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REVISTA URUGUAYA DE Ciencia Política VOLUMEN 22, N° 2, 2013 NÚMERO TEMÁTICO LOS CAMBIOS EN LOS SISTEMAS DE BIENESTAR LATINOAMERICANOS: AVANCES Y DESAFÍOS DE LA PROTECCIÓN SOCIAL CARMEN MIDAGLIA Y GUILLERMO FUENTES (COORDINADORES)

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r e v i s t a u r u g u a y a d e

Ciencia PolíticavOLuMeN 22, N° 2, 2013

Número temáticoLOS CAMBIOS EN LOS SISTEMAS DE BIENESTAR

LATINOAMERICANOS: AVANCES Y DESAFÍOS DE LA PROTECCIÓN SOCIAL

cArmeN miDAGLiA Y GUiLLermo FUeNteS(coorDiNADoreS)

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r e v i s t a u r u g u a y a d e

Ciencia PolíticadirectOra

carmen Midaglia

editOradolfo garcé

asisteNtes de edicióNFlorencia antía, Fabrizio carneiro y Paulo ravecca

cOMité editOriaLdaniel Buquet, daniel chasquetti, Javier gallardo, adolfo garcé, María ester Mancebo, carmen Midaglia y Juan andrés Moraes.

(todos pertenecientes al instituto de ciencia Política de la Facultad de ciencias sociales de la universidad de la república)

cONseJO cONsuLtivODavid Altman (Pontificia Universidad Católica de Chile), Manuel Alcántara

(universidad de salamanca), Javier Bonilla (universidad Ort-uruguay), Hugo Borsani (universidad estadual del Norte Fluminense), Oscar Bottinelli

(universidad de la república), gerardo caetano (universidad de la república), Marcelo cavarozzi (universidad de san Martín), Miguel de Luca (universidad de Buenos aires), argelina Figueiredo (insitituto universitario de Pesquisas, río de Janeiro), Fernado Filgueira (universidad de la república),

Luis Eduardo González (Universidad Católica de Uruguay y Universidad de la república), Mark P. Jones (race university), Jorge Landinelli (universidad de la república), Jorge Lanzaro, andrés Malamud (universidad de Lisboa), José

Ramón Montero (Universidad Complutense, Madrid), Scott Morgenstern (university of Pittsburgh), Leonardo Morlino (universidad de Florencia),

constanza Moreira (universidad de la república), Francisco Panizza (London school of economics), romeo Pérez (instituto cLaeH y universidad de la

república), antonio Pérez garcía (universidad de la república), José Pedro rilla (universidad de la república), Fabiano santos (insitituto universitario de Pesquisas, Río de Janeiro), Germán Rama (CEPAL), Helgio Trindade

(universidad Federal de río grande do sul), carlos Zubillaga (universidad de la república).

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SUMARIO

7Presentación

carMeN MidagLia

17Los Regímenes de Bienestar en el ocaso de la modernización

conservadora: posibilidades y límites de la ciudadanía social en américa Latina

FerNaNdO FiLgueira

47La transición del Régimen de Bienestar mexicano: entre el dualismo y

las reformas liberalescarLOs BarBa sOLaNO y eNriQue vaLeNcia LOMeLÍ

77La construcción de universalismo y sus contradicciones: lecciones de

los servicios de salud en costa rica, 1940-2011JuLiaNa MartÍNeZ FraNZONi y diegO sÁNcHeZ-aNcOcHea

101as encruzilhadas do estado social no Brasil

arNaLdO PrOvasi LaNZara e rOdrigO caNtu

123Los desafíos de la protección social en un país de renta alta: el caso

chilenocLaudia rOBLes FarÍas

145El sistema de protección social argentino entre 2002 y 2013: buscando

el modelo que nunca tuvocLaudia daNaNi

171La renovación del sistema de protección uruguayo: el desafío de

superar la dualizaciónFLOreNcia aNtÍa, MarceLO castiLLO, guiLLerMO FueNtes y

carMeN MidagLia

Publicación del Instituto de Ciencia Política Facultad de Ciencias Sociales de la Universiad de la República

Los artículos firmados son responsabilidad de sus autores y no comparten necesariamente la opinión de la revista. Se permite la reproducción parcial o total de los artículos aquí publicados a condición de que se mencione la fuente y se haga llegar una copia a la redacción de la RUCP.

La Revista Uruguaya de Ciencia Política se publica anualmente en dos números, uno misceláneo y otro temático, y sus contenidos son incluidos sistemáticamente y en forma indexada en las siguientes bases bibliográficas:ProQuestSCIELO. Social Science English Edition.SCIELO. Uruguay.LATINDEX (Catálogo). Sistema Regional de Información en Línea.EBSCO / Fuente Académica.DIALNET. Fundación Dialnet. Universidad de La Rioja.REDALYC. Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal. Toda correspondencia referida a RUCP deberá ser dirigida a:

Adolfo GarcéEditor de la RUCPInstituto de Ciencia PolíticaFacultad de Ciencias SocialesUniversidad de la RepúblicaConstituyente 1502 piso 6CP. 11200, Montevideo – Uruguay

Teléfono: (598) 2410-6411Fax: (598) 2410-6412E-mail: [email protected] Web de la RUCP: http://www.fcs.edu.uy/subcategoria.php?SubCatId=153&CatId=97 Scielo English Edition: http://socialsciences.scielo.org/scielo.php?pid=0797-9789&script=sci_serial Scielo Uruguay: http://www.scielo.edu.uy/scielo.php/script_sci_serial/pid_0797-9789/lng_es/nrm_iso © INSTITUTO DE CIENCIA POLÍTICAISSN 0797 9789ISSN 1688-499X (en línea)

Queda hecho el depósito que ordena la leyImpreso en Uruguay - 2013

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PRESENTACIÓN

Carmen Midaglia

Una de las características históricas que ha distinguido a América Latina es el patrón restrictivo de distribución socioeconómica, que dio lugar a la generación de una estructura de desigualdad social que tendió a cristalizarse o que, mejor dicho, presentó serias dificultades para moderarse incluso en fases de bonanza económica. Las deficiencias en la distribución de la riqueza tuvieron también manifestaciones político-institucionales, relativas a la instauración de sistemas de bienestar incompletos que, en la mayoría de los casos, cubrieron los riesgos sociales de manera estratificada y únicamente de la población incorporada formalmente en el mercado de empleo.

Esta dinámica de protección social, si bien heterogénea, comenzó a propagarse de forma general en la región a mediados de la década del cuarenta del siglo pasado en la etapa de crecimiento denominada desarrollista, donde el Estado intervenía activamente en el área social y económica. Dicho modelo productivo operó en un mercado laboral que funcionaba con fuertes dosis de informalidad de la fuerza de trabajo, y ese rasgo se convirtió en un aspecto estructural de las economías latinoamericanas que se proyecta hasta el presente con cierta independencia de la pauta de desarrollo imperante.

Diversos estudios pusieron de manifiesto que el intervencionismo estatal de esa época, en varias de nuestras naciones, estuvo respaldado por coaliciones políticas calificadas de excluyentes (Barba 2004) dada su resistencia a repartir mínimamente los beneficios del proceso de modernización vía inversión pública y/o instauración de servicios sociales de opción universal.

La experiencia de los países desarrollados, en particular los europeos, deja como enseñanza que la orientación de las políticas sociales no es menor desde el punto de vista político, ya que las prestaciones dirigidas a la ciudadanía en su conjunto, sin límites en el acceso, tienden a proveer bienes públicos que posteriormente serán defendidos por amplios segmentos de la población, fundamentalmente los sectores medios en alianza con los grupos más vulnerables (Korpi y Palme 1998). Este aspecto se torna estratégico en la promoción de integración social, en la medida que facilita a los grupos socioeconómicos a vincularse en las propias instancias en las que comparten los servicios sociales. A ese proceso de intercambio social, que contribuye a evitar que los diversos sectores de población se tornen extraños entre sí, se agrega la promoción de una cultura cívica preocupada y a la vez demandante por mejoras de la provisión pública (Putnam 1993).

Resulta evidente que para América Latina, donde se registran índices importantes de desigualdad económica, reforzada por niveles de informalidad laboral, la instauración de políticas sociales universales se convierten en instrumentos políticos y económicos esenciales en el intento de compensar algunos de los vacíos

Revista Uruguaya de Ciencia Política - Vol. 22 N°2 - ICP - Montevideo

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de protección de los segmentos poblacionales que carecen de derechos sociales básicos, producto de su inserción informal y/o precaria en el mercado de trabajo. En otras palabras, las políticas de bienestar, según su orientación y los criterios de financiamiento que las sustenten, tienen posibilidades de corregir la segmentación laboral, o al menos las deficiencias de incorporación en ese ámbito (Haüsermann y Schwander 2010).

Sin embargo, la región no pareció optar por la creación y desarrollo de un componente sólido de bienestar público. Por el contario, se consagraron esquemas de seguridad social de tipo informal (Gough y Wood 2004) en el que se utilizan mecanismos particularistas para la obtención de bienes sociales –clientelismo, cooptación de grupos, entre otros–. Algunos países del Cono Sur y Centroamérica –Argentina, Uruguay, y en menor medida Chile y Costa Rica–, buscaron avanzar hacia matrices de protección más universales a través de la creación de potentes sistemas de educación y sanidad pública, de modo de contribuir a la generación de condiciones que favorezcan la igualdad de oportunidades para los diversos estratos de población.

En cambio, otras naciones del continente consolidaron pautas excluyentes de tratamiento de las necesidades sociales, en la que una proporción significativa de la población, vinculada generalmente con grupos étnicos, quedó al margen de la atención pública –Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Honduras, entre otras–.

Más allá de este panorama heterogéneo de protección social, no hay lugar a duda que el sello latinoamericano de bienestar se ha asociado con un modelo fragmentado en el tratamiento de los clásicos riesgos sociales, que contó con una seguridad social estratificada y en algunos casos hasta corporativizada, que tuvo serios déficits para incorporar a los trabajadores informales a través de su componente de asistencia.

En suma, el modelo de amparo social regional tendió a organizarse en base a estrategias segmentadas de protección para los incluidos en el mercado formal de empleo, a las que se agregaron iniciativas de atención pública, en oportunidades limitadas o incipientes, para los segmentos sociales en condiciones de precariedad laboral. En la mayoría de los casos, los primeros beneficiarios de estas políticas fueron aquellos colectivos vinculados con la consolidación del Estado nacional: militares, funcionarios públicos, y en algunos casos, trabajadores de la educación.

La diferenciación en las formas de provisión social entre los sectores formales e informales de población en términos de necesidades atendidas, calidad y duración de las prestaciones, consolidó y a veces aumentó la distancia entre los estratos poblacionales, fragilizando aún más la precaria dinámica de inclusión de esos países. 1. La reforma social de los noventa

La necesidad de revisar el modelo de desarrollo de corte intervencionista del período, el sustitutivo de importaciones, con la finalidad de adaptarse a los requerimientos de una economía internacional globalizada, propició que los gobiernos latinoamericanos llevaran a cabo un conjunto de ajustes y cambios estructurales en sus economías a fines de los años ochenta y en buena parte de la década de los noventa.

El llamado Consenso de Washington ofreció un paquete de medidas económicas consensuadas entre los acreedores del continente –organismos internacionales de créditos, bancos privados, entre otros– y las élites políticas de la región de inmediata instrumentación. Simultáneamente se brindó un refuerzo de recursos financieros –préstamos– y propuestas de acción mediante proyectos puntuales, para manejar los costos sociales implicados en el proceso de reformulación de los parámetros de acumulación.

Existen un sinnúmero de estudios que muestran la incidencia de una serie de variables domésticas, la mayoría de naturaleza política y/o político-institucional –el legado histórico, las clientelas de los servicios, la coaliciones políticas de resistencia, y el crecimiento electoral de las izquierdas, entre las más destacadas– que tendieron a moderar u obstaculizar la implantación de la versión más radical de la pauta de desarrollo de orientación al mercado (Castiglioni 2005; Midaglia y Antía 2007).

No obstante los frenos políticos interpuestos, no hay lugar a duda que se consagró en el continente un nuevo modelo de producción y comercialización que llevó a redefinir los formatos de intervención estatal en diversas arenas de políticas públicas. En este contexto, en el que predominaban esquemas parciales de bienestar respecto a los riesgos cubiertos y a los grupos sociales incorporados, la adopción de criterios de reforma socioeconómica, direccionada hacia recorte y/o reformulación de la acción estatal, generó un conjunto de impactos de distinto alcance según la orientación de los modelos de políticas sociales de referencia.

Es así que aquellos países con una pauta de protección ciudadana relativamente extendida a través del empleo y con servicios públicos que contribuían a mejorar las condiciones de vida de la población –sanidad, educación, alimentación, infraestructura social, etc.– la puesta en práctica de la estrategia reformista supuso un menor nivel de inversión pública, contemplada en los criterios generales de control del gasto social, disminución de la calidad de las prestaciones públicas de opción universal, la desregulación del mercado de empleo, y la promoción de recortes y hasta destituciones de una serie de beneficios provenientes de la esfera del trabajo, entre los efectos más destacados.

En las naciones que tenían sistemas restrictivos de seguridad social la asunción de nuevos parámetros económicos en el área social, condujo a cierto grado de disminución de los beneficios corporativos, esencialmente aquellos en los que el Estado contribuía de manera central o subsidiaria –aportes directos de recursos públicos o exoneraciones tributarias–. En sociedades fuertemente excluyentes, en la que la distribución de bienes sociales básicos ha sido escasa, las medidas de reforma ayudaron de alguna manera a limitar los derechos sociales instituidos, que en estos casos tendían a asemejarse a privilegios.

Por supuesto que se identifican situaciones intermedias de protección en relación a las planteadas, en la medida que las estructuras regionales combinan componentes relativamente extendidos, y a la vez limitados de atención social, promoviendo arquitecturas particulares de bienestar.

Más allá de las variaciones contextuales expuestas, la pauta revisionista en el campo social generalizó un conjunto de aspectos sociopolíticos que tendieron a

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reducir entre los países de la región, los puntos de partida diferenciales en materia de protección. Entre ellos importa destacar:(i) El incremento sostenido de la precariedad laboral por la ausencia de marcos

de negociación salarial y de seguridad social, que se sumaron a la dinámica informal de ese mercado, acentuándose ante ciertos atributos generacionales –jóvenes– y de género –mujeres–.

(ii) La propagación de un cúmulo heterogéneo de programas de combate a la pobreza, focalizados en las situaciones de extrema vulnerabilidad, promovió una lógica de asistencia social coyuntural, de tipo “stop and go”, y a la vez aumentó la dispersión de la restringida oferta pública en ese plano.

(iii) Se pasó a un abordaje de las necesidades de la población en términos de pobreza y no pobreza, respaldada en criterios exclusivamente de insuficiencia de ingresos. Esta perspectiva opacó la complejidad de los escenarios de vulnerabilidad social, y de esta manera, se abandonó la consideración los sectores sociales medios.

(iv) Como un derivado del punto anterior, se debilitó la perspectiva sistémica de los esquemas de protección social, que pasaron a reformularse en clave sectorial de políticas públicas –salud, trabajo, educación, etc.– y/o en base a programas aislados, anexados de forma ocasional a la oferta pública existente.Pese al conjunto de dificultades generadas por el proceso de liberalización

económica y recorte de las prestaciones públicas, un aspecto positivo que merece cierto grado de destaque, estuvo referido a la inclusión en la agenda pública de la temática de la pobreza. Independientemente de la perspectiva adoptada en relación a esa problemática, la mera consideración política de las situaciones de vulnerabilidad para una región con las características socioeconómicas arriba anotadas, se convierte en un pequeño avance en el camino de la inclusión social.

2. Las promesas incumplidas y el ascenso de las fuerzas progresistas y/o de izquierda

El nuevo patrón de desarrollo no aseguró niveles de crecimiento sostenido y menos aún de equidad social. Las crisis económicas se sucedieron en los noventa y en el inicio del nuevo milenio en América Latina. Estos ciclos recesivos agravaron las deterioradas condiciones de vida de amplios segmentos de población, producto de la histórica pauta recesiva de distribución de la riqueza, a lo que se agregaba las consecuencias sociales del repliegue del Estado. En este marco se llevaron a cabo revisiones de la propuesta original del mencionado Consenso de Washington, relativas a moderar el fuerte antiestatismo, y admitir así dosis de intervención pública en algunos sectores de política pública.

Ese escenario regional, pautado por shocks económicos recientes, el aumento de la desigualdad y la pobreza, y el debilitamiento de la hegemonía de las convicciones liberales, abonó el terreno para que partidos políticos vinculados al espectro ideológico de izquierda o progresista, proclives a reactivar el papel de Estado

en distintas arenas públicas, asumieran los gobiernos en un conjunto de países del continente.

Estas nuevas administraciones políticas tuvieron que enfrentar, en la mayoría de los casos, graves situaciones sociales producto de las crisis económicas antes señaladas, y/o del propio proceso de repliegue del Estado. Sin embargo, a diferencia de otros períodos históricos, en particular el relativo a la fase pre-reforma socioeconómica, esta tarea se llevó a cabo en un contexto sostenido de reactivación económica. En materia social, más allá de las variabilidades en las respuestas políticas ofrecidas por los gobiernos, se constató la promoción de una serie de medidas relativamente semejantes en lo relativo a las áreas de intervención, y en las propuestas de políticas públicas.

En líneas generales, el patrón de protección adoptado, estuvo orientado a recuperar algunas dosis de intervencionismo estatal, impulsar reformas o revisiones sectoriales, particularmente en salud, empleo –dispositivos de mejoramiento salarial– y seguridad social –compensaciones jubilatorias, cambios en la administración del sistema–, y además fortalecer, así como institucionalizar, el componente de asistencia. En este último rubro, se registraron una serie de innovaciones importantes, que si bien no representaron una significativa inversión pública, tuvieron repercusión política e impacto social.

En este campo, casi la totalidad de los países latinoamericanos crearon un organismo público especializado en el tratamiento de las vulnerabilidades –económicas, generacionales, de género y étnico-raciales, etc.–: los llamados Ministerios de Desarrollo Social. Pero además, adoptaron de manera estable programas específicos de combate a la pobreza, de considerable cobertura, financiados total o parcialmente con recursos presupuestales, y amparados en la perspectiva de la inversión en capital humano: las Transferencias Condicionadas de Renta –TCR–. Este tipo de medidas políticas e institucionales en el campo de la vulnerabilidad social parecen mostrar cierto grado de “arrinconamiento” de las posiciones liberales que imperaron en décadas anteriores. De alguna forma se admite, tomando en cuenta el pasado reciente de la región, que el mercado por sí solo no puede resolver situaciones sociales críticas, y que para ello se necesita de intervenciones estatales.

La nueva estrategia de reforma impulsada en el área social asumió una orientación de signo distinto a la propiciada en el período de ajuste anterior, y si bien los últimos cambios introducidos no supusieron un retorno a las opciones de políticas sociales del pasado, al menos discursivamente, se constata que el Estado comienza y/o retoma la responsabilidad sobre las problemáticas relativas a la pobreza. De esta manera, la población vulnerable, la que generalmente tiene empleos informales, los calificados de outsiders en la literatura de bienestar, comienzan a ingresar al sistema de protección a través de criterios legalmente establecidos, para el acceso a las originales iniciativas sociales.

No hay lugar a duda que esta nueva dinámica de protección conformó un avance regional desde el punto de vista social y político, dado que beneficia, con reglas de juego explícitas y susceptibles de generar reclamos públicos, a los segmentos más desfavorecidos. Las viejas y extendidas prácticas clientelares de distribución de

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bienes públicos parecen iniciar un incipiente proceso de repliegue, ya que quedaron restringidos los márgenes de maniobra para operar políticamente fuera de los criterios aprobados. Si bien las clientelas de estas protecciones adolecen de serias dificultades para reclamar colectivamente por sus derechos, la oposición política tiene opciones de pedir rendiciones de cuenta sobre la dinámica de esas líneas públicas. Abonando más elementos en esa ruta de interpretación, importa señalar que la instrumentación de este nuevo grupo de medidas sociales estuvo acompañada en una proporción importante de casos, de la creación y ampliación de sistemas de información sobre las poblaciones vulnerables.

Ahora bien, cabe suponer que el funcionamiento de una serie de programas sociales, de forma aislada de las prestaciones de mercado de trabajo y/o débilmente articulados con otros servicios sociales, apenas puede paliar las situaciones de pobreza. Es más, la incorporación de esos estratos de población al esquema de protección, tendió a profundizar su estructura fragmentada, entre el componente de bienestar de vocación universal y el de asistencia focalizada en grupos y situaciones especiales.

Parece correcto afirmar entonces, que la entrada de los vulnerables a los sistemas de políticas sociales potencialmente institucionalizadas, no ha logrado romper con la dualización ya existente, sino que por el contrario: parece haberla institucionalizado. Si bien es cierto que los outsiders sin lugar a dudas mejoraron, y en muchos casos lograron el acceso a bienes y servicios públicos; las diferencias entre los niveles de calidad de ambos bloques se mantienen muy alejadas entre sí. A este punto se le debe agregar el hecho de que la creciente segmentación del mercado de empleo, sumado a la estructura de aseguramiento social que prima en la región, también determina que la oferta para los insiders se encuentre en buena medida fragmentada.

Cabe reiterar, de acuerdo a lo planteado, que el núcleo original de la seguridad social de estos países asumió rasgos corporativos, es decir, beneficios diferenciados entre sectores y ramas productivas, que profundizaron las distancias sociales, si se toma en cuenta la desprotección de amplios segmentos de población. A esta situación histórica, se sumó a partir de la vigencia del nuevo modelo desarrollo, situaciones extendidas de precarización del mercado formal de empleo y una serie de reglas cada vez más exigentes para poder acceder a ciertos beneficios, que no han hecho más que agregar nuevas diferenciaciones a las ya existentes en el tratamiento de los riesgos sociales (Palier 2012).

En América Latina, a ese complejo panorama del bienestar debe agregarse la inclusión por intermedio de los programas de asistencia –como los TCR– de los grupos pobres, que han propiciado una mayor dualización de la seguridad social, que tiende a traducirse en atenciones de primera, segunda y tercera clase. Este último formato se consagra como un “piso mínimo” de aseguramiento público, que expresa la “endogenización” al interior del sistema de protección, de las fracturas y desigualdades socioeconómicas de la región. Esta nueva arquitectura institucionalizada de bienestar, podría moderar su grado de fragmentación interna a través de la revisión política del régimen de provisión social existente, en lo relativo a su orientación, acceso y formas de financiamiento (Haüsermann 2010).

No cabe la menor duda de que esa posible reconfiguración de la seguridad social regional ayudaría a filtrar las desigualdades socioeconómicas, y a la vez convertiría la inclusión en el esquema de protección de los sectores vulnerables en un mecanismo de presión para favorecer la igualdad de oportunidades y resultados entre los diversos estratos sociales. Planteado de otra manera, las políticas de bienestar tienen posibilidades de modificar las distancias sociales entre los ciudadanos generados por el mercado, según los criterios de orientación y organización que ellas adopten.

Un nuevo proceso de recalibración de las pautas de redistribución económica que considere la inversión pública y el set de políticas sociales disponible, inevitablemente supone dosis importantes de conflictividad política. Los grupos organizados, como es de esperar, no parecen mostrarse dispuestos a contemplar en sus sistemas de protección a los sectores que no pertenecen a su ámbito, aquellos que carecen de voz política, es decir, los pobres, los que tienen problemas para producir acción colectiva. (Palier y Thelen 2010).

Si bien es inevitable que los sistemas de protección en el contexto actual presenten dosis variables de dualización de sus prestaciones, la encrucijada política parece radicar en la definición de los grados y niveles de segmentación aceptables en estos sistemas de bienestar que se están ampliando, a partir de la incorporación de nuevos segmentos sociales.

3. Contenido de los artículos de este número

El presente número temático tiene como objetivo dar cuenta de los principales cambios y reformas que se han producido en diferentes países de la región en materia de protección social y bienestar. Pero dicho repaso pretende ilustrar una preocupación teórica muy específica: ¿En qué medida los cambios identificados han logrado o no romper con la tendencia dualizada y fragmentada construida históricamente?

En ese sentido, Fernando Filgueira realiza una visión panorámica de los impulsos de modernización económica, de construcción de modelos de protección y de ciudadanía social en América Latina. Es así que identifica durante todo el siglo XX el predominio de una pauta de modernización conservadora que generó distintas crisis de incorporación de sectores sociales a los modelos de desarrollo vigentes. Esas situaciones produjeron fenómenos políticos específicos, que se catalogaron bajo el rótulo común de “giro a la izquierda”. En las décadas del cuarenta y cincuenta, esa crisis de incorporación se manifestó con la emergencia de los populismos regionales. En los años noventa comienza a engendrase un nueva crisis que se expresará en el inicio del siglo XXI, con el arribo de una amplia gama de gobiernos calificados de izquierda.

El autor entiende que en el contexto sociopolítico actual, es posible superar la tradicional estrategia modernización conservadora y redefinir un modelo socioeconómico que habilite el desarrollo de una ciudadanía social abarcativa. No obstante, reconoce dos obstáculos domésticos de relevancia para alcanzar esa meta política. Por una parte, la operativa de corporativismos estrechos en defensa de sus

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beneficios, impidiendo el armado de amplias coaliciones sociales, y por otra, la insistencia política de diseñar líneas de protección de “focalización restringida”, que fomenta la consolidación de modelos de inclusión limitada. Por último, Filgueira ensaya alternativas económicas y políticas para debatir sobre el tipo de universalidad que tendría que expresar un esquema reformulado de bienestar social.

El artículo de Carlos Barba y Enrique Valencia muestra las históricas características duales del régimen de bienestar mexicano, que supusieron importantes niveles de estratificación en la provisión de seguridad social, salud, y en menor medida educación, para aquellos sectores que participaban de la economía formal; y la exclusión o el amparo asistencialista para segmentos poblacionales que se inscribieron en la economía informal, en los márgenes del proyecto modernizador –indígenas, campesinos–. Luego de dos décadas de reformas socioeconómicas de orientación al mercado, promovidas por coaliciones calificadas por los autores de restringidas, y con una fuerte orientación tecnocrática, algunos de los rasgos tradicionales del sistema de protección se mantuvieron, y otros sufrieron modificaciones. Entre los primeros figura la marcada estratificación de los beneficios sociales, y en relación a las modificaciones introducidas, se destaca una tendencia hacia la mercantilización y focalización de la nueva oferta pública en materia social, reforzando la dualización del esquema de bienestar de ese país.

Juliana Martínez Franzoni y Diego Sánchez-Ancochea se ocupan de mostrar cuáles fueron las claves para que Costa Rica pudiera avanzar hacia la construcción de un sistema de corte universalista –categoría que reconceptualizan– partiendo, como la gran mayoría de los países de la región, de un sistema de corte bismarckiano. Pero además, el artículo se encarga de ilustrar cómo, a pesar del éxito obtenido en el avance hacia este modelo, los cambios en la estructura económica, la composición del mercado de empleo y otras variables de suma importancia para el mantenimiento de esta arquitectura, han impactado en los niveles de calidad y fragmentación de los bienes y servicios sociales. En definitiva, la cobertura virtualmente universal no es suficiente ante desafíos tales como situaciones con tasas de desempleo más altas que las acostumbradas, o el creciente peso de actores privados en la provisión de bienestar.

En el análisis de Brasil, Arnaldo Provasi Lanzara y Rodrigo Cantu examinan los cambios procesados en el sistema de seguridad social –salud, seguridad social y asistencia– consagrados en la Constitución de 1988, que favorecieron la instalación de un nuevo Estado Social. El artículo centra su discusión en tres aspectos estratégicos de los esquemas de bienestar: la organización del financiamiento de la seguridad social, el poder fiscal del Estado y la estructura de la tributación. A partir del estudio de esos tópicos, los autores identifican los obstáculos y desafíos que enfrenta el nuevo esquema de protección para asegurar una dinámica redistributiva. En este marco, se considera que si bien se innovó en materia de financiamiento social, inaugurando un presupuesto específico de la seguridad social, por otra parte, se constata una disminución regular de esos recursos en la medida que una proporción han sido destinados para otros fines públicos. A esto se agregan problemas particulares de las distintas arenas de políticas sociales. Es así que en salud, la consolidación de un

sistema universal tiene que enfrentar un legado histórico privatista; y en materia de empleo, pese a los avances, persiste un núcleo significativo de informalidad y rotación laboral, con su consecuente desprotección social.

El artículo referido a Chile, Claudia Robles también se ocupa de uno de los ejes planteados anteriormente: la capacidad de los gobiernos de la región de tender puentes entre las políticas de corte asistencial y focalizado y la matriz tradicional de corte universal de protección social, como forma de reducir las desigualdades existentes, y por lo tanto la dualización y la fragmentación del sistema. En este sentido, del repaso realizado por la autora se puede advertir cómo los sucesivos gobiernos de la post dictadura en Chile lograron de forma relativamente exitosa reducir los niveles de pobreza. Sin embargo, las iniciativas promovidas –orientadas en buena medida en el patrón de focalización en la población más vulnerable– no parecen haber logrado reducir las brechas de desigualdad existentes. Entre otras cosas, los motivos sugeridos en el artículo son las grandes desigualdades del mercado formal de empleo, la incapacidad de articular las prestaciones sociales con políticas activas de empleo, y la existencia en las diferentes arenas, de un peso bastante fuerte del mercado, que dificultan el acceso efectivo de buena parte de la población.

En relación al caso argentino, Claudia Danani parte de la pregunta sobre si los cambios procesados durante la última década implicaron o no un cambio en el paradigma dominante de política social. De esta manera, a partir del repaso de tres arenas de política social clave, como son las políticas laborales, el sistema asistencial y el régimen previsional, la autora identifica un cambio discursivo muy importante, que se traslada desde la asistencia como centro de las intervenciones públicas, hacia el trabajo y la seguridad social como factores de inclusión. Por otra parte, a tono con el resto de casos trabajados en este número, también se produjo un importante avance en materia de cobertura formal de amplios sectores anteriormente desprotegidos. Y como contrapartida, también se advierten algunos potenciales bloqueos o frenos a este impulso, que para el caso argentino provienen de dos fuentes: la resistencia de ciertos grupos de poder a una profundización del potencial redistributivo de estas políticas; pero además, la débil institucionalización de las principales iniciativas, como la Asignación Universal por Hijo.

Finalmente, Florencia Antía, Marcelo Castillo, Guillermo Fuentes y Carmen Midaglia se ocupan del caso uruguayo, particularmente de la evolución en materia social que ha tenido el país durante los últimos dos gobiernos, liderados por el Frente Amplio. En este artículo, se evalúan las diferentes reformas y ajustes implementados en materia de seguridad social y relaciones laborales, salud y asistencia, en relación a su capacidad para cambiar de forma significativa una tendencia histórica de provisión de bienes y servicios sociales de forma fragmentada y dualizada. Al igual que lo concluido por otros artículos de este número temático, la revisión del caso uruguayo da cuenta de que, si bien se incorporaron importantes segmentos de la población a la cobertura formal de ciertas prestaciones, también es cierto que dicha incorporación se ha estado produciendo de forma fragmentada, sin tender los puentes necesarios entre los componentes asistenciales y contributivos de la matriz de protección.

PresentaciónCarmen Midaglia

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Bibliografía

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LOS REGÍMENES DE BIENESTAR EN EL OCASO DE LA MODERNIZACIÓN CONSERVADORA: POSIBILIDADES Y LÍMITES DE LA CIUDADANÍA SOCIAL EN AMÉRICA LATINA*

Welfare regimes in the twilight of conservative modernization: possibilities and limits to social citizenship in Latin America

Fernando Filgueira**

Resumen: América Latina se encuentra procesando un cambio fundamental en sus políticas sociales y en su concepción de la ciudadanía social. Argumento en este artículo que dicho proceso se enmarca en un cambio de época más amplio: el fin de la modernización conservadora tal y como la concibiera Barrington Moore en su seminal trabajo. El triunfo de la democracia electoral, la urbanización, el aumento de las credenciales educativas y la creciente exposición a nuevas y mayores pautas de consumo, han destruido las bases políticas de las dinámicas de modernización conservadora. En tanto el acceso a esferas que legitiman aspiraciones se ha expandido radicalmente, el acceso desigual y segmentado a los medios para satisfacer dichas aspiraciones permaneció inalterado hasta finales del siglo. El giro a la izquierda en la región debe ser interpretado como la solución política a la segunda y final crisis de incorporación de una pauta de modernización conservadora, cuyo último proyecto fue el “Consenso de Washington”. En este contexto emerge la posibilidad de construir un modelo de ciudadanía social de bases universales. Pero para ello no es suficiente que las elites deban jugar el juego democrático y de mercado, en vez del juego autoritario y de cierres estamentales. Para que la región abrace opciones de políticas sociales universales deberá enfrentar también al corporativismo estrecho y a la focalización restringida y a la economía política que sustentan. Los modelos contributivos basados en la nómina salarial y los modelos focalizados definidos a partir de la necesidad no dejarán de existir, pero deben dar paso a un modelo básico de prestaciones (transferencias y servicios) ciudadanas de corte universal como eje de la acción del Estado en el nuevo régimen de bienestar.

Palabras clave: América Latina, Democracia, Políticas Sociales, Ciudadanía Social.

Abstract: Latin America is undergoing a profound transformation of its social policies and of the very concept of social citizenship. I argue in this article that such transformation takes place within a broader epochal change: the end of conservative modernization as it was defined in Barrington Moore´s seminal work. The triumph of electoral democracy, urbanization, increased educational attainment and increased exposure to new and broader consumption patterns have destroyed the political basis of conservative modernization dynamics. While access to arenas and statuses that turn expectations into legitimate demands has expanded radically, access to the means to satisfy such demands has remained static (unequal and segmented) until the end of the century. The shift to the left in the region should be interpreted as the political solution to this second and final crisis of incorporation of the conservative modernization pattern. The “Washington Consensus” was indeed the last attempt of incorporation under the pattern of conservative modernization. It is in this context that the possibility of a new social citizenship based on universality of entitlements emerges. But for this to happen it is not enough that elites are no longer able to control the political and economic game through status enclosure and authoritarianism. In order to craft truly universal social policies narrow corporatism and restricted targeting -and the political economy they sustain- have to be confronted as well. Contributory models based on formal wages and targeted

* Agradezco los comentarios de Fernando Errandonea, Simone Cecchini, Martín Hoppenhayn, Verónica Amarante, y comentaristas anónimos a versiones previas. Los errores son de responsabilidad propia.** Investigador senior de CIPPEC (Argentina) y consultor para CEPAL (Chile). Email: [email protected]

Revista Uruguaya de Ciencia Política - Vol. 22 N°2 - ICP - MontevideoCarmen Midaglia

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social policies based on need will not disappear, but they have to take the back seat to a model of basic universalism where entitlements in transfers and services are not dependent on need nor labor formality.

Key Words: Latin America, Democracy, Social Policies, Social Citizenship.

Introducción

América Latina asiste en la primera década del siglo XXI al segundo experimento de construcción de ciudadanía social de su historia. El primero se produjo durante el período de sustitución de importaciones, como respuesta a la crisis de incorporación de los sectores subalternos de los años 20 y 30 del siglo XX. Pero a diferencia del impulso actual, el esfuerzo de ciudadanía social del pasado fue regulado a imagen y semejanza del modelo sociopolítico que la forjó: un proceso de modernización conservadora, donde predominó la función de control sobre los horizontes de emancipación de la moderna política social. Este documento realiza tres afirmaciones que pueden, con razón, ser tildadas de temerarias. Son por otra parte, sin lugar a dudas, especulativas y carecen del rigor empírico que les brinde carácter probatorio. Son, si se quiere, afirmaciones que se ubican, meridianamente, en el espacio del contexto de descubrimiento, no en el contexto de validación. En primer lugar, afirmaré que para entender el desarrollo reciente del Estado Social en América Latina debemos aceptar que ésta es la primera etapa en la historia de la región donde no nos encontramos en un contexto sociopolítico de modernización conservadora (Filgueira et al 2011). Ello quiere decir que las elites económicas y políticas carecen de las herramientas para congelar o frenar los procesos de emancipación de las ataduras estamentales que caracterizaron a la región. Las elites podrán ser y serán parte del nuevo proceso, pero lo harán desde posiciones de poder que dependen en mucha mayor medida que antes del desarrollo de alternativas electorales competitivas en una democracia de masas. Por su parte, la población en su conjunto se ha visto enfrentada a procesos que potencian sus demandas y limitan su tolerancia a la “privación relativa” -relative deprivation-. Se produjo entre 1980 y el fin del siglo una democratización de las esferas que legitiman aspiraciones -educación, democracia, tecnologías de la comunicación- sin una concomitante expansión de las esferas que permitieran el acceso material y simbólico a dichas aspiraciones -canales de movilidad meritocráticos, accesos a empleos de calidad, expansión de los ingresos-. Por su parte, la posibilidad de cerrar los canales de participación electorales se mostró fuertemente restringida por razones geopolíticas y factores internos de las naciones. El enemigo exógeno -las elites económicas y sus expresiones políticas- de la ciudadanía social de base universal, se encuentra debilitado y deberá adaptarse: el tiempo y aprendizaje abrirán espacios potenciales para la construcción de la referida ciudadanía. En segundo lugar, argumentaré que para una plena realización de la

ciudadanía social en la región son dos los enemigos endógenos: el corporativismo estrecho y la focalización restringida. El primero porque inhibe la construcción de alianzas amplias de los sectores medios y bajos en torno a bienes públicos y bienes colectivos provistos por el Estado. En este sentido suprime la posibilidad de construir una base fiscal robusta y políticamente sustentable. Al mantener un sistema estratificado y contributivo de acceso al Estado Social, el corporativismo estrecho se apropia en forma también estratificada de las rentas generales, y construye en definitiva una ciudadanía social fuertemente vinculada a la “ciudadanía laboral”. Por su parte, la focalización restringida reproduce un modelo de inclusión controlado, dejando en el mercado -como agente de disciplina por excelencia- la única posibilidad de inclusión robusta. Asimismo, la focalización restringida es aún más destructiva que el corporativismo a efectos de construir un modelo de ciudadanía social universal. Aquella genera un doble malestar: el de los pobres “no merecedores” de asistencia respecto a los pobres “merecedores” y el de los sectores formales que sienten que financian con sus tributos a aquellos que nada aportan al fisco. Las bases de estos dos enemigos se encuentran en los intereses privados y de las elites asociados al modelo social impulsado durante las últimas dos décadas del siglo XX, y las corporaciones y estamentos de la clase media y trabajadora integrada, vinculada a las fuerzas de izquierda. En tercer lugar, defiendo la idea de que no sólo es necesaria la construcción de un modelo universal de ciudadanía social, sino que es necesaria una arquitectura específica de dicha universalidad. No todas las protecciones deben ser universales, ni todas las inversiones sociales deben ser universales. Para la construcción y viabilidad de esta ciudadanía social se requiere elegir muy bien qué parte de los riesgos se colectivizan y qué parte se mantiene en la esfera privada, sea ésta familiar o mercantil; qué parte de las inversiones corren por cuenta del Estado; y qué parte se deja librada a las fuerzas del mercado y los agentes individuales. Lo que sigue se estructura de la siguiente manera. En la primera parte se abunda sobre el primer argumento: el fin de la modernización conservadora y sus implicancias. En la segunda parte se revisan los cambios liberales de la acción social del Estado. La tercera parte se detiene en los desafíos estructurales y las reformas recientes de los sistemas de protección e inversión social. Finalmente, se abordan las posibilidades y limitaciones que la actual etapa muestra en redefinir en forma más audaz el régimen de bienestar en la región y el rol que juega el Estado Social.

1. El fin de la modernización conservadora y el giro a la izquierda en América Latina1

América Latina ha atravesado en el final del siglo XX la última etapa de la modernización conservadora que caracterizó su historia. Barrington Moore (1966) tipificaba esta

1 Esta sección transcribe y elabora sobre el artículo realizado en coautoría con Juan Pablo Luna, Luis Reygadas y Pablo Alegre, “Shallow states, deep inequalities and the limits of conservative modernization: the politics and policies of incorporation in Latin America” in Blofield (2011), Merike, 2011, Penn State Press.

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ruta hacia la modernidad como aquella que se caracterizó por elites que buscaban la modernización de sus países pero lo hacían al tiempo que pretendían mantener privilegios estamentales heredados de etapas pre-industriales y pre-modernas. El capitalismo oligárquico exportador del siglo XIX refleja esta estrategia de las elites. La crisis que se produce a inicios del siglo XX en algunos países evidenció los límites políticos, económicos y sociales de esta estrategia. En su lugar, emerge el modelo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) que es la forma que las elites se dieron para sostener el proceso de modernización conservadora: un modelo de sesgo autárquico, que impulsa desde el Estado el desarrollo de una débil burguesía nacional, y que respeta los límites distributivos y políticos impuestos por las elites agrarias, cumpliendo con la idea central de la referida modernización conservadora. Hacia 1970 este modelo entrará en crisis sistémica, y muchos países de la región clausurarán una vez más sus frágiles democracias, para proponer un nuevo ajuste liberal de corte radical. Esta etapa, marca sin embargo el inicio del fin de la modernización conservadora. El proyecto de las elites en América Latina en la década de los ochenta, llamado Consenso de Washington, es el canto del cisne de esta ruta del desarrollo latinoamericano. El mismo aceptó y promovió la democracia electoral y la expansión del mercado y de la educación, pero limitó el rango de las políticas que se consideraban aceptables, de manera que la desigualdad y la distribución inequitativa de oportunidades permanecieron como una característica dominante en la región. El “giro a la izquierda” en América Latina es una expresión política de lo que en la sociología política de los años 40 y 50 fue conocido como “crisis de incorporación”. Este tipo de crisis ocurre cuando la necesidad de interacción cooperativa en los mercados y en la política, así como la presión desde de los sectores subalternos en términos de demandas económicas, políticas y sociales no están siendo atendidas por los patrones institucionales de incorporación y regulación. El contenido desborda los canales. De una manera, en los años 90 se gestó una segunda crisis de incorporación en América Latina. En la primera década del siglo XXI esta segunda crisis dio a luz a sus descendientes políticos, provocando el “giro a la izquierda”. Este es un cambio que resultó de dos padres: democracias electorales continuadas y deficiencias —y logros— de la era del Consenso de Washington. Hoy en día los descendientes políticos de la segunda crisis de incorporación están dando sus primeros e inestables pasos hacia un cambio sustancial en las estrategias de desarrollo.

1.1 Las promesas incumplidas de la modernidad

América Latina fue testigo de una transformación de época durante las últimas dos décadas, que creó escenarios radicalmente diferentes en las fronteras e interacciones entre familias, mercados y Estado. El final del modelo ISI y la confianza en el Consenso de Washington tuvieron un efecto radical al convertir las relaciones de mercado en el canal predominante por medio del cual la gente busca y obtiene un lugar en el mundo (ver gráfico 1). Esta transformación estuvo acompañada de tres factores adicionales: expansión de la educación y sus acreditaciones, paisajes urbanos

transformados y expandidos, y la revolución de las comunicaciones, que aumentó la difusión de nuevos patrones de consumo mediante sus efectos demostrativos.

Gráfico 1Población en edad de trabajar, tasa de participación en el mercado laboral y

población urbana en América Latina, 1980-2005

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% de población 15-64 Tasa de participación laboral

%de población urbana

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Fuente: World Development Indicators, World Bank, 2009. Promedio no ponderado para 17 países.

La entrada de las mujeres al mercado de trabajo transformó profundamente a las familias, las empresas y los mercados, como lo muestra el incremento de la tasa de participación femenina que pasa de poco más de un 58% en 1980 a casi el 70% en el 2006. En los años noventa hubo un incremento tangible tanto en la población en edad de trabajar como en las tasas de participación laboral, pero no se incrementaron correlativamente las tasas de ocupación. Esto significa que la ocupación aumentó a un ritmo inferior al que requería la evolución de la pirámide de edad y de las tasas de participación (CEPAL 2008). La promesa de inclusión mediante la inserción en el mercado de trabajo fracasó, no porque no hubiera incorporación, sino porque fue frágil y precaria. Hubo tres factores que generaron dicha precariedad. En primer lugar, en las nuevas incorporaciones predominaron las mujeres, quienes tenían menor experiencia laboral y sindical que los hombres, por lo que se encontraban en una situación más desventajosa para negociar sus condiciones de contratación y de trabajo. En segundo lugar, entraron a un mercado de trabajo más desigual, con menos garantías y mayor desempleo. En tercer lugar, la desigualdad y el desmantelamiento de los viejos regímenes de bienestar orientados hacia los trabajadores industriales no trajeron derechos sociales y ciudadanía social. Por otra parte, algunos sectores de las clases medias –los “ganadores” del proceso aperturista- y las elites tuvieron acceso a niveles y patrones de consumo inimaginables pocos años antes. Muchos de los que no se beneficiaron de estas

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mejoras consideraban que tenían derecho a ellas. Tenían ya un tiempo de haberse convertido en habitantes urbanos. Habían alcanzado mayores niveles educativos, pero la movilidad intra e intergeneracional parecía haberse detenido. Cuando la familia y el trabajo se complejizan, el consumo adquiere un papel central en la definición del lugar de cada persona en el mundo. Como argumentó Carlos Filgueira (1981) hay dos formas principales mediante las cuales una sociedad puede lidiar con la brecha entre las expectativas legítimas de consumo y el acceso real. Una de ellas es la expansión masiva de la capacidad económica y, por tanto, del consumo —lo que permite a las personas acceder a lo que antes no estaba a su alcance—; la otra es incrementar la fluidez en términos de movilidad social que, si bien no provee a todos acceso a nuevos patrones de consumo, estratifica ese acceso a lo largo de líneas meritocráticas percibidas como legítimas. A estas dos posibilidades se le puede agregar una tercera. Podría suceder que a pesar de no producirse por la vía privada un incremento del consumo sí se produce por la vía pública. El fortalecimiento de los bienes públicos y bienes colectivos subsidiados -seguridad, educación, salud, cuidados a la infancia, transporte público, bienes culturales, espacios de recreación- así como el incremento de aseguramientos por la vía colectiva de base universal -frente a quiebres de ingresos, acceso a servicios de salud, licencias parentales, etc.-, puede incrementar la credibilidad del componente meritocrático en los sectores emergentes y al mismo tiempo dar acceso al consumo de bienes materiales y simbólicos que son valorados por sectores bajos y medios. Si no se produce ninguno de estos tres desarrollos se generan demandas no satisfechas y comienza a predominar una percepción de injusticia, combinada con frustración e inseguridad. La percepción de inequidad también tiende a dominar cuando la movilidad educativa es mayor al ingreso y a la movilidad ocupacional. Éste ha sido precisamente el caso en América Latina, quizás a excepción de Chile. En los años 90, una de las transformaciones sociales más radicales fue la relacionada con los logros educativos. El énfasis en la formación de capital humano en esa década tuvo efectos en el acceso a la educación y en las tasas de terminación. Para 2005 la tasa de alfabetización en la región llegó a 95.8%. Entre los niños en edad de cursar la primaria, la tasa neta de asistencia pasó de 90% en 1990 a 94% en 2005, mientras que en educación media básica se incrementó de 61% en 1990 a 76% en 2005 (CEPAL 2007: 161). Además de la asistencia, también mejoró el desempeño en esos niveles, ya que entre niños y jóvenes de 10 a 14 años de edad el progreso educativo oportuno pasó de 61% en 1990 a 80% en 2005, mientras que entre jóvenes de 15 a 19 años el progreso educativo oportuno aumentó de 48% en 1990 a 69% en 2005 (CEPAL 2007: 164). Las tasas de finalización de la educación primaria se incrementaron significativamente, sobre todo en las áreas rezagadas de la región (CEPAL 2007: 167). Un último factor que expone los avances y fracasos de incorporación es el proceso de urbanización de América Latina. Como la palabra ciudad sugiere, es el ámbito donde los desiguales comparten un grado de igualdad, donde las diferencias de ingresos no suponen diferencias de ciudadanía. Pero cuando las ciudades están

segregadas, pierden su función de inclusión. Sin embargo, no desaparece la influencia de las ciudades en generalizar expectativas y aspiraciones; lo que se pierde son los canales institucionales y sociales para alcanzarlas. Se difundieron ampliamente patrones de consumo que se han vuelto símbolos de status en la modernidad, pero se mantuvo la segregación en lo que se refiere a las normas y los medios para acceder a dicha modernidad.

1.2 El impulso por la democracia y su fragilidad

Al mismo tiempo que América Latina atravesaba por estos cambios socioeconómicos masivos durante los últimos 25 años, también experimentó un cambio político profundo. En 1975 solamente cuatro países (Colombia, Costa Rica, Venezuela y República Dominicana) tenían elecciones democráticas y sólo uno las había tenido por más de 20 años: Costa Rica. En 2000, la mayoría de los países en América Latina tenían democracias electorales (Smith 2004).

Ilustración 1La incorporación de las masas a la democracia electoral en América Latina

1975 1985

Argentina, Bol ivia 1983

Uruguay, 1985

Ecuador, 1979

Perú, 1980

Bras il, Nicaragua, 1990 México, 2000

Guatemala, 1996

Honduras, 1998Paraguay, 1993

Chi le, 1989

Panamá, El Salvador, 1994

1995

Fuente: Smith, 2004, Przeworski y otros, 2000.

Otro dato crucial es que nunca antes tantas democracias se habían mantenido por tanto tiempo en América Latina (Smith 2004). A pesar de los avances políticos, las sociedades latinoamericanas presentaron durante los 80 y 90, niveles de desigualdad y pobreza que casi dos décadas de democracia no pudieron resolver: en muchos casos, la pobreza se mantuvo en niveles asombrosamente altos y, en casi todos, las desigualdades se hicieron más profundas.

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Gráfico 2Proporción de la población de América Latina que vive en democracias electorales y proporción de

hogares debajo de la línea de pobreza

Fuente: World Development Indicators, World Bank, 2009; Smith, 2004 y estimaciones de pobreza basadas en ECLAC, 2006.

Los antiguos sistemas de partidos fueron puestos bajo la mira por nuevos contendientes sociopolíticos. Los partidos que administraron la ISI en épocas anteriores asumieron el desagradable rol de ser los enterradores del modelo y dedicarse a la compleja construcción del nuevo modelo centrado en la apertura de los mercados. Los viejos partidos intentaron lo imposible: mantener la legitimidad en un contexto democrático, al mismo tiempo que renunciaban al Estado. El resultado final no fue sorprendente. El Consenso de Washington se contaminó de políticas patrimonialistas que impidieron construir coaliciones estables. El paisaje político se pobló cada vez más de cadáveres políticos que daban paso, primero, a líderes plebiscitarios y tecnócratas con mentalidad de mercado, y después a nuevos partidos o viejos contendientes que apelaban a una base social más o menos heterogénea, que incluía las clases medias, históricamente excluidas y cada vez más nerviosas. La debilidad de las instituciones estatales y la alternancia cíclica entre proyectos de incorporación que, o bien descuidaban el Estado (1870-1930, 1980-2000) o bien expandieron masivamente la intervención estatal en la economía y la sociedad en el contexto de condiciones internacionales favorables pero sin atacar las raíces profundas de la fábrica de desigualdad (1930-1980, primera década del siglo XXI), se encuentran en el corazón del movimiento de péndulo de los modelos de desarrollo de América Latina (Roberts 2008).

1.3 El giro a la izquierda como expresión de la crisis de incorporación

Los impulsores de las reformas de mercado entendieron mal la naturaleza del descontento de los latinoamericanos y del surgimiento de nuevos reclamos políticos en la región. El neoliberalismo no sólo falló por su incapacidad para lograr crecimiento sostenido, distribución de la riqueza e incorporación a los mercados, sino también porque fue incapaz de estructurar la inclusión política mediante políticas capaces de sincronizar las expectativas colectivas y las necesidades individuales. Una ola política de izquierda se hizo presente en el continente. Brasil desde el año 2002, Argentina en el 2003, Chile a partir del año 2000 -con la interrupción del gobierno de centro derecha-, Uruguay y Bolivia a partir del año 2005, Venezuela a partir de 1998, Ecuador desde el año 2006, El Salvador en el 2009, y Perú en el 2011 giran a la izquierda, y reeligen en la inmensa mayoría de los casos coaliciones de izquierda en segundas y aún terceras elecciones.

Gráfico 3El giro a la izquierda en América Latina

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Fuente: BID 2012.

