3
Los Cuadernos de Viaje UNA TARDE PARA JULIO Manuel de Lope A principios de verano imos recorrien- do diversos lugares, playas, campos de viñedo y mausoleos. Una tarde se la de- dicamos a Julio. «Convéncete de que aquí no vamos a encon- trar nada, dijo Juan mientras visitábamos el ce- menterio, a Cortázar lo enterraron en París». Yo guardaba la esperanza de ver su nombre sobre alguna losa, iba a decir ver su firma, pero ecti- vamente, allí no había nada, sólo tumbas, lo cual, de alguna rma, era una decepción. La iglesia, a flanco de aquel pitón rocoso, dominaba la llanura orientada hacia poniente. Se veían, di- minutos, los cultivos, la ruta sinuosa de los Al- pes, la de Aníbal, y el contraerte escarpado de la sierra que separa la Provenza costera de la co- marca interior. «Aquí no encontraremos nada que nos pueda servir, prosiguió abarcando con un gesto el inmóvil rebaño de cruces, uno no se lleva recuerdos de los cementerios, sino amar- gor de estómago». Y volvimos los ojos hacia el castillo ensangrentado, casi comestible, que co- ronaba el cerro, como si releyéramos las páginas de alguna de sus novelas, > Modelo para armar, una rtaleza exudando resplandores crepuscu- lares sobre el plato de un vecino de mesa. Así era la escritura de Cortázar, capaz de transr- mar, en un brevísimo traspiés de la semiología, a un comensal burgués en el Marqués de Sade. Sobre el pueblo se derramaba la representación inquietante de su nombre: Saignon. El cemen- terio quedaba encerrado en una media luna de sombra. Nos dirigimos hacia la salida entre dos hileras de mármol. «Ahí es donde entierran a los indigentes del municipio», dijo Juan seña- lando los contenedores de basura estacionados con implacable lógica a la puerta del campo- santo. «lY ahora?». «Nos queda un último recurso. Preguntare- mos en el Ayuntamiento». Al otro lado de la plaza el Ayuntamiento era una casa sin carácter, que nada mejoraba con sa- ber que allí el autor había acudido en vida a pa- gar sus impuestos locales, documentos preciosa- mente archivados ahora, en espera de que algún erudito llegue a exhumarlos para relacionar cier- tos desengaños novelísticos con eventuales re- cargos del 20 % por atrasos. Uno no alcanza a medir qué estúpidas amenazas se ciernen sobre la actividad de un artista, porque de niño creyó, y de adolescente soñaba, que tal vida se cons- truye sobre un plano imaginario poblado única- 42 mente por cuanto el artista evoca, y al cual no tienen acceso ni acreedores, ni especialistas uni- versitarios. La secretaria municipal levantó la vista de sus papeles. No, ella no había conocido al escritor argentino. Tampoco podía indicarnos a ciencia cierta la ubicación (ésa era la palabra para Julio) de la casa del autor. Regresu mirada a redac- tar sin interés un aviso. Quizá nos hallábamos ante la última instancia de lo posible. Juan, que conoce el ncionamiento de las instituciones y es canario, evocó para ella la isla de Teneri, las playas de ensueño, las volcánicas pasiones, las oportunas taris por ocho o quince días todo in- cluido. Supo la muchacha de la existencia de unas islas ente a la costa aicana donde, preci- samente, ni se redactaban avisos ni partes de de- nción. Sonrió con dulzura, como si la nostal- gia era para ella un lugar de lengua consa perdido en el océano. Se levantó y nos indicó con un gesto que la siguiéramos a la gruta en- cantada donde se hallaban las carpetas del catas- tro. Eran grandes pliegos, emparedados en car- tón, con las parcelas geométricamente distribui- das, como fas tumbas del cementerio. En uno de aquellos mamotretos, oloroso a tintas pasadas, nos señaló con un lápiz el camino. «Pueden mentir los exégetas, pero el catastro, Juan, no miente». Por fin sabíamos, con una precisión de papel milimetrado, a dónde nos debíamos dirigir. Juan me habló de su primer encuentro con el autor, y de su monuntal estatura, que le ha- cía caminar con un desinterés ultraterreno. Se había topado con Cortázar en Amsterdam, hacía muchos años. El able gigante se inclinó para derramar algunas palabras sobre el joven perio- dista quien (él mismo lo decía) le había sacado mucho jugo a aquellos cinco minutos en la calle. Una página entera en un diario de Teneri. Más tarde, contando París con siete millones de ha- bitantes y centenares de miles de kilómetros de arterias, el timbre de un portal pulsado al azar un jueves de aguacero le abrió sorprendente- mente las puertas de su domicilio, una casuali- dad estadísticamente imposible, que Juan atri- buía a la influencia del realismo mágico. Yo lo atribuía simplemente a una dirección previa- mente apuntada en su libreta. «Quién sabe. Después de la intensidad con que uno leía Rayuela». «Quién sabe», dije yo, pensando que no me- nos sorprendente resulta que uno se convierta en estatua de sal, de pura admiración, o cite agmentos cuya coherencia, al cabo del tiem- po, sólo construye la propia memoria, como si se hubiera ecuentado, no la obra, ni el au- tor, sino un territorio superior de existencia li- teraria:

