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124 Revista Casa de las Américas No. 280 julio-septiembre/2015 pp. 124-133 NOTAS L os cubanos todos y en particular quienes desarrollamos nuestras tareas desde la Casa de las Américas, institución fundada por la triunfante Revolución de 1959 y que lleva la marca de esa heroína de la gesta del Moncada que fue y siempre será entre nosotros, con una presencia tangible y mágica a un tiempo, Haydee Santamaría, debemos al sabio guatemalteco Manuel Galich el conocimiento profundo de esa que José Martí llamó Nuestra América. Tal parece, cuando lo pensamos desde la distancia, que Galich estaba predestinado a formar parte del equipo fundador de la institución cubana. Hoy no hay duda para nosotros de que existió y existe una absoluta coherencia entre la vocación latinoamericanista y de integración de la Casa, y las ideas y propósitos del intelectual. Por eso al referirnos a su obra en Cuba debemos ubicar como parte de ella a la Casa de las Américas misma, pensada como un recinto abierto y plural, concebida para abrigar y amplificar toda la diversidad de pensa- miento y creación del Continente. A esta institución, el intelectual, el político, el historiador, el dramaturgo, el maestro aportó puntos de vista y principios fundamentales de trabajo. Uno de ellos, imprescindible, está relacionado con la necesidad permanente de dar voz y visibilizar a los pueblos indígenas, de no olvidar JAIME GÓMEZ TRIANA Rostros de la América indígena en la obra de Manuel Galich* * Palabras leídas durante la Primera Semana Académica Cubano-Guate- malteca «Manuel Galich», realizada en mayo pasado en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala.

Rostros de la América indígena en la obra de Manuel Galich*casa.cult.cu/publicaciones/revistacasa/280/Notas.pdf · 2019-12-12 · Lingüístico de Verano, el Instituto Indigenista

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NOTAS

Los cubanos todos y en particular quienes desarrollamos nuestras tareas desde la Casa de las Américas, institución fundada por la triunfante Revolución de 1959 y que lleva la

marca de esa heroína de la gesta del Moncada que fue y siempre será entre nosotros, con una presencia tangible y mágica a un tiempo, Haydee Santamaría, debemos al sabio guatemalteco Manuel Galich el conocimiento profundo de esa que José Martí llamó Nuestra América. Tal parece, cuando lo pensamos desde la distancia, que Galich estaba predestinado a formar parte del equipo fundador de la institución cubana. Hoy no hay duda para nosotros de que existió y existe una absoluta coherencia entre la vocación latinoamericanista y de integración de la Casa, y las ideas y propósitos del intelectual. Por eso al referirnos a su obra en Cuba debemos ubicar como parte de ella a la Casa de las Américas misma, pensada como un recinto abierto y plural, concebida para abrigar y amplificar toda la diversidad de pensa-miento y creación del Continente. A esta institución, el intelectual, el político, el historiador, el dramaturgo, el maestro aportó puntos de vista y principios fundamentales de trabajo. Uno de ellos, imprescindible, está relacionado con la necesidad permanente de dar voz y visibilizar a los pueblos indígenas, de no olvidar

JAIME GÓMEZ TRIANA

Rostros de la América indígena en la obra de Manuel Galich*

* Palabras leídas durante la Primera Semana Académica Cubano-Guate-malteca «Manuel Galich», realizada en mayo pasado en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala.

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jamás los horrores de la conquista, de combatir y superar la condición colonial.

No voy a insistir en detalles biográficos que han sido abordados con mayor propiedad por otros investigadores. Sin embargo, debo hacer referencia al rol desempeñado por Galich en 1945, siendo ministro de educación del gobierno de Juan José Arévalo, en la creación del Instituto Indigenista Nacional. Atado a las corrientes de la época dirigidas a dar solución al denominado «problema indígena», influido por el culturalis-mo norteamericano, en diálogo con el proceder –hoy sabemos con qué objetivos– del Instituto Lingüístico de Verano, el Instituto Indigenista Nacional, según se puede leer en el editorial de su primer Boletín, centró sus esfuerzos en la contemplación de los fenómenos sociales a partir de dos puntos de vista específicos:

El histórico, que es la más amplia relación causa efecto, y el funcional que podría de-cirse que es la satisfacción de determinada necesidad por medio de una costumbre de un grupo social. [...] Una de las labores fun-damentales del Instituto habrá de orientarse hacia la investigación de la función y el pre-sente significado de los diversos aspectos de las culturas indígenas del país, en una forma racional, que implica la constatación objetiva de los fenómenos considerados.1

Más allá de las limitaciones que se pudieran atribuir a esta institución y a otras creadas por el gobierno de la Revolución Guatemalteca, no

hay duda de que primaba entonces una voluntad de justicia social que incluía el desarrollo de capacidades que permitieran conocer a pro-fundidad, mediante el empleo sistemático de métodos científicos y con el objetivo de poder trazar líneas coherentes de desarrollo, la realidad nacional. Hoy se tendrían seguramente muchos cuestionamientos a aquellos objetivos, sobre todo porque no estaba allí considerada la propia voz de los indígenas, pero no es posible pedir al pasado asumir puntos de vista del futuro. Cada proceso es hijo de su tiempo y resultado de un contexto que no podemos evaluar con herramien-tas extemporáneas.

Obviamente, se necesita aún realizar un estu-dio pormenorizado de la actuación de Manuel Galich en aquellos años. Una investigación que ponga el acento sobre su gestión, sus discursos, sus declaraciones de entonces, a fin de ir estable-ciendo su itinerario ideológico, la evolución y el desarrollo de su pensamiento. No obstante, los propios testimonios del autor nos permiten aden-trarnos en algunos temas de medular importancia a la hora de fijar su biografía intelectual. Sin la posibilidad de ser exhaustivos debido a las difi-cultades para acceder a un importante conjunto de fuentes, intentaremos aquí esbozar a grandes rasgos una zona específica de ese recorrido.

En una entrevista poco conocida, que le fuera realizada por el notable escritor y periodista, recientemente fallecido, Eduardo Galeano, y que apareció en mayo de 1962 en el semanario uruguayo Marcha, Manuel Galich se refiere al valor de la reforma agraria desarrollada por la revolución guatemalteca:

La Reforma Agraria da a la Revolución su ver-dadera base social y popular, porque incorpora

1 Olga Pérez Molina: «Desarrollo de la antropología gua-temalteca: influencias intelectuales e institucionalidad en la década de los cuarenta y cincuenta del siglo xx», Estudios, Guatemala, 2010, pp. 170-171.

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al proceso de transformación del país, a las grandes masas indígenas. Pero además se descubre que la R[eforma] A[graria] era la única solución histórica posible al problema centenario, de origen colonial, que plantea-ba la necesidad de aproximar a los sectores históricamente divorciados de la población guatemalteca: los indios o «naturales», como se llaman a sí mismos, y «los ladinos», que así nos llaman a nosotros, con toda la razón del mundo. Guatemala es el complejo social más heterogéneo de la América Latina, allí se hablan veintidós lenguas diferentes, de origen maya o nahoa [sic]. Habíamos intentando antes resolver en español el problema del analfabetis-mo, sin resultado. A mediados del 52 descu-brimos, con la Reforma Agraria, que había un lenguaje común para todos los guatemaltecos: el de la tierra. Los «nativos» se impulsaban espontáneamente hacia su propia alfabeti-zación, para adquirir todos los elementos de cultura que los habilitarían para la defensa de la tierra recuperada.2

Aunque ya había visitado Cuba en 1961, a propósito de haber recibido el premio Casa de las Américas en la categoría de teatro, por aquel entonces Galich se encontraba en Buenos Aires, ciudad donde, como se sabe, lo había sorprendi-do la intervención de 1954. No hay duda, sin em-bargo, de su correcta comprensión del tema. Más allá de que en su propia opinión la reforma agraria había sido muy moderada, pues solo se expropió la tierra inculta y a cambio de los correspondientes

bonos de indemnización, para él era importante el hecho de que había permitido a los indígenas iniciar un proceso de recuperación, obviamente también muy moderado, de sus tierras e incluso cierto empoderamiento en pos de la defensa de estas. Según el historiador la tierra era un pro-blema central para la masa indígena, como lo era la necesidad de abordar el conflicto de profunda raíz colonial que separaba a indígenas y ladinos. Por ello en su respuesta a Galeano percibimos de manera clara que el autor ha superado con creces el planteamiento indigenista y maniqueo del «problema indio».

Ya en esa fecha Manuel Galich habla desde otro lugar, y ese otro lugar, que parte de una percepción compleja de su propia identidad como guatemal-teco y latinoamericano, quedó definido al inicio de su ensayo «El indio y el negro, ahora y antes» aparecido en el número doble 36-37, de la revista Casa de las Américas, correspondiente a mayo-agosto de 1966. Escribe Galich al inicio de su texto:

Muchas veces he dicho que soy indio por ósmosis. Nacido y formado en un país esen-cialmente indio –Guatemala–, lo indio se me metió por los poros y se afincó en mi espíritu desde que tuve uso de razón. Hace trece años que no veo mi país y, sin embargo, en la misma medida en que el tiempo me distancia de él, mi sensibilidad y mi entendimiento se acercan más a mi «ser» indio. No he necesitado, para ello, reclamar ancestros indios, ni sangre india, ni reparar en detalles antropológicos. Respiré lo indio, mamé lo indio, viví lo indio –desde mis juguetes hasta la tragedia secular de mi patria– y ahora sueño con las guerrillas indias, el verdadero e imparable ejército revolucionario que algún día liberará

2 Eduado H. Galeano: «De Guatemala en adelante. Una entrevista con Manuel Galich», en Marcha, Montevideo, 11 de mayo de 1962, p. 32.

