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-------------------------------------- UN CUADRO DE MIRO: EL MIO M. Antolín Rato E 1 verano del 78 estaba otra vez en Ma- llorca. Vivía -como tantas veces antes y después- en una casa de Génova. Disperso por la ladera Este de la mon- taña de Na Burguesa, Génova es un pueblo que ha terminado por convertirse en una especie de ue- ras de la ciudad de Palma: automóviles, motoci- cletas y buses mediante. Desde la terraza de la casa -donde comprendí perfectamente lo que que- rían decir nuestros padres cuando alababan las casas con buenas vistas-, se distinguía un vasto espacio heterocrónico de muchos kilómetros que, allá enente, terminaba en la bahía. Había edificaciones de todo tipo y de todos los tiempos. Desde casas de piedra marés, típica de las islas, hasta castios medieves, catedrales gó- ticas, bloques de aptamentos y torres de hoteles (consecuencia del boom turístico de los años 70), luces de neón... en fin, por haber, hasta había un hórreo. Almendros, pinos y algrobos, chumbe- ras y pitas subrayaban lo mediterráneo del paisaje. Y al ndo, el turo: de noche se veían las luces de situación de las naves que despegaban o toma- b tierra cada tres minutos en el espacio-puerto de Son San Juan. Las horas de luz, en Cala Ma- yor, un poco antes de la mar, podían adivinarse los tejados de Son Abrines, base del pintor Joan Mó. Precisamente a la piscina de Son Abrines baba casi todas las tardes a bañarme. Apte de esta piscina, Son Abrines, como es natural, cuenta con varios edificios independientes donde viven Mó y su mujer, sus nietos, y los encargados de la finca, que allí llaman posaderos. Además, están los dos estudios del artista. Uno proyectado y construido por Sert. El otro, Son Boter, que uti- liza como taller de grabado. Por aquellas chas Miró trabajaba en Son Boter con un grabador (¿era Barberá?), cuya mujer e hija a veces se unían en la piscina con los nietos de Miró y sus amigos -uno era yo. Un grupo heterogéneo de jóvenes locales y gente de vaca- ciones, clientes asiduos de la terraza del Café Bosch a mediodía; por la noche, codo a codo con pilotos y azatas, bebedores potentes de los in- creíbles dry mtinis y demás cócteles especiali- dad delloe's, o de copas menos sofisticadas en el ica -local comptido con la nutrida colonia de glosones dipsómanos de Palma-; y avanzada la noche, ocasionales discotequeros del Scoios, entonces más o menos de moda, situado en pleno feudo del turista alemán de El Arenal. Realizába- mos, como es evidente, otras muchas actividades que no procede exponer ahora. Una tarde, mi amigo David Fernández Miró, 54 nieto del artista, decidió que era el momento indi- cado. Llevábamos unos cuantos días planeando una visita al estudio de «el abuelo», y como entonces estaba trabando en Son Boter -situado justo en- cima de la piscina, a la izquierda según se mira desde el trampolín-, podíamos adentrarnos en su sancta sanctorum sin riesgo a molestle. Pusimos alguna disculpa pa _separnos del grupo de amigos -tampoco era ctstión de ir en masa-, y nos dirigimos al estudio. Eramos cuatro personas, David y los que en aquella época vivía- mos en la casa de Génova: Es Rusilles. Por cierto, nombre enigmático. No aparece en el Diccionari de Alcover/Moll. Probablemente se trata de una errónea transcripción al oído de «Rosillers», to- ponímico de la montaña de Artá, donde el dueño original de la casa tenía una finca. (NOTA: Mis disculpas por todos estos nom- bres, pero para mí están tan llenos de sensaciones concretas que me apetecía escribirlos desde siem- pre. En los luges que designan, he pasado gran- des momentos y terminé una de las penúltimas versiones de mi novela Mundo araña, aparte de idear la primera. FIN DE LA NOTA.) Cruzamos sigilosamente por delante de la casa para no molestar a «la abuela», y bajamos los escalones que llevan al estudio, entre pinos y alga- rrobos. Es una construcción racionalista y ameri- canizante -téngase en cuenta que su ꜷtor, Sert, es uno de los que han contribuido a crear la arqui-' tectura norteamericana actu-, pero con un toque balear. En su interior, la luz, cente de un centro cal definido, es limpia y recogida. Abre espacios no simbólicos, sino diános, blancos, vorables pa el despliegue de una imaginación desbordada que se aquieta en un mediterráneo mental plácido y brillante. En la platorma de cantos rodados -creo recor- dar- que rodea el exterior, vimos varias de esas esculturas de Miró que suenan a monumentos me- gíticos a escala reducida. Formas cuya eficacia expresiva suele resultar de los equilibrios preca- rios de los elementos macizos que las constituyen. Sus colores, tan poco naturales en las piedras prehistóricas que sugieren, daban un toque tecno- lógico al ambiente. Me parece que también había uno de sus conocidos tótenes metálicos y algunos bronces sobre el ndo de almendros y mar, y la tierra rojiza. Nos encontrábamos en el interior de la cueva de Aladino. Rodeados de tesoros, sobrecogidos -yo seguro. Miró es uno de mis pintores preridos de todas las épocas, así que estar tan impunemente en su laboratorio de alquimias gricas me exci- taba. No sabía adónde mirar perdido entre tal cantidad de joyas sonando a cotidianas. Las imá- genes de Miró constituyen elementos habituales del psaje urbano -al menos en estos últimos años. Están en paredes y plazas; aparecen en c- teles, en portadas de revistas y libros. Contribu- yen a bricar esa atmósra heterocrónica y tan

