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KAMCHATKA Nº1 · ABRIL 2013 ANEXOS PÁGS. XIX-XXXIII XIX Una familia, un siglo. En el 50 aniversario de la revista Orígenes MINERVA SALADO Poeta, ensayista y periodista cubana. Ha publicado ocho poemarios, entre los que destacan Al cierre (Premio David, 1971); Tema sobre un paseo (Premio Julián del Casal, 1977); y Herejía bajo la lluvia (Premio Internacional Carmen Conde). En el ámbito del ensayo, destaca su publicación Un juguetero prodigioso (La Habana: Unión, 1988), compilación de artículos propios acerca de la cultura cubana. Ha editado el volumen Dos orillas: voces en la narrativa lésbica (Egales, 2008). Su obra como ensayista e investigadora abarca varios títulos y ha sido publicada por el Fondo de Cultura Económica y por la Universidad Autónoma de México. Destaca también su actividad como investigadora y profesora de periodismo, área en la que aborda la noticia comparada como tema de estudio.

Una familia, un siglo. En el 50 aniversario de la revista Orígenes · literaria y artística de los participantes y la vida limitada de tales asociaciones no impidió que ellas pasaran

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KAMCHATKA Nº1 · ABRIL 2013 ANEXOS PÁGS. XIX-XXXIII XIX

Una familia, un siglo. En el 50 aniversario de la revista Orígenes

MINERVA SALADO

Poeta, ensayista y periodista cubana. Ha publicado ocho poemarios, entre los que destacan Al cierre (Premio David, 1971); Tema sobre un paseo (Premio Julián del Casal, 1977); y Herejía bajo la lluvia (Premio Internacional Carmen Conde). En el ámbito del ensayo, destaca su publicación Un juguetero prodigioso (La Habana: Unión, 1988), compilación de artículos propios acerca de la cultura cubana. Ha editado el volumen Dos orillas: voces en la narrativa lésbica (Egales, 2008). Su obra como ensayista e investigadora abarca varios títulos y ha sido publicada por el Fondo de Cultura Económica y por la Universidad Autónoma de México. Destaca también su actividad como investigadora y profesora de periodismo, área en la que aborda la noticia comparada como tema de estudio.

Minerva Salado

El siglo XX cubano no careció en lo absoluto de cofradías literarias y artísticas. Sus integrantes se reunieron a veces en torno a publicaciones, en algún café e incluso en uno que otro bar o cantina. La herencia hispana, legó a nuestros países esa tradición de juntarse para hablar de la actualidad –política, cultural, deportiva-- pero también y con bastante frecuencia, para someter al juicio colectivo las producciones personales más recientes, antes de entregarlas a la imprenta, colgarlas en alguna galería o incluirlas en el programa de un concierto musical. Las diferencias de criterio provocaban discusiones que podían convertirse en altercados. La mayor parte de estas peleas se disolvían poco después en pos de la siguiente jornada de encuentro. Otras, causaban las primeras grietas en la futura cancelación de la hornada en cuestión, lo que en ocasiones significó la desaparición de varias revistas. No obstante, el intercambio, por polémico que fuera, alimentaba la creación literaria y artística de los participantes y la vida limitada de tales asociaciones no impidió que ellas pasaran a formar parte de la historia de la literatura y el arte, muchas veces como sus motores de arranque, durante la primera mitad del siglo.

El grupo al que quiero referirme fue distinto. Singular en todo el siglo XX. Pervivió a lo largo de su segunda mitad, aún después de los sesenta, cuando las reuniones de café batieron su retirada bajo el impulso de la ola revolucionaria, que nos reunía a todos en la Plaza, pero ya no en las peñas. Pervivió incluso cuando algunos de sus miembros más destacados se fueron a vivir a otras tierras, justamente porque el lazo que los unía no tiene fronteras: la amistad. Ese sentimiento, prácticamente único, capaz de trascender el tiempo y el espacio.

Si hoy tuviera que nombrar lo que creo que es el legado mayor de la familia Diego-García Marruz-Vitier dejaría para después el conjunto de su obra, y el sitio imprescindible que ella ocupa en la literatura y la música cubanas, para decir que la primera gran donación a la historia de nuestra cultura, es el ejemplo de la amistad.

Una amistad a prueba de balas, por encima de ideas, exilios, amarguras y desgajamientos.