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4 Uso el término empleado por el autor en el referido artículo.

5 Ob. cit., p. 40.6 El 15 de mayo de 1933 Manuel Galich recibió el diploma

de Bachiller en Ciencias y Letras en el Instituto Nacional Central de Guatemala. Su tesis se tituló «El Memorial de Tecpán Atitlán o Anales de Los Cakchiqueles». Este fue el primer ensayo histórico que escribió y publicó. El texto apareció, probablemente por el interés del Lic. José Antonio Villacorta, quien hizo posible el acceso de Galich a las principales fuentes de su trabajo, en la revista Anales de la Sociedad de Geografía e Historia, t. X, No. I, Guatemala, septiembre de 1933, pp. 84-98.

a Guatemala de la barbarie colonial insepulta y de la opresión imperialista. Lo mismo ha-rán ejércitos similares y por iguales razones históricas en el Ecuador, el Perú y Bolivia, por lo menos.3

Concebidas como una declaración de princi-pios, en la que se aprecian una conciencia clara de sus propias raíces culturales así como firmes convicciones nuestramericanas, estas palabras dan cuenta de cómo en la obra de Galich convergen la peculiar sensibilidad del intelectual orgánico y el afinado ojo del historiador, capaz de avizorar el porvenir a partir de un profundo conocimiento del pasado. Este artículo, que también abre las Páginas escogidas del autor, recientemente apa-recidas en coedición entre la Casa de las Américas y la Escuela de Ciencia Política de la Universidad San Carlos de Guatemala, constituye un porme-norizado estudio a partir de las concepciones más avanzadas de la época, acerca de la realidad étnica de la América Latina en relación con los procesos históricos y económicos sobrevenidos tras la conquista. Este análisis permite a Galich abordar diferencias en la conformación de nues-tros pueblos, los diversos procesos de transcultu-ración, y las implicaciones y consecuencias de las encomiendas y la trata en cada caso.

El punto de vista del guatemalteco incluye como parte de ese devenir el papel de la resis-tencia de los pueblos originarios del Continente, un hecho que contrasta con otras visiones de la época que acallaban el rol desempeñado por las rebeliones indígenas en la consecución de la independencia del yugo colonial. Al explicar el éxito del modelo feudal español en las regiones

mesoamericana y andina, introduce Galich una argumentación aún más audaz mediante el exa-men del desarrollo desigual de las formaciones sociales precolombinas.4 Para él es sin duda imprescindible tener en cuenta ese devenir, tra-dicionalmente invisibilizado a la hora de escribir la historia de nuestro mundo, una historia que de ninguna manera comienza con la llegada de los europeos a Abya Yala. Nace de esta certeza una concepción, esencial a la hora de trabajar el pen-samiento de Galich, según la cual, en la América Latina ha de verse «una comunidad de pueblos hermanados por el pasado, por el presente y por el futuro, mucho más vasta que aquellas dos palabras: el mundo de los colonizados y de los neocolonizados de este hemisferio, en proceso inevitable de liberación».5

En 1967, cuando la Colección Literatura La-tinoamericana del Fondo Editorial Casa de las Américas publicó Anales de los Cakchiqueles, Galich volverá a escribir bajo el mismo aliento. Al prologar y anotar este texto imprescindible de nuestro ámbito, el guatemalteco se remontará a sus primeros trazos intelectuales vinculados, como se conoce, al estudio del Memorial de So-lolá.6 Ahora interesa al autor, sobre todo, conectar

3 Manuel Galich: Páginas escogidas, La Habana, Casa de las Américas, 2015, p. 23.

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la historia pasada y el presente revolucionario del Continente, y al hacerlo considera aquellos problemas que la revolución latinoamericana deberá enfrentar en el futuro. «Muchos de esos problemas» –nos dice– «serán comunes a todos los pueblos latinoamericanos, pero no a todos», y continúa:

Dentro de esos problemas «nuevos» y tal vez el problema clave para algunos países latinoa-mericanos, que la revolución no podrá –no puede ya– ignorar, está el de las postergadas, desconocidas y más que explotadas masas indígenas, el de muchos millones de seres humanos a los que llamamos «los indios» no sin cierto sentido discriminatorio. Durante cuatrocientos años han sido negados en todos sus derechos. Se les ha arrebatado o querido arrebatar lo que les es propio. No solo sus tierras, sino también su maravilloso mundo interior, sus profundos valores culturales, sus normas sabias consuetudinarias de conviven-cia social, hasta su misma condición de seres humanos.7

Resulta curioso que en fecha tan temprana sostenga Galich un pensamiento así de avanzado, concebible únicamente, como ya hemos dicho, por una gran sensibilidad y aguzada capacidad de análisis, sustentada en su experiencia política y en un profundo conocimiento de la realidad latinoamericana. No obstante, es claro que entre sus influencias debemos señalar también la obra de José Martí, quien un siglo antes escribió me-morables páginas sobre Guatemala. Al referirse

a esa conocida monografía, el guatemalteco recuerda que en ella Martí:

habló de mis hermanos indios de Guatemala, no con palabrerío sensiblero sino con austeridad de etnólogo, sin incurrir, desde luego, en la pedante jerga de los cientifizantes de la Universidad o de institutos indigenistas sufragados a con-veniencia por el panamericanismo. No sé de antillano alguno, ni de rioplatense, que haya tenido tan apasionado y justo conocimiento –así, conocimiento e interpretación y ubica-ción– de los pueblos indígenas de Guatemala como Martí.8

Es obvio que en estas palabras publicadas en 1971 aparece no solo la peculiar visión de Galich acerca del héroe mayor de la indepen-dencia de Cuba y sus puntos de vista en torno a la América indígena, sino también una crítica certera a la función imperial de los institutos indigenistas. La soberanía, la independencia de toda forma de colonialismo, serán obsesiones en la obra del revolucionario guatemalteco. Para él, en la revolución imprescindible de nuestros pueblos las poblaciones originarias tendrían un papel definitorio. Siguiendo al autor de La Edad de Oro, se pegunta Galich, refiriéndose a los millones de indígenas que habitan el Continente: «¿podrá una revolución justa –y si no lo es, no es revolución– desentenderse de esas masas, no incorporarlas al total proceso renovador que ella misma, por definición, supone?». La respuesta la ofrece en solo una frase: «Es obvio que no».

7 Manuel Galich: «Prólogo», en Anales de los cakchique-les, La Habana, Casa de las Américas, 1967, pp. VIII-IX.

8 Manuel Galich: «Acotaciones a “Nuestra América”», Casa de las Américas, No. 68, La Habana, septiembre-octubre de 1971, p. 51.

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Estas palabras, sin dudas, recuerdan a las del intelectual y luchador cubano cuando desde las páginas de la revista mensual La América, en abril de 1884, escribió: «hasta que no se haga andar al indio, –no comenzará a andar bien la América».9

En el pensamiento y las tareas de José Martí quien, como él, también había sufrido el exilio, encontraría Manuel Galich importantes asideros para continuar su trabajo. Ciertamente, en una zona particular de su obra, aquella que tributa al objetivo de visibilizar entre nosotros el legado, la presencia y los desafíos de la América indígena, el quehacer del guatemalteco sigue minuciosa-mente el plan que el héroe nacional cubano fija en su ensayo «Nuestra América»:

La historia de América [decía Martí], de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de remplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el Mundo, pero el tronco ha de ser de nuestras repúblicas.10

A dar a conocer esa historia en detalle, a hacerla brillar y a conectarla con el presente y futuro de nuestros pueblos dedicó Galich sus más denodados esfuerzos intelectuales. Sus alumnos y colegas en las aulas de la Universidad de La Habana no tienen dudas al referirse a él con el

título de padre de la historiografía latinoameri-cana en Cuba. Sus compañeros de la Casa de las Américas recuerdan sus seminarios mañaneros sobre las culturas indígenas del Continente, y sus palabras están en la base de esa cultura institucional que permitió mirar con admira-ción y respeto, en pie de igualdad y no con ojo conmiserativo, atendiendo a la cultura propia y no bajo un también invisibilizador esquema de clases, a esa inmensa diversidad de pueblos y na-ciones que son, como se ha dicho una y otra vez, los verdaderos y únicos descubridores de estas tierras, sus primeros y permanentes guardianes.

