumergió con las niñas para nadar, Lucía estaba al lado de ella de repente comenzó a convulsionar, primero creyeron que estaba jugando pero al ver que sus ojos se ponían en blanco, Lucía se asustó mucho y comenzó a llamar a los profesores que estaban con ellas, trato de tomarla pero era imposi-ble, un joven se tiró al agua acto seguido la sacó, más fue imposible salvarla, afligidos volvieron a Morelia. Durante un viaje a la ciudad de Puebla Lucía cumplió 15 años, todas las chicas del grupo junto

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con las profesoras y su madrina mexicana le festejaron a lo grande, llevaron inclusive un pastel, estaba tan contenta que no pudo con-tener el llanto, cuando estaban a punto de partirlo comenzaron a sonar las campanas de la catedral, Lucía se puso más contenta aún al escucharlas fue como si de un vistazo recorriera toda su vida, nunca habían festejado su cumpleaños con tal algarabía y mucho menos habían preparado un pastel, fue un día maravilloso que no olvidaría jamás. En una ocasión salieron a un día de campo, el sol brillaba inmenso en el cielo, las chicas llevaban puestos unos overoles, pararon en un paraje lleno de nopaleras quienes llevaban al contingente les explicaron que los frutos que colgaban de ellas se llamaban tunas y que eran muy sabrosos, ante tal descubrimiento una amiga de Lucía comenzó a arrancar los frutos de las nopale-ras para introducirlos en los bolsillos del overol azul, en el camino comenzó a llorar debido a la gran cantidad de espinas enterradas; para la noche el dolor de la chiquilla era tal que gemía, Lucía tomó una vela y comenzó a derretir parafina, le habían dicho que en este material se pegarían las diminutas espinitas si las pasaba por la piel, así lo hizo durante gran parte de la noche hasta que ambas se rindieron al sueño.

Los momentos más duros para Lucía fueron aquellos en los que acompañó en sus últimos momentos a muchos de los niños que viajaron con ella desde Burdeos, a principios de 1938 muere Tárcila García compañera de Lucía casi e la misma edad, Lucía escuchó hablar a las enfermeras de una pleuresía, recordó que aquel mal era el que había aquejado años antes a su hermano Paquito, sabía entonces que habría sido posible remediar la situación. Luis Dáder murió aplastado por una pared que estuvo durante mucho tiempo bamboleado de un lado a otro, Lucía se paró al lado del ataúd en los servicios fúnebres, le impresionaba lo pequeñito del mismo. Un día

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mientras jugaban en el patio la cabeza de Rafael Lauria queda bajo las ruedas de un camión que llevaba material para hacer mejoras a la institución, Lucía se encontraba muy cerca de él y pudo escuchar el sonido de su cráneo al romperse, esto la afectó mucho, cuidaba entonces constantemente a sus pequeños hermanos para que no sufrieran algún percance similar. Había también en el Colegio un personaje bastante particular al que apodaban amorosamente sapito un chaval amigo de todos, curioso y cuyo parecido a dicho anfibio era remarcable, gustaba de nadar cada vez que podía, en una ocasión fueron a un día de campo, sapito se quedó en el agua disfrutando de un chapuzón en una represa, sin percatarse de su presencia los encargados de dicho lugar abrieron las compuertas lo que impulsó al niño hacia un drenaje en donde la fuerza del vital líquido le llevó a destrozar cada uno de sus huesos, apareció casi muerto del otro lado en donde se encontraban entre otros niños Lucía, sus ojos se llenaron de lágrimas, muchos niños comenzaron a preguntarse si realmente habrían viajado a este exilio forzado para salvar sus vidas.

Ante la imposibilidad de controlar los romances que surgían en-tre las adolescentes del grupo llegado de España después de años de su llegada aunada a la partida de la presidencia del Ingeniero Cárdenas en 1940 y el total abandono de los niños de Morelia por parte de quien ocupara su lugar Manuel Ávila Camacho, Reyes Pérez comenzó a enviarlas a vivir con familias conservadoras o a conventos. Lucía tenía ya dos años de salir con Arturo, un chico de Morelia campeón de natación, Reyes Pérez vio oportuno sepa-rarlos enviándola a la ciudad de Puebla con las monjas Trinitarias junto con otras 19 chicas; para Lucía significaría dejar atrás a sus hermanos, la ideología de sus padres, algunas de sus amigas del

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Colegio y a Morelia, este cambio sin embargo le llevaría a ser más plena y feliz.

Después de décadas de lucha por parte de Lucía para obtener la na-cionalidad mexicana en el 2012 a los 87 años le fue otorgada. Lucía Tuvo 11 hijos, 33 nietos y hasta ahora 14 bisnietos (con tres más en camino), es una persona feliz que jamás da queja alguna y agrade-ce siempre ser quien es. Admiro profundamente a Lucía Michelena, puesto que cual ave Fénix ha sabido renacer desde el fondo de las cenizas, del dolor y la muerte; su camino pudo haber sido marcado por la depresión y la angustia, pero ella decidió que su vida fuera un evento de esperanza, la luz que emana de esta trayectoria es la guía que ilumina a todos sus descendientes.

Lucía Michelena nació en Bayona, Francia, el 28 de mayo de 1925; ac-

tualmente radica en Puebla, Pue., se dedica al hogar.

Luz Verónica Sierra Aranda nació el 8 de marzo de 1977, en León

Guanajuato, ciudad donde radica, es ama de casa.

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el garrote De los carrancistasBelisario Martínez García

En el cuarto del olvido, así llamado por mi padre, iban a parar los costales para el frijol, los cazos para alquilar, las romanas, el festón que se colgaba en la fachada de la casa para conmemorar el 16 de septiembre, el pie de fierro para remachar los clavos de los zapatos; en fin todo lo que de vez en cuando se utilizaba y también ahí, en un rincón se tenía, siempre a la mano, un garrote de encino atrave-sado por una correa de cuero en su empuñadura.

¿Qué es esto abuelito? me preguntó mi nieto Jorge David de doce años, quien estaba curioseando en mi casa de Ocampo # 92 en Valle de Santiago, Guanajuato. Es un palo que tiene historia béli-ca, le dije, pero que actualmente se usa para domar a los puercos bravos… bueno, para eso lo utilizaba mi padre, pues sabrás que los macho de la raza que criaba mi papá, la duros Jersey, eran muy grandes y bravos y con colmillos filosos de este tamaño; tan peligrosos eran que en la puerta del corral, construida con madera de mezquite, se mandó poner un letrero que decía cuidado con el puerco porque es bravo. La advertencia por supuesto que era para las visitas, nosotros ya sabíamos de su bravura.

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Luego de la respuesta me di la vuelta para seguir arriando el maíz seco que consumían los animales al siguiente día, y pensé haber satisfecho la pregunta del niño.

¡Pues no señor! eso no se había terminado, mi nieto me dijo: ya te entendí eso de los puercos, pero me dijiste que el palo ese tiene una historia bíblica, ¿eso que es? ándale, cuéntamela. Como se trata de mi primer nieto varón y como soy muy platicador, de inmediato ac-cedí y le corregí: no es bíblica, es bélica, o sea, que está relacionada con una guerra. Pero con dos condiciones te la cuento, la primera es que no te duermas y que pongas mucha atención, y la segunda, necesito que me recuerdes dónde íbamos cuando yo pierda el hilo del relato porque es antiguo y yo tan viejo, que de repente se me olvida. ¿Aceptas? … Dijo que sí y comencé la historia.

El 23 de abril de 1915, sí del siglo pasado, en la ciudad de Celaya, que queda después del cerro de Culiacán y frente al cerro de la Gavia, se dio lo que en la historia se consigna como la batalla de Celaya; mal llamada así, porque los militares académicamente ins-truidos dicen que deben considerarse como “guerra”, puesto que el número de contendientes, el armamento, equipo y sobre todo las tácticas utilizadas fueron de guerras, no de batallas.

El caso es que las tropas del General Álvaro Obregón, atrincherado en Celaya y las de Pancho Villa, al descubierto, se agarraron a ba-lazos en las faldas del cerro de la Gavia. Villa, terco, y contravinien-do la estrategia recomendada por su gran artillero General Felipe Ángeles perdió y su tropa disgregada corrió con rumbo a occidente, es decir, por donde se mete el sol. Uno de esos grupos villistas era el encabezado por el General Rodolfo Fierro, personaje sanguinario que se distinguió por su valor, pero incontrolable a tal grado que

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mandó fusilar a un general amigo suyo, me parece que de apellido Buelna; al retirarse derrotados los villistas tenían la intención de reagruparse en algún punto rumbo a Guadalajara, así que se en-caminó a Cortazar y de ahí partió hacia Jaral del Progreso, situado a once kilómetros del Valle de Santiago.

Al ver la huida de los villistas, el General Obregón, que en ese tiempo era el brazo armado de Don Venustiano Carranza, se trepó al ferrocarril que tenía escondido en la estación de Cortazar; se encaminó a Salamanca y de ahí al Valle de Santiago, ganándole de esta manera la llegada a la caballería e infantería que comandaba el General Fierro.

¿Si me entiendes? Uno en tren y otro en caballo. Desde la oficina de la compañía de Luz y Fuerza del Jaral, el descon-fiado Gral. Fierro, tomó el teléfono y comunicándose a la Compañía de Luz y Fuerza del Centro en el Valle, pidió hablar con el gerente para averiguar si estaba libre esa plaza.

Por supuesto que el General Obregón también sabía que el teléfono de la Compañía de Luz era el único en el lugar y ahí se ubicó advir-tiendo que Fierro indagaría si había enemigos en el pueblo.

Fierro habló y Obregón, fingiendo ser el gerente contestó: todo está en paz y sin el menor asomo de tropas. Fierro amenazó de muer-te al gerente: ¡si usté me está mintiendo se lo va a llevar patas de cabra¡…como cree mi general que le voy a decir mentiras, escuchó antes de colgar el teléfono.

La celada estaba puesta, era cosa de esperar.

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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Salió a conocer el terreno Obregón e investigó la ruta que deberían transitar las tropas villistas para entrar al Valle; inspeccionó el camino y viendo que se trataba de una gran calzada flanqueada por dos hileras de enormes eucaliptos que en su base tenían, cada una, una larguísima cerca de piedras como de dos metros de altu-ra, apostó en árboles y cercas a gran parte de su infantería, dejando la caballería escondida en la estación del tren; puso un cañón en el arroyo que inicia la calzada ordenando que al dispararlo, cuando los villistas se hubieran adentrado en la calzada, se abriera el fuego contra el enemigo.

Teniendo a la vista la avanzada villista, se ordenó el disparo del cañón y principió una masacre de tal magnitud que en nueva des-bandada dejaron atrás cientos sino es que miles de villistas que, unos muertos y otros heridos, quedaron tumbados en la calzada y en la loma de la hacienda “La Compañía”. Al día siguiente, los vallenses se dieron a la tarea de robar vestimenta y armamento de entre los muertos. Los sobrevivientes, heridos, como pudieron, lograr huir.

No te duermas hijo, ¿cuándo te dije que sucedió esto?.. ¡En el mes de abril, abuelito! Pero no recuerdo en qué año… en 1915 y faltan dos años para que se cumplan cien… ¡Ah, ya ves, ponte víbora¡ te dije que por la vejez se me olvidaban las cosas, por cierto, me acabo de acordar de una historia que ha pasado de boca en boca en nuestra familia pues uno de los personajes se apellida García como yo y se trata de un tío lejano, como dicen por aquí. Verás que durante el combate que te acabo de relatar, el General Obregón obligó a mi tío Luciano García, jefe político interino del Valle a que lo acompañara a la estación del ferrocarril; ahí esta-

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Mi historia en la Historia44

ba la retaguardia de los carrancistas. Como habrás visto en algu-na película, pasaban zumbando las balas por donde estaba el tío Luciano, muchas y muy seguido, de tal manera, que asustado mi tío movía la cabeza de un lado a otro como tratando de esquivarlas; se le quedó viendo el General Obregón, acostumbrado al combate, se impacientó con mi tío y con rabia de General, levantó la voz y le dijo, no las esté buscando pendejo, no ve que se los va a llevar la china Hilaria.

Tras esta victoria parcial, Obregón se subió con sus tropas otra vez en el tren para continuar la persecución del General Villa. Lo tenía en el suelo y lo quería acabar de una vez por todas. Llegó a Santa Ana del Conde, cerca de León, en donde se dio un nuevo enfren-tamiento. En la estación La Trinidad de ese lugar perdió el brazo el General Obregón. Una bala de cañón se lo destrozó. Debo decirte que el General Obregón murió sin haber perdido nunca ningún enfrentamiento bélico.

Al retirarse el General Obregón del Valle, dejó un destacamento de carrancistas manteniendo la población como plaza tomada.

Antes de continuar, aclaro que a estas alturas del relato mi nieto cabeceaba como el tío Luciano, pero en vez de balas esquivaba el sueño. Se durmió y lo llevaron cargado a su casa, pero al día si-guiente como perspicaz que es, logró que me lo trajeran nuevamen-te y por supuesto que al verme me dijo, ¿Y lo del palo o garrote como tú lo llamas a qué horas me lo platicas?

Me limpié el sudor con el paliacate rojo de siempre, nos sentamos en un par de bultos de trigo y continué.

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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Bien; has de saber que en la esquina que forman las calles de Mena y Matamoros de aquí, el Valle, mi abuela Refugio Rangel y mi papá Pedro Martínez Rangel, tenían una tienda en donde se vendía de todo por aquellos tiempos, ya te dije que era el año de 1915 y te repito que ya van a ser cien años de aquello. La tienda llevaba el nombre de “El limón dulce”, nombre contradictorio, pues ¿cuándo has probado un limón dulce?

Transcurría una mañana raramente tranquila. Las dos puertas de la tienda que dan a la calle de Mena se mantenían siempre ce-rradas, pues el destacamento de carrancistas que patrullaba la población no eran gente ordenada, pues con frecuencia se sabía de atropellos, pleitos y hasta muertes provocados por los soldados que siempre andaban en parejas dando rondines. Por eso, unos años después cuando alguien robaba alguna cosa se decía que se lo había carranceado.

Un par de esos pillos envalentonados por las armas que siempre traían llegó a la puerta de la tienda que tenía postigo, es decir, una ventanita que sin abrir la puerta permitía ver desde dentro. Uno de los dos soldados golpeó con la culata del rifle por varias veces y a gritos ordenaba que le abrieran. Ante esa situación, con temor, abrió mi papá el postigo, el hombre ordenó que abrieran la puerta; mi papá le dijo que con mucho gusto les vendería lo que quisieran, tenían pan, cigarros, vino y dulces; repitió la misma frase por mu-cho tiempo y el hombre exigía que abriera una y muchas veces. Al ver la negativa de mi papá, el soldado metió el brazo en el postigo impidiéndole a mi papá que lo cerrara. Obviamente lo que quería era abrir la puerta y robar. El escándalo ya era muy grande y algu-nos de los vecinos entreabrían sus puertas, asomándose para ver qué sucedía. Uno de ellos, según lo describía mi papá, era un hom-

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bre ya entrado en años, pero grandote y fuerte a quien le apodaban el General Alfaro. Éste señor vivía en la contraesquina del Limón Dulce; entre abierto como estaba el postigo y aún con el brazo del soldado adentro, mi papá alcanzó a ver a su vecino. Como compa-ñero de las tertulias que frecuentemente se armaban en la tienda del Limón, amenizadas con la guitarra que tocaba mi papá y al tenor de la complicidad especial que se forma por medio de algunos tragos de aguardiente compartido, a una seña acordaron hacerles frente a la pareja de escandalosos soldados.

Mi papá se armó con el garrote de encino, el General Alfaro traía un machete y a un tiempo se les fueron encima a los soldados. El carrancista que estaba en la banqueta recibió a Alfaro con la bayo-neta y le atravesó el brazo izquierdo, pero con el derecho el General le metió un machetazo, mientras tanto mi papá tundió a garrotazos al del brazo en el postigo; los golpes del garrote a uno y los mache-tazos al otro, impidieron que los carrancistas siquiera cortaran cartucho. Fue tan tupido el ataque que los invasores tiraron las armas y se resguardaron debajo de un carro de mulas que estaba a media cuadra. Muy heridos y tundidos pero pudiendo correr; se escaparon cuando se escucharon varios disparos de armas largas. El General Alfaro y mi padre dedujeron, que se aproximaban más soldados se apertrecharon. Después se supo que los disparos eran de partidarios de Francisco Villa que hicieron a los carrancistas abandonar la plaza.

Por eso Jorge, te decía que este garrote de los carrancistas, que ahora te regalo, tiene mucha historia, pero entiende una cuestión: el pleito y los golpes no son buenos. No hay que ser buscabullas. Buena parte de los conflictos se pueden arreglar hablando. Nunca

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te pelees. Pero si algún día por desgracia estás envuelto en alguno, defiéndete y gánalo. A veces no hay de otra.

Belisario Martínez García nació el 14 de noviembre de 1927, en Valle de

Santiago, Guanajuato y sigue radicando en esta ciudad. Es jubilado y se

dedica a cuidar su jardín, caminar, frecuentar a su familia, aprender a

navegar por internet y disfrutar de la vida sin prisas.

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el segunDo Pancho villaPatricia Norma Rosiles Aguado

En la década de los setenta del siglo pasado, en los pueblos se de-jaban las puertas abiertas y las casas, propias o ajenas parecían pilas de agua bendita. Todo mundo se conocía y era como una regla no escrita el ponerle un mote a las personas que se distinguían en algo por algo. Dichas personas eran identificadas más por su apodo que por su nombre. Uriangato no escapó a esta costumbre por más que ostentara el título de ciudad por aquellos años, ya que tuvo algunos personajes históricos, la gente del pueblo les puso los motes porque se parecían físicamente al susodicho o por su for-ma de ser. Así que sus calles fueron recorridas por Benito Juárez, Porfirio Díaz, Maximiliano y podría seguir nombrando apodos ilus-tres y otros no tanto, como el de La Pantera, La Momia y El Diablo, pero sería una luenga labor. De todos ellos, que me perdonen, pero nunca supe su nombre verdadero. Del segundo Pancho Villa, como canta su corrido, de ése sí supe su apelativo, se llamó Federico y lo mataron a mansalva, igual que al verdadero.

Federico, fue el más chico de los hijos de don Daniel. Lo conocí muy bien, era bastante atravesado, no muy alto, de complexión robusta, moreno y bigotón. A decir de la gente, un hombre bragao, no le tenía

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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miedo a nada ni a nadie, recto en todos sus actos, de naturaleza alegre; aunque nunca buscó pleito, siempre se vio envuelto en ellos, dado que era el gallito a vencer en el pueblo. Le gustaba el vino, montar a caballo y lazar en los jaripeos. La música con banda y por su forma de ser y actuar lo apodaron Pancho Villa.

Voy a escribir un corrido con debida precaución;

para que todos lo canten en conjunto de acordeón.

El día 22 de abril del año 73, presente lo tengo yo;

que en esa plaza de toros gran tumulto se formó.

Esteban Núñez R.

Ese día era domingo y había jaripeo. Antes de entrar en materia, haré algo de historia para que se pueda comprender el porqué de su muerte. Por ese tiempo: Federico siempre tuvo problemas con la policía de Uriangato, no le gustaban las injusticias y los policías las cometían muy seguido. Y por regla general, la gente amolada era la que cargaban siempre con el pato; muchas veces les quitó reos de las manos, si él consideraba que el delito que se les imputaba no ameritaba la acostumbrada calentadita y bote. Y era normal que él interviniera cuando veía a los policías cuidando las puertas de las cantinas. Los chotas le reclamaban y lo acusaban de obs-truir la justicia pero como le tenían miedo, soltaban a sus víctimas, sabedores de que podían recibir unos golpes, además que tenían plena conciencia de sus arbitrariedades y que les había caído en la movida.

—Onde caminan pelaos, no tienen ninguna autorida legal para de-tenerlo, no ha hecho mal a nadie. Nomás traí unas copas encima, y ya va pa su casa el amigo. Están obrando mal. —Les dijo Federico.

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Mi historia en la Historia50

—Pos quién es uste pa entrometerse, —e contestó uno de los dos policías que llevaban a encerrar a un muchacho algo pasado de copas.

—¡Soy tu padre carancho! y a éste lo sueltan o vamos viendo de qué cuero salen más correas. —Le retobó Federico, dándole un empujón y de las manos les quitó al hombre que llevaban preso.

Los gendarmes de aquellos años, casi todos eran fuereños y no lo podían ver, en especial dos sujetos originarios del Monte de los Juárez y de la Ciénega Prieta; estos sujetos siempre quisieron gol-pearlo, pero nunca pudieron con él. ¿Por qué lo querían golpear?, por lo que ya dije antes, pero principalmente porque estos fulanos, tiempo atrás, encarcelaron a un compadre de Pancho Villa, desde luego, después de haberle propinado una buena paliza por andar borracho en la vía pública. Cuando él se dio cuenta, se fue dere-chito a la cárcel y de allí lo sacó, no sin antes haberles quitado el dinero que le robaron a su compadre y de paso regalarle unos cuantos guamazos a uno de los policías que lo amenazó con la pistola, cuando él le quitó las llaves para abrir la celda, pero ni fue tanto, nada más le rompió su jeta.

En aquel entonces Susano Aguilera, el abarrotero más rancio de Uriangato, fungía como presidente municipal y este señor, directa-mente, tuvo mucho que ver con la muerte de Federico. En primer lugar nombró como inspector de policía a uno de los dos sujetos a los que me referí anteriormente, al que apodaban el Cojo; del que decían las malas lenguas que era su amante, vayan ustedes a sa-ber, a mí no me consta pero de que tenía fama de jotilón, como les decían entonces, tenía fama, por cierto, así se llamaba su tienda.

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Prosigo: y como comandante al otro sujeto que era nada menos que el yerno del Cojo o sea, al que le rompió la jeta Pancho Villa.

Ese nombramiento lo hizo el señor Susano porque el Cojo era muy… Amigo suyo, pero el verdadero inspector de policía nombrado por el general Lino Sánchez Sánchez, en Guanajuato capital, era don Pastor, que era primo hermano de Pancho Villa, y nunca le dio po-sesión del cargo, a fuerza de sus rancios calzones.

Pues bien, ese domingo pasó Federico por enfrente de la casa con rumbo a la plaza de toros, acompañado de su esposa y sus hijos, tan alegre como él era, inclusive invitó a mi papá a que lo acompa-ñara a los toros, le dijo: …Vámonos güero, el jaripeo va estar bueno, andan de lazadores Tito, y mis cuñaos, José y Roberto. Mi papá, amargo como era, le dijo que mejor se quedaba a ver la tele porque iban a pasar una película sobre la Virgen de Fátima. Él también lo invitó a quedarse a ver la película. El tío se rió a carcajadas y le dijo: …por eso estás encorucado, vale. Quédate pues con tu tarugada de tele… y se alejó con rumbo al jardín municipal. Por el lado norte de la ciudad habían instalado la plaza de toros, por la salida a Yuriria.

Lo que ignoraba Federico, es que ese día, se había dado cita en la plaza de toros toda la policía de Uriangato que no pasaban de diez sujetos, pero todos armados con rifles máusser y con la consigna de matar a Pancho Villa con cualquier pretexto. El jaripeo se desa-rrollaba tranquilamente, Tito y los cuñados de Federico se lucían con las manganas y los píales, haciendo caer a los toros a tierra sin modo de zafarse, para que les pusieran el píal y empezara la monta del jinete en turno. La música de la banda se alcanzaba a oír hasta el jardín municipal, donde yo me encontraba dando la vuelta, como

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a las cinco y media de la tarde. Entre las alegres notas de la intro-ducción de: Ando buscando un novillo que del corral se salió, pero ay, ay, ay…, se escucharon tres balazos, eso no era raro, ya que en los jaripeos se acostumbraba que los hombres, ahí presentes, de vez en cuando tiraran balazos al aire.

En la plaza de toros, Federico estaba contento y al calor de unas cuantas cervezas, había pedido a la banda que animaba el festejo, le tocaran el Novillo Despuntado, melodía que le gustaba mucho a su padre. Cuando la banda lo complació, se le hizo fácil, como ya lo había hecho en otras ocasiones, después del estruendo de los plati-llos y la tambora, sacó su treinta y ocho súper y disparó tres tiros al aire y ése fue el pretexto que la policía esperaba. Pancho Villa no se había dado cuenta de que un policía le pisaba los talones. Aún no enfundaba cuando uno de los policías le pidió la pistola, Federico se le quedó viendo de arriba abajo y le dijo que no se la entregaba porque tenía permiso para su portación y la enfundó.

—Ora sí, hijo de la chingada, ya se te llegó la hora, —gritó el Cojo que no lo perdía de vista y al darse cuenta de que Pancho Villa no obedecía la orden de su subalterno, dio la señal para que disparan sobre él. Tito, pasante de abogacía por aquellos años, se acercó donde estaba el Cojo y le dijo que revocara la orden que él se comprometía a llevar la pistola y a su tío al día siguiente a la jefatura, pero el Cojo no iba a dejar pasar esa oportunidad e ignoró su petición.

Se armó la balacera, el policía que estaba cerca de Pancho Villa fue el primero que disparó y fue el primero en caer. Federico al sentir el balazo a quemarropa se defendió y el policía quedó entre las gradas.

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Los otros policías, ocho en total, empezaron a disparar sobre él, sin importarles la gente que había en su derredor, tiraban a discreción. En un momento Pancho Villa quedó solo en las gradas, ofreciendo un blanco sin obstáculos para los chotas. Diez cartuchos le cabían a su pistola, tres ya los había quemado, siete hicieron blanco: mató al primero que le disparó, hirió al Cojo y a su yerno, a otro le dio un quemón y corrió como gallo juido. Les tiraba de uno o dos balazos y se quedó sin balas. Al ver esto, su cuñado José que andaba a caballo en el ruedo se acercó hasta donde él se encontraba y le dijo:

-Móntate en ancas Federico, yo te sacó…

Federico bajó de las gradas donde se encontraba y se subió al caba-llo, se dirigieron a la puerta de salida de la plaza pero los policías le seguían disparando, las balas de máusser atravesaron Federico y se incrustaron en la espalda de su cuñado, ambos cayeron al suelo.

Todos los que andaban a caballo quisieron proteger a Pancho Villa, nada pudieron hacer, ninguno de ellos estaba armado. Roberto, el otro cuñado de Federico, desarmó a uno de los policías con el lazo, pero el rifle ya no tenía carga. Y le dispararon. Muertos, tirados en el ruedo, estaban José y Federico, Roberto herido por una bala en la columna, todos entre las patas de los caballos que corrían ya sin jinetes y los policías aún seguían disparando.

En el jardín, solamente algunas personas se dieron cuenta de la balacera, yo una de ellas; algunos pensaron que eran cuetes, pero ya no se escuchaba la música de la banda. No sabía qué estaba pasando y decidí regresar a la casa; antes de cruzar la calle para llegar al portal frente a la presidencia, vi a uno de mis hermanos

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que venía a buscarme, agitado como si hubiera corrido, en cuanto llegó frente a mí, de inmediato soltó:

-Que te vayas para la casa, ¿qué pasó? -Fue mi respuesta.

-Mataron a Tito… -Fue todo lo que dijo.

En ese momento don Pastor acababa de llegar de Zinapécuaro y al llegar al jardín se estacionó frente a la tienda de Agustín, en el mercado, desde el asiento de la camioneta vio que por la calle venía un caballo a toda carrera, era su caballo:

—Ya mataron a Tito con toda seguridad, —pensó y le dijo a su ma-chetero.

—Mira Burrito, agarra el caballo y llévatelo pa la casa, voy a la plaza a ver qué pasó.

Le dio la vuelta al jardín y se fue para allá; al llegar vio aquel cua-dro de heridos y muertos. Los policías, al disparar sobre Pancho Villa, hirieron a varias personas. No hizo falta que preguntara, a cual más de todos los que ahí estaban le querían informar de lo sucedido:

—¿Para dónde se fueron?

—Ahi van pa llá, —le señalaron con rumbo al vecino municipio de Moroleón.

Mientras caminábamos a toda prisa para la casa, pensaba: que no podía ser posible, ¿por qué? ¿Quién había matado a Tito? Como

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un chorro de agua helada, le di significado a la balacera que hacía unos momentos había escuchado, yo sabía que Tito andaba en la plaza de toros. En la casa de don Pastor, estaba mi prima Coca, la hermana menor de Tito, parada en la puerta, con los ojos llorosos. A ella le pregunté qué había pasado:

-No sé, mi papá llegó hace un rato y nada más entró corriendo por el rifle que sacó del ropero y se fue, dijo que había pasado una chifladera en la plaza. Sabe qué pasaría; antes de que llegara mi papá, el Burrito trajo el caballo de Tito a la casa, dijo que el caballo andaba solo en el jardín y que andan diciendo que lo mataron.

Cuando llegué a la casa mi mamá estaba en el corredor, discutien-do con mi papá que traía un rifle en las manos, un viejo máusser que no se había disparado en años y ni balas tenía.

-Aunque sea para dar trancazos me sirve…- Escuché que le dijo y se salió a toda prisa.

¿Adónde va? le pregunté a mi mamá:

-A matar a Susano, —me contestó—, hace rato vino Coca y le dijo que los policías habían matado a Tito. Después se salió a la calle y tu tío Pastor le dijo que Federico y uno de sus cuñados están muer-tos por órdenes de Susano.

Pastor después que jaló su M1 se fue para la casa de Susano por-que en la plaza no había nadie que levantara a los heridos y a los muertos, y no había autoridad que se presentara a solucionar el problema. Cuando don Pastor llegó a la casa del susodicho, ya esta-ba mi papá ahí, golpeando con la culata del rifle la puerta.

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—Ya tengo rato aquí Pastor y estos recabrones no salen, han de estar refundidos en su iglesia rezando pa que no se los lleve la chin-gada. ¡Vamos tumbándoles la puerta a estos aleluyos!—. Después de que profirió la amenaza mi papá, la puerta se abrió.

—¿Dónde está Susano?—. Le preguntó don Pastor a Chilo que fue el que salió.

—No está-. Le respondió y su mirada oscilaba del máusser que mi papá traía en la mano, al M1 que portaba don Pastor.

—Mira Chilo, háblale a tu padre, porque yo vengo en carácter muy duro, quiero que vaya a recoger todos los muertos y heridos que esos hijos de la chingada dejaron: niños, mujeres y hombres san-grando, necesitan atención médica, y porque no hay orden, nomás que no y que no los levantan, por su pendeja orden. ¡Háblale!

—Pero no está aquí-. La sangre hirvió en las venas de mi papá que se le dejó ir a Chilo con intenciones de darle un culatazo en la cabe-za, pero don Pastor lo contuvo y le gritó.

—¡¿Entonces quieres que nos métamos a sacar a ese cabrón?!

Para esto, Chilo, como hijo de Susano, estaba enterado de que el verdadero inspector de policía era don Pastor, porque él se daba cuenta de todos los enjuagues de Susano, pero envalentonado le dijo:

—Haber atrévanse-. Mi papá y Pastor lo encañonaron y se le afloja-ron los calcetines aparte de las patas.

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—¡Espérense, espérense, no hay necesidad de tanto!

—Pos tú eres el que stá provocando la nececida, echa pa juera ese hijo de la chingada—. Y sin más ni más salió el Suzano que había estado tras de la puerta escuchando todo. Susano no abrió la boca para nada, Chilo era el director de su orquesta.

—Pos no hay en qué se vaya, llévatelo tú a la plaza.

—Anduviera yo llevando hijos de la… llévalo tú que son de la misma calaña y dense de santos que no se los lleva la chingada, par de cabrones. Ahi síguelos Jesús, pa que este cabrón llegue a la plaza y veas que levantan a los heridos, si no, me mandas avisar. Voy tras los otros cabrones que van pa Moroleón, porque no sé qué le hicieron a Tito.

Los policías heridos iban en un carro para el hospital, cuando por fin los alcanzó ya estaban frente a la clínica San José, a donde fueron a parar. Don Pastor se bajó de la camioneta y siguió a pie.

—No te arrimes Pastor, la policía tiene órdenes de disparar-, le dijo uno de los mirones que se juntaron ahí, que lo reconoció. Don Pastor se quedó pensando y le respondió.

—¿Por qué tienen órdenes de disparar? ¿Quién dio esa orden?—. Y sin más lo apartó de su camino y siguió caminando.

—A la chingada con su orden—. Enojado como estaba, gritaba.

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Efraín, presidente de Moroleón, ya estaba en el hospital junto con algunos policías de aquel municipio, para guardar el orden y cono-ciendo como conocía a Pastor, salió a encontrarlo, porque iba con todas las intenciones de matar a los policías en el carro donde esta-ban, porque todavía no los acababan de bajar.

—Mira Pastor, cálmate, no vayas hacer una tarugada, todo se va arreglar.

—¿Cómo quieres que me calme?, si estos hijos de la chingada no tienen madre que los parió, —le dijo—, fíjate, tantos para el pobre cabrón de Federico. Si vieras el cuadro de muertos y heridos que dejaron en la plaza, hasta tú te encabronabas. Mi hijo anda perdi-do, unos dicen que se salió de la plaza a caballo con el fin de ir por un carro pa llevarse a Federico y a sus cuñaos al médico; otros, que iba chorreando sangre. Ve tú a saber, el caballo andaba solo en el Jardín y a Tito nomás no lo encuentro. Esos cabrones han de saber onta y me lo van a decir. —Y Pastor siguió caminando hacia el carro de donde ya estaban sacando a los policías.

—Vente, vente, —le dijo Efraín jalándolo del brazo-, yo sé que a Tito no le pasó nada, anda con el forense en turno, pa ir a levantar a Pancho Villa, vente. —Y lo condujo hacia donde estaba su carro.

—Ahi traigo mi camioneta. —Le dijo indeciso y se fueron a la ca-mioneta.

—¿Pa dónde te llevo? —Le preguntó Efraín que se subió del lado del chofer.

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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—Pa donde quieras, ya no me dejaste matar a estos cabrones, hijos de su retiznada madre que ya están en el hospital, y la gente allá en la plaza muriéndose.

Pancho Villa, ya herido de muerte desde el primer balazo, vendió cara su vida, él era el único que traía pistola y esos cobardes que nunca pudieron encararlo de frente, temerosos de que quedara vivo se ensañaron con él, ya en el suelo le siguieron disparando. Su es-posa, que se había bajado del graderío, en un intento por defenderlo se abrazó al cuerpo inerte; ya de nada le sirvió, los desgraciados sobre de ella siguieron disparando; la hirieron en una pierna y a su hijo más chico, que estaba junto a su madre, en un pie. Su hijo más grande, escondido entre las patas de los caballos, llorando y sin saber qué estaba pasando, a pedradas defendió a su padre.

Días después, don Pastor recibió la orden de presentarse en Guanajuato capital, con el secretario de gobierno, directamente, bajo pena de ser detenido, por ser el responsable directo de la ma-sacre. Porque hasta Guanajuato se supo que la orden de matar a Pancho Villa la había dado el comandante de policía. Don Pastor se presentó sin saber por qué lo responsabilizaban del zafarrancho. Ahí, el secretario le presentó la copia del original donde se le daba el nombramiento de inspector. Hechas las aclaraciones, el licenciado mandó citatorio para Susano y en el careo, el viejo tilibrije empezó a llorar como todo cobarde y pidió disculpas porque su única culpa era, que el nombramiento se le había traspapelado y por mientras había hecho el nombramiento del Cojo. El Secretario de Gobierno lo hizo responsable directo de los trágicos acontecimientos y le le-vantó cargos, sin embargo, yo no recuerdo que le hayan hecho algo

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Mi historia en la Historia60

jurídicamente. De lo que sí me acuerdo es que tanto Susano como Chilo veían a mi papá o a mi tío Pastor y no sabían dónde meterse.

El que a hierro mata a hierro muere, el Cojo se salvó por un pelito de la bala de Federico Rosiles, el segundo Pancho Villa, pero de la bala que su propio compadre le propinó, de esa no se salvó.

…Hoy Federico habla, que en paz descanse en el cielo;

que así matan a los hombres cuando les tienen recelo.

Ya de todos me despido pasando por Ozumbilla:

cantándoles el corrido del segundo Pancho Villa.

Esteban Núñez R.

Patricia Norma Rosiles Aguado nació en México Distrito Federal, el 7 de

abril de 1953; actualmente radica en la ciudad de Irapuato, Gto., se dedica

al comercio.

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los recuerDos De estherMaría Esther Jiménez Loza

María del Socorro Márquez González

Como tantas otras veces, estoy sentada frente a la abuela Esther —“Tita”, le decimos—, a la espera de alguna historia o una poesía, incluso una canción, de ésas que ponen a llorar o reír a todos en la familia.

—¿Qué quieres que te cuente? —me dice despacito, con su voz ya cansada por los años.

—Lo que usted quiera.

—Cuéntele cuando se fueron a Guadalajara, mamá —le pide mi tía Lupita, sonriendo, ansiosa como yo por escuchar.

—Ah, eso fue cuando la cristiada, que nos tuvimos que ir de la hacienda, porque los cristeros secuestraron a mi papá después de lo del padre y el coronel —contesta mi Tita, y sé que está yendo a esos rinconcitos de su mente donde guarda tan maravillosamente sus recuerdos.

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Mi historia en la Historia62

Y sus ojos perdidos bajo un velo de ceguera que los hace ver de un tono entre azul y gris —en otro tiempo de color café, según mi papá—, parecieran alcanzar esos lugares y esos tiempos que ya fueron, pero que nunca se irán.

—Cuando estaba la guerra de la cristiada, yo tendría como ocho años, llegó a Cañadas un coronel con sus soldados y se fueron de-recho al curato, frente al templo; pero el señor cura Dionisio, su hermana y su prima, se salieron a escondidas en la noche y ca-minaron hasta llegar a la hacienda de El Salto —hace una pausa, como recordando lo que viene—. ¿Sí sabes por qué se llama “El Salto”? Porque antes era de los españoles y una vez, una de las muchachas rompió un jarrón y como tenía miedo se fue corriendo derecho al barranco y saltó; pero entonces estaban las faldas tan almidonadas que se le levantaron como un globo y llegó hasta abajo sin que le pasara nada.

Lo dice tan seria que uno se lo imagina, así de fantasioso como suena.

—Bueno, entonces mi papá los dejó vivir ahí con nosotros por un tiempo. En el día se llevaba al señor cura junto con los trabaja-dores, vestido de particular, para que no lo conocieran, mientras su hermana y su prima se quedaban con nosotros en la casa —continúa—. Una vez mi hermana María de Jesús le escondió los cigarros a la prima, porque fumaba, y ella fue a quejarse con mi mamá: “Mire Chabelita, su hijita hija de la guayaba me escondió mi tabaquito”, le decía—.

Mientras nos cuenta estas travesuras, mientras se acuerda, se le dibuja una sonrisa en el rostro y sus ojos brillan un poquito, hú-

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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medos, quizá porque hace tan sólo unos meses murió su hermana mayor.

—Y estuvieron un tiempo, pero en Cañadas había gente que no quería a los sacerdotes y mi papá tuvo que mandar al padre a Jalos para que no le hicieran nada. Ah, pues tu tío Juan me dijo que vio en un periodiquito que decía que un padre se salvó gracias a Francisco Jiménez y María Loza —me dice muy orgullosa de sus papás—, y fue ése.

—También me acuerdo que luego dos soldados del coronel deserta-ron y los vimos por la calle de la Luz, todos mugrositos cargando unas palas porque tenían que hacer sus sepulturas…

—¿Entonces ellos mismos tenía que cavar sus tumbas? —le pre-gunto, interrumpiéndola, porque no puedo evitarlo.

—Sí, pero la gente no quería que los fusilaran, por eso el presiden-te, en ese entonces Galdino Gómez, juntó a unos hombres para ir a ver al coronel y pedirle que los perdonara, pero él les dijo que no, que cuando un soldado desertaba lo tenían que matar. Luego, Adelesia, la esposa del presidente, ella era maestra, fue con unas mujeres, pero tampoco les hizo caso, porque así era la ley, hasta que Mariquita, su hija, fue con las niñas de la escuela y nos dijo que teníamos que ir bien bañaditas y peinaditas a ver al coronel: “Ustedes no digan nada, nomás se van a hincar y le vamos a pedir que perdone a los soldados”, nos dijo Mariquita.

—Éramos tres grupos, porque entonces no había más, y todos fui-mos y nos hincamos ahí en la calle frente al curato, mientras el coronel estaba ahí, muy buen mozo, como un príncipe —cierra sus

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Mi historia en la Historia64

ojos, seguramente reviviendo el momento, viendo el pasado como no puede ver el hoy—. Y pasó una cosa, que el coronel lloró, así como era, perdonando a los soldados, porque los niños pudieron hacer lo que los otros no.

—Pero cuéntele de cuando se fueron, mamá —le repite mi tía Lupita—. Ella quiere escuchar eso.

—Ah, eso fue después, ya que el padre se había ido y algunos cris-teros en Cañadas se volvieron obregonistas y les dieron salvocon-ductos para que pudieran portar armas. A uno de ellos, Salvador Íñiguez, lo mataron nada más por traer un salvoconducto. Y entonces otros cristeros, de los cabecillas como Don José María González, se vinieron a quemar el pueblo, porque ya odiaban a Cañadas —lo dice con una expresión muy seria, sin dejar lugar a dudas—. Cuando llegaron, fueron al rancho de mi tío Chon con unos padres, donde les mataron un puerco, pues para quedar bien, y celebraron una misa y casaron a unos muchachos, porque ya tenían a la muchacha depositada, pero no habían podido casarse porque entonces no había misas.

—Lo malo fue que alguien les dijo que mi papá les podía hacer un préstamo y entonces se lo llevaron. “Ahorita vengo, voy a decirles a estos señores cuál es mi casa para que no la vayan a quemar”, le dijo mi papá a mi mamá para que no se apurara, pero lo detuvieron ocho días allá donde ellos estaban, hasta que les dijo que lo solta-ran para conseguirles el dinero.

—En cuanto llegó a la casa, la federación llegó y se lo llevó a unos cuantos metros para preguntarle qué había visto, cuántos eran y eso. Ya que lo dejaron, fue cuando arreglamos nuestros bultos,

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porque no eran maletas ni nada, eran unos bultos con nuestras cosas, y nos fuimos en burro hasta Santa María. Íbamos todos, mi mamá con una niñita en brazos, y se vinieron también mi tío Mónico, hermano de mi mamá, y un muchacho de ahí de la hacien-da, Romualdo, de unos quince años —dice, como acordándose de su familia entonces—. Ahí en Santa María, tomamos el tren y nos fuimos a León.

—¿Entonces, primero se vinieron para acá? —interrumpo de nue-vo—. Pensé que se habían ido derecho a Guadalajara.

—No. Nos vinimos a León, creo que fue poco después de una inun-dación, y mi papá rentó una casa por San Miguel, pero vivimos ahí muy poquito, a lo mucho dos meses, porque luego nos fuimos a Guadalajara, pero de todos modos me tocó conocer los arbolitos del jardín, ahí en el centro —sigue contando, con calma—. Ahí en Guadalajara estuvimos en un hotel antes de tomar el tranvía, ése que funcionaba con electricidad y que era muy rápido, para irnos a San Pedro.

—Cuando estábamos esperando el tranvía, mi mamá llevaba a la niña, María de Jesús tenía agarrado a Emilio, que apenas tenía dos años, y a mí me encargaron a Nate. Yo la tenía agarrada de la mano, pero se me soltó y cuando nos subimos, ella se quedó abajo, solita —por un momento se detiene y mi tía Lupita y yo nos quedamos ahí, esperando—. Entonces mi mamá empezó a ver y volteó con mi papá, “Oye, ¿y Nate?”, le dijo, y mi papá se bajó del tranvía mientras nosotros nos íbamos, para buscarla.

—Mucho antes de llegar a San Pedro, mi tío Mónico empezó a decir-le a Romualdo: “Mira Romualdo, tienes que bajar los bultos rápido,

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Mi historia en la Historia66

porque si no se nos quedan”, y tanto estuvo diciéndole que Romualdo aventó los bultos antes de tiempo —nos cuenta, sonriendo—. Luego lo regañó por tirar las cosas, tanto que este muchacho se aventó de-trás de los bultos para recogerlos. “Y ya se murió Romualdo”, decía mi tío, porque a quién se le ocurre aventarse de un tranvía —sigue sonriendo—. Pero no le pasó nada, y tan peligroso porque se estaba moviendo, pero éste como si nada agarró los bultos y se los cargó todo el camino que faltaba hasta San Pedro.

—Cuando llegamos, ya estaba mi papá ahí, con Nate, porque la en-contró y de suerte que estaban unas conocidas con ella. Entonces ellos se fueron en un carro hasta allá para encontrarnos.

—De ahí nos fuimos a la casa, era una casa grande, muy parecida a ésta, con una sala muy bonita y una huerta, porque en las casas siempre había huertas, con plátanos o naranjas; atrás estaba el baño —así que aunque no me lo diga, si es como su casa actual, sé que es amplia e iluminada, dos pisos distribuidos cómodamente, con un patiecito interior—, pero los baños no eran como ahora, eran con fosas.

—El dueño tenía la cuadra y pegadito a la casa, en la esquina, tenía su tienda. Ahí en esa casa vivimos dos años, después de te-ner que huir. Pero fue muy bonito, podíamos ir seguido al parián de San Pedro, tu mamá lo ha de conocer, era como un parque, con corredores donde ponían muchas mesas y equipales para que fueran los señores que tomaban, o para comer también, y en el centro estaba el quiosco, ahí los niños podían jugar. Y luego iba gente a vernos también —se detiene un poquito, como pensando en lo siguiente que dirá—. Me acuerdo que una vez, ya cuando se le había muerto la niñita a mi mamá —lo dice un poquito triste—, fue

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a visitarnos Goya y llevaba a su bebé, una niña tan bonita, parecía una muñeca, y yo le dije que si me la prestaba y me dejó cargarla —sigue contado, cambiando un poco el tono de su voz a uno más bajito, confidencial—. Andaba yo con ella, cuando me habló María de Jesús: “Ve a la tienda a traerme un bolillo con miel porque me duele una muela”, me dijo, y yo me fui con todo y niña.

—Llegué a la tienda y pedí el bolillo, me le pusieron la miel y todo, pero ya cuando llegué a la casa, no había miel en el bolillo —sigue, riendo un poco—, porque se le salió y le escurrió toda a la niña, con aquellos ojitos cerrados, que no los podía abrir, llenos de miel, y dijimos pues sólo hay una forma de quitársela.

—¿Cuál? —pregunto yo, sonriendo también.

—Pues lamiéndosela, nada más. Se la quitamos, pero de todos mo-dos se le quedaron sus pestañitas pegadas, que no podía abrir los ojos.

Ríen ella y mi tía. Río yo, porque después de empezar con un vista-zo a lo que fue la cristiada, como todo un antecedente, pasamos al secuestro del abuelo Francisco y terminamos riendo con una cosa de niños. Porque las historias siempre son así, van de una a otra, encontrándose antes de que sepa uno por qué o para qué.

—¿Qué más quieres que te cuente? —me pregunta entonces, con una sonrisa.

—Lo que usted quiera, abuelita, usted cuénteme lo que le guste.¿Por qué no un poquito más?

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Mi historia en la Historia68

—Pues mira, te voy contar de cuando mi mamá me enseñó una poesía, cuando yo tenía cinco años, para que se la dijera a mi papá en su cumpleaños…

“¿Qué puedo darte, oh papá,

Para celebrar tu santo?

Yo quisiera darte tanto,

Pero en mi mano no está.

Mi amor a ofrecerte va

Este ramito de flores.

Si se apagan sus colores,

Más tarde tu hija obediente,

Con su conducta decente,

Te dará goces mayores.”

Una lágrima solitaria y la imagen del abuelo, su papá, arrodillán-dose ante ella para abrazarla, tomando a su niña y su ramito de malvas con todo el amor de padre.

Y ella recuerda ésta y muchas otras historias. Hoy no ve cómo es el mundo a su alrededor, sólo lo escucha y lo siente; pero en su memo-ria, en sus recuerdos, a través de sus palabras, es capaz de pintar el mundo que fue hace ya más de noventa años.

María Esther Jiménez Loza nació en Cañadas de Obregón, Jal., el 16

de febrero del año 1918. Actualmente radica en León, Gto., y debido a su

avanzada edad y debilidad visual, ya no realiza actividades.

María del Socorro Márquez González nació en Cañadas de Obregón,

Jal., el 27 de junio de 1991; radica en León, Gto., en este momento se dedica

a escribir una novela y trabaja como reportera en el periódico El Heraldo.

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JuventuD, alegría Y tristeza: México 1968

María Cristina Gamboa y Magaña

A mis nietos: Juan Pablo, Santiago, José Alberto,

María, Alejandro, Ana Regina, José Esteban,

Alejandro, Irma Isabel, y todos los que faltan por llegar.

Es del saber popular la importancia de los abuelos en la transmi-sión de la cultura; es por eso que les relato hoy parte de la historia de México que me tocó vivir.

Hace apenas poco más de un mes (16 de abril de 2013), murió en la ciudad de México el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez que, entre sus muchas actividades profesionales, se destacó por ser el presi-dente del comité organizador de las Olimpiadas de 1968 y co-crea-dor del logo y símbolo de esta olimpiada, que hoy después de tantos años nos habla de lo que fue “México 68”.

Con este motivo, la televisión rescató del olvido muchos eventos que me hicieron revivir esa parte de la historia, tan entrelazada con los anhelos de mi juventud. Tenía entonces 21 años, estudiaba Psicología, y ya era novia de su abuelo.

