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Universidad de AntioquiaInstituto de Filosofía Rilke: Elegías.Profesor: Dr. Jorge Mejía ToroMaría José Vidaurre Trabajo I
Lo peor era la brusca, la horrorosa crueldad de la luz; no podía ni mirar ni dejar de mirar; ver era lo espantoso, y parar de ver
me desgarraba desde la frente a la garganta.-Maurice Blanchot, La locura de la luz
Rainer María Rilke (1875-1926) no necesita otra introducción. Basta con mirar que
de la guerra la estampa perenne sea el horror en el lenguaje, un monstruo fundacionalmente
desfigurado que danza en la frecuencia de la muerte; sea en forma de un más allá del verbo
que, en su exceso de realidad, aniquila se esencia al ser capturado, sea en la forma de un
sustrato que afirma, con cada acto de reconocerse como capturable, cómo coexisten las
fuerzas necesarias dentro de sí para convertirse en la pureza del concepto. Es en esta
inflexión donde adquiere toda su fuerza el sentido de pensar la obra de Rilke como un regalo
para el pueblo. Sin embargo, para que el sentido adquiera fuerza, debe ser primeramente
debilitado al mostrarse reflexivamente en la vacuidad de su estructura. Por tanto, para que
una significación transaccional pueda ser desprendida de dicha configuración, es necesario
ahondar más en el carácter entitativo de quien mezcla la tinta sangrante con el puño.
Hay un momento en el cual el decir objetivo puede ser desdoblado tanto en un
reconocimiento de la imposibilidad de captura de la Cosa, como en la multiplicidad de
tonalidades donde la Cosa se expresa sin mayor sorpresa. Un hombre que ha atravesado el
suficiente espacio como para que la novedad no le deslumbre de manera instantánea, se sitúa
en un palacio sobre un risco; luego, el sacrificio, o es la vista o es María. Aun con lo anterior,
cualquier cosa que haya sucedido, se expresa en una cualidad donde las pretensiones
sistemáticas de la filosofía muestran su esterilidad, y anuncian que, a menos de que el lente
sea trabajado en la fineza de lo etéreo, no es posible comprender la inexorable unidad entre
la vida y la muerte que se expresa en las Elegías, una escritura que difumina su hermetismo a
la vez que exalta su constelación profundamente cerrada y vertida en y para sí. Este decálogo
es un sistema, pero no a modo de sistematización sino de composición; una melodía
perfectamente solidificada en sí, en sus cimientos, un edificio que busca otorgar la
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comprensión de un mundo que se explaya desde la absolutez de su centro, hacia los
recónditos fragmentos donde descansan los remanentes de una eternidad inmovilizada.
No obstante, es ineludible la tarea de traer a colación un momento de la obra de Rilke
donde su pretensión era la existencia del poema-cosa, al cual, en una carta enviada a Lou
Andreas Salomé en 1903, define como «cosa de arte liberadas del tiempo y entregadas al
espacio.» El poema como cosa de arte muestra su doble apertura si la direcciones hacia un
sentido de totalidad . En una medida, se instala como reconocimiento de un detenerse del
flujo de la Cosa en la cosa, donde esta cosa de arte hace una captura momentánea y solidifica
una composición primaria en la palabra del poema; pero, de forma simultánea, el poema
como cosa de arte, al intentar difuminar el incólume peso del tiempo, podría cauterizar de un
modo demasiado tóxico la herida que, siempre irresuelta, flotará en el espacio. Sin embargo,
si pensamos en la obra de Rilke, todo indica que la toxicidad queda disuelta en un antídoto
proveniente de su mismo centro, donde la reinstauración de la palabra poética en el espacio,
superando así las indeterminaciones propias del tiempo, es lo que permite vislumbrar de un
modo ahora sí total, la constelación sistemática de las Elegías.
No obstante, debemos pensar en una sucesión de movimientos de forma tal que el
vislumbrar la totalidad del sistema de Rilke sea posible. Las Elegías, aunque necesitan del
paso del poema al poema-cosa para encontrar su objeto, una vez que lo localizan, lo superan
de forma casi inmediata pues un poema como cosa no es suficiente. Para esto, podríamos
suponer un primer salto cualitativo en relación con el acceso a ciertos estadios del ser. Esto
implica, si se quiere, un primer movimiento de la conciencia donde se reconoce una cualidad
en el tiempo de forma disociada del espacio. Este problema es ya, de todas formas, lo
suficientemente complejo en sí mismo como para que, ahora de la mano de Rilke, se
introduzca apresuradamente la contratensión que surgirá de dicha introyección; esta
contratensión se expresa ahora en forma de eyección, sea como efecto colateral del primer
salto, sea como un segundo salto en relación con la cualidad donde la búsqueda necesita
orientarse hacia un principio supratemporal, hacia instancias que logren superar, en la
vastedad de su sentido óntico, al tiempo. Lo que nos corresponde en este espacio es
dilucidad en donde se situa esta posibilidad, donde está la luz de las Elegias para, ahora sí,
dar el tercer salto, que es el retorno al espacio, pero no al espacio en el sentido de la cosa,
sino a la unidad indisoluble entre el principio formal que excede al tiempo, y los principios
que exceden al espacio, en casi de ser distintos.
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Si nos mantenemos en la dimensión del poema-cosa, esta luz parece estar articulada
en relación con el acceso de éste a su dimensión de imagen, como si esta nueva gradación en
lo entitativo de las cosas, el reconocimiento de un carácter veritativo de su representación, es
lo que nos indicaría el camino a seguir en las Elegías. Se trata de «convertir la angustia en
cosas». Empero, aun cuando el ángel, cómo cosa, protege, y por eso es que Rodin no iba a
quedar loco, nuestro poeta recibe el golpe enviado por lo sublime y cae, de modo súbito, en
la realidad de que no es que el poema agote la Cosa, sino que la Cosa se agota en el poema.