Defendía el profesor la necesidad de un punto de vista descolonizado que permitiera a los no indígenas acceder y valorar justamente el profundo e invaluable caudal de saberes que los pueblos indígenas habían logrado preservar en medio de los más cruentos vejámenes e im-posiciones. Sus palabras en ese sentido parecen escritas hoy mismo:

Los criollos y mestizos de la América Latina, formados mal o bien dentro de concepciones de origen europeo, en el mejor de los casos, no podre-mos nunca comprender a los indios, ni hacernos comprender por ellos, si no nos despojamos de aquellas concepciones y no dejamos de apli-carlas para interpretar el mundo indígena. Las concepciones sobre el Universo y el hombre, parte de ese Universo, y sus formas de vida, individual y social, son un producto netamente americano, o si se quiere preamericano, como hoy dicen los etnólogos.11

9 José Martí: «Autores americanos aborígenes», en Obras completas, edición crítica, t. 19, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2011, p. 121.

10 José Martí: Ni «siervos futuros» ni «aldeanos deslum-brados», La Habana, Casa Editorial Abril, 2010, p. 212. 11 Manuel Galich: ob. cit. (en n. 7), p. XI.

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El tema de la preminencia del punto de vista colonial en el abordaje de lo que Galich llamó tempranamente con Jorge del Valle Matheu «el problema del estudio del período indígena»,12 la necesidad de estudiar profundamente la his-toria de la América indígena a partir de fuentes directas, es una preocupación constante en el trabajo del historiador, y que aparece incluso en su tesis de bachiller. Pero historiar no era para él acumular hechos del pasado: su punto de vista, de algún modo ya lo hemos dicho, siempre estaba anclado en un tiempo por venir, en el futuro. En el mismo prólogo a Anales de los cakchiqueles dirá, refiriéndose al caudal de saberes y perspec-tivas recogidas en aquellas páginas:

Retomar esos valores y dinamizarlos en la con-ciencia indígena, no con un idealismo o con un pasadismo anacrónico, sino como fuente de una energía, encerrada y anulada bajo una presión de siglos, que espera la oportunidad de liberarse para rencontrarse con la humanidad, con el Universo, con un destino promisor, con la esperanza del mañana es una tarea que debe emprenderse inaplazablemente.13

La monografía Guatemala, publicada en 1968 por la Casa de las Américas como parte de una serie que incluyó a muchos de los países del Continente; el prólogo al Popol-Vuh, Libro del común de los quichés, aparecido en 1969; y su selección El libro precolombino, aparecida en 1974, forman parte de ese interés de Galich por dar a conocer los valores de la América indígena, no solo a partir del imponente legado de cultu-

ras anteriores a la conquista sino también, y de manera principal, en atención a su existencia contemporánea y sus presentes desafíos.

En esta línea, será Nuestros primeros padres su obra más importante. Concebida como primer tomo de una historia general del Continente que lamentablemente no terminó, el volumen compendia puntos de vista diversos acerca del poblamiento de estas tierras y posteriormente sobre el devenir de varias de las más importantes culturas que se desarrollaron en esta parte del mundo. La primera edición de este estudio data de 1979, aunque previsiblemente, si atendemos a la dedicatoria, debió estar terminado hacia 1974. El libro sigue, como hemos dicho antes, el plan de José Martí, y lo hace presentando todo el material acumulado por el guatemalteco para la preparación de sus clases y conferencias de la Universidad de La Habana. Un esfuerzo como este, que presupone la concentración de cultu-ras y referencias tan diversas en un poco más de cuatrocientas páginas, no podría entenderse sin comprender que este estudio es, además, resultado de un debate intenso, e imprescindible entonces, acerca de los métodos de enseñanza de la historia.

El profesor Sergio Guerra Vilaboy, quien fue-ra alumno, colega y amigo de Manuel Galich, ha escrito sobre el devenir en Cuba de la dis-ciplina Historia de América. Ausente en los programas de estudio durante la colonia pese a la existencia desde 1728 de la Real y Ponti-ficia Universidad de La Habana, la asignatura fue excluida, incluso, luego de la creación de la Facultad de Filosofía y Letras, el 7 de diciem-bre de 1880, y no apareció hasta 1899, justo al término de la Guerra de 1895, en el contexto de la ocupación estadunidense a la mayor de

12 Manuel Galich: ob. cit. (en n. 6), p. 94. 13 Galich: ob. cit. (en n. 11), p. XXI.

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las Antillas, y con «el propósito fundamental de inculcar la Historia de los EE.UU.».14 En su recorrido, Guerra valora los aportes de Evelio Rodríguez Lendían y Herminio Portell Vilá y finalmente del profesor Galich. «La presencia en las aulas universitarias del prestigioso intelectual guatemalteco, en la práctica el tercer catedrá-tico de Historia de América en la Universidad de La Habana, lo convirtió en el fundador de la disciplina tras la Reforma Universitaria y la creación de la Escuela de Historia, impulsada por la Revolución en 1962».15 En este sentido, y siguiendo las copias de los programas de clase de Galich atesorados en el archivo de la Casa de las Américas, podemos ver que, en efecto, el plan de Nuestros primeros padres sigue de manera bastante exacta la primera unidad de su curso, que debía desarrollarse en veinte horas. Sin em-bargo, una primera lectura del volumen informa de inmediato que el estudio supera con creces el simple libro de texto. Galich se opuso siempre a la enseñanza memorística, de ahí que su trabajo desborde una y otra vez el programa de estudios para convertirse en una apasionante invitación a profundizar en el conocimiento de las culturas originarias. Así lo explica el propio autor en las páginas iniciales del libro:

Los pueblos y culturas que constituyen su herencia y su riqueza actual y futura son mu-chos y diversos, y ninguno puede ignorarse, ni subestimarse, sin desnaturalizar o mutilar nuestra «acta de nacimiento». Pero precisa-

mente por esa complejidad y riqueza, nuestro caso no se deja asir con una sola mano. Debe abarcarse con unos brazos tan abiertos que sean capaces de rodear casi toda la tierra y casi toda la historia. Por ello, solo intentamos un viaje a nuestro más remoto pasado, en busca, como en el mito de Quetzalcóatl, de «nuestros primeros padres y antecesores, los que engendraron a los hombres de la época antigua». Es decir, los indios.16

Solo Manuel Galich entre nosotros podía haber configurado, como lo hizo, el devenir del poblamiento de nuestro hemisferio. Su re-corrido va desde los indígenas de Norteamérica hasta los que denomina indios transandinos. El aporte fundamental es justamente esa visión de conjunto que toma en cuenta a las grandes culturas mesoamericanas y andinas, pero se acerca también a los pueblos de Norteamérica, el Caribe, la Amazonía y la Patagonia. Esa misma visión de conjunto es la que lo lleva a integrar puntos de vista de la lingüística, la historia, la literatura, la historia del arte y el teatro, la an-tropología y otras muchas disciplinas. Alberto Prieto, otro de sus más consecuentes discípulos, ha resumido los aportes del libro de Galich de la mejor manera:

Galich comprendió que su tarea para nosotros debía ser la de reconstruir la vida americana preuropea, convertirla en cognoscible, y de ese modo permitirnos realizar comparaciones entre los múltiples integrantes de las heterogéneas y a veces complejas sociedades aborígenes, 14 Sergio Guerra Vilaboy: «La enseñanza de la historia

de América Latina en la Universidad de La Habana», en La Jiribilla, No. 660, 28 de diciembre-3 de enero de 2014, <www.lajiribilla.cu>.

15 Ídem. 16 Manuel Galich: Nuestros primeros padres, La Habana,

Casa de las Américas, 1979, p. 13.

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otorgándoseles una atención proporcional a la importancia que tuvieron. Por eso más de dos tercios de los acápites se dedican a los tres principales centros civilizadores: el valle del Anáhuac, las cálidas tierras centroamericanas y la sierra andina. Pero esto no lo condujo a olvidar a los arahuacos, a los primeros pobla-dores de Norteamérica, o a los del Brasil y el Río de la Plata. Ese, precisamente, es uno de los principales méritos alcanzados. ¿Dónde podría-mos encontrar antes referencias simultáneas de algonquinos y mayas, o de chibchas y charrúas? Además, gracias a los magníficos mapas, los podemos situar en su correcta –y con frecuencia mal conocida– ubicación geográfica.17

Galich reconoció siempre la magnitud de su empresa y el modo en que nuevos datos podrían, como en efecto ha sucedido, modificar algunos puntos de vista. Sin embargo, su libro no pierde vigencia entre nosotros, justamente por su visión integradora, por la gracia de su estilo, por la comprensión profunda de esta América nuestra donde las poblaciones indígenas han comenzado a andar y ya podemos hablar hoy no solo del protagonismo de los movimientos insurgentes indígenas del Continente y de la existencia de un presidente indígena en Bolivia, sino también de la difusión de concepciones propias de estos pueblos, algunas de las cuales han sido incor-poradas a algunas constituciones de nuestros países. No hay dudas de que esa revolución indígena que Galich avizoraba se ha puesto en marcha y que nociones como el Buen Vivir hablan de manera sustantiva de la puesta en cir-

culación de nuevos paradigmas con énfasis en el valor de la sociedad comunitaria, en la relación de equilibrio con la naturaleza y con el otro. Esos nuevos paradigmas se contraponen, sin duda, a la sociedad individualista que propugna el im-perialismo neoliberal hegemónico. Ha llegado el tiempo de que esos valores originales se liberen, y tal cual era la aspiración del guatemalteco se rencuentren «con la humanidad, con el Universo […], con la esperanza del mañana».