Cuando el 17 de julio de 1948, el padre Ángel Gaztelu, casó en la pequeña iglesia de Bauta, a Eliseo Diego con Bella García-Marruz, ninguno sabía que estaban partiendo en dos el siglo de una estirpe familiar que, proveniente del XIX, sería emblemática en la cultura nacional. Ellos, junto a la pareja de Fina García Marruz y Cintio Vitier, que se había unido en matrimonio el 26 de diciembre del año anterior, serían los nuevos pilares --hitos diría yo-- que iban a dar continuidad a su linaje en la segunda parte del siglo XX, con una mezcla genealógica de cuyos principales exponentes se hablaría durante las siguientes décadas en la literatura y en la música, en las artes plásticas y el cine.

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Los jóvenes se habían hecho amigos en el colegio La Luz, cuando Cintio tenía 14 años y Eliseo 15. Juntos ingresaron en la universidad, donde Cintio conoció a las muchachas que pocos días después presentó a Eliseo. Ese primer encuentro entre los cuatro ocurrió en los meses finales de 1938, había huelga universitaria y el inocente paseo por la arboleda que dieron aquella tarde inauguró un recorrido que duraría por el resto de sus vidas.

La unión de los noveles escritores con las hermanas García-Marruz produciría un fenómeno de fraternidad singular en las letras cubanas. Se trataba de algo más que amistad. Los rasgos de lealtad se comportaron como bastiones que fungieron cuales puntos de atracción para dar lugar a la ampliación de la familia. Las reuniones dominicales siempre juntaron a los parientes con los amigos. Allí se descubría la vocación posible de los niños, mientras alguno leía su más reciente poema y otro se sentaba al piano para interpretar la obra propia o acompañar en la hora de las canciones.

Esas jornadas de los años cincuenta sellaron la fidelidad del grupo, cuyo clima escolta a los suyos hasta el día de hoy. La amistad por encima de todo y, pese a todo: la amistad. La permanencia de ese rasgo trascendió a ojos vista en una extraordinaria capacidad de recuperación de los lazos afectivos esenciales, pasados los momentos de desprendimiento. Algo que les permitió restaurar la amistad pese al instante de amargura e incluso de incomprensión. Tras el ejercicio latente de conservación, la memoria quedó intacta. Y con ella, la amistad.

Es lo que hizo que en 1992, Eliseo Diego estallara en llanto al abrazar a Gastón Baquero en Madrid, 30 años después de su partida de Cuba, y a ambos sentarse a conversar entre bromas un rato después, como ayer. Es lo que ha hecho que en el puente de Arroyo Naranjo donde las cenizas de Eliseo Alberto de Diego García Marruz (Lichi) quedaron depositadas para siempre, estuvieran presentes, consternados, sus primos y los hijos de sus primos Vitier, junto a los descendientes del entrañable Agustín Pí, a quien todos reconocían como tío.

Aquel primer grupo de amigos se integró a principios de 1939 en la casa de Neptuno 308, entre Águila y Galiano, en la sala de Josefina Badía, la madre de las hermanas García Marruz. Los parques de El Vedado habían visto nacer los noviazgos de las jóvenes con Cintio y Eliseo y de los largos paseos pasaron a las visitas de rigor, en la casa materna.

En una ocasión, hace ya más de veinte años, Cintio me habló acerca de esos días. Sus palabras podrían dar conclusión a esta crónica:

Nosotros en primer lugar éramos novios, después éramos amigos. Realmente la poesía surgió en nosotros dentro de la atmósfera de la

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amistad y por suerte ha seguido siendo así. Es decir, que hasta hoy continuamos siendo una familia espiritual, cuyo centro es la amistad. Nos manifestábamos más como amigos que como literatos, lo cual parece insignificante ahora pero entonces no lo era, porque la mayor parte de los literatos en aquella época estaban peleados.

El turco sentado De algún modo el hilo de esta crónica conduce hacia el papel que desempeñó la

familia Diego-García Marruz-Vitier en la formación de la generación de Orígenes. Y no sólo a él, sino a la gestación de un texto que abrió la puerta por la que transitan aún muchas de las tendencias de la poesía cubana de los últimos sesenta años: En la calzada de Jesús del Monte, el libro que colocó en la poética nacional la cotidianidad de las gentes, y descubrió la memoria afectiva de las cosas que les rodean.