Pero hay una inversión en el orden donde el ángel no puede ser materializado, y se consagra
como el ente del amor intransitivo, donde todo puede tan sólo volver sobre sí. En el ángel ya
está contenido todo tiempo, condensado en su figuración. Un amor intransitivo, proyectado
hacia algo que va más allá de la cosa para adentrarse, mediante la figura de la negación de la
cosa, en la Cosa misma. Es por este motivo que María es madre como Cosa impenetrable, y
ahora ya no tenemos un poema cosa, sino un poema-vacío equilibrándose en una mecánica
de cuerdas: una suspensión de la imagen poética en el abismo reflexivo de lo Poético.
Carta que precede a las Elegías1
Un texto que se vuelve vivo y sobrepasa a quien lo ha escrito, la afirmación de que
«esta vida suspendida así en lo insoldable es imposible». Sin embargo, las Elegías son el
sitio donde la vida se instala nuevamente en su continuum de posibilidad; aun así, dicha
instalación es efectuada, en el sentido de una infinitud bien encausada, a partir de la
comprensión de su unidad indisoluble con la muerte, siendo esta última la dimensión oculta
de un proceso mayor y total donde ambos polos son tan sólo macro elementos constitutivos
del balance de la relación. Pero es en la vida, mediante un acto de conciencia, donde se
reconoce la constitución múltiple de una totalidad pretendidamente unitaria. En esta gran
Unidad habita aquello que excede a estos seres que necesitan acceder a su conciencia
reflexiva para reconocerse, pero sólo hasta que sea cimentada la organización de dicha
Unidad en un sentido que rectifica su contrareidad interna, y una vez que el despliegue de la
conciencia acepta que así sea, es posible entonces ubicar una médula ontológica en el amor.
1. En este primer apartado, todos los elementos que aparezcan entrecomillados corresponden a citas textuales de la carta escrita por Rilke a Witold von Hulewicz, aparecida en Rilke, R. M. (2010). Elegías del Duino. Trad. Jorge Mejía Toro. Colombia: Universidad de Antioquia. Dada la naturaleza del texto, se evitan realizar citas textuales en el formato correspondiente puesto que elimina cierta fluidez en el escrito.
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La escritura de las Elegías está en relación con una muerte temprana, ya sea la muerte
de Sophie, la hermana de Rilke, proyectada sobre sí de manera contundente como rastro
indisoluble de la angustia, culminando en una aberración a la madre; o la muerte prematura
en el sentido más elevado del término, si es que tal cosa supera a la anterior. Que este sea el
referente y no otro, no hace más que iluminar «el centro de aquel reino de cuya profundidad
e influencia participamos nosotros, por doquier ilimitados, junto con los muertos y los
venideros», es decir, el señalamiento de un camino donde se expresaría la comprensión de un
tiempo que es excedido por una instancia superior, y que por tanto, significa todo aquello
que parecería ser vacío por excesivamente aperturado.
Estas indicaciones iniciales del poeta nos hacen buscar, casi con obviedad, la relación
directa entre el instante y el tiempo. Para responder a esto, quizá la vía más económica sea
colocar al instante como aquel principio constitutivo del tiempo, el cual, en su proceso de
mutabilidad continua, se instaura a modo de sistema fluido entre las dinámicas de cuerpos
espacializados, y por tanto, en su sentido intrínsecamente fluído, se desvanece y resurge en
una entidad que debe excederle para contenerle, y en este sentido primario, se habilita la
posibilidad de pensar el vacío como estructura constitutiva del instante, convirtiendo a este
en el principio constituyente del tiempo, situando el vector flotante en una relación cuya
articulación fundamental es su proyección de infinitud en un sentido tanto intensivo como
extensivo, puesto que en un encadenamiento de entidades que se ubican en unidades
infinitamente colindantes, «la abolición del tiempo es la condición para que todos ellos
sean». La pregunta irresuelta es cómo está posibilitado pensar en algo que se convierta en
una significación superior al tiempo, de modo que todo lo que no es el tiempo también pueda
estar circunscrito a él.
Si la indicación de Rilke fuese orientada sólo en un sentido puramente conceptual, es
efectivo que pensar en la Totalidad, la Unidad o el Vacío es de todas formas una osadía, pero
una osadía que no parece exasperar más que su posibilidad de resolución en términos de
abstracción. Empero, pensar en esta configuración, en este Recinto de la multiplicidad de
entidades, no sólo en una medida conceptual, sino sobre todo, existencial, implicaría una
renuncia a las especificidades de lo corpóreo para acceder a la vastedad de aquello que lo
excede todo. La novedad en el sistema de Rilke es que este acceso, lejos de precisar una
búsqueda que trascienda los umbrales de la propia existencia, lo que intenta es que se
vislumbre su instalación en un sentido profundamente terrenal, de modo que sólo a través de
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dicho retorno al centro de todo origen, podamos ser capaces de introducir tanto el centro
como la conciencia de éste en el «más amplio de todos los circuitos», en la totalidad.
Esto último dictamina lo que de ahora en adelante será, si se quiere, el centro de
aquel telos siempre abierto que justifica todos los años que requirió la construcción del
edificio elegíaco: una Labor. Esta Labor, en un sentido metapraxiológico, se expresa como
una tarea inacabada, en constante movimiento, y quizá hasta el final de las Elegías sea
revelado un resultado; lo impredecible de la lectura de Rilke hace que parezca imposible, en
una primera aproximación, determinar si dicho resultado podría ser conclusivo a modo de
muerte en la palabra, o ser un resultado aperturado hacia su mismo proceso de modo que,
aun cuando es alcanzado, sea el pivote de un nuevo inicio que lo instaura como fundamento,
dando origen a la muerte de la palabra.
