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Shackleton Epopeya de la sobrevivencia Por Caroline Alexander (National Geographic, Nov. 1998) Se trata de una de las historias más extraordinarias de sobrevivencia en los anales de la exploración. Sir Ernest Shackleton, después que el hielo aplastó a su barco Endurance en el mar de Weddell de la Antártida, llevó a sus hombres a un lugar seguro a través de una serie de viajes imposibles por tierra y por mar, una proeza que, más de 80 años después, aún lo deja a uno boquiabierto. En la época en que leía South (Sur), el relato que Shackleton hizo de su aventura, un día, al anochecer, me encontraba en una parada de autobús de la calle 79 de la ciudad de Nueva York, con el libro bajo el brazo. Al sentir que me tiraban con insistencia de la manga, me volví y me encontré con la mirada de un hombre que tenía fijos en mí los ojos delirantes de un fanático. “Shackleton”, dijo en voz un poco baja, con expresión de complicidad, pues sabía que aunque yo hubiera leído sólo una parte del libro, ahora sería un converso. La expedición Imperial Trasantártica partió de Plymouth, Inglaterra, el 8 de agosto de 1914, en el momento en que estallaba la Primera Guerra Mundial. La embarcación de Shackleton era un velero de madera de tres mástiles – un bergantín-, concebido especialmente para resistir la fuerza del hielo. De nombre Polaris, el buque se había construido en el astillero más famoso de Noruega, empleando para ello roble, abeto de ese país y bebeerú, una madera tan compacta que es necesario trabajarla con herramientas especiales. Shackleton le cambió el nombre por el de Endurance, (Entereza), de acuerdo con el lema de su familia: “Fortitudine vincimus”, es decir, “vencemos con nuestra entereza” Al dirigirse hacia el sur, el último lugar donde hizo escala la expedición fue la isla de Georgia del Sur, un desolado puesto de avanzada subantártico perteneciente al Imperio Británico y habitado por una pequeña comunidad de balleneros noruegos. Desde allí el Endurance zarpó hacia el mar de Weddell, el peligroso océano cubierto de hielo que colinda con el continente antártico. Después de seis semanas de abrirse paso a lo largo de más de 1,500 kilómetros de icebergs, el Endurance se encontraba a unos 150 kilómetros de su destino, es decir, a un día de viaje. Pero el 18 de enero de 1915 el hielo rodeó el barco. Un descenso drástico de la temperatura provocó que el agua del mar se congelara, convirtiéndose en cemento. El Endurance quedó atrapado.

Shackleton

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ShackletonEpopeya de la sobrevivencia

Por Caroline Alexander(National Geographic, Nov. 1998)

Se trata de una de las historias más extraordinarias de sobrevivencia en los anales de la exploración. Sir Ernest Shackleton, después que el hielo aplastó a su barco Endurance en el mar de Weddell de la Antártida, llevó a sus hombres a un lugar seguro a través de una serie de viajes imposibles por tierra y por mar, una proeza que, más de 80 años después, aún lo deja a uno boquiabierto. En la época en que leía South (Sur), el relato que Shackleton hizo de su aventura, un día, al anochecer, me encontraba en una parada de autobús de la calle 79 de la ciudad de Nueva York, con el libro bajo el brazo. Al sentir que me tiraban con insistencia de la manga, me volví y me encontré con la mirada de un hombre que tenía fijos en mí los ojos delirantes de un fanático.

“Shackleton”, dijo en voz un poco baja, con expresión de complicidad, pues sabía que aunque yo hubiera leído sólo una parte del libro, ahora sería un converso. La expedición Imperial Trasantártica partió de Plymouth, Inglaterra, el 8 de agosto de 1914, en el momento en que estallaba la Primera Guerra Mundial. La embarcación de Shackleton era un velero de madera de tres mástiles – un bergantín-, concebido especialmente para resistir la fuerza del hielo. De nombre Polaris, el buque se había construido en el astillero más famoso de Noruega, empleando para ello roble, abeto de ese país y bebeerú, una madera tan compacta que es necesario trabajarla con herramientas especiales. Shackleton le cambió el nombre por el de Endurance, (Entereza), de acuerdo con el lema de su familia: “Fortitudine vincimus”, es decir, “vencemos con nuestra entereza”

