Sand, George - Historia de mi vida.pdf

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    Llegu al mundo un 5 de julio de 1804, mientrasmi padre tocaba el violn y mi madre llevaba unhermoso vestido rosa. Fue cosa de un minuto. Porlo menos tuve la suerte, que ya haba pronosticadomi ta Lucie, de no hacer sufrir mucho tiempo a mimadre, Vine al mundo como hija legtima, lo cualpor cierto no hubiera podido ocurrir s mi padre nohubiese ignorado decididamente los prejuicios de sufamilia (y esto tambin fue una suerte, porque sinese requisito m abuela no se hubiera ocupado de mcon tanto amor tiempo despus, y me habra en-contrado despojada del pequeo caudal de ideas yconocimientos que ha sido mi consuelo en los mo-mentos decisivos de mi vida).

    Estaba muy bien formada, y durante mi infanciaprometa convertirme en una belleza. Promesa queno se cumpli. Esto quiz fue culpa ma, porque enesa edad en que la belleza florece, me pasaba las

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    noches leyendo y escribiendo. Siendo hija de dospersonas de belleza perfecta, no debera haber de-generado, y mi pobre madre, que apreciaba la belle-za ms que ninguna otra cosa, a menudo me hacacndidos reproches. En lo que a m concierne, nun-ca pude demorarme en el cuidado de mi persona.Me gusta la limpieza. Pero los artificios femeninossiempre me parecieron inaguantables.

    Abstenerse de trabajar para conservar unos ojosbellos, no corretear al sol cuando el buen sol deDios nos atrae irresistiblemente, no usar zapatoscmodos por miedo a que se deforme el tobillo,llevar guantes, es decir: renunciar al uso y la fuerzade las manos, resignarse a una eterna torpeza, a unaeterna flojedad, no cansarme nunca cuando todonos incita a hacerlo, en suma, vivir bajo una campa-na para no quemarnos, resquebrajarnos ni marchi-tarnos antes de tiempo: todo esto nunca lo pudehacer. Mi abuela agregaba sus reproches a los de mimadre, y el tema de los sombreros y los guantes fuela tortura de mi niez; pese a que no fui delibera-damente rebelde, la sumisin no me gan. Llegu atener un momento de frescura. Pero nunca belleza.Pese a todo, mis rasgos no eran toscos, aunquenunca me ocup de pulirlos. El hbito de soar,

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    adquirido desde la cuna sin siquiera darme cuenta,me dio desde muy temprano un aire de boba. Usosemejante palabra porque toda mi vida, en la niez,en el convento, en la intimidad de la familia, siem-pre me lo han dicho, y seguramente debe ser cierto.

    Resumiendo: con cabellos, ojos, dientes y sindeformidades, no fui ni linda ni fea en mi juventud;esto es una ventaja que, desde mi punto de vista,creo importante, porque la fealdad inspira ciertasaprensiones en un sentido, y la belleza, en otro. Seespera mucho de una apariencia radiante, y se des-confa bastante de una que desagrada. Convienemucho ms tener un rostro que no eclipsa ni empe-queece a los que nos rodean; quiz por esto siem-pre me he sentido muy a gusto con sus amigos deuno y otro sexo.

    Mi abuela apareci velozmente en Pars, con elpropsito de romper el matrimonio de su hijo cre-yendo que l aceptara, ya que nunca haba sabidoresistirse a sus lgrimas. Lleg a Pars sin que l losupiera, sin haber anunciado el da de su partida, nitampoco su llegada, como lo haca habitualmente.Empez por ir a consultar al seor Dseze acercade la validez del matrimonio. Dseze juzg que elcaso era raro, como la legislacin que lo posibilita-

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    ba. Llam a otros dos famosos abogados, y el re-sultado de la consulta fue que en el famoso casohaba materia para un proceso, porque siempre haymateria para un proceso en todos los casos de estemundo. Pero que el matrimonio tena nueve proba-bilidades sobre diez de ser considerado vlido antela ley, que mi partida de nacimiento me proclamabalegtima, y que, aun citando se llegara a una anula-cin del casamiento, el deseo y el deber de mi padreseran, sin duda, ajustarse a las formalidades reque-ridas y volver a casarse con la madre de la criaturaque haba querido legitimar.

    Es seguro que mi abuela no hubiera intentadonunca litigar contra su hijo. Por ms que se le hu-biera ocurrido el proyecto, no se habra animado.

    Es probable que se haya sentido aliviada de lamitad de sus males cuando abandon las hostilida-des, porque la desdicha es muy grande cuando nosobliga a tratar con rigor a los que amamos. Pese atodo. Prefiri pasar unos das ms sin ver a su hijo,no cabe duda de que con la intencin de atenuar lasresistencias de su propio espritu y de obtener msinformacin sobre su nuera. Pero mi padre se ente-r de que su madre estaba en Pars; se dio cuenta deque lo haba descubierto todo, y me "encarg" de

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    solucionar el problema. Me alz en sus brazos, su-bi a un coche de alquiler, se par en la puerta de lacasa en que viva mi abuela, conquist con pocaspalabras la benevolencia de la portera y me confi aesta mujer, que cumpli su cometido del siguientemodo:

    La mujer subi a la habitacin de mi abuela ypidi hablar con ella, invocando cualquier pretexto.Una vez en su presencia, le habl no s de qu co-sas, y mientras lo haca se atrevi a decirle:

    -Vea, seora, qu nieta tan linda tengo. Hoy mela trajo la nodriza, y me siento tan feliz que no mepuedo separar ni un minuto de ella.

    -S, parece muy sana y robusta dijo mi abuela,mientras buscaba su bombonera.

    La buena mujer, que desempeaba su papel a lasmil maravillas, me coloc inmediatamente en lasrodillas de mi abuela, que me dio unas golosinas yempez a mirarme con una mezcla de sorpresa yemocin. De pronto me apart, exclamando:

    -Usted me est mintiendo, esta nia no es suya:no es parecida a usted...Ya s, ya s de quin es!

    Asustada quiz por el gesto que me separ delregazo, me puse a llorar con grandes lgrimas quesurtieron gran efecto.

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    Ven, mi pobre chiquita dijo la Dortera; aqu note quieren y. Por eso, nos vamos.

    Mi pobre abuela se dio por vencida.-Pobre criaturita, no tiene la culpa! Quin la

    trajo?-Su propio hijo seora; est abajo esperando;

    voy a devolverle la nia. Si la he ofendido, discl-peme; no saba nada, no s nada. Pens que le gus-tara recibir una linda sorpresa...

    -Vaya, vaya, querida, no la necesito ms dijo miabuela; vaya a buscar a mi hijo y djeme la criatura.

    Mi padre subi los escalones de dos en dos. Meencontr en la falda de mi abuela, que llorabamientras trataba de hacerme rer. No me contaronqu pas luego entre ellos, y como yo tena apenasocho o nueve meses, seguramente no me enter denada. Mi madre, que me cont esta primera aventu-ra de mi vida, me dijo que cuando mi padre me lle-v de vuelta a casa, tena en mis manos un hermosoanillo con un gran rub que mi querida abuela sehaba sacado, encargndome de ponrselo a mi ma-dre, encargo que mi padre me hizo cumplir escru-pulosamente.

    Todava hubo de pasar algn tiempo antes deque mi abuela aceptara conocer a su nuera; pero ya

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    se corra la voz de que su hijo se haba casado demodo inconveniente, y la negativa de verla debaforzosamente acarrear pensamientos enojosos paracon mi madre, y por lo tanto, tambin para con mipadre. Mi abuela se alarm por el dolor que su re-chazo poda causar a su hijo. Consinti en recibir ala temblorosa Sophie, que la desarm con su cndi-da docilidad y sus tiernas caricias. Bajo la mirada demi abuela se celebr el casamiento religioso, des-pus del cual un almuerzo familiar sell oficialmentela aceptacin de mi madre y la ma.

    Ms tarde, al evocar mis propios recuerdos, ha-br de decir la impresin que estas dos mujeres, tandistintas por sus pensamientos y sus hbitos, seproducan mutuamente. Por ahora ser suficientecon saber que el trato fue inmejorable por ambaspartes, que intercambiaron los dulces nombres demadre e hijo, y que si el matrimonio de mi padregener un pequeo escndalo entre las personas demayor intimidad, el mundo en que l se mova no leprest la mnima atencin y acept a mi madre sinindagar nunca por sus antepasados ni su fortuna.Pero ella nunca am ese mundo, y tampoco fuepresentada en la corte de Murat, a la cual estaba encierto modo atada y obligada debido a los servicios

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    que luego mi padre prest a ese prncipe.Mi madre nunca se sinti ni mortificada ni agra-

    decida por hallarse entre personas que pudieransentirse superiores a ella. Bromeaba con gracia, conel engreimiento de los tontos y la soberbia de losadvenedizos; como se saba plebeya hasta la puntade las uas, crea ser ms noble que todos los patri-cios y aristcratas de la tierra. Sola decir que los desu estirpe tenan la sangre ms roja y las venas mslargas que los dems, cosa que yo acab por creer,porque si la supremaca de las razas consiste en ver-dad en esta fortaleza fsica y moral, es Innegable quetal fortaleza tiende a desaparecer en las razas quepierden el hbito del trabajo y el valor ante los su-frimientos. Esta afirmacin no puede considerarseextraordinaria. Pero tambin se puede agregar que elexceso de trabajo y penurias debilitan la sociedadtanto como el exceso de ocio y deleites. Por otraparte, es verdad, en general, que la vida empieza enlas bases de la sociedad y se va perdiendo a medidaque asciende hacia la cima, como la savia en lasplantas.

    Mi madre no era de esas astutas intrigantes quetienen el secreto deseo de oponerse a los prejuiciosde su tiempo y que piensan que se engrandecen al

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    incorporarse, corriendo el riesgo de sufrir mil des-denes, a la falsa grandiosidad mundana. Era una ymil veces orgullosa en exceso como para exponersea un desaire. Su conducta era tan reservada que pa-reca tmida. Pero si intentaban estimularla con airesprotectores. Poda volverse an ms reservada,hasta mostrarse muda y glacial. Tena excelentesrelaciones con aqullos a quienes respetaba justifi-cadamente; en tales casos se mostraba amable y en-cantadora. Pero su verdadera naturaleza era alegre,movediza, activa, vibrante frente a lo que pretendasometerla. Los grandes banquetes, las largas veladas,las visitas triviales y aun el baile le parecan detesta-bles. Era una mujer para quedarse junto al fuego opara corretear de modo juguetn; pero interna-mente y para sus cosas necesitaba intimidad, con-fianza, lazos absolutamente sinceros, total libertadde costumbres y en el uso de su tiempo. Por esovivi siempre retirada. Preocupndose ms por evi-tar conocimientos fastidiosos que por adquirirlos.El carcter de mi padre era, en el fondo, semejante,y por eso nunca hubo esposos mejor avenidos. Noeran felices si no estaban en su hogar. Constante-mente estaban tratando de disimular melanclicosbostezos cuando se hallaban en otra parte, y fueron

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    ellos quienes me legaron esa secreta rebelda quesiempre me ha hecho sentir insufrible el mundo eindispensable el home1.

    Todos los trabajos que mi padre comenz, abu-rrido, es necesario admitirlo, terminaron en la nada.Tuvo mil veces razn cuando afirm que no estabahecho para calzar espuelas en tiempos de paz, y las"guerrillas sociales" no le resultaban atractivas. Tanslo la guerra era capaz de hacerlo salir del mbitode estado mayor.