Con independencia de que no sea posible aun determinar la estructura interna de un
eventual resultado, el camino está demarcado. «Nuestra tarea consiste en infundirnos con tal
profundidad, padecer y pasión esta tierra provisional y caduca, que su esencia resurja
“invisible” en nosotros». Aun más, se explica que la labor es una conversión de lo amado
visible, en invisible vibración, que no es lo mismo que vibración invisible, puesto que la
invisible vibración denota la falta de un objeto cuya cualidad de invisibilidad es lo que le
permite ser un exponente de vibración, sobre todo cuando lo común es pensar que la
invisibilidad aniquila todo despliegue de movimiento. Si lo amado visible estuviese
contrapuesto a una vibración invisible, estoy supondría un objeto efectivamente vibratorio
que podría adquirir, según su disposición, un carácter invisible, pero su invisibilidad le es
dispensable. Por tanto, lo que surge es la necesidad de hablar de una invisibilidad
independiente de la visibilidad del espacio, un nuevo orden en la mirada que permita que un
sustrato del Ser se presente sin tener que ser representado.
Cabría, en este momento, tomar bastante en cuenta la organización físico-plástica del
edificio de Rilke. Si el anterior movimiento articulatorio de un nuevo reino de lo (in)visible
fuese efectivo, se introducirían «nuevas frecuencias de vibración en las esferas vibratorias
del universo», donde se expresarían no sólo intensidades no-calculables en cuanto sustancia
espiritual, sino extensiones materiales que pueden ser situadas y aprehendidas en forma de
unidades mensurables. Para una mayor claridad a este respecto, es decir, en qué medida
surge la conexión entre un nuevo orden de lo visual, y la construcción y extensión de más
unidades de vibración, debemos retomar ciertas relaciones que parecen ir constelando el
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asunto que vendría a posicionarse como medular en esta lectura de las Elegías del Duino.
Estas relaciones pueden pensarse en términos de ciertos conceptos fundamentales, a saber,
tiempo, imagen, vacío, palabra; y a partir de esta matriz que es tan sólo provisional,
comprender la relación necesaria que les dota de su existencia como matriz y no como
elementos enteramente disociados.
Partiendo de lo anterior, debemos decir que el tiempo está indisolublemente atrapado
en las redes de la imagen: los criterios por los cuales el tiempo adquirió su cualidad de
unidad física de medición estaban dados porque enunciaba una dimensión que, en cada
movimiento atravesado por el espacio de la materia, ésta última podía reconocerse como
modificable, no en cuanto a su esencia misma, sino en cuanto a la cualidad lumínica con la
cual era observable o no esa dimensión espacial. Posteriormente, esta misma disponibilidad
de las cosas a ser observables de acuerdo a un ente luminoso, parecía tener un correlato
específico con el desgaste de la existencia de la cosa, la cual, con el movimiento continuo de
su cuerpo sobre una dimensión que no dependía del espacio, igualmente se desgastaba, sólo
que lo hacía de una manera menos perceptible que cuando era modificada por la aplicación
de fuerza sobre su cuerpo. Esto quiere decir que con la movilidad de los cuerpos entre el
resto de un Sol fulminante que se ahogaba, y la desesperanza del ente omnipresente de la
noche, ocurría una transformación que enunciaba la vida misma de la muerte.
No obstante, dichos fenómenos se presentaban en tanto exterioridad, representándose
en cuanto elementos disociados de la corporalidad a la que afectaban, como si no fuese
evidente la pasión de la luna sobre el mar. De ahí los trazos de una deificación de la
Naturaleza en cuanto exterioridad suprahumana que no sólo dirige el espacio sino el tiempo,
y que por tanto, en cuanto tiempo exterior, delimita la duración de la cosa misma en relación
con la potencia de transformación de su materia en el espacio. Podríamos decir que esto era
el tiempo. Pero ese no es el tiempo desde cual se expresa la posibilidad de pensar la
superación del tiempo a partir de principios superiores para acceder de nuevo a la
exacerbación del espacio. El tiempo contra el que arremete Rilke es algo que podríamos
llamar, momentáneamente, tiempo ideológico, que no es un tiempo que expresa el nivel más
bajo del debate sobre la adhesión a un encadenamiento de representaciones ideológicas
discursivas, sino un Tiempo Ideológico, cuando la Ideología no es discurso sino estructura
intemporal que concatena e instaura, en el seno de un centro unificado por el espacio
borrable, toda posibilidad de pensar el vacío. Empero, esto requiere un desarrollo posterior.
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De momento, es suficiente con decir que para pensar este tiempo debemos hacerlo a
partir del primer salto cualitativo mencionado previamente, donde la dificultad estriba en que
es común pensar una unidad de medición del tiempo como indefinible más allá del espacio,
es decir, más allá de las transformaciones materiales que sufren los cuerpos que flotan en el
vómito del mundo. Pero de esta cualidad de los cuerpos de flotar se extrae que puedan ser
articulados en el tiempo, es decir, que lo rígido y lo blando de este mismo mundo, puedan
pensarse a sí mismos como fluyendo; el tiempo, más allá de la disponibilidad de ser
cuantificado por una multiplicidad de elementos espaciales, necesariamente debe rescatar su
pretensión de ser una unidad separada del espacio mismo; sólo de esta manera, uno y otro
elemento pueden ser diferenciados, pero sobre todo, significados en una articulación
conjunta que pretende desplegarse en la maximización del tiempo como registro por una
parte instaurado en el espacio de manera continua, y al mismo tiempo, en disfrute
exhuberante de su disrupción lineal en tanto orden no-limitado por el espacio.
