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TODO BAJO EL CIELO 001-193...cha, un silencio como de cementerio, como de venganza. Dese-chó de un mordisco aquellos pensamientos. Estaba decidido: iba a demostrarle al doctor Wilson

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PRÓLOGO

Había algo extraño en aquel atardecer, algo fuera de lo común,completamente extraordinario. Lo notaba en el color de la bri-sa y en los gritos de la luna. Y en la brusca forma en que el solpenetraba el horizonte y se derramaba naranja sobre el mar.Pero la advertencia más aguda venía de sus propias carnes: te-nía frío. Un frío intruso, insólito. La jornada, tórrida, típica-mente agostiza, moría dejando por herencia un calor sofocan-te. Sin embargo, los treinta y ocho grados, lejos de cortarle elaliento, le hacían temblar y estremecerse.

No le hicieron falta más pistas. No había margen para laduda: volvía a estar en la encrucijada. Sin dudarlo, volcó sucuerpo sobre el mapamundi desplegado. Tensó los músculos ycerró los ojos.

La voz de Maria Callas brotaba de los cuatro costados de lahabitación. Madame Butterfly, segundo acto. Las notas, dolien-tes, pasionales comenzaron a cercarle. Trató de concentrarseen ellas. Resultaban fascinantes. Sus agudos parecían estertoresde muerte; sus pausas, desgarros del alma. Madame Butterfly: elhumus perfecto para la tragedia. ¿Y qué mayor tragedia que lasuya? Tenía que volver a matar. No deseaba hacerlo. Su espírituse resistía. Sus manos se revelaban. Sentía náuseas. Pero sabíaque había llegado el momento. Era su deber, un deber inexcu-sable. Debía arrebatarle al mundo una nueva vida, crear unnuevo mártir.

—De acuerdo, lo haré —susurró.Un chorro de pena procedente del altavoz cortó el aire y

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llenó la estancia: «¡Butterfly! ¡Butterfly! ¡Butterfly!» Al sentirlo,le atacó un nuevo estremecimiento. Resultó tan potente que leobligó a abrir los ojos. En ese preciso instante, la pátina naranjadel mar elevó su intensidad; luego, como por ensalmo, murió.Permaneció extasiado contemplando aquella brusca despedi-da, la tristeza de Puccini hecha vida. Fue entonces cuando sin-tió la reconvención de su conciencia: «No es tiempo de escrú-pulos: necesitas tomar prestada una nueva vida.»

Era cierto. Debía ser fuerte. Apretó los párpados, colocó elíndice sobre el mapa y permitió que el azar lo gobernara.Como una prolongación del destino, el dedo reptó entre aquelsembrado de ciudades, pueblos, países y océanos, unidos por lí-neas de colores. Se desplazaba deprisa, caóticamente; izquier-da-derecha, norte-sur, arriba-abajo, y cruzando. Finalmente, sedetuvo. El hombre se apresuró a abrir los ojos y a clavarlos en elmapa. «Mar Mediterráneo», rezaba el cuadro inferior, en letrabastardilla. Buscó con la vista el puerto más cercano. «Barcelo-na», leyó. Conocía el lugar: era simplemente perfecto. Sonriópletórico: el azar acababa de elegir el escenario que habría deauparle hasta la cima de la historia.

—Barcelona..., escogida para deleitar a los dioses. ¡Si supie-ras lo que me has hecho sufrir! —dijo. Un punto de amarguraadornaba su voz.

¡Cuánto le había costado aquella última vez! Llevaba sema-nas intentando, sin éxito, decidirse. Largas jornadas interrum-pidas con los ojos cosidos a la carta geopolítica, atento al mare-mágnum de ciudades, ajeno a cualquier actividad que no fuerala elección del lugar. Luchando contra el reloj, porque el tiem-po apremiaba.

Tiempo. El reloj es un elemento esencial en cualquier pro-yecto complejo, que nunca puede dejarse al azar. En el suyo,además, era una condición. Porque habían pactado un periodomáximo entre crímenes, y se estaba agotando. Los minutos sele escapaban como agua en una cesta de mimbre agujereada. Sino se daba prisa y volvía a matar, estropearía la misión. Eraconsciente de ello. Pero no acertaba a decidirse. Le fallaban las

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fuerzas. Necesitaba valor. Concentración. Convencerse de queaquella nueva sangre —joven y roja, como las anteriores— eraun tributo a la humanidad. Cuando lograba creérselo, se sabíacapaz de lo más sublime.

Liberado por fin de la pesada carga decisoria, se incorporó.Se acercó al botellero, un diseño exclusivo del arquitecto espa-ñol Ignacio Vicens, y eligió una botella. Vino tinto. Se sirvióuna copa, pero no bebió. Aquel caldo necesitaba airearse. Logiró varias veces. Observó su lágrima y su color. Luego, se loacercó a la nariz. Sin duda, era extraordinario. Como la situa-ción que vivía.

Con la copa en la mano, se volvió y observó el bellísimoEgeo, ya oscuro.

—¡Y, por fin, Barcelona! —repitió, al tiempo que pasabalentamente la lengua por los labios.

Bebió mientras echaba la vista atrás. Despacio, saboreando.Pensando.

