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Vigil, Mercedes - Tiempos Violentos

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Mercedes Vigil

TIEMPOS VIOLENTOS

Tras la huella de Venancio Flores

© 2008, Mercedes Vigil Derechos exclusivos de edición en castellano para todo el mundo: © 2008, Editorial Planeta S.A. Cuareim 1647 (11100) Montevideo, Uruguay Grupo Editorial Planeta ISBN 978-9.974-643-47-5 Diseño de tapa: tholön kunst. 1ª edición; marzo 2008

Paginado, impreso y encuadernado en mastergraf srl Gral. Pagola 1727 - CP 11800 - Tel.: 203 4760* Montevideo - Uruguay E-mail: [email protected] Depósito Legal 344.603 - Comisión del Papel Edición amparada al Decreto 218/96

“A Luciana, Valentina y Sofía”

“No debemos olvidar que somos hijos de reyes y de guerreros, por eso baten los tambores al nacer. Como

hijos de reyes y guerreros resistimos hace siglos al emblanquecimiento, filosofía racista que ayer nos

prohibía salir a la calle y hoy pretende mantenernos dispersos.

La enorme sonrisa del Lobo se abre cual abanico mágico en Cuareim, desparrama su brillo de

estrellas por Isla de Flores y se confunde con la luna rumbo a Ansina”.

Cristina Rodríguez Cabral

Agradecimientos

Quiero agradecer a todos quienes han aportado datos, anécdotas y documentos para que esta novela llegara a buen puerto. Debo mencionar muy especialmente al historiador Alberto del Pino, conocedor como pocos de nuestra historia, de los episodios de la Guerra de la Triple Alianza y de la Historia de nuestro Ejército Nacional.

También agradezco al Museo Histórico y a la Biblioteca del Centro Militar por el aporte bibliográfico.

No puedo tampoco dejar de nombrar al Prof. Manuel Flores Silva, quien además de llevar la sangre del general Venancio Flores, alberga una gran erudición, una memoria prodigiosa a la hora de recordar sucesos y una siempre generosa disposición para sugerir, corregir y aclarar hechos particulares y generales en torno a la vida del caudillo.

Aclaración a los lectores

Fermina es un personaje ficcionado y los sucesos que rodean su historia también lo son. Al darle vida intenté reunir en ella la peripecia de miles de mujeres que transitaron por aquellas cocinas de San Felipe y Santiago. Ellas fueron sin dudas, testigos calificados de lo mejor y lo peor de aquel tumultuoso siglo XIX.

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Prólogo

La historia abunda en vidas que se han transformado en leyenda, pero en el caso del General Venancio Flores sucedió a la inversa: la leyenda se transformó en su vida y eso hace ardua la tarea a la hora de conocer al hombre.

Hay cientos de decretos, cartas y epístolas privadas del General, su familia y sus colaboradores, así como largos informes de las campañas en las que ha participado. Sin embargo, cuando se lo evoca, parece ser que el anecdotario colectivo se ha ido devorando al personaje, casi sin remedio ni tiempo para la historia.

No es tarea fácil meterse en la piel de los caudillos que transitaron aquellos tiempos, porque antes debemos despojarnos de ciertas ideas, valores y preconceptos que atesoramos en este siglo XXI y que son una construcción evolutiva, parcial y subjetiva de nuestra peripecia existencial.

Antes de abordar los hechos y circunstancias que rodearon la vida de Venancio Flores, hay que superar los prejuicios que uno ha ido acumulando y rescatar el tono de aquel siglo en el cual la vida, el honor y la muerte eran valores muy diferentes a los que tenemos hoy. Por eso, este ha sido un camino de memorias y desmemorias.

¿Cómo definir y juzgar a un nombre sin saber cómo era el mundo en el cual se movía? Tampoco es tarea sencilla comprender la voz de la narradora, porque Fermina es una mujer que debió construirse en medio de un siglo de negación y olvido.

Eran tiempos en los cuales los barcos arrojaban de sus bodegas al puerto de San Felipe y Santiago cientos de negros bozales sin más propiedad que sus recuerdos y tradiciones, las que muy de vez en cuando resistían el embate del amo blanco, ansioso de acrecentar su hacienda, sin importarle que con ello se perdieran sueños, dioses y costumbres.

Había que hablar la lengua del amo, vivir en su casa y rezar al Dios cristiano, cuidando hijos y bienes ajenos. Luego vendría la liberación y el rescate de la memoria negra por los afro-descendientes, que reconstruyeron lentamente bailes, tradiciones y plegarias, en una tarea ardua, difícil y

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siempre dolorosa. Fermina nos conducirá por aquella San Felipe y Santiago, e intentará

mostrarnos las mil caras de aquel país vacilante, en el cual la violencia era un modo de vida.

Por eso, quizás adviertan que en esta narración no hay una sola mirada, sino varias y muy diferentes. Porque los hechos no son una realidad rígida e inamovible, sino que se presentan desde la perspectiva de diversos actores que se mueven en ese escenario caprichoso, vulnerable y variable que es la vida.

No era igual ser testigo de aquellos sucesos desde el Fuerte de San José que desde el amontonadero de negros. Tampoco era igual hacerlo desde las distinguidas salas del Hotel Oriental, y mucho menos, desde aquella cocina en la casa de los Flores, donde Fermina vería transitar más de medio siglo de la vida de sus amos y, con ella, la de un país en ciernes. Cada mirada es distinta y todo testigo es válido.

Por eso, y por los contradictorios conceptos que sobre Venancio Flores se han vertido, me ha parecido buen comienzo el transcribir algunas breves notas, en las que importantes actores de nuestro acontecer nacional han expresado su sentir sobre el General y el tiempo que le tocó vivir.

Sin dudas esto les dará una idea de cuán difícil resulta entender a aquel hombre singular, en medio de una historia cargada de luces y sombras, como la de todo caudillo del siglo XIX.

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“Venancio Flores encarnaba en ese momento la tradición caudillista del país, que era la tradición de la Patria.”

Profesor Juan Pivel Devoto

“Asumió la dictadura con una moderación y tolerancia muy grandes.”

Fernández Saldaña

“Cualquiera que sea el juicio de la historia sobre el Infortunado General Flores, ha de tener presente un hecho elocuente: abrió las puertas del país a todos los vencidos; todos los que tomaron parte en la horrorosa carnicería de Quinteros se han paseado impunemente por Montevideo.”

Bonifacio Martínez

“'Su hijo Segundo alcanzó a verlo con vida, pero sin habla. El cura Souberbielle que pasaba se inclinó sobre el cuerpo, la cara, la barba, moribundo, le preguntó si perdonaba a quienes lo acababan de asesinar. Contestó con un gesto que sí. Lo único nuevo era la muerte. El perdón era viejo. Tradición de clemencia. Vieja tradición artiguista, tradición de Rivera, tradición de Batlle y Ordóñez.”

Manuel Flores Mora

“Venancio Flores es un caudillo, en la acepción más completa, más castiza, más de fondo de nuestra nomenclatura sociológica. Lo es porque representa naturalmente al pueblo, al gauchaje creador, y en esto mismo tiene más vigencia democrática que los líderes

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urbanos que hablan en nombre de una democracia que no expresan.”

Luis Hierro Gambardella

“La bondad de Flores es difícil negarla. Primitivo, impetuoso, violento, capaz de todos los desafueros, siempre es posible ver en él un último fondo, racional, de nobleza, de salud de alma, de equidad. Es capaz de avergonzarse y desdecirse y de poner tras cada abuso un claro gesto de magnanimidad.”

Carlos Real de Azúa

“Exigirán recuerdo de honor, a cada uno en su estilo, para los hombres ilustres de Leandro Gómez, muerto por la patria en Paysandú y de César Díaz, heroico defensor por la patria en Caseros, inicuamente inmolados a las pasiones trágicas de los tiempos.”

Luis Alberto de Herrera

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Negros bozales

Agosto de 1872

“Y entonces verán esos hombres incautos, esos hombres sin conciencia que hoy nos consideran unos antropófagos por tener nuestra faz oscura, que los hombres de color de hoy, no son los hombres de color de ayer.”

Aquí me tienen, sentada viendo pasar las cosechas con pasmosa mansedumbre, en esta villa que ya no es la misma de antes. Las calles van cambiando con tal soltura que cada vez me cuesta más desampararme de estos muros que han visto desfilar la vida de los Flores, y arrimada a la de ellos, la mía.

Ya estoy añosa y escaso me mando por el caserío de la gente de color bajo, como nos dicen por aquí, en donde las cosas se van trenzando y hasta en los festejos de San Baltasar van dando flor unos mocitos a los que llaman lubolos, remedando al negro, como si se enlazara con tinte y brillo el soplo de nuestra ralea africana.

Casi no van quedando negros bozales, aquellos que llegaron en los barcos cargando la memoria viva, y eso nos trenza las mentas del otro lado del mar.

Tampoco me gusta mandarme por la escuela de la calle Piedad; desde que se fue Don Bonifaz* se han avecinado Maestros de otros lados y ya nada es parejo.

Ahora me contento con ojear de lejos la corraliza en donde enseñaba a los mocosos a arrimar el chito y se me arrugan las tripas.

Por estas calles de San Felipe y Santiago nos va tocando la modernidad, como les gusta decir a los doctorcitos, y van brotando casas chatas con techos torcidos de pierna de negro.

Ahora las hacen cajetillas, con doble piso y azotea alzada, lo que según veo le está volteando el tinte a aquella villa blanca y chata que brotaba a las vistas del viajero cuando ojeaba desde cubierta la aldea a la que venía a aquerenciar los sueños.

                                                            * Juan Manuel Bonifaz: (1805-1886) Maestro español que instauró un sistema de enseñanza en verso, precursor de la educación a pardos y negros en nuestro país.

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Razono que con el nuevo empedrado las calles van hermoseando, aunque al llegar los aguaceros sigue embarrándose todo como cuando yo era moza. No bien se alza la ventisca, vuelven a quedar callejas oscuras como bocas de lobo, por más que hablen que han alumbrado San Felipe con las mejores bujías a querosén.

En derredor se están montando conejeras de café, truco y billar, espeso para mi gusto, a donde van los varones a cebar ocios y, cuándo no, a armar trifulcas.

Cada día que desfila van quedando menos cardizales por estos lados para secar los cueros bajo la solana, lo que nos está haciendo zánganos.

Cuando yo era moza, mañaneábamos antes que el sol y luego de rezar el rosario del amo, que lerdo fue prendiendo en mi raza, engullíamos y picábamos a trajinar, sólo frenando a holgar un rato cuando el patrón lo amparaba.

Pasábamos con el lomo torcido hasta que brotaban las estrellas y se nos despachaba a las barracas, embuchábamos lo que había y cuando sonaba “el silencio”, nos volteábamos en los jergones, luego de rezar a la maña del blanco, pero sin arrinconar a los originales para que no nos desatendieran.

Cuando había algún finado, nos mandábamos a los montes rebuscar bajo la luz de la luna algún árbol viejo para sujetar su almita, no fuera cosa que estando tan lejos de sus tierras, el pobre atocinado no diera vistas de cómo conversar con Kalunga*, y eso era asunto cardinal.

Pero es positivo que me gusta la vida en la capital, y este fondeadero es como un don para mí; cada día tropiezo con algo o alguien que me pasma, no como en campaña, que una se podía estar añadas viendo las mismas jetas.

Venirme a San Felipe, o como es derecho decir ahora, a Montevideo, con Misia Mariquita, fue lo más jugoso que me ha pasado, aquí he sido libre, o todo lo libre que puede ser una polla benguela escupida de la panza de un buque casi como de milagro.

Debe de ser por eso que me embelesa el canto; ésa era la maña para zafar de aquellos barcos roñosos y cachazudos, que podían estarse quietos días enteros en la pachorra de los mares, o zarandearse como diablos en los vendavales.

Y así llegué yo, arrastrada por mi taita cada vez que la roña amontonada en la bodega amagaba con taparme la boca, en esas letrinas en las que estuvimos meses agarrotados en los pañoles mugrosos y, pese al hambre, el ardor y la sed no palmamos como tantos. Llegábamos solos con nuestras mentas, canturreábamos a sol y luna para orillar a los desgraciados que se abichaban a nuestro lado y rogar a los originales que nos socorrieran. Y por más que era cosa espinosa que en mitad del gran mar nos echaran una ayuda, los negros siempre afinábamos el canto, por si algún original nos daba la gracia de rebotarnos a casa.

                                                            * Kalunga es a la vez a dónde van los espíritus, su origen y su Dios. Es el mar primitivo, el origen de todo. 

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Ahora, la villa no es la misma que en aquellas cosechas; está muy tristona y cada vez es más peliagudo orejear rondas de negros suplicando a sus santos en mitad de la noche, como si al gotear el tiempo fuera tragándose la memoria y nos trenzara el pelaje.

Tampoco la casa de los Flores es la misma. Todos se han ido y nos hemos quedado solitas, solitas yo y mi patrona Misia Mariquita.

Si Don Venancio estuviera se encresparía ojeando estos muros lamidos por la humedad, que ya de tanto chorrear se fue acollarando en los recovecos, aliños y colgaduras como si anidase desde siempre allí.

Porque tengan cierto que cuando mi amito se cabreaba, ni el Altísimo le sujetaba el desborde, y sólo yo sé cómo se nos trenzaban las tripas al verlo tan fiero.

Pero ya no tengo bríos para airear las manchas que la ventisca del fondeadero se emperra en dejar cuando se escurre agosto. Tampoco Misia Mariquita tiene aliento ni vistas para darse cuenta de que los años se van colgando en los escondrijos, y tan poco ojea que ahorita soy yo quien lee, aunque me salteo algún asunto, como para que no se ponga más tristona de lo que está.

Ya no soy tan avispada como cuando amparaba a Don Bonifaz en la escuela. Es que mis vistas están gastadas de tanto vivir, pero hago lo que puedo y razono que él estaría azucarado de que empollé bien de sus enseñanzas.

Él fue el primero en alumbrarse que los negros debíamos ser leídos, y no bien escurrió la Guerra Grande, agenció una escuela para mozos pardos y negros, en donde los capitaneaba a ser cristianos de bien.

Estoy añosa, aunque mis hebras siguen negras como tizón, y razono que los saberes mismos no nos abonanzan, pero nos amparan a ser parejos y achicar diferencias de abajo para arriba. Y la cosa es tan verdadera que están apareciendo negros muy sabihondos y hasta para sentarse en el Cabildo estuvo sonando un tal José Rodríguez*.

Quiera el Altísimo que al fin se nos haga justicia, aunque por allí algún pitucón se esté burlando del varón, y mucho refunfuñe contra las sociedades de negros que van brotando.

También estamos viendo mucha cháchara en contra de La Conservación†, pero el asunto es que nuestro boletín sigue campante por las calles de la villa.

Bonifaz decía que una debía ser aprovechada, que había que leer para tallar el mundo, porque un pueblo educado era un pueblo libre, por eso aguijoneaba a Misia Teresita para que me apurara con las letrillas y ella le hizo comulgue.

Hasta en sus días más enclenques me acollaraba a su catre y hacía que

                                                            * José María Rodríguez: Primer candidato al Parlamento nacional de raza negra postulado por la comunidad negra ante la tildada indiferencia de los partidos blanco y colorado para con los afro descendientes. † La Conservación: Diario editado por afro descendientes en la década del sido XIX.

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ojeara las novedades, cosa que le gratifico porque ahora que estoy vieja, recojo en mi sesera lo que escurrió en una vida y al final de cuentas, es lo más cardinal que tenemos.

Cuando me acerqué a Bonifaz estaba en la Unión con un montón de mocosos que había ido juntando durante la guerra y es verdadero que para haber sido el segundón de un Conde, el varón se las arreglaba bien en aquella covacha destartalada que algunos llamaban escuela.

Pero no crean que la Unión estaba tan chaucha como ahora, que ha entrado la usanza de mandarse para el casco viejo.

Lueguito de la Guerra Grande, en aquellos lugares había mucha cantinela y se levantaron casas de formación llenas de maestros gringos. También se armó un gran salón con libros y boletines, a donde a Misia le gustaba ir a buscar novedades, y alguna botica con ungüentos y tónicos que a una la dejaban pasmada.

Otro asunto que movía a mucho cristiano a la Unión eran las Corridas de Toros y los reñideros de gallos, asunto que a mí me enfriaba las tripas, aunque había quien se mandaba tempranito a esas pistas y no se regresaba hasta que salía el lucero.

Lo que sí me gustaba ojear eran los juegos de bochas que se armaban pegados a las pulperías; allí sí había jarana y una se entretenía de lo lindo, pero como les dije, hace alguna añada que los comerciantes se han ido y es una tristeza ver aquellas tiendas, almacenes, fraguas y jaboneras desamparadas.

Por más que han empedrado la vía y hasta allí llegan los gringos con sus tranvías, el asunto no tiene levante.

Pero rebotando a Don Bonifaz, les contaba que empolló esa maña de enseñar con versos en la mismísima corte de la Reina Isabel, y en estos lugares eso fue toda una novedad.

Cuando se mandó a capitanear la escuela de la calle Piedad, por empeño de la autoridad, Misia Teresita le dijo que yo era una negra aprovechada para rodear mocosos, y le porfiaba a mi amita para que dejara a la portuguesa moviendo los carbones, porque en nada rendía yo pegada a la mesa del aplanchadero, alisando lienzos mientras podía arrimarme a Bonifaz.

En esta casa se le tenía gran querencia y cuando se puso viejo, mi patrona fundó que era una penalidad, que debía haber formado a otros maestros porque su escuela no podía despacharse con él, pero corrían cosechas alborotadas y ningún cristiano orejeó sus dichos:

“Ese español resultó ser un adelantado luchando por la igualdad”, porfiaba.

“El hombre tenía bien entendido que nadie podía estar sin saber leer y escribir, no importaba el color y según sé, fue el mejor maestro que ha tenido San Felipe. Hasta el mismo Sarmiento lo vino a visitar porque le habían contado que aquí todos los niños aprendían sus versos como una religión. “

Pero ahora que hago acuerdo, de eso ya han desfilado muchas cosechas

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y la villa tiene otros asuntos en que razonar, porque esta añada se vino malcarada y el cólera llegó del Brasil tan solapado que apenas si nos despabilamos cuando ya estaba escabechando gente por estos lados.

Por eso ahora muchos aguijonean: “¿Para qué sirve esa Junta de Salubridad?”, mientras se amontonan cristianos en ese islote que se asoma desabrigado, y más bien se parece al “mismísimo infierno”

En los carnavales se nos fue el viejo Amarillo, que venía desde que tengo seso a apretar las rendijas antes que soplaran las turbonadas de julio.

Yo supe tenerle gran querencia al indio Amarillo, apegado a los Flores desde que Don Venancio le salvó el pellejo, allá lejos en Salsipuedes.

“Ahora nadie quiere hablar de Salsipuedes. Yo creo que allí les faltó entendimiento a todos para saber cómo se debía vivir bajo el sol, y se debió entender que no sería fácil mezclar gentes tan diferentes”, dice mi amita, y creo que mucha razón tiene. Los charrúas vivían en estas llanuras desde el inicio del tiempo, libres como las aves, y luego se mandaron gentes del otro lado del mar a meterse en sus vidas.

“Hay muchos que quieren sacar la pata del lazo, pero yo sé muy bien que a Rivera lo apuraban todos para que arreglara esa cuestión, sin importar el bando, por más que ahora pongan cara de distraídos y anden embozados”, porfía, y cuenta que Artigas hablaba mucho de eso, fundando que si no les daban algún cacho de tierra para acomodarse a su aire, no iban a sosegarse; y es clarito que debieron prestarle orejas: ése fue el resbalón, el no atender lo que esas gentes tenían para desembuchar.

La cosa fue que el indio Amarillo era el abrigado del Brigadier, acaso porque en esas cosechas era más fácil pergeñar una honra con el Altísimo que un ladero cumplidor, y aunque a veces lo vi levantar el latiguillo para azotar a algún cristiano, ni en sus días de furia hago acuerdo que se le escurriera la mano contra el encogido.

El pobre no tenía mucha traza y uno lo tanteaba de lejos porque andaba hamacándose como un sauce, debido a la pata más corta que cargaba como recordación de la Guerra de los Tres.

Con Vitorina le decíamos el patizambo, pero ahorita el Altísimo me rebotó la guasada porque ando con la canilla malita, y cuando se levanta la friolera del fondeadero, yo también me sacudo como un sauce torcido y de nada me aprovechan las aguas de alcachofa que me han mandado embuchar.

Pero les decía que el indio Amarillo había quedado encogido cuando la Guerra de los Tres, porque así nos acomodamos en llamar a la guerra del Paraguay, un asunto del que escaso quieren hablar porque les da el sofocón.

A mí me parece fiero que tras aquel resbalón, los quebrallones que escurrieron de tales selvas, ahora ojeen que aquí parece como si nada desfiló, y todo porque el compadrito de Mitre amaga que no hay que desempolvar el asunto.

“Luego de haber vivido mucho, sé que si uno no quiere recordar, mal o bien ha de repetir la historia”, funda Misia Mariquita. “Si en esa historia hay errores,

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el olvido se vuelve el peor amigo de un pueblo. Por eso me gusta recordar, para tener bien claro aquello que no quiero volver a vivir.”

Ahorita que tengo resto, me pongo a razonar en eso del olvido y sé que es positivo anidar repasos, aunque sean malcarados. Yo misma cargo un montón de asuntos que no volvería a vivir ni por todo el oro del mundo, y no es que maldiga de nada, sino que con los años una se pone más sabida, o todo lo sabida que la naturaleza la deja.

Pero de eso han escurrido tantas cosechas, que no sale a cuento amargarse más, y cuando en las noches me toca el desvelo, ese mal bicho que se pega a las cobijas, vengo a acurrucarme junto a este ventanal que se asoma sobre la calle de la Florida, y barajo las cosas que amontono en la sesera.

Me rondan las sombras largas que lo envainan todo, amparando del olvido lo mejor y peor que hemos vivido. Algunas veces me quedo adormilada aquí mismo, y me despejan los chillidos del bollero tempraneando, antes de que zumben los bronces de la Matriz:

“¡Calentito el pan casero!... ¡Tengo bollos salado y dulzón! Un cuartillo los chiquitos. ¡Los grandes un patacón!... ¡Panadero, panaderooo!...”

Ya no me atolondran las mañanas, y me doy el lustre de despatarrarme

hasta que mis huesos se acomodan; ya no hay que trajinar tras los canasteros para llenar la mesa tempranito como hace unos años. Eran ocho mocosos esperando tragarse todo lo que una les arrimara a la tabla del comedero, aun antes que Misia Mariquita dijera el rezo de principiar el día.

La lumbre debía estar caliente antes de que brotara el sol, porque había que cargar las lecheras y a mi amita le gustaba que se sirviera después de espumar, porque decía que los tamberos no eran gente de fiar.

Siempre había algún arrimado por aquí, así que la vianda nunca abundaba, y desde que nos mudamos a esta casa, vivimos de portón abierto. Éramos cinco para la faena —sin contar a la portuguesa que siempre fue muy zonza— pero igual no teníamos tregua pateando las cocinas y razono que por eso me quedé flaca como junco.

No frenábamos de atender doctorcitos, curas, milicos y gringos cardinales, que hacían largas hiladas para ver a Don Venancio, tal como llamaron siempre a mi amo. Todos querían hablar con Flores, aunque más no fuere un periquete, pero ahora nadie se manda a curiosear por aquí de cómo van las cosas.

Cada familia tiene sus luces y sombras. Quienes ahora se entretienen bebiendo la sangre de nuestros muertos y piensan nada queda de los Flores que valga la pena, deberían pedir ayuda al santísimo. Cuando se encuentren cara a cara con el Brigadier, seguro que les hace morder las palabras, aun

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desde el más allá”, porfía Misia Mariquita. Pero más vale que no espume la savia con tales desgarros. La historia es

una rueda de carro, y ya se despabilarán que lo que ahora desembuchan los doctorcitos es brote de puños duros, que escaso han pateado la polvareda de nuestros caminos.

Hoy me levanté con el lucero: me sacudieron las campanas avisando la degollina de los matadores del gringo Feliciangelli, un médico sesudo que hace una cosecha supo traerle un tónico a mi patrona.

Según sé, guardaba oro entre sus frascos y no escaseó un mal entretenido que quisiera desplumarlo: “Antes el médico era como un cura sabio, a nadie se le ocurría ni siquiera levantarle la voz. Pero con estos nuevos tiempos, y tanto buque que viene llegando, se ha colado por la ciudad un grupo de forajidos que nada reverencian, con decir que no hace muchos días, hasta al mismo cura de la Catedral le han robado (Canastilla de la beneficencia), dice Misia y que con tanto atropello te pueden atocinar por unas flacas calderillas.

Se está descolgando el día y van a sacar a los malnacidos de la capilla en que los guardaron para que se arrimaran a Dios y serán arrastrados como brutos que son, hasta la Plaza de los Treinta y Tres.

Nunca me gustó ver esas cosas y aunque no se fíen, hasta no hace mucho las maestras arrimaban a los mocosos para que ojearan el final de los malhechores, diciendo que les aprovechaba para enderezarlos. Yo siempre he razonado que eso era una salvajada, y si mal no anda mi sesera, esto duró hasta que le cambiaron el nombre a la Plaza, que se llamaba Artola.

“A los niños hay que enseñarles desde el respeto y no desde el temor”, repetía Don Bonifacio, pero nada me pasma desde que vienen arrimándose entendederas nuevas y las cosas se van desguachando, todo es un gran embrollo y nos van trenzando las valías, casi sin que nos den aviso.

Cuando mi patrona era moza se mandaba hasta la plaza de escarmiento y volvía contando espantos: “La gente se amontonaba cerca del entablado en donde se iba a cumplir la orden del juez, todos querían ver a los desgraciados morir como si de un confite se tratara, hasta los viejos se trepaban por las azoteas y cerca del mediodía las compañías de sargentos y cabos recorrían el cuadro a tambor batiente, leyendo el bando de la ejecución. Eran tiempos muy feos y esto se hacía a la vista de todos para que los mal entretenidos supieran lo que les esperaba si violentaban las leyes”.

Pero como ustedes saben, las cosas no se han enderezado y la campaña sigue asolada por cuatreros, sin que la autoridad arranque a poner orden, y Misia dice que eso es porque en la capital no entienden cómo razona el paisano: “Es que los doctores no saben de esas cosas y todo lo arreglan desde sus pupitres; no bien se aleja uno de Montevideo cada cual hace lo que le viene en ganas.”

Por eso yo me quedo en esta casa abrigándola, le sirvo desde que tengo acuerdo, y ahora las cosas se han dado vuelta; ya no es ella la que sale a hacerme valer como cuando éramos mozas, siempre amparando que una era

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prójimo y merecía respeto. Se ha ido poniendo malita y no debo despistarme de aquellas cosechas

en las que una matrona debía ser muy brava para alzar la voz en beneficio de una negra, cuando ser negra era casi como ser un cacharro.

Soy la única que le tiene aguante a la pobre, y ahorita que no está el Brigadier para sujetarla, se despacha a gusto sobre las tropelías que hemos visto caer sobre esta familia. Razono que es verdadero lo que farfullan de que Misia siempre fue muy suelta de lengua y mi amito bastante se encrespaba con eso, pero le han caído las añadas en el espinazo y yo le doy oreja como estaca; sólo cuando se sacude la hago tragar alguno de mis caldos, pero sé que le hace bien desembuchar las penas que aprieta.

Me acuerdo que lueguito de la escabechina del amo, se vino la matrona de ese compadrito franchute y Misia se sacudió tanto que tuve que mandar a la portuguesa a buscar doctor. Todavía retiembla cuando trae a la sesera los descaros de ese gringo:

“Él ahora viene con sus disculpas, pero fue de los que alentó a esos banqueros que se creían dueños del mundo y nos llevaron al desastre”. Patalea. A mí ese franchute* se me descolgaba muy relamido y cuando venía por aquí, cuchicheábamos en la cocina sobre su voz amujerada.

Vitorina decía que habían traído el servicio de la mismísima Francia, y alguna tarde lo vimos llegar con los pelos entintados en sebo para escamotear la pelusa blanca, y bien que nos dejaba manchados los cubre-sillones.

Mi amita lo atendía con gran ceremonial: “El cónsul vivía molestando a Flores, siempre pidiendo favores cada vez que su país lo necesitaba: que si había cuentas atrasadas con el banco, o si algún barco tenía problemas de papeles, que si el tasajo no estaba como lo había encargado, que si en la gobernación se precisaba algún papel con sello”.

Ése fue otro de los que volaron cuando lo apretó para que escarbara quién había atocinado al Brigadier, y el malagradecido dijo que no podía meterse en nuestros asuntos... ¡como si los franchutes no se hubiesen entreverado a cada soplo en estas tierras!

“A todos les llega su hora, Fermina. Las cosas se pusieron feas por allí también y cuentan que Napoleón III tuvo que salir corriendo a tierras inglesas para salvar el pellejo”, me dijo la otra nochecita.

                                                            * Martín Maillefer: Cónsul de Francia en Uruguay. 

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Hombres bien hombres

“Ando ganoso, patrón, y con la alma atravesada por largar una ensilgada amarga hasta el corazón: y cuando formo intención, nunca, en la vida me encojo; así, con sangre en el ojo voy a llenar mi deseo, porque soy gaucho y no creo jamás morirme de antojo. Sólo espero, patroncito, para injertar mi versada, que en su gaceta mentada usté, me haga un lugarcito, y ya verá qué cielito por prima alta y bordoneo le canto a cada Uropeo de Francia y de Inglaterra, de los que han caído a esta tierra a embrollarnos, sigún veo.”

Misia Mariquita porfía que con el paso de las cosechas se va despistando lo peliagudo que era apechugar en aquellos días de revuelta, y yo razono bien de lo que habla: “Como me ha enseñado la vida, no se puede entender la historia sin meterse en la piel de aquellos hombres que llevaban en sus entrañas un sentido del honor bien particular”. “Se debía ser bien hombre para dejar huella, no había lugar para titubeos ni hombres a medias en aquel país que recién comenzaba a caminar Y en mitad de tal realidad, Flores tuvo todo lo que había que tener para ser un hombre de verdad. No se trataba de no sentir miedo, sino de arrojarlo del cuerpo mientras se aponían las armas para ir en busca del adversario”.

Y es positivo que hay mucho mocito por estas calles al que se le está escapando que no se hacía patria sin remangarse las tripas: “En campaña uno debía estar muy dispuesto, el miedo era contagioso y se escurría en las trincheras muy callado, como el tábano que deja el huevo bajo la piel y en el momento de más descuido, se larga a caminar y si no se arranca de cuajo, a uno lo vuelve loco”, porfía Misia. “La vida no valía ni un real y las reglas iban variando según el mandón de tumo, y quien resultaba victorioso podía llegar a ser muy cruel. Y todos lo fueron, no hubo en esos días buenos y malos, sino un puñado de valientes intentando dar forma a un país vacilante, en mitad de dos grandes que parecían prontos a tragarnos. En la guerra gaucha, nadie era más que nadie y se sufría más de lo que se gozaba. Eso es lo que va leudando a una nación, el sufrimiento de un pueblo es mucho más fuerte que su bonanza”.