El giro a la izquierda puede ser visto como un intento de enfrentar la crisis de incorporación generada por la combinación entre desigualdades persistentes, Estados superficiales, apertura económica, modernización conservadora y democracia electoral. Sin embargo, el cambio a la izquierda no puede atribuirse a un realineamiento del conjunto de la población en términos ideológicos. Pero existen indicios de que hay un cambio de actitud, que se relaciona con la reducción de la tolerancia a la desigualdad. Como Blofield y Luna (2011) documentan, entre 1990 y 2000, en casi todos los países considerados creció el porcentaje de personas que

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Porcentaje de población expuesta a democracia electoral

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Porcentaje de hogares por debajo de la línea de pobreza

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afirmaron que sus sociedades deberían ser menos desiguales. También ha cambiado lo que en América Latina se consideran “políticas adecuadas” y “preocupaciones centrales” (Arditi 2008) girando el debate y la “hegemonía” hacia la regulación de los mercados, la expansión del gasto social, la necesidad de limitar los excesos de la privatización y la politización de temas étnicos y culturales. Observando las victorias electorales de líderes de izquierda, es posible afirmar que comparten similitudes con respuestas históricas a situaciones de crisis de incorporación y a etapas iniciales de intentos de incorporación: apoyo de una base social heterogénea, retórica en contra de las élites tradicionales y de los grupos en el poder, movilización significativa por un líder carismático y evento disparador -por ejemplo, la crisis económica-. No hay un cambio ideológico drástico, sino más bien un cambio de actitud que intuitivamente se dirige hacia la raíz del descontento: la desigualdad. A principios del nuevo milenio, el giro hacia la izquierda se ha producido en cada país con marcadas diferencias en las formas de participación, representación e incorporación; por lo que es más conveniente hablar de “izquierdas” en plural, y no de una sola izquierda. Hay una lógica estructural que explica la divergencia en los modelos de izquierda en la región. La trayectoria de cada país depende conjuntamente de los tipos específicos de integración a la economía internacional, de los dispositivos de protección y regulación frente a esta integración, así como de los formatos de representación e inclusión política que afectan el sistema de partidos. La tendencia simplificadora que tiende a agrupar a los gobiernos más “radicales” en el rubro populista en tanto define como socialdemócratas a los moderados (Casatañeda 2006), es más ideológica que analítica y arroja poca luz sobre las causas de las variaciones. Países con opciones consideradas “populistas radicales” habían experimentado crisis de incorporación más profundas con anterioridad. Durante el periodo del modelo ISI, el crecimiento económico estuvo muy ligado a productos de enclave que garantizaron cierta estabilidad en los ingresos fiscales, pero estuvieron acompañados de un proceso de industrialización claramente más lento y más asimétrico en comparación con el de otros países de la región. El sistema de protección social implementado tenía, comparativamente, menor cobertura, con un porcentaje significativo de sectores rurales y urbanos no protegidos. En términos políticos, el proceso de expansión y extensión de la participación política fue irregular: o bien los partidos y movimientos que integraban los sectores populares fueron sometidos (Ecuador), o las coaliciones radicales que trataron de ampliar la participación política fueron contrarrestadas por los ciclos de represión y restricción política (Bolivia), o neutralizadas por pactos en las elites que aseguraban estabilidad institucional con el costo de minimizar la apertura en el sistema partidista (Venezuela). Durante la fase del Consenso de Washington, estos países reestructuraron sus economías extendiendo la apertura de sus principales mercados de exportación,2

2 Estos países no fueron los únicos que en los últimos lustros priorizaron su relación con el mercado mundial a partir de la exportación de materias primas; esta característica se encuentra presente en muchas de las economías de América Latina. Sólo queremos destacar que en algunos casos esa tendencia se había

y desmantelaron los limitados dispositivos de protección social construidos en la etapa anterior. El estallido de los modelos de mercado ocurrió en un contexto de activación de movimientos populares o étnicos que no habían sido incluidos en la era del modelo ISI. Como resultado, los procesos de recomposición de algunos de los movimientos o partidos (MNR en Bolivia, AD en Venezuela) terminaron en crisis y en su eventual desaparición, arrastrando con ellos todo el sistema partidista. Un segundo grupo de casos son Chile, Brasil y Uruguay, cuya primera crisis de incorporación fue mejor procesada. El hecho que hayan seguido una “ruta socialdemócrata” no puede explicarse solamente por las características personales de los presidentes o por los niveles de institucionalización de los sistemas de partidos. También tiene que ver con la expansión previa del modelo ISI anclado en el desarrollo de áreas urbanas y en el crecimiento de la industrialización. Adicionalmente, a diferencia de los países andinos (menos Chile), fueron capaces de desarrollar sistemas de protección social con mayor cobertura y extensión, a pesar de su segmentación y estratificación (Filgueira 1999). En los tres casos, el proceso de reformas de mercado y la transformación de los patrones de representación política y de incorporación social ocurrieron en contextos de estabilidad institucional y mayor presencia del Estado. Los partidos de izquierda articularon de diferentes maneras sus enlaces con sus bases sociales, en algunos casos capitalizando los activos heredados de la era del modelo ISI (PT —Partido dos Trabalhadores— en Brasil, FA —Frente Amplio— en Uruguay). También ajustaron sus programas y estructuras a una competencia electoral más moderada. En cualquier caso, los gobiernos de izquierda han comenzado a enfrentar el legado de la desigualdad y el fracaso de la promesa de la inclusión basada en el mercado. Para ello recurren a diferentes herramientas que despliegan un nuevo menú de opciones de políticas, pero es un menú que no es perfectamente consistente ni evidentemente estable. Para entender cabalmente sus posibilidades y limitaciones, es necesario antes, pasar revista a las transformaciones más importantes en materia de políticas sociales que caracterizaron al giro liberal, así como las innovaciones que ensayan en la actualidad gobiernos de la región.

2. Reforma liberal en América Latina

La historia de las políticas sociales en la región se encuentra emparentada con la historia de sus modelos de desarrollo y los paradigmas económicos y sociales que predominaron en las diferentes etapas del desarrollo en América Latina, así como con la economía política generada desde estas matrices de desarrollo socio-económico. Una primera dominada por el modelo exportador primario y la influencia del pensamiento liberal propio del siglo XIX y que llega hasta la crisis del 29; un segundo momento entroncado con el modelo sustitutivo de importaciones, que va aproximadamente desde los años 30 hasta finales de los 70; y un tercer modelo que

presentado durante el periodo previo y había tenido efectos negativos sobre la estabilidad institucional.

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se ubica desde fines de los 70 a inicios de nuevo siglo cuya marca fundamental es la reorientación exportadora, el neoliberalismo y la austeridad fiscal. Cecchini y Martínez (2011) proponen una cuarta etapa que se abre con la crisis del Consenso de Washington, el “giro a la izquierda” de los gobiernos de la región y la búsqueda de competitividad sistémica con fuerte apuesta al capital humano en un contexto normativo que enfatiza la titularidad de derechos y el acceso a mínimos garantizados de protección y promoción social.

Ilustración 2La protección social en cuatro momentos de la política social

Fuente: Cecchini y Martínez (2011).

En América Latina, el modelo ISI hizo eclosión a finales de los años 70 y principios de los 80 (Cohen y Franco 2006), proceso que fue acelerado por los persistentes déficit fiscales en que los Estados basaban sus sistemas de prestaciones sociales, la “crisis de la deuda” y la progresiva transformación del capitalismo industrial nacional a un capitalismo globalizado, financiero y de servicios. La manera en que se abordó esta crisis fue a partir de los llamados programas económicos de estabilización y ajuste estructural aplicados en la década de los 80, que marcan el

ingreso del modelo de libre mercado y apertura externa en la región. En este nuevo modelo el motor de la economía volvería al “mercado externo” a partir de la comercialización de bienes competitivos, que incorporaran algún grado de progreso técnico –en muchos casos, basados en recursos naturales–. Con respecto al tipo de Estado, a diferencia de las atribuciones que tenía en el modelo anterior, sus labores estarían basadas fundamentalmente en un papel subsidiario respecto al mercado y de regulación acotada de las dinámicas sociales y económicas. En efecto, esta vez sería el mercado quien toma el rol central, tanto en la actividad económica, como también en el espacio social. El Estado se contrajo en su rol social, regulatorio y empresarial, lo que trajo consigo un cambio radical en la manera de entender la política social y más en general el rol del Estado en la cuestión social. Se privatizó parte de la provisión del bienestar, se redujo el gasto público social tanto en términos per cápita como en relación al gasto público total, y se promovió la descentralización.

Gráfico 4Gasto per cápita en países de gasto social alto, moderado y bajo

Gasto percápita 80-81

300250

200

150

50

0

Países de gasto social alto

Países de gasto social moderado

Países de gasto social bajo

100

350

Gasto percápita 82-89

Gráfico 5Prioridad fiscal del gasto social (gasto social sobre gasto total) en América Latina

Prioridad Fiscal 80-81

6050

40

30

10

0

20

70

Prioridad Fiscal 82-89

Fuente: Elaboración propia en base a CEPAL, 1990, 2000, 2001, 2002.

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Diversos dispositivos de solidaridad y redistribución que se hacían presentes en el modelo anterior fueron suprimidos, no reformados. El argumento de fondo es que el mal funcionamiento de dichos dispositivos no se debía a un problema de implementación o diseño, sino a su esencia. Regímenes de seguridad social, salud y hasta educación fueron transformados de sistemas de reparto, centralizados, con redistribución acotada de ingresos y riesgo, a sistemas que debían ajustar tanto cuanto fuera posible las prestaciones de las personas a sus capacidades en el mercado e incentivar el aseguramiento individual y el acceso por los propios medios. Solamente en aquellos casos en donde las personas demostraran no poder hacer frente a riesgos básicos, operaría el Estado mediante un conjunto de políticas focalizadas.

3. Desafíos estructurales y reformas de la reforma en América Latina

En términos de diseño de la política social, cuatro son los cambios que - con variaciones entre países- es posible identificar como tendencias innovadoras más o menos robustas y que podrían denominarse como “reformas de las reformas”: i) las transferencias directas a familias con hijos; ii) una nueva agenda en el aseguramiento de pensiones y salud; iii) la aparición en la agenda pública de los cuidados y la valoración del trabajo no remunerado y; iv) la expansión de las capacidades fiscales del Estado.

3.1 Las transferencias directas a las familias con hijos

Ni los sistemas de protección social de tradición contributiva, ni los modelos restringidos de focalización extrema basados en los fondos de inversión social, habían logrado a mediados de los noventa incrementar sustantivamente el acceso de la población pobre con hijos a sistemas de transferencias monetarias. La infantilización de la pobreza, que persiste, como característica central de todos los países de la región (CEPAL 2009; 2010a), hacía evidente la necesidad de generar sistemas de transferencias directas que moderaran la intensidad de la pobreza y contribuyeran a insertar a sectores excluidos en las matrices de protección social. A mediados de los noventa, México y Brasil desarrollaron programas de transferencias que condicionaban las prestaciones a la incorporación de los beneficiarios a programas sociales de carácter sectorial. Este tipo de fondos darían paso a transferencias directas a los sectores de menores ingresos y ampliarían paulatinamente su cobertura. En efecto, en México, en 1997, PRONASOL dio lugar al Programa de Educación, Salud y Alimentación (PROGRESA), que enfocaría claramente las transferencias monetarias en torno a los objetivos de ataque a la pobreza e inversión en capital humano. Este modelo será extendido al resto de la región y dará luz a lo que hoy se conoce como programas de transferencias condicionadas (PTC), con énfasis en tres propósitos: i) transferencia directa de ingresos para el alivio a la pobreza; ii) incentivos a la inversión en capital humano, e iii) incorporación de la población a redes de protección y promoción social.

Recientemente en Argentina y Uruguay las reformas de los sistemas de asignaciones familiares –que abandonan su carácter contributivo o generaron un pilar no contributivo- procuran o bien universalizar una prestación a las familias con hijos, o alcanzar a toda la población infantil en situación de pobreza o vulnerabilidad (Filgueira y Hernández 2012; Repetto y Potenza Dal Masetto 2012). Si bien estos programas presentan aún niveles modestos de gastos en comparación a los pilares tradicionales de la protección social, es claro el importante cambio en la matriz de protección que ellos implican, alcanzando en promedio casi medio punto porcentual del PIB para el conjunto de países (véase gráfico 6).

Gráfico 6Gastos en programas de trasferencias condicionadas (en porcentajes del PIB)

12

10

0,8

0,6

0,4

0,2

0,0

Promedio

0,45

0,19

0,51

0,36

0,220,14

0,51

0,40

0,240,32

0,02

0,390,390,47

0,11

0,33

0,20

1,17

Fuente: Cecchini y Martínez 2011. Tal vez más importante aún, son los niveles de cobertura que han alcanzado estos programas (véase gráfico 7). Sobre bases claramente focalizadas, los PTC han generado por primera vez en la historia de la región, un reconocimiento de los sujetos pertenecientes al fin de la estructura distributiva, garantizando en muchos casos y generando en muchos otros, la expectativa de un Estado permeable y sensible a las demandas de los más pobres.

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Gráfico 7 Cobertura de los PTC en América Latina (en porcentajes de la población total)

45,0

35,0

30,0

25,0

15,0

5,0

0,0

Promedio

11,6

2,4

21,2

0,36

10,9

7,6

21,6

11,3

8,7

22,6

8,2

3,3

25,226,4

6,8

17,5

8,3

44,3

8,910,0

20,0

40,0

Fuente: Cecchini y Martínez, 2011.

3.2 Hacia una nueva agenda en el aseguramiento de pensiones y salud

En algunos países, como los casos del Cono Sur, ya se ha producido un incipiente envejecimiento de la población y el mismo se acelerará en forma marcada en los años subsiguientes, siendo acompañado de un “envejecimiento del envejecimiento”. Son dos las dinámicas centrales que marcan estos procesos: la caída de la fecundidad, acompañada de la llegada a la tercera edad de cohortes numerosas, incrementará el porcentaje de adultos mayores en el total de la población y por el otro lado, el incremento de la longevidad contribuirá a dicho resultado e incrementará el porcentaje de aquellos de más edad dentro de la población adulta mayor. Ambos procesos implican complejos escenarios para los desafíos de cobertura de los sistemas de protección social -especialmente salud y pensiones- y para la sustentabilidad fiscal de los mismos. Al observar la realidad actual de los sistemas de jubilaciones y pensiones puede constatarse la muy baja cobertura que caracteriza a los mismos. Dicha baja cobertura es presente -pocos adultos mayores que acceden- y futura -dadas las arquitecturas de elegibilidad y la formalización y densidad de aportes de la población activa-. Estos dos problemas son de diversa magnitud en las diferentes subregiones de América Latina y colocan diferentes desafíos a los países -cobertura presente, futura, sustentabilidad fiscal, estratificación y segmentación-. En los países con mayor cobertura, dada su arquitectura fiscal y la relación cotizantes-receptores, existe un enorme déficit financiero que debe ser enfrentado.

Más relevante aún es constatar que incluso en los países con modestos sistemas de bienestar, la ecuación entre aportes sociales a la seguridad social y prestaciones de la seguridad social ya es deficitaria y cuenta por tanto con importantes subsidios que son provistos por rentas generales (véase gráfico 8).

Gráfico 8América Latina (19 países): Ingresos públicos por contribuyentes sociales y gastos públicos por

seguridad y asistencia social, promedio de 2008-2009 (En porcentajes del PIB)

10

-7,8

5

0

-6,9

-9,2-11,3

-13,4-11,4

-5,7

-5

-10

Colo

mbi

a

-3,3 -2,4 -3,3 -3,2 -2,8-1,1 -2,3

-0,8

-6,0

-1,5 -1,6

-5,2

Gastos en seguridad y aasistencia social

Ingresos por contribuyentes sociales

Chile

Arge

ntin

a

Cuba

Bras

il

Uru

guay

Boliv

ia (E

st. P

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a (R

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Perú

Méx

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El S

alva

dor

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s

Cost

a Ri

ca

Ecua

dor

Pana

Nic

arag

ua

Prom

edio

2,2 1,5

5,9

8,8

4,36,7

1,8 0,9 0,11,3 1,8 1,6

0,31,6 1,2

7,0

3,24,3

5,7

3,1

Fuente: CEPAL, 2011. Luego de las reformas de los sistemas de salud y seguridad social que privatizaron el aseguramiento y de la constatación del efecto de las mismas sobre la desigualdad de acceso y la limitada cobertura que estos sistemas generaban, ganó terreno la idea de construir o fortalecer los pilares solidarios o no contributivos de estos sistemas. La reforma de la salud en Uruguay, el plan “Acceso Universal con Garantías Explícitas” (AUGE) en Chile, el antecedente pionero de Brasil con el “Sistema Único de Salud” (SUS), el “Seguro Popular” en México, la reforma de la salud en Colombia se emparentan al modelo de “manejo social del riesgo” o con un mayor énfasis solidarista y ciudadano. Por su parte, hay muchos ejemplos de innovaciones en materia de pensiones y jubilaciones, tales como la reforma del sistema de pensiones y las pensiones solidarias en Chile, las pensiones universales no contributivas en la Ciudad de México D.F., el componente asistencial de pensiones del programa “Oportunidades”

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y el programa federal “70 y más” (Valencia Lomelí, Foust Rodríguez y Tetreault Weber 2013), la reforma jubilatoria en Argentina y su expansión semi-contributiva (Repetto y Potenza Dal Masetto 2012), la ampliación de los ya existentes “Beneficio de Prestación Continuada” (BPC) en Brasil y la pensión rural, el “Programa 100 a los 70” iniciado en el año 2009 en Panamá (Rodríguez Mojica, 2013), la pensión 65 del 2011 en el Perú (Lavigne 2013a) y la pensión básica alimentaria para el adulto mayor pobre del 2009 y su ampliación -universalización en 2012- a todos los adultos mayores indígenas en Paraguay (Lavigne 2013b).

Gráfico 9América Latina (18 países): Población de 65 años y más que recibe jubilación o pensión, alrededor

de 2000 y 2009

76

86 88

49

19

45

33

2427

17

32

14

3

14 124

34

89 85 8584

65

47 4538 34

2924 23

18 17 17 16 14

7

40

0

10

20

30

40

50

60

70

80

90

100

2000 2009

Fuente: CEPAL, 2011.

Como puede observarse en la gráfica 9, si bien la expansión del promedio simple de la cobertura de pensiones y jubilaciones en América Latina entre 2000 y 2009 fue modesta (6%), en algunos países el incremento fue marcado. Argentina retorna a sus niveles históricos de cobertura, alcanzando casi el 90%. Brasil ya contaba con la expansión, previo al año 2000, alcanzando un 85% de los mayores de 64 años. Uruguay por su parte, frena una caída incipiente que se gestaba en la década de los

noventa, y mantiene altos niveles de cobertura. Los dos saltos más importantes pueden verificarse en Chile y en México. En el primer caso como producto de la reforma solidaria de pensiones y en el segundo por la expansión de diversas modalidades no contributivas. Asimismo, los nuevos sistemas no contributivos en Panamá y Perú, la pensión básica universal de El Salvador (Martínez 2013b) y la pensión alimentaria para adultos mayores en Paraguay no se reflejan en los datos presentados en el gráfico 9, ya que solamente llegan al 2009.

3.3 La aparición en la agenda pública de los cuidados y la valoración del trabajo no remunerado

La expansión del sistema educativo al nivel preescolar y la expansión de la jornada escolar son políticas cuyo argumento central refiere a la mejora del capital humano y a la igualación temprana de las oportunidades. Pero son también políticas que poseen un argumento adicional: colectivizan el cuidado y el tiempo que ello requiere contribuyendo así a una redistribución entre géneros y estratos sociales de dichas cargas (Martínez Franzoni 2008). La expansión de la educación inicial en cuatro y cinco años se inscribe dentro de esta tendencia, casi duplicando entre 1995 y 2010 la matrícula regional (CEPAL 2010b). Ello además frena un creciente proceso de segmentación social que se manifestaba en los 90 en materia de soluciones de educación y cuidado en estas edades, generando un sector medio alto que accedía por la vía privada y sectores populares que o bien no accedían o lo hacían en modalidades de muy baja calidad de tipo informal. Programas como “Chile Crece Contigo” y su homónimo en Uruguay, la expansión del sistema de crèches en Brasil, la expansión de las jornadas escolares completas en Chile –y en menor medida en Uruguay y Brasil–, marcan también la agenda reciente en políticas sociales en la región. Asimismo, la aparición en el debate de las políticas de conciliación del trabajo remunerado y no remunerado reconoce la necesidad de pensar el tema del cuidado y del trabajo no remunerado desde una perspectiva de derechos y de igualdad. Las reformas de las licencias maternales, paternales y familiares son también parte de este nuevo paradigma que piensa combinadamente el tema de la desigualdad, las oportunidades tempranas y el desafío de género (Martinez Franzoni y Voorend 2009). Las recientes reformas de los sistemas de licencias en Chile y Uruguay expandiendo las licencias y cobertura de las mujeres y de los hombres y los debates que se plantean hoy en casos como Argentina y Costa Rica documentan estas tendencias. El reconocimiento en muchos de los sistemas de pensiones del costo que pagan las mujeres al ver limitadas sus opciones de participación en el mercado laboral, las políticas de apoyo a los hogares monoparentales y la creciente legitimidad que posee la idea de trasferir en forma directa recursos a las familias con hijos –tema tratado en el apartado anterior- reflejan una creciente incorporación de la temática de género, ciclo vital y familia en el paquete de bienestar de los países.

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3.4 La expansión de las capacidades fiscales del Estado

El consenso de Washington abogaba que no existían buenos impuestos y que, de ser necesarios, debían ser neutrales. Las bases fiscales del Estado latinoamericano, de por sí endebles, atravesaron así un período de estancamiento, cuando no de retroceso (Gómez-Sabaini 2006). Sin embargo, de la mano de las crecientes presiones distributivas, el juego democrático, el ascenso de la izquierda y un buen contexto externo, la región ha asistido a una verdadera “revolución silenciosa” en materia impositiva y fiscal. Si bien en rigor, estos cambios no pueden considerarse un tema de diseño clásico de las políticas sociales, sí inciden en el mismo, ya que modifican las bases fiscales de dichas políticas y sus efectos distributivos. Por un lado, los Estados de la región han incrementado en casi todos los casos su carga tributaria sobre el PIB (véase cuadro 1). Por otro, han incrementado aunque más modestamente la progresividad de sus estructuras de recaudación.

Cuadro 1América Latina: Evolución de los ingresos tributarios, 2000-2011

Fuente: CEPAL, 2012. A pesar de este importante incremento de las capacidades fiscales de los Estados, la mayor parte de los países de la región presentan aún una carga tributaria total que los coloca por debajo de la media mundial. Pero tal vez lo más relevante se encuentra en el impuesto que presenta mayor brecha respecto a los países centrales y al promedio mundial: el impuesto a la renta (véase gráficos 10 y 11).

Gráficos 10 y 11

Brechas de la carga impositiva total y de la carga del impuesto a la rentaBrecha de la carga impositiva 2007/2009 (en % del PIB)

Brecha de la carga del impuesto a la renta 2007/2009 (en % del PIB)

Fuente: BID 2012.

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La razón fundamental detrás de las grandes brechas fiscales en materia de impuesto a la renta se encuentra en las bajas tasas impositivas a las empresas y en la muy pequeña base impositiva del impuesto a la renta de las personas físicas. Este último punto debe matizarse cuando se consideran las altas cargas de la seguridad social (no incluidas en las estimaciones del gráfico 11). Ello implica que el grueso de la recaudación sobre las rentas personales surge del salario de los trabajadores y va a financiar los sistemas de seguridad social. Un dato particularmente importante es aquél que compara el punto de corte de la exención impositiva a las rentas personales en relación al PIB per cápita de cada país. La evidencia muestra que dicho punto de corte es muy superior al de los países de la OCDE, dejando a buena parte de la clase media fuera de la base imponible. Por otra parte, las tasas de imposición para los diferentes tramos de ingresos son notoriamente más bajas que en otros países de renta media (véase gráfico 12 y 13). Esto, si bien se explica en parte por las altas cargas que estos sectores destinan a los aportes a la seguridad social contributiva, arroja un escenario de baja progresividad y “cohesión” fiscal (BID 2012).

Gráficos 12 y 13Base Imponible del impuesto a la renta y tasas marginales máximas para niveles de renta

(OCDE y países seleccionados de América Latina y el Caribe)Porcentaje de personas que pagan el Impuesto a la renta de las personas físicas

Tasa marginal máxima para cada nivel de renta como múltiplo del PIB per cápita

Fuente: BID, 2012.

4. El universalismo y sus enemigos: límites de la reforma social en América Latina

Las capacidades fiscales del Estado, las transferencias directas a las familias con hijos, los mecanismos de aseguramiento solidario, la aparición de las políticas de cuidado y su cruce con el género y la desigualdad se debaten hoy entre diferentes modelos de Estado Social que le darán rumbo, arquitectura y contenidos: el universalismo básico de corte igualitario, el corporativismo estratificado y el modelo combinado de focalización y mercado. Seamos claros: las tres opciones, como arquitectura de un régimen de bienestar, ofrecen posibilidades de cobertura universal en materia de aseguramiento, protección e inversión social, pero cada modelo apuesta a una forma diferente para lograr dichas coberturas y admite grados diferentes de estratificación en dichas coberturas. En un trabajo reciente Jennifer Pribble (2013) propone un conjunto de criterios que estarían en la base de un modelo de corte universalista, básico e igualitario, y establece criterios para abordar una evaluación de los avances o reformas hacia dicho modelo: i) universalidad de cobertura, ii) transparencia y derechos en la asignación (no discrecionalidad o producto de presiones distributivas), iii) calidad de servicios o magnitud de transferencias con baja segmentación, iv) financiamiento de base equitativa y sustentable. Un modelo puro de universalismo sería aquel con cobertura universal plena -ejemplos: todas las familias con hijos, todos los adultos mayores, todos los desocupados, toda la población en acceso a salud-, basada en criterios objetivos y sustentados en leyes que respaldan derechos básicos, calidades adecuadas y homogéneas

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de servicios y baja o nula estratificación de transferencias, y financiamiento por rentas generales -con base tributaria progresiva- o modelos contributivos cuya arquitectura combinada con las prestaciones genere efectos progresivos. Dicho financiamiento debe ser por otra parte sustentable. Tornando más laxos los criterios, Pribble admite reformas y modelos que serían catalogados como de universalismo avanzado -no puro-, moderado y débil. La realidad en la región no permite aseverar que se está en una ruta robusta de avance hacia modelos universales puros, aunque sí resulta claro que se produce un marcado incremento del esfuerzo por parte de los Estados para avanzar en cobertura en aseguramientos y servicios a la población pobre y en algunos casos a la población vulnerable. Sin embargo, también es claro que estos esfuerzos, rara vez se plantean desde una perspectiva universalista clara. Más bien lo que se produce es un intento por generar programas focalizados que atacan las fisuras de los regímenes contributivos, para poder alcanzar cobertura universal y segmentada. En efecto, dichos esfuerzos en general se plantean como medidas diferenciadas de los pilares contributivos y de los aseguramientos en base a lógicas de mercado. De esta manera a lo que asistimos es a mejoras en la cobertura y alcance de los Estado Sociales, sin que ello implique una modificación sustantiva en el diseño de corte contributivo del sistema original y sus variantes mercado-céntricas y focalizadoras de los noventa. Una forma de caracterizar estos esfuerzos puede abordarse con la caracterización de regímenes híbridos (Midaglia y Antía 2007) que se ha propuesto para el caso uruguayo. Ello es particularmente cierto para los países con regímenes de bienestar maduros o más desarrollados. La economía política del giro a la izquierda ayuda a entender parcialmente estas dinámicas en donde se destacan los cuatros factores que describo a continuación.

4.1 Las coaliciones electorales en la base de los giros a la izquierda

La coalición electoral laxa que lleva al gobierno a las opciones de izquierda se apoya en los sectores medios y formales históricamente beneficiarios de los modelos previos a los ochenta y en los sectores excluidos de dichas protecciones, pero alcanzados parcialmente por las políticas focalizadas de los 90. Lo que es más importante aún, este segundo grupo de población, es un sector crecientemente importante en la dinámica electoral. Por su parte, el primer grupo, es fundamental como base organizada de muchos de los partidos o coaliciones de izquierda que llegan al poder en el nuevo milenio. Esta combinación de bases corporativas y nuevos sectores que se hacen claves en la lucha electoral, explican esta forma híbrida de reformar el Estado social y el régimen de bienestar. Así un conjunto de reformas apuntan a mejorar las prestaciones de los sectores integrados al régimen contributivo, en tanto otras reformas apuntan a incorporar en nuevas prestaciones no contributivas a sectores históricamente desafiliados. Pocas reformas, procuran generar prestaciones uniformes de base no contributiva o de financiamiento mixto, que tengan como destinatarios a los sectores informales -pobres y vulnerables- y, al mismo tiempo, a los sectores medios-bajos y medios formales. El problema con estas estrategias y sus límites en forjar coaliciones

distributivas es que las mismas generan crecientemente una sensación de “injusticia fiscal” que afecta la posibilidad de seguir fortaleciendo las capacidades fiscales del Estado. La percepción de los sectores medios de la población, es que estos aportan fiscalmente a un Estado que les da pocos beneficios. Ello es en rigor falso, ya que estos mismos Estados han expandido en muchos casos más los subsidios a sus prestaciones contributivas en salud y seguridad social que a los sectores pobres en materia asistencial. Pero los regímenes contributivos desfinanciados esconden por su propia naturaleza estos subsidios, en tanto se hacen evidentes, también por su propia institucionalidad y criterios los subsidios a las poblaciones pobres. Ello conlleva un creciente enfrentamiento simbólico y distributivo entre las bases que forjaron el arribo de la izquierda al poder.

4.2 El efecto candado de los sistemas contributivos y el efecto veto de los sistemas privatizados y privados de prestación social

Por otra parte en los países en donde ya existen regímenes contributivos de porte en materia de salud y seguridad social, es sumamente compleja la ingeniería institucional, fiscal y en muchos casos constitucional para redefinir parte de las prestaciones (una canasta de salud, una parte de las transferencias) como piso básico de carácter universal. Éste sería el camino técnicamente adecuado. Definir prestaciones y transferencias ya existentes (parte de ellas) como piso universal y sumar cobertura integrando a los sectores no cubiertos. Esta operación requeriría redefinir los derechos de los beneficiarios de los regímenes contributivos y aplicarles nuevos criterios de garantía e indexación de parte de sus prestaciones presentes. Fundamentalmente ello implicaría limitar los subsidios al sistema contributivo estratificado y redireccionarlo hacía los sectores no protegidos o cubiertos. No implica esto suprimir las prestaciones contributivas pero sí ajustar la expansión de su calidad y costo a niveles actuarialmente sustentables. Chile es quién más ha avanzado en un modelo de este tipo, precisamente porque sus reformas liberales habían suprimido los regímenes contributivos de reparto y de aseguramiento solidario (vertical) en salud. Sin embargo, Chile también encuentra límites en una ruta de universalismo más marcado, debido a un nuevo actor de veto a la expansión de los derechos sociales en base no contributiva: los actores privados de las AFJP y de las ISAPRES. Para estos actores una cobertura que compite con su “clientela” y una calidad que torna su oferta de costo-beneficio, poco atractiva, es una amenaza directa a su supervivencia. Por ello estos actores vetarán modalidades universales que vayan más allá de los sectores vulnerables y limitarán tanto cuanto sea posible la calidad de los beneficios. Un modelo focalizado a la población que no forma ni formará parte de su “cartera” a cargo del Estado, les es funcional; en cambio, ir más allá y deslizarse hacia una desmercantilización sustantiva de los sectores medios, constituye una amenaza.

4.3 El efecto disgregador y fragmentador de la focalización restringida

Los efectos antedichos se potencian a partir de una expansión fragmentada y de focalización restringida de diversas intervenciones sociales. La imposibilidad fiscal y la ausencia de

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una economía política que favorezca modalidades básicas universales conspiran en la creación de una multiplicidad de programas pequeños que procuran ampliar en forma fragmentada las coberturas y aseguramientos de la población pobre. Estas modalidades generan sus propios dispositivos institucionales, burocracias de gestión y sus propias clientelas. Así el Estado se va poblando de acciones disgregadas que luego hacen muy compleja su simplificación en programas básicos de amplia cobertura. Por otra parte estas acciones, más allá de su ínfima incidencia fiscal, generan sí un efecto ampliado sobre los sectores medios, incrementando la percepción de injusticia fiscal y riesgo moral de los sectores de menores ingresos. Finalmente, la apelación por parte de los gobiernos a este tipo de programas, es funcional a un equilibrio sub-óptimo en materia de economía política generando la ilusión de protección social, cuando en realidad se asiste a una proliferación más bien expresiva y no instrumental de una acción robusta de ciudadanía social. No nos referimos en este punto a la ampliación de la cobertura de programas que nacieron con criterios de focalización restringida pero luego se ampliaron notoriamente como algunos PTC, sino a la multiplicidad de pequeños programas y acciones que acompañan y de alguna manera legitiman un rol subsidiario y residual del Estado en materia social.

4.4 Los costos fijos privados y los caminos privados que estructuran el imaginario de los sectores emergentes de alcanzar el status de clase media

En las sociedades más desiguales del mundo, alcanzar un bien promedio que sea atractivo para las clases medias altas es una tarea sumamente compleja. Por su parte las clases medias emularán a los sectores medios altos, buscando soluciones privadas a sus aseguramientos y servicios. Lo que es más, para las clases medias, compartir servicios con los sectores vulnerables y pobres, constituye una amenaza a su status. Esto implica altísimos costos fijos de gasto privado para alcanzar un estatus medio. Si los sectores emergentes y vulnerables que han salido de la pobreza en esta década, “compran” dicho modelo, la construcción de un régimen de bienestar universal y solidario se vuelve tarea casi imposible. Por otra parte las presiones distributivas se volverán inmanejables para un proyecto de izquierda, no necesariamente para un modelo liberal de derecha, que apueste al crecimiento sin mayor preocupación por la igualdad. La paradoja en América Latina es precisamente esta: la izquierda está administrando un régimen social y una economía política de derecha. Pero la propia población que vota por una opción de izquierda quiere más aseguramiento solidario, transferencias públicas y servicios de calidad, pero al mismo tiempo quiere más poder de compra en sus salarios y jubilaciones para poder acceder por la vía privada a patrones de consumos percibidos como los adecuados para sectores medios. Y ello es en parte porque consideran que los bienes públicos y colectivos garantizados o subsidiados por el Estado son de calidad inferior a los proporcionados por la esfera privada. Las tasas de crecimiento de la última década permitieron atender estos dos frentes (salario privado y gasto social), pero difícilmente dicha estrategia sea sustentable económica y fiscalmente en el futuro.

4.5 La trampa de los bienes públicos

Lo anterior se vincula directamente con la trampa de los bienes públicos. La misma puede ser formulada de la siguiente manera: los bienes públicos son de mala calidad, lo que lleva a los sectores medios a exiliarse de los mismos tan pronto sus ingresos se lo permiten (automóvil en vez de transporte público, educación privada, salud privada, segregación residencial, aseguramiento privado). Este autoexilio de las elites y los sectores medios altos y medios, implica que los bienes públicos carecen de demandantes exigentes y poderosos en materia de calidad, lo que retroalimenta una baja provisión de bienes públicos de calidad. Entonces, la sociedad se segmenta por capacidad de compra privada y los bienes públicos y colectivos se deterioran. En suma, el “giro a la izquierda” en América Latina se apoyó a una laxa coalición de sectores subordinados que castigaron las fallas de un proyecto de modernización conservadora. Pero esta laxa coalición no es una coalición distributiva estable y no lo será de no lograrse un conjunto de bienes públicos, transferencias y servicios garantizados desde el Estado hacia los que estas poblaciones sientan lealtad y satisfacción en tanto consumidoras. Pero este dilema tiene mucho de huevo y gallina. Para contar con dicha coalición distributiva se requiere de bienes y servicios de calidad. Espacio. Y para construir dichos bienes y servicios se requiere de una coalición distributiva que sostenga en el gobierno a opciones que afectaran intereses en el corto plazo, para generar bienestar agregado y más equitativo en el largo. Los “indignados” brasileros, los “pingüinos” chilenos, pueden parecer fenómenos de diferente naturaleza, pero en rigor, remiten a la misma causa: la incapacidad de avanzar hacia un estilo de desarrollo que logre gobernar en forma inteligente las ventajas comparativas, la expansión del consumo y su balance público y privado, y la fiscalidad social expansiva de un ciclo que da oportunidades pero que no garantiza logros presentes consistentes ni futuro sustentable.

Conclusiones

América Latina se aventura en un experimento social de construcción de ciudadanía. Los caminos a transitar dependen de la economía política, los saberes técnicos y los consensos que la academia, los organismos internacionales y sus tomadores de decisión -técnicos y políticos- generen sobre las opciones posibles y deseables en la región. Una ruta que se dibuja en el horizonte es la de un modelo social que sin modificar drásticamente su ADN agrega un componente no-contributivo estable a su menú y herramientas de combate a la pobreza. En este modelo existen tres formas de protección social que se diferencian y segmentan: una política para pobres de transferencias y servicios, un modelo contributivo restringido a los trabajadores formales de ingresos medios y a los funcionarios públicos con privilegios, y un modelo privado para sus sectores altos por la vía de mercado. El problema de este modelo, más allá de mejorar coberturas y accesos para los sectores pobres es su sostenibilidad fiscal y política.

Los Regímenes de Bienestar en el ocaso de la modernización conservadora...Fernando Filgueira

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Otra ruta que aparece como posible aunque menos probable, es la de un sistema universal de prestaciones y transferencias básicas, y un pilar adicional de corte contributivo y/o de mercado para aseguramientos y acceso a bienes y servicios no fundamentales. Este documento quiere sentar las bases para esta segunda opción, en el convencimiento de que la misma constituye la mejor estrategia para lograr mayores niveles de eficiencia, igualdad y cohesión social en la región. Si la opción que ofrecen los Estados a las nuevas clases emergentes de la región es la de aumentar su poder de compra privado, los pobres quedarán solos y las presiones distributivas se harán inmanejables. Si por el contrario el Estado logra contribuir en generar con responsabilidad fiscal un piso básico común para los sectores pobres y medios que estos valoran y defienden, las presiones distributivas serán más moderadas y el camino al desarrollo más solidario. Por otra parte, hay un punto que quedará para otro ejercicio: la necesidad de reorientar los objetos del gasto social. Los sistemas de protección social contributivos pasivos -protección estratificada frente a la pérdida de ingresos- deben dar lugar a los sistemas de inversión social activos no contributivos de vocación universal -protección de consumo básico adecuado en infancia, servicios que favorezcan la incorporación de la mujer en el mercado laboral, y educación y salud-. Es en esta última orientación donde la apuesta a básicos universales garantizados rinde su mayor provecho, generando sinergias positivas entre familia, Estado y mercado, contribuyendo a una orientación productivista e igualitarista de los regímenes de bienestar.

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LA TRANSICIÓN DEL RÉGIMEN DE BIENESTAR MEXICANO: ENTRE EL DUALISMO Y LAS REFORMAS LIBERALES

The Mexican welfare regime: crossroads between dualism and liberalization

Carlos Barba Solano* y Enrique Valencia Lomelí**

Resumen: Este artículo presenta aspectos distintivos del régimen de bienestar mexicano, conceptualizado como dual. Analiza su trayectoria y legados históricos, que desafían y limitan cualquier intento de reforma profunda de su estructura. Se revisa su desarrollo a lo largo de tres momentos de su historia. Se hace énfasis en las reformas impulsadas durante los últimos 20 años, encaminadas a liberalizarlo. A pesar de que se ha mercantilizado parcialmente y de que su pilares no contributivos, diseñado para proteger a los más pobres y excluidos, se ha fortalecido, los autores sostienen que sería un error considerarlo un régimen liberal. Afirman que el choque entre las reformas liberales y la vieja inercia dualista ha profundizado la segmentación y estratificación que históricamente lo caracterizan.

Palabras clave: Dependencia de la trayectoria, regímenes de bienestar, políticas sociales focalizadas, políticas sociales universales.

Abstract: This article discusses the distinctive aspects of the Mexican Welfare Regime. It analyzes its trajectory and its historical legacies, that challenge and set limits for any attempt to realize major structural reforms. This regime is examined along three different historical moments. Emphasis is set in the reforms occurred during the past 20 years, oriented to liberalize social protection. Although the regime has been partially commodified and its noncontributory pillar, designed to protect the poorest and excluded, has been strengthened, the authors argue that it would be a mistake to regard it as a liberal regime. Instead, they claim that the clash between the liberal reforms and the old dualistic inertia has deepened the segmentation and stratification that characterize it.

Keywords: Path dependence, welfare regimes, targeted social policies, universal social policies

Introducción: el régimen de bienestar mexicano en las constelaciones del bienestar latinoamericano

Como lo señalan diversos autores, en América Latina históricamente se produjeron distintas articulaciones entre el Estado, los mercados, los hogares, las comunidades y la sociedad civil. Por ello no es correcto hablar de un régimen de bienestar único

*Profesor-Investigador de la Universidad de Guadalajara (U de G), México. Coordinador del Doctorado en Ciencias Sociales de la U de G. Miembro del Grupo de Trabajo “Pobreza y Política Sociales” de CLACSO y miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel III.Email: [email protected]**Profesor-Investigador de la Universidad de Guadalajara (U de G), México. Coordinador del Grupo de Trabajo “Pobreza y Políticas Sociales” de CLACSO y miembro del Sistema Nacional de Investigadores

nivel III. Email: [email protected]

Revista Uruguaya de Ciencia Política - Vol. 22 N°2 - ICP - MontevideoFernando Filgueira

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en esta región1 (Barba 2003, 2007; Filgueira 2005; Martínez 2008; Valencia 2013). Distintos tipos de regímenes fueron determinantes en las trayectorias seguidas por la pobreza y la desigualdad en países específicos. Los mejores resultados se lograron donde hubo mayor desarrollo institucional y políticas sociales más universales, lo contrario ocurrió donde la presencia estatal fue menor. En América Latina, durante los años veinte, cuarenta y cincuenta del siglo XX, se establecieron las condiciones para el desarrollo de la función social del Estado, que se consolidó en las décadas siguientes (Mesa Lago 1994). La ruptura con Estados oligárquicos, la emergencia de estados desarrollistas e industrializadores que lograron una gran expansión del mercado interno, niveles importantes de crecimiento económico y una ampliación del gasto público, permitieron la aparición de políticas de masas, acompañadas en algunos de los principales países de la región por políticas sociales que, al menos discursivamente, buscaban realizar los principios de universalismo y solidaridad (Mesa-Lago 1994; Barba 2003; Filgueria 2005, Ferreira y Robalino 2010). Este contexto político-ideológico facilitó que élites reformistas, que obtuvieron un importante apoyo popular, impulsaran la construcción de sistemas sectoriales de educación y salud que garantizaban prestaciones básicas para amplios sectores de la población. Sin embargo, a semejanza de lo ocurrido en los regímenes conservadores europeos, los sistemas de seguridad social protegían exclusivamente a los trabajadores formales, los empleados civiles y a los militares, por ello se caracterizaron por una aguda segmentación institucional, ligada a dilatados procesos corporativos y clientelares que le permitieron al Estado afectar la organización de los sindicatos de los sectores público y privado y utilizarlos para legitimar las acciones públicas (Barba 2003). Por otra parte, a semejanza de los regímenes mediterráneos, los regímenes latinoamericanos se distinguieron por descansar en la reciprocidad familiar, tanto en el terreno de la puesta en común de los ingresos de los hogares, como en la difusión del modelo del hombre proveedor y de la tendencia a cargar las labores de cuidado y las tareas reproductivas a las mujeres. Lo que les confirió a estos regímenes rasgos fuertemente “familista”2 (Sunkel 2006; Martínez 2008a). Esta característica ha sido resaltada por Wood y Gough (2006), quienes hablan de la existencia de “regímenes de bienestar informales”, caracterizados precisamente porque en ellos las personas tienen que recurrir, en diversos grados, a la comunidad o las relaciones familiares para satisfacer sus necesidades de protección (Martínez 2008); también señalan que este tipo de relaciones suelen caracterizarse por ser jerárquicas y asimétricas y por asumir relaciones patrón-cliente.

1 Para acercar la tipología elaborada por Fernando Filgueira (1997, 2005) a la teoría de los regímenes de bienestar y potenciar el análisis histórico, Carlos Barba (2003, 2007) agrega dos filtros analíticos que enfatizan procesos de diferenciación importante en Latinoamérica, la articulación de las prestaciones sociales y los modelos de crecimiento y la composición etno-cultural que influye en los niveles de exclusión tolerados por la discriminación. Esa es la tipología que empleamos aquí.2 Hablamos de “familismo” cuando el bienestar de los individuos depende básicamente de los sistemas familiares de cuidados y de protección (Sojo 2011: 15)

Otro aspecto particular de algunos de estos regímenes es que se inclinaron, en diversos grados, a reproducir las desigualdades heredadas del período colonial, por lo que en los países con una proporción mayor de indígenas o afrodescendientes estos grupos sociales no fueron incorporados formalmente ni al mercado ni a la protección social3 (Barba 2003, 2007). Los casos más exitosos en el campo del bienestar social fueron los que corresponden a los regímenes universalistas, de Argentina, Chile, Uruguay y Costa Rica, caracterizados por procesos amplios de expansión del empleo formal y la mayor cobertura institucional en materia de educación, salud y seguridad social de la región. En ellos se alcanzaron los niveles más altos de protección pública y de ampliación de la ciudadanía social4 (Barba 2007). Estos países siguieron el modelo bismarckiano de seguridad social, caracterizado por ser estratificado, contributivo, por contar con un régimen de seguros múltiples y también por dirigirse a un prototipo de asegurado: varón adulto, asalariado, con trabajo ininterrumpido en el sector formal, a lo largo de la vida, responsable de proveer los ingresos del hogar y también del aseguramiento de las personas dependientes -esposa, hijos e hijas- (Martínez 2006; Barba 2007). En otros países, como México o Brasil, señalados como regímenes duales, se construyeron los mismos tipos de sistemas de bienestar, que siguieron patrones semejantes. Sin embargo, en estos casos la protección tendió a concentrarse en las áreas urbanas y fue acompañada por procesos de desafiliación5 que sufrieron tanto quienes vivían en las áreas metropolitanas pero no participaban en la economía formal, como quienes vivían en zonas rurales. Como ya lo señalamos, quienes padecieron los mayores niveles de exclusión y estigmatización fueron las víctimas históricas del colonialismo6 (Barba 2007; 2009). En los regímenes duales la cobertura de la protección social privilegió a los grupos de ingresos medios, como los trabajadores industriales, los empleados del Estado y los miembros de las clases medias. Los trabajadores urbanos informales recibieron asistencia social, los campesinos fueron beneficiarios de reformas agrarias muy limitadas, mientras los pueblos indígenas o la población afrodescendiente7

3 Las diferencias raciales o étnicas están entre los factores más significativos en la exclusión social, que significa un acceso desigual a la educación, la salud, los servicios públicos, a los mercados laborales, a la participación política y los derechos y libertades humanas (Perry 2000: 10).4 El régimen universalista aparece con altos niveles de gasto social, índices relativamente bajos de heterogeneidad etno-cultural, altos niveles de población económicamente activa asegurada, amplia cobertura en educación y salud, así como los niveles de desmercantilización más altos de la región (Barba 2003 y 2007).5 Como señala Robert Castel (2010), creador del concepto de desafiliación, este término habla del proceso mediante el cual un individuo o un grupo social se disocia de redes sociales que permiten su protección. Es decir de un recorrido hacia la vulnerabilidad.6 El régimen dual presenta valores medios en la mayoría de los indicadores, cobertura amplia en educación básica y estratificada en salud y una protección notoriamente dividida por tipo de población urbana o rural o regionalmente. Además estos regímenes se caracterizan por una alta heterogeneidad étnica que es acompañada por altos niveles de exclusión de la protección social (Barba 2003 y 2007). 7 Un dato que ilustra con gran claridad esta situación es que en México, de acuerdo con Adolfo Figueroa

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fueron excluidos de las principales instituciones de bienestar (Figueroa 2000; Barba 2007; 2009). En la base de esta escala regional se encontraban algunos países de América Central, como Honduras, Nicaragua, Guatemala o El Salvador, o de América del Sur, como Bolivia, Ecuador y Paraguay. En ellos la población indígena era y es muy numerosa y continúa sufriendo una marcada exclusión de la protección social8. En estos regímenes el bienestar garantizado por el Estado tuvo un muy pobre desarrollo institucional, que sólo benefició a pequeñas oligarquías. Por ello, su bienestar dependía de sus familias y redes comunitarias9 (Barba 2007; Martínez 2008). El régimen mexicano puede comprenderse como una síntesis de las constelaciones del bienestar en América Latina: fuerte protección bismarckiana del trabajo formal con enfoque conservador de género, dualismo protector de las zonas urbanas y exclusión de grupos indígenas y pobres rurales y urbanos, con marcada heterogeneidad y desigualdad regional. Veamos rasgos básicos de la trayectoria mexicana.

1. Trayectoria y legado del régimen de bienestar mexicano

Las herencias de la trayectoria del régimen de bienestar dual están ligadas a tres momentos distintos en la historia de México. Primer momento histórico. La etapa de reconstrucción del Estado nacional después de la Revolución de 1910, que se distingue por el predominio de lo político sobre lo social, que se expresó en la utilización de la política social para reforzar y legitimar el control político autoritario de los vencedores de la Revolución Mexicana, a través de intercambios clientelistas y corporativos con los sectores más organizados de la sociedad: los obreros y los campesinos. En la Revolución Mexicana la cuestión social fue abordada con una gran ambigüedad, ya que estuvo marcada por la tensión entre el discurso universalista de la Constitución de 1917 en materia de derechos sociales10 -especialmente en el campo de la educación- y la ausencia de mecanismos para garantizarlos. Esto contrastaba con el énfasis que se hacía en las disposiciones

(2001) durante los años 1980 el 81% de los indígenas estaba en situación de pobreza, versus el 18% en el caso de los no indígenas (Figueroa 2000: 40).8 Durante los años 80, la incidencia de la pobreza entre los indígenas era en Guatemala de 87% contra 54% en el caso de los no indígenas, en Perú de 79% contra 50%, en Bolivia de 64% contra 48%. (Figueroa 2000: 40). 9 El régimen excluyente es el que tiene los niveles más bajos de gasto social, sistemas de salud y seguridad social elitistas, mientras en materia educativa es dual. Su heterogeneidad etno-cultural es muy alta, así como sus niveles de exclusión social (Barba 2003 y 2007)10 En términos estrictos, la Constitución de 1917 no habla explícitamente de los derechos sociales, sino de “garantías individuales” en el Capítulo Primero, entre las que se encontraban la igualdad ante la ley y la educación laica y gratuita, y de un conjunto de mandatos sobre las relaciones de trabajo, entre las que destacaban los “derechos” a la asociación y a la huelga; será hasta diversas reformas iniciadas a fines de los años 70 que serán incorporados paulatinamente los derechos sociales en la Constitución Política (Valencia, Foust y Tetreault 2012).

laborales -como la fijación de la jornada máxima de 8 horas, el “derecho” de asociación y de huelga y la definición del salario mínimo, entre otros, establecidas en el Artículo 123 de la Constitución Política de 1917- y agrarias -establecidas en el artículo 27 de la Constitución y diseñados para disolver los latifundios y realizar una reforma agraria-, para los que sí se establecían garantías precisas. El predominio de los aspectos agrario y laboral estaba relacionado, sin duda, con la tentativa de lograr el apoyo de las organizaciones obreras y campesinas, a cambio de concesiones materiales y libertades sindicales, concedidas por el Estado (Laurell 1996; Barba 2003). Durante la primera etapa en el ámbito del bienestar los avances fueron muy modestos y los legados primordiales fueron el corporativismo y el clientelismo. Los mayores avances que pueden registrarse en este primer momento histórico fueron la creación de la Secretaría de Educación Pública en 1921, primera institución con una vocación universalista del sistema de protección social mexicano, y en el terreno asistencial la creación de la Secretaría de Asistencia Pública en 1937, que permitió la sustitución del concepto de beneficencia por el de asistencia pública. Sin embargo, lo que marcó esta etapa fue el contexto político signado por un estatismo autoritario, con rasgos burocráticos y centralistas (Ward 1989; Barba 1995, 2003; Brachet-Márquez 1996; Duhau 1997; Farfán 1997, Gordon 1999). Segundo momento histórico. La etapa modernizadora, que correspondió a la utilización estatal de la política social para respaldar una coalición social que buscaba alcanzar la modernidad a través de un proceso de industrialización vía sustitución de importaciones (ISI), que aceleraría el proceso de urbanización del país. Esta etapa estuvo marcada por el intercambio de derechos y transferencia de beneficios a cambio de la lealtad de una amplia coalición social urbana que apoyaba el proyecto. La institución central en este proceso fue la seguridad social, ligada al trabajo formal. El complemento de esta nueva institucionalidad fue el despliegue de instituciones y políticas sectoriales en materia de educación y salud. Este despliegue institucional sirvió de base para un amplio proceso de integración socioeconómica, pero también de exclusión social. Por una parte, se incorporó al ámbito de los derechos sociales a amplios contingentes de la población residente en las grandes ciudades: como los obreros organizados, los empleados públicos y los sectores medios. Por la otra, se relegó a los campesinos y los indígenas. Esto ocurrió en un país en el que en 1940 el 67.3% de la PEA se concentraba en el sector primario y en el que para 1970 sólo el 37.0% continuaba dedicándose a esas actividades (Barba 2003; Banamex 1988: Cuadro 7.1). La institucionalidad desarrollada en esta segunda etapa histórica se montó sobre el viejo orden corporativo y autoritario construido durante la fase previa: pasaron a un segundo plano tanto los objetivos agrarios, como los actores ligados a la tierra; la promesa original de justicia social emanada de la Revolución de 1910 fue reemplazada por la promesa de crecimiento económico y redistribución gradual de la riqueza, la divisa fue crecer primero y repartir después (Barba 2003)11. Una frase del presidente Miguel Alemán (1946-1952) resume este punto de vista: “(…) concéntrese la riqueza en las capas superiores de la sociedad y tarde o temprano se

11 Pueden verse los debates de este periodo en torno a crecimiento o distribución en Solís 1983 y Valencia y Aguirre 1998.