UN CUADRO DE MIRO: EL MIOlos tejados de Son Abrines, base del pintor Joan Miró. Precisamente a la piscina de Son Abrines bajaba casi todas las tardes a bañarme. Aparte de esta piscina,

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Page 1: UN CUADRO DE MIRO: EL MIOlos tejados de Son Abrines, base del pintor Joan Miró. Precisamente a la piscina de Son Abrines bajaba casi todas las tardes a bañarme. Aparte de esta piscina,

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UN CUADRO DE MIRO:

EL MIO

M. Antolín Rato

E1 verano del 78 estaba otra vez en Ma­llorca. Vivía -como tantas veces antes y después- en una casa de Génova.

Disperso por la ladera Este de la mon­taña de Na Burguesa, Génova es un pueblo que ha terminado por convertirse en una especie de afue­ras de la ciudad de Palma: automóviles, motoci­cletas y buses mediante. Desde la terraza de la casa -donde comprendí perfectamente lo que que­rían decir nuestros padres cuando alababan las casas con buenas vistas-, se distinguía un vasto espacio heterocrónico de muchos kilómetros que, allá enfrente, terminaba en la bahía.

Había edificaciones de todo tipo y de todos los tiempos. Desde casas de piedra marés, típica de las islas, hasta castillos medievales, catedrales gó­ticas, bloques de apartamentos y torres de hoteles (consecuencia del boom turístico de los años 70), luces de neón ... en fin, por haber, hasta había un hórreo. Almendros, pinos y algarrobos, chumbe­ras y pitas subrayaban lo mediterráneo del paisaje. Y al fondo, el futuro: de noche se veían las luces de situación de las naves que despegaban o toma­ban tierra cada tres minutos en el espacio-puerto de Son San Juan. Las horas de luz, en Cala Ma­yor, un poco antes de la mar, podían adivinarse los tejados de Son Abrines, base del pintor Joan Miró.

Precisamente a la piscina de Son Abrines bajaba casi todas las tardes a bañarme. Aparte de esta piscina, Son Abrines, como es natural, cuenta con varios edificios independientes donde viven Miró y su mujer, sus nietos, y los encargados de la finca, que allí llaman posaderos. Además, están los dos estudios del artista. Uno proyectado y construido por Sert. El otro, Son Boter, que uti­liza como taller de grabado.