    Regres con Dpont al campo de Montreuil. Mimadre lo sigui en la primavera de 1805 y estuvodos meses con l, durante los cuales mi ta Lucie seencarg de mi hermana y de m. Ms tarde hablarde esta hermana cuya existencia ya he indicado, yque no era hija de mi padre. Era cinco o seis aosmayor que yo y se llamaba Caroline. Mi buena y pe-quea ta Lucie, que ya he nombrado, se haba casa-do con el seor Marchal, un oficial retirado, en lamisma poca en que m madre se cas con m pa-dre. De ese casamiento naci una nia, unos cinco oseis meses despus de mi nacimiento: es mi queridaprima Clotilde, quiz la mejor amiga que he tenido.Mi ta viva en aquel tiempo en Chaillot, donde mi 1 En Ingls en el original.

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    to haba comprado una casita. Entonces estaba enpleno campo. Pero actualmente estara en medio dela ciudad. Para sacarnos a pasear, alquilaba un asnoa un jardinero vecino. Nos pona en los canastosrecubiertos de heno que servan para llevar la fruta ylas verduras al mercado: Caroline iba en uno, Clotil-de y yo en el otro. Parece que ese modo de pasearnos gustaba muchsimo.

    Mi madre se ocup muy pronto de mi educa-cin, y mi mente no puso ninguna resistencia. Perotampoco progres mucho; si la hubieran dejado enpaz, con toda certeza hubiera sido bastante lenta. Alos diez meses caminaba; empec a hablar bastantetarde. Pero apenas comenc a decir algunas pala-bras, aprend todas rpidamente, y a los cuatro aossaba leer muy bien. Igual pas con mi prima Clotil-de, quien, como yo, fue educada alternativamentepor su madre y la ma. Tambin nos enseaban ora-ciones, y recuerdo que yo las deca de memoria des-de el principio al fin, sin entender nada, salvo laspalabras que nos hacan decir cuando ponamos lacabeza en la almohada: "Dios mo, te entrego micorazn". No s por qu entend esta plegaria mejorque el resto, dado que en estas pocas palabras haymucha metafsica; pero lo cierto es que yo com-

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    prenda lo que significaba y era el nico trozo de laoracin que me brindaba una idea sobre Dios y so-bre m misma.

    En la calle Grange-Batelire, tuve en mis manosun antiguo manual de mitologa que todava poseo,con enormes ilustraciones de lo ms cmicas que sepueda imaginar. Cuando recuerdo con qu inters yadmiracin miraba yo estas estampas grotescas, to-dava me parece verlas con los ojos de aqulla po-ca. Sin leer el texto, comprend rpidamente graciasa las imgenes los principales episodios de las fbu-las antiguas, y todo eso me atraa poderosamente.Algunas veces me llevaban a ver las sombras chi-nescas del eterno Sraphin y las obras del circo. Mimadre y mi hermana me contaban cuentos de P-rrault, y cuando se les acababa el repertorio no te-nan empacho en inventar otros que a m meparecan tan buenos y aun mejores que los prime-ros. Me hablaban del paraso y me obsequiaban conlas cosas ms bellas de la religin catlica. Pero, enmi cabeza, los ngeles y los cupidos, la Santa Virgeny la fe, los tteres y los magos, los diablillos del tea-tro y los santos de la iglesia, todo se mezclaba y meproduca el ms estrafalario desbarajuste poticoque se pueda imaginar.

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    Mi madre tena firmes convicciones religiosas,en las que nunca ingres la duda, ya que no se dete-na a analizarlas. Ni siquiera se molestaba en expli-carme si los rudimentos que me inculcaba a manosllenas eran verdaderos o alegricos, ya que, siendoella misma artista y poeta sin saberlo, y creyente desu religin en lo que tena de bueno y de bello, altiempo que rechazaba todo lo que era sombro yamenazador, me hablaba de las tres gracias y de lasnueve musas con tanta seriedad como si se refirieraa las virtudes teologales o a las vrgenes santas.

    Sea por la educacin. Por lo que me ensearon,o por predisposicin, lo cierto es que el amor por lanovela se posesion violentamente de m antes deque hubiera acabado de aprender a leer. Y fue as:yo todava no entenda la lectura de los cuentos dehadas. Las palabras impresas, aun en la forma mssimple, no tenan mucho sentido para m. Llegu aentender lo que me daban a leer, repitiendo. Yo nolea por mi cuenta; era d temperamento indolente yslo poda superarlo a costa de grandes esfuerzos.En los libros buscaba tan slo figuras; pero todo loque aprehenda con los ojos y con los odos pene-traba desordenadamente en mi cabecita, y caa enensoaciones hasta el punto de perder con frecuen-

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    cia la nocin de la realidad que me rodeaba. Comodurante mucho tiempo tuve la costumbre de revol-ver el fuego con el atizador, mi madre, que no tenacriada y que segn recuerdo estaba siempre ocupadaen coser o en cuidar la comida, no poda librarse dem a menos que me recluyera en la prisin que ellamisma haba inventado, y que consista en cuatrosillas con un calientapis apagado en el medio. Paraque me sentara cuando me fatigase, ya que no te-namos el lujo de un almohadn. Las sillas eran depaja, y yo me entretena en sacrsela con las uas: seve claramente que las haban sacrificado para mi usopersonal. Recuerdo que para dedicarme a este juegotena que subirme sobre el calientapis; entoncespoda apoyar los codos en los asientos y jugar a quetena garras, con una paciencia maravillosa; perocediendo al impulso de tener mis manos ocupadasen algo, impulso que siempre me ha acompaado,no se me ocurra pensar que de esa manera rompala paja de las sillas. Tambin Inventaba en voz altacuentos interminables que mi madre llamaba misnovelas. No me acuerdo para nada de estas creacio-nes; mi madre me habl mil veces de ellas, muchoantes de que se me ocurriera escribir. Ella las consi-deraba sumamente aburridas, tanto por la extensin

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    como por el desenlace que yo adjudicaba a las histo-rias. Es un defecto que conservo, segn parece; yme doy cuenta de que algunas veces no tengo lamenor idea de lo que hago, y an ahora se apoderade m, como cuando tena cuatro aos, la necesidadde dejar correr la pluma en este tipo de composi-cin.

    Parece que mis historias eran una verdaderamezcla de todo cuanto atraa a mi pequea cabecita.Siempre tenan un argumento bsico al estilo de loscuentos de hadas, un prncipe bueno y una princesaencantada. Haba unos pocos personajes malvados.Pero nunca bandidos. Todo estaba regido por laImpronta de un pensamiento infantil jovial y opti-mista. Lo que tenan de peculiar era la extensin, ycierta tendencia a la continuidad, porque yo reto-maba el hilo del relato exactamente en el mismolugar donde lo haba dejado el da antes. Es posibleque mi madre, que deba escuchar necesariamente ycasi sin querer estas Interminables divagaciones, meincitara a reanudarlo de esa manera. Mi ta tambinse acuerda de esos relatos, y se entretiene recordn-dolos. Me deca con frecuencia:

    -Qu tal, Aurora?, todava no sali tu prncipedel bosque?, cundo terminar tu princesa de po-

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    nerse su traje de cola y su corona de oro?-Djala en paz contestaba mi madre, no puede

    trabajar tranquila si no est inventando sus novelasentre cuatro sillas.

    Recuerdo con ms claridad el entusiasmo conque me dedicaba a los juegos que implican verdade-ra accin. Yo era caprichosa. Cuando vena mi her-mana, o la hija mayor del vidriero, y me invitaban alos juegos tradicionales, ninguno me vena bien ome aburra muy pronto. Pero con mi prima Clotildeo con otros chicos de mi edad me volcaba porcompleto a los juegos que inventaba mi imagina-cin. Representbamos batallas y fugas a travs deespesos bosques, que impresionaban vivamente mifantasa. Despus, alguna de nosotras se extraviaba,y las otras la buscaban, llamndola. Por lo comn sehaba quedado dormida en un rbol, o sea en unsof. bamos a socorrerla; una de nosotras era lamadre de las dems, o bien un general, porque lavida exterior llegaba a penetrar en nuestro refugio, yas fue como ms de una vez fui emperador y con-duje las acciones del campo de batalla. Hacamospedazos las muecas, los muecos, las casitas, y pa-rece que mi padre se impresionaba fcilmente, por-que esta representacin en pequeo de los horrores

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    que l mismo presenciaba en la guerra le resultabaintolerable. Entonces deca a mi madre:

    -Haz el favor de barrer el campo de batalla deestos chicos; parecer ridculo. Pero me pone malver todos esos brazos, piernas y despojos desparra-mados por el piso.

    Nosotros no percibamos nuestra crueldad,puesto que los muecos y muecas padecan dcil-mente la carnicera. Pero al galopar sobre nuestroscorceles imaginarios y batirnos con nuestras espadasinvisibles contra muebles y juguetes, nos envolvaun entusiasmo febril. Nos recriminaban por nues-tros juegos de varones, y es verdad que tanto miprima como yo sentamos verdadera avidez por lasemociones viriles. Recuerdo especialmente un daotoal, en que ya haban servido la cena y haba ca-do la noche en el cuarto. No estbamos en mi casasino en Chaillot, en casa de mi ta, me parece, por-que haba doseles en las camas, y en mi casa no loshaba. Clotilde y yo nos perseguamos por entre losrboles, es decir, entre los pliegues de los cortinadosdel dosel; el cuarto ya no exista para nosotras, y nossentamos realmente en medio de una naturalezasombra, de la que se iba posesionando la oscuridadde la noche. Nos llamaron para cenar. Pero nada

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    omos. Mi madre vino a alzarme para llevarme a lamesa, y siempre recordar mi estupefaccin al verlas luces, la mesa y los objetos reales que estaban ami alrededor. Evidentemente sala de una total alu-cinacin, y me resultaba difcil abandonarla tanbruscamente. Muchas veces estaba en Chaillot ycrea estar en mi casa, y viceversa. A menudo tenaque hacer un esfuerzo para cerciorarme de que es-taba en tal o cual lugar, y he vuelto a ver en mi hijala vivencia de esta ensoacin, de manera muy mar-cada.

    Me parece que a partir de 1808 no volv a ver lacasa de Chaillot, porque despus del viaje a Espaaya no dej Nohant, y por esa poca mi to vendi supequea propiedad al Estado, ya que estaba situadaen el sitio destinado al palacio del Rey de Roma. Noestoy segura de ser precisa. Pero contar algo acercade esta casa, que en ese tiempo era una casa decampo. Pues Chaillot no era como ahora.