No obstante, de este reconocimiento del tiempo en cuanto dimensión que excede el
espacio, se suscita la necesidad de pensar en un modo en el cual este tiempo aislado, este
tiempo presente como forma y ausente como acto total, pueda verse a sí mismo encadenado
en el espacio en el cual se enumeran sus golpes, a través de un algo que lo encadene al ser en
el cual adquiere su carácter de tiempo imaginado, y no hay ninguna otra forma más
específica de apelar a la apertura continua a la purulencia del tiempo sino tan sólo a través de
las heridas de la representación. Una representación es una herida del espacio que se
sobredimensiona en el tiempo; es decir, es un algo que intenta capturar otro algo que excede
el espacio y el tiempo mismo de la pretensión de captura, y esto lo logra articulándose como
una red material donde se posiciona el sentido de quien intenta significar ese algo
susbtanciado en otra cosa que no es el cuerpo espacial mismo, donde la sobredimensión
temporal reside en que la cosa diferente de ese algo mismo que sí es el cuerpo representado,
está presente de un modo que se despliega de los límites espaciales de la existencia; es decir,
que la cosa, a pesar de su cuerpo, puede volverse presente para quien la significa, y por
tanto, que la cosa, más allá del cuerpo, se confabula en la entrega de un fragmento de su
tiempo a través de otra cosa que no es ella.
Pero es un error pensar que la representación sea tan sólo una transición repetitiva de
modo que el mostrar continuo de la cosa representada vuelva más potente su aparición, sino
que la representación debe pensarse como intensiva; si pensamos en una frecuencia, es cierto
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que la representación podría ser cuantificada en términos de la repetición con la cual la cosa
aparece; pero hay una dimensión transversal a esta extensión y es la que está dada por el
grado intensivo con el cual una cosa deja de necesitar de otra cosa para que su nivel de
representabilidad sea aprehendido y reiterado: es una visita en independencia de la repetición
del espacio. No obstante, debemos iniciar diciendo que un cuerpo que puede visitar, es decir,
transitar de un espacio a otro, necesita de una cualidad de fluidez para que el acto de transitar
sea efectivo. Si todos los elementos del entorno fuesen duros o blandos, el movimiento sería
imposible, ya sea por una sobre-saturación espacial, o por una indeterminación total del
espacio. Por tanto, necesariamente debe existir un tercer elemento que amalgame lo duro o lo
blando de los otros cuerpos y les permita coexistir sin destruirse, es decir, una dimensión de
fluidez. El movimiento de los fluidos en mayor medida es un movimiento ondulatorio, y
valga decir que las ondulaciones y la frecuencia son los principios de la vibración. De
momento, esto es suficiente.
Si volvemos a que la representación es un término frecuentativo, aun cuando la
frecuencia se exprese en otra medida, ésta es la cantidad de repeticiones de un movimiento
ondulatorio en relación con la dimensión temporal que ocupa su movimiento mismo. Su
cálculo se obtiene a través de dividir la medición del desplazamiento de la onda por unidad
de tiempo (velocidad), entre el espacio que ocupa esta misma onda (longitud de onda). Aun
así, la longitud de onda, en cuanto espacio, tiene una dimensión temporal dada por su cálculo
mismo, que se desprende de saber la distancia que recorre cada una de estas ondas en una
especificidad temporal. La longitud de onda y la frecuencia son indisolubles, tanto como la
fluidez y el tiempo. Dicho esto, habría que hablar más sobre la longitud de onda.
El espectro visible está dado por la relación directa entre las posibilidades
fisiológicas del ojo y las longitudes de onda; estas son provenientes de la radiación
electromagnética de cuerpos que, a través de la disputa constante de sus componentes, es
decir, del movimiento de partículas con carga eléctrica que transportan energía, son capaces
de generar luz propia y propagarla a modo rayos luminosos hacia cuerpos que no producen
luz propia, lo cual es capturado por el ojo. La mirada está en dependencia de un fluido. Una
vez expuestas estas indicaciones, es preciso señalar que esta desviación teórica es necesaria
para ir entramando porque la exigencia de Rilke es una exigencia hacia un orden de
visibilidad que aun no ha sido desarrollado, pero que expresa su necesidad de existencia toda
vez que la desaparición de lo visible, irreemplazable, se muestra con mayor furia. Si se
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quiere, en este momento es cuando se puede ir afinando más la introducción de la variable
ideológica, que permite pensar el proyecto de Rilke como un proyecto con pretensión no
contra-ideológica sino anti-ideológica, asunto que, obligatoriamente, debemos retomar
conforme se avance en la lectura del decálogo.
Nos invade una «vida envasada al vacío», y Rilke, no lejos del espíritu de la época
fecunda donde se instala, ya envía la premonición de una hiancia epocal donde cada vez
estará más distante la posibilidad de ubicar en las cosas aquel rastro de invisibilidad, y esto
ocurrirá (o ocurre) porque la tendencia de su representación se muestra solo en un sentido
repetitivo extensivamente, desplazando y trastocando el orden intensivo de su
fundamentación, y obnubilando, por tanto, la insuficiencia del mero recuerdo arrojado al
pasado, y la necesidad que esto expresa en términos de una reconfiguración del acceso al
mundo representable; «La tierra no tiene otra escapatoria que volverse invisible (…) solo en
nosotros puede consumarse esta intima y perdurable transformación de lo visible en lo
invisible, en lo que no depende más del ser visible y asible, así como nuestro propio destino
se nos vuelve, sin cesar, más presente y a la vez más invisible». Esta es, finalmente, la
celebración que enconmiendan las Elegías, la conciencia de su labor, o dicho en los mejores
términos que pueda ser elaborada la altura de un pensamiento de tal escala, es «un reflejo del
país del Nilo en esa claridad de desierto propia de la conciencia del muerto». Una claridad
desértica que permite un segundo juego de la imagen, ahora como aparición, como impureza
en la presentación.