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derramará a las inferiores” (citado por Agustín 1991), “Trickle down” a la mexicana12. Tercer momento histórico. La etapa de liberalización económica, que inició en 1982 y que aún no concluye, objeto del siguiente apartado de este trabajo.La segunda etapa histórica marcó profundamente la orientación y las posibilidades de cambio del régimen de bienestar mexicano, condujo a una dualización de la política social, es decir, la separación entre seguridad social para los empleados formales y la asistencia pública para los más pobres. El discurso que justificaba esta orientación sostenía que la pobreza rural y urbana desaparecería como producto del desarrollo económico y la creación de empleo urbano en el mercado de trabajo formal, lo que a su vez generaría un salariado creciente, protegido por las instituciones de seguridad social (Solís 1983). Como sabemos, a diferencia de lo ocurrido en los regímenes conservadores europeos, eso nunca ocurrió en el caso mexicano (Barba 2003). En términos sociales esa estrategia reprodujo viejas desigualdades y generó otras nuevas. Así, aunque en general la pobreza extrema se redujo, ésta se concentró en el campo y, por otra parte, la pobreza moderada repuntó en las ciudades, donde el sector informal creció significativamente13. En este escenario, la política social contribuyó a profundizar las desigualdades entre quienes tenían un empleo formal y quienes trabajaban en el sector informal urbano o en el campo; y también a ensanchar el abismo social que existía entre quienes vivían en regiones modernas y quienes vivían en regiones pobres y marginadas. Una contra-tendencia muy notable fue la ampliación de los sectores medios, lo que repercutió positivamente en la reducción general de la concentración del ingreso y la pobreza14 (Hernández Laos 1992; Székely 1998). Así, como señalábamos, el régimen mexicano bien podría visualizarse como una síntesis de las constelaciones del bienestar en América Latina: a lo largo del siglo XX se construyeron amplios sistemas sectoriales de educación y salud muy fragmentados, con exclusión de importantes sectores sociales; se desarrollaron sistemas de seguridad social también muy segmentados que incluían a los trabajadores formales, los trabajadores al servicio del Estado y las fuerzas armadas; y que estaban lastrados políticamente por prácticas corporativas y clientelares15. A partir de los años 1940, estos sistemas fueron cruciales para generar apoyo social y político al proceso de industrialización ya mencionado (Barba 2003). De esta manera, el régimen mexicano dividió a la población en dos grandes parcelas: una fracción urbana, protegida a través de la seguridad social vinculada al empleo

12 Esta fase muestra una notable cercanía con la llamada teoría del goteo utilizada en la política norteamericana.13 De acuerdo con Hernández Laos, aunque la incidencia de pobreza extrema en los hogares se redujo del 63.3% entre 1963 y 1984, aún alcanzaba al 23.8% de éstos en ese último año. A esto se suma un repunte de la pobreza moderada, que pasó de 14.8% en 1963 a 36.1% en 1984 (Hernández Laos 1992: Cuadro 3.2)14 De acuerdo con Székely, entre 1950 y 1984 la población con ingresos medios pasó del 24.3% de la población total al 55.9%. Mientras la población en pobreza extrema se redujo del 31.3% en 1950 a 11.4% en 1984 (Székely 1998: Figura 1.2).15 Kerbo (2003) considera que la segmentación institucional significa la desigualdad institucionalizada y constituye un sistema de relaciones sociales que determina quién recibe qué y por qué.

formal y otra con grados diversos de desprotección o desafiliación. A esta dualización general se añadió una fragmentación y jerarquización pronunciada tanto de los sistemas de protección social, como de la cobertura de riesgos. Estas tendencias contribuyeron a la conformación de “diversas ciudadanías” y a la reproducción de diferentas formas de desigualdad social (Valencia, Foust y Tetreault 2012). Vale la pena recorrer el conjunto de sistemas de protección social y sus efectos en la cobertura de riesgos sociales; en particular, analizaremos lo relativos a los sistemas de pensiones, salud, educación y vivienda, además de los temas del cuidado y el papel de la reciprocidad social. El alto grado de segmentación y estratificación del régimen de bienestar mexicano es claramente simbolizado por el sistema de pensiones contributivas, compuesto por más de cien esquemas distintos, divididos en once sectores de trabajadores con diferencias muy significativas en su acceso, montos y cuotas (Valencia, Foust y Tetreault 2012). Además de tratarse de un sistema sumamente segmentado, es incompleto -Mesa Lago (2004), calcula sólo 37% de cotizantes -en relación a la fuerza laboral- en el momento de la primera reforma pensionaria de 1997 y sólo 30% en 2002-, desigual -Scott (2008) destaca los efectos regresivos de las pensiones, con diferencias de ingresos entre los pensionados de 287 a 1, para los años 1992 y 2002- y financieramente endeble (Ham y Nava 2008). De la misma manera, puede observarse la gran complejidad de los procesos de reproducción de la desigualdad social en el sistema de salud articulado con los sistemas de seguridad social. El patrón dominante en la estructuración de este sistema16, ha sido designado “pluralismo fragmentado”, concepto que enfatiza la gran heterogeneidad e inequidad en la distribución de derechos, acceso y calidad de los servicios para distintos segmentos de la población17. Disparidad ilustrada en un extremo por algunos ciudadanos que cuentan con acceso a tecnología médica de punta; mientras en el otro, los más pobres, están condenados a servicios de muy baja calidad18 (Tobar 2006: 284; Barba 2012). Al igual que en el sistema de pensiones, en el sistema de salud mexicano la gama y la calidad de las intervenciones era muy desigual y limitada19. El sistema

16 Como ocurrió en casi toda América Latina.17 Con datos de 2004 -poco después de la reforma de 2003- puede mostrarse que mientras el decil poblacional más rico contaba con una cobertura de 90% en materia de seguridad social, los adultos mayores sólo alcanzaban coberturas cercanas al 20% y en las zonas rurales la cobertura para los adultos mayores era de sólo 5% (Scott 2005: 60).18 Que puede inducirse observando las diferencias en el gasto per cápita de las instituciones de salud. Si tomamos el gasto per cápita promedio a nivel nacional como 100, tenemos que en 1995 PEMEX tenía un gasto per cápita de 553.3, el IMSS de 99.4, el ISSSTE de 63.0, la SSA de 52.8, e IMSS-Solidaridad de 18.7. El gasto per cápita en la cúspide de la pirámide de los servicios públicos era 10 veces mayor que en la base (OCDE 1998: figura 17)19 De acuerdo con estimaciones de López Acuña, en 1978 la capacidad total de cobertura de las instituciones de salud en México sólo alcanzaba 69.9% de la población (López Acuña 1980: Cuadro 32). Para Coplamar, ese mismo año, la capacidad de cobertura real de todas esas instituciones sólo alcanzaba al 64.7% de la población (Coplamar 1985: Gráfica 4.9). Además los servicios públicos para todos los ciudadanos, ofrecidos por la Secretaría de Salubridad y Asistencia, que en 1978 sólo cubrían al 15.6% de la población, eran básicamente asistenciales y preventivos (López Acuña 1980).

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puede describirse como tripartita porque incluía tres peldaños distintos: el más alto donde era posible la afiliación voluntaria y privada para los sectores de mayores ingresos; el intermedio donde coexistían diferentes modelos de protección para distintos segmentos del sector asalariado formal -asegurado a través de esquemas contributivos-; y el más bajo que ofrecía asistencia social para los sectores vulnerables y pobres. Fuera de este trípode se ubicaba la población indígena situada al margen del sistema de salud (Barba 2012; Mesa-Lago 2007: Cuadro 7.1). En la ilustración 1 se observan estas características, que todavía predominaban en 1998 y hasta 2003 cuando el sistema fue reformado, en lo concerniente a los servicios, los esquemas de afiliación y el acceso a derechos. En la base de la pirámide se encontraban los excluidos -los indígenas- que representaba el 7% de la población total; en el siguiente escalón se ubicaba el 41% de la población que correspondía a quienes no contaban con empleos formales y eran protegidos por los servicios asistenciales del Estado, luego se situaba un 49% que correspondía a quienes estaban afiliados a instituciones de seguridad social y finalmente, en la cúspide estaba el 3% restante, con acceso a seguros privados para quienes podían pagarlos (Ilustración 1).

Ilustración 1

La vieja estratificación de los servicios y los derechos en el sistema de salud mexicano

Fuente: Barba 2013

Los trabajadores del sector formal se repartían desigualmente entre las diferentes instituciones de seguridad social. Las dos instituciones con más asegurados eran el IMSS -creado en 1943- y el ISSSTE –fundado en 1959–, la primera con el 80% de los derechohabientes, la segunda con el 17%; muy por debajo se encontraban

el ISSFAM -establecido en 1976- y los trabajadores de PEMEX20 que en conjunto atendían al 3% de los asegurados21 (OCDE 1998: 96; Gutiérrez 2002: gráfica 4.2) En relación con este tema habría que señalar que la desigualdad en el acceso a la salud generaba también grandes desigualdades regionales, expresadas en brechas insalvables entre las regiones más ricas y las más pobres de México22. Por su parte, el sistema educativo permite ilustrar otro aspecto importante en la conformación del régimen de bienestar mexicano: las desigualdades existentes en los alcances de las políticas diseñadas para los sectores medios y las que tendían a la universalidad, que bien podríamos denominar universalismo minimalista. Durante el período comprendido entre 1940 y 1980, mientras la cobertura la de educación básica y media mostraba una tendencia a la universalización, aunque con ritmos distintos23; algo muy distinto ocurría con la matrícula en la educación superior, donde la cobertura continuaba siendo muy elitista24 (Coplamar 1985; Urrutia 1993). En cuanto al sistema de cuidado se centró fundamentalmente en el aporte de los hogares y especialmente de las mujeres dada la tendencia a hacer a las mujeres responsables de las tareas reproductivas, particularmente en lo concerniente a las labores de cuidado de los niños, los enfermos, las personas con discapacidad y los adultos mayores. Una evidencia muy clara de esta tendencia nos la ofrecen los datos proporcionados por la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENTAUT 2002) que indican que en México, del conjunto de miembros del hogar de 12 años o más, mientras las mujeres dedicaban el 23.9% de su tiempo a trabajo doméstico y el 4.5% al cuidado de niños y otros miembros del hogar, los hombres sólo destinaban a esas dos actividades el 4.9% y el 1.6% de su tiempo (ENTAUT 2002). Adicionalmente datos comparativos provenientes de OIT, PNUD e INEMUJERES (2009) señalan que alrededor del año 2000 México era uno de los países de América Latina donde las mujeres dedicaban más horas al trabajo doméstico y cuidado de la familia (Cuadro 1).20 Seguridad social en materia de salud establecida en los años treinta del siglo pasado, como parte de su contrato colectivo de trabajo. 21 El otro gran segmento del sistema de salud mexicano corresponde a los servicios de salud pública, atendidos por la Secretaría de Salud, acompañada por el programa IMSS-Oportunidades (antes IMSS-Coplamar e IMSS-Solidaridad) y por programas de procuración de acceso a servicios básicos de salud (Barba 2010)22 Para ilustrarlas podemos comparar a la región más rica de México, con el promedio nacional y la región más pobre en 1997. Ese año el promedio nacional en el acceso a la seguridad social, que correspondía a 9 regiones del país, era del 35% de la población, con un gasto per cápita aproximado de 1171 pesos. Esos datos contrastan agudamente con los indicadores de la región más rica, la región Noreste (la más rica) en la que el 52% de la población era derechohabientes y el gasto per cápita en salud era de 1277 pesos; también contrasta con los indicadores de la región Pacífico Sur (la más pobre) donde sólo el 16% estaba asegurado y el gasto per cápita en salud era más de 10 veces menor que en el caso anterior (583 pesos) (Gutiérrez 2002: Cuadro 2).23 La cobertura de la educación primaria creció del 45.2% en 1940 al 86.9% en 1980; la de la educación media creció de 37.4% en 1960 67.3% en 1980 (Coplamar 1985: Gráfica 1; Urrutia 1993: Cuadros 2.7 y 2.8).24 Sin embargo, la educación superior, apenas pasó de una cobertura del 4.7% en 1960 al 18.2% en 1980 (Coplamar 1985: Gráfica 1; Urrutia 1993: Cuadros 2.7 y 2.8)

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Tabla 1 Horas semanales promedio destinadas a trabajo doméstico y cuidado de la familia por sexo, en tres

países de América Latina, alrededor de 2000

País Tipo de régimen de bienestar

A. Horas dedicadas por los hombres

B. Horas dedicadas por

las mujeres

Número de veces del tiempo femenino frente al masculino

B/AUruguay Universalista 17 37 2.2 México Dual 11 51 4.6

Guatemala Excluyente 11 41 3.7

Fuente: Elaboración propia con base en OIT, PNUD e INEMUJERES, 2009: Gráfico 11

Como se observa en el cuadro 1, las mujeres dedicaban 4.6 veces más tiempo que los hombres a las tareas del hogar y el cuidado de la familia en México, mientras en Uruguay la relación era apenas del doble (2.2 veces) y en Guatemala era de 3.7 veces25. De esta manera, puede identificarse el rol crucial de la reciprocidad familiar y de las redes sociales para hacer frente a situaciones de vulnerabilidad social. Lo que le confiere al régimen mexicano un marcado carácter informal, que tal como lo señalan Wood y Gough (2006) implica relaciones jerárquicas y asimétricas e intercambios que siguen la forma patrón-cliente. El corazón del salariado contaba con acceso a la seguridad social y algunos núcleos de las clases medias con acceso a mayores niveles de educación; también contaban con programas del sistema nacional de vivienda26 como el Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (INFONAVIT) y el Fondo de Vivienda para los Trabajadores al Servicio del Estado (FOVISSSTE), ambos creados en 1972 y el FOVIMI o Fondo de Vivienda Militar, creado en 1973 (Catalán 1993; Aldrete 1991). En síntesis, destaca la tendencia a desarrollar formas superiores de ciudadanía social para quienes participaban en el proyecto industrializador y en la economía formal y formas inferiores para la población urbana ligada al sector informal, para los campesinos y los indígenas ubicados al margen del proyecto modernizador, para quienes, en el mejor de los casos, sólo se desarrollaron instituciones o programas asistencialistas.

25 De manera complementaria hay que señalar que el desarrollo de instituciones como el Instituto Nacional de Protección a la Infancia (INPI), creado en 1961, el Instituto de Asistencia a la Niñez (IMAN), creado en 1968, y el Sistema Nacional de Desarrollo de la Familia (DIF), producto de la fusión del INPI y el IMAN en 1977, estuvo marcado por una orientación claramente familiarista. Estas instituciones se concentraban en tareas ligadas a la alimentación infantil en zonas urbanas, pero no se abocaban a desfamiliarizar el cuidado o a generar derechos para las mujeres para que pudieran insertarse al mercado laboral (Barba 2003). 26 Puede verse en Coulomb y Schteingart (2006) una discusión detallada de la evolución del sistema nacional de vivienda.

Por lo contrario, en las tres coronas de trabajadores no asalariados que rodeaban esos núcleos de seguridad social, la primera constituida por trabajadores urbanos informales, la segunda por campesinos y pequeños propietarios rurales, la tercera conformada por indígenas -cada una de las cuales enfrentaba condiciones más precarias que la anterior-, en el mejor de los casos, además de acceso a educación y salud de nivel básico y de baja calidad, apenas tuvieron acceso al final del periodo ISI a programas para combatir la pobreza rural como el Programa de Inversiones Públicas para el Desarrollo Rural (PIDER), fundado en 1973; programas para combatir la marginalidad social como Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (COPLAMAR), instaurada en 1976; programas alimentarios como el Sistema Alimentario Mexicano, establecido en 1980; y a fondos para construir o mejorar las viviendas populares, como el Fondo Nacional de Habitaciones Populares (FONHAPO), creado en 1981, todos ellos fueron eliminados después de la crisis económica de 1982 (Ordoñez 2002; Barba 2003).

2. Las preeminencia de las reformas liberales en los años 2000

Desde inicios de los años 70 y con mayor claridad en la década de los 80 fueron notorios los límites del régimen dualista mexicano: no se generaron empleos formales suficientes y por tanto la incorporación a las instituciones de seguridad social fue muy lenta e incluso se frenó; los esfuerzos más que a incrementar la cobertura hacia la universalización (bloqueada desde el mercado de trabajo) se dirigieron por un lado a fortalecer a los ya asegurados con nuevos servicios (guarderías, créditos a la vivienda) y por otro a iniciar la larga serie de programas focalizados hacia los pobres (Ordoñez 2002). Parafraseando a Pierson y Skocpol (2002) y a Charles Tilly (1984), no es posible determinar las alternativas reales de cambio de un régimen de bienestar sin considerar simultáneamente tanto las condiciones impuestas por la trayectoria histórica que este ha seguido, como el destino trazado por quienes buscan reformarlo. En esta sección intentaremos mantener en mente esta recomendación para descifrar en qué situación se encuentra el régimen de bienestar mexicano después de dos décadas de intensas reformas y en especial con las políticas impulsadas en los años 2000. Sin duda, algunas de las características históricas de este régimen se han alterado, pero otras continúan marcando profundamente su desarrollo. Entre las primeras destacan, por una parte, una tendencia creciente a residualizar27, mercantilizar y focalizar la protección social; por la otra, una tendencia emergente a universalizar algunos segmentos de la protección social. Entre las segundas sobresale la continuidad del legado pertinaz de la trayectoria seguida por este régimen, debido a la persistencia de muchas de sus características fundacionales, como el clientelismo; el familismo y la tendencia a atribuir a las

27 La visión residual considera que el mecanismo fundamental para alcanzar el bienestar social es el mercado y que las prestaciones propiamente públicas se deben orientan sólo a corregir externalidades de la economía, asignando recursos a los más pobres para que sean capaces de participar en el mercado y sobreponerse por sí mismos a sus dificultades (Skocpol 1995: 7; Hill y Bramley 1986: 10).

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mujeres el cuidado de los niños, los enfermos, las personas con discapacidad y de los adultos mayores; la segmentación de los sistemas de protección que expresa la reproducción de desigualdades sociales; la prevalencia de una concepción minimalista del universalismo, la tendencia a ofrecer servicios de baja calidad para los más pobres y a excluir a los indígenas de la protección social y la tendencia a ligar los derechos sociales a esquemas formales de empleo. En este marco, se profundizaron los debates sobre las necesidades de reforma (Solís 1983; Valencia y Aguirre 1998), en especial en los que se refiere a las acciones frente a la pobreza y los sistemas de pensiones y salud. Fueron surgiendo paulatinamente coaliciones reformadoras en diversos campos. ¿De dónde han surgido estos alientos reformadores del régimen de bienestar mexicano? A diferencia de otros países en los que coaliciones sociales han sido fuerzas reformadoras básicas28 y en los que las reformas han experimentado importante procesos bottom-up, en México los reformadores fundamentales han sido coaliciones promotoras (advocacy coalitions) restringidas y con fuerte contenido tecnócrata; incluso en varios casos, los impulsos iniciales de las reformas han surgido en grupos cerrados, casi secretos, formados por consejeros y tecno-políticos (Martínez y Sánchez s/d29). En particular, se fueron desarrollando fuertes coaliciones promotoras de reformas especialmente (pero no únicamente) en los campos de pensiones, salud y pobreza, con claras conexiones entre ellas y con un núcleo central de enfoque liberal. Después de cerca de 20 años (Valencia 2012), una coalición promotora se ha consolidado en torno a las reformas de privatización del sistema de pensiones de México, a la cual se han asociado comunidades epistémicas -consejeros o grupos académicos-, y a favor de las políticas de mercado, generalmente formada por economistas, funcionarios de alto rango -desde directores de instituciones sociales y secretarios de Estado, hasta presidentes de la República-, asociaciones empresariales, empresas financieras y líderes sindicales -aunque algunos se han resistido a incorporarse-, así como organizaciones financieras internacionales como el BM y el BID. Esta coalición ha avanzado lenta y progresivamente a través de cuatro rondas de reformas legales e institucionales, y ha utilizado el tema de las debilidades financieras del sistema de pensiones; ha utilizado tanto un modelo de anticipación -el déficit financiero del fondo de pensiones- como de acción corporativa silenciosa -acciones discretas de grupos especiales y funcionarios de alto nivel, en relación con consejeros internacionales y del Banco Mundial, y con líderes de sindicatos oficiales-. Los grupos (o coaliciones) antagonistas de estas reformas sólo han sido capaces de generar alianzas parciales -sobre todo en el tiempo de la reforma del sistema de pensiones de los empleados del IMSS en 2004 y también de la reforma del ISSSTE-, sin crear una coalición promotora general para nuevas políticas de pensiones; más bien, éstos han creado alianzas para resistir pero sin formulación de un proyecto global alternativo,

28 El caso de Corea del Sur es contrastante con las reformas de salud, pensiones y acciones frente a la pobreza, sobre todo después de la crisis financiera de 1997 (Valencia 2012).29 Atinadamente estos autores prefieren este concepto frente al de tecnócratas.

más allá de propuestas de mera defensa sectorial. Sí existen comunidades epistémicas que producen discursos y propuestas alternativas, aunque no han tenido impacto para construir coaliciones promotoras amplias o incluso coaliciones sociales30. Después de 30 años se fue articulando una coalición tecnócrata hegemónica, formada por funcionarios especialistas en el campo de la salubridad pública y generó una reforma del sistema de salud en torno al pluralismo fragmentado; esta coalición ha estado en pugna con otras coaliciones pro-mercado y con una comunidad epistémica centrada en la generación de un sistema de salud pública universal. Ya desde inicios de los años noventa, un think tank creado por la dirección del IMSS en el gobierno de Carlos Salinas, el Centro de Desarrollo Estratégico para la Seguridad Social (CEDESS) propuso como solución la privatización del sistema de salud pero el Presidente prefirió centrarse en iniciar la reforma del sistema de pensiones (González Rossetti y Mogollon 2000: 5). Poco después, en 1995 en la Presidencia de Ernesto Zedillo, otro think tank pero privado, la Fundación de la Salud (Funsalud) promovía nuevos esquemas: “universalizar” la atención de un paquete básico y avanzar en la descentralización o avanzar hacia la “universalidad modificada” que sintetizaría universalismo y focalización, con mayor presencia privada en los servicios médicos. Para Julio Frenk, desde Funsalud, la opción requerida era la “modelación” del sistema por parte de la Secretaría de Salud, a través de la generación de un “paquete esencial” para toda la población -universalidad con análisis de costo-beneficio y no “universalidad clásica” que ha sido insostenible “incluso en los países más ricos”-, de un programa de servicios para quienes laboran en el sector informal -con libertad de elección de oferentes en el primer nivel, para generar competencia, y contribuciones de los asegurados- y de seguridad social para los empleados en el sector formal -considerando la generación de competencia entre organizaciones administradoras de servicios integrales de salud, financiadas con contribuciones de los asegurados- (Frenk y et al 1999: 89-98). En contraste, otros actores académicos proponían un sistema universal, unificado en un ente público -por ejemplo, Laurell (1996), y los llamados “salubristas de izquierda” y “salubristas priistas” por Abrantes (2010)-. A fin de cuentas, triunfó la propuesta de Julio Frenk, quien ya como Secretario de Salud en el gobierno de Vicente Fox (período 2000-2006) creó el Seguro Popular con el Sistema Nacional de Protección Social en Salud. Con el cambio de gobierno en diciembre de 2012 y la llegada de Enrique Peña Nieto (PRI) a la presidencia se especulaba acerca de posible reforma en el sistema de salud; como candidato Peña Nieto habló incluso de la necesidad de construir un sistema universal de seguridad social, lo que parecía una inclinación hacia las propuestas de Santiago Levy quien había hecho una fuerte campaña mediática y de cabildeo. Se generaron propuestas de proyectos de reformas en salud, generalmente alrededor de la propuesta de Levy (2012); el grupo de Frenk (en Knaul 2012) defendió claramente los resultados del Seguro Popular, sosteniendo que se había llegado a la universalidad y por fin a la garantía del derecho a la protección de la salud. Públicamente quedaba en evidencia la división de la coalición pro-mercado. Los resultados son

30 Véase por ejemplo Ham, Ramírez y Valencia 2008.

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aún inciertos porque apenas se están decantando los proyectos realmente apoyados por el presidente Peña Nieto, aunque el símbolo del nombramiento de la nueva Secretaria de Salud, anteriormente presidenta de la Fundación Mexicana de la Salud, anunciaría una ventaja inicial de los sanitaristas asociados con Frenk frente a los economistas asociados con Levy (Valencia 2012). Después de 15 años, se fue consolidando una fuerte coalición promotora de las transferencias monetarias condicionadas (TMC), con asociación notable con una coalición trasnacional. En México un muy pequeño grupo de tecnócratas diseñó el germen de Progresa en poco más de dos años, entre 1995 y 1997, a partir de la propuesta inicial de Santiago Levy (1991) y generó discusiones con otros funcionarios públicos. El debate se abrió especialmente a un grupo de sociodemógrafos coordinados por José Gómez de León, quienes incluyeron modificaciones sustanciales al diseño que sería finalmente aprobado. Este grupo de “emprendedores” de políticas dirigieron claramente el debate que incluyó sobre todo a funcionarios de diversas secretarías de Estado, legisladores y algunos funcionarios de gobiernos estatales. En el seno del gobierno central, se debatió y diseñó lo que podríamos señalar como el ADN de Progresa-Oportunidades, al que se fueron asociando funcionarios públicos y presidentes tanto del PRI como del PAN. Desde su origen, Progresa/Oportunidades estuvo estrechamente ligado a la coalición trasnacional hegemónica de las TMC, con interacciones densas -información, financiamiento, evaluación, participación en la difusión internacional de las TMC-, como lo muestra el enfoque de condicionalidades más severas para asegurar la inversión en capital humano y la evaluación cuasi-experimental (Fiszbein y Schady 2009: 36-37). Así, Oportunidades ha acentuado la formación de capital humano con referencias marginales o prácticamente inexistentes a los derechos sociales (véase Levy y Rodríguez 2005), a diferencia de otros programas que han acentuado la redistribución, como Bolsa Familia (Fiszbein y Schady 2009: 36) y que ha experimentado además una tensión entre la inversión en capital humano y la protección de derechos sociales (Soares 2012); la demanda ciudadana no estuvo presente como factor detonador de Progresa/Oportunidades, ni el enfoque de derechos. Así el empuje hacia la agenda liberal ha ido surgiendo paulatinamente de poderosas coaliciones tecnócratas asociadas a coaliciones trasnacionales; el empuje hacia una agenda universalista ha estado contendido apenas en coaliciones epistémicas, debilitadas en el fondo porque los sectores sindicales han centrado sus acciones en defender las ventajas adquiridas en el largo periodo de la sustitución a las importaciones y no en pugnar por una agenda de derechos sociales generales; no se ha constituido en México una fuerte coalición promotora del universalismo. Estas coaliciones han impactado la agenda de las políticas públicas, en el marco de fuertes crisis económicas (1982, 1994 y 2009) y de transformaciones políticas -derrota del PRI en 2000 y 2006, derrota del PAN en 2012-. ¿Qué balance podemos hacer de las transformaciones en el régimen mexicano de inicios de siglo, sometido a reformas promovidas por las coaliciones liberales pro-mercado? Para ilustrar la nueva compleja situación analizaremos seis campos del régimen de bienestar

mexicano que han sido reformados durante las últimas décadas: sistema de salud, sistema de pensiones, seguro de desempleo, instituciones del cuidado y de la vivienda, y protección social frente a la pobreza. Las políticas sociales mexicanas han estado sujetas a una intensa actividad reformadora después de la crisis económica de 1982, con dominio de las políticas liberales y las políticas puestas en práctica en los años 2000 han continuado esta tendencia. Las principales modificaciones entre los años 80 y 90 fueron las siguientes: práctica eliminación de los subsidios a la oferta alimentaria -cierre de la empresa pública CONASUPO- y creación de transferencias a productores agrícolas (Programa Procampo), inicio de la transformación de los sistemas públicos de pensiones hacia el modelo privatizado de cuentas individuales con aportación definida, generación de políticas focalizadas frente a la pobreza -inicialmente con el Programa Solidaridad- hasta llegar al esquema de subsidios a la demanda mediante las transferencias monetarias condicionadas (Programa Progresa). En los años 2000, las políticas sociales han profundizado estos cambios con las siguientes acciones: generación de nuevas transferencias monetarias en apoyo alimentario, continuidad de la transformación de los sistemas de pensiones hacia el modelo de cuentas individuales con aportación definida e instauración de un conjunto de pensiones no contributivas, creación de un nuevo segmento del sistema de salud con un paquete básico -Sistema de Protección Social en Salud con el programa Seguro Popular-, ampliación del Programa Progresa -denominado Oportunidades desde 2002- a zonas urbanas con nuevos componentes, creación de un nuevo sistema asistencial de guarderías para menores y modificación de las instituciones públicas de vivienda en entes financieros vinculados al sector privado. En los siguientes apartados veremos los resultados en la nueva estructuración del sistema de protección social.

Tabla 2Nueva estructura del Sistema de salud

Seguro de salud obligatorio (contributivo). Este segmento incluye tres institutos creados para atender a los trabajadores del sector privado (Instituto Mexicano del Seguro Social, IMSS) y del sector público (Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, ISSSTE), y a los militares (Instituto de Seguridad Social para las Fuerzas Armadas de México, ISSFAM), además de la actual Gerencia de Servicio Médicos de Petróleos Mexicanos y de algunos esquemas especiales para funcionarios públicos -empleados del sector financiero público y funcionarios de alto nivel-. Seguro de salud voluntario. A partir de 2003 se genera el Sistema de Protección Social en Salud que incluye los siguientes segmentos: Seguro Popular -contributivo, excepto para los situados en los dos primeros deciles- para todos aquellos que no cuentan con seguridad social en salud y voluntariamente lo soliciten -se busca así la “cobertura universal en salud”-; el Seguro Médico para una Nueva Generación incorpora a niños nacidos a partir del 1 de diciembre de 2006 -fecha de inicio del gobierno de Felipe Calderón-, la estrategia Embarazo Saludable -iniciada en agosto de 2008- para luchar contra la mortalidad materna en las zonas marginadas del país; y Fondo de Protección contra Gastos Catastróficos. Cada segmento tiene beneficios particulares. El Sistema de Protección Social en Salud sólo cubre 1.607 diagnósticos, únicamente 13% de los cubiertos por la seguridad social (Durán 2012). En realidad se trata de favorecer el acceso a un paquete de servicios básicos de salud. Como resultado institucional fue notable el incremento de la segmentación del sistema de salud, más aún si incorporamos el paquete básico del Programa Progresa/Oportunidades (ver los detalles en Valencia, Foust y Tetreault 2012).

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En lo que corresponde a la reforma al sistema de salud realizada a partir de 2003, hay que señalar que esta se legitimó respaldándose en el derecho universal a la protección en salud, garantizado para todos los ciudadanos. Lo que la sitúa en el terreno de las reformas que se acercan al universalismo. Sin embargo, la reforma reprodujo dos viejas tendencias: reproducir una visión básica de la universalidad en materia de derechos sociales y la tendencia a ampliar la segmentación del sistema de salud. De hecho, la creación del Seguro Popular agregó un piso intermedio al sistema de salud y reprodujo la predisposición a ofrecer una cobertura desigual y servicios de calidad inferior para los más pobres, ubicados al margen de esquemas de empleo formales. Además, de acuerdo con datos aportados por el CONEVAL, la reforma no logró la incorporación a los servicios de salud de más de 30% de los mexicanos (Ilustración 2)31.

Ilustración 2Segmentación y cobertura del sistema de salud mexicano hacia finales de los

años 2010

Fuente: Barba, 2012, Gráfico 3. La ilustración 2 muestra que en 2010 en la cúspide de la pirámide del sistema de salud mexicano se situaba el 1.1% de la población con acceso a seguros privados. Después encontramos a la población derechohabiente de los seguros de salud ligados al empleo formal, en el piso siguiente se ubica el Seguro Popular que protege a quienes no tienen empleo formal, más abajo se encuentra Oportunidades y en el sótano la población con carencias severas de acceso a la salud.

31 Con datos actualizados a 2012, la exclusión de personas de algún tipo de seguro en salud fue de 21% (CONEVAL 2013).

La ilustración 2 muestra que la estratificación continúa también en términos de los tipos de derechos implicados, que incluyen intercambios mercantiles en la cúspide, pasando por los derechos laborales a la seguridad social, derechos sociales de menor jerarquía para los que no tienen empleo formal, contraprestaciones programáticas para quienes son beneficiarios de Oportunidades y asistencia social para el resto de la población. En la cúspide, se encuentran también casos de doble protección: funcionarios públicos de alto nivel que cuentan ahora con seguro privado -financiado con presupuesto público- además de la incorporación a instituciones de seguridad social -especialmente útil para los servicios especializados con alta tecnología-. Así mismo, puede apreciarse que en los dos pisos superiores hay cobertura de tercer nivel -ofrecidos en clínicas especializadas-; en el piso del Seguro Popular el techo real son los servicios de segundo nivel -ofrecidos en hospitales generales-; en el piso de Oportunidades los beneficiarios sólo tienen acceso a un paquete mínimo de servicios básicos -unidades ambulatorias- y en el sótano la cobertura es errática e insuficiente (Ilustración 2).

Tabla 3Nueva estructura de los Sistemas de pensiones

Pensiones contributivas. Antes de las reformas pensionarias, existían más de cien esquemas desintegrados: trabajadores del sector privado afiliados al IMSS, empleados del gobierno federal y de los gobiernos estatales afiliados al ISSSTE, trabajadores del IMSS y del ISSSTE, trabajadores petroleros (Fondo Laboral PEMEX), trabajadores del sector eléctrico -esquemas para las dos empresas públicas-, militares (ISSFAM), empleados del sector financiero público -con al menos cuatro fondos especiales para cada institución bancaria, incluido el banco central-, trabajadores de gobiernos estatales y municipales -al menos 32 fondos-, trabajadores de instituciones públicas de educación superior -fondos de cada universidad, con un total de 60 instituciones-, empleados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y altos funcionarios del gobierno federal. Después de las distintas rondas de reformas pensionarias, generalmente cada esquema se divide en dos: pensiones para los trabajadores antes de la reforma y para los trabajadores contratados después de la reforma; es el caso de los afiliados al IMSS y el ISSSTE, de los empleados mismos del IMSS y del ISSSTE, de 27 universidades públicas -hasta 2004- y de empleados del sector financiero público. La segmentación se multiplicó notablemente con las reformas. Pensiones no contributivas. Se generaron nuevas instituciones dirigidas a los pobres rurales y urbanos. El esquema más importante por su cobertura es el Programa de Atención a los Adultos Mayores de 70 Años y Más en Zonas Rurales, creado en 2007 y que se ha ido ampliando paulatinamente a zonas urbanas. Implica una transferencia mensual de 500 pesos; en 2011 superó la cobertura de dos millones de personas. No es Ley sino programa, a diferencia del Distrito Federal donde se creó la Ley de Pensión Alimentaria del DF en 2003, inicialmente para personas mayores de 70 años y después de 68 años, con una pensión equivalente a medio salario mínimo mensual -788 pesos en 2011, aproximadamente 71 dólares-. Después de esta Ley se generaron esquemas diferenciados y desvinculados en al menos 19 estados (ver los detalles en Valencia, Foust y Tetreault 2012: 65-66).

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Las reformas realizadas a los sistemas de pensiones del IMSS y el ISSSTE pusieron fin a los sistemas de reparto o de “pay as you go” e implicaron una mercantilización de este segmento de la protección social, a través de la creación de cuentas individuales y de instituciones financieras encargadas de administrarlas (Afores y Pensionissste). Estas reformas fueron realizadas para hacer frente a la crisis financiera por la que atravesaban esas instituciones como resultado del deterioro de la tasa de trabajadores activos respecto de los pasivos, de la mala administración de los recursos acumulados, de la evasión fiscal por parte de los empleadores y de los altos costos administrativos de la operación de los sistemas (Mesa-Lago 1994 2007); además, el impacto de la coalición internacional pro-mercado en el campo de las pensiones fue notable en México (Madrid 2008), junto con la incorporación de pensiones no contributivas (como esquema de combate a la pobreza extrema). El resultado fue una nueva estructura aún más segmentada en el campo pensionario. Estas reformas, que en el caso del ISSSTE enfrentaron intensas movilizaciones sindicales y múltiples recursos legales, regresaron a cada trabajador en lo individual la responsabilidad de hacerse cargo de los riesgos ligados al ciclo vital correspondientes a la cesantía por vejez. A pesar de ello, las reformas no alteraron la estratificación social en el ámbito de las pensiones ni resolvieron los problemas financieros (Ramírez, Ham, Salas y Valencia 2012). A todo esto se suma el hecho de que las reformas han profundizado la estructura de privilegios que corresponde a la “nobleza de Estado” identificada en Valencia, Foust y Tetreault (2012): en 2010, mientras la pensión promedio registrada por el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) fue de 4,908 pesos, un Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación recibía entre 140, 686 y 175, 858 pesos, casi treinta veces más.

Tabla 4Continuidad de la ausencia institucional frente al desempleo

Seguro del desempleo. La Constitución Política señala en el Artículo 123, desde 1917, que la seguridad social incluirá un seguro por “cesación involuntaria del trabajo”, sin embargo en México no se ha generado un seguro del desempleo, con excepción de una pequeña experiencia en el DF donde comenzó a partir de octubre de 2008. Lo que existe en general es una “indemnización por finalización del trabajo”, establecida en la Ley Federal del Trabajo, pero poco efectivas: están muy fuertemente concentradas en los deciles de altos ingresos, porque en ellos se concentran los empleos formales, con contrato establecido, y muy probablemente porque en ellos las capacidades de negociación y defensa legal son mayores (ver Bensusán 2006). Las modificaciones recientes más notables tienen que ver con la posibilidad de que los trabajadores con cuenta activa en una AFORE y en situación de desempleo en el marco de la crisis de 2009 puedan retirar una parte de los fondos ahorrados para la pensión futura. Las leyes del Seguro Social y del ISSSTE autorizan a quienes quedan sin trabajo a retirar pequeños fondos de las cuentas individuales manejadas por las AFORES; en el marco de la crisis de 2009, los desempleados obtuvieron la autorización de retirar más fondos y además recibieron la extensión de 2 a 6 meses de servicios de salud y maternidad en la seguridad social después de la pérdida del empleo (ver Valencia, Foust y Tetreaul 2012).

En este apartado -y además en el siguiente, del cuidado-, el sistema de protección social mexicano ha sido y continúa siendo incompleto. El riesgo de la pérdida del empleo es prácticamente asumido por los trabajadores y sus familias. La flexibilidad laboral de hecho y la flexibilidad formal a partir de 2013 con la reformas a la Ley del Trabajo han acentuado y probablemente intensificarán este riesgo.

Tabla 5Nueva estructura de las instituciones del cuidado

Instituciones del cuidado ligadas al trabajo formal (seguridad social). El cuidado de niños, ancianos y personas discapacitadas ha sido una actividad fundamental del hogar y en él de las mujeres; el desarrollo de instituciones de cuidado ha sido tardío en México, en lo que se refiere a cuidado infantil, y casi nulo en referencia a los ancianos y personas con discapacidad. Por una parte, la principal institución de seguridad social, el IMSS, incorporó en la Ley de 1973 la obligación patronal de financiar el servicio de guarderías y, por otra, la legislación en el campo educativo fijó la obligatoriedad de la educación preescolar -para niños entre 3 y 6 años- hasta el año 2002 (López 2010; Coneval y UNICEF, 2012). En junio de 2011 había 1,452 guarderías infantiles en el IMSS, para 234,744 niños, con un déficit de atención de la demanda superior al 75%; el subdesarrollo de este sector es patente: en 2009, sólo 2.6% de niños entre 0 y 6 años eran cuidados en una guardería pública y 1% en guardería privada, 78.4% por la mamá y 10.8% por la abuela (ver Valencia, Foust y Tetreault 2012: 85); a pesar de ser considerada parte de la educación básica, sólo 71% asiste a la escuela preescolar y entre los pobres extremos únicamente 52.6% (CONEVAL y UNICEF 2012). Instituciones del cuidado ligadas a la protección ante la pobreza. En 2007 fue creado el Sistema Nacional de Guarderías y Estancias Infantiles al que se integra el Programa de Guarderías y Estancias Infantiles para Apoyar a Madres Trabajadoras -en 2012 había 9,536, que atendía a cerca de 293,000 niños-, coordinado por una instancia de asistencia social, el DIF (Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia, creado en 1977).

La gran debilidad del sistema institucional del cuidado es una de las bases del familismo y del enfoque conservador de género del régimen de bienestar mexicano. Ni las antiguas instituciones de seguridad social ni los reformadores de mercado han generado mecanismos de desfamiliarización. Para mostrar las debilidades de la mercantilización del cuidado, baste decir con que en casi 60% de la demanda atendida en las guarderías privadas el pago (2009) fue cercano a 600 pesos mensuales, cerca de dos terceras partes la línea de bienestar mínimo del Coneval (Valencia, Foust y Tetreault 2012).

Tabla 6Nueva estructura en el Sistema Nacional de Vivienda.

Legado institucional. En la Constitución de 1917, en el artículo 123, se incluyó la obligación patronal de proporcionar “habitaciones cómodas e higiénicas a los trabajadores”, rentadas; no es sino hasta 1972 que se crearon las principales instituciones públicas para la vivienda, vinculadas al trabajo formal: Infonavit y Fovissste, lo que dio pie a la creación del Sistema Nacional de Vivienda (1973) (Schteingart y Patiño 2006). Otras instituciones públicas generadas fueron el Fondo de Habitación y Servicios Sociales de

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los Trabajadores Electricistas (creado en 1966), la Subgerencia de Vivienda de Petróleos de México y el Instituto de Seguridad Social para las Fuerzas Armas Mexicanas y también con acciones de vivienda para los militares. Hasta 1983 se incorporó en la constitución el derecho a la vivienda (“Toda familia tiene derecho a disfrutar de vivienda digna y decorosa”). En 1981 fue creado el Fideicomiso Fondo Nacional de Habitaciones Populares (FONHAPO), dirigido a la problemática de vivienda de sectores pobres y generado a partir de demandas de organizaciones sociales (Puebla 2006). Cambios en el Sistema Nacional de Vivienda. El cambio más notable fue el abandono de los programas de construcción a cargo del Estado y su sustitución por esquemas de financiamiento para la adquisición de vivienda para los trabajadores, después de un intenso proceso de desregulación; surgen grandes consorcios privados como productores dominantes de vivienda, asociados con las instituciones públicas ahora centradas en el financiamiento (Barba, 2003; Coulomb y Schteingart 2006).

Esta transformación redundó en una notable mercantilización de este segmento de la protección social y en la transferencia neta de recursos públicos hacia el sector privado, orientada hacia las grandes empresas constructoras del país, que obtuvieron así jugosas ganancias, a través de la especulación inmobiliaria y ofreciendo viviendas de baja calidad, con frecuencia sin garantía alguna de un acceso a servicios públicos de calidad, ubicadas en zonas de riesgo, en contextos urbanos carentes de la infraestructura necesaria para fomentar la cohesión social. Esta política habitacional ha derivado en la existencia de casi 5 millones de casas deshabitadas de manera permanente, en buena medida como resultado del incremento de la cartera vencida inmobiliaria por insolvencia para pagar los créditos o los intereses moratorios, es decir, los compromisos contraídos con empresas inmobiliarias, bancos comerciales y sofoles32 (Bolis 2012; Coulomb 2012) Este cambio de política ha sido pernicioso en muchos conceptos, sin embargo, no alteró la vinculación del derecho a la vivienda con la derecho-habiencia que otorga un empleo formal o con la estabilidad del empleo y de los ingresos. Esta situación se traduce, como ocurría aún antes de la reforma, en procesos de exclusión, aunque ahora agravados por el hecho de que en México sólo 2 de cada 10 nuevos empleos son formales, ello impide estructuralmente un acceso universal a la vivienda33 (Coulomb 2012). En el sistema nacional de vivienda se ha generado así una situación paradójica: por una parte precariedad en las condiciones de vivienda de los más pobres -e incluso falta de vivienda para muchos de ellos- y por otra un fuerte stock de casas deshabitadas.

Tabla 7Nueva estructura en el sistema de protección social frente a la pobreza.

Nueva institucionalidad. Junto con la eliminación de los subsidios universales a la oferta alimenticia y de la progresiva liquidación de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares a partir de los años 80 (Ordóñez 2002), las políticas frente a la pobreza transitan claramente hacia la focalización primero con el Programa Solidaridad y después hacia las transferencias monetarias condicionadas en 1997 con el Programa

32 Sin duda esta situación se vió agravada debido a la crisis económica de 2009.33 Por eso algunos autores, sugieren sustituir la idea de acceso universal a la propiedad por acceso garantizado a viviendas en arrendamiento (Coulomb 2012).

Progresa -después Oportunidades- y en general a los subsidios a la demanda en 1993 con el Programa de Apoyos Directos al Campo (transferencias a los productores agrícolas para ayudarlos a adaptarse a la apertura comercial derivada del TLCAN) (Valencia, Foust y Tetreaul 2012). El más relevante por su alcance y prestigio internacional es el Programa Progresa/Oportunidades, que cubre en 2012 a cerca de 30 millones de personas con transferencia monetarias condicionadas -con componentes iniciales de apoyos a la educación, salud y alimentación, y con componentes adicionales de apoyo energético, transferencia a adultos mayores de 70 años y apoyos para compensar los incrementos de los precios internacionales de alimentos-. Se generaron otros programas más: destacamos al Programa de Apoyo Alimentario -iniciado en 2003-, que llegó a 2.6 millones de personas en 2010. Entre estos dos programas, las transferencias monetarias cubren a poco más de una cuarta parte de la población.

El Progresa-Oportunidades es el programa paradigmático de transferencias monetarias condicionadas, reconocido ampliamente a escala internacional como un modelo a seguir, debido a su gran cobertura, su enfoque integral en materia de educación, salud y alimentación, su tendencia a desligar empleo formal y protección social y por su relativa eficacia. Este programa se diseñó en el marco de un paradigma que ubica la reducción de la pobreza y la construcción de redes de seguridad para enfrentar la vulnerabilidad social como los temas cruciales de la agenda del bienestar y como nuevos ejes de la cuestión social (Barba 2010). En el ámbito educativo se ha demostrado su capacidad para promover la matrícula y la asistencia de los niños y jóvenes a la escuela, mejorar la permanencia escolar de sus beneficiarios y aumentar su acumulación de años promedio de escolaridad. En el campo de la salud se destacan sus logros en la disminución de la desnutrición infantil, y la mejora y diversificación de la alimentación familiar, en la promoción de la asistencia de los niños a los centros de salud y el descenso en las tasas de morbilidad materna, infantil y adulta. En el entramado comunitario y familiar se destaca su eficacia para fomentar la formación de capital social grupal e incentivar que las familias pobres inviertan en capital humano. También se reconoce que realizan una focalización eficiente, evitan el paternalismo que suele caracterizar las ayudas alimentarias u otros programas basados en la transferencia de productos básicos a los pobres y reemplazan programas que se enfocan al problema de la oferta de servicios sociales (FIS). De igual forma, se les elogia por alcanzar niveles de transparencia financiera y operativa difícilmente emulables por otros programas. (Adato 2005; González de la Rocha 2005; Skoufias 2006; Parker, Tood y Wolpin 2006; Valencia 2008; Fiszbein y Schady 2009). Desde su creación, Progresa-Oportunidades innovó en México la protección estatal para los más pobres, porque fue concebido como un mecanismo para corregir las fallas del mercado que se consideran los factores centrales que impedían a los pobres  el consumo de servicios  sociales  esenciales, como la educación  y la salud. El programa se basa en la prueba de medios, realizada a través de una metodología sumamente compleja que demanda altos grados de pericia técnica, establece condicionalidades para sus beneficiarios, es de bajo costo y muy eficiente en la utilización de recursos escasos, busca legitimarse a través de evaluaciones constantes realizadas por organizaciones de expertos externos, con frecuencia ligados a instituciones internacionales o académicas que cuentan con un gran prestigio, quienes evalúan resultados cuantificables generados por el propio programa.

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Sin embargo, Oportunidades reproduce algunas de las característica fundamentales del régimen de bienestar mexicano, entre ellas destacan: en primer lugar, su orientación familiarista, que enfatiza el rol reproductivo de las madres y tiende a retradicionalizar los roles y las responsabilidades familiares basados en una visión patriarcal, esto implica que a través de este programa el Estado promueve activamente la estructuración de relaciones de género, desiguales y asimétricas (Molyneux 2007); en segundo lugar, sobresale su tendencia a ofrecer servicios de baja calidad para los más pobres, lo que se evidencia en el tipo de servicios de salud ofrecidos por ese programa, ya que sus beneficiarios sólo tienen acceso a un paquete mínimo de servicios básicos y preventivos, en unidades ambulatorias, lo que contrasta con los servicios ofrecidos por el Seguro Popular y las instituciones de seguridad social; en tercer lugar, hay evidencias de que, a pesar de que el programa es reconocido por su gran trasparencia financiera y oprerativa, es poroso a las prácticas clientelares y a la utilización político-electoral y además ha sufrido modificaciones normativas que han erosionado seriamente su legitimidad democrática interna (Fundar 2006; PNUD 2007; Barba y Valencia 2011, Barba 2012a). En breve, después de este repaso por las reformas en seis campos del bienestar podemos señalar que, además de algunas nuevas tendencias, los resultados han sido fuertemente inerciales -peso de la path dependency-. Los legados históricos y los compromisos objetivados en las instituciones sociales tradicionales han sido muy poderosos, de tal manera que el dualismo no ha desaparecido sino que en cierta manera se ha institucionalizado aún más, inicialmente desde los años noventa y fuertemente en la primera década de los años 2000: al lado de las instituciones de seguridad social -seguro de salud contributivo obligatorio, pensiones contributivas, programas de vivienda para los trabajadores y establecimientos para el cuidado infantil- se han creado, por un lado, instituciones de protección social para los pobres -seguro de salud voluntario, diversas transferencias monetarias condicionadas, pensiones no contributivas y estancias infantiles asistenciales- y, por otro, se han reformado algunos componentes de la tradicional seguridad social con la incorporación de instituciones ligadas estrechamente a los mercados financieros -administradoras privadas de las cuentas individuales para el retiro y empresas productoras de vivienda-. Una parte de lo que antes se dejaba a la informalidad (en el sentido de Wood y Gough 2006), se asume en las instituciones para pobres, aunque el peso de los esfuerzos familiares para enfrentar en especial los riesgos de salud y de desempleo sigue siendo fuerte. La segmentación se ha incrementado notablemente en todos estos sistemas, con mecanismos reproductores de la desigualdad.

3. Balance final: entre el dualismo histórico y los proyectos liberales

El sistema de protección social mexicano está significativamente segmentado y estratificado. Los llamados “sistema de salud” y de “pensiones” están compuestos por diversos fragmentos para diferentes categorías de trabajadores, con la inclusión reciente de segmentos para los pobres; con debilidad en la integración de los sistemas -diversas normatividad y provisión de servicios, y débiles mecanismos de integración- y fuerte estratificación o jerarquización de los beneficios. En el marco de la segmentación se van generando sistemas exclusivos, con beneficios adicionales, para generar trato especial a los empleados más favorecidos. Por ejemplo, mecanismos para superar los servicios aportados en las instalaciones generales de la seguridad social (IMSS e ISSSTE), a través de instalaciones especiales -trabajadores petroleros y militares- o de la garantía de servicios privados con seguros médicos de gastos mayores para funcionarios de alto nivel; o reglas especiales para lograr una tasa de reemplazo mayor en los sistemas de pensiones, también para funcionarios de alto nivel34. La segmentación y su relativa desintegración favorecen esta fuga o carrera hacia la distinción (Lautier 2004), financiada con fondos públicos -lo que se da también en las empresas privadas, pero financiada con fondos privados-. Junto a esta compleja y jerarquizada estructura, en los últimos decenios se ha ido construyendo un segmento de instituciones para los pobres, desarticulada normativa y organizativamente de aquélla. A su vez, estas nuevas instituciones reproducen también los esquemas de segmentación y jerarquización: nuevos diseños de salud para diversas categorías de pobres o excluidos de las instituciones de seguridad social y multiplicidad de pensiones no contributivas estatales y federales. Las instituciones para pobres recrean así las viejas prácticas de segmentación y jerarquización. Véase el caso de las pensiones básicas que se han ido generando: pensiones de un salario mínimo para los trabajadores en el sector privado, de dos salarios mínimos para los empleados en el sector público y de dos salarios mínimos bancarios para los empleados en el sector financiero público, y de medio salario mínimo en el DF como pensión universal -no contributiva en el marco de una ley- y de prácticamente un tercio de salario mínimo para los mayores de 70 años -o mayores de 65 a partir del gobierno de Enrique Peña Nieto en 2013-. Así, estas estructuras segmentadas, relativamente desarticuladas y estratificadas o jerarquizadas generan diversas ciudadanías sociales -en el sentido de ciudadanos, en términos reales, con derechos sociales desiguales-. El acceso real a los derechos es desigual gracias a este conjunto de instituciones sociales. Las reformas o creaciones institucionales recientes han permitido, es cierto, un avance al menos mínimo para que los ciudadanos en condición de pobreza puedan lograr ciertas garantías mínimas en salud, retiro e ingresos. Para algunos, México ha avanzado claramente hacia un régimen de bienestar liberal, residual (Barrientos 2009); sin embargo, el análisis detallado del régimen

34 Puede verse una descripción detallada en Valencia, Foust y Tetreault 2012.

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de bienestar mexicano nos permite concluir que está lejos de llegar a una simple residualización liberal y que la pintura es más compleja: por una parte aparece efectivamente mercantilización en el campo de pensiones y vivienda, reforma laboral reciente (2013) de tipo flexible y desarrollo notable del polo asistencial-liberal (TMC, acercamiento a pensiones no contributivas básicas), pero por otra mayor segmentación y jerarquización del régimen a través de sus resortes “conservadores”: luchas por mantener las ventajas adquiridas o, como diría Esping-Andersen (1990: 27), los “diferenciadores de estatus”. El matiz es evidente incluso en el supuestamente híper-liberalizado sistema de pensiones: no se “liberaliza” de manera completa y los sectores privilegiados -militares, petroleros y elite de la burocracia- logran evitar entrar en las reformas -paradójicamente es un nuevo privilegio no estar en un esquema reformado-, los cambios más fuertes se aplican fundamentalmente a los jóvenes -verdaderos perdedores- que ingresarán al mercado laboral después de las reformas y que tendrán reglas notablemente más estrictas (edad de retiro, semanas de cotización) para obtener una pensión. Los “resortes de veto fuertemente institucionalizados” del “sistema de seguridad social” (Esping-Andersen 2010: 15) han funcionado para evitar una reforma de salud en extremo liberal y para matizar la reforma de pensiones; el resultado ha sido la conjunción de resortes residualistas, segmentadores y jerarquizadores. Este encuentro de dinámicas, tensiones, es lo que permitido institucionalizar de diferente manera el viejo dualismo del régimen mexicano. Los esfuerzos reformadores liberales han sido así moldeados por las resistencias de los estatus adquiridos.

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LA CONSTRUCCIÓN DE UNIVERSALISMO Y SUS CONTRADICCIONES: LECCIONES DE LOS SERVICIOS DE SALUD EN COSTA RICA, 1940-2011

Building universalism: Lessons from Costa Rica´s health services, 1940-2011

Juliana Martínez Franzoni* y Diego Sánchez-Ancochea**

Resumen: Con frecuencia la construcción del universalismo se asimila pragmáticamente a coberturas masivas –aunque los beneficios sean segmentados—o al modelo nórdico basado en impuestos generales y servicios generosos para todos –aspiración inalcanzable hoy en América Latina. En su lugar este artículo define la política social universal como aquella que provee servicios de similar calidad y generosidad a una mayoría de la población y discute la arquitectura de política social específica que hizo de Costa Rica uno de los pocos países periféricos que la logró. Mostramos como se alcanzó universalismo a través de un sistema contributivo inicialmente dirigido a trabajadores asalariados gracias a su diseño unificado, construido desde abajo y vinculado exitosamente a la asistencia social. El caso costarricense ofrece lecciones positivas pero también muestra las amenazas en un mundo con creciente informalidad y presencia del mercado en los servicios públicos.

Palabra claves: Política social, seguridad social, universalismo, América Latina.

Abstract: The building of universalism is most often conflated with massive coverage – even if benefits are segmented – or consider equivalent to the Nordic model based on general revenues and generous services for all – something unfeasible in contemporary Latin America. We instead understand universal social policy as entailing services of similar quality and generosity for a majority of the population, regardless of the policy architecture that makes it happen. Our argument is grounded on the case of Costa Rica, one of the few peripheral countries that made universalism happened. In this case the policy architecture revolved around payroll contributions, initially aimed at salaried workers, channeled to a unified fund, successfully linked to social assistance and incrementally reaching out the better off and the poor population. The case of Costa Rica offers positive lessons but also shows threats resulting from an increasingly informal labor market and a growing role of markets in public service.

Keywords: Social policy; social security; universalism; Latin America.