Nuestro querido México se abría al mundo; nos preparábamos para recibir ese aire nuevo de la juventud que llega siempre con el espí-ritu olímpico.

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Mi historia en la Historia70

Se arreglaron los estadios, las residencias olímpicas, se compra-ron los camiones que transportarían a las sedes olímpicas (los que más tarde se convirtieron en la tristemente famosa “ruta 100”), se limpiaron los monumentos, nos enteramos de que los relieves es-cultóricos de la Catedral eran de mármol y no de cantera, ¡lo que se esconde detrás de la mugre!

Nos cabe el honor de saber que México fue el primer país del mundo en el que se celebraron las olimpiadas culturales, que integraron a la justa deportiva la cultura y el arte.

Si un día van a pasear por San Ángel y parte del Periférico Sur, podrán ver todavía algunas esculturas, en lo que se llamó “la ruta de la amistad”.

Resultado de esa apertura a la cultura fue el diseño del “logo de México 68” que pronto se convirtió en souvenirs, pintura de los ca-miones y edificios, en ropa y pañoletas; México se vistió de México (en términos actuales, nos pusimos la camiseta). En el centro de las pañoletas y los pósters se encontraba el nombre de “México 68”, y aprovechando los círculos del seis y el ocho se entrelazaban los aros olímpicos, en color. La totalidad del lienzo repetía, como ondas expansivas, las letras de México; lo que daba la impresión de que vibraban, crecían, enmarcando una fecha que quedaría para siem-pre grabada, para bien o para mal, en nuestra memoria.

Como adivinando el futuro, este símbolo se convirtió un parteaguas donde hay un antes y un después. Efectivamente México creció, sus fronteras se ampliaron con las olimpiadas. El fuego olímpico, recor-dándonos la historia del descubrimiento de América, siguió la ruta de Cristóbal Colón; visitó a la Virgen del Pilar y el 11 de septiembre

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salió del Puerto de Palos rumbo a San Salvador, de ahí a Veracruz, llegó a Teotihuacán donde se encendió el fuego nuevo y llegó, al fin, al Estadio Olímpico el 12 de octubre. México mostró al mundo su grandeza y esplendor. Enriqueta Basilio representó el futuro, ya que fue la primera mujer en la historia de los juegos olímpicos que encendió el pebetero. Pasado y futuro encendieron esa hoguera. El 12 de octubre, fecha en que el viejo mundo se entera de la existen-cia de América, se inicia la fiesta que nuestro premio nobel Octavio Paz describe:

“El solitario mexicano ama las fiestas. Somos un pueblo ritual. En po-

cos lugares en el mundo se puede vivir un espectáculo parecido a las

grandes fiestas religiosas de México, con sus colores violentos, agrios

y puros, sus danzas, ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos, y

la inagotable cascada de sorpresas de frutas, dulces y objetos que se

venden en esos días en las plazas y mercados”.

“La fiesta es nuestro único lujo, ellas substituyen, acaso con ventaja, al

teatro y a las vacaciones, al weekend y al cocktail party de los sajones;

a las recepciones de la burguesía y al café de los mediterráneos”.

Todos estábamos encendidos por la fiesta y pegados a la televisión. La euforia surgió cuando el Tibio Muñoz ganó la máxima presea, México se colgó el oro, salimos a la calle, sonamos las bocinas. Al Tibio le salió lo cálido de Aguascalientes y logró, a sus 17 años, hacer estallar en aullidos la alberca olímpica.

La gracia y belleza de la medallista olímpica Vera Caslavska hizo vibrar el gimnasio al realizar su rutina al son de los mariachis, esto la convirtió en la novia de México, los mariachis y mucha gen-

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te abarrotaron el Zócalo cuando ella y su novio, también atleta, decidieron contraer matrimonio, nada menos que en la Catedral Metropolitana.

En México también se vivió una despedida muy a la mexicana, igual que en una fiesta patronal, los atletas rompieron filas y can-taban, y bailaban al son de la música y los cohetes. Rusos, afri-canos, sudamericanos, chinos, americanos, todos unidos en esa gran fiesta donde no había rencores, ni fronteras, ni ganadores, ni perdedores, sólo juventud, alegría y encuentro. Poco a poco se apagaron las luces del estadio, el fuego se desvaneció en espera de un nuevo amanecer en Múnich 1972.

Todo el país vivía la fiesta. En ese momento, su abuelo y yo cursába-mos los últimos semestres de la carrera en la Ciudad Universitaria, él Ingeniería y yo Psicología.ç

Pero no todo en México era perfecto, no todo era digno de elogiar. Meses atrás de la contienda olímpica, en mayo si mal no recuerdo, los médicos se manifestaban pidiendo al gobierno una mejora sa-larial. Fue una de esas manifestaciones que vale la pena recordar, porque nos enseña que algunas veces el silencio es más elocuente que muchas palabras, gritos o desmanes, la avenida Reforma se vistió de blanco en una marcha, pacífica y silenciosa.

Meses más tarde, un pleito de estudiantes, entre una preparatoria particular y dos vocacionales del Instituto Politécnico Nacional, en-cendió una mecha de dimensiones catastróficas. Los estudiantes, sabiendo que tenían los reflectores del mundo encima, trataron de mostrar que en México había pobreza y explotación, y ese pleito

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callejero creció y aglutinó a todas las instituciones de estudios su-periores del país, no haciendo distinción entre universidades par-ticulares y estatales. Todos marchamos buscando la justicia y la solidaridad. Pero, desgraciadamente, hubo grupos que buscaban otras cosas y, al final, se cambiaron los objetivos del movimiento traicionando a las mayorías.

Lo recuerdo con mucha claridad, su abuelo y yo asistimos a varias marchas y manifestaciones, una de ellas realizada en el mes de septiembre, antes de las fiestas de Independencia; partió de Paseo de la Reforma para terminar en el Zócalo. El abuelo no permitió que yo marchara con el contingente de mi facultad, pues tenía miedo de que pudiera ocurrir algún percance; así que, juntos nos unimos al contingente de la facultad de ingeniería. Para poder entrar a ese contingente, tenías que mostrar tu credencial de universitario, y todos caminábamos unidos de la mano para evitar infiltraciones. En el Zócalo empezaron los oradores, y las propuestas ya no eran las originales, fue en ese momento cuando se empezó a desgajar el movimiento estudiantil, aunque la gran mayoría de los estudiantes que continuaron lo hacían de buena fe. Al final de la reunión en el Zócalo, empezaron a circular tanques del ejército y en las azoteas de los edificios que rodeaban la explanada había soldados armados y francotiradores. El terror se apoderó de los asistentes, que corrían en todas direcciones atropelladamente. A partir de ese momento su abuelo y yo decidimos no participar más en las marchas.

El gobierno, asustado ante la magnitud de la protesta estudiantil y presionado por la inminente cercanía de la olimpiada, haciendo alarde de una gran soberbia, prepotencia e impunidad, trató de sofocar este movimiento de la manera más cruel y brutal.

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Mi historia en la Historia74

La tragedia surgió el 2 de Octubre, en el lugar más inadecuado para hacer una manifestación, cerrado por construcciones por casi todos lados, un campo de batalla bien planeado, con trincheras y azoteas. Muchos nos preguntamos ¿Quien decidió el lugar? ¿Porqué no Reforma o el Zócalo? ¿Qué líderes traicionaron el movimiento estudiantil?, a casi cincuenta años de ese trágico día, todavía no sabemos con claridad cuántas personas perdieron la vida.

La prensa, todos lo sabíamos, no iba a revelar en esos momentos la magnitud de la tragedia. Todos queríamos enterarnos, circularon imágenes y fotografías en algunos medios no muy confiables, como por ejemplo en un periódico amarillista llamado “Tabloide”. Había rumores pero también certezas; una amiga de mi mamá que tenía un puesto de carne en el mercado Independencia perdió a su hijo, no lo pudo encontrar.

Recuerdo que en días previos a la Olimpiada nos dieron vacaciones, pero sí estaban funcionando algunas oficinas administrativas y yo tenía que recoger algunos documentos en la UNAM. Mi mamá no me dejó ir sola. Llegamos a la universidad y nos encontramos con grandes contrastes, por un lado, el Ejército flanqueando la entrada; por el otro, los primeros contingentes de atletas entrenaban en las instalaciones deportivas. Visitamos la Alberca Olímpica, donde todo era paz y fiesta. Pero, cuando caminábamos hacia la terminal de camiones, todo se volvió terror entre los estudiantes que veíamos, con tristeza, violada la autonomía universitaria, con la presencia del Ejército en el campus. Unos fuertes estallidos empezaron a es-cucharse; afortunadamente eran salvas, 21 cañonazos con los que se ensayaba la inauguración de los Juegos Olímpicos.

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Quisiera, queridos niños, regresar al logo olímpico. Al volverlo a ver, después de casi cuarenta y cinco años, y ver esas ondas expansivas que rodean y circundan el México 68 hoy me las imagino como las generaciones que han pasado desde aquel momento; las líneas exteriores nos corresponden a nosotros, los protagonistas de la his-toria del 68; las que le siguen son las de sus padres; pero las más internas son las de ustedes, que nacen de ese corazón de México y que nos empujan al exterior. En estos años, México ha cambiado tanto que no lo reconocerían los estudiantes de aquella época, ha habido mundiales de futbol, dos mexicanos han sido reconocidos con el premio Nobel (uno en las letras, otro en la ciencia), ha habido alternancia en el poder...

Tenemos que seguir buscando la justicia, pero siendo solidarios, luchando codo con codo en el trabajo, en el estudio, buscando los valores que nos unen, las raíces de nuestra historia.

¡Lo que nunca debe volver a ocurrir es un 2 de Octubre de 1968! Con cariño, de su abuela Titi

María Cristina Gamboa y Magaña nació el 30 de marzo de

1946 en México, D.F., estudió Psicología; actualmente radi-

ca en Lomas de Comanjilla en Silao, Gto., y se dedica al hogar.

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no Me PoDía Yo, PerDer un evento coMo éseAdela Ponce Obregón

Iba yo a la ciudad de México dos o tres veces al mes, por mi negocio (una boutique de moda en León, en ese tiempo), en mi módica línea de camiones Flecha Amarilla, porque en ese entonces no había los autobuses de lujo de ahora, como Primera Plus o ETN, y menos ocurría que salieran de noche para llegar a las 6 de la mañana, lo cual hacía yo para aprovechar el tiempo en mis visitas a proveedo-res y demás compras.

Sucedió que el miércoles 18 de septiembre de 1985, por alguna ra-zón opté por irme en tren, que ya un medio era obsoleto, pero pasa-ba por León a la media noche, y los pasajeros de León que íbamos a México nos subíamos desde temprano la noche anterior, y al pasar el tren que venía de Ciudad Juárez, enganchaba este vagón que estaba programado para llegar a las 7:15 a. m. al D.F.; cosa que en esta ocasión no fue así, porque lo detuvieron unos momentos en la estación de Lechería, hasta comprobar que las vías estaban en buenas condiciones, por el terremoto que estaba teniendo lugar en la ciudad a esa misma hora.

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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Tardamos ahí 10 minutos y en seguida continuamos el viaje. Llegamos a las 7:35 a la estación de Balbuena. La sorpresa fue que mi chofer me estaba esperando, contra lo que yo esperaba ante tal acontecimiento (aunque nadie todavía sabía la magnitud del fenó-meno).

Él, un hombre con mucho afecto hacia mí, que arriesgando su vida pensó en qué iba a ser de mí ahí desprotegida, cuando seguro no habría ningún taxi que me transportara y se había arriesgado a salir para no dejarme desvalida. Me contó que por donde pasaba, se caían los semáforos y se abrían las calles ¿Qué hacer? Le dije que si al Centro no podíamos trasladarnos porque ya estaba acor-donado, viéramos qué podíamos hacer en las fábricas de la periferia ¡Irresponsable!

Fuimos en principio a una fábrica ubicada en Ejército Nacional, donde nos contaron que se había caído el edificio donde tenían sus costureras, en la calle 20 de Noviembre, y habían muerto todas ellas junto con el dueño del negocio. Terminando mis asuntos en esa fábrica, decidí irme a otra en las calles de Nuevo León, donde al llegar fuimos testigos de un edificio que se hundía, porque no se caen como tablas, sino que se van desbaratando, como un pastel que se desinfla.

Entonces sí pensé irme con mi familia, quienes no sabían que es-taba yo en México.

Nos fuimos a San Ángel. Quise hablar a León para tranquilizar a los de mi casa, pero no existía ningún medio de comunicación, ni se usaban estos celulares que aborrezco.

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Mi prima me propuso ir a visitar a una de sus hijas que se acababa de cambiar de casa, y nos fuimos a tomar un café ¡tan inconscien-tes todas de la magnitud de lo que estábamos atestiguando!

En León mi familia y media ciudad estaba en un drama verdadero. Todos asustados por sus familiares en México y sin poderse comu-nicar; mis padres estaban literalmente enloquecidos. Aclaro que soy hija única y mi papá había visto en la televisión que se había caído “La Copa de Leche”, lugar que él frecuentaba de joven, y se quedó con la idea de que ahí estaba yo aplastada, a mí que nunca se me habría ocurrido ir a esa cafetería.

Lo más dramático resultó ser la zona donde estaban las fábricas que visitaba en Fray Servando, San Antonio Abad, 20 de Noviembre, donde muchos edificios se habían caído y mucha gente estaba bajo los escombros, porque además estas fábricas estaban en edificios viejos y sin mantenimiento.

Al esposo de mi prima, que era médico, le pedí una pastilla para dormir, pues siempre sí me había asustado. Mientras tanto, en León, llegó el momento en que mi marido no pudo calmar ya a mis padres, y él y mi hijo mayor se fueron esa noche a México a recoger-me: para mi sorpresa, aparecieron en la puerta de casa de mi prima a las dos de la mañana.

Más adelante me enteré de que la mamá de una amiga mía, casada en segundas nupcias con una persona también mayor, estaba de luna de miel en el Hotel Regis, que se derrumbó completamente. Ellos tuvieron que salir de entre los escombros a gatas, pero vivos.

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Fueron más de 4,000 los rescatados con vida, aún días después de sucedido el primer sismo y sus varias réplicas. Fueron 10,000 los reportados fallecidos, y, como dijo mi marido: “No, sí conociéndote. Tú si te pierdes esto: te mueres”.

Adela Ponce Obregón nació el 13 de mayo de 1933 en Celaya, Gto., ac-

tualmente vive en León, Gto., y su ocupación es comerciante.

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un Dieciocho De agosto Del año setenta Y tresMiguel Chávez González Ma. Eva Chávez Morales

Parado en uno de los bordos y embelesado, Miguel veía el agua que agitada por el viento quería saltarse las trancas, ya tenía una semana visitándola; tiempo en que empezaron a correr los rumores de la inundación. La tarde anterior había estado nublada, al llegar le hablaba a la presa:

—Sigues enojada pero en calma, dicen que te vas a derramar sobre la ciudad, por eso vengo a cada rato, no vayas a hacer esa maldad—. El agua con sus gorgoteos parecía responderle que poco le faltaba para reventar. Caminaba un rato por el borde de ella, a pesar del fuerte viento que esa tarde le arrancó el sombrero, llevándoselo casi a media presa, imposible recuperarlo. Él era un hombre precavido, y lo dejó volar. —Mañana iré a la tienda grande a comprar basti-mento y hasta sombrero estrenaré.

Miguel regresó a su casa, pues iba a ir con su novia a una boda. Salió a prender el calentador y regresó a su cuarto. Animoso porque ese día no estaba lloviendo sacó un traje, pero le quedaba “de brinca charcos”, se conformó con un pantalón color azul claro de terlenka, una camisa estampada de manga larga, también en tonos azules,

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calcetines blancos y para finalizar el atuendo sus zapatos blancos de plataforma, ésos que a su madre le disgustaban tanto. Mientras dejaba que el agua caliente bañara su cuerpo, canturreaba una canción de los Rolling Stones: “Angie, Angie ¿Cúando desaparece-rán aquellas nubes? Angie ¿A dónde nos guiarán esta vez…”. Mientras él se bañaba, en el centro de la ciudad, a las nueve y media de la mañana, a doña Petra le dio un primer dolor de parto y dejó caer las cazuelas que llevaba en las manos, recargada en la pared, se tocaba el abultado vientre, las veía en el suelo hechas añicos y lo peor de todo era que ya estaban limpias. Le pasó el dolor, se enderezó, hizo algunos ejercicios de calistenia y no sintió ninguna otra molestia, por lo que pensó que todavía no era la hora, y continuó con su quehacer.

A las afueras de la ciudad, muy alegre venía María del Ce, mane-jando su camionetita Renault, cuando de repente un conejo se le atravesó, al mismo tiempo que metió el freno, giró el volante un poco hacia la derecha y luego a la izquierda, eso hizo que el conejo saliera ileso. Pero a ella ese conejo le significó la apuración que la llevaba a su casa, porque desde las nueve de la mañana empezó a oír en el radio la noticia de que Irapuato estaba a punto de inundar-se, “cosas del destino, que un conejo se me haya atravesado en la carretera”, se dijo para tranquilizarse, pero al llegar a la entrada de Irapuato, vio a las madres que atendían el asilo de ancianos muy apuradas llenando costales de arena y al llegar a la glorieta de San Antonio, vio que el agua ya tenía como treinta centímetros de alto.

Miguel se terminó de vestir, por un momento pensó en invitar a Juan su mejor amigo, a la boda, pero se dijo: -No quiero hacer mal tercio.

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Y se fue a recoger a su novia para asistir a la ceremonia a las once de la mañana. Tres horas antes empezaron a sonar unas sirenas y en el radio se escuchaba la voz de alarma, las patrullas con los altavoces alertaban a la gente y ellas, incrédulas, no pensaban que fuera algo grave, pues seguían con sus actividades, salvo las perso-nas más precavidas, que siempre las hay.

En la casa de Miguel, ubicada en el barrio de la Piedra Lisa, por el rumbo de Santa Anita, tenían poco tiempo de haber construido un segundo piso de concreto. Su mamá, mujer previsora, en cuanto se enteró que Irapuato se inundaba, empezó a cocinar: ya tenía arroz, frijoles, tortillas y otros guisos, mientras lo hacía discutía con su marido, él, al estar postrado en su silla de ruedas, no permitía que lo subieran y gritaba:

—¡A mí el agua me hace los mandados!, no me va a llegar ni a los pies, nada de eso que dicen va a pasar, en balde tantas inundacio-nes que he visto; aquí me quedo, ustedes hagan lo que quieran. En mis ochenta años de vida, nada ha sucedido.

—¡Por Dios, no seas terco, deja que te suban! –Le rogaba su mujer.

Más a fuerza que de ganas finalmente lograron subirlo. La hermana de Miguel llegó de la calle, venía con su novio, traían cara de asus-tados, pues él estaba jugando en el equipo de Los Halcones cuando se suspendió el partido, se despidieron, él la dejó en la puerta de su casa y como a los cinco minutos volvió a entrar, traía los pantalones mojados, cuando ella abrió la puerta le dijo él muy asustado:

— ¡Asómate! Para que veas cómo viene el agua. —Y al ver que venía como una crecida de río, corrieron hacia adentro a ponerse a salvo.

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Mientras tanto, en la iglesia, Miguel y su novia no atendían al ser-món por estar agarraditos de la mano, platicando en voz baja, ni cuenta se dieron cuando los novios salieron de ahí, aun antes de terminar la ceremonia, hasta que repararon en el paso presuroso de ellos y de la gente que no disimulaba su prisa por salir del tem-plo. El padre, antes de oficiar la misa, supo que la Presa del Conejo se había reventado, por lo que apresuró la homilía, el rito del ma-trimonio y la bendición. Para inmediatamente decirles que la Presa del Conejo se había reventado y el agua ya estaba, momentánea-mente, detenida en las vías del ferrocarril que va para Guadalajara. Que se fueran a sus casas rápidamente.

—Oiga, ¿qué pasa?, –le preguntó Miguel a una persona que pasaba junto a él.

—¿No oíste lo que dijo el padre?

—Nel, ¿qué dijo? –aun entre el alboroto, él no soltaba la mano de Luz.

—¡Que Irapuato está a punto de inundarse!, porque se reventó la presa. –Ella reaccionó diciéndole: —Miguel, tengo que irme a mi casa; mi mamá va a estar con pen-diente, vámonos.

—Nel hija, no pasa nada, desde hace una semana están con la misma cantaleta. ¡Vamos a la fiesta! -Le respondió con tono des-preocupado.

—¿Fiesta? ¿Qué fiesta crees que van a hacer?, yo me voy a mi casa.

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—Simón, te llevo. Al salir del templo y ver el rostro desencajado de la gente que corría de un lado para otro, diciendo que Arandas y San Antonio de Ayala ya estaban inundados, comprendieron que en realidad algo grave sucedía en la ciudad, a lo que Miguel dice a Luz:

—Vámonos por Donato Guerra para llegar más rápido a tu casa. -Al llegar a la calle 5 de Febrero, vieron a lo lejos una alfombra de agua que rápidamente se acercaba a ellos; veían cómo los dueños y empleados de negocios aledaños al centro de la ciudad cerraban las cortinas y salían presurosos; los carros chapaleaban y mojaban a la gente que rápidamente corría para sus casas. Querían llegar y salvar lo que se pudiera, sobre todo estar con su familia y a res-guardo.

Llegaron a casa de Luz, su mamá estaba muy angustiada tronán-dose los dedos y al dar la vuelta a la calle la madre corrió a encon-trarla entre el agua.

—Gracias Dios mío que me la trajiste con bien. -Abrazadas se me-tieron a su casa-. —Hija ¿¡estás bien!? Me tenías con pendiente. Ya Luz ni se acordó de Miguel ni él de ella, cada uno buscó su re-fugio. Miguel dejó segura a Luz y se encaminó a su casa. Entre el agua que cada minuto aumentaba de nivel, dada su juventud todo lo veía fácil. Todavía fue al centro, su curiosidad lo llevó al jardín y se entretuvo ayudando a la gente a cruzar con sus niños y a otros subiéndolos a segundos pisos de las casas que podían resistir. Cuando realmente quiso tomar el camino a su casa, le fue imposi-ble, el agua ya le llegaba a la rodilla y la corriente tenía demasiada

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fuerza, tanta que lo arrastraba, y al pasar frente a una ventana de la calle Guillermo Prieto se aferró a ella para ayudar a una señora que traía en un brazo a su hijo y en la otra mano unas bolsas con mandado. Miguel tomó al niño con una mano, justo cuando ella ya no podía más, mientras en la casa de enfrente la gente les gritaba:

—Agárranse fuerte, no se suelten, orita les aventamos una reata. La mujer, con trabajo se podía sostener en la ventana, su fragilidad y el cansancio de llevar al niño y las bolsas no le permitía alcanzar la reata, cuando se la lanzaban alargaba la mano libre y la reata pasaba rozándole los dedos; en uno de los intentos ya la tenía, pero un sombrero que arrastraba la corriente se lo arrancó de la mano; después de varios intentos pudo asirla, Miguel ya estaba arriba, dejó al niño en la azotea y bajó para ayudarla a subir a ella y su pesada carga, porque la señora no soltó la bolsa, la mantenía sobre su cabeza para que no se mojara. A él esos minutos de zozobra y angustia se le hicieron interminables, después de varios intentos al fin lo logró, ató la cuerda a la ventana, ahí la dejó para que le sirviera de asidero a alguien más. Y curiosamente el sombrero que distrajo a la señora se parecía al suyo.

A esas mismas horas, en casa de María del Ce, Doña Juana y va-rias familias vecinas ya habían pedido permiso para subir lo más que se pudiera al segundo piso de su casa. Estaba empezando a chispear y Miguel empezó a saltar de azotea en azotea, antes de que arreciara el agua, cuando él estaba en la terraza frente a la casa de María del Ce pensó:

—En casa de esa chaparrita cuerpo de uva pasaré algunas horas.—Se bajó de la azotea por un árbol cercano y sin soltarse del tronco

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comprobó que en esa calle la corriente no era tan fuerte, pues la casa de María del Ce se encuentra en una de las partes más altas de la ciudad, y se atravesó la calle como pudo; tocando a su puerta pidió permiso para guarnecerse, porque el agua subía rápidamente. En el segundo piso de la casa de ella había tres cuartos y un pe-queño patio, y ahí, en medio, una mesa con bastante comida y una vaporera llena de tamales que tenían preparados los vecinos para una fiesta. También había un gran pastel y una piñata colgada con el papel de china escurriendo, lo cual formaba una mezcla de colores, en contraste con el gris obscuro del cielo y las caras largas de todos los que estaban ahí. Miguel preguntó:

—¿Tenemos fiesta?... y toda esta gente, ¿es una familia?

—No, todos llegamos de improviso como tú, nuestras casas no tie-nen segundo piso y por eso subimos. Y ésta es una fiesta que nos cayó del cielo, porque doña Juana y su familia iban a México a festejar la primera comunión de Lupita la hija menor. –Alguien con-testó.

Una vez saciada su curiosidad, se unió a la algarabía que tenía aquel grupo de personas. Cuando de repente sus ojos repararon en el rincón de uno de los cuartos, ahí había una guitarra envuelta en su estuche y muy coqueta invitaba a tocarse, él ni tardo ni perezoso buscó con la mirada al dueño y dijo:

—¿Puedo? —Don Juan, que así se llamaba el dueño de esa casa y padre de María del Ce que era muy alegre, contestó:

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—Adelante, adelante joven que esto ahora sí se va a poner bueno, que empiece la repartición del atole y los tamales.

Se turnaban para el canto Miguel y María del Ce; el chipi chipi de la lluvia y el croar de las ranas eran el compás que los acompañaba. Así, por suerte, en esa casa, los estragos de la inundación fueron invitados, llegaron y dejaron abundancia de comida y alegría que se veía reflejada en los rostros que esa noche tuvieron la suerte no sólo de tener la comida que cayó del cielo, sino también de Miguel, el romántico bohemio que esa noche el destino y la guitarra lo in-vitaron a tocar.

Desde las tres o cuatro de la tarde, Miguel estuvo ahí hasta la ma-ñana siguiente, su espíritu juvenil lo llevó a enfrentar los peligros que el agua a la vista ofrecía. Con especial agradecimiento se despi-dió de los ahí reunidos; aunque ellos le hacían ver el peligro al que se exponía, él hizo gala de su arrojo. —¡Ey!, —les gritó a los de enfrente−. Aviéntenme un lazo.

—No tenemos. −le respondieron. María del Ce se acordó que tenía por ahí guardado un rollo de cable, entonces fue por él y le dijo:

—Mira, a ver si te sirve.

Miguel lo ve y le dice:

—Chaparrita cuerpo de uva ¿me lo puedo llevar? —María del Ce asintió con un movimiento de cabeza, él tomó el cable y se lo lanzó a los de la azotea de enfrente, allá lo amarraron de unas varillas

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y sin más se descolgó del mismo modo que el día anterior y quiso atravesar la calle, pero la corriente era tan fuerte que lo arrastraba y aunque el agua no estaba tan alta, le llegaba por arriba de las rodillas, los pies se le resbalaban en el lodo; al ver que el muchacho caía y no caía, empezaron los gritos de las personas que de un lado lo animaban y del otro lo desanimaban; cuando se dio cuenta de que por abajo no podía seguir su camino, volvió a subir y por los techos empezó a saltar cual Tarzán, de techo a barda y de barda a techo. Con recelo veía cuál de ellos podía resistir su peso, debido a que después de la humedad de varios días lluviosos y el agua es-tancada de ese trágico sábado, las paredes estaban reblandecidas y la lluvia no cesaba. Miguel tenía que ver muy bien dónde se des-colgaba, pues ya se empezaba a escuchar cómo las casas de adobe se derrumbaban.

Las esquinas eran un reto especial para él, pero el cable lo sacó de muchas apuraciones, el agua seguía fluyendo, no con la voracidad del día anterior. Aunque en la superficie no se podía observar la fuerza de la corriente, al internarse en ella tropezó varias veces con los troncos y más objetos que el agua arrastraba. Acababa de cruzar una esquina y descansaba del esfuerzo, cuando unos gritos interrumpieron su descanso, apenas había recorrido una cuadra y media, eran las diez y media de la mañana.

—Don Nicasio, ¡agarre la cuerda!, su casa no va a aguantar y si sigue ahí se le va a venir abajo.

Le gritaban a un hombre mayor que no quería tomar la cuerda que le salvaría la vida porque, aunque no lo decía, tenía miedo a dejar todo el dinero que su avaricia le había permitido almacenar du-rante años, ya que era el prestamista del rumbo. Y aunque era un

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secreto a voces que dentro de su casa escondía los jarros de dinero y los mantenía ocultos, no quería abandonar su tesoro. Miguel, a un lado de esa casa les decía:

—Órale, vamos a bajar por el ruco.

—Nel hijín, ha sido muy gacho con todos, tú no lo conoces, además ya con aventarle la cuerda es suficiente.

—Pero a final de cuentas, pobre ruco, no sean gachos.

—Voy a bajar, ayúdenme-. Les dijo Miguel.

En esas estaban, cuando don Nicasio por fin se decidió a que lo ayudaran, empezaba nuevamente la lluvia cuando Miguel iba ba-jando por él para ponerlo a salvo y no veía lo que pasaba a sus espaldas, pues estaba poniendo atención en dónde acomodar las manos y los pies, sólo escuchó un gorgoreo de agua parecido al que hace el baño cuando le jalan, todos los ahí reunidos lo detuvieron, volviéndolo a subir de un jalón; atónitos veían lo que acababa de ocurrir, él únicamente alcanzó a ver un remolino sobre lo que era la casa de don Nicasio el prestamista, algunos se persignaron otros simplemente se retiraron de la orilla; la vieja casa de adobe cedió a la humedad, sepultando a don Nicasio junto con su riqueza. Nunca salió a flote.

Miguel se alejó de ahí, había saltado tres techos más cuando es-cuchó los quejidos de una mujer en una azotea. Estaba a punto de parir y la gente que ahí se resguardaba no sabía qué hacer, todos tenían miedo, entre ellos no había ni una partera o enfermera, me-nos un médico para auxiliarla y él cayó ahí, como del cielo. A Doña

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Petra, que así se llamaba la señora, se le estaba pasando el parto, Miguel al saber lo que estaba pasando dijo:

—¡Pero qué les pasa!, por qué no hacen algo por la pobre ñora, no ven qué se puede petatear. —Al ver que todos estaban como esta-tuas, inmóviles, los apresuró ordenando:

—Órale hijines, prendan el carbón, pongan agua a calentar y trai-gan sábanas, toallas o los trapos que tengan.

—¿Y cómo?, ¿de dónde quieres que saquemos el carbón? Si has-ta los palos están mojados ¿con qué quieres que prendamos lum-bre?— Le dijo una de las mujeres que ahí estaba, con tono molestó —Date de santos con esta agua. Está limpia, es de lluvia, la estuve aparando para tomar.

—Gracias doña, no se enoje, yo nomás decía.

Miguel vio unas tijeras en una mesa, las lavó con un poco de agua y empezó a ayudar a la mujer que gritaba ayees de dolor, ya no se sabía si por el marido y el hijo que estaban perdidos o por éste que ya veía en camino, adelantando su nacimiento en condiciones precarias y sin más que un muchacho valeroso que nada de partos sabía, pero que estaba ahí.

—Puje doñita, ya viene, tranquila, tome aire y haga un último es-fuerzo. -Unos chavos en la otra azotea le gritaron:

—¡Qué onda carnal, ¿a poco sí le sabes a esa movidiucs?

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—Nel hijin, pero no hay de otra, lo del agua caliente y las toallas lo vi en una película y lo de la pujada se lo dicen a todas las parturien-tas, así que: ¡Puje doña, pújele…!

Uno de los muchachos de aquella azotea por poco se cae al agua, quiso agarrar un sombrero que arrastraba la corriente. Eran unos cinco o siete muchachos no mayores de veinticinco años que con cuerdas y palos estaban pescando las cosas que arrastraba la co-rriente, muebles de madera, cajas llenas de cualquier cosa, bolsas de jabón. Cualquier cachivache que por ahí pasara, ellos lo pesca-ban.

Mientras, él seguía haciendo su labor de partero novato, porque fue el único que se atrevió a tomar ese papel. De pronto, el llanto de un bebé retumbó en medio del silencio y Miguel se dijo:

—Ni fue tan difícil que naciera. -Volvió a pedir una sábana o una toalla, y alguna de las mujeres se quitó su mañanita y se la dio; en ella envolvió al niño y lo puso en brazos de la mamá que le preguntó cómo estaba.

—Todo baboso y lleno de sangre, pero está bien porque chilla muy fuerte. Es niño, doña. Y pos ya salió que era lo más difícil; para lo que sigue usted se las ingenia.

La señora se desmayó y no lo escuchó, hasta que él la hizo re-accionar con unos golpes en la cara para volverla en sí. En esos momentos, en el cielo, se escuchaba el ruido de un helicóptero, al cual desde abajo las personas le hacían señas para que los auxi-liara, ahí iba un médico militar. Cuando la gente, a señas, le dijo lo

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que pasaba, bajó por una cuerda y terminó el trabajo que Miguel había empezado, lo felicitó por su valentía y eficacia. Al salir del improvisado cuarto, todos se le abalanzaron para darle un abrazo y felicitarlo.

Al ver los soldados en él buena voluntad para ayudar a la gente, lo invitaron a sumarse a ellos y le hicieron llegar una lancha y un equipo de primeros auxilios, para que ya no saltara de azotea en azotea. Pues el agua alcanzó en algunas partes hasta dos metros de altura. Una vez arriba de esa lancha que por días fue su refu-gio y envuelto en atardeceres de sombras y lluvia, veía el fluir de carros, refrigeradores, camas que hasta sus colchas llevaban muy tendidas, gente ahogada, animales muertos. Bueno, hasta ataúdes con su respectivo difunto dentro, que la corriente arrastraba. En medio de esa ciudad cubierta por la noche y cortada de comuni-caciones, se sentía como un desierto, poblado no de arena sino de gente con las palabras detenidas, pues de tanto que se tenía que hablar no se decía casi nada, sin más ruidos que el silencio y el croar de las ranas.

Durante los días que estuvo el agua estancada, Miguel anduvo en una lancha, ayudando a quien podía. A través de las cuerdas que había de lado a lado subía los encargos que le hacían en la calle.

“La inundación es un episodio sorprendente, porque viví en días aventuras que no imaginé y disfruté ayudando a quien pude” dijo Miguel a un periódico local, en una entrevista.

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Miguel Chávez González nació en Irapuato, Gto., el 29 de septiembre de

1949, actualmente radica en Irapuato, Gto., se dedica a descansar, está

jubilado.

Ma. Eva Chávez Morales nació en Irapuato, Gto., el 30 de abril de 1966,

actualmente radica en Irapuato, Gto., se dedica a leer, a escribir, a pintar

óleo y al comercio.

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recuerDos De una niña, narraDos con la MaDurez que Dan los años

Magdalena Zermeño Saavedra Margarita Ramírez Zermeño

Transitar por el boulevard López Mateos, mejor conocido como “El eje”, suele ser un acto cotidiano para muchos habitantes de esta localidad. A diferentes horas del día, pasamos o lo cruzamos una y otra vez, algunas veces con prisa, otras veces con la tranquili-dad de no tener la urgencia de cubrir un horario. Desde la Presa del Palote hasta el Distribuidor Vial Juan Pablo Segundo, “El Eje” atraviesa la ciudad de León, albergando en su trayectoria infinidad de comercios, restaurantes, algunos hoteles, hospitales, librerías, tiendas de conveniencia, gasolineras, guarderías, dependencias gu-bernamentales, en fin, es una obra vial que sin duda trasformó nuestra ciudad.

Nuestro querido León pasó de ser un lugar con toque pueblerino y sabor a provincia, a una ciudad urbanizada y moderna. En nues-tro ir y venir cotidiano difícilmente damos crédito al Gobernador Torres Landa por el giro que le dio a nuestra localidad la construc-ción de esta vialidad.

Sin embargo, la construcción de “El Eje” significó un cambio radical en mi vida. Evocar ese recuerdo me llena de melancolía y tristeza,

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una mezcla de sentimientos que dieron fin a una de las etapas más bonitas de mi vida: Mi niñez.

Mi niñez trascurrió inmersa entre juegos, risas y convivencia con mis hermanos, mis primos y muchos vecinitos de la cuadra. Correr, brincar, saltar, pasear en patín del diablo, eran los juegos de mi niñez, sin tecnologías, ni juegos de mesa o televisión. En las aven-turas que vivíamos día a día, nosotros éramos los protagonistas, en realidad no percibíamos la necesidad de una televisión, y no percibíamos las carencias económicas que nos rodeaban.

Ahora que el tiempo ha pasado, inspirada en una frase de mi papá, quise plasmar en este relato “Los recuerdos de una niña, narrados con la madurez y mentalidad de un adulto” que ha vivido tantas trasformaciones en esta ciudad a lo largo de los años.

Fui la primera hija de una familia de siete hermanos, nací en 1951 en una casa situada en la calle Azucena # 221, fue el hogar que compartí con algunos de mis hermanos, mis papás y mi abuela materna.

A esa casona vieja, típica construcción de aquellos tiempos, la re-cuerdo con mucho cariño por tantos momentos gratos que repre-sentan una parte muy especial de mis recuerdos.

El frente de la casa era de 4 metros y el fondo de más de 20 metros. La puerta de entrada, era de dos hojas de madera, con una enorme aldaba y una cerradura que abría con una llave negra que no cabía en mis manos. Lo primero que había era un zaguán, y de manera consecutiva varios cuartos que terminaban en la cocina, después un patio y finalizaba una puerta que daba a la calle Clavel.

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Fue en ese patio donde mi papá construyó un horno de piedra sobre una plataforma de medio metro de altura, lo recuerdo como un iglú, cuya ventana de acceso estaba tapada con un ladrillo, matizado de varias tonalidades de negro por el contacto del humo, producto de la combustión de leña en su interior.

Con ese rudimentario equipo, mi abuela nos cocinaba “gorditas de horno”. Un pan hecho a base de masa de maíz, batida con manteca de cerdo, polvo para hornear y natas agrias recolectadas de varios días, al removerlas en la superficie de la leche bronca hervida. Una vez terminada esta mezcla, mi abuela la dividía en dos tanto iguales, a uno de ellos le ponía azúcar y hacía bolitas que decoraba con dos pedacitos de piloncillo, mismos que al fundirse con el calor parecían dos enormes lunares en la superficie de la gordita. A la otra parte de la masa, le agregaba sal de grano, y hacía una tortita plana, le ponía salsa verde al centro y lo doblaba como si fuera un tamal sin hoja. Conforme iba haciendo las gorditas, mi abuela las depositaba sobre una lámina que introducía al horno, previamente calentado con leña. ¡Que impaciencia! Tener que esperar el ansiado momento de disfrutar ese banquete, que desde hacía varios minutos nos brin-daba, con su peculiar aroma, un adelanto de lo que sería el sabor exquisito de una gordita de horno.

Mi abuela, con el cariño estricto que caracterizaba a las mujeres de su época, se encerraba para que los chiquillos no pudiéramos “picar” ni la masa, ni las gorditas recién salidas del horno… la expectativa por poder comer esa gordita nos distraía de nuestros juegos en la calle, esperando el ansiado momento de escuchar el

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cerrojo de la puerta y la voz de mi abuela diciéndonos “¡Vénganse a las gorditas!”.

Todos abandonábamos de inmediato lo que estuviéramos haciendo y corríamos alrededor de la mesa, la ausencia de platos, no era im-portante… ¿para qué los necesitábamos? Si pasábamos la gordita de una mano a otra para evitar que el calor nos quemara las manos y, finalmente, nos bastaban pocos minutos para comerla y voltear a ver a la abuela con la esperanza de comer otra. Pero sólo había una para cada uno, ni hablar… con la satisfacción de saber que la espera de toda la tarde había valido la pena, regresábamos a seguir corriendo en la calle.

Nunca me percaté de que al día siguiente que comíamos gorditas, desayunábamos calabaza con un poco de leche. Mi abuela ahorra-tiva y administradora, ocupaba el remanente de calor en el horno, por ello, metía una calabaza con piloncillo en su interior, para que en el trascurso de toda la noche se cociera, y poder tener desayuno calientito al día siguiente.

Ese horno de piedra, además de brindarnos al paladar esos mo-mentos tan maravillosos, fue el lugar donde varias ocasiones vi-mos gatitos recién nacidos, producto de la infinidad de gatos que deambulaban en la azotea. Los sacábamos con mucho cuidado, al menos eso pensábamos nosotros, lo hacíamos cuando la gata no estaba, nos gustaba ver la perfección de sus rasgos en tamaño tan pequeño, y lo más asombroso: ¡Tenían los ojos “pegados”! Cuando los gatitos maullaban, hacía su aparición la gata y de inmediato los regresábamos a “su casita”, donde la gata los recibía con tremendos lengüetazos.

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Cuando salíamos de la escuela y terminábamos la tarea, la calle era nuestro lugar preferido para jugar, nuestra casa estaba a unas cuadras del parque Hidalgo, un lugar fantástico para todos los chi-quillos que vivíamos por esa zona.

¡Qué recuerdos tan bellos del parque Hidalgo!, era un lugar pareci-do a un bosque, o al menos así yo lo veía yo, había muchos árboles, espesa vegetación, se escuchaban muchos pájaros y más de algu-na vez vimos correr ardillas; por la noche el espectáculo eran las luciérnagas. La gran cantidad de eucaliptos formaba en el piso un tupido tapete de unos conos de menos de un centímetro de largo que sueltan estos árboles y que nos dieron grandes horas de diver-sión al recogerlos y jugar a que vendíamos “barquillos de nieve”. Muy pocos niños tenían la dicha de tener bicicleta, sin embargo, todos nos divertíamos con nuestras ganas de jugar y convivir entre hermanos, primos y vecinos; disfrutábamos de una tarde llena de armonía y frecuentemente también parte de la noche, porque nues-tra rutina de juegos más de alguna ocasión era interrumpida por el silbido del señor que conocían como “El sereno”, el cual gritaba de una manera muy peculiar, como prolongando la frase: “las once y serenoooo”. No sé cuántas veces decía esa frase al caminar por el parque, sólo recuerdo que nos iba sacando del parque, caminando atrás de nosotros para que nos fuéramos a descansar. Nos retira-mos sin mayor problema, pero siempre con la añoranza de volver al día siguiente a ese lugar mágico.

Por extraño que parezca, no había ningún adulto que nos vigilara, aun sabiendo que el Parque Hidalgo estaba poco alumbrado y que todos los niños que ahí jugábamos estábamos en un rango de edad entre 6 y 12 años. Tal vez porque no había motivo de preocupación

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por parte de nuestros papás, era la seguridad que se respiraba en aquella época, la confianza en los vecinos, lo que haya sido, era una bendición.

También nos gustaba hacer recorridos, desde el Templo del Santuario hasta la calle Azucena, ya fuera corriendo, en patín del diablo o montados en un palo de escoba imaginando estar sobre un caballo; nos parecían juegos “tan extraordinarios”, con una activi-dad física que hoy en día no se ve que realicen los niños.

Como parte de esa rutina tan maravillosa de los juegos y las risas, también había épocas que esperábamos con la ilusión de que vo-laran los días para disfrutar esas fechas, ¡las posadas!, organiza-das por los padres del templo del Santuario de Guadalupe; todos los niños conocíamos la tradición, sabíamos que en esas fiestas se recordaba a los peregrinos María y José, quienes buscaban un lugar para esperar el nacimiento del Niño Jesús, desde su salida de Nazaret hasta Belén.

Los organizadores recreaban ese acontecimiento con dos volun-tarios que cargaban las figuras de los peregrinos, simulando que pedían posada de puerta en puerta, todos los participantes de la posada caminábamos atrás de los peregrinos con una vela encen-dida y una luz de bengala, mejor conocidas como “lucecitas”, la cual teníamos lista para encenderla en cuanto nos dijeran.

En tanto íbamos cantando los villancicos, siguiendo a la procesión a lo largo de ocho “moradas” (casas), y así hasta llegar a la novena puerta, donde finalmente les daban posada a María y José. En ese momento la emoción se desbordaba porque era el preámbulo de la parte más fascinante de las posadas: ¡recibir los aguinaldos!

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Mi historia en la Historia100

El aguinaldo era una servilleta de papel con colores y dibujos de Navidad, la extendían para que al centro del cuadro se colocaran las colaciones, dulces, tejocotes y cacahuates en vaina: después unían las cuatro esquinas de la servilleta y se amarraban con un moño, quedando una especie de bolsita con una agarradera.

El aguinaldo iba acompañado de una caña, una naranja y una mandarina. Yo me las ingeniaba para pasar dos veces y poder lle-varles dulces a mis hermanos que aguardaban en casa. En rea-lidad no recuerdo por qué iba sola a esas posadas, pero lo que sí tengo muy presente era que más de alguna vez me descubrieron formándome dos veces en la fila de los aguinaldos, y sin embargo, aun así me volvían a dar otro, lo cual recuerdo con agradecimiento.

Así trascurrieron 12 años de mi vida, hasta que a mediados de 1963, una noticia cubrió a mis papás de angustia y desesperación, nos dijeron que se iba a construir una nueva calle muy importante, la cual señalaron para su delimitación con una raya blanca. La raya blanca estaba sobre casas, paredes y terrenos, tal vez fue con una mezcla de cal en agua, porque no duró mucho sobre las superficies, sin embargo, duró lo suficiente para marcar las vidas de todas las personas que perderíamos nuestras casas por ese acontecimiento.

Recuerdo a mi papá diciendo que nuestra casa quedaba justo en medio de lo que sería la nueva avenida, ¡que desaparecería com-pletamente!, yo no entendía a ciencia cierta cuál era la preocupa-ción. Mi mamá estaba embarazada de su sexto hijo, también a ella la veía muy pensativa, dejó de sonreír, y siempre estaba callada. Ahora entiendo la angustia por la que pasábamos.

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Escuchaba a mi papá comentar que muchos vecinos no querían salirse, sin embargo, mi papá siempre fue respetuoso de las normas y las reglas, así que decidió darse a la tarea, junto con mi abuela, de buscar una casa para cambiarnos, y así lo hicimos, dentro del pla-zo que nos daba ese papel que tanto veían mis papás y mi abuela.

Pero por tantas preocupaciones, se adelantó la llegada de mi her-manita, y como en todos los anteriores partos de mi mamá, tam-bién fue en casa, con ayuda de una partera que llegaba con un maletín oscuro y nos decía al paso: “Aquí traigo a su hermanito”, señalando a su maletín. Después de un buen rato escuchamos el llanto de mi hermanita, nacida el 31 de agosto de 1963, unos días después, casi a finales del plazo que nos dieron para desalojar, y dejamos nuestra casa.

La fecha llegó y entraron las máquinas a derribar los predios. Qué extraño espectáculo presenciamos, fuimos a ver cómo derribaban nuestra casa y la de los vecinos. Recuerdo que era una máquina enorme, o al menos así la veía yo, con un poste del cual pendía una cadena que terminaba en una bola negra que golpeaba todo a su paso, aquellas casas de adobe y ladrillo se reducían a escombros en cuestión de minutos.

Fue impactante ver cómo a la mitad de la destrucción había un velorio en medio de los escombros, las maquinas no trabajaron de noche, de tal forma que los vecinos pudieron velar a su familiar. Muchos sentimientos encontrados fluían en esos días, las familias que al igual que nosotros decidieron buscar casa, sufrimos una alza indiscriminada de las rentas. Por otra parte, las familias que decidieron quedarse, y a su entender, defender su patrimonio, les

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sacaban sus pertenencias a la calle ¡El plazo que habían dado para desalojar había llegado su fin!

Recuerdo haber escuchado llantos por varios puntos de la cuadra, y nosotros los niños también llorábamos, tal vez por solidaridad o por imitación, porque a ciencia cierta no entendíamos qué era lo que estaba pasando. Pero lo que fuera que estuviera sucediendo nos borró la sonrisa y la alegría, ver el ambiente (que ahora entien-do) era de profunda preocupación, incertidumbre y tal vez rabia, para muchas familias que al igual que nosotros, perdían su casa.

Fueron días muy difíciles, aquel lugar, que mis ojos de niña veían hermoso y lleno de fantasía, se esfumaba, fueron pocos meses lo que me hicieron falta para sentir la angustia y el sufrimiento que reinó en mi casa por varios meses.

“En los relatos de León dice que el 5 de septiembre de 1963 desapa-

recen las calles Morelos y Manuel Acuña, así como una gran cantidad

de casas para dar paso a la construcción del boulevard Adolfo López

Mateos, ante la fuerte oposición de ciudadanos que se manifestaron

agresivamente contra el gobierno del Lic. Juan José Torres Landa”.

¡Qué diferente leer una noticia, a ser protagonista de ella!, al final, fuimos echados de la casa que nos vio nacer a seis de siete herma-nos. Nos cambiamos a la calle Brasil, mejor conocida por todos los vecinos de aquella época como “Los tanques”, porque ahí están, hasta la fecha, los tanques de SAPAL, (Sistema de agua potable y alcantarillado de León), pero ahí no había parque, la avenida con autos era insegura para jugar, y no conocíamos a nadie.

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Si bien la vida siguió su cauce, con ese evento finalizó esa etapa llena de fantasía, imaginación y actividad física que caracterizó mi niñez.

“El Eje” se construyó y fue un detonante para la modernización de León, eso no está a discusión; la importancia que esa avenida ha significado para mi querida ciudad, es algo muy significativo. Pero a mí, me quitó la ilusión de tardes completas jugando, me mostró las carencias económicas por las que pasábamos y que antes no al-canzaba a distinguir. Tal vez maduré de repente, tal vez eso hubiera pasado con o sin la construcción de “El Eje”, sin embargo tengo como marco de referencia ese acontecimiento.

