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Schopenhauer - Balmenhorn

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«El torturador se equivoca, porque cree no participar en el sufrimiento; el torturado se

equivoca, porque cree no participar en la culpa.»Schopenhauer

¡Qué triste sino vivir eternamente! Sería magnifico descansar al fin, acabar con este errar sin sentido. He perdido la cuenta de los seres que me han hospedado, ya no recuerdo ni su forma ni sus sentimientos, ni su cuerpo ni su mente, pero cada muerte es más dura, cada vida más vacía.

Vengo de un tiempo esplendoroso, destruido en su apogeo por una ca-rambola cósmica. Quizá Dios no juegue a los dados (reconozco que algu-nos de estos galbros son ingeniosos), pero el Universo se entretiene con los bolos, de eso no cabe duda. Nuestros sabios lo vieron venir, pero no había nada que pudiera hacerse. La mayoría nos enteramos cuando un punto brillante, tan brillante que competía con el sol de mediodía, surgió de improviso en nuestro cielo. El choque fue terrible. Una ola de fuego y destrucción barrió el planeta, emergieron los fondos abisales y hasta las más altas cumbres se vinieron abajo, segadas por una guadaña apocalípti-ca. La fortuna, ninguna otra cosa, quiso que sobreviviéramos treinta y tres... treinta y tres... pocos para reconstruir un mundo roto del que solo nos quedan recuerdos. Llevamos demasiado tiempo atormentándonos, he-mos visto madurar el Sol... una y otra vez nos hemos peleado, nos hemos odiado, nos hemos reconciliado... hasta que nuestras rencillas ya parecen tan rítmicas e inevitables como el paso de las estaciones.

Treinta y tres... ¡Cuántas leyendas hemos dado a los galbros!

Antes de que salga el sol, las calles oscuras comienzan a hormiguear. Los obreros caminan encogidos por el frío de la madrugada. El invierno se resiste a marchar y la primavera entra con timidez. Los hombres se calan la boina hasta las cejas, alzan los hombros y esconden las mejillas ásperas entre las solapas raídas de la chaqueta.

Las brasas de las colillas hacen de farol entre las ruinas que la batalla dejó, pero no hay luz que alumbre su alma, oscurecida por el recuerdo fresco de las atrocidades que han sufrido, de las atrocidades que han co-metido. Las palabras escuecen más que la metralla: «Jarama», «milicia-nos», «checa», «Guadalajara», «Ebro», «moros», «¡No pasarán!», «pa-seo», «Guernica», «brigadistas»... palabras pervertidas para siempre, pa-

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labras que muchos no pueden olvidar, palabras que muchos no quieren olvidar.

Forman grupos pequeños mientras atraviesan la Casa de Campo, ca-mino del tajo, cargados de silencio y resignación. Se saludan con adustos gestos de cabeza y algún monosílabo que más parece un gruñido lobuno.

El alba se filtra mortecina a través de nubes rufianescas que no pre-sagian nada bueno. En un callejón que huele a orines, dos hombres pe-lean con el alambre grueso y oxidado que cierra el portón de un decrépi-to almacén.

—Espera un momento, encenderé el quinqué —dice el más robusto cuando logran entrar—, solo dan tres horas de electricidad por la noche.

Su compañero es liviano, de cuerpo delicado, con una mata de pelo rubio oscurecida por la mugre. Se detiene en el umbral oyendo un cacha-rreo en la oscuridad, seguido del raspar de un mixto. El chisponazo vívido le muestra una instantánea de un rudimentario taller de impresión. Poco a poco la llama del quinqué gana fuerza y regresa la imagen apenas en-trevista. Sobre una mesa cochambrosa distingue unas cuartillas, las toma y las alza a la luz del candil.

—¿Es esto?—Tú me has tomado por imbécil, Helio —gruñe su compañero mien-

tras engancha el quinqué a una cuerda que cuelga del techo y lo iza—. Espera un momento.

Ata la cuerda a un clavo y forcejea unos instantes con el tubo de una vieja estufa.

—Este es un buen sitio —murmura—, total, no ha habido carbón en todo el invierno.

Al fin desmonta una sección y extrae un pequeño fardo, negro de hollín.El llamado Helio desenvuelve unas cuartillas y comienza a leerlas. En-

tre dientes musita algunas frases.—... la lucha por la libertad debe continuar... los fascistas han arreme-

tido contra Polonia y toda Europa se ha aliado para detenerles... todavía hay esperanza para nosotros, todavía es tiempo de luchar...

—¿Lo has escrito tú?La pregunta parece coger por sorpresa al otro. Da un respingo y res-

ponde vacilante, mientras manosea la boina, llenándola de hollín. — Sí... sí... bueno yo y la Marisa. Un poco entre los dos. ¿Qué te parece?

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Helio se sienta en una silla con un movimiento lento, lleno de fatiga del alma.

—¿Qué me parece? —Apenas eleva la voz, pero corta como un cuchillo—. Me parece que no habéis entendido nada, Domingo. ¡Tiempo de lu-char! —No enfatiza la frase pero sobra para que Domingo estruje su boi-na con más fuerza—. ¿Realmente crees que es tiempo de luchar? ¿Sabes qué le espera al pobre desgraciado que se crea eso? Los tribunales espe-ciales aun no están disueltos, los pelotones de fusilamiento siguen traba-jando a buen ritmo.

—¿Te crees que no lo sé? En los campos de concentración de Burgos mueren como moscas reparando vagones de tren, mi padre y mi herma-no están allí... ¿No te parece suficiente razón para luchar? ¿Qué están haciendo los polacos? ¡Luchar! Luchar mientras franceses e ingleses se preparan para aguantar la embestida de los nazis. Saben que no tardará mucho y están decididos a pararla. Si seguimos luchando, podremos unir-nos a ellos y al final arrojaremos a los fascistas al mar.