Al margen de los talentos personales para observar la realidad en sus detalles, la semilla de esta visión humana, fue sembrada en la casa de Neptuno y Águila. Entre bromas y motes, los jóvenes adolescentes que allí se reunían elaboraron una poética, que se nutrió de otras expresiones y en lo básico, tuvo su más sólido pilar en la amistad, fundamentada en un concepto de armonía, que sin ser idílico, expresaba tolerancia y lealtad a los otros, y fue único en aquellos días, pero prácticamente excepcional en las tertulias de todo el siglo XX cubano.

No se lo propusieron, pero estos adolescentes dieron una lección a los mayores, quienes intentaban una y otra vez consolidar publicaciones y grupos, sin lograrlo, vencidos por las pugnas entre personalidades complejas y a menudo protagónicas. Lezama, con 28 años de edad, era un producto de ese medio, pero cuando conoció a los jóvenes poetas acumulaba malas experiencias respecto a los grupos. Se había rodeado de amigos difíciles e incluso de enemigos. Tal vez por ello se dio cuenta enseguida que estaba ante personas diferentes, que admiraban su obra de una manera auténtica, sin recelos.

En alguna de las veladas nocturnas, en las cuales de pronto se imponía el humor en la conversación, Agustín Pi ideó la frase que ha trascendido como bautismal: “Nosotros estamos en el turco sentado”. Agustín era el amigo a quien más tarde Cintio definió como “el miembro silencioso de Orígenes”, uno de los personajes más importantes del grupo, con extraordinario talento y agudeza y centro de amistad de quienes se frecuentaban en 1940.

La tertulia dio lugar a un tipo de ejercicio humorístico, cercano a las letras, del cual Agustín, era su principal cultivador. Se trataba de un juego literario, una suerte de género que produjo caricaturas poéticas de Eliseo, de Octavio, de Fina. Por el filo humorístico de

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Pi pasaban todos. Y esa fue realmente la literatura propia de El turco…, una expresión ajena a lo que se destinaba a cuadernos, libros y revistas. Textos sin afán de trascendencia, efímeros incluso, escritura de diversión que en su mayoría se ha perdido, aunque parece que aún se conservan algunas muestras.

Los que sí se conservan son los cuadernos. Las ediciones artesanales producidas por El turco sentado.

Eliseo, quien despuntaba como poeta, era un excelente copista y pasaba los textos a máquina en papel de lujo. Luego, Bella los cosía y empalmaba con gran habilidad. Esas publicaciones contienen los poemas iniciales de Fina García Marruz, Eliseo Diego, Cintio Vitier y Octavio Smith y llegaron a reunir también obra conjunta. La costumbre era entregarlas como regalos de cumpleaños o en navidades.

Ya para entonces frecuentaba la casa Gastón Baquero, quien estaba en plena eclosión poética, Algo después, al núcleo original se unieron el poeta Emilio Ballagas, el narrador Oscar Hurtado y el pintor Roberto Diago, entre otros. Ese fue el embrión de lo que más tarde pasó a la historia de la literatura cubana bajo el nombre de Generación de Orígenes.

Luego entonces, esta generación se formó por dos vías y comenzó a gestarse mucho antes de la aparición de la publicación que le dio nombre. De una parte, El turco sentado; de otra, José Lezama Lima --quien ya había sido editor de Verbum, en 1937, y fundador de Espuela de plata, en 1939-- junto a Virgilio Piñera, Mariano Rodríguez, René Portocarrero. Gastón Baquero, relacionado con ambos grupos, fue quien realizó el contacto inicial entre ellos.

Lezama conocía de la existencia de El turco sentado y años después confesaba cómo muchas veces en tránsito por las calles de Neptuno y Águila, miraba hacia el pequeño balcón de la casa de Josefina Badía, mientras resistía el impulso de subir. Impulso que Cintio calificaba como un “presentimiento realmente poético”. Porque lo que él quería buscar allí era amigos.

El encuentro finalmente se dio, pero pasaron varios años entre la tarde de 1938 en que Gastón Baquero presentó a Cintio y a Lezama, durante una conferencia en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, hasta el día de 1943 en que se inauguró la amistad y con ella el vínculo definitivo de El turco sentado con lo que un año más tarde sería la revista Orígenes. Josefina Badía

“Ansi font, font, font,/Les petites marionettes,/ Ansi, font, font, font, Trois petits tours/Et puis s’en vont!”.