Por razones de tiempo este recorrido no ha sido exhaustivo, para ello debería referirme al menos a dos ensayos muy notables sobre las formas escénicas de la América indígena escritos por Galich y publicados en su revista Conjunto. También tendría que mencionar sus obras tea-trales basadas en mitos de la América antigua, y en textos como el Popol Wuj. La obra toda del guatemalteco es francamente inabarcable. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar al menos brevemente el modo en que la Casa de las Américas ha continuado su legado.

En enero de 1992, en ocasión del quinto cen-tenario del cuestionado «Encuentro entre Dos Mundos», la Casa de las Américas convocó un Premio Extraordinario de Literaturas Indígenas para autores de lenguas quechua, náhuatl y guaraní, con el cual abría espacio a la expresión en lenguas autóctonas americanas. Dos años más tarde la convocatoria se dirigió a escritores de las lenguas mapuche, aymara y mayenses, ratificándose la necesidad de un ámbito de análisis e intercambio en torno a las culturas originarias de América. Luego, en 2004, junto con la Oficina Regional para la Cultura en América Latina y el Caribe de la Unesco, se convocó al Coloquio Internacional Culturas de la Amazonía, que reunió a impor-tantes intelectuales y académicos y posibilitó

17 Alberto Prieto: «Nuestros primeros padres», Casa de las Américas, La Habana, No. 130, enero-febrero de 1982, pp. 163-165.

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nuevas miradas en torno a temas presentes desde la fundación misma de la institución. Todo lo anterior y los más de cincuenta títulos dedicados a las expresiones y destinos de los pueblos indígenas de las Américas, que integran nuestro catálogo editorial; el estudio del con-junto de piezas que componen la colección de arte popular, atesorada por la institución desde sus primeros años, entre las cuales se destacan las que donaran el presidente chileno Salvador Allende, la artista peruana Alicia Bustamante y el etnógrafo venezolano Edgardo González Niño; las monografías y los artículos que desde las publicaciones seriadas de la Casa tratan la literatura, la música, el teatro y las artes de estos pueblos, y, por supuesto, la labor acuciosa y fun-dadora del propio Manuel Galich, dan fe de una labor sostenida que quisimos sistematizar con la creación en 2011 del Programa de Estudios sobre Culturas Originarias de América.

Teniendo como predecesores al Programa de Estudios de la Mujer, fundado por la Casa de las Américas en 1994, y al Programa de Estudios sobre Latinos en los Estados Unidos, creado en 2010, el nuevo programa busca propiciar un acercamiento a la historia, la memoria, los saberes, la espiritualidad y a los actuales de-safíos de los pueblos indígenas de la América, dando a conocer sus realidades y su producción cultural a través de coloquios, conferencias, cursos, exposiciones y la publicación de libros y proyectos multimedia. De igual modo se ha incorporado el reconocimiento a estudios sobre culturas originarias de América a las categorías premiadas en el premio literario de la Casa de las Américas, y se trabaja, de forma permanente, en el desarrollo de un fondo bibliográfico y au-diovisual especializado que permita una mirada

actualizada y rigurosa sobre estas culturas, y contribuya a la preservación y difusión de sus identidades y valores.

Todo lo anterior se ha basado en un principio que busca dar preminencia a la propia voz de los indígenas; para ello hemos creado el Colo-quio Internacional de Estudios sobre Culturas Originarias de América, cuya primera edición se desarrolló en 2014 con la participación de representantes de los pueblos indígenas amuzga, asháninka, aymara, caribe, colla, kichwa, Guna, mapuche, maya k’iche’, maya kaqchikel, mis-kito, nahua, pemón, quechua y taíno, llegados de Argentina, Bolivia, Canadá, Chile, Ecuador, Guatemala, Nicaragua, México, Panamá, Perú, Trinidad y Tobago, Venezuela y Cuba. Es impor-tante decir que desde el principio nos propusimos no tener una reunión formal, sino un encuentro que fuera útil a los pueblos indígenas, y en ese sentido podemos apuntar que la declaración resultante fue elevada por Cuba a la secretaría de Naciones Unidas y circulada en español y en inglés como insumo (A/69/357) a la Conferencia Mundial sobre Pueblos Indígenas, realizada en la Onu en septiembre del pasado año. A este resulta-do contribuyó de manera especial la embajada de Guatemala en Cuba, y en particular el embajador maya k’iche’ Juan Léon Alvarado, colaborador fundamental de las acciones del Programa.

Al describir estas acciones, solo quiero decir que de muchas maneras Manuel Galich sigue trabajando con nosotros. Su obra nos guía y sus ideas encuentran nuevos desarrollos con cada proyecto. Por eso es un privilegio que él nos acompañe en este viaje de regreso a su univer-sidad, a su país, a su pueblo. Nuestra gratitud en este día, kame, en el que los pueblos mayas festejan a sus antepasados. Gracias, Galich.

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Hoy la literatura está de fiesta, en este hermoso lugar, para cerrar este XIV Seminario de nuestra Cátedra de Estudios sobre Canadá y como parte también de la Jornada de la

Francofonía. Está de fiesta la amistad Cuba-Canadá, que ya llega a la edad venerable de setenta años. Pero también está de fiesta Quebec, está de fiesta el Caribe, está de fiesta América, el Nuevo Mundo, que ya tampoco parece tan nuevo, y está de fiesta la lengua francesa. Todas esas presencias reunidas en un autor singular, Dany Laferrière (DL), caribeño, quebequense, multicultural, que no debe sospechar ni remotamente que desde esta isla, desde esta Casa que a tantos ilustres ha acogido, vamos a hacer de él por un rato el centro de nuestra celebración.

Y puede parecer un poco contradictorio que celebremos con él o a través de él la francofonía, porque quien ha tenido acceso a las entrevistas, muy numerosas, televisadas o colgadas en Internet, y a sus textos –donde habla de sí mismo, del proceso de creación de su obra y de mil cosas más– sabe que DL se ha pronunciado en contra de las clasificaciones, ha rechazado siempre aceptarse como un insecto atravesado con un alfiler por un entomólogo y hasta se ha opuesto a la idea de francofonía.

Pero mi misión hoy es descubrirlo para quienes no lo conocen, abundar sobre su obra para quienes ya lo conocen y mostrarles

JOSEFINA CASTRO ALEGRET

La singular, caribeña y multicultural francofonía de un «inmortal»: Dany Laferrière*

* Conferencia pronunciada el jueves 19 de marzo de 2015 en la sala Che Guevara de la Casa de las Américas, en ocasión de la Jornada de la Franco-fonía, auspiciada por la Cátedra de Es-tudios sobre Canadá de la Universidad de La Habana, la embajada de Canadá en Cuba y por la Casa de las Américas.Re

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que este autor, iconoclasta como pocos –o como muchos– escritores, ha llegado a tener un me-recido reconocimiento utilizando como arma ofensiva la lengua francesa.

Siempre recuerdo en los cuestionamientos sobre la lengua escogida por un autor a Maryse Condé, quien en esta misma Casa, demandada o reclamada por algunos sobre por qué no escri-bía en tal o cual lengua, afirmó: «Yo escribo en Maryse Condé». Y tan bien y con tanta pericia ha utilizado Dany Laferrière la lengua francesa que en diciembre de 2013 resultó electo como uno de los «inmortales», es decir, uno de los cuarenta miembros de la Academia de la lengua francesa. Recordemos que el sobrenombre de inmortales lo deben los académicos al lema «A la inmortalidad», que figura sobre el sello cedido a la Academia por su fundador, el cardenal Richelieu, y que se refiere a la lengua francesa y no a los académicos. Sabido es que desde el siglo xvii, la Academia tiene por misión velar por la lengua francesa, que incluye confeccionar o actualizar el diccionario que fija el uso de dicha lengua. Desde todos los tiempos, la elección en la Academia francesa es y ha sido a menudo considerada por la opinión pública como una consagración suprema.

Autor muy conocido en Quebec, quizá no todos los aquí presentes –a excepción de mis estudiantes– han oído hablar de este haitiano-quebequense, que lanzó a la fama en 1985 su primera y escandalosa novela, Cómo hacer el amor con un negro sin cansarse1 –Comment faire l’amour avec un nègre sans se fatiguer.

Año tras año, en mis sucesivos grupos de estudiantes en etapa final de su formación como

especialistas de la lengua francesa, ese es el libro que todos quieren leer, aunque muchos de ellos no sean adictos a la lectura, y porque no saben que esta primera novela, aunque tiene mucho sexo, demasiado explícito para el gusto de cierta crítica, no es precisamente un tratado de didácti-ca, como su título podría evocar. Trataremos de que los recatados sean rescatados, como escribió en alguna ocasión Rufo Caballero.