    Era una casa muy modesta; de esto me doycuenta ahora, cuando veo el valor real de los objetosque se aparecen en mi memoria. Pero a la edad queyo tena en esa poca, me pareca el paraso. Podradibujar el plano de la casa y el jardn, hasta tal puntohan quedado grabados en m. Por sobre todas las

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    cosas, el jardn era para m un lugar lleno de delicias,quiz porque era el nico que conoca. Mi madre,pese a los informes que daban a mi abuela acerca deella, viva en una condicin muy prxima a la po-breza, con una economa y un trabajo domsticopropios de una mujer del pueblo. No me llevaba alas Tulleras para que no viesen las ropas que us-bamos, o para que no me malcriase jugando al aro osaltando a la cuerda bajo la mirada de los curiosos.Slo salamos de nuestro pobre refugio para ir devez en cuando al teatro, que a mi madre le gustabatanto como a m, y con ms frecuencia, a Chaillot,donde siempre nos reciban con gran regocijo. Eltrayecto a pie y el tener que pasar por el cuartel debomberos me fastidiaba. Pero apenas pisaba el Jar-dn, me pareca estar en la isla encantada de loscuentos. Clotilde, que poda pasarse todo el da alsol, estaba ms lozana y con mejores colores que yo.Me haca los honores de su paraso con la generosi-dad y la sana alegra que nunca la han abandonado.Era la mejor de nosotras dos, la ms franca y la me-nos antojadiza: yo la adoraba. Pese a las salidas in-tempestivas que yo misma provocaba, en las quesiempre me replicaba con burlas que eran mortifi-cantes para m. Cuando estaba enojada conmigo

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    haca un juego con mi nombre, Aurore, y me llama-ba Horreur2, insulto que me llenaba de irritacin.Pero, poda quedarme largo rato enfurruada, te-niendo ante m una alfombra de csped verde y unaterraza rodeada con macetas llenas de flores? Allfue donde vi los primeros hilos de la virgen, blancosy relucientes bajo el sol otoal; ese da estaba tam-bin mi hermana, que me explic gravemente que lavirgen santa devanaba ella misma esos hermososhilos en una rueca de marfil. No me animaba a cor-tarlos, y trataba de agacharme para pasar por deba-jo.

    El jardn era rectangular, y no demasiado gran-de. Pero a m me pareca enorme, aunque lo reco-rriera doscientas veces al da. Estaba trazado conregularidad, de acuerdo con la moda de esa poca;haba flores y verduras; desde afuera no se vea nadaporque estaba rodeado de altas paredes; y al fondohaba una terraza enarenada, con un gran macetnde barro cocido al que se llegaba subiendo unos es-calones de piedra. En esta terraza, que para m era ellugar preferido, se desarrollaban nuestros grandesjuegos de batallas, fugas y persecuciones.

    2 Horror. Juego de palabras basado en la paronomasia de losvocablos franceses.

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    All fue tambin donde vi por primera vez ma-riposas y enormes girasoles que me parecieron decien pies de altura. Un da interrumpieron nuestrosjuegos fuertes exclamaciones que venan de afuera.Gritaban: "Viva el Emperador!", se oan pasosapresurados que luego se alejaban. Pero los gritosseguan. Efectivamente, el emperador pas muycerca, y omos el trote de los caballos y el entusias-mo de la multitud. Nada veamos a causa de los mu-ros. Pero para nuestra imaginacin fue muyhermoso. Por lo que recuerdo, y tambin nosotras,llevadas por un entusiasmo contagioso, gritamos:"Viva el Emperador!"

    Acaso sabamos qu era el emperador? No meacuerdo. Pero es posible que oyramos hablar mu-cho de l.

    Poco tiempo despus me form una idea msclara; no podra decir exactamente cundo. Pero meparece que fue a fines de 1807.

    El emperador pasaba revista en el bulevar, nomuy lejos de la Madeleine. Mi madre y Pierret noquisieron quedarse prximas a los soldados; enton-ces Pierret me alz sobre sus hombros para que pu-diera ver. Mi cabeza sobresaliente entre las otras,hizo que los ojos del emperador se detuvieran en

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    m.Mi madre exclam:-Te mir, acurdate, te traer suerte!Creo que el emperador oy estas crdulas pala-

    bras, porque volvi a mirarme, y todava me parecever una leve sonrisa flotando en su cara plida, cuyaadustez no me intimid. Nunca olvidar su aspecto,especialmente la expresin de su mirada, que nin-gn retrato ha sabido captar. En ese entonces estababastante gordo y plido. Tena un abrigo sobre eluniforme. Pero no podra decir si era gris; cuando lovi tena su sombrero en la mano, y por un instanteme qued hipnotizada por esa mirada clara, tan duraal principio y de pronto tan dulce y paternal. Lo hevisto otras veces. Pero siempre de manera borrosa,porque yo estaba ms lejos y l pas demasiado r-pido.

    Tambin vi al rey de Roma, cuando nio, enbrazos de su nodriza. Estaba en una ventana de lasTulleras y sonrea a los que pasaban; cuando me vioa m ri ms, debido a la atraccin que los niossienten entre s. Tena un enorme bombn en sumanita, y me lo tir. Mi madre quizo recogerlo paradrmelo. Pero el guardia que vigilaba la ventana nole permiti avanzar un paso ms all de la lnea que

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    l cuidaba. Fue intil que la gobernanta le indicaraque el bombn era para m y que me lo tena quedar. Seguramente esto no estaba en sus instruccio-nes, de modo que se hizo el sordo. Me sent muymortificada, y volv junto a mi madre. Le preguntpor qu el militar haba sido tan poco afable. Merespondi que tena la obligacin de cuidar al pre-cioso nio y evitar que se le acercaran, porque habapersonas malvadas que podan hacerle dao. La ideade que alguien pudiera hacer algo malo a un niome pareci monstruosa; pero entonces yo tendranueve o diez aos, porque el reyecito in partibustendra a lo sumo dos, y esta ancdota es tan slouna digresin por adelantado.

    Uno de los recuerdos que pertenece a mis cua-tro primeros aos, es el de mi primera emocin mu-sical. Mi madre fue a visitar a alguien que viva enalgn pueblo cercano a Pars, no s bien cul. Eraun piso muy alto, y yo, como era muy pequea, nopoda ver la calle desde la ventana, y slo divisabalos techos de las casas vecinas y un gran trozo decielo. Estuvimos buena parte del da en ese lugar.Pero yo no vi nada: estaba atrapada por los dulcesaires de una flauta que durante todo el tiempo in-terpret melodas que me parecieron bellsimas. La

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    msica proceda de alguna ventana seguramentems alta que la nuestra y algo alejada, ya que mi ma-dre, cuando le pregunto qu era, casi no la oa. Peroyo, quiz porque en esa poca tena un odo msagudo y sensible, no perda ni una modulacin deese pequeo instrumento, tan penetrante de cerca ytan dulce a la distancia, y estaba maravillada. Creaor en sueos. El cielo era puro, de un azul radiante;y esas tiernas melodas parecan danzar sobre lostechos y esfumarse en el firmamento. Quin podrasaber si no se trataba de un ejecutante de gran ta-lento y que no tena en ese momento ningn oyentems absorto que yo? Tambin poda ser un estu-diante cualquiera que ensayaba Mnaco o Deliriosde Espaa. Fuera quien fuese, yo experimentaba losms inefables placeres musicales, y estaba total-mente embelesada frente a esa ventana donde com-prenda por primera vez y de modo difuso laarmona del mundo exterior, al hallarse mi almacomo en xtasis, tanto a causa de la msica como dela hermosura del cielo.

    Como se ve, todos los recuerdos de mi niezson bastante insignificantes. Pero si cada lector re-vive sus propias experiencias al leer las mas, si pue-de recordar con gusto las primeras emociones de su

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    vida, si por una hora se vuelve a sentir nio, ni l niyo habremos perdido el tiempo; porque la infanciaes buena, ingenua, y los seres ms extraordinariosson aquellos que poseen la mayor sensibilidad yguardan todava gran parte de esa primitiva pureza.

    Es muy poco lo que recuerdo de mi padre antesde la campaa militar en Espaa. Como faltaba decasa tan a menudo, hubo largas temporadas en queno lo vi. Pero casi seguramente estuvo con nosotrasdurante el Invierno de 1807 a 1808, porque tengo elvago recuerdo de unas comidas apacibles y lumino-sas, con un plato de dulces bastante sencillo, queconsista en unas masas cocidas en leche azucaradaque mi padre finga engullirse todas para divertirsecon mi gula defraudada. Tambin recuerdo que consu servilleta anudada y arrollada de diversas manerasformaba figuras de pjaros, conejos y payasos queme hacan rer a carcajadas. Creo que me mimabaexageradamente, porque mi madre deba intervenirentre nosotros ya que mi padre satisfaca todos misantojos en vez de reprenderme. Me han contadoque el poco tiempo que poda pasar con su familialo haca sentir tan feliz que no perda de vista a sumujer y a sus hijos, que jugaba conmigo das ente-ros, y que aun en uniforme de gala, no tena el me-

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    nor reparo en llevarme en brazos por calles y bule-vares.

    Es seguro que fui muy feliz, ya que tanto mequeran; ramos pobres. Pero de esto yo no me da-ba cuenta. A pesar de que en ese tiempo mi padreobtena excelentes ingresos que podan habernospermitido una buena vida, los gastos que le impo-nan sus funciones de ayuda de campo de Muratsuperaban sus clculos. Por su lado, mi abuela seprivaba de cosas necesarias para mantener un trende lujo descabellado, y pese a eso, dej deudas porsus compras de caballos, guardarropas y servicios.Muchas veces mi madre fue acusada de incrementarel desbarajuste econmico de la familia con su de-rroche. Pero recuerdo con suma claridad nuestravida domstica de entonces, y puedo asegurar queella no mereca esa acusacin. Ella misma haca sucama, barra y ordenaba las habitaciones, y cocina-ba. Fue una mujer extraordinariamente activa yenrgica. Durante toda su vida se levant al alba yse acost como a la una de la maana, y jams la visin hacer nada. No recibamos a nadie fuera denuestra familia y del excelente amigo Pierret, queera conmigo tierno como un padre y solcito comouna madre.

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    Ha llegado el momento de hacer el retrato y na-rrar la historia de este hombre inestimable que re-cordar toda mi vida. Pierret era hijo de unpropietario rural, y desde los dieciocho aos trabajen el tesoro, donde siempre ocup un cargo mo-desto. Era el ms feo de los hombres. Pero de unafealdad tan de buenazo, que se ganaba la confianzay el afecto. Tena una ancha nariz aplastada, labiosgruesos y ojos pequesimos; sus cabellos rubios seenrulaban tercamente y su piel era tan blanca y ro-sada que siempre pareca joven. Una vez se enfure-ci a los cuarenta aos porque un empleado de laalcalda, a la que haba ido como testigo del casa-miento de mi hermana, le pregunt de buena fe siera mayor de edad. Adems era grandote y bastantegordo; su rostro estaba siempre en movimiento de-bido a un tic nervioso que le haca hacer unas mue-cas espantosas. Quiz se debiera a este tic que nadiepudiera formarse una idea exacta de su cara. Meparece que era especialmente el aire cndido e Inge-nuo de su fisonoma lo que primero se mostraba ala vista en los pocos momentos de quietud. Ignora-ba en absoluto el ingenio; pero se le poda pedirconsejo sobre las cosas ms sutiles de la vida, por-que todo lo juzgaba de corazn y a conciencia. Du-

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    do que haya habido nunca hombre ms puro, msntegro, ms generoso y ms recto; su alma era tanbella que no conoca la injusticia ni la fealdad. To-talmente convencido de la bondad humana, nuncasupuso que l era una excepcin.

    Sus gustos eran bastante simples: el vino, la cer-veza, la pipa, el billar y el domin. Mientras estabacon nosotros se alojaba en una pensin de la calledel Faubourg Poissonnire que se llamaba "El Ca-ballo Blanco". All se senta como en su casa, ya quefue cliente durante treinta aos y mantuvo hasta elfin su infatigable alegra y su bondad sin par. Pese atodo, su vida transcurri dentro de un ambienteoscuro y montono. Era feliz. Por qu no habrade serio? Todos los que lo conocieron lo amaron, yla idea del mal no aflor nunca en su alma recta ysencilla.