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Yo doy por seguro que los laderos del Brigadier podían estar mansos que él sería el primero en curtir el pellejo cuando llegara la hora, y también en cabecear bajo las estrellas o dejarse días sin embuchar. En la vida no hizo aguantar a su cuadrilla algo que él no estuviera arremangado a sufrir, y creo que eso lo hacía un jefe de respeto.

Mi patrona rezonga por cómo se hacen las cosas ahora: “Se va haciendo costumbre regentar las campañas desde una tienda caliente, mientras los pobres diablos se dejan morir bajo la escarcha, como si la lucha de los que mandan debiera ser refinada, en tanto la tropa se va muriendo, como si hubiera privilegios a la hora de aventurar el cuerpo”.

El asunto es que Don Venancio era un soldado de buena raza, y no hacía distingos a la hora de arrimarle el cuerpo al machete, tanto valía si calzaba chiripá o casacón.

Y según habla, eso le venía de la caña misma: “Los Flores criaron a los varones para ocuparse de sus tierras, cerca del Arroyo Grande, a donde llegaron en tiempos de las invasiones inglesas. A Flores hasta para cura le hicieron estudiar, pero él siempre llevó las armas en la sangre y ése es un veneno que nunca se quita del cuerpo. Su padre, Don Felipe, era un hombre calmo pero con ideas firmes, admirador de Artigas y Rivera. Su madre, Doña Cecilia Barrios, tenía carácter más fuerte, y cuando el Éxodo no titubeó en abandonar la comodidad del hogar y emprender la marcha con tres niños pequeños y 15 esclavos... porque eran gente poderosa los Flores”.

En aquellas cosechas, para tasar la hacienda de un patrón había que ojear cuántos esclavos abrigaba.

“Cuando se sosegaron los ánimos en la Banda, retornaron a sus pagos, a ocuparse de las tierras, pero Flores sabía que había otra vida y acostumbraba sentarse sobre la erizada cuchilla en donde reposa el pueblo de la Santísima Trinidad. Le gustaba escuchar entre el silbido del viento, el galope de los caballos rumbo a alguna campaña”. Pero aquella mansedumbre no le conformaba.

“Por esos años Don Felipe lo mandó a la Universidad de Sucre* a estudiar para el sacerdocio. Por eso a mí me hierve la sangre cuando lo llaman indio bruto”, rezonga Misia “pero al cumplir los 17 se vino de vuelta para arrimarse a Lavalleja y su Cruzada Libertadora”.

Era visto que su estrella estaba marcada, y esos agostos los guardo frescos en la sesera porque fue cuando mi taita dejó las fajinas de campo y se hizo ladero de Don Venancio. Era un negro mañoso que armaba las mangueras para recoger la tropilla salvaje, pero lo que más le contentaba era ir arrimado al Brigadier, haciendo las veces de “bombero”, y alzarse sobre el espinazo del penco a vigilar las hiladas enemigas.

La negrada se mandó sin miedo a esa pendencia, jurando caer atocinados en el empeño, porque no se me escurre que tal revuelta mamó

                                                            * Universidad de Charcas: Universidad Mayor Real y Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca en Sucre.

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savia de indios, negros y señoritos, algunos a lazo y bola, y otros a sable y tercerola.

Cuando en el 28 el Brigadier se pegó a Rivera en la campaña de las Misiones, mi taita se le arrimó como abrojo, pero esta vez no volvió porque lo atocinó la peste cuando ya había terminado la refriega; y los Flores se hicieron cargo de nuestra familia, o mejor razonado, de mí, que era la única que quedaba.

En aquella cosecha era claro, como les dije, que la estrella de Don Venancio estaba marcada: “Flores llevaba las armas en la sangre y volvió al frente cuando, en el 32, Lavalleja y sus hombres pusieron en aprietos al Presidente Rivera. Era un soldado fiel y Don Frutos siempre fue su ejemplo”.

Eso fue una añada antes de que mi amita se metiera en la vida del Brigadier, en el invierno del 33. Es de familia encopetada y su matrona, Misia Teresita, siempre fue muy leída, pero a ella no le retembló el aliento al dejar los bienestares y pegarse a los zarandeos que la vida con Flores le acarreó, porque se enganchó a Don Venancio como su sombra.

A veces porfía que ella tenía el fraseo que al Brigadier le escaseaba, porque no se va a quedar de lengua atada ni en la hora de su juicio ante el Altísimo. En cambio, Don Venancio siempre relamió el silencio, y no porque fuera un patrón con pocas cosas que decir; yo creo que era tan silencioso porque no se agarraba más que del ejemplo, y no lustraba fraseando cómo ser un varón de honra, ya que lo era: “Demasiadas declaraciones, esos doctores se la pasan haciendo gran alharaca y a la hora de darlos vuelta, sólo nos queda un esqueleto flaco”, repetía.

Cuando en San Felipe se sirvió la libertad para los esclavos, en la hacienda casi no cambió la vida y aunque salimos a festejar, nadie se antojó irse de casa de los Flores, en donde nos trataban como prójimos. La pasábamos bien con los patrones, nos arrimaban un jornal por la faena y una cuarta de tierra para surcar a beneficio propio; mi taita los llamaba conucos, y lo más cardinal, se nos licenciaba atender nuestras tradiciones.

A nosotros en nada nos gustaba sacudirnos como los criollos con el fandango, el bolero o el pericón, y pasada la liberación, fuimos saliendo a la intemperie, y zarandearnos bajo las estrellas en las canchas del Cubo del Sur era toda una fiesta. Después principiamos a amontonarnos en las casas del tangó para bailotear, y los tambores sonaban hasta asomar el sol, igual que en otros tiempos, cuando África suplicaba a sus dioses.

Nos chiflábamos por arrimarnos a los que brujuleaban el canyengue, y era cosa linda ver aparecer al rey de la sala entre tanto jolgorio, con una estampa tan cardinal que a una se le cuajaba el gañote. Los tocadores y bailadores se quedaban de piedra y no volaba ni un zancudo hasta que el rey alzaba su mano; entonces todos sabíamos que principiaba el baile.

El ministro era quien mandaba en la sala y el juez al aire libre, y era cosa buena ver a aquellos jefazos sin más prenda que la que les daba la sangre africana.

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En las cosechas, el fin de la esclavitud era un asunto cardinal, y aquí se vio a mucho negro llegado del otro lado del Río Negro, en donde se mantenían poco mejor que bestias, buscando en San Felipe alguna faena que les cebara las tripas.

Pero el asunto de ganarse la vianda no era moco de pavo y se ponía más peliagudo a medida que se fueron arrimando al fondeadero barcos con mucho gringo, porque bien es sabido que aquí las mejores fajinas se las dan a los venidos de Uropa y a los negros nos dejan lo que sobra.

La que se vino del norte fue la portuguesa, y quiso el Altísimo que Misia la encontrara, chupada como gallineta vieja en un visiteo al Hospital de Caridad, y se la trajera a esta casa. La desgraciada era como un bichito y mucho me costó enseñarla a vivir como el Altísimo.

Me acuerdo que no bien llegó, debí meterla en agua jabonosa y aunque pataleó como marrano, ésa es una usanza que aprendió bien. Ni embuchar sentada al comedero sabía, y menos acomodarse en un catre con cobijas decentes, y hasta el día de hoy me pelo la sesera para que se ponga alpargatas, porque porfía en andar descalza aunque raspe la helada.

Si he de ser verdadera al hablar, debimos aguantar mucho para que la libertad saltara de la letra a las calles, y rapidito vimos que el apuro por zanjar ese asunto antes de las fiestas del Nazareno era para meternos a guerrear.

No fueron escasos los negros que debieron llegarse a pata desde campaña hasta el Cantón del Miguelete*, a ponerle el lomo a la Defensa de la villa. Algunos buscaron desbandarse a los montes antes de ser alistados o embarcados por sus amos rumbo al Brasil.

Otra forma de zafar al asunto fue pasarse al bando del Cerrito, pero no demoró el espadín en mostrarse falto de varones y los negros terminaron abultando también sus tropas.

Volviendo al Brigadier, nunca abandonó la hacienda del todo y, cuando las cosas se aquietaban, volvía a sus tierras y trataba de meterse en las faenas del campo, aunque no bien caminaron los años la cosa se le fue poniendo más peliaguda.

“El hacendado no sólo debe ocuparse del ganado y las cosechas. No alcanza con ser el dueño de la tierra y el protector de sus peones. Si se quiere mantener el terruño, hay que ser capaz de reclutar, armar y abastecer a los hombres, porque la rivalidad entre caudillos está siempre latiendo y no es asunto de ideales sino de poder. Cuando aparecen las pugnas, vence aquel que tiene más fuerza, autoridad y el que ha logrado enseñar a su gente a manejar mejor las armas”, les decía a los muchachos.

Su hermano Manuel estaba más en la Trinidad, y aunque lo habían alzado Juez, siempre agenció los asuntos de la hacienda; pero era mi amito el que se mezclaba entre sus paisanos como pez en el agua, le gustaba lanzarse del catre antes de brotar el sol y meterse en las barracas a yerbear.

“Flores sabia que lo mejor para un caudillo era conocer cómo pensaban y                                                             

* En el Saladero de Beltrán, en el Paso del Molino.

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sentían sus hombres, adelantarse a sus demandas y aprender cuál era el instinto que los movía, ya que en momentos difíciles, en ello le iba la vida”, dice Misia, y ha de tener razón, porque nadie porfía que desde mozo mostró ser un buen jefe militar y un patrón al que una se podía arrimar cuando había calamidades.

Todos le llamaban Don Venancio, sin importar que fuera ministro, presidente o Brigadier, y tal como lo veían, con jeta de patrón duro, muchas veces hizo de celestino, cosa que a mi patrona la divertía mucho.

Alguna vez orejié que la matrona de Augusto Turenne, ama muy paquetuda que se manda alguna tarde de visiteo por estas casas, tiene un dibujo con la estampa del Brigadier en su pieza, pegadito al Santísimo porque él le arregló el casorio y ella no se lo olvida en la vida.

Cuando me aparejé con Prudencio, rezongaba porque no concretaba, pero yo siempre he sido bicho suelto y no bien las cosas se ponían espinosas, pegaba la espantada.

Ahorita razono que acaso debí armar vida propia, pero no creo que eso me hubiese hecho más feliz. Es que siempre vi a los Flores como mi familia, y cada mocoso que llegaba era un poco mío, por eso no sentí esa falta, aunque lisonjas no me faltaron.

Sé que no es cosa fácil de entender cómo una se iba pegando a la vida de los amos, pero nunca me he sentido una arrimada y eso se lo debo a Misia Mariquita, que me abrió el corazón.

Los Flores fueron gente buena y me acuerdo que cuando vino la peste, el Brigadier amparó a los apestados, sin hacer distingos de rango, y mandó alzar una gran tienda hospital que él mismo vigilaba, y nos apuraba para que cuidáramos el agua, porque si se ensuciaba podía ser cosa dañina.

Era muy meterete y nos apretaba con eso del aseo. A veces se daba una vueltita por el cuartucho de los aparejos, que nos servía para blanquear los lienzos; había que tenerlo en orden y cuando me fueron doliendo las paletillas, le enseñé a la portuguesa a calzar la olla agujereada sobre dos horquetas y meter dentro la ceniza del fogón, así cuando se precisaba lejía, le echábamos agua y juntábamos el escurre en un lebrillo.

Ese rincón parece un tenderete de los del fondeadero, lleno de cacharros, canastos con calabazos y papa criolla» sudaderos, lienzos, la olla de sal, sillas de montar, angarillas, alfombras, frenos, rebenques, sogas, lazos, maneas, espuelas y espolines, zamarros de cuero, alforjones, y todo lo que una no sabe en dónde amontonar.

“El agua trae las pestes”, repetía mi amito, y por eso le dio tanto favor a esas faenas de las que se cuchichió en grande por esta villa. Había que traer agua limpia a las casas de San Felipe, y eso para él no tenía valía. Fue una penalidad que no viera la cosa terminada y mucho porfió del asunto.

En esta misma sala lo orejié arreglar las faenas con un tal Fynn*: “El

                                                            * Don Enrique Fynn fue el encargado de las obras para abastecer a Montevideo de agua potable, la obra se inauguró en julio de 1871. Costó 500 mil libras de oro.

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agua hay que tomarla en altura, del Santa Lucia, para que sea bien limpia. Deberá correr por caños de hierro fundido, hasta la parte alta del ejido de la capital, y desde allí se tenderá un recibidor de distribución y reserva, con veinte mil picas de capacidad”, fundamentaba el gringo, y fue mal asunto que al fin la guadaña se lo llevara antes de que alcanzara a ver que las cosas estaban bien hechas. Misia Mariquita ni se asomó al tanteo de los tubos hace un par de añadas, de tanto que le bronquearon por gastarse muchas libras en aquella obra, ¡como si la salud de la gente tuviera algún precio!

Mi patrona dice que la mejor cosecha de la que tiene acuerdo fue antes de la Guerra Grande, cuando llegó a razonar que vida podría guardar un soplo de sosiego. Los Flores pasaban mucho en la Trinidad, en donde la vida era más despejada, aunque ya se veía que los aires de revuelta se iban arrimando: “La cosa estaba mal barajada, y la presidencia de Don Frutos fue agitada y con los disturbios que se debieron enfrentar, el gobierno levantó la deuda hasta el cielo”, recuerda. “Se duplicaron los impuestos y tal era el clima que Don Frutos se la pasaba en campaña y poco se lo veía por San Felipe”.

El asunto se puso malcarado cuando llegó Oribe y principió el forcejeo por las cuentas que se habían mandado a las nubes. El varón quería acomodar ese asunto y no ojeó mejor cosa que fletar a Don Frutos de la comandancia de la campaña.

Mi amito porfiaba que eso no estuvo nada bien, porque Rivera había peleado para que al fin Oribe fuera el presidente: “Rivera insistió que sólo Don Manuel era capaz de montar este potro, que había sido su mejor ministro y debía ser el nuevo presidente. Aunque muchos le dijeron que eso podría traerle problemas, él contestó que Oribe era libre de hacer oposición y que él lo quería en el Fuerte”.

Pero resulta que pronto se vio que el espadín quería barrerlo de un plumazo, diciendo que era un salteador, y entonces el varón no se quedó quieto: “Estando en Cerro Largo, a Don Frutos le llega la noticia de la muerte del Coronel Osorio, que era su mano derecha y que lo sacaban del cargo. Siempre dijo que esa muerte había sido ordenada por Oribe y se puso a juntar gente; estaba cantado que iba a darle al presidente lata y estaño”, funda mi patrona, pero una no sabe si habla con el corazón o la sesera, y me despisto de cómo fueron las cosas, pero seguro que allí se dividieron las aguas.

“El encontronazo fue en noviembre del 36 en Carpintería. Oribe tenía armas, oro, soldados, barcos y muchos negros que bajaron de Entre Ríos y no demoró mucho en vencer. Ese día se sacudieron por vez primera los colores de las divisas: Oribe ordenó que sus soldados lucieran la cinta blanca, y Rivera tomó para sí la colorada, aunque al principio era celeste, pero luego de que se blanquearan con la lluvia las cambiaron por un pedazo del poncho punzó.”

Cuenta Misia Mariquita, sabedora de cómo principiaron los bandos a clarear por estos pagos: “Don Frutos tenía el apoyo de los farrapos de Rio Grande do Sul, alzados contra el Emperador, los unitarios antirrosistas y las escuadras francesa e inglesa y persistió hasta forzar a Oribe a renunciar un

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mes antes de concluir su mandato, y éste se embarcó con todo su gobierno rumbo a Buenos Aires, en donde Rosas lo reconoció como Presidente legal y lo designó para combatir a los unitarios sublevados. En el 39 Rivera toma otra vez la presidencia y nombra a Flores Jefe Político de San José, entonces volvimos a la Trinidad, en donde realmente éramos felices. Pero duró poco la tranquilidad, porque a los pocos meses salió en campaña junto a Rivera, cuando esos degolladores sin alma se nos vinieron encima por mandato de Rosas”.

Al orejearla me sale al cruce aquel veranillo caluroso, porque fue cuando Pastora se vino a esta casa. Era una chinita bizca como perdiz, que se volvió mi sombra hasta que se la llevó el pasmo de pecho antes de alcanzar a moza.

Era vivaracha y se había aquerenciado mucho con Misia Mariquita, que la malcriaba porque decía que la infeliz cargaba una gran penalidad, y que nunca pudo sacudirse de la sesera los días que pasó enterrada en un pozo lleno de roña, para que los guaicuruses de Rosas no la desollaran viva. Esas gentes habían cargado hasta las Costas del Queguay y antes de rayar el lucero se llegaron por su rancho. Aunque de tan miserable daba pena, igual los matreros arrasaron a fuego casa y familia. Pastora se metió en un pozo seco y de allí no salió hasta que una escuadrilla al mando del Brigadier la encontró casi palmada y se la trajo para la hacienda.

Eran tiempos peliagudos, y nadie estaba seguro cuando la gente de ese tigre carnicero se venía a este lado del Río con sus bonetudos.

“Ese año fue que entendí que Flores no iba a dejar la política”, se acuerda Misia. “Empezaba a ser alguien en su bando, y cuando Oribe rodeó San Felipe y se vino el Sitio Grande, muchos fueron a ponerle el hombro al gobierno de la defensa: Silva, Viñas, Blanco, Estivao, Camacho, Luna, Báez, Cuadra. Entonces Flores aceptó hacerse cargo de una comandancia de la defensa.”

Aquel Sitio nos tenía partidos al medio porque no era cosa buena tener dos gobiernos, el de la Defensa en San Felipe y el del Cerrito, que mandaba la campaña. Mi patrona no tenía reposo: “Cada día se levantaban nuevos rumores y decían que el Brasil había firmado una alianza con Buenos Aires para devolver a Oribe al Fuerte de San José, mientras la escuadra inglesa bloqueaba el puerto”.

Es verdadero que vivíamos julepeados y los paisanos canturreaban junto a los fogones, versos de todo gusto y color:

“Dejuramente, es preciso forcejear en la ocasión. Porque peligra la patria, y debemos en unión, defenderla a toda costa. Pues morir será mejor, encima de una cuchilla, que sufrir la humillación, con que quiere someternos, ese tal restaurador.”

cantaban en la Defensa, mientras que en el Cerrito las coplas eran bien disparejas:

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“¡Viva la Federación! ¡Muera el salvaje unitario manco Paz!, ¡y el incendiario anarquista Pardejón!”

Aunque así de entreveradas estaban las cosas, no todo fue disgusto en

aquellas cosechas, y de vez en cuando llegamos a vivir como si el Sitio no estuviera.

Algún fin de año vimos a las familias que estaban rotas arracimarse al borde del Sitio y terciar por la paz. Siempre ha sido bueno eso de juntarse a rezar, y desde polla me acomodé a hacerlo cada vez que las cosas se ponían peliagudas, y en la vida sentí que el Altísimo me faltara. Todavía tengo una sarta de olivas que armó mi taita, y no crean que no le echo mano cada vez que creo que Dios me desabrigó.

El asunto fue que cuando se iba el año viejo, el camino de Juan Toledo* se poblaba de carros tirados por yuntas de caballos trotadores, en hilera al campamento del Cerrito.

Otros se mandaban por el río desde el Muelle Viejo, en una pesada barcaza a vela hasta el fondeadero del Buceo y aunque ahora les sople pasmoso, se ojeaba entre la polvareda muchas mozas en traje de tafetán, tacones con brillo y algún escarmenador… brotando como en mitad de la nada, tal cual si estuvieran esperando a que principiara la función, en el portón del teatro de San Felipe.

Nadie quería ver a los orientales tan quebrados, y hacia el final del Sitio, en la Figurita se corrían pencas con parejeros de los dos bandos y todos carcajeaban al aire libre, buscando olvidar las luchas que nos sacudían.

Aquel invierno del 51 la Banda fue un gran campo de batalla les cuenta Misia a los muchachos: Urquiza cruzó por Paysandú, Garzón por Concordia y muchos oribistas se cambiaron de bando con tal de poner fin a la guerra. Oribe resistió como pudo, pero esa primavera, cuando se vio venir a los brasileros encima decidió que ya era hora de bajar las armas.”

Y es positivo que en San Felipe la gente de la defensa ya festejaba la paz. “Eso fue una bendición, las negociaciones tardaron bastante, pero al fin La Defensa se hizo cargo del gobierno y prometió llamar a elecciones. Eso de que no habría vencidos ni vencedores siempre se dijo que fue obra de los masones, y resultó bueno que al fin se acordara que los orientales iban a ser iguales, no importaba a qué bando hubiesen defendido”.

Don Venancio hablaba poco de eso, y cuando lo hacía era para rezongar que en esa paz aflojamos mucho, aunque mi amita le retrucaba que la paz no tenía precio: “'Andrés Lamas debió ceder las Misiones Orientales al Brasil, consentir la intromisión de sus ejércitos en nuestros conflictos porque estábamos en la ruina. Recibimos muchos patacones como préstamo, pero a cambio, hubo que reconocer una enorme deuda de guerra, lo que nos dejó muy obligados”.

                                                            * Camino de Juan de Toledo: Goes, ahora Gral. Flores.

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Allí fue que me avisé que por aquí nos habíamos forzado a devolver los esclavos brasileros que venían corridos a estas tierras, y eso se me atragantó.

Me puse a pensar si la portuguesa tendría que mandarse de nuevo al norte, y no crean que no me trajo pesarosa aquel entuerto; pero mi patrona zanjó en no levantar la perdiz, y la desgraciada no se movió de aquí hasta que se la llevó el mal del pecho, hace alguna añada.

Yo la vi retemblar no bien orejeaba que podían rebotarla al Brasil, y farfullaba que era cosa común palmar destartalado cuando el amo los colgaba del “tronco” para el escarmiento, o ver negros capones o desdentados a golpe de machete.

Por esos tiempos fue que Misia me habló de Chica da Silva, una esclava que se volvió la reina del Arraial del Tijuco, en donde estaban las minas de diamantes, y es cosa sabida que por añadas un sin cuento de negros quedaron enterrados vivos.

A mí siempre me pasmó saber de esa matrona africana que se metió en el corazón del Comendador y libró a sus parejos de muchas injusticias.

Pero si hago acuerdo, creo que a nadie le alborotaba el asunto de la negrada por aquellas cosechas, porque había que elegir gobernantes y eso no fue cosa simplona. Allí me despabilé que según la letra, matronas, analfabetos, braceros, vagos y sirvientes no podíamos votar.

Eso fue para mí una fea campanada, porque cuando me fui haciendo más leída, principié a orejear a quién metíamos en el Cabildo a terciar por nosotros: “Deberían cambiar las leyes, Fermina. No se dan cuenta que cuanto más cabezas piensen cómo mejorar un país, se tiene más chance de no errar”, decía mi amita.

La cosa fue que se estampilló que el presidente sería Garzón, y por aquí se porfiaba que ésa era una maña de Urquiza, que siempre sopló fuerte por estos lugares, y decían que el varón había centellado guerreando a su lado, pero como al final palmó, en el Fuerte de San José se acomodó Giró.

“Muy rara resultó la muerte de Garzón, y se dijo que abrieron el cuerpo para saber si le habían envenenado o la cosa fue sólo fatalidad”, escuché decir a mi patrona, pero ese asunto no quedó despejado y hasta un mediquillo francés* tuvo que mandarse mudar a sus tierras, y muy arrimado estuvo de caer con los huesos en los sótanos del Cabildo.

Ahorita supimos que el que zarandeó el asunto fue Fermín Ferreira, que vio algo fullero en las medicinas que al pobre varón le habían hecho tragar.

                                                            * El Dr. Capdehourat.

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El Triunvirato de San Felipe y Santiago

“Venga la paz y la unión. Y, por San Pascual Bailón y la Pura Concepción, santos de mi devoción que echo al infierno el latón y me afirmo a un azadón gritando de corazón: ¡viva, viva la fusión, y viva la constitución y viva la intervención y viva la Devastación!”

Misia Mariquita siempre estaba hilvanando volverse a campaña, porque allí se podía vivir como el Altísimo manda y no con los sacudones de la capital: “Ahora que ya está quieto el asunto y Giró se hizo cargo del Fuerte, es hora de marcharnos a la Trinidad”, porfiaba, dando rondas por esta sala.

Pero Don Venancio le retrucaba que no se fiara, que aquello era una calma chicha: “No creas que está asegurada la tranquilidad, María. En Buenos Aires hay grandes esperanzas que tras el triunfo en el palomar de Caseros, llegue al fin la paz, pero la cosa está muy revuelta para festejar”.

Pero, ¿no es que Rosas al fin se decidió y firmó la renuncia? Se rumorea que se ha marchado a Londres disfrazado de marinero, pero

en verdad no es nada seguro y ni Urquiza sabe cuáles son sus planes.” Así se pasó el verano, hasta que al fin mi patrona ganó esa pulseada, y

en otoño del 52, en el día de San Telmo, nos pusimos a armar los bultos para cambiarnos a la hacienda, pero mientras en esa faena estábamos, se alzó un gran alboroto en San Felipe y aquí se juntó gente cardinal.

Uno de los tempraneros en llegar fue Fermín Ferreira, que hablaba mucho con Don Venancio, aunque por ahí se decía que mi amito parecía un buen escucha, pero que lueguito se mandaba por donde se le antojaba.

Como les dije, en esos días por aquí el desfile fue espeso, y una tardecita, mientras yo barría con la hechicera las piedras del patio, el Brigadier se mandó cejijunto y ya vimos que algo se traía en la sesera.

De tanto rodearlo, yo sabía que más le acojonaba encarar a Misia Mariquita que a un montón de cuatreros, y cuando esquinaba una silla para que ella se acomodara bajo la tila, y mandaba que le dejaran cebar el cimarrón... era seña de que alguna pendencia habría.

“María, me mandaron buscar del Fuerte y hay que desarmar los bultos. Al fin estoy convencido que mi deber es tomar la jefatura de Montevideo, y será muy difícil ocuparme de todo al mismo tiempo”, dijo con tal voz que llegó como

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un chifle hasta mis orejas. Luego se armó una gran batahola y la cosa fue que mientras yo razonaba

en desmontar cajones, él se justificaba diciendo que había mucho que hacer para poner el país en camino y que no podía dejar el barco en ese lance.

“De qué barco me hablas, Venancio, si sos un hombre de tierra adentro”, gruñía Misia Mariquita, pero la cosa fue puro desahogo porque en menos de un soplo, el patrón se plantó con la suya por más que ella se enarbolase.

Como les he dicho, es verdadero lo que hablan por a que Misia era muy chillona, pero si quieren saber cómo se zanjaban aquí las cosas, pregúntenle a esta negra, porque al fin se hacía lo que a Don Venancio le escurría.

Cuando me mandaron desarmar los bultos, yo no dije esta boca es mía, pero siempre razoné que con tanto embrollo no iban a rezagarse en venir a buscarlo, y fui la menos pasmada.

Quedarnos en San Felipe fue para mí una fiesta, ya que había vuelto a echar una mano en lo de Bonifaz y me daba gran tribulación desampararlo con tanto mocoso que atender. Arrimada a él, una siempre se versaba, y no eran cosechas aquéllas para que a una negra se la tuviera en cuenta, por eso siempre me gustó rodearlo.

Cuando se armaban esas trifulcas, Misia Teresita era la que ponía paños fríos al asunto, y ojeando a mi amita con la panza gorda y brotada de furia, razonaba: “Flores mucho de razón tiene al decir que para salir a flote se necesita a todo aquel que pueda poner el hombro, aunque usted quiera largarse lejos de la capital, aquí hay mucho que hacer. La paz nos dejó un campo en ruinas y todos saben que nuestras cuentas están hechas trizas y aunque el gobierno esté en manos de los políticos, es cosa sabida que el poder sigue atado a las patas del caballo de los caudillos y algún día comprenderán que no se puede cambiar de golpe lo que ha sido la forma de vida de país”.

Los doctorcitos seguían porfiando que había que juntar palomos y colorados, y despistarse de los bandos para enderezar al país.

Una mañana, se vino hasta aquí Batlle*, todo un patrón, y mientras le arrimaba una tizana, lo orejié hablar manso que había que apuntillar los bandos y alzar la banderola patria antes que los colores. Pero era cantado que mi amito lo atendía de pura gracia nomás, y luego lo oímos rezongar en el comedero: “No nos llevan a nada bueno con esa política de fusión, ahora dicen que hay que armar un partido nacional, y que allí debemos juntarnos los colorados y blancos. Todavía escriben largos manifiestos sobre eso y hasta Andrés Lamas está diciendo en los diarios que las divisas son la desgracia de este país y que hay que borrarlas porque sólo han traído males”.

Misia Teresita lo atendía mucho y repetía que se quedará templado, que ya no se podía trenzar el sentir de la gente, pero ese asunto de la fusión lo volvía chiflado, y atestiguaba que había un montón de doctorcitos que se estaban tragando eso de no tener bando: “Las divisas están prendidas como el abrojo en estas tierras, han dejado su huella y querer borrarlas de un plumazo

                                                            * Don Lorenzo Batlle.

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es como agarrar agua en las manos, aquí ya todos empezamos a pensar el país “blanco” o “colorado”, y en eso no hay marcha atrás”.

Así pasaban los días y se siseaba que el gobierno iba a los bandazos, aunque por aquí Misia Teresita remachaba que había que atender lo que se hacía bien, y me acuerdo que quedó campante cuando Giró zanjó el asunto de las cosas públicas: “Tantos años de lucha nos han dejado los bienes públicos en manos de particulares”, decía. “Ya era hora que se dieran cuenta que el Cabildo, la Plaza Cagancha o el Mercado Público son de todos, hay que terminar con la costumbre de salir a hipotecar los bienes de la patria cada vez que el gobierno está en aprietos”.

Y la verdad es que tenía mucha razón, porque si no íbamos a quedar pelados.

Como los entuertos leudaban más que bollos, muchos colorados se juntaban en las afueras de San Felipe para hablar de política lejos de las orejas del Presidente, y la quinta de los Hocquart era un buen lugar para eso.

Cuando mi patrona se arrimaba al visiteo, yo me le pegaba, y como andaba aparejada con Prudencio, el cochero, treparme a su lado en el pescante era todo un festejo. Ese negro fue el único que alguna vez me hizo razonar en fundar familia propia, era muy palabrero y tenía letra para engatusarla a una.

Nunca había empollado a leer, pero como era memorión, canturreaba las coplas de Ansina de tal forma que una creía que era un varón leído.

Cuando se vino del campo a trabajar con el Brigadier, a mí se me fue el embobe por Misericordia Campana, el campanero de la Matriz que me tenía enredada con su palabrerío, y aunque era un negro patizambo y contrahecho, tenía pretensión de príncipe.