Por aquellas fechas Miró trabajaba en Son Boter con un grabador (¿era Barberá?), cuya mujer e hija a veces se unían en la piscina con los nietos de Miró y sus amigos -uno era yo. Un grupo heterogéneo de jóvenes locales y gente de vaca­ciones, clientes asiduos de la terraza del Café Bosch a mediodía; por la noche, codo a codo con pilotos y azafatas, bebedores potentes de los in­creíbles dry martinis y demás cócteles especiali­dad delloe's, o de copas menos sofisticadas en el Africa -local compartido con la nutrida colonia de anglosajones dipsómanos de Palma-; y avanzada la noche, ocasionales discotequeros del Scorpios, entonces más o menos de moda, situado en pleno feudo del turista alemán de El Arenal. Realizába­mos, como es evidente, otras muchas actividades que no procede exponer ahora.

Una tarde, mi amigo David Fernández Miró,

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nieto del artista, decidió que era el momento indi­cado.

Llevábamos unos cuantos días planeando una visita al estudio de «el abuelo», y como entonces estaba trabajando en Son Boter -situado justo en­cima de la piscina, a la izquierda según se mira desde el trampolín-, podíamos adentrarnos en su sancta sanctorum sin riesgo a molestarle.

Pusimos alguna disculpa para _separarnos del grupo de amigos -tampoco era ctiestión de ir en masa-, y nos dirigimos al estudio. Eramos cuatro personas, David y los que en aquella época vivía­mos en la casa de Génova: Es Rusilles. Por cierto, nombre enigmático. No aparece en el Diccionari de Alcover/Moll. Probablemente se trata de una errónea transcripción al oído de «Rosillers», to­ponímico de la montaña de Artá, donde el dueño original de la casa tenía una finca.

(NOTA: Mis disculpas por todos estos nom­bres, pero para mí están tan llenos de sensaciones concretas que me apetecía escribirlos desde siem­pre. En los lugares que designan, he pasado gran­des momentos y terminé una de las penúltimas versiones de mi novela Mundo araña, aparte de idear la primera. FIN DE LA NOTA.)

Cruzamos sigilosamente por delante de la casa para no molestar a «la abuela», y bajamos los escalones que llevan al estudio, entre pinos y alga­rrobos. Es una construcción racionalista y ameri­canizante -téngase en cuenta que su autor, Sert, es uno de los que han contribuido a crear la arqui-' tectura norteamericana actual-, pero con un toque balear. En su interior, la luz, carente de un centro focal definido, es limpia y recogida. Abre espacios no simbólicos, sino diáfanos, blancos, favorables para el despliegue de una imaginación desbordada que se aquieta en un mediterráneo mental plácido y brillante.

En la plataforma de cantos rodados -creo recor­dar- que rodea el exterior, vimos varias de esas esculturas de Miró que suenan a monumentos me­galíticos a escala reducida. Formas cuya eficacia expresiva suele resultar de los equilibrios preca­rios de los elementos macizos que las constituyen. Sus colores, tan poco naturales en las piedras prehistóricas que sugieren, daban un toque tecno­lógico al ambiente. Me parece que también había uno de sus conocidos tótenes metálicos y algunos bronces sobre el fondo de almendros y mar, y la tierra rojiza.

Nos encontrábamos en el interior de la cueva de Aladino. Rodeados de tesoros, sobrecogidos -yo seguro. Miró es uno de mis pintores preferidos de todas las épocas, así que estar tan impunemente en su laboratorio de alquimias gráficas me exci­taba. No sabía adónde mirar perdido entre tal cantidad de joyas sonando a cotidianas. Las imá­genes de Miró constituyen elementos habituales del paisaje urbano -al menos en estos últimos años. Están en paredes y plazas; aparecen en car­teles, en portadas de revistas y libros. Contribu­yen a fabricar esa atmósfera heterocrónica y tan