    Sin embargo ra bastante irascible, y por lotanto irritable y quisquilloso: pero era tanta su bon-dad que nunca hiri a nadie. Yo le causaba enojos yfurores innumerables. Le daba una pataleta, revolvasus ojitos, enrojeca y haca los ms extraos visajes,mientras profera palabras enuna lengua poco refi-nada y formulaba feroces reproches. Mi madreacostumbraba a no prestarle la menor atencin. Se

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    conformaba con decirle:Ah! Ah est Pierret otra vez furioso! Veremos

    muecas nuevas!Pierret abandonaba inmediatamente el aire tr-

    gico y se largaba a rer. Ella lo azuzaba mucho y noes raro que l perdiera la paciencia con frecuencia.En los ltimos aos se haba puesto cada vez msirritable, y no pasaba un da sin que tomara su som-brero y saliera de casa afirmando que no volvera apisar el umbral; pero luego regresaba sin acordarsede la gravedad de su despedida anterior.

    Con respecto a m, se atribua unos derechospaternales que hubieran acabado en una verdaderadictadura si hubiera tenido la posibilidad de cumplirsus amenazas. El me vio nacer y me destet. Esto esbastante extrao, y podr dar una idea de su tempe-ramento. Mi madre, agotada por la fatiga. Pero in-capaz de desor mis llantos y convencida de que yono estara bien cuidada por una criada durante lasnoches, haba llegado al extremo de quedarse sindormir en un momento en que le era muy necesa-rio. Pierret, al ver este estado de cosas, siguiendo supropia iniciativa, me sac de mi cuna y me llev a sucasa, donde me alberg durante quince o veinte no-ches, quedndose casi sin dormir para prodigarme

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    los cuidados necesarios, dndome a tomar leche yagua azucarada con tanta dedicacin, esmero y pul-critud, que ni una nodriza lo hubiera hecho mejor.Me devolva a mi madre todas las maanas para irsea su oficina y despus al Caballo Blanco; y todas lastardes volva a buscarme, llevndome por todo elbarrio sin importarle que lo vieran. Pese a que slotena veintids o veintitrs aos. Cuando mi madreintentaba alguna objecin enrojeca completamente,le recriminaba su "estpida flaqueza" porque comol mismo reconoca no seleccionaba sus adjetivoscon gran alegra por la eleccin; y cuando me traade vuelta, mi madre se sorprenda por mi pulcritud,mi aire de salud y bienestar. Ocuparse de un bebde diez meses es algo tan distante de las preJeren-cias y aptitudes de un hombre, especialmente si viveen pensin como Pierret, que era ms sorprendenteque se le hubiera ocurrido hacerlo que llevarlo acabo. En suma, y como ya lo anticip, fui destetadapor l, y esto lo llen de satisfaccin.

    Siempre me vio como a una criaturita, y cuandoyo tena ya casi cuarenta aos, segua hablndomecomo a un chico. Exiga mucho en el plano de laamistad. Pero no en el de la gratitud. Pues nuncapens en Imponerse. Cuando le preguntaban por

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    qp quera que lo amasen, contestaba: "Porque yolos quiero a ustedes". Y deca estas palabras amablescon una entonacin hosca y haciendo rechinar losdientes. Si alguna vez, cuando yo le escriba unaslneas a mi madre, olvidaba mandar saludos paraPierret, al encontrario nuevamente ni me miraba yse negaba a saludarme. De nada servan excusas nijustificativos. Me trataba de prfida, de mala perso-na y me juraba un rencor y un odio eternos. Y eratan cmica su expresin al proferir estas palabrasque cualquiera que no hubiese reparado en las l-grimas que caan de sus ojos hubiera credo que es-taba haciendo una comedia. Mi madre, que conocaeste estado de furor, le deca:

    Basta. Pierret, cllese. Usted est loco y.hasta ledaba un fuerte pellizco para que acabara pronto.

    Por fin, volva a sus cabales y consenta en escu-char mis excusas. Una palabra cariosa y una cariciabastaban para ablandarlo y hacerlo feliz, cuando yase crea imposible todo entendimiento.

    Haba conocido a mis padres durante los prime-ros das de mi vida, y en tal forma, que se habanligado de inmediato. En la calle Meslay, en la mismamanzana que mi madre, viva una parienta suya, quetena un beb de mi edad al que no atenda ni ama-

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    mantaba. Por lo cual el nio lloraba sin cesar. Mimadre entr en el cuarto en que el pequeo desdi-chado mora de inanicin y le dio de mamar, y luegosigui hacindolo sin decir nada. Al ir a ver a su pa-riente Pierret descubri a mi madre en estos me-nesteres, se sinti conmovido y se Volc a ella y sufamilia para toda la vida.

    No fue ms que conocer a mi padre, y ya lo qui-so Inmensamente. Se hizo cargo de sus asuntos, lospuso en orden, elimin a los acreedores inescrupu-losos, y con su buen criterio lo gui para cumplircon los dems; en suma, le ahorr todas esas preo-cupaciones materiales que no era capaz de solucio-nar sin la ayuda de una mente habituada a losdetalles. Pierret seleccionaba el personal domstico.Pona orden en sus cuentas, regulaba sus ingresos yle enviaba dinero con seguridad a cualquier lugardonde lo llevara la guerra. Mi padre no se iba decampaa ni una vez, sin encargarle:

    Pierret, dejo a mi mujer y mis hijos a tu cuidado.Si no regreso, es para toda la vida, ya lo sabes.

    Pierret tom tan a pecho este pedido que, des-pus de la muerte de mi padre, nos dedic su vida.Intentaron reprocharle sus domsticas relaciones, yaque no hay nada sagrado para este mundo y no

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    pueden apreciar la pureza de un alma quienes no laposeen. Pero para cualquiera que haya conocido aPierret, semejantes sospechas sern siempre unagravio a su memoria. Careca de la seduccin nece-saria para hacer de mi madre una adltera, ni siquie-ra con el pensamiento. Era lo suficientementeescrupuloso y recto como para apartarse de ella shubiera siquiera sospechado que exista el riesgo detraicionar, aunque fuera con el pensamiento, la con-fianza que lo llenaba de orgullo y que l devolvareligiosamente. Adems, se cas con la hija de ungeneral sin fortuna, y ambos fueron felicsimos,pues la mujer era digna y amable, segn me ha di-cho mi madre, que por otra parte tiene con ellaafectuosas relaciones.

    Cuando se resolvi que viajaramos a Espaa,Pierret lo prepar todo. El plan de mi madre no eramuy oportuno. Pues estaba embarazada de siete delocho meses. Quera llevarme consigo, yo era unapersonita que todava daba bastante trabajo. Peromi padre haba anticipado una larga estada en Ma-drid, y creo que mi madre estaba celosa. Cualquierafuese el motivo, se empe en ir junto a mi padre; yhall una oportunidad favorable porque una cono-cida suya, mujer de un proveedor del ejrcito, estaba

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    por emprender viaje y le ofreci lugar en su calesapara llevarla hasta Madrid.

    El postilln de esta seora era un chico de doceaos. Y tenemos as de viaje a dos mujeres, una deellas encinta, y a dos nios, de los cuales no era yola ms desobediente ni la ms fastidiosa.

    Me parece que no me apen separarme de mihermana, que permanecera en un pensionado, ni demi prima Clotilde; como yo no las vea diariamente,sino una vez por semana, no poda medir el pesarque podra experimentar con una separacin msprolongada. Tampoco me afect abandonar el piso.Pese a que haba sido mi nico mundo conocido ynada haba visto ni imaginado fuera de l. Por loque sufr al principio fue por la necesidad de dejarmi mueca abandonada en el piso vaco, donde se-guramente se aburrira muchsimo.

    El cario que las nias pequeas sienten por susmuecas es en verdad muy complejo, y por mi partelo he sentido tan intensamente y por tan largo tiem-po que me resultar fcil definirlo en pocas palabras.En ningn momento de su infancia las nias seequivocan acerca de la existencia de ese ser inani-mado que les ponen en las manos y que debe inau-gurar para ellas el instinto maternal, para llamarlo de

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    algn modo. En lo que a m respecta, al menos, nocreo haber pensado jams que mi mueca fuera unser viviente; sin embargo he experimentado un vivosentimiento maternal por las innumerables muecasque tuve. No se trataba de idolatra. Pero la cos-tumbre de hacer que los nios adoren estos feticheses un tanto salvaje. Yo no perciba muy bien la na-turaleza de este sentimiento, pero me parece que sihubiera sido capaz de analizarlo le habra encontra-do cierta semejanza con lo que sienten los catlicosfervorosos por las imgenes de que son devotos.No ignoran que la imagen en s no es el verdaderoobjeto de su adoracin, pero se arrodillan delante deella, le hablan, le ponen incienso y le ofrecen votos.Pese a todo lo que se diga, los hombres de la anti-gedad no eran ms idlatras que nosotros. Loshombres inteligentes nunca adoraron las estatuas deJpiter y de Mammon, sino que vean a Jpiter y aMammon en esos smbolos, pero en todos lostiempos, tanto en nuestros das como en el pasado,las almas ignorantes han sido incapaces de diferen-ciar el dios de la imagen.

    Tambin tuve juguetes favoritos. Entre elloshaba uno que nunca olvid y que se debe haberperdido a pesar mo, porque yo no lo romp cuando

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    era chica, y que quiz me parecera ahora tan lindocomo lo veo en el recuerdo. Era una antigua piezade vajilla que ya haba servido de juguete para mipadre; es probable que la vajilla completa ya noexistiera durante su infancia. l la encontr hurgan-do en un armario en casa de mi abuela, y al recordarcunto le haba gustado a l en su niez, me la trajo.Era una pequea Venus de Svres con dos palomasen las manos; tena un pedestal en forma de platooval en vidrio ondulado, engastado en un aro decobre reluciente, cubierto de pequeas muescas quesostenan unos tulipanes que hacan de candeleros, yal encender las bujas, el vidrio, que pareca un trozode agua, reflejaba las luces, la estatuilla y los bellosadornos dorados del engarce. Este juguete consti-tua para m un mundo maravilloso, y cuando mimadre me contaba por ensima vez el cuento dePercinet y Graciosa, yo me imaginaba paisajes conlagos y mgicos jardines. Dnde pueden los nioshallar mejor inspiracin para las cosas que nuncahan visto?. . .

    Cuando estuvo listo el equipaje para nuestroviaje a Espaa, me acord de mi mueca favorita.No quise llevrmela, aunque me lo permitan. Pensque se rompera, o que me la robaran cuando la

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    dejara en mi cuarto, y despus de desvestirla y po-nerle la ropa de dormir la acost en mi camita y leacomod las sbanas cuidadosamente. En el mo-mento de partir corr a echarle una ltima mirada, ycomo Pierret me haba prometido ir a darle de co-mer todas las maanas, empec a experimentar laduda que todos los nios sienten acerca de la natu-raleza de esos seres. Se trata de un estado muy espe-cial, en el que la razn incipiente por un lado y lanecesidad de ilusin por el otro, luchan en los cora-zones ansiosos de amor maternal. Tom las dosmanos de mi mueca y se las junt sobre el pecho.Pierret me dijo que as pareca una muerta. Enton-ces hice girar sus brazos hasta que las manos seunieron sobre su cabeza, en una actitud de splica ode llamado, a la que yo adjudicaba seriamente unsignificado sobrenatural: pensaba que era una invo-cacin al hada buena, y que si permaneca en esaposicin la mueca quedara protegida durante miausencia. Pierret me asegur que la cuidara paraque no se extraviara.