Introducción: la vuelta del universalismo en América Latina

Durante la última década, la política social latinoamericana ha dado un giro de ciento ochenta grados. Los programas de transferencias monetarias condicionadas continúan jugando un papel importante pero, a la vez, gobiernos de los más diversos

* PhD en Sociologìa Universidad de Pittsburgh. Profesora asociada de la Universidad de Costa Rica. Temas de especialización: desigualdad, formación de política social, relaciones de género y cuidados en América Latina. Email: [email protected]** PhD en Economía, New School for Social Research. Profesor Universidad de Oxford. Temas de especialización: economía política de la distribución, política social e industrial, desarrollo económico en América Latina. Email: [email protected]

Revista Uruguaya de Ciencia Política - Vol. 22 N°2 - ICP - MontevideoCarlos Barba Solano y Enrique Valencia Lomelí

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signos políticos se han distanciado de diseños de política de exclusiva inspiración liberal. De hecho, como lo argumentan Santiago Levy y Nobert Schady en un reciente artículo del Journal of Economic Perspectives, “durante las pasadas dos décadas los gobiernos de América Latina han creado o expandido programas de salud, pensiones y programas financiados total o parcialmente con impuestos generales, frecuentemente como parte de la protección social no contributiva” (Levy y Schady 2013: 201).1 Estos programas han aumentado significativamente el acceso a los beneficios de la política social. Por ejemplo, en Brasil la pensión rural ha llevado a un aumento del 40% de la cobertura y en México, el Seguro Popular ha expandido rápidamente el acceso a 43 millones de personas. Los ejemplos se encuentran en toda la región, desde El Salvador con su ampliación del nivel primario de atención de la salud, hasta Ecuador con su programa de transferencias a personas con discapacidad, independientemente de la trayectoria histórica de los países y de otras diferencias pasadas o presentes en materia de política social. Este renovado interés por el universalismo se ha apoyado en un cambio de las ideas, hacia paradigmas más progresistas a nivel internacional. Luego de décadas de promover un enfoque residual del papel del Estado en el bienestar de la población, un número creciente de agencias, entre ellas de manera prominente las del Sistema de las Naciones Unidas, reconocen la importancia del universalismo (ILO 2011; UNRISD 2010). Nociones como las del “universalismo básico” y el “piso básico de protección social” se han vuelto valiosos marcos para el lanzamiento de reformas -en particular en los países en los que históricamente la política social ha sido débil o inexistente para amplios sectores de la población y que necesitan construirla en el marco de importantes restricciones fiscales-. No obstante estos avances, la discusión en torno al universalismo en América Latina tiene generalmente dos limitaciones –una concerniente a fines y la otra a medios- que dificultan avanzar en el debate y en la definición de políticas. Por un lado, hay una tendencia, sobre todo desde el ámbito político, a asimilar el universalismo sólo a la cobertura masiva. Un ejemplo es la expansión del acceso a servicios básicos de salud como el Seguro Popular, un seguro público y voluntario al cual la población aporta según la capacidad de pago cada familia, y mediante el cual se atienden un conjunto predefinido de patologías.2 Mediante este mecanismo, millones de personas cuentan ahora con servicios prepago de salud aunque lo hacen a una canasta distinta, más restringida, de servicios, que la que reciben los trabajadores y trabajadoras formales a través del seguro social. En una posición antitética están quienes equiparan universalismo de manera estricta con el sistema nórdico social-demócrata de derechos sociales, dirigidos a toda la ciudadanía y financiados con impuestos generales. En El Salvador, por ejemplo, en el marco del Sistema Universal de Protección Social, se ha puesto un gran acento en la distribución de útiles, uniformes y zapatos a todos los escolares con independencia de su nivel de ingreso como forma de lograr auténtico universalismo (GOES 1 Salvo que se indique lo contrario, las traducciones de textos en inglés son nuestras.2 Se trata de 1,440 enfermedades, 95% de las cuales son las más comunes, así como 422 medicamentos del cuadro básico (Instituto de Salud del Estado de México 2013).

2012). Ello, sin embargo, ha generado un amplio debate entre los creadores de estos programas que, siguiendo posiciones maximalistas que asocian universalismo a ciudadanía, consideran que todo y cado uno de los programas sociales deben organizarse en torno a dicho acceso, y quienes consideran que estos recursos deberían asignarse según criterio de necesidad económica, para enfocar los recursos masivos en aspectos que puedan incidir directamente en el desempeño educativo. La primera definición es poco útil si lo que se quiere es fortalecer el papel de la política social en la reducción de la desigualdad: coberturas de toda la población pero con beneficios segmentados contribuyen a reproducirla sino a profundizarla. La segunda posición es inapropiadamente maximalista: si la única forma de lograr universalismo es llegar al modelo nórdico, América Latina difícilmente lo logre. Debemos además considerar que dicho modelo reflejó relaciones de poder determinadas entre actores en un momento histórico dado, incluyendo un muy limitado desarrollo del mercado privado de servicios. Además, como bien explica Pribble (2013), lejos de ser un rasgo que está presente o ausente de las reformas de políticas, el universalismo conlleva gradientes que van desde el nivel más puro hasta el neutral y el regresivo pasando por el moderado y débil. Definimos el universalismo a partir de resultados respecto a tres dimensiones: acceso –que debe ser masivo, alcanzando a la mayoría–; generosidad -incluyendo calidad-; y equidad –es decir condiciones iguales entre distintos grupos de la población-. Las políticas sociales universales son aquellas cuyos resultados alcanzan a toda la población con similares beneficios y suficiente calidad mediante una combinación de instrumentos masivos y de discriminación positiva, haciendo por lo tanto innecesario, sólo opcional, el que la población recurra al mercado. La pregunta es: ¿cómo llegan los países a este punto? ¿Cómo pueden gradualmente pasar de una situación de débil garantía de derechos a la mayoría de la población, a otra en la que predomina el universalismo tal y como lo hemos definido? Este artículo explora respuestas a estas preguntas a partir de la experiencia de Costa Rica. Como hemos argumentado en otras ocasiones, Costa Rica es el país que más se acercó a un escenario universalista, no solo en América Latina sino en el conjunto de países periféricos (Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea 2013). Entre 1940 y 1980, el país se convirtió en “el caso más cercano de Estado social universalista e igualitarista e incluso más, de Estado de bienestar socialdemócrata embrionario” (Filgueira 2005: 21). Los resultados fueron, y en buena medida siguen siendo, extraordinarios. La cobertura de la seguridad social entre la población urbana se incrementó de solo el 8 por cierto en 1940, al 70 por ciento en 1980 (Román 2008). De acuerdo a Sandbrook y colaboradores, quienes estudiaron los pocos casos que existen de social-democracia en la periferia, a comienzos de los años 80 la mayoría de la población en edad económicamente activa tenía acceso a trabajos bien remunerados y a servicios de salud, educación y pensiones de calidad. Como correlato, los indicadores de desarrollo humano como mortalidad infantil y esperanza de vida se ubicaron también entre los mejores de los países en desarrollo (Sandbrook et al 2007).

La construcción de universalismo y sus contradicciones...Juliana Martínez Franzoni y Diego Sánchez-Ancochea

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Más interesante a los efectos del debate sobre cómo construir universalismo es que en Costa Rica esto se hizo a partir de un sistema Bismarckiano basado en contribuciones a la nómina laboral y a derechos inicialmente asegurados únicamente para los trabajadores asalariados que sólo más tarde fueron ampliados al resto de la población. Dado que buena parte de la política social latinoamericana continúa organizándose en torno a la seguridad social, la experiencia de Costa Rica puede dar luces acerca de cómo transitar de esquemas contributivos que fomentan la desigualdad, a esquemas contributivos que la desalienten. Más concretamente, el caso costarricense ofrece lecciones importantes tanto a aquellos países que tienen sistemas históricamente excluyentes (Filgueira 1998) e informales (Martínez Franzoni 2008)3 como a aquellos que están tratando de recrear sistemas universales a partir del telón de fondo de las reformas de mercado (Pribble 2013). En este artículo damos cuenta de los rasgos de la arquitectura de la política social costarricense que hicieron posible transformar un sistema contributivo de corte bismarckiano en el núcleo duro de la política universal -seguro de salud y de pensiones-, y explicamos por qué durante las dos últimas décadas ha sido crecientemente difícil mantener los éxitos iniciales.4 Concluimos el artículo con implicaciones para el presente de América Latina.

1. Rasgos fundamentales de la construcción del universalismo entre 1940 y 1980

La creación de la seguridad social a comienzos de la década de 1940 no tuvo por objeto crear universalismo pero, aun así, puso sus bases a partir de un diseño basado en un sistema unificado. A continuación abordamos tres rasgos interrelacionados que consideramos fundamentales de dicho diseño: su carácter unificado y desde abajo; la complementariedad entre seguridad social y asistencia social y la existencia de un modelo económico que apoyó la expansión de la política social a través de distintos canales. Estos tres aspectos son, en buena medida, análogos a las piezas de un rompecabezas: sin los otros dos, cada uno hubiera conllevado resultados menos positivos para el universalismo que los alcanzados.

1.1. Un régimen de política social unificado y construido desde abajo hacia arriba en términos de la estructura social

El sistema de seguridad social costarricense aprobado por la ley no 17 de constitución de la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS) durante el gobierno social-Cristiano de Rafael Ángel Calderón Guardia contó con dos características

3 Los regímenes informales de bienestar son aquellos en los que el manejo de riesgos de la mayoría de la población gira sólo en torno a las familias, tanto en materia de estrategias de protección social, como de estrategias de generación de ingresos en gran medida trasnacionales. En estos regímenes las lógicas de asignación de recursos, mercantil, colectiva y familiar, se desdibujan entre si bajo la preeminencia de esta última.4 En este artículo nos concentramos en la arquitectura y dejamos a un lado los determinantes políticos, los cuales analizamos en otros trabajos recientes (véase Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea 2012 y 2013).

que le hicieron diferente del de muchos otros países latinoamericanos. Primero, la seguridad social incluyó inicialmente a los trabajadores asalariados de menores ingresos. Concretamente se le dio prioridad a quienes contaban con salarios por debajo de un nivel bastante modesto -equivalente a 50 dólares de hoy- lo que se logró estableciendo un techo salarial de cotización. Segundo, tanto desde adentro como desde afuera, creó incentivos para ir incluyendo a más personas a lo largo del tiempo. Desde adentro, cada vez que había nuevas necesidades financieras para hacer frente a las también crecientes demandas de servicios, los trabajadores ya asegurados tuvieron incentivos para apoyar la expansión hacia grupos de ingresos más altos que le aportarían al sistema mayores contribuciones fiscales. Esto se hizo evidente cuanto en 1970 el Gobierno propuso eliminar el techo salarial por completo y con ello volver obligatorio el aseguramiento de todos los asalariados, independientemente de sus ingresos. Dicha medida contó con el apoyo de prácticamente todos los sindicatos, desde católicos y socialdemócratas hasta de izquierda.5 Esta dinámica relativamente armónica de expansión horizontal contrasta con lo ocurrido en otros países de América Latina en los que los grupos de altos ingresos -y los militares-, fueron incorporados primero y desde ese lugar presionaron para la expansión vertical –más beneficios para ellos -en vez de la horizontal – es decir, más personas con acceso a los mismos beneficios -evitando así que los trabajadores de menores ingresos accedieran a los mismos servicios (Filgueira 2007)-. Desde afuera del sistema, la existencia de servicios de calidad creciente creó incentivos para sumarse a aquellos trabajadores y sus familiares dependientes que inicialmente no estaban incluidas. A medida que la Caja construyó nuevos hospitales, sus instalaciones se convirtieron en las más nuevas y mejor equipadas y financiadas del país y, en algunos casos, incluso de toda Centroamérica. Esto contrastaba con los problemas crecientes de los hospitales que estaban fuera del sistema de seguridad social: de acuerdo con el Ministro de Salud entre 1970 y 1974, José Luis Orlich, “por un lado, la Caja tiene un tratamiento médico bueno gracias a las grandes facilidades y buen personal, el cual define a la alta calidad de la medicina. Por otro lado, el Ministerio [que tenía un sistema paralelo de hospitales] tiene facilidades extremadamente pobres (y) construcciones deterioradas para que nosotros no podamos hablar de buena medicina” (La Nación 1971, Febrero 24: 57). Gracias a esta gama de incentivos, la cobertura del total de la población fue creciendo de forma sostenida, de un 12% en 1955 a un 65% en 1975 (Rosenberg 1979; estimaciones propias). Para el año 2000 la cobertura era ya de un 90% y el 10% restante eran principalmente población de altos ingresos (Martínez Franzoni y

5 La discusión de eliminar todos los techos salariales de forma definitiva surgió en gran parte como resultado de una reforma constitucional previa que requería la universalización de la seguridad social. Esta enmienda constitucional de 1961 fue a su vez una respuesta a las necesidades financieras de la CCSS en un momento en que la sostenibilidad financiera de la seguridad social estaba en juego debido a la combinación entre una demanda creciente del servicio y deuda gubernamental (Rosenberg 1983). Los burócratas de la seguridad social demandaron entonces al Congreso un aumento gradual en los techos salariales a lo que el Partido Liberación Nacional, entonces en la oposición, respondió con la demanda de que se avanzara hacia la universalización del sistema, un objetivo todavía más ambicioso.

La construcción de universalismo y sus contradicciones...Juliana Martínez Franzoni y Diego Sánchez-Ancochea

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Mesa-Lago 2003). Además, el sistema unificado le dio a la CCSS economía de escala y, por lo mismo, una importante influencia política. Como fue habitual en muchos otros países, fue precisamente la burocracia a cargo de la seguridad social el principal actor en demandar la acción gubernamental para mejorar la sostenibilidad financiera del sistema (ver Lewis y Lloyd- Sherlock 2009). En este caso sin embargo, el poder de presión de este actor estuvo puesto al servicio del universalismo en lugar de la segmentación.

1.2. Los programas asistenciales como puerta de acceso a programas no asistenciales

Como acabamos de discutir, el comenzar la expansión de la política social desde los trabajadores asalariados de menores ingresos puede ser importante para no separarles de la suerte de quienes tienen mayores ingresos. Sin embargo, ello no garantiza, ni mucho menos, la incorporación a la política social de la población pobre. Si dichos grupos se benefician sólo de programas específicos enfocados únicamente en ellos en tanto pobres, se corre el riesgo de crear un sistema dual y segmentado. Es ese el riesgo que tienen en la actualidad los servicios directamente asociados a las transferencias monetarias condicionadas así como, los seguros no contributivos como el Seguro Popular mejicano. En Costa Rica ese problema potencial de marginación y segmentación estuvo muy presente hasta la década de los 70. De hecho, en la década anterior, la mayoría de los grupos poblacionales de bajos ingresos en zonas rurales y provincias alejadas de la capital estaba fuera de la seguridad social y se había beneficiado poco de la expansión del Estado. Si la situación se hubiera mantenido, nunca se habría llegado al universalismo. Sin embargo, las condiciones cambiaron con la creación del Fondo de Asignaciones Familiares y Desarrollo Social (FODESAF) por parte de la administración liberacionista del Presidente Daniel Oduber en 1974. A través de FODESAF el gobierno contó con nuevos recursos que dieron viabilidad financiera a un conjunto de prestaciones sociales básicas, incluyendo los servicios de salud y las transferencias por vejez –primero a personas caracterizadas como “indigentes” y posteriormente a otros grupos de personas como estudiantes, jóvenes madres, muchos de los cuales vivían lejos de San José y el Valle Central-. Aunque estaba dirigido a personas sin empleo formal, FODESAF se financió con las mismas fuentes que el seguro social, es decir, mediante un impuesto tripartito a la nómina laboral de aquellos que sí estaban en el mercado de trabajo formal asalariado. Así, estas personas, en particular la población pobre rural hasta entonces marginada, fueron incorporadas, no a un sistema paralelo, sino a los servicios sociales existentes para la población no pobre. FODESAF proporcionó los medios financieros para que los ministerios ya existentes crearan mecanismos complementarios para asegurar el acceso de la población de menores recursos a los servicios generales. El rango de prestaciones fue ambicioso, incluyendo servicios sociales sectoriales como educación, nutrición, vivienda y agua. Se financiaron, por ejemplo, comedores escolares, uniformes y transporte escolar

que posibilitó un acceso más cómodo de los grupos de bajos ingresos a los colegios públicos. Se fomentaron también programas de salud y nutrición que ayudaron a aumentar la demanda de servicios formales de salud. Dado el gran tamaño de los fondos -FODESAF controló casi desde sus comienzos recursos equivalentes al 1,4% del producto interno bruto, PIB-, FODESAF contribuyó también a crear grupos de interés de la burocracia con enorme interés por aumentar los servicios ofrecidos a la población pobre. 1.3. Un modelo económico que promovía el pleno empleo

Dado que un sistema contributivo depende de forma directa de la evolución del mercado de trabajo, el tercer componente importante para asegurar una arquitectura realmente universalista en Costa Rica fue el modelo económico. Durante el periodo 1950 a 1980, el país tuvo mucho más éxito en la creación de empleo formal que otros países latinoamericanos.6 Esto fue importante para el universalismo por dos motivos. Primero, al incorporar a un número elevado de personas al mercado de trabajo se fomentó la expansión de la cobertura del modelo unificado. Segundo, dada la dependencia de la política social de las contribuciones salariales y la dificultad para aumentar otros impuestos, el pleno empleo tuvo efectos positivos sobre el financiamiento del sistema. El Estado jugó un papel esencial en la expansión del empleo formal a través de instrumentos tanto directos como indirectos. La inversión pública fue alta durante el periodo, pero se incrementó aún más durante la década de los 70, cuando pasó de representar un 23% del total invertido en el país en 1970 a casi un 40% en 1980. La inversión pública también fue un factor clave en la expansión de la acumulación bruta de capital real, que creció a una tasa promedio anual de 8,2% entre 1951 y 1980 y contribuyó a una rápida expansión de la economía. Además de su participación económica directa, el Estado influyó en la acumulación de capital a través de canales indirectos. En 1949 la nacionalización bancaria convirtió al Estado en un actor importante en las decisiones de expansión del sector privado. Los bancos públicos persiguieron un doble objetivo: el apoyo a sectores tradicionalmente importantes para el crecimiento económico costarricense, y la creación de empresas en nuevos sectores, sobre todo industriales. Sucesivas administraciones influenciaron también la dirección de la producción a través de la expansión de subsidios y de la protección del mercado interno. Muchos de estos incentivos fueron inicialmente dirigidos al café. Para 1957, más de un tercio de todos los créditos bancarios todavía iban destinados al sector agrícola, en su mayoría a los productores de café, quienes también tuvieron apoyo público para comprar fertilizantes, introducir nuevas variedades de plantas y desarrollar nuevas técnicas de crecimiento (Rovira 2000). Así, durante la década

6 Esta capacidad para asegurar el pleno empleo formal fue una de las grandes diferencias entre Costa Rica y otros países que, como México, también adoptaron un sistema unificado de seguridad social en los años 40. A ello, se le une el hecho de que en México diversos grupos de interés logaron auto excluirse del sistema e ir así erosionando su solidaridad (ver Dion 2010).

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de 1950, el volumen de la producción de café creció en un promedio anual de 9%, tres veces más rápido que en la década siguiente. Poco a poco, sin embargo, el objetivo prioritario de las políticas públicas de fomento fue trasladándose a la promoción de la industria manufacturera. En 1959 la Ley de Protección Industrial estableció varios incentivos, incluyendo un incremento de 300% en la tarifa de aquellas importaciones que competían de forma directa con la producción nacional y una exención del 99% en los aranceles de aquellos inputs importados requeridos por las empresas manufactureras costarricenses -por ejemplo, maquinaria, motores, insumos intermedios y materias primas-. La entrada de Costa Rica en el Mercado Común Centroamericano en 1963 creó incentivos adicionales para las empresas manufactureras. Ninguna de estas políticas proteccionistas fue única de Costa Rica; en este momento todos los países latinoamericanos estaban promocionando de una u otra forma el cambio estructural hacia el sector manufacturero. Lo que sí hizo a Costa Rica única fue la expansión de los pequeños productores tanto agrícolas como industriales, y su coexistencia con empresas grandes (Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea 2013: capítulo 2). Particularmente importante fue la expansión de cooperativas, promovidas activamente por el Estado. Entre 1959 y 1963, las cooperativas aumentaron de 42 a 218. En 1985 había ya 464 cooperativas cuya producción representaba el 11% del total del PIB y un 15% de exportaciones totales (Reding 1986). Se convirtieron en una modalidad productiva particularmente importante en el sector del café y de los lácteos. La Federación de Cooperativas de Café fue creada en 1962 e inmediatamente apoyada por los bancos públicos. Para 1985, los 33 afiliados a la Federación vendían el 40% de su cosecha directamente a mercados mundiales (Brenes 1990). Mientras tanto la Cooperativa Dos Pinos, la cual produce leche y otros productos lácteos desde 1947, creció rápidamente para convertirse una de las más importantes empresas en el país (Meléndez 1998). El Estado también jugó un papel importante como empleador, debido en buena medida a la oferta creciente de servicios sociales. Entre 1950 y 1980, los empleos públicos aumentaron a una tasa anual de 7,3%, pasando de un 6,2% a un 18,5% de la población económicamente activa (Castro 1995). La expansión en el número de personal médico, de enfermería y docente, entre otros, fue extraordinario – solo en términos de médicos se pasó de 3,1 a 7,8 por cada 1000 personas (Martínez Franzoni y Trejos 2013). Se trataba, además, de empleos generalmente mejor pagados que sus equivalentes en otros países vecinos como la República Dominicana (Itzigsohn 2000). Durante la década de 1970, el desempleo permaneció bajo (5%) y los trabajos informales representaron solo el 14% de la PEA no dedicada a la agricultura. Los salarios reales crecieron sistemáticamente -por ejemplo, entre 1950 y 1979 el salario mínimo se incrementó a una tasa anual de 1.9% (Martínez Franzoni y Sánchez- Ancochea 2013)- sin necesariamente afectar la rentabilidad empresarial. La expansión del empleo formal fue particularmente importante porque la política social fue financiada principalmente por impuestos a la nómina de los

trabajadores asalariados formales. Por supuesto, en esto Costa Rica no fue original; casi todos los países latinoamericanos siguieron el modelo continental de la seguridad social y la financiación a través de la planilla. Sin embargo, Costa Rica se distinguió en al menos dos maneras: (1) la creciente dependencia que el bienestar de las personas más allá de salud y pensiones tuvo de los impuestos a la nómina; y (2) el papel que estos impuestos tuvieron en financiar la asistencia social y, convirtiéndose de esa forma en impuestos progresivos. El gráfico 1 muestra la evolución de las tasas del impuesto a la nómina desde la creación de la seguridad social en 1941 hasta 1980. Después de casi dos décadas de estabilidad, a partir de 1965 éstas experimentaron un rápido crecimiento precisamente para financiar nuevos programas sociales, incluyendo el Instituto Nacional de Aprendizaje, FODESAF y las transferencias monetarias dirigidas a las personas pobres desempleadas (IMAS).

Gráfico 1Costa Rica: tasas de impuestos sobre la nómina, 1942-1980

Fuente: Caja Costarricense del Seguro Social y SINALEYI

Los impuestos a la nómina en Costa Rica se convirtieron así en un mecanismo relativamente efectivo para resolver las restricciones políticas al aumento de la recaudación impositiva a las que se enfrentaron todos los países en América

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Latina durante este periodo. Incrementar las cotizaciones sociales que existían desde comienzos de la década de 1940 y que eran fáciles de recaudar, fue políticamente más atractivo que la creación de un impuesto realmente progresista y efectivo sobre la renta, o la búsqueda de apoyo para la creación de impuestos indirectos hasta entonces inexistentes. De hecho, Costa Rica no fue particularmente exitosa en la recaudación de impuestos que no fueran sobre la nómina: en 1970, por ejemplo, la carga fiscal era sólo del 12% del PIB, comparado a casi el 15% en la República Dominicana (Sánchez-Ancochea 2004) - un país con un escaso gasto público social-. A inicios de los 70, algunos sectores de la élite empresarial, especialmente aquellos que competían en mercados regionales, manifestaron su disconformidad ante los sucesivos aumentos del impuesto al trabajo y su creciente peso relativo en la estructura de costes. Sin embargo, la mayoría de los empresarios continuaban beneficiándose de altos niveles de protección arancelaria y por lo tanto les preocupaban aún poco estos impuestos. Mientras tanto, los trabajadores formales que sufrían la carga fiscal, contaban también con salarios reales crecientes y recibían buenos servicios sociales.

2. Tensiones crecientes del sistema universal: entre un modelo económico segmentado y el crecimiento de la oferta privada

La crisis latinoamericana de la deuda llegó a Costa Rica en el año 80 cuando la caída de los precios del café y otros factores sumieron al país en una grave situación económica. Entre 1980 y 1982 el colón se devalúo en más de un 600%, el PIB per cápita decreció de forma significativa y el déficit público creció de manera exponencial. Si todos estos factores conspiraban en principio contra el mantenimiento de la política social universal construida en las cuatro décadas anteriores de la forma que discutimos en la sección anterior, el cambio en las ideas internacionales lo hizo todavía más. Liderada por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, la comunidad política internacional empezó a promover políticas focalizadas y a criticar la sostenibilidad y el impacto distributivo de la política social en toda América Latina. A pesar de todos estos problemas, sin embargo, en Costa Rica el universalismo se ha mantenido e incluso profundizado desde inicios de los 80. Contrario a las expectativas de los economistas neoliberales y a la experiencia de otros países de América Latina, los gobiernos costarricenses no introdujeron mayores cambios en el diseño del sistema. En la Costa Rica actual, independientemente de sus ingresos e incluso de las contribuciones a la nómina que hayan realizado, las personas continúan teniendo derecho a acceder a servicios públicos igualitarios de salud y educación y a recibir una pensión más o menos generosa. Los beneficios de salud asociados a un acceso no contributivo mediante la asistencia social son los mismos que los asociados a un acceso contributivo bajo la seguridad social. Los familiares económicamente dependientes sean niños/as, jóvenes, personas adultas mayores o con discapacidad, continúan teniendo acceso a servicios similares que los trabajadores asegurados.

En términos de gasto público social, el efecto de la crisis económica de comienzos de los 80 fue más bien transitorio (Segura-Ubiergo 2009). Gracias en parte a la ayuda recibida por parte de los Estados Unidos durante los momentos de volatilidad geopolítica de los 80, el gasto total y como porcentaje del PIB comenzó a recuperarse rápida y sostenidamente, casi ganando los niveles previos a la crisis económica -véase gráfico 2-.7 En término per cápita la recuperación fue más lenta pero en la actualidad el gasto social per cápita llega a los $800 dólares por año, similar al gasto en Chile y solo por debajo de Argentina y Uruguay.

Gráfico 2Gasto social costarricense: total y per cápita, 1980-2008

Fuente: Secretaría Técnica de la Autoridad Presupuestaria. Ministerio de Hacienda En todos los sectores de política, la cobertura de los servicios públicos sociales se ha continuado incrementando. En educación, el preescolar -a los 5 años de edad- alcanza a más de un 90% de niñas y niños mientras que la educación primaria alcanza una cobertura universal -véase gráfico 3-. Aunque ambos niveles son todavía sólo de medio tiempo, contribuyen no sólo a la mejora en el rendimiento educativo de todos los grupos poblacionales sino también a promover la participación de madres y padres en la fuerza laboral.

7 Entre 1983 y 1989 la ayuda acumulada de los Estados Unidos – equivalente al 4,1% del PIB (Lizano 1999: anexo 5) – le dio a las cuentas públicas costarricenses un importante respiro.

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Gráfico 3Costa Rica: Tasas netas de matrícula escolar según nivel, en porcentajes, 1980-2009

Fuente: Ministerio de Educación Pública

En salud, los datos de cobertura más confiables existen sólo desde 2000. Según dichos datos presentados en el gráfico 4, la cobertura ha mostrado una tendencia positiva, particularmente entre trabajadores independientes. Actualmente, la seguridad social alcanza 60% de la PEA -casi 70% de trabajadores asalariados y cerca de un 35% entre trabajadores independientes- además de los familiares dependientes y las personas pobres. En total, la combinación de criterios de elegibilidad -mediante la contribución, la dependencia económica y la necesidad-, hacen que la cobertura sea virtualmente universal. Todos los servicios, desde el cuidado primario al especializado, están disponibles para todas las personas, ya sean asegurados directos o dependientes de sus familias.

Gráfico 4Costa Rica: Cobertura de la salud y de las pensiones, en porcentajes, 1980-2009

Fuente: CCSS. Nota: En el año 2000 una nueva y centralizada base de datos mejoró los registros nacionales para la población asegurada lo cual explica la aparente repentina caída en pensiones como también cobertura en salud. Para 1999, la cobertura de pensiones alcanzó la mitad de la PEA, a un nivel similar a 1980. En 2006, 60% de todas las personas mayores de 65 años o más recibieron transferencias por vejez. La cobertura entre trabajadores por cuenta propia ha mostrado un incremento particularmente destacable -alcanzando cerca del 50%- (véase el gráfico 4). Esto es aún más importante teniendo en cuenta que la importancia relativa de los trabajadores independientes también ha incrementado considerablemente. A pesar de la permanencia formal del universalismo, la realidad en la práctica es, desgraciadamente, más sombría. En el sector salud, las listas de espera han crecido de forma rápida, y han aparecido un conjunto de problemas de suficiencia y calidad (Defensoría de los Habitantes 2012; Programa Estado de la Nación 2012). Estos problemas alimentan la insatisfacción con el sistema: en el 2013 el grado de confianza en la seguridad social era de 54% -si bien sólo 3% de la población se manifestaba insatisfecha con los servicios-. Aquellos grupos que tienen más capacidad de pago han pasado a utilizar el mercado al menos para parte de sus necesidades tanto en salud como en educación y pensiones. Mientras tanto, los sectores más pobres de la población o bien siguen dependiendo exclusivamente de los servicios de la Caja (y sufriendo algunas de sus deficiencias) o bien tienen que acudir al mercado, con

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enormes costos para su presupuesto mensual.8

¿A qué se debe esta diferencia tan significativa entre el universalismo formal -heredado en gran parte del periodo anterior- y la creciente segmentación en la práctica? Creemos que hay dos factores principales, uno asociado a un cambio en uno de los componentes del periodo 1940-80 y otro que es más reciente. Por un lado, nos encontramos con la dificultad del modelo económico para mantener el pleno empleo formal, para generar suficientes recursos a través de las cotizaciones sociales y para evitar la creciente concentración en la distribución primaria del ingreso. Por otro lado, la continua expansión de la oferta de servicios privados ha ido erosionando la lealtad al sistema público, tanto por parte de quienes prestan los servicios como de quienes lo requieren, en particular, aunque no sólo, entre los sectores medios.

2.1 El costo de un nuevo modelo económico segmentado

Como discutíamos en la sección anterior, la expansión de la política social universal en Costa Rica ha sido financiada a través de los impuestos a la nómina laboral y hasta la década de 1980 se benefició de la expansión del trabajo formal. Sin embargo, en los años 80 las restricciones del mercado laboral se convirtieron en un problema que se ha venido intensificando todavía más durante las últimas dos décadas. En 2006, el sector informal representó el 35% de la población activa, en comparación con poco más del 20% a principios de 1980. En un principio, las dificultades del mercado laboral costarricense a comienzos de los 80 estuvieron causadas por la propia crisis económica. El cambio de modelo económico desde finales de esa década tuvo más tarde un impacto todavía más significativo. Desde ese momento, los sucesivos gobiernos costarricenses combinaron la apertura económica y financiera y la reducción del empleo público recomendados por el Consenso de Washington con una política pro-activa de atracción de inversión extranjera en sectores con un contenido tecnológico creciente (Martínez Franzoni y Sánchez Ancochea 2013; Paus 2005). Si bien ello llevó a la creación de actividades productivas asociadas a las nuevas tecnologías y creadoras de empleo cualificado, simultáneamente se produjo un debilitamiento de las capacidades productivas de pequeñas y medianas empresas intensivas en mano de obra, y una reducción del empleo público en términos relativos. De hecho, el empleo público pasó de representar un 19% de la población ocupada en 1980 (Donato y Rojas 1987), a un 17% en 1990 y un 15% en 2011 (Estado de la Nación 2013). Además, se ha producido un incremento del personal sin plaza y de la subcontratación en el sector público central y en muchas empresas públicas autónomas (Martínez Franzoni y Mesa- Lago 2003). El cambio en el modelo económico tuvo dos consecuencias negativas sobre las posibilidades de construir universalismo. Por un lado, este modelo contribuyó al

8 Si bien es cierto que en 2012, 9 de cada 10 personas utilizaban los servicios de la CCSS (La Nación: 04 de febrero 2012; La Nación: 12 julio 2013), no lo es menos que la clase media alta lo utiliza para ocasiones de vida y muerte y servicios no cubiertos por el mercado mientras que el resto de la población sigue dependiendo más del sector público para toda clase de servicios.

estancamiento de la recaudación proveniente de las cotizaciones a la política social estimadas en función de la nómina laboral. Entre 1985 y 2008, el total recaudado por trabajador formal en términos reales creció a una tasa media anual de sólo 1.2% -muy por debajo, por ejemplo, del crecimiento del PIB per cápita real-. En términos comparativos, la cantidad disponible para financiar las demandas crecientes de servicios y transferencias ha caído de forma significativa.9

Por otro lado, el nuevo modelo económico ha contribuido a un aumento muy elevado de la desigualdad en la distribución de la renta. Entre 1988 y 2004 el coeficiente de Gini del ingreso primario aumentó del 0.373 a 0.487 y en los últimos años ha seguido creciendo aunque de forma más moderada. Costa Rica ha experimentado una diferenciación cada vez mayor en su estructura social, incluyendo un crecimiento en el porcentaje del ingreso controlado por la clase alta y media alta. Dicha segmentación en la distribución primaria hace que haya un grupo significativo de costarricenses que tienen los recursos y las preferencias para abandonar los servicios públicos y depender de forma cada vez más significativa de los proveedores privados de salud y educación.

2.2 El doble problema de la expansión del sector privado

Los cambios en el modelo económico han creado un círculo vicioso relacionado con la prestación de servicios privados de salud. Los problemas de calidad de la CCSS unidos al aumento en el ingreso de la clase alta y media alta ha aumentado la demanda de servicios privados. A la vez, esto ha ido dando lugar a un aumento de la oferta de una amplia red servicios privados, en particular ambulatorios y en menor medida hospitalarios (Sáenz et al 2011) y, con ello, a la emergencia de un grupo de presión con poco interés y poco qué ganar del universalismo. En materia ambulatoria existe una numerosa oferta cuyo rango de servicios va desde medicina familiar y odontología, pasando por sofisticados centros de imágenes hasta cirugía estética. Lamentablemente se carece de estudios detallados y actualizados de esta oferta. En materia hospitalaria, de los seis hospitales privados existentes, tres se fundaron después de 1980 -Santa María en 1989, CIMA en 2000 y Metropolitano en 2008-. Aunque los otros tres fueron creados antes -Bíblica en 1929, La Católica en 1963 y Santa Rita en 1965-, operaron durante décadas como clínicas y solo en la última década se convirtieron en hospitales. Recientemente algunos de ellos han comenzado a construir sucursales fuera del área metropolitana (Muiser y Vargas 2012). Una parte de esta oferta privada surgió y se expandió usando recursos de la seguridad social mediante la subcontratación de gestión de áreas de salud (Cercone y Pacheco Jiménez 2008) y de compra de servicios diagnósticos (Martínez-Franzoni y Mesa-Lago 2003). En materia de sub-contratación de gestión de áreas

9 Este problema recaudatorio tuvo lugar al mismo tiempo que aumentaba la demanda de nuevos servicios sociales y el reconocimiento de nuevos derechos (Vargas Cullell en Seligson y Martínez Franzoni 2010). Por ejemplo, las personas con VIH o pacientes enfrentando enfermedades mortales fueron a la Sala Constitucional, ganaron sus casos y la seguridad social tuvo que atender sus necesidades médicas.

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de salud, un 15% de la población asegurada del nivel primario se hace mediante cooperativas y asociaciones sin fines de lucro (Sáenz et al 2011) y, a partir de mediados de 2013, también de una empresa con fines de lucro. Si bien se trata de una proporción relativamente pequeña de población asegurada, la aparición de los primeros proveedores privados ha creado un grupo de interés que presiona por abrir a la competencia la prestación de servicios públicos de distinto nivel en todo el país. Además, aunque la contratación de nivel primaria tiene dos décadas, se carece de mecanismos adecuados de determinación de costos, de determinación de necesidades a atender y de evaluación de desempeño (Rodríguez y Briceño 2008).10

El aumento de la oferta privada apoyado, lamentablemente, por la propia Caja ha contribuido a un aumento significativo de los gastos de bolsillo y, con ello, a un debilitamiento de la equidad y suficiencia del sistema universal. En 2004 se reportaba que un 30% de la población hacia algún uso de servicios privados y en 2007 que más de la mitad de la población había hecho uso de servicios privados entre 1 y 8 veces en un año (OPS 2007 y UCR 2007 en Muiser y Vargas 2012). Entre 1991 y 2001, el gasto público en servicios de salud mostró un crecimiento anual superior al privado: 8% y 5%, respectivamente (Picado, Acuña y Santacruz 2003). En solo cinco años, entre 1993 y 1998, la proporción del gasto sanitario desembolsado directamente por los pacientes aumentó cinco veces (Herrero y Durán 2001). Como lo muestra el cuadro 1, en la década del 2000, el peso del gasto privado en el total siguió aumentando todavía más, pasando del 21,4% en 2000 al 31,1% en el 2010. Si bien la mayor parte del gasto privado es de bolsillo, en este periodo la importancia de los planes pre-pago de seguros aumentó de forma significativa -de 2,3% del total privado en 2000 a 5,5% en el 2010-.

Tabla 1Gasto privado en salud en Costa Rica, 2000 y 2010

Indicador 2000 2010Gasto privado de bolsillo como porcentaje del gasto total 21,4 31,1Gasto directo de los hogares como porcentaje del gasto privado en salud 88,2 90,5Planes de prepago privados % del  gasto privado en salud1/ 2,3 5,5Fuente: OMS, 20121/ Desde julio de 2008 la Ley Reguladora de Seguros permite que se compren seguros privados de salud que eran previamente monopolio estatal.

En términos de quiénes acceden a la medicina privada hace falta contar con estudios sistemáticos y actualizados. Sin embargo, algunos datos parecen indicar una diferenciación entre quienes usan los servicios ambulatorios y quienes además recurren a los servicios de hospitalización. Estos últimos son utilizados preferentemente por

10 A estos factores socioeconómicos más estructurales se le une problemas serios de gestión. En los últimos años, a pesar de una cierta recuperación del gasto público en salud, la CCSS se ha visto afectada por la desorganización de su administración central, la falta de coordinación entre los distintos niveles y la falta de orden general del sistema. Todos estos problemas han contribuido a que el sector privado penetre cada vez más en la provisión pública y vaya erosionando la unificación y coherencia del sistema.

la clase media alta. De hecho, tanto el CIMA como los hospitales históricos se concentran en este tipo de clientela y sólo uno de los recientemente construidos podría tener una población meta más amplia, siempre en torno a sectores de ingresos medios. Existe además una demanda creciente de servicios privados para extranjeros y desde 2009, 3 hospitales y 3 clínicas han sido acreditadas para turismo médico en los Estados Unidos (Muiser y Vargas 2012). A la vez, una parte del mix público-privado está más dictado por la urgencia de los casos que por la capacidad económica. Es para resolver estos apremios que médicos con doble práctica ofrecen distintos tipos de combinaciones público-privadas. La expansión del sector privado ha tenido un costo adicional. La doble práctica público-privado existe desde que se creó la Caja. Sin embargo, durante muchos años esta práctica estuvo restringida a un pequeño grupo de médicos especialistas con un ejercicio liberal. A partir de la crisis económica de los 80 la captación de pacientes a partir de distintos tipos de “mix” público-privados se extendió por parte de un número mayor de profesionales médicos,– por ejemplo, llevando a la seguridad social pacientes privados que ubican en lugares de preferencia evitando así la filas (llamados “biombos”) o, al revés, ofreciendo agilizar la atención a personas que se encuentran esperando diagnósticos y tratamientos, especialmente en especialidades (Martìnez Franzoni y Mesa-Lago 2003) y, crecientemente, no sólo mediante el sistema público sino también en el marco de la actividad privada. Al igual que en otras partes del mundo, esta expansión de la práctica privada por parte de personal del Estado, ha conllevado a un desdibujamiento de la frontera entre prácticas públicas y privadas en el caso de la seguridad social pública, expresada por ejemplo en el incumplimiento de horarios, en una menor productividad y en el trasiego de pacientes de uno a otro ámbito (Socha 2010). La “doble práctica” ha conllevado un conflicto de intereses que ha alcanzado al abastecimiento de insumos que con frecuencia ha estado expuesto a sobreprecios y problemas de gestión que afectan directamente las finanzas y la calidad de los servicios públicos. Parece obvio que el actor que emerge a partir de prácticas pública y de mercado tiene distintos grados de dependencia de la seguridad social y está lejos de ser homogéneo. A la vez, es evidente que como común denominador es que su presencia mina la igualdad de los servicios con calidad y suficiencia.

3. Implicaciones para la construcción de universalismo

La experiencia de Costa Rica ofrece lecciones valiosas al debate contemporáneo en torno a la construcción de universalismo. Primero, muestra la importancia de construir arquitecturas de abajo hacia arriba, comenzando por las clases medias-bajas e incorporando gradualmente a la población de mayores ingresos. Segundo, sugiere que la cobertura inicial no necesariamente debe ser masiva pero sí debe contar con incentivos que, en el mediano y largo plazos, construyan un único régimen de política social. Ello requiere diseñar los mecanismos que impulsen una mayor incorporación tanto horizontal -es decir, alcanzando a toda la población

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que encuentra en condiciones similares de elegibilidad- como vertical -es decir, atrayendo a las personas ubicadas más arriba en la escala social-. Siempre que sean capaces de proteger su calidad este tipo de sistemas puede incentivar la formalidad laboral. Siempre que logre sostener una clara demarcación entre práctica pública y práctica privada, puede además prevenir la aparición de poderosos actores privados en materia de servicios sociales. Tercero, la adecuada articulación entre acceso contributivo y no contributivo a los mismos servicios contribuye a evitar la incorporación segmentada de la población vulnerable o pobre según ingresos. En el caso de Costa Rica esta población se incorporó a un sistema diseñado desde la clase obrera y los sectores medios bajos; no al revés. Esta fue una clave para que el sistema fuera socialmente atractivo. Las medidas de afirmación positiva, incluyendo las relativas a servicios básicos como los de educación, buscaron integrar a la población pobre en servicios diseñados para los no pobres. Precisamente, en el marco de una creciente segmentación social entre población pobre que utiliza servicios públicos y población no pobre que utiliza servicios privados también altamente segmentados, el reto de integrar sectores socioeconómicos diversos en las mismas redes de servicios parece de la mayor importancia. En cuarto lugar, nuestra discusión del caso costarricense muestra la amenaza que conlleva contar con mercados laborales cada vez más informales y con servicios sociales privados crecientemente segmentados. Al mismo tiempo no hay que olvidar que la política social universal con servicios prestados por el sector público puede todavía promover la creación de trabajo remunerado formal y, por lo tanto, hacer una contribución importante a círculos virtuosos entre buenos trabajos y adecuados servicios sociales. Dos consideraciones adicionales son particularmente importantes para alimentar el debate contemporáneo, tanto académico como político, respecto a cómo construir universalismo entendido como la combinación de amplia cobertura con suficiencia y calidad de los beneficios para toda la población. La primera consideración es que cualquier programa social universal necesita tiempo que es fundamental usar para avanzar en la dirección buscada. A la vez, para quienes deben de tomar las decisiones el camino está lleno de tensiones. Una tensión significativa tiene lugar entre medidas que logran atender a mucha gente aunque otorgándole pocos beneficios, y medidas que inicialmente alcanzan a relativamente menos gente con mayores beneficios. En el caso de Costa Rica el proceso comenzó llegando a relativamente poca gente con todas las prestaciones disponibles en ese momento y a la vez contando con incentivos para una doble expansión, vertical y horizontal. Hoy en día, la necesidad de hacer frente a acuciantes déficits en materia de servicios sociales, de la mano de recursos generalmente escasos, por lo general lleva a priorizar a la población pobre. La pregunta es si esa incorporación tiene lugar aparejada de incentivos expansivos que, en sí mismos, abonen a mayores coberturas, suficiencia y calidad con equidad.

La segunda consideración es que en Costa Rica fueron los servicios, no las transferencias, los que tendieron los puentes entre la población de mayor y de menor ingresos. Las transferencias fueron variables según la capacidad contributiva (en el caso de las pensiones) y según el carácter directo o familiar del acceso (en el caso de las licencias por maternidad y de las incapacidades por enfermedad, que se restringieron a las/os contribuyentes directos). Aunque se fue corrigiendo a lo largo del tiempo y es un mecanismo aún perfectible, el acceso a las transferencias generó incentivos para el acceso contributivo. Por ejemplo, las licencias por maternidad para trabajadoras remuneradas tanto asalariadas como independientes, constituyeron un incentivo para que las mujeres declararan sus ingresos y se aseguraran de manera directa en lugar de hacerlo como familiares económicamente dependientes de sus cónyuge. El régimen de política social al que dieron lugar estas características no fue diseñado a priori como tal. De hecho, a lo largo del tiempo, hubo momentos en que estuvieron en la agenda decisoria11 propuestas que pudieron haber llevado a una arquitectura distinta, no universalista como la que finalmente se construyó. Un ejemplo es el proyecto de ley promovido por el presidente Figueres (1970-1974) que planteaba crear un fondo de asignaciones familiares –no de desarrollo social como finalmente ocurrió -, destinado a los trabajadores ya asegurados –y no, como en el proyecto que se aprobó, para ampliar servicios a la población con problemas de acceso, suficiencia y/o calidad en materia de servicios sociales en general–. Otro ejemplo es la decisión de que la eliminación de topes salariales que volvía obligatoria la seguridad social independientemente del nivel de ingresos, estuviera acompañada de una expansión de los servicios públicos de salud y no, como se discutió en el seno de la Junta Directiva de la Seguridad Social, de la libre elección médica. La pregunta que se impone es, ¿qué tan relevantes pueden ser estos aprendizajes para países que actualmente tratan de construir universalismo básico? ¿Cuál es el mensaje? ¿Pueden hacerlo? ¿Bajo qué condiciones? Creemos que la respuesta exige distinguir entre dos conjuntos de países, los que vienen de regímenes de política social excluyente o informal y los que vienen de regímenes universalistas (en su cobertura) aunque estratificados -en suficiencia y calidad- (Filgueira 1998; Martínez Franzoni 2008). En el caso del primer grupo de países como El Salvador o Ecuador, la seguridad social cubre a un número pequeño de personas y la salud privada es costosa. Las lecciones que ofrece para Costa Rica en este caso son claras. Se trata de i) encontrar caminos para construir el sistema de “abajo hacia arriba”; ii) a menos que se tenga un mercado de trabajo predominante formal, buscar financiarlo mediante impuestos generales; y iii) promover que se creen grupos de interés, incluyendo burocracia del Estado, que en el futuro estén en capacidad de demandar mejoras de manera incremental pero sostenida. En el caso del segundo grupo de países, con regímenes establecidos de política social, las lecciones son menos claras y esperanzadoras e incluso contradictorias. La construcción del universalismo en Costa Rica muestra la

11 Es decir que se trataba de propuestas que dentro del proceso de formación de políticas tuvieron altas posibilidades de ser adoptadas (Birkland 2011).

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importancia de vincular asistencia y seguridad social. Los países deberían evitar la creación de regímenes paralelos, y, deberían asegurarse usar transferencias y otros recursos para incorporar a las personas excluidas a los programas sociales principales. El Seguro Popular Mexicano, siendo masivo y apostando a permitir la cobertura universal, simplemente no será capaz de promover igual acceso a los derechos si no es acompañado por reformas paralelas de seguridad social y de algunas restricciones de la provisión social de servicios de salud. Esto a su vez requiere que los cambios en ambos regímenes, contributivos y no contributivos, destinen calidad y generosidad, no solo cobertura. Desafortunadamente -y esto es la segunda, negativa, lección- la experiencia reciente de Costa Rica muestra cuán difícil es de mantener alta calidad de servicios de salud -e incrementar educación secundaria también- en presencia de mercados de trabajo heterogéneos y opciones privadas promovidas por grupos de interés crecientemente poderosos. Entonces ¿cuál es el camino a seguir en países como Brasil, México e incluso Chile y Uruguay? El reto -más fácil de enunciar que de resolver- es desarrollar una alta calidad de servicios públicos suficientes en áreas claves; el crear obstáculos tales como impuestos a los prestadores privados de servicios y evitar la doble práctica pública y privada; y encontrar maneras para crear coaliciones entre la población pobre según ingresos -básicamente las familias meta de los programas de transferencias monetarias condicionadas- y diferentes sectores de la clase media.

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AS ENCRUZILHADAS DO ESTADO SOCIAL NO BRASIL

The Brazilian Social State at the crossroad

Arnaldo Provasi Lanzara* e Rodrigo Cantu**

Resumo: O objetivo do presente texto é examinar a mudança da política social no Brasil recente e a consequente transformação da sociedade por ela engendrada. Avaliam-se o sistema fiscal, o mercado de trabalho e a previdência social, a área da saúde e os programas de transferência de renda. Argumentamos que o Estado brasileiro vem produzindo importantes iniciativas no sentido de conferir faticidade às aspirações e expectativas concernentes a uma efetiva participação daqueles grupos que apenas desempenhavam um papel passivo na vida política. Ativando um “limiar de sensibilidade social”, de percepção das desigualdades circundantes, essas iniciativas constituem, porém, bases frágeis de construção da política social, sobretudo quando surgem desacopladas das dinâmicas de proteção pertinentes à seguridade social e ao mundo do trabalho. 

Palavras-chave: Estado social, Brasil, seguridade

Resumen: El objetivo del presente texto es examinar el cambio en la política social de Brasil y las transformaciones sociales generadas por ella. Se examina el sistema fiscal, el mercado de trabajo y la previdencia social, el área de salud y los programas de transferencias monetarias. El argumento es que el Estado brasileño ha generado importantes iniciativas orientadas a tornar reales las aspiraciones y expectativas relativas a una efectiva participación de aquellos grupos que tenían un papel pasivo en la vida política. Aun cuando activan el “umbral de sensibilidad social” respecto de las desigualdades circundantes, esas iniciativas aun constituyen bases frágiles para la construcción de la política social, sobre todo porque surgen desligadas de las dinámicas de protección social referidas a la seguridad social y al mundo del trabajo.

Palabras clave: Estado social, Brasil, seguridad

Abstract: In this article we examine the social policy shift in Brazil in recent years and the consequent transformation of society it engendered. Analysing the tax system, the labor market, social security, and health and income transfer programs, we argue that the Brazilian government has taken important initiatives to give facticity to aspirations and expectations regarding the effective participation of groups that played hitherto a passive role in political life. Although activating a “social sensitivity threshold” concerning inequalities, these iniciatives form a weak foundation for the construction of social policy, as they emerge uncoupled from the dynamics of protection relevant to the labor market and social security.

Key words: Social state, Brazil, security

* Doutor em Ciência Política pelo Instituto de Estudos Sociais e Políticos da Universidade do Estado do Rio de Janeiro – IESP-UERJ e professor adjunto da Universidade Federal Fluminense – UFF/PUVR. E-mail: [email protected]** Doutorando em Sociologia no Instituto de Estudos Sociais e Políticos da Universidade do Estado do Rio de Janeiro – IESP-UERJ. E-mail: [email protected]

Revista Uruguaya de Ciencia Política - Vol. 22 N°2 - ICP - Montevideo

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Introdução

Seguindo a interpretação de Barrington Moore Jr. a respeito do papel dos interesses agrários nos processos de modernização capitalista, a análise de Gøsta Esping-Andersen (1985) demonstra que o êxito da socialdemocracia escandinava dependeu de uma aliança de classes (operária e agrária) que, na primeira metade do século XX, mostrou-se crucial para a construção do Estado Social. Mais tarde, com o enfraquecimento dos partidos agrários, a socialdemocracia deslocou seu espectro de alianças para os setores médios, sem perder o apoio central do movimento operário, o que possibilitou a formação de uma sólida “coalizão de assalariados” estruturada em torno das políticas de seguridade e de proteção do trabalho. Retomamos essa narrativa já bastante conhecida para começar com o seguinte ponto: independentemente de sua “idealização”, a socialdemocracia “fabricou” sua própria classe.

No caso brasileiro, o desenvolvimento capitalista periférico provocou uma hipertrofia dos fatores sociais e políticos associados à hegemonia das elites agrárias e industriais, em consonância com a depressão medular do valor do trabalho assalariado. Entretanto, as condições pouco propícias a formação de grandes partidos de massa da classe operária não impediram que no Brasil se produzisse uma forte cultura reformista. A despeito da excepcionalidade dos países escandinavos, dificilmente generalizável para os países da periferia do capitalismo, não se pode negar que mesmo nos países latino-americanos as reformas sociais conduzidas pelo Estado levaram a importantes conjunturas transformadoras do social.

No Brasil, em uma primeira conjuntura crítica, o poder da dominação oligárquica baseada na agricultura de exportação foi enfraquecido a partir da década de 1930 num primeiro impulso industrializante e mobilizador das categorias de trabalhadores mais centrais ao capitalismo industrial nascente. Nas décadas de 1960-70, em uma segunda conjuntura desse tipo, um novo impulso industrializante foi levado a cabo pela ditadura militar (1964-1985). A modernização econômica (conservadora) transformou a sociedade brasileira de tal modo que o controle pelo governo autoritário se tornou cada vez menos eficaz, desmoronando no início da década de 1980. Uma terceira fase começa com a redemocratização ao longo da década de 1980 e com a promulgação de uma nova Constituição em 1988. Essa fase atinge talvez seu momento crítico na década de 2000, com a conjunção de vários processos, a saber: 1) a eleição de um governo de centro-esquerda, titubeante entre perseguir uma agenda política mais centrada no reformismo social ou em dar continuidade as políticas de ajuste fiscal; 2) a retomada do crescimento econômico e a recuperação do salário mínimo e da previdência como eixos estruturantes da proteção social; 3) a criação de programas de transferência de renda que, apesar de falhos e de não se constituírem como um direito social, penetraram pela primeira vez nos territórios da extrema pobreza, gerando consequências não antecipadas no que se refere às expectativas dos grupos mais vulneráveis quanto à sua efetiva integração, ao menos na comunidade política.

Pela primeira vez a população em condições de extrema pobreza conheceu a ação da “mão esquerda do Estado” (para usar o termo do sociólogo Pierre Bourdieu).

Somados aos outros dois fatores mencionados, o Brasil vivenciou uma década de certa prosperidade, de diminuição da pobreza e das desigualdades. O padrão do gasto social se alterou por volta de 2004, numa trajetória de crescimento constante desde então –passando do patamar de 17,6% em 1990 para 27% em 2009. Não obstante, essa onda transformadora teve que abrir caminho por uma realidade onde a inclinação privatista da proteção social é bastante arraigada e onde a rejeição das elites com relação à incorporação de demandas populares ainda é vigorosa. Sem conseguir desmobilizar os velhos sedimentos de privatismo e de elitismo, os desenvolvimentos da década de 2000 colocaram, porém, o Brasil em uma encruzilhada com relação a seu futuro. O objetivo do presente texto é examinar a mudança da política social no Brasil recente e a consequente transformação da sociedade por ela engendrada, colocando a questão do momento relativamente indeterminado que o país enfrenta com relação ao devir de seu Estado social.

O artigo está organizado da seguinte forma. Uma primeira parte discute os diferentes “regimes de Bem-Estar” frente à realidade do capitalismo periférico e levanta algumas questões principais sobre o desenvolvimento do Estado social no Brasil. Uma segunda parte examina quatro áreas da política social: o sistema fiscal e sua relação com a seguridade social; o mercado de trabalho e a previdência social; a área da saúde; e os programas de transferência de renda. Encerramos o artigo com algumas considerações acerca dos desafios colocados pelo contexto atual do país.