Según mentaba, había llegado de Pernambuco en un bergantín destartalado, y nunca supe cómo Misericordia —al que en esta villa acristianaron así porque se la pasaba: ¡Misericordia, señó!—, se volvió la mano avisada de Don Benito Lamas, pero estén claritos que él era el primero en hacer sus convites a las devotas que por la catedral se arrimaban, les guardaba las sillas y enderezaba entuertos, y hasta alguna calderilla facilitaba al falto.

Aunque a veces se volvía camandulero, no se tardó en apretar el corazón de media San Felipe, y alguna tardecita despejada, me hizo orejear sus artes en el organillo del mismísimo templo, pero al final se me volvió empalagoso, aunque cuando le hice humo siguió regalándome algún repique para que no me olvidara de él.

Pero volviendo a aquellos paseos, cuando bordeábamos el Molino de Batlle, rumbo al camino de Juan Toledo nos asaltaba un gran alboroto, y Prudencio se contentaba con mi jarana al ver los carretones atiborrados de follajes y bestias. Siempre me ha gustado el ajetreo, aunque muchos gruñían que malcaraba la traza. “Acá es cosa dura agraciar a la gente, si llueve rezongan que todo se tapa de barro y si viene la seca, que el polvo colorado se

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les mete en los ojos”, bufaba. La cosa es que yo me contentaba de lo lindo, aunque él se carcajeara que

mis trenzas parecían culebritas secas con tanta polvareda, y la ronda se ponía picada no bien escuchábamos el pregón de las lavanderas, que se llegaban a la aguada para hacer fajinas: “Acuchú chachá, al cubo de sú, vamo toda a lavá.”

Veíamos a los paisanos cargar fardos de maíz y trigo, enganchar cueros al sol o pendenciar por alguna gallineta; era una fiesta orejear tanto gringo voceando perejil y chauchas, rábanos y choclos, zapallo y porotos. Se usaba mucho el trueque, como en la patria vieja, y cambiar quesos por perdices y frutas por huevos.

En esas cosechas las cosas se habían amañado, pero no hacía mucho, por allí hubo un gran barullo con eso de que se mudaba el mercado de la Plaza Cagancha, para armar allí una glorieta. La gresca entre los vecinos de la Aguada y los del Cordón alzó mucha polvareda porque todos querían el mercado, y al fin la autoridad dijo que en la Aguada iba a estar mejor, derredor de los caminos que alcanzan las chacras.

Pero rebotando a la quinta de los Hocquart, allí se arracimaba gente cardinal, como Batlle, Pacheco o Díaz, y mientras los Flores hacían el visiteo yo me mandaba a rondar entre naranjos y membrillos, conversaba con Paca y Manuela, dos mulatas que atendían las cocinas, y me embelesaba orejeando un organillo de rollo que sonaba de lo lindo y había traído pon Francisco de Uropa.

Es verdadero que al fin de cuentas, sólo yo me regalaba con el paseo, porque Misia Mariquita siempre volvía encrespada con el Brigadier y le zampaba que en esas juntas había hombres de distinta laya: “Estas reuniones sólo sirven para disgusto, se la pasan hablando de voltear a Giró y es cierto que el hombre ha blanqueado el Fuerte, pero se está caldeando el ambiente y no es buena cosa hablar de volver a pelear, eso bastante daño nos ha traído”.

Mi amito le daba orejas: “No seas así, María, los hombres sienten que se los está arrojando a un camino sin retorno y algo hay que hacer para destrabar la situación, tarde o temprano se nos vendrán encima los caudillos locales, que no entienden de política de fusión”.

Así estaban las cosas cuando una noche, que de tan fría escarchó el agua de los lebrillos, en esta casa se armó otro revuelo y todos chillaban a portón cerrado: “Ahora el gobierno quiere olvidarse de los tratados de Joaquín Suárez y no es casualidad que le carguen las tintas a la gente de la Defensa”, bufaba mi amo, y estaba tan encrespado que en nada le acomodaron los visiteos de muchos doctorcitos buscando aquietar la cosa.

Misia me largó la orden de armar el morral para una andanza corta porque Don Venancio se mandaba de viaje al norte.

“No creo que se logre nada en Entre Ríos”, murmuraba, y caminaba dando zancadas, y cuando yo le veía esos ojos oscurecidos, sabía que estaba picado.

“Debo hacer lo que me pide el Presidente, María. Hay que hablar con Urquiza para que intervenga. Giró no quiere cumplir los tratados de límites con

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el Brasil y no olvides que tenemos a pocas leguas las tropas imperiales esperando ver qué haremos”.

Y esa noche se fue al norte arrimado a Don Bernardo Berro. Siempre orejié que esos dos se tenían gran apego, aunque después las

cosas resultaron trenzadas. Misia dice: “La vida de Berro y Flores siempre caminó pareja, y la muerte también”. Alguna vez a mí se me dio por sentarme a razonar sobre la verdad de sus dichos.

Ella quedó desazonada con el encargue, y cuando salía a la calle se volvía encrespada porque los vecinos porfiaban de lo mal que se estaba en la villa.

En la tarde en la que ofrecíamos las honras a San Vicente, mi amita se mandó a ojear el barullo que armaban en la Plaza unos gringos, probando bujías a gas, toda una novedad, para dar luz a las calles de la villa. Las quejas se le vinieron encima sin que ella pudiera hacer más que mortificarse y rezar para que a Don Venancio lo alumbrara el Altísimo.

“En San Felipe se dice de todo y ya es un infierno ir por allí. Hoy las hijas de Domínguez estaban muy perturbadas. Don Timoteo* se ha puesto enfermo porque debió cumplir la orden del gobierno y entregar Martín García a los argentinos. No quería bajar el pabellón patrio y cortó el mástil con su lanceta, gritando que nuestra bandera ni se arriaba ni se entregaba y ha quedado muy mal luego de tal afrenta.

Den por seguro que toda la villa hablaba de la isla, del coraje que le costó a Garibaldi libertarla, y que era un azote que el Presidente se la desamparara a los argentinos. Había quien razonaba en volver a arrimarnos, y Misia Teresita estaba a sabiendas de eso porque lo leyó en un libro que le regaló Bustamante: “La idea de Sarmiento es transformar la isla Martín García en algo importante, Mariquita. Allí estaría la capital del nuevo estado, y escribe que fundada Argirópolis, se terminarían al fin muchos de los problemas que tenemos en estas regiones”, decía.

Esas mentas dieron mucha lidia en esta casa, y mi patrona no estaba en nada campante con tal asunto: “Yo sé que usted es devota de Sarmiento, madre, pero creo que eso de armar otra vez el Virreinato es una patraña. Ya vamos siendo cada cual una patria bien distinta y mal me veo juntándome con los de Buenos Aires y el Paraguay para armar ahora otro Estado.

—Yo sólo digo que habría que leer un poco sobre eso de la pacificación. Él dice que hay que refundar esta tierra juntando al Paraguay, el Uruguay y las provincias argentinas del litoral. Así seríamos la tierra prometida para todos los hombres laboriosos que están pasando hambre en la vieja Europa.

—Madre, creo que eso está muy lindo como sueño, que en Martín García se levante una bandera única y nos lleguen bolsas de libras es una cosa que sólo está en su cabeza, además, fíjese que el nombre que propone es muy argentino: Argirópolis.

—Hija, el nombre sería lo de menos, pero no negarás que eso de cambiar

                                                            * Comandante Timoteo Domínguez: Jefe Militar interino de la isla Martín García cuando su entrega al gobierno argentino. 17/3/1852. 

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naves de guerra por bergantines comerciales sería bueno para el Plata, debemos mirar a los Estados del norte de América, que están creciendo y creciendo.”

—Lo que le veo de razón es que es visto que hay gran diferencia entre Buenos Aires, culta y europea, y la pampa que está despoblada y pobre.

—De eso habla, del despilfarro de terreno y dice que debernos aprender de Europa, que aprieta gente en poco suelo y por eso habla de la isla, de fortificarla.

—Sí, pero debe ser para que no llegue allí el gaucho, madre no olvide que si por él fuera ya habría terminado con cada cosa natural de estas tierras, y en campaña, en ronda de mates se hablaría en francés.

—Yo creo que lo que sueña es fundar en la isla una nueva civilización, él habla mucho de Venecia, pero salida de la nada.

“¿Ve madre, es un sueño...” la frenó mi patrona, que nunca comulgó mucho con Sarmiento porque malquería a los naturales.

Pero no sólo en las salas copetudas de San Felipe se cuchicheaba de aquello; en los fondines decían que eso de servirles la isla a los de enfrente era un derroche y que por más que les rogaran, ellos no iban a abrigarnos del Brasil, y que cuando las papas chamuscaran, los grandes se juntarían y nosotros, vuelta a lloriquear.

En los cuarteles la tropa estaba revuelta y para no aflojar las riendas, Giró se arrimaba a la Guardia Nacional de Oribe, lo que mucho fastidiaba a los milicos, que ya estaban acomodándose bajo el ala de Don Venancio.

Como las voces llegaban con gran pachorra, Misia Teresita marcaba que no había que hacer orejas a los cuchicheos, que eran pura cháchara, y le decía a su hija que rezara a Santa Teresa.

Pero al fin resultó que aquel comadreo no estaba tan lejos del terruño, y pronto Don Venancio se volvía con jeta de pocos amigos: “Urquiza no quiere intervenir y con Berro nos vinimos sin novedades”, dijo. Pero eso a Misia Mariquita no la pescó despistada: “Era visto, sólo perdieron tiempo, aquí hay que tener cuidado porque se habla a voces que el Presidente se arrima mucho a los blancos y se están armando demasiadas trifulcas.”

“Sí, nos quieren endilgar todo problema, ahora están diciendo en el Cabildo que los tratados con el Brasil fueron cosa colorada, todos festejaron cuando alcanzamos la paz y ahora están hilando fino para apartarnos del Fuerte. Cuando hubo que actuar a muchos les tembló el seso, ahora que las cosas están más calmas van saliendo de sus cuevas y se ponen a ladrar”, rezongaba Don Venancio: “En la tropa va creciendo el descontento y no sé cómo vamos a terminar este año en paz”.

Tal vez deberíamos irnos a campaña, al fin de cuentas ya no va quedando mucho colorado en el gobierno y hay que poner distancia”, retrucaba ella, pero eso eran sólo amagues, porque Don Venancio no zanjaba a dejar todo y mandarse a la Trinidad.

En mitad de aquella pendencia, nos encontró el 18 de julio y, orillado el oficio, vimos un gran alboroto en la Plaza. Los jinetes se acomodaban para el

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desfile, y en menos de lo que canta un gallo se revolvieron más de la cuenta y principiaron a dar vivas a Oribe.

Se podía oler la tirria cuando los cazadores pasaron, al grito de ¡Viva César Díaz! frente a su casa, y allí se armó el gran berenjenal.

Para alejar trifulcas, la Guardia iba con los mosquetes descargados, pero en un periquete aparecieron calle abajo otros con municiones, y los fogonazos cortaron el aire. Los pencos se echaron a lomear y se nos lanzaron arriba; todos salimos desbocados para salvar el pellejo, y de tan julepeada que iba, perdí el mantillón en la escapada.

Aquello fue un revoltijo hasta que Melchor Pacheco se apersonó en el Fuerte y enderezó las cosas con el Presidente. Esa noche, Prudencio trajo la novedad de que se habían cambiado mandos y que Don Venancio sería Ministro de Guerra.

La cosa es que no se me despistará ese Te Deum con tropilla y jamelgos alborotados, y orejié que la mala cosecha iba a seguir.

“Al parecer tanto alboroto es arte de Pacheco para que le suban algún colorado”, hablaban por allí, y Misia Teresita porfiaba que esa misma tarde, cuando visitó a Doña Marina Cibils para lisonjearla en su santo, la matrona le dijo: “Hace tiempo que se habla de que hay juntas entre Pacheco, Díaz y Palleja en el fondín de Farías, y se huele alguna revuelta”.

Y tengan fijo que en San Felipe se estampillaba que aquello era fullería de Don Melchor, al que mi amita cargaba mentas de varón arrebatado pero a mí siempre me vino en gracia. Le gustaba hablar con la negrada, asunto que mucho le fastidiaba a los cajetillas, y alguna vez le escuché decir a Misia Mariquita: “Ahora que pienso en la tirria que le tenía Juan Carlos Gómez a Pacheco creo que le molestaba más que se mezclara con el pueblo, que sus opiniones políticas”.

El varón supo apadrinar mocosos de la tropa, y si una comadre no era buena para atetar, él ojeaba de buscarle madraza y enderezar el asunto.

A las matronas blancas no les gustaba mucho cebar a sus críos, y siempre arrimaban crianderas. No se me trabuca que en San Felipe, el jugo de negra ha servido para criar mucho rorro, sin distingo de copete. La cosa es que se ganaba muchos apegos y la pasaba metido entre el soldadaje, chupando cimarrón y hablando de política.

Luego de aquella revuelta, Misia Mariquita no quedó muy despejada: “Ponen a Flores de Ministro porque es el único que puede mediar entre el Presidente y los mandos militares. Los doctores no saben cómo piensa esa gente y si no encuentran la forma de oírlos, pronto tendremos revolución”.

Ahorita razono que lo mandaron buscar porque mi amito le hablaba a la tropa como parejos, y eso siempre fue asunto cardinal.

En esas cosechas mucho se farfullaba que las cosas se ponían sañudas para Oribe, y el Brigadier voceaba alguna vez del asunto: “El General se ha llegado hasta la falda del Cerro y mañana lo voy a visitar al saladero Duanell, le debo contar que en el Fuerte se habla de desterrarlo. Tal parece que el

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Presidente quiere hacer borrón y cuenta nueva con este país, mal va a terminar si cree que puede hacer desaparecer a los caudillos de un sopetón. No me parece que Don Manuel se merezca que esa ingratitud lo tome desprevenido”.

Y no pasó mucho, cuando Oribe se fletó para España y algún cristiano por aquí se alivianó en grande, mientras mi patrona porfiaba que era de los pocos varones de honor que quedaban.

En esos días se vino a San Felipe el hermano del Brigadier, despistado, por las voces que se arrimaban a la Trinidad, y mientras les cebaba, escuché lo que hablaban: “En campaña hay grandes movimientos, hermano, y varios comandantes están juntando reclutas para mostrar su poder. Uno sale unas leguas de Montevideo y no encuentra gente que vea al Presidente como jefe, cada cual está armando su propio bando y hay que salir a serenar los ánimos”.

Me acuerdo que Don Venancio despachó a Vitorina a engrasar sus botas, y no bien tempraneó se mandó a patear campo. Pero el asunto no estaba simplón, y vaya a saber una con qué se tropezó tierra adentro, porque en cortas semanas se volvió con la novedad de que no iba a seguir en un gobierno que iba al garete.

Así fue que le plantó su retirada a Giró, y eso fue unos días antes de que nos quedáramos sin Presidente: “No sabemos si fue por miedo o presión, pero Giró salió del Fuerte y fue a esconderse en la legación francesa, en donde siempre ha tenido muchos amigos”, fundó mi patrona. “Parece que tarde se dio cuenta que sin los caudillos no hay poder que dure y que estaba al borde del despeñadero; ahora Berro está pidiéndole a los franceses que lo ayuden a proteger la ciudad”. Y funda que algún doctorcito ya había mandado chasque al Brasil para que tomara cartas en nuestros asuntos. Como ya he fraseado, la cosa rebotaba y seguíamos siseando a los de afuera para después rezongar.

En esta casa vivían encrespados y se vino media villa a ver al Brigadier. Había tocado la primavera y los ardores llegaron tan rápido que la capital verdeó como si fuera enero, pero ni tiempo de mandar a Vitorina por alhucemas para los ramilleteros yo tenía.

Una de esas noches calurosas en las que me afanaba trajinando por esta casa, amoldando los catres para hacer la noche y encendiendo bujías, Misia Teresita me salió al cruce: “No te apures, Fermina, hoy es seguro que aquí no dormirá nadie”.

Y eso era muy verdadero, porque recién cuando iba clareando se apersonó el Brigadier hecho migas, y en vez de mandarse al catre se sentó en las cocinas a chupar un cimarrón.

“Al fin se arregló que vamos a tener un gobierno compartido, un triunvirato” y dijo que él caciquearía junto con Lavalleja y Rivera.

La verdad que en la vida razoné bien eso de tener tres presidentes, pero al final aquello fue pura letrilla.

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¿Han matado a Lavalleja?

“Patrón, siento serle impertinente, pero más siento el andar sin tener ni qué pitar, y flaco y aniquilao, porque ya no me ha quedao ni a dónde ir a churrasquiar. En ancas, mi muchachada ya sin alivio ninguno, de tanto comer de ayuno se encuentra como soplada, y del todo resabiada porque se aventan y se hinchan, a pesar de que los cinchan, al comer porotos viejos así al verlos desde lejos todos mis hijos relinchan.”

Aquella cosecha fue muy zarandeada, porque el Brigadier se pegaba hasta tarde en el Fuerte agenciando las cosas, y mi amita porfiaba porque llegaba cejijunto: “A mí no me gusta esto de atender los papeleos, me pone de malhumor, María”, refunfuñaba.

Era cosa vista que lo de él era patear campaña, como siempre lo hizo desde que supo montar un penco, y repetía que las letrillas se le daban mejor a Lavalleja, al que siempre le vi muy arrimado.

Don Venancio se mosqueaba cuando cuchicheaban sobre él: había caído en desventura —como todo varón rayano a Oribe— y quedó muy mal quedó cuando vocearon que estaban pasando a cobre trastos y aliños para zafar de las cuentas.

“Es una infamia que la gente se la pase hablando de esos asuntos cuando hay tanto que hacer por aquí”, machacaba.

La verdad sea dicha es que Ana Monterroso es muy entendida en política, pero cuando tiene que ajustar las cuentas de la casa, las cosas no se le dan nada bien, terciaba Misia.

No es bueno sumarse a las murmuraciones, María. En estos sitios se olvidan rápido los grandes favores que gente como Lavalleja ha prestado a la patria. Y esos sí que eran tiempos duros en donde los hombres se jugaban la vida cada mañana”, le retrucaba; y se agraciaba de tener buena sesera para reconocerle su valía, y lo llamaba “el libertador”.

Antes de la natividad, lo alzaron Comandante de la campaña, y era claro que eso le cambió la pisada. Escaso si picaba en San Felipe porque siempre estaba sofocando alguna revuelta.

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No bien Misia Mariquita destetó a Ricardito, principió a pegarse a sus pateadas, mientras yo me estaba ahijando a los mocosos y a Doña Teresita, que ya estaba un poco achacosa.

“No puedo quedarme quieto en la capital, rezongaba Don Venancio. “Ahora se murmura que Berro se ha pegado a un grupo de blancos, que están armando a su gente para venirse a Montevideo”.

Esos días me la pasaba metida en las cocinas, porque a Vitorina no se le daban bien los dulces y siempre me ha gustado arrimarme a la paila de cobre y hacer natillas con la nata colada.

La portuguesa recién estaba agarrándole la mano a la casa y, como era muy corta, apenas si le daba algún encargue, porque no bien le despistaba el ojo de encima, la muy zonza armaba fardel.

“Lecheeero!...Lecheriiito!...Le regalo la manteca. Cómpreme usté, mi amito...”, canturriaba el tambero.

Cuando le llevaba sus tisanas, Misia Teresita me picaba que me acomodara en su pieza, porque ni la tila, el toronjil o el burucuyá le hacían cabecear bien, y hasta una tijera bajo su almohadilla me hizo acomodar, pero ese conjuro tampoco la ayudó a pescar sueño.

Siempre le tuve gran apego a esa matrona; era muy aprovechada y se trenzaba a porfiar con Don Venancio como si tal cosa. Hasta que cayó con ojo de liza, se ojeaba todo boletín que llegaba y cuando ya no pudo hacerlo, debí prestarle mis ojos en las noches, porque en nada le agraciaron los espejuelos que le compró Misia en la calle Sarandí, por más que porfiaba que eran lo más nuevo de la Cosmorama*.

“El que no sabe leer está perdido, las cartas son algo lentas, pero seguras”, decía, y cuando fui polla me dejó leer los libros que guardaba en su pieza, y yo de a poco los fui ojeando. Las gacetas que se tiraban en San Felipe rezagaban en llegar a campaña, y las novedades a veces se arrimaban por carta mucho antes.

“Debes leer lo más que puedas, Fermina, machacaba y se lo pago, ya que razono en lo desventurada que sería mi savia si no le hubiese hecho caso. Ahora me la paso acurrucada en esta sala, juntando mentas y ojeando libros añejos.

Contaba que mi patrona había salido con el cogollo fuerte de la abuela, y que debió cristianarla Bernarda, como a ella. Le gustaba hablar de Misia Bernarda Balmaceda, que nació en la Argentina y llegó a armar familia con dos cristianos a la vez, lo según sé, nunca fue cosa legal: “Era toda una avanzada, una flotilla de barcos que le dejó su padre y que ella solita regenteaba. Llegó a manejar una gran riqueza y cuando el Sitio Grande, mucha de la platería que me había dejado, marchó al frente para mudarse en armas. Ésa fue una orden del Ministro Pacheco, que decía que toda familia bien nacida debía asistir con metales, porque se habían acabado las municiones y no había cómo resguardar la ciudad”, decía.

                                                            * Cosmorama: Primitivo gabinete de óptica, equipado con pantalla para proyectar imágenes.

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Hablaba de que era una dama muy encopetada: “Sólo servía en manteles de alemaniscos, candelabros y cubiertos de plata, chocolatera, jarra de plata para agua...”, y al parecer, hasta mate de plata usaba.

A mí me relamía dar oídos a lo vivido por esa matrona, que supo desamparar a un varón del otro lado del río y buscar uno nuevo en San Felipe, aunque razono que tal asunto debió ser bastante entreverado porque parió críos con los dos, pero Misia Teresita la trazaba como una gran comadre, que se dejaba aguijonear por su corazón.

Al fin de cuentas, cuando pienso en lo brava que es mi amita, no puedo más que razonar en aquellos cuentos sobre doña Bernarda: “Lo que se lleva en la sangre, Fermina, eso no te lo quita nadie”.

Aquella fue una añada afligida, si bien la negrada festejó a lo grande cuando al fin estampillaron que los tratantes de esclavos eran unos forajidos y muchos perdieron el beneficio. Yo amontonaba cada letrilla sobre eso y me gustaba empollarlas de vez en cuando, como para despabilarme que no había embuste.

“Aquí hay mucha gente distinguida que se hizo poderosa vendiendo negros, ahora van a tener que pensar en cambiar de negocio, repetía mi amita. No vamos a demorar en ver cómo muchos vecinos ilustres están ricos debido a que su oficio era mercadear con esclavos, aunque ahora algunos cuentan una historia distinta.”

Lavalleja no gobernó más que una cosecha, porque se fue de sopetón esa primavera, y no faltó quien buscó colgarle a mi amo tal azar. Los chismes principiaron no bien el varón cayó fulminado en el Fuerte cuando trajinaba papeles, y se quedó seco el pobre, ni los doctorcitos pudieron hacerle más que un desangramiento antes de verlo palmar.

Se verseó de todo en esta villa, porque unas horas antes rondaba enterito y contaba la portuguesa que lo vio hablando muy animado en la vereda de su casona de la calle Zabala, cuando salía de rezar las honras a San Hilarión.

Don Venancio todavía no enfriaba las ancas de patear campaña, cuando le brotó al cruce esa desventura, y hasta que lo había emponzoñado con el cimarrón tuvimos que atender, pero dice Misia que por suerte rumió bien aquel asunto: “La junta de higiene se hará cargo de este asunto, porque no es buena cosa dejar correr los murmullos por estas calles tan melindrosas. Ahora mismo está Don Fermín Ferreira viendo si la viuda le da asentimiento para abrir el cuerpo”.

Con tal calamidad, la matrona halló que debía hacerse para sosiego de todos, porque en San Felipe no había más que chismorreos de que justo lo avecinó la parca a un soplo de voltearse el Brigadier a la capital.

Abundante me quemé yo con esa maña de abrir al finado, a mí no se me hace nada cristiana. La principiaron con Garzón y luego le siguió Lavalleja, y sólo por sacudir murmullos no le dije a mi amita que veía aquello como un pecado muy grande. Aunque porfiaba que había que hacerse, yo la vi lloriqueando por los rincones.

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“Está visto que hay que sosegar desconfianzas y ya se están juntando varios médicos en la casa del finado para hacer la maniobra. Afirma Don Fermín, que ésta es la única forma para saber de buena tinta de qué ha muerte”, decía.

“No llore, María, ya verá cómo las cosas se van esclareciendo y por si hay sospechas, nombré al notario de gobierno y a varios militares de rango como testigos”, la alivianaba Don Venancio y al fin tenía mucha razón, porque después de abrir al finado en su propia casa, el asunto quedó despejado y se estampilló que la muerte fue mandato del Altísimo, aunque no saben si fue primitivo que se le estropeó el corazón o la sesera.

Pero yo me quedo con lo dicho por su matrona cuando mi amita le fue a dar su compasión: “Todos los Lavalleja mueren del corazón”.

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¡Ha muerto Don Frutos!

“Que dure es lo menester, y pronto, amigo, verá que esta provincia será feliz como debe ser: porque la naturaleza y Dios mesmo se ha esmerao darle como le ha dao en el suelo su riqueza, corriendo la agua a raudales por sus ríos caudalosos, y de ahí sus montes frondosos sus campos y pastizales. Luego sus puertos y haciendas su trajín y produciones... ¿No valen más estos dones, que ejércitos y contiendas sin término?, ¿y para qué?, para que al fin el tirano llegue a ser el soberano de estos pagos”.

Una tarde, Prudencio se mandó como centella en las cocinas, y Vitorina a poco estuvo de echarse encima el ensopado, de tan de sopetón que entró. Y yo, que estaba en el fondo abrillantando mis trenzas con el agua del blanqueado de los lienzos, orejié que hablaba de Don Frutos y me mandé así, regada nomás para adentro.

Habían llegado voces que el pobre estaba malito y que la cosa no tenía acomodo; llevaba días en viaje a San Felipe para arrimarse a su sillón en el Fuerte, pero al parecer, tanto traqueteo no le rebotó bien y el varón empeoró de sus achaques en los orines.

Por aquí quedaron muy atribulados y Don Venancio mandó buscar a Don Fermín, pero muy junto supo que no había nada que hacer y todos quedamos pasmados con tal calamidad.

“Aquel enero del 54 fue muy rudo, apenas si nos restablecíamos de la muerte de Lavalleja y de las murmuraciones, cuando nos llega la noticia de que Don Frutos se moría en el norte. Flores le tenía gran estima y aunque sabía que estaba muy enfermo, eso nos azotó fuerte”, se acuerda Misia Mariquita de aquel día de calor en que festejábamos las honras de San Hilario el sonriente.

“Nos dijeron que su mal empeoró cuando estaba cerca de Melo y buscó un lugar para descansar junto al arroyo Conventos, en donde un viejo amigo, Bartolo Silva, lo recibió en su rancho. Pero nada pudo hacer por más que lo intentó, sólo verlo morir a las pocas horas. Doña Bernardina debió salir a buscar

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el cuerpo sin más alivio que su dignidad.” El Brigadier le mandó los mejores jamelgos para la carroza y algunos

mozos de asegure en caravana. Cuando el finado llegó a la Matriz, toda la villa se fue a darle sus laureles, y en esta casa se habló mucho de aquello.

Aún tengo fresco cuando entró en San Felipe su matrona, y a poca tirada la seguía el carro con la barrica llena de caña en la que encajaron al finado para ampararlo de los calores, y media villa salió a recibirlo.

No faltó algún cristiano que, para hacer los laureles a Don Frutos, se embuchó un trago de aquel jugo espeso el que había estado encajado el bulto.

“El padrejón era un hombre que levantaba pasiones. Rosas fue el que le puso el mote porque a donde iba dejaba algún hijo, y a la gente le gustaba apodarlo así porque lo sentía cerca. Ahora le han cambiado la letra y le dicen pardejón aunque Don Frutos de pardo no tenía ni un poco.

Era visto que el Brigadier tuvo un gran mazazo con tal desventura, y que se sentía arrinconado en el Fuerte de San José: “Ya bastantes problemas teníamos y la muerte de Don Frutos hace más que echar leña al fuego”.

No escaseaba quien juramentaba que iba a llamar a los colorados para gobernar, haciendo aire el asunto de olvidar las banderías, y luego del enterramiento, desfilaron por mí muchos señoritos mosqueando que el gobierno no se les escurriera de las manos.

Los murmullos iban leudando como bollos: “No bastan las buenas intenciones para torcer el sentir de un pueblo, por más que se quiera, ya estamos divididos por bandos, rezongaba Misia cuando, en medio de tanto sacudón, mi amito mandó quitar el trapo colorado que era la seña de sus tropas: El ambiente sigue muy caldeado y ahora hay quien insiste en llamar a los brasileros a poner orden en estas tierras, y yo creo que bastante tenemos con que la mitad del país hable brasilero, además, en nada me gusta ese manifiesto que ha escrito Andrés Lamas.

La cosa no es tan fácil, María, no se trata sólo de poner orden, nos tienen que socorrer con las cuentas porque estamos fundidos”.

Ahora que hago acuerdo, Don Venancio porfiaba en no meter en la Banda a los de afuera, aunque media villa le vino a pedir por el asunto, y muchos quedamos pasmados cuando se metieron nomás. ¿Qué lo haría cambiar de sentir? y creo acaso fue la miseria, por lo menos eso le escuché decir a Misia Mariquita:

“Fue después de mucho conversar que se pusieron de acuerdo y en el invierno del 54 entraron al fin los soldados del Brasil, esto con el beneplácito de la Asamblea.”

“Un país pobre es un país de rodillas”, razonaba el Brigadier, cuando ella le decía que había que tener ojo con los del norte y mucho habla de eso: “A mí esa ayuda no me convencía, porque de rodillas estábamos siempre, y sabía que el Brasil no financiaba al gobierno por la linda cara de nadie, no iban a demorar en cobrarnos la cuenta con la sangre de nuestros paisanos”.

Luego de ver lo trazado, hubiera sido cardinal que de una vez Don

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Venancio orejeara lo que ella le hablaba, pero en aquellas cosechas, ¿quién iba a hacer entrar en razón al Brigadier?

“No estaba muy disparatada, puesto que los inconvenientes no tardaron y la prepotencia brasilera hizo que se marchara hasta el ministro Lorenzo Batlle, que cada vez tenía más problemas para acomodar sus números”, se acuerda.

Nosotras vivíamos con el Jesús en la boca y cualquier cosa nos parecía de mal agüero. El día de Nuestra Señora de las Nieves, un gran jaleo nos sacó a todos del catre, y las que cabeceábamos en las piezas del fondo nos alzamos positivas de que estaban bombardeando el fondeadero.

Los vecinos afloraron en camisón de lanilla a la calle de la Florida, juramentando que se venía la guerra con el Brasil, de seguro. El asunto fue que, como Don Venancio estaba en campaña, nos julepeamos bastante, hasta que uno de los muchachos desembrolló la cosa: “Me fui hasta el muelle y resulta que el tal ruido no es más que una fiesta en un barco norteamericano en la que al comandante se le ocurrió lisonjear disparando pólvora a diestra y siniestra por la bahía”.