    No hay en el mundo nada ms cierto que esaalocada e imaginativa historia de Hoffman que es elCascanueces. Es la vida interior del nio, tal cual seda en la realidad. Me encanta ese final desordenado

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    que se pierde en un mundo de quimeras. La imagi-nacin de los nios es tan variada y catica comolos esplndidos sueos del cuentista alemn.

    Excepto la preocupacin por mi mueca, queme persigui durante un tiempo, no conservo nin-gn recuerdo del viaje hasta las montaas de Astu-rias. Pero todava siento el espanto que me causaronesas montaas, los bruscos recodos del camino, enmedio de ese anfiteatro cuyas cimas cercaban el ho-rizonte, me deparaban a cada momento angustiosassorpresas. Tena la impresin de que estbamosatrapadas entre esas montaas, que ya no haba mscamino y que no podramos seguir ni retroceder.Por primera vez vi campanillas en flor a los ladosdel camino. Esas florecitas blancas y rosadas meimpactaron mucho. Mi madre me abra el mundo dela belleza espontneamente y sin premeditacin, alcomunicarme, desde muy chica, todas sus sensacio-nes. As, cuando vea una hermosa nube, algnefecto de la luz solar, unas aguas cristalinas, me ha-ca mirar y me deca: -"Mira qu lindo!. Y esosobjetos que yo no haba sido capaz de notar me re-velaban de pronto toda su belleza, como si mi ma-dre hubiera tenido una llave mgica para abrir miespritu al sentimiento primario pero profundo que

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    ella tambin experimentaba. Y me acuerdo quenuestra compaera de viaje no entenda los inge-nuos deslumbramientos que mi madre compartaconmigo, y exclamaba: -"Oh, seora Dupin, querara es usted con su pequea!".

    Sin embargo, creo que mi madre no me dijonunca una frase completa. Me imagino que le darademasiado trabajo, porque en aquel entonces ape-nas saba escribir y se preocupaba an menos por laabstrusa e intil ortografa. Pese a esto, hablaba co-rrectamente, as como los pjaros cantan sin haberaprendido jams a hacerlo. Tena una voz dulce yuna entonacin refinada. Sus pocas palabras mecautivaban y convencan. Como tena muy malamemoria y era incapaz de vincular dos hechos en sumente, trataba de combatir esa debilidad en m, queme vena por herencia. Constantemente me deca:

    -Debes acordarte de lo que ves.Y cada vez que tomaba recaudos para ello, yo

    no olvidaba. Cuando vimos las campanillas floreci-das, me dijo:

    -Aspira, as huele la miel; y no la olvides!-Que yo recuerde, esa fue la primera revelacin

    que tuve acerca del olfato, y por esa asociacin delos recuerdos y las sensaciones que todos conoce-

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    mos sin poder explicar, siempre que huelo campa-nillas veo las montaas espaolas y el borde del ca-mino donde las recog por vez primera.

    Pero slo Dios sabe qu lugar era se. Creo quesi lo volviera a ver lo reconocera. Me parece queestaba cerca de Pancorbo.

    Otro episodio que nunca olvidar, y que habraasombrado a cualquier otro nio fue el siguiente:estbamos en una pequea llanura, cerca de unpueblito. Era una noche clara. Pero el camino esta-ba bordeado de rboles frondosos que por mo-mentos arrojaban muchas sombras. Yo iba en elpescante junto con el postilln. El cochero tranqui-liz a los caballos, se volvi y grit a mi compaero:

    -Diles a las damas que no se asusten; tengobuenos caballos!

    Mi madre no necesit que le transmitieran lafrase: la haba escuchado, y cuando se asom por laventanilla vio tres figuras, as como las vea yo. Dosa un costado del camino y una en el medio, a unosdiez pasos de donde nos encontrbamos. No pare-can muy grandes y estaban inmviles.

    -Son asaltantes, cochero grit mi madre, no sigaavanzando, vuelva, vuelva! Veo sus arcabuces! Elcochero, que era francs, se ech a rer, porque la

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    mencin de los arcabuces le daba la pauta de que mimadre no tena la menor idea acerca de los enemi-gos que estaban por atacarnos, le pareci sensato nocontradecirla, azuz los caballos y pas raudamenteante las tres flemticas figuras que no demostraronla menor alteracin, y a las que yo apenas pude dis-tinguir. Mi madre, en medio del terror, crey entre-ver unos sombreros puntiagudos y pens que eranmilitares, pero cuando los caballos, nerviosos ytambin asustados, recorrieron una distancia respe-table, el cochero los puso al paso y baj para hablarcon las pasajeras.

    -Bueno seoras -dijo, siempre riendo, ustedesvieron arcabuces, pero algn propsito tendran,porque cuando nos vieron se quedaron a la expec-tativa. Pero yo estaba seguro de que mis caballos nocometeran ninguna barrabasada. Si nos hubieranllevado donde estaban ellos, no lo hubiramos pa-sado muy bien.

    -Pero quines eran? -pregunt mi madre.Con todo respeto, mi querida seora, eran tres

    enormes osos serranos.Mi madre se asust ms todava y rog al con-

    ductor que fustigara los caballos y nos llevara al al-bergue ms prximo; pero evidentemente el

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    hombre estaba habituado a tales encuentros, queactualmente seran rarsimos en primavera, espe-cialmente a lo largo de las grandes rutas. Nos dijoque esos animales eran de temer slo cuando se po-nan en cuatro patas y nos llev con tranquilidad, ysin preocuparse.

    Yo no sent miedo alguno, ya haba conocido avarios osos en mis ensoacienes les haba hechodevorar a los malvados de mis novelas. Pero nuncase haban atrevido a comerse a la princesa buena,con la cual yo me identificaba sin quererlo.

    No se puede esperar orden en estos recuerdostan antiguos. Estn demasiado deshilvanados en mimemoria, y mi madre no me puede ayudar a orde-narlos porque ella se acuerda an menos que yo.Slo mencionar a medida que los recuerde, aque-llos episodios fundamentales, que de un modo delotro me causaron impresin o tuvieron influenciasobre m.

    Mi madre se llev otro susto, menos justificado,en un albergue que, sin embargo, no tena mal as-pecto. Me acuerdo del lugar porque all vi por vezprimera esas lindas esteras de paja trenzada, de ale-gres colores, que en los pueblos meridionales su-plantan las alfombras. Yo me senta muy fatigada,

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    en el viaje habamos padecido un calor horrible, ymi primer impulso, al entrar en la habitacin, fuetirarme sobre la estera. Seguramente habamos co-nocido peores albergues en ese territorio espaolalterado por la guerra, porque recuerdo que mi ma-dre dijo:

    -Bendita sea la hora, estos cuartos parecen estarbastante limpios, y supongo que podremos dormir!

    Pero pocos minutos despus, sali al pasillo, dioun grito y volvi a entrar velozmente: haba visto enel suelo una gran mancha de sangre, y esto le bastpara creerse en un matadero.

    Nuestra compaera de viaje, la seora Fonta-nier, le hizo bromas al respecto. Pero esto no la di-suadi de realizar una inspeccin clandestina de lacasa antes de irse a la cama. Mi madre era de unacobarda muy especial. Su frondosa imaginacin leproporcionaba motivos de inmensos peligros a cadapaso; pero al mismo tiempo, su carcter enrgico ysu firmeza le daban el valor necesario para hacerfrente, inspeccionar, encarar resueltamente lo que laasustaba para conjurar con ello el peligro, cosa quesupongo no habra logrado muy bien. Era de esasmujeres que temiendo siempre algo, porque en elfondo temen la muerte, nunca pierden su presencia

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    de nimo, pues poseen un fuerte instinto de conser-vacin.

    De modo que, munida de una luz, pretendique la seora Fontanier participara de la explora-cin; pero esta seora no era ni tan aprensiva ni tanvalerosa, y no senta la mnima necesidad de hacer-lo. Entonces yo, repentinamente, me sent posedapor una gran intrepidez, que careca de todo mrito,ya que no entenda para nada el porqu del terror demi madre. Pero al ver que se arriesgaba sola a unaexpedicin en que su compaera no se atreva aparticipar, me aferr a su falda, y el joven postilln,que era un pcaro que no tema nada y se burlaba detodo, nos sigui para alumbrar. Fuimos a husmearen puntas de pie. Para no provocar el desagrado delos posaderos, que rean y conversaban en la cocina.Mi madre nos hizo ver la mancha de sangre junto auna puerta, en la que apoy la oreja para or, y hastatal punto estaba ya lanzada su imaginacin que lepareci or gemidos.

    -Tengo la certeza le dijo al postilln de que en-contraremos a unos soldados franceses asesinadospor los feroces espaoles.

    Y con mano temblorosa pero decidida abri lapuerta, y se top con tres enormes cadveres...de

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    unos cerdos faenados para abastecimiento de la casay alimento de los viajeros.

    Mi madre se ech a rer y corri a ridiculizar sustemores con la seora Fontanier. Pero a m measustaron ms esos cerdos abiertos en canal, tangroseramente colgados de la pared con los hocicosarrastrando casi por el suelo, que cualquier otra cosaque pudiramos haber encontrado.

    Sin embargo, lo que vi no bast para que meformara una idea de la muerte, y fue necesario otrosuceso para que yo intuyera en qu consista. Esextrao, porque fuera como fuese, yo haba matadomuchsima gente en mis famosas novelas inventadasentre cuatro sillas y en mis batallas con Clotilde.Conoca la palabra pero ignoraba su sentido. Mehaba hecho la muerta durante los juegos militarescon mis "amaznicas" compaeras, y no me habaperturbado en absoluto quedarme unos minutosacostada en el suelo con los ojos cerrados. Aprendmuy rpido lo que era en otra posada en que estu-vimos luego, donde me regalaron una paloma vivade cuatro o cinco que estaban destinadas para lacomida. En ese tiempo, en Espaa, el alimentoprincipal para los viajeros era el cerdo, pero debidoa la guerra y a la escasez, era un lujo dar con uno. La

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    paloma me puso muy contenta y me inspir granternura; nunca haba tenido un juguete tan lindo, y,sobre todo, un juguete vivo. -Qu maravilla! Peropronto me di cuenta de que un ser vivo es un ju-guete bastante engorroso, porque siempre estaba apunto de escaparse, y cuando lo consegua tena queperseguirla por toda la habitacin. Se mostraba indi-ferente a mis besos, y no responda a mis llamados,aunque usara los nombres ms dulces. Finalmenteme cans y le pregunt al postilln dnde estabanlas otras palomas. Me dijo que las iban a matar.

    -Bueno -dije-, quiero que maten a la ma tam-bin.

    Mi madre quiso hacerme desistir de esa ideasanguinaria. Pero yo me encaprich hasta llorar yberrear, para su sorpresa.

    -Lo que ocurre dijo la seora Fontanier es queno sabe lo que quiere. La nia cree que morir esdormir.