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A veces se la menciona, de pasada, al nombrar a algún miembro del grupo Orígenes. Pero realmente poco se ha hablado de Josefina Badía y, en consecuencia, casi nadie sabe quién fue.

A los noctámbulos de mi época les bastaría tal vez con descubrir que también era la madre de Felipe Dulzaides, aquel músico excepcional con quien inauguramos nuestras incursiones en el club La Red, de El Vedado. El mismo que ponía las canciones en tiempo de jazz para que las interpretara Doris de la Torre con Los armónicos, memorables en las noches habaneras. Cómo olvidar su versión de C’est si bon y, aún más: Nuestras vidas.

Pero ya me desvié. Vuelvo al tema de Josefina Badía, pues con ella entra al torrente sanguíneo de la

progenie de Diego y Vitier, la veta musical. Su hija Bella comentaba en una entrevista, también remota: “Mamá era mamá y el piano”, definición que describía al instrumento como una adherencia de su cuerpo, atado a su ritmo vital y a su modo de comunicarse con los demás.

Ella era mucho más que la madre de las hermanas García Marruz. “No se puede hablar de Orígenes sin mencionarla”, decía Cintio, y se refería a que su piano, no sólo fundó la atmósfera de Neptuno 308, sino que actuó como firme telón de fondo, creador del estado de ánimo que hizo de esa casa un puerto seguro. Quienes llegaban, a menudo buscaban confianza, apoyo, tolerancia y algo de alegría. En suma: un espacio de libertad. Y todos coinciden en que allí los encontraban, bajo el entorno de la música como expresión de afecto.

Porque Josefina Badia era diferente. Para su época y aún para la actual. Una mujer que tomaba decisiones sobre su vida, hacía las cosas a su propio modo y, sobre todo, reía, cantaba y sufría a través del piano. Los taciturnos Diego se alimentaron de su ritmo; los musicales Vitier, de su melodia.

Josefina de Diego, su nieta, ha escrito una minuciosa memoria de la familia en la que recuerda los días de su infancia en Arroyo Naranjo. Así describe la presencia de la abuela: “Oírle tocar el piano era siempre una fiesta, pero una fiesta como encantada porque había algo mágico, sobrecogedor, en ese instante en que se acomodaba en la banqueta, elevaba sus manos y las dejaba caer, suavemente, sobre el teclado amoroso”.

De hecho, el exergo que encabeza esta parte de la crónica, es una cancioncita francesa con la que Josefina anunciaba su presencia dominical en la quinta de Arroyo Naranjo. Cuando ella cantaba “ansi font, font, font”, los niños escuchaban “chifón, chifón” y corrían hacia el piano. Por eso, siempre le dijeron “abuelita Chifón”.

Cuando le pregunté a Bella cómo era Josefina, me contestó, rápida: “Mi madre era una mujer sin convenciones. Tuvo seis hijos, pero perdió a los dos mayores muy pronto. Ambos se llamaron Felipe. Tú nada más analiza lo que significa ver morir a un hijo, el

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primero, con casi tres años de edad. Ella estaba devastada. Pero no guardaba luto, y al regreso del entierro se sentó al piano para tocar una y otra vez las melodías juguetonas, infantiles, que le gustaban al niño y ella había compuesto para él. Estuvo tocando toda la tarde y la noche, tocó hasta el amanecer. Esto ocurrió, antes de 1917, más o menos por esa época. El barrio donde vivía entonces, en Cárdenas, se escandalizó. Los vecinos nunca entendieron por qué lo hacía”.

No tuvo una vida fácil. A su tercer Felipe, lo arrancaron de su lado cuando era muy pequeño, con la información de que la madre había muerto. Mientras, ella no paraba de buscarlo. Doce años después encontró a Felipe Dulzaides convertido en un adolescente que mostraba el talento musical que las prohibiciones de acercarse a un piano no habían logrado cancelar. La reunión con ese hijo cerraba el pasaje más doloroso de su vida.

En 1932, en plena tiranía de Gerardo Machado, la economía de la familia se resintió, cuando el doctor García Marruz se quedó sin sus clases en la universidad. Aunque divorciados, él seguía sosteniendo a sus hijos, pero ya no ganaba lo suficiente. Entonces a Josefina se le ocurrió formar una orquesta de mujeres, convocó a su hermana Lola para el violín y a Ursisina, esposa del tío Ismael García Marruz, para las percusiones. Unas amigas, Ester y Teté, se hicieron cargo de la flauta y el cello. El piano, ni decirlo, era de Josefina.