Ahora, cuando pases por el boulevard Adolfo López Mateos, ade-más de agradecer el inicio de la modernidad al Gobernador Torres Landa, también recuerda que para muchas familias de León, el precio que se pagó por el inicio de esta modernidad fue muy alto.

Magdalena Zermeño Saavedra es “la dama del Clavel”, tiene 88 años de

edad, vive en León, Gto., y se dedica al hogar.

La niña de la Azucena es Margarita Ramírez Zermeño, tiene 62 años,

también viven en León, Gto., y atiende un negocio propio de comercializa-

ción de bebidas de soya.

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Días De aDrenalinaHebert Efraín Sánchez Polanco

Uno guarda cosas. Papeles no siempre a salvo de termitas. Vetustas joyas en cofrecitos bajo llave. Objetos inservibles en la parte alta de un ropero. Cartas encintadas en el sitio menos previsible de la casa. Pero las más amargas y secretas las dejamos a merced de la memoria. Sólo el tiempo permite, a veces, conocer sucesos ocultos del alma. De esa clase de sucesos son los que aquí relataré.

Fue en Colima hace treinta y seis años. Vivía en el 159 de Venustiano Carranza. Del jardín Libertad a tres cuadras. La mañana de aquel lunes 30 de mayo de 1977 era limpia. Un día más en la vida de un profesor.

Luego de limpiarle su mamá la mancha de leche en la boquita y besarla, la niña me dio la mano. Salimos. En las calles había es-caso tráfico. La ciudad estaba aún en su pubertad automotriz. Vi mi reloj y calculé que llegaríamos justo a tiempo. La entrada al Kinder Altamirano era a las nueve. Ocho cuadras separaban mi casa de la escuela. La manita de Ada se perdía entre mis dedos largos. Avanzamos una cuadra al norte. Doblamos a la izquierda. Seguimos por Maclovio Herrera. Cruzamos el puente sobre el río

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Colima. En Madreselva viramos para atravesar el fraccionamiento Corregidora. El fraccionamiento estaba prácticamente despoblado. Caminar por sus calles era más fácil y grato. Su hermoso Jardín es evocador. Formó parte de lo que fueron legendarias huertas que Juárez visitó a su paso por Colima. Eso escribió Matías Romero. A tiempo llegamos al kínder. Era una escuela muy bonita. Un gran patio arbolado la circundaba. Tenía juegos, arenero y un chapotea-dero. Levantaban el ánimo sus fachadas con dibujos. El revoloteo de las mamás. El aura angelical de los pequeños. La amabilidad de las maestras. Puse en la mejilla de mi niña un beso. En su mano una moneda. Me regresé.

Hice el mismo recorrido, pero en sentido inverso. Trabajaba enton-ces en el turno vespertino. No había prisa. A la una saldría de casa. Antes de las dos estaría en Coquimatlán. Era ahí, en la escuela Alberto Larios, donde enseñaba. Muy despreocupado venía. Las lagartijas asomaban entre la hierba. Al pasar, arrancaba varas de zacate seco de los baldíos. Más adelante las tiraba. El ruido de mis pasos cortaba el silencio. Nadie se cruzaba en mi camino. A espal-das de lo que serían después las bodegas de “Blanco”, me detuve. Un auto compacto, blanco, se estacionó intempestivo junto a mí. Un hombre ataviado de mezclilla descendió ágil por la puerta tra-sera. Su gorra, un pañuelo, los lentes oscuros, hacían irreconocible su rostro. Era rollizo, de mediana estatura. Avanzó apuntándome con una escuadra en su mano derecha. Le dio alcance otro tipo que también bajó del coche. Sus ropas eran muy parecidas al del primero. Era alto, atlético. También era irreconocible. Gorra calada, lentes oscuros, pañuelo cubriéndole nariz y boca, lo impedían. En su mano una pistola amenazaba. No dijeron nada. No dije nada. En aquella soledad era inútil un grito de auxilio. El miedo te corta la lengua. Paraliza tus reservas emocionales. Me sujetaron de ambos

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brazos. Percibí sus manos fuertes, decididas. Su brutalidad dosifi-cada, profesional. Fue un operativo rápido. Segundos nada más. Al piso del auto fui a parar. Me vendaron los ojos. Me esposaron. Una gruesa cobija me cubrió. Uno de ellos acomodó sus pesados zapatos sobre mí. El otro asaltante se acomodó adelante, junto al chofer. Pensé lo peor.

El día sería largo, larguísimo. Anduvimos por la ciudad mucho rato. Supongo esto por la velocidad, los topes, los sonidos, los empedra-dos. Ni una palabra oí entre ellos. Por una puerta ancha penetró el vehículo a un patio amplio. Sería la media tarde. Lo supe por el chirriar de los goznes. La sombra del árbol bajo el cual se esta-cionaron. Una mujer les dio de comer. Casi puedo asegurar que era compañera de uno de ellos. Fue un alto como de una hora. El viaje se reinició. Salimos a carretera. La venda me apretaba mucho la nariz. A respirar me ayudaba con la boca. La falta de aire me provocaba náuseas. Varias veces vomité por la ventanilla. Entonces aflojaron un poco la venda. La saliente en el piso me lastimaba. Ya en la noche la temperatura había bajado. Era evidente que íbamos hacia una parte alta. De rato en rato mi guardián reacomodaba la cobija. Volvía a colocar sobre mí sus botines de suela de hule.

No había comido nada. Mis uno ochenta encogidos en el estrecho piso resistían. Seguía ayudándome con la boca para respirar. Me angustiaba pensar qué pasaría al final del túnel. Perderlo todo, la vida incluida, estaba en la mesa de juego. Y yo no tenía naipes. La baraja completa era de ellos. Es al filo de la navaja donde verda-deramente reconoces tus cariños. Para no dejar sitio a los malos pensamientos recordaba versos. De esos que sabe todo aficionado a la poesía. No lo digo para adornarme. Inmóvil como estaba era

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una operación válida. Es increíble que el cuerpo soporte tanto. La adrenalina hace milagros. Lo sé.

La madrugada llegaba a su fin. El vehículo ascendió por una ram-pa. Era semejante a la de los estacionamientos de las tiendas de-partamentales. Por fin me bajaron. El viento soplaba fuerte. Era el último piso de un edificio, eso pienso. Pasé a otras manos. Me recargaron sentado contra un tinaco. La voz de los nuevos guardias se percibía joven. Entre ellos hablaban poco. Dos o tres veces se burlaron de mí. No había pedido de comer. Entrada la mañana me trajeron una torta y un refresco. Me liberaron las manos. Me sentí humano al masticar el pan frío. Al beber de la botella.

“A ver cabrón, ahora vas a decirme todo lo que sabes”. La intimi-dación provenía de una voz tosca. La aspereza del tipo estaba en el aire. Empecé por el principio. Informé de mi lugar de nacimiento, estudios, ocupación. El interrogador se enojó. “No te hagas pen-dejo. Dime lo ilegal, no lo legal”, dijo. “¿Qué sabes de la Liga 23 de Septiembre?”, preguntó alterado. Junto a mi oreja sentí el peso y el frío de un arma. Cortó cartucho. Y se contestó a sí mismo: “Ya sabemos quién eres”. Para probarlo me citó algunos lugares donde había estado. Lo de los lugares era verdad. Se trataba de eventos públicos legales. Sin duda, mi teléfono había sido intervenido y me vigilaban. A ratos el tipo subía la voz. Acercaba el arma a mi oído. Aquello duró un buen rato. El interrogador se fue. Yo me quedé desconcertado. Hasta ese momento no sabía por qué me habían levantado. Querer relacionarme con la Liga 23 de Septiembre era muy delicado. Eran años difíciles. Enfrentaba sin piedad el Estado mexicano una insurgencia guerrillera. Era la Guerra Sucia, como hoy se la conoce. Tenía participación en la fundación de una colonia

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popular. Pero de eso a ser un guerrillero, pues no. Nunca se sabe a dónde puede llegar el delirio persecutorio. La paranoia de quien sospecha de todos. El sonido de un arma al prepararse no dejó de estar ahí. Era de rato en rato. Es un ruido que alerta, atemoriza.

Por la piel accedía a la noción de día o noche. No recuerdo otros alimentos después de la torta y el refresco. Tampoco haber dormi-do. Ni derramado una lágrima. Yo que había heredado de mamá el llanto fácil. Una sola vez pedí que me llevaran al baño. Tenía mamparas abatibles, como las de las viejas cantinas. La adrenalina hace milagros. Lo sé. Cambió la guardia. Los nuevos eran habladores. Se contaban his-torias procaces. Se reían de chistes de sexo y mujeres. Un día es-cuché voces femeninas. “Son familia de los guardias”, pensé. Al rato, su conversación las convirtió en posibles prostitutas. Luego de buen rato se fueron. Ellos siguieron hablando obscenidades. Su informalidad me hizo pensar en soldados rasos. Sureños por su acento. Jóvenes de pelo corto por la frescura de sus risas.

Llevar el recuento de los días no es fácil. Menos si estás limitado a lo que escuchas. Atenido a los registros de la piel. Y eres pateable costal de huesos. Prescindible gusano. Los trechos en blanco se ex-plican por eso. También por los deterioros de ahora. Digo esto por-que hay un salto al vacío. Un olvido para llegar a la noche aquella.

Me introducen a una habitación alfombrada. El aire acondiciona-do se siente. Alguien dice que me quiten la venda de los ojos. No puedo abrirlos. Los tengo aplastados y pegajosos. Hago esfuerzos pero no puedo abrirlos. Un asistente trae un paño mojado. Lo pasa varias veces sobre mis ojos. Puedo entreabrirlos por fin. Hay un

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hombre güero detrás del escritorio. Trae saco y corbata. Tiene los ojos azules, muy azules. La luz me lastima. Me mira con desprecio. Juguetea con algo en la mano. Un lápiz, una pluma, tal vez. Se toma su tiempo. Se echa un poco para atrás. Calmado me dice: “Lo vamos a dejar ir”. Me vuelve el alma al cuerpo. Después agrega: “Es por la presión de los maestros”. Luego, sin rodeos, me hace saber el porqué del secuestro. En la agencia local de Banrural se habían cometido actos de corrupción. Las acusaciones recaían en Carlos, un hermano del que era Secretario de Agricultura y Recursos Hidráulicos. Los denunciantes estaban amenazados. Uno de ellos preso. Un Comité de Apoyo los auxiliaba. Yo era parte de ese co-mité. Supe entonces de qué se trataba. El hombre de ojos azules era Miguel Nazar Haro. La Dirección Federal de Seguridad actuaba bajo sus órdenes. Las atrocidades de ese desaparecido organismo han sido documentadas. Son parte de la historia negra de nuestro país. Nazar quiso que lo reconociera. Que el mensaje llegara. Nada contra el hermano del Secretario. Regresó la venda. Las manos esposadas. El piso de un coche. La co-bija gruesa. Los zapatos pesados encima. Ayudarse a jalar aire con la boca. Las vueltas. La carretera. La zozobra cuando se detenía el vehículo. Uno no puede confiar en la palabra de esa gente. Un tiro en despoblado y amaneces en una cuneta. Viajamos mucho de día. Nos alcanzó la noche. Los secuestradores no hablaban. Mataban el tiempo con cigarrillos.

Se detuvo el automóvil. Me bajaron. Se percibía el despoblado de la carretera. Estaba mareado. Me ayudaron a pararme a un lado de la carretera. Me regresaron objetos personales. Escuché una adver-tencia: “No te vayas a quitar la venda. Te esperas cinco minutos”. El coche arrancó pero sentí que no se fue. Me esperé. Tenía miedo de

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quitarme la venda. Calculé que había esperado lo suficiente y me la quité. Sólo miré maleza. El ruido de un motor me hizo girar a la derecha. Un coche con las luces altas estaba cerca de mí. Me lleve una mano a la cara para evitar aquella luz hiriente. El auto arrancó y me pasó muy cerca. Eran ellos. Fantasmas que se perdieron en la oscuridad del camino.

No reconocía dónde estaba. Caminé un poco en el sentido en que avanzó el coche y me detuve. Intuí que no era la dirección correcta. Miré en sentido contrario al que venía. Un resplandor se alzaba a la lejos por el norte. Lo más sensato era caminar en busca de esas luces. He de haber andado unos dos kilómetros. La iluminación de un edificio me llevó a él. Era el edificio del bachillerato uno de la Universidad de Colima. Me habían abandonado en el tramo oriente del libramiento de la ciudad. Por suerte el guardia me conocía. Pidió un taxi. Habló a mi casa para decirles que iba para allá.

Pasadas las diez llegué a la casa. Era jueves. Jueves 2 de junio de 1977. Cruzo la puerta verde de madera. Alcanzo la salita con una sensación de extravío. No hay explosión de júbilo. Una ale-gría moderada de los presentes me recibe. Mi actitud distraída los inhibe. Imaginan que algo grave me ha sucedido. No hay pregun-tas. Respetan el momento. El tallón sobre el tabique les preocupa. Sugieren una revisión médica. Vamos al médico. El estetoscopio sobre los pulmones. Respire hondo. La presión bien. La adrenalina hace milagros. Lo sé.

Algo extraño sobrevino días después. Empecé a ver, oír, sentir de manera diferente. La vida era más bella que en el cine. Fabulosos me parecían los árboles. Increíbles la claridad y el viento de las tardes. Sabía que no era algo normal, pero me gustaba. A veces me

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reía a solas ante esa hipersensibilidad. No era eso cosa de contar-se. La magia siempre es un secreto. Transcurrieron los días. De la chistera del mago ya no siguieron saliendo conejos.

El hombre de ojos azules se fue. Viejo y repudiado murió después de pisar la cárcel. Después de todo yo sigo aquí. Lo hizo posible la solidaridad de muchos.

Una guarda cosas. Viejas postales de sitios que ya no son un pa-raíso. Llaves que ya no abren ni cierran nada. Y también lágrimas para llorarlas de vez en cuando. Nunca sabré cuánto, aquello, me jodió la vida. Lo que sí sé es que, la adrenalina, hace milagros.

Heberth Efraín Sánchez Polanco nació en Tizimín, Yuc., el 4 de marzo

de 1945, y actualmente reside en Colima, Col., donde vive desde hace 47

años. Como profesor retirado se dedica actualmente a la coordinación de

un taller literario para maestros jubilados de la sección sindical 6 del SNTE.

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Yo acusoLourdes de Luz

“Si no estás satisfecho con lo que es México; entonces, trabaja para cambiarlo o vete del país.” Éste ha sido uno de mis lemas predilec-tos que ha conducido mi vida social por muchos años.

La transformación de la comunidad, trabajando por los ideales, no es fácil, pero mientras no nos rindamos, siempre habrá una es-peranza. No concluiré hasta que dé el último suspiro. Ser maestra, fue la ruta que elegí para lograrlo.

Hace cincuenta años salí de la Escuela Normal para Maestros de Primara con la mira en alto y un ramo de ilusiones en los brazos. Acepté trabajar como titular del cuarto grado de primaria, en una escuela particular y esos alumnos fueron cuarenta sueños por cumplir, sentados en sus mesa-bancos o jugando en el patio de recreo. Hoy los veo hombres y mujeres grandes, trabajando, algu-nos en puestos importantes, otros logrando metas difíciles; éstos formando familias maravillosas y en aquéllos aún falta que se cum-plan mis anhelos, pero segura estoy que así será.

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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Recordar ese tiempo es volver a sentir la vida galopando por mis venas. Preparar clases, excursiones, plantar semillas, inventar cuentos y juegos didácticos, pero sobre todo, convivir con los niños fue mi delicia. Aún con sus travesuras, pleitos, problemas y flojera, el día se resolvía con una plática, sonrisas y la promesa de potarse bien a la mañana siguiente. No importó nunca que el sueldo no fuera excelente, por esa época, yo era hija de familia y tenía lo ne-cesario.

Me casé y vine a vivir a esta bendita ciudad de León Gto, que me acogió y en la que pude seguir con mi misión, ser maestra. Quise entrar a una escuela oficial pero, no tenía yo contactos, así que con-tinué en las particulares. Por la mañana trabajaba y en la tarde es-tudiaba. Al regresar, contemplé en muchas ocasiones a los pájaros de la Calzada de los Héroes y en el trasfondo el gran Arco de León. Varias veces llegué a casa trotando y cantando como otra niña.

La vida se va tejiendo con regocijos y sinsabores, oportunidades y problemas; dolores, fuertes sufrimientos, pero también grandes ale-grías, enormes, como el nacimiento de mis tres hijas y mi escuela, siempre presente.

Seguí estudiando: licenciatura, cursos, diplomados, maestría, lo que me fue posible. Los alumnos cambiaron, ya no eran niños sino jóvenes llenos de esperanzas y proyectos, mudé la primaria por la universidad y también de mis estudiantes aprendí casi todo lo que sé. Cada ocasión en que los encuentro triunfadores, me siento or-gullosa al haber participado en esa victoria.

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Sin darme cuenta, de pronto, me volví vieja, yo no quería rendir-me, aún no lo hago, pero la vida, la sociedad, qué se yo, se encar-gó de indicarme que era tiempo del retiro. Ya no enseñaba tiempo completo, cada vez menos clases, pretextos, causas reales o quizá simplemente deseos de sangre nueva en la universidad, me fueron empujando. Decidí jubilarme, a las instituciones, les di las gracias, a los alumnos los llevo en el alma; ellas me han olvidado, no recibí de su parte ninguna compensación; ellos me reconocen en la calle y su risa brilla con fulgor especial. El Instituto Mexicano del Seguro Social manejó mi salario de una forma ininteligible, de manera que sólo recibo el 25% de lo que yo gané en los últimos cinco años de vida laboral.

El hecho que quiero acusar ahora como una injusticia al pueblo trabajador y a los maestros mexicanos, es el engaño del infonavit. Quiero dar testimonio con mi vida de esta canallada, porque no es solamente a mí a quien han segregado, son varios que como yo he-mos construido a México con amor y trabajo durante nuestra vida.

Quizá la Justicia es un valor defectuoso, porque no existe, solamen-te es. Todos intuimos su esencia, pero a la hora de aplicarla carece de la cualidad de la existencia. Quienes hemos vivido más de se-senta años, damos fe de varios hechos donde la rectitud se esfuma.

En diciembre del año 2005, me entregó el IMSS mi resolución por la que me consideraría pensionada. Con el papel en mano, recordé que nunca pedí una casita ni un préstamo y si yo había empezado a trabajar desde 1964, debía tener guardados unos buenos billetes. Sonreí y realicé todos los trámites.

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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Una mañana, contesté la llamada telefónica del Infonavit; relamien-do los labios y pensando en cómo solucionaría yo con ese dinero al-gunos problemas económicos, escuché a la persona en el auricular.

-Maestra, ya tenemos su estado de cuenta, puede pasar al banco para recibir sus ahorros.

-Perfectamente, dígame ¿a cuánto ascienden?

-$1 200 pesos.

-Perdone, no le escuché bien- no pude creer lo que oía.- ¿Es una broma?

-Usted sabe, la economía del país ha variado y desde hace algunos años hemos tenido muchos tropiezos…

-Por favor, repita la cantidad- supliqué incrédula.

-Como le decía... ¿recuerda cuando se le quitaron a nuestra mone-da tres ceros?.. México…

-No mezcle a México -me exalté- esto es un robo y nuestro país es la víctima. Yo soy quien ahora lo represento. -¡Repita la cantidad!- insistí.

-Mil doscientos pesos- dijo claramente.

Siendo fiel a mi lema, escribí al periódico, pedí hablar con una auto-ridad, pregunté, me inconformé, pero todo fue en vano. Había que seguir luchando por un México mejor.

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Mi historia en la Historia116

Últimamente, el Infonavit anunció con bombos y platillos que les serían devueltos sus ahorros a los trabajadores. Me sentí feliz, no sólo porque me darían mi dinero, también porque los esfuerzos de varias inconformidades hechas por muchos ciudadanos, habían surtido efecto. Así ha sido, muchos empleados recibieron algo por lo menos, de lo que se les había hurtado.

Algunos, sólo unos pocos, no lo han recogido. ¿La razón?, la des-conozco. Obviamente todos ellos han presentado su solicitud y los requisitos necesarios, sin embargo, las respuestas no son claras, pero por la información que he recibido, tiene que ver con que los maestros, entre otros, por motivo de considerárseles “jubilados”, tendremos que esperar nuevas disposiciones del Órgano de Control, del Instituto, para saber si nos van a devolver lo robado o no.

Si alguien en este preciso segundo, en el que me siento despojada, me preguntara: “En caso de poder recorrer el tiempo, ¿volverías a ser maestra?...”

La respuesta es Sí. En el pasado y en el presente, ésa es la misión que yo elegí, a la que soy fiel y sigo creyendo en ella. Como maestra sigo trabajando, aprendiendo y también el día de hoy regreso a mi casa después de mis cursos, trotando y cantando como si fuera una niña, construyendo el México de mis sueños.

Ma. María de Lourdes Prado Núñez (Lourdes de Luz) nació en la Ciudad

de México D. F., el 8 de noviembre de 1945. Radica en León Gto., y se de-

dica desde hace 50 años a ser maestra; actualmente coordina talleres de

Creación Literaria y Lectura.

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la MaestraMaría Elena Mansilla y Mejía Andrea Martínez de la Vega Maldonado

Al venir al mundo nos encontramos con todo tipo de maestros. Hay algunos que nos enseñan sin darse cuenta, y cuyas lecciones no reconocemos hasta que las repetimos en nuestra vida diaria. Pero también los hay que se declaran como tales, que dedican su vida a transmitir conocimiento con la esperanza de que cada vez haya más personas con una mejor formación física y espiritual. Tal es la historia de una maestra que puede contar entre sus alumnos a sus siete hijos, pero también a los muchos estudiantes de Derecho que han pasado por sus clases.

En el año 1953, cuando la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México celebraba el aniversario de su cuarto centenario, entró una nueva generación que constaba de mil estu-diantes. De estos, cincuenta eran mujeres. Entre ellas se encontra-ba María Elena.

María Elena venía de una familia con cierta tradición en el cam-po de la abogacía: su padre, Armando, era abogado, y su madre, Gloria, había sido la quinta abogada en México. Su madre había sido también, en cierto modo, la protegida de María Asunción

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Sandoval, quien fuera la primera mujer abogada de nuestro país. La situación de Gloria no fue especialmente fácil. Se dedicó a litigar en los juzgados penales en Arcos de Belén y el gusto que tenía por su trabajo causaba tensión en el hogar; en la década de los treinta, las mujeres que trabajaban denostaban que el marido no podía con la carga económica.

Así, María Elena entró a la carrera de Derecho a los 17 años, cuan-do la televisión empezaba y el hobby de los jóvenes era la lectura. A pesar de las dificultades de su madre para ejercer su profesión, María Elena no tuvo ningún problema con su padre cuando decidió estudiar Derecho, pues era algo que estaba asentado en la familia.

Cuando empezó sus estudios, las instalaciones de la UNAM aún se encontraban en San Ildefonso, lo cual tenía un gran valor para ella, pues sus padres se habían formado ahí. Pero María Elena también tuvo la oportunidad de disfrutar de Ciudad Universitaria como estudiante, y lo que es más, fue de los alumnos que la es-trenó. Disfrutó de las bancas nuevas y de los jardines, asombrada por la novedad y la lejanía. Convivió con otros alumnos en el Café Central, donde futuros arquitectos, médicos, ingenieros y abogados platicaban alegremente. Escuchó a su Facultad ser llamada “el fe-rrocarril” y a la de Ingeniería ser llamada “el barco”, nombres que pocos recuerdan.

Entre quienes entonces impartían clases en la Facultad se encon-traban personajes de la talla del maestro Burgoa, padre del Amparo, el maestro Francisco H. Ruiz, un ministro de la Corte y el maestro Carlos Cortés Figueroa, secretario de acuerdos en la Corte. Todos ellos tuvieron a María Elena como alumna, quien aprendió de ellos lecciones muy valiosas que no se limitaban a la Teoría del Proceso.

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Eran maestros sumamente exigentes y talentosos, aunque en ocasiones eran poco sensibles con respecto a los alumnos. ¿Poco sensibles? Sí, pareciera poca sensibilidad de parte de un profesor de Teoría del Proceso que, aquella ocasión en que María Elena lo observaba admirada por su habilidad para enseñar y por sus co-nocimientos, enfrentarla con la pregunta “¿Y qué me ve usted con esa cara de azoro?”. Esto, a pesar de la sorpresa que causó a María Elena, fue una lección. También lo fue la ocasión en que el maestro de Derecho Penal no dejó a unos jóvenes entrar a clase por no llevar traje y corbata.

Sin embargo, fueron maestras las que dejaron las marcas más pro-fundas en la formación de María Elena. La maestra Aurora Arnaiz Amigo, una destacada inmigrante española que más adelante sería la directora del Seminario de Teoría del Estado, fue la que le ense-ñó el significado y la importancia de la entrega. A un mes de los exámenes de Octubre, Aurora tomó el grupo en que estaba María Elena y les dio el curso completo de Teoría del Estado. Para con-seguir semejante hazaña, Aurora exigió dar dos horas diarias de clase en vez de una, que era lo común, aunque el sueldo que habría de recibir correspondía a esto último.

La hija del filósofo mexicano Antonio Caso fue también maestra de María Elena. Le tuvo la confianza suficiente como para no repro-barla cuando en realidad sí lo estaba. Sin embargo, pidió de ella una promesa: que el año siguiente estudiaría mucho. María Elena lo prometió y, a pesar de que no continuó siendo su alumna, consi-guió el tercer lugar. Cuando años después se volvieron a encontrar y su maestra la recordó, María Elena se dio cuenta de la complicada posición del maestro, pues en dicho puesto uno puede ayudar mu-

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cho a un alumno, o puede hundirlo por completo. En este caso, la maestra la salvó, y ella se sintió obligada a responderle.

Los alumnos de María Elena, por su parte, se cuentan a monto-nes. Puede decirse que los primeros fueron sus hijos. Cuando ella y Eduardo se casaron, decidió dejar de trabajar para dedicarse a la casa. Claro que, si bien había dejado de recibir un sueldo por sus labores, difícilmente puede decirse que María Elena no haya trabajado en los años que pasó lejos de la Universidad. La crian-za de siete hijos y el cuidado de una casa no es tarea fácil, pues abarca una amplio espectro de actividades que en otros ámbitos serían designados a un chofer, un cocinero, una maestra o hasta una enfermera. Todos ellos y muchos más desempeñó María Elena con sus hijos, y no fue sino hasta que el último entró a la escuela que ella regresó a la Universidad a trabajar.

Así, María Elena volvió a la Universidad después de siete hijos, un diplomado y una maestría para trabajar en la coordinación de Humanidades. Sin embargo, su pasión por el conocimiento la llevó más allá: en 1981, veintiún años después de haberse recibido de la Licenciatura, María Elena empezó un doctorado.

María Elena ha presenciado momentos de gran importancia para la historia de la Universidad, como el cuarto centenario de su Facultad, a cuyos festejos no asistió. Su amor por el Derecho, el conocimiento, y más aun, por la enseñanza como camino elegido por vocación, la han llevado a recorrer senderos insospechados y a recibir honores de todo tipo. Tal vez el mayor de estos haya sido el otorgado por sus propios colegas, los maestros e investigadores, en el marco de los festejos por el centenario de la Universidad. Fue elegida por el Consejo Universitario para dar el discurso en nombre

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de esas dos áreas de la institución. Así, en este caso, en lugar de que todos los caminos llevasen a Roma, los senderos que María Elena tan arduamente recorrió, la llevaron a dejar una marca en la historia de la Máxima Casa de Estudios de nuestro país.

María Elena es maestra en la Facultad de Derecho de la UNAM desde hace varios años. La fortuna y su trabajo le han permitido compartir sus vastos conocimientos con cientos de alumnos, y hoy las piedras del estacionamiento le echan a perder los zapatos como lo hacían hace más de 50 años que llegó como estudiante por pri-mera vez.

María Elena Mansilla y Mejía nació en la ciudad de México, el 14 de

diciembre de 1935, donde reside hasta la fecha. Doctora en Derecho, hoy

día se desempeña como directora del Seminario de Derecho Internacional

y maestra titular de tiempo completo en la Universidad Nacional Autónoma

de México, además de ser investigadora nacional CONACYT y asesora ex-

terna honoraria de la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Andrea Martínez de la Vega Maldonado nació en México, D. F. el 19 de

enero de 1993. Actualmente reside en Metepec, Estado de México y es es-

tudiante de Comunicación en la Universidad Iberoamericana Ciudad de

México.

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1978: el origen Alejandro Orozco Huerta

Juan Bonilla Olmos

En los tiempos cuando se levantaban las grandes catedrales, el ar-quitecto tenía la responsabilidad de planificar la obra desde la se-lección y el mejoramiento del terreno, llevar a cabo la contratación de los trabajadores para la obra, contar con el suministro de los materiales adecuados, construir las máquinas y los instrumentos necesarios, así como la ejecución de los planos y la fabricación de los modelos a escala. Todo esto para conseguir materializar aquello que en su mente permanecía aún como una imagen especulativa y abstracta.

Sin embargo, para que las grandes obras de esta naturaleza se lo-graran concretar, no bastaba con la voluntad de un solo maestro constructor, sino también con el arduo trabajo en conjunto que va desde el promotor, los administradores, los diseñadores, los cons-tructores y los feligreses, quienes finalmente celebrarían la consu-mación de tan magna obra.

Hace algunas décadas, llegó a León un hombre destinado a con-sumar una obra aún mayor que la que tenía encomendada y que

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hasta estos días sigue procurando la cosecha de buenos frutos. La gente lo conocía por ese entonces como el Padre Vértiz.

Yo no tuve el gusto de tratar de cerca al Padre Vértiz, pero para efectos de este relato, he querido rescatar la información de algunas de las pláticas de pasillo que sostuve con quien fuese primeramen-te maestro y actualmente mi amigo, y quien sí tuvo una estrecha relación con el sacerdote jesuita. Me estoy refiriendo al arquitecto Alejandro Orozco Huerta.

Alejandro ha compartido conmigo infinitos relatos relacionados con la vida en general y con la profesión en particular; muy reciente-mente hemos tratado, en los pasillos de la universidad, algunas anécdotas sobre la creación de la Ibero de León y de lo cual el Padre Vértiz tiene mucho que ver.

Por lo que para comenzar por algún lado, Alejandro, en una oca-sión, me narró que fue en los años sesenta cuando cursaba el pri-mero o segundo grado de secundaria, cuando el Padre Vértiz arri-bó a la ciudad con la finalidad de hacerse cargo de la rectoría del Instituto Lux.

Mencionó que, en aquella época, la orden jesuita estaba teniendo sacudidas internas que afectaban directamente la dirección de la vocación de servicio del grupo religioso. Eran unos tiempos en los que la Guerra Fría dividía al mundo y la idea del socialismo se pre-sentaba para algunos grupos como una posibilidad real de cambio.

Estas nuevas convicciones crearon una división interna de los je-suitas, manifestándose una gran disidencia o reforzando la idea de

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que el estrato social más alto de la sociedad, no era quizás el grupo al cual los jesuitas deberían de enfocar sus labores de formación (Esto quizás en referencia a la filosofía de vida del mismo fundador del gremio, San Ignacio de Loyola).

Por ello es que tras tomar una radical decisión en la cúpula de la orden jesuita en México, se comenzaron a cerrar los colegios para reorientar las funciones educadoras. En el Distrito Federal, el Colegio Patria fue el primero en cerrar sus puertas, con la intención de dedicar las tareas de los jesuitas tanto a los indígenas como a las comunidades obreras y campesinas y, sobre todo, a toda persona desprotegida o marginada.

El segundo colegio en la lista negra era el Instituto Lux y el encar-gado de hacerlo cerrar era el Padre Vértiz, quien desobedeciendo a las órdenes encomendadas alentó, por contraste, a los padres de familia para que se organizaran y constituyeran un nuevo tipo de grupo legal que les diera las herramientas jurídicas para que las decisiones del rumbo del colegio quedaran compartidas con los sa-cerdotes jesuitas, llegando inclusive a motivar a que los mismos papás tuviesen una entrevista en Roma con el entonces Prepósito General de la Compañía: el Padre Pedro Arrupe S.J., para pedirle que no se cerrara el instituto.

Ahora se tiene el conocimiento de que el LUX no solamente no se cerró, sino que por el contrario, su legado ha contribuido a la for-mación de muchas generaciones en favor de la comunidad leonesa.

De regreso al relato original, la línea afectiva entre el Padre Vértiz y Alejandro se incrementó conforme pasaron los años, llegando in-

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cluso a tener éste último un profundo apego hacia sus palabras y consejos de una manera casi paternal.

Más tarde, cuando Alejandro decidiría cursar su carrera de Arquitectura en la Ciudad de México, su camino se cruzaría otra vez con el del Padre Vértiz, quien había regresado a la capital mexi-cana para reincorporarse con la orden jesuita.

Al finalizar su licenciatura, Alejandro decidió estudiar en el extran-jero, aunque tenía que contar con un aval para poder obtener la beca que le permitiría lograr ese sueño y el Padre Vértiz no dudó en firmar los documentos necesarios para que el joven leonés empren-diera una nueva etapa de vida fuera del continente.

A su regreso de Europa, tras haber cursado una maestría, Alejandro encontró trabajo como supervisor de la construcción de unas casas habitación en su León natal, justo antes de comenzar a trabajar como director de Desarrollo Urbano, a fínales de la década de los setenta y que coincide con el mismo período en el que, con mayor intensidad, se comienzan a erigir las primeras universidades en provincia.

Esto incluiría también a la ciudad de León la cual, tras muchas di-ficultades, finalmente pudo recibir el primer campus experimental de la Ibero de México.

En 1978, la Ibero en León abrió sus puertas primeramente para estudiantes de Ingeniería Industrial y al año siguiente a los de la carrera de Arquitectura e Ingeniería Mecánica y Eléctrica, den-tro de las instalaciones del entonces Instituto Lux, en la Avenida Prolongación Calzada de los Héroes número 308.

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A los dos años siguientes, la nueva misión de convertirse en rector de la joven universidad fue encomendada al Padre Vértiz, quien a su llegada evidenció la necesidad de contar con espacios más am-plios debido a la creciente demanda de los servicios académicos de la institución por parte de la población de toda la región.

Y es aquí precisamente donde la relación del Padre Vértiz y el Arq. Alejandro Orozco Huerta se volvió a intensificar, ya que entre am-bos se planeó que, por medio de una donación, se adquiriera un predio para albergar un nuevo edificio para la Ibero.

Asimismo considerando que la historia de la Universidad Iberoamericana campus León está entrelazada con la del Instituto Lux debido a las fuentes jesuitas de las cuales ambas instituciones han nacido, es importante remontarnos a algunos años atrás, justo antes de que se pudiese imaginar a la Ibero en la ciudad de León y precisamente en el momento en el que el Lux se encontraba en un proceso de crecimiento.

Por eso hay que recordar que hace ya algunas décadas existió un acercamiento con el entonces Gobernador de Guanajuato, Juan José Torres Landa, por parte del Padre Vértiz, quien le pidió que le donara un terreno para la construcción de las instalaciones del Instituto Lux, debido a que éstas habían venido ocupando diversos inmuebles a lo largo de los primeros años desde su apertura, sin tener todavía un lugar propio.

Por aquel momento, el gobierno de Torres Landa accedió a donar el terreno de lo que fuese la granja experimental del estado de Guanajuato, con la condición de que las autoridades del instituto

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reunieran los fondos necesarios para echar a andar este proyecto educativo.

Sin embargo, la volatilidad de la verdadera pertenencia del terre-no, hizo que tiempo después, el Padre Vértiz visitara al mismo Gobernador del Estado para solicitarle un nuevo favor en relación con el predio donado.

De acuerdo con el relato, Alejandro comentó que, en aquella reu-nión, el Padre Vértiz se refirió al Edil estatal en una conversación que pudo haber tenido cercanamente este tono:

Padre Vértiz: Juan José, quisiera pedirte un favor.

Juan José Torres Landa: ¿Otro más?

Padre Vértiz: Nada más quisiera pedirte que el terreno no nos lo des en donación, sino que nos lo vendas.

A lo cual el Gobernador le contestó un tanto sorprendido; ¿pero cómo me lo vas a pagar, si precisamente es la falta de recursos lo que hace que tengas que recurrir a mí para darte el terreno como donativo?

Padre Vértiz: Pues precisamente así, necesito que me hagas un donativo para pagar ese mismo terreno.

Con algunas risas de por medio, el Gobernador le indicó que se acercara a su secretario para comenzar los avalúos de los terrenos, sobre los cuales se erigirían en los próximos años, las modernas instalaciones del Instituto Lux.

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Y es aquí donde quizá la historia tanto de la Ibero como la del Lux vuelven a ser parecidas, ya que para el diseño y construcción de los edificios, existen anécdotas que tienen una cierta semejanza.

Con respecto al Instituto Lux, el Padre Vértiz aseguraba que des-pués de haberse convocado a un concurso para el proyecto arqui-tectónico y tras haberse observado que los resultados no habían sido los esperados, decidió entonces recurrir a los servicios de quien fuese su cuñado, el Arquitecto Agustín Landa Verdugo.

Éste aceptó y pronto se puso a diseñar el gran “tren” aporticado de las aulas, oficinas y laboratorios que por muchos años sirvieron para impulsar el desarrollo educativo de León.

En referencia a los pagos, el Padre Vértiz le indicó a su cuñado que le hiciera dos cuentas. Una en donde aparecieran todos los gastos de oficina, materiales, dibujantes y estudios necesarios, y la otra, en donde aparecieran los honorarios del arquitecto.

Para solventar los gastos, la primera cuenta fue recibiendo pagos paulatinos, mientras que la segunda nunca se pagó.

Sin embargo, lo importante del caso es que tanto el ingenio de uno como el altruismo del otro, pudieron coincidir para que el Instituto Lux contara en plena década de los sesenta con un edificio de lujo sumamente moderno.

Por su parte, la Ibero tuvo en sus inicios una historia un tanto similar, principalmente en su forma de ejecución.

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También se convocó a un concurso para el Plan Maestro y en esta ocasión quedó como ganador el equipo al que pertenecía Alejandro Orozco.

Nuevamente Alejandro tuvo que estar de cerca con el Padre Vértiz para desarrollar los ajustes del proyecto arquitectónico para la nueva universidad, coincidiendo en que un proyecto ejecutivo era prácticamente incosteable y que la construcción de la Ibero tendría que contemplar una manera práctica y sencilla que disminuyera los errores de cálculo.

Se escogió un terreno ofrecido por la familia Solís y tras enormes dificultades a lo largo de muchos años, se comenzó la construcción del nuevo campus de la Ibero de León.

El trabajo de un grupo de jóvenes profesionales que dedicaron su tiempo y su experiencia se vio reflejado en los cimientos de lo que actualmente se yergue como una de las universidades con mayor incidencia profesional en la zona.

Se comenzó por las aulas en un trabajo conjunto en donde el equipo de Alejandro Orozco integrado también por los jóvenes arquitectos: Carlos Flores Montúfar, Maru Pineda, Víctor Reyes, Rafael Alvarado y Ernesto Padilla, desarrollaron el proyecto arquitectónico; los jó-venes Óscar y Raúl Garza Romo desarrollaron las ingenierías y el ingeniero Gustavo Ferrer contribuyó con el cálculo estructural. El arquitecto Víctor Segovia por su parte se convirtió en residente de obra y Enrique Aranda en el constructor.

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Todos ellos tenían considerado que la idea original del proyecto era la de construir bien pero con austeridad y sin lujos, tal y como lo había solicitado desde sus inicios el entonces rector Padre Vértiz.

El plan maestro contemplaba la creación de dos grandes ejes sobre los cuales se iban a desplantar los edificios principales en torno a un jardín muy arbolado.

Al equipo de trabajo de Alejandro le tocó construir la mayor parte de la universidad, mientras que el Padre Carlos Velazco S.J., tam-bién arquitecto, desarrolló adicionalmente el edificio de la actual cafetería.

A esta lista progresivamente se fueron sumando otros edificios que complementarían el campus leonés.

Pero para antes de que se hubiese terminado la fase inicial, el Padre Vértiz comenzó a enfermar de enfisema pulmonar y tuvo que des-plazarse a la ciudad de México para ser atendido en la casa de la congregación, en las inmediaciones de la Plaza Río de Janeiro y frente a la cual se levanta la Iglesia de la Sagrada Familia, a cargo también de los padres jesuitas.

Finalmente, el día 12 de diciembre de 2006, falleció el Padre Jorge Vértiz Campero S.J., dejando un gran legado para la formación académica de muchos estudiantes en la zona del Bajío, tanto con el Instituto Lux al ser el defensor de una causa noble y visionaria, como al conducir a la Ibero de León en su primera fase de creci-miento.

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Su obra fue clave para que un proyecto educativo jesuita de gran trascendencia, formulada dentro de la búsqueda de la verdad, como única manera para alcanzar la libertad del alma.A partir de los firmes cimientos que el Padre Vértiz dejó, la universi-dad siguió creciendo y es así como durante la rectoría del ingeniero Sebastián Serra, se desarrolló un concurso para la creación del edificio para los talleres de diseño.

Aquí, el nuevo equipo liderado por Alejandro Orozco volvió a ganar la competencia, con un esquema que continuaba el eje trazado ori-ginalmente.

Sin embargo, por parte de algunos personajes de la universidad, incluyendo a los mismos arquitectos, se pugnó porque el proyecto no se construyera en el lugar donde el concurso lo había planteado, sino que se replanteara en el costado norte del edificio principal, con la intención de dejar el espacio libre para la llegada de un tercer edificio que mantuviera la conexión programática con los dos blo-ques ya construidos.

Y así fue como en la Ibero se sembró un nuevo edificio que man-tenía el eco del edificio principal, con un esquema de patio central destinado a albergar los talleres de diseño.

Recientemente, en el año 2011, para impulsar el desarrollo educati-vo y empresarial con una vocación de servicio pleno para la comu-nidad, el esquema fue finalmente completado por el edificio de la UIAC (Unidad de Innovación, Aprendizaje y Competitividad), con su finísima piel de concreto y sus magnas proporciones, diseñado por el Arquitecto Agustín Landa Vértiz, sobrino del Padre Jorge Vértiz

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e hijo del diseñador del edificio de secundaria y preparatoria del antiguo Instituto Lux.

En resumen, a treinta y cinco años de su fundación, la Ibero de León con sus más de siete mil egresados, se proyecta como una causa de orientación jesuita con valores que procuran el bienestar de la comunidad y que tiene en sus orígenes la confianza de mu-chas personas que creyeron en el objetivo principal de gestar una institución de educación superior que estuviese continuamente for-mando hombres y mujeres para los demás.

El Arq. Alejandro Orozco Huerta nació el 13 de mayo de 1948, en León,

Guanajuato, ciudad que sigue siendo su lugar de residencia y donde sigue

ejerciendo su profesión.

El Arq. Juan Bonilla Olmos nació y radica en León, Guanajuato; nació el

23 de octubre de 1976.

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a toDo se acostuMbra uno,Menos a no coMer

María de la Inmaculada Concepción Ayala Medina Mora

“A todo se acostumbra uno, menos a no comer” dice el dicho popu-lar, y yo en principio estoy de acuerdo, pero mi concepto de comer es mucho más amplio y está cargado de emociones y significados.

Anoche cené un delicioso plato (chico) de frijoles negros refritos, al que no pude resistirme aunque, lo pensé, me arriesgaba a sufrir el recargo estomacal que mi estado de salud digestiva podría deter-minar. Los frijoles negros refritos tienen una historia en mi familia, podría decirse que más que un simple platillo significa toda una tradición. Para mí los frijoles son negros (claro que hasta donde sé hay tam-bién bayos, amarillos, morados, blancos y pintos) porque los frijoles siempre fueron negros en las casas de mis abuelas, que eran tam-bién las casas de mis abuelos, pero digo “abuelas” pues ellas vivie-ron más años, por lo que tuve la oportunidad de convivir más con ellas y además eran las que me invitaban a comer o preparaban y servían los frijolitos, siempre negros.

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En mi casa paterna también los frijoles siempre fueron negros, aquí paterna se refiere al plural: papá y mamá. Ciertamente mi papá se adelantó y murió 19 años antes que mi mamá, pero tengo una ima-gen de mi papá desayunando de pie, pues esa era su costumbre, medio bolillo con frijoles –negros por supuesto- y dándole mordidas a un chile serrano. Tanto los chilitos verdes perfectamente bien es-cogidos “de uno en uno” –según decía-, como los frijoles de primera calidad, mi papá los compraba en el mercado.

No quiere decir que no me gusten los frijoles “cafés”, es decir, el resto de sus variedades, de todos modos me encantan y son los que como en casa de mi suegra, con mis amistades de León o en varios restaurantes.

Se me agolpan en la memoria varios recuerdos relacionados con los frijoles negros y todos tienen además del asunto alimentario incluido, vivencias importantes, no sé cómo ordenarlos, pienso que cronológicamente, pero algunos están presentes en varias épocas de mi vida, o por el impacto en mi persona; me doy cuenta de que todos se relacionan con algo muy especial en mi historia. Así que, como hacíamos en la infancia cuando jugábamos y teníamos que escoger: “de tin marín de do pingüé…”.

Mi Abue, es decir mi abuela paterna y Caco, su hermana que se llamaba Caridad y vivía con ella, nos preparaban, a mis hermanas y a mí, para toda ocasión, unos deliciosos frijoles negros refritos, además del platillo que nosotras habíamos elegido, contestando a su pregunta ¿qué quieres que te prepare, qué se te antoja? Para mí de ahí nace la tradición familiar. Mi Abue vivía en la planta baja de un edificio de tres pisos, el comedor de su casa recibía poca luz, pues la ventana daba a un pequeño patio interior cuyos muros eran

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muy altos, por lo que siempre a la hora del desayuno, comida o cena había que prender la luz, pero aquel lugar poseía una claridad, una luz propia que provenía del cariño con que nos preparaban lo que pedíamos y del pedazo de cielo que saboreábamos al comer sus guisos. Ahí no había, como en mi casa paterna, el que “te comes la sopa y no te paras de tu lugar aunque sean las 12 de la noche”; y la sopa de habas que provocaba la sentencia, de por sí fea (para mi gusto personal), era espantosa fría, se le hacía una especie de nata, “guáacatelas”.

Dicen que las abuelas y los abuelos son para consentir, y que papá y mamá son para educar. En mi experiencia como nieta, hija y mamá puedo confirmarlo y no he tenido la fortuna de ser abuela, pero de seguro consentiré a mis nietas y nietos como lo hacían con-migo. Para darles un ejemplo de cómo chiquean las abuelas, baste con decirles que cuando nos quedábamos a dormir en casa de mi Abue, si hacía frío, nos calentaban las piyamas y las sábanas con la plancha antes de acostarnos.

En casa de Mane, mi abuela materna, los frijoles no eran de ca-jón como en otras, pero siempre había frijoles negros cocidos, listos para prepararlos “chinos”, es decir, refritos; si se te antojaban en el desayuno, comida o cena podías pedirlos.

De las comidas en casa de Mane tengo la idea –pues no puedo ase-gurar que sea recuerdo- de que ahí empezaron a llamarme Pollo, porque hacía y hago muchas migajas al comer pan; y como en mi familia somos muy dados a los sobrenombres, pues ahora hay quien me dice: Polla, Pollito, Pollita, Pollis, Pollancoon, Polluelo, Pollanca Fina.

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En mi casa paterna los frijoles siempre fueron muy socorridos: ade-más de estar siempre disponibles en el refrigerador, cenábamos mo-lletes con frijoles -no sólo los hermanos y las hermanas, sino todos los amigos y amigas que caían o invitábamos- llevábamos de lunch a la escuela “torta de frijoles”; aunque siempre fueron riquísimas, a este hecho sí tengo asociada una sensación de frustración, pues a mí se me antojaba el sándwich de jamón y queso que llevaban mis compañeras, pero el pan bimbo, el jamón y el queso, eran más caros que el bolillo y los frijoles, y éramos muchos hijos e hijas y no alcanzaba la lana. No se crea que siempre me quedé con “el gusano en la lengua”, no, en varias ocasiones, a la hora del lunch, alguna de mis amigas, que me veía saborear mi suculenta torta de frijoles, me proponía que se la cambiara por su sándwich.

En un pasado no tan remoto, cuando la mayoría de los hijos e hijas ya no vivíamos en la casa paterna, nos invitaban a comer los sábados con cónyuges y prole, independientemente del menú sabatino en turno, que mi papá o mamá decidían en función de las peticiones de cualquiera de los o las invitadas, invariablemente había arroz blanco y exquisitos frijoles negros refritos: “moros con cristianos” le llamaba alguien a este plato.

Tengo que aclarar que los frijoles refritos no eran secos, sí aplasta-dos pero quedaban con un caldillito de una consistencia espesa, que te invitaba literalmente a “lamer el plato o limpiarlo con una tortilla o pedazo de pan”. El recuerdo del sabor de esos frijoles está asociado a los de la casa de mi Abue. Hoy los nietos y nietas de mis papás, dicen: ¡Ummm, frijoles de la abuela!

Hasta aquí he hablado de experiencias relacionadas con los frijoles que, debido a su presencia siempre constante, en cualquier ocasión

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y de todos los días, podría yo tomarlas como paradigmáticas de la alimentación. Mis experiencias con la comida, en su mayoría, han sido gratas pero también ha habido algunas dolorosas.