Helio menea la cabeza y frunce los labios mientras piensa la respuesta.—La Historia no tiene el mismo ritmo en todas partes —dice al fin con

voz átona, sin apenas inflexiones—. Para los polacos aún es tiempo de lu-char, por desgracia para ellos, y para los demás lo será dentro de muy poco, pero no para nosotros. Aquí ha llegado el momento de poner el punto final, aquí hemos perdido.

—Pero si Hitler y Mussolini son derrotados, Franco estará al borde del abismo, sólo necesitará un empujón y podremos recuperar la libertad. Esa es la consigna del Partido: reorganizarnos, formar grupos secretos de resistencia, entrenarlos y tenerlos dispuestos a actuar en el momento oportuno.

—¡El Partido! —exclama Helio, con la voz cargada de desprecio—, no Domingo, no. Antes o después tendrás que abrir los ojos. Nos espera una larga noche de oscuridad y ese Partido que tanto amas y esa Dictadura del Proletariado con la que sueñas, serán tan participes de ella como los mismos fascistas. Para nosotros el tiempo de luchar ha pasado, ha llega-do el tiempo de amar. Solo sembrando amor podremos mantener la espe-ranza en que algún día, lejano, renazca la libertad. Si nos empeñamos en seguir luchando, la noche será eterna, el caos y la venganza serán los amos, los muertos, excusas para más muertos y reinará el dolor y la de-

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solación para siempre. Tienes que creerme, Domingo, es tiempo de amar. Créeme o vuelve con tu Partido.

Los galbros son increíbles, han logrado sorprenderme más de una vez y se han ganado mi admiración; en realidad, la admiración de los treinta y tres.

Quienes los diseñaron, en los lejanos días de felicidad, hicieron un buen trabajo. Entonces, cuando salían de las plantas de producción por centenares de miles, ya eran unas herramientas muy apreciadas. Cómo lograron sobrevivir al cataclismo es algo que nunca averiguaremos, pero lo hicieron. Cuando Tierra se enfrió y las nubes de humo y cenizas se aclararon, de los despojos de nuestra civilización, surgió una pareja de galbros fértiles.

Nosotros éramos treinta y tres y ellos tan solo dos, pero cegados por la soberbia nos habíamos condenado y ya no teníamos otro futuro que el suyo.

Les brindamos nuestra protección y nuestro amor y la pareja original se multiplicó rápidamente y comenzaron a poblar la Tierra, pero algo iba mal, muy mal. Quizá aquellos galbros primigenios fueron fabricados para ser matarifes o cualquier otra tarea que exigiera desprecio por la vida, o, más probablemente, todo se debió a una mutación. Las razones queda-rán perdidas para siempre en la noche de los tiempos, pero la realidad es que eran, y siguen siendo, terriblemente crueles y sanguinarios.

En nuestro afán por ayudarles a superar esa tara, nos presentamos ante ellos como dioses, les dimos sistemas de valores basados en el amor, normas de convivencia que enfatizaban el respeto por la vida, pero fue inútil: una y otra vez retorcían nuestras enseñanzas y acababan ma-tándose en nombre de ellas.

Así empezaron las disensiones entre los treinta y tres. Algunos queda-ron tan horrorizados por la perversidad de los galbros que clamaron por su destrucción, contagiándose de su crueldad. Otros decidieron desen-tenderse de su destino y utilizarlos tan solo para sus propios placeres.

Yo todavía creo en ellos, yo todavía los amo.

—¿A vosotros qué os parece?Los ojos tranquilos de Helio pasan de Domingo a Marisa y de ella a él.

Los tres están sentados en una mesa de uno de los muchos tugurios de los arrabales, lleno de obreros de regreso del tajo, que aprovechan para

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fumar unas briznas de tabaco y beber unos tragos de vino peleón, antes de que el toque de queda los recluya en sus tristes chabolas.

La pareja está indecisa, tarda en responder. Helio aguarda con tranquili-dad mientras mira por la ventana. El tiempo ha empeorado, las nubes se han espesado y oscurecido y el aire huele a nieve. Parece que hasta la pri-mavera tiene problemas para regresar a ese país devastado por la guerra.

Marisa, menuda y cetrina, sangre gitana en sus venas, bella en otro lu-gar, en otra época con menos dolor y más alimento, es la que responde.

—Este hombre es pura codicia, no le mueve ni la compasión ni la ilu-sión. —Sus ojos negros iluminan a Helio llenos de esperanza, una espe-ranza dura y brillante que se eleva sobre la tristeza de sus palabras y la miseria que les envuelve—. Solo busca el dinero con el que pagarse otra noche de putas.

—Entregarnos a los fascistas es mucho más rentable que vendernos esas válvulas —afirma Domingo—, además, está ese coronel alemán, ese tal Braschwitz: parece que te la tiene jurada. Dicen que te busca con ver-dadera saña. —La voz se le ahoga en la garganta, esquiva nervioso la mi-rada de Helio, presintiendo que les va a pedir algo terrible. Apura el vaso para disimular la angustia.

Helio sonríe sin alegría, por un instante se abstrae de la realidad y piensa en Braschwitz, coronel de la Ahnenerbe Wilhelm Braschwitz. Una súbita ráfaga de viento golpea la ventana y le trae de vuelta a la taberna. Ve cómo Domingo busca la mano de Marisa y la aprieta con fuerza y su corazón llora por ellos.

—Entonces ofrezcámosle algo que los fascistas no le pueden dar —propone con su voz clara y fría.

Marisa intenta replicar pero las palabras no le salen. Intenta mantener-le la mirada a Helio, pero al final la desvía hacia los hombres que desgra-nan sus cuitas acodados en la barra.

Domingo tampoco es capaz de resistir los fríos ojos de Helio y respon-de con la vista clavada en la mesa, lacerada y mugrienta.

—Eso es de fascistas, Helio. No puedes pedirnos una cosa así. Noso-tros tenemos otros ideales, tenemos compañeras, no esclavas. No puedo creer que estés dispuesto a usar a Marisa como una herramienta.

—¡Claro que tenemos ideales! —Helio contiene la voz a pesar de la exaltación—. Tenemos un ideal de amor, justicia y libertad. Soñamos con

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superar la pesadilla de estos años de carnicería y poner los cimientos para la reconciliación.