Bella recordaba: “Tenían un repertorio español que tocaban muy bien y fueron contratadas por el hotel Regina, que estaba frente al cine Campoamor, donde había una tabernita de ambiente hispano. Se consiguieron trajes de vuelos y empezaron a traer dinero para la casa”.

“Después de esa etapa”, añade Bella, “ya mamá no dejó de vivir de la música: montó repertorios, acompañó a cantantes y tocó como solista”. Cuando murió cumplía su primer año de pianista acompañante y repertorista en el ballet de Ana Leontieva. Un día, al regreso del trabajo sufrió un ataque cerebral. Sólo entonces se cerró su piano. La música había salvado a Josefina Badía de la amargura. Y es la música, principalmente ella, quien la mantiene viva entre sus descendientes. Las revistas

Clavileño fue, no me cabe duda, la sucesora directa de los cuadernos de El turco sentado. Como cualquier otro grupo de creadores, el que se formó en Neptuno 308 aspiraba a tener una publicación propia. Lo que tal vez no sabía entonces era que su revista iba a ser un eslabón importante en la serie que había comenzado en 1937 con Verbum y culminaría en 1944 con la aparición de Orígenes.

A menudo se habla de Lezama como editor de publicaciones y la talla de su figura intelectual distancia, si no es que oculta, a editores tal vez menos avezados pero indudables protagonistas de los proyectos que construyeron piedra a piedra, la grandeza de Orígenes y

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que, junto a ella, forman un conjunto editorial que pese a las disputas personales que las frustraron no perdieron su denominador común: la cultura nacional y, a partir de ella, el vínculo con las letras y el arte universales.

La revista Clavileño, antecesora directa de Orígenes.

El poeta Emlio Ballagas, miembro activo de su Consejo editorial, decía que

Clavileño se hacía en el hogar de Fina García Marruz como un dulce casero. Y así era, pues tanto como los cuadernos de esa primera formación del grupo en torno a las novias y los amigos, la revista tuvo semejante factura. En la entrevista con Cintio Vitier que he estado citando, él refería:

Lezama observaba cómo el tema de la familia estaba incrustado en nuestra poesía, y tenía mucha razón en lo que decía, porque todo lo que hacíamos en el plano intelectual ocurría dentro de la familia, como un hecho más, no estaba entrecomillado, no estaba subrayado. Nadie sabía entonces que de allí

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iban a surgir poetas tan importantes como Eliseo, por ejemplo. Todo se daba dentro de una gran naturalidad, dentro de una gran espontaneidad. Toda esta última fase de la que te estoy hablando, que ya tiene un carácter más literario, se hizo posible por Josefina Badía, por eso es que ella es tan importante y siempre insisto en que al hablar de Orígenes hay que referirse a ella. Pero está claro que los críticos nunca piensan en estas referencias.

La afición de Cintio y Eliseo por las revistas se había manifestado por primera vez en el colegio La Luz, donde ambos editaron en los meses de septiembre y noviembre de 1936, sólo dos números de una publicación escolar del mismo nombre en la cual aparecen varios textos de Eliseo que denunciaban desde entonces sus obsesiones poéticas: “La importancia relativa de las cosas” y “El correr del tiempo”. El precio era de 20 centavos, y La luz, apenas un folleto, podría verse ahora como el antecedente original de la trayectoria posterior de estos dos escritores: Eliseo, poeta en verso y en prosa. Cintio, ensayista de aguda pupila, aunque también poeta. Allí documentaron su vocación.