Al dirigirse hacia el sur, el último lugar donde hizo escala la expedición fue la isla de Georgia del Sur, un desolado puesto de avanzada subantártico perteneciente al Imperio Británico y habitado por una pequeña comunidad de balleneros noruegos. Desde allí el Endurance zarpó hacia el mar de Weddell, el peligroso océano cubierto de hielo que colinda con el continente antártico. Después de seis semanas de abrirse paso a lo largo de más de 1,500 kilómetros de icebergs, el Endurance se encontraba a unos 150 kilómetros de su destino, es decir, a un día de viaje. Pero el 18 de enero de 1915 el hielo rodeó el barco. Un descenso drástico de la temperatura provocó que el agua del mar se congelara, convirtiéndose en cemento. El Endurance quedó atrapado.

Para entonces, Shackleton era ya un famoso explorador del polo; había viajado al sur por primera vez con el capitán Robert Falcon Scott en 1901. Pero, la expedición se convirtió en fracaso para sir Ernest cuando le dieron de baja por enfermar de escorbuto después del primer invierno. Cinco años más tarde, a la cabeza de propia expedición, obtuvo renombre al llegar a 160 kilómetros del polo Sur, un punto que nadie había alcanzado hasta ese momento. En diciembre de 1911 Roald Amundsen reivindicó el Polo Sur para Noruega, después de lo cual sólo quedaba una proeza por realizar: cruzar caminando el continente antártico. En tal hazaña puso la mira Shackleton.

Por ahora, al quedar el Endurance atrapado en el hielo, su aventura más audaz se había frustrado. Y algo muy importante: era responsable del cuidado de 27 hombres, así como de los 60 perros que tiraban de trineos, dos cerdos y la gata del barco, “Mrs. Chippy”. Durante los diez meses siguientes el Endurance recorrió en zigzag más de dos mil kilómetros, arrastrado hacia el noroeste por la masa flotante de hielo. A medida que pasaban los días, Shackleton y la tripulación se dieron cuenta de que el continente antártico quedaba cada vez más lejos.

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Algunos de los miembros de la tripulación eran marineros profesionales de la armada británica; otros eran rudos marineros que habían trabajado en el frío terrible del Atlántico norte; otros más eran graduados de la Universidad de Cambrigde y lo acompañaban en calidad de científicos. Uno de ellos, el hombre más joven a bordo, Perce Blackborow, se había embarcado como polizón en Buenos Aires. Todos abrigaban esperanzas distintas, las cuales se habían desvanecido.

La desilusión resultó particularmente amarga para Shackleton: tenía 40 años de edad y había centrado gran parte de sus energías en preparar la expedición. Puesto que la guerra devastaba a Europa, era poco probable que se le volviera a presentar esa oportunidad. Sin embargo, sabía que sus hombres acudirían al “Jefe”, como lo llamaban, en busca de orientación y de confianza. Shackleton ocultó sus emociones y dio la impresión de sentirse seguro de sí mismo y relajado. Los largos meses que duró el viaje a bordo del Endurance casi resultaron placenteros.

Todos a bordo sabían que tarde o temprano ocurriría una de dos cosas: al llegar la primavera, el hielo se derretiría y desaparecería, dejándolos libres; o la presión ejercida por los témpanos aprisionaría al pequeño buque y los aplastaría como una cáscara de huevo. En octubre de 1915, la situación no auguraba nada bueno.

En su diario, Frank Hurley, fotógrafo de la expedición, escribió el 26 de octubre: “A las 6 p.m., la presión adquiere una fuerza arrolladora. El barco cruje y se estremece, las portillas se hacen pedazos, mientras que las cuadernas de cubierta se parten y se retuercen. En medio de esas potentes y arrolladoras fuerzas, somos la personificación de la inutilidad absoluta. Esta espantosa presión dobla todo el casco unas 10 pulgadas (25 centímetros) a lo largo”.

Al día siguiente, Shackleton dio la orden de abandonar el barco. Los hombres pasaron su primera noche sobre el hielo en tiendas de lino tan delgado que la luz de la luna atravesaba la tela. La temperatura era de –27°C.

“Fue una noche terrible – escribió en su diario Reginald James, el físico de la expedición -. La lúgubre silueta del barco se perfilaba contra el cielo y se escuchaba el ruido del hielo que lo presionaba... Era como oír lamentos.”