»Mira a tu alrededor Domingo. ¿Qué ves?... Odio. Odio, rencor, ven-ganzas, ajustes de cuentas, sangre, violaciones, sufrimiento, muerte, hu-millaciones, hambre, dolor, miseria... Si dejamos que se eduque a los ni-ños en eso, sin otra esperanza que la venganza, el dolor enraizará en esta tierra generación tras generación. Tenemos que hablar de paz, de amistad, de trabajo, de belleza, de hacer, de compartir, de dar, de ayudar, de soñar, de amar...

»Somos muy pocos los que tenemos esos ideales, ya lo sabéis, no po-demos echarnos atrás. O plantamos esa semilla o se acabó.

Hace una pausa y antes de continuar se echa al coleto el medio vaso de vino que le queda.

—Con las octavillas no vamos a ninguna parte, pero si conseguimos arreglar la emisora, todo será diferente. Le pido a Marisa que sacrifique su cuerpo por que su vida, como la tuya y la mía, ya está entregada. Braschwitz va tras de mí, es cierto... que me alcance solo es cuestión de tiempo y ya no nos queda mucho.

Mira a Marisa con suavidad.—Si ese tío fuera maricón, lo único que te preguntaría es si le gustan

rubios.

¡Qué estúpidos fuimos! Aislamos nuestro karma, aprendimos a trasla-darlo de un ser vivo a otro, de cualquier género o especie. Llegamos a diseñar exóticas formas de vida tan solo por curiosidad. Desnudamos los misterios de la muerte y la vencimos, a sabiendas de que lo que no pue-de morir, tampoco puede nacer, pero no nos importó: el futuro era nues-tro, como individuos, no como especie. La fertilidad era un precio ridículo que pagamos sin vacilar.

Si hubiéramos sabido que el destino nos tenía reservado un encuentro fatal en mitad del espacio, del que solo sobreviviríamos treinta y tres de nosotros... treinta y tres inmortales incapaces de reproducirse y una pa-reja de galbros fértiles ¡Qué irónico! Ellos darían hasta su alma, si la tu-vieran, por acabar con la maldición de sus breves vidas. Nosotros estaría-mos encantados de llegar al final si continuáramos viviendo en el recuer-do de nuestros hijos. Esa debe ser la autentica inmortalidad y no este penoso saltar de cuerpo en cuerpo, hastiados y sin norte.

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Toda nuestra esperanza es que los galbros progresen hasta ser lo que nosotros fuimos, o al menos tan cerca que podamos considerarlos como hi-jos nuestros, pero cuando les veo levantar banderas y marchar los unos contra los otros en nombre de proclamas estúpidas e insensatas, cuando asisto a actos de una crueldad inconcebible para nosotros, hasta yo me de-silusiono, pero ¿qué esperábamos? No son más que herramientas fabricadas en un tiempo remoto para un cometido olvidado... no los diseñamos para construir una civilización, no era su misión ser nuestro futuro.

El viejo legionario frunció la parte sana de la boca semiparalizada. Un hilillo de baba se le escapó de la rígida comisura derecha. El ojillo izquier-do brilló con una mezcla de lujuria y desconfianza, mientras su muerto compañero parecía adquirir un atisbo de vida.

Domingo lo contempló luchando por contener el asco. No sabía qué le repugnaba más, si el cuerpo destrozado por la metralla, el alma mezqui-na y depravada que albergaba o la infamia de su propia misión.

—¿Seguro que hará todo lo que le pida?—No encontrarás mujer más dócil y sumisa en ninguno de esos antros

que frecuentas. —Tendría que ver a la chica primero.—¿Por qué? Cualquiera sería mejor que las putas que acostumbras.

Con lo que nos sacarías de las válvulas no puedes pagarte ni una manue-la, ya lo sabes. Sí o no, y deja de pelar la pava.

Marisa esperaba sentada en la cama que era casi el único mobiliario de la chabola y se puso en pie al verlos entrar. A la luz del quinqué su figura me-nuda parecía más delgada y sarmentosa que de costumbre. Los ojos oscu-ros, brillantes en el rostro cetrino, se clavaron en el tuerto, desafiantes.

—No parece gran cosa —farfulló, desviando el ojo bueno.—Aún estas a tiempo de dejarlo —respondió Domingo, repentinamen-

te esperanzado.—No, no... por mí está bien.Del morral que colgaba hacia el lado inútil sacó un trapo mugriento. Lo

desenrolló con cuidado descubriendo tres lamparas anodinas. Domingo las tomó y se acercó al quinqué. Cuidadosamente comprobó el estado y las características.

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—Servirán —dijo, mirando a Marisa. Luego se volvió hacía el tuerto—, puedes hacer con ella lo que quieras, pero, te lo advierto: no le pegues. Yo estaré fuera... si la oigo gritar, te mato.

El tuerto esperó a que Domingo saliera y luego se acercó a Marisa.—Bueno chica, ¿qué te parece si lo disfrutamos los dos? Con tanto

rojo maricón suelto, seguro que hace tiempo que no pegas un revolcón como Dios manda.

El escupitajo de Marisa levantó un diminuto géiser de polvo a dos de-dos de las relucientes botas.

—Haré lo que quieras, pero no esperes más placer que el que te dé esa polla de mierda.

—¡Entonces empecemos de una puta vez!Marisa dio un paso atrás y con un solo movimiento se sacó a la vez el

jersey y la camisa. No estaba dispuesta a que aquel cerdo la tocara más de lo imprescindible. Tenía las tetas pequeñas pero el sostén las realzaba eficazmente y a través de la tela abultaban los pezones erectos. El hom-bre adjudicó al deseo y la excitación lo que no era producto más que de la rabia y la tensión. Mientras él se soltaba el cinturón y dejaba caer los pantalones, Marisa terminó de desnudarse, volviéndole la espalda al qui-tarse las bragas. A la vista de las nalgas oscuras y prietas, más por ham-bre que por constitución, el cabrón perdió los estribos y se lanzó hacia delante con una erección mas que mediana. La puso a cuatro patas sobre el borde de la cama, con la mano sana colocó su miembro sobre el deli-cado y sensible esfínter y dio un salvaje golpe de riñones.

