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Cambio de época y evangelización Manuel ANAUT * INTRODUCCIÓN Para nadie es un secreto que la época que esta- mos viviendo está marcada por profundos cambios, a veces dramáticos, que se observan en todos los órdenes: en la sociedad, en la política, en la cultura, en las familias… y desde luego también en la vida de la Iglesia. Esto no es nada nuevo. Hace ya casi cincuenta años que el concilio Vaticano II diagnosti- caba que la humanidad se halla en un periodo nue- vo de su historia caracterizado por cambios profun- dos y acelerados que progresivamente se extienden al universo entero. Y concluía: «Tan es así esto, que se puede ya hablar de una verdadera transforma- ción social y cultural que redunda en la vida religio- sa» (GS, 4). El mismo concilio expresaba, además, su con- vicción de que nada que atañe al ser humano le puede resultar ajeno a la Iglesia, por lo que ésta se siente interpelada por los fenómenos que marcan cada época –los «signos de los tiempos», para decirlo en las propias palabras del Vaticano II– para descu- brir en ellos la voluntad de Dios e intentar dar res- puesta a los interrogantes de la humanidad. La pre- gunta que nos hemos de plantear, entonces, es: ¿Cómo interpretar esos cambios radicales que están marcando de manera tan profunda nuestros días? ¿Qué nos querrá decir el Señor a través de esos sig- nos de los tiempos? Se extiende cada vez más, tanto dentro como fuera de la Iglesia, la sensación de que las mutacio- nes de nuestro tiempo son de tal naturaleza, alcan- ce y profundidad que son signos que anuncian un cambio de época. Dichos de otra manera, es insufi- ciente afirmar que vivimos una época de cambios; hay que decir más bien que estamos en el umbral de un cambio de época. La urgencia de entender nuestra novedad epocal se hace tanto más imperiosa cuanto que viene acompañada por una buena dosis de incertidum- bre. El cambio de época, en efecto, trae consigo la crisis de los modos habituales de actuar y de pen- sar. Nos encontramos en la línea fronteriza que se- para un pasado que no acaba de pasar y un futuro que no acaba de llegar. Los problemas que estamos viendo surgir son tan nuevos que ya no podemos enfrentarlos con las recetas de siempre. Tenemos que darnos a la desafiante y dura tarea de buscar otras respuestas que estén a la altura de los tiem- pos que corren. 1. HABLEMOS DEL CAMBIO DE ÉPOCA Probablemente más de una persona se sorpren- da al escuchar la expresión «cambio de época». No es un tema del que se oiga hablar mucho entre la gente común y corriente que circula por nuestras calles, la que habita en nuestras colonias y que rea- liza sus actividades cotidianas en nuestros merca- dos, comercios, escuelas y hogares. Si a alguna de esas personas la detuviéramos en la calle y le pre- guntáramos su opinión sobre el tema, lo más pro- bable es que respondería: «¿Cambio de época? No tengo ni idea». Y nuestro entrevistado cortaría la conversación y se retiraría apresurando el paso, más urgido por hacer las cosas que tiene que hacer que dispuesto a gastar el tiempo conversando en la calle con un extraño sobre asuntos incomprensibles que no parecen tener relación alguna con las preo- cupaciones de su vida diaria. Sin embargo las cosas no son así. El cambio de época afecta poderosamente a nuestra vida diaria porque ya estamos metidos en él. Si afirmamos esto no es porque le estemos dando crédito a esas famo- sas profecías que prometen que el fin del mundo es- tá a la vuelta de la esquina, sino porque los obispos latinoamericanos que se reunieron en Aparecida (Brasil) en 2007 hicieron las siguientes constatacio- nes que quedaron recogidas en el documento final de aquella asamblea: «33. Los pueblos de América Latina y de El Caribe viven hoy una realidad marcada por GRANDES CAMBIOS que afectan profundamente sus vidas. Como discípulos de Jesucristo, nos sentimos interpelados a discernir los “signos de los tiempos”, a la luz del Espíritu Santo, para ponerlos al servicio del Reino, anunciado por Je- sús, que vino para que todos tengan vida y “para que la tengan en plenitud” (Jn 10,10)». «34. La novedad de estos cambios, a diferen- cia de los ocurridos en otras épocas, es que tiene un ALCANCE GLOBAL que, con diferencias y mati- ces, AFECTAN AL MUNDO ENTERO. Habitualmen- te, se los caracteriza como el fenómeno de la glo- balización. […] Como suele decirse, la historia se ha acelerado y los cambios mismos se vuelven

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Cambio de época y evangelización

Manuel ANAUT* INTRODUCCIÓN

Para nadie es un secreto que la época que esta-

mos viviendo está marcada por profundos cambios, a veces dramáticos, que se observan en todos los órdenes: en la sociedad, en la política, en la cultura, en las familias… y desde luego también en la vida de la Iglesia. Esto no es nada nuevo. Hace ya casi cincuenta años que el concilio Vaticano II diagnosti-caba que la humanidad se halla en un periodo nue-vo de su historia caracterizado por cambios profun-dos y acelerados que progresivamente se extienden al universo entero. Y concluía: «Tan es así esto, que se puede ya hablar de una verdadera transforma-ción social y cultural que redunda en la vida religio-sa» (GS, 4).