Si recurrente ha sido en su obra el tema de la sexualidad, también lo ha sido el de su identi-dad, su pertenencia –y para algunos hasta de su pertinencia–, dada la mezcla cultural de la que él y su obra son el resultado. ¿Escritor haitiano, quebequense, canadiense, caribeño, americano o francés? Escritor de la diáspora haitiana, de la literatura migrante, escritor pornográfico, escri-tor urbano, escritor del campesinado haitiano, escritor del exilio: de todas esas cosas ha sido «acusado» quien, ante tanta verborrea, ha dicho:

Soy un escritor de este continente. Escribo con lo que soy, con mi sangre, mi espíritu, mis emociones, mis viajes, mis amores, también con las cosas que detesto, y mis libros atra-viesan esos tres países de América –Quebec, Haití y los Estados Unidos. Tengo el hábito de decir con toda ironía que soy un hombre en tres pedazos.2

En otra ocasión también ha afirmado: «Yo soy haitiano y soy escritor, pero no por eso soy un escritor haitiano», antes de titular a otro de sus relatos de 2008: Yo soy un escritor japonés (Je

1 Todas las traducciones del francés son de la autora de este trabajo.

2 «Dany Laferrière: De la Francophonie et autres con-sidérations...», Tribune Juive, Magazine Interculturel (Montréal), vol. 16, No. 5, 1999, pp. 8-16.

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suis un écrivain japonais), «para mostrar que las cuestiones de nacionalidad y de geografía son inaceptables en literatura [...] ya que es un espacio que carece de frontreras».3

Escritor entonces difícilmente categorizable, a medio camino entre Port-au-Prince, Montreal y Miami, físicamente haitiano y literariamente quebequense, como él mismo ha dicho: «Yo nací físicamente en Haití pero nací como escritor en Montreal».4

Fue en Montreal, en efecto, donde DL alcanzó el éxito en 1985, con la publicación del ya men-cionado texto Comment faire l’amour avec un nègre sans se fatiguer, convertido de inmediato en best-seller y que tendría una adaptación al cine en 1989. Vendrían después otras nueve novelas, las que completarían esa decena de narraciones que el autor ha denominado «una autobiografía americana».

La crítica literaria se hizo partícipe de este éxito popular, primero la del nuevo continente: Premio Carbet (1991), primera edición del Premio Carbet de estudiantes secundarios (2000), Premio Radio France Outremer –RFO– del libro (2002), Premio del Gobernador general de Canadá en literatura juvenil (2006), Gran premio del libro de Montreal (2009) y otros muchos que no voy a mencionar, y finalmente llegó el reconocimiento europeo, primero con el Premio Médicis (2009), y luego con la elección a la Academia francesa antes mencionada (2013).

¿Cuál es el interés de su obra, cómo se justifi-can los reconocimientos alcanzados y por qué lo evocamos en el marco de este Seminario y en el marco también de la Jornada de la Francofonía? Son algunas de las preguntas que de la manera más liviana posible tratará de responder esta intervención. Y serán respondidas muchas veces tomando las mismas palabras del autor, usando el derecho que me da ser su asidua lectora y por supuesto también su admiradora.

Para responderlas, es necesario en primer lugar hablar un poco de su vida, no porque eso signifique que la biografía del autor se confunda siempre con el destino de su narrador-protago-nista, sino para entender y explicarnos mejor esta denominación del propio autor: su autobiografía americana. Ya la teoría literaria le debe a Serge Dubrovsky la creación del polémico término de autoficción, que permite designar la ficcionali-zación del escritor sobre su propia vida, espacio intermedio entre la autobiografía y la ficción. Este neologismo –mot valise dirían los franceses–, discutido con frecuencia hoy en los medios aca-démicos, apuntaría al cuestionamiento erudito de la ingenua práctica de la autobiografía.

Después de mucha tinta corrida sobre el tema, yo diría, banalizando un poco la cuestión, que la memoria, fundamento del género autobiográfico pero también de la autoficción, es como un río crecido, por donde pasa flotando cualquier can-tidad y especie de objetos materiales y espiri-tuales, y cada cual, desde la orilla, va recuperando lo que le interesa recuperar, como tiene también la posibilidad de dejar pasar lo que no le intere-sa. Pero el debate aún hoy sobre el término de autoficción es grande, el inventario de autores que entrarían en esta clasificación también lo es. Precisemos que en la lista de autores de las

3 <http://www.africultures.com/php/index.php?nav=ar-ticle&no=12540>: «J’écris pour ne pas m’expliquer». Entrevista de Pascaline Pommier con Dany Laferrière: Artículo inicialmente publicado en el magacín intercultural gratuito de Africultures, Afriscope, No. 38.

4 <http://felix.cyberscol.qc.ca/LQ/auteurL/laferr_d/dany.html>.

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autoficciones antillanas (sitio web autofiction.com) aparece el nombre de este autor, quien se ha acercado al tema de la memoria, vinculándolo al del tiempo, otra de sus recurrentes meditaciones.

La memoria [lo cito] existe solamente por esa extraña obsesión que tenemos de querer crear un tiempo muy personal, casi privado, en el interior del tiempo colectivo [...]. Los individuos, como los países, parecen estar poseídos por la misma obsesión de distinguirse (los unos de los otros). Como todos queremos ser únicos, aunque los acontecimientos que nos estructuran son todos parecidos, cada uno intenta a su manera hacerse un camino secreto en la jungla del tiempo.5

¿Quién es Dany Laferrière?

Pero ¿quién es DL, autor de casi una veintena de novelas, narraciones y recopilaciones, mu-chas de las cuales han sido reconocidas –como ya señalé– por sendos premios literarios y cuya obra ha sido traducida a más de doce lenguas? Ciudadano de América, como él mismo se con-sidera, este escritor-lector, este hombre-libro, solitario y exhibicionista a la vez, recatado y seductor, y sobre todo constante provocador, es autor de un libro en diez títulos, esa autobiografía americana que ya mencioné. Más recientemente, emprendió el camino del séptimo arte, y después de transformar alguna de sus narraciones en guión cinematográfico, dirigió su primer filme, haciendo un guiño de complicidad a su primera novela: Cómo conquistar América en una noche (Com-ment conquérir l’Amerique en une nuit), donde

se cruzan sus dos universos de Montreal y de Port-au-Prince.

Veamos entonces algunos datos sobre etapas de su vida que es pertinente conocer para lograr un acercamiento más diáfano a su obra narrativa, que se nutre en buena medida de sus vivencias personales.

Lo primero que conviene saber es que nació en abril de 1953 en Port-au-Prince, cuatro años antes de la llegada al poder de François Duvalier. Su padre, intelectual y hombre político, periodis-ta y sindicalista, había sido alcalde de la capital haitiana. Opositor político bajo la presidencia de Duvalier, sería enviado por el gobierno haitiano a Italia y después a Argentina, en un exilio dis-frazado de misión diplomática. De esta manera, Dany fue privado de la figura paterna muy tem-prano, ausencia que ha quedado marcada como un eco doloroso en algunas páginas de su obra y en varias de sus intervenciones públicas.

Temiendo o previendo posibles represalias del gobierno de Duvalier, a los cuatro años el niño fue enviado por su madre a Petit Goâve –un pue-blito de provincia al suroeste de Port-au-Prince–, junto a su abuela Da. Allí pasó los años más felices de su infancia, mirando desde la galería de Da a los habitantes del pueblo, en un universo poblado de hormigas, libélulas y mariposas, de azules montañas y de un mar azul turquesa.

Esta infancia feliz será largamente descrita en dos de sus novelas: L’odeur du café y Le charme des après-midi sans fin (El olor del café y El en-canto de las tardes infinitas). «Es poco frecuente encontrar una infancia tan dulce, con tal aureola de gracia, de afecto y de ternura».6

5 <http://itineraire.ca/16-magazine-itineraire-edi-tion-du-dimanche-15-juillet-2012.html>.

6 <http://www.lapresse.ca/arts/livres/entrevues/201404/11/01 -4756603-dany-laferriere-enfance-mythologique.php>.

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En 1964, una epidemia de malaria en el pue-blito de la abuela obligó a Da a enviar al niño de vuelta a Port-au-Prince, junto a su madre y tías. Allí cursó estudios secundarios en un colegio religioso canadiense-haitiano.

A los diecinueve años empezó a trabajar como periodista en Radio Haiti Inter y en el semanario Le Petit Samedi Soir. Desde inicios de la década de los setenta comenzó a publicar breves cróni-cas sobre pintores haitianos en las columnas del periódico Le Nouvelliste. Como tenía una postura política de oposición al régimen, en 1976 se unió a las voces que, desde Le Petit Samedi Soir, se manifestaban contra la presidencia vitalicia de Jean-Claude Duvalier, Baby Doc, que había sucedido a su padre, Papa Doc, a la muerte de este, cinco años antes, en 1971.

En estos trajines políticos se hallaba involu-crado cuando en 1976 su mejor amigo, Gasner Raymond, fue asesinado por los tonton macou-tes. Advertida su madre por un oficial del ejército de que su hijo estaba amenazado de muerte tras el asesinato de aquel, obligó a Dany a abandonar precipitadamente Haití en el verano de 1976. El joven tuvo que desaparecer en una noche, sin despedirse de nadie, y tomar un avión a Mon-treal, acontecimientos que serán narrados más tarde en Le cri des oiseaux fous (El grito de los pájaros locos). Este es un suceso que el escritor considera cambió radicalmente su vida.