Cualquier atisbo de placer animal que el acto hubiera podido proporcio-nar, quedó borrado por la brutalidad de la penetración. Marisa hubiera de-seado gritar, sintiéndose desgarrada hasta lo más hondo pero sabía que eso alarmaría a Domingo. Descompuesta de dolor y de ira, apretó los dien-tes, mientras las lagrimas goteaban sobre el jergón raído por mil sudores.

El hombre no tardó en correrse entre gritos de ¡puta!, ¡puta!, ¡puta! Luego tomó a Marisa por el pelo la obligó a engullir el miembro. Conte-niendo las bascas, Marisa movió la cabeza adelante y atrás, haciendo res-balar los labios sobre el pene cubierto de semen, sangre y heces hasta que esta alcanzó de nuevo la total erección. Entonces el hombre la tum-bó sobre la cama y se abrió paso entre los músculos de su vagina.

Esta vez el asalto se prolongó y Marisa soportó las largas embestidas fijando la vista en un punto del techo hasta sentirse hipnotizada, ajena a

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todo aquello. Por fin, el cabrón se vacío por segunda vez, derrumbándose inconsciente sobre el colchón.

Marisa salió de la chabola y tomó de la mano de Domingo que aguarda-ba con las preciadas lámparas. Sin preguntas y con paso firme se alejaron del arrabal, camino de la ciudad que, silenciosa y asustada, aguardaba una señal, un faro en la cruel oscuridad que se había cernido sobre ella.

De todos nuestros intentos por inculcarles el amor por sus semejantes y el respeto por la vida en general, ninguno fue tan fructífero como el que yo mismo inicié. Me basé menos en los fines que pretendíamos al-canzar y más en los principios qué, un kalpa antes, habían regido nuestra propia sociedad, con la esperanza de que estos conducirían a aquellos.

En su momento, los treinta y tres devas nos sentimos muy decepcio-nados porque solo unos pocos entendieron lo verdaderamente importan-te: que el Universo es uno e indivisible, que cada uno de ellos no partici-pa del Universo, si no que es el Universo en su totalidad, que uno y solo uno son el torturado y el torturador. Todos sus actos, todos sus pensa-mientos, todas sus intenciones, se funden con el Universo y nutren el karma, que les acompañará de vida en vida, por toda la eternidad. Cuan-do alcancen la conciencia de su propio karma, podrán abandonar, si lo desean, el cuerpo físico y llevar una existencia completamente ajena al mundo sensorial.

A medida que la doctrina se extendía, el mensaje se difuminaba, se adornaba con promesas de recompensas y amenazas de castigos, se convertía en excusa para ejercer el poder, se fraccionaba en corrientes, a menudo enfrentadas. Sin embargo, lo que les enseñé como Siddharta, sentado bajo el Árbol del Conocimiento, nunca ha servido de excusa para que los galbros se maten entre ellos y a la vista del devenir de otros in-tentos, anteriores y posteriores, solo por eso no deberíamos considerarlo como un fracaso total.

En el destartalado almacén que sirve de imprenta clandestina, Domin-go se alienta los dedos para que no pierdan el tacto. La nieve que llevaba días amenazando ha empezado, al fin, a caer. Copos pequeños y fríos, inusuales en esta época del año, que han vaciado las calles con más efi-cacia que el toque de queda.

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Domingo afina las yemas de la mano derecha con la uña del pulgar y luego mete los dedos por el entramado de cables, bobinas y lámparas que se alza ante él, montado sobre un rudimentario bastidor de madera. Con la misma delicadeza que emplearía en los pechos de Marisa, tantea aquí un contacto, aprieta allá una válvula; luego suspira, tuerce la cabeza intentando ver lo invisible. Ya no puede revisar nada más, inconsciente-mente se encomienda a los santos protectores de su terruño natal y con la mano izquierda pulsa el interruptor. Con cuidado, acerca la yema del índice a una bobina de cobre. No hay indicadores de ningún tipo y la temperatura del metal es su única guía para calibrar la emisora.

Al fin levanta la vista, mira hacia Helio, que aguarda pacientemente al otro lado del monstruo eléctrico, y le hace un gesto de asentimiento.

Fuera, la extemporánea nevada arrecia por momentos.Helio toma aire y deja que su voz clara fluya por las ondas.—¡Amigos y camaradas! ¡Compañeras y compañeros!... ¡Compa-

triotas!... Sí, también compatriotas... ¿Por qué no? ¿O hay algo malo en amar la tierra que te vio nacer?

»Sé cómo os sentís. Ante vosotros el futuro solo os ofrece la paz de los vencedores, que no es otra que la paz de los cuarteles, el silencio de los cementerios.

»Después del frenesí de la lucha, la derrota escuece en vuestros cora-zones y aceptarla os resulta insoportable. Escucháis los cantos de sirena de nuestro enemigo llamando a la reconciliación nacional, exhortando a olvidar el pasado y sólo de pensarlo, ¡el estomago se os revuelve!

»Os piden que olvidéis pero ellos no olvidan. Los campos de concen-tración no abren sus puertas, los pelotones de ejecución siguen su faena incansables... ¿Cómo olvidar? Sin embargo sé que algo de eso os llega adentro. Habéis nadado en océanos de sangre y ahora deseáis la paz y la alegría, reuniros con vuestras familias, lo que de ellas quede y estén en el bando que estén. Volver a los hogares, reconstruir los pueblos... pen-sáis en cerrar los ojos, en mirar para otro lado, en empezar a vivir de nuevo... simplemente vivir.