Si nos atenemos a su fecha de salida, Clavileño es la tercera en esta cadena constructiva integrada por seis revistas, que fue avanzando en la medida que se cancelaba un proyecto y surgía otro. No obstante, hay que tratar como grupo en sí mismo, las ediciones que contaron con la participación de Lezama. La primera fue Verbum nacida en 1937 y de la cual se imprimieron tres números, en los que aparece René Villanovo como director y José Lezama Lima como secretario. En ella colaboraron los poetas Angel Gaztelu y Emilio Ballagas, quienes también figuraron como miembros del Comité de colaboración de la segunda revista: Espuela de plata, dirigida por Lezama, Mariano Rodríguez y Guy Pérez de Cisneros, con evidente prevalencia del primero. Espuela… se publicó cada bimestre desde agosto-septiembre de 1939 hasta agosto-setiembre de 1941. Colaboraron en ella Gastón Baquero, René Portocarrero, Cintio Vitier y Virgilio Piñera, entre otros

Tras una diferencia entre Virgilio y Lezama, surgió Nadie Parecía, bajo la dirección de este último y Ángel Gaztelu, que circuló desde septiembre de 1942 a marzo de 1944. Aparece aquí José Rodríguez Feo quien después va a financiar Orígenes y jugar un importante papel en ella. Virgilio, por su parte, se dedicó de manera unipersonal a Poeta, de intención trimestral pero de la cual sólo logró editar dos números que salieron en noviembre de 1942 y mayo de 1943. En ella publicaron, además de su editor, Gaztelu, Baquero, Vitier y también Lezama.

Mientras esto sucedía, se cocían en el departamento de Neptuno las primeras páginas de Clavileño, que vio la luz en agosto de 1942. La revista se identificaba como un cuaderno (así tenía que ser) mensual de poesía, y la dirigía una suerte de comité editorial que integraba a los miembros de la tertulia, encabezados por Baquero, Vitier y Ballagas. El turco sentado, ya como familia ampliada de amigos, documentó allí sus obras iniciales y

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también dio espacio a los textos de Piñera y Eugenio Florit, tanto como a los dibujos de Portocarrero y Felipe Orlando.

El grupo crecía. Se iban uniendo a él escritores y artistas que venían de otros proyectos y algunos aún seguían en ellos. Clavileño reunía a todos, en esa ausencia de límites, sólo regida por la amistad. En ese escalón se fue forjando la simiente que cuando la revista tuvo su última fecha en enero-febrero de 1943, ya estaba sembrada.

Poco más de un año después, en la primavera de 1944, nacía Orígenes, la de más larga vida, como correspondía a sus siete años de gestación. La etapa que comenzó en 1937 no culminaría hasta 1956, año de su último número.

Tal fue su huella en la cultura cubana que Ciclón, la publicación bimensual fundada por Rodríguez Feo tras la dramática ruptura con Lezama, podría considerarse hoy una suerte de epílogo de Orígenes. Porque pese a los ataques reiterados a ella, y en especial a su director, habría que reconocerla –en el menor de sus aportes-- como escuela de aprendizaje editorial. Diez años de ejercicio en Orígenes permitieron a Rodríguez Feo convertirse en editor, lo que le abrió la posibilidad de convocar a un nuevo proyecto, puramente literario, cuya principal virtud fue la de cobijar durante su periodo de vida (1955-57) a una nueva promoción de intelectuales cubanos, aún vigente, la llamada “generación de los cincuenta”, que integró a figuras como Ezequiel Vieta, Rolando Escardó, Rine Leal, Antón Arrufat, César Lopez, Fayad Jamis, por nombrar algunos.

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Una familia, un siglo. En el 50 aniversario de la revista Orígenes

Siempre la historia la hacen las revistas, al margen de los estudios literarios, las antologías, la propia obra de artistas y escritores, las que primero elaboran la historia de las letras y el arte son las revistas. Justamente porque guardan la crónica de los avatares cotidianos que no suelen pasar a los estudios teóricos. Ellas dan fe de las contiendas y las diferencias y también anotan las coincidencias de los grupos que las gestan. Son testigos de los tanteos propios de las obras iniciales y el lector de revistas encuentra entre líneas los datos de una época que de otro modo tal vez no obtendría. Las revistas registran la memoria y la reflexión sobre los sucesos en el momento en que estos ocurren.

En Clavileño tuvo El turco sentado su revista. Y con ella la nobleza de entregar su ejercicio a un proyecto mayor, a fin de construir ese común denominador al que me referí antes y que resguardó para los días posteriores la esencia de nuestra cultura, bajo la idea martiana de injertar en nuestras repúblicas el mundo y preservar el tronco para nuestras repúblicas.

En 1949, durante los días de Orígenes, de izquierda a derecha: Cintio, Fina, el padre Ángel

Gaztelu, Lezama, Mercedes Vecino (Tangui) la esposa de Julián Orbón), Julián, Bella (embarazada de Rapi) y Eliseo.