    Me tom de la mano y me condujo a la cocinajunto con mi paloma, cuyas hermanas estaban de-gollando en ese momento. No s cmo lo hacan,pero recuerdo la convulsin final del ave que moraviolentamente. Me puse a gritar y flor desconsola-damente, porque cre que mi amada paloma haba

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    corrido la misma suerte. Mi madre, que la tena ensu regazo, me la mostr: estaba viva. Cre enloque-cer de alegra. Y luego, cuando en el almuerzo nossirvieron los cadveres de las otras palomas, y supeque eran las mismas aves que yo haba visto con subello plumaje brillante y sus dulces ojitos, el ali-mento me caus tal espanto que no quise comer.

    A medida que avanzbamos en nuestro viaje elespectculo de la guerra se iba haciendo ms grave yhorroso. Pernoctamos en un pueblo que haba sidoquemado el da anterior, en cuyo albergue slo que-daba una habitacin con un banco y una mesa. Lonico que haba para comer eran cebollas crudas,con lo que yo me conform. Pero ni mi madre ni sucompaera las pudieron comer. Tenan miedo decontinuar de noche. No pegaron un ojo y yo dormsobre la mesa, sobre la cual me armaron una camabastante aceptable utilizando para ello los almoha-dones de la calesa.

    No puedo precisar en qu momento de la gue-rra de Espaa suceda esto. Nunca me preocup poraveriguarlo en vida de mis padres, cuando ellos hu-bieran podido ordenar mis recuerdos, y ya no mequeda ningn pariente que pueda orientarme. Meparece que salimos de Pars en abril de 1808, y que

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    el luctuoso suceso del 2 de mayo ocurri en Madridmientras estbamos en viaje por Espaa. Mi padrehaba llegado a Bayona el 27 de febrero. Desde lasinmediaciones de Madrid mand algunas lneas a mimadre el 18 de marzo, y debi ser entonces cuandoyo vi al emperador en Pars, despus de su regresode Venecia y antes de su partida para Bayona; digoesto porque recuerdo que cuando lo vi era el atarde-cer y el sol poniente me daba en los ojos, y ya vol-vamos a casa para la cena. Al salir de Pars no hacacalor, en cambio en Espaa el calor nos tortur, porotra parte, pienso que si yo hubiese estado en Ma-drid el 2 de mayo, los hechos de ese episodio de-sastroso me habran quedado grabados, porque anrecuerdo detalles mucho ms insignificantes de esaetapa.

    Hay uno, por ejemplo, que tengo un poco en elaire: el encuentro, en Burgos o en Vitoria, con unareina, quiz la de Etruria, por otra parte se sabe quela partida de esa princesa fue una de las primerascausas del alzamiento del 2 de mayo en Madrid. Ladebemos de haber encontrado pocos das despus,cuando ella iba para Bayona, respondiendo al llama-do de Carlos IV, que quera as reunir a toda su fa-milia bajo la garra del guila imperial.

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    Puedo relatar este encuentro con bastantes de-talles, porque me caus honda impresin. Si bien nopodra decir el lugar preciso en que ocurri, estoysegura de que era un pueblito donde nos detuvimospara cenar. En el albergue haba un patio grandepara los carruajes, con un gran jardn al fondo, en elcual vi unos girasoles que me trajeron a la memorialos de Chaillot. Fue la primera vez que vi sacar lassemillas del girasol y me enter de que se coman.En un ngulo del patio haba una urraca enjauladaque hablaba, lo cual me produjo gran asombro. De-ca en espaol una frase que significaba algo as co-mo -"Mueran los franceses", o a lo mejor -"MueraGodoy". Lo nico que yo entenda era la primerapalabra que la urraca repeta con insolencia y conuna entonacin satnica: -"Muera, muera". El posti-lln me explicaba que el pjaro me odiaba y deseabami muerte, pero a m, el or hablar a un pjaro meproduca tal asombro, que mis cuentos de hadas meparecieron ms veraces y serios que nunca. No en-tend el significado de la palabra que el pjaro repe-ta mecnicamente sin comprender: puesto quehablaba, razonaba yo, era porque pensaba, y me diomucho miedo esta especie de genio malfico quegolpeaba los barrotes de la jaula con el pico repi-

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    tiendo sin parar: -"Muera, muera!".Entonces me distrajo un nuevo acontecimiento.

    Lleg al patio un gran carruaje, seguido de otros doso tres; desengancharon y cambiaron los caballoscon inusitada velocidad. Los campesinos queranentrar al patio y gritaban: -"La reina, la reina!", peroel posadero y otras gentes los hacan retroceder, yles decan: -"No, no es ella". Fue todo tan rpido,que mi madre, que estaba asomada a una ventana,no tuvo tiempo de bajar a informarse de qu se tra-taba. Adems no dejaban que nadie se acercara a loscarruajes, y los dueos del albergue parecan saberalgo, pero aseguraban a los aldeanos que no era lareina. Sin embargo, una mujer que perteneca a lacasa me llev cerca del carruaje principal y me dijo:"Mira a la reina! Sent una Inmensa emocin, por-que en mis relatos siempre figuraban reyes y reinasque yo imaginaba bellsimos, irradiando un lujo y unbrillo sobrenaturales, pero la pobre reina que vi lle-vaba un traje blanco angosto, segn la moda deaquel tiempo, y estaba cubierta de polvo. Su hija, deunos ocho o diez aos, vesta igual que la madre, yambas me parecieron demasiado morenas y nadabellas: sa fue mi impresin. Adems tenan un as-pecto apagado y nervioso. En mi recuerdo ni siquie-

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    ra llevaban escolta. No viajaban, sino que huan, yescuch murmurar a mi madre con suavidad: "Otrareina que se salva". Y as era: estas pobres reinas seponan a salvo abandonando Espaa al extranjero.Se dirigan a Bayona, buscando bajo Napolen unaproteccin que finalmente hallaron, y tambin segu-ridad material, aunque eso implicara una absolutadecadencia poltica. Era sabido que la reina de Etru-ria era hija de Carlos IV e infanta de Espaa, y esta-ba casada con su primo, hijo del anciano duque deParma. Cuando Napolen quiso apoderarse del du-cado, concedi a los jvenes esposos el reino deToscana. Llegaron a Pars en 1801 para obsequiar alprimer cnsul, y fueron recibidos con gran pompa.Tambin era sabido que la joven reina haba abdica-do en favor de su hija y regresado a Madrid a prin-cipios de 1804 para tomar posesin del nuevo reinode Lusitania, que la victoria le otorgara en el nortede Portugal, pero muy pronto todo estuvo inseguro,debido a la Incapacidad gubernativa de Carlos IV ya la deslealtad de la poltica que desarrollaba el Prn-cipe de la Paz. bamos a meternos en esa guerra te-rrible contra los espaoles, que nos caa como poruna especie de fatalidad y que hara que Napolennecesitara apoyarse en todos esos personajes de la

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    realeza, en el mismo momento en que ellos le roga-ban que los apoyara. La reina de Etruria y sus hijossiguieron al viejo rey, a la reina Mara Luisa y alPrncipe de la Paz a Compigne.

    Cuando yo la vi, esta reina ya estaba bajo laproteccin de los franceses. Singular proteccin,que la arrebataba al cario ancestral del pueblo es-paol, anonadado al ver huir a todos los miembrosde la familia real en medio de una guerra formidablecontra el extranjero. A pesar del odio que tenan aGodoy, las gentes del pueblo quisieron detener elcarruaje de Carlos IV en Aranjuez el 17 de marzo; yen Madrid, el 2 de mayo, tambin quisieron deteneral infante Don Francisco de Paula y a la reina deEtruria. Lo mismo intentaron el 16 de abril en Vito-ria, con Fernando. Siempre intentaban desengan-char los caballos y hacer quedar a esos prncipespusilnimes que los negaban y los dejaban librados asu suerte, impulsados por el pnico. Llevados por susino, se negaban a escuchar tanto las splicas comolas amenazas del pueblo. A dnde se precipitaban?A la servidumbre de Compigne y de Valenqay.

    Hay que tener en cuenta que cuando presenciesta escena yo no saba nada sobre la misteriosa ac-titud de la reina que hua, pero nunca olvidar su

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    rostro ensombrecido, que pareca reflejar simult-neamente el terror de quedarse y la angustia de irse.Se encontraba en la misma situacin que sus padresen Aranjuez, cuando se vieron frente a un puebloque no los amaba, pero que tampoco quera dejarlosir. La nacin espaola estaba harta de sus reyes in-tiles, pero a pesar de todo, los preferan al plebeyoextranjero. La nacin pareca haber adoptado comodivisa la frase que Napolen us con alcances mslimitados: "La ropa sucia se lava en casa".

    Llegamos a Madrid en mayo. Sufrimos tantaspenurias durante el viaje que casi no recuerdo losltimos das, pero por lo menos llegamos a destinosin ninguna desgracia, cosa que fue por poco unmilagro, porque toda Espaa estaba convulsionaday la tempestad ruga, pronta a explotar. Fuimos si-guiendo la lnea defendida por el ejrcito francs,pero ni los mismos franceses se sentan segurosfrente a esas hordas sicilianas, y mi madre, con unnio en el vientre y otro en brazos, tena suficientesmotivos para asustarse.

    Cuando vio a mi padre, olvid sus padecimien-tos y sus terrores. Y mi fatiga se esfum cuando vilas magnficas habitaciones en que nos bamos ainstalar. Era el palacio del prncipe de la Paz, y al

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    entrar all yo estaba totalmente convencida de quemis cuentos de hadas se hacan por fin realidad.Murat viva en el piso bajo del mismo palacio, queera el ms lujoso y cmodo de Madrid, pues lo quehaba cobijado los amores de la reina y su favorito, ysus habitaciones eran ms ricas que las del palacioreal.

    Las nuestras estaban, me parece, en el tercer pi-so. Eran enormes, con las paredes recubiertas dedamasco. Las molduras, las camas, los sillones y di-vanes, todo era dorado, y parecan de oro puro,como en los cuentos de a mi me hadas. Las cabezasque parecan salir de sus marcos y seguirme con lamirada me torturaron no poco, pero me acostumbrpronto a ellas. Y otra cosa que me maravill fue elespejo del tocador, en el cual me reflejaba caminan-do sobre las alfombras, y donde no me reconoc alprincipio, pues nunca me haba visto en un espejode cuerpo entero y no tena una idea clara de miestatura que era, para mi edad, bastante escasa, peroyo me vi tan enorme que me asust.

    Es probable que el hermoso palacio con sushermosas habitaciones fuera de un estrepitoso malgusto, a pesar de la impresin que caus en m. Detodos modos estaba bastante sucio y lleno de ani-

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    malitos domsticos, especialmente conejos, que co-rreteaban por todas partes sin que nadie se fijara enellos. Estos apacibles huspedes, que eran los ni-cos que haba, o bien estaban habituados a entrar enlas habitaciones principales o bien se haban muda-do de la cocina al saln. Haba un conejito blancocomo la nieve, con los ojos como rubes, que muypronto se encari conmigo. Estaba instalado en unrincn del dormitorio, detrs del tocador, y de in-mediato establecimos entre ambos una intimidadsin reservas, pese a que era bastante malvado y nopocas veces rasgu a las personas que quisierondesalojarlo, pero conmigo siempre fue dcil, y dor-ma en mi falda o sobre el ruedo de mi vestido ho-ras enteras, mientras yo le narraba mis mejorescuentos.