1. Onde situar o Brasil nas tipologias de Regimes de Bem-Estar?

Parte da literatura sobre os “regimes de bem-estar” pauta suas análises nos modelos tipológicos elaborados por Esping-Andersen (1990) cujo cerne são os conhecidos regimes socialdemocrata, conservador-corporativo e residual-liberal. Um problema recorrente da teoria sobre os “regimes de bem-estar” é sua incapacidade em concordar com algumas situações que tipificam as sociedades periféricas. Diante disso, alguns autores vêm reconceituando a noção de “regimes de bem-estar” de acordo com a variabilidade contextual das desigualdades (Gough e Wood 2004). Ao conceituar as especificidades dos “regimes de bem-estar” nas sociedades periféricas, Ian Gough (2004) dirige algumas críticas aos modelos tipológicos convencionais derivados da classificação feita por Esping-Andersen, sobretudo no que se refere a uma inadequação para classificar sociedades que não compartilham das mesmas características estruturais e organizativas dos chamados “Welfare States centrais” (Gough 2004). Ademais, no contexto latino-americano, os padrões setoriais de organização da política social destoam significantemente, o que torna a tarefa taxionômica excessivamente complexa e até mesmo a priva de sentido. O exemplo brasileiro é emblemático para exprimir a complexidade que caracteriza os sistemas de proteção social na América Latina. A sociedade brasileira construiu seu imaginário em torno de uma “sociedade do trabalho”, mas a construção das suas proteções ficou aquém das expectativas projetadas (Cardoso 2010). A expressão do processo ambíguo que deu ensejo à construção do Estado

As encruzilhadas doEstado Social no BrasilArnaldo Provasi Lanzara e Rodrigo Cantu

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social no Brasil foi definida por Wanderley Guilherme dos Santos (1979), através do conceito de “cidadania regulada” –conceito este que por sua generalidade pode ser ampliado para abarcar todas as situações históricas nas quais os direitos sociais surgiram imbricados à noção de ocupação. Esse conceito não traz nenhuma novidade, visto que a maioria dos países que organizaram arranjos públicos e estatutários de proteção seguiu critérios ocupacionais na concessão dos direitos sociais de cidadania, incluindo primeiramente as categorias de trabalhadores urbanos mais mobilizadas e/ou centrais ao processo acumulativo. Mas o que Santos (1979) quer chamar a atenção é para o modo peculiar através do qual as elites estatais brasileiras se apoderaram do artifício da regulação da cidadania para criar as condições de institucionalização das políticas sociais no país. A “cidadania regulada” seria, portanto, mais um dos tantos artifícios que essas elites se utilizaram para construir as instituições do Estado social numa sociedade desigual e organizacionalmente rarefeita. Daí o particular modo de operação da gestão regulada da conflitividade social na realidade brasileira, ao criar “pelo alto” as condições para a emergência dos direitos sociais e ao regular paulatina e categoricamente os grupos credenciados a participar do universo desses direitos.

Ao contrário dos países nos quais os direitos de proteção nasceram fortemente imbricados à maior densidade social dos sindicatos, no Brasil a ausência dessa densidade fez com que a legislação social criada pelo Estado corporativo durante o primeiro governo de Getúlio Vargas (1930-1945) desempenhasse o papel ativador de uma espécie de “luta de classes institucionalizada no capitalismo”.1 Esse processo no Brasil, guardando as devidas e grandes diferenças, deu-se de um modo distinto, com as regulações do direito do trabalho e das proteções organizando lentamente as forças estruturantes do mundo do trabalho.

A imagética da cidadania regulada criou nos trabalhadores, pela primeira vez, as expectativas de serem integrados na legislação social do Estado, com a instituição dos Institutos de Aposentadoria e Pensão –IAPs– e de um salário mínimo protegido por lei nas décadas de 1930 e 1940 (Cardoso 2010). A criação dessas instituições de proteção não foi nada trivial, considerando a predominância de relações pouco estruturadas no mercado de trabalho e a existência de um ambiente hostil aos direitos sociais. A estratégia perseguida pelos legisladores sociais das décadas de 1930 e 1940 trazia consigo a promessa de construção de uma “sociedade salarial” (Castel 1998) centrada no eixo trabalho e proteção securitária. Tal promessa advinha das vantagens da sindicalização compulsória associada, antes de tudo, ao acesso ao seguro social. Por determinações legais a securitização da força de trabalho levava ou “forçava” à sua sindicalização2, esta, por seu turno, poderia fortalecer os vínculos entre os benefícios do seguro e a valorização do salário mínimo, uma vez que se contava com a expectativa de que as categorias mais mobilizadas puxariam para cima os salários das categorias menos mobilizadas. Se por um lado essa experiência foi constrangida, devido à forte oposição do patronato agrário e industrial, por outro, ela se destacou por ter consagrado uma regulação pública do trabalho que minimamente limitou a ação dos empregadores.

2 Cf. Walter Korpi (1983).

Mas ao legislar exclusivamente para os setores urbanos, o Estado social que emergiu no Brasil do pós-30 teve de contemporizar com as elites agrárias, franqueando as mesmas o destino das massas rurais. Ademais, a cidadania regulada acabou se revelando excessivamente plástica ao processo acumulativo. As políticas econômicas durante o período desenvolvimentista se desvincularam das pressões populares, tanto urbanas quanto rurais, e o caráter excludente do crescimento tornou muito lenta a transfiguração da ordem social por intermédio das políticas sociais do Estado. A faceta perversa da “cidadania regulada” se revelaria durante o regime autoritário de 1964-1985, que se por um lado foi estatizante na economia, por outro foi extremamente privatista em matéria de política social e proteção do trabalho. Apesar de ter unificado os benefícios do seguro social para as diversas categorias profissionais, em 1966, criando uma agência centralizada de coordenação das políticas sociais, o Instituto Nacional de Previdência Social –INPS–, esse regime foi responsável por acabar, no mesmo ano, com uma das criações mais originais do direito social brasileiro: o estatuto da estabilidade do trabalhador no emprego.3

Seguindo um movimento de inclusão controlada das categorias socioprofissionais, é somente em 1971, com o FUNRURAL, que é concedido aos trabalhadores rurais o benefício do seguro social contributivo –embora de caráter bastante restrito se comparado aos benefícios destinados aos trabalhadores urbanos–. Também a partir do início dá década de 1970 outras categorias antes excluídas passaram a contar com alguma proteção social do Estado, como os autônomos e os empregados domésticos.

Contudo, no final da década de 1970 diversos atores políticos e sociais se articulam em torno de um processo de mudanças, visando restabelecer a democracia e consagrar as bases de um sistema de proteção social mais abrangente. O ponto culminante desse processo se deu com a promulgação da Constituição de 1988, que instituiu em seu texto um capítulo inteiramente dedicado a seguridade social. Com a nova Constituição, a seguridade social passou a compreender um conjunto de ações integradas destinadas a assegurar direitos sociais universais nos campos da Previdência, Saúde e Assistência Social, independentemente de vínculo contributivo.

É a partir desse período que as mudanças provocadas pelos processos de ampliação da participação política, junto aos avanços consagrados pela Constituição, começam a promover uma nova conjuntura crítica de consolidação de um Estado social mais redistributivo. Essa conjuntura, porém, é marcada por uma conturbada trajetória da seguridade social. Não resta dúvida que, nos últimos anos, a expressiva extensão da cobertura das políticas pertinentes à seguridade (saúde, previdência e assistência social), impactou positivamente as condições de vida da população. Mas essa mesma conjuntura vem sendo constrangida por um conjunto de propostas e iniciativas visando limitar a atuação do Estado no 3 Apesar da Lei de Sindicalização varguista (Decreto n.19.770 de 19/03/1931) instituir a sindicalização como facultativa, ela se tornava na prática compulsória, visto que somente os sindicalizados poderiam gozar dos benefícios da legislação social.

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campo social, persistindo relevantes desafios para a consolidação da seguridade social no país. Passamos agora ao exame de transformações em áreas-chave da proteção social a fim de entender melhor a abertura desse novo contexto crítico e suas contradições.

2. Tributação, mercado de trabalho e proteção social: mudanças e continuidades

2.1 Sistema fiscal e proteção social

Nessa seção, procuramos abordar três questões: a organização do financiamento da seguridade social, o poder fiscal do Estado brasileiro e a estrutura (progressiva ou regressiva) de sua tributação. Quanto ao financiamento da política social, é preciso destacar uma importante inovação da Constituição de 1988: a criação de um Orçamento da Seguridade Social (OSS), separado do orçamento fiscal. No processo de redemocratização ao longo da década de 1980, a questão da política social marcou continuamente a agenda de transformações em curso. Além de ampliar os direitos sociais garantidos na carta magna, a assembleia constituinte buscou dotar a seguridade de fontes de financiamento sustentáveis. Como resultado, estabeleceu-se um mecanismo clássico de financiamento do Estado social: um orçamento da seguridade vinculando constitucionalmente recursos contributivos de empregados e empregadores, bem como recursos fiscais do governo.4

Financiando saúde, previdência e assistência social, o OSS é uma peça-chave para entender a política social brasileira. Três desafios se colocam atualmente ao financiamento da seguridade social em particular. O primeiro é a drenagem de recursos por desvinculações orçamentárias. Iniciadas em 1994 para fazer frente ao pagamento da dívida pública, elas vem sendo renovadas por emendas constitucionais desde então. Em 2011, a Desvinculação de Receitas da União (DRU) –sua denominação atual– retirou R$52,6 bilhões do orçamento da previdência, ou seja, aproximadamente 10% de todo esse orçamento. Esses recursos passaram a ser utilizados como se pertencessem ao orçamento fiscal. As desonerações fiscais dos últimos anos constituem um segundo desafio (ANFIP 2012: 27-28). A intensificação das renúncias tributárias no governo Dilma Rousseff pode ser exemplificada com a substituição da contribuição do empregador de 20% sobre a folha de pagamento por uma alíquota de 1% a 2% sobre o faturamento da empresa. Para ilustrar o problema que tal política traz para o financiamento da seguridade: em 2011, o superávit da previdência urbana caiu R$21 bilhões por conta das renúncias (Fagnani 2012). Um terceiro desafio são as tentativas

4 A Consolidação das Leis do Trabalho de 1943 consagrou em seu texto o princípio da estabilidade no emprego, conferindo certa proteção ao trabalhador, ao penalizar as empresas que demitissem sem justa causa. As indenizações cresciam em proporção ao tempo de serviço na empresa; e, após dez anos, o trabalhador tornava-se estável. Em 1966, com o fim do instituto da estabilidade, assiste-se a materialização do ideário do empregador. Este, enfim, viu-se contemplado em seu objetivo, sempre perseguido, de limitar a duração dos contratos de trabalho –o que lhe possibilitou a contratação de trabalho farto e ocasional– tornando cada vez mais difícil a distinção entre o assalariado e o subempregado.

de desconstitucionalização das fontes de financiamento da seguridade, retirando do repertório de leis fundamentais a vinculação de recursos (Fagnani 2008). Ao lado da própria DRU mencionada acima, a mais recente proposta de reforma tributária –que fracassou em 2009– serve como exemplo, ao propor o fim das contribuições patronais à seguridade (CSLL e COFINS).5 O poder fiscal do Estado brasileiro é ainda outro aspecto de interesse, pois os Estados latino-americanos são tradicionalmente considerados Estados fracos, especialmente por sua baixa capacidade arrecadatória. Sem a mínima estruturação financeira, o Estado latino-americano seria, assim, incapaz de responder às demandas da política social (Schrank 2009). De modo geral, é possível destacar que, apesar de manter estrutura bastante regressiva, o Brasil inequivocamente “aprendeu a tributar” –para responder a pergunta colocada pelo economista Nicholas Kaldor (1963). A Tabela 1 compara a evolução recente da carga tributária brasileira com o restante da América Latina e com os países da OCDE. Não só a arrecadação aumentou expressivamente ao longo dos últimos vinte anos como também ela alcançou o nível dos países da OCDE como proporção do PIB. Nesse período, a arrecadação cresceu a uma taxa maior que a economia. Ou seja, ela se tornou muito menos elástica ao crescimento econômico, aumentando continuamente ao passo que a economia passou por certos anos de baixo ou nenhum crescimento (Afonso e Meirelles 2006). Sobre essa nova situação, há dois comentários contrapostos a serem feitos. Por um lado, frente a esses números, é difícil retratar o Brasil como um país cronicamente fraco quanto a seus recursos fiscais. É clara a inflexão que define um outro país, cuja descrição cabe muito imperfeitamente na tradição do “Estado fraco”. Por outro lado, não é ainda possível dizer que houve um real catching up com o poder fiscal de Estados mais fortes, tais como os europeus, por exemplo. Apenas para se ter uma ideia, o poder fiscal per capita da Alemanha (medido pelo resultado da arrecadação dividido pelo número de habitantes) é pouco menos de três vezes superior ao brasileiro. Em suma, houve um avanço significativo na capacidade de tributar, o que não pode, porém, despertar ilusões com relação ao verdadeiro poder fiscal do Estado brasileiro.

Tabela 1. Carga tributária (% do PIB)1991 2001 2011

Brasil 21,7 31,0 34,8

América Latina 14,2 16,6 19,9

OCDE 33,5 34,7 33,8 ** 2010Fonte: CEPAL para o Brasil e para a América Latina, OCDE para seus países membros.

Mas o que essa mudança representou para o caráter distributivo da

5 Em 2011, o orçamento da seguridade social representou 37,15% de toda arrecadação do Estado (Receita Federal 2012). Além das contribuições previdenciárias de empregados e empregadores, o orçamento conta com os recursos da Contribuição Social sobre o Lucro Líquido (CSLL), Contribuição para o Financiamento da Seguridade (COFINS) e parte do Programa de Integração Social (PIS) e do Programa de Formação do Patrimônio do Servidor Público (PASEP).

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tributação no Brasil? Apesar do crescimento da arrecadação, o sistema tributário que se consolidou ao longo das últimas cinco décadas é consideravelmente regressivo. A tabela 2 traz o peso dos impostos sobre o orçamento das famílias segundo diferentes faixas de renda. A má distribuição da carga tributária é gritante. Em 2009, enquanto as famílias mais ricas desembolsavam apenas 29% de sua renda para pagar impostos, as famílias mais pobres comprometiam 53,9% de sua renda com esse fim. A dimensão da regressividade não se alterou muito ao longo dos anos; a carga tributária aumentou igualmente sobre todas as faixas de renda. Mesmo que a tendência internacional das últimas três décadas tenha sido enviesada a favor da regressividade dos sistemas tributários, o Brasil se destaca comparativamente pela distribuição assimétrica do peso dos impostos.6 Na raiz desse resultado está a maior importância relativa dos impostos indiretos. Os impostos diretos somam apenas 20% da arrecadação total. Ademais, o Imposto de Renda no Brasil possui somente quatro alíquotas (a alíquota mais alta é de 27,5%), o que prejudica sua utilização como instrumento distributivo.

Tabela 2. Carga tributária incidente sobre a renda familiar por estrato de renda (% da renda familiar)

Renda Mensal Familiar Carga tributária Bruta - 2004 Carga tributária Bruta - 2008

até 2 SM* 48,8 53,9

2 a 3 38,0 41,9

3 a 5 33,9 37,4

5 a 6 32,0 35,3

6 a 8 31,7 35,0

8 a 10 31,7 35,0

10 a 15 30,5 33,7

15 a 20 28,4 31,3

20 a 30 28,7 31,7

mais de 30 SM 26,3 29,0* Salários mínimos.Fonte: Zockun et al. (2007) e IPEA (2009)

4.2 A articulação Trabalho e Previdência Social

Conforme mencionado, a amarração entre seguro social e legislação trabalhista no Brasil reveste-se de um caráter fortemente simbólico, permanecendo intacta até os dias de hoje. Possuir um trabalho registrado para grande parte dos trabalhadores brasileiros significa ter um emprego protegido pela Justiça do Trabalho e pelo seguro social. Entretanto, as mudanças sofridas pela economia brasileira nos anos

6 A Proposta de Emenda à Constituição 233/2008 previa o fim da CSLL e da COFINS, introduzindo uma parte do Imposto de Renda como base para o financiamento da seguridade. Essa modificação significaria o fim da diversidade das bases de financiamento da seguridade social, princípio inscrito na Constituição Federal (Salvador 2008).

1990 produziram enormes impactos sobre o mercado de trabalho e as proteções previdenciárias. Como consequência do baixo crescimento da economia e das políticas de ajuste fiscal, o mercado de trabalho mostrou-se restritivo ao longo de toda a década de 1990, impactando negativamente a filiação previdenciária.

Embora tenha se configurado na maioria dos países do “capitalismo do bem-estar” como um fato estilizado, a estruturação do mercado de trabalho envolveu o predomínio quase absoluto da regulação pública do emprego assalariado, destacando-se as leis do trabalho, a seguridade social e a contratação coletiva do trabalho. Se dividirmos o mercado de trabalho brasileiro em dois segmentos segundo seu grau de estruturação temos: de um lado, os trabalhadores envolvidos em relações de assalariamento legal, ou seja, aqueles assalariados com registro em carteira assinada e que contribuem para a previdência social; de outro lado, os trabalhadores classificados como integrantes do conjunto de relações “pouco estruturadas de trabalho”, isto é, os trabalhadores sem carteira e sem vínculos previdenciários (Cardoso Jr 2007). Como se pode inferir do gráfico 1, em 1999, a distância entre o segmento estruturado e o pouco estruturado do mercado de trabalho brasileiro aumentou consideravelmente, fruto das políticas de ajuste dos anos 1990. Em grande medida, a dinâmica econômica do período provocou um movimento de desassalariamento, que resultou em um número crescente de empregos sem direitos trabalhistas/previdenciários e de ocupações por conta própria sem vínculos previdenciários.

Gráfico 1. Evolução da população ocupada segundo o grau de estruturação do mercado de trabalho (% da população ocupada)

Fonte: Cardoso Jr. (2007).Em contraste com essas mudanças, o arcabouço institucional e legal que

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regula as relações de trabalho não sofreu grandes reformas flexibilizadoras. No campo das políticas previdenciárias, tampouco houve reformas privatizantes. As reformas previdenciárias empreendidas no Brasil desde os anos 1990 preservaram o componente público do sistema. Contudo, mudanças processadas no âmbito das regras de concessão dos benefícios impuseram algumas dificuldades adicionais para uma parte considerável dos segurados, especialmente para os trabalhadores com baixas remunerações e trajetórias irregulares de trabalho (Matijascic et al 2007).7 A previdência social brasileira é de caráter contributivo e de filiação compulsória, provendo benefícios de aposentadoria e pensões por invalidez e morte, além de contemplar outros auxílios (maternidade, desemprego, doença e acidentes de trabalho). Entre os benefícios estritamente concedidos pela previdência social, destacam-se aqueles no valor de um salário mínimo destinados à maioria dos trabalhadores inativos oriundos das atividades urbanas, filiados ao Regime Geral de Previdência Social –RGPS–, e a quase totalidade dos trabalhadores rurais,8 representando, atualmente, cerca de 66% do total de benefícios pagos pela Previdência Social (Jaccoud 2009; MPS 2011). Os níveis de cobertura previdenciária à população idosa no Brasil estão muito próximos da universalidade, sendo que mais de 80% dos idosos estão amparados pela previdência social (MPS 2011).

Um problema ainda persistente é a existência de 10,7 milhões de trabalhadores por conta própria sem qualquer proteção previdenciária. O governo brasileiro tem tomado medidas para enfrentar este desafio, incentivando a inclusão previdenciária desses trabalhadores, os quais não tinham meios de cumprir com suas obrigações contributivas. A inclusão previdenciária mediante redução das alíquotas contributivas e simplificação tributária acelerou-se nos últimos anos por força da LC n° 3/2006 –Lei do Super Simples ou Simples Nacional–; e da LC n°128/2008, que criou a figura do Microempreendedor Individual (MEI), cujos efeitos se fizeram notar a partir de 2009, com o incremento de 3 milhões de trabalhadores por conta própria protegidos pela Previdência Social (IPEA 2012).

Nos últimos anos, o crescimento da economia brasileira foi um dos aspectos mais relevantes na melhoria do mercado de trabalho nacional. A partir de 2004 houve um relativo crescimento do trabalho formal (como é possível observar no gráfico 1). É importante salientar que essa melhora partiu de uma estratégia política deliberada de recuperação do emprego registrado e de incremento da massa salarial na economia, o que levou o mercado de trabalho, pontualmente, a voltar a afiliar trabalhadores na previdência.

O mercado de trabalho brasileiro recebeu impactos positivos em decorrência de uma política exitosa de valorização do salário mínimo, da maior fiscalização do cumprimento da legislação do trabalho e das pressões e negociações sindicais (Baltar e

7 Ver Goñi et al. (2008:16) para uma comparação das cargas tributárias segundo quintis de renda dos países latino-americanos. 8 Após a introdução da chamada Lei do Fator Previdenciário, com a Reforma da Previdência de 1998, as regras de acesso às aposentadorias tornaram-se demasiadamente severas para os trabalhadores brasileiros filiados ao Regime Geral de Previdência Social (RGPS) em termos do número mínimo de anos para requerer uma aposentadoria.

Leone, 2012).9 A política de valorização do salário mínimo, além de ser extremamente importante para determinar a elevação das remunerações de base e influenciar as negociações dos pisos salariais das categorias profissionais, impactou positivamente a distribuição de renda, contribuindo para reduzir a pobreza e expandir o consumo das famílias. Note-se que a elevação do salário mínimo teve ainda um efeito indireto sobre as condições de vida das famílias pobres, especialmente aquelas compostas por idosos e crianças, em razão da existência de programas de assistência e previdência, cujos benefícios estão atrelados ao valor do salário mínimo.

A importância do salário mínimo no caso brasileiro deve-se à grande proporção de trabalhadores que recebem salários próximos desse patamar. Os empregados formalmente contratados não podem receber menos que esse valor legal. Ademais, a maioria dos assalariados que estão na informalidade –sem registro em carteira– e parcela dos trabalhadores por conta própria têm no valor do salário mínimo uma referência para sua remuneração. Como o salário mínimo funciona como um balizador para as remunerações do mercado de trabalho, o seu aumento em termos reais apresentou uma influência positiva nas negociações salariais, especialmente nos pisos normativos das categorias profissionais (Baltar e Leone 2012).

Entretanto, a rotatividade do mercado de trabalho permanece como um fator preocupante para a geração de trabalho estável e protegido. Apesar da grita empresarial contra a “rigidez” da legislação trabalhista, o mercado de trabalho brasileiro caracteriza-se por uma forte flexibilidade contratual.10 Um grande contingente de trabalhadores tem participação intermitente no mercado de trabalho formal, variando entre a condição de desligados e admitidos durante anos seguidos, o que compromete sobremaneira a inscrição regular dos trabalhadores no universo previdenciário.

No período 2000-2009, a despeito da recuperação do emprego formal, os desligamentos com menos de seis meses de duração superaram 40% do total dos vínculos desligados em cada ano. Cerca da metade desses desligamentos não atingiram três meses de duração e 2/3 dos vínculos desligados sequer atingiram um ano de trabalho, sendo que 76 a 79 % dos desligamentos não tiveram dois anos de duração (MTE 2011). O agravante do fenômeno da acentuada rotatividade no mercado de trabalho brasileiro decorre do fato de a remuneração média das admissões ser inferior à remuneração média dos desligamentos, com algumas poucas variações setoriais. Praticamente não existe limitação à demissão no Brasil. A rotatividade do mercado de trabalho é fortemente pró-cíclica, revelando que as restrições às demissões no país são principalmente de ordem econômica. 4.3 O Privado e o Sistema Público de Saúde

9 O Brasil possui um emblemático sistema de seguridade rural que além de contribuir para a redução substantiva da pobreza no campo, e das disparidades entre as diferentes regiões do país, confere ao trabalhador rural o status de “segurado especial da previdência”.10 No período de 2003 a 2010, houve uma geração de 15.384 milhões de empregos formais, o que representou um incremento médio anual de 1.923 milhão, correspondendo ao crescimento acumulado de 53,63% no período, equivalente a um aumento anual expressivo de 5,51%, inédito na história do emprego formal para um período de oito anos sucessivos (MTE 2011).

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Uma das principais inovações no campo da seguridade social brasileira deu-se com a criação de um sistema público de saúde, o Sistema Único de Saúde – SUS (Lei 8080/90), baseado nos princípios constitucionais da universalidade e integralidade do atendimento. No entanto, é na área da saúde que se evidenciam as principais contradições que perpassam o atual quadro de instabilidade da seguridade social brasileira. O SUS enfrenta dificuldades crescentes para assegurar o acesso universal de atenção à saúde.

A Constituição previa a vinculação de parte do Orçamento da Seguridade Social (OSS) –30% dos recursos– nas ações públicas de saúde, pretendendo assim superar a fragilidade do antigo modelo contributivo de assistência médica. Entretanto, a necessidade de superar o gargalo do financiamento do setor público foi interditada, logo de saída, com o desmonte do OSS, dado que os 30% indicados nas disposições transitórias da Constituição foram vetados, anunciando uma longa crise crônica de financiamento do SUS (Fagnani 2005).

O subfinanciamento do SUS, consequente ao compromisso dos sucessivos governos com a desvinculação de receitas do OSS, comprometeu a universalidade do acesso à saúde, contribuindo para a precarização do sistema. O primeiro golpe deferido contra o recém-instituído sistema público de saúde ocorre em 1993, quando por iniciativa do governo o SUS deixou de contar com os recursos provenientes da arrecadação das contribuições previdenciárias. Desde então, o SUS passou a depender exclusivamente das disponibilidades financeiras do tesouro nacional, sofrendo significativa redução no seu patamar de gastos. Outro golpe foi a transformação dos recursos destinados ao financiamento da seguridade social em recursos fiscais para a composição do superávit primário.11 Assim, a política fiscal dos últimos governos, refém do pagamento dos encargos financeiros da dívida pública, acabou restringindo o nível do gasto público em saúde, dificultando que o SUS assegurasse o acesso universal e integral de suas prestações.

O mais curioso, nesse aspecto, é que o subfinanciamento da prestação pública contrasta com os incentivos governamentais, diretos e indiretos, ao fortalecimento do mercado privado de assistência médica. A magnitude do privado no sistema de saúde brasileiro não é nada desprezível. O gasto total em saúde no Brasil corresponde a 8% do PIB (média 2001-2010), o que não é pouco, considerando os países com o mesmo nível de renda e desenvolvimento. Mas o que diferencia o país, revelando algo paradoxal, é que a participação pública no gasto total é bastante baixa (44% do gasto total) –a despeito do Brasil possuir um sistema público e universal. A participação privada, por sua vez, é bastante expressiva (56% do gasto total), demonstrando a forte dependência da população das prestações privadas. A composição pública do gasto em saúde no Brasil em relação ao PIB é muito baixa, especialmente quando comparada com a de outros países com sistemas universais de saúde (ver gráfico 2). Mesmo entre os países latino-americanos, com renda per capita acima de US$ 8.000, o Brasil exibe níveis baixíssimos de gasto público em saúde.12

Gráfico 2. Gasto público com saúde (% do gasto total com saúde) dos países com sistemas de 11 O Brasil segue não sendo signatário da Convenção 158 da OIT, que busca inibir a demissão imotivada.12 Em 1994-1995, por meio do Fundo de Estabilização Fiscal (FEF) e, posteriormente, com a criação da Desvinculação das Receitas da União (DRU).

cobertura universal, média 2001-2010

Fonte: OMS

A hegemonia do privado no sistema de saúde brasileiro tem longas raízes históricas e decorre do modelo de assistência médica adotado pelo país que, a partir da década de 1960, privilegiou a produção privada de serviços no âmbito das instituições previdenciárias do Estado (Bahia 2005; Menicucci 2007). Os planos de saúde foram patrocinados pelo padrão de financiamento público (isenções fiscais) desde 1968, seguindo, nesse aspecto, o modelo “residual-liberal” estadunidense de medicina privada ocupacional. Mais tarde, com a criação do SUS, o modelo em questão não pode ser superado, e o recém-instituído sistema público passou a conviver com um sistema privado “complementar”, mas em constante expansão. Assim, a publicização do sistema de saúde brasileiro viu-se constrangida, desde o início, pela predominância dos interesses privados na área médica. A força de trabalho organizada permaneceu dentro de arranjos ocupacionais que privilegiaram a contratação de planos privados de saúde no âmbito das empresas, configurando um processo de “americanização perversa” (Vianna 1998) da provisão de benefícios médicos, montado sobre o tripé fragmentação institucional, privatismo e assistência pública para os mais necessitados.

Em 1998, o mercado de planos de saúde é regulado pelo Estado através da criação de uma agência reguladora para o setor, a Agência Nacional de Saúde Suplementar –ANS. Desde então, essa regulação tem-se provado débil. A despeito do marco regulatório em questão, os planos privados de saúde continuam a estender sua oferta diferenciada para parte considerável da população, incluindo as “novas classes médias” e a força de trabalho organizada. Como mostra a tabela 3, em dez anos, o número de pessoas inscritas no setor privado aumentou em 46%. O governo federal, por sua vez, incentiva as famílias e os empregadores a adquirir planos

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privados de saúde por meio da renúncia de arrecadação fiscal. Esse subsídio do governo, que patrocina o consumo dos planos de saúde, vem privando o SUS de importantes recursos financeiros, agravando o já crônico quadro do seu subfinanciamento.

Tabela 3. Beneficiários de planos privados de assistência médica (Brasil 2000-2011)

Período Número de beneficiários Taxa de crescimento Crescimento Acumulado

dez/00 30.705.334 - -

dez/04 33.673.600 9,7% -

dez/08 40.714.608 20,9% 30,6%

set/11 47.008.888 15,5% 46,0%Fonte: ANS (2011)

Apesar da mudança de orientação do sistema de saúde brasileiro com a criação do SUS, a oferta de serviços permaneceu fortemente segmentada e concentrada no provedor privado. A universalidade do sistema é constantemente mitigada por uma lógica de racionamento de recursos. Esta, por seu turno, molda-se perfeitamente a uma provisão ajustada ao atendimento exclusivo aos mais pobres.

4.4 Transferência de renda e combate à pobreza

A transferência de renda no Brasil está baseada principalmente em dois programas assistenciais: o Benefício de Prestação Continuada (BPC) e o Programa Bolsa Família (PBF). Ao contrário do sistema previdenciário, os programas de transferência de renda são relativamente recentes no Brasil. Salvo algumas iniciativas anteriores pontuais e de pouco peso, é com a nova Constituição de 1988 que um esquema mais abrangente de assistência social começa a ser primeiramente concebido com o BPC, efetivamente regulamentado em 1993. O BPC é uma transferência mensal de um salário mínimo a pessoas acima de sessenta e cinco anos e a pessoas com deficiência, cuja renda mensal familiar per capita seja inferior a ¼ do salário mínimo. No fim da década de 1990, foi criada uma série de outras transferências, algumas condicionadas, tais como o Bolsa Escola, o Bolsa Alimentação e o Auxílio-Gás. Em 2003, esses programas foram unificados no PBF, que, em seu formato básico, transfere um benefício mínimo de R$70 a famílias com renda per capita inferior a R$70 mensais, com um adicional de até R$38 por filho.13 No começo de 2013, o BPC possuía uma cobertura de 3,7 milhões de pessoas e um orçamento de 0,55% do PIB (2011). O PBF cobria, nesse mesmo período, mais de 13 milhões de famílias

13 Segundo dados da Organização Mundial de Saúde –OMS–, em 2008, Costa Rica, Colômbia, Chile, Peru, México, Uruguai e Argentina destinavam como gasto público de saúde respectivamente 26,1%, 18,3%, 15,6%, 15,6%, 15,0%, 13,8%, 13,7% do gasto total do governo, o Brasil destinava nesta rubrica 6% (OMS 2011).

e o total dos benefícios somam 0,42% do PIB (2011).14

Por um lado, apesar do custo extremamente baixo, esses alicerces da transferência de renda têm se mostrado eficazes no combate à pobreza e na redução das desigualdades.15 Por outro lado, seus diferentes fundamentos delineiam clivagens no campo da transferência de renda. Enquanto o BPC é um direito garantido pela Constituição, o PBF é ainda apenas um programa do governo com dotação orçamentária definida. Essa menor institucionalização é um desafio a ser enfrentado pelo PBF. Apesar da crescente inclusão de famílias, ainda persiste o estranho conceito de “população elegível não coberta”, ou seja, famílias ainda não introduzidas no programa, impossibilitadas de reivindicar na justiça sua inclusão. Além disso, por ser definido com base no valor do salário mínimo, o BPC acompanha seus reajustes. Como o salário mínimo vem se beneficiando de uma política de valorização nos últimos anos, o valor do BPC tem aumentando substantivamente. O valor dos benefícios do PBF, por sua vez, além de não ser atrelado ao salário mínimo, tampouco contou com reajustes da mesma intensidade, deteriorando-se com a inflação.16 Isso significou uma ampliação do hiato entre o BPC e o PBF. Os mecanismos de transferência de renda são, portanto, fragmentados segundo seu grau de institucionalização e segundo diferentes critérios de elegibilidade.

O BPC, criado na conjuntura da redemocratização e voltado à população incapaz de participar ativamente do mercado de trabalho, passou ao largo de provações mais sérias na arena pública. Entretanto, o PBF –destinado a famílias teoricamente aptas a participar do mercado de trabalho– foi obrigado a passar por uma sucessão de provas com relação a sua pertinência, legitimidade e lisura.17 Embora ainda sem a efetiva institucionalização como um direito social, o PBF dá poucos sinais, ao final dessas provas, de se mostrar reversível a qualquer sinal de mudança no ciclo político. Além disso, o Bolsa Família tem se tornado uma plataforma a partir da qual outros programas tem se apoiado. Em 2011, no primeiro ano de seu governo, a presidenta Dilma Rousseff lançou o Plano Brasil Sem Miséria (PBSM), o qual tem o PBF como um de seus componentes. O PBSM visa a erradicação da pobreza extrema; mas também introduz outros componentes, tais como a ampliação 14 Há duas linhas de pobreza para elegibilidade. A primeira é a linha de pobreza extrema e considera famílias cuja renda per capita é inferior a R$70. As famílias abaixo dessa linha recebem um benefício fixo, independentemente do número de pessoas na família, além de terem também direito ao mesmo benefício variável, dependente do número de filhos. Os benefícios variáveis são concedidos até o quinto filho com o limite de idade de 15 anos. A segunda é a linha de pobreza, considerando famílias com renda per capita de até R$140. Famílias cuja renda per capita se encontra entre a linha de pobreza extrema e a linha de pobreza (não extrema) recebem apenas o benefício variável segundo o número de filhos. 15 Os gastos com os programas foram estimados a partir de dados do Instituto Brasileiro de Geografia e Estatística (IBGE), do Ministério do Desenvolvimento Social e Combate à Fome (MDS) e do Ministério da Previdência Social (MPS).16 Segundo as estimativas de Soares et al. (2009: 15), os programas de assistência social são responsáveis por 1/3 da redução do coeficiente de Gini entre 2004 e 2006. O PBF é, sozinho, responsável por 20% dessa redução. Porém, não é possível desprezar o papel de outras fontes de diminuição da desigualdade. A renda do trabalho e as aposentadorias são responsáveis por aproximadamente 1/3, cada uma, da redução.17 Do mesmo modo, o valor das linhas de pobreza não é reajustado ao mesmo passo pelo governo federal. A inflação acumulada desde a fixação da linha de R$70 em 2009 chega a mais de 20%.

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dos investimentos em serviços públicos em áreas críticas e a tentativa de integração produtiva dos beneficiários.18 É interessante notar como essa ampliação do escopo do PBF procura integrar aspectos das críticas que lhe foram feitas ao longo de sua existência, ao associar o acesso a serviços públicos e a capacitação para o mercado de trabalho à plataforma já existente.

Ao colocar o PBF como peça central de sua política social, tal governo estaria, entretanto, reconvertendo o sistema à focalização? É em torno dessa questão –para a qual não há uma resposta simples e unívoca– que se definem as perspectivas sobre as políticas de transferência de renda. Por um lado, o PBF não é estabelecido como um direito, fixa condicionalidades, estratifica os pobres (duas linhas de pobreza) e concede benefícios muito baixos. Tais aspectos deixam transparecer o caráter focalizado do programa. Por outro lado, por mais que o PBF não seja uma forma de inclusão cidadã mínima, ele constitui um programa de amplitude inédita no que concerne a relação entre o Estado e a população pobre. É muito difícil negar que isso tenha tido um enorme impacto político. Desse modo, a questão se coloca apenas parcialmente no campo da desmercantilização e da focalização e jaz também no impacto da efetiva e inédita inclusão de facto –via transferência de renda– de uma numerosa parte da população na comunidade política (Rego 2008; Kerstenetsky 2009). Com isso, o peso do PBF produziu uma saliência nada transitória no espaço político brasileiro.19

5. Considerações Finais

De um modo geral, os sistemas de bem-estar latino-americanos podem ser caracterizados como resultantes de esquemas de proteção social marcados por uma forte hibridização organizativa, produto da heterogeneidade estrutural de suas sociedades. O caso brasileiro pode ser considerado como uma síntese dessa heterogeneidade na região. Dentro desse quadro heterogêneo, vimos que o Brasil é um dos maiores arrecadadores da América Latina. Embora aumentando ao longo das últimas duas décadas, a carga tributária brasileira é extremamente mal distribuída, recaindo com mais força sobre a renda dos mais pobres. Além disso, os desafios colocados perante o OSS mostram o perigo da gradual drenagem de recursos. Embora a arrecadação geral cresça, os recursos da política social têm sido drenados para outros fins. Cabe alertar para o risco de uma redução contínua do orçamento da seguridade e, consequentemente, de uma “crise planejada” dos recursos da política social. No campo da saúde, o sistema universal criado no começo da década de

18 Cf. Kerstenetzky (2009:59-63) sobre a robustez do PBF frente à contestação na imprensa e no mundo político.19 Para um exame das principais características do PBSM com relação a seus possíveis problemas, ver Lavinas e Martins (2012). Independentemente das políticas específicas do PBSM, o maior desafio da integração produtiva da população pobre continuará sendo o crescimento econômico. Sem um dinamismo econômico crescente, será impossível incluí-los no mercado de trabalho de forma menos intermitente e precária (IPEA 2012: 50-55).

1990 enfrenta várias dificuldades para se firmar. A falta de financiamento adequado se alinha com a herança privatista do sistema. Mais da metade dos gastos com saúde no país são feitos no circuito privado e o poder público tem, até aqui, apoiado seu crescimento. Não é por acaso que, na última década, o setor privado de saúde aumentou quase 50%. Com relação à década de 1990, o mercado de trabalho passou por uma melhora em termos da valorização do salário mínimo e do crescimento das contratações formais. Isso implicou numa recuperação da vinculação previdenciária na década de 2000, com o auxílio das políticas de inclusão previdenciária. Apesar dos avanços recentes, mais da metade da população ocupada (em meados da década de 2000) ainda estava em núcleos pouco estruturados de relações de trabalho. Ademais, a persistência da grande rotatividade no emprego constitui forte obstáculo a cobertura previdenciária.

Durante a conjuntura da década de 2000, os problemas referidos à pobreza entram na agenda pública, gerando um conjunto de intervenções governamentais. Desde a Constituição de 1988, assiste-se à ampliação dos programas de garantia de renda às famílias em situação de vulnerabilidade, destacando-se a emergência de benefícios monetários de natureza não contributiva –como o BPC–, operados pelo governo federal, e que podem ser considerados hoje parte integrante do sistema de seguridade social. No campo dos benefícios assistenciais, reformas implementadas permitiram ainda, além do BPC, o aparecimento e a posterior consolidação de novos benefícios. Num contexto de crítica à seguridade social, esses programas se voltaram, num primeiro momento, ao atendimento de famílias pobres e se associavam a um projeto de restrições progressivas às coberturas universais asseguradas pelo modelo de proteção social adotado em 1988.

Entretanto, é a partir de 2003 que a luta contra a pobreza se torna uma prioridade da política governamental. A coalizão de centro-esquerda que governa o Brasil desde 2003, sob a liderança do Partido dos Trabalhadores, vem promovendo realinhamentos significativos com novos atores sociais e induzindo polarizações na sociedade até então inéditas sobre importantes questões de natureza redistributiva. Apesar das restrições fiscais, os governos de Luís Inácio Lula da Silva e de Dilma Rousseff colocaram no centro do debate político os problemas oriundos de uma agenda social historicamente pendente. A centralidade desses problemas vem gerando importantes medidas que buscam a integração social dos segmentos mais vulneráveis, através de políticas de combate à pobreza que adquiriram o status de políticas de Estado.

Apesar disso, as políticas de transferência de renda assumem diferentes graus de institucionalização e alcance, o que representa um obstáculo a sua universalização. O Bolsa Família, em particular, embora se mostre dificilmente reversível, está longe de configurar uma renda básica de cidadania. A questão que se coloca então é a de seu papel, daqui em diante, na trajetória civilizacional de redução das desigualdades no Brasil. O ritmo de redução da desigualdade de renda na década de 2000 superou o ritmo de países da OCDE, quando da implantação de seus sistemas de proteção social (Soares, 2010), despertando a expectativa de um rápido avanço a

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patamares menos perversos. Nesse contexto, a manutenção da queda da pobreza e da desigualdade dependeria apenas do aprimoramento do PBF, no sentido de sua institucionalização como um direito garantido a todos que cumprirem exigências mínimas e da elevação de sua linha de elegibilidade e de seus benefícios? O horizonte a se atingir é simplesmente incluí-los no universo do consumo, via uma hipotética igualdade de oportunidades gerada por uma renda básica incondicional, ou integrá-los em posições mais estáveis, centradas nas proteções e estatutos do mundo do trabalho?

É inegável que o alcance da política de combate à pobreza, em termos de territorialidade e cobertura, vem auxiliando determinados grupos a superar problemas de ação coletiva. Nesse aspecto, o Estado brasileiro vem cumprindo um importante papel no sentido de conferir faticidade às aspirações e expectativas concernentes a uma efetiva participação daqueles grupos que apenas desempenhavam um papel passivo na vida política. Programas de transferência de renda, como o PBF, estão modificando o hiato através do qual os indivíduos e grupos percebem seus níveis de privação absoluta e relativa. Daí a razão de sua recente popularidade em sociedades como a brasileira. Em última instância, ativam um “limiar de sensibilidade social”, de percepção das desigualdades circundantes, nos grupos para os quais eles se destinam. Contudo, constituem-se em bases frágeis de construção da política social, sobretudo quando surgem desacoplados das dinâmicas de proteção pertinentes ao mundo do trabalho. É neste ponto que surge a encruzilhada do sistema de proteção social brasileiro, dando ensejo a novas questões sociais.

A incerteza que paira sobre o futuro da seguridade social no país é que, no campo da intervenção no social, o crescimento da exclusão tem-se constituído no objeto-limite dessa intervenção. Ao mesmo tempo em que o combate à pobreza se torna a estratégia prioritária dos governos, a construção dos programas da seguridade social parece haver refluído para uma posição marginal.

Mas é especialmente na sociedade brasileira que a justa preocupação prioritária com os excluídos não pode ser pensada sem que se leve em conta os fatores desestabilizadores relacionados à precariedade estrutural do mundo do trabalho. No Brasil, a persistência das desigualdades é um fator que se situa no centro da sociedade, e não apenas em suas franjas, reproduzindo constantemente a heterogeneidade das condições de trabalho que acaba por retroalimentar o crescimento do número de excluídos.

Não podemos perder de vista que a efetiva integração da seguridade social com o mundo do trabalho guarda um profundo significado associativo que constitui, em si mesmo, uma expressão marcante do vínculo social, dando testemunho a uma forma específica de solidariedade. O risco mais acentuado para o atual estado dos programas da seguridade social no Brasil é relegá-los a mera função de assistência aos mais necessitados.

Em que pese os recentes avanços referidos ao combate à pobreza, a expansão dos programas da seguridade social no Brasil se faz de modo bastante precário e insuficiente para suprir as carências de grandes setores da sociedade. E é por isso que a expansão efetiva desses programas se torna um aspecto tão mais importante

para a sociedade brasileira, especialmente num momento no qual constatamos que esse limiar de sensibilidade social acima aludido vem despertando nos grupos antes excluídos os anseios por maior participação no universo das proteções, e não apenas no universo do consumo.

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A “Carta Social”, na qual o principal candidato da oposição da eleição presidencial de 2010, José Serra, se comprometia não só a manter o PBF como também a expandi-lo, serve de ilustração a esse ponto.

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LOS DESAFÍOS DE LA PROTECCIÓN SOCIAL EN UN PAÍS DE RENTA ALTA: EL CASO CHILENO

The challenges of social protection in a high-income country: the Chilean case

Claudia Robles Farías*

Resumen: Desde 1990, Chile ha consolidado un modelo de desarrollo social que ha llevado a la reducción de la pobreza y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población. La política social, y en especial, la protección social, han jugado un papel importante en este logro. Reconociendo que la desigualdad es todavía un nudo crítico para el desarrollo del país, el artículo revisa los avances, brechas y desafíos de la protección social para contribuir al acceso igualitario al bienestar. Para ello, el artículo concluye, se requiere implementar medidas de mayor potencial redistributivo. Este análisis ilustra una serie de aspectos que otros países pueden considerar al momento de adoptar estas políticas y evaluar su rol transformador en la estructura social.

Palabras claves: protección social, Chile, igualdad, bienestar.

Abstract: Since 1990, Chile has consolidated a model of social development that has led to poverty reduction and the improvement in people’s living conditions. Social policy, and specially, social protection has played an important part in this achievement. Acknowledging that inequality is still an obstacle to development in the country, this paper explores the progress, gaps and challenges ahead for social protection to contribute to enlarging equal access to welfare. The article concludes that this will demand the implementation of a group of measures with a higher redistributive potential. This analysis indicates a series of aspects that other countries might consider before adopting these policies and evaluating their transformative role in the social structure.

Key words: social protection, Chile, equality, welfare.

Introducción

En 1990, el primer gobierno de centro-izquierda elegido democráticamente luego de 17 años de dictadura, recibía un país con más de un tercio de su población en situación de pobreza, fuertemente desigual, con un alto grado de desconfianza hacia el funcionamiento de la democracia y heridas sociales y cívicas profundas luego de casi dos décadas de violencia política. Este panorama contrastaba con el alto rendimiento económico del país, gestado a través de un modelo de libre mercado, centrado en la exportación de bienes primarios, la privatización de los servicios sociales y un nivel relativamente bajo de gasto público social (PNUD 1998). Dos décadas más tarde, el panorama nacional se había transformado sustantivamente. Mientras la economía mantenía su vigor y existía estabilidad política, la pobreza monetaria había caído 28 puntos porcentuales, y aunque la desigualdad se mantenía relativamente alta, se observaba su declive progresivo.

* Claudia Robles es PhD en Sociología de la Universidad de Essex e investigadora Asociada del Centro Sociedad y Políticas Públicas de la Universidad de Los Lagos.

Revista Uruguaya de Ciencia Política - Vol. 22 N°2 - ICP - Montevideo

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Entre ambos períodos había ocurrido una transformación importante en el abordaje de la política social, expandiendo primero la red de programas sociales y servicios públicos orientada a la población más vulnerable para garantizarle el acceso a servicios y medios para satisfacer sus necesidades básicas, y luego, consolidando un sistema de protección social como mecanismo que buscaba garantizar estatalmente el ejercicio de derechos sociales por parte de su población (Hardy 2010) y protegerla frente a riesgos socioeconómicos que amenazaran su bienestar. Junto a ello, el país siguió creciendo y manteniendo su reputación en términos de la estabilidad y prosperidad económica (OECD 2013a). En su conjunto, esta dinámica permitió el rápido mejoramiento en el bienestar de la población del país, ubicándolo en una posición privilegiada en términos de su desarrollo (ibid). En este tránsito, la política social, y en particular, la protección social pasó de ocupar un papel más bien modesto en el debate público de fines de los noventa, a uno protagónico (Barrientos 2013).

En el balance, y pese a los avances, la desigualdad se ha mantenido como un nudo crítico de este proceso, obstaculizando el acceso a una misma base de garantías sociales para toda la ciudadanía, y con ello, imponiendo trabas sustantivas para alcanzar el pleno desarrollo del país. En este contexto, el artículo revisa los avances y desafíos de la protección social en Chile, analizando su capacidad para generar cambios estructurales a la base de la reproducción de la desigualdad en el país. El artículo analiza estos aspectos a través de la documentación sobre políticas de protección social implementadas en Chile entre los años 1990 y 2013 e información secundaria –estadísticas y estudios– disponible sobre sus efectos en estas dimensiones. Con ello, se pretende aportar a la reflexión regional sobre el papel de la política social y el peso de su trayectoria para un proyecto que trascienda la reducción de la pobreza y se orienta a consolidar el bienestar de su ciudadanía.

La estructura del artículo es la siguiente. La primera sección identifica elementos conceptuales para el análisis propuesto en el documento. La segunda sección identifica los principales hitos en la construcción de las políticas recientes de protección social en Chile. La tercera sección discute los avances y desafíos de la protección social desde el enfoque propuesto.

1. La protección social y el desafío de la igualdad: elementos para el análisis

La discusión sobre el bienestar y la posibilidad de alcanzarlo a través de la política social es amplia y controversial. Mientras algunos autores identifican oportunidades para ello en la capacidad que ésta tiene para transformar el marco más amplio en el que se gestan las relaciones y estructura social (Esping Andersen y Myles 2012) –por ejemplo, facilitando que las sociedades se vuelvan más igualitarias conforme umbrales de acceso a educación y salud de calidad son alcanzados por toda la ciudadanía─ otros relevan la capacidad de estas políticas para mantener y amplificar las desigualdades estructurales (Teichman 2008) o no abordarlas, por su débil encadenamiento con las políticas sectoriales de mayor potencial transformador (Sojo

2007). En ello, se muestran diversas orientaciones ideológicas sobre el papel de los estados en la provisión del bienestar frente al sector privado, el mayor o menor vigor de la solidaridad en su financiamiento, y el grupo al que las intervenciones debieran ir dirigidas (Briggs 1961).

Un abordaje tímido de los factores estructurales de la desigualdad a través de la política social se expresa, por ejemplo, en el caso de políticas que promueven un acceso a servicios de calidad diferenciada, según la base contributiva en la que ese acceso esté fundado y que se manifiesta, por ejemplo, en muy diferentes niveles de garantías de ingresos en la vejez o en servicios sociales altamente estratificados según su provisión pública o privada. Éste también es el caso de agendas de política social centradas, de manera prioritaria, en políticas selectivas o focalizadas de combate a la pobreza, sin articulación a reformas sectoriales sustantivas. Estas medidas han sido extensamente implementadas en países de América Latina, buscando ampliar el acceso de la población más vulnerable a servicios sociales e instrumentos de protección de los ingresos, como parte de la implementación, o como respuesta a los adversos efectos sociales detectados, de los programas de ajuste estructural a las economías1 (Draibe y Riesco 2009; Teichman 2008). Siendo este objetivo plenamente atendible, en base a la función que cumplen, su implementación no ha conducido necesariamente a estrechar las disparidades sociales las que parecieran permanecer atrincheradas en sociedades como la chilena.

La protección social, como un enfoque concreto de la política social que asume el resguardo del bienestar de la población frente a riesgos socioeconómicos, exhibe también esta tensión. En América Latina, sus orígenes se vinculan al desarrollo de “redes sociales de aseguramiento” (safety nets), las que, reaccionando a los impactos de las reformas estructurales de las décadas de los ochenta y noventa, buscaban mitigar el declive de recursos (económicos, pero también de salud y educación) y su desacumulación entre los hogares más vulnerables (Serrano y Raczynski 2003). En un segundo momento, estas políticas buscan consolidar enfoques integrales de intervención frente a riesgos socioeconómicos (Barrientos y Hulme 2008; ONU 2000) y han ganado gran protagonismo en función de su relativo costo-efectividad y adhesión ciudadana, entre otros factores (Cecchini y Martínez 2011).

En general, el enfoque contemporáneo de protección social pone atención especial en programas de índole no contributivo, focalizados en la población en situación de pobreza, cuya erradicación constituye uno de los objetivos centrales de sus políticas (Midgley 2012). Su prestación no se vincula necesariamente a la inserción en el mercado formal del trabajo, siendo la búsqueda por una mayor

1 Como está ampliamente documentado, estas políticas implicaron la desregulación de los sistemas laborales, el incremento de las modalidades privadas e individuales de ahorro y previsión, y el incentivo a la privatización de los servicios sociales (Sojo 2008). En el caso de Chile, a partir de la década de los ochenta, esto se expresa en la brusca contracción del gasto social, privatización de la salud y educación y municipalización de los servicios públicos en estos dos ámbitos, junto con la implementación de la reforma al sistema de pensiones que reemplaza el sistema de reparto por un modelo sustitutivo de capitalización individual. Así, por ejemplo, en uno de los casos más extremos, la gestión financiera de las pensiones queda en manos del mercado, a cargo de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), y en tan sólo el 4% de los casos, se mantiene un esquema público previsional (véase Robles 2012).

Los desafíos de la protección social en un país de renta alta: el caso chilenoClaudia Robles Farías

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articulación entre los componentes contributivos y no contributivos de la protección social (seguridad y asistencia social, respectivamente) todavía escasa. Así, estas políticas pueden mantener o amplificar la fragmentación ya existente, por ejemplo, en cuanto a prestaciones diferenciadas a las que se accede por la vía contributiva o no contributiva. Asimismo, su articulación con las políticas sectoriales de salud, educación, empleo o vivienda está más bien circunscrita a fomentar el acceso a servicios sociales existentes, por ejemplo, a través de políticas de transferencias monetarias condicionadas o no condicionadas y subsidios. En este sentido, y valorando el efecto de atención y reducción de la pobreza, así planteadas, el impacto de estas políticas sería más bien limitado en términos de la transformación estructural requerida para reducir la desigualdad2.

A la larga, y de no mediar reformas sustantivas, es esperable que la política social, incluida la protección social, sea confrontada contra el dilema ineludible de avanzar hacia horizontes más progresivos e incrementales de bienestar para la ciudadanía en su conjunto, más allá de la pobreza, en base a garantías de equidad e igual calidad en las prestaciones recibidas. Lo anterior no sólo se sustenta en la probable voluntad política y mayor presión por la expansión de políticas universales, que desde la teoría, sería mayor para administraciones de centro-izquierda3, sino también en los desafíos que impone lograr niveles altos de productividad, especialmente relevantes para países en el umbral de desarrollo, como los recientemente catalogados como de renta alta4. La evidencia es concluyente sobre el impacto de mayor igualdad en la menor incidencia de problemas sociales y el mayor desarrollo (Wilkinson y Pickett 2010), así como sobre los nudos que se enfrentan al mantener sistemas educativos o de salud desiguales para alcanzar niveles de productividad crecientes, como ha sido evidenciado para Chile (OECD 2013). ¿Qué abordaje podría adoptar la política social, y en especial, la protección social en este contexto, para contribuir, junto a la política económica y dinámicas laborales, en una agenda que enfrente la reducción de la desigualdad y el logro de crecientes niveles de bienestar como ejes prioritarios?