Villa Berta

La quinta de Arroyo Naranjo fue ante todo el paraje de los abuelos. Constante y Berta la legaron a sus descendientes. Y ese legado tocó de manera visible la vida de otros

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muchos y, aún más, la existencia misma de una generación de creadores que se expresó en la poesía, la narrativa, la música, la filosofía, de un momento clave en la historia de la cultura nacional. Su huella permanece bajo los árboles que sembró el asturiano Constante de Diego González, llegado a Cuba cuando era un adolescente de unos doce o trece años, para ejercer el comercio, como muchos españoles de esa migración y, casado en segundas nupcias, luego de una viudez, con Berta Fernández Cuervo-Giberga, quien además de su largo ejercicio como maestra de inglés, fue autora de aquel texto en tres tomos para la enseñanza del idioma, con el que se ejercitaron varias generaciones de estudiantes, incluida la mía: Exercises in Functional Grammar.

Villa Berta guarda todo eso. Y no pocas veces me he preguntado, en especial cuando ando de viaje, porqué puedo visitar la casa de Proust, la de Kafka, y hasta la del remoto Dante Alighieri, y me está vedado trasponer las verjas del sitio donde creció Eliseo Diego, una de las voces poéticas más extraordinarias de nuestro país y de nuestra lengua.

Pese a las versiones recibidas nunca me quedaron claras las razones que tuvo la familia para dejar la quinta. Sobre todo porque me ensombrecía la idea de que se hubiera elegido el lugar como paso de una carretera, a la cual se sacrificó la huella trascendente de una época. Y durante los años transcurridos desde entonces, me apenaba aún más el hecho de que nadie pensara en recuperar aquel lugar, cuando en otros se estaba haciendo un importante esfuerzo de restauración. Por el contrario, la villa presenta hoy un estado de abandono al que sólo han sobrevivido los árboles. En 1993, Josefina de Diego, publicó un pequeño tomo que remite a la vida en la casa familiar, El reino del abuelo, uno de esos breviarios dignos de conservarse como joyas de la bibliografía no sólo por la memoria que contienen sino por el exquisito estilo de la prosa. En la última viñeta ella refiere así la partida:

En 1968, y por muchas y muy diversas razones difíciles de resumir y de asumir tuvimos que abandonar la finca. No recuerdo nada de ese día, ni de los preparativos previos a la mudada. Sólo años después supe que todos, de alguna forma, habíamos tratado de preservar la casa en nuestra memoria. Tío Cintio la nombró, con especial ternura, en su novela De Peña Pobre; Cleva, poeta y pintora, amiga entrañable, se escapaba al estudio de papá y hacía bocetos del jardín; mi hermano Lichi escribió, ese mismo año, un libro precioso, La Quinta de los comienzos; yo retrataba los rincones que no aparecían en las fotos de mamá; tía Fina escribió poemas desgarradores: “Desmantelan la casa, nos desmantelan a todos el alma”.

Al componer estas líneas se impone la imagen de Eliseo Diego volviendo el rostro al lado contrario del paisaje cada vez que transitaba hacia el aeropuerto. No podía soportar los recuerdos.

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Allí, en 1958, llegaron los primeros ejemplares de su segundo libro, Por los extraños pueblos, impreso en los talleres de Ucar García; allí también escribió El oscuro esplendor, uno de sus favoritos, que publicó ocho años más tarde. Allí, se sentó frente a las teclas cada domingo la “abuelita Chifón” para tocar la canción que alborotaba a los nietos. Allí, una tarde, José María Vitier con siete años de edad tomó de repente unas maracas para acompañar a su abuela y lo hizo como un profesional, con lo que la familia se dio cuenta de su talento y a partir de entonces comenzó a estudiar música. Allí ensayaba su hermano Sergio las primeras lecciones de guitarra. Allí, “descargaba” Felipe Dulzaides, incluso a veces en compañía de Los armónicos. Allí leyó Lezama algún texto y se escucharon los poemas de Octavio Smith, de Cintio, de Fina, en tanto Agustín exhibía su sentido crítico y, desde luego, su humor. Allí se cocían los proyectos comunes y se esperaban las páginas de Orígenes, que eran comentadas de inmediato.