    Pronto pude disponer de los juguetes ms her-mosos: muecas, ovejas, bateras de cocina, camitas,caballos, todo cubierto de oro fino, con flecos,adornos y lentejuelas: eran los juguetes que habandejado los infantes de Espaa, y que ellos mismoshaban roto. De entrada no les di importancia, por-que me impresionaron como algo grotesco y desa-gradable; pero deban ser muy valiosos, porque mipadre conserv dos o tres pequeos personajes en

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    madera pintada, que luego obsequi a mi abuelacomo autnticos objetos artsticos, y ella los conser-v durante mucho tiempo, para sorpresa de todos.Despus de la muerte de mi padre volv a tenerlosen mis manos, y recuerdo un viejecito que tena unaexpresin muy extraa, y que me causaba terror.Por qu inesperado capricho se habra deslizadoesta hbil reproduccin de un viejo mendigo entrelos deslumbrantes juguetes de los infantes de Espa-a? La representacin de la miseria no es un jugueteusual en las manos del hijo de un rey, y siempre damucho que pensar.

    Adems, los juguetes en Madrid me interesabanmucho menos que en Pars. Estaba en otro medio,donde me atraan ms los objetos del mundo queme rodeaba, y mi propia vida empez a parecermetan maravillosa como un cuento de hadas.

    En Pars haba conocido a Murat y jugado consus hijos, pero no lo recordaba, quiz porque lo ha-ba visto vestido de modo comn, pero aqu, enMadrid, andaba tan cubierto de dorados y adornosque me caus gran impresin. Como lo llamaban "elprncipe", y en los dramas de circo y en los cuentos,los prncipes siempre desempean el rol protagni-co, yo crea ver al famoso prncipe Fonfarinet, y as

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    lo llam con toda naturalidad, pese a que mi madrequiso impedrmelo, pero nunca pudo evitar que lohiciera. Me acostumbraron a llamarlo "mi prncipe"al dirigirme a l, y l me quiso mucho.

    Es probable que no le hiciera ninguna graciaque uno de sus ayudas de campo trajera a su mujer ehijos en medio de las difciles circunstancias queatravesaban, y quiz hubiera preferido que todo tu-viera un aspecto ms marcial. Es verdad que siem-pre que me llevaban a su presencia me ponanuniforme. El uniforme era maravilloso. Lo conser-vamos hasta que crec demasiado como para poderusarlo. An lo recuerdo con exactitud: se componade un dormn de casimir blanco, con alamares ybotones de oro fino; una pelliza forrada de negro, yun pantaln de casimir color amaranto con adornosy bordados de oro al estilo hngaro. Tambin botasde cuero rojo con bordes dorados: sable, cinturncon presillas de seda y guarda sable con un guilabordada de perlas finas: no le faltaba nada. Al vermeataviada del mismo modo que mi padre me habrtomado por un chico, o bien habr querido sercmplice de mi madre en la pequea broma. Locierto es que, riendo, me present a todos como suayuda de campo y nos admiti en su intimidad.

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    Todo esto no era muy atractivo para m, porqueel uniforme era una tortura. Es verdad que aprenda lucirlo muy bien, arrastrando mi pequeo sablepor los suelos del palacio y haciendo ondular demodo muy correcto mi pelliza sobre mis hombros,pero bajo ese traje me sofocaba, los galones meaplastaban, y me senta mucho mejor cuando, alvolver a nuestras habitaciones, mi madre me ponael vestido espaol de la poca: traje de seda negracon redecilla fina, que se estrechaba en las rodillas ycaa en cascada hasta los tobillos, junto con la man-tilla negra. Mi madre quedaba hermossima con eseatuendo. Nunca una autntica espaola habr teni-do piel mate tan fina, unos ojos oscuros tan atercio-pelados, un pie tan chico y un talle tan cimbreante.

    Murat cay enfermo. Se dijo que era por sus de-srdenes, pero no era verdad. Tuvo una inflamacinintestinal, como la mayor parte de nuestros solda-dos en Espaa, y sufri agudsimos dolores que, sinembargo, no le hicieron meterse en cama, pensabaque lo haban envenenado y no sobrellevaba pa-cientemente su enfermedad, porque sus alaridosresonaban en el triste palacio, en el cual, por otraparte, se dorma con un solo ojo. Recuerdo que laprimera vez que aull en medio de la noche, me

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    despert el susto de mis padres. Creyeron que loasesinaban. Mi padre salt de la cama, tom su sa-ble y corri, semidesnudo, a las habitaciones delprncipe. Al escuchar los gritos de este triste hroe,tan valeroso en la guerra y tan cobarde fuera delcampo de batalla sent gran miedo, y me puse yotambin a gritar, pareciera que finalmente yo habaentendido lo que era la muerte, porque exclamabasollozando:

    -Matan a mi prncipe Fonfarinet!Cuando se enter de mi dolor, me quiso todava

    ms, pocos das ms tarde, subi a nuestras habita-ciones a eso de la media noche y se acerc a mi ca-ma. Mis padres venan con l. Regresaban de unapartida de caza y traan un cervatillo que Murat co-loc a mi lado. Yo lo abrac. Al da siguiente, mevolv a dormir sin poder agradecer cuando me des-pert, vi a Murat a mi lado.

    Mi padre le haba comentado el cuadro queformbamos el cervatillo y yo durmiendo abraza-dos. En efecto, el pobre animalito apenas tena unospocos das, y tanto lo haban perseguido los perrosla vspera que, agotado por la fatiga, se haba aco-modado para dormir en mi cama como al fuera unperrito. Estaba acurrucado, con la cabeza sobre la

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    almohada y tena las patitas recogidas, como si hu-biera temido lastimarme con ellas. Mis brazos ro-deaban su cuello. tal como los haba puesto yo aldormirme nuevamente. Mi madre me cont que enese momento Murat lament no poder mostrar ungrupo tan conmovedor a un artista. Me despert suvoz, pero a los cuatro aos no se tiene mucha urba-nidad, de modo que mis primeras caricias fueronpara el cervatillo, que pareca querer devolvrmelaspara agradecer el calor que mi pequea cama le ha-ba brindado.

    Lo tuve varios das conmigo y lo quise con lo-cura, pero creo que la falta de su madre lo mat,porque una maana ya no lo vi, y me dijeron queestaba a salvo. Me conformaron dicindome queseguramente en los bosques volvera a encontrar asu madre y sera feliz.

    Nuestra estada en Madrid slo dur dos meses,pero a m me pareci una eternidad. No haba nin-gn chico de mi edad para jugar y frecuentementeme quedaba sola gran parte del da. Mi padre debasalir con mi madre, y me dejaba al cuidado de unacriada madrilea que le haban recomendado comode fiar, pero que se tomaba las de Villadiego apenasmis padres se iban. Mi padre tena un criado llama-

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    do Weber, que era el hombre ms bueno del mun-do; frecuentemente me cuidaba en lugar de Teresa,pero este bravo alemn casi no saba una palabra enfrancs, me hablaba en una lengua ininteligible yadems tena tan mal olor que, sin conocer el moti-vo de mi malestar, poco me faltaba para desmayar-me cuando me llevaba en sus brazos. Jams dijonada de la desatencin de la criada, y a m no se meocurra protestar. Crea que era Weber quien debacuidarme y slo deseaba que se quedara en la ante-cmara y me dejara sola en la habitacin. Apenas seme acercaba, yo le deca: "Weber, te quiero mucho,vete". Y Weber, dcil como buen alemn, se iba.Cuando vio que yo me quedaba sola muy tranquila,a veces me encerraba y se iba a ver sus caballos, queseguramente lo recibiran con ms cordialidad. Asfue como conoc por primera vez el placer, pocousual para un nio, pero muy vivo para m, de que-darme sola. No me senta disgustada ni me asustaba,y hasta me fastidiaba un poco cuando vea regresarel coche de mi madre. Mis contemplaciones me de-ben haber impresionado muy bien, porque las re-cuerdo con nitidez, mientras he olvidado miles desucesos exteriores quiz ms interesantes. En losque acabo de contar me ayudaron los recuerdos de

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    mi madre, pero en los que narrar ahora, no me pu-do ayudar nadie.

    Cuando por fin me encontraba sola en la enor-me habitacin donde poda desplazarme a gusto, mepona delante del tocador y ensayaba poses teatrales.Despus agarraba mi conejito blanco e intentabaque hiciera lo mismo; tambin haca un simulacrode ofrecerlo en sacrificio a los dioses, sobre un ta-burete que haca las veces de altar. No s si habravisto algo parecido en el teatro o en algn grabado.Me envolva en una mantilla para hacer de sacerdo-tisa y estudiaba en el espejo todos mis movimientos.Hay que aclarar que yo no tena la menor idea de loque era la coquetera; mi emocin y mi deleite sedeban al hecho de verme reflejada en el espejo, y enmi ficcin, llegaba a convencerme de que represen-taba una escena con cuatro personas: dos nias ydos conejos. El conejo y yo nos hacamos saludos,nos amenazbamos, y dialogbamos con los perso-najes del espejo. Bailbamos el bolero juntos, ya quedespus de los bailes del teatro me haban fascinadolas danzas espaolas, y ensayaba los pasos y posi-ciones de stas con la facilidad que tienen los niospara imitar lo que ven hacer. Entonces me olvidabapor completo de que la figura reflejada en el espejo

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    era la ma, y me asombraba que se detuviese cuandoyo me detena.

    Cuando ya me haba divertido lo bastante conesos bailes que inventaba, me iba a fantasear a laterraza. Esta enorme terraza se extenda sobre todala fachada del palacio, y era hermossima. El sol re-calentaba tanto la balaustrada de mrmol que no lapoda ni tocar. Yo era demasiado chica para mirarpor encima de ella, pero por entre las columnas po-da mirar todo lo que ocurra en la plaza. Este lugarha quedado grabado en mis recuerdos como algoesplndido. Alrededor haba otros palacios y casasgrandes y muy bellas, pero nunca visit la ciudad yno recuerdo haber visto nada de ella durante todo eltiempo que estuvimos en Madrid. Es posible quedespus del alzamiento del 2 de mayo se hubieraprohibido a la poblacin circular por los alrededoresdel palacio del general en jefe, por eso, no vi msque uniformes franceses, y algo mucho ms atracti-vo para mi imaginacin: los mamelucos de la guar-dia, acuartelados en un edificio de enfrente. Esoshombres color bronce, con sus turbantes y su lujosavestimenta oriental, formaban grupos que yo nopoda dejar de admirar. Llevaban sus caballos a be-ber en un gran abrevadero que haba en medio de la

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    plaza, y formaban un espectculo que me maravilla-ba por su exotismo, sin que yo lo supiera.

    Todo un lado de la plaza, a mi derecha, estabaocupado por una iglesia de pesada arquitectura, o almenos as me parece ahora, coronada por una cruzsobre un globo dorado. Esta cruz y el globo bri-llante recortados sobre un cielo de un azul comonunca volv a ver formaban un espectculo que ja-ms olvidar y que yo miraba hasta que se me for-maban en los ojos esas bolitas rojas y azules que ennuestra lengua del Berry llamamos orbiutes, con unapalabra derivada del latn. Esta palabra debera in-corporarse al lenguaje moderno. Debe tener origenfrancs, pero nunca la encontr en ningn autor.No tiene equivalente, y designa con precisin unfenmeno que todo el mundo conoce y que se in-tenta explicar con perfrasis inexactas.