El mismo concilio expresaba, además, su con-

vicción de que nada que atañe al ser humano le puede resultar ajeno a la Iglesia, por lo que ésta se siente interpelada por los fenómenos que marcan cada época –los «signos de los tiempos», para decirlo en las propias palabras del Vaticano II– para descu-brir en ellos la voluntad de Dios e intentar dar res-puesta a los interrogantes de la humanidad. La pre-gunta que nos hemos de plantear, entonces, es: ¿Cómo interpretar esos cambios radicales que están marcando de manera tan profunda nuestros días? ¿Qué nos querrá decir el Señor a través de esos sig-nos de los tiempos?

Se extiende cada vez más, tanto dentro como

fuera de la Iglesia, la sensación de que las mutacio-nes de nuestro tiempo son de tal naturaleza, alcan-ce y profundidad que son signos que anuncian un cambio de época. Dichos de otra manera, es insufi-ciente afirmar que vivimos una época de cambios; hay que decir más bien que estamos en el umbral de un cambio de época.

La urgencia de entender nuestra novedad epocal

se hace tanto más imperiosa cuanto que viene acompañada por una buena dosis de incertidum-bre. El cambio de época, en efecto, trae consigo la crisis de los modos habituales de actuar y de pen-sar. Nos encontramos en la línea fronteriza que se-para un pasado que no acaba de pasar y un futuro que no acaba de llegar. Los problemas que estamos viendo surgir son tan nuevos que ya no podemos enfrentarlos con las recetas de siempre. Tenemos que darnos a la desafiante y dura tarea de buscar

otras respuestas que estén a la altura de los tiem-pos que corren.

1. HABLEMOS DEL CAMBIO DE ÉPOCA Probablemente más de una persona se sorpren-

da al escuchar la expresión «cambio de época». No es un tema del que se oiga hablar mucho entre la gente común y corriente que circula por nuestras calles, la que habita en nuestras colonias y que rea-liza sus actividades cotidianas en nuestros merca-dos, comercios, escuelas y hogares. Si a alguna de esas personas la detuviéramos en la calle y le pre-guntáramos su opinión sobre el tema, lo más pro-bable es que respondería: «¿Cambio de época? No tengo ni idea». Y nuestro entrevistado cortaría la conversación y se retiraría apresurando el paso, más urgido por hacer las cosas que tiene que hacer que dispuesto a gastar el tiempo conversando en la calle con un extraño sobre asuntos incomprensibles que no parecen tener relación alguna con las preo-cupaciones de su vida diaria.

Sin embargo las cosas no son así. El cambio de

época afecta poderosamente a nuestra vida diaria porque ya estamos metidos en él. Si afirmamos esto no es porque le estemos dando crédito a esas famo-sas profecías que prometen que el fin del mundo es-tá a la vuelta de la esquina, sino porque los obispos latinoamericanos que se reunieron en Aparecida (Brasil) en 2007 hicieron las siguientes constatacio-nes que quedaron recogidas en el documento final de aquella asamblea:

«33. Los pueblos de América Latina y de El

Caribe viven hoy una realidad marcada por GRANDES CAMBIOS que afectan profundamente sus vidas. Como discípulos de Jesucristo, nos sentimos interpelados a discernir los “signos de los tiempos”, a la luz del Espíritu Santo, para ponerlos al servicio del Reino, anunciado por Je-sús, que vino para que todos tengan vida y “para que la tengan en plenitud” (Jn 10,10)».

«34. La novedad de estos cambios, a diferen-

cia de los ocurridos en otras épocas, es que tiene un ALCANCE GLOBAL que, con diferencias y mati-ces, AFECTAN AL MUNDO ENTERO. Habitualmen-te, se los caracteriza como el fenómeno de la glo-balización. […] Como suele decirse, la historia se ha acelerado y los cambios mismos se vuelven

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vertiginosos, puesto que se comunican con gran velocidad a todos los rincones del planeta».

«35. Esta nueva escala mundial del fenómeno

humano trae CONSECUENCIAS EN TODOS LOS ÁMBITOS DE LA VIDA SOCIAL, impactando la cul-tura, la economía, la política, las ciencias, la educación, el deporte, las artes y también, natu-ralmente, la religión. Como pastores de la Igle-sia, nos interesa cómo este fenómeno afecta la vida de nuestros pueblos y el sentido religioso y ético de nuestros hermanos que buscan infati-gablemente el rostro de Dios […]».

«36. En este nuevo contexto global, la reali-

dad se ha vuelto para el ser humano cada vez más opaca y compleja. […] Esto nos ha enseñado a mirar la realidad con más humildad, sabiendo que ella es más grande y compleja que las sim-plificaciones con que solíamos verla en un pasa-do aún no demasiado lejano y que, en muchos casos, introdujeron conflictos en la sociedad, de-jando muchas heridas que aún no logran cicatri-zar. También se ha hecho difícil percibir la UNI-DAD de todos los FRAGMENTOS dispersos que re-sultan de la información que recolectamos. […] Es frecuente que algunos quieran mirar la reali-dad UNILATERALMENTE, desde la información económica, otros, desde la información política o científica, otros, desde el entretenimiento y el espectáculo. Sin embargo, ninguno de estos cri-terios parciales logra proponernos un SIGNIFICA-DO COHERENTE PARA TODO LO QUE EXISTE».

«37. Esta es la razón por la cual muchos es-

tudiosos de nuestra época han sostenido que la realidad ha traído aparejada una CRISIS DE SEN-TIDO. Ellos no se refieren a los múltiples senti-dos parciales que cada uno puede encontrar en las acciones cotidianas que realiza, sino al senti-do que da unidad a todo lo que existe y nos su-cede en la experiencia, y que los creyentes lla-mamos sentido religioso».