Tendría yo 5 o 6 años, mi mamá hablaba por teléfono con alguna de sus hermanas y comentaba sobre la difícil situación económica en la que nos encontrábamos, yo estaba sentada en el piso junto a ella, cuando terminó su llamada me preguntó mi mamá:

-¿Por qué lloras?-, respondí:

-Pienso que nos vamos a morir de hambre y tengo miedo-. Mi mamá me abrazó y me dijo algo así como:

-Papá Dios sabe por qué permite las cosas, vamos a estar bien-. Sus palabras me consolaron en ese momento, pero la sensación de incertidumbre no desapareció del todo, se presentaba de manera intermitente, pues la crisis duró varios años, más de una década.

En aquel momento hemos de haber sido 7 u 8 los miembros de la familia: mis papás, hermanas y hermanos y, pese a que la familia siguió creciendo y llegamos a ser 13, salimos adelante. Un día lle-garon unas amigas de mi mamá con unas bolsas de súper, que en aquella época eran de papel de estraza grueso, llenas de alimentos. Nos fiaban el lechero y la tortillera, quienes diario llevaban sus pro-ductos hasta la puerta de la casa. Nos fiaban en la carnicería que estaba a una cuadra de la casa, sus dueños eran una pareja de cubanos. Una vez mi mamá le dijo al señor:

-Soy la peor clienta que pueda tener-. El señor respondió:

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-Pero la mejor persona que viene a esta carnicería-.

Como ven, junto con algún sentimiento negativo o triste puede ha-ber una experiencia que provoca gusto y satisfacción. Al lado de la carnicería estaba la panadería, ahí no nos fiaban, pero según crecía la familia comprábamos diario 20, 25 o 30 bolillos. Junto a la panadería había una tiendita, de esas que existían antes de que nos invadieran los Oxxos, le decíamos “Las ranitas” porque ahí mis hermanos y vecinos hombres se reunían y hacían concursos de eructos, con apuestas y toda la cosa. En la siguiente calle, en la esquina, estaba una tienda de abarrotes, no me acuerdo cómo se llamaba pero le decíamos “Los Japoneses”, pues su dueño era un japonés, ahí también nos fiaban. Como a tres locales estaba la papelería “La Cita”, no me acuerdo si nos fiaban o no, pero como estábamos en edad escolar, diario necesitábamos al-gún material para hacer la tarea y comprábamos cartulinas, hojas blancas, pegamento (no había lápices adhesivos)… Un día, una de mis hermanas pidió:

-Me da un block carta tamaño esquela-, sobre este asunto hablaré adelante.

La Iglesia quedaba como a 5 o 6 cuadras, le decíamos “El trian-gulito”. Un día, al terminar la misa (mi mamá iba diario y si eran vacaciones todos íbamos con ella), el Padre que no recuerdo si se llamaba Fidel o Fidencio, llamó a mi mamá a la sacristía, una vez ahí le dijo: “Tome las monedas de tal denominación de la cesta de la limosna”.

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No sólo de pan vive el hombre –y la mujer-. En mi familia la educa-ción formal es muy valorada, podría ser equiparada con el alimen-to intelectual, por lo que todos, hijos e hijas, estudiábamos; para poder hacerlo mi mamá tramitó, año con año, varias becas ante la Secretaría de Educación Pública (SEP), cuyas oficinas estaban ubicadas en el centro de ciudad y había que ir a hacer cola desde las 5 de la mañana. Lo bueno es que éramos aplicadas y aplicados. No todos tenían beca, por lo que mi mamá negociaba prórrogas y descuentos con la Madre Fulana de mi escuela o con el Padre Perengano del Colegio de mis hermanos.

La vida seguía y caminábamos, pero como dije antes, los temores no desaparecieron por un buen tiempo. “A Dios rogando y con el mazo dando”: la generosidad y confianza de los otros, lo trabaja-dor y responsable de nosotros permitió que saliéramos adelante, tal como mi mamá me lo había dicho: “Vamos a estar bien”.

Para hablar de otras experiencias gozosas en torno a la comida, más allá de los frijoles, retomo el asunto de “Me da un block carta tamaño esquela”. En la familia somos dicharacheros y cantadores, característica que le aprendimos principalmente a mi papá, aunque mi mamá “no cantaba mal las rancheras”. Unos hermanos y her-manas más que otros pero podría decir que es generalizado el que repitamos sin ton ni son, a cualquier hora, en voz alta y casi en cualquier lugar, con o sin sentido para quien nos escucha: frases, dichos populares o familiares, apodos, personajes reales o ficticios, todos con una historia familiar detrás.

“Momento Elena que me estoy peinando”, “Pido adelante ventani-lla”, “Ya acuéstate”, “Los pegros del tegreno”, “Vuórale Rojas”, “Ya

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llegó Luis Almeida bato”, “Pepillo al auto”, “La manita para el baile”, “Ondulina de Bertini”, “Tigrón”, “Uhmmm (como llorando)”, “Lola la del grano”, “Llamen al cerrajero de la cerrajería Taine porque se machucó la puerta”, “Chucho, la Pelona y Alejandra”, “No e mugue son moetones”, “Buenos días niños, buenos días Lolita”.

Me atrevo a decir que esta costumbre familiar la han adoptado al-gunas de nuestras amistades cercanas y no se diga los y las cón-yuges, y por supuesto los y las sobrinas; es más hay dichos de esta nueva generación. ¿Qué tiene que ver esto con la alimentación? Aunque me parece que está claro el asunto de la oralidad de las palabras, voy a explicar su relación directa con los alimentos.

Como es costumbre en varias latitudes, reuniones y festejos fami-liares, se procuran en torno a la mesa: desayuno, brunch, comida, merienda, cena, recalentado. A los pocos meses de la muerte de mi mamá, una de mis hermanas que año con año le hacía comida a mi mamá el 10 de mayo en su casa en la ciudad de México, nos invitó para esta fecha a las hermanas y hermanos incluyendo a quie-nes vivimos en otras ciudades de la República; la mayoría fuimos. Después de disfrutar la exquisita comida que nos dieron, mi her-mana y mi cuñado organizaron un juego: se trataba de un “dígalo con mímica” de los dichos y frases familiares. Todos participamos, mis cuñados y la novia de un sobrino fueron los jueces. ¡Cómo nos reímos! llorábamos de risa pero también de la emoción de constatar ese vínculo familiar, esa conexión y cariño entre toda la familia. Volvimos a repetir esta experiencia, ahora los treinta y tantos que formamos hoy la familia nos reunimos en otra ciudad de la República para festejar la Navidad, esto significó una organiza-ción de por lo menos 6 meses de anterioridad y ahorros de un año.

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Disfrutamos de más de un banquete, frijoles incluidos, y ahora sí estaba presente mi hermana la Chef, quien nos deleitó con postres, cocteles, salsas, platillos exquisitos…

Más allá de las fiestas, también las comidas diarias son para mí motivo de gozo: poder comer en casa con mi esposo y mis hijos, sa-borear una exquisita sopa de verdura, unas albóndigas con arroz, un filete de pescado con ensalada… es algo que me hace muy bien. Por eso, cuando en mi trabajo hubo una modificación de horario que de ser discontinuo pasó a ser corrido, me pudo mucho, pues pensé que ese placer desaparecería, pero muy pronto nos organiza-mos en la oficina y ahora comemos juntas varias personas del equi-po de trabajo y de otras áreas. Por lo general, cada quien trae su co-mida, pero también compartimos y, eso sí, platicamos agustísimo, nos reímos y disfrutamos. Este espacio se ha hecho importantísimo para mí y estoy segura de que para las y los demás también.

Entonces, estoy de acuerdo en que “a todo se acostumbra uno, me-nos a no comer”, siempre y cuando la comida no sea sólo alimento que nutre el organismo, sino que también crea y fortalece vínculos afectivos.

El próximo sábado festejaremos con una comida el cumpleaños nú-mero 60 de uno de mis hermanos ¿saben que voy a llevar?: Frijoles negros refritos.

María de la Inmaculada Concepción Ayala Medina Mora nació en México,

D.F., el 15 de enero de 1949. Actualmente reside en León, Gto., y es acadé-

mica de la Universidad Iberoamericana León.

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PosaDas Y naviDaDen la casa De Mis tíasLuz María Torres Madrazo

Empezaremos a principios de septiembre, donde todavía no se co-locan las banderitas para las fiestas, pero ya los supermercados están empezando a poner esferas y arreglos de Navidad, no se diga esos horribles santacloses inflables para poner en la azotea de las casas, y que por lo regular se desinflan y quedan como hilachas tiradas; en fin, cada quien su gusto.

Al ver las famosas esferas piensa uno: “ya nos achicaron el año, todavía no pegan el Grito y ya están adelantando la Navidad”. Y así es, para finales de octubre, empiezan a llegar los arbolitos, que no sé cómo pueden durar hasta diciembre, creo que ya para entonces son puras varitas secas, pero le quieren ganar al tiempo.

Cuando ves estas cosas te empiezas a estresar, pues en tele y radio no dejan de pasar anuncios y presionarte para que compres (y gas-tes) en los regalos que tienes pendientes.

Yo antes me preocupaba mucho por la compradera, me salían: los ahijados, los hijos, los nietos y demás parientes, ya al último no sa-bes ni qué comprar y acabas por salir del paso con cualquier objeto,

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que aunque sea poco, si le haces cuentas con papel para envolver, moño y caja es otro gasto extra que va a dar a la basura, pero somos víctimas del consumismo.

Referente a esto, un buen día veo a Efraín mi esposo muy atareado escribiendo en un cartón, cuando terminó lo puso en la pared de mi cuarto y decía: “DEBIDO A LA CRISIS, EN ESTA CASA NO SE VAN A DAR REGALOS, PERO SÍ SE ADMITEN”, creo que me cayó como anillo al dedo y dejé de preocuparme.

En otra ocasión me preguntó Belito mi nieto que cómo eran las navidades en mi tiempo. Empecé a recordar, pero para transmitirle el ambiente en el que se daban, fue importante comenzar por plati-carle cómo era la casa de mis tías.

Cuando yo era chica, vivíamos en la casa de mis tías Manrique: Juanita y María, en la calle Pino Suárez 210, donde ahora es el estacionamiento “El Ángel”; esa casa, como todas las casas bien de aquellos tiempos, tenía un portón de madera enorme, el cual se cerraba y se le ponía una tranca, después un espacio para que a las personas que tocaban se les pasara para que no quedaran en la calle, ahí había dos bancas para la espera. Seguía un cancel como los que hay en Catedral, de fierro fundido, hecho precisamente en la fundidora de mi bisabuelo que estaba en Comanja. Era de dos hojas, y para poder abrir dicho cancel, se habían puesto dos rieles para que se deslizara, pues era tan grande y pesado, que sin esto no se hubiera podido mover.

Al traspasar este cancel, se abría en dos alas la casa, se subían siete escalones de cada lado; a mano derecha estaban en escuadra

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las recámaras y al frente un comedor que, para la edad de aquel entonces, se nos hacía enorme, pero es que así estaba.

Pendiente de la lámpara había un timbre con el que llamaban a la cocina para que sirvieran el siguiente platillo. En un costado estaba de lado a lado un gran aparador para guardar la vajilla que era para 24 personas, pero demasiado completa, de platones, tazas, tacitas para café, salseras, jarras, jarritas, fruteros, platos, platitos, platos dulceros, para comer huevos tibios, (que no sé como se llaman) y un montón de piezas, así como toda clase de copas, etc.

En el frente había un cuadro de la Madona de la Silla, que me acuerdo que es muy hermoso, mis primas Madrazo creo que lo tie-nen. Había dos ventanas y una puerta en medio, que daban a los jardines y estaban cubiertas por unas cortinas tejidas de gancho que formaban unos pavo reales.

Enfrente de la entrada del comedor estaba la despensa, que era una especie de almacén donde había costales de frijol, azúcar, arroz, y en el centro un gran zarzo1 que era donde ponían los quesos y las cosas que no podían ponerse en cajones y que necesitaban airearse.

En el pasillo que había entre el comedor y la cocina había una es-pecie de nicho en donde estaban unas tinajas con agua destilada previamente en una piedra que servía de filtro, que por cierto, al salir del comedor estaba la piedra y debajo un cántaro en el que se recogía el agua filtrada y de ahí con un pocillo podías tomar agua más que purificada.

1 Tejido plano, especie de cedazo cuadrado de 80 X 80 cms en donde se ponían la fruta, las verduras o los quesos.

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La cocina era también enorme: entrando, a mano izquierda, había una mesa de trabajo y en el rincón un fogón, donde en cazos de cobre se hacían las cajetas de membrillo, de perón, de camote con chirimoya, de tejocote etc. así como las conservas de durazno, de pera en fin …

Estas ricas cajetas y conservas se servían en unos platos de barro mellado2 y se dejaban orear; después con papel periódico se cu-brían, pegándolo con engrudo3 y a cada plato se le ponía el nombre y la fecha en que se había hecho. Las conservas se embasaban en pomos de cristal y se ponían boca abajo ya cerrado el frasco en un cazo con agua hirviendo, hasta que quedaban sellados al alto vacío.

De ahí se surtía todo el año el postre para después de comer y se guardaban en una alacena que estaba enfrente del nicho de las tinajas de agua.

Seguimos con la cocina.

En la pared, del lado izquierdo, había un pollito y unas alacenas donde se ponían todos los utensilios que se usaban en la cocina: ollas, cazuelas, sartenes, etc. Al final de las alacenas estaba el gran bracero con sus hornillas que han de haber sido unas seis u ocho.

Entrando a mano derecha, había una estufa de leña empotrada, donde se hacían los pasteles, las galletas y toda clase de mamones4

2 Barro al que se le daba un tratamiento especial para que brillara.

3 Pegamento hecho con agua hirviendo y harina.

4 Pastelitos individuales ahora llamados pomposamente cup cakes.

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que no sé cómo le regulaban el calor y el tiempo de cocción. En seguida seguía el fregadero y en medio de ésta gran cocina había unas mesas forradas de lámina de hoja de lata para que el perso-nal comiera. Cuando se hacían los buñuelos ahí se ponían unos manteles y los buñuelos que ya se habían estirado en las rodillas se ponían a orear para luego freirlos y después pasarlos a la rica miel de piloncillo con sus rajas de canela, su clavo y unas rebanadas de guayaba.

Enfrente de la cocina quedaba el baño con su gran tina de cobre, que para llenarla y con agua caliente era cosa de pensarse, por lo regular nomás nos calentaban una cubeta y a jicarazos… Después, cuando nos fuimos a Autlán5, mi tía Conchita se cambió a la casa de mis tías y el baño lo cambiaron a donde estaba la despensa, así quedaba unido a las recámaras y la despensa quedó enfrente de la cocina. Creo que fue más funcional.

Saliendo de la cocina había un segundo patiecito que estaba rodea-do de macetas con geranios y unas flores amarillas que les decían “ojo de gato”. Ahí estaba un cuarto en donde estaban los escusados de fosa, (le decían el común) eran tres asientos con sus respectivas tapaderas. Decían que porque aprovechando las necesidades se iban a echar plática mis tías y ahí nadie las molestaba.

En ese mismo patiecito, en la pared que lindaba con la despensa, había un pozo ficticio, que una vez que se destapó no me acuerdo por qué motivo, resulta que se bajaron por él y al llegar al fondo era un túnel con muchos cántaros y arcos que seguían a través de to-das las recámaras. Según cuentan eran cimientos. Para nosotros

5 De Navarro, Jalisco.

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todo era misterio y nos la pasábamos haciendo historias sobre lo que nos contaban. Mi tía Juanita inmediatamente mandó cerrar el pozo y que nos dejáramos de cuentos.

Ya al final de la casa, en donde había cuartos para la servidumbre, estaban lo que era el lavadero y el patio de tendido. Eran dos gran-des lavaderos con una gran pila de agua en medio.

En el ala del lado izquierdo, estaba la sala, que abarcaba la mitad del frente de la casa, ahí había un piano de cola completa, dos gran-des candiles, así como dos juegos de muebles de sala como para doce personas cada uno. En medio una mesa y a los lados también del mismo estilo, pero por mitad, otras mesas con sus candiles de pared arriba de cada una.

Por supuesto esta sala estaba llena de figuras de porcelana, cua-dros muy grandes, eran unas litografías grabadas e impresas en París hace 151 años, fechados el 8 de octubre de 1861, (estos datos los sacó Mauricio Gutiérrez, mi sobrino, del cuadro de su mamá, Mercedes mi hermana) representa a Jesús en el Huerto de los Olivos. Luis mi hermano tiene el del Hijo Pródigo, lo mismo la familia de mi tía Conchita tiene otro, los demás no sé quién los conserva. En fin, esta sala estaba adornada con todo lo que se puedan imaginar, claro, todo importado de Europa.

De niño no se fijaba uno en tanto adorno y ahora que estoy recor-dando quisiera haberme fijado más en todo lo que había.

En seguida había otras recámaras, que por lo regular permanecían cerradas, pues únicamente se usaban las del frente. Sólo cuando se

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cambió mi tía Conchita, la recámara que estaba cerca de la sala la usaba como consultorio mi tío Alfredo, que era médico. Al final de estas recámaras, estaba el guardarropa, era un cuarto con unos roperos gigantes, (antes no se usaban los closets), ahí se guardaba lo que no se usaba y era una verdadera tentación ver qué había.

Al final y al mismo nivel que el comedor lo estaba en el ala derecha, haciendo escuadra, se encontraba la capilla u oratorio, como le de-cíamos, dedicado a la Inmaculada Concepción.

Antes no se usaban las funerarias, así que ahí se velaba a los muer-tos de la casa y no sólo para eso servía, pues tenía otras funciones, como cuando todas las tardes se rezaba el rosario con todo el per-sonal del servicio y los niños que ahí andábamos.

Este oratorio tenía su altar labrado con hoja de oro, en blanco y azul; la Santísima Virgen estaba vestida y ataviada con hermoso atuendo, su manto azul, sus aretes y su corona, había unos jarro-nes azules y unos candelabros o palmatorias de azucenas de cristal de Lalik6, (dice Mercedes).

Desde luego que había el Misterio, que era con el que pedíamos posada. Se arreglaba en unas andas7, iba la Santísima Virgen mon-tada en el burro, Señor San José y por supuesto las andas muy

6 Adorno tipo candelero pequeño en forma de palmas, elaborado con flores de un cristal especial denominado Lalik.

7 Especie de camilla que servía para trasladar personas u objetos.

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adornadas. Por el corredor y en las piezas que estaban desocupa-das, se iba pidiendo la posada.

Pegada al oratorio, había una pajarera, a la cual entrabas y se di-vidía en dos partes. Era un cuarto bastante amplio, en la parte de la derecha, al fondo, había una puertita que era motivo de pregun-tarnos e inventar que ahí se habían guardado armas en el tiempo de la Revolución. Otros decían que era la entrada a un túnel que llevaba a la caballeriza, para huir, eso también en tiempo de la Revolución, en fin, que la imaginación de los niños es muy grande, el caso es que cuando jugábamos nos servía de escondite, cosa que todo mundo sabía; pero el escondido creía que estaba descubriendo el mundo. Estas alas tenían unos amplios corredores que estaban protegidos a su alrededor por unos barandales de hierro forjado, como el can-cel de la entrada y cada y tanto espacio, había unas macetas con geranios.

A lo largo de los corredores, se colgaban jaulas con diferentes pája-ros: jilgueros, canarios, chivos, zentzontles, etc. por supuesto había una persona encargada de limpiar el jaulerío, ponerles agua limpia y según la raza su comida especial, a unos huevo, a otros plátano, lechuga, pan de huevo, en fin …

Los corredores eran el marco de unos jardincitos que había a cada lado, pues por en medio estaba la entrada a la parte que venía sien-do la caballeriza. En cada jardincito había en un lado el pozo arte-siano8 que recogía toda el agua de las azoteas cuando llovía. Y del

8 Así les decían a los pozos que había en las casas.

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lado izquierdo una copia del pozo, únicamente que éste tenía una llave de agua y debajo un gran recipiente para lo que se usara al regar el jardín.

Una gran puerta de madera dividía la casa de la caballeriza a donde llegaban las carretas que transitaban para otra parte. Cuando vi-víamos ahí mi papá tenía su caballo, que por cierto a mis hermanos les daba una flojera cuando llegaba en la noche, porque los ponía a pasearlo, cepillarlo y darle su cena, pero ni hablar, donde manda capitán…

Una vez descrita a grandes rasgos la casa de mis tías, (aunque uste-des no lo crean) seguiremos con los preparativos para las posadas. Se iba aproximando el día diez y seis de diciembre que es cuando empiezan y todos los chiquillos estábamos ansiosos de comenzar a arreglar el corredor en donde hacíamos las peticiones.

Mi tía Mimí se encargaba de que se comprara papel de china de varios colores y de hacer el engrudo. Se recortaban los trozos de papel de más o menos quince cms de largo por unos cuatro de ancho, se pegaban de la orilla y se engarzaban con otro trozo y así se iban formando las cadenas, éstas se iban poniendo en unos canastos piscadores9, hasta tener las suficientes para adornar todo el corredor que era bastante largo. Se colocaban en unas cadenas colgantes que servían para las jaulas, también se ponían farolitos y aquel corredor quedaba hermoso y ya desde ahí empezábamos a gozarle a las posadas.

9 Canastos grandes en forma de cono en donde se recolectaban mazorcas, fruta, verduras, etc.

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En aquel tiempo se organizaban los nueve días de las posadas, éramos diferentes familias, entre ellas estaban la familia del Dr. Eduardo Machiavelo con su esposa, la Sra. María Luisa y sus hijos: Kitty, Lalo, Carlos y Licha; la de mi tía Conchita y mi tío Alfredo: Alfredo, Ma. Luisa, Angélica, Jorge, Enrique, Raúl, José Arturo y Conchita; iba también la familia del Lic. J. Luz Flores, su esposa Conchita Montúfar y sus dos hijos: Carlos y Conchita; también iban míos tíos Zermeño Pôhls: Boni y Ma. de la Luz y mi tía Victorita su hermana; las familias Velazco Velazquez: Carlitos y Tere, así como su hermana Palocha; el compadre Juvenal y su esposa Ma. de la Luz González, todos con sus hijos; la Sra. Chabelita Cabeza de Vaca y sus hijos Pancho, Chabela y algún otro hermano más chico que no recuerdo, por cierto hacía poco tiempo de haber quedado viuda, pues a su esposo el Lic. Cabeza de Vaca lo mataron y por supuesto la de nosotros, mis papás y los que hasta ese momento habíamos nacido: Luis, Luz María, Alfonso, Manuel, Josefina, Mercedes y Martha.

Probablemente se me olvida alguien más, pero que reclame y lo añado en el escrito, como ven, era un buen bonche de familias.

También venían los primos de México, las García Téllez Madrazo, Lola y María Ignacia, hijas de mi tío Ignacio y mi tía Mema; Angelita, Toño y Jorge, hijos de mi tío Antonio Madrazo y Angelita González; Raúl, el Francés y Sergio, hijos de mi tío Raúl Madrazo y mi tía Chepina, como ven, se ponía bueno para esas fiestas.

Las mamás: mi tía Conchita y mi mamá, eran las encargadas de la organización y de avisar, pues a cada familia le tocaba la posada un día encargándose de amarrar niños para la piñata, distribuir la fruta, que no te la daban en bolsa, cada quien llevaba su canastita

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para ir poniendo, según repartían: la naranja, la caña, la jícama, la mandarina, la lima, el puño de cacahuates y los tejocotes.

Después, eso sí, en bolsitas se repartían los dulces con colaciones, con su semillita de anís, caramelos y algunas galletas de animali-tos. Claro que no faltaba el ponche, que te lo servían en jarritos, con su pedacito de caña para menearle, ciruelas, tejocotes, pingüicas y un piquete10 para la gente grande.

En el oratorio se guardaban, de un año para otro, las velas que sobraban, los libritos para pedir posada, unos pitos a los que se les ponía agua y parecía que gorjeabas y unas panderetas. Llevaban a un señor que tocaba el violín y era el que acompañaba los cantos.

Ya una vez instalados y con nuestros pitos y velas, rezábamos el Santo Rosario, cantando en cada misterio a la Virgen María y ter-minando salíamos con nuestras velitas a pedir la posada de cuarto en cuarto.

Siempre había travesuras con las tales velas, si no chamuscaban el cabello de alguna niña con trenzas, las arrimaban a los visillos11 de las puertas a ver si se quemaban y por supuesto el chorreadero de cera en todo el camino. Lo único que pedían mis tías… que no lle-váramos confeti, porque como la casa era de ladrillo era muy difícil barrerlo. Aun así, la casa quedaba hecha un verdadero batidillo con cáscaras apachurradas de naranja, de cacahuates, bagazo de caña en fin, ya se imaginarán.

10 Chorrito de vino por lo general aguardiente.

11 Cortinillas para los cristales de las puertas antiguas.

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Entonces sí, cuando ya se dejaban con todo respeto las andas en su lugar, pues a quebrar la piñata. No faltaba el maldoso que hacién-dose el que no veía, se dejaba ir con el palo (¿te acuerdas Francés?) a ver a quién le daba, entre gritos de dale, dale, y…ahí no, a la de-recha, no, no, a la izquierda, todo para destantear al que estaba en turno, por supuesto los más grandes agandallaban y hasta en los picos de las piñatas echaban la fruta; a los mas chiquillos única-mente les quedaban las colaciones y los cacahuates, pero no sé por qué las piñatas tenían un encanto especial.

Después de la piñata nos íbamos por grupos a jugar, mientras traían las canastas con la fruta y los dulces.

Jugábamos al júntate con dos, al secreto a voces, a la charola, a la botella, al ahí va un avío cargado de… y tenías qué decir una pa-labra que empezara con la letra que previamente se escogía, a los viudos, a la silla vacía, etc., y cuando se trataba de poner prendas, siempre salía que había que dar un beso a tal o cual, cosa que en el fondo tenía gran éxito pues siempre se hacían del rogar, tanto ellas como ellos, pero también había otros castigos más pesados que ya ni se los cuento, en fin, que no nos faltaba diversión.

El noveno día que era el día 24, entonces sí ya no eran solamente frutas y dulces, se mandaban a hacer tamales, buñuelos y atole.

Se arrullaba al Niño Dios en una pañoleta previamente preparada y después se ponía en una charola encima de las colaciones y “la madrina” del Niño lo daba a besar a toda la concurrencia.

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A todos los niños nos vestían de pastorcitos. Mi mamá nos hacía nuestros vestidos que eran unas faldas de charmés12 de vivos co-lores: azul, rosa, amarillo, etc.; éstas llevaban tres listones negros alrededor de la falda…las blusitas eran blancas y llevábamos un chalequito de terciopelo negro bordado con lentejuelas y en la cabe-za nuestra pañoleta. Era una verdadera fiesta.

Cuando se terminaba todo el festejo, pues a irnos a dormir y poner nuestro zapato para ver qué nos traía el Niño Dios, esa era una ilusión que solamente siendo niño y en la inocencia se tiene.

Desgraciadamente, como todo en esta vida va cambiando, así pasó, nosotros tuvimos que irnos a Autlán, cuando regresamos, mi tía Conchita ocupaba la casa de mis tías, pues le estaban haciendo su casa en Los Fresnos y nosotros tuvimos que irnos con mi mamá grande a Bella Vista.

Todo cambió, las familias se fueron desperdigando y mi tía, yo creo que también le sacateaba a prestar la casa para las posadas, pues era un verdadero engorro el recibir a tanta gente y ya no controlada, pues como les digo ya no éramos los mismos.

Sin embargo, antes de morir mi tía Juanita, ya grandes y andan-do de novios, Manuel, Raúl, José Arturo, Martha y no me acuerdo quién más, se propusieron hacer una posada en recuerdo y emu-lando éstas que les estoy contando, en efecto, fue solamente una, pero le pusieron mucho empeño. Arreglaron los brocales de los po-zos, hicieron las famosas cadenas, se rezó y se cantó, se quebró la piñata y se hicieron los juegos, nada más que en lugar de niños, ya

12 Tela brillante que se usaba para forro.

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eran jovencitos con novias, Conchita mi prima y yo completamente embarazadas, Conchita de Adrianita y yo de Gerardito. La posada fue un éxito, nos trajo muchos recuerdos y así cerramos una bella época.

Como ves Belito, esas eran nuestras Navidades, muy distintas ¿ver-dad?, ahí no se daban regalos, únicamente era el gusto de estar juntos y como no había tantas fiestas, le gozábamos mucho a estas posadas. Fueron unos hermosos tiempos que todos recordamos con nostalgia.

Espero que este relato te diga algo de lo que vivimos en nuestra infancia, a pesar de no tener tanta tecnología y consumismo, que a final de cuentas no nos hicieron falta.

Te quiere tu abuela, después te voy a contar de la última Navidad.

Luz María Torres Madrazo, nació el 7 de enero de 1930 en León, Gto.,

ciudad donde todavía radica, es ama de casa.

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aMor De PaDreVicente de Alba Monroy

Esta es la historia de amor entre un padre y una hija como muchas otras, pero a la vez, diferente, distinta… Al decidirme a relatar y a compartir mis vivencias y mi experiencia, me preguntaba ¿qué tiene de extraordinario y de diferente esta his-toria para que valiera la pena ser contada?, la respuesta fue simple, porque es mi historia, porque es mi experiencia, mía y de mi hija, y en ello, estriba su valor.

Cuando pienso en cómo inició esta historia, y cuánto tiempo ha pasado desde entonces, me parece que no ha pasado mucho tiem-po, sin embargo, sí, el tiempo ha transcurrido y con ello, también muchas vivencias, tanto en mi hija como en mí que hicieron al final de cuentas que nos transformáramos a lo largo de todo este tiempo y que hoy, a pesar de ser los mismos, ya no seamos los mismos, pues las vivencias y las experiencias nos cambiaron para siempre.

Así las cosas, corría el mes de febrero de hace aproximadamente unos veinte años y donde Yo me encontraba prestando un servicio asistencial en una pequeña sala que fungía como consultorio en

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aquella Casa-Hogar para niños huérfanos llamada “El Señor de la Misericordia”. Hasta ahí llegó Delfina, una joven asistente de escasa preparación escolar, pero con una sensibilidad muy especial para trabajar en aquella casa auxiliando a la encargada de esa área a cuidar y a alimentar a los niños pre-escolares, es decir, aquellos chiquitos que tenían una edad comprendida entre uno y cinco años de edad.

Con su acostumbrado entusiasmo y alegría, me saludó y me in-formó de la nueva pequeña que había llegado días antes y que le tocaba turno para ser examinada por mí. Al ver a la recién llegada, pregunté su nombre y si se sabía qué edad tenía. Me respondió que se llamaba Margarita y que andaba rondando los cuatro años, sin embargo, por su apariencia física, me pareció que tenía menor edad.

Cuando tomé entre mis brazos a la pequeña para levantarla, llevar-la a la mesa de exploración y reparar en sus grandes y hermosos ojos negros, sentí que aquella pequeña recién llegada tenía y repre-sentaba algo especial para mí. A continuación le pregunté cómo se sentía y si tenía algún dolor o molestia en alguna parte de su cuerpo, a lo que me respondió que no. Cuando trato de recordar aquellos primeros instantes en que nuestras vidas, por alguna ra-zón aún hoy no dilucidada, se cruzaron, viene a mi mente su frágil cuerpo, su vestimenta sencilla y humilde, su pelo corto y su moño rojo de brillantes colores que adornaba su cabeza y que le daba un toque de fresca hermosura, como suele ser la de todos los niños de esa edad. Asimismo, pienso en su hermosa sonrisa, sonrisa que me cautivó y que aún hoy la recuerdo con cierta nostalgia, y con tristeza.

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Han pasado los años y con ello muchas experiencias, muchas vi-vencias, una alegres y otras tristes, unas llenas de ilusión y otras llenas de esperanza, otras cargadas de tristeza y de frustración y así los años han transcurrido y nuestra vida se ha transformado, siendo otra, distinta, para no ser más lo que un día fue y que hoy, de alguna manera, nos permite recordar ese lejano pasado, desean-do en ocasiones que ojalá el tiempo pudiera detenerse y volver atrás.

Lo anterior hace preguntarme ¿para qué quisieras que el tiempo retrocediera? Quizá para encontrar algunas respuestas que en este momento me pudieran explicar por qué las cosas o mejor dicho por qué algunos acontecimientos en la vida de mi hija tomaron el cur-so que tomaron. Por qué, dónde estuvo la falla, dónde como padre y como familia nos equivocamos, dónde…

Para poder clarificar, aun más, lo que estoy señalando, mencionaré que esa niña que un día llegó al albergue infantil “El Señor de la Misericordia”, en un corto tiempo se convirtió en nuestra hija, en un miembro más de nuestra familia, que hasta antes de su llegada estaba formada por cinco miembros y con su arribo nuestra familia había crecido y donde todos nos sentíamos muy a gusto porque así fuera, o al menos, eso he pensado todo este tiempo transcurrido.

Como era de suponerse, las ilusiones, las expectativa y las espe-ranzas de algunos de nosotros, en particular las mías, fueron de-positadas en la recién llegada, pensando y planeando que iba a ser querida y amada como una hija más, por lo mismo, sería tratada como tal, es decir, cuidando todos los aspectos de su crecimiento y de su desarrollo, de su salud y de su educación. Y así se dieron las cosas, sobre todo en los primeros años de su infancia.

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Transcurrido algún tiempo de adaptación, tanto de ella como del resto de la familia y de manera muy natural, Claudia Margarita (nombre que le pusimos al ser bautizada por nosotros) fue fluyendo a través de la dinámica familiar, hasta verla, considerarla y sentirla como un miembro más, y no sólo eso, sino ocupando el lugar del miembro más pequeño de nuestra familia. Aquí quiero hacer un paréntesis para señalar y compartir todo el mundo de emociones y sentimientos que yo iba experimentando a lo largo de los días, las semanas y los meses de convivir con esa pequeña chiquilla que a estas alturas de la historia ya la amaba como a una hija más.

Quisiera señalar que, como padre y como médico, los niños siempre han sido mi adoración, pues considero que siempre existe la opor-tunidad de hacer algo por ellos, de ayudarles en su formación, en su crecimiento y en su desarrollo y el hecho de que la vida y Dios me brindaban nuevamente la oportunidad de estar cerca de uno de ellos y de poder incidir sobre su crecimiento, hacía que me llenara de gozo, de esperanza y de ilusión de lo que podría llegar a ser esa niña que ahora formaba parte de nuestra familia.

Por otro lado, siempre he afirmado que el haberla adoptado, a pesar de tener ya tres hijos biológicos, no fue un acto motivado por lo “bondadoso y bueno que soy”, sino porque el amor que Dios le tuvo a esa niña obró a través de mí y de mi familia, es decir, fuimos los medios que el Padre Bueno escogió para que ese amor se hiciera una realidad. Hoy, analizando detenidamente ese hecho milagroso, bien me pudiera servir para encontrar una explicación que me ayu-dara a entender el porqué de ciertas vivencias que sucedieron en la vida de mi querida hija.

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Así, los primeros años fueron transcurriendo y Magui, como le gustaba que le llamáramos, iba creciendo y desarrollándose en aparente armonía, al menos, así lo percibía Yo hasta el día en que comenzó a hacer preguntas acerca del color de su piel morena, en comparación a la de sus hermanos que era blanca, o en el tipo de pelo lacio, contrastado con lo rizado de algunas de sus hermanas, o en los vagos recuerdos de cómo había llegado a la casa “El Señor de la Misericordia” donde yo la había encontrado y traído a mi hogar. Aquí recuerdo que una psicóloga de dicha institución nos había advertido que sus primeros años serían relativamente fáciles en re-lación a su adaptación con su nueva familia, en comparación con lo que se esperaba que se podía presentar cuando la pequeña entrara a la pubertad.

Desafortunadamente, la profecía, si así se puede llamar para aque-llo que la psicóloga nos mencionó, se hizo una cruda y dolorosa realidad, tanto para ella, como para nosotros como familia y como padre. La conducta que hasta entonces había observado de joviali-dad y alegría fue reemplazada por retraimiento, desobediencia, mal humor, pereza, desaliento, fracaso escolar y sobre todo, por una pérdida importante del sentido de vida.

A partir de ese cambio, bien se podría decir que inició el Viacrucis, tanto de ella como de nosotros, pues cada día que transcurría la vida de Magui y la nuestra se tornaba insoportable, con una gran desestabilización familiar, y donde prevalecía el enojo, la frustra-ción y el sentirse perdidos sin saber bien a bien qué hacer, o a quién acudir, para resolver tan difícil situación. Las visitas a las diferentes psicólogas con distinta orientación no se hicieron esperar sin lograr obtener los resultados esperados y donde el argumento más válido y utilizado por algunas de ellas fue que los niños que llegaban a los

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albergues infantiles, difícilmente, con el tiempo, lograban superar el abandono materno y familiar que habían sufrido por parte de sus familias biológicas, y que toda su conducta “negativa” ejercida sobre su familia adoptiva no era otra cosa que la manifestación del rechazo hacia la realidad que vivían y que no lograban superar la mayoría de ellos.

Al escribir estas líneas, vuelvo a recordar, padecer y sufrir toda la frustración y el dolor de padre, al darme cuenta de que mi hija necesitaba mucha ayuda de la familia y de mí, y que, nosotros, a pesar de todo el amor y el cariño que le podíamos brindar, éste fue insuficiente para lograr que ella avanzara y pudiera salir adelante, ya no tanto como estudiante o como hija, que eso era lo de menos, sino como ser humano que necesitaba ayuda, que de alguna mane-ra nos la demandaba y que a pesar de todos los esfuerzos e intentos por auxiliarla, la ayuda concreta y eficiente jamás terminó de llegar.

Así transcurrió toda su adolescencia, con altas y con bajas, con pequeños avances y con grandes retrocesos hasta que un buen día, después de haber intentado una infinidad de estrategias, de accio-nes, de ensayos de lo que la pudiera ayudar, de continuos cambios de colegio, de un definitivo abandono escolar y de trabajos, se fue de la casa sin dejar una sola nota de despedida, un recado, un ADIÓS…

A partir de ese momento, habiendo cumplido la mayoría de edad y de haber regresado un día a casa después de varios meses de ausencia, sus entradas y salidas del hogar paterno no se hicieron esperar. Unos días volvía a casa en condiciones muy deplorables, planteando todo tipo de cambio y de promesas jamás cumplidas, para ser olvidadas por completo pasados sólo unos días, para au-

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sentarse nuevamente por meses sin saber de ella y de su paradero. Vivía o moría no lo sabíamos, estaba bien o mal, lo ignorábamos. Hasta que un día de tantos, y después de una ausencia de más de ocho meses, apareció de repente, como era su costumbre, sólo que en esta ocasión se agregaban dos elementos más… las huellas físi-cas, psicológicas y morales del maltrato físico y la violencia sufridas a manos de su “pareja” y un embarazo en evolución.

Resultaría muy largo de contar con lujo de detalles todos los acon-tecimientos, situaciones y vicisitudes que vivimos mi hija y Yo a lo largo de todo su embarazo, pues a estas alturas de la vida y de todas las experiencias sufridas, la familia en su conjunto decidió tomar distancia y no ayudarla más.

Fue una lucha muy desgastante, con mucha impotencia y frustra-ción, pues el futuro inmediato de mi hija, ahora madre de familia y contando con escasos 22 años, sin orientación de cómo criar a un recién nacido, sin trabajo y sin un lugar fijo dónde vivir, hacia la situación por sí misma complicada, muy difícil de resolver.

Después de vivir en el día a día muchas indefiniciones, como se suele decir coloquialmente, -hoy sí, mañana no y pasado quién sabe-, volvió a desaparecer sólo para enterarnos, meses después, que había tomado la decisión de volver con su “pareja”, pareja que no está por demás decir, se trataba y se trata de una persona adic-ta al alcohol, desobligada, de bajos sentimientos y de muy escasa sensibilidad humana.

Desafortunadamente, las historias no terminan hasta que se ter-minan y, a pesar nuestro, no todas tienen un final feliz… Pasado aproximadamente un año mi pequeña y frágil hija volvió a apare-

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cer, pero desafortunadamente en peores condiciones de como había regresado la última vez, con el agravante que ahora ya era madre de un segundo bebé y donde las condiciones familiares y de “pareja” eran muy similares a las anteriores, y yo podría atreverme a decir mayormente agravadas.

Así las cosas, parecería que las historias se repiten o acaso será que de forma natural son cíclicas y que uno es el que posibilita que éstas así lo sean. Lo cierto es que después de estar un mes en recuperación, pues en esta ocasión el maltrato físico sufrido fue de mayores proporciones, así como la afectación psicológica y emocio-nal, y después de dialogar con ella desde la orientación psicológica y psiquiátrica sobre su futuro inmediato y mediato, tanto de ella como de sus pequeños hijos, mi adorada y sufrida hija volvió a mar-charse, como era su costumbre, sin dejar rastro, ni una nota de despedida, por lo mismo, ignoro hasta este momento, cuál ha sido su paradero final...

Finalmente, no sabría explicar a ciencia cierta lo que pienso y lo que siento con toda esta situación. Me parece que está por demás describir el dolor, el sufrimiento, la tristeza y la desesperanza que siento por mi hija, por nuevamente no saber de ella, de si vive o de si muere, de si está bien o está mal o muy mal, no lo sé y creo que esa incertidumbre de no saber más de ella es la que de alguna manera va erosionando poco a poco mi propia vida.

Para finalizar me planteo algunas preguntas que no buscan otra cosa que tratar de entender y comprender esta situación y que me puedan, posiblemente, llevar a obtener la tan anhelada paz de mi corazón.

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1. ¿Hasta dónde toca como padre apoyar a los hijos, sin que ese apoyo les impida madurar y crecer como personas?

2. ¿De qué tipo y orden debe ser el apoyo brindado a los hijos, sobre todo, cuando estos son mayores de edad?

3. ¿Es válido anteponer el propio bienestar personal frente a las necesidades y demandas de los hijos?

4. ¿Quién o qué determina lo que debe ser y lo que no, en relación a la ayuda y apoyo a los hijos mayores?

5. ¿Qué pasa con nuestra conciencia que nos marca una pauta, pero el sentido común y la lógica nos plantea lo contario?

6. ¿Qué hacer con los sentimientos encontrados en la hora de deci-dir qué hacer con la ayuda a los hijos mayores?

7. Hasta dónde es justo y válido que como padre no quiera y no desee hacerme cargo de responsabilidades que no me tocan y que éstas claramente corresponden a los hijos, sobre todo, cuando éstos son mayores?

Vicente de Alba Monroy nació en la ciudad de México, D.F., en el año 1946.

Vive desde hace 25 años en la ciudad de León, Gto., su actual ocupación

es profesor universitario.

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granos De MaízMaría Guadalupe Hernández González

Christian Alberto Vera Espinoza

Soy María Guadalupe Hernández González, nací el 12 de Junio de 1934 en Arandas, Jalisco. Pero desde muy chica, cuando tenía dos años mi familia y yo nos mudamos a León, Guanajuato; nunca supe por qué lo hicieron, simplemente no pregunté. Les voy a contar una serie de relatos de diferentes etapas de mi vida, todos empiezan y terminan, pero estos son los que conforman mi propia historia de vida.

A la edad de cinco años yo le ayudaba a mi madre a vender en la carbonería de la familia, yo era muy traviesa a esa edad y solo buscaba la mejor manera de divertirme, tenía un columpio en la banqueta de enfrente a la carbonería, yo me balanceaba hacia de-lante y hacia atrás, desde donde podía ver al templo de San José en la esquina de la calle, en la colonia Barrio Arriba. Así que en el balanceo yo me asomaba y me volvía a meter, así me divertía.

Un buen día mi madre dejó de vender carbón, sin razón ni explica-ción, nunca pregunté. Mis padres echaron a andar una caseta de abarrotes en el mercado del Barrio Arriba, en donde se vendía gran variedad de granos como frijol, maíz, arroz, y lentejas; además, ven-

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dían cajeta de membrillo, azúcar, enlatados y muchos productos más, todo a granel, envueltos en alcatraces de papel periódico, era una hoja enrollada en forma cónica y con unos pequeños dobleces papirofléxicos, para que el cono no se deshiciera, usábamos estos alcatraces porque no había bolsas de plástico; ahora tal vez sería mejor regresar a los alcatraces, para darle un uso al periódico.

Mi padre, Juan, trabajaba por contrato para los sembradíos y las vías del tren, en los Estados Unidos. Las contrataciones se hacían en las ciudades de Irapuato y Salamanca, se iban en el tren con trabajo seguro y bien pagado. Cuando ya cumplía su contrato, re-gresaba a León y se pasaba una semana tomando. Yo me acuerdo que de pequeña me le acercaba y le decía:

–Llévame a las carnitas papi, ándale llévame por favor-. Y con una sonrisa en la cara me llevaba y me compraba una torta de carnitas, esos eran buenos recuerdos.

A mí me encantaba ir al mercado, se llenaba de personas de todos los lugares; las mujeres iban vestidas con maxifaldas, la cual les cubría hasta debajo de la rodilla, y unos zapatos cerrados de dife-rentes colores; y los hombres usaban pantalones de pechera, eran de mezclilla o de vestir sujetos a los hombros por tirantes, usaban camisa de algodón y zapato cerrado de piel.

Las personas iban y venían, los clientes y los vendedores se cono-cían, preguntaban por uno:

-¿Cómo se encuentra usted hoy niñita?-. Yo les respondía con una sonrisa:

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–Muy bien señora, ¿qué va a llevar hoy?- Era un punto de reunión para mi colonia, todos llegaban caminando desde sus cercanas ca-sas, unos con sombrero para detener un poco al calor y los rayos del Sol, pero al momento de llegar al jardín Allende, uno se sentaba a la sombra de sus grandes laureles de la India y disfrutaba del fresco clima del día.

En esos tiempos no había muchos carros y la gente caminaba de aquí al centro, no había grandes bulevares para cruzarlos con se-máforo, como el boulevard Adolfo López Mateos que acabo separan-do al Barrio Arriba y a la zona centro con el río de automóviles como barrera artificial; la gente no estuvo muy conforme al momento en que se construyó, pero fue producto de un mandato presidencial, algo incuestionable. Antes, las calles habían crecido bajo un tejido natural, el centro estaba íntimamente unido a sus viejos barrios por medio de calles angostas y peatonales; ahora, con el paso del bulevar, las calles que fueron atravesadas cambian de nombre de un lado al otro, a veces hasta cambian de sentido.

Me acuerdo que cuando tenía como 16 años la ciudad no era tan grande como ahora, el aeropuerto estaba en la colonia Arbide y en el norte todo se acababa en la arboleda de mezquites en las faldas del Cerro Gordo, en lo que ahora es la agencia BMW. Muchos se transportaban en bicicleta, estas tenían placas, luces intermitentes rojas para la parte trasera y faros amarillos de luz fosforescente para la parte frontal, con esto se hacían más visibles por las calles.

Yo seguía siendo una niña traviesa y juguetona, así que no po-día resistir la idea de inventar una nueva diversión para mi gusto. Había grandes barriles llenos de granos, yo subía al techo de la ca-seta y pegaba un brinco hacia el barril lleno de granos de maíz, se

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sentía muy bien caer sobre esos granos, te amortiguaban la caída, era como darse un clavado en una alberca llena de agua, pero la mía era una llena de puros granos de maíz. Después me salía del barril y no faltaba encontrarme con uno que otro grano de maíz perdido entre mi ropa.

Había días que el barrio se ponía bonito porque las muchachas se paraban en las bancas de alrededor al jardín Allende, y los mucha-chos estaban ahí parados, para después las muchachas darles la vuelta con el único fin de verlos, igual una de ellas salía con novio al final del día. Pero no faltaba que mi madre iba por mí y me jalaba la mano, me regresaba a la casa y me regañaba de todo lo que no debía hacer. Yo entendí.

Cuando conocí a tu abuelo José yo tenía apenas 18 años. Él pasó por templo de San Francisco de Padua en su sencilla bicicleta, y cuando pasó frente a mí me dijo “adiós”, yo sin saber que respon-derle, sólo le regresé la despedida y listo, yo me fui para adentro porque andábamos lavando el templo. Esa misma noche, él ya es-taba esperándome en la esquina de la casa, y se arrimó tantito a la puerta, me preguntó cómo me llamaba y yo le dije:

-Me llamo Guadalupe, pero me dicen Lupe-. Y él con una cara de asombro respondió:

–Yo me llamo José, José Vera-. Nunca en mi vida había conocido a alguien que se apellidara Vera y buscaba a otro conocido con ese apellido, a ver si lograba relacionar al muchacho que estaba frente a mí con un conocido, pero en eso él me dijo:

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–Me gustas mucho, ¿quieres ser mi novia?-. Yo me puse roja, no sabía ni qué responderle, y tuve que recurrir a darle un plazo, uno de quince días para que me diera tiempo de pensar y saber que responderle.

Después me vine a dar cuenta de que José era el primo de mi ami-ga Lucía Escobedo, por lo que ella y yo le decíamos “el primo”. Lo pensé un poco y pasando los quince días nos volvimos a reunir en la puerta de mi casa y yo le dije:

–Sí, sí quiero ser tu novia.

Nos veíamos de vez en cuando, y mis padres solo me dejaban verlo por detrás de la reja de mi casa, literalmente echábamos reja. Él estaba enterado de que había una costumbre en la que las mujeres de Arandas no se podían casar con los hombres de León y vice-versa, yo no me creía esas costumbres y le decía que por eso no se preocupara. Yo le decía:

–Pues pídeme José, no perdemos nada-. Y él aferrado a la costum-bre me respondía:

–No Lupe, esta costumbre existe y no hay que romperla, nos puede caer una desgracia-. Y así duramos 3 años de noviazgo.