La mayor parte de los víveres se encontraba aún en el Endurance. La indumentaria más abrigadora era la ropa interior de lana y las chaquetas impermeables, más o menos del peso de la tela para paraguas. No disponían de un sistema de radiocomunicación y nadie en el mundo sabía dónde se encontraban. Para llegar a un lugar seguro una vez que el hielo se rompiera sólo contaban con tres botes salvavidas que habían recuperado...y con Shackleton para que los guiara.

En La Real Sociedad Geográfica, en Londres, una institución venerable que ha subvencionado un sinfín de expediciones de descubrimiento, el archivista me llevó una Biblia. Fui al capítulo 38 del Libro de Job, o, más exactamente, a donde se encontraba antes el capítulo38 de Job. Tal como sabía: faltaba la página que buscaba.

Al día siguiente de haber abandonado el Endurance, Shackleton reunió a sus hombres y con calma les dijo que iban a tratar de avanzar sobre el hielo en dirección a la isla Paulet, a unos 650 kilómetros hacia el noroeste. Sólo podían llevar lo imprescindible, de modo que tenían que sacrificar las pertenencias personales.A modo de ejemplo, Shackleton tomó la Biblia que llevaban en el buque y, luego de arrancar una página de Job, depositó el libro sobre el hielo. Los versículos que conservó decían:

¿De qué seno sale el hielo?¿Quién da a luz la escarcha de cielo,cuando las aguas se aglutinancomo piedra y se congela la superficie del abismo?

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Lo que Shackleton nunca supo es que uno de los marinos llevó a escondidas la Biblia, creyendo que dejarla sería como tentar a la mala suerte.

Shackleton y su gente tuvieron que desistir, a su pesar, de realizar la marcha. Tirar de los botes cargados, cada uno de los cuales pesaba al menos una tonelada, por encima de los enormes fragmentos de hielo y a través de la espesa nieve resultó imposible. La expedición se reagrupó y Shackleton decidió que no tenían más remedio que acampar en la masa de hielo a la deriva y ver a dónde la corriente y los vientos los llevarían antes de que el estado del tiempo les permitiera utilizar los botes.

Una singular provisión de víveres se rescató del Endurance, ya medio hundido: los cajones de embalaje que primero aparecieron flotando en la superficie- carbonato de sodio, nueces, cebollas – no eran precisamente lo que hubieran escogido como alimentos. Las provisiones destinadas originalmente para llevar en trineos durante el viaje transcontinental se habían guardado en los botes para consumirse después.Ahora era verano en el hemisferio austral y las temperaturas ascendieron hasta 1°C el aguanieve dificultaba caminar y la ropa que llevaban estaba siempre mojada. Además, la temperatura descendía cada noche, congelando las tiendas y la vestimenta empapadas. La dieta principal era a base de pingüino y foca, y como combustible sólo contaban con grasa de foca.

Los hombres pasaban la mayor parte del tiempo analizando la dirección de la masa de hielo a la deriva. Su mayor esperanza era que la corriente continuara en dirección nor-noroeste, acercándolos lo más posible a la isla Paulet, frente a la punta de la Península Antártica, donde se encontraba una cabaña con suministros de una expedición sueca anterior. Lo que más le preocupaba a Shackleton no eran los alimentos ni tener un refugio, sino dar confianza a su gente. Le tenía tanto miedo a la depresión como al escorbuto, que solía ser la ruina de las expediciones al Polo. La enfermedad podía evitarse comiendo las vísceras de animales recién sacrificados, pero el desánimo requería de un mayor cuidado.

“El optimismo es el verdadero valor moral”, decía a menudo Shackleton. Se preocupaba sobre todo por los marineros, quienes más que nadie habían quedado deshechos después de la pérdida del Endurance. Como lo reconoció el expedicionario: “Para un marinero su barco representa algo más que una casa flotante”. Desde sus inicios como explorador, Shackleton se había llevado bien tanto con los marineros como los oficiales, lo que ahora rendía frutos. También estaba muy en sintonía con el temperamento de sus hombres y complacía a cada uno de ellos. Hurley era un poco vanidoso, y Shackleton lo halagaba haciendo como si lo consultara en privado sobre todos los asuntos de importancia. A uno que se quejaba y deseaba estar muerto, rápidamente se le asignaron tareas en las galeras para distraerlo. Y dos de los hombres más solitarios y vulnerables de la tripulación fueron asignados a la propia tienda del Jefe.