En términos básicos, el bienestar refiere a la capacidad colectiva de las sociedades para garantizar a la ciudadanía el acceso a un estándar adecuado de vida. Éste se refleja en el goce y protección de un nivel determinado de ingresos y consumo, así como de oportunidades (Marcel y Rivera 2008). Esta capacidad variará en función de los regímenes de bienestar imperantes en cada sociedad, los que expresan diversos arreglos de políticas y principios respecto del rol del Estado, la familia y mercado en su operación, y que conllevan a resultados y accesos a

2 Perspectivas críticas a estas políticas están bien sistematizadas en Barrientos (2013) y Molyneux (2009).3 Véase la discusión en Barrientos (2013).4 El Banco Mundial y la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OECD) han elaborado una clasificación de los países en función de su nivel de renta per cápita y que determina su posición frente a la cooperación al desarrollo. Países de renta media baja tienen ingresos bajo los US$1,036; países de renta media tienen niveles de ingreso per cápita entre los US$1,036 y $4,085 (países de renta media baja) y entre los US$4,086 y $12,615 (países de renta media alta); mientras que países de renta alta, alcanzan los US$12,216 y más. Con una renta promedio per cápita de US$15,356, Chile se ubica en el último grupo desde julio 2013, junto a Uruguay. Véase [en línea]: <http://data.worldbank.org/about/country-classifications/country-and-lending-groups#High_income>

oportunidades más o menos igualitarios5. De acuerdo a Esping-Andersen (1990, 1999), estos regímenes producen distintas formas de producir y consumir bienestar, combinando en diversos grados cuatro rasgos: a) la relación público/privada en la provisión del bienestar, b) el grado de desmercantilización (decommodification) o acceso por fuera del mercado a los servicios sociales, c) la estratificación social resultante, resaltando el papel transformador de la política social en moldear las relaciones sociales y generar determinados resultados más o menos igualitarios; y, d) de desfamiliarización (de-familiarisation) o de autonomía frente a los sistemas domésticos de cuidado y protección para la previsión social y el bienestar.

De acuerdo a Briggs (1961), los estados de bienestar maduros asumen tres funciones principales respecto de la producción y distribución del bienestar: a) garantizar un nivel de ingreso mínimo, independiente del status laboral; b) reducir el margen de inseguridad y vulnerabilidad a riesgos y contingencias sociales; y c) asegurar a toda la ciudadanía el acceso a un conjunto de servicios sociales con estándares de calidad consensuados. Sin embargo, la existencia de estados de bienestar no asegura resultados igualitarios. De acuerdo a Esping-Andersen y Myles (2012), esto requiere del abordaje específico de tres tipos de riesgos: aquellos que se derivan del ciclo de vida y que demandan un enfoque de aseguramiento permanente (redistribución horizontal); los que se vinculan a la estratificación social entre grupos más y menos desaventajados (redistribución vertical), a través de medidas como la progresividad de los impuestos o de erradicación de la pobreza; y la redistribución inter-generacional, que aborda los riesgos derivados de la herencia social a través de mecanismos que fomenten la igualdad de oportunidades, como las políticas de salud y educación.

En el caso de América Latina, con una limitada capacidad estatal para desmercantilizar y generar sistemas inclusivos y universales de bienestar (Draibe y Riesco 2009), un giro hacia la igualdad requerirá tematizar qué umbrales pueden ser garantizados a toda la ciudadanía para cumplir las tres funciones señaladas e identificar cómo superar la estratificación resultante de los arreglos vigentes, abordando los riesgos mencionados. Las políticas de protección social podrían aportar en este proceso, aunque no garantizarían por sí solas, este cambio. Su articulación con políticas sectoriales y laborales que busquen explícitamente reducir la estratificación vigente resultará imprescindible, superando su anclaje exclusivo en la pobreza, como se propone para el caso de Chile.

2. La construcción de un enfoque de protección social en Chile (1990-2013): principales hitos

La reducción de la pobreza y desigualdad en Chile se transformó en un objetivo político prioritario al retorno de la democracia en 19906. Para abordarlo, se

5 La igualdad de resultados busca minimizar las diferencias absolutas en el bienestar de la población; mientras que la de oportunidades, apunta a igualar las condiciones de partida entre las personas para alcanzar, de acuerdo a su esfuerzo y trayectoria, un nivel de bienestar determinado (Clayton y Williams 2004). 6 En palabras de Raczynski (2005: 224) respecto del gobierno entrante en 1990: “El gobierno se propuso compatibilizar, dentro de una economía capitalista de libre mercado y en un marco de equilibrio

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implementaron una serie de reformas y programas, sociales altamente focalizados en la población más carenciada del país (Serrano y Raczynski 2003).

La etapa comprendida entre 1990 y 2000 puede ser visualizada como una primera fase7 de instalación y expansión de la política social con foco en la atención a la pobreza. En este contexto, y retomando los ejes de análisis planteados en la sección 2, el enfoque implementado combinó un énfasis en la consolidación de la cobertura universal a un mínimo de prestaciones sociales en educación y salud y la moderada ampliación de instrumentos de protección social no contributivos (Hardy 2010; Larrañaga 2010). Así, por ejemplo, se generaron esfuerzos para resolver parte del déficit habitacional prevaleciente en el país a través de subsidios dirigidos a la población extremadamente pobre (Larrañaga 2010). En el sector educación, se implementaron reformas que buscaron elevar la calidad en las escuelas más vulnerables, mejorar el currículo educativo y ampliar la jornada escolar (ibid). En salud, se reforzó el sistema público y amplió considerablemente el acceso de la población a estos servicios. En esta fase, las transferencias monetarias como instrumentos de protección social de apoyo a hogares extremadamente pobres y para la vejez, no sufrieron grandes alteraciones y más bien fueron continuistas de prestaciones pre-existentes8.

La protección social como enfoque de política social se consolida desde fines de la década de los noventa y comienzos del 2000. De acuerdo a Hardy (2010), se aprecia entonces una reorientación desde una lógica de satisfacción de necesidades básicas a un enfoque de derechos sociales garantizados9 para el conjunto de la población. En términos prácticos, su instalación se vincula a la constatación de la persistencia, y aumento en 1998, de la pobreza extrema, como efecto de la crisis económica mundial de los años 1997 y 1998 (véase gráfico 1). Políticamente, se leía también un creciente malestar de la población con respecto a sus expectativas incumplidas de formar parte de los frutos del desarrollo económico, refrendadas contra niveles crecientes de desigualdad social (PNUD 1998)10. La cohesión macroeconómico, el crecimiento económico de largo plazo basado en la empresa privada y la orientación exportadora, con un mejoramiento de las condiciones distributivas y el combate contra la pobreza. Una de las tareas políticas más importantes que el gobierno logró ampliamente, fue compatibilizar tres grandes desafíos: lograr la confianza del empresariado nacional y de los inversionistas extranjeros; responder parcialmente y atender las justificadas demandas sociales, y mantener los equilibrios macroeconómicos”.7 La Concertación de Partidos por la Democracia fue la alianza gobernante entre 1990 y 2010, conformada por cuatro partidos de centro y centro-izquierda: la Democracia Cristiana, el Partido por la Democracia, el Partido Socialista y el Partido Radical Socialdemócrata. En total, el período comprende cuatro períodos presidenciales: Patricio Aylwin (Demócrata Cristiano, 1990-1994); Eduardo Frei (Demócrata Cristiano, 1994-2000); Ricardo lagos (Partido Por la Democracia, 2000-2006) y Michelle Bachelet (Partido Socialista, 2006-2010).8 De acuerdo a Raczynski (2005: 225) las orientaciones del programa social fueron: “la calidad y la equidad de la educación; la integración laboral y social de los jóvenes y las mujeres; el apoyo a la pequeña y microempresa; el mejoramiento del hábitat y de los espacios comunitarios; el incremento de la capacidad resolutiva de los servicios públicos de salud, y el acceso a la justicia para los sectores pobres”.9 Busca garantizar el ejercicio de derechos sociales y económicos por medio de la protección social (Cecchini y Martínez 2011). 10 El Informe de Desarrollo Humano en Chile de 1998 mostraba que pese a constatarse un aumento sostenido en las coberturas de los principales ámbitos de aseguramiento social – la salud, la educación, los

social, entendida en términos de la legitimidad asignada a la estructura distributiva a nivel socio-económico (bienestar), socio-político (derechos) y socio-cultural (reconocimientos) (Sorj y Tironi 2007 en Marcel y Rivera 2008), se instalaba en el debate sobre política social en Chile, y asociado a ésta aparecía indicada la necesidad de generar un nuevo pacto social (CEPAL 2007; MIDEPLAN 2007). La protección social buscó responder a este déficit.

Gráfico 1Población en situación de pobreza, pobreza extrema y Coeficiente de Gini en Chile (1996-2011)

Fuente: Elaboración propia a partir de datos de la Comisión Económica para América Latina y El Caribe (CEPAL), CEPALSTAT, años respectivos en base a tabulaciones especiales de las encuestas de hogares. /a Calculado para personas en base a los ingresos monetarios, es decir, después de transferencias e impuestos

El enfoque chileno de protección social evidencia distintos énfasis a lo largo de la década y de sus fases de construcción (Martin s/ref ). En un primer momento, su atención se concentra en las familias extremadamente pobres, buscando atacar las barreras que se interponían en su acceso a la oferta estatal de servicios públicos. Para ello, se privilegia una combinación de un enfoque psicosocial para atender directamente a estas familias en los territorios donde habitan con una oferta de transferencias monetarias que, junto con crear nuevas prestaciones, incorpora las desarrolladas en décadas previas. En este marco se inscriben el programa Puente11 y los primeros años de funcionamiento de Chile Solidario, como un sistema intersectorial de protección social para esta población.

En el tiempo, se opta por articular los programas marco de las distintas reformas y políticas creadas para atender las vulnerabilidades multidimensionales de la población a un enfoque sistémico e integrado de protección social (véase cuadro

ingresos en la vejez-, primaba una evaluación negativa en la población respecto de la capacidad de tales sistemas para protegerles frente a contingencias. Se constataba una débil legitimidad democrática y del régimen económico imperante, así como un sentido de pertenencia también debilitado.11 Centrado en el acompañamiento psicosocial de las 200,000 familias más pobres del país en las dimensiones de identificación, salud, educación, vivienda, dinámicas de familia, empleabilidad e ingresos.

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1)12. En esta segunda etapa, marcada por el ascenso a la presidencia de Michelle Bachelet (2006-2010), se busca consolidar un conjunto de garantías sociales para toda la población, aunque en la práctica, parte importante de las prestaciones siguen orientadas a la población más pobre y vulnerable. Junto con mantener el componente de atención psicosocial a las familias pobres y vulnerables13, es posible identificar dos componentes adicionales que agrupan una diversidad de programas e iniciativas.

Cuadro 1Principales políticas asociadas a la protección social en Chile (2000-2013)

Empleo Jubilaciones, pensiones y seguros

Transferencias monetarias

Salud Educación Vivienda Intersectorial

Subsidio a la contratación (empleo joven) (2008)

Bonificación a la contratación y a la retención (2009)

Postnatal (2012)

Reforma de pensiones (2008)

Reforma al Seguro de Cesantía (2009)

Eliminación del 7% de descuento en salud a los pensionados (2011)

Bono de protección y bono de egreso (Chile Solidario) (2004)

Bono de protección a la familia (2009)

Ingreso Ético Familiar (2012)

Reforma de Salud (2004), Plan AUGE y Ley de Autoridad Sanitaria (2004)

Bono AUGE (2011)

Sistema de Aseguramiento de la Calidad de la Gestión Escolar (2003)

Ley general de Educación (2009)

Subvención escolar preferencial (2008)

Chile Crece Contigo (2007)

Reforma a la educación (2011)

Expansión de instrumentos crediticios y subsidios para grupos vulnerables y medios

Acciones intersectoriales de protección social: Red Protege y Sistema Intersectorial de Protección social Chile Solidario

Sistema de Protección Social para la Infancia Chile Crece Contigo (2007)

Apoyo psicosocial para grupos vulnerables: Programa Puente (2004), Vínculos, Calle y Caminos (2009)

Fuente: Elaboración propia a partir de Hardy (2010); Larrañaga (2010); Robles (2012)

12 La descripción exhaustiva de cada una de las políticas recientes de protección social en Chile ha sido abordada extensamente en otros documentos de consulta, por lo que no se abordan en detalle en el artículo (Hardy 2010; Larrañaga 2011; Robles 2012).13 Se consideran nuevos tipos de vulnerabilidad que demandan atención psicosocial para garantizar el acceso de quienes las padecen a la oferta pública. En este contexto se crean programas especiales para personas en situación de calle, adultos mayores e hijos/as de personas en conflicto con la ley (MDS 2013b).

Por una parte, se amplían las iniciativas que buscan fortalecer el acceso a servicios sociales garantizados a todas la población. Dentro de este componente, es posible agrupar al conjunto de prestaciones monetarias que abordan las barreras financieras de acceso a la educación (véase cuadro 2) (becas, acceso preferente al crédito, programas de alimentación escolar); los subsidios a la vivienda y los dirigidos a garantizar el acceso preferencial de la población más pobre a oportunidades de capacitación y empleo, así como las prestaciones integradas para garantizar el desarrollo infantil temprano (el caso del sistema Chile Crece Contigo, subsistema de sistema intersectorial Chile Solidario); y el Plan de Acceso Universal de Garantías Explícitas (AUGE), el que, como parte de la reforma operada al sector salud en 2004, define un conjunto de garantías explícitas para la atención de enfermedades cubiertas por el plan14.

Por otra parte, un segundo componente se asocia con la protección de los ingresos de la población ante una serie de riesgos socioeconómicos –ingresos ante la vejez y desempleo y aportes a los ingresos de la población en situación de pobreza extrema–. Como parte de estas prestaciones, se desarrollan una serie de transferencias monetarias para los sectores pobres y vulnerables (véase cuadro 2). La protección de los ingresos derivados del empleo se aborda por la vía de la creación de un seguro de cesantía en 2001 –modificado en 2009– y la mantención de políticas para la fijación de un salario mínimo anual. Además, se introducen subsidios a la contratación de jóvenes y mujeres y para incentivar la formalización de las y los trabajadores. En el campo de los ingresos durante la vejez, la Reforma del Sistema de Pensiones introduce una serie de modificaciones, buscando revertir las brechas generadas por la instalación de un sistema único de capitalización individual en 1980. Entre éstas, incorpora un triple pilar, de capitalización individual obligatoria, de Ahorro Previsional Voluntario y de Pensiones Solidarias, integrado bajo un mismo sistema (Subsecretaría de Previsión Social 2008 en Robles 2011).

14 Actualmente, el AUGE ha extendido su cobertura garantizada a un listado de 80 enfermedades. Véase [en línea]: http://www.minsal.cl/portal/url/page/minsalcl/g_gesauge/auge80.html.

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Cuadro 2Transferencias monetarias no contributivas del sistema de protección social en Chile

Programa de referencia Transferencia monetariaChile Solidario / Puente Bono de protección

Bono de egresoSubsidio al pago del consumo de agua potable y servicio de alcantarillado

de aguas servidas (SAP)Subvención preferencial y pro retención escolar

Garantizado al entrar a Chile Solidario, aunque

no es requisito

Subsidio Único Familiar (SUF)Subsidio de Discapacidad Mental

Bono de Apoyo a la FamiliaPensión básica solidaria

(PBS)Pensión básica y aporte previsional solidario

Bono de inviernoBono por hijo

Becas escolares Beca IndígenaBeca Presidente de la República

Beca de Apoyo a la Retención EscolarBeca de Integración Territorial

Becas para educación superior /a

Sistema de becas, créditos y beneficios arancelarios

Ingreso ético familiar (2012)

Bono DignidadBono por deberesBono por logros

Bono Marzo (2013) Bono en el mes de marzo

Fuente: Elaboración propia a partir de información disponible del Ministerio de Desarrollo Social, [en línea]: http://www.ingresoetico.gob.cl/como-funciona/ , Ministerio de Educación y Robles (2012)./a Estas becas se han seguido expandiendo en beneficios y tipos durante la actual administración del Sebastián Piñera. Véase [en línea]: http://portal.becasycreditos.cl/index2.php?id_contenido=18282&id_portal=74&id_seccion=4031

En este contexto, las reformas operadas a la salud, a la previsión social y a la educación dejaron intocados los mecanismos de provisión de los servicios, con una fuerte presencia, en términos financieros, del sector privado (Draibe y Riesco 2009). Si bien se incorporan reorganizaciones institucionales relevantes y se amplían el acceso, el mecanismo que reproduce una fuerte segmentación entre quienes pueden optar al Auge y no pueden hacerlo –según la enfermedad de la que padezcan-, quienes reciben pensiones solidarias y privadas, y quienes acceden a educación pública o privada, se mantiene.

Un tercer hito en la consolidación de la protección social en Chile, está marcado por el cambio de gobierno experimentado en 2010. La centro-derecha gana las elecciones por primera vez en 20 años15. Pese al cambio en la orientación ideológica de la coalición gobernante, la matriz de protección social se mantiene en

15 La administración de Sebastián Piñera agrupa a los dos partidos de centro-derecha en Chile, Renovación Democrática y la Unión Demócrata Independiente, unidos en la Alianza por Chile.

sus bases y amplía en instrumentos. Se observa, no obstante, el retorno a un énfasis de la protección social vinculado a la pobreza y su distanciamiento de un enfoque de derechos. Lo anterior se evidencia, por ejemplo, en el programa social estrella de la actual administración, el Ingreso Ético Familiar, que combina un conjunto de transferencias monetarias condicionadas al cumplimiento de una serie de deberes, así como una transferencia no condicionada, estando sujetas ambas a criterios de estricta focalización (MDS 2013b). Se implementan también otras medidas que buscan incrementar el nivel de ingresos disponibles para la población más vulnerable, como la eliminación progresiva, desde 2011, de la cotización obligatoria en salud del 7% que se descontaba a las jubilaciones de los adultos mayores. La protección de los ingresos durante el postnatal, que se extiende a 6 meses, es otra iniciativa que redunda en la protección de los ingresos de las trabajadoras que se acogen a este beneficio.

Es también relevante destacar que esta administración se inserta en un período marcado por la explosión de las demandas ciudadanas en torno a dimensiones significativas del régimen de bienestar chileno (The Economist 2013). Éstas se han expresado primariamente en la demanda estudiantil de acceso a educación gratuita y de calidad en todos los niveles educativos, aunque con mayor énfasis en la educación universitaria. Como reacción, se instaura desde el gobierno la reducción de la tasa de interés del crédito con aval del Estado para financiar los estudios universitarios en Chile16, así como el aumento sostenido de acceso a becas y apoyos monetarios y en especie para desarrollar estudios de educación superior, sin constatarse reformas de fondo en la organización de los servicios provistos por el sector público y privado.

La siguiente sección analiza el rol de las transformaciones expuestas en la protección social para la consolidación de niveles crecientes de bienestar y el logro de una mayor igualdad en Chile, de acuerdo a lo propuesto en la segunda sección.

3. Los rendimientos del sistema de protección social desde una óptica de bienestar: desafíos en construcción

3.1 La protección social en Chile: ¿abonando al bienestar?

¿Es posible decir que las políticas de protección social han contribuido a consolidar las tres funciones de estados sólidos de bienestar?

Respecto de la garantía de niveles de ingreso, la reducción de la pobreza monetaria en Chile es un indicador importante, y a primera vista, constata esta tendencia de manera sostenida desde la década de los noventa (véase gráfico 1).

16 Este crédito, creado en 2005, es otorgado por la banca como mecanismo individual de financiamiento de la educación universitaria. El Estado opera como aval del crédito. En 2013, como parte de las reformas incorporadas ante la presión del movimiento estudiantil, su tasa de interés se reduce de 5.9% a 2%. Adicionalmente, se permite reprogramar la deuda de quienes estaban cancelando el Fondo de Crédito Solidario acorde a su nivel de renta. Véase [en línea]: http://www.chileavanzacontodos.cl/chile-hoy/cae-postula-al-pago-con-cuotas-rebajadas-al-10-de-tu-renta/index.html

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Asimismo, la expansión de las transferencias monetarias en el período examinado (véase cuadro 2), pareciera corroborar la percepción de que garantías de ingreso mínimo serían accesibles para toda la ciudadanía. Sin embargo, la evidencia muestra un panorama diferente.

Considérese de manera conjunta, por una parte, la interacción entre los ingresos derivados del trabajo, la contribución de las transferencias asociadas a la protección social (ingreso monetario) y el promedio de ocupados por hogar; y por la otra, los ingresos que pueden ser considerados mínimos sociales –en ausencia de una definición más contundente– y que incluyen tanto el salario mínimo y la línea de pobreza (véase gráfico 2).

Tomando como referencia los ingresos laborales declarados en la encuesta de caracterización socioeconómica de hogares (CASEN 2011) para los dos deciles más pobres y que el número promedio de ocupados es inferior a 1 en estos hogares, estos ingresos se muestran insuficientes para alcanzar la línea de pobreza y son inferiores respecto del salario mínimo. El aporte de las transferencias monetarias de la protección social –que puede visibilizarse en los ingresos monetarios– recién eleva este margen a partir del segundo decil de ingresos y por tanto requiere ser examinada a la luz de esta evidencia17. Se aprecia también el contraste severo del acceso a la protección social de los ingresos al identificar la situación pertinente a los deciles de mayores ingresos, y en particular, al más rico. En este contexto, la existencia de un sistema de protección social no estaría garantizando un umbral mínimo de protección de los ingresos para toda la población, y así, no lograría desmercantilizar el bienestar. A su vez, el mercado del trabajo se muestra todavía insuficiente para proveer los medios económicos suficientes para asegurar este umbral básico de bienestar.

17 Al tomarse en consideración los últimos datos disponibles para la Encuesta Casen 2011, no se han incluido acá el valor completo de los nuevos bonos incorporados por el gobierno durante los años 2012 y 2013. En un ejercicio realizado para las transferencias incorporadas en el programa Asignación Familiar en 2012, se estimó que el valor mínimo y máximo de estos bonos para un grupo familiar compuesto de 2 adultos y 2 niños/as variaba entre US$15.9 y US$83.7, respectivamente. Como mínimo, este monto correspondía a 23% y 30% de la línea de pobreza extrema en áreas urbanas y rurales, respectivamente. Como máximo, el valor superaba la línea de pobreza extrema –corresponden al 122% y 148% de esta línea en áreas urbanas y rurales, respectivamente─. En ambos casos, los montos son considerablemente superiores a los bonos contenidos en el programa Chile Solidario. Considerando conjuntamente los bonos de la Asignación Social y Chile Solidario, se identificaba que las familias destinatarias de ambas prestaciones recibían como mínimo y máximo US$22.7 y US$99.4, respectivamente, ambos montos por sobre la línea de indigencia en áreas rurales y urbanas, por sobre la línea de pobreza extrema en áreas rurales y sólo levemente bajo la línea de pobreza en áreas urbanas (Cecchini, Robles y Vargas 2013). Este cálculo fue realizado antes de la implementación del IEF y consideró las entonces prestaciones de la Asignación Familiar: asignación base, por control del niño sano, asignación por matrícula y por asistencia, y por trabajo de la mujer.

Gráfico 2Ingreso promedio de la ocupación principal e ingreso monetario por decil de ingreso autónomo

del hogar, salario mínimo, línea de pobreza urbana y rural/a y número promedio de ocupados por hogar y decil de ingreso en 2011

Fuente: Biblioteca del Congreso Nacional de Chile y Ministerio de Desarrollo Social (2013a) en base a Encuesta Casen 2011 /a Conversión de pesos chilenos a dólares de acuerdo a tasas de cambio anuales oficiales publicadas por el Banco Central de Chile. Véase [en línea]: http://si3.bcentral.cl/Siete/secure/cuadros/arboles.aspx; b/Promedio sobre el total de ocupados en cada decil, incluye sólo el ingreso por concepto de trabajo, considerándose sólo la principal ocupación, en caso de tener más de una; /c Total de ingresos, incluyendo jubilaciones y pensiones, y transferencias monetarias no contributivas (PBS, APS, subsidios y bonos) y; d/ línea teórica por hogar asumiendo cuatro miembros.

Esta brecha de protección social también se observa al analizar cuatro de los instrumentos que permitirían desmercantilizar el bienestar ante riesgos socioeconómicos relevantes y por tanto, permiten analizar simultáneamente, su capacidad relativa para proteger un nivel de ingresos, asegurar frente a contingencias y riesgos socioeconómicos y garantizar el acceso a servicios sociales fundamentales.

Respecto del riesgo al desempleo, si bien existe un seguro de cesantía en operación desde 2002 y perfeccionado en 2009, pese a contar con un componente solidario, su operación en base a una cuenta de ahorro individual sólo permite una tasa de reemplazo respecto del último salario del orden del 50% para el primer mes, de 45% en el segundo y 40%, en el tercero (Superintendencia de Pensiones 2013). Considerando el promedio de los ingresos de la ocupación principal, esta tasa recién permitiría cubrir el equivalente a un salario mínimo para los tres quintiles más ricos de la población.

En el caso del acceso a la salud, la capacidad de protección financiera y de acceso en caso de enfermedad se ha fortalecido desde la entrada en vigencia del Plan AUGE y la reforma del sector en 2004 (PAHO 2009). Virtualmente, el 100% de la población tiene acceso a la salud, principalmente, por la vía del co-pago o gratuidad, dependiendo de su nivel de ingresos, en el sistema público (el Fondo Nacional de Salud, FONASA) o por la vía contributiva (a través de la cotización en Instituciones de Salud Previsional): mientras el sistema público asegura al 74% de la población, el sistema privado cubre a un 16% (FONASA 2011).

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No obstante, el gasto de bolsillo en salud para las familias es alto y especialmente significativo para los hogares más pobres (OCDE 2013b): según datos de 2006, si bien el gasto total en salud es más reducido en quintiles de menores ingresos, considerando su atención prioritaria en centros de atención gratuitos, el gasto en medicamentos resulta altamente regresivo, al no estar éstos cubiertos por seguros públicos o privados (Robles 2012). En ese año, el peso del gasto en medicamentos equivalía al 57% del gasto total en salud del quintil más pobre. El gasto total en salud se elevaba por sobre el 9% del gasto total de los hogares a partir del tercer quintil (Fondo Nacional de Salud 2007 en Robles 2011). Los déficits de calidad de la atención del sistema público y las demoras patentadas en la atención obligan a los hogares, con frecuencia, a asistir al sistema privado. En 2011, más del doble del gasto total en salud se financiaba por la vía privada, lo que da cuenta de las importantes brechas de equidad del sector (OCDE 2013b). En el caso de enfermedades que no han sido incorporadas dentro del Plan AUGE, lo anterior puede generar un efecto desestabilizador en los presupuestos familiares y se transforma, en sí mismo, en un riesgo social. Esta dinámica inhibe la ampliación universal a coberturas garantizadas para la serie de intervenciones de mediana y alta complejidad que debieran ser incorporadas en un sistema amplio de garantías en salud, generando con ello desigualdades de facto en la atención recibida, en función de la enfermedad de la que se padezca.

En el caso de la educación, la tasa neta de matrícula en educación básica se mantenía en 2008 en torno al 94%, y en educación media, llegaba a 81% (Ministerio de Educación 2008 en Robles 2012). La matrícula en el nivel pre-escolar es todavía baja y llegaba a 35% en 2009 de acuerdo a datos de la encuesta CASEN. En base a la misma encuesta, en 2011, la matrícula en la enseñanza superior se había incrementado a 46%, un aumento sustantivo considerando que ésta llegaba a 15% en 1990 (Educación 2020 2013). La eficiencia de la protección social para facilitar el acceso a la educación ha sido más visible en incrementar la matrícula en la enseñanza secundaria, considerando los niveles de cobertura alcanzados con anterioridad en el país (Robles 2012).

El alto valor de la matrícula en universidades públicas y privadas implica un gasto que, para quienes no acceden a becas, puede llegar a representar 40% de los presupuestos familiares en los tres quintiles de menores ingresos. Hasta 2012, la deuda total respecto del ingreso anual como profesional por los créditos universitarios representaba el 174% de los ingresos monetarios de esta población (Meller 2011). En 2012, 13.8% de los estudiantes matriculados estudiaron con becas, mientras que 37.2% asumieron un crédito universitario, con las implicancias reseñadas. Habrá que analizar el impacto de la baja en la tasa de crédito con aval del Estado introducida en el actual gobierno, pero hasta la fecha, no es posible afirmar que los mecanismos de protección social existentes hayan permitido avizorar esta situación y proteger frente a ella18. 18 De acuerdo a datos de la Cámara de Comercio de Santiago, “la deuda total de los hogares, tanto de consumo como hipotecaria, bancaria y no bancaria, medida como porcentaje del ingreso disponible anual […] fue de 55,1%” en 2012 (CCS 2013).

Finalmente, el caso del sistema de pensiones es todavía más dramático. En 2010, 61% de los adultos mayores recibían una pensión básica solidaria o el aporte previsional voluntario. La reforma del sistema de 2008 asegura que toda persona en pobreza pueda acceder a este pilar solidario y que el valor de estas pensiones se ubique por sobre la línea de la pobreza para sus beneficiarios/as. A su vez, de acuerdo a datos de la Encuesta Casen 2011, 68.4% de los ocupados cotizaban al sistema previsional regularmente en el sistema de capitalización individual. Sin embargo, habiéndose pagado 1.014.709 pensiones en octubre de 2013, su monto promedio fue de US$363, y sólo considerando las pensiones de vejez, disminuyó a US$33219, monto ubicado bajo el umbral del salario mínimo (US$376.5). Considerando que el promedio de los ingresos por la ocupación principal, de acuerdo a la encuesta Casen 2011, fue US$906.7 y que la OECD recomienda una tasa de reemplazo del 70% respecto del último salario (OECD 2012), éstas se encontrarían bastante por debajo de este umbral. Además, se estima que la crisis de 2008 determinó la pérdida del 40% de los ahorros de los afiliados20, lo que afectará aún más en el futuro la estabilidad de estos montos. Es importante analizar la capacidad de reacción de las políticas de protección social existentes frente a riesgos derivados de desastres naturales, a los que el país tiene gran exposición. El terremoto de febrero de 2010 constató que la vulnerabilidad a la pobreza sigue siendo un aspecto insuficientemente resuelto, pese a las políticas implementadas, si se considera que entre 2009 y 2010, una encuesta especial realizada detectó que 10,5% de la población pasó a ser pobre y 7,4% cayó en la extrema pobreza producto de este evento (MIDEPLAN 2011), develando la ausencia de mecanismos sólidos de protección social para responder a la emergencia.

3.2 La protección social y sus efectos redistributivos en Chile

Retomando lo propuesto en la primera sección, es posible testear los efectos redistributivos y el potencial igualador de los estados de bienestar desde los riesgos que cubren. Frente a los de estratificación, el país muestra una mucho menor reducción de desigualdad, frente a la pobreza (véase gráfico 1).

Si bien es posible atribuir un efecto a las transferencias monetarias en la reducción de la desigualdad de los ingresos21, es necesario reconocer que esta reducción es principalmente afectada por los ingresos salariales22. Como indicación,

19 Véase [en línea]: http://www.fundacionsol.cl/salarios-y-desigualdad/publicaciones-ds20 Véase [en línea]: http://www.elmostrador.cl/pais/2013/07/04/el-poder-politico-y-economico-detras-de-las-afp/21 Por ejemplo, datos disponibles a partir de la encuesta CASEN para años anteriores muestran cómo en 2009 el coeficiente de Gini correspondía a 0.55 antes de las transferencias –en base a los ingresos autónomos de las familias─, y a 0.53 después de las transferencias –correspondiente a los ingresos monetarios─ (Robles 2012).22 Al analizar los efectos que más contribuyen a la reducción de la pobreza para 16 países de América Latina, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL 2012) mide dos efectos que dan cuenta de la variación anual del ingreso total per cápita en los hogares pobres: el efecto del crecimiento del ingreso medio de las personas y el de distribución de los ingresos –vinculado a la implementación de

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de acuerdo a datos de la encuesta Casen 2011, mientras el decil más pobre accede al 1.1% de los ingresos autónomos, el decil más rico concentra el 38.9% de éstos (Ministerio de Desarrollo Social 2013). Las transferencias monetarias reducen esta desigualdad, pero muy levemente: la participación del primer decil en los ingresos monetarios se eleva a 1.7%, y la del decil más rico decrece al 38.1%, al incluir transferencias e impuestos.

Gráfico 3Composición del ingreso monetario promedio del hogar según decil de ingreso per cápita del

hogar en 2011 (porcentajes)

Fuente: Ministerio de Desarrollo Social (2013a) en base a Encuesta Casen 2011

En otras palabras, pese a que las prestaciones asociadas con la protección social en Chile son altamente progresivas, significativas para los ingresos de los sectores de menores recursos (véase gráfico 3) y a que contribuyen a disminuir la pobreza23 y la desigualdad en la distribución de los ingresos, las transferencias públicas tiene un rol secundario en los cambios experimentados en la distribución de ingresos en el país frente al papel que juegan los mercados laborales. La protección social no puede, por sí sola, reducir las desigualdades producidas por el mercado laboral –su atención

transferencias monetarias públicas o privadas y contributivas o no─. En el caso de Chile, el aporte del efecto del crecimiento a la reducción de la pobreza fue de 61% entre 2008 y 2011, mientras que, en el mismo período, el efecto generado por mecanismos redistributivos (distribución) fue 39%. Alejo et al. (2013), para el período 2000 a 2009, y OCDE (2013a) identifican un efecto similar para la reducción de la desigualdad en Chile. Alejo et al. (2013) reconoce que las transferencias contributivas y no contributivas, y en particular, las pensiones solidarias, contribuyen a potenciar este efecto igualador. 23 Véase Larrañaga (2010) para el caso de Chile Solidario y Attanasio, Meghir y Otero (2011) para el caso de las pensiones solidarias y su efecto en reducción de la pobreza durante la última década.

requiere de políticas laborales decididas y específicas. No obstante, sí podría tener un impacto considerablemente mayor en la reducción de la desigualdad después de transferencias e impuestos, cuestión que implica un primer elemento de la agenda de protección social para el futuro.

Respecto de los riesgos asociados con la herencia intergeneracional, pese al aumento de cobertura, la capacidad de los servicios de salud y educación para fortalecer dinámicas de movilidad social a través del acceso a servicios sociales de calidad es menos clara. Si bien éste es un ámbito de pertinencia de las políticas sectoriales, no de las de protección social, al volverse el acceso a educación inicial y educación de calidad un criterio fundamental para aspirar a mejores condiciones de vida en el futuro y poder enfrentar de mejor forma los riesgos socioeconómicos que afectan a lo largo del ciclo de vida (Bravo 2013; Educación 2020 2013), se vuelve también objeto de atención de este tipo de políticas.

Estudios han mostrado que existe movilidad social en el acceso a oportunidades en el país, considerando el acceso creciente a niveles crecientes de educación de hijos respecto a sus padres (MDS 2013b; Sapelli 2010). Sin embargo, el modelo de copago de la educación básica y media en base a vouchers que se entregan a los sostenedores privados para la educación subvencionada, así como la jibarización de la educación pública en favor de los esquemas combinados, generan efectos segregadores profundos y terminan reproduciendo desigualdad (Educación 2020; Mizala y Torche 2012). En general, el acceso a educación y salud de calidad ha sido identificado como un grave nudo crítico de equidad en el acceso a bienestar en Chile (OCDE 2013a), evidenciando fuertes disparidades en los servicios a los que se accede y en los resultados obtenidos, según niveles de ingreso (Educación 2020 2013). Esta dinámica tiene impactos sobre la protección social: con oportunidades desiguales y limitadas para hacer frente a riesgos disímiles, manteniendo la fuerte mercantilización de su acceso, los grupos de menores ingresos mantienen una posición de alta vulnerabilidad a la pobreza. Por ejemplo, de acuerdo a datos de encuestas paneles disponibles, tres de cada diez chilenos transitaron dentro y fuera de la pobreza entre 1996 y 2006 (OSUAH 2007).

Finalmente, el sistema de protección social introduce reformas que dan cuenta de una atención especial a los riesgos diferenciados que se enfrentan a lo largo del ciclo de vida. No obstante, las medidas generadas son insuficientes para hacer frente a los nuevos desafíos. Por una parte, si bien iniciativas como Chile Crece Contigo permiten reducir sustantivamente en los grupos más pobres y vulnerables riesgos con impactos irreversibles en el desarrollo durante los primeros años de vida, acciones fundamentales para alcanzar un futuro de bienestar con mayor igualdad en el país como el acceso garantizado a políticas de cuidado y estimulación temprana y educación pre-escolar, se hacen absolutamente prioritarias considerando la actual estructura demográfica del país.

El aumento de la expectativa de vida de las personas obligará a elevar su capacidad para producir bienestar durante el período de su vida en que estarán económicamente activas y generar rendimientos solidarios de productividad y bases para redistribución de recursos inter-generacional y entre estratos socio-económicos

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para llegar a la vejez con acceso a garantías de bienestar social. Esta dinámica no puede ser garantizada en el actual contexto, particularmente desde los riesgos que emergen ante una eventual insostenibilidad financiera e incapacidad para generar ingresos dignos en la vejez del sistema contributivo de pensiones, de mantenerse el actual escenario. En este marco, apostar por inversiones tempranas puede ser la mejor decisión del país y de su sistema de protección social. Ello redundará también en una mayor oportunidad para incrementar la participación laboral femenina, todavía baja en comparación con otros países de América Latina y la OECD (OECD 2013a).

3.3 Los desafíos por delante

Chile ha mostrado un progreso evidente en la reducción de la pobreza y el mejoramiento de las condiciones de vida de su población, respecto de aquellas enfrentadas al retorno de la democracia. La política social, en general, y la protección social, en particular, se concentraron en este objetivo, y con ello, han ganado protagonismo y visibilidad política en las agendas de gobiernos sucesivos. Es posible plantear que la protección social, como plataforma de innovación política y concertación de esfuerzos en las pasadas administraciones, ha desplazado la discusión de reformas sectoriales sustantivas, que no sólo aborden el acceso, sino el nudo gordiano de la provisión de los servicios de salud y educación, sus resultados altamente estratificados y su mercantilización.

Por otra parte, atendiendo a los déficits de la protección social, se exhiben brechas en cuanto a la protección frente a riesgos socioeconómicos de distinta naturaleza –el endeudamiento, los desastres naturales, el envejecimiento y el desempleo, entre otros─ y a la contribución para garantizar un nivel de ingresos adecuado a toda la ciudadanía a lo largo del ciclo de vida. Estas brechas son más evidentes para sectores medios menos considerados en los esfuerzos de protección social movilizados o cuyo rendimiento no alcanza a cubrir estas garantías. En estos grupos, especialmente, se observaría una mayor familiarización del bienestar y mercantilización del acceso a éste.

Consecuentemente, la contribución de la protección social a la reducción de la desigualdad y estratificación ha sido menor que a la de la pobreza, conforme a la menor prioridad asignada a esta tarea. El enfoque que se construyó no buscó ser universalista, ni a sustituir la lógica de mercado en la provisión de prestaciones centrales para el bienestar (Larrañaga, 2010), aspecto medular del modelo de desarrollo chileno. En esa apuesta, no contestó aspectos sustantivos del régimen de bienestar heredado de décadas precedentes: la provisión de servicios sociales de desigual calidad, la formalización laboral con niveles incrementales de remuneración y pisos adecuados de provisión social, y la mercantilización del bienestar.

Éste se transforma en el desafío lógico que el país debe confrontar como meta de desarrollo. Este giro obligaría a repensar la forma en la que la política social, y la protección social en su interior ha operado, de una centrada prioritariamente en los más pobres y excluidos, a una que asume un papel transformador de la

segmentación resultante. Según se propone en este documento, rumbos para avanzar en esta dirección pueden identificarse en las tres funciones de la política social para el bienestar ha propuesto.

Primero, desde la capacidad de la protección social para proteger ingresos adecuados y abordar riesgos socioeconómicos para toda la ciudadanía, parece claro que tanto las prestaciones monetarias no contributivas, como aquellas de naturaleza contributiva –pensiones, desempleo─ deben ser elevadas de manera robusta para proteger el bienestar a todo evento. Para fortalecer la redistribución vertical y así reducir la desigualdad, es claro que la intervención con políticas laborales para incrementar salarios, ampliar la participación laboral con protección social y adecuación a la conciliación de trabajo remunerado y cuidado, será clave. Asimismo, la necesidad de incrementar el aporte estatal a las pensiones para asegurar pisos adecuados en la vejez es también clara y clave. El impacto de una reforma tributaria sólida para reducir la desigualdad después de impuestos, es otra de las medidas que aportará a este fin, y puede, en sí mismo, considerarse como medida de un nuevo enfoque de protección social para el país.

Desde la perspectiva del acceso a servicios sociales y la reducción de riesgos intergeneracionales, abordar la segmentación en el acceso a servicios de salud y educación de desigual calidad, será igualmente inescapable. La protección social puede adoptar un renovado rol en este marco, por una parte, protegiendo frente al riesgo que genera no contar con mecanismos de financiamiento solidarios y sustentables frente a enfermedades catastróficas no incluidas en el Auge, reduciendo el gasto de bolsillo en salud, incorporando mecanismos que permitan fortalecer el acceso efectivo y equitativo a niveles crecientes de educación, por ejemplo, combinando prestaciones de nivelación de estudios con la universalización del acceso a educación inicial y pre-escolar, y, fundamentalmente, garantizando que el acceso a educación de calidad no implique el endeudamiento de familias e individuos. Políticas de subsidios y becas pueden aportar a este fin. No obstante, en el fondo, la ampliación del rol público en su provisión se vuelve ineludible, ante los límites que plantea cambiar la lógica del sistema privado en cuanto a las ganancias esperadas en su gestión.

En lo sustantivo, esta reorientación demandará la mayor articulación entre políticas, incluyendo a la protección social en el engranaje de la política sectorial, económica y laboral. A su vez, las transformaciones requeridas demandarán mayor inversión social estatal, acercándose, probablemente, al nivel de la OECD24 de la que Chile hace parte. En lo sustantivo, se tendrán que examinar, con perspectiva de ciudadanía, qué garantías el Estado reconocerá y enfrentará como base de un nuevo contrato social.

24 21.5% en 2013. Véase [en línea]: <www.oecd.org>. De acuerdo a datos de CEPAL, el gasto social total en Chile en 2010 fue 15.3%. Véase [en línea]: < http://dds.cepal.org/gasto/>.

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EL SISTEMA DE PROTECCIÓN SOCIAL ARGENTINO ENTRE 2002 Y 2013: BUSCANDO EL MODELO QUE NUNCA TUVO

The Argentinean Social Protection System: seeking for the model that it never had, 2002-2013

Claudia Danani*

Resumen: El artículo se ocupa de las transformaciones experimentadas por las llamadas intervenciones sociales del estado durante la primera década “larga” del siglo XXI (2002-2013). Se analizan las políticas laborales, dos componentes del sistema de seguridad social (sistema previsional, asignaciones familiares con la asignación universal por hijo) y el sistema educativo. El artículo argumenta que las mejoras en el mercado de trabajo, así como reformas progresistas en las políticas sociales, mejoraron las condiciones de protección de amplios sectores. Se analizan algunos de los límites para mantener esas mejoras: una institucionalización insuficiente, falta de garantías para el acceso y resistencias político-culturales (especialmente de los sectores medios) para seguir aceptando políticas de corte redistributivo con enfoque de derechos como las desarrolladas hasta aquí.

Palabras clave: Sistema de Seguridad Social, Protección Social, Políticas Laborales en Argentina, Legitimidad

Abstract: The article focuses on the reforms developed on the so-called “state social interventions” in Argentina during the “long first decade” of the 21st century (2002-2013). Labour policies, two policies of  the  Social Security System (pension system and  family allowances for children, called Asignación Universal por Hijo)  and educational policies  are all analysed. The  article states  that changes in labour policies as well as in labour market and progressive social policies have improved social protection for broad sectors of the population. Restrictions for some of these improvements are also analysed: scarce institutionalization, not guaranteed benefits and political and cultural opposition against “rights approach” redistributive policies mainly by middle-class groups.

Keywords: Social Security System, Social Protection, Argentinean Labour Policies, Legitimacy

Presentación

En este trabajo analizamos el proceso atravesado por el sistema de protección social argentino en los primeros años del siglo, partiendo de considerarlo como parte de un movimiento regional más amplio ─en cierto modo, incierto─ de constitución de gobiernos que vienen siendo denominados “progresistas” o de “centro-izquierda”. Frente a esa caracterización, identificamos en ellos la tendencia a compartir una retórica contraria a la de los gobiernos de la década anterior, así como políticas que apuntan a aspectos medulares de las desarrolladas entonces: particularmente,

* Investigadora-docente Titular del Instituto del Conurbano (Universidad Nacional de General Sarmiento) y del Instituto Gino Germani (Universidad de Buenos Aires), Argentina. Dirección electrónica: [email protected]. La autora agradece a Javier Lindenboim las lecturas, información y –particularmente─ los disensos, que mucho contribuyeron a mejorar el texto

Revista Uruguaya de Ciencia Política - Vol. 22 N°2 - ICP - MontevideoClaudia Robles Farías

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reivindican la participación estatal en la distribución del ingreso y la riqueza1 y desarrollan intervenciones sociales que amplían vertical y horizontalmente las prestaciones, aumentan el gasto estatal y producen cambios institucionales (normativos, de diseño) encaminados a una más directa participación estatal en procesos de decisión y de gobierno en esos ámbitos. Finalmente, aunque de central importancia, estas experiencias han reabierto la discusión político-cultural sobre la deseabilidad de sistemas protectorios amplios, incluso universales, condición que el neoliberalismo había condenado al rincón de la vergüenza, la ineficiencia social y la inutilidad personal 2.

Superada la primera mitad de década anterior, desde esta revista Nicolás Bentancur preguntaba si Argentina, Chile y Uruguay transitaban un cambio de paradigma de políticas educativas (2007), y advertía que lo incipiente de los procesos impedía responder concluyentemente. Hoy los procesos ya no son “incipientes”; por eso, retomamos su preocupación (¿estamos frente a un nuevo paradigma?), para enfrentarla respecto de un objeto simultáneamente más acotado ─el caso argentino─ y más amplio, al abarcar un conjunto mayor de políticas 3. Intentaremos identificar aspectos centrales de esas intervenciones, reconstruyendo sus procesos y analizando sus resultados respecto de un atributo tan complejo como crucial para los sistemas de política social: su capacidad de protección (Danani y Hintze, 2011). Así, nos preguntamos sobre el tipo, alcance y orientación de los cambios experimentados por las políticas sociales argentinas entre 2002 y 2013, en lo que hace a su capacidad de brindar protección para la reproducción [ampliada] de la vida de la población.

En nuestra perspectiva, el análisis de la capacidad de protección de las políticas implica partir de observar las condiciones sociales de vida de distintos sectores de población (pues ellas son el objeto mismo de las políticas sociales) y llegar a caracterizar el régimen de reproducción distintivo de una época (Salvia, 2007; Comas, 2009; Grassi, 2012a y b). Aunque renunciamos por anticipado a lograrlo de manera exhaustiva, en este artículo nos proponemos contribuir en esa dirección en lo que refiere al controvertido período constituido por “la década larga” transcurrida en Argentina desde “la crisis 2001-2002” hasta principios de 2013. En ese recorrido tendremos siempre presente que intervenciones de un período y condiciones de vida conforman una unidad, así como que al hablar de las primeras lo hacemos en su doble sentido de vida individual y colectiva. Es que las políticas sociales, finalmente, hacen sociedad.

La estructura del artículo es la siguiente: en el primer apartado (“La capacidad de protección: una clave conceptual, política e histórica”) primero

1 Creemos que las afirmaciones respectivamente contrarias (la posibilidad de un Estado ajeno a “la economía” y de una distribución independiente de la acción estatal) son improcedentes conceptual e históricamente, pero restricciones de espacio impiden el desarrollo de los argumentos correspondientes. 2 Este cambio de perspectiva sobre el universalismo puede verse en una variada literatura regional reciente; aquí sólo ejemplificamos con los trabajos del colectivo editado por Molina (2006) y recomendamos los materiales de Plataforma Política Social (Brasil).3 La tesis doctoral de María Costa (en elaboración) trabaja con el concepto de “patrón de intervención social emergente desde 2003”.

sintetizamos algunas definiciones orientadoras del análisis. A partir de ellas, en ese mismo apartado historizamos mínimamente el problema, en un contrapunto “políticas tradicionales”-especificidades de las políticas neoliberales. La imposibilidad de presentar exhaustivamente la información pertinente hizo que prefiriéramos jerarquizar un modo de mirar las políticas a largo plazo. Queda al lector el examen (y el juicio) sobre la argumentación, y la discusión de las conclusiones.

El cuerpo principal se titula “Nueva década, nuevo gobierno, ¿nuevas políticas?”. La pregunta-eje que organiza el texto es ¿cómo, cuánto y en qué dirección se han movido las políticas sociales en la década de crisis de la hegemonía neoliberal? ¿Cuál es su capacidad de proteger la vida de sus miembros, proveyendo bienestar en el presente y en el futuro? Echamos mano a material descriptivo, narrativo-histórico y analítico-interpretativo, miramos tan lejos como lo permite la información disponible y enfatizamos las claves políticas del proceso. Entendiendo que conforman un núcleo duro para toda caracterización general (y también específica del período), seleccionamos las condiciones y políticas laborales y, entre las específicamente sociales, las de seguridad social y educación. Advertimos anticipadamente que la densidad analítica no es idéntica. Las conclusiones son presentadas en el tercer y último apartado.

1. La capacidad de protección: una clave conceptual, política e histórica

1.1 Las claves conceptuales

El punto de partida conceptual es doble: en las sociedades capitalistas, la forma mercantil de la fuerza de trabajo es el principio organizador de la vida social (como totalidad socio-política) y de la vida de los sujetos; y la protección social es parte principal de las condiciones generales en, y por las cuales, esa relación se realiza. Así, es tan cierto que “no hay sociedad sin trabajo” (Castel, 2010: 64) como que la matriz de las condiciones de vida se encuentra en este último; de allí que el trabajo demarque el horizonte de sentido y sea punto de referencia de otro conjunto de relaciones. Ello hace que “tener o no tener” trabajo, o “tener un buen o un mal” trabajo (u otras alternativas) hablen del acceso a vidas muy diferentes.

A la vez, en tanto se trata de sociedades cuya norma es la incertidumbre, es su funcionamiento “normal” el que permanentemente (estructuralmente) amenaza la vida humana. Sea por la ingresos insuficientes para satisfacer necesidades mercantilizadas (bajos salarios relativos), o por la escasez de puestos de trabajo para obtener los medios de vida (desocupación o subocupación), lo cierto es que el peligro de no alcanzar una vida mínimamente aceptable no es una anomalía ni una disfuncionalidad sino una virtualidad permanente, inscripta en sus mismísimas bases de existencia y sociabilidad.

Ahora bien, que una vida sea o no “aceptable” o satisfactoria no es una esencia sino resultado de definiciones históricas, emergentes de luchas en las que se dirimen el interés y la responsabilidad sobre la vida y el bienestar –y con ellos,

El sistema de protección social argentino entre 2002 y 2013...Claudia Danani

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sobre la protección social- como asunto público-colectivo o como cuestión de los particulares. Mirado históricamente, pocos períodos han sido tan consistentes, y sus huellas tan dramáticas como el de hegemonía neoliberal, durante el cual la exclusión del mundo del trabajo se consagró como “normal”, precisamente, en la sociedad del trabajo (Grassi y Danani, 2009). Así, sin más límite que el interpuesto por resistencias de diferente cuño, la sociabilidad neoliberal se hizo de la desarticulación de los contenidos más democráticos de relaciones políticas e instituciones –que hasta allí las corrientes críticas enjuiciaban por insuficientes─, redefiniéndolos en línea a una mayor precariedad y desigualdad en las condiciones cotidianas, de mayor fragilidad de los lazos sociales y de desentendimiento por una participación político-institucional en condiciones de autonomía.

Esta forma de abordaje justifica el interés por la capacidad de protección de las políticas, a la que definimos como el alcance cuanti-cualitativo de la satisfacción de necesidades que adquieren las prestaciones y servicios correspondientes a cada política sectorial; y distinguimos a la vez entre lo atinente al alcance cuantitativo de la satisfacción (población comprendida –cobertura horizontal─ y su alcance –cobertura vertical─) y a la calidad y mecanismos de acceso, respecto de los cuales las garantías que se presten son cruciales. Finalmente4, forman parte de la capacidad de protección los contenidos político-culturales que emergen de esos procesos, y que hacen a la construcción de legitimidad, tanto de políticas e instituciones como de demandas y reivindicaciones. En efecto, concebimos a la legitimidad como una materia central de este campo de políticas, en cuyo curso las sociedades reconocen (o por el contrario, niegan) que un mandato merezca ser obedecido o –más específicamente respecto del tema─ una necesidad, satisfecha; o una política, respetada. Así, son las razones y los argumentos los que “dan contenido” a la legitimidad (o ilegitimidad), atributo que, decimos, habla más de la sociedad que la construye, que de los “objetos” (v.g., políticas, por ejemplo) a que se refiere. Esos contenidos dan cuenta de la gestación de aceptación o de impugnación y, en consecuencia, hacen a la viabilidad o al fracaso de una acción protectoria.

La pregunta por la capacidad de protección de las políticas de la última década, entonces, representa un esfuerzo analítico por retomar el planteo de Bentancur: ¿está abierto un nuevo ciclo en Argentina (¿y en América Latina?) respecto de las políticas sociales y la protección social en general? Partiendo de estas pocas definiciones, a ello nos dedicamos en el próximo apartado.

1.2 Las claves históricas

Uno de los trabajos que más tempranamente pretendieron reconstruir la historia de las políticas sociales argentinas (Grassi, Hintze y Neufeld, 1994) afirmaba que en su desarrollo se habían superpuesto categorías de sujetos de derechos constitutivamente diferentes: ciudadanos y trabajadores. Se trató de una perspectiva que posteriormente devendría clásica, al analizarse complementariamente los “principios básicos de organización” (Isuani, 2006: 170): universalista y contributivo, para el par ciudadanos-

4 Decimos esto en sentido sólo analítico, pues no hay cronología en este concepto.

trabajadores; y discrecional (o residualista) respecto de los pobres (aunque esta última categoría exige un tratamiento diferencial por ser destinataria de políticas, pero no en ejercicio de derechos5).

Según Isuani, Argentina siguió una evolución común para la política social occidental, según la cual la norma fue la progresiva coexistencia y solapamiento de principios (en consecuencia, la interpelación de y a distintos sujetos sociales). En Argentina ello ocurrió de modo variado: distintos principios orientaron distintos sectores de políticas (universalista en educación; contributivo en previsión, por ejemplo); y también distintos principios y modalidades institucionales en un mismo sector (pensiones asistenciales residuales, complementarias del sistema contributivo previsional). Por último, el sector salud se caracterizó por superposiciones de todo tipo, “combinando” el derecho ciudadano y de los trabajadores con la necesidad de los indigentes, con sus institucionalidades respectivas.6

Aceptando la afirmación de Isuani sobre el “patrón general”, en lo que sigue discriminaremos algunos rasgos específicos del caso, atendiendo justamente la historia de este país.