»Pero entonces llega el mensaje de los otros, de los vuestros, recor-dando a los que han muerto y a los que están por morir, reviviendo las masacres, las violaciones, las humillaciones, la injusticia. Os piden que ju-réis, sobre las sagradas tumbas de vuestros seres amados, que alimenta-

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réis con vuestro odio y vuestro rencor la hoguera inextinguible que ha de abrasar a nuestros enemigos.

»A vosotros os parece que hablan mucho de venganza y poco de justi-cia. En sus palabras hay mas tanques que tractores, mas muerte que vida. La duda os remuerde el alma. La conciencia os arde con brasas de cobardía y cánticos guerreros, pero... ¡lo que daríais por la sonrisa de un niño!, por la paz de un atardecer dorando la cosecha....

»¡Pues yo os digo que acabéis con la incertidumbre! Hay un tiempo de luchar y un tiempo de amar. Habéis luchado con valor y hombría mas allá de lo que la razón podía esperar, mucho mas allá. Mientras brilló la espe-ranza de la victoria, de la victoria de la justicia y la libertad, no le volvis-teis la espalda. Con tal de tener fuerzas para luchar, a vuestros propios hijos privasteis del alimento, derramasteis la sangre a raudales, compras-teis amor a tanto el cuarto para no soñar con unos brazos limpios que os hicieran vacilar... a nada os negasteis mientras fue tiempo de luchar.

»Pero el tiempo de luchar pasó. Ya estoy oyendo las voces de los ca-ma-ra-das alzándose furibundos: ¡derrotista!... ¡vendido!... ¡Judas! y no sé cuantas cosas más, ¡pero no soy nada de eso! Soy lo que soy, uno de vo-sotros que dice, con la conciencia tranquila, que ha llegado el tiempo de amar. No el de la reconciliación de los vencedores... simplemente el de amar, el de enterrar las armas y arrimar el hombro. Los campos están yer-mos y las fábricas arrasadas, nuestros hijos tienen hambre y no hay liber-tad, ni justicia, ni esperanza de ellas, sin niños riendo. Yo os pido el sacrifi-cio más grande, mucho mayor que el de vuestra sangre, os pido el sacrifi -cio de vuestros corazones, para que seáis capaces de llenar de amor el co-razón de vuestros hijos y de los hijos de vuestros hijos, para que en esta tierra, un día, los odios y la sangre queden atrás y renazca, por su propio peso, por necesidad, por convencimiento, la justicia y el derecho.

»Vosotros no lo veréis, ¡esa es vuestra grandeza!, pero labrad, plantad y morid, con la esperanza de una grandiosa cosecha de pan, paz y libertad.

Se avecinan malos tiempos para los galbros. Entre las capacidades de los treinta y tres no está la de la precognición, pero no nos hace falta. Llevamos mucho tiempo observándolos, los hemos visto caminar hacia el precipicio, hemos asistido a sus numerosos descensos a los infiernos y sabemos reconocer las señales.

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Hasta ahora, siempre han conseguido renacer de sus miserias, sin em-bargo hay indicios de que en esta ocasión la tormenta será de proporcio-nes aterradoras. Por vez primera en su historia, los galbros han accedido a energías más poderosas que el molino de viento o de agua, probable-mente demasiado pronto. Por descontado, les ha faltado tiempo para aplicarlas a la destrucción de sus semejantes, nada nuevo por otro lado, es evidente que su desarrollo moral va muy por detrás del tecnológico.

Los próximos años serán cruciales para ellos, es posible, incluso, que no sobrevivan como especie, pero aun si lo logran, no será más que la primera piedra en un camino plagado de dificultades. La tecnología a la que han accedido envenenará la Tierra en cuanto la utilicen en masa, y la utilizarán. Por admirables que me parezcan en algunos aspectos, no me engaño en cuanto a su soberbia, codicia y falta de visión de futuro.

Lo peor es que eso es tan solo el principio, ya están levantando tími-damente el telón que cubre energías miles de veces más poderosas, ante las cuales, ni siquiera los treinta y tres somos inmunes y no tardarán en desencadenar fuerzas cuya comprensión apenas si alcanzan a entender.

Son malos tiempos para los galbros y lograrán que sean malos tiem-pos para la Tierra.

La guardia civil irrumpe mientras Helio revisa sus notas para la si-guiente emisión.

Domingo trastea con los diales, poniendo la emisora a punto, mientras Marisa pasea nerviosa, dando caladas con fuerza a un pitillo liado.

La puerta se abre con un quejido. La bombilla roñosa ilumina una ava-lancha de sombras verdes. No hay gritos ni ordenes, no resuenan adver-tencias ni amenazas. Rugen los fusiles y Domingo y Marisa caen acribilla-dos. Helio, indemne, deja sus notas y se pone en pie lentamente. Varios hombres se abalanzan sobre él y lo esposan y engrillan con pericia profe-sional. Helio se deja hacer sin pronunciar palabra ni demostrar emoción alguna, ni siquiera al ver a los guardias arrastrar al exterior, con pocos miramientos, los cuerpos ensangrentados de Domingo y Marisa. Com-prende que los asaltantes tienen ordenes muy precisas que han ejecuta-do al pie de la letra y quien las ha impartido no tarda en aparecer.

La severidad del uniforme negro y las brillantes botas de montar, le ha-cen parece mayor, pero Helio intuye que tiene menos de treinta años, una edad sorprendente para el rango que ostenta. Las insignias del cuello de la

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guerrera no representan el rayo rúnico, como cabría esperar, si no la espa-da y la soga, el emblema de la Ahnenerbe, la «Herencia de los Ancestros», la sección de la Schutzstaffel, la temida SS, dedicada en cuerpo y alma a la búsqueda de los orígenes de la arianidad. En los ojos del coronel Wilhelm Braschwitz, Helio lee que siente próximo el éxito de su misión.

—¡Al camión! —restalla en perfecto español—. ¡Amordazado y con los ojos vendados! El que le dirija una palabra se las verá con un consejo de guerra.

Dos guardias lo toman de los brazos y lo arrastran fuera del almacén. Helio siente el frescor de la noche en el rostro. La tormenta de los últi-mos días ha pasado al fin y la temperatura ya no es tan cruda, aunque todavía quedan restos de nieve en las calles.