En la vida sabré si fue por el julepe o la corrida, o porque que el Altísimo así lo había estampillado, pero esa mismísima tarde caí malita y no me alcé por días.

Dos lunas a la cola había pispado que estaba preñada, esa vez solita pensé en fundar familia. Mi patrona estaba contenta y decía que no bien se llegara de campaña el Brigadier, se arreglaría un casorio.

Pero aquel hervor duró lo que un lirio, ya que la noche del barullo en el fondeadero me vino una calentura que parecía ida, no paraba de llenar la bacinica y en menos de lo que sale el lucero mi tripa lanzó fuera al crío, antes de que pudiera saber lo que era cargar savia dentro de una.

Prudencio tampoco cayó en la cuenta hasta que pasó esa cosecha, y como era muy chúcaro, tardé en ver cuánto lo desgració aquel tropezón.

Ese asunto siempre fue espinoso entre nuestra gente, y creo que viene de los tiempos en que nos veían como bestias y era cosa natural largar los críos por maltrato. De tanto azote, se echaban antes de verlos abultar la tripa, y bastante rezagaron los patrones en ver que si querían crecer su hacienda, debían cuidar a las negras preñadas.

Entonces fue que principiaron en dejarlas reposar y a darles más ración, ya que en campaña la vianda era muy corta; pero igual la cosa no fue moco de pavo, porque muchas forjaron de eso un grito de resistencia, negándose a darle al amo otro lomo que azotar.

Siendo moza, las vi tanteando de todo para desguacharse: hierbajos, yuyos, amuletos, danzas, y cuando nada de eso cuajaba, muchas hasta sofocaban a los críos, con tal de birlarle al amo el favor.

Mi amita me dio jarabe, y la portuguesa me colaba agua de diente de león, y es verdadero que en esta casa me abrigaron bien, lo que me hizo razonar sobre el apego de los Flores. Hasta Misia Teresita vino una noche a mi pieza con una estampilla de Santa Teresa, diciendo que ahora era ella la que

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me rondaba, cosa nada común, porque con el paso de los años le costaba salir de entre sus cobijas.

Misia quedó tan julepeada por esos días, que mandó llamar al Brigadier a la capital: “Esto no es más que un mal agüero, Fermina”, repetía, mientras rondaba como una sombra por toda esta casa.

Eran días de amontonamientos y la morralla se juntaba a rezongar contra la autoridad, y veíamos pasar cuadrillas al galope de camino al Fuerte.

Según mi amita, había muchas juntas porque se hablaba que los revoltosos se iban a mandar contra el gobierno en lo que cantaba un gallo. En los zaguanes se oían púas contra César Díaz, que abrigaba el lugar de mi patrón cuando éste andaba en campaña, y eso a Misia no la traía muy quieta: “No me gusta que Díaz se haga cargo del gobierno cuando Flores no está en San Felipe. Va mostrando la hilacha y es un intransigente. Ahora se nos ha puesto malo con la prensa”.

Y como si aquellos dichos fuesen un anuncio, al poco tiempo se tuvo que mandar Don Venancio a la capital porque leudaba el cabreo contra Díaz, que se había julepeado con las voces de alzamiento blanco que chamuscaban a San Felipe: “Por suerte Flores ha suprimido el decreto con que Díaz mandaba arrestar y fusilar a Berro”. Se aliviaba Misia Teresita. que estaba encrespada con eso de que avisparan al varón por si acaso se le ocurría conjurar.

La cosa fue que mientras Díaz se ganaba sus odios, vino noviembre y las calles se llenaron de colores, y eso me hizo perder la tristeza que se me había pegado como el abrojo.

Por mi ventanilla entraba del patio el olor a madreselvas, que siempre me ha alzado los humos de la sesera. Volví a la querencia de salir tempranera al mercado; es la mejor guisa para brujulear los asuntos en San Felipe.

A veces, cuando veo a los doctorcitos zanjando nuestros asuntos lejos de las calles, me pregunto cómo es eso de no dar orejas a los paisanos a la hora de gobernar.

En aquellas andadas, me mandaba unas buenas rondas para llegar a los puestos, porque había mucho brasilero zafado por allí y a mí no me gustaba pasar muy junto, porque te largaban cualquier guasada.

Tampoco me entretenía en la pulpería de Bartolo, bajo el pasaje al mercado, porque allí siempre se amontonaban esos infieles a darle a la taba y al porrón de ginebra, se armaban grandes pendencias y no faltaba alguno que hiciera estropicios con su cachetero luego de chupar como esponja.

Pero esa mañana no fastidiaron mucho porque se habían recogido a los cuarteles dejando sin resguardo el casco.

“Hoy se eligen senadores y jueces, y ya los blancos avisaron que no irían a votar”, dijo muy temprano Don Venancio, y más parecía un viento.

Esos cagatintas están haciéndome la vida imposible, María” y lo orejié gritar y supe que en la noche se había trenzado con algún imprentero que hacía letra contra los caudillos. De modo que San Felipe estaba caldeada y como muchos se arrimaron a las mesas cebados con carlón, las trifulcas no se

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tardaron: “Yo sigo con esa idea en la cabeza, no se me saca el presentimiento de que

se vienen más problemas, y nos llega la hora de largar todo y marcharnos para la hacienda”, porfiaba Misia Mariquita, pero mi amo no le hizo orejas y ahorita se lo acuerda: “En ese tira y afloje estábamos, y yo esperanzada en irnos lejos, cuando al final, por más que repitió que no era mala idea volverse a campaña, Flores terminó ese marzo sentado en el Fuerte de San José como Presidente. Por más escriban ahora que en esta familia Flores hacía lo que yo mandaba, en verdad él jamás escuchó más que a su conciencia. Los sueños de tranquilidad se fueron como el humo en esta casa y los rumores de corrida desde el norte no se demoraron, y hasta una nota en un diario brasilero apareció anunciando muy campante que el Brasil iba a hacerse con nuestro territorio y todo pareció prenderse fuego”.

Yo también me acuerdo de aquello, porque en la vida vi a Don Venancio tan requemado: “Otra vez están los brasileros haciendo su política de espanto y dan rienda suelta a los diarios para que publiquen disparates que alborotan a medio país. Esto es una costumbre que han tenido siempre para debilitarnos. Ahora nos llaman la chusma, y dicen que están armando un bando para derribarnos del poder ¡Llaman chusma al pueblo, María!”, rezongaba.

“No hay que demorarse con esas habladurías”, le decía ella, sin saber cómo contentarlo.

“Con todo lo que hay que hacer, tenemos que poner orden en campaña y cercar los campos con muros de piedra, pero la cosa va muy lenta. Los gauchos prefieren hacer la guerra que ayudar a levantar la paz, por estos lugares siempre ha costado acomodarnos a los cambios. Debemos traer colonos de Europa para trabajar la tierra, los españoles e italianos saben manejarse bien y aprovechan cada pedazo que se les da.

El asunto fue que con tanto zarandeo, muy podo pudo hacer el Brigadier desde el Fuerte más que arreglar entuertos, y la cosa se volvía peliaguda: “No puedo ocuparme de hacer que este país produzca y a la vez separar riñas cada mañana”, rezongaba. Y antes de las navidades se mandó a la campaña, diciendo que debía componer los fardeles que soplaban entre caudillos.

Mientras eso sucedía, a San Felipe seguían arrimándose novedades para entretener los ahorros, y una de esas tardes fue que se armó una muestra a la que vino un gringo muy sabihondo, y la casa se llenó de matronas.

Yo le di orden a Vitorina que alisara los tapetes, los cubre-cabeza de los sillones, y que llenara de flores los ramilleteros. También le mandé a la portuguesa que le diera fuerte a las tablas para sacarles lustre y fregara con papel los ventanales.

El Brigadier había mandado traer una caja de madera hierro que zurcía como si fuera remendona, aunque a mí en la vida me ha arreglado tal asunto y cerca estuve de cruzarme algún dedo en aquella maniobra.

Mi patrona estaba muy embelesada con ese aparatejo, decía que en todo el mundo ésa era la forma de facilitar las labores: “Esta máquina viene de

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Nueva York, y es la que se ha presentado en la exposición industrial”. Aunque pronto vimos que era tan peliaguda de manejar que la dejamos arrumbada en el cuarto de los cachivaches, y pocas matronas se animaron a gastar 100 patacones en aquel asunto. Me han llegado las voces que han arrimado otras más simplonas y que hay quien se está animando más con ese asunto.

Como les decía, aquellos días en San Felipe estaban sacudidos y mi amita no encontraba sosiego, por eso mandó armar los bultos y nos cambiamos a la hacienda, rezongando que en esta villa poco lumbreaba cómo se zanjarían las pendencias.

En la Trinidad, todos estábamos más templados y los mocosos podían quedar a su aire sin tanto miramiento, pero Misia no tenía desahogo y esperaba las novedades mortificada: “Ahora parece ser que los colorados principistas se alzaron y han tomado el Fuerte. La multitud que se juntó en la Plaza helaba la sangre”, dijo una mañana. “Un día amanecemos con la nueva de que el Brigadier se juntó con César Díaz y León de Palleja para negociar en el Fuerte y al otro dicen que Bustamante será el nuevo Presidente”.

Es positivo que vivíamos acojonadas y como mi amita estaba otra vez preñada, Misia Teresita le decía que eran chismes y para que se despejara, verseaba esa oración de su santa que tanto la apañaba:

“Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta.”

Pero por más rezos al Altísimo que levantamos, en el día de las honras

a San Martín de Tours nos tocó la novedad que en el Fuerte había nuevo jefe, y como nada sabíamos de Don Venancio, la pobre no tuvo consolación.

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Oribe, «El Espadín»

“¿Por qué no podríamos vivir Nuestra propia vida independiente, Amando y respetando sin sufrir Los agravios de cualquier insolente?»

Como les dije, cuando se alzaron las voces de que Andrés Lamas era el nuevo Presidente, en esta villa se armó una gran batahola y con tal desasosiego, que escasos se avisparon que en esos días se arrimó al fondeadero el barco que traía a Oribe de su destierro.

El espadín se quedó tiempo, aguantando para saber de buena tinta si el gobierno lo dejaba bajar del barco que lo trajo a San Felipe, y la gente principió a amontonarse en el muelle para verlo, aunque más no fuera desde lejos.

Cuentan que todos querían arrimarse al jolgorio, cuando se asomaba a cubierta se veía viejo y chupado como una sombra, tenía malos los pulmones, pero guardaba aquella lindeza que relamía a la gente.

“Al General Oribe nadie le había dicho si podía desembarcar y recién después de varios días se apareció en el muelle el Ministro Batlle a conversar. Parece que el Presidente tenía miedo de que se le alborotaran las cosas, así que el hombre se quedó allí, mirando desde cubierta sin poder pisar tierra oriental”. Se acuerda mi amita que en esas cosechas vio clarito que el gobierno de Lamas no remontaba.

Los paisanos que el Brigadier había acaudillado en campaña, fundando que aquel gobierno no era asunto legal, se mandaron a rodear San Felipe, dejándola acollarada, y los carretones con pertrechos se quedaron sin poder entrar a la capital.

Tan pronto las tripas empezaron a chiflar, Don Venancio mandó a su gente que dejaran pasar las viandas y principiaron las conversaciones en la quinta de Hernández en El Cardal.

“Lamas no quería dejar su puesto y había que llamar elecciones para serenar los ánimos.” Aquello era un tira y afloje, pero como el Altísimo no quiere cosas chanchas, ese viejo enflaquecido y cano, que estaba lejos desde la Guerra Grande, sería quien principiara a poner orden en estos sitios.

“La distancia hace ver las cosas claras, María”, orejié hablar a Don Venancio.

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“El estar en el destierro te mueve las ideas y que no dejaran pisar tierra sirvió para que el General Oribe se pusiera a pensar que las cosas debían tener un buen arreglo, eso, cuando al fin se decidió y mandó una carta al campamento de la Unión, supe que si nos juntábamos, las cosas iban a acomodar.”

Esa primavera, en el día de Nuestra Señora de las Mercedes, nosotros también marchamos al Cardal. No era fiado que los Flores se estacionaran a la mano de sus enemigos según porfiaba el Brigadier, la Trinidad tampoco era burladero seguro.

A mí me gustaba vichar aquel meneo de pencos y montadores, zarandeando banderolas en la pica de sus lanzas. Cuando bajaba la tarde, mi amo se juntaba con los Oribe y algunos gringos; al parecer estaban espigando qué debían hacer para componer el desbarajuste.

“Al fin podremos regresar a casa”, dijo un día Misia. “Flores mandó comunicar a la Asamblea que renuncia a la presidencia y pide que se nombre un Presidente legal. Oribe también se hace a un lado para llegar a un buen entendimiento”.

Al caminar la noticia, la gente se largó a las calles: “Viva Flores. Viva Oribe”, voceaban, regocijados de que los jefes se hubiesen enderezado.

“Fue muy bueno que al fin Don Manuel se decidiera a reunir a los blancos y se juntara con el Brigadier. Esto terminó en la firma del Pacto de la Unión y Lamas dejaría el Fuerte. Siempre supe que Oribe era un hombre de honor, hicieron muy bien en ponerse de acuerdo para pacificar el país”, se acuerda mi patrona, y tras la novedad todos dimos rienda descosida a nuestro contento, y bailoteamos en las calles hasta que salió el sol.

Pero no escurrió mucho para ventilarse que las cosas parecían en paz pero no lo estaban del todo.

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Se van los caudillos

Cuando la oligarquía Impera absoluta. Semejante tiranía Es totalmente injusta.

No bien se tranquilizó el asunto, Bustamante se acomodó en el Fuerte de San José, pero las cosas estaban zarandeadas y hasta algún reventón contra el zaguán de su casa debió apechugar. Había mucho forajido suelto por allí, pero los Flores no se achicaron y nos vinimos otra vez a avecinar a esta casa, y aunque había un soplo raro en San Felipe, igual fue buena cosa escuchar otra vez los pregones tempraneros en la calle de la Florida:

“Escooobero!... Dipaja son las escoba... Y con pluma de avetrú. Son lo bonito plumero... Escooobero!... Bailando con su escobita... Ya se laja el escobero! Escooobero!..”.

Otra cosa que me gustó fue pasear de nuevo en el pescante del coche,

mientras Prudencio lo caciqueaba con gran arte, aunque él no hacía más que rumiar porque me había cortado las trenzas.

Hago acuerdo que me pasmó lo añoso que estaba: tenía los ojos más hundidos y sus dientes blancos se habían empezado a desabrochar.

También refunfuñaba por todo asunto, y una mañanita me roció de lo lindo porque le habíamos labrado dentera al tarro del agua por si algún zumbón se lo empinaba. Yo le decía que me habían dado orden de guardar el agua en tinajas de barro culo para arriba, y con un rallado que dejaba caer las gotas en otra, porque así se purificaba. Y Misia me enseñó a pasarla a las bombonas de mesa con el jarro de lata recortado, pero el negro se encabritaba igual.

Ahorita que lo pienso en forma, creo que veía lo mismo en mí, porque ese verano casi no se mostró por mi pieza y me quedó siempre clavada esa sordina que se alzaba cuando estábamos juntos.

Tampoco yo era la misma y apagaba el candil para que no viera mis carnes flacas. Luego razoné que escurridos aquellos días de calentura en los que eché al crío afuera de mi tripa, me había quedado seca.

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No crean que tenía mucho tiempo para descalabazar mis asuntos, ya que estaba muy ajetreada porque aquí desfilaban muchas visitas, y aunque alguna mano me daban las pollas, yo siempre estaba caciqueando la faena.

Vitorina era bastante avispada y aunque tenía las carnes cebadas se movía como el viento; pero la portuguesa era tan corta que a veces me sacaba la compostura. Y no crean que no la quise a esa mulata, pero es que se la pasa preguntando cómo hacer las mismas fajinas: cómo colar lejía, cómo espumar la leche azucarada para el mate de la patrona, cómo engrasar las botas del amito, cómo salar carnes que traían de la Trinidad, y al final, a mí se me reventaba la sesera de versear siempre igualito.

Como les dije, por aquí se ventilaba mucha gente, y el que se mostraba muy seguido era el general Oribe. A mí me gustaba mariposear por los rincones a ver si orejeaba algún asunto cardinal, y mucho hablaba el varón de que con el país en guiñapos, si no tocaba rápido más oro del Brasil, no íbamos a salir a flote.

Andaban por allí malas lenguas y hasta los diarios las remachaban: “Ahora dicen que el Presidente venderá la Colonia del Sacramento a los brasileros por dos millones de pesos”, refunfuñó Misia una mañana, y aunque eran desbarros, fueron muchos los que se llegaron a esta casa para hablar con Don Venancio: “Ya están diciendo locuras otra vez”, decía, y porfiaba que si los imprenteros no ayudaban a sosegar el asunto, las cosas se podían poner más fulleras.

En esas cosechas nos llegó la noticia del fin de una guerra y la ciudad se puso a lisonjear, aunque sólo los gringos sabían por qué lo hacían, pero como eran un montón, la jarana fue grande:

“No importa que no sepan por qué festejan, y que nunca escucharan hablar de la guerra de Crimea decía mi amita En este país que hace tiempo no encuentra motivo para festejar es bueno que la gente se alegre un poco”. Y todos se mandaron a las calles de buena gana; era el día de San Benjamín el mártir.

Yo tampoco lumbreaba gran cosa de aquello, hasta que Misia me contó que fue una larga guerra, al borde de un mar negro como la noche. Luego me encajé bien de aquel asunto y me despabilé que no sólo en estos pagos no sabíamos remendar las pendencias; en todas partes razonaban que guerrear era la forma de apañar bretes, y eso para mí fue un sombrío campanillazo.

Aquella tarde, festejando el fin de esa guerra alejada marcharon en la plaza las cuadrillas brasileras y las casas estaban emperejiladas con banderolas colorinchudas. Gracias al Altísimo aquello fue una despedida, porque los del norte se volvieron a sus tierras.

Razono que con tales vientos, sólo el amparo del Altísimo zanjó para que se honrara aquel Te Deum por el fin de la guerra de Crimea, y yo lo tengo en la sesera porque esa tarde acompañé a Misia Teresita a lo de Piamont, que tenía su dispensario junto a la plaza mayor, a la que me cuesta llamar Constitución.

Soplaba mucho viento y zarandeaba el cartel de latón que avisaba sus artes: “Clínico dentario, flemones, fístulas, llagas rebeldes, pólipos, y narices

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mecánicas, labios elásticos y ojos artificiales”. Eran cosechas en las que se mandaban muchos doctorcitos ofertando

artes que podían ser muy costosas, pero en San Felipe había cristianos sueltos a escotar tal novedad.

De camino a lo de Piamont, vimos a las gentes ventaneando la romería y sacudiendo el banderaje. Mi patrona a veces habla de eso: “Por suerte la fiesta preparada por los franceses en la Plaza no se arruinó y todo salió como estaba avisado, aunque ahora Juan Carlos Gómez escriba que aquello era río de sangre. ¡Puras pamplinas de ese pitucón!”.

En el día de San Marcos se llegó hasta aquí Oribe, trayendo un regalo para el Brigadier: un pingo picazo que era una guapeza; lo mandaba Urquiza desde Entre Ríos y al parecer era una fineza por haber firmado la paz. También uno para Oribe.

“Eso es toda una señal, dijo mi patrona, que andaba muy quemada: “El Pacto de la Unión le trajo problemas a Oribe y algún malnacido está amenazando con cobrarle lo que llanta traición”; y no tardamos en saber de buena tinta que algún bandido estaba listo para cargarse al general.

Nadie parecía estar a resguardo, y mi amita no se cabeceaba hasta ver llegar entero a don Venancio a esta casa. Fueron días de revueltas; mucho achispado voceaba que se le prohibiera a Oribe trajinar por la villa a su aire y todo se volvió un hervidero: “Nadie está seguro con ese degollador suelto” voceaban, y en esta casa no les gustaba que hablaran así de Oribe.

Y tan perseguido estaba el espadín, que una nochecita a gatas se salvó de una encerrona de unos matones, montando el pangaré que le despachó Urquiza, en lugar de marchar a su quinta del Miguelete en su carro.

Era tal el alboroto, que al fin el Presidente no tuvo mejor idea que mandarse hasta aquí en busca de mi amo, para que pusiera compostura.

La porfía fue grande entre mis patrones; ella maliciaba de todos y rezongó mucho, pero el Brigadier al fin apechugó y le dio una mano a Bustamante, pese a que Misia le quitó el habla por varias semanas.

Con los Flores, una no estaba positiva de lo que brotaría no bien adelantara el día, y mucho goteé montando y contando bultos.

La cosa es que todo quedó manso y se nos pasó el año en un respiro. Luego de las fiestas del Nazareno, el calor levantó un hedor asqueroso,

las calles estaban mugrientas y mi amita rezongaba porque pocos chamuscábamos la basura al rayar el día.

Ese enero el Brigadier se mandaba alguna tarde junto a Oribe hasta la chacra de un tal Gabriel Pereira, que al final rebotó Presidente: “Tenemos que buscar un candidato que pacifique las cosas, María”, decía. “No creo que sea bueno apoyar a César Díaz, aunque ahora haya gente influyente buscando llevarlo al Fuerte; ha generado muchas resistencias y ahora se necesita conciliar”.

Al fin terminó domeñando Pereira y todos festejamos entre bullas de cañones, cohetes y campanas.

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“Flores siempre creyó que Pereira era el mejor candidato. Decía que se mostraba sereno y de carácter tranquilo, no como Díaz, que era muy exaltado y además, no olvidaba que cuando Díaz se hizo cargo del gobierno interino, se ganó el odio de mucha gente”, se acuerda mi amita y porfía que lueguito el varón resultó despistado con los favores.

“Todos nos sorprendimos cuando Pereira llegó al poder y se despachó a su gusto alejando a todo el que podía hacerle sombra. Creo que los aires del Fuerte le cambiaron el carácter de un plumazo”, rezonga, pero a mí el asunto no me pasmó, porque Misia Teresita estampillaba que eso de que los gobernantes cambien cuando al fin les toca el mando, es tan viejo como el mundo.

“Al principio Pereira repartió el gobierno entre blancos y colorados, buscando no exaltar los ánimos y no crear enojos en ninguno de los dos bandos” remacha. No pasó mucho en notarse que la autoridad de Oribe era muy fuerte y con ello la de los blancos, lo que alertó a Flores.”

Y es verdadero que aquello encrespó a mi patrón. “El Presidente me dijo que ya no me necesita como Comandante de armas y sus argumentos son muy flacos, María. Ha desterrado a César Díaz por conspiración y estoy seguro de que cree que me voy a dejar convencer para sacarlo del gobierno”, rezongaba una tardecita al volver del Fuerte.

“Eso es una tilingada, bastante disgustos trajo a esta familia que te decidieras por Pereira, y al final el hombre resultó un malagradecido”, retrucó Misia, y aquel vocerío se orejeó de lejos. Ella le decía que se fuera a clarear el asunto con Oribe, que no podía cargar con aquel chismoseo.

Ahorita porfía que Pereira buscaba sacudirse al Brigadier de arriba, luego que éste le echó la mano para llegar al Fuerte: “Flores era un conciliador, y todo aquello fue un manejo que armó Pereira para quitarse de al lado a Flores. Le molestaba tener cerca a un caudillo a quien no podía opacar”.

No fue simplón zanjar aquel asunto y Don Venancio no quería revolver el avispero. Misia mandó acomodar los bultos, diciendo que éste iba a ser un viaje largo, y el Brigadier apenas si chistaba: “Tiempo al tiempo, María”.

Así fue que esa primavera, luego de las honras al beato Pedro Claver, a quien por aquí la negrada agradecía siempre con rezos por ser el esclavo de los esclavos, nos cambiamos a Entre Ríos.

Es positivo que yo nada orejeaba de esos lugares y los mocosos tampoco, pero mi patrona no hacía más que machacar que aquello era un gran beneficio, para que a Don Venancio no lo encajaran en el mismo morral que a los revoltosos.

Y ahora razono que le borboteaban en la sesera las voces pidiendo jaleo contra Pereira, y eso la tenía cruzada.

Vitorina y la portuguesa se quedaron en San Felipe, lo que me dio mucho extrañe, pero era visto que esta casa no podía quedar desamparada.

El que sí pudo mandarse a Entre Ríos fue Prudencio pero sabe el Altísimo por qué al fin se estacionó en esta villa, piando que yo no zapateaba mi propia vida sino la de mis amos.

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Creo que él brujuleaba fundarse a su aire, como bicho suelto, y a veces se quejaba de que el Brigadier lo miliquiaba. Alguna noche se ponía hablador y me decía que iba a mandarse con su primo Mauricio, a zambullirse tras las calderillas de oro en las playas del Buceo de la Luz.

Yo no le daba atiende, pero siempre se me antojó bullada eso de irse a cebar con cachaza y meterse en el río en busca de bajeles hundidos; pero él porfiaba que tras guapearse con una pipa de aguardiente, más de un cristiano salió a flote con su bolsa de cuero reventando tesoros de algún naufragio.

Al fin de cuentas se mandó a la Trinidad, y ahorita razono que más le hubiera valido meterse a cortador, barbero o albañil, como fue usanza después de la liberación, en lugar de trenzar tanto las cosas.

En cambio, yo en la vida me sentí anudada a los Flores, y miren que más de una vez Misia Mariquita me encaró para que le marcara qué quería hacer de mi vida, y algún orillé me zumbaba a la oreja que no me fuera del trillo.

Aunque pude estarme en San Felipe, yo no iba desarrimarme de esos mocosos que se la pasaban atados mi delantal. ¿Quién se iba a ocupar de ellos entonces? Luego de perder el crío, ya no sentí ganas de armar familia propia y en la vida me eché para atrás en eso, aunque simplón de Prudencio no lo razonó.

Mi amita no estuvo muy aprovechada lejos del terrón, pero siempre ensalza a Urquiza por abrigarnos en aquel brete.

“Eran buena gente, y no importa las desavenencias que tuvieron después”, funda, y a todos nos acojonó la forma en que lo destriparon hace unos años.

“Urquiza era todo un caudillo, hombre de estampa imponente que daba respeto”, dice, y yo me acuerdo que tenía unos ojos que cuando se encrespaba, parecían echar chispas.

Por aquellos días le estaba raleando el pelo, y para escamotear el asunto, usaba un alisado muy fiero, no calzaba traje de milico sino de paisano y marchaba zarandeando en su mano una fustilla que metía miedo, y muchos cuentos corrían sobre ese asunto. Aunque si he de ser verdadera, sólo lo vi aprovecharla cuando caían nubes de zancudos.

Esos sí que se la traían porfiados y la pucha que nos tuvieron chiflados; cuando se venía arrimando la noche, se les daba por agujetearnos hasta dejarnos como zaranda.

Al varón le gustaba tumbarse en su hamaca, bajo la parra, y chupar el cimarrón con Don Venancio hasta que solapaba el sol. Yo lo vichoneaba. Parecía batirse bien entre sus paisanos y lo vimos cristianar algún indio, les daba confites y aguardiente. En un muro tenía pingado su estampa calada por una bordadora de los toldos sobre una manta pampa.

En San José vimos a Blanes estampillando sus artes, y Urquiza se ponía un traje emperifollado para darse más aire. Al Brigadier le gustaba hablar con él, y en esas cosechas no se acomodó en que lo garabateara en sus lienzos; decía que ya tropezaría con algo más cardinal en qué derrochar sus aceites.

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¡Quién hubiese tasado, al verlo fregar sus escobillas, que iba a estampillar la degollina de Don Venancio! Pero no quiero pensar en ese malcarado lienzo que a mi amita la hace llorar mucho.

“No bien las cosas se ponían bravas en la Banda, familias enteras marchaban como en procesión a Entre Ríos. Pero no sólo a sus aparceros recibía Urquiza, muchas veces algún oficial vencido por sus tropas era recogido en San José, como si terminada una batalla ya no fueran enemigos”, recuerda Misia

Nosotros escurrimos a media cosecha de lo de Urquiza y nos cambiamos a Ibicuy, en donde Don Venancio —después de acomodar los asuntos con un inglés—, compró un saladero en donde nos avecindamos lo mejor que pudimos.

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Llegan los banqueros: la modernización

“De consiguiente vendrán a levantar poblaciones gentes de todas naciones, que sus familias traerán y se desparramarán por los campos y ciudades; y hasta en las inmensidades de costas del Paraná, dentro de poco no habrá desiertos ni soledades”

En esta casa se atendían mucho los dichos de Misia Teresita, y no por ser vieja, sino porque era una matrona muy leída. Cuando en el invierno del 55 se arrimó a San Felipe el Barón de Mauá, ella le ensartó el ojo a ese figurón, del que ya les contaré cómo se zanjaron sus tiñas por estos lugares.

Pero a resultas de la caterva que había en esta villa, nadie parecía despabilado con el asunto de los bancos, y Misia Teresita siempre remachó que los doctorcitos no caciquearon bien la cosa: “San Felipe era un gran desorden y los usureros brotaban como moscas cerca del mercado. Los muy picaros se llenaban de oro cobrando tanto por sus préstamos, que no era raro ver algún distraído en la calle luego de caer en sus garras. Las cuentas marchaban muy mal, y la gente llegó a pensar no había país que levantara cabeza sin esos banqueros que nos decían cómo hacer los negocios”. Y porfiaba que sólo algún alumbrado principió a pinchar en el Cabildo que había que ser avispado con esos asuntos, porque eran muy esquinados, pero mucha oreja nadie le dio.

“En estos lugares solemos ser muy discutidores, y a fuerza de tanto discutir a veces se nos pasa el momento de ponemos a hacer las cosas. Mientras el gobierno aseguraba que serían buenos para nuestras cuentas y los doctorcitos repetían eso de la `modernización´ del país, realmente pocos sabían de qué se trataba”. Repetía positiva que se debía hacer mucha letra con eso: “Hay que tener en cuenta que la economía es la que manda en este mundo de locos y las cuentas de la Banda marchaban muy mal. Necesitábamos que nos ayudaran, pero eso no significaba darles carta blanca a los de afuera para manejar nuestros dineros”.

El Barón de Mauá era un gaucho fronterizo con mucha mosca cuando vino a plantar su banco a esta villa, lo que según Misia Teresita, podía hacerse como si de una tienda de bollos se tratara: “El dinero se consideraba como una mercadería más y el gobierno no les puso ninguna condición ni control, un poco por no saber cómo hacerlo y otro por miedo a que se marcharan al otro lado del

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Río a invertir en Buenos Aires. ¿No había llegado la hora de vigilar cómo se manejaba el dinero? Aquí todo era novedad, y la gente se entusiasmó con los préstamos del Barón; eran más baratos que los anteriores y eso hizo que muchos perdieran la cabeza. Fue una gran pena que en el Cabildo no se pusieran de acuerdo en lo que se debía hacer, y mientras esto se hablaba, seguían dando créditos y de a poco se fueron haciendo dueños de la situación. Prestaron para fabricar puentes y caminos, y fundar colonias agrícolas. La cosa fue que pronto la gente se olvidó de los controles debidos y la ciudad pareció florecer de la mano del barón de Mauá y sus banqueros.”