Es momento de pensar en el ángel, o señalar sus rasgos fundamentales, dado que esta
criatura «en la que aparece ya consumada la transformación de lo visible en invisible que
nosotros cumplimos», es angular en toda la estructura. Para este, las cosas existen porque su
invisibilidad ha sido otorgada desde antes, y su invisibilidad perdurará hacia el otro sentido
de la tensión temporal, sin importar que tan latente parezca estar su materialidad. El ángel es
capaz de reconocer, en este orden de la mirada, un rango más elevado de la realidad. Sobre la
invisibilidad, médula del ascenso a un estadio existencial que se reconoce como situado y
particularizado en una universalidad que le excede, el poeta nos muestra que es aquel
sustrato hacia el cual se orientan los mundos en términos de su realidad más profunda y más
cercana, lo cual implica, en su doble movilización, que la invisibilidad se asocia al vacío; la
pregunta es, sin embargo, cómo dicha asociación se instala en una clase de entidades que ven
como, desde la conciencia del ángel, se desvanecen o se reinstauran en la pretensión de
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realizarse en su modo invisible de ser. Conseguir algo en relación con lo anterior puede
decirse que es la Labor.
Primera Elegía2
«¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?» Parece ser que
desde el momento en el cual el acto expresivo es mediado por un grito, esta primera súplica
no logra acceder, al menos no de manera total, a las profundidades del orden que alberga a
los ángeles; y en tanto la ascensión hasta dicho recinto no es aun efectiva, cualquier
aproximación implica, de todas formas, un perecer en el exceso de la potencia del ser. «Todo
ángel es terrible», por eso, la falta de dignidad para acceder a lo pavoroso, que finalmente es
la pureza, es lo que detiene la continuación de la súplica hacia una entidad sorda, que lo es
no por obstinación, sino por naturaleza. No obstante, todo no es completa aridez afectiva, y
queda, en cierto fondo culposo, algún resto donde descansamos a partir de la unión entre la
memoria y la mirada.
Pero, ¿cómo se desgasta esta simbiosis? En aquel elemento que otorga invisibilidad
pura: la noche, aquella instancia donde «el viento lleno de espacio cósmico muerde nuestro
rostro». Lo que acontece en este primer sentido que vislumbra las dificultades de un pensar
invisibilizado, es que el peligro primigenio es el olvido, la indistinción, la falta de diferencia,
una apertura cuasi total de la significación. Para los amantes, es decir, para los seres que
localizan su amor en una cosa particular a modo de reciprocidad consonante, la única
diferencia en su suerte de olvidar consiste en que pueden resguardarse en el ocultamiento de
la caducidad del uno en tanto perviva su falta de caducidad en el otro. Empero, no es
suficiente. La solución: «Arroja de tus brazos el vacío y añádelo a los espacios que
respiramos»; pero este resultado debe ser matizado de tal forma que sea comprensible cómo
el vacío da la respuesta. Por tanto, el primer eslabón para intentar llevar a cabo esta labor
consiste es ascender en busca de los principios formales que orgánicamente permitan el
nacimiento de las Elegías, para en el acto de observar su alumbramiento, dejarnos poseer por
una ceguera que será revertida en forma de invisible luminosidad.
2. A partir de este apartado, a menos de que se indique otra cosa, todo aquello entrecomillado «» corresponde acitas directas del texto Rilke, R.M. (1987). Elegías del Duino & Sonetos a Orfeo. Trad. Eustaquio Barjau.Madrid: Cátedra. Por el mismo motivo que en el apartado anterior, se omite hacer la cita en el formatocorrespondiente, teniendo como fundamento que el número de Elegía permite vislumbrar más que un númerode página.
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Nada puede llevarnos a un ascenso mayor que Dios. Tal y cómo es señalado en la
introducción a esta edición de las Elegías, debemos pensar en una deidad no en un sentido
cristiano, sino como un motor que incluso transciende los umbrales de la extensión máxima
del tiempo, la eternidad, y que se instala no en un modo trascendental respecto del resto de
entidades que cobija, sino que teje su existencia entre los cuerpos, en la plenitud terrenal de
su ser. «No es nada más. Tan sólo un mar del cual de vez en cuando salen tierras.// El es el
seno, él es el mar.» (Rilke, El libro de las horas). Pero en este mar tempestuoso «se
levantaba una ola y se acercaba, en el pasado». Una ola, condensación de lo instantáneo de
un efecto, elemento que cuando completa su movimiento, queda disuelto una tétrica
multiplicidad de elementos indistinguibles en su inmediatez. No obstante, hay algo que
desvía de la tarea, una distracción, aparecida en la forma de los amantes, pero superada en la
forma de aquel modo de amar que mantiene al objeto en su sacralidad intocable, que tan sólo
se sirve de él como referente, haciendo que crezca, en la resonancia del choque de una
reciprocidad vacía, el amor vertido sobre sí mismo, sobre el objeto no como extensión sino
como intromisión en sí.
«¿No es tiempo de que amando nos liberemos del ser amado y resistamos esto
estremecidos: como la flecha resiste la cuerda para, concentrada en el salto, ser más que ella
misma?» O, puesto en otros términos, no es momento de reconocer que la plenitud del Amor
tan sólo es posible toda vez que el dinamismo de las fuerzas de amante-amado es superado y
desplegado; pero su proceso de resignificación, de modo que el valor positivo sea reinsertado
a quien lo ha enviado, tan sólo es efectivo con la mediación del vacío. «Escucha lo que
sopla, la ininterrumpida noticia que se forma con el silencio (…) los vivos cometen todos el
error de distinguir con demasiada fuerza.»