Otras tácticas fueron más controvertidas. Los científicos y otras personas instruidas creían que el peligro más grave que enfrentaba el grupo era la falta de alimento, de modo que deseaban sacrificar y almacenar cualquier animal salvaje que se encontraran. Por otra parte, para los marineros que habían sido acuartelados en el castillo de proa, la peor desgracia era permanecer largos meses sobre el hielo antes de poder subir a los botes. Cuando Lionel Greenstreet, el primer oficial, urgió a Shackleton a acumular más carne, la respuesta de éste resulto ilustrativa.

“Eres muy pesimista – dijo -. Eso inquietaría a la gente que está en el castillo de proa y pensaría que nunca vamos a salir de aquí.”

A mediados de enero, se dio muerte a cuatro equipos de perros para trineos. El hielo se había vuelto muy peligroso como para emplear sin riesgo a los animales y la carne necesaria para alimentarlos escaseaba cada vez más. “Me tocó a mí realizar esa

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tarea, y fue lo peor que haya tenido que hacer en mi vida”, informó Frank Wild, el leal segundo al mando de Shackleton, en sus memorias, las cuales se encuentran también en la Biblioteca Estatal de Nueva Gales del Sur. “He conocido a muchos hombres a los que habría preferido matar antes que al peor de los perros.”

Para marzo la corriente que avanzaba hacia el norte los había puesto en línea con la isla Paulet...pero lejos, al este de la misma.

“Cruzar por encima de la masa de hielo flotante desde donde nos encontramos ahora sería como tratar de cruzar de Ostend a Dover sobre hojas de lirio”, escribió Thomas Orde Lees, el pañolero de la expedición, “Lo que va a pasar está por verse.”

Marzo fue un mes sombrío. Se sacrificó al resto de los perros...y esta vez se comió su carne. Los hombres permanecían en las tiendas, acurrucados en sus congeladas bolsas de dormir. Hacía demasiado frío como para leer o jugar a las cartas.

En abril el hielo empezó a resquebrajarse en todo el campamento. Shackleton comprendió que el tan esperado deshielo era inminente. El 9 de abril dio la orden de echar al agua los tres botes – el James Caird, el Dudley Docker y el Stancomb Wills, apenas en condiciones de navegar-, los cuales llevaban el nombre de patrocinadores de la expedición. Veintiocho hombres atiborraron las embarcaciones con su equipo y provisiones. Entonces la temperatura descendió a –23°C y el agua del mar embravecido penetró a raudales en los botes abiertos y empapó a los hombres, que no llevaban ropa impermeable.

Día y noche, a través del campo minado en que se había convertido el hielo, cruzando luego las violentas olas del mar abierto, el timonel de cada bote trataba de mantener el rumbo, mientras que sus compañeros de tripulación achicaban las embarcaciones, que eran demasiado pequeñas para maniobrar en medio de vientos de fuerza huracanada. Después de varios cambios de dirección, Shackleton dio la orden de navegar, con el viento en popa, directamente hacia el norte, rumbo a un pedazo de tierra llamado isla Elefante.

Durante siete días en blanco y de pesadilla y siete noches espantosas y negras, los hombres soportaron un frío que congelaba su ropa, convirtiéndola en una fuerte y gélida armadura. Del oscuro mar y con exhalaciones explosivas y rítmicas, ballenas asesinas de cuello blanco surgían junto a los botes y los evaluaban con sus pequeños e inteligentes ojos. Ernest Holness, quien había desafiado al Atlántico norte, se cubrió el rostro con las manos y lloró. Blackborow, el popular joven polizón a quien Shackleton había convertido en administrador de la cocina del barco, señaló en voz baja que “sentía los pies raros”. Y Huberht Hudson, inclinado sobre la barra del timón con las manos sin guantes, al fin se desmayó. Shackleton se sentía sumamente agotado.

“Prácticamente desde que iniciamos el viaje, Sir Ernest se había mantenido firme día y noche en la bovedilla de popa del Caird”, escribió Orde Lees. Shackleton sabía que era importante para sus hombres que lo vieran al frente.