Le separaban ya once meses de su primer crimen. Once lar-gos meses. Sin embargo, ocupado en la planificación de la se-cuencia, el cronómetro había volado. Los vientos habían sidofavorables. En realidad, mucho más que eso: había cosechadoun éxito sin precedentes. Ningún periódico o revista, ni siquie-ra los más sensacionalistas, se había hecho eco de los luctuosossucesos. Todas las muertes habían pasado por accidentes, porajustes de cuentas o por incógnitas que no merecía la pena re-solver. Saber que, al inicio del experimento, era virgen en lapráctica de la muerte realzaba aún más su triunfo. Y nadie teníanoticia de su existencia, ni de su nueva ocupación. Quizás de-bería referirse a ella como su vocación tardía. Sí, una vocaciónen la que se había convertido en un maestro. Aunque nadie leconociera. A excepción del doctor Wilson, su psiquiatra, natu-ralmente.

Recordaba bien su primer crimen, novato y nervioso. Re-cordaba la temperatura, el olor, el calor de aquella tarde sep-tembrina en la pequeña ciudad de la Provenza francesa. Perosobre todo recordaba el rostro de la mujer rendida a sus pies,

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suplicando clemencia, y el crujido de su cráneo al fracturarse.Con el tiempo, con la acumulación de experiencias de muer-te, había ido ganando en maestría. En la última ocasión habíallegado a discernir el momento exacto, ese en que el cuerpohumano deja de tener apellido y se convierte en carne, simpledesecho.

Lo había hecho bien. Pero no le había salido gratis. Desdeel primer instante, y llevaba ya cinco muertes a la espalda, ha-bía soportado una terrible angustia: la elección de las víctimas ydel método homicida; la ejecución de la sentencia de muerte;el miedo a haber cometido un error; la espera, insoportablecasi siempre; la ansiosa lectura de la sección de sucesos de losdiarios de la zona, y, sobre todo, la cada vez más estresante citacon el doctor Wilson. Vértigo, quizás ésa fuera la palabra ade-cuada para su estado de ánimo y, sin embargo, cada una de lasveces, el goce de cumplir con la misión había compensado concreces el sabor a mirra. ¡Ah, qué extraordinario placer! ¡Quéincomparable sabor, el del riesgo caliente sobre la sangre fría!¡Era algo soberbio, fascinante! Nada que ver con ese cóctel dearrebatos químicos del que había hablado el doctor Wilson.Arrancar una vida por amor a la humanidad devenía un actoespiritual, místico, la avanzadilla de un estado superior.

Pero aún había riesgo. Restaba el azar... En cualquier mo-mento podía aparecer un policía terco o un periodista entro-metido. O una nefasta casualidad. La casualidad le inquietabaespecialmente. Los sistemas parecen infalibles sobre el papel,pero incluyen siempre alguna mácula. Un plan humano es, pordefinición, imperfecto. Quizás en la fase terminal le atraparany se viera obligado a abandonar el experimento y a dejar incon-clusa su hazaña. Entonces, los esfuerzos y los dolores, el trabajoduro, la angustia se habrían desperdiciado. Los inmolados —hombres y mujeres llenos de vida, de futuro y de presente—habrían muerto en vano. Y él, la mayor de las víctimas, someti-do a un riesgo atroz, habría pagado un altísimo precio.

Y el doctor Wilson era el elemento más perturbador deaquella azarosa realidad. Lo que le ocurría con su psiquiatra

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llegaba a obsesionarle. Ese juramento singular, que la ley veníaa llamar secreto profesional, le cobijaba. El médico tenía los la-bios sellados, so pena de perder su profesión. Meses antes,aquella garantía habría sido suficiente, pero ya no le bastaba.Desconfiaba de él, y mucho más de sus promesas. Era un hom-bre débil e inestable. Y la sangre derramada le quemaba en lasmanos.

Había tomado precauciones. En el diario que le enviaba ha-bía cercenado las escenas y segado los detalles precisos, pero,aunque había domado el relato hasta reducirlo a la mínima ex-presión, esas páginas incluían muchas pistas. Demasiadas. Si-guiéndolas, el doctor Wilson podría llegar hasta él. Reconocíasu torpeza. En algunos momentos, sobre todo en los preludiosdel experimento, cuando pensaba que el médico compartía sufe en la misión, se había dejado llevar por el corazón. Pero sehabía equivocado: estaba solo.

Respiró hondamente y recordó el gesto despectivo del psi-quiatra en su última cita. Su profecía en tono sardónico le ha-bía dolido en lo más profundo: «No necesita usted mirar a nin-guna parte, Rodrigo, ni siquiera debe esperar mi parecer. Asolas, uno no se engaña. Usted sabe quién es, salvo que se hayavuelto loco. Cierre un instante los ojos y mire en su interior.Mire bien. Tómese su tiempo, observe... Luego, dígame, ¿quéve?, ¿a un loco o a un demonio?»

No se tenía por loco ni por demonio y, sin embargo, habríadado la mitad de su fortuna por encontrar el espejo que le per-mitiera mirarse el alma y ver si la tenía podrida, como el doctorWilson aventuraba. Pero era una quimera. Nunca podría con-templar su reflejo.