Aun cuando se pretenda mostrar la unidad de la vida con la muerte, este es un
mensaje a los vivos, quienes no somos necesarios para los muertos, pero para quienes estos
últimos son la piedra angular de cualquier interpelación; somos aquellos a quienes la
existencia les estaría imposibilitada si no fuese porque ya unos otros han sido, con
anterioridad, arrojados a un vacío desde el cual surgen para reintegrarse y resolverlo,
suturarlo. Esta sutura se logra en el llanto por Linos, en la musicalización de la palabra, es
decir, en la consagración de la hondura del texto y el eco, penetrando la materia inerte en un
espacio asustado, donde se vuelve menester explicar cómo, de repente, «el vacío logró
aquella vibración que ahora nos arrebata, y consuela, y ayuda».
11
Segunda Elegía
«Todo ángel es terrible» Y, no obstante, es a este destino fatal hacia donde se dirige el
golpe de las cuerdas: el trazo donde se destila la mirada vacía. Pero si ascendiéramos un paso
más hacia la luz, «si ahora se acercara el arcángel», pereceríamos, nuevamente, por un
exceso de ser. Aun así, tal y como Rilke señala en su carta introductoria, el ángel no debe ser
asociado con sus figuraciones cristianas, mas no reniega del todo de su posibilidad islámica;
y en esta última, la orden de los arcángeles, administradores de las labores superiores, se
compone de diez, de modo que la totalidad del sistema elegíaco está protegido por un orden
mayor que compete a la particularidad y a la universalidad del sistema, y esto indicaría que
el acabamiento de la Labor reside en el reconocimiento de un principio que logre exceder la
misma totalidad de la que se predica; el poeta tan sólo nos advierte que es demasiado pronto,
mas no exime pensar que hacía esta cualidad superior y organizativa es hacia donde se
orienta de modo ilocalizable todo telos.
Es por este motivo que, cautelosamente, volvemos a los ángeles, a esos seres que son
«crestas de todo lo creado, (…) articulaciones de la luz, (…) espacios de esencias, (…)».
Esto, a primera vista, parecería ser tan sólo un carácter descriptivo que se anuda en torno a
las representaciones de un ángel en sentido histórico; esto significa, un ser que ha sido
elevado a la más alta gradación de su valor óntico y formal por encontrarse en un espacio
compartido con la deidad, y sería redundante repetir todas las figuraciones de exceso
lumínico asociadas a esto. Empero, se introducen dos elementos fundamentales que
permitirán comprender el trastocamiento cualitativo que hará Rilke de los ángeles.
¿Qué es un espacio de esencia? Para intentar decir algo sobre esta precisión, quizá
debamos ahondar un tanto más en las especificidades de los ángeles de modo que la
oscuridad de este elemento pudiese ser disminuida. Los ángeles son, sobre todo, «espejos:
que irradian su propia belleza y la recogen de nuevo en su propio semblante». Esto nos
muestra que, en efecto, en el ángel está condensado todo tiempo, pero, sobre todo, porque el
ángel es la figura en la cual se cumple el trastocamiento de la mirada; en un primer sentido,
el ángel es mirada pura, vertida sobre algo de un modo tan absoluto que le permite insertarse
de nuevo y diluirse en la invisibilidad que le es conferida, y a partir de esta última, recibirse
en su despliegue y observarse nuevamente. La mirada, en términos generales, parece ser un
extrañamiento en el cual se distingue un yo que mira de la cosa mirada o en potencia de
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serlo, y por tanto, ésta se introduce apuntalando y segregando, con la magnitud de
aprehensibilidad otorgada por su campo efectivo, a las cosas, como si golpeándolas
súbitamente con ese intentar descubrir del que las vuelve prisioneras, pudiese finalmente
exprimir y extraer de ellas su dignidad más elevada.
Sin embargo, como la figura del ángel es espejo, pero es espejo donde ya es
consumada la invisibilidad, nos enfrentamos ahora a un reflexividad vacía, y si la
especulación se orienta en un sentido fructífero, esta es una fuerte llamada de atención de
Rilke en relación con la necesidad de modificar el orden visible, introduciendo, en sus
vértebras, una dimensión circunspecta con dificultades selectivas para aislarse, cualidad que
sí posee el oído, y que además permite recuperar la superación del poema-cosa, orientado a
la plasticidad visual, para encontrar el poema como ascenso, donde cada palabra es un
eslabón de la sonoridad melódica que distrae a los monstruos para aperturar un pequeño
acceso a la Totalidad desde el vacío en el que se enuncian.
Empero, este desplazamiento de la mirada puntuada al ángel como mirada, o dicho
de un mejor modo, en el trastoque que acontece a lo interno un orden de lo visual donde su
incompletud es solventada por un registro orientado en el reino de lo acústico,
necesariamente surge una complicación en términos de que, dada esta yuxtaposición, parece
hacerse real la disolución de ciertos límites en un determinado registro representacional,
decantando por exigir la construcción ya no sólo de un nuevo orden visual orientado a lo
invisible, sino por la construcción o destrucción de las condiciones de posibilidad para el
surgimiento de estos mismos límites. «Somos esto, sin embargo. ¿Sabe a nosotros el espacio
del mundo en el que nos disolvemos? ¿Cogen los ángeles realmente sólo lo Suyo, lo que
irradia de ellos, o, a veces, como por error, hay algo de nuestro ser allí?»
Lo anterior es tan sólo el rasgo general de un problema de desequilibrio dialéctico, no
porque los polos de una relación dialéctica deban ser equiparables en la fuerza de su
magnetismo, sino en tanto nos aproxima a pensar en una relación doblemente articulada
sobre la invisibilidad que, en su exceso de negatividad, al menos conceptualmente, podría
cristalizarse como negación pura, y esto ocurre puesto que su pretendida positividad le
devendría de una entidad visible que, en tanto contrario conceptual, haría que toda la
relación se constituya como un plus de negación en la negación. Dicho de esta manera, en
este abandono de los límites, en esta disolución en el espacio, se expresa la composición de
una totalidad mayor, y en efecto, su posibilidad de exceder está dada por el vacío, en el cual
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se configura, mediante un movimiento que no hemos atinado a vislumbrar aún, una nueva
composición del espacio que si ha sido ocupado; sin embargo, existe la posibilidad de que
tan sólo estemos hablando de un reordenamiento más que de una nueva configuración, y, de
ser así, la mirada del ángel, en su pretensión de omniabarcar, se abarca a sí misma y, por
error, aunque es mejor pensar que por condición necesaria, perece en la medida en la que
perece aquello que es mirado.