La contextualización general es conocida: los orígenes se encuentran en la construcción del Estado Nacional y en la constitución de las clases trabajadoras, cuyas características se moldearon en específicos procesos de inmigración y de proletarización de la población nativa (Isuani, 1988; Golbert, 2010). A grandes rasgos, los aspectos más característicos fueron un mercado laboral dinámico por la peculiar combinación de la absorción por la actividad agropecuaria y un temprano crecimiento de la manufactura, con un proceso de modernización que llevaba una impronta de intervencionismo estatal, lo que a su vez dinamizó el empleo público. La alta tasa de asalarización resultante y el alcance (amplio) de la actividad gremial pueden haber contrapesado las presiones hacia la informalidad contractual, comunes en la región.7

En esas condiciones, en la Argentina tomó cuerpo un complejo institucional que hacia mediados del siglo XX protegía a una parte sustancial de la población. Ello era así particularmente en educación y salud, para las que suele señalarse una de las coberturas más extendidas de la región (especialmente, en áreas urbanas)8. También en alcance la capacidad de prestar protección era considerable: avances

5 Dado que toda enumeración sobre el particular resultaría incompleta, aquí sólo consignamos algunas obras no citadas en el resto del texto y que trabajan sobre la pertinencia de principios y modelos para Latinoamérica: Fleury (1994), Barba (2005), Filgueira (1998) y Martínez Franzoni (2008) (los dos últimos presentan propuestas propias).6 Se ha extendido la caracterización del sistema argentino como “híbrido”, denominación que retomaremos al final del artículo. Con perspectivas diferentes pueden verse también: Barbeito y Lo Vuolo, 1993; Hintze, 2006; Alonso y Di Costa, 2011; Arcidiácono, Gamallo y Straschnoy, 2013. 7 No obstante, y llamando la atención sobre distintos aspectos en cada caso, Beccaria (2004) y Lindenboim (2007) recomiendan evitar el frecuente error de creer que los problemas socioeconómicos y laborales argentinos comenzaron con la Dictadura Militar.8 Los mayores logros suelen contabilizarse en escolarización primaria y reducción del analfabetismo (junto con Uruguay). Consúltense, entre otros: Braslavsky y otros, 1983; Isuani y Tenti, 1990; IDH 2010, con datos de SITEAL); Sverdlick y Austral, 2013.

El sistema de protección social argentino entre 2002 y 2013...Claudia Danani

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de la educación secundaria pública, luego seguida por la universitaria; y expansión vertical de la cobertura en salud, tanto por el liderazgo del sector público en recursos humanos y tecnología, como por las amplias canastas de servicios de la seguridad social9 (Barbeito y Lo Vuolo, 1993; Grassi, Hintze y Neufeld, 1994; Soldano y Andrenacci, 2006). La calidad resultaba aceptable como piso y muy superior a ese estándar en varios segmentos de ambos sectores. Las ofertas eran diferenciadas, sí, y la marca territorial fue persistente, pero hasta más allá de la mitad del siglo la acelerada urbanización funcionó como un relativo (y dinámico) igualador para contingentes significativos.

El resultado fue un sistema que fue vehículo y expresión de derechos sociales; segmentados, es cierto, en virtud de la centralidad de la figura del trabajador asalariado formal, pero el contrapunto con un sistema educativo con razonable orientación universalista y potencial de movilidad social ascendente lo hizo portador de una cierta “democratización del bienestar”, según la expresión de Torre y Pastoriza (2002). A su modo ─fragmentario y contradictorio─, tanto la inclinación corporatista como el imaginario asociado a los derechos de ciudadanía sumaron a esa cultura de derechos sociales. Las apelaciones eran distintas, pero ambas confluían en esa invocación, y afirmamos que este es uno de los rasgos que representa una especificidad histórica de la institucionalidad protectora (y de la cultura política) argentina. Aunque, lamentablemente, sus vaivenes a menudo fortalecieron los contenidos menos virtuosos y democráticos.

Completaba el esquema un sistema asistencial errático, de baja institucionalidad, normativamente lábil y que mayoritariamente condicionó el socorro a la demostración de necesidad material y del “debido comportamiento”. El término “completar” expresa que la población destinataria era residualmente definida, atribuyéndosele una evidente inferioridad. Se comprende entonces que este sector se viera especialmente perturbado por la Fundación Eva Perón, que rompió las reglas con un (desafiante) lenguaje de derechos (Grassi, 1989; Golbert, 2008; Biernat y Ramacciotti, 2008). Asimismo, en 1955 el derrocamiento del gobierno inició el proceso inverso: los contenidos vinculados con conquistas de derechos fueron desactivados, y el campo asistencial retomó sentidos residuales.

Para la Argentina el período de hegemonía neoliberal correspondió a los años 1989-200010. Se trató de un proceso regional –que como ciclo histórico general describimos en el apartado anterior-, que en lo específico de las intervenciones sociales se caracterizó por una tendencia sistemática a la disminución de la cobertura tanto horizontal como vertical, y por la explícita impugnación de todo contenido de derechos. Entendemos que así se constituyó un nuevo régimen de reproducción, es decir, una “nueva normalidad” en la producción y reproducción de la vida, que implicó una redefinición precarizadora del trabajo, restrictiva de la acción estatal y desentendida de la calidad de la integración a la vida social (Grassi, 2003; Grassi, 2012b).

9 Por cierto, esas amplias canastas de servicios eran estimuladas por los prestadores privados contratados. Para salud en general, ver: Perez Irigoyen, 1990; Belmartino, 1983 (con Bloch), 2005 y 2007 y otros; Danani, 2003 y 2005; Ramacciotti, 2009. 10 Sobre la noción de “hegemonía neoliberal”, ver Danani y Grassi, 2008.

La “reforma” estratégica del ciclo correspondió a las instituciones, políticas y condiciones laborales, las que incluso trascendieron la formalidad de la transformación: aumentaron el desempleo (que en esos años, desde 1994, nunca bajó de dos dígitos) y el subempleo, pero lo medular fue el crecimiento de formas precarias de contratación, medio y resultado de una definición asistencializada del trabajo, entendido como pura necesidad del sujeto para la sobrevivencia, pero superfluo para la sociedad (que podría sustituirlo por tecnología ─Danani y Lindenboim, 2003). Esa concepción de-socializada del trabajo coaguló lo que Palomino (2007) llama “régimen de precariedad”, cuya denominación más extendida –flexibilización─ era presentada como condición para la mejora de la competitividad demandada por la convertibilidad (Hintze, 2006). No fue una disputa sólo especulativa: fue una concepción que moldeó una realidad “materialmente” hecha de una caída de la participación asalariada en el ingreso hasta el 40 % hacia 2001 (Lindenboim, Kennedy y Graña, 2010: 551) y de un salario real que caía a los menores registros históricos (ídem), todo lo cual dio lugar a un cambio en el patrón de generación y distribución de los ingresos personales; de hecho, se combinaron la tendencia decreciente de las remuneraciones reales, aún con deflación, y un crecimiento sostenido de los índices de desigualdad tanto entre los ocupados como entre los hogares (Beccaria y Maurizio, 2008: 108-110). Esto condujo a que en 2001 un tercio de la población urbana perteneciera a hogares que estaban por debajo de la línea de pobreza, y a que en octubre de 2002, sumada la devaluación, se alcanzase “…un pico impensado del 57 % de habitantes en hogares con ingresos inferiores a la línea” (Beccaria, 2007: 563).

Siguiendo nuestra clave analítica, interesa señalar dos expresiones institucionales de la ajenidad neoliberal a la idea de derechos: el primero es que en el campo de la “protección” (el entrecomillado indica el exceso del lenguaje), la doctrina de los “mínimos”/“básicos” dominó la acción estatal. Ello institucionalizó un patrón estructuralmente restrictivo y de-socializador de las intervenciones11. El segundo punto es el siguiente: cuando el bienestar (y por ende, la protección) es concebido como responsabilidad individual, la acción estatal se asume como transitoria y basada en la identificación de “grupos [o situaciones] de riesgo” con necesidades puntuales. La atención de unos y otras demanda programas especializados, así como, idealmente, erradicar las instituciones permanentes (v.g., una institucionalidad y funcionamiento matriciales). En efecto, por allí discurrieron las grandes líneas de políticas en Argentina y en América Latina12.

En apenas diez años había ganado lugar una estructura completamente diferente de la descripta párrafos atrás: los seguros sociales de tipo corporativo, propios del seguro social de salud (obras sociales), los riesgos del trabajo y el sistema previsional –hasta entonces, criticados por inequitativos y segmentados─ transitaron hacia una modalidad de seguros individuales, de mercado. La reforma

11 Grassi, 2003 y 2004, son lecturas obligadas al respecto.12 Entendemos que esa concepción fundamenta el tránsito de la configuración “conservadora-informal” a “liberal-informal” que Barrientos (2004) atribuye al continente durante los ́ 80s y ́ 90s. Con el agregado de haber confluido con mayoritarias tradiciones de debilidad institucional, claramente reforzadas por las políticas de “ajuste”.

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previsional (1993-1994) fue emblemática: el sistema de reparto nacional de gestión estatal fue sustituido por un régimen mixto, que agregó e incentivó la capitalización individual y la administración privada. En simultáneo, la focalización residualista y la tercerización caracterizaron a otros sectores de políticas, aún cuando hubieran seguido orientaciones más universalistas (como el educativo). Todo ello dualizó las instituciones y las condiciones de protección: mercado de seguros para unos, asistencia residual para otros (Hintze, 2006; Danani y Hintze, 2011; Alonso y Di Costa, 2011).

2. Nuevo siglo, nuevo gobierno, ¿nuevas políticas?

El ingreso de la Argentina al siglo XXI se dio en medio de una descomunal crisis socioeconómica y política. Primero fue la recesión iniciada en 1998, luego un clima sociopolítico y cultural que olía a irreversibilidad y que ni siquiera el nuevo gobierno electo, que confrontaba con el menemismo en muchos aspectos, pudo desactivar. El “desenlace” sobrevino a fines de 2001, y el colapso de las instituciones democráticas formales, el derrumbe del régimen económico y cambiario que había caracterizado a la década, la convulsión de los empleos, la volatilización de los precios básicos y el empeoramiento brutal de las condiciones de vida (ya mencionamos el aumento de la pobreza) hicieron dudosa hasta una continuidad elemental.

Desde entonces se inició un proceso de contraposición a las políticas desarrolladas bajo hegemonía neoliberal, al que ya hemos denominado contra-reforma de las políticas sociales y laborales (Danani y Hintze, 2011)13. Sin embargo, aún cuando presenten rasgos “estructurales”, los cambios no son necesariamente “integrales”, y pueden existir instituciones e intervenciones sostenidas en nuevas bases, opuestas a las anteriores, pero que presentan “viejos” rasgos, que han internalizado explícitamente o no.

Como anunciamos, analizaremos tres sectores que sientan las bases de la capacidad de protección: las políticas laborales, la Asignación Universal por Hijo (AUH) y el sistema previsional (componentes de la Seguridad Social). También aludiremos sucintamente a otros dos sectores (educación y seguro social de salud). En cada caso especificaremos las normas que vehiculizaron las transformaciones, no por afán juridicista, sino porque, bien miradas, las normas permiten observar y reconstruir las relaciones de fuerza de un período (Marshall, 2000; González, 2003). Asimismo, la formalidad de una norma (más aún, una ley) en sí misma construye aquello que regula, cuestión de máxima importancia en este caso, pues hay derechos involucrados. De hecho, los especialistas sostienen que la informalidad de una institución debilita la exigibilidad de un derecho (Abramovich y Pautassi, 2009).

También reconstruiremos los procesos de los que resultan específicas

13 Entendemos que estas políticas no critican radicalmente las históricas intervenciones sociales argentinas, ni proponen una transformación enteramente novedosa. Al contrario, echan raíces en una revalorización del pasado, que proponen recuperar. Consecuentemente, bosquejan un horizonte diferente del de otros procesos contemporáneos (v.g., Bolivia, Venezuela).

capacidades sectoriales de protección. Para ello, y con las adecuaciones correspondientes, trabajaremos sobre las cuatro dimensiones que identificamos en el concepto: cobertura horizontal y vertical; calidad; garantías provistas (o no) y su carácter institucional; y el reconocimiento/desconocimiento de derechos. La presentación seguirá la secuencia de tres perfiles de procesos relativamente diferentes, que describiremos.

Las políticas laborales: el primer perfil de transformaciones, que nuevamente consideramos estructurales y estratégicas, es el atravesado por las políticas laborales. El proceso se inició con la ley de Régimen Laboral 25.877/2004, ya transcurridos los momentos más agudos de la crisis 2001-2002 y sus medidas de emergencia (incluido el Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados, el más masivo conocido hasta entonces). La ley introdujo modificaciones estructurales porque a) reestableció el trabajo registrado y por tiempo indeterminado como “normal”, con los correspondientes deberes del empleador; b) así, implantó la inversión de la carga de la prueba cuando se desconociera la relación laboral; c) destinó una cuarta parte de su articulado a regular el Sistema Integral de Inspección del Trabajo y la Seguridad Social, creado por la misma ley.

Esta ley tiene alto valor simbólico porque fue el primer proyecto enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso con posterioridad a las elecciones nacionales, y porque su primer artículo derogó la ley 25.250/2000, que había hecho época en lo que llamamos “régimen de precariedad”. Dos años después fue sancionada la Ley N° 26.088/2006, que también amplía la protección al limitar facultades del empleador sobre las condiciones de trabajo. Finalmente, luego de casi sesenta años, en 2011 la Argentina adhirió al Convenio N° 102 de la Organización Internacional del Trabajo, sobre Normas Mínimas de la Seguridad Social (ley 26.678). Otro acto de valor simbólico, aunque su fuerza operativa debe analizarse.

Leyes y políticas explicitan una concepción que repolitiza las condiciones de vida en general –y el trabajo, en particular─, e intervienen activa y explícitamente, invocando “los derechos fundamentales del trabajo” y la “debida protección social” (Jefatura de Ministros, 2003), y declarando como indelegable el rol del Estado. Eso recompone el encadenamiento del trabajo como fuente de derechos y de la riqueza nacional, cobrando institucionalidad y visibilidad la negociación tripartita, todos elementos caros a la tradición peronista.

El patrón de intervención combinó dos políticas: de estímulo a la producción, principalmente industrial (“motor de la creación de puestos de trabajo”14); y de protección del trabajo asalariado, esta última por una insistente legislación y acciones pro-registración (las leyes mencionadas, rebajas impositivas, facilidades administrativas y subsidios al pago salarial ante situaciones de crisis). En sentido similar, se reguló el trabajo de dos actividades de desprotección característica: rurales y servicio doméstico, cuyas leyes (N° 26.727/2011 y 26.844/2013) fueron acompañadas por campañas públicas de difusión y debate.

¿Cuáles son las condiciones y la eficacia de las políticas? A fines de 2002, cuando ya había signos de recuperación, la tasa de desempleo abierto era de 25,5 puntos; a

14 La producción de bienes (industriales, particularmente) lideró la acelerada generación de empleo en 2002-2007 (entre otros, ver Fernández y González, 2012). Pero la crisis había sido tan profunda, que ello no modificó sustancialmente la composición sectorial del empleo de mediano plazo.

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fines de 2012 había caído a 6,9 puntos (Indec, EPH Continua, entrada 07/08/2013)15. Asimismo, los asalariados protegidos, que representaban 57,8 % en octubre de 2002, subieron a 58,7 % en segundo semestre de 2006 y a 65,8 % en mismo período de 2012. La última medición, del segundo trimestre de 2013, indica que en los centros urbanos el 34,5 % de los asalariados son precarios (INDEC, 2013).

Dos posiciones irreconciliables discuten las razones de la menor desocupación16: para la oficial, las políticas atraen inversiones pro-crecimiento (no especulativas), que primero recuperaron el nivel de actividad y después generaron crecimiento económico genuino y del empleo; mientras variadas interpretaciones opuestas lo atribuyen bien a las favorables condiciones internacionales para los productos primarios (el conocido “viento de cola”), bien a los efectos de la devaluación de 2002, que consideraremos luego. A nuestro juicio, esto contacta con un aspecto que va directamente al corazón “del trabajo”. Sintéticamente: puede discutirse el lugar de las “políticas económicas” en la reducción o aumento del empleo y desempleo, pero la reducción y aumento del trabajo registrado y no registrado no se explican sin políticas específicas, pues son los acuerdos normativos e institucionales y las prácticas socio-estatales de cada época los que alimentan las condiciones para uno u otro.

Por ello, examinamos ahora el Plan Nacional de Regularización del Trabajo (en adelante, PNRT), creado en diciembre de 2003, considerándolo la política laboral más importante a nivel nacional17. Bajo la forma de “reparación” institucional y normativa de las políticas anteriores, el PNRT se erigió (y se erige) en brazo ejecutor de la ley 25.877, asumiendo la función de hacer operativa la regularización laboral. De allí su centralidad: al contraponerse a la concepción legalizadora (y facilitadora) de la precariedad laboral, invirtió enteramente la orientación de las intervenciones “flexibilizadoras”. Sostenemos que su contenido más poderoso es haber rescatado las relaciones y el contrato de trabajo de la esfera de las relaciones entre particulares, a la que habían sido confinados18.

Luces y sombras del proceso. Los especialistas reconocen un importante “blanqueo”; de hecho, se calcula que en 2003-2010 los asalariados registrados explican el 81 % del crecimiento del empleo (Damill, Frenkel y Maurizio, 2011: 51); pero ese mismo crecimiento dificulta distinguir entre la formalización de puestos no-registrados, y la inversión del tipo de puestos creados (de mayoritariamente informales, a formales). Y la contracara de esa notable disminución proporcional del trabajo en negro es que el número absoluto de trabajadores precarios siguió creciendo: para aquella medición de 34,5 %, se contabilizan 4.300.000. Creemos que una interpretación franca, que asuma las complejidades del proceso, debe reconocer tanto que se ha interrumpido la creación institucional de empleo precario, como que este no ha sido erradicado en absoluto. Y debería aceptarse que hay más que “restricciones” 15 Usamos el dato del IV° trimestre de 2012 para preservar mínima comparabilidad estacional. A principios de agosto de 2013 se conoció un nuevo índice para el segundo trimestre: 7,2.16 Ver VVAA, 201217 Para un análisis comparativo y más detallado de las “políticas de precarización del trabajo” (incluidos sus fundamentos) y del PNRT, véase Danani (2012).18 En ello, la inspección es crucial. Una idea del cambio la da el dato de que en 2003 había 22 inspectores en todo el país, y en julio de 2013 eran 548 (aún, muy insuficientes). (http://www.trabajo.gob.ar/inspecciondeltrabajo/.

para avanzar, y que quizás existe una nueva base estructural de precariedad sobre la que se ha “normalizado” el capitalismo argentino post-90 (incapaz de perforar el piso de 30%), lo que también habla de la tolerancia social a la precariedad y a la ilegalidad que implica (Danani, 2012). Esta interpretación dialoga con los análisis que problematizan la capacidad del mercado de trabajo argentino de absorber mano de obra en condiciones de formalidad y razonable integración, tanto en lo “inmediatamente laboral” como en los entramados de relaciones sociales más amplias (Salvia, Stefani y Comas, 2007). Y da idea de lo mucho que, incluso en la misma dirección, queda por recorrer.

Las luces y sombras se exacerban al analizar la situación salarial, mediante la cual nos reencontramos con el trabajo no registrado. “Luces”, en cuanto en 2003 se inició una recuperación que no se ha detenido hasta ahora; “sombras”, porque su lentitud hizo que recién en 2007 se alcanzaran los niveles salariales previos a “la crisis” (Beccaria y Maurizio, 2013: 39, Cuadro I). La explicación es el devastador efecto distributivo de la devaluación de 2002, fenomenal transferencia de ingresos del sector del trabajo al del capital, por cuyo efecto la participación de aquel en el ingreso cayó a un mínimo histórico cercano al 30% (Lindenboim, Kennedy y Graña, 2010). No es redundante recordar que siempre hay ganadores19. Así, al compararse la situación actual con “la crisis” puede verse la mejora distributiva, pero inmediatamente se observa que aún no llegaron a igualarse los mejores registros de los años ‘90, aun cuando éstos fueron a su vez inferiores a los de los ‘70 (Fernández y González, 2013).

Otra cuestión relativa a los resultados distributivos es la siguiente: en general, las observaciones coinciden en que políticas e instituciones contribuyeron a reducir la desigualdad; y también en que la política de salario mínimo, y las primeras intervenciones de la pos-convertibilidad (de sostenimiento de los ingresos inferiores), jugaron allí un papel decisivo. Es un dato positivo –que marca la importancia de las instituciones─, pero que debe complementarse con la atención en un proceso que se da simultáneamente, que es distinto en otros países de la región, como Brasil: aumenta la brecha salarial entre trabajadores registrados y no registrados en los tramos inferiores de la distribución, no en los superiores (Maurizio, 2013). Ello podría indicar que el salario mínimo es comparativamente menos efectivo en la política laboral argentina; y concretamente, que es operativo entre trabajadores registrados, pero no entre no-registrados. Dada la extensión del trabajo no registrado que antes problematizamos, y nuestras hipótesis al respecto, discriminar las diferentes situaciones resulta central para la elaboración de propuestas y medidas específicas.

Finalizando, otra arista del problema, simétrica a la del “motor del crecimiento y del empleo”: ¿hay un nuevo régimen de empleo? Cuando observamos las políticas, respondemos afirmativamente; frente a procesos y resultados, la respuesta también es afirmativa, pero más provisoria; y al hablar de condiciones de mediano plazo, la respuesta es negativa. Concretamente, creemos que hasta aquí es innegable que las

19 No es un episodio aislado: Manzanelli (2013) sostiene que durante “la posconvertibilidad” la tasa de ganancia empresaria es un 50 % superior a la de los ‘90, siendo su base aquel bajísimo nivel salarial y habiéndosele sumado crecientes rendimientos de productividad laboral no transferidos a salarios.

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políticas laborales promueven la vigencia de los derechos laborales, y que en ello toma cuerpo un intervencionismo confrontativo con el paradigma neoliberal. Pero también sostenemos que ello no es suficiente para quebrar las bases sobre las que parecen estar funcionando diversas instituciones y prácticas, ni para alterar los balances distributivos. A la vez, los procesos siguen su curso y sus resultados están abiertos a nuevos cambios y realineamientos diversos. La disputa –tan político-partidaria como social─ por imponer dirección a la acción estatal –unos, para conservar la presente; los otros, para modificarla─ se ha extremado a lo largo de 2012 y 2013, abriendo interrogantes a la posibilidad de nuevos rumbos, de signos inciertos.

Nada de esto constituye una crítica maximalista que, como tal, suele ser fácil y estéril20. En cambio, y en la convicción de que la vida social y política transcurre entre los extremos, alimenta las razones para estimular una discusión, desprejuiciada, como la que antes propusimos, sobre la capacidad de largo plazo del mercado laboral argentino para proveer bienestar y construir una sociedad menos desigual.

El segundo perfil de intervenciones reúne a la Asignación Universal por Hijo (AUH), al sector educativo y las obras sociales. La característica común es la de modificaciones en dirección a importantes ampliaciones de cobertura horizontal; es decir, la protección llega a más población. La AUH se origina en un instrumento de estatus controvertido, que analizaremos, y educación y obras sociales fueron reformadas al amparo de leyes. El contenido de las tres ampliaciones es progresivo. Por su masividad, destacan la reforma de las asignaciones familiares (AAFF) con la AUH, y la política educativa.

La Asignación Universal por Hijo participa del sistema de AAFF, dentro de la Seguridad Social21. Fue creado por decreto “de necesidad y urgencia” (DNU)22, el N° 1602/2009, al que se agregó el N° 446/2011, de creación de la Asignación Universal por Embarazo para Protección Social (en adelante, AUE), cuyo análisis subsumiremos en el de la AUH23. En perspectiva, es la mayor modificación del sistema protectorio argentino, particularmente en la Seguridad Social, pues fue fundado un nuevo beneficio, dirigido a los hijos de los trabajadores informales y de las empleadas domésticas que perciban ingresos inferiores al mínimo; de desocupados y de trabajadores agropecuarios temporarios (Hintze y Costa, 2011; Arcidiácono y otros, 2013)24. “Viraje”, “cuña” “ruptura” son distintos modos de conceptualizar

20 Maximalista: Partidario de las soluciones más extremadas en el logro de cualquier aspiración (Diccionario de la RAE).21 Este sistema tiene otros cuatro componentes: seguro social de salud, riesgos del trabajo, previsional y desempleo. En los ’90 los tres primeros fueron casos de reformas hacia seguros de mercado y el de AAFF fue recortado en beneficios y población cubierta. El de desempleo fue creado en 1991 y no fue modificado. Su cobertura es bajísima (Curcio, 2011).22 Los DNU, introducidos por la Reforma Constitucional de 1994, son decretos que bajo ciertas condiciones adquieren estatus de ley, aunque se tiende a atribuirles un estatus jurídico inferior, lo que implicaría menor capacidad de garantizar derechos. De todos modos, su derogación exige una ley (Bestard, s/f: 8). 23 Coincidimos con Arcidiácono y otros (2013) en que se pretende aproximar la cobertura de los trabajadores informales a la de los formales, insinuándose un proto-sistema de asignaciones familiares para aquellos.24 El uso del término “informal” es conceptual (y políticamente) problemático, pues incluye condiciones y objetos diversos (asalariado precario o unidad económica no declarada). Aquí utilizamos el término

una intervención diferente de toda otra, pues ha introducido un componente no contributivo en el sistema de seguridad social, y con ello amplió la protección a grupos familiares que en virtud de la inserción laboral de los jefes, nunca habían sido alcanzados por ella (Hintze y Costa, 2011; Grassi, 2012b; Arcidiácono, 2012; Pautassi y otras, 2013). Luego analizaremos las exclusiones.

La AUH es una transferencia monetaria por hijo hasta 18 años, del mismo monto que la mayor percibida por los asalariados formales, hasta allí únicos receptores de AAFF. El 80% se abona mensualmente y el 20% a fin de año, al constatarse el cumplimiento de las condicionalidades, que luego trataremos. Existe un límite de cinco niños por adulto titular, detrás del cual se adivina la eterna sospecha que pesa sobre el pobre aprovechador, que voluntariamente no trabajaría si cubriera sus necesidades25; también muestra la ambigüedad entre la cobertura de niños y niñas y la titularidad del trabajador, pues claramente la unidad es el grupo familiar (Arcidiácono, 2012). La AUE es similar, pero el período de pago es el del embarazo. En ambos casos las condicionalidades se asocian a controles sanitarios y educativos; desde 2010, los primeros consisten explícitamente en la pertenencia al “Plan Nacer”, seguro público de salud federal, a cargo del Ministerio nacional desde 2004, destinado a niños/niñas hasta seis años de edad y mujeres embarazadas y puérperas (Roca, Golbert y Lanari, 2012; Arcidiácono y otros, 2013).

La cobertura horizontal de la AUH es muy amplia, pero no total ni universal: a mediados de 2013 se pagaban casi 3.300.000 beneficios (MTySS, con base en ANSES), y la conjunción con el sistema contributivo (que en mayo de 2013 modificó las escalas y extendió la cobertura), permitía estimar que el 84 % de la franja etaria estaba comprendida por alguno de los subsistemas de AAFF (los discapacitados no tienen límite de edad)26. La progresividad de la AUH es indudable, probablemente la mayor de todo el sistema de protección: llega a los dos quintiles de menores ingresos, y no se reportan denuncias ni quejas en contrario.

Hasta aquí, en sus propios términos la capacidad de protección de la AUH es óptima; es decir, llega a donde y a quienes se propone llegar, y es en ese terreno que caben las discusiones. Por ejemplo, respecto de la exclusión de franjas de independientes de bajos ingresos (monotributistas de categorías más bajas), que tienen ingresos equivalentes a los de otros grupos que sí cobran la AUH pero su condición formalizada les impide acceder a ella, lo que configura quizás la situación de mayor inequidad horizontal.

El análisis de la cobertura vertical (su capacidad de satisfacer necesidades) exige más cautela: los sucesivos aumentos (dispuestos por decreto) sostuvieron razonablemente el poder de compra en los casi cuatro años transcurridos (de $ 220 en 2009, a $ 460 en 2013), pero se sabe que los incrementos no anticipan la inflación sino que –como máximo─ compensan las pérdidas pasadas. Aun así, hasta los más críticos reconocen el efecto positivo (e importancia) de la AUH en el presupuesto remitiendo a los documentos, en cuanto se refieren a sectores que viven de su trabajo y se reproducen en condiciones críticas. Entre otros, ver: Lindenboim, 2003; Novick, 2007. 25 El resultado es una peculiar desprotección: el sexto niño/niña no es cubierto por la AUH ni por el sistema, pues tampoco es alcanzado por la pensión para madres de siete hijos. 26 El cálculo incluye a los niños, niñas y adolescentes cubiertos por la deducción impositiva que por hijo realizan los grupos de ingresos medios a altos.

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del hogar.¿Cómo se posiciona la AUH en garantías y calidad institucional? Su

mayor fortaleza es pertenecer a la seguridad social, nacida bajo el principio de los derechos sociales; derechos del trabajo, ciertamente, y por ello segmentados, pero cuya sola invocación históricamente se contrapuso a la asistencia vergonzante. En la actualidad ello la aleja –lo decimos explícitamente─ de los programas de transferencias condicionadas (en adelante, PTC) (Bertranou, 2010; Hintze y Costa, 2011; Grassi, 2012b). Regresaremos a la cuestión.

Asimismo, desde el nombre esa pertenencia es interpelada en clave de universalidad, atributo en rigor ajeno a las reglas fundacionales del sector (originalmente protegía sólo a asalariados formales y derechohabientes). Doble paradoja es que esa convocatoria universalista llegue a través del derecho al trabajo, lo que configura una retórica redentora de los trabajadores informales, que por ser trabajadores “tendrían derechos”, y por informales, son víctimas de injusticia. Esas contradicciones del discurso pueden ser vistas como debilidades, pero si se mira el desarrollo reciente de la protección social, puede ensayarse otra interpretación y vérselas como potencialmente positivas, pues refieren a una población que históricamente no recibió estos beneficios y a la que en las últimas décadas se destinaron políticas asistenciales focalizadas en la pobreza, con test de medios y contraprestaciones. En tal sentido, aunque son evidentes los déficits institucionales, más aún desde un paradigma integral de derechos, puede decirse que las contradicciones y desgarramientos existen porque se interpone otra lógica, de sentido más protector y –de nuevo, potencialmente─ más ciudadanizador 27.

Esto último nos lleva al punto de las condicionalidades de salud y educación y al paralelo con los PTC. Se trata de una cuestión escurridiza, en la que es extendida la crítica –correcta, creemos─ a la imposición de esas obligaciones por la desigualdad de trato respecto de los beneficiarios del sistema contributivo; así como porque estaría manifestando otra sospecha: la de que los grupos víctimas de pobreza e indigencia son incapaces de ocuparse de sus niños y niñas. Compartimos las críticas; pero es útil distinguir entre condicionalidades en general –propias de los PTC─ y requisitos que, como podría ser aquí a) involucran el ejercicio de derechos (el de niños y niñas a la atención de su salud y a la escolarización); b) no necesariamente implican denegación de acceso al beneficio, sino condicionamiento de la permanencia a la responsabilidad adulta. En algún sentido, podría considerarse que al final aguardan más derechos, reconocidos como tales, no menos. Como afirma Grassi, dado que niños, niñas y adolescentes son declarados sujetos de derecho, es obligación del Estado controlar su efectivización. Por supuesto, la obligación estatal no es de “superintendencia”, sino de garantizar condiciones y recursos, pero también deben atenderse “… las situaciones de asimetría [entre niños y adultos]”. Se trata, continúa Grassi, de una nueva tensión “…entre control y autonomía; […] o entre el derecho público y el familiar privado, propia de las políticas sociales y de las regulaciones laborales” (Grassi, 2012: 27). Agregamos que ello podría cobrar aún más relieve en el marco de una sociabilidad

27 Disentimos con el empeño de Roca, Golbert y Lanari (2012) por argumentar que la AUH no introduce novedades en el sistema de protección; así refuerzan las raíces del “derecho al trabajo”, en lugar del potencial universalista del que es portadora.

dañada, resultado de la destructiva transformación neoliberal, que obliga a repensar, con principios y sin prejuicios, cómo reconstruir esos entramados. Desde ya, ni las razones conceptuales ni las histórico-políticas convierten a estas condicionalidades en virtuosas, ni apropiadas. Apenas nos proponemos llamar la atención sobre la problematicidad de la cuestión, para evitar el único pecado imperdonable: el del facilismo, en cualquiera de sus versiones.

El sector educativo: en este sector, un conjunto de leyes incorporaron compromisos de sostenimiento del salario docente28 y de progresivo aumento del financiamiento 29; restablecieron la educación técnica en el nivel medio y el superior no universitario (eliminada en los ’90); extendieron la obligatoriedad del nivel medio y repusieron la estructura de niveles y ciclos previa. La definición de la educación y el conocimiento como “…bien público y un derecho personal y social, garantizados por el Estado” (art 2, ley 26206/2006) y la responsabilidad primaria reconocida al Estado en la educación (pese al lugar natural y primario atribuido a la familia”, art 6, ídem), entretejen “decisiones exteriorizadas” y doctrina con importante valor simbólico de “contra-reforma”.

En general, los datos censales y los de la EPH indican que a lo largo de la primera década aumentó tanto la matriculación de los niveles inicial y secundario como la población que completó este último nivel. Sin embargo, deben tomarse con recaudos, porque la expansión de la escolaridad media fue previa a la obligatoriedad legal (Filmus y Moragues, citado por Sverdlick y Austral, 2012), y la magnitud de la crisis de inicio de siglo puede distorsionar las comparaciones puramente estadísticas30. Por otra parte, no debe forzarse su interpretación: sólo informan cuánta población se incorpora al sistema educativo actualmente existente, y en ello el balance es positivo. No obstante, los especialistas expresan un único consenso pleno: el mayor y más acuciante problema del nivel secundario son el abandono, la repetición y la calidad, motores de una creciente diferenciación de circuitos educativos (Rivas, Vera y Bezem, 2011; Feldfeber y Gluz, 2011; Sverdlick y Austral, 2012; Gorostiaga, 2012). Contra ello apuntan políticas de objetivos específicos: FinEs, para la terminalidad del nivel primario y secundario; de mejoramiento de la educación rural, PROMER; y CONECTAR Igualdad, con objetivos de “inclusión digital”, con antecedentes regionales (Uruguay y Chile). Este último, en especial, constituye una intervención potencialmente innovadora en términos institucionales y pedagógicos; pero “potencialmente” no asegura cumplimiento de objetivos; debe seguirse y evaluarse todo su desarrollo, muy dependiente de las políticas dirigidas al personal docente31. Resumiendo, el sistema presta razonables garantías para el

28 Entre 1989 y 2002 la “carrera docente” y las demandas salariales motorizaron los más agudos conflictos sectoriales.29 Que como todo compromiso, requiere vigilancia para su cumplimiento.30 Carecemos de espacio para presentar y analizar la información correspondiente. Además de los textos ya recomendados, sugerimos Sverdlick, sobre datos de INDEC, Censo 2010; y SITEAL, con datos de IIPE-UNESCO/OEI, base EPH/INDEC. 31 Asimismo, persiste el modelo de “programas” (que antes llamamos “matricial”), que parece haberse arraigado en las políticas públicas.

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ingreso, dejando pendientes las del egreso y condiciones de calidad. Este segundo perfil se completa con el Seguro Social de Salud (obras sociales),

que por razones de extensión sólo caracterizaremos. Desde 2004 se dictaron tres normas relevantes: dos de ellas incorporaron como afiliados a dos sectores de histórica desprotección (trabajadores y trabajadoras monotributistas, los mencionados independientes de ingresos bajos y medio-bajos; y servicio doméstico), con lo cual se amplió la cobertura hacia sectores que por primera vez tienen esta cobertura; y la tercera norma creó un subsidio automático de ajuste por riesgo, para contrarrestar la tendencia a la selección adversa de los grupos de menores ingresos relativos (el SANO, Subsidio Automático Nominativo). En cambio, no se ha revisado la reforma realizada en los ‘90 (que ha permitido el ingreso del sector de la medicina prepaga), ni la canasta de servicios contenida en el Plan Médico Obligatorio (ver Fidalgo, 2013).

El tercer perfil de intervención corresponde al sistema previsional, cuya reforma, emblemática del ciclo neoliberal, vuelve a serlo actualmente; sus características son una notable expansión de la cobertura horizontal; beneficios de mayor alcance global, garantizados en cumplimiento y capacidad de satisfacción actuales; pero una estructura que no asegura esas condiciones a futuro, especialmente la cobertura poblacional.

La reestructuración de las condiciones de protección de los adultos mayores se realizó a través de tres leyes y un decreto: respectivamente, la ley 25.994/2004, que creó una jubilación anticipada de pago transitorio para quienes reunían los aportes exigidos pero no tenían la edad (hasta cumplirla); la ley 26.417/2008, de Movilidad de las Prestaciones, que introdujo el primer mecanismo público de cálculo para la movilidad de los haberes 32, generando una garantía exigible; y la N° 26.425/2008, que eliminó el sistema de capitalización de administración privada y creó un único sistema de reparto, de administración estatal33. Reconocemos el carácter refundacional del sistema previsional atribuible a la ley 26.425, pero sostenemos que la medida más directa y efectiva sobre la protección fue el Decreto 1454/2005, que creó un mecanismo de “regularización voluntaria de deudas” para quienes declararan haberse desempeñado como autónomos sin haber realizado los aportes correspondientes (mecanismo conocido como “moratoria”, pues permitió acceder a un muy conveniente plan de pagos, con claro subsidio público).

Al momento de elaboración de este trabajo, el sistema cubre a cerca del 90% de la población de 65 años y más (edad general de retiro). Obsérvese que en 2003 sólo el 68% del rango de edad estaba cubierto, y el aumento es enteramente atribuible a la “moratoria” (casi 2.500.000 altas). También esta expansión tuvo un perfil progresivo de dos órdenes: fue pro-mujer (grupo poblacional siempre en clara desventaja), al punto que casi dos millones de las altas fueron femeninas34;

32 Que, sin embargo, ha sido y es objeto de variadas críticas, doctrinarias y pragmáticas.33 En 2007 se dictó también la ley “de libre opción” N° 26.222, que permitía la migración desde el régimen de capitalización al de reparto (antes vedada). Su éxito fue bajo y perdió operatividad con la creación del nuevo sistema.34 Puede decirse que el sistema de seguridad social “trata mejor” a las mujeres en este tramo de la vida que en cualquier otro.

y se concentró en hogares del primer y segundo quintiles (entre 2003-2011 la participación de los ingresos previsionales pasó de 9 a 15 % en el primero y de 14 a 25 % en el segundo). Adicionalmente, más que se duplicaron las Pensiones No-Contributivas, para sectores que ni siquiera accederían a la moratoria. La cobertura es la primera o segunda más alta de la región.

Políticas activas también actuaron sobre la la cobertura vertical: en los primeros años pos-crisis se dispusieron aumentos de suma fija para los segmentos inferiores, política de sostenimiento de ingresos que intensificó la capacidad redistributiva del sistema. Obviamente, ello produjo un objetivo retraso relativo de los haberes superiores, que recién hacia 2006 comenzaron a percibir incrementos, lo que dio lugar a un “achatamiento de la pirámide previsional”. La mayor presión social –y judicial, por causas iniciadas en tribunales─ estimularon la sanción de la Ley de Movilidad. Su fórmula, aunque criticada, explica una recuperación de los haberes previsionales incluso más intensa que los de actividad. En conjunto, el aumento de ambas coberturas (más adultos cubiertos, con haberes mínimos reales más altos) motorizan el mejoramiento de las condiciones de vida de este grupo, que al finalizar la década presentaba las tasas de incidencia de pobreza e indigencia más bajas.

Pregunta: ¿los beneficios provistos por este sistema están suficientemente garantizados? Respuesta: se trata de beneficios que integran la Seguridad Social, plenamente formalizados: sí, una vez otorgados, gozan de las mayores garantías existentes. Eso no significa imposibilidad de deterioro de las prestaciones (ante transferencias dinerarias, el principal factor es el inflacionario, hoy mismo evidente). Pero, sin que implique intangibilidad, decimos que estos beneficios gozan de dos soportes que prestan razonable resguardo: primero, se recortan sobre un ideario de derechos que da validez a las demandas y al merecimiento de la protección. Segundo, se concretan en una institucionalidad formalizada, de procedimientos y competencias establecidas, que funciona incluso ante el debilitamiento del reconocimiento social. En esa conjunción, en estos años creció el proceso de “judicialización previsional”, básicamente por reclamos por retrasos de haberes. Distintos cálculos estiman las causas acumuladas entre 200.000 y 400.000.

Deliberadamente hablamos de “un ideario de derechos”, sin especificar “derechos sociales”. El punto requiere reconocer lo ambiguo de la retórica de derechos que atraviesa al sistema previsional, especialmente el proceso de judicialización. “Ambiguo”, porque demandantes y jueces reponen las razones del “derecho contributivo”, mecanismo por el cual las personas reciben protección proporcional al pago de contribuciones a lo largo del tiempo. Por cierto, ello deriva de una doctrina de derechos sociales con ciudadanía plena en el Constitucionalismo y el Derecho de la Seguridad Social, pero que –debe reconocerse─ se aproxima más a una concepción de derechos individuales, casi de propiedad. En tal sentido, colisiona con las prioridades de políticas y de la reforma de estos años, empezando por su menor contenido redistributivo y por el debilitamiento del sentido colectivo dado a la protección.

Como se ve, es una discusión que involucra las formas deseables de convivencia y sociabilidad. Pero advirtamos que la solidez de las condiciones actuales

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rige para los titulares en curso, no para quienes vayan cumpliendo la edad de retiro. Concretamente, la moratoria, llave para la expansión de la cobertura, tiene carácter extraordinario, puntual y no estructural; por ello, quienes hoy son trabajadores no registrados, oportunamente encontrarán que no reúnen los requisitos. La opción es tajante: rediseño de las bases de la protección (nuevos criterios, financiamiento y arquitectura) o nueva moratoria. De lo contrario, la altísima tasa de trabajo precario que analizamos en el primer perfil hará retroceder la protección alcanzada (de hecho, hay ya una caída de un punto en 2011-2013). Pero ello requiere un consenso social cuyas condiciones no se avizoran hoy.

3. Balances (y conclusiones)

Nos propusimos analizar el desarrollo de sectores seleccionados de las políticas sociales argentinas en la primera “década larga del siglo”, procurando reconstruir sus procesos y analizar sus resultados alrededor de lo que llamamos su capacidad de proveer protección a distintos sectores de la población. Para ello, trabajamos sobre las políticas y condiciones laborales, sobre tres de los cuatro componentes del sistema de seguridad social que experimentaron modificaciones en el período y aludimos al sector educativo. Nuestra perspectiva fue de largo plazo, tanto por enunciar algunas líneas históricas principales, como por sugerir (o interrogarnos) sobre futuros desarrollos posibles.

Entendemos que lo expuesto permite realizar ciertos balances, reconocer problemas pendientes, e identificar temas que requieren respuestas:1) Dijimos que la reforma estratégica del ciclo neoliberal fue la de las condiciones

y políticas laborales, y el mismo carácter le atribuimos en el ciclo presente. Entre otras razones, es así por las condiciones en las que en Argentina vino dirimiéndose el cuestionamiento de la transformación neoliberal, fuertemente asentada en la tradición peronista y, consecuentemente, en la reivindicación de los derechos del trabajo. Aquí priorizamos dos aspectos –la creación de empleo pleno y la regularización de empleo precario─ y postergamos otras intervenciones, subrayando así una agenda que pretende introducir cambios fundamentales en las condiciones de vida de segmentos mayoritarios. De hecho, obsérvese que trabajo y Seguridad Social son las nuevas vías de tematización de la inclusión social, que en la década del ‘90 fue formulada en clave de asistencia (y trabajo asistencializado). Sin embargo, dijimos que los resultados distan de ser suficientes: la reconstrucción institucional, política y cultural requiere aún de más acciones, de mayor alcance, tanto en lo que hace al empleo (volumen y calidad) como a una mayor participación de los trabajadores en el ingreso. Esto implica mayores intervenciones en un funcionamiento por el cual el deterioro del salario viene manteniéndose en las últimas cuatro décadas y bajo distintos regímenes macroeconómicos, encontrando cada vez un piso inferior (Beccaria y Maurizio, 2008, 2013). Lograrlo es condición de toda mejora en el bienestar de

las personas, y de una democratización social sustantiva.2) En cuanto a las políticas propiamente sociales, desde el punto de vista de su

capacidad de protección, la observación más contundente radica en la cobertura horizontal: puede verse que desde 2002 estas políticas emprendieron una senda de expansión continuada de la protección a sectores no cubiertos. Es preciso remontarse varias décadas hacia atrás para encontrar ampliaciones de la protección tan intensas y generalizadas como las descriptas. Por cierto, los procesos no han sido idénticos en lo protectorio, institucional ni político: sobre este final reiteramos que la creación de la AUH, la extensión de la cobertura previsional y la universalización de la educación media son las que entrañan mayor incidencia real y potencial en las condiciones de vida, así como las más progresivas –aunque con distintos énfasis─ en orden a disminuir la extraordinaria desigualdad legada por el neoliberalismo. Ninguna otra registra efectos equivalentes en las condiciones de vida y en el fortalecimiento del sistema institucional.

3) En cambio, el balance sobre el alcance de la protección (¿hasta dónde y cuán satisfactoriamente se concreta?) es menos categórico: creció positivamente, sin duda, pero comparativamente lo hizo mucho menos que su extensión. En parte puede aceptarse que se trate de un movimiento “clásico” (más población protegida primero, luego consolidación de las prestaciones), pero los automatismos no existen; aún menos cuando en buena medida la capacidad de proveer satisfacción depende de la calidad de las políticas y de las instituciones, entrañablemente dañadas en las últimas décadas. El sistema educativo muestra descarnadamente que la universalidad puede no generar derechos efectivos si no se custodia la calidad, pues entonces no habría satisfacción genuina; esa es, justamente, la mayor incógnita actual. Los esfuerzos son valiosos, pero la advertencia es cruda y el desafío, enorme.

4) Creemos que estos resultados, globalmente más positivos, están amenazados por lo una institucionalización insuficiente. Nos referimos a la paradoja de que algunas de las políticas que resultan socialmente más democratizadoras sean las de institucionalización más débil en estos años: la AUH, por caso, potencialmente capaz de redefinir la relación entre seguridad social y asistencia, pero cuestionada en su instrumento. Es cierto que los DNU tienen “fuerza de ley”, pero el procedimiento elegido la privó del respaldo político que otorgan los procesos deliberativos. Una situación similar afecta a la moratoria previsional, también declarada por decreto del Ejecutivo, y que hoy abre interrogantes acerca de la protección para quienes se encuentran en condiciones de precariedad laboral.

5) Una segunda circunstancia amenaza la capacidad de protección vigente, o interpone serios obstáculos a su aún necesaria expansión: se trata de las resistencias sociales a un sistema de protección de corte redistributivo como el que ha ido tomando forma en estos años. A nuestro juicio, una parte importante de las demandas judiciales a título individual, o las protestas sociales en defensa de la preservación de la desigualdad de partida (como sentido genérico de la crítica al “achatamiento de la pirámide”) y de oposición a la redistribución de ingresos, de hecho caminan en esa dirección. Es posible que esté abriéndose el que podría ser

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el mayor interrogante hacia el futuro: quizás la sociedad argentina haya perdido una parte sustantiva de su capacidad –si alguna vez la tuvo- de “democratizar el bienestar”.

Para terminar, retomamos una observación que hicimos al inicio, referida a la denominación de “híbrida” de la arquitectura del sistema argentino de políticas sociales, por la coexistencia de principios y formas de organización institucional que en él se encuentran. Es erróneo creer que es una curiosidad argentina: ello está en la lógica de todo sistema con un componente corporativo fuerte, pues siempre demandará un sistema complementario para los grupos no comprendidos en el criterio meritocrático. Así es en el caso argentino, como analizamos en el trabajo y, en general, así es en otros países latinoamericanos. Aunque no sólo: he ahí el régimen “mediterráneo” europeo; o aún el británico, si se busca coexistencia de principios, con su paradigmático National Health System, junto a sistemas asistenciales fuertemente filantrópicos y residuales. En realidad, sólo los sistemas universalistas son –en su concepción─ autocontenidos, pues no requieren principios complementarios35. Pero, por cierto, es necesario construirlos… y sostenerlos.

La mirada final al sistema de protección social argentino resultante de esta primera década muestra que ha sido expuesto a un proceso de desdibujamiento de los principios considerados “clásicos”. En efecto, se puede decir que aquella mayor capacidad de protección, con acento en su expansión horizontal, proviene de un triple movimiento: una reinterpretación de las categorías (un singular universalismo dirigido “a todos los trabajadores”); la redefinición empírica de las categorías de población (la incorporación de trabajadores “informales” en el componente de la AUH o la incorporación de monotributistas en las obras sociales); y de la generación de mecanismos institucionales que eluden las propias reglas (vg, declarar haberse desempeñado como independiente para ingresar a la moratoria). A menudo, los argumentos sólo comparten aquella pretensión: ampliar la protección. Ha ido conformándose así una retórica que echa raíces –y produce, al mismo tiempo─ un universalismo sui generis, cuyos contornos están dados por una invocación de derechos en la que conviven la demanda de cobertura total y el reconocimiento de la diferencia y el mérito. Estamos ante un proceso aún abierto.

35 Véase el trabajo de Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea (2012)

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El sistema de protección social argentino entre 2002 y 2013...Claudia Danani

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LA RENOVACIÓN DEL SISTEMA DE PROTECCIÓN URUGUAYO: EL DESAFÍO DE SUPERAR LA DUALIZACIÓN

The renewal of the Uruguayan social protection system: the challenge of overcoming dualism

Florencia Antía, Marcelo Castillo, Guillermo Fuentes y Carmen Midaglia*

Resumen: El artículo analiza los cambios producidos en las políticas que integran el sistema de bienestar social en Uruguay durante los dos gobiernos encabezados por el Frente Amplio (2005-2013). El trabajo destaca que las reformas implementadas en varias arenas de política –laboral, previsión social, salud y asistencia social– han tenido resultados positivos en términos de incorporación de grandes porciones de la población a la cobertura formal. Enfatiza, al mismo tiempo, que esas reformas han conducido a la consolidación de una estructura dual en el sistema de bienestar, que diferencia un componente de provisión social contributivo dirigido al conjunto de los trabajadores formales y un componente público asistencial que cubre al resto de la población. La estratificación en la calidad de la protección social se produce también al interior del polo contributivo, rasgo que ya estaba presente en el sistema de bienestar del país.

Palabras clave: Sistema de Bienestar Social, dualismo, Uruguay

Abstract: The article analyzes policy changes occurred in the Uruguayan welfare system during the two administrations led by the Frente Amplio (2005-2013). The document points out that the reforms implemented in several policy areas such as labor, social security, health and social assistance have had positive results in terms of incorporation of large portions of the population into the system. It also states that these reforms have led to the consolidation of a dual structure in the welfare system. On the one hand, a contributory system of social care for formal workers and on the other hand, a public component based on social assistance which covers the rest of the population. Stratification in the quality of social protection also occurs within the contributory scheme, a feature already present in the country’s welfare system.

Keywords: Social Welfare System, Dualism, Uruguay

Introducción

América Latina estuvo sometida a fuertes presiones económicas internacionales para cambiar su estrategia de desarrollo desde fines de los años ochenta, intentando desterrar la de orientación proteccionista, e incorporar una nueva, la de opción pro- mercado. La abultada deuda externa adquirida por estos países en pos de sustentar, entre otras cosas, el patrón sustitutivo de importaciones, forzó a los gobiernos de la época a negociar su endeudamiento con un universo de acreedores política y financieramente importantes –organismos internacionales de créditos, banca privada, etc. En un marco donde los elencos políticos nacionales tenían escaso margen de maniobra para discutir medidas alternativas, se dispusieron a instrumentar un ajuste estructural –económico, financiero, comercial, y de la seguridad social– el Consenso

* Docentes e investigadores del Instituto de Ciencia Política, FCS, UdelaR.

Revista Uruguaya de Ciencia Política - Vol. 22 N°2 - ICP - Montevideo

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de Washington, que no pareció reconocer la heterogeneidad de los contextos en los que se pretendía aplicar.

Se inicia así, la fase histórica calificada de austeridad, en la que se pretendió limitar y/o recortar la intervención directa del Estado en la provisión de bienes públicos. En el campo social, se propició la instalación de un paradigma de protección residual, tendiente principalmente a la re mercantilización de la fuerza de trabajo, a la contención de costos de los programas sociales (Pierson 1994) que condujo, en oportunidades, a la privatización y/o tercerización de los servicios públicos. Además, este enfoque de bienestar priorizó la atención pública de los sectores excluidos en detrimento de otros grupos sociales, inclusive aquellos que se encontraban en posiciones cercanas en la escala social y compartían situaciones de carencia socioeconómicas.

La nueva estrategia de protección condujo a un debilitamiento de las opciones universales de políticas sociales y en contrapartida, se fortalecieron aquellas restrictivas, focalizadas en segmentos poblacionales específicos y que requerían de la comprobación de situaciones de insuficiencia económica para la obtención de los beneficios.

Las adopciones nacionales de estas alternativas de acción no parecieron seguir un patrón único. Por el contrario, algunos países, como Uruguay, que contaban con tradición pública de bienestar, tendieron a resistir la “embestida liberal” de recorte radical. No obstante, acordando con el análisis que realiza Bruno Palier para los países de matriz corporativa en Europa, las naciones latinoamericanas incorporaron algunas modificaciones en sus matrices clásicas de bienestar, que si bien en el corto plazo no supusieron reformulaciones sustantivas en el tratamiento de los principales riesgos sociales, con el correr del tiempo dieron lugar a la “sedimentación de caminos diferenciados de atención pública” (Palier 2012).

A esa fase de repliegue del Estado en distintas arenas de políticas públicas, le siguió un período de reposicionamiento moderado de las agencias estatales, que coincidió con la llegada del nuevo siglo y se extiende hasta el presente. El sistema de bienestar uruguayo se inscribió, aunque de manera particular, en esas tendencias relativamente disimiles de cambio en los formatos de atención pública, generando un conjunto de modificaciones relevantes en las prestaciones de la seguridad social.

El objetivo de este artículo es identificar los últimos tipos de cambio que tuvieron lugar en el esquema de bienestar uruguayo, con la finalidad de analizar sus resultados político-institucionales, en términos de avances, rutas desiguales, vacíos y/o inconsistencias en la protección social emergente. El presupuesto detrás de este análisis, es que los cambios realizados por los dos gobiernos del Frente Amplio (2005-2013) han terminado consolidando una estructura de provisión segmentada entre un polo público asistencial y otro componente de corte contributivo, asociado a la provisión privada –con y sin fines de lucro– de los bienes y servicios sociales.