Tampoco mi amita les tenía apego a los banqueros y porfiaba que no se razonó el asunto hasta que nos llegó el agua al cogote: “Nada sabíamos por aquí más que de usureros que siempre corrían a auxiliar a quien necesitaba, aun al gobierno, aunque después uno no supiera cómo sacudirse de ellos. La cosa fue que a la gente le cayó bien el Barón, aunque yo no me tragaba lo de su buena intención y verán cómo no estaba errada. De todas formas, él hizo lo que quiso y no faltó quien dijera que como era brasilero y les había prestado dinero a todos los gobiernos de turno, alguien estaba haciendo la vista gorda”.

La cosa fue que mientras nosotros nos acomodábamos bastante bien en Ibicuy, el Barón se iba mudando en un señor cardinal en San Felipe.

En el saladero, las cosas principiaban a caminar y había una gran bulla derredor: “Si Urquiza al fin logra traer el ferrocarril, Argentina será un gran país, ni las leyes son tan poderosas como ese monstruo de hierro que atraviesa enormes distancias en poco tiempo”, le escuché decir al Brigadier.

Los barracones estaban arrimados al río, con un atracadero en el que me acomodaba con los muchachos para ojear patíes, surubíes, y bagres limonados, cosa linda para nosotros que veníamos de una ciudad en la que se iban alzando muros que taponaban las vistas.

Goletas, bergantines, zumacas y naves de todo tipo desfilaban por allí, atiborradas de tasajo, sebo, cerda, aspas, cueros y lenguas saladas.

Me gustaba ojear cómo se iban avecinando familias de muchos lugares, y derredor se pintaban como hongos ranchos y galpones. Algunos gringos alzaban sus casas con techados torcidos para abrigarse de la nieve.

¡Nadie les había soplado que no caía nieve! También dejaban una manta arbolada arrimada al río para amontonar leña en invierno, y mi patrona contaba que esas gentes venían de lejos, en donde el frío y la nevisca pueden empalmar al cristiano falto de resguardo, y que se mandaban en los buques sin saber clarito a dónde irían a dar con sus huesos. Los oíamos sin entenderlos, ya que hablaban un gringo cruzado.

“No todos son gente católica, pero tienen buenas costumbres y se les ha prohibido comprar alcohol para que hagan una vida sana”, decía mi amita, que siempre estaba venteando. “Los que más trabajan son los franceses, que plantan frutales y saben preparar ricos aceites, miel, frascos de frutas, jabones y velas.”

También vinieron doctorcitos y maestras que se plantaban en las

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haciendas para provecho de la mocosada, y Misia Mariquita agenció a una franchuta de nombre espinoso, que usaba grandes polleras armadas y siempre cargaba sombrilla: “Es que tiene pavor a quedar tostada”, se reía.

Cuando apretaba el calor la franchuta se acomodaba bajo la madreselva y los mocosos la rodeaban; era una lumbrera y me relamía orejearla con ese cantito acaramelado. Contaba de su terrón y de una revuelta, de Napoleón y de una reina a quien algún bandido había tajado su emperejilada cabeza, y fundaba que algún día volverían los reyes a París.

No le fastidiaba que me le arrimara y yo me saltaba la siesta con tal de pegarme a sus clases, aunque si soy verdadera, los Flores no empollaron mucho con ella, salvo Agapita, que se pelaba por esos asuntos.

Principiando, la franchuta vio con rareza que fuese una negra leída, pero lueguito se acomodó y hasta pude vocearle los versos con los que Bonifaz enseñaba en la escuela, porque él todo lo capitaneaba con versos y los mocosos los repetían como rezo.

Me acuerdo que Misia Teresita le dijo hinchada que tenía buena sesera, y que traía ojeados un montón de libros.

“A la francesa le sorprendió que en un país tan pequeño como el nuestro, que apenas si podía ver en su mapa, hubiera tanta gente instruida. En esos tiempos los franceses se creían que el mundo civilizado empezaba y terminaba en Francia”, acuerda Misia, y era clarito que le caía mejor la franchuta que la inglesita que agenció en otras cosechas.

Ésa se regaba en agua de olor, y la pasaba embuchando pan con berro y hablando pestes de las matronas “nativas”, decía que eran malencaradas, y que de tanto andar al sol quedaban fruncidas como viruta, y eso a mi amita le hacía burbujear la sangre: “Hasta la escuché decir que lo peor de estos lugares era que nadie tenía la menor idea de cómo preparar un buen té a la inglesa”.

Lejos de San Felipe, yo buscaba descargar las fajinas en alguna chinita y seguía ojeándole a Misia Teresita las novedades. Fue un trastazo que ni Vitorina ni Prudencio supieran garrapatear ni una letrilla para mandarme algún asomo.

Los que sí se arrimaban eran los boletines, pero llegaban a Ibicuy con mucha tardanza y todos juntos: “El presidente Pereira se recostó en la Guardia Nacional y blanqueó el gobierno. Su quinta en las afueras de la ciudad era un verdadero campamento de “palomos”, y vive asustado por los rumores de invasión”, orejié decir a Don Venancio, que en esos días estaba forcejeando a brazo partido por hacer caminar el saladero, porque fundaba que abrigaba mucho mocoso que cebar.

Mi patrona hace acuerdo que en esas calendas llegaron al fondeadero de San Felipe los huesos de Artigas, y que en el atracadero no había ni un cristiano para hacerle los laureles. Le llama “caudillo de almas”. “Artigas siempre vivió entre negros, Fermina”, dice. “Cuando niño iba al colegio del Convento de San Bernardino, acompañado por el Tío Antonio, de la nación benguela, y al regresar a casa lo esperaban para jugar los negros Gonzalo,

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Jerónimo, Joaquín y Francisco”. Y estampilla que sus negros fueron los que nunca le abandonaron y siguieron sus pasos hasta San Isidro de Curuguaty, no como otros que se mandaron lejos no bien el varón cayó en desgracia, y aquí se me trenzan las mentas porque ni Rivera ni Oribe tuvieron las botas bien puestas para pegársele como era de honor.

Y así se murió el pobre, solito y lejos, con Ansina acollarado como su sombra, y decía mi patrón que nunca se vio en tierras paraguayas tanto negro como los que entraron con Artigas.

Ahorita hago acuerdo que el que se pasmaba con Ansina era Prudencio, y cuando íbamos en el coche canturreaba: “Ansina me llaman/y Ansina yo soy/ sólo Artigas sabe/ hacia dónde voy”. Y machacaba que el varón siempre estaba abrigando que los negros no fueran ojeados como brutos, y capitaneó a su hijo para que agenciara a los que se le iban poniendo añosos: “debes ver de que no les falte para sus vicios”.

Pero según Don Venancio, no eran buenas cosechas para su rodada, y en San Felipe había algún doctorcito que hablaba malcarado de él:

“Nadie se acuerda de Artigas”, bufaba. “El mismo día que sus huesos, llegaba a Montevideo el nuevo ministro del Brasil, y dicen que todos se volcaron al muelle a recibirlo, aun en medio de la lluvia y el viento que pareció descolgarse de golpe sobre Montevideo”.

Visto fue que resultó más importante el enviado del Brasil que un hacedor de la patria.

“Como siempre digo, el Barón de Mauá y su Banco son la nueva forma de dominación brasilera”', agregaba Misia Mariquita, enfurruñada.

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La muerte de Oribe: un hombre de honor

“De un extremo al otro del Plata, Con el silencio de la levadura, Llenamos el alma tan grata De ideales que algunos creyeron locura.”

En Ibicuy las cosas repechaban, y mi amita decía que Don Venancio estaba despistado de la política, y aunque eso la tenía más despejada se le notaba el extrañe.

“Flores está muy ocupado con esos negocios y ahora les quiere vender tasajo a los ingleses. Hay que agrandar el mercado, y parece que en Europa también quieren tasajo para alimentar a sus pobres”.

En el otoño del 56, era visto que a Misia el ajetreo le faltaba y cuando se arrimaban cartas de San Felipe, por aquí todos se alborotaban y la niña Agapita se soltaba a comadrear de lo lindo con su matrona: “Felisa me cuenta que han inaugurado el teatro Solís; la fiesta la hicieron el 25 de agosto y con gran pompa y cuentan que tal fue la expectativa, que algunos se pusieron en marcha desde sus quintas a las 8 de la mañana para llegar a tiempo”. Y estaba clarito que se pelaba por terciar en tal jarana.

“Las puertas se abrieron a la caída de la tarde y parece que aquello fue una gran fiesta, regalaron leche fresca y tiraron globos de papel. Felisa cuenta que la gala fue tan paqueta que hasta el Presidente Pereyra debió dejar su bastón y paraguas afuera. Y adivino el mal humor del hombre. Siempre fue un gran presumido, pero imagino que al fin debió obedecer si así lo mandaban las reglas”, se relamía en grande, verseando sobre los aliños del nuevo teatro:

“Estrenaron una brillante iluminación con lámparas de aceite de potro, y no faltó quien se quejara porque no lograron disimular el feo olor que flotaba en todo el teatro, y luego los diarios criticaron en forma, diciendo que hasta los cortinados de brocato olían a potro”.

En el saladero, el tiempo pasaba con gran pachorra y no bien apretaban los calores la familia se acomodaba en la galería a esperar la ventolera que subía del río y yo le armaba el cimarrón al Brigadier.

Me gusta traer a la sesera aquellas noches bochornosas, en las que Don Venancio se sentaba al fresco a contar a los muchachos historias viejas. Ellos se quedaban quietitos hasta que todo se tapaba de estrellas.

Nunca estuve avisada si era positivo lo que verseaba del payador Santos

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Vega, pero me embelesaba orejearlo: “Era un gaucho soñador que vivía de rancho en rancho, de pulpería en pulpería, amigo del juego y del baile, y que podía arrancar el llanto a quienes le oían decir sus trovas como si fueran lamentos”, y estampillaba que fue en un ombú arrimado al saladero donde una amanecida el varón se había cruzado con la parca:

“Su guitarra colgaba al viento, luego de que el diablo vestido como Juan sin Ropa, le había vencido en una justa de trovas que duró casi tres días”. Agapita se asustaba bastante cuando le escuchaba decir que alguna noche de luna había visto merodeando las casas a un alazán tostado, que según los paisanos había sido del payador, y al final del cuento siempre verseaba unas letrillas que atestiguaba habían sido las últimas que dijo el varón;

“De terciopelo negro, tengo cortinas, para enlutar mi cama, si tú me olvidas”.

Pero aquellas noches lejos de los entuertos de San Felipe se cortaron,

cuando principiaron a soplar voces de que las cosas se ponían peliagudas para Oribe, y el Brigadier se encrespó: “Mientras en Montevideo todos van al Teatro Solís y a los saraos, pocos se acuerdan de Oribe, que enfermo está enterrado en el Miguelete, ha caído en desventura con Pereira”, rezongó, ojeando una carta de Bustamante. Y eso no pasmó a mi patrona, que porfiaba que los cristianos olvidan su huella: “En la Banda nunca se tuvo buena memoria”, repite, y en esos días se arrimaron bastantes letrillas de la Banda: “Mucho se hablaba esos días de que al fin se abrían las puertas del Banco de Mauá y que el gobierno buscaba entendimientos para acomodar sus problemas políticos, por eso levantó el destierro de César Díaz y nadie sabía qué iba a hacer el hombre”.

Pero ese asunto quedó arrinconado cuando tras escurrir el verano, marzo llegó a la Banda soplando la fiebre amarilla y nada parecía atajarla. Misia Teresita rezongaba por la roña de San Felipe, y decía que la peste no iba a frenarse si algo no se hacía para que los cardizales del casco viejo dejaran de ser letrinas llenas de ratas y perros triperos.

Porfiaba que tanto lujo en el nuevo teatro era cosa embarrada, si no se vigilaba lo que los cristianos hacían por allí: “Hay que terminar con la costumbre de hacer las necesidades en plena calle. Los meaderos del Solís no dan abasto y entre actos se llena la calle de porquería, y con la cantidad de gente que se junta en las funciones, aquello se ha vuelto un chiquero”. Y decía que la Junta de Higiene debió mandar guardias a los agujeros de la villa en donde era fijo los cristianos hacían sus chanchadas y dejaban grandes charcos de orines.

“Tampoco ayudan esos nuevos desagües que están poniendo en las casas más paquetas, con vertedero para aguas sucias que desagotan justo en mitad de la calle, lo que da mucho olor y una mugre muy feos”

La cosa fue que cuando caía marzo del 57, los apestados leudaron como bollos y no soplaba el pampero para barrer el tufo. Aquello era un chiquero,

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las calles estaban agujereadas como el pozo de Vidal, y los carretones quedaban clavados en un barrizal apestoso; de poco servía que los jamelgos se desgañotaran cinchando.

“La calle del muelle está imposible, y al vaciar los barcos sus mugres en la bahía, hierve en ratas. Tampoco ayuda que la fábrica de gas siga llenando las calderas con bichos muertos que pasan semanas allí amontonados. El hedor y las nubes de mosquitos son insufribles”, contaba Don Manuel, que siempre mandaba alguna letrilla. “La ciudad está quedando vacía y las camillas se amontonan sin piedad junto al Hospital de Caridad. No todos pudieron abandonar sus negocios y mudarse a las quintas, y los hay que aprovechando el desastre alquilan sus casas de campo a precios que ni un banquero podría pagar. Hay muchos barcos de cuarentena en la Isla de las Ratas y todo luce como un gran cementerio”.

Al poco tiempo, tocó una carta en la que desenrollaba que en la Trinidad había algún apestado, y entre los que palmaron estaba el bueno de Prudencio.

A mí me lo zampó Don Venancio, porque Misia Mariquita tuvo julepe en darme un ramalazo. La cosa me cacheteó fuerte, y ahí recién caí en la cuenta que me ponía añosa sin desenredo, porque en la vida me había parado a rumiar en tales asuntos.

Fue por esas cosechas que razoné que el haber llegado al fondeadero de San Felipe en aquella bodega con tufo a parca, amontonada con los pobres diablos que se iban apolillando en ese agujero, me había dejado el pellejo duro, aunque mi amita lo llame cachaza cristiana.

Razonando ahora lo que sentí con aquel sacudón, creo que más fiero fue el apechugue de que Prudencio ya era cosa ida, aun mucho antes de que lo agarrara la peste. Nunca me sentí aguijoneada por haberme mandado al norte con los Flores; creo que fue buen asunto, y por esos días se me dio por rumiar en todo lo que llevaba calzado y siempre tocaba al mismo lugar: en donde anidaran los Flores estaba mi vida.

Al poco tiempo, principiamos a aquietarnos porque el pampero soplaba en San Felipe, y Misia Mariquita aseguró que con eso la peste se iba sofocando.

“En pocas semanas, la Junta piensa declarar que el peligro ha pasado, así todos podrán volver a sus casas”. Eso fue asunto bueno, porque ni cortadores se veían por el mercado, así que al fin las cosas volverían a su lugar.

“Parece que el gobierno se decidió a decirle a los ingleses que cerraran la fábrica de gas”, dijo un día mi amita, ase mucha luz que quieran, parece que hay quien asegura que tanta modernidad nos ha traído la epidemia”.

En esos días fue que Don Venancio principió a chincharse por las voces que llegaban desde la Banda, y le decía a mi amita que no todo era fiesta por la escapada de la peste, que había mucho jaleo y que nada bueno traería ese invierno.

Después de mucho revolverse y sin campanear en las quejas de Misia, zanjó en mandarse una andanza al otro lado del río.

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“No bien desembarqué, me tomó la noticia de que al fin la tisis se había llevado la vida de Oribe y sin desempacar marché a la quinta del Miguelete. Muchos quedaron fríos al verme entrar y uno de ésos fue Spikerman, que estuvo horas parado junto al finado, manteniendo en alto la bandera de los 33”, contaba.

“Por más que fijaron honores oficiales, en su velorio no hubo nadie del gobierno. No dudo que a Pereira, la muerte de su compadre le vino muy a tiempo, no sabía qué hacer con el General”.

Y aún ahorita que han desfilado añadas, mi patrona se tuerce al hablar de eso: “La ingratitud ha sido moneda común en estos lugares, y el Presidente Pereira le pagó muy mal a Oribe la gran mano que le dio para llevarlo al Fuerte. Ni siquiera tuvo en cuenta que le había dado el padrinazgo de su hija Carolina”. También porfía que muchos cuchicheaban que el Brigadier estaba chiflado al escurrirse así ante el finado, con lo alborotada que estaba la cosa.

Cuando mi amito se volvió a Ibicuy, poco habló de aquello, aunque oí que estaba encrespado por cómo brujuleaba la cosa el Presidente: “El hombre se ha rodeado de jóvenes doctorcitos, que desechan el valor de los caudillos y el poder la campaña”.

Estaba más cejijunto que nunca, y hasta a Misia le costaba desembucharle las voces. Ella siempre dijo que Oribe era un varón de honor y que no se fía de las cosas que después amañaron: “En el palacio de San José también sorprendió la noticia: Urquiza estaba preparando las cosas para recibir al General, convencido de que pronto viajaría a Entre Ríos buscando dejar atrás la agitación que se vivía en San Felipe. Yo creo que más que la tisis se lo llevó la tristeza”.

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La infamia de Quinteros

“Mientras haya Oriente y Occidente, Mientras los pájaros hagan nidos. Se recordará su orden imponente: ¡Clemencia para los vencidos!”

Las voces del desbarajuste en San Felipe escurrían muy rápido hasta Ibicuy, y pegado a Don Venancio llegaron las noticias del brete en que se metió el gobierno con los curas: “Tal parece que el Presidente ha echado a los jesuitas en medio de un gran alboroto. Todo empezó con un sermón en San Juan Bautista del Padre del Val. El cura le dio un tirón de orejas a la nueva filantropía que están poniendo de moda los masones”, dijo una mañana mi amita enojada: “Eso dejó muy tirantes las cosas y no faltó algún señorito que se pusiera belicoso por sentirse aludido. No demoraron en encontrar un motivo para decir que les lavaban la cabeza a las novicias y echárselos de encima”.

Misia Teresita decía que aquello era un mal abrigo, que principió como tirria de familia y resultó en un gran desaguisado”. Aquí se cuchicheó mucho y una no sabe clarito cómo fueron las cosas, pero se dijo que aquel yerro vino por una matrona que nada quería que su cría se entalegara de monja y les arrojó a los curas de cepillarle la sesera.

Misia Mariquita porfía que había algo fullero en aquella riña, y la cosa terminó con los jesuitas fletándose lejos de la Banda.

“Era lo que le faltaba al gobierno”, dijo el Brigadier, que sabía bien cómo estaban las cosas: “El ambiente en campaña está muy revuelto y cada semana se levanta algún caudillo local; están desconformes con la política del gobierno, que poco puede manejar lo que pasa a algunas leguas de Montevideo. Es imposible evitar las reuniones de blancos o colorados. ¡Las divisas existen, mal que le pese al Presidente!”

Ese diciembre fue bochornoso, con los ardores pastosos de Ibicuy se me abultaron las patas y me llené de ampollas con tanto pinchazo de zancudo.

Allí había una india guaraní que me ayudaba, y que le tenía gran julepe a unos bichos negros voladores que llamaba ara iyapí, la propia encarnación del fin del mundo, y por eso se la pasaba rezando a las lechuzas y entallándolas en sus cacharros.

Fundaba que eran las únicas capaces de espantar a los andiras, y evitar que se mandaran a las aldeas y le chuparan la savia a los críos.

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Nos la pasamos armando lienzos para los catres, y como ella juraba que las hojas de higo con tunas que se usaban para espantar a los andiras servían para los zancudos, así quedé vieja colgando los ramitos en los huecos.

Así estábamos, pisando las fiestas del Nazareno, cuando principió a verse por Entre Ríos un gran desfiladero de gentes venidas desde Buenos Aires, y mi amita estaba revuelta porfiando que tales cosas no iban a traer nada bueno.

Por más que Don Venancio pareciera enfaenado en el saladero, ya por esas cosechas flotaba en el aire que algo estaban trenzando.

“César Díaz insiste en que hay que cebar a la gente para recuperar el control del Fuerte. Los desterrados tienen claro que se está gobernando con los blancos, aunque el Presidente prohíba las divisas”, le escuché hablar.

“El gobierno argentino no les brindará apoyo, pero está pensando en hacer la vista gorda. Se siente en Buenos Aires una corriente favorable a una intervención revolucionaria, María.”

“Yo creo que no hay que meterse en problemas ahora que este negocio va caminando”, rezongaba ella, oliendo que el Brigadier no iba a estar mucho tiempo más como un José de afuera”.

“Cuando pasé por San Felipe vi que la cosa se pone dura, el Ministro Herrera y su gente son los que dirigen la batuta desde el Fuerte y no saben cómo piensa la gente de la calle, de tan enarbolados que están en sus despachos... La verdad es que me mortificó que muchos me recriminaran por venirme lejos. Dicen que abandoné mi patria”, se quejaba.

“Malo hubiese sido quedarse para que algún malnacido te fuera encima.” Ya se venteaba que el Brigadier andaba requemado con asunto, y mi

amita no hacía más que pedirle que no se embrollara en el fardo. “No temas, María, Díaz me pidió apoyo porque está juntando gente para ir contra Berro. Ya reclutó muchos italianos y está gastando sus ahorros en armarlos, pero yo le escribí clarito que no cuente con Flores para esa aventura”.

“Creo que se hizo lo mejor, ya vemos cómo hay quienes se están enriqueciendo a la sombra de la política, mientras tú estás buscando manutención para la familia honradamente.”

Es bien sabido que sabía cómo penaban las familias trenzadas, y la orejié decir que Misia Pepita, la matrona de Díaz, vivía aguada por no tener clarito lo que se estaba armando en Buenos Aires.

Por eso, cuando se alzaron las voces de lo trazado en Quinteros me acordé de sus dichos, y era visto que tenía gran hocico para las averías.

Tanto se porfió de aquella desventura, que una sólo razonaba en lo bueno de ver tales desbarros de lejos, y fue luego de patear las cosechas que oí mosquear a Don Venancio, más despejado de eso: “Cuando Díaz llegó al saladero de Lafone, traía la idea de tomar el Fuerte rápidamente. Creía que iba a ser cosa de horas y sé que allí hubo una desinteligencia con sus informantes. Le aseguraron que la empresa estaba ganada y que el Comandante Evia le esperaba atrincherado cerca del Fuerte, con el Escuadrón de Artillería”, contaba encrespado. “Pero las fuerzas que allí encontró no eran más que un grupo de

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hombres desorganizados y luego de unas horas, no lograron ni acercarse al Fuerte, y no tuvo más remedio que dar la orden de regresar al saladero. El ejército de Pereira los corría de cerca y los revolucionarios debieron salir en retirada, y para alivianar el bagaje, arrojaron armas y pertrechos al Río”.

Misia dice que aquel fue un fiero golpe para el Brigadier, y machaca que allí se plantó la semilla de la desventura que se nos descolgó arriba: “Nos enteramos que se estacionaron en el Paso de Quinteros, conocedores que las fuerzas del gobierno eran muy numerosas y que su comandante era Anacleto Medina; poca chance tenían de salir triunfantes”. Y hablaba que las coplas que se alzaban en los fogones daban el tinte a aquel encaro:

“Golpiando las caronas, viene Medina, recostando a los Blancos de garabina”

“Estaban muy maltrechos, sin municiones ni alimento y sin más atajo,

Díaz arregló la rendición bajo palabra de ser tratados como prisioneros de guerra. Ya se veía que aquel enfrentamiento no iba a terminar bien, y en Montevideo las familias de los detenidos se fueron amontonando frente al Fuerte para reclamar por los hombres detenidos en Quinteros: la Sra. De Tomkinson, de Hocquart, de Lafone, de Vidal, de Castellanos, la cuñada de Melchor Pacheco y en fin, todos temían por las vidas de los revolucionarios.”

Y la cosa fue que hasta Doña Dolores, la matrona del Presidente, se mandó a suplicar por aquellos desventurados, pero Pereira no hizo orejas: “Estaba rodeado por gente que sólo pensaba en vengar afrentas y no le importó que se hubieran rendido y entregado las armas. El 2 de febrero, Medina comenzó a fusilar gente y no paró hasta que los muertos pasaron los 150. Luego dijeron que al final Pereira envió una nota a su comandante para que diera marcha atrás con la orden de fusilamiento, pero que llegó demasiado tarde a sus manos”, se acuerda.

Y razona que de lejos Díaz guiñó que los iban a escabechar y le gritó al sayón en la jeta: “¡Carajo, Medina!¡Ya no puede creer en la palabra de un general oriental!”

Y no bien llegó hasta oídos de Flores la noticia de la matanza de Quinteros, se puso como loco. “¿No habían acordado perdonar la vida a los rendidos?”, gritaba, mientras aquí no podíamos creer lo sucedido en Quinteros. “Aquello fue golpe fatal para todo un país en el que se hablaba de ser civilizados”, porfía, pero es cosa segura que sólo disgusto tienen al acordarse de aquellos días en los cuales todos en el Saladero estaban encrespados, y veíamos a Don Venancio rondar por la galería como un viento: “Muerto Oribe ya no quedan blancos de honor”, le orejié decir, y mayor fue el pasmo cuando tocaron las voces de que al arrimarse Medina a San Felipe, lo florearon de lo lindo y acomodaron su banderola en la Matriz.

“La pusieron en el mismo lugar en donde unas horas antes se escuchaba el llanto de las familias que dejaron a los suyos en Quinteros”, bufaba Misia

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Mariquita, y ahorita se pone rabiosa cuando oye que baldonean al Brigadier por lo de Quinteros:

“Esos son unos malnacidos, para haber traición tiene que haber un traidor, y Dios sabe que Flores nunca prometió hacer número en esa revolución. Sin dudas ese día se abrió una herida muy grande en el país y luego vendría lo de La Florida y Paysandú, que no fueron cosas separadas sino cuentas del mismo collar.”

Porfía que Misia Pepita guarda el mensaje del Brigadier: “No eran tiempos fáciles aquéllos y no es bueno hablar de esos sucesos mirando la historia por partes, porque resulta fácil confundirse. Nada sucede porque sí; cuando los hombres pierden la confianza en la palabra dada, es el fin de la convivencia cristiana”. Y se le pone el pellejo de gallina al orejear que andan mentando que Medina los mató a bayonetazo limpio, con tal de ahorrarse unos plomos.

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Curas y masones

“Por sus frutos se conoce al guayabo... Al puma y al yaguareté, por su instinto, Y por sus plumas al papagayo: Pero cada hombre es distinto... Hay entre hombre y hombre, diferencias Más notables que el color de la piel. Aunque Dios ha dado las conciencias. Los hombres se hacen de miel o de hiel…”

A dos cosechas de aquella desventura en Paso de Quinteros, el saladero de los Flores iba repechando y la familia principiaba a acomodarse mejor en Ibicuy, mientras que en San Felipe se alzaba nuevo presidente.

“Cuando, en marzo de 1860, nos enteramos de que Bernardo Berro había sido electo nuevo Presidente, no nos sorprendió”, recuerda mi amita: “Era un hombre de carácter fino y nuestro compadre. Cuando nos visitaba se trenzaba en largas discusiones con Flores, entre los dos había un gran respeto”.

Berro les caía más en gracia a los paisanos que Pereira. Era un cajetilla pero de labia despejada y carcajeo fácil, al que le aprovechaba plantarse a hablar con el paisanaje. Cuentan que cuando supo que en el Cabildo zanjaron en sentarlo en el Fuerte, estaba escarbando la tierra de su chacra de Manga y era cosa buena que llegara un Presidente entendido de lo que era curtirse al sol de lomo torcido hasta que dolía, con tal de sacar el jugo al terrón.

“Berro era un buen hombre, pero cambió mucho luego de llegar al Fuerte, y si bien se arrimó a algún caudillo para alcanzar la presidencia, pronto mostró no sentir ningún cariño por ellos y se los sacudió lejos, como para que no le molestaran. Repartió las posiciones del gobierno entre jóvenes de San Felipe con buenos apellidos, y como ese otoño había rumores de una invasión desde el litoral, dividió el país en cuatro partes y las puso bajo el mando de sus amigos.”

Así razona alguna vez Misia Mariquita, y porfía que ése era un varón muy disparejo con Don Venancio: “Los dos eran hombres buenos y de honor. Berro era un doctor, miraba sólo para adelante y quería un país nuevo. Traía ideas europeas y para eso sentía que debía poner tabla rasa y empezar de nuevo”, remacha. “En cambio, Flores era un soldado que vivía con un pie en el pasado y otro en el futuro, se negaba a dejar de lado al caudillaje, de donde había salido él mismo. Daba oídos a la campaña más que a los doctores. Siempre pensé que

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si los dos hubiesen juntado sus ideas, la cosa no hubiera terminado tan mal”. Misia Teresita también cuchareaba del asunto: “Nunca vi despejado qué

pensaba Berro, y cuando se trataba de vecinos la cosa era más confusa aún. Por un lado envió cartas de felicitación a Urquiza por su triunfo sobre Rosas, pero luego se mostró muy manso con Mitre y nombró alguna gente de su simpatía para mantener buenas relaciones con él”.

Así estaban las cosas cuando se vino otra añada de Quinteros, y las rechiflas no se rezagaron, tal lo dicho por la patrona, esa desventura se nos pegó como abrojo: “Varios grupos anunciaron funerales, pero al final el gobierno no lo permitió y como siempre que aquí hay lío, los actos se hicieron en Buenos Aires, en donde la prensa hablaba mucho de la carnicería de Quinteros. Aquí el aire se iba poniendo cada vez más feo. Aún lloraban las viudas por sus hombres y nuestro Presidente pretendía que nada había pasado. Pero como Berro era un hombre inteligente y entendió que tal aire era peligroso, se decidió al fin por llamar a los caudillos exilados para que volvieran al país, aunque insistía en prohibirles hablar de los partidos, y yo tuve miedo que al fin convencieran a Flores”.

Don Venancio estaba requemado: “¿Qué se puede hacer en un país en donde el Presidente ha prohibido cualquier actividad partidaria? No me olvido, María, que cuando los fusilamientos de Quinteros fue el mismo Berro quien habló largo en el Cabildo, felicitando al Presidente Pereira por haber sido firme con César Díaz y sus hombres”.

“¿Qué pensaba realmente Berro?” se aguijonea Misia alguna tarde. “Aunque sabíamos que era un hombre honorable, desconfiábamos del político al que parecía haberle picado el bicho de la ambición. Cuando al fin se pronunció el perdón para los desterrados, no convenció a Flores, pues nadie estaba seguro de qué le esperaba al llegar aquí. Además, el gobierno daba marchas y contramarchas en el asunto. Primero dijeron que podían volver todos, después quienes nada tuvieron que ver con la revolución, y siguieron poniendo condiciones. Pronto tuvimos claro que no íbamos a regresar a Montevideo en mucho tiempo.”