«44. Vivimos un CAMBIO DE ÉPOCA, cuyo nivel

más profundo es el cultural. […]». Resumiendo, nuestros obispos hacen cuatro

constataciones importantes: 1. Que la realidad latinoamericana y caribeña está

marcada por grandes cambios. 2. Que esos cambios afectan en profundidad a to-

dos y a todo. 3. Que entre las consecuencias está la fragmenta-

ción de la vida y la crisis de sentido. 4. Que estamos viviendo un cambio de época.

El cambio de época no es uno más entre otros

muchos cambios que percibimos en el mundo de

hoy, ni tampoco es la consecuencia de ellos, sino más bien su raíz o al menos la raíz de buena parte de estas mutaciones. Dicho de otra manera, esta-mos viviendo un cambio de época que genera trans-formaciones tan profundas en todos los órdenes de la vida personal y social que llegan incluso a frag-mentarla y a poner en crisis el sentido de la vida.

Estamos en una encrucijada histórica en la que,

dejando atrás la cultura llamada «moderna», hemos dado el paso para entrar a otra nueva que algunos llaman «posmoderna». Pero la historia marcha a pa-sos tan acelerados que cuando apenas empezába-mos a asimilar este cambio ya nos está alcanzando otro: la llegada de lo que ciertos autores han llama-do «los tiempos hipermodernos».

Modernidad, Posmodernidad e Hipermodernidad

no son tres etapas históricas perfectamente delimi-tadas que se siguen una tras otra de tal manera que cada una deja atrás a las que le preceden. En reali-dad las tres se dan juntas en el momento histórico que estamos viviendo, lo cual le confiere una gran complejidad a todo esfuerzo de comprensión de nuestro mundo y, naturalmente, también a la evan-gelización. De ahí la preocupación que expresan los obispos latinoamericanos en el n. 35 del documento de Aparecida: « Como pastores de la Iglesia, nos in-teresa cómo este fenómeno afecta la vida de nues-tros pueblos y el sentido religioso y ético de nues-tros hermanos que buscan infatigablemente el ros-tro de Dios».

ACTIVIDADES. 1. Comenten en pequeños grupos: ¿Qué impor-

tancia tiene para la evangelización tomar conciencia que estamos viviendo un cambio de época?

2. Basándose en el texto de Aparecida que he-mos reproducido arriba intenten imaginar de qué manera concreta afecta el cambio de época a nues-tra vida diaria.

3. Siempre a partir de ese mismo texto intenten imaginar de qué manera concreta afecta el cambio de época a la práctica de la fe.

2. SIGNOS QUE ANUNCIAN EL CAMBIO DE ÉPOCA En nuestros días la palabra crisis parece ser la

que mejor describe la situación actual. No es difícil comprobar que en todos los ámbitos (ético, científi-co, social, político, cultural, religioso, etc.) están de-jando de funcionar los modelos clásicos de entender el mundo, de actuar y de resolver problemas. Nues-tro tiempo suscita nuevas preguntas que ya no pueden satisfacerse con las respuestas de siempre. Los desafíos que el mundo nos lanza ya no pueden

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enfrentarse como lo hemos venido haciendo hasta ahora.

Por estas razones se puede afirmar sin exagera-

ción que no hay ámbito de la existencia humana, tanto individual como colectiva, que no se encuen-tre hoy en crisis, y que ésta a su vez trae consigo una buena dosis de incertidumbre y de ansiedad, pues sabemos lo que estamos dejando atrás, pero aún no sabemos lo que vendrá después. Somos conscientes de lo que está pasando en el mundo, pero no tenemos tan claro lo que hay que hacer pa-ra enfrentarlo y ni siquiera estamos seguros de te-ner los medios para ello. Conocemos cuáles son los modelos de pensamiento que están caducando, pero tenemos que darnos a la desafiante y dura tarea de construir otros nuevos que estén a la altura del cambio de época, porque los hasta ahora vigentes ya se muestran insuficientes para responder a las cuestiones que la humanidad se plantea de cara a realidades hasta ahora desconocidas. Hoy más que nunca la palabra de Jesús resuena en nuestros oí-dos con ecos de tremenda actualidad: «A vino nue-vo, recipientes nuevos» (Mt 9,17).

Así, el cambio de época suscita problemas inédi-

tos que somos incapaces de resolver desde los pa-radigmas o modelos del pasado. Esto exige repen-sarlo todo nuevamente. Estamos en una época en-teramente inédita que reclama un esfuerzo mayor de reflexión para una acción verdaderamente evan-gélica.

Pero ¿en qué momento le dimos la vuelta a la

página de la historia? ¿Cómo sabemos que estamos dejando atrás una época y entrando en otra? No es posible dar una respuesta precisa a esta pregunta, porque ninguna época comienza en una fecha y a una hora determinadas. Los tiempos históricos se van preparando lentamente hasta que un buen día, al ver el conjunto de síntomas que anuncian que las cosas ya no son como antes y que los modelos habi-tuales de pensar y de actuar son insuficientes para hacerles frente, nos percatamos de que ya estamos en otro momento histórico.

