HUMAViaje Estelar

DANI STOYKAOUR ADVENTURE

ALBAALBA

GATOSENSITIVE BEASTS

ÁLVARO SOUSADaydreaming

Psicoanatomía e implicaciones transplanetarias de un instrumento percusivo.

Transcripción del discurso de aceptación del premio Nobel de la paz, 2022

No estando familiarizados con nuestra concepción del tiem-po, una de mis tareas más difíciles fue explicar a los embajadores de Queondia aquello que los humanos llamamos Música. Los asis-tentes a esta ceremonia, sin duda cultos y altamente sofi sticados, ya me habrán juzgado incompetente, puesto que la música no se explica, sino que se escucha y se siente. Y no les falta razón, aun-que sí conocimiento, puesto que los Queondianos no tienen oídos.Curiosamente, sí que tienen orejas, pero estas son puramente es-téticas y no conducen a ningún tipo de sistema receptor de estímu-los (Figura 1).

Figura 1. Orejas decorativas de los Queondianos

Los Queondianos se comunican entre ellos por telepatía. Su prim-era aproximación a los humanos fue de naturaleza telepática, pero la incapacitación de todo el equipo de toma de contacto nos hizo optar por un método menos exigente con el cerebro humano: la palabra escrita.

los (Figura 1).

Figura 1. Orejas decorativas de los Queondianos

Lo más parecido a una experiencia musical de naturaleza no de-scriptiva que yo podía ofrecerles era música escrita, es decir, una partitura. Y fue en nuestra segunda sesión que deslicé este penta-grama a su lado de la mesa (Figura 2).

Figura 2. “Cumpleaños feliz” Patt y y Mildred Hill, 1893

Los Queondianos estaban visiblemente frustrados: las orejas deco-rativas hechas una pelotilla, el ojo superior contraído. El portavoz, al que llamábamos Calabobos, levantó y volvió a posar varias veces la tiza que usaba para escribir. Entendí que había algo que deseaban compartir conmigo, pero que no era posible explicar en el primitivo lenguaje humano. Entonces decidí, aún con la imagen de la papilla cayendo de las bocas del equipo de toma de contacto, dar permiso a Calabobos para comunicarse telepáticamente conmigo.

Cuando desperté un par de días más tarde, me enseñaron el vídeo de 29 segundos en el que se me ve tomando notas. Imagino que estas notas son el mejor intento de mi cerebro por conceptualizar lo que me enseñaron (Figura 3).

Figura 4. Notas tomadas durante la segunda sesión, 12/10/2020

Figura 2. “Cumpleaños feliz” Patt y y Mildred Hill, 1893

estas notas son el mejor intento de mi cerebro por conceptualizar lo que me enseñaron (Figura 3).

Figura 4. Notas tomadas durante la segunda sesión, 12/10/2020

A este plano de existencia traje tres cosas de regreso (cuatro si con-tamos la alegría de no ser un vegetal): 1. La certeza de que había viajado muy lejos. 2. Una sospecha vaga e innombrable de las verdaderas intenciones de los Queondianos. 3. Una comprensión muy básica de su concepción del tiempo, que explicaré a continuación.

Los Queondianos pueden ver el tiempo, de la misma manera que nosotros vemos el mundo físico. Creemos que la palabra “Liso” en mis notas describe a grandes rasgos cómo lo ven. Para ellos, no existe pasado ni futuro, solamente presente. Desde nuestro punto de vista, nacen, viven y mueren. Pero desde el suyo, viven cada momento de su vida, siempre, eternamente. Su vida es la que es, siempre ha sido y siempre será. Y eso nos trae de vuelta a mi prob-lema: ¿cómo explicar la música a estos seres que ni siquiera com-parten nuestra forma de entender el tiempo? Me mostraron lo que habían visto en la partitura que compartí con ellos (Figura 4):

Figura 4. “Cumpleaños Feliz” Queondiano #1 “Calabobos”

Todos mis intentos por explicar la música parecían conducir a callejones sin salida. Una tras otra, los Queondianos abandonaban mis sesiones aburridos e impacientes por asistir a las sesiones del Doctor Fitz gerald, encargado de Artes populares y Mercadotecnia. Sus sesiones consistían en ver porno, anuncios y vídeos virales, alimentándose de comida basura y refrescos durante 90 minutos.