UNA TARDE PARA JULIO - CVC. Centro Virtual CervantesLos Cuadernos de Viaje UNA TARDE PARA JULIO Manuel de Lope Aprincipios de verano fuimos recorrien do diversos lugares, playas, campos

  • Upload
    others

  • View
    2

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: UNA TARDE PARA JULIO - CVC. Centro Virtual CervantesLos Cuadernos de Viaje UNA TARDE PARA JULIO Manuel de Lope Aprincipios de verano fuimos recorrien do diversos lugares, playas, campos

Los Cuadernos de Viaje

UNA TARDE PARA

JULIO

Manuel de Lope

Aprincipios de verano fuimos recorrien­do diversos lugares, playas, campos de viñedo y mausoleos. Una tarde se la de­dicamos a Julio.

«Convéncete de que aquí no vamos a encon­trar nada, dijo Juan mientras visitábamos el ce­menterio, a Cortázar lo enterraron en París». Yo guardaba la esperanza de ver su nombre sobre alguna losa, iba a decir ver su firma, pero efecti­vamente, allí no había nada, sólo tumbas, lo cual, de alguna forma, era una decepción. La iglesia, a flanco de aquel pitón rocoso, dominaba la llanura orientada hacia poniente. Se veían, di­minutos, los cultivos, la ruta sinuosa de los Al­pes, la de Aníbal, y el contrafuerte escarpado de la sierra que separa la Provenza costera de la co­marca interior. «Aquí no encontraremos nada que nos pueda servir, prosiguió abarcando con un gesto el inmóvil rebaño de cruces, uno no se lleva recuerdos de los cementerios, sino amar­gor de estómago». Y volvimos los ojos hacia el castillo ensangrentado, casi comestible, que co­ronaba el cerro, como si releyéramos las páginas de alguna de sus novelas, 62 Modelo para armar, una fortaleza exudando resplandores crepuscu­lares sobre el plato de un vecino de mesa. Así era la escritura de Cortázar, capaz de transfor­mar, en un brevísimo traspiés de la semiología, a un comensal burgués en el Marqués de Sade. Sobre el pueblo se derramaba la representación inquietante de su nombre: Saignon. El cemen­terio quedaba encerrado en una media luna de sombra. Nos dirigimos hacia la salida entre dos hileras de mármol. «Ahí es donde entierran a los indigentes del municipio», dijo Juan seña­lando los contenedores de basura estacionados con implacable lógica a la puerta del campo­santo.

«lY ahora?». «Nos queda un último recurso. Preguntare­

mos en el Ayuntamiento». Al otro lado de la plaza el Ayuntamiento era

una casa sin carácter, que nada mejoraba con sa­ber que allí el autor había acudido en vida a pa­gar sus impuestos locales, documentos preciosa­mente archivados ahora, en espera de que algún erudito llegue a exhumarlos para relacionar cier­tos desengaños novelísticos con eventuales re­cargos del 20 % por atrasos. Uno no alcanza a medir qué estúpidas amenazas se ciernen sobre la actividad de un artista, porque de niño creyó, y de adolescente soñaba, que tal vida se cons­truye sobre un plano imaginario poblado única-

42

mente por cuanto el artista evoca, y al cual no tienen acceso ni acreedores, ni especialistas uni­versitarios.