Es por eso que son inútiles los intentos de quie-

nes quieren situar la inauguración de la nueva épo-ca en acontecimientos puntuales como la Segunda Guerra Mundial con su secuela de muerte y des-trucción (1939-1945) o la caída del muro de Berlín en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989 o el ataque terrorista que acabó con las Torres Gemelas del World Trade Center en Nueva York el 11 de sep-tiembre de 2001. Todos esos acontecimientos ha-blan, efectivamente, de un cambio de época, pero sólo arbitrariamente pueden ser identificados indi-vidualmente como la línea fronteriza que delimita el hoy del ayer. Insistamos nuevamente: no nos perca-

tamos de que estamos en otro momento de la histo-ria gracias a un acontecimiento aislado que haya tenido lugar, sino cuando un conjunto de síntomas (o «signos de los tiempos», para decirlo con las pala-bras del concilio Vaticano II) muestran que estamos ante realidades inéditas e irreversibles que nos plantean preguntas a las que ya no podemos res-ponder con las respuestas de siempre o con los mo-delos de pensamiento (o «paradigmas», como suelen decir algunos) habituales. De ahí la importancia de que los cristianos seamos sensibles a los signos de los tiempos y aprendamos a interpretarlos, pues so-lamente así podremos tomarle el pulso al momento histórico en el que vivimos para diagnosticarlo co-rrectamente y encarnar creativamente en él nuestro compromiso evangélico.

Pero ¿qué son los signos de los tiempos? Lla-

mamos así a aquellos acontecimientos de vida que marcan una determinada época de la historia y a través de los cuales el cristiano se siente interpela-do por Dios y llamado a dar una respuesta evangé-lica. El concilio Vaticano II ha dicho que es impor-tante aprender a interpretar los signos de los tiem-pos a fin de poder responder adecuadamente, aco-modándonos a cada generación, a las interrogantes que se plantea la humanidad sobre el sentido de la vida (GS, 4). El mismo Francisco de Asís, en el siglo XIII, ya exhortaba a sus hermanos con estas pala-bras a no dejar pasar inadvertidos los signos de los tiempos: «Salud en los nuevos signos del cielo y de la tierra, que son grandes y muy excelentes ante Dios y que por muchos religiosos y otros hombres son considerados insignificantes» (Primera carta a los Custodios, 1).

En resumidas cuentas, ¿cómo podemos saber

que estamos en un cambio de época? La respuesta es sencilla: cuando al leer los signos de los tiempos descubrimos en el mundo realidades y cuestiones tan novedosas que ya no es posible hacerles frente evangélicamente como se ha venido haciendo hasta ahora, por lo que percibimos a través de esos signos un llamado urgente del Espíritu a reinventar con creatividad nuestra reflexión y nuestra práctica cristiana.

ACTIVIDADES 1. Localicen y lean en su Biblia Lc 12,54-57.

Comenten en pequeños grupos este pasaje. 2. Comenten el fragmento del n. 33 del docu-

mento de Aparecida reproducido arriba. 3. ¿Qué signos de los tiempos anuncian que se

está dando un cambio de época en los ámbitos cul-tural, económico, familiar, educativo, político y reli-gioso?

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3. CUANDO LA MODERNIDAD DECEPCIONA Hemos venido diciendo que la crisis que vivimos

anuncia un cambio de época. ¿Pero qué época es la que está en crisis? ¿Cuál es la que se avecina? Di-gámoslo claramente: estamos dejando atrás la épo-ca moderna y se ha abierto ante nuestros ojos lo que viene después de ella, o sea la época posmoder-na. Como dijimos en el tema anterior, la Posmoder-nidad surge a partir del momento en que una serie de signos de los tiempos anuncian que la humani-dad ha empezado a dejar de considerar válido el proyecto de la Modernidad. Para decirlo en palabras de J. Habermas, el espíritu de la modernidad ha comenzado a envejecer y origina respuestas ya muy débiles.

Conviene tener siempre presente este punto de

partida, pues sin él no entenderíamos bien que nuestra época está hecha de decepción respecto a los grandes ideales de la época moderna. Es lo que intentaremos explicar en seguida.

La gran característica que distinguió a la época

moderna fue su endiosamiento con la razón. No es-tamos exagerando al hablar del endiosamiento. Baste recordar que en 1793 el gobierno revoluciona-rio francés suprimió la religión cristiana en su país y estableció en su lugar el culto a la diosa Razón.

Naturalmente que no todos los modernos llega-

ron a aquellos excesos. Sin embargo, todos tenían en común que veían a la razón como el valor su-premo del ser humano. El célebre filósofo alemán Emmanuel Kant ejemplifica muy bien esta postura. Decía que el rasgo distintivo de la época moderna y de su cultura consiste en aprender a pensar por no-sotros mismos de modo que nadie más lo haga en nuestro lugar como si fuéramos niños. Y concluía con esta llamada: «¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!».

No sólo la razón era vista como el valor supremo,

sino que además se la miraba con optimismo, pues se confiaba en que gracias a ella serían disipados los errores, los fanatismos y las supersticiones que aprisionan al ser humano. «Progreso» será desde en-tonces el nombre del gran ideal a perseguir, y el ejercicio de la razón es la mediación insustituible para alcanzarlo.

La Modernidad fue así el tiempo de los grandes

sueños, de los grandes ideales. Los modernos pro-nosticaron el triunfo sobre la ignorancia gracias a la ciencia. Se creía que ésta, en virtud de los avances científicos y técnicos, erradicaría las enfermedades que antaño diezmaban a las poblaciones, prolonga-ría los años de vida y proporcionaría a ésta una mayor calidad.