Desde el asesinato de julio, no había mantenido ningúncontacto con él. Entre ellos se había abierto una extraña bre-cha, un silencio como de cementerio, como de venganza. Dese-chó de un mordisco aquellos pensamientos. Estaba decidido:iba a demostrarle al doctor Wilson y, a través de él, al mundoentero que no era un loco ni un demonio, sino un héroe. Prue-ba de ello era que, tras completar las seis ejecuciones, no volve-

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ría a matar. No era un asesino en serie, ni un psicópata enfan-gado en sangre. Únicamente era un hombre valiente, sacrifica-do, con sentido de misión.

Tras llevar a cabo el asalto de Barcelona, la fuerza peculiarque le embargaba, y que le había mantenido en pie todos aque-llos meses, se extinguiría. Ese orden meticuloso, exacto, exci-tante, terminaría. Su vida se tornaría mediocre, pura rutina,pero tenía por cierto que nunca consumiría sus días como seengulle el arroz soso, sin ganas. Envejecería sabiendo que aque-llos instantes, amargos pero exquisitos, habían probado su hi-pótesis sobre la maldad humana. Aunque no era psiquiatra, se-ría llamado el Freud del siglo XXI. Todos los libros de textomencionarían su nombre, las más prestigiosas universidadesdel mundo estudiarían su hazaña, abrirían páginas y páginas enla red para contar su hazaña, su seudónimo sería protagonistaen los blogs, escribirían una novela sobre su vida, rodarían unapelícula... Viviría feliz. Sí, cuando la misión estuviera cumplida,sería feliz. Disfrutaría de cuanto tenía, que era mucho. Come-ría del pasado y se embriagaría con su cosecha de exquisitos re-cuerdos. Pasara el tiempo que pasara, ese sabor seguiría pegadoa su piel, como la densa sal de aquella agua de tan pertur-bador azul.

Se olvidó de la hermosa vista, dejó la copa, ya vacía, sobre lamesa y tomó de nuevo asiento. Allí, junto al mapa, estaba la car-peta que contenía sus notas y la crónica de sus crímenes. El tex-to estaba completo, a falta del último capítulo, que narraría elasesinato de Barcelona. Respiró profundamente. Madame But-terfly, humillada y temblorosa, acaba de levantar contra sí la es-pada de su padre y se arrastra moribunda hacia la puerta. De le-jos, llega la voz de su amado infiel.

Tomó un folio en blanco y se dispuso a detallar la eleccióndel sitio. Pero, tras escuchar el final del tercer acto, no pudomenos que encabezar la escritura con lo que sentía: «Soy un ser

privilegiado. Un hombre con misión. Nadie podrá jamás arrebatarme

eso», escribió.

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Dos rayas rojas, dos, sobre una tira blanca. Dos insignificantesmanchas sobre un océano monocromo. Sólo eso, nada más.Una minucia que, arrojada al vacío de mi memoria, no parabade taladrarme la mente de la mañana a la noche. Una y otravez, y otra, como los anuncios de colonia en Navidad, como loscoleccionables de los quioscos.

El reactivo las había pintado en menos de tres minutos.Desde aquel fatídico momento, y de eso hacía ya cuatro sema-nas, veía aquellas rayas chillonas en los códigos de barras, enlos anuncios, en los vestidos de la gente, aún veraniegos; en lascajas de fruta; en los expedientes del juzgado; en los cuadernosde mi hijo pequeño, recién forrados, recién marcados.

Cuatro semanas. Veintiocho interminables jornadas. Seis-cientas setenta y dos horas, tantas que perdí la esperanza deque desaparecieran y retornaran a la nada de donde habían sa-lido. Con el paso de los días, su tono grana fue extraviando suintensidad, y viró hacia el granate oscuro, como de sangre coa-gulada. El blanco de la tira, originalmente vivo, brillante, mutóhacia el color de la nieve sucia. Pero ellas, las dichosas rayas,perseveraron; firmes, perfectamente perfiladas, altivas, inamo-vibles, incrustadas en la tira blanca a modo de lapas de roca pla-yera.

Las mantuve en secreto. A los ojos del mundo, todo seguíaen su sitio, como siempre.

El mío es el perfecto ejemplo de una vida ordenada y plena,una existencia lograda. Ocupo la presidencia de la Sala Penal

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de la Audiencia Nacional, un trabajo reputado que, además,me gusta. Tengo una pequeña colección de amistades, más omenos verdaderas; unos hijos estupendos, y una hipoteca apunto de saldarse. Y, sobre todo, tengo a Jaime. Sólo a Jaime.Nada de matrimonios fracasados ni divorcios celebrados. Unúnico amor, con pocos peros. Aunque no me había atrevido acontarle la inesperada anomalía.

Es difícil saber el porqué. Supongo que, de compartir el se-creto, me vería obligada a reconocerlo, a darle carta de natura-leza y partida de nacimiento, y no estaba preparada para eso.Estoy más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. Mis hijosya no llevan pañales: se afeitan. Y el que aún tiene libros que fo-rrar —plástico adherente y celofán— no me necesita para ha-cerlo. Sigo siendo pelirroja, como cuando tenía quince años,pero ahora es una tintura vegetal la que mantiene el color. Micara pecosa disimula aceptablemente las arrugas, pero su nú-mero es suficiente para saber que aquel camino, el de las dosrayas, podía terminar en el abismo. Y, no obstante, no podía de-jar de recorrerlo. O quizás sí.