Para ello, se realizará un estudio detallado de cuatro arenas esenciales de políticas sociales: la de empleo, seguridad social, la de salud y la de asistencia. A la hora de analizar los sistemas de protección social estas políticas constituyen los

componentes centrales, aunque en la discusión sobre el bienestar de las sociedades se deba incluir otras, tales como educación.

1. Las dos tendencias revisionistas y la “trampa” política de la moderación

Un conjunto de estudios nacionales e internacionales ubican a Uruguay como un caso pionero en la región en el campo de la protección social, ya que construyó en las primeras décadas del siglo XX un sistema de seguridad y de asistencia social de amplia cobertura. El mencionado sistema operó sobre un mercado de empleo con dosis significativas de informalidad y consolidó un componente de bienestar contributivo, relativamente estratificado según sector y categoría laboral, que se mantuvo restringido al universo de trabajadores formales (Filgueira 2007).

Ese tipo de esquemas de protección, de forma similar a sus pares europeos, centraron su preocupación en la reposición salarial y en menor medida, en combatir la pobreza y desigualdad social (Palier 2012). Para ello, el país contó con políticas universales no contributivas como la educativa, y otras que por la vía de los hechos consiguió altas tasas de cobertura a partir de una fuerte penetración territorial de los prestadores públicos, como la salud pública; complementando la atención derivada de la esfera laboral.

El paquete de protección de orientación universal, ya sea vía empleo o políticas sociales estratégicas, se completaba con una serie de programas de corte asistencial, dirigidos a segmentos sociales que se encontraban en situaciones específicas de vulnerabilidad y/o poseían algún atributo particular –tercera edad, discapacidad, etc.–. A pesar de la institucionalización de este universo de prestaciones sociales, la operativa política –esencialmente el clientelismo partidario– tuvo mucha incidencia en el reparto de los bienes, generando una dinámica distributiva informal que logró convivir con las reglas de juego formalmente existentes (Castellano 1996; Lanzaro 2003).

Si bien no existen registros confiables, no hay lugar a duda de la presencia de niveles diferenciales de atención de los clásicos problemas sociales durante los primeros sesenta años del siglo XX. No obstante, la matriz de protección producía un efecto político igualador que tendió a amortiguar la percepción ciudadana de las desigualdades sociales. Por supuesto que esa percepción parecía corresponderse con la realidad, en la medida que esta sociedad fue catalogada como “híperintegrada” (Rama 1989) y presentó hasta los primeros años de la década del setenta, pese a su estancamiento económico, índices sociales positivos en comparación con otras naciones de la región.

1.1 La reforma de los noventa

Existe consenso político y académico en que Uruguay comenzó un sostenido proceso de reforma socioeconómica de orientación al mercado durante la década del noventa,

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en plena fase de consolidación democrática. La reformulación de sus pilares de bienestar tuvo como referencia una oferta pública de servicios universales deteriorada, producto de los sucesivos recortes y de la limitada inversión pública llevada a cabo por los gobiernos de facto. A esto se agrega, una fase de experimentación con diversos programas focalizados hacia grupos vulnerables, la que se mantendrá, aunque con ritmos variados, hasta el presente.

La reforma ensayada en el país fue considerada cauta (Castiglioni 2005) en la medida que la introducción de criterios liberalizadores en las políticas públicas no dio lugar a una versión ortodoxa del modelo de desarrollo que se intentaba implantar. En materia social, los sectores objeto de serias reformulaciones fueron el de seguridad social y el laboral, adoptando la nueva orientación económica (Midaglia y Antía 2007).

El subsistema público de jubilaciones y pensiones se semi-privatizó mediante la incorporación de actores privados en la administración de fondos, es decir que se introdujo un pilar de capitalización que se sumó al tradicional de reparto. En el área de mercado de trabajo se dio un proceso de desregulación y de flexibilización laboral, acompañados por recortes de prestaciones laborales. Como contrapartida, se lanzaron una serie de políticas activas de empleo, específicamente de capacitación, destinadas a la población económicamente activa con dificultades de inserción laboral.

Las otras arenas de políticas públicas estuvieron sujetas a recalibraciones (Pierson 2006) de distinta envergadura. A saber, en el sector educativo promovió una pauta de revisión que se diferenció de la típicamente liberal, ya que pareció iniciarse un reposicionamiento del Estado que se manifestó en distintas medidas sectoriales.

En el área de salud se llevaron a cabo modificaciones menores, esencialmente de tipo organizativo, como por ejemplo la introducción de algunas prácticas gerenciales en el funcionamiento del Ministerio de Salud Pública (Piotti 2002) o tibios intentos por descentralizar algunas funciones asistenciales agudizando los problemas de funcionamiento hasta su capacidad límite (Rodríguez Araújo 2011).

Finalmente, el campo de la asistencia y combate a la pobreza se revitalizó, registrando la promoción de iniciativas dirigidas a situaciones de vulnerabilidad, en las que el Estado poseía escasa experiencia. La promoción de estas medidas no estuvo acompañada de cambios organizativos e institucionales en la órbita estatal, sino que de forma precaria, se recurrió a espacios transitorios o excepcionales, con limitada capacidad de gestión.

Estos cambios en las principales arenas del sistema de protección ponen en evidencia la moderación del proyecto reformista pro-mercado adoptado. El sistema de políticas sociales emergente, si bien incluyó una serie de criterios liberales, continuó con la intervención del Estado, asegurando, aunque con menor calidad en sus prestaciones sociales básicas, un perfil de amparo social que ha sido calificado de estatal proteccionista (Martínez Franzoni 2007).

No obstante, importa reconocer que la matriz tradicional de bienestar experimentó transformaciones políticas e institucionales significativas, que marcaron el escenario en el que se inscribieron los cambios posteriores. La moderación en la

implantación del paradigma dominante no fue equivalente a un “congelamiento” de la estructuración de los servicios sociales preexistentes, sino que supuso la incorporación de modificaciones graduales que terminaron generando un cambio relevante en la orientación y organización del sistema de protección uruguayo. En el nuevo escenario, las opciones focales y universales convivirán, pero con débiles canales de articulación y coordinación, inaugurándose así rutas o caminos cuasi paralelos de tratamiento de las necesidades sociales.

1.2 Recuperando la intervención estatal

El siglo XXI se inició con una profunda crisis socioeconómica que impactó directamente en el Cono Sur, fundamentalmente en Argentina y Uruguay. Frente a esta situación de emergencia, el país respondió con una serie de programas focalizados en la extrema pobreza y las instituciones de bienestar sobrevivientes de la fase de recorte, intentaron filtrar las consecuencias sociales derivadas de la crisis económica. Los porcentajes de pobreza e indigencia aumentaron de forma significativa, para comenzar a disminuir de manera continuada entre el 2004 –40% de pobreza– y el 2012 –13%–. Similar evolución tuvieron las cifras de indigencia, con un 4,7% en 2004, que en 2012 se había reducido al 0,6% de la población.

Gráfica 1. Evolución de la pobreza y de la indigencia. 2001-2012.

Fuente y notas: Pobreza: INE 2013: cuadro 7. Incidencia de la pobreza en personas, total país 5000+. Método del ingreso 2006 (todos los años, salvo 2001) INE 2006: cuadro 37 (año 2001). Indigencia: INE 2013: cuadro 2. Incidencia de la indigencia en personas, total país 5000+. Método del ingreso 2006 (todos los años, salvo 2001). INE 2006: cuadro 36 (año 2001).

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A partir del año 2004 Uruguay retoma la senda del crecimiento económico hasta el presente, reconociéndose años excepcionales para su patrón histórico. En ese sentido, en el período 2005-2012 se dio un sostenido aumento del PIB del 5,8% acumulativo anual (MEF 2012). En este contexto económico y social, la coalición de izquierda, Frente Amplio, asume por primera vez el gobierno nacional (2005-2010) y es reelegida para un segundo período (2010-2015). En líneas generales, resulta correcto afirmar que el gobierno de izquierda mejoró el patrón redistributivo a través de la puesta en práctica de un conjunto de reformas sectoriales, muchas de ellas, en el área social.

Entre esas reformas cabe destacar, el retorno a la regulación del mercado laboral, a través de la reinstalación de los Consejos de Salarios a lo largo de todas las ramas de actividad1, el aumento del salario mínimo y las políticas de incentivo a la formalidad del empleo. También figuran iniciativas como la reforma de la salud, a lo que se agregan dos medidas políticamente significativas en el plano de la asistencia social: la creación del Ministerio de Desarrollo Social (MIDES), y la puesta en marcha de un plan de atención a la pobreza estructurado en base a transferencias condicionadas de renta (Midaglia y Antía 2007). Este universo de revisiones sectoriales y nuevas medidas sociales tuvo como telón de fondo una política pública estratégica para aumentar la recaudación fiscal y mejorar la redistribución económica: la reforma tributaria2.

El Frente Amplio marcó un cambio de rumbo en materia de bienestar, recuperando también de manera moderada, la intervención del Estado en este campo. Sin embargo, este reposicionamiento estatal no pareció detener o revertir la fragmentación interna que tenía el esquema de protección, sino que, en cierto sentido, cristalizó la separación entre el componente de asistencia y de bienestar vinculado con el empleo, al igual de lo sucedido en los maduros sistemas europeos.

Luego de dos períodos consecutivos de revisiones de distinto signo, la de los noventa y la del nuevo milenio, se constata que las reformulaciones sectoriales –jubilaciones y pensiones es la destacada en este sentido– tienden a volverse resistentes a retornar a su condición original. Es decir, los ajustes promovidos en períodos anteriores introdujeron un nuevo legado en las arenas de referencias, estableciendo grupos de perdedores y ganadores que se comportan como frenos a modificaciones alternativas.

Resulta evidente que la pauta de renovación instalada puede traducirse en un problema de funcionamiento de la oferta pública en su conjunto, ya que cualquier medida correctiva de las inconsistencias sistémicas, dispersión o superposición de intervenciones, y/o fomento de inequidades sociales, tiene grandes chances de activar frenos y desconfianzas políticas latentes. El único sector de política pública que escapó de esta dinámica de cambio fue la laboral, debido a que la histórica alianza

1 Hasta ese momento algunos sectores de actividad siguieron teniendo instancias de negación pero se reunían de manera voluntaria entre las partes.2 Sumado a la reforma de la Dirección General de Impositiva, se introdujo el Impuesto a la Renta de las Personas Físicas (IRPF) simplificando la estructura impositiva, y mejorando notoriamente los niveles de progresividad de la misma.

entre la izquierda política y los sindicatos presionó al capital a recuperar, bajo nuevos parámetros, los tradicionales instrumentos de distribución de la riqueza –Consejos de Salarios– sin reeditar un escenario político polarizado.

En definitiva, los cambios sucesivos en el sistema de protección y asistencia social dieron lugar a un aumento de su complejidad y fragmentación interna, donde conviven sin nexos institucionales distintas orientaciones de políticas sociales. La estabilización de los programas asistencia y la incorporación de los colectivos informales y grupos de población en situación de pobreza al esquema de protección, si bien limita las estrategias clientelares, también cristaliza la segmentación de la atención pública. Es decir, se institucionaliza la dualización en el tratamiento de las problemáticas socioeconómicas a través del divorcio de un componente de asistencia social, financiado por rentas generales, y otro de bienestar, esencialmente contributivo.

A continuación, el artículo se centrará en identificar, las características de dualización presentes en tres pilares de la seguridad social: trabajo y jubilaciones, salud y asistencia social.

2. El análisis en las diferentes áreas de política

2.1 Política laboral: ¿doble diferenciación de la protección?

Tal como se dijo, la orientación de la política laboral tuvo un cambio significativo con el acceso al gobierno del Frente Amplio en 2005, el cual promovió la asunción de un rol activo del Estado (Senatore 2009). Las principales medidas adoptadas se concentraron en tres áreas: i) la regulación de las relaciones laborales y el fomento del tripartismo, ii) una política de recuperación del salario y iii) la promoción de la formalización del empleo. Sin embargo, la estructura del mercado de trabajo continuó mostrando elevados niveles de segmentación, que las políticas han logrado atenuar, pero no revertir decididamente.

El proceso de reinstitucionalización de la negociación colectiva, como se dijo, tuvo al movimiento sindical –el PIT-CNT, central unificada– como principal aliado del gobierno. De esta manera, se retomó la convocatoria a los Consejos de Salarios3 y, posteriormente ese espacio se institucionalizaría con la creación de un “Sistema de Relaciones Laborales”4. Este nuevo sistema abrió la posibilidad de que los procesos de negociación colectiva se autonomizaran de la voluntad política del gobierno de turno (Pucci, Nion y Ciapessoni 2011: 124) en la medida que habilita a cualquiera de las tres partes –sindicatos, empresarios y Estado– pueda convocar a los consejos de salarios.

3 Decreto 105/05 dentro de la ley Nº 10.449 de 1943. En la convocatoria se incluyó a sectores anteriormente no convocados tales como el público, trabajadores rurales y domésticas. 4 Ley 18.566 para el sector privado y Ley 18.508 para el sector público.

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La serie de cambios promovidos5 generaron un fortalecimiento del actor sindical que se expresó en un aumento de la tasa de sindicalización, especialmente entre los trabajadores del sector privado y, por tanto, un incremento de su capacidad de movilización.

Gráfica 2. Afiliados al PIT-CNT. 1985-2011.

Fuente: Méndez y Senatore 2011: Gráfica 2, sobre base de datos del PIT-CNT.

Las nuevas medidas parecen haber sido exitosas, ya que el número de puestos cotizantes a la seguridad social aumentó en un 60% en el período considerado (cuadro 1 del Anexo). En relación a los niveles salariales, el salario medio real y el salario mínimo real comenzó a recuperarse en 2005 y, en particular este último ganó posiciones al interior de la distribución salarial (Maurizio 2013: 11) (cuadro 1 del Anexo).

La reconvocatoria de los Consejos de Salarios, junto a los lineamientos de recuperación real impulsada por el Poder Ejecutivo, promovió un aumento del salario medio real e incrementos diferenciales de los salarios más sumergidos en las distintas ramas de actividad (MTSS 2013). Este proceso se retroalimentó, a su vez, del mencionado aumento del PIB y de la creciente productividad total de factores –2,8% promedio anual en el período 2005-2012– (MEF 2012).6

Sin embargo, cabe advertir que aún subsiste un amplio segmento de trabajadores que perciben ingresos bajos. En tal sentido, el 48% de los asalariados percibían en 2012 sueldos líquidos inferiores a $14.000, monto que resultaba insuficiente para cubrir el valor equivalente a dos líneas de pobreza urbana per capita.

5 Entre otros se puede mencionar la ley de promoción y protección de la libertad sindical (Ley Nº 17.940 de 2006). 6 La productividad total de factores es el aumento de la producción que no es atribuible al incremento de la cantidad de factores productivos (capital, tierra, trabajo) utilizados.

Este problema es más agudo entre los asalariados informales, ya que un 80% de los mismos perciben salarios inferiores a ese monto (ICD 2013: 1).

Por otra parte, el tercer cambio relevante consistió en impulsar la formalización del empleo. Tanto el dinamismo de la economía, como las políticas desplegadas con el fin de reducir los niveles de no registro en la seguridad social resultaron en una disminución significativa de la proporción de trabajadores informales. Entre las principales medidas cabe señalar la aprobación de normas que buscan incluir y regular las condiciones de empleo de algunas categorías de trabajadores con una alta incidencia de informalidad, tales como las trabajadoras domésticas7 o los trabajadores subcontratados8. Otra medida relevante fue la ampliación del régimen de monotributo9 que buscó facilitar el proceso de formalización de empresas de pequeña dimensión, que se encontraban al margen de la seguridad social (Lanzilotta 2009). Junto a ello, tuvo lugar también un incremento de la fiscalización laboral por parte de los organismos competentes.

De esta forma, la informalidad pasó del 35% en 2006 al 27% de los ocupados en 2012 (Cuadro 1 del Anexo). A pesar de tratarse de una disminución relevante, la proporción de trabajadores en esa condición es todavía elevada, lo cual constituye un problema central del funcionamiento del mercado de trabajo (Arim y Amarante 2009). A su vez, cuando se analiza la posición de los trabajadores en términos de ingresos, se observa que la brecha entre trabajadores informales y formales es alta, especialmente entre los que cuentan con bajos o nulos niveles de calificación. Aun cuando esa brecha se redujo a partir del año 2007, entre los trabajadores de bajo nivel de calificación los formales percibían un ingreso 120% superior al de los informales (gráfica 3).

Debido al tipo de tareas desempeñadas, los pobres niveles de cobertura de servicios sociales a la que acceden y los menores salarios que perciben, en conjunto, una mayor vulnerabilidad de los trabajadores informales10 en relación al resto de la población.

7 Ley N° 18065 de 2006.8 Leyes N° 18099 de 2007 y 18215 de 2008.9 Ley N° 18083 de 2006 y Ley N° 18.874 de 2011.10 Véase al respecto: Doneschi y Patrón 2012.

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Gráfica 3. Brecha salarial entre trabajadores formales e informales por nivel de calificación. 2001-2011

Fuente: Doneschi y Patrón 2012: Cuadro A.12.

En síntesis, en materia laboral aún persisten importantes niveles de dualización del mercado en su conjunto que se expresa en desiguales niveles de protección y remuneración entre los trabajadores informales respecto de los formales y, además, dentro de esta última categoría laboral, aún hay amplios segmentos de trabajadores que perciben ingresos bajos.

2.2 Política de retiro: cobertura universal y segmentada En el plano de las jubilaciones y pensiones, Uruguay adoptó tempranamente el modelo bismarckiano de pasividades con sistemas de reparto vinculados a la historia contributiva del trabajador (Palier 2012). De acuerdo al diseño institucional de este tipo de sistemas, la cobertura depende de la participación en el mercado laboral formal, por lo que tiende a reproducir las desigualdades que se generan en el mismo.

En ese marco, en 1996 se aprobó una reforma estructural que complementó el tradicional sistema de reparto con un pilar de capitalización individual, inaugurando así un sistema de jubilaciones mixto. El nuevo sistema instauró un conjunto de condiciones más exigentes para acceder a las jubilaciones en términos de edad, años de servicio y reconocimiento de los años trabajados. Al estrechar la conexión entre los aportes durante la vida laboral y las jubilaciones se generaron un conjunto de problemas relacionados con la cobertura de los segmentos de trabajadores que tenían inserción laboral informal y/o inestable. A ese primer nivel de segmentación se suma el que aportan las cajas previsionales para-estatales, las cuales no fueron incluidas en la reforma de 1996, y establecen condiciones más favorables para el acceso y cálculo de las pasividades respecto de las que provee el régimen general. 11

Si bien el sistema previsional tiene actualmente una cobertura casi universal

11 Se trata de las cajas de Profesionales Universitarios, Notarial, Bancaria, Policial y Militar y operan de forma paralela al sistema de reparto público administrado por el Banco de Previsión Social (BPS).

de la población adulto-mayor (cuadro 1 del Anexo), las estimaciones para los años próximos indican que un altísimo porcentaje de la población no conseguiría cumplir con los requisitos de aportes para acceder a la jubilación, en virtud de la forma de cálculo para la obtención del beneficio del sistema previsional y de la informalidad e inestabilidad en el mercado de trabajo (Lagomarsino y Lanzilotta 2004).

Durante el gobierno del Frente Amplio, se instrumentaron reformas puntuales de algunos parámetros del sistema de pasividades que supusieron una flexibilización de las condiciones de acceso a las jubilaciones, favoreciendo así a la población con trayectorias laborales inestables y/o en condiciones de informalidad. Se propició la creación de un subsidio de asistencia a la vejez para las personas mayores de 64 y menores de 70 años en condiciones económicas críticas, con lo cual se complementó la cobertura de la pensión asistencial no contributiva, que abarcaba a esa población a partir de los 70 años de edad12. Asimismo, se flexibilizaron los criterios de acceso a las jubilaciones, a partir de la reducción de la cantidad de años requeridos de 35 a 30 y el reconocimiento a las mujeres trabajadoras de un año de servicio por cada hijo. También se flexibilizó el criterio de acceso a la jubilación por edad avanzada13.

Estos cambios contribuyeron a que la cobertura previsional de la población adulto-mayor continuara siendo casi universal. En 2010 alcanzó al 98% de los mayores de 65 años, mayoritariamente a través de las prestaciones contributivas (91%) y secundariamente a través de prestaciones no contributivas (7%) (Gráfica 4).

Gráfica 4. Uruguay. Cobertura previsional de la población mayor de 64 años. Años seleccionados *

Fuente: Antía 2013: sobre la base de Pereira 2011: 92, 95 y 97 con datos de BPS e INE. * Incluye jubilaciones y pensiones contributivas brindadas por el BPS y las Cajas Para-estatales.

12 Ley Nº 18.241 de 2008.13 Ley Nº 18.395 de 2008.

020406080

100120140160180200

2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011

Trabajo no calificado Trabajo poco calificado Trabajo calificado

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Aun cuando los niveles de cobertura del sistema previsional sean elevados, estos siguen mostrando un elevado nivel de segmentación. En ese sentido, los montos de las jubilaciones que perciben las personas que se retiran dentro del régimen de reparto administrado por el BPS son considerablemente más bajos que los que los que lo hacen a través de alguna de las cajas para-estatales (Cuadro 2 del Anexo). Asimismo, existe una importante diferencia entre el monto de la pensión no contributiva destinada a los excluidos del mercado formal de empleo en relación con el beneficio promedio dirigido a los trabajadores formales (Antía 2013). Así, las pensiones asistenciales de vejez e invalidez representan el 45% del monto de las jubilaciones contributivas promedio servidas por el BPS.14

Por tanto, en cuanto a la política de retiro existen diferencias notorias en los montos que perciben distintas categorías de población propiciando elevados niveles de segmentación. A ello se le debe agregar que la modalidad de cálculo para acceder al beneficio jubilatorio que se introdujo con la reforma de los noventa, penaliza a los trabajadores informales e inestables, lo que en interacción con las condiciones del mercado de trabajo, comprometen las posibilidades de acceso a la previsión social de un vasto segmento de la población en un futuro.

2.3 Política de salud: ¿universalización dualizada?Históricamente, la construcción del sistema de salud en Uruguay tuvo como principales rasgos el fuerte peso en materia asistencial adquirido por prestadores de carácter mutual –asociaciones de la sociedad civil sin fines de lucro– en coexistencia con un Estado débil, tanto en materia de provisión como de regulación. Este patrón de construcción institucional se fue consolidando a lo largo del siglo XX, lo que redundó en un sistema que podría caracterizarse como “segmentado” (Londoño y Frenk 1995). Es decir que tuvo un subsistema privado con fines de lucro –marginal– destinado a la atención de sectores socioeconómicos altos y medio-altos; un subsistema también privado, en muchos casos sin fines de lucro y mutual –principalmente a través de las Instituciones de Asistencia Médica Colectiva (IAMC)– que brindó cobertura a los trabajadores formales y a sus familias a partir de las contribuciones a la seguridad social y un subsector público cuyo cometido fue el de brindar asistencia a los sectores vulnerables y aquellos pertenecientes al sector informal de la economía. Cada subsistema tenía mecanismos diferentes de regulación, provisión y financiamiento generando desigualdades en términos de equidad y eficiencia.

Hasta comienzos del siglo XXI, el Ministerio de Salud Pública (MSP) nunca llegó a consolidarse como un organismo rector del conjunto del sistema y ello sumado a la capacidad de organización y presión de los prestadores privados y de los colectivos médicos y no médicos, determinaron que el accionar del mismo se limitara a intervenciones marginales y tardías (Fuentes 2013). Además, hay que considerar que a partir de la reapertura democrática, en el marco de gobiernos de orientación pro-mercado, se optó por promover la consolidación de los seguros privados de atención médica, principalmente a partir de la no regulación. Este escenario se

14 Cálculos sobre la base de BPS 2012, con datos de diciembre de 2010.

completaba con el control directo por parte del ministerio del prestador público, la Administración de Servicios de Salud del Estado (ASSE). Debido a que ASSE era un órgano desconcentrado del ministerio, la práctica rutinaria se orientó casi exclusivamente hacia el componente asistencial, en desmedro de la mirada sistémica.

Aunque el sistema poseía altos niveles de cobertura, no alcanzaba a estar universalizada. Sin embargo, gracias al creciente peso de ASSE, las personas que no accedían al subsistema de seguridad social –producto del continuo deterioro de las condiciones de empleo e ingresos ya mencionadas – podían tener cobertura mediante la comprobación de insuficiencia de ingresos. Hasta el año 2005 el 50,8% de la población se atendía en los centros públicos –trabajadores informales, desempleados y personas en situación de pobreza o indigencia–, mientras que el resto de población veía cubiertas sus demandas asistenciales en alguna Institución de Asistencia Médica Colectiva (IAMC) (43,6%), o en diferentes seguros privados parciales integrales, el 2,1% de la población (INE 2007 en MSP 2009).

Pero la crisis general no hizo más que catalizar una situación de aguda crisis sectorial de carácter estructural, tanto desde el punto de vista financiero15 como de calidad de atención y de indicadores sanitarios. Entre estos problemas, pueden destacarse los siguientes: estancamiento y pérdida de dinamismo en los indicadores de salud; predominio de un modelo curativo de atención –no preventivo–; multiempleo del personal médico; dificultad en el acceso real a los servicios; crisis de confianza en el sistema por parte de los usuarios; débil desarrollo del rol rector del Ministerio, entre otros (MSP 2009). De modo que a nivel sectorial ya existía un consenso en torno a la necesidad de instrumentar cambios profundos, independientemente del partido político que alcanzara el gobierno.

Así, la primera administración de gobierno del Frente Amplio pondría en marcha la construcción de un Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS). El mismo tuvo como principales objetivos mejorar la solidaridad del modelo de financiamiento, modernizar el modelo de gestión, por ejemplo a través del fortalecimiento del rol rector del MSP y transformar los modelos existentes de atención, enfatizando la atención primaria y la prevención (Rodríguez Araújo 2011). En grandes trazos, el edificio normativo de la reforma de la salud se conformó a partir de tres leyes que propiciaron: la creación del Fondo Nacional de Salud (FONASA)16; la descentralización de ASSE respecto del MSP17; y la que determinó la existencia del Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS)18.

En cuanto al primero de los macro objetivos de la reforma se puede decir que el proceso de implementación del SNIS generó un ingreso continuo de amplios sectores de la población al FONASA y mayores niveles de solidaridad en el financiamiento19. La incorporación más significativa fue la de personas menores de

15 A comienzos del siglo XXI se había producido el cierre de diversas instituciones prestadoras y la gran mayoría de las IAMC restantes tenían una situación extremadamente precarias.16 Ley Nº 18.131 de mayo de 2007. 17 Ley Nº 18.161 de julio de 2007. 18 Ley Nº 18.211 de diciembre de 2007. 19 Las contribuciones al sistema son de carácter proporcional al ingreso.

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18 años o mayores con alguna discapacidad, que adquirieron cobertura médica que antes no tenían, a partir de los aportes de alguno de sus padres. Este hecho marcó la gran expansión de la cobertura, como se puede observar en el siguiente gráfico, pasando de 724.830 personas en el año 2007 a 1.337.536 en el inicio de la reforma (agosto de 2008).

Gráfica 5: Evolución de afiliados al FONASA. 2007-2012.

Fuente: MSP (2013)

Si bien existe un cronograma de incorporación de nuevos colectivos por capas hasta el año 2016 –respaldado en ley– buscando preservar la sustentabilidad financiera del sistema, lo cierto es que aunque ese plan se cumpliera totalmente, todavía quedaría casi un 30% de la población afuera del FONASA. Queda configurada de esta manera una situación de tratamientos diferenciales múltiples a la población. Por un lado, una consideración específica para aquellos colectivos con arreglos corporativos, como militares y policías. En segundo término, también habrá una exclusión del fondo de aquellas personas informalmente insertas en el mercado de empleo o sin los recursos suficientes para hacerse cargo de los costos de una cuota mutual, por lo que su cobertura dependerá de ASSE.

En materia de competencia por usuarios, se han enviado señales diversas, cuyo impacto sistémico puede ser contraproducente a la hora de pensar en soluciones para reducir la fragmentación del sistema. Mientras que por un lado, el nuevo sistema habilitó la opción de ASSE como prestador para cualquier contribuyente al FONASA –cosa que no ocurría en el sistema anterior– intentando hacer competir a esta institución con las IAMC, el resultado hasta el momento ha sido que en realidad, más que una opción de elección ha sido una opción de salida para aquellos usuarios de ASSE que ingresaron al FONASA. De hecho, ASSE pasó de cubrir al ya citado 50.8%, a un 34% de la población atendida. Las grandes beneficiarias de esta “fuga” han sido las IAMC, quienes al 2011 crecieron casi un 15% en relación a las cifras mencionadas anteriormente, atendiendo al 58% de la población cubierta (ASSE 2011).

El cierre del último período de cambio, en febrero del 2013, confirma la tendencia mencionada –como se puede observar en el cuadro 3 del Anexo–. Mientras la gran mayoría de la población que optó por cambiar lo hizo hacia alguna IAMC, ya sea de Montevideo como del interior del país, ASSE registra un saldo claramente negativo.

Si bien estos datos no reflejan la cobertura de los seguros privados integrales, es preciso destacar que en relación a este subsector, la implementación de la reforma introdujo un cambio en la competencia por usuarios ya que las personas pueden optar por trasladar su cápita FONASA a un seguro privado integral, al tiempo que deben hacerse cargo del sobrecosto fijado libremente por cada empresa. Este escenario ha determinado que un número de personas, aún no significativo pero sí constante, haya optado por pasar hacia los seguros integrales. Esto queda de manifiesto al observar el peso de los afiliados FONASA (55,25%20) sobre el total de la masa de afiliados de estos seguros en el año 2013.

Debido a que al mismo tiempo ASSE ha recibido importantes incrementos presupuestales, indicadores como gasto por usuario o salarios promedio han tenido una mejora sustantiva. Sin embargo, con menos personas que atender y más recursos disponibles, los déficits asistenciales son de magnitud. A pesar del incremento presupuestal, sólo a modo de ejemplo, al año 2011 el gasto de ASSE era un 86% del gasto realizado por las IAMC21 y las dependencias públicas únicamente poseen el 25% de las camas de cuidados intensivos del país22. Estas diferencias también se pueden observar en relación a los salarios médicos: mientras el salario promedio de un médico de una IAMC de Montevideo es de $51.503 –ronda los U$S2.300–, el salario promedio del médico de ASSE es $29.245 –aproximadamente U$S1.300– (MSP, 2010).

Esta situación del prestador público, se puede explicar desde diferentes factores: por un lado, la imagen construida históricamente de la salud pública como “salud pobre para pobres” no es algo que pueda transformarse rápidamente. Pero además, al mantener la responsabilidad de cubrir a las personas de peor condición socioeconómica que quedan por fuera del sistema, se dificulta cualquier cambio en la percepción ciudadana. De esta manera, todavía opera en el imaginario social que el pasaje hacia una IAMC constituye un indicador de ascenso social.

Por tanto, la principal institución pública está cambiando sus funciones, se le ha incrementado su presupuesto –el gasto por usuario del sector mutual era en el año 2005, 3,5 veces superior al gasto realizado por ASSE, y al 2010 se había acortado la brecha a 1,1623– y se le piden nuevas tareas como por ejemplo la coordinación de toda la red pública de atención sanitaria, pero con las mismas herramientas de antes.

20 Según datos de la División Economía de la Salud del MSP.21 Según Diario El País del 11 de julio de 2012. Consultado en: http://historico.elpais.com.uy/120711/pnacio-651205/nacional/Se-duplico-gasto-en-salud-en-siete-ano22 Según Diario El País del 24 de julio de 2011. Consultado en: http://historico.elpais.com.uy/110724/pnacio-581937/nacional/No-faltan-camas-pero-cti-desbordan/23 Datos tomados de la página electrónica del Ministerio de Salud Pública: http://www.msp.gub.uy/ucecsalud_4971_1.html

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Se puede decir que la economía política de la reforma ha determinado que muchos de los impulsos iniciales se hayan visto frenados, o en algunos casos desvirtuados, como consecuencia de las presiones de ciertos colectivos, o la propia indefinición a nivel de gobierno sobre cómo debe seguir el proceso. El resultado hasta el momento parece haber consolidado un recalibramiento (Pierson 2006) del sistema anterior, más que una transformación radical del mismo.

Mientras ASSE sea el único responsable por la atención de la población más carenciada, difícilmente logre quitarse el estigma de “atención para pobres”. Al mismo tiempo, si no se asume políticamente el desafío de transformar esta institución, el polo público seguirá consolidándose como un espacio de asistencialismo, que, como contrapartida tendrá un polo contributivo atendido por prestadores privados sin fines de lucro, que cada vez estará más atomizado. Dicha superpoblación podrá eventualmente redundar en un deterioro de la calidad de atención, que oficiará como catalizador para la fuga de los sectores profesionales con mejores ingresos hacia los prestadores privados con fines de lucro. En definitiva, de no retomar aspectos de la propuesta original de reforma, se corre el riesgo de no romper con la segmentación, avanzando en su institucionalización hacia una endogenización de la dualización.

2.4 Políticas de asistencia: ¿inclusión sin integración?Como se ha mencionado precedentemente, la crisis económica que atravesó el país en el año 2002 conllevó graves impactos económicos y sociales generando entre otros factores, importantes aumentos en los niveles de pobreza e indigencia del país (ver Gráfica 1). Además, dadas las características del nuevo modelo de desarrollo, en el período de la crisis se registraron importantes niveles de concentración del ingreso, con una leve disminución al final del período de gobierno pasado y comienzo del actual. Así, la distribución del ingreso medida por el índice de Gini para todo el país urbano pasó de 0.433 en 2003, 0.427 en el 2005, 0.448 en el 2007, 0,430 en el 2009 y de 0,378 en el 2012 (Presidencia de la República 2013).

Es en ese contexto de deterioro social que el Frente Amplio inauguró su primer gobierno impulsando un conjunto de medidas destinadas exclusivamente a la atención de las situaciones de pobreza e indigencia social. Una de las iniciativas políticamente significativas en el plano de la asistencia fue la creación de un organismo especializado en el abordaje de las situaciones de vulnerabilidad socioeconómica, el Ministerio de Desarrollo Social (MIDES). Esa entidad llevaría adelante un instrumento transitorio, el Plan de Atención a la Emergencia Social (PANES)24, con el objetivo de atender las necesidades básicas de los hogares en peor situación socioeconómica –pobreza extrema o indigencia–. Una vez terminado el PANES, a fines del año 2007, se pondría en marcha el Plan de Equidad que, estructurado en base a transferencias condicionadas de renta, tenía a la vez el objetivo de ajustar el sistema de protección y bienestar social mediante diversas prestaciones para atender a los estratos socioeconómicos de peor situación.

El Plan reformuló dos instrumentos de transferencias monetarias: las

24 Creado mediante la ley 17.869 de 2005.

Asignaciones Familiares (AFAM) 25 y las ya indicadas pensiones a la vejez (ver sección laboral de este artículo). Ambas medidas supusieron la puesta en marcha de renovados mecanismos de transferencias monetarias, y en particular el nuevo régimen de AFAM se constituyó en una pieza estratégica del sistema de protección social. Cabe señalar que en el año 1999 se había iniciado un cambio en el régimen general de AFAM, que se consolida en una versión más amplia e integral con la ley del año 2008, para atender a sectores sociales sin vínculos formales con el mercado de trabajo26, generando un dispositivo de carácter permanente de apoyo para enfrentar las situaciones de vulnerabilidad social.

El monto de las nuevas AFAM es superior al de las contributivas y, a su vez, es diferencial y escalonado según la edad y el nivel educativo cursado por el beneficiario y varía según la composición del hogar. Además, vale acotar que los montos de las AFAM se ajustan en base al Índice de Precios al Consumo (IPC), de forma que termina resultando una medida contra cíclica ya que limita la pérdida de poder adquisitivo de los beneficiarios en períodos de crisis económica. Interesa añadir que si bien en el diseño original se estipularon una serie de condicionalidades al acceso a la prestación –asistencia a los centros educativos y a controles sanitarios– sólo se comenzó a controlar en el año 2013 y únicamente respecto a la asistencia educativa.

Además de ese instrumento central, se incluyeron en el Plan una serie de programas complementarios de educación, otros concernientes al mundo laboral y algunos dirigidos a fomentar la participación social, entre otros (Plan de Equidad 2007). También contó con una prestación de apoyo alimentario, la Tarjeta Alimentaria27, destinado originalmente a los hogares aceptados en el PANES que contaban con personas menores de 18 años o embarazadas. A partir del año 2010 se determinó que los 15 mil hogares en peores condiciones socioeconómicas recibirían un monto duplicado de esta tarjeta.

En el actual período de gobierno, si bien se continuó con la implementación del Plan de Equidad, se redujo su dinamismo y se dejaron de lado algunos debates pendientes. En una situación similar de poca profundización estuvo la puesta en marcha de una iniciativa novedosa enmarcada en la propuesta electoral del actual gobierno, como lo fue el Sistema Nacional de Cuidados, que ha quedado en intervenciones marginales en formatos de planes pilotos. En cambio sí se han desarrollado una serie de acciones focalizadas, denominados Programas Prioritarios28, destinados a la población en pobreza extrema o indigencia.

25 La ley 18.227 de febrero de 2008 reformó las clásicas Asignaciones Familiares que habían sido inicialmente instrumentadas en 1943 mediante la Ley 10.449 que creaba los Consejos de Salarios y habilitaba la instauración de las Cajas de Compensación de Asignaciones Familiares con carácter obligatorio para el sector privado. Importa señalar que, posteriormente, se le han realizado una serie de modificaciones a las AFAM aunque aquí se considera que el cambio más relevante se da con la instrumentación del Plan de Equidad. 26 Para ver las diferentes reformas introducidas al régimen de Asignaciones Familiares ver: Midaglia y Silveira 2011, entre otros. 27 En la actual Administración la prestación pasó a denominarse Tarjeta Uruguay Social (TUS).28 Se trata de los programas Jóvenes en Red, Cercanías y Uruguay Crece Contigo.

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La puesta en marcha de este universo de medidas de asistencia, en versión de planes o simples iniciativas focales, supuso la inclusión de nuevos grupos de población al esquema de protección social. Pero si no se establecen niveles de complementariedad con las políticas sectoriales y de coordinación institucional, se corre el peligro de aumentar la fragmentación de la oferta pública de asistencia dirigida a situaciones sociales especiales.

A partir de lo anterior se puede establecer que en los últimos años se ha asistido a un proceso de extensión de programas de transferencias de rentas (clásicos y nuevos), complementados con otras intervenciones sociales. Estas transferencias han mejorado la cobertura de los hogares con menores de 18 años (AFAM) y de aquellos con personas mayores de 65 (Pensiones asistenciales), impactando en la reducción de los niveles de pobreza e indigencia. Sin embargo aún resta abordar los déficits de cobertura en hogares constituidos esencialmente por adultos en situación socioeconómica crítica. La gráfica que sigue muestra esta tendencia creciente de aumento del número de beneficiarios de las dos transferencias monetarias no contributivas más significativas (AFAM y Tarjeta Alimentaria).

Gráfica 6. Evolución de los beneficiarios de las asignaciones familiares contributivas, no contributivas y Tarjeta Alimentaria. 1993-2011

Fuente: Tomado de Antía (2013, gráfico 7).

Los montos transferidos mediante estos instrumentos han llevado a impactos redistributivos (Amarante et al 2012), no obstante esos impactos socioeconómicos, las prestaciones no contributivas aún siguen siendo más reducidas que las contributivas (Antía 2013), ya que este tipo de medidas insumen un bajo porcentaje del gasto público total. Mientras las jubilaciones y pensiones ocupaban un 8,8 de la proporción del gasto en relación al PIB, las AFAM (contributivas y no contributivas) representaban, en ese año, un 0,9 del gasto en relación al PIB (Colafrancheschi y Vigorito 2013).

Las reformuladas AFAM supusieron, por un lado, un avance político para la consideración de las problemáticas de vulnerabilidad social, en tanto se asume

que las situaciones de pobreza e indigencia no pueden resolverse exclusivamente vía mercado, sino que el Estado debe intervenir activamente para mitigarlas (Midaglia 2012).

No obstante ello, la orientación que ha tomado el componente de asistencia no está exento de complejidades o pautas que pueden contribuir a una fragmentación del sistema de protección. En primer lugar por la difícil coexistencia de los dos subsistemas –contributivo y no contributivo– que se puede agravar para captar, adecuadamente a ciertos segmentos de población. En segundo lugar porque si bien se han institucionalizado y expandido su cobertura, sin embargo este conjunto de prestaciones no están claramente articuladas con el componente universal, en particular el relativo al empleo.

La desvinculación de las prestaciones monetarias –la de AFAM y las otras mencionadas– respecto al mercado de empleo termina generando una autonomización del conflicto redistributivo de ingresos por salarios, pudiendo ocasionar una precarización de la prestación otorgada (Midaglia 2012).

Se podría pensar que las condicionalidades de los instrumentos de transferencias podrían operar como vínculo con el componente de bienestar del sistema. No obstante ello, en la medida que las AFAM no están expresamente diseñadas con objetivos educativos y/o sanitarios, es dudoso el impacto positivo que en materia de acceso a servicios sociales puedan tener esas condicionalidades (Lo Vuolo 2010).

En definitiva, se puede decir que en materia de asistencia se ha consagrado un piso mínimo de protección para poblaciones anteriormente no cubiertas. Sin embargo, aún no se han generado los ajustes necesarios al régimen de provisión social –en lo relativo a su orientación, acceso y financiamiento– de forma tal que las actuales pautas de inclusión posibiliten rutas de integración social.

3. Consideraciones finales

Repasadas las reformulaciones más importantes de políticas de protección y bienestar llevadas a cabo por los dos gobiernos del Frente Amplio durante el período 2005-2013, parece clara la coexistencia de orientaciones disímiles entre diferentes sectores de políticas sociales, sin claras articulaciones institucionales entre sí. Es importante señalar en este punto, que entre las dos administraciones frentistas se mantuvieron líneas de continuidad en el campo social, pero tampoco hay lugar a duda que el primer gobierno tuvo una actividad más intensa e innovadora en este plano.

De los cambios reseñados se destacan, por el lado de la política laboral, la permanencia de pautas diferentes para aquellas personas insertas en el mercado formal de empleo, en comparación con las que trabajan en contextos de informalidad y precariedad. Estas diferencias se expresan, tanto en los niveles de protección como de remuneración. Si bien las políticas implementadas, junto con la expansión económica, propiciaron un aumento de la formalización del empleo, el hecho de que la estructura del mercado continúe siendo tan heterogénea determina que la

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separación no sea únicamente entre formales e informales, sino que incluso dentro de los formales las variaciones son muy importantes.

En relación al sector de políticas de retiro, la fragmentación y dualización en el mercado laboral se observa replicada en términos de ingresos por pensiones y jubilaciones. A este hecho debe agregarse también la característica del nuevo sistema de seguridad social creado en 1996, que introdujo la penalización del trabajo informal y precario a la hora de calcular los niveles de ingresos y de acceso a las jubilaciones. Estos son simplemente algunos de los aspectos que evidencian la complejidad y la fragmentación del esquema de bienestar emergente. Estas expresiones político-institucionales deben inscribirse en un mercado de trabajo, que además de los típicos niveles de informalidad característicos de la región, ha naturalizado otras formas de precarización laboral a través de contratos que implican derechos sociales limitados.

En materia de atención sanitaria, la reforma realizada por el Frente Amplio ha tenido resultados positivos en términos de incorporación de grandes porciones de la población a la cobertura formal, entre otros factores. Pero al mismo tiempo, lejos de diluir las grandes diferencias heredadas entre los prestadores públicos y privados, las mismas –atenuadas– se han consolidado cada vez más, confirmando la estructura dual de provisión. Pero además, la arquitectura del sistema no parece ofrecer demasiadas perspectivas de que este esquema pueda ser revertido en el futuro.

Finalmente, en materia de asistencia social, de forma similar a lo constatado para el sector salud, los avances en la inclusión de segmentos de población que carecían de protecciones mínimas, se ven matizados por las dificultades de articulación de estas iniciativas con los componentes de bienestar. Este recorrido podría inhibir el fortalecimiento de rutas de integración social, a favor de la consolidación de rutas paralelas – y sobre todo desiguales – de desarrollo social.

Al no terminar de reorientar las estructuras de provisión consolidadas en décadas anteriores, el conjunto de avances que ha realizado el país en materia social (en términos sectoriales y de inversión pública) tiende a diluirse ante la dinámica segmentada de la operativa de provisión social. Si bien existen matices entre sectores, en líneas generales los estratos en mejor posición económica y política atienden sus riesgos sociales recurriendo al mercado y/o aquellas unidades del sistema que mejor funcionan, mientras que los sectores sociales bajos utilizan la vía de la asistencia pública. En definitiva, se abandona explícitamente la pretensión política de cubrir las necesidades de los diversos grupos sociales por los mismos principios e instituciones, consolidando con recursos públicos un esquema dual de bienestar.

Este escenario, fragmentado y dualizado, no necesariamente se consolida como rasgo estático de la nueva matriz de bienestar. Por el contrario, el país cuenta con posibilidades de combatir esos aspectos a través de readecuaciones de las políticas sociales de opción universal, que contribuyan a la integración social y recreen mecanismos de igualdad de oportunidades. De esta manera, el abordaje y moderación de esta problemática sistémica se ha transformado en uno de los principales desafíos que enfrenta el esquema de protección y bienestar nacional.

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Ministerio de Desarrollo Social (2007). Plan de Equidad. Consejo Nacional de Políticas Sociales – IMPO.

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Ministerio de Trabajo y Seguridad Social – MTSS (2013). Evolución del Salario Año 2012, Unidad de Evaluación y Monitoreo de Relaciones Laborales y Empleo – Observatorio de Mercado de Trabajo, MTSS, Montevideo.

Palier, Bruno (2012). “El régimen de bienestar continental: de un sistema congelado a las reformas estructurales”. En Eloísa del Pino y Mª Josefa Rubio Lara, Los Estados de Bienestar en la encrucijada. Políticas sociales en perspectiva comparada. Madrid: Editorial Tecnos.

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La renovación del sistema de protección uruguayo: el desafío de superar la dualizaciónFlorencia Antía, Marcelo Castillo, Guillermo Fuentes y Carmen Midaglia

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Anexo:

Cuadro 1. Formalidad, empleo, salario medio y salario mínimo (en %)

Cotizantes a la Seguridad Social (BPS)

Trabajadores no registrados en la seguridad

socialTasa de empleo

Tasa de desempleo

Salario medio real (var. anual)

Salario mínimo real(var. anual)

2004 916.200 s/d 50,8 13,1 -0,12 -1,862005 1.005.200 s/d 51,4 12,2 4,54 56,182006 1.083.800 35 53,9 11,4 4,45 20,532007 1.166.700 35 56,7 9,6 4,69 9,992008 1.248.700 33 57,7 7,9 3,56 3,392009 1.283.200 32 58,5 7,3 7,28 19,052010 1.350.203 31 58,4 6,8 3,30 1,892011 1.409.331 29 60,7 6,0 4,08 16,562012 1.457.546 27 59,9 6,1 4,18 11,06

Fuente: Elaboración propia sobre la base de BPS 2012 e INE.

Cuadro 2. Segmentación del sistema previsional uruguayo. Algunos ejemplos (diciembre de 2010)

Cantidad de jubilados Monto promedio de las jubilaciones. Pesos corrientes

Bancaria 10.091 43.536Profesionales 7.979 30.200BPS 377.104 9.222

BPS – Industria y Comercio 204.598 8.664BPS - Civil 57.943 14.603BPS – Escolares 22.921 19.843BPS – Rurales 69.570 5.187BPS – Domésticas 35.852 4.745Administradoras de Fondo de Pensiones 4.429 3.325

Fuente: elaboración propia sobre la base de BPS 2012; Caja de Jubilaciones y Pensiones Bancarias 2010: cuadro 7; Diario El País, 22 de abril de 2012.

Cuadro 3: Porcentaje de Movimientos de usuarios según Prestador de Salud (2013)

% del total de movimientos registrados

Tipo de Prestador Ingresos Egresos

IAMC Montevideo 66, 7% 39, 7%IAMC Interior 29, 5% 10, 9%ASSE 3,8% 49, 4%

Total 100% 100%

Fuente: Informe Movilidad Regulada de los Usuarios del SNS (2013)

INSTRUCCIONES PARA LOS COLABORADORES

La Revista Uruguaya de Ciencia Política (RUCP) es una publicación académica especializada en temas políticos de interés nacional, regional e internacional. La RUCP divulga trabajos de investigación y ensayos de alta calidad científica, inédi-tos en nuestro idioma, incluyendo reseñas y comentarios críticos de libros.

La RUCP está especialmente dirigida a un amplio público universitario, dirigencias políticas, empresariales y sindicales, agencias de gobierno, organismos públicos, or-ganizaciones no gubernamentales y al periodismo especializado en temas políticos. La RUCP mantiene intercambios con una treintena de universidades extranjeras y se distribuye en nuestro medio en librerías comerciales de la capital e interior.

La RUCP cuenta con una edición on-line, debidamente registrada, alojada en el web-site del Instituto de Ciencia Política y en el Portal Scielo Uruguay.

La selección de artículos para su publicación se realiza mediante un proceso de eva-luación ciego (anónimo) a partir de seis criterios: (a) pertinencia académica del artí-culo, (b) originalidad de sus contenidos, (c) pertinencia del enfoque y revisión teó-rica, (d) calidad del análisis, (e) resultados alcanzados para la teoría, y (f ) calidad de la escritura.

1. Envío de artículos

Los artículos postulados deben ser inéditos. Los autores deberán enviarlos en forma digital y en formato Word al Editor de la Revista: [email protected]

2. Criterios de Edición

2.1. Tamaño de los artículos

Los artículos tendrán hasta un máximo de 9.000 palabras, presentadas en espacio y medio, hoja formato A4, con los márgenes definidos por defecto en Word (superior e inferior: 2,5cm; izquierda y derecha: 3cm.). Las reseñas y comentarios críticos de libros deberán tener un mínimo de 1.200 y un máximo de 1.500 palabras.

Revista Uruguaya de Ciencia Política - Vol. 22 N°2 - ICP - MontevideoFlorencia Antía, Marcelo Castillo, Guillermo Fuentes y Carmen Midaglia

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2.2. Edición

Título e Identificación de AutorMediante nota al pie con un asterisco se identificará en el título toda aclaración o referencia al trabajo que el autor crea conveniente (por ejemplo si su trabajo es el resultado de una investigación, si se trata de paper presentado a un seminario o conferencia, etc.). Mediante nota al pie con dos asteriscos, se indicará el último nivel de formación académica terminado, la pertenencia institucional del autor y su correo electrónico.

Aspectos TipográficosLos artículos se presentarán en letra Times New Roman, tamaño 12, tanto para el texto como los títulos y subtítulos, para las notas al pie se utilizará el tamaño 10.Los títulos deben estar numerados (1., 2., 3., etc.), en negrita, y sin punto al final. Los subtítulos deben ir en cursiva y numerados (1.1, 1.2, 1.3, etc.). Tampoco llevan punto final. Además deben tener un espacio arriba y otro debajo. Para subordinar frases o hacer aclaraciones se utilizarán –guiones medianos– (Alt+0150) pegados a la palabra o frase que se guionan. Los puntos, comas, dos puntos y punto y coma deben estar pegados a la palabra y con un espacio después.Se deben evitar en lo posible los subrayados, sustituyéndolos por itálicas o cursivas. Para las transcripciones o citas textuales se utilizarán comillas tipográficos “y”; y comillas francesas «y» para entrecomillar dentro de una frase que ya está entreco-millada. Si una cita no se incluyera entera, se indicará con tres puntos entre paréntesis rec-tos: [...].

GráficosLos gráficos deben presentarse en un archivo aparte, en su formato original, prefe-rentemente Excel, adecuadamente numerados e identificado su lugar en el texto.Recordamos tener en cuenta:La impresión es blanco y negro, y por lo tanto sugerimos que los gráficos sean ela-borados en esos tonos para no generar confusiones con los colores. Normalmente, los gráficos aparecen en la revista con dimensiones más reducidas que su tamaño original, por lo tanto se exhorta a los articulistas a extremar los cui-dados respecto a la claridad de la información que se incluye –tramas, tonos, tipo y cantidad de líneas o columnas, etc.

Tablas Los mismos deberán estar numerados claramente, las tablas solo tendrán líneas horizontales, nunca verticales, y las referencias a la fuente o aclaración irá debajo y fuera de esta. Se recomienda utilizar las tablas de Word (Autoformato Básico 1), nunca usar barra espaciadora.Número y Título : Letra 10, negrita.Textos y números: Letra 10, simple.Fuentes: Letra 9, cursiva.

Citas y Bibliografía Al final de los artículos se citará la bibliografía referida en el texto. Se indicará, en este orden: Apellido, Nombre / Año / Título en cursiva/ Ciudad/ Referencia de Editorial o Institución que lo edita. En el caso de tratarse de un artículo en una revista o libro, el título del artículo irá entre comillas “.”, y el nombre del libro o revista en cursiva. En el caso de los artículos y de los capítulos de libro es imprescin-dible especificar página inicial y final del texto incluido en la bibliografía.

Algunos ejemplos serían: Gueddes, Barbara (1994). “Challenging the Conventional Wisdom”. Journal of

Democracy 5(4): 118. Haggard, Stephan (1990). Pathways from the Periphery: The Politics of Growth in

the Newly Industrializing Countries. New York: Cornell University Press.Hall, John A. (1993). “Ideas and Social Sciences”. En Judith Goldstein y Robert

O.Keohane (eds.) Ideas and Foreign Policy: Beliefs, Institutions and Politi-cal Change. Ithaca and London: Cornell University Press, pp. 31-34.

Buquet, Daniel y Gustavo De Armas (2004). “La evolución electoral de la izquier-da: crecimiento demográfico y moderación ideológica”. En Jorge Lanzaro (coord.) La izquierda uruguaya entre la oposición y el gobierno. Montevi-deo: Fin de Siglo, pp. 109-138.

Para las citas dentro del texto se utilizará el formato Americano. Entre paréntesis: Autor espacio Año dos puntos número de página, o tramo según corresponda. Por ej.: (Williams 1998), (Shugart 1997:143), (Roberts 1995:17-21), (Huntington 1994; Acuña 1993).

Notas al PieLas notas deberán estar numeradas correlativamente y al pie del texto (no al final), voladas, insertas con la función habitual de Word (Insertar + Nota al Pie + Auto-numeración).

Instrucciones para los colaboradoresRevista Uruguaya de Ciencia Política - Vol. 22 N°2 - ICP - Montevideo

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ResúmenesLos resúmenes deberán ser presentados por los autores y estarán al principio del ar-tículo luego del título y autor y antes del texto. Los mismos tendrán una extensión máxima de 120 palabras. El resumen (abstract) y el título en inglés deberá aportarlo también el autor.

3. Derechos de autor

El Instituto de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universi-dad de la República (institución editora) se reserva los derechos de autor o difusión de los contenidos de los artículos publicados en la RUCP.

4. Consultas

Ante cualquier consulta sobre la presentación de artículos, pueden consultar al equipo de edición:Revista Uruguaya de Ciencia Política: [email protected]

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