Por fin, el 15 de abril los botes llegaron a los peñascos de la isla Elefante y desembarcaron. “Muchos presentaron síntomas de aberración mental temporal”, anotó Hurley al describir el estado psíquico de sus compañeros. Varios se tendieron en el suelo y ocultaron el rostro entre las piedras o caminaron por la pequeña playa tambaleándose, riendo a carcajadas. Habían pasado 497 días desde la última vez que pisaron tierra. Pero, como pronto descubrieron, era difícil que existiera en el planeta un lugar más desolado y arrasado por las borrascas. Vientos de 130 kilómetros por hora provenientes de las cimas heladas hicieron trizas sus tiendas y se llevaron algunas valiosas pertenencias que les quedaban: mantas, alfombras impermeables, utensilios de cocina. Los marinos se arrastraron hasta los botes para ponerse a

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cubierto; otros permanecieron tendidos con la lona de la tienda de campaña húmeda y fría en el suelo, a su alrededor y sobre sus rostros.

Shackleton sabía que el mundo exterior nunca visitaría la isla Elefante. Sólo existía una línea de acción remotamente posible, pero resultaba aterradora. Escogería el bote salvavidas más grande, el James Caird, y con una pequeña tripulación navegaría 1,300 kilómetros a través de algunas de las aguas más peligrosas del planeta, el Atlántico sur, en invierno, hacia las estaciones balleneras de Georgia del Sur. Era posible que se encontraran con olas de hasta 15 metros de alto, las famosas aguas turbulentas del Cabo de Hornos. Navegarían mediante sextante y un cronómetro cuya precisión desconocían y dependerían de la observación del sol, aunque sabían que, en estas latitudes, semanas de tiempo nublado podrían impedirles ver por completo nuestra estrella.

El James Caird era un bote salvavidas de madera de siete metros de largo, cuyas bordas eran resultado de la habilidad del talentoso carpintero escocés de Shackleton, Henry “Chippy” McNish. Al aire libre y con las manos cortadas por el frío de las tormentas de nieve que asolaban la isla, McNish rescató toda la madera que pudo de cajas de embalaje y viejos patines de trineo. Construyó la “cubierta” con lona, la cual fue deshelada con mucha dificultad quemando grasa y luego cosida con agujas quebradizas; los clavos eran de segunda mano, extraídos de cajas de embalaje; para calafatear, en lugar de cáñamo y alquitrán, Chippy empleó mechas de lámpara usadas, sangre de foca y los óleos del pintor del barco. El lastre consistía en dos toneladas de piedra áspera de la playa de la isla Elefante.

Shackleton eligió a cinco hombres en cuya fortaleza y pericia como navegantes podía confiar. Dos de ellos – McNish y John Vincent, un marinero pendenciero que había trabajado en barcos pesqueros- eran individuos “difíciles” y deseaba tenerlos a bordo y vigilarlos muy de cerca. Su oficial de derrota sería Frank Worsley, un neozelandés alegre y un poco bravucón cuya habilidad para la navegación en condiciones imposibles ya les había permitido llegar sin ningún percance a la isla Elefante. Tim McCarthy era un joven y animado marinero irlandés a quien toda la tripulación le tenía afecto. La identidad del sexto hombre, Tom Crean, podía definirse como un irlandés de aspecto indestructible que había participado en las dos expediciones de Scott. En la última de éstas le habían concedido la medalla Albert a la valentía cuando recorrió 56 kilómetros solo a través de terreno nevado, provisto únicamente de tres panecillos y dos pedazos de chocolate, a fin de ayudar a un compañero en problemas.

En una excepcional tarde de relativa calma, el Caird partió el 24 de abril de 1916. “¡Bravo! ¡Que líder tan valiente!”, exclamó en el momento de la salida Orde Lees en su diario, que ahora se encuentra en la Biblioteca Nacional de nueva Zelanda. Los hombres que Shackleton dejó enfrentaron sus propias dificultades y sobrevivieron alimentándose de pingüinos y focas, y viviendo en un refugio improvisado bajo los dos botes restantes volteados. Frank Wild, teniente de Shackleton, estaba a cargo de los hombres afectados y desmoralizados, algunos de los cuales – Blackborow, Hudson y Rickinson, el ingeniero, que había sufrido un infarto – tenían una gran necesidad de atención médica.

Al día siguiente de la partida, la terrible experiencia del Caird se inició de veras. De los 17 días que duró el viaje, habría diez de tempestades. Las heladas olas mantuvieron empapada a la tripulación. Bajo la cubierta de lona, el vigía en descanso permanecía horas sobre un lastre de piedra, metido en bolsas de dormir hechas de piel de reno húmeda y en descomposición; el espacio oscuro entre los bancos de remo era tan estrecho que los marineros tenían la sensación de estar enterrados vivos. Una noche despertaron y descubrieron que la embarcación se bamboleaba en el agua. Hielo de hasta 38 centímetros de espesor cubría palmo a palmo todo lo que era madera y velas. A pesar del peligrosos cabeceo y balanceo del bote, los hombres tuvieron que trepar a la lisa cubierta y quitar el hielo.