Page 2: UN CUADRO DE MIRO: EL MIOlos tejados de Son Abrines, base del pintor Joan Miró. Precisamente a la piscina de Son Abrines bajaba casi todas las tardes a bañarme. Aparte de esta piscina,

Pintura. 60 x 80. 1978. Colección Antolín/Calonge.

poco formalizada que se extiende sobre el anár­quico paisaje post-moderno situado entre la jungla y el museo. Se integran en, y destacan entre, las formas y construcciones -o destrucciones- de dis­tintos siglos y estilos, épocas y modas que crean este presente pluridimensional que desafía a la imaginación de la nueva generación de replicantes que lo acaba de heredar.

Supongo que medio me empujaron hacia la gale­ría superior, de madera clara. Subimos por una escalera con las paredes llenas de recortes, de cuadros y dibujos enmarcados.· No eran obras de Miró. Recuerdo la reproducción, arrancada de un libro o revista, de uno de los ready made de Du­champ. Fotos de pintores y poetas surrealistas míticos. El perfil orográfico de una etapa de la vuelta ciclista a Mallorca en una hoja de papel de periódico, ya amarillenta. Me parece que también algún poema manuscrito. ¿De Reverdy, de Pre­vert? No recuerdo exactamente -han pasado ya casi cinco años y fue mi única visita.

Desde la galería sobrevolamos aquel universo encantado que se desplegaba en la amplia sala de abajo donde era evidente que el pintor trabajaba simultáneamente en varios puntos. Había lienzos en distintas fases de su proceso de composición. Algunos estaban fechados a finales de los cin­cuenta (como comprobé después, al bajar y acer­carme), y Miró los había retomado veinte años después para terminarlos ..

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Junto al taburete situado frente a uno de los mayores, nos sorprendió la presencia de un radia­dor eléctrico adicional.

-Este invierno el abuelo se quejó de que hacíaalgo de frío -aclaró enseguida David.

Por todas partes, en caballetes, pegados a las paredes, siempre ordenados y pulcros, veíamos bocetos, pinturas sobre papel -esos guaches, acuarelas y dibujos de los últimos años. Sí, mu­chas pinturas sobre ese papel por el que -como escribió el poeta francés Jacques Dupin- Miró siente una fascinación especial. Busca la hoja ini­maginable, la perfecta, la hoja celestial. Puede tratarse de un periódico, de papel de embalar o del de la mejor calidad. Al pintarlo, a veces utiliza el bambú japonés tan apropiado para reaccionar al estremecimiento de una mano que trata de atrapar un espíritu en movimiento. Una técnica semejante a la del «accidente controlado» del artista zen con su insistencia en la disciplina en la espontaneidad y la espontaneidad en la disciplina -el gran maes­tro Miró, le llama el pintor japonés Fukuzama, muy en su papel de oriental dirigiéndose al hono­lable señol.

Me acabo de referir sobre todo a las pinturas sobre papel, porque una de ellas, como se verá, es mi cuadro. Pero Miró no ha dejado de variar de soportes y materiales a lo largo de sus setenta años -incluso más- como pintor. Y paralelamente a estas variaciones, ha tenido lugar una evolución ininterrumpida llena de cuadros maravillosos.

Me viene a la memoria la gran exposición anto­lógica que se celebró, con motivo de los 85 años del artista. en 197.8 ( el mismo año que el de mi visita a su estudio), en el llamado Museo de Arte Contemporáneo de Madrid. Entonces Miró consi­guió dar vida a la gran sala desolada, e incluso al exterior (como se sabe, el fulgor de sus colores atraviesa paredes) de esa especie de siniestro mi­nisterio fascista, en cuya absurda tqrre sólo cabe suponer que están las salas de interrogatorios de la policía franquista, con sus ventanas tan apro­piadas para que el detenido y torturado se «sui­cide» arrojándose por una de ellas.