En el terreno social los capitalistas confiaban en

alcanzar la felicidad gracias a la organización racio-nal de las estructuras de la sociedad y al incremen-to de la producción. Los marxistas, por su parte, soñaban con la liberación del proletariado a través de la lucha de clases. Entre unos y otros había dis-crepancias fundamentales sobre cómo alcanzar los grandes ideales de paz y prosperidad que alimenta-ba la fe en la razón, pero todos compartían la con-vicción de que el sueño era posible. Sobre todo el sueño de la paz. La Modernidad aseguraba que este gran ideal estaba al alcance de la mano gracias a la inteligencia humana, pues de ahora en adelante, en vez de resolver los conflictos mediante las armas, se recurriría al diálogo razonado y a las leyes, que también son obra del entendimiento humano.

La misma Iglesia, que, como sabemos, tuvo no

pocos desencuentros con la modernidad, acabó re-conociendo sus bondades, aunque, experta en hu-manidad como ella es, según decía Pablo VI, supo alertar contra el optimismo desmedido que algunos cultivaban. La Constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II da fe de ello cuando va-lora los avances del mundo moderno, no sin dejar de reconocer en él al mismo tiempo los signos que anuncian la crisis.

En pocas palabras, los modernos se mostraban

entusiastas y optimistas respecto a los alcances y potencialidades de la razón. Sin embargo, a lo largo de los últimos 60 años del siglo XX, las esperanzas que abrigaban se manifestaron inconsistentes. Es verdad que la ciencia benefició notablemente a la humanidad, pero también lo es que hizo posible desde el Holocausto judío hasta las tragedias de Hi-roshima y Nagasaki. Además, la epidemia del VIH-Sida, hasta ahora sin cura, o el virus de la influenza A H1N1, igual de mutante que el del VIH, vienen a desmentir la pretendida omnipotencia curativa de la ciencia. En la esfera social los países que vivían en el capitalismo avanzado alcanzaron un alto nivel de vida, pero fueron corroídos desde dentro por el gu-sano del tedio y del sinsentido.

Por otra parte, pronto se vio que esa prosperidad

tenía como contrapartida la miseria de anchísimas franjas de la población mundial (reverso de la Mo-dernidad) sobre las cuales se construía el bienestar de un porcentaje claramente minoritario de habi-tantes del planeta. Había sociedades que nadaban en la sobreabundancia más insultante, no al mismo tiempo que había gente hundida en la miseria más inhumana, sino precisamente porque había miseria. La solución alternativa a esta injusticia pretendía ofrecerla el marxismo, pero en vez de hacer florecer el paraíso sobre la tierra dio origen al Archipiélago del Gulag y a las dictaduras de izquierda (piénsese

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en la antigua URSS, en la Alemania del Este, en China, en Corea del Norte o en Cuba, por señalar sólo algunas), ello por no mencionar que las condi-ciones reales de vida de los países comunistas esta-ban a años luz de las promesas de prosperidad de las que sus líderes alardeaban.

En resumen: para toda una generación, el mun-

do, de pronto, se vino abajo. Como una tenue niebla que se infiltra por los más mínimos resquicios de una casa bien guardada, la desilusión se fue colan-do por los entresijos de la sociedad y aun de la misma Iglesia.

¿De la Iglesia? Sí. El concilio Vaticano II había

representado en su momento el gran sueño renova-dor. Por fin la Iglesia dejaba atrás la confrontación con el mundo moderno y se ponía a su servicio en actitud de diálogo y de colaboración en la construc-ción del mundo moderno. Se dejó sentir el aire fres-co que Juan XXIII había dicho que quería que en-trara en la Iglesia de Cristo. La Iglesia latinoameri-cana conoció en torno a aquellos años una eferves-cencia teológico-pastoral sin precedentes. Fue el tiempo de las Conferencias Episcopales de Medellín (1968) y Puebla (1979), de la teología de la libera-ción, de la opción por los pobres, de las comunida-des eclesiales de base y de las comunidades religio-sas insertas en medios populares. Nombres como Sergio Méndez Arceo, Pedro Casaldáliga, Samuel Ruiz, Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez, Jon So-brino o Ignacio Ellacuría están indisolublemente li-gados a la memoria de aquellos años.

Hablamos de recuerdo de aquellos años porque,

como algunos los han hecho notar, con la elección del cardenal Karol Wojtyla como Papa el 16 de oc-tubre de 1978 y su consecuente ascensión a la sede de Pedro como Juan Pablo II el impulso del Concilio fue bruscamente frenado y se dio marcha atrás en no pocos aspectos de la vida eclesial. Juzgando que el Vaticano II había ido demasiado lejos en su apli-cación y que tras él había sobrevenido un período en el que la identidad cristiana se estaba disolvien-do, Juan Pablo II hizo entrar a la Iglesia en un pro-yecto de restauración.

El freno vigorosamente aplicado al posconcilio

generó desencanto en quienes creían que con Vati-cano II la puesta al día de la Iglesia era definitiva. En América Latina, por poner un ejemplo, uno de los más conocidos representantes de la teología de la liberación escribió un artículo preguntándose en qué había ido a parar el impulso de aquella teología (J. Sobrino, «¿Qué queda de la teología de la libera-ción?», Éxodo, 38 [abril 1997] 48-53). En suma, por una razón o por otra el desencanto ha sentado sus reales también en amplios sectores de la Iglesia.