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Si Shackleton se daba cuenta de que cualquiera de los hombres parecía sufrir más de “lo normal”, pedía bebidas calientes preparadas por todos los marineros en su hornillo de querosene.

“Nunca dejaba que el hombre supiera que se hacía por él – anotó Worsley-, pues temía que se pusiera nervioso.” Los seis descubrieron que sus pies, que siempre se encontraban húmedos, estaban blancos e hinchados y habían perdido sensibilidad, mientras que la ropa helada, impregnada de sal, les había excoriado cruelmente la piel. Sin embargo, con denuedo, mecánicamente, a pesar de toda la agitación causada por el viento y el oleaje, hacían guardia, preparaban sus comidas, se turnaban para trabajar en la bomba improvisada, cosían las velas y mantenían el rumbo.

Como se temía, Worsley pudo utilizar muy poco el sextante que Hudson le había prestado. Recurriendo a su experiencia y a un instinto asombroso para sondear el viento y la marea, navegó sobre todo mediante corazonadas, el cálculo que el marino hace sobre rumbos y distancia. La recalada que proponía, en Georgia del Sur, representaba tan sólo un punto en miles de kilómetros de océano. De mala gana, la tripulación decidió dirigirse hacia la despoblada costa suroeste de la isla. Si no llegaban allí, los vientos preponderantes los llevarían hacia el este, hacia otra tierra. Si navegaban hacia la costa noreste, también habitaba, y no lograban fondear, caerían en la nada.

Cerca del crepúsculo del 7 de mayo, el decimocuarto día, un pedazo de alga marina pasó flotando. Cada vez más emocionados, navegaron hacia el este- nordeste durante toda la noche y al amanecer del decimoquinto día divisaron algas marinas. En medio de la espesa bruma aparecieron aves de tierra, y justo después del mediodía, cuando la niebla se disipó, McCarthy proclamó a gritos haber visto la costa.

Era un triunfo tanto del arte de navegar como de la pericia y la entereza. Incluso las cinco observaciones del sol que Worsley había podido hacer implicaron cierto grado de conjetura, pues el bote había cabeceado mucho, dificultándole establecer con seguridad la posición del sol. Como por despecho, un verdadero huracán apareció con estrépito y frustró cualquier intento por desembarcar ese día. Por si fuera poco, la tripulación descubrió que el agua que les quedaba tenía un sabor salino, así que la sed los atormentó. Pero el 10 de mayo, al anochecer, cuando Shackleton y su gente ya no podían resistir más, el Caird alcanzó una playa de grava en Georgia del Sur.

Las Estaciones Balleneras se encontraban más o menos a 240 kilómetros de distancia por mar, demasiado lejos para la deteriorada nave y su debilitada tripulación. En vez de ello, Shackleton decidió que dos de sus compañeros – Worsley y Crean- y él cruzarían por tierra hacia las estaciones de la bahía de Stromness. La distancia era tan sólo de 35 kilómetros en línea recta, pero atravesando un caos de levantamientos rocosos y grietas traicioneras. Si bien las costas de la isla figuraban en los mapas, nadie había cruzado el interior, que en su mapa aparecía como una zona en blanco.

Lo que más le preocupaba a Shackleton era el tiempo, pues una borrasca en las montañas podía acabar con ellos. Pero a las 3 a.m. del 19 de mayo las condiciones eran apropiadas y –como si fuera un obsequio de la providencia- la luna llena podría guiarlos.

Las montañas más altas de la isla medían menos de tres mil metros y, según las normas estrictas del montañismo, el ascenso no era técnicamente difícil. “Decidimos...hacer la expedición muy ligera – escribió Shackleton-. Llevaríamos provisiones para tres días en forma de ración para transportar en trineo y panecillos. El alimento debía guardarse en tres calcetines, así que cada integrante del grupo podría llevar sus propios víveres.” También iban equipados con cerillos, una olla, dos brújulas, binoculares, 15 metros de cuerda, un hornillo de querosene lleno de

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suficiente combustible para preparar seis comidas calientes y una azuela de McNish también puso tornillos del James Caird en la suela de sus botas. Sus pies quemados por el frío no habían recuperado la sensibilidad durante los nueve días posteriores al desembarco.