La secretaria municipal levantó la vista de sus papeles. No, ella no había conocido al escritor argentino. Tampoco podía indicarnos a ciencia cierta la ubicación (ésa era la palabra para Julio) de la casa del autor. Regresó su mirada a redac­tar sin interés un aviso. Quizá nos hallábamos ante la última instancia de lo posible. Juan, que conoce el funcionamiento de las instituciones y es canario, evocó para ella la isla de Tenerife, las playas de ensueño, las volcánicas pasiones, las oportunas tarifas por ocho o quince días todo in­cluido. Supo la muchacha de la existencia de unas islas frente a la costa africana donde, preci­samente, ni se redactaban avisos ni partes de de­función. Sonrió con dulzura, como si la nostal­gia fuera para ella un lugar de lengua confusa perdido en el océano. Se levantó y nos indicó con un gesto que la siguiéramos a la gruta en­cantada donde se hallaban las carpetas del catas­tro. Eran grandes pliegos, emparedados en car­tón, con las parcelas geométricamente distribui­das, como fas tumbas del cementerio. En uno de aquellos mamotretos, oloroso a tintas pasadas, nos señaló con un lápiz el camino.

«Pueden mentir los exégetas, pero el catastro, Juan, no miente».

Por fin sabíamos, con una precisión de papel milimetrado, a dónde nos debíamos dirigir.

Juan me habló de su primer encuentro con el autor, y de su monumental estatura, que le ha­cía caminar con un desinterés ultraterreno. Se había topado con Cortázar en Amsterdam, hacía muchos años. El afable gigante se inclinó para derramar algunas palabras sobre el joven perio­dista quien ( él mismo lo decía) le había sacado mucho jugo a aquellos cinco minutos en la calle. Una página entera en un diario de Tenerife. Más tarde, contando París con siete millones de ha­bitantes y centenares de miles de kilómetros de arterias, el timbre de un portal pulsado al azar un jueves de aguacero le abrió sorprendente­mente las puertas de su domicilio, una casuali­dad estadísticamente imposible, que Juan atri­buía a la influencia del realismo mágico. Y o lo atribuía simplemente a una dirección previa­mente apuntada en su libreta.

«Quién sabe. Después de la intensidad con que uno leía Rayuela».

«Quién sabe», dije yo, pensando que no me­nos sorprendente resulta que uno se convierta en estatua de sal, de pura admiración, o cite fragmentos cuya coherencia, al cabo del tiem­po, sólo construye la propia memoria, como si se hubiera frecuentado, no la obra, ni el au­tor, sino un territorio superior de existencia li­teraria:

Page 2: UNA TARDE PARA JULIO - CVC. Centro Virtual CervantesLos Cuadernos de Viaje UNA TARDE PARA JULIO Manuel de Lope Aprincipios de verano fuimos recorrien do diversos lugares, playas, campos

Los Cuadernos de Viaje

Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio. Soy el oso que va por los caños.

en lectura nocturna de cronopios y famas, cuan­do a uno se le formaban, como arenas, los sedi­mentos de lo que más tarde sería su propia vida de escritor.

La casa se hallaba al final de un camino en pendiente, en los bancales de lo que debían ha­ber sido las huertas del pueblo, abandonadas ahora. Era una construcción de una sola planta, escalonada en tres niveles siguiendo la confor­mación del terreno. La sola visión del crepúscu­lo desde aquel lugar infundía el desaliento, no por lo que podía acarrear de muerte y ruina, si­no por la escueta imaginación de quien no esta­ba allí para admirarlo, de quien no contemplaría un crepúsculo nunca más. Nos recibió una mu­chacha rubia, con los pies descalzos. Nos condu­jo hacia la piscina, sorteando hierbas y guijarros, como si temiera herirse o desmoronarse en su fragilidad. Luego desapareció de puntillas.

Desde el agua amatista, a través de los glóbu­los monstruosos de unas gafas de baño, nos contemplaba un ser anfibio. «Es Ugné Kurvelis, dijo Juan, la lituana». Y hubiera continuado dando detalles de esa biografía que tan minucio­samente conocía si no hubiera sido porque la mujer surgió del agua como un cetáceo blanco, de puro rubio, su arquitectura femenina estraga­da por los años, sonriente, no tanto desconfiada sino sorprendida entre dos aguas, ése era el ca­so, situación a la que respondía con cierto auto­matismo cordial.