En éstas estaba cuando el doctor Ernest Wilson, psiquiatra,entró en mi vida. En realidad, lo que cambió mi perspectiva nofue este médico, por el que siento verdadera lástima, sino su úl-timo paciente, pero por aquel entonces yo era incapaz de cali-brar ese pequeño detalle.

Si no recuerdo mal, cuando recibí aquella llamada, la queprendió la mecha de esta historia, comenzaba mi quinta sema-na de calvario. Había empezado a sentir pinchazos en el pechoy una incómoda hinchazón en el vientre. Con cada ráfaga desíntomas, las rayas se fortalecían y sorbían mi ánimo hasta ha-cerme desfallecer. Me había tomado la tarde libre: nada de juz-gados, nada de hijos, maquillaje ni tacones: vaqueros, camisetablanca y una coleta, como cualquier persona del montón. Y va-gaba por Madrid sin rumbo fijo. Creí que al quedarme a solasconmigo misma (¡qué difícil me resulta!) no tendría más reme-dio que pensar algo para evitar la catástrofe. No funcionó. Loque de verdad hice fue pasear y consolarme imaginando que

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cada persona con la que me topaba escondía su par de man-chas, restos de algún naufragio viejo y, seguro, estúpido. Mirán-dolo así, aquellas dos pizcas escarlatas no parecían tan amena-zadoras. Mal de muchos, consuelo de tontos... El pensamientoes obtuso, lo reconozco, porque no alberga la capacidad de bo-rrar manchas como las mías. Pero verlo en perspectiva me ser-vía de desahogo, que era lo que yo buscaba aquella tarde.

Cuando sonó el móvil, terminaba de patearme el paseo deRecoletos e iba a cruzar la plaza de Cibeles, dispuesta a sentar-me en alguna terraza para tomarme una bebida fría. El sol lle-vaba todo el día luciendo y del asfalto reblandecido emanabaun desagradable calor. Ya no era el de agosto, pero septiembretambién puede ser cruel. Era mi oficial del juzgado. (En reali-dad, los oficiales ya no existen. A algún avispado se le ha ocurri-do cambiar el nombre al oficio, como si eso solucionase algo.Ahora los llaman gestores, denominación que ellos aceptancon una sonrisa complaciente. El mismo trabajo, el mismo suel-do, pero mejor nombre. Y todos contentos. He mirado en eldiccionario y dice que la labor de un gestor es promover y acti-var los asuntos en las oficinas públicas. Creo que mi oficial —gestora, perdón— no lo sabe. Pero yo me cuidaré mucho dehacérselo saber. Quiero vivir feliz, añorando a mi gestora de Pamplona, que valía por dos.)

En fin, decía que mi oficial-gestora me avisaba de que elpresidente del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña estabaen mi despacho y me esperaba desde hacía unos minutos. Nosconocíamos de un par de reuniones y de algún acto social.Poca cosa. Por descontado, no recordaba haberle citado. Laoficial mencionó el envío de un e-mail. Quise pensar que no ha-bía llegado o no lo había leído. A la alternativa, haberlo olvida-do, no le di entrada.

Me quedé pensativa. Tardé milésimas de segundo en con-cluir que estaba ante un embolado. Lo más prudente sería es-currir el bulto. Sin embargo, no lo hice. Entre una historia en-gorrosa que me distrajera y un dolor rojo pintado con óleo enmis neuronas, opté por lo primero.

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Hablamos por teléfono. Me disculpé por el despiste. Él seapresuró a quitarle importancia. Tenía una preciosa voz de barí-tono. Sin demasiadas florituras, me explicó que su tribunal ha-bía organizado unas jornadas de reflexión y unos talleres paraestudiantes universitarios con ocasión del treinta aniversario dela Constitución española. ¿Había oído yo hablar de esa iniciati-va? ¿Tenía noticia acerca de las jornadas? Confesé que no. Conun punto de desilusión en la voz, me explicó que al acto acudi-ría algún padre constituyente, además de ponentes de todos lospuntos de la geografía española y de diversas disciplinas. Comono sabía qué decir, le felicité por ello. ¿Querría yo colaborar conesa iniciativa? Me proponía moderar una mesa redonda sobredelito y globalización (¡cómo no!, esas trece letras se han coladoen nuestro léxico al mismo ritmo que los teléfonos móviles y es-tán tan incrustadas como garrapatas). Fui contundente.

—Te agradezco mucho el ofrecimiento, Josep Maria —asíes como se llama—, pero no aportaría gran cosa. Mis relacionescon el mundo global son nulas.

—Pero ¿no fuiste tú la que acudió a un país de Asia, no re-cuerdo cuál, a hablar de corrupción?

—Admito que fui yo. Pero ha pasado tiempo, y ya no estoy aldía. Lo más que sé es que, si miro la etiqueta de la ropa que lle-vo, al menos el 70 por ciento está fabricada en China o la India...

—Es evidente, querida Lola, que estás más al día que la ma-yoría de nosotros —dijo con satisfacción.