    Estas orbiutes me parecan divertidsimas, y nome las poda explicar correctamente. Me encantabaver flotar delante de mis ojos esos brillantes coloresque se adheran a todos los objetos y que perdura-ban al cerrar los ojos. Cuando la orbiute es perfecta,reproduce exactamente la forma del objeto repre-sentado; es como un espejismo. Entonces yo vea elglobo y la cruz de fuego dibujndose sobre cual-

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    quier lugar en que mis ojos se detuvieran, y me ex-traa haber repetido tantas veces y sin consecuen-cias este juego tan peligroso para los ojos de unacriatura, pero muy pronto descubr en la terrazaotro fenmeno desconocido para m, la plaza estabaa menudo vaca y aun en pleno da reinaba un tristesilencio en el palacio y sus alrededores. Un da estesilencio me asust, y llam a Weber, que en esemomento cruzaba la plaza. Weber no me escuch,pero una voz igual a la ma repiti su nombre en elextremo opuesto del balcn.

    Esta voz me tranquiliz: ya no estaba sola; perosent la curiosidad de saber quin repeta mis pala-bras y me dirig a la habitacin, pensando que en-contrara a alguien. Estaba totalmente sola comosiempre. Volv a la terraza y llam a mi madre; lavoz repiti la palabra con gran suavidad pero muyclaramente y eso me dej perpleja. Baj la voz ypronunci mi nombre que volv a or de inmediato,algo confusamente. Lo repet con ms suavidad y lavoz se suaviz, pero ntida, como si me hablase alodo. Yo no entenda nada, estaba convencida deque haba alguien conmigo en la terraza; pero novea a nadie y mirando sin resultado alguno todas lasventanas cerradas, estudi el milagro con enorme

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    placer. La impresin ms asombrosa era la de escu-char mi propio nombre repetido por mi propia voz.Entonces se me ocurri una explicacin absurda: yodeba de ser doble, y mi otro yo estara cerca de m;yo no lo poda ver, pero l me vea siempre, puestoque me responda. Esto qued grabado en mi cere-bro como algo que era as, que siempre lo haba si-do y que yo no haba percibido; comparaba estefenmeno con el de mis orbiutes, que tanto me ha-ban desconcertado al principio, y al que me habahabituado sin entenderlo. Llegu a la conclusin deque todas las cosas y las personas tenan un reflejo,un doble, un otro yo, y deseaba fervientemente veral mo. Lo llam una y otra vez, le deca que se acer-cara. l responda: "Ven aqu, ven", y me parecaque se alejaba o se acercaba cuando yo me cambiabade lugar. Lo busqu y lo llam en la habitacin, peroya no me contest; fui al otro extremo de la terrazay permaneci mudo; volv hacia el medio y despusal otro extremo, del lado de la iglesia. Entonces vol-vi a contestar a mi "Ven aqu" con un "Ven aqu"carioso y agitado. Sin duda mi otro yo estaba enalgn lugar del aire o de la muralla; pero, cmo lo-calizarlo, cmo verlo? Semejante misterio me enlo-queca.

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    Me interrumpi el regreso de mi madre, y nopodra explicar por qu, en vez de preguntarle, leocult lo que tanto me perturbaba. Me inclino a cre-er que los nios aman el misterio de sus sueos, y locierto es que yo nunca quise investigar el misteriode mis orbiutes. Quera resolver sola el problema,quiz por haberme sentido decepcionada por la ex-plicacin de algn fenmeno que me habra arre-batado su secreto atractivo. Call sobre el nuevomilagro y por unos cuantos das me olvid de losbailes, dej dormir tranquilo a mi conejo y permitque el conejo reflejara y duplicara slo la imagenesttica de los personajes retratados en los cuadros.Tena la paciencia de aguardar el momento de que-darme sola otra vez para repetir la experiencia; peroal fin mi madre entr una vez sin que yo lo notara, yal orme descubri el secreto de mi amor por el solde la terraza. Ya no era posible ocultarle nada; lepregunt dnde estaba el que repeta mis palabras, yme dijo: "Es el eco".

    Felizmente para m, no me explic el misterio.Es probable que nunca se le hubiera ocurrido pen-sar en ello; me dijo que era una voz que estaba en elaire, y lo desconocido conserv su poesa para m.Durante varios das ms pude seguir dando mis pa-

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    labras al aire. Esta voz area ya no me asombraba,pero an me encantaba; me conformaba con poderdarle un nombre y gritarle: -"Eco! Ests ah? Meoyes? Buen da, eco!"

    Mientras la vida de la imaginacin est tan desa-rrollada en los nios, se retrasan los sentimientos?Durante toda mi estancia en Madrid no recuerdohaber pensado nunca en mi hermana, ni en mi bon-dadosa ta, ni en Pierret, ni siquiera en mi amadaClotilde. Y sin embargo era capaz de amar, ya quetena gran ternura por determinadas muecas y poralgunos animales. Creo que la indiferencia con quelos nios abandonan a los seres que aman se debe aque son incapaces de percibir la duracin del tiem-po. Cuando se les habla de un ao de separacin, nosaben si un ao es mucho ms largo que un da; se-ra intil que recurrir las cifras para aclararles elproblema, porque tampoco lo entenderan. Me pa-rece que las cifras no les dicen absolutamente nada.Cuando mi madre me hablaba de mi hermana, a mme pareca que nos habamos separado el da ante-rior, pero sin embargo el tiempo me pareca inter-minable. En esa carencia de equilibrio del nio haymil contradicciones que nos resultan muy difcilesde explicar una vez que lo hemos alcanzado...

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    Creo que la vida efectiva no despert en mhasta que mi madre dio a luz en Madrid. Ya me ha-ban anunciado que llegara un hermanito o unahermanita, y haca varios das que vea a mi madreacostada en un divn. Un da me mandaron a jugaren la terraza y cerraron las puertas de la habitacin;no escuch una sola queja: mi madre sobrellevabasus dolores con entereza y traa a sus hijos al mundorpidamente; pero esa vez estuvo sufriendo durantevarias horas, aunque a m me alejaron de ella unosmomentos, pasados los cuales mi padre me llam yme mostr un nio.

    Casi no le prest atencin. Mi madre estaba re-costada sobre un canap, con el rostro tan plido ydemudado que me cost reconocerla. De inmediatose apoder de m un gran miedo y corr a abrazarla,llorando. Quera qu me hablara, que me devolvieramis caricias, pero me apartaron otra vez para quereposara; me sent desconsolada porque cre que seiba a morir y trataban de ocultrmelo. Me fui llo-rando a la terraza y no pudieron hacer que me inte-resara en el recin nacido. Este pobre nio tena losojos de color celeste plido. Despus de algunosdas mi madre empez a preocuparse por lo desco-lorido de sus pupilas, y escuch que mi padre y otras

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    personas pronunciaban frecuentemente y con granansiedad la palabra cristalino, por fin, despus dequince das, ya no hubo duda alguna: el nio eraciego, prefirieron no decrselo a mi madre, y la deja-ron en una especie de incertidumbre. Delante deella manifestaban la tmida esperanza de que elcristalino se fortalecera en el nio. Ella aceptaba losconsuelos, y el enfermito fue amado y mimado contanta alegra como si su existencia no hubiera sidouna desgracia para l y para los suyos. Mi madre loamamantaba, y no haban transcurrido dos semanascuando ya hubo que ponerse en marcha hacia Fran-cia, atravesando toda la Espaa en llamas.

    Salimos en la primera quincena de julio. Muratiba a tomar posesin del trono de Npoles. Mi pa-dre estaba con licencia. No s si acompa a Murathasta la frontera ni si viajamos con l. Recuerdo quebamos en una calesa y me parece que seguamos elequipaje de Murat, pero no tengo una visin clarade mi padre hasta llegar a Bayona.

    En cambio recuerdo muy bien los sufrimientos,la sed, el calor y la fiebre devoradora que padec du-rante todo el viaje. Avanzbamos muy lentamentepor entre las columnas de ejrcito. En este mo-mento, se me ocurre que mi padre estaba con no-

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    sotros porque, como bamos por un camino bas-tante estrecho entre montaas, vimos una gran ser-piente que lo cruzaba casi completamente, comouna lnea negra. Mi padre hizo que nos detuvira-mos, corri y la parti en dos con su sable. Mi ma-dre quiso retenerlo en vano; como siempre, tenamiedo.

    Pero hay otra circunstancia que me hace pensarque mi padre slo estuvo de a ratos con nosotros, yque de vez en cuando se volva a encontrar con Mu-rat. Es un episodio bastante extrao como para ha-ber quedado grabado en mi memoria; pero comodebido a la fiebre estaba en un sopor casi continuo,la imagen prevalece sobre cualquier otra precisinde ese acontecimiento. Una tarde en que estbamosa la ventana con mi madre, vimos fuegos cruzadosque atravesaban el cielo, todava iluminado por elsol poniente, y ella me dijo: -"Mira, es una batalla;quiz tu padre est all".

    Yo no tena la menor idea de lo que era unabatalla verdadera. Lo que vea, me parecan enormesfuegos artificiales, algo entre divertido y triunfante,una fiesta o un torneo. El ruido del can y lasgrandes luminarias de fuego me llenaban de jbilo,presenciaba todo como un espectculo, mientras

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    coma una manzana verde. Mi madre dijo a alguien:-"Dichosos los nios, que no comprenden!" Comono s qu ruta nos obligaron a seguir las operacio-nes de guerra, no podra decir si esta batalla fue lade Medina del Ro Seco, o alguna escaramuza me-nor de la bella campaa de Bessires. Mi padre, vin-culado a Murat, no tena nada que hacer en esecampo de batalla y no es probable que estuviera all,pero mi madre se imaginaba que lo podan habermandado en misin.

    Ya fuese por la accin de Ro Seco o por la to-ma de Torquemada, nuestro coche fue confiscadopara transportar heridos o personas ms importan-tes que nosotros, y debimos hacer parte del caminoen una carreta con maletas, proveedores y soldadosenfermos. Al da siguiente o al otro, pasamos por elcampo de batalla y vi una vasta llanura cubierta demiembros informes, un espectculo bastante simi-lar, en grande, a la carnicera de muecas, caballos ycarros que yo realizaba con Clotilde en Chaillot o enla casa de la calle Grange-Batelibre. Mi madre setapaba la cara, porque hasta el aire estaba contami-nado.

    No pasamos lo bastante cerca de esos objetossiniestros como para que yo me diera cuenta de lo

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    que era, y pregunt por qu haban arrojado alltantos despojos, por fin la rueda de la carreta pis,algo que se rompi con un extrao crujido. Mi ma-dre me contuvo en el fondo de la carreta para nopermitirme ver: era un cadver. Despus vi variosdiseminados por el camino, pero estaba tan enfermaque no recuerdo haberme sentido demasiado im-pactada por ese horrendo espectculo.

    Adems de la fiebre experiment otro suplicioque tambin padecan los soldados enfermos queviajaban con nosotros: era el hambre, un hambretremendo, malsano, casi animal. Esas pobres gentesque haban sido tan solcitas con nosotros me ha-ban contagiado un mal que explica ese fenmeno yque ms de un ama de casa un poco remilgada nohabr podido esquivar en su infancia, pero la vidatiene sus sorpresas, y cuando mi madre se desespe-raba al vernos a mi hermano y a m en ese estado,los soldados y las cantineras le decan rindose:"Bah, seora, no es nada, es un certificado de saludpara toda la vida.!

    La sarna, ya que hay