Mi estrés profesional mutó en auténtica preocupación en la octava sesión, en la que un gesto de Calabobos despertó aquel recuerdo tenue de la verdadera misión de estos extraños visitantes. Com-partí mi desasosiego con mis superiores, pero en los vídeos, donde yo veía un gesto nuevo de Calabobos, que solo podía interpretar como decepción, ellos veían otro espasmo tentacular sin mayor interés. El capitán me dijo que me tomara el fin de semana para pasar un poco de tiempo con mi hijo recién nacido.

Esa resultó ser la mejor decisión que tomó en su vida, porque fue mi hijo de dos semanas de edad quien me daría la clave.

El domingo por la noche, después de un precioso fin de semana en familia y sin tentáculos, acosté a mi hijo en su cuna y me senté delante del escritorio para repasar mis notas. Completamente en-simismado, golpeaba el bolígrafo contra la mesa de madera de mango, cuando me sobresaltó un llanto repentino de mi hijo. Re-sultó ser una de sus falsas alarmas y no tardé en volver a mi estado de absoluta concentración en la nada. Pero a los pocos minutos volvió a producirse un grito repentino, amago de otro llanto, se-guido de silencio. Esta vez no pude reanudar el trabajo con la mis-ma dedicación y, cuando mi hijo soltó su puntual alarido, encon-tré la única variable causal: había dejado de golpear el bolígrafo en la mesa. Dejé prosperar un poco este último llanto para poder poner a prueba mi hipótesis, que se vio confirmada con la vuelta del clac clac sincopado de mi Bic azul. Mi hijo estaba siguiendo el ritmo.

En ese momento, comprendí. Comprendí que la música no cabía en una definición. Todos mis esfuerzos, basados en la lógica in-mutable de una ciencia arrogante, ignoraban una verdad básica: la música no es una forma de expresarnos, sino que nosotros somos una for-ma de expresión de la música. La perfecta unión de ciencia y religión: trazable, medible, reglamentada, pero también inabarcable, espir-itual, eterna.

Las abejas conocen el ritmo de la caléndula, visitándola 3 veces por semana. Los girasoles oscilan con el péndulo del metrónomo al que llamamos sol. Nuestro planeta participa del tres por cuatro de la sinfonía de astros que habita y nuestro sistema solar baila a su vez un tango euclidiano con los sistemas vecinos. Nuestro rit-mo, nuestras frecuencias, nuestras melodías, una simple iteración de una armonía compartida.

Supe en ese instante que los Queondianos conocían de sobra lo que era la música. Y con la misma claridad regresó el recuerdo de lo que había vislumbrado cuando Calabobos compartió su mente con la mía: su visita era un examen, una prueba de nuestro nivel de desarrollo. Ya habían visto a miles de civilizaciones atravesar el mismo ciclo de arrogancia tecnológica y ambición espacial sin conquistar la cúspide de la exploración del universo: el viaje al interior. Su tarea era depurar estas formas de vida como quien poda hojas muertas, esperando que brote algo mejor, más sano.Mi hijo sabía todo esto que los adultos nos esforzamos tanto por olvidar. Pero solo reconocía el ritmo del universo, ejecutado por mi bolígrafo contra la mesa de mango, cuando este se interrumpía. El silencio, la muerte de la música, era tan importante como su resurrección con el ritmo sinusal del primer latido.

Al día siguiente, la sesión con los Queondianos no empezó con los nervios y la hiperactividad con la que solía recibirlos. Sentados en lados opuestos de la mesa blanca sostuve su mirada en silencio. Saqué el bolígrafo del bolsillo de mi bata en un gesto lento y con-trolado, para asegurarme de que lo miraban. Lo acerqué a la mesa y lo hice:

Clac. Clac. Clac. ...

Miguel Sevener