Un buen día me dijo:

–Hay que casarnos Lupe, hoy te voy a robar-. Él ya llevaba un año rogándome que me casara con él y yo no me decidía, me dirigió a la casa de su tía Luz para depositarme en ella en lo que las cosas se

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arreglaban, mi padres no sabía ni pío, y yo ya me iba con mi novio José, pero en eso nos dimos vuelta para la subida al monte del Calvario, y yo le dije:

–José, la casa de tu tía no queda para acá-. Y él no dijo nada, aca-bamos en su propia casa, yo no quería entrar, pero él con unos suaves empujones en la cadera logró que me cayera de manos hacia adentro de su casa. Esa noche dormí en la cama de la tía Toña, al día siguiente me llevaron con doña Pachita. El padre de José, don Nicolás, fue a la casa de mis padres para hablar con ellos de los últimos sucesos, al parecer ellos aceptaron. Duré 3 semanas con doña Pachita, y don Nicolás fue a comprar las telas para mi vestido, de tela rosa pastel y los llevó con doña Pachita, la cual era modista, para que diseñara mi vestido de bodas. Yo pensaba:

–Ya ni para preguntarme la tela y el color de mi vestido-. Pero aun así agradecí el favor del señor don Nicolás por haber considerado ese detalle.

Me casé el 6 de agosto de 1965 a las 6.00 a.m., después de las 3 se-manas, para que la Parroquia del Barrio Arriba anunciara las amo-nestaciones. De la boda nos fuimos a la casa de José, mi suegra ya me había preparado un chocolate caliente en un portaviandas, sólo para la novia. Después desayunamos y nos fuimos en autobús de luna de miel a Guanajuato; duramos sábado y domingo solamente, pues José tenía que regresar a trabajar con su padre para el lunes.

Estaba llueve y llueve, y nosotros viendo la presa de la Olla bajo una palapa, existía un viento fresco y renovado, el olor a tierra mojada envolvía todo el ambiente. Más tarde nos fuimos a ver una película al cine, estábamos haciendo tiempo para que llegara la noche, pues

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me tocaba ser desposada, yo estaba nerviosa, nunca había hecho esto antes, y sin más pasó.

En la mañana del domingo fuimos al restaurante frente al teatro Juárez, llamado Casa Valadez. Yo no quería pedir nada, no quería que viera que podía pedir, me daba mucha pena que me vieran comer, nunca habíamos comido juntos antes y ahora ya estábamos casados; después de unos años de casados ya no tenía pena de nada, en fin ya estamos bien casados. Al final, él pidió dos platos de enchiladas verdes y dos jugos de naranja.

Viví 6 años en la casa de don Nicolás, y en dos años no fui a la casa de mis padres, por el temor de que ellos estaban enojados conmigo, ni siquiera habían ido a la boda.

Pache, como le decía a mi esposo por ser papá y “che” de José, gana-ba 200 pesos a la semana trabajando de montar el zapato, él era de los buenos, por eso ganaba 200 pesos. Trabajaba con don Pascual Padilla, su jefe, se supone que ganaba 200 pesos a la semana, pero don Pascual no tendría dinero hasta vender los zapatos que se pro-ducían en su pica, le daba 20 pesos y los otros 180 pesos los dejaba a préstamo para poder seguir comprando el material para hacer más zapatos. A menudo él les preguntaba a sus trabajadores:

–Muchachos ¿qué prefieren, dinero o trabajo?-. A lo que muchos respondían que trabajo. Con el dinero que quedaba, dos pesos, yo iba al mercado del Barrio Arriba y solo me alcanzaba para comprar frijoles y tortillas.

Tu Pache me llamaba de muchas formas, pero la que más me gus-taba era cuando me decía “Mujercita”, yo digo que lo nuestro fue

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amor a primera vista, lo cual no me permitía ver sus defectos, como cuando terminaba su semana de trabajo se gastaba el dinero to-mando cerveza con sus amigos, yo me enojaba con él y se excusaba con el argumento:

–Ellos me lo están disparando, no podía decirles que no.

Cuando comenzó a trabajar con el señor Ángel, recibió el lunes como primer préstamo 30 pesos, y él se quedó atónito al ver el di-nero y preguntó:

-¿Esto es para mí?-, y el señor Ángel le respondió:

–Sí, esto es para ti, es el préstamo del lunes y luego pasa el miérco-les por el próximo préstamo-. Este dinero nos ayudó en mucho para poder salir adelante y tener una mejor alimentación para nosotros y nuestros niños.

Yo tenía unas enormes ganas de ir a visitar a mis padres, pero no lo había hecho por el miedo de que siguieran enojados conmigo, por haberme casado sin su consentimiento. Un día yo le avisé a Pache que quería llevar a los niños a ver a su abuelita, mi madre, y él se me quedó viendo con una cara sin respuesta y no dijo palabra; así empecé a ir de vuelta con mis padres y nos reconciliamos.

Mi padre, Juan Hernández, un buen día consiguió dos mil pesos y se los prestó a mi esposo Pache para que empezara a trabajar una pica por sí mismo. Esto era algo bueno, pues ahora mi viejo iba a ser su propio patrón y comenzaríamos a ganar un poco más de dinero. La pica fue creciendo y nuestra familia también, tuvimos 13 hijos,

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7 mujeres y 6 hombres, todos se casaron y tuvieron hijos; perdí la cuenta de los nietos pero son más de cincuenta.

María Guadalupe Hernández González nació en Arandas, Jal., el 12 de

julio de 1934; vive actualmente en León, Gto., es ama de casa.

Christian Alberto Vera Espinoza nació y vive en León, Gto., el 31 de agos-

to de 1989, es estudiante.

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hecho en aranDas, JaliscoJosé Martínez Hernández Lilia Martínez Padilla

“Ya vine de donde andaba, se me concedió volver,

A mí se me figuraba, que no te volvería a ver,

pareces amapolita cortada al amanecer…” *

“El ausente” de Consuelo Castro

Me llamo José Martínez Hernández, mis padres, Jesús Martínez Cortés y Rosa Hernández González. Ella era de El Chilarejo, Arandas en Jalisco, nació en 1901, mi padre nació en “La Mesa” de los Martínez, también del municipio de Arandas. Se dedicaban a la agricultura, ganadería y ella también era ama de casa. Me parezco a mi papá en las facciones, y a los dos, en lo trabajador.

Mi historia comienza en “La Mesa” de los Martínez, el 6 de agosto de 1930, nací en “La casa grande”, en el tiempo de la milpa en Banderillas, los pastales verdes, tiempo de mucha leche y las cala-bazas en flor, mis papás me pusieron el nombre del abuelo materno, José. Pero fue mi tía María, la hermana de mi papá quien le dijo a mi mamá: “A este niño le vamos a decir Pepe”.

Mis papás me mandaron de sembrador cuando tenía cinco años, me ganaba veinticinco centavos a la semana, lloraba porque quería estar en mi casa con mi mamá y con mi papá. Eran muy buenos padres pero, si les daba motivo, me “medían la reata”. Mi mamá era muy trabajadora en la casa, lo que era moler el nixtamal en el me-tate, tortear, lavar la ropa en el pozo, cocinar en un fogón con leña

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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una rica comida; además planchaba muy bonito; tener cenzontles, jilgueros, gorriones era su gusto. Mi papá andaba sembrando y yo le acompañaba en ocasiones. Una tarde le dije que ya me quería ir, y me dijo que cuando acabara el frijol que traía en los tanates (pata disecada de las vacas), entonces; yo empecé a echar puños de frijol, para que se acabara pronto y le dije que ya se había acabado, me dijo que trajera más, porque me lo acabé muy rápido y además que le llevara una asuela para arreglar el arado; pero yo no volví. Luego llegó él a la casa y me llevó al por-talito de la casa, me hincó y me preguntó, por qué no había regre-sado a sembrar, y le contesté que yo quería jugar con mis primos. Entonces me dio tres reatazos y me dijo que me quedara hincado, hasta que él me avisara a qué hora me levantara.

A los diez días me dijo que lo acompañara a ver las milpas y me lle-vó a donde sembramos el frijol para que viera lo que había plantado; me agachó a sacar las matas de frijol que eran miles todas juntas, me puso a arreglar esas plantitas.

Los domingos hacíamos día de campo por el ojo de agua, a mi papá le gustaba mucho; cada año engordaba un puerco para comer chi-charrones, mi mamá hacía muy buena rellena, muy buena longa-niza y se acostumbraba llevarles a los vecinos un taquito de carni-tas y chicharrón, ellos, los vecinos, por igual cuando mataban un puerquito nos traían un taquito. Había otro alimento que usaban: mi mamá les prestaba a los vecinos manteca nueva, y para cuando ellos mataban a su puerquito y nos pagaban la manteca que les habíamos prestado nueva otra vez y así nunca comíamos manteca vieja. También cuando recibíamos el taquito de chicharrones nos sabía a gloria, ¡ricos!, porque cuando mata uno a un puerco en el

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rancho, de ver tanta manteca y carne, se asquea uno. Cuando es poquito es rico.

Recuerdo muchas otras cosas, mi mamá se puso a vender leña y torteaba para nosotros, recuerdo que ponía montoncitos de leña que las vecinas le iban a comprar. Tengo muy presente que la casa era muy grande y después del patio más bonito, había dos corrales en donde teníamos la leña que Miguel y yo partíamos con un hacha y la acomodábamos en altos, cruzada para que se secara pronto; ya estábamos en la escuela con la profesora Guadalupe Mora y por las noches nos íbamos al Rosario a la parroquia y cuando salía-mos casi siempre había bautismos y siempre nos aventaban el bolo. Cerquita teníamos una tipo cantina, en donde echaban las cancio-nes de Lucha Reyes, como “La Panchita”, “Barrilito de cerveza” y “La tequilera”.

De la escuela, yo no sé de grados, fueron 3 temporadas las que fui a la escuela, en tiempo de secas; y en 1940, tenía 10 años, iba a la escuela al Sauz de Cajigal, con la señora Cuca García, casada con don Trino Meza. Un año estuve con ellas, otro año estuve con la hermana Esther García, pero eso de la escuela, yo no sé, no entien-do eso de materias, a mí me ponían a restar, sumar, multiplicar, el abecedario y escribir palabritas.

Mi mamá era “la huertera”, en la huerta se la pasaba todo el día, en tiempo de cosecha y también vendía por cientos de duraznos a quien fuera a comprar, eran cien por $1.50, yo a veces llenaba una caja de duraznos y me iba a vender al Salto de Nogales, me iba los domingos, ponía un costal y luego los montoncito de 10, 20 y 30 centavos según la pilita. Y ahí les vendía durazno a los López, a los Villalpando; vendía rápido y compraba cebollitas, jitomates, chili-

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tos, queso fresco, me iba en un burrito color canelo; iba a la casa muy contento como a las 2:00 de la tarde, porque llevaba mi dine-rito y, también en la tarde mi mamá llegaba con su dinero. Lástima que en los años 60 las huertas de esa barranca se acabaron, no se supo por qué.

Que ¿qué quería ser cuando fuera grande? Yo no sabía ni de libros ni de cuentos, cuando uno es del rancho y no conocíamos nada, no pensaba en lo que quería ser, más bien piensa uno en la agri-cultura, caballos, ganado. En fin, así me inicié como arriero, me mandaban a Arandas a llevar 3 cargas de leña. Pero, lo que me daba miedo, eran los coyotes, eran malos, quién sabe qué cargaban porque se quedaban viendo muy fijo.

En una ocasión mi mamá me mandó al Sauz a comprar avíos, pero al llegar a la cerca que lindaba con los señores Torres, al brincar la cerca, me dio pavor el toro del año, un toro cebú que decían que era muy bravo, yo lo veía por ahí, atrás de la cerca, y él estaba por donde iba a pasar, yo me regresé a la casa y me preguntaban:

-¿Qué pasó con los avíos? Yo les dije que tuve miedo al toro cebú del año y me dijeron:

-Véngase a comer inmediatamente y se va al Sauz.

Como que me hablaron con mucha energía, como enojados, nomás acabé de comer y partí al Sauz a la carrera, al brincar la cerca, ya no me acordé del toro, llegué al Sauz, compré los avíos, y regresé a la casa, sin novedad.

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El único regalo que yo recibí del Niñito Jesús fue un libro que se llamaba “3ro adelante”, del cual sentí mucho gusto. Jamás había recibido un regalo. Me lo dio mi mamá. Mi primera novia fue en la escuela de El Sauz, se llamaba Esperanza, pero nunca hablábamos, todo era por cartas. Yo tenía 10 años, le ponía la carta debajo de una piedra, ella la agarraba y me dejaba la contestación, y a los 2 meses levanté la piedra para dejarle una carta, y me encontré el montón de cartas que yo le había dado con un recadito que decía: “Mi mamá me dijo que ya no”. Recogí mis cartas y me las llevé.

En 1951, a ratos, me iba a pasear en mi potranca, me sentía yo muy a gusto con mi sombrero grande como los de Jorge Negrete, mi pis-tola en mi fajilla rodeada de parqueo. En esas épocas nos divertía-mos yendo a las carreras de caballos, haciendo teja y adobe, sem-brando en las labores. Ese mismo año, me dio por irme a Estados Unidos de brasero, me contraté en Monterrey y me pasé para San Juan, Texas; trabajábamos en un rancho algodonero y dos mujeres nos daban la comida, una señora y una más chica, como de unos diecisiete años, ella me atendía a mí como luego dicen “con el té y las hojas”; esa chamaca se enamoró de mí, pero yo no le hice caso ni le di mucha importancia, yo lo que quería era traer dólares. Un día, por la noche me dieron de cenar, y a mí me ponía mantel, me marcaban mi lunch con mis iniciales, me tenía muchas atenciones, yo solo pensaba en los dólares, un día me sirvieron de cenar y des-pués de la cena seguimos platicando, me preguntaba: -Oye Pepe, ¿de dónde son tus padres?; oye, ¿te tomas un refresqui-to? Y yo le dije:

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-Bueno, lo acepto-. Fueron a traer un refresco de naranja y me sir-vieron como medio vaso, lo demás se quedó en la botella; yo le tomé 2 tragos y empecé a ver los focos amarillos, rojizos. Me pregunta-ban cosas y yo les contestaba que ya no me preguntaran, que se me estaba yendo la mente, les dije:

-Ya me voy a dormir-. Y al cuarto, con los compañeros, ya llegué dizque hablando inglés, me puse a hacer cartas hasta en inglés y no dejaba dormir a los compañeros.

Al otro día, nos fuimos a la pizca de algodón y anduve yo todo el día cante y cante, y peleándome con los de la báscula. Por la noche me dijo un compañero que le hiciera caso a esa muchacha porque me iba a fregar o que ya me había fregado, yo le hice caso, di la media vuelta, aventé mi escapulario al algodón y fui a tocarle a la puerta a un mayordomo, y salió el mayordomo con la pistola en la mano diciéndome:

-¿Qué quieres muchacho?

-Vine a buscar a la que nos da de comer-, contesté.

-No muchacho tu andas mal, ya me dijeron, ¿en dónde están los compañeros?-. Y ahí se juntaron todos los compañeros mexicanos que andábamos trabajando, el mayordomo preguntó:

-¿Quién es el compañero de Pepe?-, y Chabelo Guzmán contestó que él, así que le mayordomo le mandó: -Necesito darte un pase para que lo lleves a su casa en México y regreses a tu trabajo.

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Fue así como Chabelo me trajo hasta mi casa, aunque tuvo muchos problemas en el tren porque venía una muchacha ahí, le dije que se parecía a mi yegua, y los papás se molestaron mucho, pero Chabelo metió paz. Nos fuimos a cenar al mercado, a todas las fonderas les hablaba en inglés, andaba yo bien trastornado, bien loco. Estuve malo hasta enero de 1952.

Me trajeron con muchos curanderos, yo me daba mis aliviadas por-que según eso “la hierba va con la luna”, e incluso me llevaban a pagar mandas porque creían que ya me había aliviado, pero seguía mal, para no hacerle la cosa muy larga, me trajeron a León a San Pedro del Monte y ahí me ponían choques eléctricos alrededor de mi cabeza, se sentía la muerte y luego que terminaban de poner los choques me sacaban al solecito, como a las 9:00 a.m. y enseguida volvía uno a su normalidad, pero una vez, vi una especie de pasillo con unas puertas altísimas de fierro, y agarré una que me sirvió de escalera, me subí a la barda para escaparme y al otro lado había mucho rastrojo y me aventé, caí en el barbecho y me vine rumbo a León, nomás que desgraciadamente traía la ropa que me ponían en San Pedro, y atravesando la vía del tren me encontró uno que tra-bajaba en San Pedro y me puso en su camioneta y me regresaron. A los dos días llegó mi mamá para llevarme a Silao, a la casa de mi tío Rafael, me ponía los trajes de mi tío Rafael y Miguel y me metía a las cantinas y decía que era “el Charro negro”; pero, un día pasó mi tío Rafael y me llevó a la casa y me dijo:

-Quítate esa ropa, y ven acá, vamos a tomarte la medida para unos zapatos-. Me llevó al corral, había un traje en medio, había un pilar de madera, ahí me puso una cadena con candado en el pie y ahí comía mucho garbanzo y cacahuates, en la noche me ponía un

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colchoncito; pero al segundo día llegó Delfina con la medicina, llevó a una doctora que se llamaba… no recuerdo la verdad, y dijo: -¡Ah! ¿Por qué lo tienen amarrado?

Contestaron que para que no me saliera, ella dijo que me soltaran y se haría cargo de mí, me dieron un caldo de pollo bien rico. Al día siguiente llegó la señora o doctora, me sentó en una silla y me dio un licuado como de mango, diciéndome que me preparara porque iba a volver el estómago hasta por los ojos, yo sentí cómo de ahí para adelante era otra persona. Me dio unas barridas con pirul por tres días y quedé muy aliviado, me gustaba ir porque había carreras de caballos, las serenatas, ver quemar los castillos, ir a los toros, reunirnos con muchos parientes pero, esta vez, yo no quise ir porque estaba muy gordo de la cara y pelón, a los ocho días estaba normalizado.

A la mujer con la que me casé, la conocí en el año 1954; estando yo con unos amigos en una tienda de la calle Cruz, pasó una mu-chacha con una canasta de taray y volteó hacia la tienda, en ese momento me vio y la vi, a mí me gustó, llevaba su peinadito de trencitas entrelazaditas, yo pensé en ayudarle pero no me animé, era uno muy tímido, tenía mucho respeto hacia las mujeres y luego, yo era pobre, no me animaba.

Un día, andaba con mi primo, le hablé de la muchacha y él me dijo:

-A que no te animas a hablarle. -Sí me animo-, respondí.

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Era un domingo el día que me le acerqué, iba vestida con un vesti-dito amarillito como de cierto encajito de florecitas, con su sevillana en la mano y unos zapatos planitos tipo huarachito con unas co-rreas que se abrochaban del tobillo. Me le acerqué y le dije:

-Buenos días señorita-, y me contestó:

-Buenas tardes, pero retírese porque ahí viene mi papá.

Cinco o seis noches no salió, hasta que un día salió y me corres-pondió. Un día, por cierto le llevé chocolates, no los quiso, ese día me mandó al diablo, ahí estaba Graciela, su sobrina, y se los di a la niña, pero después supe que cuando me fui, Celia fui se los quitó. Tres o cuatro meses estuvo enojada y luego volvimos otra vez a ver-nos pero un tiempito más y “vóitelas, otra calabaza”, pero entonces al verla hablé con ella y le dije:

-Bueno, aquí es una sola palabra, sí o no, yo ya no quiero volver y que me vuelvas a terminar-.

-Bueno, pues te espero allá en la noche-, dijo ella. Luego, pues se llegó el día de la boda: 17 de febrero de 1958, ella se veía muy bonita, como una virgencita, sus ojos reflejaban su bondad, bien jovencita. Después de las felicitaciones nos subimos al carro y nos fuimos a la fotografía “Dávalos”, y después al matrimo-nio civil, partimos el pastel y unas botanas, creo que esa fue toda nuestra fiesta. Luego empezaron los retoños: 8 hijos, 7 mujeres y Chuy, el mayor. Dios nos concedió un matrimonio de 50 años, sin peleas, con mucho respeto. En el año 2008, ella, después de bata-

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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llar mucho con el cáncer, murió en la casa, después de verla sufrir mucho, ya le pedíamos a Dios que le diera descanso, pero también era triste no tenerla en la casa, con su gusto y ganas de vivir.

De las cosas que ahora veo y que yo no tuve, pues unas buenas y otras muy malas, por ejemplo las malas, fueron que era muy pobre, pero muy sano y ahora Dios nos socorrió, pero tenemos enferme-dades que nos hacen batallar un poquito. He enfrentado un cáncer de pulmón, el problema de mi columna que me dejó bastones desde muy joven, marcapasos, hernias y problemas de vejiga. Ahora, con 80 años, la tecnología me parece hermosa, no la com-prendo, es como un misterio en ver “disquitos” con tantas cancio-nes o películas.

De los momentos que me he sentido más orgulloso de mí mismo, fue en mi yegua, bien contento, cabalgando: los de Santiaguito me miraban con mi sombrero ancho negro con bordado blanco pla-teadito, con espuelas de Amozoc, que se sentían muy bien con el zapato charro, suenan muy bonito.

¿Cuál ha sido el momento que más he estado más apenado de mi mismo? No me acuerdo. No tengo vergüenza.

*Se menciona el verso de “El Ausente” porque luego de las múltiples intervenciones clínico-quirúrgicas, don Pepe salía cantando este fragmento.

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En familia186

Don José Martínez Hernández nació en la Mesa de los Martínez, Arandas,

Jal., el 6 de agosto del año 1930 y murió el 26 de septiembre del 2011.

Lilia Martínez Padilla nació en León, Gto., el 20 de julio de 1976 y actual-

mente radica en León, Gto., se dedica a la Psicoterapia, así como al registro

y elaboración de historias de vida.

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Déjame que te cuente

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el cotorro consentiDoY el atreviDo gavilán

Benjamín Cárdenas Diana Cárdenas Garza

Mi padre se crió en el estado de Tamaulipas. Desde muy pequeño, pasaba todos sus fines de semanas y las vacaciones junto a su abuelo materno, quien le inculcó el amor por la aventura, la cacería y la vida al aire libre. Mi padre suele ser un narrador oral extraor-dinario: detallista, apasionado, tiene la capacidad de llevarte con sus gestos dramatizados, ademanes y variaciones de tono, al lugar y al momento que te describe. Así que durante las reuniones fami-liares, tanto a los niños como a los adultos les encanta escuchar una y otra vez las mismas historias de aventuras vividas; aventu-ras de tiempo atrás, antes de que tuviera que depender de la silla de ruedas. Cada quien tiene sus favoritas: “Tío, cuéntanos la del guante que perdieron todos” o “Abuelito, cuéntanos cuando fuiste a Chihuahua a competir” o “Beny, cuéntanos cuando al Tío Beto le salió una leona en la vereda”… A mí, me gusta en particular la del cotorro y el gavilán. Así que le he pedido a mi papá que nuevamente me la cuente para compartirla. He aquí el relato:

Enclavado a la orilla de un gran valle que forman algunas de las cordilleras de la sempiterna y hermosa Sierra Madre Oriental, en el estado de Tamaulipas y exactamente en lo que se llama Cuarto

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Déjame que te cuente190

Distrito, al suroeste de Ciudad Victoria, está un pintoresco pueblo que se llama Jaumave. Este lugar está lleno casi siempre de una vegetación exuberante, pues le favorece el agua y la brisa de la mon-taña, visto de lejos casi no se aprecia el pueblo, pues sobresalen las grandes copas de los nogales, vástagos de aquellos primeros árboles que dejaron los españoles. También hay muchos nuevos, como lo son ahora injertos cáscara de papel y otros parecidos. Esta frondosidad dentro del mismo pueblo, hace que pasen volando o aniden muchas aves como palomas alas blancas, moradas, hui-lotas, tórtolas y diversas clases de pájaros cantores y artesanos. Y también, como en todas partes y en cualquier reino, hay malvados o temidos depredadores o sinvergüenzas, como el aguililla, el gavi-lán, el quebrantahuesos, el aura y el clérigo.

No cabe duda de que el mundo está hecho de sorpresas y de histo-rias de muchas índoles. Nunca sabe uno cuántas cosas pasan en la vida de los animales y las escenas tan extraordinarias que se llegan a conocer. Yo he visto el momento sigiloso cuando el venado o el jabalí baja a tomar agua al arroyo escondido entre la selva, o el pasaje violento y dramático cuando la serpiente atrapa a un ratón o a un conejo, o al pájaro de oficio carpintero guardar nueces en el hueco que él mismo hace y después olvida; también hay momentos divertidos como el que contaré que pasó en este pueblo.

En la vida cotidiana de Jaumave había, como en la mayoría de los pueblos tamaulipecos, grupos de personas que se reúnen en la calle por intereses afines, o solo a platicar. Niños, jóvenes o señores que arman equipos de futbol, grupos de cazadores que se juntan a recordar y contar aventuras, vecinos a chismear, etc. Algunos se juntaban en la tarde o por las noches a tomar las clásicas coronitas frías, por el intenso calor que prevalece en más de la mitad del año.

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Yo solía llegar allí antes de partir a alguna cacería. Como iba desde niño, pues conocía a varias familias que me recibían e incluso algu-no de ellos me acompañaba como guía. Como iba de pesca o cacería por varios días, llegaba a pasar algún rato en el pueblo, conviviendo con los amigos que allí tenía.

En la calle Abasolo no. 22, vivía una familia donde el señor de la casa, Marcos López Cruz de 70 años de edad, padre de varios hijos adultos, tenía como mascota a un cotorro cabeza amarilla que no se dejaba agarrar por nadie, pero que hablaba mucho y a su amo le decía “papá”, porque a lo mejor así oía que le decían todos en su casa y claro, el señor Marcos lo tenía bien consentido. A ve-ces, el cotorro se subía a sus hombros y se quedaba por largo rato ahí. Como disfrutando el privilegio de ser la mascota predilecta de “papá”. Otras veces, nomás andaba vagando por allí cerca, con sus pasitos cortos y medio torpes, pero con ese aire de arrogancia que sólo los mimados tienen.

Un día por la tarde, antes de salir de cacería, estábamos sentados en la acera de la calle Abasolo, platicando tranquilamente, miem-bros de la familia de don Marcos, algunos vecinos y yo. El sol en-viaba sus rayos inclinados hacia la bella gran cantidad de plantas multiverdes de los patios y frentes de las casas. Mientras, sobre nosotros, surcaba a buena altura silencioso y sereno un gavilán de claros y brillantes colores. Parecía un príncipe volador del espacio tropical. De pronto, en un momento inesperado y sin que nadie lo pudiera evitar, aquella ave audaz y temeraria, se dejó caer a tierra velozmente y luego dando un giro rápido como si fuera a planear, se apoderó del inerme cotorro que caminaba torpemente por el suelo en plena calle, pero cerquita de la casa, ante la vista atónita de todos y el espanto terrorífico del cotorro que aleteaba inútilmente.

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Algunos maldecían al gavilán levantando los brazos al cielo por tan atrevido acto de rapiña; mientras el ave levantaba más y más el vuelo con su presa codiciada que sería su postrer alimento. El coto-rro quizá sentía que su hora había llegado y que se encontraba en los umbrales de la muerte ante este temible enemigo; trataba inútil y desesperadamente de aletear para soltarse, pero largas y afiladas garras lo aprisionaban fuertemente. De pronto, en su angustia gri-tó: “¡papá, papá!” como solía decirle a su amo.

El gavilán se asustó al escuchar aquellos sonidos -que quizá oía ocasionalmente de los seres de la tierra que eran sus más espan-tosos enemigos-. Así que con la misma velocidad de un rayo, soltó a su presa. Su audacia se convirtió en terror al pensar que había apresado a un ser humano, el cual es capaz de cualquier cosa, hasta de matar con un sonido fuerte; quienes han escuchado el estruendo de un rifle o una escopeta, lo saben bien.

Los que vimos aquel episodio campirano, primero nos sorprendi-mos y confundimos, pero luego, al reflexionar un poco lo ocurrido, no podíamos dejar de reír ante lo que acabábamos de ser testigos.

Benjamín Cárdenas nació en Houston, Texas en 1931, pero se crió en

Tamaulipas, estado al que representó varias veces en competencias na-

cionales de Atletismo. Fue campeón nacional de 400 mts planos en 1951 y

preseleccionado olímpico. Posteriormente fue Maestro de Educación Física

y también trabajó 30 años en PEMEX. Sus pasiones han sido el atletismo,

la poesía, y la aventura al aire libre. Radica actualmente en León.

Diana Cárdenas nació en Salamanca en 1966. Es académica de la

Universidad Iberoamericana León.

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viDa, Pasión Y MuerteMa. de Lourdes Pérez Segovia

… aquí aprendemos a reír con llanto

y también a llorar con carcajadas.

Fragmento del poema “Reír llorando” Juan de Dios Peza.

Tiempos gozosos

Imposible no amarla, no cuidarla, no besarla; al ver su sonrisa y al escuchar sus palabras te envolvía con su personalidad, así era Lula, mi madre. Fue una mujer con muchas ganas de vivir, alegre, luchadora, apasionada, curiosa y vivaz hasta el final.

-Mira, siempre fui romántica, exagerada, sensible, sumamente sen-sible, delicada, exigente, un poquito perfeccionista, también piado-sa. De todo, de todo, de todo-, decía Lula de sí misma.

Soy María, la segunda de siete hermanos, ahora huérfana de padre y madre. A casi un año de la muerte de mi mamá, escribo estas vivencias llenas de sentimiento. ¿Cómo plasmar en unas cuantas líneas todos estos años de entrega, cómo hacerlo para que no sea queja ni llanto, sino experiencia gozosa?

Mis papás tenían sesenta años juntos, vivieron mucho tiempo en una casa muy grande de un piso rodeada de jardín, flores y árbo-les. De un día para otro sus vidas cambiaron. Mi papá se cayó y

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estuvo enfermo casi un año, por este motivo tuvieron que separarse para que pudiéramos cuidarlos mis hermanos y yo. Yo tenía se-senta años de edad y mi mamá ochenta y nueve cuando la recibí en la casa donde vivo, con la aceptación de mi marido que le tenía mucho cariño. Nuestro hogar es chico pero muy acogedor, al cruzar la puerta se respira un ambiente de calma; no se me olvida lo que dijo Lula cuando llegó: “Esto es el cielo”, ella se sentía muy bien es-tando con nosotros, se le olvidaban todas sus preocupaciones. Aún la recuerdo recostada en el sillón de la sala, subía sus piernas, se relajaba y dejaba que su mente no pensara en problemas. Tuvimos que vender su casa para poder hacernos cargo de los dos, mi mamá vivió conmigo los últimos seis años de su vida.

En mi familia somos sensibles, nerviosos, aprensivos, preocupones y compasivos, así que Lula llegó al lugar correcto, todos la tratá-bamos como a una reina, vivía entre algodones. Era imposible no quererla, imposible no sufrir, llorar, angustiarse y enfermarse junto con ella. Los doctores le diagnosticaron demencia vascular, todas sus capacidades físicas disminuyeron de una en una y fue perdien-do la memoria. De esta manera, madre e hija sobrellevamos las dificultades y los obstáculos que se nos presentaban en el camino, lo hicimos valientemente y con ayuda.

Lula estaba muy bien cuidada y era muy querida. Yo estaba a cargo y al pendiente de tiempo completo, mi esposo y mis hijas me ayu-daban cuando no estaban trabajando, una señora que era como su nana, otra muchacha joven que estaba medio día y una enfermera los fines de semana. Todas nosotras dándole amor y cariño, aten-diéndola con toda nuestra fuerza y energía.

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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Fue difícil convivir con estos síntomas, aun así teníamos pequeños momentos de alegría, disfrutábamos las ocurrencias de mi mamá; cuando ella empezó con problemas de lenguaje y decía una cosa por otra, no encontraba las palabras correctas y en lugar de enojarse o frustrarse, se atacaba de risa, se burlaba de ella misma, de lo que sus oídos escuchaban y su cerebro sabía que no estaba bien dicho.Ella siempre disfrutó la comida, y cuando sólo podía comer papi-llas, nos alegrábamos de cuando su rostro asomaba un pequeño gesto de agrado, reaccionando a algo que le gustaba, como el dulce de guayaba, que era su favorito. En cambio, cuando le dábamos agua pura, decía que estaba aguada y desabrida.

Siempre fue una mujer muy coqueta y le encantaba que le echaran flores. “Deme un beso” decía Lula. Le gustaba que la abrazáramos y sentir el cariño de los que estábamos cerca. La capacidad de be-sar nunca la perdió.

Tiempos dolorosos

Cuando mi papá tuvo las tres caídas, entraba y salía del hospital, ahí lo cuidaban mis cuatro hermanos y dos hermanas. Lula se angustiaba profundamente cuando la llevaba a verlo; lo besaba en la mano, lloraba, no quería dejarlo en ese estado y el cuerpo lo re-sentía también; su columna se doblaba, se encogía hacia un lado, se deprimía.

No le dije a Lula cuándo murió mi papá, ya que estaba muy de-licada y con cualquier emoción podía desfallecer. Así que las dos hicimos como si no hubiera pasado nada, aunque ella lo sintió en

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el instante de su muerte, estaban tan conectados que se dio cuenta de que algo le faltaba, su corazón sabía que nunca más regresaría con su viejito.

Yo perdí a mi padre, pero Lula lo perdió casi todo: su casa, su memoria, sus recuerdos, su vista, su audición, su voz, su risa, su movilidad y a su marido. Me admira cómo reaccionaba con cada ausencia, aprendió a vivir así y yo seguí su ejemplo.

En los años que cuidé a mi madre, la vi desvanecerse lentamente, era una enfermedad degenerativa e irreparable que no pedía per-miso para apagar las luces de su cerebro. Cuando recién llegó a vivir conmigo, entró por su propio pie, caminando normalmente y después perdió esa capacidad, sólo andaba en silla de ruedas. La teníamos que bañar y ayudarla a hacer sus necesidades básicas. Sus manos empezaron a cerrarse poco a poco hasta que ya no las podía abrir.Al principio me reconocía y me decía: “Mijita”, me podía ver y escu-char. En unos años ya sólo me llamaba: “Señorita”, y cuando sus ojos se fundieron Lula sólo decía: “Prendan la luz”. Me convertí en enfermera y, más que su hija, era como una madre protectora.

Cada día que pasaba Lula se volvía más frágil y tenía que estar más atenta en su cuidado. Al tocar su piel blanca, se sentía delgada y las llagas brotaban con mucha facilidad. Cuando algo le dolía, se me partían el corazón y los ojos. Sentí pesada la carga, especialmente cuando tenía una crisis de salud, era muy impresionante y apara-toso. “Ya no puedo más”, les dije a mis hijas en varias ocasiones. Me sentía cansada, agotada; veía a mi madre indefensa y eso me

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acababa emocionalmente. Hasta que llegué a un punto en que me rendí inconscientemente. Algo me pasó, me dijeron que me había dado una pequeña isquemia cerebral. Me sucedió en un día nor-mal, empecé mi rutina como siempre a las seis de la mañana, bajé a desayunar, preparé el café y me senté en la mesa de la cocina a leer el periódico.

A un lado dormía mi mamá y la podía escuchar con una voz muy suave, casi susurrando desde su cama, decía cualquier cosa que tuviera en la mente; ideas, frases sueltas, palabras sin sentido, nombres de personas que había conocido mucho tiempo atrás. Después comencé a prepararle la ropa, subí los veintiséis escalones para lavar las sábanas sucias. Y en ese momento algo sucedió, bajé al primer piso y le dije a mi hija: “No sé qué me pasó, se me fue el avión, ¿qué estaba haciendo?”, ella y yo estábamos desconcertadas. No me sentía mal, pero no me acordaba de cosas recientes. Mi fami-lia se preocupó mucho, fue un día terrible más para ellos que para mí; la crisis de salud me había alcanzado a mí también.

Ahora éramos dos enfermas, tenía que ver por mí y pensé en lo que me decía mi abuela: “Si tú no te consideras, nadie más lo hará”. Y en efecto así fue, yo seguía siendo la mamá de Lula que cargaba con el paquete completo de cuidar en cuerpo y alma a una adulta mayor como yo.

Tiempos gloriosos

Finalmente en el sexto año, mi mamá me salvó del agotamiento; en-tendió, a pesar de sus limitaciones, que era la hora de partir; ni ella

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ni yo aguantaríamos un minuto más. A Lula y a mí se nos habían acabado las fuerzas. Llegó “el día del juicio final” como ella decía, se fue tranquila y me dejó aliviada. Se convirtió en aire, fuego, tierra, agua, murmullo y silencio.

Cuando todo terminó, sentí que me habían dado una buena bo-rranchina, como si hubiera salido de un remolino. Veo hacia el pa-sado, y parece que todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, fueron tantas emociones que subían y bajaban. Empecé a cuidarla con mucha energía y acabé desgastada. Tristezas, alegrías, miedos y frustraciones viví con mi familia.

Los días han pasado rápido y aquí estoy feliz, agradecida; soy lo que soy, soy lo que hago, lo que pienso, lo que siento, lo que digo. Voy dejando atrás el pasado; mi corazón y mis ojos están en el hoy, vislumbrando un futuro con mucha paz.

Es verdad que el tiempo cura muchas heridas, las cosas se van aco-modando y me doy cuenta de que no puedo cambiar la vida o histo-ria de otras personas, sobre todo de las más cercanas. Sólo puedo cuidarme a mí misma, poner límites y ser ejemplo para otras. Soy hija de mi madre, madre de mis hijas y también fui madre de mi madre. Todavía no entiendo lo que significa “te vas a ganar el cielo”, cuando me lo decían. Porque un cielo es al mismo tiempo noche y día; por un lado los tiempos dolorosos y la pérdida de la salud; y por el otro, la satisfacción de haber cumplido con amor, entrega, con los brazos y el corazón abiertos. Sólo sé que en la oscuridad hay una estrella más para iluminar mi camino.

Me preguntaba cómo el mundo seguiría girando después de esto, cómo le haría el sol para salir mañana. El tiempo no se detuvo, el

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reloj siguió su marcha, terminó la primavera y continuó el verano. Ella me dio la vida, yo la acompañé hasta su muerte. Quedan los recuerdos agradables, las fotos, el vestido azul y el sonido de su voz recitando el poema que aún retumba en mi cabeza “…aquí apren-demos a reír con llanto y también a llorar con carcajadas.”

En homenaje a mi madre Lula y en

recuerdo de su hermana Cony

quien falleció el 5 de mayo del 2013

mientras redactaba este relato.

Ma. de Lourdes Pérez Segovia nació el 18 de agosto de 1947 en León,

Gto., y sigue siendo su lugar de residencia, se dedica al hogar.

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tú Y las nubesVíctor M. R. Meléndez Aviña

Imágenes como algodones de azúcar en el cielo difuso, los recuer-dos no son tan nítidos como yo quisiera, el viento levemente los mueve, cambiando de forma; ya no es flor, es ave; ya no es árbol, es águila; ahí están pero ya no los veo, los presiento.

La vida es así, la viviste y ya, no puedes repetirla ni contarla minuto a minuto, sólo teniendo vidas paralelas grabadas, pudiendo avan-zar y retrasar escenas, pero a fin de cuentas ha sido mi tiempo, mis días y mis noches, logros y finales. Mi deseo no es que leas el libro que yo viví, sino que tus sueños se hagan realidad danzando muy cerca de ti con esos colores inventados, donde florecen los senti-mientos más auténticos.

Uno de mis anhelos es contarte claramente un día de mi niñez, mi juguete preferido o el momento más azul, claro que si sucede pronto te lo haré saber; mientras tanto algunos destellos ubican ciertos objetos muy particulares en la casa de mi infancia, que no fueron míos pero han formado parte del ayer: una garra disecada de un ti-grillo muy rígida, pero al meter la mano dentro de ella, me sentía de pronto un animal salvaje que corría libremente por el monte; había

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también una butaca de piel de venado que conservaba el pelaje y al sentarme en ella me sentía rodeado de ríos, aves exóticas y casca-das, teniendo como remate un sarakof, sombrero ideal para cazar en la selva; todo esto me convertía en un aventurero descubriendo parajes en el fin del mundo.

Me bastó el tiempo que conviví con dichos objetos para darme cuen-ta de que hay una empatía con ellos, rodeándolos con mis manos o dejándolos pasar como si no los conociera. En mis sueños están presentes, convirtiéndose en aire, arena, humo y nube formando la cabeza de un felino en el cielo.

En el hoy ocupan su lugar cosas diferentes, hechas con manos desconocidas en algún sitio real, con historia y misterio. Creo que todo sucede por algo y tiene su razón de ser; me atrevo a pensar que cada artesanía que forma mi mundo me cuenta una historia diferente, de acuerdo con los años que vamos compartiendo; que la vida inicia con un poco de tierra, agua y mucha luz llegada del universo; va pasando, se transforma y reconozco que hoy no soy el mismo; tampoco el caballito de barro de colores brillantes que siendo joven llegó a mí, cuando en un museo lo desecharon porque se le acabó la vida; se le rompieron las patas y por poco se con-vierte en polvo. Bastó que mis manos lo rescataran, una pequeña maniobra con pegamento y continuó luciendo su piel azul, verde, amarilla, multicolor; trotando en la vida, en la imaginación. Deseo que su fortaleza te inspire para alcanzar tus ideales superando los obstáculos; si tropiezas, levántate; llega sin agotarte, vuela libre con la crin movida por el viento teniendo ante ti el cielo como meta.

El impávido gato pardo de barro de Tonalá nació en un taller arte-sanal, probablemente en diciembre hace muchos años, cuando aún

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no te conocía. Ha presenciado sin mover ni un solo músculo mu-chas decisiones importantes de mi vida, no he sabido si las aprueba o no, pero allí está como una esfinge que el paso de los años lo tiene sin cuidado. Ha presidido agradables reuniones familiares, posadas navideñas, pasteles de cumpleaños, ha ronroneado al escuchar no-tas musicales de boleros que agitan el corazón y voltea ligeramente la cabeza hacia la luna al ver bailar a las parejas de enamorados; muy de vez en vez suspira casi en silencio. En ocasiones entabla conversación con los cientos de libros que lo rodean; sabe de his-toria, de poesía y escucha relatos interminables prestando mucha atención; pero no es capaz de matar a un ratón. Cuando la noche se aparece me gustaría ser gato pardo: impasible, elegante, miste-rioso; midiendo cada paso, inmutable y conciliador con todo lo que se mueve alrededor, asintiendo a cada movimiento de su cuerpo brillante cubierto de manchas azules, agradecido de recibir la luz de luna que lo hace volver la mirada al firmamento.

Quisiera que mi voz te pudiera platicar un relato increíble de la iglesia de colores deslavados; amarillos suaves, sutiles anaranjados que el transcurrir del tiempo los intenta opacar, pero no, no se van a dejar. Ahí están las figuras de las blancas palomas, el peregrino feliz, el devoto campanero, el glorioso ángel, las torres, el campana-rio, las cruces; todo hecho de un barro ingenuo, cercano, creíble. ¿Cuántos años cumplirá? Muchos, todos; ahí ha estado y siempre prevalecerá.

Me recuerda que aunque somos polvo estamos más cerca de lo alto, de la luz, del silencio y de la esperanza; que hay tiempo para cantar y tiempo para callar; que todo es relativo, que hoy me quiero comer al mundo y mañana lloro al escuchar una melodía; que mi cuerpo

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celebra cada año y mi espíritu no conoce edad. Esa pequeña iglesia aunque se rompa, vivirá siempre en mi mente.

Todos los días sale por ahí un brillante sol que inició su fecunda la-bor en Ocumicho, al igual que muchas figuras de formas fantasio-sas, poco comunes. Tiene una cara naranja, dientes agresivos que a nadie asustan, pequeños rayos amarillos con puntas plateadas y lo más llamativo son sus patas azules que sostienen su figura de sol poco temerario. A estas alturas ya perdió unos cuantos rayos, sin embargo no le impide brillar; él sabe que si fue creado para dar luz, pues ilumina; no duda, no se hace bolas. Recuerdo el regreso a casa al atardecer en autobús, con una caja de cartón que contenía apenas la firmeza de la arcilla moldeada.

Despierto sobre una nube vaporosa, brillante y abro mis ojos para contemplar una escena de una pintura de Chagall: la cabeza altiva de un caballo azul, un gato pardo reposando bajo un árbol, al fondo una iglesia en la penumbra, un deslumbrante sol blanco y al centro del cuadro una hermosa y única pareja de enamorados tomados de la mano, flotando, suspendidos por la felicidad; me reconozco ahí con un sencillo traje oscuro mirándote a los ojos, a ti mi encan-tadora y ensoñadora mujer, engalanada con un vaporoso vestido hecho de blancas nubes y muy cerca las gráciles figuras de mis hijas danzando en el aire, agradecidas con los brazos levantados al ritmo de la música envolvente aceptando los instantes de felicidad compartidos.

Los sugeridos movimientos de los personajes dejan ver la armonía creada por los idílicos colores, la luz resplandeciente, la sonrisa en los rostros, las manos abiertas, la aceptación del momento y del hermoso camino disfrutado. Ahí estoy, ahí estás, ahí estamos.

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Levanto la mirada en el preciso instante en que el viento avanza y en un suspiro la nube es tu forma y color, tu aroma y luz, tu alegría y fortaleza; todas las razones que intuía llegarían en algún momen-to inesperado aquí en la tierra, agua y fuego, y por aras del destino, para sorprenderme, bajaron del inmenso cielo. Hoy, la nube que admiré ya tiene tu nombre. Eres tú.

Víctor M. R. Meléndez Aviña nació en la ciudad de Tuxpan, Ver., el 17

de septiembre de 1947; radica en León, Gto., y de ocupación es arquitecto.

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el niño De Doña chataYolanda Medina Haro

-Este niño no se va a ir de tu casa hasta que te embaraces–, dijo doña Chata. –Ponlo en tu recámara–, añadió.

Había llegado ese mismo día, en camión, después de ocho horas de viaje desde Coatzacoalcos a la ciudad de México. Venía con don Chema, como lo hacía siempre, con maletas, bolsas con quesos y carne de Chinameca, tamalitos de huipil para los hijos y nietos. Y, además, con el Niño. Así era ella, bajita, gordita, con profundas oje-ras gracias a su ascendencia libanesa, de ahí lo de Absalón. Quizá de ahí también esa vocación para comprar y vender, para hacer de lo poco mucho. Nada la detuvo, siempre consiguió lo que quiso, lo mismo un refrigerador que tener tres hijos profesionales.

La imagen es grande, casi del tamaño de un bebé recién nacido, vestido con vaporoso ropón, tocado con su tiara hecha de oro y pequeñas piedras semi-preciosas, todo donado por sus seguidores. Los calcetines y zapatitos blancos, siempre nuevos; para rematar, todos los milagros prendidos al ropón con seguritos. Y sentado, con su manita bendiciendo a todo el que se acerca a él. Su ros-tro es candoroso y, dependiendo de las circunstancias –decía doña

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Chata-, está contento o triste. La imagen muestra un buen trabajo artesanal, con colores bien matizados que hacen olvidar su condi-ción de producto hecho de pasta o madera, para iniciar a quien lo mira en la tentación de tratarlo como lo que es –diría doña Chata- el Niño Jesús.

Por supuesto que no puede pasar inadvertido, mucho menos si via-ja en brazos de su dueña, quien lo arropa y cuida más que a don Chema, su esposo y acompañante encargado de cuidar a ambos, de vigilar que nada le pase ni a uno ni a otro. Pero sobre todo, que el Niño llegue ileso a su destino.

Don Chema no era un hombre religioso, pero siempre dejó hacer a doña Chata, y vio con cierta indiferencia el hecho de que un día llegara ella con la imagen que acababa de comprar. Bonita, sí, y un gusto de ella que la mantendría más que ocupada por el resto de su vida. Tendría unos 40 años la mujer, cuando se hizo de la imagen y, de inmediato, comenzó a hablar con ella, lo llamaba “niño”, “mi niño”, “niñito”, y empleaba ese tono chocante melifluo y esas pala-bras que impiden a los pequeños aprender a hablar bien, pero que llevan la intención de apapachar, de consentir, de revelar el enorme amor que se tiene por un bebé.

Con los tres hijos lejos, desde muy jóvenes, el Niño ocupó su lugar. El deseo de superación de doña Chata la llevó a mandar a cada uno de sus hijos a la ciudad de México, contra viento y marea. Sin im-portar el esfuerzo o los retos que esto significaba para una familia de escasos recursos y preparación, ella se afianzó al Niño y venció todos los obstáculos en aras de que sus tres hijos estudiaran una carrera donde había las mejores oportunidades. Trabajó a brazo partido y comprometió a su Niño a ayudarla.

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Lo vistió, lo puso en un altar especialmente elegido para él y … lo compartió. Entonces se comenzó a gestar la historia de doña Chata y el Niño. Sin que pueda uno decir la fecha exacta, llegada la época de Navidad, ella decidió celebrar las nueve posadas en honor a su Niño, porque había comenzado a hacer favores a otros. Las coma-dres de doña Chata –que llegaron a ser muchas- se encargaron de empezar a difundir que el Niño hacía milagros y la casa de don Chema y doña Chata de pronto se llenó de gente que iba a pedirlo prestado, para llevárselo y rogarle que le concediera un favor. Ella siempre accedía a que se fuera y lo único que pedía era que, si el Niño hacía el milagro solicitado, le regalaran su ropón para la fiesta de Navidad.