:>< ef Ugné hablaba español con ese acento interna­

cionalista que uno atribuye a los agentes secre­tos de la Belle Epoque, cuando las guerras con­cluían con un acorazado hundido en el Mar del Plata, y las monarquías centroeuropeas envia­ban a sus segundones a hacer fortuna a las tie­rras del café. El interior de la casa guardaba en su distribución el aspecto rural de galpón horte­lano que en su origen había sido. Era de cal y canto, baja de techos. «Estoy seguro, dijo Juan, de que si Julio levantara la cabeza se daría un coscorrón contra esa viga». Yo imaginé al gran oso deambulando por el jardín, desperezándose al sol, recluyéndose encorvado a la habitación más reducida donde, dijo Ugné, se ponía a escri­bir. «Siempre de cara a la pared», añadió como si fuera ella la que le castigara. El gran oso, tras unas líneas, sale de nuevo al jardín, a tumbarse sobre la hierba descifrando la geografía de lashormigas, o perdida la mirada en la llanura don­de el general cartaginés diera una batalla, imagi­na el tema para un tapiz:

El general tiene sólo ochenta hombres, y el enemigo cinco mil.

43

Su no-existencia era tan manifiesta, tan indi­ferente a nuestra presencia en su casa, que pro­ducía malestar. En un rincón había mantas de colores, y en la pared el lienzo de un pintor ar­gentino que el escritor había colgado allí por pa­triotismo, o porque la desastrosa abstracción le sugiriera composiciones orgánicas de otro modo difíciles de describir. A mí me ha inspirado en ocasiones una pescadilla embalsamada y me si­gue en mis mudanzas una pala de frontón.

Y o no sé si la desaparición física y el recuerdo que emana de los objetos se combinan para que la sensación de ausencia llegue a ser tan an­gustiosa que incite a la fuga. Uno percibe las ini­ciales en el lomo de un libro, o la conversación deja caer otros nombres bien reales, eso sí, y no sabe, perdida la noción del lugar y boqueando por un soplo de aire fresco, si no hubiera sido mejor no pasar del cementerio, o de la tinta azu­lada del catastro. Porque ya uno imagina ser Cortázar y que dos impertinentes acuden a hus­mear el olor de los rincones (a cadáver, inde­fectiblemente · huele a cadáver), y la suprema humillación consiste en haber dejado de existir sin que la vida nos ofrezca el ciclo de renaci­miento, que propone la primavera. «Este arboli­to lo plantó Julio», dijo Ugné. Era un acebo con las bayas aún verdes que para Navidad serían co­loradas.

Una hamaca deshilachada, tendida entre dos árboles, acumulaba insectos y hojas secas. De la bóveda de las catedrales cuelga el sombrero del obispo difunto. Y un buen día el sombrero cae al suelo, reducido a polvo, y se advierte por ese aviso que el alma del obispo ha sido rescatada del Purgatorio.

«lQué?», preguntó la lituana. «Dice que en la catedral de Burgos ... », dijo

Juan. «En una hamaca deshilachada reposan los res­

tos de ... ». Ugné nos despidió antes de que yo pudiera

concluir. Entre la maleza lanzaba destellos un estanque abandonado. Un grupo de muchachas recogía fruta de un cerezo, perdidas en lo fron­doso del árbol. Un niño pelirrojo lloraba en una callejuela porque alguien le había robado la pe­lota, y todas esas minucias parecían cargadas de significado, y, de algún modo, el origen de un relato circular.

«Psicológicamente demoledor», comentó Juan.

«Dejaré instrucciones a Monique para que in­cendie, nuestra casa cuando yo muera», dije yo.

Juan asistió. El dejaría instrucciones para que incendiaran su casa y el despacho en el periódi­co. Regresamos por una carretera oscura. Y a la mañana siguiente quise recordar cómo empeza­ba aquel cuento de los fuegos:

Así será algún día su estatua, piensa �irónicamente el procónsul, mientras •-•se deja petrificar por la ovación. �

Page 3: UNA TARDE PARA JULIO - CVC. Centro Virtual CervantesLos Cuadernos de Viaje UNA TARDE PARA JULIO Manuel de Lope Aprincipios de verano fuimos recorrien do diversos lugares, playas, campos