Ciertamente, dada la magnitud de nuestro poeta, se reconoce que hay una segunda
gradación de este problema imbricado en el asunto del pensar invisibilizante, en tanto los
ángeles, «no lo notan en el torbellino de su regreso a sí mismos. (Cómo iban a notarlo.) (…)
Sólo nosotros pasamos por delante de todo como un intercambio aéreo.» Esto empieza a
perfilar, si se quiere, por qué el ángel es directriz, más no receptor del centro significante del
texto. Los ángeles, aun cuando son seres cercanos a lo humano, les exceden, y en ellos ya
está completado el movimiento que nosotros debemos iniciar. Simultáneamente, como en los
ángeles la invisibilidad ya está, y son capaces de reconocerle y dotar de existencia a las cosas
en relación con esta medida, quiere decir que podrían, en sentido inverso a nosotros, dotar de
visibilidad a aquello que no la posee, y por tanto, esto justificaría que no puedan distinguir si
lo que su imagen ahora refleja sea tan sólo la invisibilidad que ya estaba existente o un
aumento de algo que, en su cualidad inextensiva, aparece como irreconocible. Nosotros, al
pasar de manera transitoria por todo, tenemos la posibilidad de establecer que cada instante
corresponde a una diferencia, sea por la visibilidad con la que se enunció la relación de
disparidad de un tiempo incesantemente fragmentado, sea porque en cada fragmento se
refleja una imagen doblemente descompuesta.
A partir de lo anterior, parece que los amantes son quienes podrían, sin duda, inteligir
la disputa en la dinámica. En este momento se escinde otra vertiente que amalgama lo que ha
sido dicho hasta el momento, y es que no se puede derivar la inexistencia de la invisibilidad;
por el contrario, la invisibilidad parecería reafirmar la duración. Si situamos de nuevo a los
amantes en aquella noche que los vuelve indistintos, «yo sé que os tocáis de un modo tan
dichoso porque la caricia se retiene, porque no desaparece el lugar que vosotros, tiernos,
cubrís; porque debajo sentís el puro durar.» Con lo anterior, se introduce un nuevo sentido
para desentrañar el sistema visual de las Elegías y es el tacto. Si el oido parecía ser un rasgo
invisible pero vibrante del vacío, incluso constitutivo de éste, el tacto es quien recibe esta
reconfiguración surgida del vacío.
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La nueva complicación es que, a diferencia de lo que permitiría capturar las redes de
la mirada, que no necesita un contacto directo sino tan sólo un contorno selectivo, y a
diferencia de lo que captura el sonido de los demás objetos en relación de reciprocidad
circunscrita a un mismo centro de orientación sonora, el tacto parece ser un sentido
escurridizo, que captura a la cosa en su totalidad una vez que la aprisiona, pero que cuando
no lo hace, está imposibilitado en su totalidad para acceder a ella. Sin embargo, está
instantaneidad es lo que le permite una captura de lo invisible contenido en ella, aun cuando
la condena sea a la desaparición. Por tanto, la introducción de los amantes en este sentido
viene a señalar, nuevamente, la imposibilidad de disolver, en un primer golpe, vinculaciones
doblemente articuladas que se expresan como tensiones necesarias, y en este caso particular,
cómo la duración y la fugacidad no pueden ser ubicadas sin considerarse mutuamente.
«Cuando os lleváis uno a la boca del otro y os disponéis a beber: bebida junto a bebida: oh,
cómo entonces el que bebe escapa extrañamente a su acto.»
Finalmente, «esto es lo nuestro, tocarnos así; con más fuerza», pero la interrogante
irresuelta es, tal y como era al inicio, donde localizar los espacios de esencia. Será que ahora
nosotros, en cada anudación de los cuerpos, somos esencia, y el espacio es lo que constituye
el excedente de una esencia sellada al vacío de lo continuamente tocado. Basta decir que,
para intentar decir algo, debemos avanzar hasta la tercera Elegía de forma que
comprendamos que, sea lo que sea que se busque, «ya no podemos seguirle con la vista hasta
imágenes que lo amansen, ni hasta cuerpos divinos en los que, más grande, se moldee.»
Tercera Elegía
«Una cosa es cantar a la amada. Otra cosa, ay, a aquel escondido, culpable dios
fluvial de la sangre», o en un sentido puramente visceral: una cosa es cantar a la cosa; otra
muy distinta, al carácter reflexivo de la cosa vertida en abundancia sobre un sí mismo
despojado. Neptuno, último, exterior, gaseoso, donde los vientos transcurren de forma
abundante y colérica en sentido inverso a su rotación. «Oh el oscuro viento de su pecho, que
sale de la retorcida caracola.» Neptuno de la sangre, torrente continuo que se dispersa y
opera a modo de fuerza inversa que se retrotrae y hace naufragar en un fondo donde subyace
la culpa; esta Elegía es, por tanto, la explicación de la inversión de la mirada cuando la Cosa
se descompone en elementos particulares que, según su recorrido por instancias superiores,
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logra alcanzar una gradación en la universalidad. Esta gradación, no obstante, parece
volverse efectiva sólo cuando el acceso a la Cosa, en el sentido amplio de la estructura vacía
donde se alojan los umbrales del deseo, transforma su ruta de exceso pasional a una
invisibilidad objetual, para, nuevamente, reafirmar que la existencia se acrecenta a medida
que se vuelve invisible «Escucha cómo la noche se abre en valles y se ahueca.»