Y no era moco de pavo eso de encarpetar caudillos y sujetarlos duros como el almidón; hasta les decían a dónde tenían que establecer casa, y era clarito que mi amito no iba dejar que le dijeran a dónde anidar sus ancas... Aunque Berro fundara que eso era asunto simplón, Don Venancio decía que era zorrería.

Por aquellos días, el saladero fue un desfile de caudillos y doctorcitos, y Misia Mariquita principió a ver que el aguante de Don Venancio estaba boqueando. “No tranquiliza las cosas que el Ministro de Las Carreras diga a viva voz que lo de Quinteros fue cosa de justicia; eso fue un infamia y es lamentable que nos estén haciendo pensar levantar las armas para volver el orden al país”, rezongaba muy fiero y sé que mi amita se julepeó de lo lindo: “Se veía con desconfianza cualquier medida del gobierno y ya vi que estaban queriendo enredar a Flores en algún lance”.

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En las cartas que se arrimaban de San Felipe, se hablaba de que la paisanada pedía la vuelta del Brigadier, y hasta Berro despachó un chasque con tentares para que se volteara a la capital, pero nada de eso logró hacerlo cambiar el rastro y lo escuché rezongar: “¡Es como estar preso en la propia patria!”

Porque eso de mandarse de vuelta al otro lado del Río no era asunto simplón y nadie sabía de buena tinta si al patear terrón oriental terminaría en las crujías de los cabildantes, aunque Misia Teresita atestiguaba que Berro quería en verdad arreglar las cosas, pero que se despistó con tanto barullo y no le quedó resoplo.

Como ya les versé, uno de los asuntos peliagudos fue el que se armó entre curas y masones, en la misma cosecha levantó polvareda otro fardo con la iglesia que terminó encrespando más a Berro.

Misia Mariquita dice que el varón siempre fue un buen cristiano, pero que el tropezón fue grande: “El nuevo enfrentamiento con la Iglesia empezó al morir Don Benito Lamas, nuestro Vicario Apostólico. Como el Presidente se cuidaba de tener buen trato con el pueblo católico eligió a un cura de Canelones, Jacinto Vera, pero el Nuncio no estuvo de acuerdo con tal decisión y las cosas se complicaron. Este asunto hasta los oídos del Papa, quien dio la orden de que se dejaran de demorar la cosa y lo nombraran de una vez. ¡Imagínense, el mismísimo Papa opinando!”

El nuevo Vicario era un buen cura, que se vino con trazos frescos y razonaba en fundar un lugar para que los curas empollaran en eso de echarle capote a Dios. Pero en esta casa se lo había visto poco, así que no se fijaron en él hasta que la cosa levantó polvareda, y no supe bien cuál era el yerro hasta que mi amita me lo desembrolló: “Eran tiempos en los que faltaban jóvenes con ganas de servir a Dios y había empezado la costumbre de meter a los varones en la milicia. El Vicario no estaba muy contento con eso y ni corto ni perezoso salió a buscar a campaña mozos con ganas de servir a Dios y se reunió algunas veces con el Presidente para contarle de sus ideas. Era un hombre sabio y tenía puesta su mira en un colegio de jesuitas para convertirlo en lugar de educación para curas, pero como nadie le daba mucha importancia, hasta pidió la ayuda del Papa al ver que nada se concretaba. Conociendo lo buen cristiano que era Berro, no sé bien cómo llegaron las cosas a ponerse tan feas”.

Por allí se decía que el encrespe de los doctores se debía a la querencia que el cura alzaba en los paisanos: “A donde iba encontraba hombres y mujeres con ganas a seguirle y eso era mucho más de lo que recibían los políticos, ya que la gente estaba harta de tanta palabrería vacía”, y mi patrona porfía que eso embrolló más aquel asunto: “No bien se supo que volvía a la capital, una multitud le fue a esperar al Paso del Molino. Lo siguieron al Te Deum que ofició en la Matriz y después hasta su casa en la calle del Rincón”.

Aquel asuntillo despistó al gobierno: “Todo reventó cuando un médico masón en San José y el párroco del lugar se negó a darle al pobre los sacramentos. El padre Madruga dijo que no se podía ser masón y cristiano a la

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vez y el hombre murió impenitente. Sus amigos pidieron llevar el cuerpo a la Iglesia Parroquial y que se dijera misa de cuerpo presente. Pero el cura estaba decidido y les prohibió la entrada. Allí fue que decidieron llevarlo a Montevideo y eso empeoró las cosas”. Y machaca que el cura no estuvo cristiano al atajarles la entrada en la Matriz: “Con tal medida la familia debió estarse dos meses paseando al finado hasta que lo enterraron en el camposanto, y eso era asunto grave. Vera puso el grito en el cielo diciendo que aquello era sacrílego. En medio de tal embrollo, el Presidente Berro no tuvo mejor idea que quitar los cementerios a la Iglesia y les dejó a los curas sólo la capilla. A todos les faltó entendimiento; con un país que esperaba la fiebre amarilla que en Buenos Aires estaba matando a miles, no era cosa buena que las familias se pasearan con sus muertos por allí. Quienes no pudieron demostrar la fe cristiana pasaron con los cuerpos pudriéndose en las casas, y no se necesita ser muy inteligente para entender que todo aquello sólo empeoró la epidemia.”

Ahorita se acuerda que aquello requemó a Don Venancio, y al fin el cabreo entre Berro y los curas terminó con Jacinto Vera fletado del otro lado del río. Yo razono que eso fue un cardinal pecado y mi patrona porfía que fue tramoya: “La prueba de aquella maniobra la dio el mismo Berro al poco tiempo, cuando murió Don Gabriel Pereira, y el gobierno ni abrió la boca sobre su condición de masón y todos fueron a sus honras en la Catedral. Aquel problema no fue asunto de fe, pronto se vio que cada cual estaba cuidando su parcela de poder y fue evidente que en el entierro de Pereira nada se dijo, porque ése sí era un masón con influencias”.

Pienso que eso es verdadero, aunque en la vida me despabilé qué es ese asunto de los masones, y sólo desembucho lo que he orejeado en esta casa.

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Mitre y Urquiza: doctores y caudillos

“Me dicen más atrasito, de que han leído mi papel muy a gusto en el cuartel, porque se explica clarito: ¡Qué quiere, compañerito si ansí se usa entre el gauchage! deje que allá el dotorage se pronuncie en lo profundo, que los gauchos en el mundo tenemos nuestro lenguaje”

Ya les he hablado de cómo Berro iba a los bandazos con los curas, y por allí se hablaba de que la vaca se volvió toro y al fin el varón rebotó el más fiero compadre de los frailes. El asunto de mandarse sobre la Iglesia siempre fue embrollado por estos lugares, y con tal sacudón, se fueron alzando voces aguijoneando que se hiciera algo para acomodar tal desbarrada.

En aquellas cosechas mi amita seguía encrespada porque en Entre Ríos la cosa tampoco iba muy quieta, y Don Venancio se había arrimado a San Nicolás, en donde el jaleo era grande y Mitre juntaba tropa para mandarse contra Urquiza. A Misia Mariquita, Urquiza le venteaba bien, y la orejeé decir que Mitre era bicho raro: “Flores lo conocía de joven, cuando se escapó de Rosas y se vino a estudiar a la Academia Militar de San Felipe. Él fue de los que acompañó a Urquiza en la batalla de Caseros, pero luego se distanciaron y Mitre marchó al destierro. Luego regresó como Jefe de Estado Mayor, cuando Buenos Aires se levantó contra el caudillo entrerriano”.

Con tal ajetreo, en el saladero los humos soplaban espesos: “La verdad es que desde que Flores volvió al ejército argentino, por aquí fue creciendo la idea de que se iba a largar contra el gobierno y eso se sintió mucho más cuando se alejó de Urquiza y su fama de caudillo creció”.

Eso fue para mí aperreado de entender, porque Don Venancio tenía gran querencia por Urquiza y al fin terminó guerreando junto a Mitre, pero al orejear a mi patrona descubrí que eso de la política es un gran matete, y en la vida pude dar con el cogollo del asunto.

Misia Teresita decía que cuando al fin se fletó Rosas, la cosa siguió entrelazada, aunque si he de ser positiva no hay asunto más peliagudo que la política Argentina, por mí que ella voceara abundante del asunto: “Gobierno y liderazgo eran una sola cosa, y Buenos Aires siempre fue el centro de todo. Desde la caída del rosismo hasta la batalla de Pavón, hubo enfrentamientos entre las provincias confederadas, lideradas por Urquiza y la capital, que terminaron en algo que paree un pacto equilibrado pero que muestra el triunfo

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de Buenos Aires. Aquí la política siempre estuvo de la mano de la Iglesia, la oligarquía y el Ejército”.

Estaba cantado que al tener arrimado al Brigadier Mitre le tomó apego, aunque poco sé del asunto porque a mi amita no le gusta desembuchar de tal cosecha. Sólo se acuerda que había muchas habladas y también que los masones se metieron en esa liza y que mí patrón decía que Urquiza un masón cardinal, que estaba hinchado de tanto embrollo y le apretaba agenciar la paz: “Urquiza y Mitre tenían visiones distintas de su país y el entrerriano veía con desagrado la actitud despreciativa de Mitre para con las provincias `bárbaras´, que el compadrito quería civilizar desde Buenos Aires. Al fin la situación se arregló y Mitre quedó como presidente; era visto, porque él representaba el pitucaje porteño, y Urquiza quedó tranquilo en su palacio de San José”.

Tal acomodo llevó a razonar que la paz estaba enlazada, pero los humos se revolvieron como gallineta atada y cuando todos principiaban a holgarse se vinieron las voces de que en Paraguay la cosa se ponía movida.

“Francisco Solano López llegó al gobierno con ideas distintas a las de su padre. Era un soldado nato y estaba dispuesto a hacer valer su palabra. Quería negociar con sus vecinos la salida al mar. Pero era muy arrogante y se creía Napoleón, lo que molestaba mucho a Buenos Aires y al Brasil”, porfía Misia.

Cuando la oigo, me vienen a la sesera los dichos de indio Amarillo sobre el Paraguay: “En aquellas tierras es cosa natural que una negra alcance a mover la pluma parejo con los amos”, decía al verme garabatear, y es verdadero que siempre me trataron como bicho raro porque aquí había mucho gaucho bruto.”

Contaba que allí los negros tenían derechos desde hacía añadas, y eso era cosa cardinal. También decía que le fiaban oro a la misma Francia y que no se la pasaban como nosotros, rogando calderillas a los vecinos, y que la soldadesca paraguaya era de lo mejor y eso se le atragantaba a Mitre.

Razonando bien, fue por esos días que el Brigadier principió a lumbrear en mandarse a San Felipe y se le fueron arrimando caudillos corridos por Berro. Yo lo sentía bufar que los colorados estaban sofocados y que había que amañar la trapisonda con el Vicario: “Lo del conflicto con Jacinto Vera fue sólo la gota que desbordó el asunto, porque el gran error de Berro fue el no darse cuenta que el descontento iba creciendo. Pretender que los partidos no existieran era negar la historia. Ya se habían metido en el corazón de la gente y eso no había marcha atrás”, porfía Misia Mariquita, y es positivo que aquélla fue una cosecha embarullada y se venteaba que las cosas se pondrían peor.

Así de malcarados estaban los asuntos en la Banda, cuando Don Venancio principió a armarse para el desembarco en el Rincón de las Gallinas, alzando cruces en sus banderolas, y mi amita bien se acuerda de ese asunto: “Eso era todo un mensaje de apoyo a la Iglesia aunque al final las reuniones con Jacinto Vera en Buenos Aires nunca llegaron a buen puerto y el cura se negó a acompañar la revolución. Yo me había quedado sin razones para convencer a Flores de que no se largara contra el gobierno, así que sólo me

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quedó esperar y rezar”. Y estampilla que Berro ya mosqueaba que se le iban a tirar encima, y desde que nos acollaramos en Entre Ríos se farfullaba en el Fuerte que el Brigadier llegaría armando revolución.

Misia Teresita porfiaba que López le mandaba letrillas a Berro, siseando que Mitre estaba armando soldadesca para terciar en la Banda, pero el asunto fue pura cháchara; escaso si eran un flaco montón de varones con más maña que empaque, y si alguna calderilla le dieron los vecinos, bien que luego le apretaron las paletas.

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La cruzada del “Bárbaro de Flores”

“Siendo ansí, yo he de rumbiar por la senda que empecé, sin ladiarme, pues ya sé dónde debo enderezar. Si llego a desagradar no ha de ser a la gauchada, por lo demás ¡no sé nada!, deje que rabien no más, que redepente de atrás les arrimo una guasquiada.”

Aquellas cosechas fueron bien enredadas, y había mucho cristiano acojonado porque las escaramuzas rebotaban como polvorines. Se farfullaba mucho de la Sierra que se zarandeaba en el norte y husmeaban que por aquí la cosa no iría mejor.

“Lincoln quiere mantener unidos a los Estados Unidos. El hombre ya se dio cuenta que si quiere ganar esa guerra debe levantar la bandera en contra de la esclavitud” decía Misia Teresita. Y a mí eso me caló bien, aunque no fue moco de pavo domeñar el asunto, y aquel zafarrancho duró más de cinco cosechas.

Por estos lugares comadreaban que con tal fregado en los campillos de algodón, nos íbamos a agraciar feriando lanas, y otra vez pensé que tales cuitas siempre benefician a alguien.

Una de esas tempraneadas, mientras le servía su té en la galería, oí decir a mi amita: “Otra vez hay problemas en Montevideo y en cada rincón se levanta algún caudillo. Alguna escaramuza cerca del Fuerte ha puesto la cosa más caliente, y el jefe político Botana ha tomado medidas para serenar los ánimos”. Y porfiaba que las voces en los zaguanes no hacían más que avisar que Flores ya estaba acollarado en las costas del río.

Contaba la portuguesa que esa fiesta de San Benito fue muy chauchona y la negrada no lisonjeó como antes. Y aunque Misericordia repiqueteó como loco a los bronces y temprano arregló su altar con azucenas y velas, la cosa fue escasa del julepe que había.

Misia Teresita decía que el asunto no tenía compostura, pero que algunas cosas estaban bien hechas, y que no había que despistarse, que Berro bien estuvo estaqueando a los franchutes, que no hacían más que ensartarnos

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gordas cuentas por sus ayudas. A los que no pudo achuchar fue a los brasileros; esos siempre metieron

la cuchara por aquí sin tocar quién mandara en el Fuerte: “Berro estaba muy lejos de su gente y estaba visto que no se puede adaptar la realidad a las ideas. Siempre creí que era un hombre de buena madera, pero qué poco sabía de la vida misma”, machacaba.

En campaña las cuentas iban repechando, porque la Banda siempre abrigó su levante campo afuera, por más que no faltó la usanza de plantar el ombligo en San Felipe y Santiago: “A veces se les olvida a los doctorcitos que la patria vieja se levantó con gente humilde y paciente, que era feliz viendo crecer sus huertas y apacentando algún animal a alejar el hambre. Nadie llegó a estas tierras en busca de oro ni riquezas como en otros lados del virreinato, aquí sólo daba agachar el lomo y rezar para que la naturaleza hiciera lo suyo”, fundaba mi amita y contaba que en esas fechas, Berro capitaneó que los patrones escotaran a la peonada ocho pesos, lo que fue una gran cosa.

También zanjó que la negrada de las haciendas de brasileros debía ser libre, era ya buena hora que razonaran que éramos compadres en estos pagos y no brutos de carga. Luego nos vino la tribulación de que los veteranos quedaron desabrigados, ya que algunos se aprovecharon para dejarlos como Dios los trajo al pago, porque eran negros gastados que a nadie aprovechaban.

Allí desempolvamos a Artigas, que siempre miraba por la estrella de los esclavos viejos cuando aclarara la liberación y, como lumbrera que era, brujuleó que algún malnacido iba a dejarlos desabrigados después de haberles chupado la savia en sus faenas.

Estoy ya vieja y sé que cuando la autoridad no caciquea a los patrones, en cuanto los negros se vuelven canijos se los abandona como junco al viento.

En enero del 63, se llegó hasta Ibicuy la noticia que había palmado en San Felipe Misia Petrona Rosende, y para mi amita fue un triste campanillazo. Me acuerdo que no bien se arrimó esa desventura, desempolvó del arcón alguna letrilla de aquella matrona ilustrada. “Yo conocí a Petrona cuando se vino de regreso a Montevideo, y en el 36 inauguró los cursos en la Casa de la Educación para Señoritas. Ella cuidaba cada cosa, la ortografía y su elegancia, pero también la costura y el bordado.”

Cuenta que ésa sí era una matrona con arrojo, que perdió a tres críos en las guerras de la independencia, y se empeñó en hacer oír su voz para que los cristianos aprendieran vivir en paz por estos lugares: “Cuando se fue a vivir a Buenos Aires, harta de nuestras guerras, sacó La Aljaba, un diario para la mujer, y se transformó en la primera periodista de Argentina”.

Misia Teresita remachaba que había alborotado en forma con sus letrillas: “Petrona firmaba como `La Editora´ y siempre bregaba a favor de la paz, defendiendo la educación de la mujer desde las cuatro páginas del boletín, y se dice que el mismísimo Rosas lo revisaba antes de cada tirada”.

Así estaban las cosas en San Felipe cuando mi patrón preparaba la Cruzada, y fue en esas cosechas que se corrieron las voces de que un

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franchute que vimos en lo de Urquiza, estaba regando sus dineros por estos lados. Berro razonaba que eso aguijonearía a ricachones con hambres de mercadear por aquí.

La cosa fue que el franchute se mandó un tiempo a la Banda y tuvo que ver con muchos asuntos, y cada vez que paso frente al Oriental se me viene a la sesera su estampa cuando lo vimos en el palacio de San José: un varón bajito y campechano, con ojos tan fornidos que no había quién los sujetara.

Misia Teresita contaba que mandó hacer los dibujos del gran hotel a Uropa, y que era parecido a uno que ella había ojeado por allá. Den por estampillado que últimamente el pitucaje se junta en sus saletas para hacer convites.

Ahorita me enteré que palmó lejos y que se vino su matrona a liquidar la quinta que el varón había enjardinado para ella en el Miguelete.

La muy despegada nunca se arrimó a estas tierras para ver esa lindura que levantó el franchute para su lisonja, y quien cuenta que al escurrirse la noche no hay quien se avecine a la verja, de tanta bestia que trajo el gringo al lugar para que esa quinta fuera pareja de una princesa portuguesa.

Mi amita cuenta que hasta hace poco se veía pasear por allí a doña Orfilia, una criolla que supo acollararse al gringo mientras su matrona vivía del otro lado del mar.

Pero como les decía, en aquellas cosechas se porfiaba que era asunto cardinal serenar a San Felipe, porque con el zarandeo los gringos se iban a fletar como liebres entre los cardizales: “Somos un país chico y para salir a flote necesitamos de los dineros ajenos”, hablaban, y den seguro que por aquí anidaba un trajín del diablo, y brotaban muros, tenderetes y fondines como yuyos.

Ese otoño del 63 no levantó mucho fresquete, y cuentan que en las honras a San Estanislao la gente callejeaba como si fuese veranillo, pero no bien se vino la negrura, todos se mandaron a sus casas porque abundaban las razias, y un sin cuenta terminaron clareando los sótanos del Cabildo.

Se ojeaba que el mocerío se había fletado de San Felipe para arrimarse a Don Venancio, y los cajetillas dieron en llamarlo “el bárbaro de Flores”.

En Montevideo había quien les decía a los doctorcitos del Cabildo que estaba todo tranquilo y que sólo algunos forajidos acompañaban al bárbaro de Flores. Pero la verdad es que miles de orientales se fueron sumando al movimiento, pese a que ahora que la Cruzada se hizo con extranjeros. Eso es mentira, en cada rincón del país se juntaban patriotas sin importar edad o condición”, porfía mi amita.

“Algunos tenían fusiles de chispa o espadas con vaina de suela, pero los más armaron con tijeras de esquilar chuzas para las tacuaras. Muchos de los arrimados eran caudillos de peso que volvían del destierro, otros eran paisanos de pelo largo y chiripá, botas de potro y alpargatas, atraídos por la magia del caudillo.”

En aquella felpa los primeros en caer fueron los arrapiezos de la muralla

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vieja*, en donde se alzaba el amontonadero de negros, pardos y blancos de baja monta. Alguna vez yo me mandé por entre esas covachas roñosas a buscar yuyos para las tripas y vi cómo se apiñaban familias enteras.

No bien clareaba se iban picando sobre la calle braceros para yerbatear y aquello era un berenjenal, porque derredor se alzaron caballerizas, corralones y barracas a donde se amparaban malandrines para zumbar a la autoridad.

No bien brotaron las voces de que el Brigadier se escurriría por el río, principiaron a caer también sus arrimados y hasta Don Manuel Flores fue a parar sus huesos a la sombra: “Lo sacaron a rastras de Porongos y ya no hay quién esté seguro, no se salva nadie, militares, periodistas, políticos, comerciantes y hacendados van llenando los calabozos. Berro y su ministro Herrera se están poniendo inquietos con los rumores, sus alcahuetes les han mandado noticias sobre los cruzados”, dijo una mañana Misia Mariquita.

Ahorita está de usanza pendenciar sobre quiénes se arrimaron a la Cruzada, y mi amita porfía que nadie le va a enmarañar lo que guarda en la sesera. La cosa es que sorprendió en San Felipe que el Brigadier había pateado la Banda, en el día de las honras a Santa Ema muchas familias julepeadas se estacaron en sus casas a esperar que se enderezara la cosa, y poco cristiano se animaba a trillar las calles.

Mi patrona andaba prendida a las novedades como el abrojo: “Supimos que el Presidente dio la orden de enrolar a todo extranjero que no tuviera papeles de su consulado, así fueron sumando a las tropas gubernistas a todo gringo que no consiguiera padrino. Nadie daba un rial por los revolucionarios, y recién cuando se enfrentaron los dos ejércitos en Coquimbo y Flores destrozó a las tropas del Presidente, se pusieron a observarlo con respeto”.

Y machaca que fue cuando se vio positivo que Don Venancio iba armando una revolución en grande, los doctorcitos principiaron a tomarlo en serio, y aunque el gobierno seguía llamando “la chusma” a su gente, muchos caudillos gubernistas se fueron pasando de bando: “Berro fue quedando solo y cuando vieron que eran una multitud, empezaron a reunirse en Buenos Aires y a juntar fondos para la Cruzada, hasta los diarios los miraban con respeto, hablaban de la cruz roja que distinguía a la tropa, escribiendo que hasta el diablo se rendía a su paso”.

La cosa es que cuando se arrimaron las navidades, Don Venancio caciqueaba una montonera de cristianos de todo pelo: “A fin de año nos encontramos con los revolucionarios mandando en el Norte del país y el gobierno en el sur, algunos empezaron a hablar de la paz y había mucho movimiento. Dicen por aquí que el Barón de Mauá habló con Berro para terminar la guerra; el hombre tenía miedo que sus negocios se fueran al garete con tanto revuelo”, porfía Misia, y estaba clarito que el hombre no la engatusó con su cháchara: “Mientras hablaba de la paz, financiaba las tropas del gobierno y eso aumentó la deuda nacional hasta las nubes. El Presidente necesitaba fondos para luchar contra Flores, que debió publicar un manifiesto desconociendo esa deuda que

                                                            * Actual 18 y Yi.

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nos llevaba a la ruina”. Aquí estábamos con el Jesús en la boca, y mi amita pasaba julepeada por

las voces que nos llegaban. Lueguito de una escaramuza en Las Piedras, nos soplaron que Don Venancio estaba lanceado, y Misia agenció a Jacinto Vera para que escarbara el asunto.

El cura se mandó hasta las trincheras a terciar por maltrechos, arrimado a las hermanitas de caridad, pero gracias al Altísimo, no se tardó en avisar que aquello era puro cuento haciendo fe que el Brigadier torcía lustroso al norte, acollarado a Coquimbo, un cimarrón que se volvió su sombra desde que lo prohijó en batalla.

“En Argentina, el comité que apoya la Cruzada está tomando fuerza. Ahora que ven la victoria cerca, se le están arrimando hasta los que mucho lo criticaron”, machacaba encrespada, y le mandó unas letrillas al Brigadier.

“No seas así, amada María, si queremos el bien del país hemos de olvidar rencores personales”, rechistó mi patrón. Pero ella estuvo tiempo cabreada con el asunto: “Si hasta Ramírez que lo atacó desde El siglo, ahora quiere estar en el Comité”, rezongaba.

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La muerte de Venancito en La Florida

“Así es que he visto un sin cuento de infelices desterraos, y hombres que han sido hacendaos rodando en tierras ajenas y viviendo a duras penas pobres y desesperaos. ¿Y así pretende el tirano que el país esté sosegao habiéndolo desangrao de un modo tan inhumano?”

Ahora que estoy vieja me pongo a razonar en las cosechas vividas y vuelve a mi sesera lo dicho por Misia Teresita: “Cuando se está guerreando, el tiempo pasa y no nos damos cuenta si fueron días, semanas o meses”. Creo que eso se vio clarito con Berro, porque en medio de tal berenjenal, un día tempraneamos con el charloteo de quién sería el nuevo Presidente: “La decisión no será sencilla porque Berro está rodeado de políticos con ambiciones y ahora ha clausurado las Cámaras, después de un gran encontronazo”, porfiaba, y el asunto fue que mientras la Banda se zarandeaba, en el Cabildo reventaron grandes líos porque algún doctorcito pitaba que no le dejaron entrar a votar, y no faltó quien cargó a Berro de amañar a su parentela: “Cuando estalló aquel conflicto. Berro no encontró mejor cosa que desterrarlos”, recuerda mi amita, y a mí me deja pasmada esa manía de arrojar fuera al que razona desparejo; pero como dice Misia, eso es como la peste.

Mientras en San Felipe se enzarzaban de lo lindo con tal atolladero, El Brigadier se mandó a acampar en las afueras a villa y tal amontonamiento cuajaba la sangre.

“Las cosas se complicaron para Berro. No quería dejar el poder y apeló a perpetuarse en algún primo, y los senadores desterrados no pensaban aceptar tal fraude, y se referían al Presidente como el ‘dictador’. Mientras los revolucionarios cercaban a la capital, la prensa Argentina no hacía más que sacar sueltos de los legisladores desterrados que pedían la renuncia de Berro. Insistían que les permitieran retornar al Cabildo a elegir nuevo presidente como la ley lo mandaba”, porfía mi patrona, y hace acuerdo que con tal desbarajuste, Don Venancio no se fiaba de que Berro se mandara a versear: “Esperábamos alertas una señal del Fuerte para negociar la paz, pero mal podía cuajar un arreglo con Berro mientras no arreglara las cosas con su gente. Los mismos que me atacaron por la revolución, se levantaron contra el Presidente. Joanicó, Brid, Ruiz Estrázulas, Caravia y otros asilados en Buenos

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Aires reclamaban elecciones limpias y luego de tanto barullo, supimos que Don Atanasio Aguirre quedaría como presidente interino. Las declaraciones denunciando el atropello no se demoraron, pero Berro igual siguió adelante con aquella pantomima. Eso dañó su imagen y el descrédito corrió como la pólvora”, fundaba.

Ese tira y afloje se escurrió hasta que en marzo del 65 Berro juntó sus trastos del Fuerte y se regresó a su chacra, quemado por no haber desgajado al caudillaje. En las calles se zumbaba que mal hizo en arrinconarse del paisanaje y en esta casa Misia Teresita hablaba mucho del asunto, Y repetía que el varón era un buen cristiano: “Sus ideas no le dejaron ver la realidad”.

A mí me pasma eso que acorrala al poder; es cosa positiva que al sentarse en el sillón del Fuerte muchos se desatienden del prójimo, y no es cosa buena eso de gobernar por las nubes.

Cuando Aguirre se acomodó en el gobierno, Don Venancio porfió que tal asunto no era de ley: “Ese gobierno era ilegal y sólo quedaba armar nuevas elecciones”, decía, pero nadie dio orejas y levantó a su soldadesca rumbo al norte, despejado de que no le quedaba atajo más que levantarse de nuevo contra la autoridad.

Lueguito dijeron que había mucho gringo agenciando paz, y eso mi patrona lo tiene bien clarito: “El Ministro Saraiva del Brasil se vino a parlamentar con Aguirre, reclamando por la situación de sus compatriotas: eran más le 40.000 los brasileros dueños de tierras al Norte del Río Negro, hablaban su lengua y cuidaban sus costumbres. Salvo los pueblos del litoral del Río Uruguay, el resto del país parecía un pedazo del Brasil”.

Y es verdadero que sin cuenta fueron cristianados en la frontera, y muchos se quejaban por aquí cuando el cura de Livramento salía a caballo a dar sus óleos en tierras orientales, lo que rebotaba a los críos brasileros ¡la mitad de la Banda lo era!

El asunto fue que todos vivían acojonados porque la campaña pintaba arruinada, los ríos estaban enjugados por la seca y principiaron las pestes, y no hay mejor cultivo para eso que el agua empantanada.

La guerra no ensartaba desenredo, aunque como les dije, oficios no faltaron buscando la paz, y el Barón fue otro de los que se quejaron: “El Barón de Mauá ahora se está preocupando por su dinero, y también porque a la causa florista están adhiriendo las principales cabezas ilustradas: Ellauri, Magariños, Fermín Ferreira, los Ramírez, y hasta Juan Carlos Gómez”, porfiaba Misia, y fue en esos días que el Brigadier se mandó a la capital y corrió la voz de que estaban plantados en el Molino de Lafone; “Se preparan para atacar a las tropas gubernistas que se juntaron en la Plaza de toros en La Unión y en el Paso del Molino al Miguelete”.

Así de enredadas andaban las cuitas, cuando al fin el Presidente aguijoneado le mandó unas letrillas a Don Venancio, y por allí se hablaba que los gringos lo apretaron para que dejara las culebreadas y estampillara la paz.

Pero al fin el asunto no pasó de un amague, porque el varón se encrespó

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cuando le llegó la hora de cambiar a algún Ministro, y de un sopetón volvimos a estar en guerra Desde el norte se venían habladurías y en la villa se cuchicheaba de todo: “Ese Ministro brasilero, Saraiva, está buscando cualquier motivo para venirse a nuestras tierras con su ejército y recuperar la Cisplatina. Está furioso con las políticas de Berro en contra de la esclavitud, lo que les hizo perder mucho dinero”. Y avisaban que sus barcos estaban arrimándose al fondeadero, en ayuda a Don Venancio.

Mi patrona se pone a hablar de aquellas cosechas alguna noche: “Se habían quemado en la Plaza los tratados con el Brasil, y muchos apedrearon los comercios de los brasileros, quemaron sus banderas y pisotearon el escudo; eso calentó los ánimos de Tamandaré. Por otro lado hablaban de que el gobierno esperaba refuerzos desde el Paraguay, y que Urquiza al fin se decidiría a enviar ayuda”.