Tras estos avatares, el joven periodista desem-barcó en una ciudad en plena efervescencia de la preparación de los XXI Juegos Olímpicos.

En todas las pantallas del aeropuerto / e in-cluso del mundo / La pequeña gimnasta, / de grandes ojos negros asustados / y de largos brazos tan frágiles / que baila, vuela, y no abre

los ojos y los brazos / más que en el momento / en que sus pies tocan el suelo.Desde el primer movimiento hasta el momento en que se detiene con un gesto neto y preciso. El cuerpo arqueado, Nadia Comaneci duerme.He ahí la explicación de su nota perfecta –10–, la primera de la historia de los Juegos Olímpicos.7

Era también la víspera de las elecciones que llevarían al poder al equipo de René Levesque, fundador del Parti Québécois, acontecimiento que cambiaría para siempre el paisaje político de Quebec.

En la misma novela antes citada, Chronique de la dérive douce (Crónica de la deriva sua-ve), el autor narra el primer año después de su llegada a Montreal. El formato de esta novela es singular: está escrita en trescientos sesenta y seis pequeños textos, es decir, un texto por día, ya que 1976 fue un año bisiesto. El narrador tiene veintitrés años. Se le ve deambular solo por la ciudad, los ojos bien abiertos. Recorre el barrio latino repleto de artistas y se aclimata difícilmente al invierno. Está emprendiendo una vida nueva y lucha por escapar de la nostalgia, la soledad y la miseria material.

En este relato, la mirada del narrador sobre Montreal no es la de un turista, sino la de al-guien a quien los acontecimientos han obligado. No olvida nunca que está allí para quedarse, circunstancia que encara no sin cierto grado de angustia.

7 Laferrière: Chronique de la dérive douce, Bernard Gras-set, París, 2012, pp. 11-12.

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Acabo de dejar atrás una dictadura tropical demente, y soy aún vagamente virgen cuando llego a Montreal en pleno verano del 76.8

No soy un turista de paso que viene a ver cómo va el mundo, cómo van los demás y qué ha-cen en el planeta. Estoy aquí para quedarme, me guste o no.9 Dejar su país para ir a vivir a otro país en esta condición de inferioridad, es decir sin sostén alguno y sin poder regresar al país natal, me parece la última gran aventura humana.Debo decirlo todo en una lengua que no es la de mi madre. Eso es el viaje.10

O en otra parte: «Al llegar a Montreal, en 1976, tuve que sumergirme en una ciudad nueva, en una lengua nueva (al menos con un acento nuevo), en una raza nueva, en códigos nuevos, en un nuevo clima. Es decir, ¡en una página en blanco!».11

Es ciertamente una sensación de desamparo, pero al mismo tiempo el narrador experimenta una impresión de libertad: «Constato sonriendo que nadie / sabe dónde estoy / en este momento. / Aún no tengo amigos / ni domicilio fijo. / Tengo mi vida entre mis manos».12

Durante ocho años DL tuvo que enfrentar empleos inestables, a veces en fábricas de los suburbios de la ciudad, viviendo en habitacio-nes precarias, repugnantes y a la vez luminosas, sin abandonar en ningún momento su sueño de convertirse en escritor.

En una tienda de antigüedades –y esto lo ha narrado más de una vez– logrará hacerse de una vieja máquina de escribir, una Remington 22, que lo acompañará durante una decena de novelas. Y helo aquí instalado en su bañadera «rosada», con una copa de pésimo vino, para leer a todos esos escritores cuyos libros no podía pagarse en Port-au-Prince: Hemingway, Miller, Diderot, Tanizaki, Gombrowicz, Borges, Marie Chauvet, Bukowski, Bulgakov, Baldwin, Cendrars, Mishima, Gar-cía Márquez, Vargas Llosa, Salinger, Grass, Calvino, Roumain, Ducharme, Virginia Wolf... Se convertirá así en el lector apasionado, en el «hombre-libro» que es actualmente. Aunque si nos remitimos a las narraciones de infancia –Le charme des après-midi sans fin y L’odeur du café– ya Vieux Os –nombre que le da la abuela al narrador– despuntaba como voraz lector, al leer todo lo que le caía en las manos.

Pero no se trataba solo de leer: las dificultades para pagar mensualmente un alquiler en Mon-treal se multiplicaban, y tendría que trabajar en condiciones muy difíciles para conseguir subsis-tir en una expresión mínima, es decir, un techo y un poco de comida.

Tras el éxito de su primera novela, Comment faire l’amour..., el canal de TV Quatre Saisons lo contrató en 1986 para presentar el parte meteoro-lógico. Así recibió Quebec y los quebequenses el shock de alguien que venía de una tierra de calor para anunciar el frío y las angustiantes blancuras de febrero, todo eso impregnado de ligereza y buen humor. Se convirtió en un personaje muy popular –¿quién no ve el parte del tiempo?– en el paisaje televisivo de Quebec, lo que lo llevó más tarde a un famoso programa de Radio-Canada, La bande des six, que reunía a seis de los mejores cronistas de la prensa quebequense.

8 Ibíd., p. 11.9 Ibíd., pp. 20-21.10 Ibíd., p. 217.11 Laferrière: Je suis fatigué, 2001, p. 118.12 Chronique..., p. 22.

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El año 1986 fue también el de la muerte de Jorge Luis Borges, ese viejo maestro ciego de Bue-nos Aires que Laferrière nunca ha dejado de leer. Pero fue además el de la huida de Baby Doc y el fin de la dictadura duvalierista. Por eso hizo un breve regreso a Haití, y recorrió el país para escribir una crónica cotidiana en Le Nouvelliste sobre la debacle de los tonton macoutes y el final de la era Duvalier.

Tras quince años de escritura casi ininte-rrumpida, DL decidió dejar de escribir nuevas narraciones para revisitar sus novelas prece-dentes. Rescribió así seis de aquellas primeras, añadiendo en ocasiones nuevos capítulos, en un procedimiento que no deja de asombrar a la crítica y aún más a la Academia. Después de este trabajo pueden distinguirse dos ciclos en su Autobiografía americana: uno norteamericano, de novelas urbanas, agresivas, y otro haitiano, más calmado e impregnado de la ternura de Da, salvo cuando la acción se desarrolla en una at-mósfera de dictadura. El resultado: un total de veintidós obras que forman un corpus compuesto por narraciones y ensayos.

Dos marcas recurrentes en su narrativa: desenfado y buen humor

Deseo referirme a dos aspectos importantes de la obra de este autor, que creo que hacen aún más atractiva su narrativa y que dan la medida también de su carisma.

La primera es el desenfado y el buen humor que impregnan buena parte de su obra. Cuenta el narrador de la Chronique de la dérive douce que al llegar a Montreal, donde no conoce a nadie, ni tiene dinero, ni trabajo, ni nada, salvo tiempo, comparte su cuarto con un ratoncito que es su compañero y con el que mantiene las mejores relaciones:

Cuando las noches de invierno son largas, es al ratoncito a quien le cuento mis angustias. Pero él tiene también sus propios problemas [...]13 // Cuando el tiempo está tan gris, estoy de un humor espantoso, masacrante, y el ratoncito sabe que no debe dirigirme la palabra, bajo ningún pretexto.14

Cuando una de sus amigas se espanta al tro-pezar con el animalito en el apartamento, cami-nando tranquilo por la espalda del narrador, este último apunta: «Pasé la tarde tranquilizando a Nathalie, bebiendo vodka y tratando de hacer entender al ratoncito –claro que después que Nathalie se marchó–, que aquí él está en su casa, y que no tiene que tener miedo en lo absoluto».15

O cuando un amigo reciente le da un consejo oportuno:

–Regla de oro: [...] No dejes nunca a una mujer en invierno.–¿Por qué?–Yo cometí el error de dejar a la mía a prin-cipios de enero, y desde entonces se me con-gelan los testículos.–En ese caso, basta con buscarse a otra, le digo ingenuamente.Aquí (en Montreal) todo el mundo se queda en su casa desde finales de octubre y hay que esperar a la primavera siguiente para que sal-gan de nuevo...16

13 Chronique…, p. 160.14 Ibíd., p. 134.15 Ibíd., p. 158.16 Ibíd., p. 175.

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Pero ese sentido del humor no es incompatible con la crítica social, al describir, por ejemplo, el mundo de las fábricas, que el autor termina por conocer muy bien, recién llegado a la gran ciudad:

En esta fábrica situada a la salida de la ciudad, en que la gente se recluta por boca a boca,17 con una preferencia por los inmigrantes sin papeles, la ley no penetra, como tampoco la luz del día.18

La circulación en una gran ciudad se hace bajo el control minucioso de la policía, que distin-gue desde el primer vistazo a los que tiene que proteger y a los que tiene constantemente que hostigar para mantener el orden social.19

Un buen buscador de títulos

Sin duda alguna, uno de los talentos de este escritor es encontrar muy atractivos títulos para sus libros.