Las idas y venidas de la imagen se multiplicaron. La fama del Niño iba en aumento, el ropón se vencía con el peso de los milagros que le colgaban; y él sonreía y continuaba bendiciendo a todos, desde su silla.

Las fiestas de diciembre fueron cambiando de apariencia. La cele-bración familiar dejó paso a los fieles seguidores del Niño, quienes querían agradecerle sus favores, de modo que a lo largo de los nueve días de posadas, hubo fiesta durante más de veinticinco años: pri-mero, el rezo del rosario, dirigido por doña Chata. Niños y adultos tenían que hacerlo con devoción y cantos, muchos cantos. Una vez terminado el rosario, a quebrar las piñatas. Varias, porque la asis-tencia era numerosa; dicen que llegó a haber trescientas personas en el patio de Doña Chata y todas comieron y bebieron, porque los asistentes llegaban precedidos por sus donativos en especie: sánd-wiches, refrescos, dulces, piñatas, música… Y en medio de todo y todos, desde su silla, rodeado de flores y veladoras, el Niño con su fiel servidora.

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Aún puedo oír las órdenes dadas por dona Chata a doña Florinda o a Rebeca, indicándoles cómo continuar con el programa del día. Y todos obedientes, agradecidos, formando parte de esa comuni-dad que ella fue gestando con su amor por el Niño y por cada uno de sus semejantes, sin importar su condición, porque para ella no hubo barreras de ninguna índole, ni económicas, ni sociales, ni de educación. Ella era quien era y había asumido su misión con irrefrenable deseo de cumplirla: extender la fe por el Niño. Su casa se volvió una casa de puertas abiertas.

Y el 24 de diciembre, hasta las monjas cercanas al Obispo asistían a la celebración, la engalanaban como dignas representantes de la iglesia. Se acercaban también a la imagen y la alababan. Esos días, doña Chata la limpiaba y vigilaba que nada le faltara, pues los asistentes no se conformaban con verla, sino con tocarla, besarla, estar lo más próximos a ella.

Don Chema, para entonces, ya era un fidelísimo seguidor del Niño. También hablaba de él con devoción y respeto, y con un dejo de presunción al considerar que les pertenecía. Para doña Chata, en cambio, era una mezcla de amor materno y servicio. El Niño había elegido su casa para estar ahí y ella hacía más que lo necesario por tenerlo contento. Pronto el resto de la familia, hijos, nueras, yerno, nietos supieron del Niño y fueron iniciados en su culto. Una y otra vez, doña Chata les refería los nuevos milagros, les describía las fiestas del 24 de diciembre y del 2 de febrero, si ellos no habían po-dido asistir. Se le llenaba la boca de orgullo porque su Niño era un trabajador infatigable que estaba resolviendo asuntos imposibles para la capacidad humana pero no para él. A su alrededor se fue tejiendo una red cada vez más sólida y extensa en torno a la devo-ción a esa imagen. Y todos, propios y extraños, hablaban de ella, de

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cómo había trascendido los límites de la casa de doña Chata y del mismo Coatzacoalcos, para empezar a visitar otros poblados, como Minatitlán o la ciudad de México, por ejemplo. Ya era un asunto de muchos, de todos aquellos a los que la bondad de doña Chata alcanzaba al compartir su Niño con ellos.

Si hubiera habido algún indicio de escepticismo de mi parte, o un juicio que desacreditara lo que se decía del Niño de doña Chata, estos fueron anulados un mes después de que la imagen llegó a mi casa. Habían pasado cuatro años, de los cuales dos de ellos había intentado embarazarme por segunda ocasión, por todos los medios que la medicina pudo proporcionar, sin éxito. Mi ginecólogo me re-comendó no volver a su consultorio hasta que de manera natural y espontánea ocurriera, porque no había nada que me lo impidiera. Entonces llegó doña Chata con su Niño y sentenció: “este Niño no se va a ir de aquí hasta que te embaraces”. Treinta días después aproximadamente comprobé que iba a tener otro hijo.

Cuánto se habló en el círculo de doña Chata de este último milagro: la venida de un nuevo nieto, el que se estaba negando. Todas las comadres lo supieron y todas lo repitieron una y otra vez, como habían venido repitiendo los otros, los propios y los ajenos, y en-grandeciendo con ello la fama del Niño de doña Chata.

Por supuesto, el año del nacimiento de Rodrigo, nosotros le lleva-mos su ropón, lo estrenó el día 24 de diciembre, rezamos, lo arru-llamos, cantamos la posada, y compartimos el protagonismo de ese día, llevando en brazos a nuestro segundo hijo. Habían pasado más de 25 años y la imagen seguía con la misma frescura con la que llegó a la casa de doña Chata. Ni un solo reto-

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que, ni una sola ajadura. Su fama ya había entrado a la casa del Obispo, quien mandó llamar a esta mujer ya anciana y le ordenó que le entregara la imagen, la cual en adelante estaría en la capilla de la casa obispal y, solamente mediante permiso de él, se podría tener acceso para visitar al Niño que, desde ese momento, dejaría la casa de don Chema y doña Chata. Dejaría el barrio que lo vio llegar y al que pertenecía. Dejaría sin fiestas a sus seguidores, sin rezos, sin júbilo por el último milagro realizado. ¿Cómo podía es-tar sucediendo esto? ¿Cómo despojar a doña Chata de su Niño? ¿Qué se creía el Obispo? La opinión general se dejó oír: ese Niño le pertenecía, les pertenecía. Pero la palabra del Obispo tuvo más peso y ella, con dolor y humildad, arregló a su Niño y, acompañada por don Chema, llegó a la casa del Obispo donde la recibió una de esas religiosas que también había asistido a la celebración del 24 de diciembre y tomó la imagen para depositarla en su nuevo altar.

Ahí se quedó el Niño -¿con su carita triste o contenta?- mientras doña Chata lloraba su ausencia. Aun cuando la obediencia preva-leció, su corazón estaba desgarrado. Había consagrado más de 30 años a la imagen, había difundido su fe, había invertido sus ener-gías y sus recursos en loarla y, de pronto, sin previo aviso, la había ido a depositar bajo un techo diferente, donde quién sabía si se iba a sentir bien. ¿Cuándo lo volvería a ver? ¿Qué sería de los necesitados de ella? Después de la partida de sus tres hijos, también se iba este Niño que había llegado por su propio gusto, había elegido la casa de Doña Chata como centro de sus operaciones, la había convertido en su apóstol.

Necesitó pasar mucho tiempo antes que doña Chata experimentara consuelo, aun con las palabras de alivio que todo el mundo le re-galaba. Sin embargo, ella tenía el permiso del Obispo para visitar a

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su Niño. Y así lo hizo, siguió llevándole flores, siguió cantándole y rezando. Siguió intercediendo por quienes lo necesitaban y siguió colgándole los milagros que le enviaba la gente. Porque el Niño –di-cen– siguió trabajando, nada más cambió de lugar.

A partir de entonces, en lugar de la posada, cada 24 de diciembre, doña Chata se acicalaba, preparaba su estuche con aceite para bebé, perfume y una franelita. Tomaba el nuevo ropón y se iba a pie al mercado. Allí compraba los calcetines para el Niño, no permitía que nadie se los regalara. Con todo listo, se iba a casa del Obispo, donde ya la esperaban. Tocaba el timbre, entraba y subía directo a la capilla de la casa e iniciaba el rito: primero a quitar la tiara para que no se fuera a lastimar. Enseguida a quitar del ropón cada uno de los milagros, que siguen siendo muchos. Después, a desvestir al Niño, y dejarlo en pañal. Con un algodoncito mojado en aceite, hablándole y cantándole, doña Chata lo limpiaba cuidadosamente. Seguía empleando ese lenguaje mocho para dirigirse al Niño. Le quitaba los zapatitos y los calcetines. Luego, a vestirlo con el ropón nuevo, el enviado por algún creyente agradecido, a ajustárselo con hilo y aguja; a ponerle los nuevos calcetines y zapatos, y finalmen-te, su tiara. “Ahora sí, cachito mío, a sentarte en tu silla” –le decía maternalmente.

Teniéndolo en sus brazos, doña Chata reza y canta, sigue enve-jeciendo, está próxima a los 90 años. Nunca deja de ir a visitar al Niño y a supervisar que esté bien, a llevarle flores y encargos, exvotos y juguetes como obsequio. Pero doña Chata, enferma, está hospitalizada y quiere ver a su Niño. El Obispo accede a que se lo lleven, inclusive a la funeraria, donde nuevamente preside a los asistentes al velorio. Todos están allí para despedir a doña Chata y para alegrarse por el reencuentro con el Niño.

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En el sermón de la misa de cuerpo presente de doña Chata, el sa-cerdote se refiere a ella como una incansable apóstol de la fe. Y cada uno de los presentes, que son muchos, saben y dicen que la heren-cia de doña Chata fue la devoción a la imagen del Niño. Si quieren comprobarlo, cuando vayan a Coatzacoalcos, vayan a la casa del Obispo y pidan permiso para ver al Niño, él les dirá que todo esto es verdad.

Yolanda Medina Haro nació en México, D. F., el 6 de enero de 1950; ac-

tualmente radica en Huixquilucan, Estado de México, y se desempeña

como profesora de asignatura en la Universidad Iberoamericana, Ciudad

de México.

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aMar al seMeJanteJorge Balmori Súchil

Martha Elsa Durazzo Magaña

Nadie ama más, que aquel que da la vida por otro.

Cita bíblica.

Tras la jornada laboral Jorge, al llegar a casa, se da un regaderazo, toma el traje de baño, una toalla, se pone unas bermudas, cierra la puerta y se dirige a Villa del Mar, la popular playa de Veracruz puerto.

Cálida tarde de un verano tropical; la gigantesca esfera de fuego, el Sol, desciende y al hacerlo va tamizando de colores la bóveda celes-te… Se detiene unos momentos a contemplar el panorama impreg-nado con la algarabía de las gaviotas, los pescadores que retornan a sus hogares, la Isla de Sacrificios y escucha el rumor del oleaje.

Expande los pulmones para aspirar mejor el aire yodatado, siente la caliente arena en sus pies y acomoda la toalla para iniciar sus ejercicios de yoga. El zenit se acerca, baja la temperatura y una suave brisa mitiga el calor.

Se sienta y mira la barcaza… -¿Vendrá Joaquín?-, se cuestiona.

-Jorge, tú nadas bien en alberca, pero desconoces los secretos del buen nadador marino; he visto cómo nadas… Te enseñaré, si quie-

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res, de qué manera se cortan las olas, a enfrentar un calambre mar adentro, cómo hay que sumergirse y salir frente a ciertos eventos, y que vuelvas, a tu favor, las corrientes marinas. Jorge, quien incluso era buzo, se le queda mirando y contesta:

-Enséñame, nadas bien.

Muchas tardes -ambos estudiaban y trabajaban de manera simul-tánea-, se reunían en la playa; así inició su amistad, de manera circunstancial.

Primero comenzó a explicarle verbalmente… después iban introdu-ciéndose en las tibias aguas del Golfo de México; cada día era una lección que mejoraba sus aptitudes, hasta que Joaquín consideró había aprendido todo lo que podía enseñarle.

Jorge voltea a ver la carátula del reloj -algo impidió que llegara mi amigo-, concluye-, se lo quita, guardándolo en un bolsillo de la ber-muda, junto a su billetera y va rumbo al mar.

Atisba hacia el barcón que es su meta… Al llegarle el agua a la cintura, da las primeras brazadas.

En el lanchón algunos están tirándose clavados, otros charlan en-tre sí; un hombre alto y corpulento es el único que está de espaldas a ellos; él platica con algunos habituales nadadores… Transcurre, amable, el tiempo para quienes aman la mar y se ejercitan… Dos o tres se despiden, igual que hace el clavadista. Jorge observa que quien les daba la espalda los mira detenidamente, después se vuel-

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ve hacia el firmamento y más tarde viene a sentarse junto a él, que está a punto de emprender el retorno a la playa.

-Oiga, usted ya está por irse, ¿verdad?–, le interroga.

-Sí–, él responde.

-¿Por qué no se queda más?

Llama su atención aquel interés por saber y guarda silencio.

-Bueno, le preguntaba porque quiero quedarme más tiempo. ¡Vámonos juntos!

Jorge lo ve fijamente y afirma:

-Ya me voy, es hora de que regrese.

-Mire, es que no sé nadar.

-Sin saber, ¿cómo llegó hasta la barcaza?

-Nadando “de perrito”.

-Oiga, es más de un kilómetro de distancia a nado,¿está hablando en serio?

-Sí y quiero quedarme.

-Pues con su permiso, es mi hora de volver.

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-Vámonos juntos.

Jorge se endereza y le comenta:

-Puede arreciar el aire, es mejor irse, vea que la mayoría está em-prendiendo el retorno; me voy.

El sol cubre el cuerpo de Jorge, cuando se lanza al mar.

II

-¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Me ahogo!–, alguien exclama.

Jorge oye, cesa de bracear, flota, busca el lugar de donde proviene el llamado de auxilio y advierte la dantesca escena de un hombre que logra emerger unos instantes y está en riesgo de ser tragado por el mar; alcanza a distinguir el rostro, pese a que están bastante retirados.

Él respira profundo, rítmicamente y valora el riesgo. Había platica-do con quien solicita auxilio; el individuo de elevada estatura.

-Puede arrastrarme, en su desesperación–, reflexiona.

-¡Ayúdenme!–, clama quien está ahogándose, moviendo los bra-zos cual hojas de palmeras agitadas por el viento del Norte, con-siguiendo atraer la atención de quienes desde la playa observan expectantes y la de otros nadadores que pasan cerca y lo ven, sin aproximarse.

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Jorge tiene una estatura mediana; analiza en instantes las formas de poder salvarlo.

-En el nombre de Dios–, pronuncia, y toma una gran bocanada de aire… El sol baña sus brazos, a los cuales imprime la mayor fuerza posible, para incrementar su velocidad; al aproximarse con voz firme indica:

-¡Tranquilo, vengo a auxiliarte; te colocaré en horizontal e iré im-pulsándote del pecho!-. Aquel hombre lo primero que hace es cap-turarle un brazo, jalándolo hacia sí y al fondo del Golfo. Se establece una batalla entre ambos: ahora uno u otro sale a flote. Jorge puede apartárselo, emerge, aspira y lo último que ven, quienes testimo-nian, son las fuertes piernas y los pies que siguen al vigoroso im-pulso que toma, para regresar a cumplir su propósito. Adentro de las aguas se le acerca por la espalda, lo jala de los cabellos y lo arrastra hacia arriba, empujándolo a la playa, al mismo tiempo.

-¡No me abandone!–, suplica el otro, a la vez que trata de agarrarle la cabeza, como si de un tronco se tratara, cuando Jorge sale a respirar.

-Si me alcanza, nos ahogamos los dos–, piensa y boquea para ob-tener la máxima cantidad de oxígeno; buceando lo lanza desde los glúteos.

Cada vez que durante aquel proceso de salvamento emerge para saturarse de aire, aquel hombre vuelve a intentar agarrarlo.

-¡Contrólate y deja de voltear mar adentro, tragas más agua por el oleaje! ¡Ve hacia la orilla! ¡Respira por la nariz y nada “de perrito”!–,

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alcanza a decirle, antes de continuar aquella lucha por salvar una vida.

Sintiendo el natural resultado del esfuerzo, eleva la mirada al cielo.

-¡Papá! ¡Papá! ¡No te ahogues, papá! ¡Ayuden a mi papá! ¡Mamá, mi papito! ¡Papito, ya mero llegas!–, se alcanzan a oír las expresiones de unos niños.

Él cobra fuerzas, reza; el otro, al oír el llamado de sus hijos, inicia a nadar, por trechos, “de perrito”.

Cambia la dirección e intensidad del viento; el mar se encrespa, pero con la disposición de quien empezó a ayudarse, le empuja cor-tando las olas y apoyándose con la poderosa corriente.

Los niños corren hacia donde salen, abrazan a su padre, lloran y ríen al mismo tiempo; Jorge les pide que se aparten un poco; voltea al desmorecido semejante de espaldas, para hacerle arrojar el agua que tragó. Comprueba que la respiración y el color se han normalizado.

Dirige su vista al infinito azul, agradece a Dios: están vivos.

-Señor, muchas gracias, me salvó; vuelvo a nacer, gracias!-, son las primeras palabras que pronuncia el semejante, envuelto en los abrazos de sus hijos y la esposa.

Jorge lo mira y pronuncia:

-Evita las profundidades, hasta que sepas nadar.

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-¡Señor, gracias, muchas gracias!

Después de unos minutos se pone sus bermudas y el reloj, recoge la toalla y se encamina a su casa.

Jorge Balmori Súchil nació en el puerto de Veracruz, Ver., el 24 de

marzo de 1947; radica actualmente en Medellín, Ver., es jubilado.

Martha Elsa Durazzo Magaña nació en Acapulco de Juárez, Gro., el 2 de

abril de 1956, vive en Medellín, Ver., es escritora, presidenta de Escritores

Veracruzanos A.C y de La Casa del Poeta Peruano en Veracruz, además de

promotora y periodista cultural.

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una faMilia ante la aDversiDaDLourdes de Luz

Escuché mi nombre. La hija que iba conmigo, Katy, me acompa-ñó hasta el mostrador. Una señorita de blanco me estiró un so-bre, blanco también. Ahí adentro estaba mi destino. Abrí la misiva como si estuviera dirigida a mí, consciente de que no lo estaba. Percibí que los latidos cardiacos se detenían por un momento, respiré y leí despacio: “Resultados del análisis de biopsia de piel: Melanocarcinoma, Clark 2”. La tierra se estremeció y yo caí en un profundo vacío a silbante velocidad, no perceptible con los sentidos, despersonalizante y fuera de toda experiencia.

Cerré el pliego de mi sentencia y mi acompañante lo tomó para leerlo, al principio intenté quitárselo; no era cierto, por supuesto que era una equivocación, un sueño inconcluso, quizá mal transcrito, sobre todo, no era para ella.-Lucharemos, saldremos adelante-, enunció con su voz adolescen-te. -Verás que todo pasará.

Cuando llegamos a casa, encontré a mis otras dos pequeñas y caí en la cuenta que actuaba como si todo fuera una película, ni ellas ni yo éramos nosotras, la realidad no existía. Katy, la mayor se

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había enterado, Laura y Marianita aún no. Dispuse la merienda y reflexioné en la mejor manera de comunicarles… ¿qué? Mi cabeza giraba en círculos desordenados y requería paz para estructurar lo que la noche anterior había pensado pero que ahora, ante la objeti-vidad de los hechos, no me cuadraba, requería primero entenderlo yo.

Sin decir nada, Katy se retiró a su recámara, expresó que tenía tarea. Las niñas hicieron su rutina y se metieron en las camitas. Las acurruqué y me tragué las lágrimas antes de darles un beso a cada una, al cabo de un lapso estaban dormidas.

Hablé con mi médico. Me citó para el día siguiente en su consulto-rio, programaríamos pronto la operación. El costo era elevado y no había dinero.

Para clarificarme, recurrí a mi técnica periodística, definir primero qué está pasando. Por cruda que fuera la realidad, había que admi-tirlo: “Yo tenía cáncer…y de los más feroces”.

Lloré, lloré a mares, lo necesitaba. No era una autoconmisceración, fue el estallido de tanto miedo contenido, esa presencia que me anunciaba el momento supremo y el futuro de ms hijas en la nada. Ahogué un grito en mi garganta al recordar que ahora dormían, para estar mañana listas, a la hora de la escuela.

El pensamiento de que dos o más personas que se aman forman una familia, sin necesidad de formas ancestrales, me había sosteni-do estos últimos años, pero ahora parecía diluirse al contemplar a las niñas creciendo separadas, educadas en diferentes casas. Lloré, otra vez, lloré y seguí llorando toda la noche. No tenía dinero para

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la operación. La tarjeta estaba al tope y nadie podía prestarme, ya debía a varias personas. Confieso que hubo grandes momentos de oración y otros más de rebeldía e incredulidad, también de soledad.

Cuando empezó a clarear el alba, tuve sueño, estaba exhausta, pero había que llevar a las niñas a la escuela y yo irme a trabajar.

Esa mañana, ya en el trabajo, mi actitud de autómata fue cam-biando. De pronto me encontré recordando a mi abuela, quien con dulce voz, como cuando era niña, me invitó a orar. Ninguna oración venía a mi mente pero sí, esa presencia de amor que se siente cuan-do alguien que nos ama, está a nuestro lado. También llegaron a mi memoria, mi padre, mi madre y tantos seres queridos que ya habían partido. Volví a orar, sin palabras. Yo no sabía qué hacer, alguien tenía que ayudarme y sus presencias no me abandonaron. Reflexioné, cómo lo que se ha vivido y compartido en familia, no se puede olvidar.

Busqué a mis hermanos, quienes estaban en una ciudad lejana y a mis amigos, todos apesadumbrados me dieron palabras de aliento, pero el futuro me abrió su boca negra de incertidumbre. No conse-guí que alguien me prestara, algo para la operación, creo que no fui muy clara, quizá debí haberlo planteado diferente.

A la hora de la comida, antes de ver al médico, hablé con mis hijas pequeñas y les expresé que debían operarme, pero que pronto esta-ría otra vez con ellas. No me dolía nada, pero percibí como miles de culebras eléctricas correr por mi cuerpo.

Esta experiencia la tengo tan vívida que parece que la estoy vivien-do otra vez. Voy al Seguro Social, planteo mi situación; el médico

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familiar está de acuerdo en que la operación debe ser ya, sin em-bargo, tendré que pasar primero con el médico especialista, espero mientras ellos dialogan un rato… Tratarían de agilizar el trámite pero aun así no habrá quirófano ni cama sino hasta dentro de mes y medio.

En el consultorio del oncólogo, él mueve la cabeza, no hay tiempo que perder. Me ayuda, no cobrará honorarios, mas de todo lo de-más , es una cantidad altísima. Otra vez siento corrientes eléctricas que atrapan mis nervios.

Ya en casa, trato de que las niñas no se angustien, hacen la tarea y juegan. Mientras yo, en mi recámara, sentada pienso. Katy en-tra callada, despacito. Me mira con sus enormes ojos color laguna. Intento sonreírle, ella se acerca y estirando el brazo me da un papel. Es un cheque. ¿Qué pasó?, ¿qué hizo?

-Mamá, la última vez que vi a mi papá, me depositó en el banco el dinero para pagar de contado todo mi semestre, porque yo tenía miedo de quedarme a la mitad sin poder cubrir las mensualidades-, intento detenerla, que no siga hablando-, ella me señala con su índice que calle y escuche. -Aquí está lo que necesitamos para tu operación. Por favor, por mí, úsalo.

Estoy consternada, no puedo detener el llanto de amor, agradeci-miento, preocupación, admiración. Entre sollozos que trato de aca-llar puedo articular unas palabras.

-Tu escuela hija, qué vamos a hacer.

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-Lo primero es lo primero. Hace tiempo que quiero entrar a trabajar y a eso voy a echarle las ganas. Para la vida, también eso tengo que aprender ¿no crees?

El día de la intervención, una querida amiga cuidó de mis chiqui-tas, pero Katy estaba ahí conmigo, fuerte y lista, como un general antes de la batalla. Me dio un gran apoyo y muchísima ternura, la pequeña mujer que a sus breves años enfrentara al dolor de esa manera.

Por la noche, después de la cirugía, ya en mi cama de hospital, sin que nadie me oyera, grité a Dios internamente: ¡No quiero morirme!

Claro que no escuché ninguna voz ni se abrieron los cielos, tampo-co retumbó la tierra pero sentí con transparencia algo como una pregunta:

-¿Entonces, qué quieres?

-Vivir, obviamente, vivir. Soy joven, Tengo una familia hermosa, amo a mis hijas y ellas me necesitan. Además tengo muchos pro-yectos que realizar, me encanta mi trabajo. ¡Quiero vivir!

-¿Qué estás haciendo en este momento?-, continuó el extraño diá-logo.

-Respirar, ver, escuchar, sentir, pensar, amar, sobre todo amar-. Era realmente mi amor por las niñas, lo que más me importaba. Por supuesto que en ese tiempo estaba percibiéndolo.

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-Eso es vivir-, notas intangibles llegaron a mi alma entre la pe-numbra del sanatorio-. Tu deseo, en este preciso instante, se está cumpliendo. Quieres vivir y ahora mismo estás viviendo. La vida es una continuidad de fragmentos de tiempo. Aprovecha el instante.

Sentí que era algo precioso lo que en ese momento se me estaba re-velando. Yo no era dueña del futuro pero sí del presente, del valioso instante, ráfaga de luz en el misterio de la vida. Estoy viva.

Cuando Katy entró en la habitación, encontró a una mamá diferen-te. Le hablé de la maravilla del minuto vivido a plenitud, de lo que significa hoy estar vivo. Nos abrazamos y convenimos en no angus-tiarnos más, usar cada segundo para construir lo que queremos, gozar de quienes amamos y ser conscientes de que éste y no otro es el tiempo de la vida.

Sané, La amenaza huyó, hace mucho tiempo que ya no tengo cán-cer.

Desde ese día, las tres niñas, yo, mis amigos y todos los que ama-mos hemos trabajado, sonreído, cantado y construido. De pronto, pasaron veinte años que vivimos esta historia. Ellas, ahora muje-res, edifican sus vidas.

Mi familia ha crecido, actualmente tengo yernos y adorados nietos. Los mismos médicos se alegran hoy de verme. Yo soy una mujer feliz, he pasado por otros problemas, tenido que enfrentar nuevos retos y salir adelante, pero cómo olvidar que estoy viva. No soy rica, pero me basta con poseer solamente este segundo.

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María de Lourdes Prado Núñez (Lourdes de Luz) nació en la Ciudad de

México D. F., el 8 de noviembre de 1945. Radica en León Gto., y se dedi-

ca desde hace 50 años a ser maestra; actualmente coordina talleres de

Creación Literaria y Lectura.

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laberintoMaría de la Inmaculada Concepción Ayala Medina Mora

Amigos y amigas:

Para iniciar, comentaré que desde la adolescencia he tenido bue-nos amigos y buenas amigas, antes de esa edad mis amigas to-das eran mujeres ¿Vaya usted a saber por qué? Quizá porque iba a una escuela de monjas y las alumnas éramos solamente mujeres, o porque a niñas y niños nos estaban asignados intereses y juegos diferentes... En cambio, mis hijos, dos varones, que fueron a cole-gios mixtos tuvieron amigas desde chicos. Cuando el mayor quiso invitar a una amiguita a comer a la casa, estaría en los primeros años de primaria, yo le hablé a su mamá, a quien conocía, tal como lo hacía con las mamás de los amigos varones que solían venir a la casa, para invitar a la chica; pero no le dieron permiso –bueno, seguro me inventó algún pretexto-, pero la negativa fue rotunda. Unos años después, mi hijo menor me pidió invitar a comer a una compañerita, le hablé a su mamá, a quien también conocía, en esta ocasión la niña sí fue a la casa, comieron, jugaron toda la tarde y se divirtieron de lo lindo. Diferentes modos de pensar y de ver la vida. En fin, vayamos a mis amigos y amigas.

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Alrededor de 1977 (cito la fecha para ubicar la ausencia de com-putadoras, internet, fax, facebook y demás tecnologías y redes de comunicación con las que hoy contamos) mis mejores amigos (va-rones) eran: René, Pablo y Benjamín. Con René -como vivía en otra ciudad- me comunicaba por carta, ambos nos escribíamos, prácti-camente diario y enviábamos la correspondencia por el servicio de postal de México, con timbre de correo aéreo para que llegara más pronto, hablábamos también por teléfono pero no diario pues la larga distancia era carísima. Con él me casé dos años más tarde.

Pablo, Benjamín y yo andábamos juntos para todos lados, íbamos al cine a Guanajuato, comíamos o cenábamos los tres en la casa de cualquiera de nosotros. Cuando René venía a León, paseábamos los cuatro. Benjamín hizo un viaje y nos mandó por correo una carta, mejor dicho una “circular” por demás ingeniosa y divertida, escrita a mano y así en forma circular, en una hoja perfectamente bien recortada, iniciando el texto en lo que se supondría la orilla izquierda de la hoja, y terminando en el centro. ¡Cómo nos reímos al leerla!

Circular

Treinta y tantos años después, en una situación adversa, se me ocurre que los pensamientos que acuden a mi cabeza he de escri-birlos. Ideas, imágenes, frases inconexas se repiten en mi mente en forma de espiral, con algunas variantes, pero de manera intermi-nable. Pienso en la circular, pues el escrito tendrá que ceñirse al tamaño de la hoja y este elemento aporta una apariencia de límite a lo que en este momento yo no puedo ponérselo.

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Cierro los ojos y veo el perfil de un amigo, luego aparece como ima-gen acústica el nombre de una amiga. Alguien toca la puerta o simplemente entra a la habitación: la enfermera, el camillero, una persona que me pregunta si he hecho los ejercicios de respiración, una visita… una persona habla con voz disonante, un sonido -aunque intermitente- no deja de escucharse, lo interpreto como el timbre con que los pacientes llaman a la enfermera. Ni acostada ni sentada encuentro descanso. Tengo que caminar para recuperar-me más pronto. “Tienes que comer”, “échale galleta”, “¿de veras no quieres nada?”

Camino en el pasillo del hospital, me lleva del brazo mi hijo mayor, Rodrigo, que me alienta, yo acelero el paso con la intención de que el dolor termine. Me doy cuenta de que estoy sumida en una expe-riencia de dolor físico que me rebasa, también se me ha instalado un dolor en el alma desconocido para mi hasta ahora, al menos así lo siento.

Regreso, -“siéntate en el reposet-”, el perfil de mi amigo, la voz diso-nante, la puerta que se abre; es la enfermera con la inyección del analgésico, pasa un tiempo que me parece eterno, pienso que ese dolor no acabará, contrario a esto poco a poco el dolor cede confor-me percibo una molestia en el dedo meñique del pie derecho, es una molestia suficiente para mantenerme en esa vuelta interminable de pensamientos.

No puedo desconectarme, una imagen se impone, es una super-posición de pinturas de Frida Kahlo, de sus autorretratos. Aparece la idea de ser extranjero, extranjera. Me mantengo conectada me-

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diante cables y electrodos que salen de una máquina que no veo, a través de venas que parecen ramas de árboles que salen de mis brazos. Y el timbre no deja de sonar.

Si tan solo pudiera quitarme la molestia del pie, pero no tengo fuer-za para alcanzarlo. Es un pellejito que se ha hecho duro y que nece-sito cortar. Pienso entonces en el cepillito para uñas de los pies que dejé de usar hace más o menos un mes por temor a que se hicieran más grandes las lesiones cuticulares provocadas por la dermatio-miositis. ¡Tan bien que estaban mis pies, sin uñas enterradas, ni pellejitos! ¡Qué importante es el cepillito!

Alguien entra, quizá pueda pedirle que me quite el pellejito pero no articulo palabra, vienen a recoger la basura, entra también una señora que ofrece amablemente café a las visitas. Entonces pienso: “esto se acabará si la próxima persona que entre es Nacho”.

Nacho es mi hijo menor, vive en otro país. Estuvo aquí unos días, como del segundo al quinto después de la operación. Me acuerdo de ratos que pasó conmigo, también de que cuando se despidió se le vidriaron los ojos. Nuevamente la idea de extranjero. El perfil de mi amigo, el nombre de mi amiga, échale galleta, tienes que caminar para ponerte fuerte…

Fallaste corazón

A mi papá le gustaba cantar y cantaba bien. Mi papá y mi mamá solían reunirse con un grupo de parejas, algunas personas del gru-po tocaban la guitarra, entre ellas mi mamá; en las canciones que así lo ameritaban unos hacían la primera voz y otros la segunda,

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cantaban boleros y canciones rancheras: “Cucurrucucu Paloma”, “Si nos dejan”, “Un mundo raro”, “Y”…

Mi papá no sólo cantaba en esas reuniones, era un cantante con-sagrado de la regadera, del coche y de toda hora. Hacía las dos voces, dándole entrada a la segunda anunciándola: -“entons entra Nacho”- (un compadre que seguro cantaba en un tono diferente al de mi papá).

“Y tú que te creías el rey de todo el mundo y tú que nunca fuiste capaz de perdonar y cruel y despiadado de todos te reías, hoy implo-ras cariño, aunque sea por piedad –‘entons entra Nacho’- a dónde está el orgullo, a dónde está el coraje porque hoy que estás vencido mendigas caridad….”.

Así me vivo en este momento, con el corazón vencido, mendigando caridad. Me acuerdo de una canción de Cri Cri que dice: –Escondida tras los rincones, temerosa que alguien la vea, platicaba con los ratones la pobre muñeca fea…- Lloro escondida, me siento fea y esta experiencia interminable es horrible. ¿Qué o quién podrá sal-varme? La frase -“entons entra Nacho”- se suma a las anteriores: la voz disonante, el nombre de mi amiga, ser extranjera, “no has ca-minado”, tocan, entran sin tocar y Nacho no llega [ni podría haber llegado en ese momento]…

Palo dado ni Dios lo quita

Dichos, éste se lo escuché a Juan Gabriel en una canción; me viene también a la mente uno que repetía mi amigo Filiberto: “No chin-guen al perro cuando está amarrado”.

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Hace nueve años me enfermé de cáncer, yo siempre había sido muy sana, ni al dentista tenía que ir, a los 53 años había sido internada en el hospital sólo cuando nacieron mis hijos, nunca se me ha roto un hueso (el verbo en tiempo presente). No sé si estos antecedentes de salud y el estar orgullosa de los mismos me llevaban a repetir, cada vez que platicaba con alguien con respecto al padecimiento de cáncer: “No es como si nada” o “no te creas que es como si nada”. Algo había trastocado la perspectiva de mí misma. La conciencia de vulnerabilidad en su máxima expresión se apoderó de mí. Ese cambio me marcó un rumbo diferente; sin embargo, lo más amargo fue cediendo y desde hacía un tiempo el “no es como si nada” ya no lo vivía así. Dije vivía, en el tiempo correcto del verbo, pues esa experiencia se ha vuelto a instalar en mi persona, por eso me viene bien la frase: “palo dado ni Dios lo quita”.

¿Qué hago con este malestar? Me preguntaba ayer, después de cin-co horas de vómito y 8 de náuseas. A punto de soltar el llanto me repetía una frase materna: “con llorar no arreglas nada”. Además, a veces hay quien me regaña por llorar y quedo doblemente herida, pues además del cuerpo me duele el alma, aunque ciertamente este dolor es también una sensación corporal.

Hace tres meses y medio ingresé al hospital un miércoles, espe-rando presentarme a trabajar el lunes siguiente. Desde entonces y hasta para dentro de dos semanas tengo incapacidad del IMSS, lo que quiere decir que no he podido restablecerme. Han pasado nueve años desde el primer cáncer, siete desde el segundo, cinco y medio desde que terminó el largo tratamiento de éste. En la última visita al doctor para mi revisión periódica, por primera vez me citó para dentro de un año… ¡y ahora esto!

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¿En casa?

Por fin, aunque el regreso en la ambulancia fue de infierno, ya estoy aquí. Traigo un cargamento de medicinas, no exagero si digo que son como diecisiete diferentes que René acomoda en el comedor y elabora una lista con horario para registrar cuál me toca tomar. Va y viene del comedor a mi recámara diciendo en voz alta el nombre de la medicina indicada, como gritando las cartas de una lotería:

-El fluorinef, la ferranina, el imuran, el flagil, el corpotasin, la neo-melubrina, el meticorten, el nexium, la macrodantina…

Camino de un lado a otro, no me acuerdo qué es lo qué iba a hacer o a dónde iba a ir. Me sirve por lo menos para moverme. Al pasar por la cocina oigo que dicen:

-Señora que pena me da su caso-, me parece que conozco a la per-sona que habla pero no sé quién es. Tampoco sé si estoy soñando o lo estoy viviendo. Veo una especie de pequeños insectos negros, del tamaño de un punto · en las sábanas de la cama, que además las percibo acartonadas al igual que mi ropa; siento un entumeci-miento de brazos y tórax –¿qué es esto?-, un calambre en la pier-na derecha me desconcierta aun más; me asaltan sentimientos de culpa, me acuso de ser discriminadora e hipócrita; sobre los ojos de mi papá, en la foto que está en la cómoda, se ven dos círculos superpuestos, me atemoriza esta imagen. Digo en voz alta –“ya no”-. La enfermera dice:

–Usted es una persona muy importante-. Pregunto: –¿quién soy?-, responde:

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–Una señora de 63 años que ayuda a muchas personas-. Me oigo repetir: “dice que tengo 63 años y que ayudo a muchas personas”. Una de mis hermanas entra al cuarto, la puerta ha estado cerrada, algo dice y me da un cheque, yo pienso que soy una viejita, tipo mi abuela materna -hasta me veo vestida de negro- que apoya econó-micamente a personas que lo necesitan; cuando suene el siguien-te timbre me van a desconectar, ya va a dar la hora… La voz de Rodrigo que anuncia que se va a trabajar y su beso de despedida me permite ubicarme. Distingo que los círculos sobre los ojos de mi papá son dos medallitas que están colgadas sobre el marco, éstas las trajo mi hermana, las acomodo de diferente manera.

Hijos y marido

Desayunaba con mis hermanas y una amiga, comentábamos sobre la salud de una conocida, lo mal que la pasaba, cómo los medica-mentos le provocaban una especie de letargo y lo mal atendida que estaba. La amiga dijo: “tiene tres hijos”, inmediatamente yo hablé para decir:

-Yo tengo dos hijos varones y tanto ellos como mi marido me han cuidado y atendido, con tanto cariño y dedicación-. Se nos rasgaron los ojos a más de una.

Mi hijo mayor, Rodrigo, organiza sus horarios para quedarse con-migo en el hospital, a dormir, a medio día, a la hora que se necesite. Me ayuda a levantarme, me acompaña al baño, me acerca la cha-rola, busca mis artículos de aseo personal, todo siempre con tanta delicadeza… ¡Ni una hija lo haría mejor! Está al pendiente de lo que se me ofrezca en la casa, de resolver asuntos administrativos,

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me anima y echa porras, su cariño y dedicación me conmueve, me sana. Cuando entra a la casa después de un largo día de trabajo, mi corazón brinca de gozo y se me dibuja una sonrisa en la cara.

Cuando Nacho ha venido, está “al pie del cañón”, me atiende, pro-tege y apapacha y, aunque no está aquí siempre, prácticamente diario me habla por teléfono. Muchas veces adivino su llamada y al escucharlo, se abre el cielo, surge el efecto mágico y de bienestar que anhelaba aquellos días en el hospital cuando alguien tocaba la puerta y yo pensaba “enton’s entra Nacho”.

René, con quien me casé en 1979, dice que se ha casado seis veces, aunque soy su única esposa y todos sus matrimonios han sido con-migo. Se refiere a que yo he cambiado mucho y sí, así es. La verdad es que han sido varias, suficientes y hasta muchas, las ocasiones en que el compromiso de estar ahí, pase lo que pase, “en la salud y en la enfermedad”, “de amarte todos los días de mi vida”, se con-firma y entonces, sí, varias veces se ha casado conmigo, seis se me hacen pocas. Su presencia constante, su cercanía me proporcionan alivio y dicha en todos sentidos.

Lloro, de emoción y agradecimiento.

Hermanas y hermanos

Soy la segunda hija de un grupo de once, formado por siete mujeres y cuatro hombres. Ahora me queda claro, porque lo he observado y por la escucha en mi trabajo profesional, que las y los hermanos provocan celos, sobre todo -aunque no exclusivamente- en la infan-cia. Hoy por hoy y desde “hace un buen”, yo estoy feliz y agradecida

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de tener seis hermanas y cuatro hermanos. Nadie sabe cómo valo-ro, -y a ratos añoro por las cuestiones de distancia- la presencia y compañía gratificante de una, dos, tres, todos en bola. Han sopor-tado la carga junto conmigo, René y mis hijos, y definitivamente la han hecho más ligera.

Amigas y amigos, de nuevo:

Si me pienso entre los once hermanos, diría que yo no soy tan ami-guera como los y las demás, pero es una falsa apreciación. Tengo amigas y amigos de los años mozos que lo siguen siendo, tengo amigas y amigos que conocí hasta el siglo 21 y que son tan entra-ñables como si nuestra amistad datara de más de cuarenta años. Porque las y los quiero, me sé querida por cada una y cada uno. También han estado ahí “al pie del cañón” y es como si siempre nos estuviéramos dando un abrazo reconfortante y de felicidad.

“Stop in the name of love”

Al parecer, el desvarío es algo que acostumbro, la ilación de ideas me llevó a poner este título. Pensé en alto (no en voz alta ni altura) y vino a mi mente la palabra en inglés stop, con la tonada de la canción y la frase que he apuntado. Después del cáncer, más bien durante el cáncer, un amigo me dijo: “Tuviste el valor de hacer un alto, dejar de lado varias cosas y dedicarte a tu salud”. Claro que esto fue posible solamente porque otras personas: familiares, cole-gas, amistades, colaboradores se hicieron cargo de asuntos que yo debía haber atendido.

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La frase en la canción dice: “Stop in the name of love before you break my heart” –En nombre del amor detente antes de que rompas mi corazón- pero no es ese el sentido que tiene en este momento para mí “Stop in the name of love”, lo pienso más bien, como: en nombre del amor hicieron un alto: René, Rodrigo, Nacho, mis seis hermanas, mis cuatro hermanos, mis cuñadas y cuñados, mis so-brinos y sobrinas, mis amigas y mis amigos, mis colegas, mis cola-boradores y colaboradoras -hicieron un alto- para ver por mí, para estar conmigo, para realizar mis tareas. Su solidaridad y generosi-dad, que se da a borbotones, me empapa, me limpia, me reconforta, me refresca. No se rompió mi corazón precisamente porque hicieron un alto.

María de La Inmaculada Concepción Ayala Medina Mora, nació en

México, D.F., el 15 de enero de 1949. Actualmente reside en León, Gto., y

es académica de la Universidad Iberoamericana León.

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Mis recuerDos De JuventuD Ma. Libier Lozano Reynoso Verónica Elizabeth Muñoz Lozano

Cuando tenía 7 años, tenía una amiguita que se llamaba Rosa te-nía muchos hermanitos y el más grandecito era Juan y la mamá vendía pollo en el mercado. Mi mamá no me dejaba juntar con ella porque era de mala reputación, yo de niña no lo comprendía. Rosa me invitó a su casa porque iban a arrullar al Niño, y mi mamá no me dejaba ir. Llegó una tía mía con mis primos y aproveché para irme. Llegué a su casa y tenía muy bonito el Nacimiento, era tiem-po de posadas, empezamos a cantar con las velitas prendidas y a cantarle al Niño ‘a la rorro Niño’. No me fijé que Juan estaba a mi lado y que tenía la vela al lado de mi vestido. Mi vestido y mi fondo estaban almidonados. Cuando volteé vi que mi vestido me colgaba. Vi mi vestido ya en llamas. Me paré y trataba de apagarlo pero más se prendía. Rosa corrió a la cocina y no encontró agua y se encontró el atole caliente que tenía para los tamalitos, porque había hecho tamalitos y me lo aventó para apagarme. Ya tenía la mitad del ves-tido prendido, toda ardida me envolvió en una sábana y me llevó a mi casa, que estaba a media cuadra, en la calle Constitución 316, esquina con Juárez. Estaba mi hermana y su amiga Ticha, herma-na de Cuco, el de los Castores, jugando lotería, yo todavía les decía

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que me había quemado y no me la creían hasta que me quitaron la sábana. Corrieron a avisarle a mi mamá y salió con mi tía y con mis primos más grandes que yo.

Mi mamá me dijo que por desobediente me había pasado eso. Mi tía y mis primos le dijeron que me llevaran ya al doctor, me alzaron mis primos y me llevaron cargada. Llegamos y me pusieron una poma-da. Como las camas de mi casa eran con colchón y box spring, yo me paraba del dolor y saltaba en la cama y se me tronaban todas mis ampollas. Me siguieron llevando con el que me curó que se lla-maba don Jesusito, tenía una botica en el Jardín de la Industria. Me ponía una gasa grande porque la quemada era muy grande, junto al estómago y otro día que fui a curación, no estaba don Jesusito y pusieron a otro que no me mojó las gasas y me sacó con todo y carne, la gasa. Después me fui a México con mi hermana Catalina, que estaba casada, y todavía no tenía hijos. Ella vivía en Tacuba y me chiqueaba, me hacía mis vestidos, me llevaba al Hipódromo, porque ahí trabajaba su marido, él nos llevaba a pasear a la Villa y al Árbol de la Noche Triste, donde lloró Hernán Cortés. Regresé de México y me cambié a la colonia Industrial y nunca volví a ver a Rosa y a Juan, creo que ya no los reconocería y me hubiera gustado volverlos a ver. Hasta hoy día tengo mi cicatriz y siempre recordaré esa anécdota de mi vida.

Estudié con la señorita María de Jesús Ornelas. Ella y su mamá daban clases a primero, segundo, tercero y cuarto. Eran buenísi-mas porque tuvieron personajes importantes que estuvieron ahí con ellas. La señorita María de Jesús decía que había tenido al Charro Mexicano, Jorge Negrete, cuando tenía 11 años y al gober-nador de Jalisco, González Gallo, estudiando con ella. Eran muy estrictas, con un niño que llegara tarde, nos formaban a todos en

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trenecito y teníamos que decir: hu, huuu, talán, talán, chaca, cha-ca, chaca y nos pegaba con una vara de membrillo cuando íbamos pasando, donde cayera: en los brazos, en las piernas, en la espalda, en las pompis, donde fuera.

Era una casa grande con unos patios grandísimos en la calle Aquiles Serdán, cerca del templo de la Soledad. Un día que llega-mos unos tarde a la clase, no quisimos entrar por el miedo que nos iba a pegar y ahí dijeron los demás que nos fuéramos al salón de patinar, que estaba por el campo de aviación, es más arriba de donde ahora está la colonia Arbide. Mi tío Juan Jiménez fue por mi papá y le dijo: “Ven para que veas donde andaban tus muchachi-tas”, y lo llevó a la pista de patinaje, y nos vio patinando y para no dar su brazo a torcer, le dijo mi papá: “Mira qué inteligentes, tú y yo nos rompíamos una pata compadre”. Nosotros no lo vimos, pero cuando llegamos a la casa mi hermana y yo, mi papá ya sabía que andábamos en el salón de patinar y llegaron los primos al mismo tiempo, los que estaban en la escuela con nosotros, a decirle a mi papá que mandaba decir la señorita María de Jesús que por qué no habíamos ido a clases.

Mi papá era muy bueno pero muy enérgico y nos pegó tan fuerte que tuvo que venir el Dr. Pablo Campos a curarnos, que vivía a la vuelta de la casa en la Juárez y llevaban amistad. Llegamos al siguiente día a la escuela y me ponía la señorita a decir: “Decena, centena de millar de millones” y me traumó. Luego nos pegó porque supo que nos habíamos echado la pinta y así era con todos, enér-gica y pegaba mucho. Le dijimos a mi papá que ya no queríamos ir a esa escuela y nos sacó, se salieron varios por lo enérgica que era ella, pero enseñaba muy bien, eso sí.

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Mi papá era Isidro Lozano Padilla, de San Miguel el Alto, Jalisco. Tenía una talabartería a la vuelta de la casa, en la calle Justo Sierra, al otro lado del hotel “Posada de Jalisco”, ahí vendía monturas de caballo, espuelas, cinchos, cuartas, etc. Su ramo era traer caba-llada de muchas partes, duraba a veces hasta dos meses, porque la traía por tierra o por tren. Vestía de charro, con pistola, porque tenía su permiso de portación de armas, que le dio su primo Miguel Moreno Padilla que fue senador en Guadalajara. Le gustaba mucho llevarnos al Jardín, cuando ya estábamos grandecitas, a la sere-nata. Era muy bonito, él se sentaba en el jardín con mi mamá y sus compadres, Trino y Rogelio Padilla y el Lic. Jesús Echeverría, mientras nosotras dábamos la vuelta en la serenata y nos daban muchas gardenias, era precioso.

Mi mamá era Josefina Reynoso Muñoz, de San José de los Reynoso, perteneciente a San Miguel el Alto Jalisco, su hermano fue presi-dente en San Miguel, se llamaba Jesús Reynoso Muñoz. Desde que era niña fui muy feliz porque era una madre muy amorosa, creci-mos las hermanas y nos llevaba a la tienda “Fábricas de Francia” para comprar cortes de tela, zapatillas, guantes y sombreros, para ir a unos xv años u otras fiestas, y nos llevaba a la costurera, siem-pre preocupada porque anduviéramos catrinas. Era muy alegre, pero estaba muy enferma del corazón, tenía tres lesiones y la válvu-la estrecha. La llevó mi papá a México al Hospital de Cardiología, y el cardiólogo le dijo que tenía que operarse a corazón abierto porque se estaba ya cerrando la válvula y le dijo mi mamá a mi papá que iba a pedir opinión de sus hermanos. Le dijeron sus hermanos que no se operara porque la mataban. Siguió mala, asfixiándose y cons-tantemente estábamos en el hospital Aranda de la Parra, que ya era como nuestra casa. Aquí la veían tres cardiólogos: Luis Álvarez, Nava Lara y Chucho Navarro. Siguió mala y regresó a México a

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Cardiología ya dispuesta a operarse y le dijeron los cardiólogos que ya se le había pasado el tiempo. Ya habían pasado 7 años, y ya no se le podía hacer nada, aun así, ella era muy alegre y no perdía el ánimo y nos levantaba siempre el ánimo a nosotros.