Lo arrojan a la caja de un camión que arranca barritando. A Helio le importan poco la venda y la mordaza, lo mismo que los grilletes. Los sen-tidos del cuerpo que ocupa son despreciables respecto a los suyos pro-pios y con ellos ve al camión atravesar a toda velocidad las calles desier-tas, arrojando sobre las aceras torbellinos de nieve y barro. Pronto adivi-na su destino: la Puerta del Sol, donde ha instalado sus reales la Direc-ción General de Seguridad. Helio no se sorprende, un coronel alemán al mando de un destacamento de guardias civiles, debe tener la bendición de todos los órganos del régimen. De los sótanos de la DGS es mejor salir con los pies por delante, los que no han tenido esa suerte, han aca-bado convertidos en piltrafas humanas, de cuerpo y de mente y por eso Helio se alegra de que la muerte de Domingo y Marisa haya sido limpia y rápida. Eran herramientas de fortuna... lo mejor que pudo encontrar so-bre la marcha. Hicieron bien su trabajo, mejor de lo que él esperaba, pero son completamente inútiles para Braschwitz. Que el coronel com-prenda esto tan cabalmente como para librarse de ellos sin ninguna vaci-lación, demuestra cuan profundo es su conocimiento de Helio.

El camión atraviesa la Puerta del Sol, oscura como la boca del lobo y penetra en el macizo edificio de la DGS por una entrada de garaje, direc-to al infierno.

La celda es reducida pero limpia, pintada de blanco brillante. Un catre de campaña, un cubo para sus necesidades y tres potentes bombillas en el techo, que nunca se apagan. Le dejan en cueros sin desengrillarlo, a base de machete. Potentes megáfonos emiten sin cesar el himno nacio-

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nal y marchas militares. Al cabo de tres días, sin agua ni comida, los ce-rrojos de la puerta rechinan y entran dos guardianes. Sin mediar palabra, uno de ellos levanta la porra y le atiza un golpe terrible en la planta de los pies. De la garganta reseca de Helio apenas surge un gañido morte-cino pero las lagrimas arrasan sus ojos.

Los dos hombres le toman de las axilas y los pies y más arrastras que en volandas lo llevan a otra celda. Un individuo de bata blanca enrolla un cable de cobre en sus testículos y lo dejan caer en una bañera de agua helada. Durante un tiempo interminable las corrientes eléctricas sacuden su cuerpo. No hay preguntas, ni amenazas, ni seducción, ni alternativas, solo dolor, dolor, dolor... Semiconsciente lo devuelven a su catre y unas horas después regresan. Helio consigue no perder la cuenta. Hace diez viajes a la bañera. Al undécimo el destino es diferente. Lo sientan en una silla de dentista y le sujetan la cabeza al asiento con una correa. Cegado por brillantes focos escucha la voz de Braschwitz, que bien puede venir del mas allá.

—¿Quién eres? ... o mejor dicho, ¿qué eres?

Si comprendieran el valor de la paz, si fueran capaces de transmitirlo de padres a hijos. Pero solo aquellas generaciones que se acercan al bor-de del precipicio, solo los que ven la muerte y el sufrimiento en una es-cala desmesurada, son capaces de reconocer el valor de la paz, no logran que esa sabiduría enraíce en ellos de forma permanente, el recuerdo se difumina de generación en generación hasta que se pierde.

Las épocas de paz son épocas de esplendor que brillan con luz propia, pero no tardan en aparecer los irascibles, los exaltados que califican los tiempos de paz de degenerados, que se quejan de la relajación de las costumbres, como si el amor al arte, a la ciencia, a la naturaleza, al próji-mo, sin distinción de sexo ni condición, fuera una lacra, y sueñan con pi-ras apocalípticas en las que librarse de sus propias frustraciones.

Ciegos a toda evidencia, disimulan su codicia, sus desengaños, sus mi-serias, con llamamientos a derechos inalienables y se juran y conjuran para acabar con una paz que no ven más que como obstáculo para sus quimeras.

En paz los campos fructifican y los ancianos mueren con la sonrisa en los labios y los retoños en los ojos. En paz no hay reto inalcanzable ni

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cumbre demasiado alta. En paz los ingenios estallan, los artistas florecen, los jóvenes sueñan.

Sus gentilhombres se pierden en disquisiciones vanas, fingen discernir caminos, sentar bases, acercar posiciones, se cubren de boato para pro-clamar con gran aparato que tras arduos trabajos se han alcanzado los principios de acuerdos que conducirán, con toda probabilidad, a la paz.

¡Cómo si la paz fuera un lugar! ¡Cómo si la paz fuera un objetivo! ¡Cómo si la paz fuera ajena a sus corazones!Sí, verdaderamente, qué fácil sería, qué sencillo, qué prodigioso... si com-

prendieran que ellos son paz, que el universo es paz, que tan solo deben despertar una mañana y decirse «Yo soy paz, tú eres paz, él es paz...»

—¿Qué poder crees tener sobre mí? ¿Esperas acaso que te responda solo porque martirizas este cuerpo que me sirve de acomodo?

Braschwitz no puede evitar un sorprendido arqueo de cejas al oír tanta determinación en aquel ser arruinado, pero se rehace con prontitud:

—Digamos que martirizar tu huésped es una forma de sentar las bases de nuestro futuro entendimiento. Estás demasiado acostumbrado a tratar con la escoria de mi especie, con infrahombres, y puedes sentir la tenta-ción de confundirme con uno de ellos, pero yo soy fuerte y ellos son dé-biles, yo soy capaz de imponer mi voluntad y ellos tan solo de agachar la cabeza.

—Tienes un alta consideración de ti mismo. —La voz de Helio resuena tan clara y fría como siempre, como si no surgiera de unos labios destrozados.