Pero el favor para el gobierno no encopetó, y ella siempre dijo que eso era pura cháchara y que el entrerriano quería estar en paz: “Al fin Urquiza no se movió y sólo su hijo Waldino se vino en enero con unos pocos para defender Paysandú, pero se mandó mudar no bien advirtió que no tenían chance”, remacha. Esos días se veía muy atribulada porque soplaron que el Brigadier se había mandado en campaña sobre la Florida, y allí le salió al cruce Timoteo Aparicio con sus lanceros: “El tifus estaba matando a la gente como moscas en la Florida y todo parecía un camposanto. Flores debió esperar hasta agosto para tomar la villa”.

Ese mocoso de los Flores era el más parejo a su padre y, al que lo reniegue, el abrazado de Misia Mariquita. Tan fuerte fue el golpe para mi amito que no se arrimó a decírselo a su patrona, y como estaba hecho migas, tuvo que venir Bustamente a versearle cómo había sido aquella malaventura.

Supimos que el desdichado murió de guapazo, marchando sobre el cantón gubernista sin hacerle asco a los plomos, pero eso no ha desahogado a mi patrona. Alguna tarde, se pone a vocear de aquellos días y la escuché decir que la noche antes de la muerte del crío, Don Venancio lo había castigado por mandarse sin permiso a una casa de malas tintas y que el mocoso no encontró mejor cosa que encabezar la marcha sobre la villa, para demostrarle a su taita que era un soldado de raza.

Siempre que pienso en el lance de la Florida se me trenza la sesera; a ese muchacho yo le supe enderezar el paso y cuando fue mozo, mi amito razonó que bien podría caciquear la hacienda. Pero él quería ser soldado y pronto se acollaró Brigadier. La pasaba ojeando los arcabuces y poco faltó para que se mandara alguna escabechina.

Cuando se arrimaron las voces de que el Brigadier había fusilado a gente de la defensa de la Florida, nos volteamos más amargados, y aunque ahora se esté haciendo olvido, eso era moneda común esos días.

“Si el gobierno me hubiese mandado alguna señal de que pensaba sentarse a negociar la paz, sin duda podríamos haber evitado aquellas ejecuciones”, rezongaba mi amito. Misia Mariquita se requema cuando habla

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de aquellas cosas: “Esas muertes son parte de la historia de sangre que comenzó en Quinteros y siguió en Florida y Paysandú. Aquí debemos aprender a zanjar nuestras disputas sin matarnos entre nosotros. He visto ir hermano contra hermano sólo por defender un bando, y eso es un gran pecado”.

Después de tal seca se vino un vendaval que asustaba, y por San Felipe las devotas salieron a cantarle a Santa Bárbara, lanzando conjuros al ver que la tormenta no volteaba el rumbo. Muchas matronas echaron sal a la lumbre, pusieron hachas en las ventanas y arrojaron piedras bendecidas al cielo.

Misericordia hizo repiquetear un buen rato los bronces de la Matriz y en las calles se escuchaban los rezos:

“Ay Santa Bárbara que truena Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita, con papel y agua bendita, Jesucristo está enclavado en el árbol de la cruz, paternoste amén-Jesús”

Mi patrona porfía que aquello era puro enojo del Altísimo: “Hay mensajes

del Señor que no se pueden desatender, en los días de aquella revolución las desgracias no daban tregua, parecía venirse el Diluvio y hasta cayó nieve. Como aquí nadie recordaba haber visto tal cosa, supimos que aquello era una señal divina para que terminara aquella campaña, pero al parecer, quienes podían hacerlo no la entendieron”.

Luego de la Florida, los rebeldes se arrimaron al Arroyo Grande y se hablaba que al fin Urquiza iba a zanjar en el asunto, y en toda la Banda se alzaban voces en contra de esa pendencia: “Las fuerzas se le agotaban, pero el gobierno seguía esperando la ayuda de los paraguayos. López le prometió mil hombres para detener la revolución. También sabíamos que el presidente Aguirre había mandado llamar al coronel argentino Juan Saa, a quien por su crueldad apodaban Lanza Seca. Esto, lejos de alentar a la tropa, causó un gran revuelo en los soldados, que anunciaron no estar dispuestos a dejar que un sanguinario les diera órdenes”.

Dice Misia que se armó un gran revuelo y Don Venancio estampillaba que el gobierno al fin iba a aflojar. Pero la cosa terminó en que el Presidente no le dio orejas y esperaba a la soldadesca que le mandaban del norte. “Nosotros habíamos llegado a Salto y el Coronel Palomeque se entregó sin demora, al comprender que no tenía chance. Cuando rodeamos la villa muchos de los rendidos cruzaron a Concordia con Palomeque y otros se nos unieron”, fundaba el Brigadier lueguito de aquella desventura.

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Después de Quinteros, la infamia de Paysandú

Los invasores, lobos de mar, Se arrastraron por la costa. ¿Cómo podríamos dominar El vómito de esa escuadra loca?

Aquí verseamos mucho de aquella cosecha, y razonando bien, una no sabe cuánto hubo del trance de Venancito y cuánto de la desventura de Paysandú en esa sombra que se enganchó en esta familia.

Porque aquello se prendió como una lanza ensartada en la caña misma de los Flores, aunque por aquí nadie esté avisado de ello. La muerte de Venancito, que era una gota de con mi patrón, es un ramalazo que no se ladea en la vida. Tampoco se ladea lo de Quinteros, así que no razonamos cómo fue que escabecharon a esos desdichados que aguantaron plomo y peste; sólo Dios enlaza lo que anidaba en la sesera de aquellos varones. Ahorita escuché decir a los muchachos que ya tenía mi patrón la orden del perdón en la boca, cuando el chino Belén mandó apurar la escabechina antes de que llegara la gracia. “Flores estaba esperando la súplica por sus vidas, pero no llegó y cuando decidió perdonarlos, el Chino Belén ya había apurado el asunto”.

Y al orejearlos, me pongo a razonar en qué bien había hecho el Brigadier en sacudirse a ese sotrera de al lado, que pronto le haría otra fiera culebreada en Paysandú.

Mi amita resbaló más hondo que cuando palmó Máximo… y no es que no aquerenciara parejo a sus críos, pero lo de Máximo fue un trance que se escurrió lerdo y una se fue atajando.

A nadie en esta casa le sopló despistado aquella mala ventura, y muchas tempraneadas me planté acollarada al catre de Máximo, prendida a su manita mientras la calentura se lo cargaba, y si habré tragado sombras menudeando mi sarta de olivas, mientras el cura Estrázulas se mandaba de su consulta en la Unión a darle unos glóbulos homeopáticos, y me hacía abrigarlo mucho, colarle té de abrojo y ponerle cataplasmas de lino.

En cambio, lo de Venancito vino tapado porque aquí razonamos que estando bajo el ala del Brigadier, nada fiero podía agenciarle.

“Era especial y nunca se sintió tentado a opacar a su padre, ni tuvo ansias de protagonismo. De todos los varones fue el más mesurado y siempre trataba de contener los desbordes de Fortunato y Eduardo”, dice mi amita y

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malentiende lo que vino después con el asunto de Paysandú. “Muy poca gente habla de lo sucedido esos días usando cabeza, todo lo

que uno escucha por ahí es fruto del corazón y por más que a todos nos duela, hay que usar la cabeza para entender esas cosas. No es lo mismo hablar por hablar que hablar a conciencia. Siempre que algún valiente muere luego de tal resistencia a una le queda la duda de si las cosas podían haber sido distintas, y tengo que creer que en el caso de Leandro Gómez, su suerte estaba echada desde que dispuso el paredón para todo el que abandonara la defensa. ¿Qué más le quedaba a un hombre de honor que dejarse morir luego de tal medida? Hay cosas que un caudillo debe hacer, reglas que no se pueden violar y Leandro Gómez hizo lo que debía hacer”.

Cosechas más tarde de aquel azote, orejié a Don Venancio hablar con los muchachos sobre esa calamidad: “Cuando los hombres que guardaban la plaza se enteraron de la rendición del Salto empezaron a pensar que quizás fuera una locura defender la ciudad con tan pocos recursos, a la espera del fantasma de Saa o de los paraguayos. El pelotón que esperaban se fue en aguas de borrajas y yo mismo le escribí un mensaje a Leandro Gómez; eso fue antes de Navidad. Lo enteraba de todo y sabía que desde el gobierno no le dirían la verdad para que no pensara en aflojar. Luego supe que esa carta cayó en manos de algún político que prefería que Gómez muriera sepultado entre los restos de Paysandú, a ver la plaza rendida”.

Misia Mariquita terciaba, afligida por las matronas que fueron desgajadas con sus críos de la villa hasta la isla Caridad, y se hablaba de que el Vicario se mandó hasta allí a rezar misa para abrigar a sus fieles: “Lo de Paysandú fue una resistencia feroz, y pese a que la mayoría de las mujeres se marcharon, las que se quedaron pelearon como hombres. Aquel seis de diciembre, cuando el primer cañonazo dio de lleno sobre la iglesia, todos debieron ver una señal terrible y recapacitar. No era novedad para ninguno de nosotros cómo eran las cosas en esos tiempos, y esperábamos que los vencidos entregaran la plaza”.

El Brigadier se ponía cejijunto cuando verseaba del asunto: “Palomeque rindió el Salto y fue cosa cantada, por eso en Paysandú ninguno pensó que se negarían a entregar la plaza antes de la masacre. Eso era cosa esperada ante tal disparidad de fuerzas. Pero nada de lo previsto pasó, aguantaron casi un mes nuestra embestida, y las últimas horas debieron usar cabezas de fósforo para disparar los fusiles, porque se habían quedado sin fulminantes. En la noche vieja, Gómez entendió que con sus hombres tan lastimados ya no tenía oportunidad y se esperaba la rendición”.

Lo orejié decir que en la plaza de Paysandú sólo se veían sombras largas zarandeándose entre el humazo negro de las quemas y el plomo. El asunto fue que cuando Leandro Gómez se rindió a los brasileros, mal hicieron en mandárselo al chino Belén, porque ese infiel se lo acomodó en bolsa al Goyo Jeta, que sólo quería verlo escabechado.

Eduardo iba arrimado a Don Venancio en aquel lance y alguna vez se trenzaban por ese asunto: “No sé de qué se asombra, bien sabido es que el

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Goyo no iba a tener la cabeza despejada, se la tenía jurada a Leandro Gómez desde que los blanquillos se la achicharraron atada al horcón de su rancho”, y porfía que el yerro fue del chino Belén por no mandarse hasta la azotea de Servando, en donde estaba el Brigadier, para soplarle cómo estaban las cosas.

Yo razono que Misia Mariquita está bien rumbeada cuando habla que los hombres no se hacen cargo de la violencia que echan a trotar: “Creo que nunca se sabrá la verdad de lo sucedido, si no se miran las cosas como un todo. No se puede olvidar ahora que eran tiempos de violencia, y cada uno de los que allí se jugaban la vida llegaba con una historia y muchas culpas. Todos tenían cuentas para cobrarse y bandidiadas sobre los hombros, porque no se sobrevivía sin ser cruel, aunque ahora se esté escribiendo una leyenda que habla de buenos y malos”. Y creo que habla con verdad.

¿Quién puede decir, más que el Altísimo, que traían dentro esos varones al arrimarse a Paysandú? El Altísimo sabe que los únicos que hablarían derecho de aquello se han llevado el asunto con sus huesos.

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Los “jeta blanca”

“De mi infancia sólo recuerdo Del carnaval las comparsas. Con los tambores de cuero, Y los morenos entusiastas. ¡Me decían que era negro! ¡Nunca quise ser overo! Me gusta ser verdadero: Asco tengo del negrero. Cuando joven siempre hice De mandadero y aguatero. No siempre hice lo que quise. Hasta que fui guitarrero.”

Misia Teresita siempre decía que para enhebrar la marcha de la villa era cardinal gastar suela en las calles, en lugar rebuscar entre papeles, y razono que eso le vendría parejo a los que mandan.

Con lo hecho en la Florida y Paysandú, nadie le dio hueso ese febrero a los carnavales, porque en San Felipe todos escurrían acojonados.

Una cosecha atrás, esto fue una sarabanda y se armaron rondas y bailoteos, las familias principiaron a darle savia a unos mozos que danzaban para alegrar la noche y se llamaron “lubolos”.

Esos “jeta blanca” se cubrían con calzón corto, camiseta negra y alpargatas, y para rematar, se tiznaban antes del jolgorio. A mí tal asunto se me hacía una zumba, porque para remedar al negro no hilvana embetunarse la jeta y lazar con trapos los pelos lisos. El soplo africano anida en la sangre, y a mí esas jetas pintadas siempre me han parecido un montón de blancos tapados.

Pero rebotando a ese febrero, las calles estaban desamparadas, la mugre y el calor fueron por días los caciques de la villa, la gente estaba dudosa porque no era moco de pavo saber cómo escurrían las cosas en campaña, y de eso siempre habla mi amita: “Saber cómo iba la revolución no era fácil, a veces, una parte del ejército no sabía en dónde estaba la otra, y se andaban tanteando, y no pocas veces se dio que se topaban con el enemigo sin quererlo. Los chasqueros no siempre llegaban a destino. Pasó mucho tiempo hasta que vinieran los ingleses a poner el telégrafo. Ahí la cosa fue cambiando, aunque no

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todo era fácil, porque no faltaron momentos que los encargados de manejarlos se veían en el problema de que los revolucionarios amenazaban con cortarles los cables si pasaban órdenes del gobierno, y a su vez el gobierno amenazaba con meterlos presos si no cumplían sus órdenes”.

Y eso era positivo, porque hace un soplo nomás, el que brujulea los hilos del Salto silbó porque le guiñaron que no pasara novedades del gobierno, y el pobre varón se anidó tal julepe de que le trozaran los cables, que quedó estaqueado y fue a parar a la sombra por propia orden de Lorenzo Batlle.

“Luego de tomar Paysandú las fuerzas revolucionarias se vinieron a San Felipe, a donde ya habían llegado las noticias y todos estaban asustados. El puerto hervía de buques brasileros, que empezaban a cobrarse su deuda, y no fueron pocos los que escaparon a campaña en medio de los rumores de que Tamandaré iba a bombardear el casco viejo. Algún diario proclamaba que había que seguir el ejemplo de Leandro Gómez y resistir hasta morir. Todavía había voces de que soldados paraguayos estaban en la frontera brasilera, lo que envalentonó al gobierno aunque al final las tropas nunca aparecieron”, cuenta Misia.

En la capital principiaron a picar trincheras para la defensa, y como el presidente voceaba que era clarito que el Brasil se nos venía encima nomás, les pidió socorro a los ingleses. “Nosotros esperábamos alguna señal para hablar de paz, pero la verdad es que recién vislumbré que eso sería posible cuando el nombre de Tomás Villalba sonó para presidente”, hablaba Don Venancio. Pero es verdadero que nadie se fiaba que se viniera la paz, y se escurrían en romería de San Felipe para salvar el pellejo.

“Fueron más de 12.000 almas las que se fueron de aquí, unos para la Argentina y otros a campaña; nadie quería otra Paysandú”, se acuerda Misia.

Pero al fin el presidente se sacudió la sesera, avispado de que la cosa estaba perdida, y se mandó hasta la Unión a hablar con el Brigadier: “Todos desconfiábamos de todos. El mismísimo Presidente escribía de su puño y letra las cartas para evitar que algún escribiente fuera a arruinar las cosas abriendo la boca. Y hasta el jefe político Botana estaba furioso, pues se enteraba de lo que sucedía por lo que se decía en los diarios”, decía Don Venancio.

Según orejié, los palomos estaban julepeados de que el Brigadier los escabechara, por eso apretaron a Villalba para que en el pacto se clareara el perdón para todos y así fue que después de mucho trajinar, se acomodó la cosa y un día tempraneamos con la paz estampillada; “Flores sería el presidente hasta que se llamara a nuevas elecciones, y una verdadera multitud se fue hasta la Unión y entre salvas y musiquería, vivaban ‘el cabo viejo’”, recuerda mi patrona. Aquello era una de carros y carretas, volantas y caballos, y mucho cristiano a pata escurrían por los caminos que enlazaban el campamento de la Unión. Ya estábamos gastados de tanta chamusquina y toda andanza se nos alzaba como mandato de los cielos, y mal las puedo borrar de mi sesera.

Cayó justo en esos días que la luna abrigó el sol; Misia porfió que aquello

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era asunto espinoso y mucho nos julepeamos cuando en mitad del día nos tragó la sombra. No escasearon los que voceaban que el diablo se mandaba a San Felipe y principiaron a dar golpes con lo primero que toparon diciendo que así se iban a marchar las negruras.

En los fondines, algún gringo lloriqueaba porque cuando tocaban esas sombras, el mar se saltaba de lugar, tragándose las villas, y las devotas ardieron velones a sus Santos para alejar maldades.

Alguna matrona enguachada se tapó la tripa, piando que si la tocaba la negrura, el crío estaba picado, pero a mí mucha cosa de ésa me juzgó sandez, y a quien le aprovechó tanta palabrería fue a Miguelito, el velero, que con tal negrura saltó a la calle con su pregón:

¡Eeeel velero!... ¡Eeeel velero!... Shon de shebo y buen pabilo... Traigo la lú, marchanta, pol muy poquito dinero... ¡Eeel velero!...

Misia Mariquita mandó arrojar el ensopado, por si era asunto seguro eso

de que tragar algo guisado entre sombras traía pestes. Con tal ajetreo, no escasearon moscones que se mandaron al fondeadero

a ver cómo era eso de que el río se alzara sobre el arenal, y a mí me pareció espinoso, porque la portuguesa chistó que con unas sombras tales se vino el sacudón que enterró Lisboa. Aunque esa mulata era bien zonza, yo le hice orejas por si algo de razón había.

“En los batallones, los soldados pusieron sus armas en las barracas porque corría la voz que cuando el sol se marchaba de día, el diablo traía desgracias y manejaba él mismo los fusiles, matando a quien anduviera cerca”, verseaba, Eduardo, pero el julepe no arraigó mucho y en un soplo se apaciguó la villa y de tanto contento que había se juntaron los vecinos para regalarle una casa a Villalba por agenciar la paz.

A veces me vienen a la sesera los dichos de Misia Teresita en aquellas cosechas: “Es un horror, las cosas que pueden hacer los hombres en nombre de la paz. Hoy pocos se preguntan lo que hubiese pasado si el hijo de Urquiza, en vez de 400 gauchos hubiera traído 4.000, o si las tropas del Paraguay llegaban por fin, o si Saa hubiese logrado arrimarse con su ejército”. Ahorita razono que hablaba verdades, y mucho se zumbaba del socorro de los vecinos al Brigadier, pero la cosa tenía dos puntas y ella eso lo verseaba bien:

“La verdad es que siempre vivimos pidiéndole apoyo a los extranjeros, quizás por ser demasiado pequeños, y luego nos quejamos cuando se meten en nuestras cosas. Sólo hay que recordar a Lavalleja pidiendo a la Argentina las armas para terminar con Rivera, o en Oribe juntándose con el Brasil para voltear a Don Frutos, o en Berro, esperando la ayuda del Paraguay y de los franceses...” Al final, sacó hilachas que eso de llamar a los de afuera para zurcir nuestros trapos es usanza vieja.

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Llega la paz, llega la guerra

“¿Navíos enemigos a la vista? No cabe duda que son ingleses. Así lo atestigua el largavista. ¡Tendremos que vernos con esos peces!”

El 65 fue una añada zarandeada y después de la paz de La Unión, las cuadrillas se vinieron a la capital y todo fue un alboroto. Entre el griterío, los clarines y cohetes, a nadie parecía tocarle ese calor bochornoso que nos soplaba, y los vecinos engancharon banderolas, cruces y trapos de sus balcones.

Todos ventaneaban vivando al Brigadier cuando marchaba al Fuerte, y hasta el bueno de Coquimbo trotaba arrimado entre el polvo colorado que alzaban los jamelgos, y bien debió la portuguesa restregarlo para que le rebotara el color.

Pero Don Venancio no estaba muy campante, y una de esas noches lo orejié hablar con mi amita sobre las pegas entre el Brasil y Paraguay.

Al parecer la cosa se estaba calentando, y la paz en estos lugares no iba a arraigar mucho: “Un año atrás, en tanto por aquí estábamos ocupados en nuestras luchas, el presidente de Paraguay acampó en el Cerro León con varios miles de reclutas, y lo mismo hizo en La Encarnación y Humaitá. Esto puso muy nerviosos al Brasil y Argentina, que llevaban muchos años con problemas de fronteras. Las protestas de López a estos países por meterse en nuestros asuntos nunca fueron contestadas, y eso hizo que las relaciones empeoraran”.

Mi patrona remacha que aquí escaso se sabía de ese país, porque siempre se sujetaron solitos: “Cuando allí gobernaba el dictador Francia, el Paraguay vivió como en una isla, quizás para evitar contagiarse de la rebeldía de sus vecinos. Cerraron las fronteras y así el país creció para adentro y se enriqueció, lo que hizo que no se relacionara como era debido con el resto de América y, viendo cómo estamos, no sé si felicitarlos por ello. Al no tener salida al mar, el problema más grande que tenía era que para vender sus cosas debía usar el puerto de Buenos Aires, lo que le costaba muy caro”.

La que porfiaba con ese entuerto era Misia Teresita, diciendo que los ingleses tuvieron mucho que ver en aquel desbarro, y cada vez que había siseos de guerra, ella les cargaba el asunto. Estaba positiva que esos gringos nada tasaban su buena estrella: “A los ingleses les molestaba tener al

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Paraguay fuera de control y por eso el ministro inglés quería verlo de rodillas, y aprovechó a ponerlo en contra de sus vecinos cuando la Cruzada Libertadora”.

Pero mi amita no razonaba igual y creía que a los gringos les acomodaba zurcir ligero esa guerra: “A quién le interesa tratar con un país en ruinas”. Ya ve qué pronto apareció Horton a tratar de arreglar las cosas”.

Si he de ser verdadera, nunca razoné cómo rumiaban los que agencian las guerras, porque según veo no son buenas para nadie.

Misia Teresita, cuando moza supo andar por muchos lugares y verseaba que en ese entuerto metió la cuchara el Barón de Mauá, que era compadre de los ingleses y al ver una guerra en portillas no quiso despistarse el filón: “Francisco Solano López decidió reabrir las fronteras a la muerte de su padre, y el país creció. Armó un ejército poderoso y todos los paraguayos recibieron instrucción militar. Eran ricos, tenían trenes propios, y una línea telegráfica que servía para controlar mejor su territorio”. Y le cargaba las culpas al brasilero, aunque yo siempre razoné que lo llevaba entre ceja y ceja.

Una noche, cuando juntaba las lozas, la orejié hablar de aquel asunto: “Paraguay siempre ha sido un país bien diferente a sus vecinos y López no quería que se le fuera el poder de las manos. El pueblo estaba harto de dictadores y había muchos que le exigían una Constitución, y él contestaba que no había mejor Constitución que su ejército. Estaba muy preocupado por el poder de Argentina y Brasil; decía que la seguridad del Paraguay estaba unida con la de nuestro país. Por eso cuando llegaron a nuestras costas con la Cruzada, mandó un mensaje al Brasil de protesta, pero nada le contestaron”.

El Brigadier tenía bien clarita esa tirria: “Las relaciones ya estaban muy mal, y se complicaron aún más cuando una nave paraguaya detuvo al ‘Marqués de Olinda’, que navegaba rumbo al Mato Grosso. Apresaron a los pasajeros y en horas invadió con su ejército tierra brasileña, pero eso fue sólo un comienzo, ya que unos meses más tarde vino el problema con Argentina porque Solano López, en plena avanzada contra Brasil, le pide a Mitre permiso para atravesar Corrientes y éste se niega diciendo que ellos eran neutrales y que pasaran por sus propias tierras”, contaba. Y porfiaba que aquello puso más pendenciero a López.

“Ese abril dio la orden de disparar sobre dos buques argentinos que fondeaban en el puerto de Corrientes, y fueron ametrallados y asaltados. Los desgraciados que cayeron presos terminaron degollados.”

Y Misia Teresita siseaba que ésa fue una maña del paraguayo para lanzarse contra sus vecinos.

Ya les he fraseado que si una se escurre por las calles de esta villa puede despabilarse de mucha cosa, y en esos días se murmuraba en grande de aquel asunto. Los gringos hablaban del mandón paraguayo como un Napoleón, porque corrían parejos, y fundaba que él sólito iba a cargar con Brasil y Argentina.

Mucho cristiano verseaba que nosotros teníamos que acollararnos a Mitre y Tamandaré, porque si no iban a despanzurrarnos, pero como dice mi

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patrona, era claro que estábamos fuleros con tanta guerra: “La verdad es que por aquí recién nos dimos cuenta de que la cosa iba en serio cuando los paraguayos salieron a las calles para apoyar a López, ofreciendo hasta sus bienes para armar la guerra. En esos días se reunía el gobierno paraguayo y todos decían que no demoraría en empezar esa guerra, lo que era mala cosa para estas tierras tan necesitadas de paz. En los cuarteles no hubo tiempo para relajarse, y causó gran desconsuelo en la gente el saber que se armaría un batallón para combatir contra el Paraguay.”

Así principió la Guerra de los Tres.

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La guerra de los Tres

“¡Qué diferencia hoy en día es recostarse a estos puertos, y verlos siempre cubiertos de purita barquería! con tanta banderería y tanta gente platuda, que al criollo que Dios lo ayuda se arma rico redepente; lo que antes casi la gente andaba medio desnuda. Luego, en ganar amistades, ¿acaso se pierde nada?... ¿y con gente bien portada que nos trae comodidades, cayendo de esas ciudades de Uropa, tantas naciones, a levantar poblaciones en nuestros campos disiertos, que antes estaban cubiertos de tigres y cimarrones?”

Aquel otoño, esta casa fue un fardel y Misia Mariquita la pasó encrespada, porque el Brigadier no había enfriado sus botas cuando ya juntaba cristianos para irse a otra guerra, y repetía que eso de mandarse a pendenciar era un yerro. Pero él ni chistaba y la dejaba hablar como si no tuviera lengua; en la vida soplé si mi amita lumbreaba como raro ese asunto o si Don Venancio le escamoteaba sus razones.

“Ahora afirman que Flores los empujó a esa guerra y eso es cháchara de algún gacetillero ¿A quién se le puede ocurrir que fuera a convencer a Mitre y a Tamandaré de tal medida? Yo poco entiendo de guerras, pero sí sé que por más caudillo que fuese, al lado de esos dos gigantes, Flores era sólo un soldado aguerrido y la Banda, un pedacito de tierra apretado entre dos grandes. En esos días se estaba junto a los aliados o se estaba en contra, así fueron las cosas por más que alguien piense que esto es un ataque a nuestro orgullo nacional”, refunfuña al orejear lo que andan diciendo en San Felipe.

Siempre que razona esas cosas le carga las tintas al paraguayo: “No hay que olvidar tampoco que López se creía el jefe del ejército más poderoso de América, que no tenía conciencia de que aun teniendo muchas armas y hombres bien armados, no era al fin más que un pequeño país pegado a dos colosos, y que tarde o temprano le harían ver lo desigual de la cosa”.

Ahorita conversa que el varón era muy empollado y hasta se agenció como Mariscal, lo que es un encabezo cardinal: “Las cosas se pusieron muy bravas cuando ordenó la avanzada sobre el Mato Grosso y la matanza de Corrientes, luego vino lo demás”.

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Mientras se armaba la Guerra de los Tres, los vientos soplaban fuleros en San Felipe, y nadie quería mandarse sobre esos cristianos abrigados entre selvas y esteros, que no nos habían hecho avería. Estábamos empachados de tanto ramalazo, y una cosecha atrás debieron amañar en el nuevo teatro un hospital de sangre, de tanto maltrecho que había.

“La verdad es que luego de la pacificación, todos esperaban tener algún respiro, pero la guerra ya estaba en marcha y en cuanto se asomó mayo, cruzó a Buenos Aires el ministro Carlos de Castro y se firmó el acuerdo para ir contra el Paraguay. Aquí se había cambiado la fecha de las elecciones y causó grandes disgustos a los liberales. Se estaba formando un batallón con voluntarios, pero la verdad es que fueron pocos los que se ofrecieron y se dio la orden de nombrar a la tropa a prepo nomás”, se acuerda Misia Mariquita, que seguía encrespada con el Brigadier, y la cosa se puso más fiera al saber que Fortunato se mandaba también a guerrear.

Yo razoné que era bueno que el crío rondara las paletas a Don Venancio, que ya se iba torciendo añoso. La mañana en la que se fletaron a la guerra, iba cejijunto y supimos por alguna letrilla, que al arrimarse al fondeadero lo esperaba Mitre rodeado de un gran jolgorio.

De la Banda salieron en el día de San Paulino de Nola, el Batallón Florida; el 24 de abril los Voluntarios garibaldinos, el Escuadrón escolta y el Escuadrón de artillería.

“Los porteños apoyaban aquella guerra, y la gente salió a las calles a vivar a las tropas; en cambio en las provincias veían el problema como ajeno, como todo lo que les llegaba de Buenos Aires”, porfía Misia Mariquita, y machaca que Mitre no calzaba las botas de un jefe militar, que en eso le daba la derecha a Flores. “Aunque era un águila en asuntos de política. Cuando leímos en El Siglo la carta que envió desde Entre Ríos el Coronel Palleja, contando que se nos venían encima dos columnas del ejército paraguayo, muchos entendimos que no había otra opción que irse a la guerra”, se acuerda mi patrona.

Cuando el Brigadier tenía algún resoplo se mandaba a letrear: “No bien nos organizamos, marchamos para el norte donde nos juntamos con el batallón. Los paraguayos estaban apostados en Corrientes, y no nos costó mucho esfuerzo arrojarlos de allí, y ahora estamos estableciendo campamento en Uruguayana”.

Luego clareó que en tal lance palmaron muchos orientales y las familias aquí estaban con el Jesús en la boca, rezando porque el Altísimo atajara esa guerra: “En Montevideo se tenía la firme esperanza en que Urquiza negociara la salida de López del gobierno de Paraguay para detener la masacre”, cuenta mi amita. Pero nada de eso sucedió y los diarios afirmaban que el entrerriano estaba poco dispuesto a perder dinero en aquella guerra, y que le vendió al jefe de la Caballería imperial los 30.000 caballos que necesitaba para sus tropas.”

En esta villa se farfulló de todo, hasta que Urquiza preparaba a mandarse contra Mitre, pero nunca supimos si eso era positivo, y a Misia no le clareaba que el caudillo desamparara a sus jinetes sin pencos para montar.

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“Pese a la distancia, alguna noticia siempre había, y cuando no escribía Flores, lo hacía Fortunato o Julio Herrera, un mozo que se hizo ayudante de Flores y según dicen, ahora va pintando en ser un buen político.”

Mientras tanto, en San Felipe las cosas se fueron relajando y cuando se iba el año viejo escaso se razonaba lo que se arrimaba, y muchos se llenaron de mosca mercadeando uniformes y viandas para la tropa del Brasil.

Eso siempre me ha caído fullero y campanilleo que las calamidades al fin terminan amparando a alguien.

Unas cosechas atrás, el campo principió a dar sus frutos, y en la bajada del Cerro se plantaron más saladeros; nuestro tasajo era de lo mejor y se montaba en el fondeadero para cebar a mucho gringo.