¿Cómo olvidar lo que fue ese recinto para estos creadores? ¿Cómo no tomar en cuenta su repercusión, su reflejo, en las generaciones posteriores?

De izquierda a derecha: En la quinta de Arroyo Naranjo: Rapi Diego de la mano de Fina García Marruz,

Josefina Badía (madre de Fina y Bella), Octavio Smith, Dinorah Gómez Román (esposa de Agustín), Agustín Pí, Cintio Vitier con su hijo José María en brazos.

Fue Bella quien quiso instalarse en la quinta, que estaba desocupada cuando se

casó con Eliseo, quien por entonces vivía con su madre en la Habana metropolitana. En 1953, cuando los gemelos tenían dos años y Rapi cinco, la familia se mudó a Arroyo Naranjo. Cito la descripción de Cintio Vitier:

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Era un lugar precioso, muy agradable, muy acogedor, una quinta con jardines donde jugaban los niños y nos reuníamos nosotros, que éramos los mismos. Incluso en esa época se trataba del grupo en toda su pureza, porque como entonces no resultaba fácil llegar a Arroyo Naranjo, no ocurría lo que pasaba en casa de Josefina, que llegaban muchos por la simple razón de que andaban cerca de allí. En Arroyo Naranjo estábamos los de siempre. Lezama iba algunas veces, porque él tenía que alquilar una máquina y no disponía de economía para hacerlo cada domingo.

El piano de Josefina Badía funcionó como cordón umbilical entre el departamento de Neptuno 308 y la quinta de Arroyo Naranjo. A través de él se dio la combustión definitiva entre música y poesía, las dos vocaciones de la familia. Y en torno a él y a su ejecutante se continuó reuniendo el grupo que traía a los Vitier, a Agustín y Dinorah, a Octavio Smith, a Julián Orbón con “Tangui”, su esposa, al padre Gaztelu y aún a otros amigos como los Ordoqui, con el pequeño Joaquín, su hermana Annabelle Rodríguez y Mario Parajón. Los primeros hijos de Felipe Dulzaides y Sergio Vitier coincidieron en edades con los de Bella y Eliseo, y disfrutaron mucho Villa Berta. Después, una nueva generación de nietos que integraban los primos segundos, además de los descendientes de Agustín Pi, se mantuvo también apegada a la casa.

Por esa memoria habría que conservar la quinta en lo que fue: un centro de cultura, pues ella guarda la presencia de una generación de escritores y artistas que son emblemáticos en la historia de nuestro país.

Hace ya muchos años, en 1978, visité los alrededores de Villa Berta. A través de la reja de hierro del portón pude mirar hacia el interior y las meditaciones en el trayecto de regreso produjeron esa tarde, también dominical, un texto poético que sólo incluí después en una plaquette de escasa circulación. Ahora, en el intento de dar a este texto un cierre conclusivo, confieso que me es imposible hacerlo con palabras diferentes a las que entonces escribí. Sólo deseo añadir que no habría llegado hasta aquí sin la ayuda de Josefina de Diego, quien aportó información precisa y fotos imprescindibles a los relatos. Luego entonces la dedicatoria de este recuento se extiende hasta acá: Para Fefé y a la memoria de su gemelo, que hoy descansa en el puente. Encuentro con ustedes Las marcas de la familia irreversibles sobre las losas de la entrada desconocen el pequeño tiempo en que nos detuvimos en el puente de hierro para descubrir un andén cubierto ya por la maleza

KAMCHATKA Nº1 · ABRIL 2013 ANEXOS XXXII PÁGS. XIX-XXXIII

Una familia, un siglo. En el 50 aniversario de la revista Orígenes

pátina implacable. Aquel día no comprendieron la sobriedad con que acogí la visita: es que los niños jugaban al miedo tras una curva oscura cazaban arañas en el jardín subían las escaleras los muros atravesaban el bosque mientras el camino de la escuela mismo bajo otros pasos empolvaba de nuevo los zapatos andando hacia la casa. Cuando llegamos volvieron las ventanas de par en par la madre abrió los brazos para recibir en loca carrera sonó el piano de los domingos. Después regresamos a la estación donde un sapo –efigie sin cabeza— detiene el tránsito. Creen que ha sido borrado pero todo está allí perdurable bajo las palmas a la sombra de los árboles que crecen sembrados por el abuelo.

Ciudad de México, setiembre-octubre de 2011

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