Mientras la luz de la luna se reflejaba en los glaciares, Shackleton, Worsley y Crean dejaron a sus compañeros y partieron de la punta de la bahía del Rey Haakon en dirección a las montañas. Guiados sólo por el sentido común, fracasaron tres veces en su intento de salvar los peñascos rocosos que se interponían en su camino. Lo lograron la cuarta vez, cuando empezaba a oscurecer. Después de una escarpada pendiente inicial, el terreno del otro lado se convertía en una extensa ladera inclinada cubierta de nieve y cuyo fondo permanecía oculto bajo la neblina.

“No me gusta nada nuestra situación”, dijo Shackleton, según la afirma Worsley. Al aproximarse a esa altitud. Shackleton guardó silencio durante algunos minutos. "Nos deslizaremos", dijo al fin. Los tres hombres se enrollaron en la cuerda y se sentaron, uno detrás del otro. Cada uno rodeó con los brazos al que estaba delante de él. Con Shackleton a la cabeza y Crean cubriendo la retaguardia, de un empujón se dirigieron hacia el pozo de oscuridad que se encontraba abajo.

“Parecía que nos precipitábamos hacia el espacio sideral”, escribió Worsley. “Por un momento se me pusieron los pelos de punta. Luego, de pronto, experimenté una sensación agradable, y ¡me di cuenta que estaba sonriendo! Lo disfrutaba de verdad. Grité, emocionado, y entonces también escuché que Shackleton y Crean gritaban.” La velocidad disminuyó y se detuvieron lentamente en un banco de nieve. Una vez de pie, los tres se dieron la mano. En cuestión de minutos habían descendido 460 metros.

Medio dormidos, siguieron avanzando durante toda la noche. Cometieron más errores, pues al aumentar su cansancio, les costaba trabajo determinar la configuración del terreno; pero al romper el alba, pasaron por encima de una cumbre y a sus pies divisaron la característica formación rocosa arqueada que distingue a la bahía de Stomness. Permanecieron en silencio; luego, por segunda vez, se estrecharon las manos.

A las 6:30 a.m. a Shackleton le pareció escuchar el sonido de un silbato de vapor. Sabía que más o menos a esa hora los hombres que laboraban en las estaciones balleneras tenían que levantarse. Si había escuchado bien, debería oírse de nuevo el silbato a las siete, al iniciarse el trabajo. Con emoción intensa, Shackleton, Crean y Worsley aguardaron mientras veían cómo se movían las manecillas del cronómetro de este último. A las siete en punto volvió a sonar el silbato. Comprendieron que habían conseguido su propósito.

A las tres de la tarde del 20 de mayo, después de 36 horas sin haber descansado, llegaron a las afueras de la estación Stomness. Sucios, con la cara ennegrecida por el humo de la grasa y con el pelo hasta los hombros, enmarañado y lleno de sal, ofrecían un aspecto espantoso. Dos niños pequeños- su primer contacto con seres humanos – huyeron asustados al verlos.

Finalmente, se encontraron con el capataz de la estación. Shackleton le pidió que lo llevara con el administrador. Discreto, el capataz condujo al trío a la casa de Thoralf Sorlle, a quien habían conocido cuando el Endurance llegó a Georgia del Sur, casi dos años antes.

Estupefactos al escuchar el relato de los tres hombres, los balleneros noruegos recibieron a los náufragos con admiración y el corazón abierto. Se envió un barco para rescatar a los otros tres miembros de la tripulación del James Caird y la embarcación misma, que como si se tratara de una reliquia sagrada, los balleneros llevaron al interior de la estación en hombros.

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El amanecer estaba despejado y frío en la Isla Elefante. Era el 30 de agosto de 1916, casi cinco meses después de la partida del Caird. En secreto, Frank Wild había iniciado los preparativos para planear su propio rescate.

Las reservas de alimentos habían empezado a escasear de manera alarmante. Los dos cirujanos de la expedición habían operado el pie de Perce Blackborow quemado por el frío, pero se le había infectado el hueso, de modo que su estado de salud era grave. Desde su llegada a la isla, había permanecido metido, sin quejarse, en su bolsa de dormir empapada.