El sociólogo francés Gilles Lipovetsky es uno de los pensadores que mejor ha resumido el fenómeno de la decepción posmoderna. Terminemos nuestro tema citando un texto suyo.

«La modernidad triunfante se ha confundido con

un desatado optimismo histórico, con una fe inque-brantable, en la marcha irreversible y continua ha-cia una “edad de oro” prometida por la dinámica de la ciencia y la técnica, de la razón o la revolución. En esta visión progresista, el futuro se concibe siempre como superior al presente, y las grandes fi-losofías de la historia […] han partido de la idea de que la historia avanza necesariamente para garanti-zar la libertad y la felicidad del género humano. Como usted sabe, las tragedias del siglo XX y, en la actualidad, los nuevos peligros tecnológicos y ecoló-gicos han propinado golpes muy serios a esta creencia en un futuro incesantemente mejor. Estas dudas engendraron la posmodernidad como desen-canto ideológico y pérdida de la credibilidad de los sistemas progresistas. Dado que se prolongan las esperas democráticas de justicia y bienestar, en nuestra época prosperan el desasosiego y el desen-gaño, la decepción y la angustia. ¿Y si el futuro fue-ra peor que el pasado? En este contexto, la creencia de que la siguiente generación vivirá mejor que la de sus padres anda de capa caída».

ACTIVIDADES 1. En pequeños grupos traten de identificar una

o dos situaciones de desilusión que perciban en los siguientes ámbitos: en la vida de la Iglesia, en la po-lítica, en la familia. ¿Qué desafíos plantean a la evangelización hoy?

2. Lean Gaudium et spes 3, 4 y 5. De las alertas que ahí daba el Concilio contra la crisis de la Mo-dernidad, ¿cuáles se han cumplido?

3. ¿Cómo pensar el ser y el quehacer de la Igle-sia en un tiempo donde parece que la desilusión predomina?

4. EL ESPÍRITU DE LA ÉPOCA: «TIEMPOS LÍQUIDOS» La posmodernidad proclamó, pues, el fin de los

grandes proyectos. Tan es así que muchos de nues-tros contemporáneos piensan que ya no existen ideales que les exijan empeñar su vida. ¿Quién cree hoy en ellos? La ilusión de la historia como progreso ha desaparecido. Algunos incluso hablan en ese sentido del «fin de la historia» (F. Fukuyama). Se acabaron los grandes sueños del progreso. Los hombres modernos esperaban toparse al fin del lar-go y oscuro túnel de la Historia con las deslum-brantes luces de la Gran Salida; pero ahora nos

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hemos dado cuenta de que el túnel se bifurcó de re-pente en un laberinto: múltiples caminos se entre-cruzan sin conducir a ninguna parte y la Gran His-toria se disuelve en muchas historias microscópi-cas, tantas como individuos hay. Así pues, anda-mos perdidos. No hay puntos de referencia fijos, se-guros, definitivos, ni nada que le ofrezca a la vida un fundamento sólido en el que se pueda basar. In-cluso la verdad también es relativa, parcial. No exis-ten las verdades últimas y definitivas (G. Vattimo).

En sentido estricto el hombre posmoderno no vi-

ve el presente, sino el instante. Y como éste es fuga-císimo, entonces la vida, para que valga la pena, ha de vivirse con el máximo de intensidad: emociones fuertes, deportes extremos, diversiones que generan adrenalina, espectáculos con derroche de efectos especiales que los hacen cada vez más y más inten-samente llamativos… En este contexto «serenidad», «contemplación», «admiración de la naturaleza», «suavidad» y otras palabras más de este género ca-recen de sentido. La sensibilidad posmoderna está hecha para lo intenso, no para los placeres serenos.

Y porque lo único que tenemos para vivir es el

instante, y puesto que ya nada es definitivo y sóli-damente fundamentado, los compromisos a largo plazo vienen a terminar en reliquias del pasado. ¿Matrimonio para siempre? ¿Profesiones religiosas perpetuas? ¿Ordenaciones sacerdotales para siem-pre? Quien las busque, diríjase a un museo. Eso no es lo de hoy. Son compromisos de duración incierta, que se buscan por la emoción intensa que se vive en la ceremonia, pero no porque se consideren punto de partida de un proyecto de vida estable a futuro. ¿Por qué pensar en el mañana si los ideales que remiten a él se han revelado caducos?

A esta desazón generalizada hay que añadir otro

de los signos más visibles del momento que nos ha tocado en suerte vivir: me refiero al hecho de que vivimos «tiempos líquidos».

Con esta expresión, el sociólogo polaco-

estadounidense Zygmunt Bauman describe un ras-go típicamente posmoderno: la falta de consistencia de personas e instituciones que antes parecían fir-mes y bien establecidas. Para Bauman, en efecto, el paso de la Modernidad a la Posmodernidad es la transición de una fase «sólida» de la sociedad a otra «líquida», es decir, a una situación en la que las ins-tituciones, la ética, las autoridades, las estructuras sociales y aun la cultura misma ya no pueden ni se espera que puedan mantener su forma por más tiempo, porque se descomponen y se derriten a una velocidad vertiginosa. Antes, hablar de autoridad, de moral, de la familia, del matrimonio, de la Igle-sia, del pensamiento, o referirse al Presidente, a los obispos y sacerdotes, a los maestros, etc., era refe-

rirse a cosas y personas perfectamente estables, firmes, sólidas, dignas de credibilidad. Pero lo que antes parecía así, hoy manifiesta una descomposi-ción, una pérdida de consistencia como si se estu-viera fundiendo. Vivimos, pues, tiempos «líquidos». No hace mucho que Marshall Berman publicó un li-bro cuyo título condensa perfectamente este rasgo de nuestro tiempo: Todo lo sólido se desvanece en el aire. La descomposición de la clase política, la crisis de las familias y de los matrimonios y los dolorosos escándalos que han azotado recientemente a la Igle-sia son tres buenos ejemplos que ilustran esta li-cuefacción generalizada.