—Ni alta ni baja, tan solo justa. —A Braschwitz no le queda más reme-dio que ponerse a la defensiva—. El mundo se divide entre fuertes y dé-biles, amos y esclavos, siervos y señores, así ha sido siempre y así debe seguir siendo. Los débiles proclaman la igualdad de todos los hombres tan solo para contagiarnos su debilidad.

—Es una teoría interesante, no sabía que la manía persecutoria fuera una característica de los espíritus fuertes. —Helio consigue acabar la fra-se con una risita.

—¡No juegues conmigo! Respeto tu origen ancestral, pero tú debes respetarme a mí como representante del Nuevo Orden, del Nuevo Hom-bre, que está a punto de surgir.

Se acerca al prisionero y le levanta la cabeza tirando del pelo rubio.

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—Nuestras investigaciones han sido exhaustivas —grita, acercando sus labios al oído de Helio—, y han rendido notables frutos. Del Tíbet, Schä-ffer trajo pruebas concluyentes de que en aquella región se encuentra la entrada a vuestro refugio en el interior de la Tierra, también encontró nu-merosos rastros de vuestros experimentos de manipulación de masas.

—Lo que os ha conducido a considerarnos vuestro enemigo... intere-sante... simple, pero interesante, sobre todo porque presiento que vas a ofrecerme una alianza.

—Tu perspicacia me ahorra muchos preámbulos. Coincidirás conmigo en los mediocres resultados de vuestras tentativas, sobre todo compara-das con nuestra propia experiencia en ese campo. —Braschwitz suelta a la cabeza de Helio y se aleja unos pasos, sacudiendo los mechones de cabello que se le han quedado adheridos a los dedos. Adopta un tono doctoral—. Algunos lo interpretan como un signo de debilidad, pero mu-chos todavía creemos en vuestro poder. Habéis cometido errores por so-brestimar la materia prima sobre la que trabajabais. Habéis querido redi-mir al Hombre, a todos los hombres, convertirlos en iguales a vosotros, a todos, como si todos fueran merecedores de la trascendencia, pero noso-tros sabemos que no es así.

»Hay razas superiores y razas inferiores e incluso entre las razas supe-riores el igualitarismo es una ilusión. Solo de lo mejor de las razas supe-riores puede nacer una nueva especie, todos los demás deben ser escla-vizados o exterminados. Si colaboráis en ese alumbramiento, os daremos lo que lleváis tanto tiempo buscando: humanos iguales a vosotros, huma-nos poderosos como dioses con los que sellar una alianza «inter pares» que ponga a nuestros pies todo el Universo.

—¡Qué ideas tan grandiosas y qué ridículas resultan en un ser tan pe-queño, mezquino y grotesco! —La voz clara de Helio golpea a Braschwitz—. Soñáis con dominar un Universo que no comprendéis, que buscáis fuera de vosotros porque os da miedo mirar en vuestro interior. Ese Hom-bre Nuevo construido sobre la sangre y los huesos de sus semejantes es una pura pantomima, una ilusión de mentes enfermas tan partícipe de la naturaleza de los dioses como lo sería el insecto más inmundo de este planeta, o posiblemente menos.

El coronel tarda un instante en superar la conmoción que le causa la mofa de Helio.

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—Tus insultos me entristecen —responde con ira contenida—, porque demuestran que estaba equivocado. Debo reconocer entonces que la opi-nión de otros camaradas era la correcta: somos especies rivales, ansia-mos la hegemonía y solo una la logrará: nosotros.

—Sinceridad por sinceridad, tus conclusiones me divierten. —Helio lo-gra parecer divertido, a pesar de su triste estado—. Luchar contra voso-tros es tan ridículo como si vuestros arados se levantaran en armas y os obligaran a combatirles. Nosotros os creamos y nosotros os podemos ex-terminar en el instante que lo deseemos, sin más esfuerzo ni determina-ción de la que tú emplearías en aplastar una cucaracha.

—Palabras, palabras, palabras... si tan poderosos sois ¿por qué no ha-béis acabado ya con nosotros?

—Porque os amamos.Esta vez la sorpresa se pinta en el rostro de Braschwitz. Cuando consi-

gue replicar lo hace recurriendo al cinismo.—La proclama de la igualdad de todos los hombres y de vuestro amor

que los alcanza a todos sin distinción, ¿viene ahora o más tarde?—Una vez más te equivocas, deseamos que el Hombre progrese mo-

ralmente, por eso aquellos que aman a su prójimo son más queridos por nosotros, porque el amor es la única fuerza capaz de poner fin a esta no-che en la que tropezáis una y otra vez. La capacidad de amar os diferen-cia a unos de otros y pone a tu Hombre Nuevo al final de la cola.

—¡Basta de palabrerías! —La ira contenida de Braschwitz estalla al fin—. Vuestra meta es convertirnos en esclavos, pero no lo conseguiréis. ¡Has caído en mis manos y nada puedes hacer por cambiar eso! ¿Cuántos sois? ¿Cuántos hay en la superficie? ¿Dónde os reunís? ¿Cómo es reconocéis?

—¿No son muchas preguntas para un aspirante a amo del universo? ¿Se puede dominar el mundo siendo tan ignorante?

Braschwitz se le echa encima con dos zancadas y lo abofetea.—Responde o volverás a la bañera... ya no resistirás mucho más, será

el final... todo lo que vive puede morir, no pienses que no tengo medios de hacerte matar... sé más sobre ti de lo que imaginas.

Como si los golpes hubieran sido simples caricias, la voz de Helio sigue fluyendo clara y limpia.

—Di más bien que ignoras más sobre mi de lo que imaginas y te pue-do asegurar que si soy o no mortal no está entre lo que sabes. ¿De ver-dad quieres enfrentarte a nosotros? ¿Es que tu soberbia no conoce limi-

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tes? No sois una especie particularmente inteligente, pero incluso con tan escasa capacidad debería ser obvio para ti que podemos destruirte con solo desearlo.