Contraataqué:—De acuerdo, algo de globalización sé, pero moderar una

mesa redonda con especialistas en el tema es harina de otrocostal.

—No seas modesta. Además, ya contamos con notablesspeakers.

Josep Maria acababa de cometer un error. Aquélla era mioportunidad.

—Entonces, querido colega, no me necesitáis.—¡Todo lo contrario! Precisamos de tu experiencia, de tu

buen hacer...

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Por un momento, se le agotó la cuerda. Un silencio incó-modo se apoderó del teléfono. Me hice cargo de la situaciónenseguida.

—Comprendo, Josep Maria: lo que quieres decir es que ne-cesitas una mujer.

Se sinceró.—Tienes razón, Lola, son las malditas cuotas de los políti-

cos. Pero quiero que sepas que te habríamos invitado aunquellevaras un bigote imponente.

Me quedé callada, dubitativa. Debió de ver cómo tejía unaexcusa, porque enseguida añadió:

—Antes de que contestes, quiero darte un dato: te ocuparámuy poco tiempo. Hemos preparado un buen dossier para losponentes. Sólo tendrás que leerlo y aportar tu punto de vista.No es excesivamente largo. Además, está financiado por em-presarios y políticos. Ya sabes lo que significa.

Lo sabía: suculentas dietas, magníficos hoteles y mejoresrestaurantes.

Debería haberme mostrado halagada e inmediatamenteproceder a declinar la oferta. ¿Qué hacía una juez acosada poruna miríada de expedientes de diez centímetros de grosor di-sertando sobre la globalización del delito? Sin embargo, reco-nozco que me picó la curiosidad. El mundo de la judicatura ca-talana despierta en mí una cierta fascinación. Tiene algo deGaudí, algo de Dalí y una gran base visigoda. Por otro lado, laperspectiva del viaje —tres días en Barcelona, sin horarios,agendas ni secretarios, sin gestores ni expedientes— me dabamargen para asimilar mis dos rayas. (Era consciente a esas altu-ras de que morir matando el tiempo no iba a llevarme a ningúnsitio.)

Y acepté. Mi interlocutor no disimuló su alegría (estaba cla-ro que debería haber presentado más resistencia). Prometióenviarme por e-mail todos los detalles, y, tras avisarme de otrallamada de su segundo, colgó. Las jornadas tendrían lugarunos días después.

Continué el paseo, sabiendo que ya no llegaría a ninguna

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conclusión. En cuanto volviera a la Audiencia, haría lo mismoque el día anterior: nada.

Seguir resultó relativamente fácil. Mi vida deja poco mar-gen. Estoy sometida a la tiranía de una agenda con alarma so-nora y al horario de las actividades extraescolares, cuando no alamable tono de voz de mis eficientes secretario y oficial (gestor,perdón) judiciales, que me recuerdan sin piedad los actos pro-tocolarios, la montaña de expedientes que guardan cola y elsinfín de líos internos. Mis pasos resultan tan predecibles queme limité a seguir el horario marcado; a pasar largos ratos bajola ducha caliente, por si servía de algo, y a abusar de la cafeína.Ni siquiera hube de esforzarme demasiado en disimular laconsternación. El trabajo —el de la Audiencia y el de casa— ti-raba por igual de mí y de mis dos manchas. Jaime, siempre tanpoco observador, ni siquiera notó el cambio. La única variantefue que, por las noches, leía artículos sobre globalización.

Quién sabe por qué, recibir los billetes electrónicos fue como el revulsivo que necesitaba. Nada más verlos, sin pensarlodos veces, busqué el teléfono de la clínica en mi agenda y llamépidiendo una cita. Iría sola. Empleé una cabina, hasta ese pun-to llegaba mi paranoia. Pretendía impedir que Jaime, que re-pasaba meticulosamente la factura del teléfono, siguiera el ras-tro, y que algún colega de la Audiencia me escuchara. Al díasiguiente, mi singular historia estaría en Internet.

—¿Se trata de una revisión rutinaria, señora MacHor?Lo pensé poco más o menos un segundo. Luego, mentí des-

caradamente:—Sí, una revisión rutinaria.—Muy bien. Reservaré también una ecografía. Así no le ha-

remos volver. Hasta pasado mañana.

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Mi nombre no importa.

Algunos psiquiatras y psicólogos insisten en que el hecho de

asignar un nombre comporta importantes implicaciones psicológi-

cas. Yo no lo creo. El nombre se parece a ese sobre barato que se

abre y se tira, al papel de plata que recubre la ansiada porción de

chocolate. Lo que contiene, lo que se oculta bajo su pomposo en-

voltorio, es lo que llena de significado a una persona.

Sin embargo, ya que es costumbre llevarlo, voy a regalarte un

nombre. Uno cualquiera. ¿Qué más da uno que otro? Lo hago por-

que te resultará más fácil ponerte en mi lugar si puedes asignarme

un nombre y, a mí, dártelo no me afecta.

Pongamos que la gente me llama Rodrigo. Digamos que ése es

el nombre por el que me conocen los que me tienen por un broker.

Lo soy. Lo he sido hasta hace un par de años: un año, diez meses y

catorce días, para ser exactos.