A la una de la tarde, Wild estaba sirviendo un hoosh, guiso a base de lapas recogidas de pozos con régimen de marea, cuando George Marston, el dibujante de la expedición, asomó la cabeza emocionado, en el refugio que había construido debajo de los botes que quedaban.

“Wild, divisamos un barco- dijo -. ¿Encendemos una fogata?”

“Antes de que hubiera tiempo para responder, se produjo una aglomeración en la que los miembros de la tripulación caían uno encima del otro- informó Orde Lees-, todos en desorden y con tazones de comida se lanzaron al mismo tiempo hacia el agujero que hacía las veces de puerta y al que de inmediato hicieron trizas.”

Afuera, el barco misterioso se acercaba. Los hombres se asombraron al ver que izaba la bandera chilena. A menos de 150 metros de la costa, el buque bajó un bote. Entonces la gente reconoció la figura robusta de Shackleton, y luego la de Tom Crean.

“En seguida se escucharon algunos verdaderos vítores”, recordó Williams Bakewell, uno de los marineros. Era el cuarto intento de Shackleton por llegar a la isla Elefante, pues la masa de hielo que la rodeaba había frustrado los planes en tres ocasiones anteriores.

Para el cuarto viaje, el gobierno chileno le había permitido a Shackleton utilizar el Yelcho, un pequeño remolcador de casco de acero que había servido de transbordador de faro, y su tripulación. En ese navío tan inapropiado, habían hecho el viaje Worsley, Crean y él.

Una hora después, toda la tripulación que se encontraba en la isla Elefante, así como sus pocas pertenencias, estaban a bordo del Yelcho. Hurley llevaba los botecitos con placas y película que había ocultado en la nieve.

“2.10. ¡Todo bien!, anotó Worsley en su cuaderno de bitácora. Había estado observando desde el puente. “¡Al fin! 2.15, ¡adelante a toda máquina!”

Durante los largos meses de su terrible experiencia, Shackleton no perdió ni a un solo hombre.

-Dígame ¿cuándo terminó la guerra? – preguntó Shackleton a Sorlle al llegar a la estación Stromness después de haber cruzado Georgia del Sur.-La guerra no ha terminado – respondió Sorlle-. Se asesina a millones. Europa se volvió loca. El mundo está loco.

Shackleton y sus hombres regresaron a un mundo distinto del que habían partido. Todo había cambiado, incluso los ideales de heroísmo. Con millones de jóvenes europeos muertos, a Inglaterra no le interesaban mucho las historias de sobrevivencia.Muy escaso de dinero, sin empleo y frustrados ya sus sueños más ambiciosos, en 1921 Shackleton se dirigió de nuevo al sur. Un viejo y comprensivo compañero de escuela de Dulwich financió esta expedición en un barco un poco frágil llamado Quest.

No estaba claro cuál era el propósito de la expedición, pues los planes iban de circunnavegar la Antártida hasta buscar el tesoro del capitán Kidd. No importaba, lo que interesaba era volver al sur.

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El 4 de enero de 1922, después de una etapa tormentosa, el Quest llegó a Georgia del Sur. Allí los balleneros noruegos recibieron calurosamente a Shackleton. Después de un tranquilo día en tierra, el viajero regresó a su barco para cenar, le dijo buenas noches a sus amigos, se retiró a su camarote... y murió. La causa fue un infarto masivo. Tenía 47 años de edad.

“La popularidad de Shackleton entre aquéllos a los que guió se debió al hecho de que no era la clase de hombre que sólo es capaz de realizar cosas asombrosas y espectaculares – escribió Worsley –. Cuando era necesario, se ocupaba personalmente de los detalles de menor importancia. Además, mostraba una paciencia y una perseverancia infinitas, que ponía en práctica en todos los asuntos que tuvieran que ver con el bienestar de su gente”. Shackleton pensaba que los hombres comunes y corrientes son capaces de realizar hazañas heroicas si las circunstancias lo requerían. Para él, los débiles y los fuertes deben sobrevivir juntos.

Al enterarse de la muerte de su esposo, Emily Shackleton pidió que se le enterrara en Georgia del Sur. Su cuerpo aún descansa en el pequeño cementerio de la isla, entre los balleneros fortalecidos por el mar, los cuales fueron, tal vez quienes mejor apreciaron sus logros. Las montañas y el mar rodean su tumba...también la rústica belleza del paisaje escarpado que forjó su grandeza.