—Estás demasiado acostumbrado a tratar con la escoria de mi especie. —Braschwitz cruza las manos a la espalda y se pone de puntillas sobre sus botas—, todavía no te has enfrentado con hombres auténticos, con noso-tros, los seres superiores, los destinados a dominar a toda esa masa de in-frahumanos. Lo que ha ocurrido en este país miserable ha sido tan solo un ensayo, un adelanto del imperio de mil años que ya ha comenzado a ex-tenderse por las tierras bárbaras de Europa oriental. Cuando eso ocurra, vuestro tiempo se habrá acabado, ya no tendréis donde ocultaros.

—¿No eres algo imprudente hablándome de vuestros planes?—¿Imprudente? —Braschwitz prefiere ignorar la ironía que rezuman

las palabras de Helio—. En absoluto... dices que puedes destruirme con solo desearlo, pero no es cierto, o ya lo habrías hecho. En realidad de-seamos ardientemente que lo intentéis: fracasaréis, os pondréis al descu-bierto y acabaremos con todos vosotros.

—Es sorprendente la capacidad de autoengaño que habéis desarrollado. Voy a acabar pensando que realmente os creéis capaces de destruirnos.

Braschwitz acerca sus labios a la cabeza de Helio y le habla en tono confidencial.

—Sois los ancestros de la arianidad, más viejos, más sabios, más pu-ros que los nuevos arios pero mucho menos poderosos de lo que os creéis. Las expediciones de la Ahnenerbe al Tíbet y a otros lugares han recogido miles de datos con los que nuestros científicos han reconstruido vuestro pasado y vuestro presente. Conocemos los patéticos esfuerzos que habéis realizado para lograr un Hombre evolucionado, más apto para las tareas que le tenéis reservadas, todos culminados por fracasos humi-llantes. Sabemos que os tiembla el pulso para descartar a los humanos inservibles para vuestros propósitos: el tiempo y la espera os han vuelto débiles. Esta es vuestra última oportunidad, si os aliáis con nosotros, jun-tos alcanzaremos todos los objetivos imaginables, si nos rechazáis, seréis exterminados junto con todo lo viejo e inservible de este planeta y noso-tros seguiremos nuestro camino.

Helio gira la cabeza y clava la mirada en los ojos de Braschwitz. Por primera vez su voz se tiñe de un ápice de pasión.

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—Somos viejos, es cierto, y también sabios, pero ni en tus sueños más alucinados alcanzas a imaginar cuánto de ambas cosas. También es cierto que amamos todo lo vivo, y al Hombre muy especialmente, de una manera y por unas razones que todavía no podéis comprender, pero no pienses, ni por un brevísimo instante, que dudaríamos en sacrificaros por millones, por mi-les de millones, si con ello pudiéramos obtener algún beneficio.

—¿La supervivencia os parece pequeño beneficio? —Braschwitz intuye que se le acaba el juego y apuesta sus últimas cartas.

—Sois como niños jugando a juegos de adultos —se burla Helio—, nues-tra supervivencia está tan garantizada como vosotros estáis condenados.

—¿Condenados? —se indigna Braschwitz—. Vamos a pasar por la His-toria como una tormenta de hierro y fuego, como un huracán jamás visto por la especie humana. Cuando aclare habrá un Nuevo Orden sobre la Tierra y vosotros no seréis parte de él.

—Quizá haya un Nuevo Orden... aunque no el que vosotros imagináis, en cualquier caso, no sobreviviréis para verlo.

—¿Qué vais a hacer? ¿Destruirnos con vuestros pensamientos? —La furia de Braschwitz, mal contenida, asoma en todas sus palabras.

—Podríamos, no te quepa la menor duda, pero dejaremos que sean vuestros propios semejantes los que se encarguen de eliminaros, será mucho más instructivo. Aquí habéis ganado y la lucha debe cesar, ya se ha vertido suficiente sangre en este país martirizado, pero en todo el mundo son muchos los que aprestan sus armas contra vosotros. Para ellos llega el tiempo de luchar y no cejarán en su empeño hasta vencer.

»No será una tarea fácil, causareis dolor en una escala nunca vista y vuestros enemigos devolverán todo ese sufrimiento multiplicado en una es-cala imprevisible, hasta el punto que será difícil saber si son mejores que vo-sotros, pero eso nos lo dirá el tiempo, algo de lo que estamos sobrados.

—¡Necio y mil veces necio! Nada de cuanto dices me afecta, el Reich de mil años está a punto de nacer...

—Lo que está a punto de nacer, sea lo que sea, tú no lo vas a ver...En ese instante surgió del cuerpo de Braschwitz una brillante llamara-

da que se extinguió tan rápidamente como había aparecido. El cadáver quedó un momento en pie, convertido en un muñeco macabro, la cabeza y las manos carbonizadas y humeantes, pero el uniforme intacto, como si el fuego hubiera surgido de dentro de sus entrañas, sin llegar a abrasar

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el tejido. Luego se derrumbó, al mismo tiempo que la cabeza de Helio se descolgaba sobre su pecho y expiraba.

El anciano se despertó bruscamente en mitad de la noche, respirando con agitación. Sintiéndose confundido se sentó sobre la estera de juncos que le servía de lecho y cruzó las piernas escuálidas. Fuera de la cabaña se oían los insectos nocturnos y el rumor del arroyo que regaba los cam-pos de los que la comuna obtenía su alimento. El corazón latió con fuerza en las sienes y sintió una incomprensible sensación de desasosiego. Bus-cando la relajación, inspiró profundamente, llenando los pulmones desde abajo. Sintiendo cómo el diafragma se distendía, dejó volar su imagina-ción. Escuchó con atención el murmullo de la acequia y visualizó el agua deslizándose lentamente por las riberas, juntándose con otro caudal más ancho, y este con otro y luego otro y otro, hasta alcanzar el sagrado Gan-ges. Su espíritu fluyó con la hebra líquida a través de los valles hasta el delta donde el poderoso río se funde con el océano inmensurable y deja de ser río sin dejar de ser agua.

En la oscuridad de la cabaña, Mahatama Gandhi sintió en su corazón el mensaje del ser que había anidado en su interior y sonrió con la sonrisa del Conocimiento.

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