Éste es el tiempo de los matrimonio líquidos, de

los religiosos líquidos, de clérigos líquidos, de las vocaciones líquidas. Por otra parte, a falta de idea-les a futuro que nos emocionen, que nos apasionen, que nos hagan vibrar y no provoquen a darlo todo, ¿qué nos puede librar entonces del letargo de la apatía? Solamente la diversión. Se incorporan el hedonismo, la liberación, el placer, el sexo… todo lo que permita pasar un buen rato. Los nuestros son «tiempos líquidos» porque en ellos todo parece estar perdiendo consistencia, estabilidad y solidez.

ACTIVIDADES 1. En pequeños grupos traten de identificar uno

o dos síntomas de «liquidez» en los siguientes ámbi-tos: en la vida de la Iglesia, en la política, en la fa-milia, en el matrimonio. ¿Qué oportunidades positi-vas ofrecen esas situaciones de «liquidez» a la evan-gelización hoy? ¿Qué dificultades plantean y cómo enfrentarlas?

2. Para el hombre posmoderno ya no hay ideales que lo motiven a estregarse y a darlo todo por ellos. Pero en el corazón del evangelio los cristianos en-contramos un ideal que nos propone Jesús: el reino de Dios. ¿Cómo anunciar ese proyecto a una cultu-ra que ya no cree en los ideales?

3. ¿Tiene sentido hablar en estos «tiempos líqui-dos» de matrimonio y de vocaciones religiosas y sa-cerdotales para toda la vida? Si la respuesta es afirmativa, ¿cómo hacerlo?

5. HIPERMODERNIDAD: LA CULTURA DE LO EXTREMO El sociólogo francés Marc Augé ha señalado que

una de las características de la Posmodernidad es que los cambios que trae consigo se suceden a una velocidad tan vertiginosa que no tenemos tiempo de asimilarlos, de manera que cuando apenas vamos cobrando conciencia de ellos ya otros se nos están viniendo encima. Se tiene la impresión –dice él– de que la historia nos viene pisando los talones.

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La premura de esta sucesión es tal que autores

como Gilles Lipovetsky y Sébastien Charles asegu-ran que hablar hoy de Postmodernidad es algo ya anticuado. Su ciclo ha quedado atrás y cuando to-davía no acabábamos de asimilarlo se nos ha venido encima la Hipermodernidad. Sostienen, en efecto: «Todo ha sucedido muy aprisa: [se] anunció el na-cimiento de lo posmoderno mientras se bosquejaba ya la hipermodernización del mundo. […] De los pos a lo hiper: la posmodernidad no habría sido pues sino una etapa de transición, un breve momento. Ya no es el nuestro. […] En este contexto, la etiqueta “posmoderno”, que anunciaba un advenimiento se ha convertido a su vez en un vestigio del pasado, en un lugar para el recuerdo».

¿Y de dónde le viene lo hiper a la hipermoderni-

dad? De uno de sus rasgos más identificables, aun-que no el único: la desmesura. Lejos del sueño posmoderno de superar la Modernidad, la Hipermo-dernidad es la Modernidad llevada hasta el extremo. El ya mencionado Lipovetsky ha hecho una descrip-ción de esta cultura cuyo interés hace que amerite ser citado en extenso:

«A fines de los años setenta se introdujo en la

escena intelectual el concepto de posmodernidad para calificar la nueva situación cultural de las so-ciedades desarrolladas. […] El neologismo “posmo-derno” tuvo un mérito: poner de relieve un cambio de rumbo, una reorganización profunda del modo de funcionamiento social y cultural de las socieda-des democráticas avanzadas. […] Pero al mismo tiempo la expresión “posmoderno” era ambigua, torpe, por no decir confusa. Porque lo que tomaba cuerpo era evidentemente una modernidad de nue-vo cuño, no una superación de ésta. […]

Hipercapitalismo, hiperclase, hiperpotencia, hi-perterrorismo, hiperindividualismo, hipermercado, hipertexto, ¿habrá algo que no sea hiper? ¿Habrá algo que no revele una modernidad elevada a la enésima potencia? Al clima de conclusión le sigue una conciencia de huida hacia delante, de moderni-zación desenfrenada hecha de mercantilización a ultranza, de desregulaciones económicas, de des-bordamiento tecnocientífico cuyos efectos son por-tadores tanto de promesas como de peligros. […] Le-jos de haber muerto la modernidad, asistimos a su culminación […].

Cada dominio tiene un aspecto en cierto modo exagerado, desmesurado, extralimitado. Lo demues-tran las técnicas y el que hayan trastornado vertigi-nosamente las referencias de la muerte, la alimen-tación o la procreación. Lo demuestran igualmente las imágenes del cuerpo en el hiperrealismo porno; la televisión y los espectáculos que practican la transparencia total; la galaxia Internet y su diluvio de montañas digitales: millones de sitios, miles de

millones de páginas y de caracteres que se multipli-can por dos cada dos que pasa; el turismo y los ejércitos de veraneantes; las aglomeraciones urba-nas, las megalópolis superpobladas, asfixiadas, ten-taculares. Para luchar contra el terrorismo y la de-lincuencia hay ya en las calles, en los centros co-merciales, en los transportes colectivos y en los es-tacionamientos millones de cámaras y medios elec-trónicos de vigilancia e identificación de los ciuda-danos […].