Murió en el Aranda de la Parra a los 40 años, yo tenía19 años y estaba a punto de casarme. Aun enferma nos compró una pieza de bramante, para las sábanas y las fundas, que dibujamos y borda-mos. Le dejó encargada a una vecina y a Catalina mi hermana que no nos faltara nada para la boda, porque sabía que ella no iba a lle-gar. Yo me infarté hace 8 años pero como mi mamá, sigo cantando y al pendiente de todas mis actividades, de mi marido y mis hijos.

Ma. Libier Lozano Reynoso, nació en León, Gto., el 7 de marzo de 1938.

Actualmente reside en esta misma ciudad, es ama de casa.

Verónica Elizabeth Muñoz Lozano nació en León, Gto., el 14 de junio de

1964; es Psicoanalista, trabaja en León.

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Por un PelitoMaría del Carmen Almanza Nieto

Hace cincuenta y cinco años me nació del alma una idea, más que idea fue una convicción que yo llamo prematura porque a los diez años, hasta donde sé, el ser humano aún no tiene idea definida de lo que quiere hacer en la vida y digo que me nació del alma porque fue como una exhalación que emanó de mi espíritu, algo como una añoranza sin antecedentes, algo así como un juramento o promesa que alguien, quizá yo misma, me hice. Como haya sido, conservé ese ideal que grabó mis pasos y mis risas. Por eso cuando sucedió lo que voy a narrar fue como si me hubieran puesto ante un paredón.

Antes debo aclarar que a los catorce años analicé la decisión que había tomado cuando niña, o sea, no casarme. Consideré que lo ha-bía hecho sin conciencia plena de lo que decía, sin embargo, meses después reafirmé esa decisión cuando observé la actitud machista de algunos muchachos casados y el dominio que ejercían sobre sus esposas; menos me gustaba que ellas fueran tan sumisas al grado de pedir permiso hasta para cortar su propio cabello, pareciendo más que esposas hijas, porque en aquellos años se tenía que contar con el permiso de los papás para todo.

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En casa también hubo episodios que me producían un no sé qué, algo así como un escozor alrededor mío, cuando veía a mis sufridas cuñadas que, al día siguiente de una noche de insomnio y llantos de bebé enfermo, todavía cargaban con la desfalleciente obligación de atender a mis hermanos en el almuerzo. Sin embargo, lo que certificó por completo mi resolución fue, el poder comparar la vida de ellas con la mía, sobre todo de las dos últimas que se sumaron a la familia, y que eran apenas unos meses mayores que yo, no te-nían quince años aún, pero sí obligaciones. No cabía en mi entendi-miento lo que pasaba, ¿acaso estaban locas? Eran casi unas niñas. Nunca entendí esa actitud. Y menos entendía a las muchachas que se iban con los novios a lo viva Villa, sin preparar su futuro, sin siquiera conocerse, aunque esas por lo menos se iban concientes de lo que hacían pero a las que los infames novios se robaban a la fuerza. Eso sí era deprimente. Por eso en aquel tiempo y después, y en este, sé que la vida, la mía, me dio la razón.

Como antecedente contaré que nací en un ranchito cercano a Salvatierra, Gto. Sin embargo, mis padres, buscando mejores opor-tunidades de vida, nos trajeron a residir a mis siete hermanos y a mí a Irapuato, cuando yo contaba apenas con un año de edad. Aquí crecí, me formé y desarrollé mis ideales. A los veinticinco años me establecí por cuenta propia, inauguré una tienda de estambres, en la que tenía puestas todas mis ilusiones; presagiándome a mí mis-ma una hermosa vida independiente.

A esa edad los novios que había tenido no significaron lo suficiente como para que a mi convicción la dejara de lado. Debo aclarar que lo de no casarme no incluía el no tener novio, eso era bonito y emo-cionante, era halagador, era hasta para presumir con las amigas y era para sentirme como las demás, aunque claro, con sus “hasta

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aquí” porque en cuanto me hablaban de casorio, bye bye. Me daba miedo perder mi libertad, pues casarse, hasta donde yo había visto, era sinónimo de sometimiento. No obstante tuve varios novios, dos de ellos, Esaú y Juan, me insinuaron algo acerca de ese tema, por eso, honestamente y sin tardanza, les di su despedida.

Lo siguiente sucedió una noche de julio de 1973

—¿A dónde vamos?—, pregunté molesta. Me urgía saber en dónde estaba mi mamá, ya que el rumbo que llevábamos no era el indi-cado.

—A casa de mi hermano, voy por una chamarra—. Le creí, la noche estaba fresca, sin imaginar el plan que bullía en su cabeza. Después comprendí que la chamarra sólo fue un pretexto, lo cierto es que de ese modo empezó a desviar el camino que debíamos tomar para ir a la tienda. Si yo hubiera intuido algo en el momento que entró a casa de su hermano, habría huido, pero su comportamiento jamás me hizo sospechar nada, por eso le creí.

Todavía hoy, a años de distancia de esa noche, me pregunto, ¿a qué hora se le metió el diablo a ese tonto? Todo iba bien. Fuimos a buscar a mi mamá a la mercería cuando salimos del cine, como habíamos quedado con ella, lo malo fue que no la encontramos, sin embargo, lo peor estuvo cuando decidí regresar de nuevo a la tienda, luego de comprobar que mi madre no había llegado a casa.

¡Ah! Si las cosas salieran como uno las planea… pero la fatalidad intervino y a Alfredo, al querer pasarse de vivo, le brotó la estupi-dez por los poros. ¡Imbécil! Diez meses de noviazgo no le fueron suficientes para conocer mis ilusiones y lo que pretendía yo de la

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vida; no consideró cuál era mi voluntad respecto a sus planes y ni siquiera por consideración o cortesía me hizo una propuesta. Sólo pensó en él, en la posibilidad de lograr su propósito a costa de mi felicidad y mis proyectos. Porque desde el momento que enfiló con rumbo a la salida de la ciudad, me olió mal la cosa y empecé a odiarlo y aun con el alma en vilo, mi sexto sentido me decía que hiciera como si nada pasara. Con cautela fijé mi atención en lo que estaba ocurriendo, probé la amarga emoción de sentir cada hoyo en que caía la motocicleta y cada terrón de tierra que brincábamos; tomé valor, a pesar del repudio que estaba sintiendo en aquellos momentos hacia él, para aferrarme a su cintura y no caer en el barbecho por el cual se adentró, luego de dar un viraje inesperado al dejar la avenida por la que íbamos.

Conocedor de mi agilidad corría con la velocidad que los altibajos del terreno le permitían, como temiendo que yo me le escapara, desde luego ni el intento hice, no era inteligente bajarme en aquel terreno hundido en la penumbra de la noche. Y a la zozobra, pocas veces experimentada por mi espíritu, la calmaba el destello de lu-ces de la colonia que se veía a lo lejos, pues con sólo ver el caserío, me sentía amparada, ya que hubo momentos en los que pensé me llevaría fuera de la ciudad, no obstante, conciente del peligro en que me hallaba, sin demostrar enojo y haciéndome la inocente pero al mismo tiempo con voz firme le dije.

—¿A dónde vamos Alfredo?, no es lugar ni hora para andar por acá—, y para hacerle creer que ignoraba sus propósitos y que mi preocupación era otra, agregué, —además hace frío.

—No te preocupes, te llevo a un lugar muy calientito.

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—Qué calientito ni qué ocho cuartos—, le contesté airada. —Mejor llévame a casa.

—Para allá vamos, nada más déjame llegar a la colonia que se ve allá.

Su actitud me hizo entrever sus planes asegurándome de que el comentario que días antes me hizo lo tenía en mente y lo estaba tratando de llevar a cabo. Me comentó, tal vez para semblantearme, que dos de sus cuñadas habían sido raptadas por sus hermanos y él, creo yo, como era el más chico, sólo seguía el camino que los había visto recorrer a ellos y a muchos otros que se ufanaban por demostrar así su hombría, robándose a la novia con o sin su volun-tad. Y para sumar angustia a mi desfallecido ánimo, rechinaron en mi cabeza las palabras que esa mañana a la hora del desayuno nos dijo mi mamá.

—¿Ya supieron que a Inés Santana se la llevó el novio?

—¡No me digas!—, contestó mi papá. —¡Qué barbaridad!, pero si apenas tenían tres meses de novios. Muchachos inconscientes, no creo que Armando hubiera negado la mano de Inés a ese ataranta-do muchacho, mejor hubieran hecho las cosas como se debe. Digo, hay formas, verdad. Y ¿cómo estarán los papás?

—Imagínate, están enojadísimos porque saben que esa no era la voluntad de Inés.

—¿Fue a la fuerza entonces? Hum, pobre muchacha.

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—Sí pobre–, intervine yo. -Ya se amoló. Abajo sus planes de estu-diar Enfermería en el Colegio Militar.

—¿Quería ser militar? ¡Ah que muchacha!

—Sí, decía que, o era enfermera militar o era enfermera militar. No pensaba en otra cosa.

—Qué desgracia para Inés—, dijo alterado mi papá. —Qué manera tan ruin de atropellar la dignidad. Insensato muchacho, robarle el derecho personal de realizar sus ilusiones, menoscabando así sus ideales. No es justo, no es justo. Y pensar que hay tantas mujeres que han sufrido ese maltrato—. Reflexionó por un momento, des-pués cabizbajo agregó: —Todavía cuando es voluntad de ellas, pero así…

El recuerdo de esas palabras, en ese momento, era lija que sangraba mi integridad. Aunque para esos años de la década de los setenta del siglo pasado, esa costumbre ya empezaba a ser poco frecuente, no obstante Alfredo quería raptarme, porque para esa hora, yo ya había entendido sus intenciones. Sólo me quedaba el recurso de mi habilidad, mi inteligencia y esperar a ver el rumbo que el asunto tomara. Mientras atravesábamos el barbecho no había nada que hacer, aparte de rezar y estar prevenida para correr, si es que las cosas tomaban cariz de violación. Gracias a Dios y a mi suerte la cosa no fue así y quince eternos minutos después llegamos a la colonia que momentos antes veía lejana.

Respiré aliviada, estar en medio de la calle y las casas, de la gente y del ruido, me ayudó a recuperar el estado normal de mis pulsacio-nes, pero la tranquilidad no me duró porque empezó a ronronear

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por las calles, entraba por unas, salía por otras, no se detenía ni en los semáforos en rojo. Todo indicaba que quería hacer tiempo, que se hiciera más tarde, que me naciera miedo. Cuarenta minutos después de tanta voltereta, en lugar de tomar el rumbo para ir a mi casa tomó el sentido opuesto. Me enojé con prudencia y mis reclamos eran peticiones dolidas. Con un dejo de ira contenida, le supliqué:

—Por favor, Alfredo, llévame a casa, mi mamá debe estar preocu-padísima.

—No tiene por qué, andas conmigo.

—Precisamente porque ando contigo. No comprendes que entre más tarde se hace su pendiente es mayor.

—Ahorita Chiquita, ahorita te llevo—. Hasta ese Chiquita me sonó infame ante la insoportable idea de ser poseída por él. Y mientras más corría el tiempo más lo odiaba.

Él vivía por ese rumbo de la ciudad, así que cuando llega-mos a la bocacalle donde se ubicaba su casa y dio vuelta por ahí, no me sorprendí, pero me inquieté ante la idea de que al estar en sus dominios pudiera tener cómplices para lograr su objetivo. Con ese pensamiento afloró de nuevo mi desasosiego y mi coraje, por eso reclamé.

—¿Otra vez?, ¿pos ahora a dónde vas?—. Y quizá para darme la impresión de que no tenía otras intenciones me contestó:

—Nada más voy a darle un recadito a mi mamá.

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—¿Por qué le das tantas vueltas?, hombre, sólo llévame a mi casa; luego haces todo lo que quieras.

—Ya, ya!—, repuso con cierta ironía. —Para allá vamos, para allá vamos.

Al llegar a la altura de su casa no se detuvo, tal vez presintió que yo me escaparía cuando él entrara; me aterroricé porque se me fue esa oportunidad. Recuerdo que la motocicleta corría con la prisa adelante de la velocidad y Alfredo, desquiciado, se afianzaba a su aparato sin importarle los chiquillos que jugaban a media calle, avanzaba esquivándolos sólo atenido al claxon y a su pericia. La Kawasaki se desplazaba como a cuarenta o cincuenta kilómetros por hora pero mis cálculos trabajaban a mil.

Me acordé que esa calle entroncaba con otra más ancha, que tenía que aminorar la velocidad al llegar a ella, un brillo de esperanza entonces se coló en mi miedo, también mi fe me susurraba que esa era otra oportunidad, quizá la última que se presentaría, y debía aprovecharla. Pero no era fácil, pues si daba vuelta a la derecha podía considerarme perdida porque a menos de doscientos metros se terminaban las casas y luego sólo había milpas y terreno baldío. Girar a la izquierda era lo conveniente; mientras llegábamos a ese cruce la duda me tensionaba.

En los fugaces minutos que duró el recorrido de los cuatrocientos metros que faltaban para entroncar con la transitada calle, la in-certidumbre galopaba en mi corazón como caballo desbocado, no obstante, mi atención iba puesta en la dirección que tomaran los manubrios de la motocicleta. Al llegar a la esperada bocacalle sentí un sofoco en la médula espinal cuando el aparente giro a la izquier-

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da se tornó a la derecha y… ¡No pensé! ¡Por qué no lo pensé! ¡Lo hice! ¡Simplemente lo hice!

No supe qué me impulsó, sólo recuerdo que al encontrarme a me-dia calle sentí un escozor en las piernas y tobillos por los golpes y pequeñas heridas que me causé al saltar del aparato pero eso dejó de significar cuando reaccioné que era la hora de correr, que era la hora de escapar. Alfredo tardó un tris en reponerse de la sorpresa del salto que di y en los segundos que ocupó para darse la vuelta yo corrí. Me adentré por una solitaria callecita de tierra que des-embocaba a una avenida grande llena de tráfico y gente. Corría como loca y aunque mi velocidad era buena, los traspiés que daba en aquella deteriorada banqueta me impedían avanzar lo que en aquellos momentos necesitaba.

Él me perseguía por abajo, montado en la motocicleta, pero al ver que de ese modo le sería imposible atraparme se detuvo, se bajó, la dejó recostada en el suelo y corrió tras de mí abandonando la Kawasaki a un lado de la banqueta. Parecíamos gato y ratón. Parecíamos locos. Mientras él recargaba su vehículo en el suelo yo di vuelta en la esquina de la pequeña cuadra donde la estacionó; no pude llegar a la avenida cuando me dio alcance, detuvo mi carrera y me maniató con sus brazos, no podía hacer yo nada, él era un muchacho corpulento y fornido, así que el coraje de mis puñetazos y alguna que otra patada que le di, eran como cosquillas en su cuerpo.

La casi hora que duramos detenidos en aquella solitaria y poco transitada, callecilla, me parecieron eternos; lo único que vi, como a veinte metros de distancia de nosotros, fue una pareja de novios que sin tomarnos en cuenta platicaban de sus cosas. Entre él y

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yo, no había tema de conversación sólo mis reproches que sona-ban a silenciosos gritos de impotencia. Lloraba y lo maldecía. Sin embargo tomé aliento de las pocas fuerzas que me quedaban para implorarle:

—Por favor Alfredo, qué ganas con tenerme aquí, déjame ir si no quieres llevarme tú.

—No. Vamos para llevarte.

—Estás loco. A tu… motocicleta no vuelvo a subirme.

—Entonces, ¿qué quieres que haga?

—Sólo déjame ir, o vayamos a pie.

—Vamos pues por la moto y nos vamos caminando.

—No, ya no voy contigo a ningún lado. Ve tú por ella.

Pero no iba y los segundos pasaban y a mí me horrorizaban esos segundos que sin conciencia de mi apuro no se detenían. Me asus-taba, como era lógico, la posibilidad de que mis papás me buscaran en las casas de mis amigas o de los parientes, tenía miedo de lo que dirían de mí al día siguiente. Ya veía las mudas miradas, acusado-ras e hirientes. Me señalarían, sin certeza, como una mujer robada y mancillada. Porque así es la gente, hace lumbrada con el rescaño de la dignidad pisoteada. Mi familia me creería, no lo dudaba, ¿pero la gente? Ya nada sería igual. Me sentía minimizada, agraviada, y las ilusiones que tenía para mi vida, de pronto se iban precipitada-mente a un pozo. A cada momento el panorama era más oscuro.

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Deseaba con el alma que le robaran la motocicleta y lo maldecía, pero al mismo tiempo me esforzaba por hacerlo entrar en razón.

—Lo que quieres hacer es cosa de dos, Alfredo, y aquí sólo tú quie-res. ¿Qué no piensas?

—Llegarás a quererme, Chiquita, ya verás.

—¡Qué necio eres!

Su moneda con cara de necedad por un lado y torpeza por el otro, ya la había lanzado, de cualquier lado que cayera anunciaba mi derrota. Así que concentré mis cinco sentidos, atentos a algún des-cuido de él para huir pero con dos zancadas que daba paraba mi carrera. Me impedía todo movimiento y mi temor era que la noche a cada segundo se hacía más noche y mi ansiedad crecía con cada aleteo de mi quebrantada libertad. Desconsolada me senté en un bordo de tierra, él a mi lado, sin descuidarme, insistía en que fué-ramos por la moto. En eso estaba cuando la luz de un auto iluminó además de la calle mi esperanza y no desaproveché la oportunidad, al momento que el taxi pasó frente a nosotros me levanté y pedí ayuda con gritos, con brincos, con los brazos y con todo mi aliento. Pero el carro con sus dos ocupantes, no se detuvo y él, convencido de lo que hacía me maniató con sus morenos brazos y me dijo:

—Ya ves, no te hacen caso, para qué haces el ridículo-. Sin poder contenerme le grité:

—¡Infeliz! ¡Te odio!— Hizo caso omiso de mi coraje.

—Mejor vamos por la moto para llevarte.

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¿Por qué acepté ir por la motocicleta? Tal vez comprendí que no me quedaba de otra, esperar a que pasara otro carro era aventurado y más aun que me prestaran ayuda. No había otro remedio que ir por ella pero con la condición de que no se me acercara. Aunque aceptó, no se retiraba de mi lado, hasta que lo aventé y lo amenacé con no moverme de donde estaba. Solamente así se separó de mí. Caminé despacio con la esperanza, como ya dije, de que alguien le hubiera robado la motocicleta. Y él, seguro de su triunfo iba con el pecho ancho, la sonrisa confiada y como habíamos quedado: lejos de mí. Por eso su andar era a mitad del arroyo de la calle. Yo no veía ni dónde pisaba, el coraje y la tristeza se apoderaron de mí. Todo estaba perdido. De pronto, la penumbra de la callecilla se disipó al aparecer ante nosotros las luces de un automóvil que venía del sentido opuesto al que había pasado antes. Tan sorpresiva fue la aparición del coche que Alfredo se recorrió más al centro del arroyo de la calle para dejarlo pasar, de tal modo que el carro pasó, gracias a Dios, entre él y yo; al aproximarse a mí, obligado por un bordo de tierra, el chofer del taxi bajó la velocidad y yo, sin meditarlo ni dudarlo, y sin importarme nada ni si era vehículo particular o de servicio público, oprimí el botón de la manija, cedió la puerta, la abrí y me trepé. Fue tan rápido, inesperado e increíble eso que yo misma me sorprendí de estar arriba del coche. Y al mismo tiempo que cerré la puerta se escuchó el enojado golpe que Alfredo dio al techo del taxi al ver que sin remedio me le escapaba. Ya adentro del auto me sentí salvada, pero temerosa de la reacción de Alfredo le apuré al chofer:

—¡Ay señor!, déle rápido por favor porque trae moto.

—¿Qué le pasa señorita? Creí que eran novios.

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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—Sí, pero quiere llevarme a la fuerza—. No había reaccionado en la pareja de novios que iban en el taxi hasta que la muchacha dijo:

—Ya ves, Juan, por eso te dije que regresáramos. Presentí que esta-bas en problemas—. Dijo la muchacha dirigiéndose a mí.

—¡Oh señorita! Le doy infinitas gracias. Me han salvado.

—¿Quiere poner una denuncia?—. Presuroso objetó el novio:

—Si quiere la llevamos a la delegación.

—No joven, gracias. Sólo hagan el favor de llevarme a casa.

Ha pasado ya la mayor parte de mi vida, he logrado mis propósitos y deseos y nunca me he arrepentido de haber seguido el eco de mis convicciones. Quizá para algunos haya sido necia o tonta; quizá otras admiren y envidien, con buena disposición, la resolución que tomé, pero he sido feliz y espero haber contribuido con mi trabajo y mi buen humor a la dicha de las personas que me rodean. Agrego que las modas y costumbres que predominan las épocas de la vida no son para todos y seguir la intuición, la voz de la conciencia o el sexto sentido ayuda para forjarse convicciones, por eso hoy a cuarenta años de distancia, veo que tomé el camino correcto para mí. Reconozco, sin embargo, que la unión del hombre y de la mujer ha sido y será el panal por elección donde se alimentan el amor y los ideales y donde nacen los individuos que han dado gloria a la humanidad.

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María del Carmen Almanza Nieto nació en El Sabino, municipio de

Salvatierra Gto., el 27 de junio de 1948; actualmente radica en Irapuato,

Gto., se dedica a leer y escribir, y de paso hace sus labores de casa.

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allá Por la MonterreYFrancisco Javier Hernández Palomares

Martha Alejandra Mares Hernández

Para mi abuelo Panchito

Entonces él me consiguió trabajo de cortador allá por la calle Monterrey, tendría yo unos veinte años o más, unos veintiuno… y como dicen que: “de tanto pasar por ahí a uno se le acaban los huaraches”, pues un buen día me decidí a hablarles. Iba ella cami-nando con su hermana y me dije:

—Pues les hablo a las dos, primero a una y luego a la otra y pues a la que me haga caso, total uno no pierde nada, si tiene que sonar, ¡pues que suene!

Iba la Güera pegadita a la pared y la Prieta era la que venía de este lado de la banqueta; ya cuando las vi cruzando la calle ¡pues a correr! para alcanzarlas y preguntarles si no gustaban que yo las acompañara. Iban a ir con una tía allá por la Monterrey, la misma calle por la que yo siempre pasaba, entonces casi cada ocho días nos veíamos, ellas para la casa de su tía y yo para el trabajo.

Ya cuando les hablé, me dijeron que me esperara y que ya otro día ellas me decían si sí o si no las podía acompañar, yo no me quise esperar y como dice aquella canción de Javier Solís: “…Voy

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buscando una huella de amor, persiguiendo un perfume de flor…” (“Amargura”, 1061). Me fui caminando media cuadra atrasito de ellas, casi como no queriéndolas seguir, escondiéndome detrás de los árboles y de lo que encontrara para que no se fueran a dar cuenta de que yo iba atrás de ellas; así me fui atravesando todo el barrio del Coecillo pasando por el jardín de San Juan, la plaza y el templo de San Francisco, hasta llegar allá por la calle Monterrey, las alcancé y les volví a preguntar. La Güera dijo que no, pero la Prieta no contestó y como no dijo si sí o si no, pues me fui con ella.

Pensé “aquí viene una aventura más”, pues yo siempre fui bien enamorado tuve muchas novias, como veinte… una allá por la Monterrey, otra por el Barrio de San Juan de Dios, una más por Santiaguito, anduve por la calle Guatemala, ¡híjole, hasta allá por el Calvario!, también tuve una allá en la Gardenia, cerca del Parque Hidalgo y una que otra por ahí en el centro.

Y así anduve de enamorado, de la que más me acuerdo es de María de la Luz, nos quisimos mucho y todo, yo le dije que “nos fuéramos”, que después nos casábamos, pero no quiso, ella quería que todo fuera formal, que la pidiera a sus papás, pero por falta de recursos yo no podía, ella quería la boda y ¡todo a la de ya!, pero no se podía, entonces me opuse.

Duramos así un año, entre que sí y que no. Yo le decía: “Quisiera hacerlo para ti pero no puedo, lo que puedes hacer es venirte y ¡verás que te cumplo!”.

—¡No!, sin boda no hay naranjas—, me respondía ella.

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—¡Ah! bueno, entonces no—, finalmente dije.

Y es que pues, entonces, era que simplemente no me tocaba y ahí sería para la otra. La Prieta me dijo que sí, pero que fuera por ella a su casa; me fui caminando desde la calle Zaragoza hasta allá, hasta el rancho de Los Sauces. La esperé en la esquina de su casa, a ella tampoco la pedí, ¡me la robé!; agarramos un camión de esos de la Flecha Amarilla y nos venimos de regreso hasta el centro. Yo lo que ya quería era casarme y para eso buscaba una muchacha de rancho, una de esas que yo sabía que me iban a aguantar, no como las de la ciudad que nada más estaban para estarse pintando la cara; yo quería una que supiera trabajar. Sabía que la Prieta me iba a responder, que tenía los valores del matrimonio, además tenía el pendiente de que mis papás, ya grandes, “se fueran” preocupados por no tener con quién quedarme.

Un año estuvimos viviendo en casa de su tía allá por la calle Monterrey y otra temporada con mi abuelita Rosa, ahí por la Manuel Doblado, en el barrio de San Juan de Dios. La Prieta había hecho lo que yo había querido, se había venido conmigo, ahora era yo quien debía cumplir con mi palabra, nos casamos. Mis papás se oponían por ser ella de rancho, pero ni les hice caso, finalmente con quién se casa es con uno, no con la familia.

Ya con hijos, nos fuimos a rentar una casa, pagábamos cincuenta pesos que para ese entonces trabajando de cortador y de perfora-dor era mucho, trabajé en la fábrica de calzado Raudi, que antes estaba ahí por el barrio de San Miguel, pero que ahora está en la Candelaria; luego en la fábrica de Coloso, trabajábamos con una

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perforadora Royal que hacía los dibujos y perforaba los ojales de los mocasines, ahí fue donde aprendí a manejar, pero ¿para que servía?, si uno apenas tenía para comer ¡que iba a andar teniendo para comprar un coche!

Seguimos recibiendo apoyo de mi abuelita Rosa y de Adelaida, una amiga que vivía en la San Francisco y que también me ayudó a con-seguir trabajo, la visitaba seguido, pero claro solo éramos amigos. La hice de velador, después de intendente, ¡hasta de jardinero! y así me fui de uno a otro, trabajando hasta la fecha, siempre acompa-ñado de la Prieta que también le entró a trabajar conmigo, lo suyo siempre fue la cocina, trabajó en restaurantes, fondas, con “Doña Petra” en ferias populares, pero sobre todo en casa.

La Prieta es la que sabe manejar la familia y administrar el dinero, no que uno tarda más en ganarlo que en gastarlo o de plano lo pierde, ella sí sabe, por eso se lo doy todo a ella. Es ella la que sabe cómo funcionan las cosas.

A mis ochenta y cinco años, con sesenta y dos de casado, nueve hijos, veinticinco nietos, catorce bisnietos, muchos amigos y disfru-tando los miércoles de danzón en la Plaza del Expiatorio, los sába-dos de verbena y nieve de mamey, cajeta y beso de cenicienta en el barrio de San Juan de Dios, no me arrepiento, estoy satisfecho. A veces, como todos, la Prieta y yo tenemos nuestras discusiones pero ya ni le hago tanto caso, ya sé cómo es y aunque me haga enojar, ¿cómo no quererla?, ¿cómo no valorarla? si es mi compañera de vida.

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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Francisco Javier Hernández Palomares: dicharachero, coqueto y buen

bailador, de oficio zapatero ya jubilado; nació el día 3 de diciembre de

1928, en la ciudad de León, Guanajuato, lugar donde radica actualmente

con su esposa Petra Luna.

Martha Alejandra Mares Hernández nació el 13 de junio de 1988 en la

ciudad de León, Guanajuato. Psicóloga de profesión, dedico este escrito a

mi abuelo, ejemplo de alegría y sabor por la vida.

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vacaciones en el ranchoMaría Eugenia Torres Madrazo

A mí en lo particular, siendo niña, me encantaba escuchar las his-torias que platicaban los adultos mayores y tengo un amplio reper-torio de ellas: de mis papás, mis tíos, las personas que trabajaban en la casa, pero sobre todo, de mi mamá grande, ya que vivía|| con nosotros y era una narradora excelente. No habiendo televisión en esa época, era un verdadero deleite sentarnos en el porche de la casa como a la 6 de la tarde, refrescándonos con vasos de agua de limón bien fría, esperando con cierta impaciencia que nos con-tara historias, ya fueran de santos y milagros, de la época de los Cristeros o la Revolución, anécdotas de su vida de jovencita, cómo conoció al único amor de su vida, mi abuelo Luis con el cual se casó y que, desgraciadamente, murió muy joven, dejándole 4 hijos que también murieron en los primeros años de su viudez. En fin, temas no le faltaban. La bola de chiquillos la escuchábamos atentamente mientras ella tejía o bordaba, pues nunca estaba desocupada, pues decía que la ociosidad era la madre de todos los vicios.

Cuando terminaba su relato, mis hermanos y mis amigos nos sa-líamos a la calle a jugar al bote pateado, las escondidas, los encan-

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tados, tú la traes, en fin, juegos no nos faltaban y peligro no había en las tranquilas calles de Bellavista, pues todos los vecinos nos conocíamos y el único miedo que teníamos era al “viejo del costal” o a “Juana la loca“, que en realidad nunca aparecieron, pues sola-mente existían en nuestra imaginación, ya que las muchachas del servicio con ello nos asustaban para hacernos regresar a la casa antes de que oscureciera.

Pasaron los años y a mí se me quedó la costumbre de platicarles a mis hijas y sobrinos algunas de aquellas historias que me parecían tan divertidas y también vivencias mías por supuesto.

En una de esas ocasiones en que estaban de vacaciones mis hijas, una de ellas me preguntó: ¿oye mami, cómo eran tus vacaciones cuando eras niña?

Rápidamente me vinieron a la memoria los recuerdos de esa época y comencé el relato diciéndoles que mi papá tenía una hacienda que había sido de su abuelo, a 12 kilómetros de San Pedro Piedra Gorda (hoy Ciudad Manuel Doblado) y, cuando llegaban las vacaciones, que en ese entonces eran a finales de noviembre y todo diciembre –claro, también las de Semana Santa y Pascua- a mi hermano Pedro Carlos y a mí, que éramos los más chicos de nuestra numerosísima familia, nos llevaba mi papá a la hacienda o mejor dicho al rancho de San Miguel del Sauz.

¡Qué emocionante era la víspera!, preparando nuestro equipaje que llevaríamos al día siguiente, mi mamá encantada se ocupaba per-sonalmente de que nada les faltara a su par de criaturitas. Antes de partir nos daba todas las recomendaciones prudentes y por su-puesto su bendición (sin lágrimas), yo creo que en el fondo para ella

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era un alivio, pues ya sabía que durante 4 semanas descansaría de nuestras continuas travesuras.

En la calle Miguel Alemán casi esquina con lo que ahora es el Eje -que en ese entonces no existía- tomábamos el camión y mi papá compraba los boletos para el viaje o corrida como le decían. Los camiones eran de la línea Triángulo Verde y como a las 12 o 1 de la tarde, (porque nunca eran puntuales) salíamos llenos de emoción por volver a ver a nuestros amigos del rancho.

El camino se me hacía eterno, pues el famoso camión iba suma-mente despacio, o a mí así me parecía. No tenía asientos en hilera de dos en dos como son ahora, sino que eran dos bancas de madera a todo lo largo de ambos lados. Ya tomando carretera, mi papá comenzaba a rezar no sé cuántas oraciones, entre ellas como 10 Magníficas, que es una bella oración muy larga y complicada pero a fuerza de oírsela tantas veces mi hermano y yo ya nos la sabía-mos de memoria. Ya con ese salvoconducto llegábamos sin contra-tiempos a la primera parada que era San Francisco del Rincón, en donde le checaban las llantas, el aceite y el agua, pues no era para menos, después de tantos kilómetros de viaje.

En esa parada bajaban algunos pasajeros y subían otros cargan-do huacales de tunas, cajas de zapatos, pollos, guajolotes y hasta marranitos que no paraban de chillar; pero a todos esos animalitos por fortuna los acomodaban en el techo del camión, y proseguía-mos nuestro recorrido hasta Purísima de Bustos, otra parada: más pasajeros, cajas de cartón amarradas y más animalitos que acomo-dar; minutos después continuaba nuestro viaje para ver más ade-lante las huertas de nogales y membrillos, pues habíamos llegado a Jalpa de Cánovas. ¡Tercera Parada! Anunciaba el ayudante del

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chofer y esa escala sí me gustaba porque mi papá nos compraba bolsas de membrillos y nueces de cáscara de papel que, juntando dos en la palma de tu mano con un leve apretón, se abrían y eran deliciosas.

Pero todavía nos faltaba el trayecto más largo y ya no habría para-das, así es que ya pardeando la tarde llegábamos a nuestro destino, directos al templo del pueblo, a recibir la bendición del santísimo que, según tengo entendido, era a las 7 de la noche, pues teníamos que dar gracias a Dios de llegar con bien después de tan larga y peligrosa travesía (según mi papá).

A la salida del templo, era costumbre de los parroquianos sentarse en las bancas del jardín a escuchar la música, si por suerte tocaba la banda ese día, o si no, simplemente a platicar y pasar el rato y por supuesto mi papá saludaba y platicaba con toda la gente que conocía (que era todo el pueblo), perdiendo la noción del tiempo. Ya cuando veía a sus retoños verdes y al punto del desmayo, pues no habíamos comido más que membrillos y nueces, mi papá se des-pedía amablemente de sus amigos para llevarnos a comer a una fonda, que era lo único que había en ese entonces.

A la salida de la fonda ya estaban esperándonos don Juan y don Fermín, dos caballerangos del rancho con tres caballos ensillados y listos para recorrer el último tramo y llegar por fin a nuestro desti-no. Mi papá montaba un caballo llamado “el Africano”, negro como su nombre; Pedro Carlos al “Cantarito” y a mí me trepaban en una yegua llamada “la Cariñosa”, era alazana y de un temperamen-to dócil y obediente o por lo menos eso decía mi papá y eso me daba confianza. Si por esas fechas no había llovido, era más fácil el camino, si por el contrario era época de lluvia, entonces se po-

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nían más feos los caminos, pues había vados y arroyos, y cuando la corriente iba crecida nos amarraban a la montura del caballo para no caernos, ya para esas horas alumbrados con la luz de las estrellas. Yo creo que cabalgábamos dormidos por el cansancio y la corta edad que tendríamos. Cuando allá a la distancia oíamos ladrar a los perros sabíamos que habíamos llegado y salía también doña Margarita con una lámpara de petróleo y nos cargaban medio dormidos hasta depositarnos en nuestras camas.

Al día siguiente el despertador sonaba a las 5.30 de la mañana y co-menzaba nuestro día dando gracias a Dios, pues mi papá era una persona muy apegada a sus creencias religiosas. Después íbamos a ver ordeñar las chivas, para regresar más tarde a desayunar y eso no me gustaba nada, pues doña Margarita, esposa de don Fermín, era la encargada de la casa, la cocina y de pilón de nosotros dos. Una mujer sin lugar a dudas muy buena y trabajadora pero el arte culinario no se le daba muy bien, muchos años después comprendí que no era que no supiera cocinar, sino simplemente así se comía en el rancho y nosotros no estábamos acostumbrados a comer con manteca y todo cocinado con leña. Así es que para comenzar, nos servían en un plato enorme de peltre avena con leche de chiva, sin ni siquiera un leve sabor a canela, azúcar o vainilla, era horrible, después seguían unos huevos estrellados nadando en manteca y frijoles de la olla medios duros, pero mi papá no admitía reclamos y menos de niños remilgosos, así es que no podías levantarte de la mesa si no habías terminado todo, pasaba el tiempo lentamente y yo con mi plato enfrente paseando la avena de un lado para otro que, después de media hora, aquello ya parecía engrudo.

Para darnos tiempo de terminar, mi papá se ponía a leernos la historia de México o de la Segunda Guerra Mundial que también

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le apasionaba enormemente, aunque yo no entendía absolutamen-te nada y cuando más entretenido estaba en la lectura, nosotros aprovechábamos para deshacernos de la comida, contando con la complicidad de dos gatos que ahí vivían, llamados ingeniosamente “el Líder” y “el Segundón”, y mientras él continuaba leyendo noso-tros terminábamos nuestro desayuno alimentando a los gatitos.

Y entonces sí teníamos todo el día libre para recorrer los alrededo-res de la presa y jugar hasta que nos cansábamos de tirar piedras al agua y mojarnos, ver las parvadas de patos que tomaban agua de la presa, buscar nidos de golondrinas, cortar flores y todo lo que se nos ocurría, pero eso sí, a las tres de la tarde regresar a comer, para después seguir jugando toda la tarde para volver en punto de las 7 de la noche que era la hora de rezar el rosario en la capilla del rancho; después, sentados bajo los arcos del corredor, a escuchar muchas historias de tesoros enterrados y aparecidos.

Pasaban las vacaciones, la noche anterior a nuestra partida nos despedíamos de nuestros amigos con mucha tristeza, pero al mis-mo tiempo con la ilusión de regresar a nuestra casa. El viaje de regreso era igual, las mismas paradas pero con otros viajeros, la única diferencia era que el regreso tomábamos el camión a las 7 de la mañana para llegar temprano a nuestro querido León.

Con gran alboroto éramos recibidos por la familia y nuestros ami-gos, no faltaban los comentarios sobre nuestra apariencia ¡qué bar-baridad, estos niños parecen unos facinerosos!!!, e inmediatamente se daban a la tarea de higienizarnos de la manera más exagerada que puedan ustedes imaginar. Primero nos sentaban al sol en ropa interior y con una bomba de DDT nos fumigaban la cabeza por aquello de los piojos y así aguantábamos el sol y la picazón del

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desinfectante, después ponían a hervir jabón de pan y nos metían a una tina para darnos las primeras talladas con estropajo y piedra pómez, y luego de varias talladas y cambios de agua por fin nos sa-caban, untándonos cremas y violeta de genciana en picaduras, ras-pones y escoriaciones. Por fin, ya rechinando de limpios, podíamos sentarnos a comer en la mesa y eso sí era todo un festejo, pues ese día la comida era hecha especialmente para darnos la bienvenida y ya de sobre mesa platicábamos nuestras aventuras, que a nosotros nos parecían increíbles.

Unos años más tarde tuvimos la oportunidad de conocer Disneylandia, el mundo de la fantasía y eso era exactamente: un mundo fantástico lleno de personajes de cuento que salían a tu paso y podías saludarlos y tomarte fotos con Miky Mouse, el pato Donald, Pluto, Pinocho, la Cenicienta en su hermoso castillo de cuento de hadas, en fin todos esos personajes que a los niños de to-das las épocas les fascinan… aunque me emocioné mucho, nunca me trasmitieron más que una sorpresa momentánea.

No, mis pequeños oyentes nunca podrán entender que el recorrer 68 kilómetros de distancia pudiera ser para nosotros una aventura tan fascinante, en esas noches donde la luna y las estrellas brilla-ban como en ningún otro lugar he visto, compartiendo elotes asa-dos, con personas tan buenas y sencillas, lejos de las apariencias y el consumismo, con nuestros amigos Ricardo, Luciano, Margarita, Lourdes, Rosita, Pablo y Juan.

Tengo 3 hermosos nietos: Isabel, Nicolás y Juan Cristóbal, los dos últimos todavía no entienden esto, pero a mi nieta mayor ya le plati-co algunos recuerdos y se entusiasma mucho, cosa que me alegra, pues a pesar de la tecnología de estos tiempos y que ella ya domina

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bastante, se queda sorprendida con las aventuras de su abuela, lo que me confirma y creo es que las historias orales tienen una ma-gia que nunca pasará de moda, pues poseen un encanto especial y espero que, como a mí, se le queden grabadas en sus recuerdos.

María Eugenia Torres Madrazo nació el 8 de abril de 1951 en León, Gto.,

ciudad donde todavía radica, es ama de casa.

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la historia De Mi PriMer carroJ. Guadalupe Muñoz PadillaVerónica Elizabeth Muñoz Lozano

Por 1953, compré un carrito Playmont 1940 que me costó $1,500 pesos. En esa fecha, un primo hermano mío, llamado José Pérez Padilla, me invitó para que lo apadrinara en su boda, la cual se lle-varía a cabo en Villa de Corona, un pueblo de Jalisco; yo entonces vivía en León, Gto. El carrito no tenía placas ni yo licencia, por lo que no me animaba a llevarme el coche, ya que me estaba enseñan-do a manejar; pero un amigo mío me animó, porque él decía que sabía manejar muy bien, que había manejado tráiler. Otro amigo, llamado José González, me prestó unas placas de cartón que de-cían “de traslado”, con lo que me animé a llevarme el coche, con puro valor mexicano, porque esas placas eran para coches nuevos, pero corrimos con tanta suerte que nunca nos encontramos un tránsito. Me acompañó Andrés Orozco, el que según él iba a mane-jar y mi hermano Benjamín.

Teníamos que pasar a San Juan de los Lagos a recoger al novio, porque él era de ahí, entonces le digo a Andrés:

—Llévate tú el coche—. Íbamos subiendo por la Cruz de las Hilamas, cuando lo vi que iba haciendo zig zag, entonces le dije:

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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—Mejor pásame el volante—.

No le tuve confianza y yo me llevé el carro, yo lo manejé. Pasamos por San Juan de los Lagos y recogimos al novio. Llegamos más o menos a la orilla de Villa Corona, que es de aquel lado de Guadalajara, rumbo a Manzanillo, como a las 12 de la noche. Me estacioné a un lado de la carretera y nos quedamos platicando. Subí los crista-les del carro porque estaba haciendo mucho calor y había muchos moscos. El novio nos dijo:

—Vámonos quedando aquí porque ahí en el pueblo hay muchas brujas y han amanecido personas sin cabeza.

En lo que estábamos platicando en el coche empezamos a ver en unos cerros que están ahí junto al pueblo unas luces como bolas de fuego que subían y bajaban del cerro, como que volaban de un cerro a otro. Ellos decían “son las brujas que andan ahí volando”.

Al amanecer fuimos al templo del pueblo; el cura José García, que le decían Chepe, era pariente de nosotros. Nos recibió muy ama-blemente y nos fuimos directo a dormir a las camas del curato. Cuando nos levantamos el señor cura nos dio de almorzar y ahí estaba mi tía Lupe Padilla, mamá del novio, y mi prima Sanjuana, hermana del novio que iba a ser la madrina junto conmigo. Llevé a mi tía, mi prima y al novio a otro pueblo que se llama Atotonilco el Bajo, a recoger a la novia, que era hermana del señor cura de ese pueblo. Ellos fueron a la casa de la novia porque la boda iba a ser en Villa Corona, y mientras yo me quedé en la plaza del pueblo.

En una caseta que vendían refrescos y tequila me tomé un caballito de tequila, me costó 20 centavos, vi hacia la orilla del pueblo una

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laguna, fui a verla en el coche y había como una playa y me fui metiendo con el coche para llegar junto al agua, me adentré y no llegué al agua, era el puro reflejo del sol en la arena. Pero sí se me atascó el coche en la arena, ya no podía ni para atrás, ni para ade-lante y tuvo que ir el cura, el hermano de la novia, con un tractor a sacar mi coche.

Llegaron los novios, mi tía y mi prima, nos despedimos del cura y nos fuimos a Villa Corona. Ahí, como ya dije, el cura era pariente de nosotros y con él vivían una hermana y un hermano solteros. Al otro día, cuando nos levantamos a vestirnos, estaba oscuro, la misa era a las 6 ó 7 de la mañana, porque así se acostumbraba en esos pueblos. Aún tengo una foto del casamiento.

De ahí nos fuimos a almorzar al curato y hubo vino, que no me acuerdo quién lo pagó, si el cura, nosotros o el novio. Como llevá-bamos guitarras mi hermano Benjamín y yo estuvimos todos to-mando y cantando, empezamos a cantar “Camino de Guanajuato”, y Andrés se entusiasmó tanto que pegó un grito, se paró y se fue sobre la mesa, aventó las botellas y había una vitrina enfrente, le rompió los cristales. El cura nada más dijo: “Ay Andrecito”, era un santo ese cura. Después de eso, sería por la vergüenza, se salió y se fue a aventar sobre las flores del jardín que estaban frente al curato, y eso que tenían malla. Andrés era gordo y cayó desparramado de pecho sobre las flores. Al otro lado del templo había un cuartel de soldados federales, pero no dijeron nada, tal vez por respeto al cura. Fuimos a levantar a Andrés y nos lo trajimos al curato, andaba bien borracho.

El cura era muy pobre, porque muy poca gente era católica ahí y le daban pocas limosnas, había mucha competencia de protestantes.

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

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Para sacar gastos, vendió boletos entre nosotros para rifar $15.00, no me acuerdo de cuánto era el boleto, yo me lo saqué y se los re-gresé. En la reunión había dos muchachas del pueblo, yo creo de las que le ayudaban al padre, una se llamaba Xóchitl y otra Araceli, me invitaron para que conociera una mina de arena en la orilla del pueblo, que le decían “el hotel”, estaba excavada en un cerro y tenía tres piezas donde extraían la arena y en el frente tenía grabado “hotel”, palabras grabadas en la pared que venía a ser el frente del cerro.

Luego me invitaron a un río, que es un paseo que hacen ahí donde se van a bañar, que le llaman “Los Chorros”, porque tiene varias caídas de agua: entre las peñas que están dentro del río caen los chorros de agua. A los lados del río había muchos árboles de man-gos verdes.

Los novios se fueron a viaje de bodas, yo me traje a mi tía, a mi prima, a Benjamín y a Andrés. Le dimos las gracias al señor cura que nos trató muy amablemente los dos días que pasamos ahí, en Villa Corona. A mi tía y a mi prima las dejamos en San Juan de los Lagos y nosotros nos venimos a León. Nunca volví a Villa Corona, pero siempre he tenido ganas de regresar. Aquí se acaba la historia de mi primer carrito.

J. Guadalupe Muñoz Padilla nació en San Julián, Jal., el 14 de noviembre

de 1930; actualmente vive en León, Gto., es jubilado.

Verónica Elizabeth Muñoz Lozano nació en León, Gto., el 14 de junio de

1964; su actual lugar de residencia es León, Gto., donde ejerce profesional-

mente como Psicoanalista.

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la tercera eDaDAdela Ponce Obregón

Llegar a la tercera edad puede significar muchas cosas. Con op-timismo, es abrazar todo lo bello que se ha tenido a través de los años; pero también se hace un balance de todo lo que hubieras querido ser y hacer, y que en mi caso lo único que me lo impidió fue esa educación sin apertura ni probabilidades de decidir. “Vas a estudiar lo que hay en el pueblo, a trabajar –si quieres- y después a esperar con quién casarte”, en mi caso bastante problemático: era la muchacha más popular, todos eran mis amigos, pero a la hora de casarse, se casan las bonitas y las ricas. Yo no era ni lo uno ni lo otro, cosa que pensé no envidiaba, pero ahora me doy cuenta de que hubiera querido hacer mucho antes de casarme.

Ese volver la mirada atrás y ver el derroche de vitalidad que ponía en todo, pero sin un proyecto, sin un destino y con el único fin de que mis hijos no vivieran ese esquema.

La palabra “amor” a los 20 años tiene un significado distinto al que uno le encuentra después de los 60. Muchos piensan que a esta edad ya no se siente: sí se siente y con más intensidad, nada más que ahora requiere de muchos atributos aparte del flechazo y

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cuando piensas cómo pudiste haber comenzado por otro sendero y ni siquiera te diste cuenta, hasta muy tarde, quisieras empezar, hecho imposible.

Siendo joven, cuando los adultos mayores hacían este tipo de re-flexiones, yo pensaba “amargados, resentidos”, y fue entonces cuando empecé a pensar así yo misma, cuando estudié mi pasa-do: desde que nací en una pequeña ciudad me trasmitieron varias creencias: que éramos de las mejores familias, las más educadas, las más queridas; afirmaciones que por un lado me dieron mucha seguridad, pero por el otro: ¡me engañaron!

Hay por supuesto cuestiones difíciles a esta edad. De alguna ma-nera “agriarse”, volverse un viejito(a) cascarrabias es tan natural a la vejez como la rebeldía a la adolescencia. Y hay muchas razones para ello. Nuestra opinión cada día es menos solicitada, nos senti-mos de alguna manera “arrinconados”. No puede uno intervenir en cuestiones de la educación de nuestros nietos, ni en prácticamente nada de la vida de nuestros hijos, y la experiencia se han salido de los cánones y criterios que nos son familiares.

La plática ya no entra en nuestros temas y nuestras experiencias; hablan de cuestiones tecnológicas que no comprendemos, y ade-más dan por descontado que nosotros no entenderíamos. Una ami-ga hace poco nos preguntaba “¿qué no pueden platicar de algo en lo que yo pueda opinar o intervenir?”.