Este primer movimiento de aniquilación del objeto se inicia de la siguiente manera:
«Vosotras, estrellas,/ ¿no viene de vosotras el gozo del que ama al ver el/ semblante/ de su
amada? La visión interior que él tiene/ del rostro puro de ella, ¿no la tiene del astro puro?».
Estrellas, elementos que, en evidencia exteriores, aparecen de un modo cercano; aunque no
por esta razón, se desvirtúa la superación de un modo espacio-temporal particular, disociado,
en términos de correlación, del modo específico en el cual ocurre la posibilidad de
observarles. Por tanto, parecería ser que el ver una estrella es un acto que más allá de real, es
imaginario en el sentido de constelarse dentro de una instancia donde su significación
prescinde de aumentarse para volverse significativa, y lo es en la medida en que su contenido
parece completo; luego, podriamos decir que es ese estar a la deriva en continente puro, sin
que el descanso aparezca como imperioso. Esto puede intepretarse de la siguiente manera: la
estrella es el referente, un ente lumínico que en su lejanía no produce el daño fulminante por
el exceso de luz o de calor que en su existencia cercana produciría, y como si no bastara,
aquello que es observable tan sólo es el rastro de una agitación suicida en su interior de
modo que una estrella es un retrato móvil de la muerte. En el imperio del vacío, aparecen,
indistintas, durante un acontecer de tal suerte que la muerte aparece y se borra en la
simultaneidad de un algo fugaz que nace de ella, y que muere en la muerte.
Pero para que la aniquilación del objeto sea efectiva, este nuevo vacío debe ser
sustituido por un referente de manera que el significante flotante pueda articularse en una
nueva cadena de significación. Este referente es, en cierto sentido, una imagen que se
desprende de la Imagen, lo cual podría tentarnos a voltear la mirada hacia el problema de la
reduplicación. Esta visión interior que se construye puede pensarse como una cadena causal
donde aquel que ama es partícipe del objeto en un sentido disociado: el problema no es si el
que ama ha tenido un primer acceso al objeto de su amor, es decir, no es un problema ni de
negatividad ni de positividad, sino que, de forma independiente de dicha variable, logra
afirmar que el objeto es cercano a la Cosa.
Dado que el litigio no reside en un mecanismo de oposición de fuerzas contrarias
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sino en la espiral pura que nace de una unidad contradictoria, la visión interior es tan sólo la
continuidad de la fuerza de dicha espiral hacia su centro, una fuerza que opera a modo de
succión al vacío. Conforme esta imagen transita en el vacío (esto es tan solo tentativo, no es
posible dilucidar en que marco categorial el vacío podría ser una instancia, menos aun si al
serlo, se convierte en transitable), se acerca más a su punto de origen, de modo que vuelve
irreconocible cada rastro de particularidad, haciendo una transacción ontológica en la medida
en la que universaliza todo aquello que no integró en el desperdicio de lo particular, y es
como así, esta imagen de la Imagen, adquiere un nivel superior a su referente; al mostrarse
cada vez más lejos de ella, se acerca más a la Cosa. «¿Piensas realmente que tu leve
aparición le hubiera conmovido así, tú, la que pasa como el viento mañanero?» En efecto,
no, no lo habría hecho, porque la afirmación no está dada en la medida en la que se necesitó
un objeto para formar la imagen, sino en que ahora esta imagen, devenida de los astros,
deslumbra cuando afirma su ser.
«Llámale... tu llamada no le hace salir del todo de su oscuro comercio.» Debemos
evaluar este tráfico. Una vez que el objeto ha sido desplazado, ocurre, ahora sí, lo que debía
acontecer. En una relación de dos amantes, el principio relacional es uno de reciprocidad. Si
se elimina la reciprocidad, los elementos que se desprenden y se envían en la vía de la
relación caen en un espacio vacío. Sin embargo, en este vacío que ahora ha generado nuevos
exponentes de vibración, se alza uno con mayor intensidad que el resto. Este nuevo
exponente se transmuta en la forma de una imagen, pero no de cualquier imagen, sino de una
que reniega de la materialidad de su referente para superarle, y convertirse en un algo con
dignidad existencial mayor. Como esta imagen, en apariencia, es vacía dado que se abstrae
del espacio y quizá también del tiempo, parecería ser que el que inicia la transacción
deposita un exceso en este vacío sin que la reciprocidad haga aun su aparición; de ser así, el
problema no sería tan agudo.
No obstante, esta imagen, aun cuando reniega de su referente inmediato, reconoce
que necesita de un referente mayor en la medida en la que su propio vacío constitutivo ahora
también la consume a ella. El problema mayor es que este referente mayor sólo puede
otorgarle exceso, porque eso es él, y dicho de esta manera, la imagen se carga con
demasiados elementos que no le pertenecen de modo que su inflación entitativa hace que
explote y ahora, lejos de resguardar a nuestro amante de los peligros del objeto, es la Cosa
vomitando y esparciendo todo aquello que suscitó el resultado de la contratensión de la
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succión al vacío, ejemplarizando un golpe de abstracción. Es por esto que la advertencia
final ya no es hacia nadie mas que hacia otra cosa que pudiese sustituir un objeto, de modo
que le salve con «la sobreabundancia / de las noches… Retenle...»
Bibliografía consultada
Rilke, R.M. (1987). Elegías del Duino & Sonetos a Orfeo. Trad. Eustaquio Barjau.
Madrid: Cátedra.
Rilke, R.M. (2010). Elegías del Duino. Trad. Jorge Mejía Toro. Colombia:
Universidad de Antioquia.
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