Pero dejemos los pasados tiempos de tanta mi­seria. En aquella exposición, al pasar de espacio a espacio, se iba mostrando la titánica obra de Miró década a década. Los bodegones carnosos, los paisajes encerrados en sí mismos, y la «noche americana» mágica de Montroig, de los años 10. Los años 20, luego, con carnavales de arlequines, perros ladrando a la luna y retratos pétreos. La mayor dureza y oscuridad de los 30 expresada en zapatos viejos y naturalezas «muertas». Escalera para evadirse en los 40, bellos pájaros y persona­jes nocturnos. La cabellera despeinada en la fuga de las constelaciones, uno de sus cuadros que más me asombran, y no sólo de los 50, sino de toda su obra. Bueno, y los sesenta y los demás años de un tiempo que no camina: somos nosotros los que nos movemos.

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Y todo aquello, en forma de cuadros surgidos del mismo impulso, estaba radiante en el estudio. Espacios interiores y exteriores juguetonamente entremezclados en el espacio intermedio del so­porte. Formas de vida microscópica hormi­gueando en una gota de elixir mágico que se fun­'den con alegres o circunspectos extraterrestres para constituir entidades etéreas y móviles sobre fondos fulgurantes. Colores con pseudópodos y apéndices filamentosos que también remiten a se­res humanoides dotados de antenas y conexiones con un módulo de control que es un lamento de amantes.

¿Para qué seguir? Eran cuadros de ésos que sólo se han contemplado con la distancia de un museo por el medio, que se han visto reproduci­dos en libros, catálogos... y estaban allí, al al­cance de una vista sin mediación interpuesta, al alcance ... sí, de la mano.

Intensos deseos de que el momento, la relación directa, se prolongara. Para ello, era preciso lle­varse alguna de aquellas maravillas. Rescatar para el propio disfrute privado (que incluye el compar­tirlo con los amigos) una obra extraordinaria. Te­nerla enfrente y· seguir las sugerencias específicas que proporciona en momentos y situaciones dis­tintos, opuestos. Convivir con un Miró, unas ve­ces observado atenta, hipnóticamente, otras con la visión periférica que permitirá entrever cómo se impone a las restantes formas y tonos del cuarto donde se cuelgue. Mirarlo oyendo música, escri­biendo, charlando, hablando por teléfono, co­miendo, tomando copas o fumando.

'Eso necesitaba cuando la terminación de la vi­sita al estudio de Miró se acercaba.

-No lo puedo evitar, David, voy a llevarme uno-dije-, e inmediatamente me sonó terriblementemal. Creí observar cierta expresión de reprocheen la mirada de mis amigos. Sin duda me habíapasado una vez más. Pediría disculpas.

-No va a poder ser -respondió David. Pero suspalabras quedaban desdecidas, me pareció, por su risilla maliciosa. Además, sus ojos no mostraban ninguna sombra de extrañeza. La comunicación. no verbal me estaba diciendo que no todo estaba perdido. Lo que confirmarían las siguientes pala­bras de mi amigo nieto de Miró-. Por lo menos, no uno de estos, rey.

(En Mallorca, emplean mucho este apelativo ca­riñoso tan monárquico, que cuando se usa en fe­menino queda de lo más pomológico: «reineta».)

A continuación, David nos precedió hasta una habitación bastante más pequeña con una gran mesa donde se apilaban papeles pintados por Miró. Todos tenían aproximadamente idéntico tamaño: algo menos de un metro de alto por algo más de medio de ancho. Llevaban la misma fecha: 29 de julio de 1978. Eso indicaba que Miró sólo hacía un par de días que los había pintado. Obser­vamos todos al tiempo que aquel 29 de julio Miró había tenido una jornada especialmente activa. Más de veinte papeles blancos, de gran calidad,

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poroso, suave, recorridos por trazos rápidos como surgidos en un sobresalto, enseguida dulcificado. Nada de variaciones sobre el mismo tema, sino grafías fruto del impulso, la espontaneidad, la frescura y decisión de una mano adiestrada para abandonarse controladamente sobre el papel.