Empezando por el primero: Cómo hacer el amor con un negro sin cansarse, que lo lanza a la fama, en una mezcla de sexo y raza que sin duda resultó seductora para el gran público; Es-toy cansado (Je suis fatigué), en 2001, evidente guiño de complicidad a quienes ya conocían su primer texto de 1985; Yo soy un escritor japonés (Je suis un écrivain japonais), en 2008; El arte casi perdido de no hacer nada (L’art presque perdu de ne rien faire), en 2013, una recopilación de sus crónicas realizadas para Radio Canadá. Afirma el autor que este texto no constituye una

evocación nostálgica, sino una invitación a que no se pierda dicho «arte».20 Gran éxito de crítica y de librería es un volumen que se ha dicho que se parece a su autor, un tratado de desparpajo para el uso de gente apurada, donde ese «especialista mundial de la siesta» enseña «el arte de dormir en una hamaca», de «comer un mango», de «borrarse del mapa» y de «mirar hacia otra parte».

Otro de sus libros es Diario de un escritor en pijama (Journal d’un écrivain en pijama), de 2013, donde hace el elogio de sus dos pasiones: la lectura y la escritura. Bajo el sugerente título de Todo se mueve a mi alrededor (Tout bouge autor de moi), de 2010, DL hizo su crónica per-sonal del terremoto haitiano de enero de 2010, pues se encontraba en el momento del sismo de visita en Port-au-Prince. En aquellos instantes de angustia y tragedia, el escritor registró en un cuaderno de notas sus observaciones de manera tan espontánea que serviría para que los lectores tuvieran luego la impresión de estar viviendo los acontecimientos. Mientras que la TV mos-traba una ciudad destruida y contaba el número de muertos, DL narró la vida cotidiana en una urbe completamente devastada, y las tentativas desesperadas de sus habitantes por guardar cierta dignidad en medio de la desgracia. Es así como la literatura, alejándose del escándalo, permitió penetrar en la intimidad de la catástrofe.

¿Y la francofonía?

No es posible cerrar esta intervención sin hacer referencia a algo antes anunciado, y es el tema de la francofonía desde la mirada de este autor. Aunque opuesto al concepto o a la categorización de escritores

17 Es decir, por tradición oral, sin que medie la publicidad u otro medio de comunicación.

18 Chronique..., p. 114.19 Ibíd., p. 115. 20 <http://www.la1ere.fr.culture>.

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bajo ese término, DL no deja de reconocer su víncu-lo con la lengua francesa. Y así lo ha manifestado, en una de sus entrevistas más conocidas:

No estoy sustrayendo a Francia de mi espíritu, ni a Suiza, ni a Bélgica, ni a Argelia, ni a Se-negal, ni a Haití, a Martinica o a Guadalupe. Eso sería idiota, después de haber pasado toda mi vida en esa cultura y con la herencia de mis ancestros. [...] // Adiciono a Francia y a Suiza, que me han dado a Voltaire, que adoro, a Diderot –Le neveu de Rameau es uno de los grandes libros de mi vida–, así como todos esos libros extranjeros traducidos al francés, que me permitieron conocer a escritores de todo el mundo. [...] // Podría también mencio-nar toda esa música internacional adquirida a través de la red francesa. // Todas esas cosas son consustanciales en mí, es el equipaje que traigo a América [...]. La opinión que tengo respecto a la francofonía es también válida para América. Me sirvo entonces de Francia contra América, mostrando el refinamiento cultural que me viene de Francia, esa apertura al mundo prohibida a los negros –americanos– encerrados en los ghettos [...].21

A modo de conclusión

Decía Federico Engels a Miss Harkness en una famosa carta que él había aprendido más sobre el capitalismo europeo del siglo xix leyendo a Balzac «que en todos los libros de los historiadores, eco-nomistas, estadísticos profesionales de la época,

todos juntos». Y quizá esta reflexión es también un poco aplicable al autor que hoy nos ocupa.

Afirmaba Dany Laferrière en una entrevista que le hiciera Bernard Magnier, publicada bajo el título «Yo escribo como vivo»22 (J’écris comme je vis) en el año 2000: «Yo no escribo para dar testimonio, escribo para volar por encima de las casas, para delirar, para vivir plenamente».

¿Por qué es admirable, por qué vale la pena conocer la obra de este escritor, y también las circunstancias de su vida?

Porque es un autor que sin formación hu-manística específica ha sido capaz de escribir una obra significativa. Porque esa, su obra, es el resultado de una verdadera obsesión por la lec-tura. Por su excelente sentido del humor. Por su estilo, hecho de frases breves y precisas. Por los temas que aborda: desde los más cotidianos hasta los más «filosóficos». Porque está muy presente en él la experiencia de la dictadura y la del exilio, comunes en muchos casos a nuestras sociedades caribeñas. Porque sus crónicas permiten acceder a determinados hechos e ideas contemporáneas de una manera totalmente fresca.

Y por último, dos razones individuales, pero no menos importantes para la autora de este trabajo: por nuestra coincidencia generacional, y porque como para él, desenvolverme libremente en la lengua francesa también me abrió las puer-tas a un mundo que ni habría podido imaginar: el de las literaturas escritas en ella, lo que trato modestamente de replicar hoy en mis estudiantes y en quienes, como ustedes, quizá van a salir de aquí con la curiosidad de conocer mejor la obra de este hombre de América: Dany Laferrière.

22 J’écris comme je vis (avec Bernard Magnier), Outre-mont, Lanctôt Éditeur, 2000, Boréal «Compact», 2010.

21 Entrevistas con Ghila Sroka para la Tribune Juive, Magazine Interculturel de Montreal: «Dany Laferrière: De la Francophonie et autres considérations...», vol. 16, No. 5, 1999, pp. 8-16.

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Nunca pensé el escribir para chicos como un desafío. Al menos, no distinto del que significa escribir en general. Obviamente, sí, conlleva responsabilidad: estamos lan-

zando una pelota y debemos hacernos cargo. Pero todos los trabajos conllevan responsabilidad: siempre que hacemos algo hay un receptor del otro lado. Y siempre actuamos en una so-ciedad que nos compromete.

En mi país –hace unos años más que ahora– la responsabi-lidad de escribir para chicos se magnificó, al punto de llevar a pensar que era casi una tarea de elegidos. Debían confluir un profundo conocimiento del mundo de la infancia que se obte-nía desde la condición de mujer, madre o docente, conocer a fondo la sicología infantil, manifestar una claridad ideológica sin mácula, y tener una relación privilegiada con eso que se llama «el niño que llevamos dentro», imagen que siempre me puso un poco nerviosa porque la asocio con los ventrílocuos. Esta magnificación, supongo, provino del deseo soterrado de compensar la desvalorización que suele acompañar a la litera-tura para los niños y a quienes la hacen. Entonces se mostraba la tarea de escribir, como propia de sujetos con sensibilidad y recursos especiales, y lo escrito, como algo a ser evaluado por especialistas –que no necesariamente eran buenos lectores–.

EMA WOLF

¿Menores de edad? El desafío de escribir para chicos

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Los técnicos, los sicopedagogos sabían mejor que los escritores cómo había que escribir para los chicos, también sabían mejor que nadie qué les gustaba a los chicos o, mejor dicho, qué debía gustarles. La espontaneidad, el obrar por instinto eran poco fiables. Esta no ha dejado de ser una zona a la defensiva.

Para mí las cosas son más relajadas. Creo que escribir requiere una idea (hay pocas buenas, que además sean dinámicas, no estáticas), des-plegar esa idea en una historia (a veces no se puede, no sale, no se avanza en las disyunciones; historia disfrutable para el autor, condición in-eludible para que disfrute un lector), y la mayor destreza posible para componer el texto (acá ya estamos en la materialidad del trabajo, la lengua, la gramática del relato, la palabra, el autor ya no tiene más que palabras). Como ven: son requeri-mientos literarios, no de otro orden. Yo escribo ficción, cuentos y novelas, no manuales escola-res, no libros de doctrina, no parábolas morales, no libros de autoayuda para niños –que los hay–, entonces en mí escribir para chicos está asociado con lo emocional, la invención, la sorpresa, el curso de la imaginación, el descubrimiento, la exploración y, por supuesto, el placer. De ahí que no me reconozca en la palabra «desafío», por lo que denota de lucha, competencia, reto, de empresa ardua y dificultosa.

Yo no sé quién va a ser mi lector pero es mi igual, mi par, no es Otro, alguien distinto de mí al que puedo objetivar, describir, acerca del cual puedo racionalizar. Mi lector soy yo. De ahí que nunca pensé que escribir para chicos implicara bajar un peldaño, condescender, resignar o clausurar recursos –si una idea es sencilla, los recursos estarán en armonía con ella–; y tampoco ponerse por encima del chico, hablarle desde la

autoridad, el paternalismo. (Una vez le dije a una colega que para mí un niño era una persona que había nacido hacía poco tiempo. Por supuesto, era una definición groseramente simple: un niño, en tanto persona, es muchas cosas más. Pero lo que yo quería, un poco en broma aunque no tanto, era separar la hojarasca de tecnicismos y disciplinas de guante blanco que pululan en torno al chico y encontrar por un momento, detrás de todo eso, a alguien a quien yo pudiera contarle una historia sin aprensiones.)