Incluso los comportamientos individuales están atrapados en el engranaje de lo extremo, como para dar testimonio del frenesí consumista, la práctica del dopaje, los deportes de alto riesgo, los asesinos en serie, las bulimias y anorexias, la obesidad, las compulsiones y las adicciones» (Los tiempos hiper-modernos, Barcelona, 2008, pp. 5-55, 57-58).

De ahí el diagnóstico de Lipovetsky: «No todo

funciona con exceso, pero nada, de un modo u otro, está ya salvo de las lógicas de lo extremo» (p. 59).

ACTIVIDADES 1. En pequeños grupos traten de identificar una

o dos situaciones que delaten la presencia de la hi-permodernidad en los siguientes ámbitos: en la vida de la Iglesia, en la política, en la familia, en el es-parcimiento. ¿Qué desafíos surgen de aquí para la evangelización hoy?

2. La cultura de la hipermodernidad nos es in-culcada de manera especial a través de los medios de comunicación. Busquen en la prensa, en la ra-dio, en la TV o en la calle anuncios que promocio-nes productos o servicios mediante palabras como «mega», «super», «hiper» o cualquier otra que sugiera la idea de desmesura o de intensidad. Comenten esos anuncios y ese vocabulario. ¿Cómo impregnan la mentalidad de las personas en general y de los niños y jóvenes en particular? ¿Cómo influyen en la percepción de los valores y en la conducta?

3. Basándose en las respuestas dadas a las dos preguntas anteriores reflexionen: ¿Qué aporta de positivo el espíritu de la hipermodernidad a la evan-gelización? ¿Qué dificultades plantea y cómo en-frentarlas?

CONCLUSIONES A lo largo de estas páginas nos hemos esforzado

por esbozar con trazos gruesos y rápidos algunas características de los tiempos que corren. Espera-mos haber sugerido que nuestro tiempo es de una gran complejidad, pues las transición epocal que lo caracteriza es tan acelerada que la Modernidad, la

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Posmodernidad y la Hipermodernidad se superpo-nen y mezclan.

Hemos querido mostrar también que ningún

cambio de época acontece de manera tersa; repre-senta, por el contrario, un momento de crisis que trae aparejada una larga cauda de incertidumbre, de disolución de los puntos de referencia habitua-les, de desplome de las maneras habituales de pen-sar y de actuar, de preguntas y de perspectivas cu-yo carácter inédito nos desconcierta. La serenidad es lo que menos suele brillar en circunstancias así. Y ante este cuadro se suele reaccionar de tres ma-neras.

Unos lo hacen interpretando la crisis epocal co-

mo la consecuencia del abandono de las formas del pasado, las cuales se consideran eternamente váli-das. Nos va como nos va porque las cosas ya no son ni se hacen como en otros tiempos, los cuales son considerados como modélicos. La solución a nues-tros problemas cae entonces por su propio peso: hay que regresar a lo de antes.

La segunda reacción consiste en quedarse esta-

cionados en el desencanto, llenos de amargura por-que no avanzamos y porque los ideales se han mos-trado falaces, pero sin hacer nada por reactivar la capacidad de soñar y de echar a andar proyectos. «¿Para qué si esto ya no tiene remedio?», parecen decir. Es la reacción de los amargados que se pre-paran a desaparecer. No quieren ponerse en ruta porque todo camino les parece un vagabundeo sin rumbo. Pero también aquí hay un problema de fe,

porque quienes así piensan no creen que cuando Dios llama, él no nos entrega desde el primer mo-mento un mapa del camino, sino que nos invita a irlo inventando y descubriendo paso a paso (cf. Hb 11,8).

Finalmente la tercera reacción es la de aquellos

que abrazan lo novedoso de manera indiscriminada, sin someterlo al juicio de la crítica, como si todo lo nuevo, por el simple hecho de serlo, fuera en auto-mático positivo. En este caso el problema es de dis-cernimiento. Es cierto que con la novedad epocal vienen oportunidades inéditas, pero también lo es que una aceptación a ciegas corre el riesgo de no fil-trar los elementos antievangélicos que también con-lleva (cf. Mt 13,24-30; 1Ts 5,21).

Así pues, ni el conservadurismo, ni la amargura

inmovilista, ni la aceptación acrítica de la novedad parecen ser reacciones aconsejables ante el cambio de época. La mejor postura a adoptar será la refun-dación, que no es sino un nuevo comienzo a partir de los fundamentos de nuestra vida y misión. Se trata, pues, de abrir las puertas al Espíritu que ha-ce nuevas todas las cosas.

Hoy necesitamos pensar la fe y anunciar el

evangelio no en contra, ni al margen de este mundo, sino en seno mismo del mundo, como quería Gau-dium et spes, y viéndolo no sólo con ojo crítico sino también intentando descubrir las oportunidades inéditas que nos ofrece para la evangelización. Tal es la tarea que nos aguarda.

                                                                                                               * ANAUT, M., Cambio de época y evangelización, México,

Provincia franciscana del santo Evangelio de México, 2012 55 p.