A muchos viejos les recriminan que se han vuelto repetitivos, pero… ¿cómo no, si estamos arrinconados? Si nuestras vidas ocu-rren en un ámbito cada vez más pequeño. Y además es que cada vez vamos perdiendo parte de la memoria e incluso nos saltamos

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generaciones, haciendo una mezcla. Yo tuve la experiencia cuando Bellas Artes cumplía 80 años de su fundación, y tuve el privilegio de ser invitada, pero me encontré en un mundo ajeno al mío, no conocía absolutamente a nadie. Estando ahí, vino a invitarme a su mesa una persona de Guanajuato y me presentó a su yerno mayor. A la hora que me dio su nombre, éste y su físico coincidía con un bailador mío de los años cincuenta y me trasladé automáticamente a aquella época de mi juventud. Cuando él me dijo: “Mucho gusto Señora”, le respondí: “¿Cómo qué Señora? si tú y yo bailamos como trompos infinidad de veces”. Su suegra intervino inmediatamente y me aclaró que el joven en cuestión es hijo de aquel a quien me estaba refiriendo. Y hubo una risa generalizada de toda su familia. Como mencionaba al principio, siempre hablamos de las desventa-jas de la vejez, no obstante tiene también ventajas excelentes, entre otras: recordamos muy escuetamente lo desagradable e intensifica-mos lo bueno que nos ha dado la vida.

Yo, en 80 años, por supuesto que viví nubarrones negros que exis-ten en casi todas las relaciones, pero trato de no recordarlos, sim-plemente porque viví una maravillosa historia de amor que para mí es inolvidable. Fui el amor de la vida de Manuel, mi marido, como él de la mía. Mis padres, figuras únicas en mi vida, me dedicaron cada minuto de su tiempo y de su vida; sin embargo, la intensidad con que he amado a cada uno de mis hijos, colma cualquier expectativa de vida.

De mi papá tengo recuerdos que me marcaron para siempre. Era el caballero de saco y corbata que no se sentaba a la mesa en camisa. Tenía el don de la simpatía; tenía la palabra justa para cada perso-na, y a través de los años fue el consejero del pueblo. Mis primos,

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que eran muchos, y los hijos de sus amigos, iban por sus consejos, que les servían y les divertían. Dios me concedió que sus últimos 10 años viviera conmigo, y en ese momento no lo valoré como ahora lo hago; pude haberle dado mucho más, pero de eso me doy cuenta a través del tiempo.

De mi mamá podría contar mil anécdotas que ahora me hacen reír, pero que en aquel momento me hacían pasar disgustos. Pongo como ejemplo, cuando a mis amigas anoréxicas que llegaban a sa-ludarla les decía: “qué guapa te ves así de repuestita”. Advierto que jamás lo hizo por hacer daño o molestarlas, sino que para ella los kilos eran parte de la belleza.

Ninguno sabemos cuánto más vayamos a vivir, pero desearía no ser tan longeva como toda mi familia. De los que recuerdo, todos rebasaron los 80 años, en una época en que esa edad no era un estándar de vida. En los años que me queden, quisiera tener el ánimo que tengo ahorita, porque todo me gusta, quisiera viajar, en fin, seguir gozando de la vida.

Adela Ponce Obregón nació el 13 de mayo de 1933 en Celaya, Gto., ac-

tualmente vive en León, Gto., y su ocupación es comerciante.

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ahora es fácil ser MuJerTeresa Calderón PaniaguaPedro Flores Maldonado

Nací en El Timbinal, Guanajuato en el año de 1933, cuando el ran-cho era un montón de casas, la mayoría de piedra y tejas rojas, y otras de puro zacate. Los callejones, unos eran de tierra negra y resbalosa y otros estaban empedraos. La calle de mi casa la em-pedraron cuando yo tenía seis o siete años. Me acuerdo que para hacer casas y para empedrar se juntaba un grupo de amigos y ayudaban sin cobrar nada, por eso no era tan caro hacerse de una casa: las piedras sobraban y la mano de obra se conseguía por amistad o por parentesco. En El Timbinal lo difícil era el agua: la sequía y el sol tan caliente hacían que la tierra se partiera y los árboles se secaran casi por completo. En tiempo de aguas reverde-cía todo y salían por montones las tempranillas, las estrellitas, las santamarías, los girasoles…

Yo soy güera pero nunca me caló el sol. Llegaba bien quemada de la cara cuando íbamos a lavar a la presa de Los Caballos; nos levantá-bamos antes de que cantaran los gallos y cuando empezaba a rayar el sol ya estábamos en camino. Allá mismo poníamos a cocer una olla de frijoles y unas calabacitas tiernas. Después de haber lavao medio día, nos sabían a gloria las tortillas calentadas en las brasas.

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Al bajar el sol regresábamos bien cansadas, pero contentas por-que traíamos toda la ropa limpia y ese día habíamos descansao del aburrimiento del quehacer de la casa. Estábamos acostumbradas a caminar distancias grandes y además cargando cosas pesadas, pues diario íbamos a traer agua desde El Cuervo, hasta cuatro o cinco cántaros y en el mero rayo del sol. A veces nos ardían los ojos por el polvo y el calor, pero llegábamos y dejábamos ese cántaro y volvíamos a subir y bajar cuestas para traer otro. Una vez me caí y el cántaro se hizo pedacitos, uno me entró aquí en la mano y se me quedó, ahí lo traigo, por eso, como ves, no puedo doblar el dedo meñique. Era duro, porque además de ser mujeres éramos bestias de carga y las responsables de que la casa estuviera limpia y en or-den. Los hombres también sufrían, no te digo que no, pero no igual: ellos llegaban del campo a descansar, a pedir la comida, a salirse al callejón a platicar con otros, ellos no ayudaban en los quehaceres de la casa…¡Qué esperanzas!

Además, los hombres tenían la ventaja de que los dejaban ir a la escuela, creo que había de primero a tercer año. Los que querían o podían seguir estudiando, tenían que irse a Yuriria o a Morelia. A las mujeres no nos permitían asistir a la escuela, nos enseñaban a leer en casa (las que tuvimos suerte), muchas de mis amigas nunca supieron leer. ¡Imagínate que fuéramos a poder salir a estudiar y trabajar…mmm! No teníamos voz ni voto para nada, sabíamos que había votaciones porque oíamos que los hombres iban a votar a Yuriria, pero ni la intención hacíamos por ir, estábamos acostum-bradas a estar sin más derecho que el de trabajar todo el día. Tú me dices que las mujeres comenzaron a votar en 1953, bueno, para ese año yo ya estaba casada, pero yo creo que sólo se supo en las ciudades grandes, porque las mujeres de los ranchos ni cuenta nos dimos que ya se había conseguido eso. Yo empecé a votar hasta

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que viví aquí en Jalisco y ya era natural que también las mujeres votaran, pero a mí todavía me daba vergüenza ir, como que no me acostumbré fácil a andar haciendo cosas de hombres.

A veces me da coraje pensar que nos criaron tan encerradas y con tantas limitaciones, que no nos dieron el derecho de ir a la escuela, siquiera para poder defenderse uno… como si ser mujer fuera un pecao. Una de las pocas distracciones que teníamos era ir a la iglesia a rezar, otra era cantar. Cantábamos mucho y cantábamos bien, porque eso sí, en El Timbinal es raro el que canta feo, hom-bres y mujeres saben cantar bonito. Los hombres aparte de cantar saben tocar algún instrumento, como casi todos están la banda o en la orquesta... Hubo un tiempo en que hasta los niños tocaban. En las noches a veces se juntaban dos o tres muchachos y con una guitarra o un acordeón se ponían a cantar en la Ceja del Cuervo y las canciones se oían en todo el rancho. Mis hermanas y yo suspirá-bamos… ¡Qué tan bonito fuera que pudiéramos ir a cantar también nosotras!

En tiempo de aguas, quedaba el rancho totalmente aislao, no ha-bía forma de ir a Moroleón, ni a Yuriria, ni a Salvatierra por todas partes eran unos lodazales resbaladizos, salitrosos, imposibles de caminarse, ni a caballo se podía pasar. Si había una emergencia caminábamos hasta El Cuervo y llegábamos a Santa Ana Maya y de ahí a Morelia; por eso, enfermarse o pelear en tiempo de aguas era muerte segura. ¡Y los hombres que en vez de hablar o agarrarse a golpes, se daban de balazos, a veces nomás porque se mentaban la madre!

Ahorita, cuando voy a El Timbinal y lo veo tan cambiao, siento algo extraño. Echo de menos las cercas de piedra llenas de nopal tasajo;

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los callejones ya no están empedraos, los convirtieron en planchas de cemento caliente, ya no hacen tortillas a mano porque la gente se acostumbró a las de tortillería. Dos o tres mujeres hacen atole blanco, pero no sabe igual que el que hacíamos, porque no lo mue-len en el metate, sino en el molino.

Las casas son de ladrillo, bonitas y grandes, pero solas la mayor parte del año: mucha gente se han ido al Norte. Es un rancho más grande, pero silencioso y menos bonito que antes. Las mujeres ya no sufren: ahora hay agua en las casas, van camiones a vender garrafones, compran hechas las tortillas y el atole, a veces también la comida; ya no van a la leña porque todas cocinan con gas, tie-nen lavadora, compran ropa que no necesita plancharse, si quieren pueden ir a la escuela… ahora es fácil ser mujer. ¡Las hubiera visto antes!

Teresa Calderón Paniagua nació en El Timbinal, municipio de Yuriria,

Gto., el 7 de octubre de 1931; actualmente radica en Soyatlán de Afuera,

Tamazula, Jal., es ama de casa.

Pedro Flores Maldonado nació en Colima Col., el 18 de diciembre de 1984;

actualmente radica en Buenos Aires, Argentina, y es director audiovisual.

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la viDa no regresaRosario Morquecho MagañaMa. Consuelo Maldonado Calderón

Como fui la primera hija de la familia, apenas comencé a caminar y ya estaba ayudando en los quehaceres de la casa. En aquellos tiempos, El Trapiche no tenía agua entubada y había que ir a lavar la ropa, a bañarnos y a lavar los trastes al río. Cuando lavábamos los trastes, teníamos que hacer un hoyo junto a la corriente para que el agua se filtrara y estuviera bien limpia. Mi mamá me man-daba a lavar los trastes todos los días, pero me los contaba al salir de la casa y luego al llegar, para ver que no se me hubiera perdido o quebrado ninguno; a mí me daba siempre mucho miedo, así es que los llevaba y los lavaba con cuidado. Si se me rompía alguno, me pegaba y me decía maldiciones. Era difícil llevar y traer todas las ollas, platos, cazuelas y jarros sin que les pasara nada, en primer lugar porque eran de barro y en segundo porque había que cruzar zanjones que quedaban después de los aguaceros, porque no había calles empedradas y con banquetas como ahora; eran callejones de tierra suelta, llenos de hierbas y terrones; las casas estaban lejos una de la otra y todas esas cuadras que hay junto al río, eran po-treros que teníamos que atravesar.

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Una vez, se me quebró una olla y yo desde ese momento comencé a sentir ya como un vacío en el estómago, sabía que me iba a ir muy mal. En cuanto llegué, mi mamá comenzó a contar de a uno en uno, cada plato, cada jarro… maliciaba que había faltantes porque me veía asustada, en cuanto notó que faltaba una olla, me tomó por los cabellos y aunque me dio de golpes seguía enojadísima y me dijo:

—Te voy a colgar—. Trajo una soga, le hizo el nudo y la pasó por el caballete de la casa, luego me amarró del cuello y dio el jalón. Yo llo-raba, pero no le decía nada. Cuando sentí que mis pies no tocaban el suelo, creí que iba a morir, me sentí muy sola y muy desdichada, pensé:

—Qué poquito valgo… menos que una olla de barro.

Cuando me bajó, me daba trabajo respirar y tenía en el cuello la ras-padura que me había dejado la soga. Todavía estaba yo en el suelo cuando llegó una de mis tías y comenzó a alegar con mi mamá por lo que me había hecho y le dijo que si no me quería, que me dejara ir a vivir con ella.

—Que se largue-, dijo mi mamá.

Entonces yo me fui a la casa de mi tía. También ahí había mucho trabajo, pero ella era buena conmigo, me trataba bien.

Pasaron unos días y yo me imaginaba a mi mamá lavando y plan-chando tanta ropa, haciendo la comida, lavando los trastes y sin nadie que le ayudara; me daba lástima pensar lo cansada que se

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iba a acostar en la noche y comenzó a remorderme la consciencia. Un día en la tarde, le dije a mi tía que me quería regresar con mi mamá para poder ayudarle, porque era mucho el quehacer.

—¿Quieres regresar a que te mate?—. Me preguntó mi tía.

—Es que es muy pesado el trabajo en la casa, y está ella sola, me da lástima—. Le contesté.

—Pero te maltrata mucho—, insistió mi tía.

—Sí, pero de todos modos es mi mamá, ella me dio la vida y sea como sea, me da lástima con ella.

Al otro día temprano me llevó mi tía y le dijo a mi mamá que yo me quería regresar.

—Pues como ella quiera—. Dijo mi mamá sin mirarme y sin pres-tarle atención a mi tía. Yo me quedé y comencé a hacer los queha-ceres que antes me tocaban. Volví a salir al río a lavar los trastes, como siempre iban contados y si me faltaba alguno al llegar, recibía mi castigo, pero ya no volvió a colgarme.

Ahorita, cuando platico esto, puede parecer más feo de lo que era, porque en esos años no había televisión ni tanto transporte para ir a Colima, así es que el trabajo era también una forma de distraernos, aparte de ir al jardín un ratito o a la iglesia. No todo era tristeza, me acuerdo que mis amigas y yo éramos tremendas: jineteábamos a escondidas, cuando íbamos a lavar y pasábamos junto a un corral de ordeña; lazábamos becerros chicos, les poníamos el pretal y nos montábamos… nos dimos cada porrazo… pero nos gustaba.

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A mí siempre me gustó trabajar, traer dinero, comprarme mis co-sas. A veces le ayudaba a mi abuelita a cocinar sopitos para vender y ya de más grande trabajé en la tienda de Pedro Montaño; con él duré muchos años, hasta que me casé, luego comencé a vender cena: sopes, pozole, tostadas y me ha ido bien en eso.

Hay algo de lo que me arrepiento mucho, pero la vida no puede regresar para que uno haga las cosas de manera diferente: yo fui muy dura con mis hijos, no tanto como mis padres conmigo, pero no fui cariñosa y también les pegaba cuando se portaban mal o ha-cían algo que me diera coraje. Me da mucha tristeza no poder hacer nada para cambiar eso; tengo la esperanza de que no me guarden rencor, igual que yo no se lo guardo a mi mamá. Uno piensa que es la manera de educar, de hacerlos hombres de bien… ¡Y qué equivo-cado está uno!, pero eso lo sabemos hasta que ya no tiene remedio. Mis hijos y yo nunca hablamos de eso, pero yo sé que no son cosas que se olviden, aunque se perdonen. ¿Ya qué puedo hacer?

Ahorita trato de que a mis nietas les vaya bien, les enseño a cocinar, a atender la cenaduría, a valorar su trabajo. Quiero que aprendan a ganar su dinero para que nadie les grite ni las maltrate. Me da gusto cuando las veo ir y venir sin miedo, cuando me platican de algo que les pasa, cuando se ríen a carcajadas junto con mi nuera, cuando ven a mi hijo llegar y van a abrazar a su padre como yo nunca pude hacerlo con el mío.

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Rosario Morquecho Magaña, nació en El Trapiche, municipio

de Cuauhtémoc, Col., el 18 de enero de 1951; actualmente radica en esa

misma localidad y desde 1977 atiende una cocina económica y cenaduría.

Ma. Consuelo Maldonado Calderón nació en El Timbinal, municipio de

Yuriria, Gto., el 23 de julio de 1956; actualmente radica en Colima, Col., y es

maestra comisionada a la Supervisión de Secundarias Técnicas.

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una terrible exPeriencia Profesional

J. Sergio Chavarría Castillo

Por fin terminamos el internado. Era el fin de los seis años aca-démicos de la carrera de Médico Cirujano que cursamos en la Universidad Nacional Autónoma de México. El último había sido un año de gran esfuerzo y largas jornadas en los distintos servicios asignados en los que, a veces, coincidían las guardias del servicio con las de urgencias o las de terapia intensiva, que nos parecían interminables y nos obligaban a permanecer en el hospital, hasta por tres días continuos con muy pocas horas de sueño y cuando lo hacíamos era en condiciones de suma incomodidad, pues no había camas para los internos pasantes. Sin embargo, para ambos, el Hospital General de México era la mejor oportunidad para apren-der.

Iniciaba la última semana de diciembre de 1969. Lila y yo había-mos celebrado nuestra boda el sábado 27 y nos encontrábamos de “Luna de Miel” en el puerto de Acapulco. No era momento para ana-lizar nuestra situación profesional, debíamos comenzar el Servicio Social en enero del siguiente año, pero ahora, eso pasaba a ser tema a considerar cuando regresáramos del viaje.

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Unas semanas más tarde llegó el momento de partir a nuestro des-tino. Debido a que éramos una pareja de casados, tuvimos opor-tunidad de escoger dos plazas cercanas entre sí, íbamos llenos de ilusiones, estábamos convencidos de que desempeñaríamos una verdadera labor social ayudando a gente necesitada de asistencia médica y social.

Por fin estaríamos ante la posibilidad de poner en práctica los co-nocimientos adquiridos a lo largo de esos 6 años, ahora los enfer-mos acudirían a nosotros para encomendarnos su salud, ya no tendríamos al lado al maestro sabio, imponente y enérgico que nos pusiera nerviosos frente al paciente y los compañeros, pero con-fiábamos en poder resolver debidamente todos los problemas para ayudar a las personas que acudieran a solicitar nuestro auxilio. Sin embargo, tampoco soslayábamos la posibilidad de obtener algún beneficio económico practicando la profesión en forma privada, fue-ra de nuestro horario oficial de trabajo. No logramos tal beneficio, la comunidad era muy pobre, tanto que en varias ocasiones debimos poner de nuestros propios recursos para sufragar las necesidades de atención a nuestros pacientes.

Las plazas a donde fuimos asignados eran: Lila a la ciudad de Tecozautla en el estado de Hidalgo, a la orilla del Valle del Mezquital y cerca del límite con el estado de Querétaro, yo a San José Atlán, municipio de Huichapan, también en el estado de Hidalgo, a 35 ki-lómetros de Tecozautla. Para tranquilidad de ambos rentamos una casa en Tecozautla, que convertimos en nuestro domicilio matrimo-nial. Compramos algunos modestos muebles que me encargué de complementar con cajas de jitomate que conseguimos en el tianguis de los jueves, mismas que después pinté del color característico de

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los muebles de estilo colonial mexicano y que Lila se encargó de adornar con cojines y holanes.

Con eso establecimos nuestra casa en donde mi esposa podría es-tar segura cuando se quedara sola. Afortunadamente, obtuvimos permiso de nuestros jefes para ausentarnos del pueblo respectivo, cada quién dos noches a la semana, más la del domingo, que alter-nándolas, solo pasaríamos dos noches separados; así dos días, Lila venía a pasarlos conmigo y otros dos yo iba a su pueblo, el domingo era libre y podíamos permanecer juntos en uno u otro lugar.

Una vez al mes, viajábamos a la ciudad de México para visitar a nuestros familiares, lo hacíamos en el autobús de La Estrella Blanca, que hacía aproximadamente 4 horas en el trayecto; este mismo transporte solíamos utilizar para el traslado entre nuestros respectivos pueblos.

Los meses transcurrían con relativa tranquilidad y satisfacción de nuestra parte, ya que disfrutábamos nuestro trabajo y habíamos hecho buenos amigos que nos alegraban la permanencia en aque-llos lugares. Sin embargo, ese día las circunstancias se presenta-rían de manera muy diferente: era domingo, un domingo del mes de julio, la tarde anterior mi esposa llegó para pasar la noche conmigo, antes de dormir planeamos levantarnos temprano para esperar la primera corrida de “la Estrella Blanca”, que debía pasar aproxima-damente diez minutos antes de las ocho de la mañana y así poder estar todo el día juntos en “Teco”; yo regresaría a San José el lunes a primera hora. Pero cuando despertamos tuvimos que cambiar los planes, simplemente porque se nos hizo tarde, ahora esperaríamos el autobús que pasaría hasta las diez de la mañana.

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Aún no estábamos del todo listos, cuando escuchamos el claxon de un auto que tocaba insistentemente y voces de un hombre gri-tando: ¡médico, médico!….salí rápidamente, era Ángel, un amigo de Huichapan, su semblante manifestaba un verdadero estado de an-gustia, se encontraba pálido, su respiración era agitada, tanto que con trabajos respiraba y le costó gran esfuerzo contestar cuando le pregunté que ocurría y porqué gritaba así; sumamente altera-do me dijo: ¡pronto médico, te necesitamos, explotó un autobús de la Estrella Blanca, hay muchos heridos, junta tus cosas y tráelas, también material de curación y medicamentos!…..en eso salió mi esposa alarmada preguntando qué sucedía y Ángel exclamó: ¡qué bueno que está aquí doctora, también a usted la necesitamos!

La noticia generó en nosotros una gran inquietud, nos imaginába-mos los dos a bordo de ese autobús llegando a Huichapan, había-mos planeado tomarlo unos minutos antes cuando pasara por San José, ¡Oh, Dios!, ¡si tan solo hubiésemos despertado diez minutos antes, habríamos tenido tiempo de levantarnos y prepararnos para subir en él y ahora estaríamos hechos pedazos, quizás muertos! Nos felicitábamos de no haberlo hecho, ¡pero que absurdo!, felici-tarnos cuando había tantos heridos sufriendo los horrores de la explosión además de los muertos; en verdad eran sentimientos en-contrados: por una parte la profunda consternación por toda esa gente, y por la otra, la tremenda inquietud al pensar que pudimos haber estado en ese autobús cuando explotó, más la tranquilidad de que no hubiera sucedido así.

Rápidamente reunimos sueros, vendas, jeringas, alcohol, analgé-sicos, antisépticos, algunos antibióticos inyectables, en fin, todo lo que pudimos encontrar; lo guardamos en dos maletines del centro de salud y subimos al auto de Ángel. Por el camino, nos comentó

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algunos de los pormenores del accidente, pero conforme nos acer-camos al sitio en que ocurrió, un sentimiento de alivio nos invadió: aunque no dejábamos de inquietarnos por lo que encontraríamos al llegar al hospital, pues el autobús (o lo que quedaba de él) se encontraba en la acera opuesta a la que ocupaba el que venía de la ciudad de México, en cambio éste era el que debía de proceder de Pachuca y que iba de paso para Querétaro. Por lo tanto, el que había explotado no era el que hubiéramos abordado nosotros. Ese sentimiento fue fugaz, pues no nos dio tiempo de detenernos a me-ditarlo, sólo ver el sitio de la tragedia nos llevó de inmediato a tratar de imaginar el estado en que se encontrarían las víctimas.

Llegamos al hospitalito (un centro de salud “B” con doce camas); tanto el vestíbulo, como los pasillos interiores se encontraban in-vadidos por médicos y enfermeras atendiendo a los heridos; más tarde nos enteramos de que a los tres médicos de Huichapan nos habíamos sumado dos más de Tecozautla, otro de Nopala y otro de San Sebastián que también cubrían su servicio social, además de uno o dos más de otros pueblos cercanos y nosotros dos, más unas doce enfermeras de todos esos lugares. La escena era dantesca, heridos por todos lados, algunos con pérdida de la conciencia, otros con heridas abiertas, miembros amputados, gritos de dolor pidien-do auxilio, la mayoría de los heridos se encontraban en el suelo ya que, como decía, el hospital solo tenía doce camas, algunas ya se encontraban ocupadas por otros enfermos, cuando ocurrió el acci-dente, un par de camillas eran ocupadas por otros tantos heridos, los médicos y enfermeras arrodillados hacían lo posible por atender las lesiones.

Lila y yo no podíamos adentrarnos más allá del vestíbulo, que tam-bién contenía unos ocho heridos, algunos semisentados recarga-

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dos en los muros, otros acostados sin moverse y otros más retor-ciéndose de dolor. Todos se encontraban en el suelo, por lo que de inmediato nos arrodillamos también para atender a alguno, aun-que no atinábamos de momento a quién. Escogimos al que más nos llamó la atención por lo terrible de su estado, era un hombre de aproximadamente 45 años, alto y fornido, quizás 1.85 m. de estatu-ra y 100 kilos de peso, se encontraba sentado en el piso, recargado contra la pared, tenía desfigurada la mitad derecha de la cara, no había ojo; la ceja, el pómulo y la mejilla eran un cúmulo de tejidos sin forma, el brazo y antebrazo derechos presentaban desgarres de piel y músculos, con exposición además de huesos y otros tejidos, su cuerpo semidesnudo por la ropa hecha jirones, presentaba un color parduzco, cubierto de tierra, al seguir haciendo un breve exa-men general del herido, noté que en el lado derecho de su abdomen se encontraba incrustada una astilla de madera que sobresalía dos o tres centímetros, al retirarla salió el total que medía unos veinte centímetros; lo más impresionante era que sufría amputación de la pierna derecha que dejaba al descubierto el tercio superior de la ti-bia y terminaba en un bisel puntiagudo 25 centímetros más abajo; el resto del miembro inferior no estaba, solo colgaba la arteria tibial totalmente colapsada y, por lo tanto, sin sangrado.

Es característico que las heridas por contusión sangran poco, pero las de explosión prácticamente no sangran, como ocurrió en ese accidente, pues en todos los sitios en donde se atendían los heridos, casi no había sangre, aun en el sitio del accidente en donde se veían restos de tejidos, como cabellos y masa encefálica embarrados en el muro, a un par de metros del autobús, prácticamente no había restos de sangre.

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Lo más increíble ocurrió cuando, al encontrarnos atendiendo a este herido, se acercó a nosotros un voluntario que anotaba los datos de los heridos para su identificación y auxilio posterior de orden social. Nos preguntó en voz moderadamente baja si sabríamos el nombre del herido que atendíamos, le indiqué que le preguntara a él; el voluntario no podía creer que le contestara yo eso, me repitió la pregunta e insistí en que le pidiera sus datos a él mismo, cuando por fin lo hizo, se asombró y cualquiera lo hubiera hecho, el herido le contestó perfecta y claramente y con voz potente: “Me llamo fula-no de tal, vivo en tal parte y por favor avisen a mi esposa la señora zutana”.

Terminamos de asear sus heridas aplicarle antisépticos y cubrirlas con gasas y vendajes; le habíamos canalizado una vena instalándo-le soluciones endovenosas y analgésicos.

Continuamos con otro joven que prácticamente “reptaba” por el suelo entre lamentos y quejidos, tenía desgarrados el cuello y el hombro izquierdos dejando ver vasos sanguíneos, nervios y múscu-los de esa región, estuvimos atendiéndole en la medida que nos era posible, y a dos personas más, un tanto menos graves.

Para entonces ya habían empezado a ser trasladados los heridos más graves a otras ciudades, habían llegado ambulancias de la Cruz Roja procedentes de las ciudades de Pachuca, Ixmiquilpan, San Juan del Río, Querétaro y el Distrito Federal, en total unas vein-te ambulancias. El total de heridos rebasaba los treinta. Mientras tanto, en el anfiteatro del hospital se encontraban los cuerpos de trece personas más, que murieron en el sitio de la explosión.

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Una vez que la atención se hallaba controlada y la mayoría de las víctimas ya habían sido trasladadas, nos incorporamos para sen-tarnos por un momento en los escalones que conducían hacia los pasillos interiores del hospital y en cuanto tuvimos real conciencia de lo ocurrido, me invadió un sentimiento de angustia y desespera-ción que me hacía implorar en silencio: “¡POR QUÉ…… POR QUÉ!”, sentimiento que se habría tornado en llanto si no me hubiera per-catado de que mi esposa estaba pálida, sudorosa, a punto del des-mayo. Me preocupé aun más, ya que ella cursaba el tercer mes de embarazo pero, por fortuna, sólo fue un estado de angustia similar a lo que yo sentí. Eso nos hizo reanimarnos y tratar de ver la situa-ción en una forma más profesional como la enfrentamos durante las acciones que tomamos con los heridos que atendimos.

Nunca imaginamos que después de participar en múltiples eventos durante los cuatro años que fui practicante en la Cruz Roja en la ciudad de México y dos años mi esposa, también practicando en ese nosocomio de urgencias, nos impactara tanto lo que vivimos en Huichapan. En verdad lo que vimos era una escena propia de lo que ocurre en el frente en una guerra, aun ahora, 43 años después, cuando narro lo sucedido en aquella ocasión, se me hace un nudo en la garganta y tengo que hacer esfuerzos para evitar que el llanto me traicione.

Pero, ¿qué fue lo que causó tal explosión?, al menos nosotros dos nunca lo supimos, se escucharon múltiples versiones, las que más se acercaban a lo probable eran: una que decía que alguno de los pasajeros que hizo la parada al autobús en algún sitio a lo lar-go del camino (esa línea de autobuses no solo subía pasaje en las terminales, sino también a lo largo de la ruta, ya fuera en luga-res identificados como parada, como también en sitios cualquiera)

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metió cohetones en el compartimiento para equipajes sin que el operador se percatara de ello, y que por alguna situación no iden-tificada se prendieron al empezar a bajar el pasaje en la terminal de Huichapan; la otra versión se refería a que no fueron cohetones, sino cartuchos de dinamita.

Esta última versión es más creíble, ya que de haberse tratado de cohetones para la fiesta de un pueblo, en primer lugar debían ser muchos y se hubiera notado el volumen que difícilmente cabría en el guarda equipaje, en segundo lugar, al explotar, los coheto-nes lo hacen en múltiples detonaciones y nadie mencionó nunca que hubieran ocurrido muchas explosiones. En cambio, tratándose de dinamita, para una explosión de esa magnitud se requiere de muy poca cantidad y tal vez, hasta un solo cartucho habría sido suficiente, incluso si fueron varios los cartuchos, estos pasarían inadvertidos envueltos en cualquier lugar.

Desgraciadamente, en éste como en muchos otros casos, la igno-rancia de alguien, con la participación irresponsable de los ope-radores de los autobuses y de los organizadores de esas líneas de transporte, cobraron una vez más muchas víctimas inocentes, in-capaces de defenderse ante su mala fortuna.

Para mi esposa y para mí fue una terrible experiencia que jamás ol-vidaremos y una oportunidad más de participar profesionalmente en una situación extrema de urgencia médica.

J. Sergio Chavarría Castillo nació en la ciudad de México, D. F., el 14 de

junio de 1944. Actualmente reside en Lomas de Comanjilla, Silao, Gto., es

médico cirujano jubilado.

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las herManas hernánDez farfánAlfonso Hernández Castillo Mariana Avila García

Con traje impecable oscuro, de caminar erguido a pesar de sus 85 años, último decano de la comunicación en el estado de Tlaxcala y poseedor de una herencia oral incalculable, pues proviene de una de las familias con más historia y tradición en su natal Huamantla, Tlaxcala, don Alfonso Hernández Castillo o don Popo como le cono-cen en toda la entidad, se acomoda puntual en el viejo sillón de su estudio, donde guarda sus recuerdos más preciados, entre ellos una colección de más de 60 radios antiguos, y se dispone a narrarnos la historia de sus tías: las hermanas Hernández Farfán, conocidas dentro y fuera de su pequeño mundo gracias a las extraordinarias cosas que crearon y que las hicieron inmortales.

Don Popo narra:

“De las cosas que recuerdo puntuales, objetivas y las percibo sin pensar mucho o sin intentar recordar lo olvidado es la riqueza de mi historia familiar, esa historia que heredamos mi hermana Carolina (88 años), quien por más de 60 años ha confeccionado y bordado en oro los vestidos de la Virgen de la Caridad en Huamantla, tradición heredada de nuestras tías; mi hermano José (Cheché) (87 años),

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quien es Cronista del lugar donde nacimos desde hace más de me-dio siglo; y un servidor, que aun siendo adolescente me inicié como locutor y volqué mi mundo en la locución política y cultural de mi estado Tlaxcala y mi ciudad Huamantla.

Sin embargo, nuestra vida familiar y profesional, de mis hermanos y mía, quedó marcada siendo unos niños, pues nuestros cuidados y educación giraban en torno a “Las Hermanas Hernández Farfán”, nuestras siete tías. Y es de ellas de quienes quiero hablar.

Desde el hogar de las hermanas Hernández Farfán había algo má-gico, algo poco convencional. Era un blanco caserón que formaba parte de una callejuela empedrada de la ciudad de Huamantla, allá por los primeros años del siglo XX, albergaba en su interior a una familia conservadora y laboriosa, los hombres estaban dedicados a diversos oficios y las mujeres como absorbidas por el paisaje pro-vinciano, tenían esa encantadora sencillez y la simplicidad de lo cotidiano. Parecía como si toda su vida se hubiera detenido en el sonoro campanario de la colonial Iglesia de Nuestra Señora de la Caridad, colindante con el solar y el huerto familiar, donde se er-guían los árboles de nuez.

Puntuales y metódicas, el fin de semana cruzaban el portón de ma-dera de su casa, cuando en el reloj municipal sonaban las ocho y en las esquilas del templo repicaban la última llamada a misa. Sus vestidos amplios, adornados de volantes y encajes. Sus zapatillas de tacón bajo que no aumentaban su corta estatura. Y su cabellera peinada con recato, daban marco al grupo, heterogéneo y respeta-do: las señoritas Hernández Farfán.

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Al regreso, nuevamente al cruzar el portón, parecía como si atra-vesaran el umbral del tiempo. Se percataban de que todo seguía igual: la gran fuente labrada en el centro del patio; en el interior de la casa, la sala espaciosa daba un lugar especial al piano, que pa-recía sonreír con su dentadura de marfil y ébano; los juegos de be-juco, que en su curvatura perfecta denotaban su origen europeo; el macetón multicolor en cerámica casi cristalina, en el que plantaba sus reales una palmilla esbelta e impecable; y en la mesa de centro el “Misterio” en porcelana, con la Virgen, San José y el Niño Dios. El comedor, que en su amplitud, siempre estaba abierto a múltiples visitas, con su cristalería de Bohemia de la República Checa; su colección de platos y la loza de uso corriente.

Y en sus habitaciones privadas, las hermanas eran dueñas de un mundo extraordinario, cada una poseía y era dueña de un ropero en el que guardaban ropa, recuerdos y minucias; también les re-servaban un espacio especial aquí a sus alhajeros y costureros de oloroso cedro y abullonado razo, bordados con hilo de seda, todo elaborado por ellas misas.

Pero el lugar preferente de esas curiosidades lo ocupaban los peque-ños gallitos de pelea de plumaje hirsuto y colorido, de apenas dos o tres centímetros, realizados con verdadera maestría; los perritos lanudos del mismo tamaño y la maravilla de las pulgas vestidas, insectos de verdad que en vida habitaron la mullida existencia de algunos de los 11 gatos que compartían la casa. Insectos atrapados por las hermanas, hinchados con alcohol y luego vestidos de gala, para colocarlos en cáscaras de nuez que preparaban con bisagras y que al abrirlas mostraban en su interior todo un mundo fascinante, como el interior de una iglesia que no le faltaba el altar mayor, el púlpito, los reclinatorios, el sacerdote oficiante y por supuesto Los

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Novios: el pulgón y la pulga ataviados con ropa de lujo, propia para la ocasión; él con smoking y ella con prolongado velo.

Se puede decir que las Hermanas Farfán creaban una fantasía lle-vada al mundo liliputiense, donde los insectos eran sus protagonis-tas, vestidos de gala. Algo que ellas descubrieron y confeccionaron con maestría. Una destreza y arte que las inmortalizó, pues sus nueces, todos unos escenarios teatrales con personajes pulgones, se encuentran en alguna de las vitrinas del Museo de lo Increíble, en la ciudad de México.

Las señoritas Hernández Farfán, nuestras tías, cuyas mascotas eran un toro de lidia y un gato montés, allá en Huamantla, en la calle primera del mercado, vivieron, crearon un mundo de fantasía para propios y extraños y nos enseñaron que teníamos que dejar, como ellas, nuestra huella impresa en este mundo cambiante. Mi hermana Carolina, con canutillo de oro, ha bordado los más increí-bles vestidos a la Virgen de la Caridad, visitada cada año por miles de feligreses provenientes de todas partes del mundo; mi hermano Cheché, quien como cronista y promotor de nuestras tradiciones ha visitado desde Rusia hasta Japón, desde Canadá hasta Argentina, promoviendo la creación de los tapetes de aserrín que llena las ca-lles de Huamantla, en el festejo de la Virgen de la Caridad; y un servidor, que no sé si he dejado aún huella, pero la comunicación ha sido mi vida y a ella me he entregado. Los tres nacimos en esa calle Primera del Mercado y ahí queremos morir”.

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Alfonso Hernández Castillo nació en Huamantla, Tlax., el 6 de agosto de

1928; actualmente radica en la ciudad capital de Tlaxcala, es decano de la

Comunicación de su estado.

Mariana Avila García nació y radica actualmente en la ciudad de

Xalapa, Veracruz. Es escritora e investigadora, coordinadora editorial en el

Subsistema de Educación Tecnológica del Estado de Veracruz, y creadora

de proyectos culturales y educativos para infantes y jóvenes en el Gobierno

del Estado.

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recuerDos Dela viDanocturna en león

Eduardo Francisco López CabreraSalvador Zermeño Méndez

La mujer es tan delicada como el pétalo de una rosa,

no se le puede tocar, y en esa época menos,

por ello un hombre iba a desahogarse a Santiago

(Palabras de Don Lalo López).

Mi nombre es Eduardo Francisco López Cabrera, soy decano de locución de radio y poseo una gran pasión taurina, pero esto no es precisamente de lo que quiero hablar, sino de aquellas memorias que me tienen dando vueltas por las noches y no me dejan dormir, aquí las contaré, pues quiero compartirlas con ustedes y así tal vez mi mente pueda descansar.

Las memorias se remontan a los primeros años de mi vida, entre la década de los 50 y los 70, específicamente a la vida nocturna de la ciudad de León, Guanajuato. Recuerdo que en este tiempo todo era muy discreto, pero no por eso dejó de ser una de las ciudades más extraordinarias en cuanto a diversión nocturna se refiere.

Comenzando, pues, con la zona donde proliferaban el mayor nú-mero de prostíbulos, cabarets, cantinas, casas de juegos de azar clandestinas y salones de billar, la llamada “Zona Roja” o “Zona de Tolerancia de la ciudad” que estaba ubicada en el Barrio de Santiago, concentrándose en las calles Artes, Gutiérrez Nájera y La Paz, al noroeste del Centro Histórico de la ciudad, separado de éste por el bulevar Adolfo López Mateos, principal arteria de la ciudad,

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justo a un costado del río de los Gómez (Becerra Manrique: 26). Éste siempre fue la aduana entre el Barrio del Coecillo y el Barrio Arriba, asimismo se iba desenvolviendo a la par y era parte de la dinámica social y económica de éstos.

A la “Zona Roja” acudían personas reconocidas, Don Pepe Aguilar y Maya, uno de nuestros queridos gobernadores, el señor iba en su carro para escoger a las muchachas, pues a él no le gustaba ir a otros lugares.

La entrada simbólica a esta zona era la esquina de “La Llamarada”, entre las calles Honda y Gigante, actualmente Hermanos Aldama y Amado Nervo, esa entrada que ha sido envuelta en una leyenda de amor y después se convirtió en el escenario, hasta nuestros días, de “la quema de Judas” cada Domingo de Pascua.

Dicha esquina cobraba vida por las noches, las que servían de resguardo a los constantes visitantes de este lugar que venían de diferentes latitudes, no sólo locales sino de otros lugares de México (Becerra Manrique:44).

Los lugares más famosos que recuerdo en la zona roja eran:

“La Casa Amarilla de don Mario”, la cual era un billar extraordi-nario, estaba en la esquina de “El Tecolote”, aquí se daban cita los mejores billaristas de León y de sus alrededores, el lugar lo am-bientaban con sinfonolas que tocaban danzón, pues era lo más es-cuchado en aquellos tiempos y recuerdo que tenían entre 40 y 50 mujeres dedicadas al sexo servicio.

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“La Casa Azul de doña Estela”, también de ambiente extraordina-rio, este lugar estaba dividido en dos pisos, en el cual trabajaban 75 mujeres que provenían de Michoacán y, por lo general, aquí se podían encontrar a gerentes y diputados.

“El Quince Uñas”, llamado así porque el dueño era un señor que no tenía un brazo y lo apodaban de esa manera.

“El Farolito”, el cual tenía mujeres de Lagos de Moreno, Jalisco, que habían trabajado en Jalisco para las hermanas María de Jesús, Eva que le decían “La Piernuda”, y Blanca Estela Valenzuela mejor conocidas como “Las Poquianchis”, las hermanas se trajeron 80 mujeres a León cuando los militares llegaron y abrieron su antro en la colonia Bellavista, entre la esquina de Bolivia y Canadá, aquí aparece en mi mente un señor de apellido Maldonado que tenía un puesto dentro de la milicia, él se dedicaba a hacer todo el apa-rato sucio de “Las Poquianchis” para los shows que hacían con animales como caballos, perros y burros. También estaba involu-crado el famoso licenciado Víctor Álvarez, mejor conocido como “El Águila Negra”, jefe en “La Morita”, burdel ubicado entre las calles Guillermo Prieto y Juan Valle, un lugar tan extraordinario, pues se componía de una casa de dos pisos con su saloncito de baile, su barra y todas sus habitaciones.

El trabajo de “El Águila Negra” consistía en matar y enterrar a las muchachas que ya no les servían a las hermanas Valenzuela, esto lo hacía en Purísima del Rincón, donde después se encontraron más de 18 cadáveres.

Tal suceso detona en mi memoria el caso mundialmente conocido sobre prostitución en México, “Las Poquianchis”, quienes les conse-

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guían a todos los políticos de aquellos años las mejores mujeres y también niñas entre 11 y 12 años de edad.

Sin embargo, no todo termina ahí, pues había otros burdeles en donde se vivieron situaciones consecuentes del deseo humano como “El Soconusco” y “El Mil Puertas” este burdel estaba ubicado en la calle Dolores Hidalgo esquina con Romita, atrás del “Lienzo Charro” Los Paraísos.

“El Mil Puertas” tenía las mujeres más altas, procedentes de los Altos de Jalisco, los hombres quedaban maravillados y apantalla-dos de ver tal forma de belleza, sólo bailaban con ellas, porque el desnudo aún no se usaba, las mujeres todas maquilladas, enta-lladas, con sus tacones altos, sus medias, sus pelucas, muy bien vestidas. Aquí fue donde mataron a los muchachos León, quienes llegaron a tener el mejor restaurante nocturno, “El Molino Rojo”, ubicado enfrente del Teatro Doblado, contaba con los mejores tríos y nocturnos, y donde, además, conocí a Marco Antonio Muñiz, “Los 3 Ases”.

Los León eran galleros y personas que se apasionaban por el amor de una mujer. Se dieron un encontronazo por una dama preciosa, había veces que hacían cola para estar con la señora. Un día el señor León tuvo problemas con uno de los clientes de la señora, discutieron, se metieron otras personas y así fue como terminaron.

El primer antro de prostitución y de baile, pero sin desnudos por-que, claro, predominaba la caballerosidad, se encontraba por la ca-lle de La Paz. La pieza de baile costaba 20 centavos y aquí se les veía a los Andrade, a los Pons, al Licenciado Navarro que de ahí no salía, además, las mujeres que trabajaban en un antro, en ese tiempo,

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de la calle Gutiérrez Nájera lo llamaban por teléfono al programa de radio desde temprano y le pedían “un saludo para la Gutiérrez Nájera” y saliendo de su programa lo esperaban para el “agasajo”.

En la calle Gutiérrez Nájera se encontraba “El Tecolote”, un billar en el que sólo vendían cervezas y se podía bailar, “El Morro” era otro lugar que estaba en la esquina de esta calle y La Paz.

En cuanto a las cosas que sucedieron dentro de las cantinas, re-cuerdo haber escuchado sobre algunas, pues mi padre, don León López Mejía, era dueño de varias de ellas, yo le ayudaba a servir las botanas en las diferentes tabernas entre las cuales estaba “El Centro Taurino”, donde no dejaban entrar mujeres, ubicado en la esquina de la calle Tres Guerras, el “Bar Condesa” que fue una de las más famosas en León y “El Casino León”.

Otras cantinas que recuerdo son: “El Mónaco” de don Salvador Flores, “El Gato Negro” de don Justino, el famoso “Paraíso” en el centro, “La Cantina del Círculo”.

Una de las personas que destacaron en este lapso y que mi memo-ria evoca, es a don Ramón Rodríguez Moctezuma alias “El Rana”, un hombre muy importante, tenía 14 cantinas y los mejores an-tros de León, además de varias cantinas, fue dueño de “El Casba”, del “San Antonio Texas”, de “El Kilómetro” en la carretera antigua León-Lagos, donde está “Vistahermosa”.

Otro hombre, el señor Felipe Cola Brava, que hacía un periodiqui-to llamado “El Felipazo”, en éste le tiraba a todas las autoridades corruptas en su pasquín que salía cada 8 días, después de algún tiempo él puso su cantina en la calle Guatemala.

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Un detalle importante que viene mi mente, y es donde las memorias cambian su rumbo, es aquello que sucedía rumbo al “Malecón del Río”, donde existían muchas puertas accesorias pequeñas, las mu-chachas estaban afuera y cobraban la fabulosa cantidad de 8 y 10 pesos, éste era el lugar de cita de los estudiantes, quienes hacían cola, y si querían otra clase de servicios le subían un poquito a la situación de los centavos, aquí había una mujer, le apodaban “La Semillera” y cobraba 5 pesos. Ella era extraordinaria, su belleza me dejó atónito y ahora comienzo a pensar que este suceso es el que da paso a todas mis memorias y también es con en el que se terminan.

Eduardo Francisco López Cabrera nació en León, Gto., el 18 de marzo de

1940, fue locutor de radio y televisión, y cronista taurino (+).

Salvador Zermeño Méndez, nacido en León, Gto. el 17 de mayo de 1965,

reside actualmente en la ciudad de León y es investigador en el área de las

ciencias sociales.

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Índice

Presentación ....................................................................5

Mi historia en la Historia .............. 9

¡Ya no hallan qué inventar! ............................................ 11

Jorge Aranda Estrella

De cuando España y Moreliase fundieron en el corazón de una niña ........................27

Lucía Michelena

Luz Verónica Sierra Aranda

El garrote de los Carrancistas .......................................40

Belisario Martínez García

El Segundo Pancho Villa ...............................................48

Patricia Norma Rosiles Aguado

Los recuerdos de Esther ................................................ 61

María Esther Jiménez Loza

María del Socorro Márquez González

Juventud, alegría y tristeza: MÉXICO 1968 ..................69

María Cristina Gamboa y Magaña

No me podía yo, perder un evento como ése ..................76

Adela Ponce Obregón

Un dieciocho de agosto del año setenta y tres ................80

Miguel Chávez González

Ma. Eva Chávez Morales

Recuerdos de una niña, narrados

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Índice308

con la madurez que dan los años ..................................94

Magdalena Zermeño Saavedra

Margarita Ramírez Zermeño

Días de adrenalina ...................................................... 104

Hebert Efraín Sánchez Polanco

Yo acuso .......................................................................112

Lourdes de Luz

La Maestra ....................................................................117

María Elena Mansilla y Mejía

Andrea Martínez de la Vega Maldonado

1978: El Origen ........................................................... 122

Alejandro Orozco Huerta

Juan Bonilla Olmos

En familia .................................... 133

A todo se acostumbra uno, menos a no comer ............ 135

María de la Inmaculada Concepción Ayala Medina Mora

Posadas y Navidad en la casa de mis tías .................... 144

Luz María Torres Madrazo

Amor de padre ............................................................. 158

Vicente de Alba Monroy

Granos de maíz ............................................................167

María Guadalupe Hernández González

Christian Alberto Vera Espinoza

Hecho en Arandas, Jalisco ...........................................176

José Martínez Hernández

Lilia Martínez Padilla

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CANTO AL LA VIDARELATO DE ADULTOS MAYORES

309

Déjame que te cuente ................. 187

El cotorro consentido y el atrevido gavilán ................... 189

Benjamín Cárdenas

Diana Cárdenas Garza

Vida, pasión y muerte .................................................. 193

Ma. de Lourdes Pérez Segovia

Tú y las nubes ............................................................. 200

Víctor M. R. Meléndez Aviña

El niño de doña Chata ................................................. 205

Yolanda Medina Haro

Amar al semejante ........................................................213

Jorge Balmori Súchil

Martha Elsa Durazzo Magaña

Una familia ante la adversidad .................................... 220

Lourdes de Luz

Laberinto .................................................................... 227

María de la Inmaculada Concepción Ayala Medina Mora

Mis recuerdos de juventud .......................................... 238

Ma. Libier Lozano Reynoso

Verónica Elizabeth Muñoz Lozano

Por un pelito ................................................................ 243

María del Carmen Almanza Nieto

Allá por la Monterrey ................................................... 257

Francisco Javier Hernández Palomares

Martha Alejandra Mares Hernández

Vacaciones en el rancho .............................................. 262

María Eugenia Torres Madrazo

La historia de mi primer carro..................................... 270

J. Guadalupe Muñoz Padilla

Verónica Elizabeth Muñoz Lozano

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Índice310

La tercera edad ............................................................ 274

Adela Ponce Obregón

Ahora es fácil ser mujer ............................................... 278

Teresa Calderón Paniagua

Pedro Flores Maldonado

La vida no regresa ...................................................... 282

Rosario Morquecho Magaña

Ma. Consuelo Maldonado Calderón

Una terrible experiencia profesional ............................ 287

J. Sergio Chavarría Castillo

Las hermanas Hernández Farfán ................................ 296

Alfonso Hernández Castillo

Mariana Avila García

Recuerdos de la vidanocturna en León ....................... 301

Eduardo Francisco López Cabrera

Salvador Zermeño Méndez

Índice ........................................................................... 307

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“Canto a la vida, relatos de adultos mayores” se terminó deimprimir en enero de 2014 en los talleres de Ediciones La Rana.

Se imprimieron 500 ejemplares

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