Sin duda, escribir es modificar al lector en el sentido de agregarle algo. ¿Qué alcance tendría la literatura si no «sumara»? Otra cosa es pergeñar textos de ficción con el propósito de educarlo, sin que se resienta la condición literaria. Textos que son exhortaciones más o menos encubiertas –lo desembozado ya está mal visto– y que liquidan la idea del lector como socio, como cómplice participativo. (Quería refrescar una idea de un viejo libro de Umberto Eco, Lector in fabula, muy conocido, donde describe el texto como algo lleno de agujeros de significación que el lector, en una actitud cooperativa, debe llenar. Eco no hablaba de libros para niños, pero yo asocié esta idea a la de muchos textos para ellos que yo llamaría «saturados»: le dan todo al lec-tor, en términos expresivos y de contenido, de modo que él no tiene que hacer ningún esfuerzo y acaban promoviendo un lector pasivo.)

Me tocó educar hijos, pero nunca me propuse hacerlo con mis lectores. Tal vez el hecho de no haber sido docente ni haber cursado materias pedagógicas me condicionó en este sentido. Pero creo que más me condicionaron las lecturas y el modo de leer de mi infancia. Qué leía y cómo leía.

Me alimenté de textos que privilegiaban el en-tretenimiento. Y si contenían un mensaje moral

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(La isla del Tesoro condenando los males de la codicia), el mensaje quedaba eclipsado por los brillos de la acción, el despliegue operístico de romances y conflictos de toda clase. Eran, sin embargo, textos transformadores, que no puedo dejar de valorar porque son los que me hicieron lectora. No me interesa si eran los mejores: lo eran para mí y es lo que importa. Funcionaron como catalizadores: me revelaron mi propia curiosidad, mis intereses, la dirección de mis deseos en cuanto a asuntos, escenarios, per-sonajes, géneros. Yo era una página en blanco donde esas lecturas iban escribiendo lo que yo necesitaba, porque de necesidad se trata. Leía revistas, diarios, lo que encontraba... Algunos eran libros que venían leyendo mis abuelos, mi padre, mi hermano, primos, también los chicos y chicas de mi barrio; nadie declamaba sobre cuán valiosos eran, simplemente los leían o habían leído. Muchos de ellos no habían sido escritos pensando en los chicos, por eso a mí la noción de «género infantil» no me cierra. (¿Es un género transversal? ¿Dónde termina lo infantil y empieza lo juvenil? ¿Dónde lo juvenil pasa a ser para adultos? ¿Podría haber un género senil, menopáusico? ¿Es posible definir un género a partir de algo tan aleatorio como la edad probable del lector? No hablo de infantil, prefiero hablar de literatura para chicos.)

Pero vuelvo a mis lecturas. ¿Qué ventajas te-nían? Eran relatos realistas, con una épica fuerte y colorida, donde no faltaban escenas crudas. Me mostraban la Geografía y la Historia, lo exótico, la contienda, la política (Sandokán, después de todo, era un príncipe despojado de su reino por el colonialismo inglés), otros pueblos, paisajes, lenguas, música, costumbres, palabras nuevas. Sin proponérselo, eran libros de divulgación. Mi

primer contacto con el Caribe se lo debo al Cor-sario Negro. Era el Mundo, que se abría ante mis ojos; apenas verosímil, pero bastaba que hubiera una referencia comprobable en un mapa para que se volviera verdadero para alguien de nueve, diez años. Esos libros hoy no resistirían el menor análisis en cuanto a corrección política, serían bochados sin remedio, pero tuvieron la virtud extraordinaria de abrirme la cabeza y estimular el gusto por lo desconocido, las dos cosas que me convirtieron en lectora a perpetuidad.

Mencioné también el modo de leer de mi in-fancia. Me refería a que me hice lectora afuera de la escuela. Creo que en ese afuera radica la gran diferencia entre mis lectores y yo, lectora niña. No solo eran otros los textos –nunca po-drían ser los mismos, la lectura es histórica–, que, como les decía, eran menos cautelosos, menos vigilados, más azarosos, menos santos y más excitantes, sino que, además, podía tomarlos o dejarlos, no me los imponían, nadie me pregun-taba qué entendía, pensaba o sentía sobre lo que acababa de leer. Nadie interfería en mi intimidad de lectora, que es sagrada. La diferencia entre mis lectores y yo es de orden filosófico exis-tencial. Yo me crié a campo, picoteando aquí y allá, sin controles, en cambio mis lectores son de criadero: hacen una lectura escolarizada, siempre asociada a la utilidad. A mis lectores los ponen a trabajar con cada texto que leen, les toman prueba de «Historias a Fernández». Es un tema largo y serio que en mi país debemos seguir discutiendo: la escuela hace leer, pero no necesariamente hace lectores.

Por todo esto que les comento es que tampoco me cierra la pregunta que nos hacen a los autores todo el tiempo, y que cargamos casi como un apéndice inseparable de nuestro cuerpo: ¿qué

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tácticas usa para capturar al niño de hoy, dife-rente del de antes? Otra vez aparece la idea de desafío: recursos para capturar.

Debo decir que no sé cómo se hace, y que no iría a buscar esas tácticas fuera de mí, dislocán-dome, tratando de instalar mi cabeza en la cabeza de otro. El libro, si funciona, va a funcionar en la zona de coincidencia que tenemos mi lector y yo. Es la zona de nuestra contemporaneidad, del lenguaje común, de la historia, la cultura, la estética, las experiencias y los gustos que compartimos en la porción de tiempo en que nos toca convivir. Allí se va a producir el encuentro. Y si sobre el chico influyeron ciertas cosas –por ejemplo, la celeridad que los medios audiovisua-les imprimieron al relato–, lo cierto es que esos medios también influyeron en mí. Aunque no en la misma medida, yo también estoy inmersa en la tecnología y los cambios que produjo: nuestros chicos difícilmente entrarían en Julio Verne, pero yo tampoco escribo como Julio Verne. Entonces no tengo por qué preocuparme, no tengo que correr detrás del lector como si fuera una liebre a la que dar caza: con señuelos, calculando los atajos por donde puede escaparse. Le ofrezco lo que tengo, lo que sé, lo que puedo a la edad que tengo en el momento en que escribo, desde mi experiencia y desde lo que me gusta y quiero, como han hecho todos los creadores de todos los tiempos. No puedo mimetizarme con un chico. Mi infancia es un capital que llevo incorporado, junto con mi presente y mi futuro, es parte de mi bagaje, ha sido procesada, me dejó algo, y no necesito salir de mí para ir a buscarla.

Entonces si el libro no llega, el error es del libro, equivoqué los recursos y salió mal, pero esto no se puede asociar con la idea de haber errado a un blanco. Mi idea no fue buena, no

hice de ella una historia disfrutable, no interesó, es torpe, está mal escrita, pero no soy una crea-tiva publicitaria que estudió el comportamiento de un grupo para acertar con un mensaje que lo induce a hacer algo. Los niños no son un target, no hay un protolector, un mínimo común deno-minador de niño, hay individuos independientes y peculiares; los concibo con prescindencia de mí, capaces incluso de rechazar lo que les pro-pongo. Por eso, no puedo evitar el riesgo de no capturar lectores. Es un riesgo que el autor no puede dejar de correr (hacer un libro fallido, que se venda poco cualquiera sea el motivo). Porque si dejara de correr ese riesgo debería renunciar de entrada a cosas propias en aras de otras que no lo son. No puedo escribir especulando. De-bería renunciar a la parte del iceberg que está bajo el agua, a mis deseos, a la incerteza, ¡a mi propia confusión! (De ahí que, entre otras cosas, nunca «testeo» mis cuentos antes de mandarlos a una editorial: es mi riesgo, no delego el resultado en el lector, a él no le compete.)

Escribir es una artesanía de resultados incier-tos. Y si bien no tiene nada de inocente ni casual, las mejores cosas se producen en una dimensión no racional. A veces el autor es muy lúcido explicando lo que quiso hacer y los resultados no lo refrendan. Puede manifestarse como muy progresista y su estética ser conservadora; puede criticar brillantemente los excesos de la correc-ción política e incurrir en ella. Y en definitiva esto es lo que prevalece, su verdadera carta de presentación es lo que puede, no lo que pretende. El autor es lo que escribe. Y su pensamiento, su mirada sobre los hombres y la naturaleza, su escala de valores –si hace humor se va a reír de ciertas cosas y nunca de otras–, su idea acerca de la literatura, sus preferencias por

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ciertos materiales poéticos y su indiferencia por otros, van a surgir de sus textos lo quiera o no, inocultables como un perfume.

Por eso cuando me toca hablar ante media-dores les sugiero leer mucho para poder leer

bien, discernir qué libros están a la altura de la inteligencia y la sensibilidad de los chicos, no «comprar» al autor entero sino considerar cada uno de sus libros. Y no escuchar mucho a los autores: no somos gente de fiar. c

José Bedia (Cuba): Proceso Postcolombiano, 1983. Tinta, creyón y collage/ papel, 76,2 x 51 cm