He ganado cinco millones de dólares anuales durante los últimos

cinco años; tres y medio los anteriores. Más que suficiente. Pero no

quiero engañar a nadie: si tiré la toalla, no fue por tener la panza llena,

o por estar harto de que el teléfono, el fax y los mensajeros marcaran

el ritmo de mi vida. Fue por notar que empezaba a perder esa agilidad

felina que siempre me había caracterizado. Tenía cuarenta años en-

tonces. Era el momento: la nuestra resulta una profesión fugaz.

Cuando mi tiempo se acabó, cerré la cartera, saldé las cuentas

de todos mis clientes y me dispuse a vivir. Con la última liquidación

de posiciones, ofrecí un postrero festín a mis más asiduos y, de

paso, gané otro tanto. Fue una bonita despedida.

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Poseo un apartamento en cada una de las plazas fuertes del

mercado mundial —Nueva York, Londres, París, Tokio y Madrid—,

además de sendas mansiones en la playa y en la montaña. En mi

amarre de la isla (no revelaré el lugar, basta con señalar que es una

de las más bellas del mundo) descansa un barco de veinte metros

de eslora; en el hangar, un pequeño avión para mi uso exclusivo. Y,

por primera vez en la vida, disponía de tiempo para aprovecharlos.

En los recién estrenados meses de inactividad laboral, todo dis-

currió como la seda, a pedir de boca. Viajé por distintas partes del

mundo, lugares en los que compré la compañía de las más hermo-

sas mujeres y la conversación de la media docena de hombres que,

considero, tienen en el mundo algún interés. Cacé animales salva-

jes en África, comí manjares exquisitos en Asia; en Australia, me

bañé en una jaula rodeado de tiburones, practiqué varios deportes

de riesgo... Mi nivel de adrenalina se mantuvo prácticamente cons-

tante en cada uno de esos momentos. Ni siquiera un vuelco desta-

cable. Todo estaba previsto, bajo control. Incluso aquel tigre... Si yo

hubiera errado el tiro, cualquiera de los siete rifles que permanecían

ocultos tras la maleza, atentos al más mínimo estímulo, habría ter-

minado el trabajo antes de que yo notase el apestoso aliento del

animal sobre mi rostro. ¿Y qué decir de las damas? Nada nuevo. In-

cluida aquella niña camboyana que me vendió uno de los alemanes

que manejan por allí el negocio infantil, y que se hacía pasar por una

pequeña asustada. Me ofreció también un varón, pero yo no com-

parto esos gustos.

Ninguno de aquellos placeres se hallaba a la altura de un buen

mercado en crisis: días llenos de posibilidades, adobadas en el pi-

mentón picante del riesgo, de la incertidumbre más absoluta, el lu-

gar donde yo mejor me movía. Pero los lunes negros ya no volve-

rían. Y, sin ellos, ¿qué quedaba de mí?

Empezaba a aburrirme y a añorar el sonido del fax cuando cono-

cí a León. Se me acercó tras una cacería furtiva en Minkebe, al norte

de Gabón, un edén donde los haya. León era el guía de la expedi-

ción, un tipo silencioso, alto y fornido, de nacionalidad indefinida,

con la piel cuarteada por tantas horas a la intemperie y una extraña

mezcla de acentos en su dicción.

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Me encontraba solo, a unos metros del grupo, rodeado de selva

y silencio. El silencio de África no es como el resto de los silencios.

Nada es igual allí. Ingentes bandadas de aves surcaban el cielo sin

romper la paz del momento, más bien todo lo contrario. Atardecía.

Los atardeceres en África son inexplicables, mágicos, sobrecogedo-

res con esa luz indescriptible. Hacía calor y estaba cansado, pero me

sentía fascinado con el momento y el lugar. Y con las circunstancias.

Los ojos abiertos de un corpulento gorila de cara aplastada, ex-

tremadamente oscura, me observaban desde el interior de las cuen-

cas muertas. Yo estaba absorto en la escena, agachado, inclinado

sobre el cuerpo que acababa de derribar. De forma inconsciente, su-

pongo, calibraba sus semejanzas conmigo. Nunca había visto a un

gorila de cerca. Toqué su piel, áspera y fría, sus poderosos miem-

bros y sus dedos acortados, inexplicablemente familiares.

Sin que existiera ninguna razón meditada para ello, extendí la

mano y le bajé los párpados. Algo debió de percibir León en mi com-

portamiento con el gorila que le animó a acercarse. Quizás hacía lo

propio con todos los que compartíamos rifle e ilegalidad, aunque lo

dudo. Creo que vio en mí una faceta que le atrajo. Descubrió algo

que, creyó, nos unía.

Se agachó hasta colocarse a mi lado e iniciamos una curiosa

conversación. Me trató de usted, como hacía con todos nosotros,

que, por el contrario, le tuteábamos.

—¿Es su primera vez, Rodrigo?

Arranqué la mirada de aquel escenario que tanto me interpelaba

y levanté los ojos para contestarle.

—Lo es, sí.

—¿Y qué le ha parecido?

Permanecí unos segundos en silencio, pensando qué palabras

describirían mejor la experiencia que acababa de vivir, pero, aunque

me esforcé, no las encontré. Finalmente, sin saber qué decir, pro-

nuncié unas frases de compromiso.