Junto a este montón, había otro con papeles de fechas anteriores -algunas se remontaban a mu­chos años atrás. Y apoyados en las paredes, lien­zos de muy diversos tamaños, también agrupados por fechas. Parecía que Miró se dedicaba cíclica­mente a realizar esbozos, gestos gráficos, en dis-

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tintos papeles y lienzos, y que, posteriormente, trabajaba los cuadros situado ante algo ya expre­sado que exigía una nueva acción suya para que­dar completado.

Pero por entonces lo importante ya no eran esos lienzos y papeles. El centro de mi atención -de la de todos- lo constituía una enorme papelera, más bien cesto de mimbre, lleno de «mirós» troceados.

-A ver qué encuentras ahí. Algo que te guste-había dicho David.

Busqué y encontré, entre todos los trozos, unpapel pintado por Miró que éste había partido en cuatro. Lo recompuse inmediatamente sobre el suelo, y me pasmé ante la maravillosa pintura resultante. 85 por 65, comprobé más tarde, eran sus dimensiones. Sí, me lo p�día llevar, decía David, cosa que hice al momento enrollando el

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papel, un tanto furtivamente y con cierta culpabi­lidad, debo confesarlo.

Los otros dos amigos se limitaron a coger un trozo cada uno. Quizá hubiera sido lo justo, pero para evitar la tentación de tener un Miró entero, caí en ella.

Supongo que después de pasar por casa de Da­vid para dejar los papeles, volveríamos a la pis­cina y nos bañaríamos. Hacía bastante calor, eso sí que lo recuerdo -la temperatura fue bastante alta casi todo aquel verano-, y empezaba a po­nerse el sol.

Meses después, un enmarcador hortera, a pesar de mis indicaciones para que dejara las líneas de ruptura visibles, se empeñó en recomponer la pin­tura. No lo consiguió, por suerte, y se nota perfec­tamente que es un papel roto. El que Miró hubiera rasgado su obra le añadía un valor suplementario -decidí.

Al menos eso es lo que prefiero creer, porque laverdad es que en ocasiones siento cierta malaconciencia. Me parece que he violado la intimidaddel artista al hacer perdurar algo que él habíadesechado.

Bueno -me digo-, la tradición de editores delibros y marchantes de arte -no me pongo a de­terminar ahora si es justa o no-, incluye la comer­cialización de todo lo que un artista produce.Siempre está, además, la justificación, sin dudahipócrita, de que si el artista no se deshizo de suobra es que, aunque fuera inconscientemente, de­seaba que se hiciera pública.

En realidad, yo ni siquiera puedo recurrir a esetipo de justificaciones. Estaba muy claro que Miróhabía desechado la pintura, por lo que fuera, yque yo me había comportado como un rebuscadorde basura.

Con todo, confío en que a Joan Miró no leimporte demasiado mi acto -como un niño pe­queño puedo echarle la culpa a su nieto-, y aceptecomo desagravio esta expresión de las muchassatisfacciones que me proporciona su obra. Noestá firmada, claro, no es un producto carísimo.Cosa que me alegra mucho. Estoy seguro de queen épocas de vacas flacas difícilmente dejaría deverlo -si tuviera el dibujo de su firma debajo­como un buen fajo de billetes de los que disponer.

En la actualidad lo tengo colgado ahí mismo,enfrente de esta máquina de escribir, en el mismositio de la pared que antes ocupó una litografía deLichtenstein, y antes otra de Mondrian, y antes elaire de la meseta: no se había construido la casa.

Sus trazos negros jamás me sugieren duelo,aflicción, tristeza, dolor o cualquiera de los simbo­lismos habitualmente asociados al negro. Quizápara mis ojos verdes, como para los azules deMiró, funcione también la clasificación jerárquicade los colores con referencia al gusto establecidapor Jacob. Un científico que determinó, a travésde la medida de la dilatación de la pupila, �que el color preferido por quienes tienen ·�los ojos azules es el negro. �