—En el peligro siempre hay algo fascinante, ¿no? Desde luego,

ha sido interesante —añadí.

—¿Interesante? —preguntó confuso, como si desconociera el

significado de aquella palabra.

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No le respondí. Volví a concentrarme en el cadáver del gorila.

Tenía unos brazos poderosos y una gran cabeza. Mediría cerca de

metro setenta, y calculo que su peso rondaría los doscientos kilos.

Su pelaje negro, abundante, estaba sucio de polvo y sudor. De él

empezaron a salir varios tipos de bichos. Aquella casa se quedaba

sin inquilinos.

León buscó una posición más cómoda y, sonriendo, mirándome

fijamente, continuó su charla.

—Podría pasar por un hombre negro y forzudo, ¿no cree? Estos

grandes simios... —Se detuvo unos instantes, dudoso—. En fin, lo

que quiero decir es que no es como cazar osos, o tigres o leones.

Esos dedos, cinco como nosotros..., y cuando se sientan a despio-

jar a sus crías... No sé, me recuerdan a mi madre, que en paz des-

canse. ¿Sabe que poseen huellas dactilares únicas? Y tienen grupo

sanguíneo. Son del tipo B, como yo.

—No lo sabía.

—Pues es cierto. Pero, por encima de todo eso, a mí me llama

la atención su mirada. Cuando uno de estos bichos te clava la mira-

da, parece que esté escrutándote, que te comprenda. En una oca-

sión, incluso llegué a creer que podría contestar a mis preguntas...

Pero eso, desde luego, es una tontería.

—Es posible, sí. —Respondía escuetamente a cada una de sus

ráfagas. Creo que él no esperaba más que una señal de que le escu-

chaba.

—He visto que le ha cerrado los ojos...

—Sí, lo he hecho.

—¿Por qué?

No tenía razones, de modo que le contesté con toda humildad.

—No lo sé. Me molestaba.

Sonrió ampliamente y, satisfecho, casi henchido, afirmó:

—Creo poder explicárselo. Lo que ocurre es que usted, como

yo, ha captado esa pizca de humanidad en su mirada y no ha podido

soportarlo. Parece que este animal tuviera un toque humano. ¿No

es así?

Me mantuve callado. La respuesta era obvia.

Volvió a cambiar de posición. Finalmente, se puso de pie, pero

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continuó junto a mí. Supuse que quería decirme algo, pero que no

se atrevía. Quizás iba a proponerme otra cacería, aún más ilegal que

aquélla, si eso era posible. De modo que me incorporé y, sin dejar

de mirar al animal, me situé a su lado. Por fin, se decidió.

—¿Ha matado a un hombre alguna vez? Quizás en una guerra,

en defensa propia o en un accidente...

—No, nunca —respondí extrañado, al tiempo que intentaba anti-

cipar el motivo por el cual aquel guía desconocido me formulaba esa

extraña pregunta.

—¿Le gustaría? —añadió, sin dejarme siquiera madurar mi

duda.

—¿Cómo dices?

—Pregunto si le gustaría cazar a un hombre.

Me di cuenta enseguida de que hablaba en serio. Se trataba de

una proposición en toda regla. Me decidí, casi con la misma celeri-

dad con la que él me había preguntado.

—No.

De entre aquella profusión de bolsillos que le rodeaba el amplio

abdomen, León escogió uno, lo abrió y extrajo un paquete de ciga-

rrillos.

—¿Quiere? —me ofreció, enseñándome la boquilla de uno de

ellos.

—Gracias, no fumo.

Traté de volver a concentrarme en mi trofeo de caza, pero no

me lo permitió.

—Es muy distinto de cazar animales, ¿sabe?

—¿Ah, sí?

—Lo es. En este tipo de caza, a uno le sale la moral.

Me extrañó el exabrupto y seguí la conversación.

—No sé qué quieres decir.

—Pasa lo mismo con las mujeres. Cuanto más prohibido, más

placentero. El placer no está en ellas, sino en la prohibición. La mis-

ma mujer, las mismas piernas, el mismo... En fin, usted ya me en-

tiende. El polvo es muy distinto. Si es lícito, si está a tu alcance, no

vale lo mismo. No, señor. Violar la norma es lo que te hace sentirte

vivo. Es por la moral —repitió—. Saber que estás colaborando con

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el mal, saber que lo haces a conciencia... Eso hace que la manzana

de Eva sepa a gloria.

—Bueno, es una curiosa manera de verlo —musité, entre incó-

modo y curioso.

—Con los hombres pasa... Me refiero a las cacerías y a la prohi-

bición. Es una experiencia que nunca olvidas. Da igual el tiempo que

haya transcurrido, siempre permanece en tu memoria. No digo que

sea un aprendizaje gustoso, porque resulta amargo como la hiel. Y

escuece durante semanas. Pero es inolvidable.

Se quedó callado de improviso. No sé si esperaba que yo dijera

algo, pero no repliqué. Entonces siguió hablando.

—Comer, beber, joder... Todos esos placeres acaban provocándo-

te sueño. De lo que yo hablo, no. Le aseguro que no. Tras saborearlo,

no podrá cerrar los ojos durante días, así de fuerte es. Parece como si

se te cayesen las legañas y fueras capaz de observar luces que esta-

ban cuidadosamente escondidas, veladas por la civilización. Al quitar

el velo que las cubre, se revela la auténtica realidad, la vida sin afeites.

—Comprendo —dije, aún incómodo.

—Cuando la muerte de otro se convierte en triunfo, cuando la

vida deviene ritual, se vuelve sagrada, ancestral. Y, por el castigo,

no se preocupe. Son negros muertos de hambre a quien nadie

echará en falta... O, al menos, nadie vengará. Sería usted el sexto

miembro de la expedición, aparte de mí. Ya conoce al resto.

—Creo que paso —repliqué convencido, aunque empezaba a

sentir un cierto nerviosismo que me reconcomía por dentro.

León dio una última chupada al cigarro y lo tiró al suelo. Pisó la

colilla hasta aplastarla y convertirla en una tira de papel. La recogió

casi con mimo y la guardó en otro de sus bolsillos. Su rostro expre-

saba desilusión, o así quise interpretar el gesto.

—A la gente le falta educación. He nacido cazador; vivo de la

caza, pero soy consciente de que no todo vale. Si no cuidamos esos

pequeños detalles, lo estropearemos para siempre. Ya sabe mi telé-

fono, Rodrigo, por si cambia de opinión.

Estuve toda la noche rumiando la conversación que había man-

tenido con León. Con la linterna encendida, dentro de aquella incó-

moda tienda en medio de la nada, bajo la mosquitera blanca donde

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el mal y el bien parecían no haber surgido aún, repasé una y otra vez

sus palabras. Y también sus silencios.

No trato de engañar a nadie ni de hacerme pasar por lo que no

soy: no estaba debatiéndome en el filo de la duda. En ningún mo-

mento me planteé aceptar su propuesta. Pegar un par de tiros a un

negro asustado, acorralado tras una batida, no me apetecía lo más

mínimo. Se trataba de un asunto muy diferente, íntimo. Lo que me

quemaba las entrañas era su argumento, la base del mismo, para

ser más preciso.

León había hablado de matar por puro placer, por el goce de vi-

vir una nueva experiencia, un ensayo terminal; algo así como su-

plantar el dedo divino: decidir cómo, decidir dónde y, sobre todo,

decidir cuándo alguien abandona esta vida.

Había oído hablar de esas cacerías. Incluso creo recordar haber

visto sobre ello algún reportaje en televisión. Sin embargo, nunca

me había tomado en serio aquellas actuaciones, o quizás sí, y no

había tenido tiempo de reflexionar. En mi desconocimiento absoluto

del funcionamiento de la mente humana, pensaba que un asesino a

sangre fría debía de ser un enfermo, un tarado, un ser marcado por

alguna de las muchas lacras con las que la mente humana puede

estar aquejada. O por varias a un tiempo.

Comprendía que la ira descontrolada, el ansia de venganza, el

estrés de una situación de peligro mortal pudieran conducir a un su-

jeto a levantar su mano contra un semejante. Pero León no se refe-

ría a quien, fuera de sí, pierde las riendas de su voluntad. Él hablaba

de quitar la vida racionalmente, hablaba de una actuación en frío.

Hablaba de una cacería en toda regla.

Y no hablaba por hablar. Por lo que había dicho, por la misma

forma de su ofrecimiento, podía intuirse que poseía cierto conoci-

miento sobre el tema y que, de acuerdo con su experiencia, asegu-

raba que aquello era posible. Sus palabras y, al parecer, también

sus hechos, y los de otros cazadores, hablaban de hombres norma-

les y corrientes, hombres como yo o como él, dispuestos a apuntar-

se al lado oscuro del alma, tranquilamente, con una lógica mental

intachable, a prueba de cualquier psiquiatra. Mentes en las que nin-

gún juez cabal encontraría la más mínima eximente.

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«Lo maté, señoría, porque así lo dispuse; voluntaria y conscien-

temente, ¿algo que alegar?»

¿Era eso posible, era real? Esa duda fue la que, durante la no-

che, colonizó mi mente, como un virus letal, casi como una obse-

sión. Al rayar el alba, estaba levantado, vestido y dispuesto a encon-

trar respuestas para aquellas preguntas.

Informé a León de que abandonaba el safari. El guía no protestó.

Se limitó a encender otro cigarrillo y a fumarlo a grandes bocanadas,

mientras veía cómo recogía a toda prisa mis rifles. Cuando hube ter-

minado, me ofreció la mano. Apretaba con fuerza, como siempre,

pero en su gesto se adivinaba cierta prevención. No diré que estu-

viera asustado, parecía un hombre incapaz de destemplarse, pero sí

incómodo.

—Espero que no se molestara conmigo. Lo digo por nuestra

conversación de ayer por la tarde. —Se encogió de hombros y aña-

dió con una sonrisa forzada—: No eran más que palabras, simples

frases...

Comprendí inmediatamente que, tras aquella fachada llena de

cuajo, se escondía una cierta aversión al riesgo.

—En absoluto, León, puedes estar tranquilo. No es mi guerra,

eso es todo. Pero gracias de todas maneras.

No era mi guerra. ¿O sí? Debía averiguarlo.

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