De tanto cristiano que bajó de los barcos arrimándose al Cerro, esa villa bien hizo en llamarse “Cosmópolis”, y Brigadier ojeando eso, poco antes de ser escabechado, acristianó sus calles con el nombre de las patrias de esa gente.

También en el Río Uruguay se colgaron saladeros. “Liebig quiere dar de comer al mundo”, decía Misia Mariquita, mientras un gringo alzaba por allí uno grande con pueblo y todo.

Y mientras se llegaban a San Felipe un montón de cristianos, relamidos por hacer buena vida, en esos días principiamos a agenciar otros asuntos por aquí y era visto que la gente buscaba arrojar de la mollera tanta revuelta: “Luego de los primeros meses, aquí parecía que lo del Paraguay no existía, y hasta en los diarios se olvidaron del asunto. Por más de un mes los gacetilleros sólo escribieron de la Plaza Cagancha, discutían si le dejaban el nombre o se lo cambiaban por el de '25 de mayo'“, se acuerda Misia.

Como les he dicho, los bajeles escupían montones de almas al fondeadero, y cuando me mandaba al mercado era peliagudo entender a los gringos que trenzaban sus decires tal fardel, que una ya no sabía qué era lo que se hablaba en esta villa.

Luego supe que eso es gringo acriollado, y fue prendiendo como yuyo; cada cual le empinaba su tonillo.

“Fermina, en tres años nos hemos llenado de edificios. Afirman los que hacen los números que tenemos más de 70.000 almas en San Felipe y que las casas pasan de 9.000”, remachaba Misia Teresita, que escaso se escurría de esta casa y quedaba pasmada por tanta novedad. A mí me gustaba rondar por los barracones del muelle, en donde se armaron fondines para marineros y cambalaches en los que una podía toparse con gringos raros callejeando.

Las carretas escaseaban con tanto trajín, por eso ahora han empedrando las calles y plantando lo que llaman “rieles franceses” para los tranvías, que parecen grandes carretas, enlazadas por caballos y cruzan la villa con gran alboroto. Dicen que allí una puede marchar descansada por tres riales, a mí me cae espinoso montar en esos gallineros, que al tocar las lomas se zarandean como matungo enclenque.

Además, cuando enganchan alguna bajante van tan tocados que no falta algún despistado que se ha visto arrastrado abajo. Pero nosotros siempre nos

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quemamos con los cambios, y bien lo remacha Misia al ver que los mozos de los carretones al Paso levantaron sus razones, acojonados con perder sus riales: “Cuando se supo del tendido del tranvía al Paso del Molino y Puente de las Durannas, el francés que hacía ese viaje con ‘La rosita’ se puso muy malo. Por un tiempo siguió trabajando por su cuenta, pero al ver que el tranvía se largó a marchar y gente se acostumbró a él, la cosa fue cambiando. Ahora ha vendido su tropilla de jumentos y se acomodó como cochero de la misma ruta”.

Pero a ella no le pasman tales quejas porque en estos sitios no aprovechan las novedades; y si no, sólo hay que ojear lo quemados que están los patrones de la Sarandí, agenciados que el tranvía les pasará por la ñata.

“Los comerciantes armaron un piquete para mostrar su enojo, diciendo que se arruinarían si ese monstruo ruidoso entraba a la más paqueta calle de San Felipe. Si no nos acomodamos a los tiempos, nos quedamos fuera del mundo”, porfía. Pero la cosa es que esta villa va cambiando y están alzando un nuevo mercado, alguna escuela, el asilo y una cárcel, porque los sótanos del Cabildo ya no aguantan tanto malentretenido.

San Felipe está creciendo y si una cae despistada se trenza entre tanto muro, y con el brote del ferrocarril el asunto se embrolla más, aunque Misia habla que eso es buena cosa para la villa: “No sólo beneficia a los pasajeros, sino que rápidamente se trasladarán los productos por todo el país”. Pero es positivo que no escasea cristiano refunfuñando que el ganado chúcaro se va a mandar en estampida cuando el tren se largue con su barullo infernal.

La verdad es que eso da mucha lata por estos lugares, y hay quien zumba que las carretas daban mejor servicio acarreando frutos, cueros y lanas desde la campaña.

Pero se tardaban días y días, esto siempre que las aguas les dieran paso. El ganado se venía pateando nomás a los saladeros, y aunque fuera muy versado el tropero, mucho iba quedando por el camino.

Arrimado al Uruguay, la cosa iba mejor, porque desde Salto los vaporcitos ponían tres días en arrimar hasta San Felipe sus cargas.

Yo razono en lo que decía Misia Teresita en Ibicuy: “Toda esta modernidad, trae mucho gringo avispado y eso es peligro. En silencio va creciendo la deuda con los bancos extranjeros nadie parece darse cuenta”.

Rezagué bastante en ojear la verdad que hablaba y ahora sé que no se puede vivir de fiado, pero nadie le daba orejas al asunto en aquellas cosechas.

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Una villa que florece

“De esos otros gacetones, que salen tuitos los días, hablando extrangerías, no entendemos dos renglones: los hacen los señorones, tan sólo pa la ciudá, y nadita se les da, que nosotros no sepamos porque a veces nos matamos, que es una barbaridá.”

Rebuscando en mi sesera, razono que la cosecha más peliaguda para Misia Mariquita fue aquella en la que mi patrón estaba en el Paraguay y vivíamos con el corazón en la boca. Aunque llegaban muchas cartas, nunca se estaba positiva de la marcha de aquel entuerto y en el día de Reyes del 66, escurrió la última letrilla de Don Venancio desde el Paraguay.

No bien mi amita la ojeó, dijo que los años se le habían mandado encima al Brigadier y que estaba fatigoso: “Lleva en batalla más de 40 años”, farfulló, mientras yo me acomodaba la cofia para arrimarme hasta la calle de San Joaquín a buscar pescado, y ella se me acollaró al mandado, como para sacudirse el amargue.

Se venía la hora de la vianda, y el tufillo a grasa de los fondines se trenzaba con el picante de los fuegos de la Plaza Constitución: eran días de bailoteos y cerca de allí algún mozo voceaba las coplas del carnaval:

“A los ricos huevitos de triquitraque, pa las niñas que usan miriñaque.”

A Misia Mariquita siempre le gustaron los aprontes para los bailes de

caretas, y decía que los del Nuevo Teatro eran los más sacudidos, sólo en carnaval se podía ojear allí a varones sin moñotes y matronas sin trajes emperejilados.

En esas cosechas, las damas entraban gratis a las salas y el barullo principiaba cuando Misericordia tocaba las diez y no se sofocaba hasta que rebotaba el sol.

La villa vivía alborotada con los aprontes para las “carnestolendas”, y en las últimas noches, las salas reventaron de cristianos y según decían, en el Solís la cosa fue tan sonada que no había baldosa descubierta.

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Ese verano la autoridad sirvió muchas papeletas para disfrazarse, y a cada soplo una se topaba con mozos de careta, gorro y pluma. Las cuentas marchaban bien y los juegos de agua principiaron antes de Reyes. Muchos se quedaron sin huevos, y ni de gallineta ni de pasta una podía encontrar.

Me acuerdo que al orillar lo del sevillano Pascual, el ardor era muy subido y el aire tan pesado, que la jofaina de latón que siempre se zarandeaba de una piola, no se revolvía con su lindo tintineo. Colgaba quietita sobre el portón avisando que allí se rapaban barbas, arrancaban muelas y pegaban ventosas.

Al ojearnos, el barbero atajó su cantinela y desamparó a un mozo con la jeta untada de jabón, para mandarse a la calle a curiosear por el Brigadier. Y es que todos en la villa hablaban del rebote de Don Venancio a San Felipe.

Mi amita se estaqueaba a dar orejas sin hacer distingos y mientras yo aguantaba la cháchara, rumiaba en la sesera cuándo se liquidaría esa malaventura.

Arrimado a lo del sevillano, la gente se amontonaba en lo de Maricot para ojear unas vistitas de lo que escurría en la Guerra de los Tres. “Son fotografías, Fermina”, fundó mi patrona, y den por verdadero que allí se pintaban cosas muy fieras.

En esta casa, con las cartas del Brigadier, algo pispeábamos de aquel entuerto, pero la que trajo la verdad fue Misia Mariquita cuando se escurrió por allí.

Don Venancio la había reclamado principiando la añada y aunque no estaba muy inclinada, al fin se puso de viaje y la orejié decir alguna vez que tenía desasosiego que mi amo no volviera de aquellos sitios: “Aquello fue un infierno al que nunca debió dejarse arrastrar. Yo me puse en marcha rumbo al campamento de Paso Patria en la semana santa de 1866. Aquí todos estaban de Te Deum y no iba muy convencida. El camino se me hizo difícil y al llegar me encontré con una epidemia de sarampión que tenía a mal traer a nuestra gente”, se acuerda a veces.

En San Felipe todo escurría como si nada pasara, y cuando Misia volvió a la villa escaso habló. Era visto que sabía que fue mala cosa encajarnos en aquel barullo y se encrespó con las tonteras que se hablaban.

Nuestros soldados estaban casi descalzos, metidos en pantanos con los pies abichados, las tripas vacías, y aquello era un desbarro.

Mi amita se la pasaba rezongando que por aquí todo era pura fiesta, mientras allá la cosa se ponía cada vez más fiera y la verdad es que razón la asistía: “Me encontré que en nuestras calles todos hablaban de la buenaventura que traía a estas tierras que los buques brasileros compraran los víveres en San Felipe, sin pensar en la muerte y el dolor que había detrás de todo eso, y al poco cuando llegaron las noticias de la victoria de los aliados en el Paso de la Patria, me pareció un desatino que el gobierno armara grandes festejos”. Y repetía lo dicho por León de Palleja: “Tenemos un ejército sin ambulancias, un hospital sin médico ni enfermero; perdemos menos hombres en batalla que fuera de

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ella”. Misia dice que ningún médico de los nuestros llegó a arrimarse a

aquellas tierras en donde los pobres se morían como moscas. Don Fermín Ferreira se agarró el mal del pecho antes de embarcar, y nuestras tropas iban cargadas al hospital argentino de Paso de los Libres, en Misiones. Luego supimos que un hijo de Don Fermín también dejó sus huesos en esas selvas.

Tanta desventura la puso rabiosa, por eso cuando desde el Fuerte se supo de la victoria de Paso Patria y un montón de cristianos se arrimaron a esta casa vivando al Brigadier, ella les arrojó su furia a la jeta: “¿No les parece que hay bastantes muertes como para armar tal alboroto?”

Y a mí se me hizo que con tanto oriental sufriendo no pintaba aplaudir, aunque el gobierno le diera cuerda. Esa guerra estaba malcarada y unas lunas después nos llegaron las voces de que la tienda de Don Venancio había sido volada por un bombazo y que se salvó sólo con ayuda del Altísimo.

Mucho la zarandearon a mi patrona por esa furia, diciendo que era una desbocada, pero era cosa clara que por aquí escaso se metían en el pellejo de los que estaban en el Paraguay.

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Los “papeles” del Barón de Mauá

“Ese esqueleto asqueroso que ostenta tres calaveras, fue de un dragón orgulloso que murió con tres banderas. Cobarde y vil cual raposa, osó profanar el suelo de una nación poderosa: ¡hoy lo cubre infamia y duelo!”

Como les he dicho, el Brigadier amagaba con venirse a San Felipe, pero caminó el invierno del 66 sin novedades y en esta casa el asunto estaba tristón.

En la primavera nos acomodamos para su llegada y cada domingo, por si acaso, me escurría con la portuguesa al mercado por verduras para ensopado, huevos de gaviotas, mulitas y alguna corvina negra de las costas del Cerro; armaba pasteles de dulce y mazamorra con caramelo, no fuera asunto nos agarrara de sopetón.

Misia Mariquita no hacía más que decir que por aquellos lugares la soldadesca la pasaba muy mal, y que no se le borraba lo que ojeó en Paso Patria: se podían estar semanas a aguardiente y fariña, y cuando había suerte carneaban alguna vaca flaca para distraer las tripas.

Mientras en la espera estábamos, por aquí soplaban vientos fieros: “Los aires políticos en Montevideo se venían calentando desde el mes de enero, cuando hizo fecha de la muerte de Leandro Gómez, y los blancos armaron un funeral en su memoria. El gobierno nada dijo, y creo que estuvo bien; después de todo el hombre había muerto con todo honor y era hora que en esta tierra se respetara a los hombres de honor, aunque uno no fuera del mismo color político”, se acuerda. Pero en esta villa siempre hubo malentretenidos y no escaseó quien se arrimara a casa de los Gómez para lanzar peladillas: “Eso fue una barbaridad, y yo misma le dije mi disgusto a Don Ramón Gómez, hermano del finado y ministro de Flores, que venía mucho por esta casa”. Y se pone malita recordando esas cosechas y no ensarta a levantar sesera cuando los imprenteros farfullan de lo lindo.

El asunto es que últimamente se está haciendo mucha letrilla de aquéllas, y hasta con la Cruzada se versea una nueva historia. Hace unas

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lunas atrás se cabreó con un imprentero que siseaba que eso fue cosa de brasileros: “Ahora hacen como si los miles de orientales que lo apoyaron no contaran. Lo cierto es que mucha de su gente hablaba brasilero porque vivían al norte del Río Negro; siempre creí que eso era ignorancia y Flores no iba a mandar a sus hombres a la escuela, así que eso de que no había de los nuestros en la cruzada es pura falsedad”.

También se acojona cuando le cargan las tintas al Brigadier del desbarro de los bancos, y al parecer eso fue asunto de los doctorcitos, que muy lerdo se despabilaron de lo jorobado que era ese patrón que movía los piolines de nuestras cuentas, el Barón de Mauá, y porfía que siempre fue un mosquillo, que se creía un emperador y que le mandaba sus buenas flautadas a Don Venancio.

El muy tramposo alguna vez lo arrimó a su palacio con lisonjas, pero le zumbaba a las espaldillas mentas de “indio ignorante”.

Otra que nunca le quitó azote al Barón fue Misia Teresita, y ahorita se me vienen sus dichos a la sesera: “Este brasilero fue por varios años el dueño del país y sus ‘billetes de banco’ eran nuestra moneda. El bribón consiguió el monopolio bancario y fabricaba los billetes, sus cajas recibían toda la recaudación nacional y sus deudores eran considerados deudores del Estado, sin pagar un solo impuesto por ello. Hizo de todo: ferrocarriles, astilleros, fábricas de gas, diques flotantes, minas, estancias, cables bajo el mar... Pero a todo imperio le llega su hora....y aquí sólo se despabilaron cuando en mayo de 1866 nos llegó el viernes negro, y aunque la mayoría no sabía de qué se trataba, flotaban en el aire las desgracias que luego vendrían, y no pasó ni un año cuando comenzamos a verlas en San Felipe”.

Es verdadero que sólo me despabilé qué era eso del viernes negro cuando ella lo habló: “Sucede que se vino abajo un Banco Inglés*, y como el de Mauá dependía de los bancos de Londres, aquí no hubo cómo devolverles los dineros a los ahorristas. El mundo se zarandeó y tarde se dieron cuenta del precio de la famosa ‘modernización’ de que hablaban los doctorcitos”.

Entonces vi clarito que por estos lugares vivíamos en las nubes: “Todo parecía florecer, y antes de ese viernes negro, tuvimos más de 200 barcos en el puerto, y en San Felipe no se hablaba más que de los préstamos que llegaban de Londres y todo parecía una fiesta. No se puede vivir de prestado”, repetía, y como les dije, aquí se rezagó bastante en abrigar el golpe.

“Con el problema en las algodoneras del Norte de América, estábamos vendiendo mucha lana y eso fue muy bueno Además, la guerra le dio mucho movimiento al puerto, porque había muchos soldados para vestir y alimentar. Pero cuando al fin la gente se dio cuenta de que los billetes que andaban por allí no tenían quién los pagara, fue un balde de agua fría y una multitud se juntó frente a su banco”. Y porfiaba que como el Barón era quien corría a prestarle al

                                                            * La Overend, Gourney y Cía. Declara quiebra el 11 de mayo de 1866, siendo una entidad de descuentos londinenses. Cuando la noticia llega a Uruguay desencadena la corrida en el Banco Mauá.

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gobierno cuando estaba falto, el asunto era más fiero y no escaseó con tal batahola, algún cristiano que festejó en voz baja aquel sacudón fundando que el Barón se arrimaba mucho a los palomos.

Como ojearán siempre hay quien festeja las desventuras. Mi amita también tenía siempre al brasilero en la lengua: “El Barón

siempre caminó en el filo de la navaja, y siempre estaba buscando sacar su ganancia en las revueltas, pero sabía medir las cosas, porque si se le iban de manos, sus inversiones también peligraban. Hizo tambalear gobiernos cuando lo necesitaba, y eso quedó patente cuando apretó a Urquiza con la ‘diplomacia del patacón’. Pero al parecer con Mitre no le fue tan fácil, porque siempre hizo lo que le venía en ganas. Todo es economía y todavía hay ilusos que creen en buenas intenciones”. Y dice que la Guerra de los Tres le aprovechó al Brasil para despistar del lío que escurría por allí.

Mientras tanto, en las calles leudaba el enojo y había grandes revueltas en el mercado, y se principió a hablar de unos gringos que alborotaban los puestos: la camorra italiana.

Nos trenzamos en largos plantones para agenciar alguna cosa para la vianda, y aquel brete aflojó cuando se arrimaron otros puesteros, pero esto fue muy corto ya que los italianos los corrieron a hondazos y los pobres se volvieron sus quintas machacados.

Alguna mañana, hasta la autoridad debió meter su peso cuando los puesteros se alzaron a frutazos limpios contra el jefe del mercado, que se tomó los vientos como la liebre.

Como les dije, mientras esperaba a Don Venancio, Misia se la pasaba porfiando que su ida al Paraguay había sido cosa fiera: “Esta maldita guerra no ha traído más que problemas al país”, piaba, rondando por esta sala.

Ahorita está muy acuchada y me las amaño para que no se arrincone en aquellas tribulaciones, pero no me despisto de todo lo que aprieta en la sesera.

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El fin del Napoleón americano

“Así, hay un refrán muy cierto y es cosa muy verdadera, que en el Fuerte y donde quiera hombre pobre jiede a muerto: por eso es que yo no acierto a medio hablarle; y lo pior es que como hace calor, el gaucho ni bien se allega vuecelencia de una legua juye al tomarle el olor.”

En octubre, pasadas las horas a Santa Teresa, que en esta casa siempre fueron asunto serio se vino el Brigadier a San Felipe. Traía las hebras blancas y según Misia Mariquita estaba huesudo. Ahí pispié lo bueno que fue esperarlo con el trinchero atiborrado, aunque hacer la compra fue todo un engorro.

Esta vez no tenía magulladura a las vistas, como cuando era mozo y fue lanceado en Infiernillo y yo le curé la herida hasta que quedó curtida. Me acuerdo que se la lavaba con yerba carnicera y como yo tenía los dedos ligeros, era la cometida de estirar los liencillos para que no se abichara.

Pero por aquí no rezagamos en ojear que la carga de esa guerra la traía adentro, y tal lo pispiado por mi amita, Venancio se había vuelto un patrón tristón y batido, aunque recién frisaba los 57.

Ella porfía que la Guerra de los Tres le robó la mocedad y puede que no esté esquivada. También lo llevaba malito eso de estarse parado en la capital, porque el Brigadier era un patrón al que le gustaba abrazarse al pingo y patear campaña sin derrotero, y plantarse en alguna pulpería para orejear lo que tenía que decir el paisanaje.

La Guerra de los Tres seguía escurriendo: “Luego de la batalla de Curupayty en septiembre del 66, en la que el batallón Florida llevó la peor parte, Mitre y Tamandaré podían arreglárselas sin Flores”, recuerda Misia Mariquita.

“Esa derrota fue decisiva; un error fatal del almirante Tamandaré, que iba al frente de la flota de la Alianza, hizo que las tropas sufrieran más de 9.000 bajas. La imagen de Mitre se desdibujó también. Había prometido tomar Asunción y dar por finalizada la guerra en tres meses y al final se peleó más de cinco años”. Y dice que tales barrabasadas zanjaron a mi patrón a mandarse de regreso a San Felipe: “No bien se le avisó que por aquí vivíamos problemas grandes, se vino dejando lo que quedaba del ejército oriental en manos del

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General Castro. Flores estaba muy enojado con sus aliados, pues al parecer Mitre y el Emperador insistían en aplastar a los paraguayos hasta el final. En unos meses sitiaron la fortaleza de Humaitá y mal o bien tenían ganada esa guerra; él decía que eso era de malnacidos, pero sus aliados no le escucharon.

Al poco de tomar Uruguayana con sus hombres, pasado el primer fervor, Flores tuvo bien claro que el meterse en esa guerra no había sido una buena cosa. Los brasileros y los argentinos se bastaban solos para doblegar a López, y verdad es que no teníamos ni arte ni parte en aquel conflicto”, funda alguna vez, pero yo me pregunto si el Brigadier podía estacarse contra sus vecinos, o si hizo lo único que podía hacer.

“Es mala cosa deber favores”, porfía, y cuenta que no estaba atinado de cómo hacía esa guerra Mitre: “Ese cajetilla hacía la guerra de escritorio y hasta se atrevió a decirle cómo debía vestirse para parecer un verdadero general”.

El Brigadier escaso hablaba de la Guerra de los Tres, aunque alguna noche le orejié hablar de los entuertos que brotaron en aquellas cosechas: “Mientras enterrábamos a nuestros muertos en Estero Bellaco, y fueron más de 100 soldados, el tilingo de Mitre se ocupaba de decirme cómo debía vestirme”, rezongaba. “Los hombres pasaban días y días sin comer y Mitre se encerraba a planear su estrategia en un tablero de ajedrez: ¡Imagínense cómo yo iba a estar a gusto con tal Comandante!”.

También se despachó con los brasileros, que poco sabían de guerras y dejaban todo para lueguito: “Se ponían a festejar los cumpleaños de la familia del emperador como si no estuviéramos en guerra”, contaba, y yo sigo razonando que debió salvarse aquel asunto que desamparó a los paraguayos y, según habla mi patrona, los dejó sin varones: “El país ha quedado talado y por sus calles sólo se ven sombras tristes llorando la suerte que les dejó su orgulloso Mariscal. Ahora las mujeres de los López están refugiadas en el Brasil y dicen que no pueden poner un pie en Asunción, en donde ese nombre es palabra mala”. Y al oírla razono que fue una fullería aquello de mandarse así cristianos contra cristianos, y que un país puede sujetarse sin algún mandón pero no sin su pueblo. El asunto es que cuando volvió mi patrón, aquí las cosas estaban muy revueltas: “Debemos suspender las elecciones, María, porque se está hablando de que se nos viene un levantamiento desde Entre Ríos”, dijo el Brigadier, seguro de que los blancos rumiaban algo crecido y había quien remachaba que Urquiza estaba dándole ayuda a Timoteo Aparicio para mandarse contra San Felipe.

Mientras tales barullos nos zarandeaban, Misia Mariquita alcanzó a sacudirse sus tristezas, y no bien apretaron los calores empezó a salir otra vez a las calles.

Alguna tarde se calzaba traje copetudo y zapatos de charol, y me mandaba acompañarla hasta el Oriental, y era visto que la embelesaban esos salones aseñorados A mí me había picado el bicho de la flojera y estaba ligera para ensartarle a la portuguesa la faena de la cocina y me calzaba las alpargatas nuevas para quedarme rondando por la Plaza.

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Era una lindura ver ese paseo arbolado que habían armado con bujías nuevas, al que se arrimaba la mozada por una limonada fría. Me gustaba llegarme hasta “El Emporio Oriental”, para ojear las novedades que venían de afuera, y no crean que no quedaba pasmada al descubrir cómo traían cosas raras que a mí todavía no me zanjan.

Una de ellas fue la caja de lavar que hizo en San Felipe mucho ruido; era de madera y había que darle manija para que se zarandearan los lienzos, y aunque hablen de que es mucho mejor que las brazadas, a mí siempre me pareció un yerro gastar tantos patacones en el asunto.

Frente a la playita del Baño de los Padres del convento de San Francisco, estaban alzando un nuevo mercado y me gustaba ojear el techo que habían traído de Uropa.

Eso a mí se me hacía buena cosa, porque el viejo mercado estaba tan destartalado y mugroso, que cuando caía la noche las ratas se hacían la fiesta con un alboroto que se orejeaba de lejos.

Era pasmoso ver trajinando a esos señorones, que parecían banqueros con sus trajes negros y sombreros copetudos: “Son herreros ingleses, no banqueros”, decía mi amita. “Los han traído porque aquí no sabemos trabajar el hierro como es debido”.

El que no estaba clarito con tanto trajín era el Brigadier: “No creas que todo es brillo, María. La situación sigue empeorando y los saladeros comenzaron a tener problemas porque Brasil y Cuba ya no nos compran tanto tasajo. Debimos tomar medidas fuertes y, como el Banco de Mauá no puede devolver los depósitos, se dictó un decreto para que nadie reclame por un tiempo, hasta que los banqueros puedan hacerse con el oro”.

Era cosa vista que aquello no iba a conformar y principiaron las revueltas; todos estaban despabilados que el gobierno le debía mucho al Barón y no tenía un rial y yo escuché hablar que habían mandado a Julio Herrera a pedir ayuda al Brasil.

“Necesitábamos más préstamos”, se acuerda Misia, y la cosa estaba tan fullera que las calles se pusieron resbaladizas, de tanto forajido mal entrazado que se ventilaba por esta villa.

Tales eran los aires que no se demoraron las quejas, y hasta aquí se mandó alguna matrona a levantar sus lamentos, porque junto al teatro de San Felipe se armó una casa en donde a las vistas había algo sucio: “Allí se arman orgías que acaloran a la gente cristiana, ahora le llaman ‘La academia’, pero más que un lugar de bailes es un sitio escandaloso para los jóvenes”, rezongaban.

Tampoco faltaron las voces anunciando que las quitanderas estaban rebotando la vieja usanza de ofrecer sus artes a los mozos en los carretones. Aquel asunto se zanjó cuando la autoridad apretó a alguno, y las matronas quedaron contentas porque decían que había que sujetar que esta villa trenzara en un nido de mal vivir.

Las tabernas tampoco eran buena cosa, y a la caída del sol siempre se

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armaban trifulcas. Los cantineros debían poner orden a punta de espadín de tan cebados con carlón que estaban los parroquianos, y no era escaso que terminaran los pendencieros en las crujías, luego de cruzarse a golpazos.

Por esos días fue que el Brigadier juntó coraje y mandó traer a Venancito a San Felipe. Le dieron sus laureles en la Matriz y mi amita nunca se alivianó de aquel desbarro; y razoné que la pobre se iba a caer fulminada cuando los muchachos entraron con el cajón.

Misia Teresita no se alzó del catre para laurear al nieto, ya escurría muy añosa y tal desventura la terminó de achicar.

No bien volvimos a esta casa, orejié que las cosas ya en la vida serían igual. Mi amita se zambulló en el catre y todo quedó muy tristón. Sólo la niña Agapita amparaba a Don Venancio y principió a acollarársele en alguna gala.

Creo que eso le afinó el alma al Brigadier, que de tan aprovechado que se alzó al verla moza le regaló un par de zarcillos de oro, que ella no se sacaba en la vida.

Cuando despuntó aquel año mi amito avisó a la familia que había que armar los bultos porque estaba cansado de tanto trajín, y razonaba en volverse al saladero para liquidar sus días en paz.

A mí me embelesaba eso de volver a Entre Ríos; ya estaba veterana y aquí en la villa no me quedaba querencia, y Vitorina, la mulata que me traje de la calle Piedad y que fue mi sombra añadas, se fue de parto la noche de San Pablo.

Ésa fue otra trastada, y ni los oficios de la matrona más sabida de la villa lograron hacer salir al crío, de mal enderezado que estaba. Aunque Misia mandó venir a un mediquillo, cuando se arrimó ya estaba la cosa perdida.

Ésa fue una triste campanada para mí, porque la mulata se me había cocido a las faldillas y fue la mejor oreja para mis entuertos. Era muy esmerada y apenas antes de palmar, se la pasó trajinando cataplasmas de polenta cuando se me pasmaron las almorranas.

El sacudón fue grande, de los que no se quitan del lomo, y cuando llega la noche todavía me da ahogo arrimarme a su catre vacío. Misia Mariquita siempre nos acomodó dentro de la casa, y no como era usanza en San Felipe que la negrada estaba amontonada en sótanos ciegos o en chozas levantadas a los fondos de los patios.

Después de ese traspié mi pieza se sopló muy tristona, y escaso me quedaba entre sus muros más que para cabecear y apenas me despabilaba, salía zumbando para las cocinas y entre esos cacharros me volvía el calor al cuerpo.

La portuguesa era buena polla, pero ni con el paso de las añadas encontré cómo entrarle a su sesera, y hasta llegué a razonar que había brotado sin piense la pobre, aunque a veces salía con algún dicho que a mí me dejaba pasmada, como cuando Vitorina se enredó con el barbero de la Unión y ella dijo que ese mozo no la traía seria y poco erró.

Es positivo que fue la más avispada y vio que ese malnacido sólo buscaba

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enredarse un soplo y no bien la tripa se le infló a la polla, el forajido se mandó de viaje y mucho rezongué yo con aquel mulato, pero al final las cosas se trenzaron y la pobre palmó sin remedio.

La retirada del Brigadier no iba a ser cosa simplona, porque tal novedad le cayó como un rayo a Fortunato, que se puso soliviantado y porfió que no bien su taita sacara la pata del Fuerte, los enemigos le iban a cobrar las cuentas muy fieras. El mozo ojeaba tras cada muro algún forajido apencado contra Flores, y nunca razoné cuánto había de verdadero en sus versos, pero eso no julepeó a mi amito que poca oreja les daba a sus espantadas.

Ese invierno nos la pasamos armando todo para mandarnos lejos, y llegué a razonar que ya nada fulero pasaría, hasta que una mañana nos salió al cruce la noticia de que habían tropezado con una mina bajo el pupitre del Brigadier. Gracias al Altísimo, la noticia la trajo el mismo Don Venancio, y el julepe no fue tan grande porque estaba vivito para contarlo.

Misia Mariquita se encrespó con el jefe político: “Está visto que a nadie le importan los explosivos descubiertos bajo el despacho de Flores”, decía, colorada de furia. “Pasan los días y sólo tienen en los sótanos del Cabildo a un par de gringos a los que apenas se les entiende. Pero a mí ésos no me interesan; quiero saber quién les mandó poner esos barriles de pólvora en el sótano del Fuerte...” Y porfiaba que no creía que fueran los palomos, y que a la cola de ese alboroto estaba algún colorado terciando en barrerse al Brigadier de un plumazo.

Fortunato rezongaba que eso pasaba porque no orejeaban sus dichos y le embutía la sesera a su matrona, y escaso la amansaron las peroratas que se armaron por estos lugares para lisonjear la buena estrella de mi amo.

El Brigadier fue el más despejado y dejó que la autoridad amañara el asunto, aunque ahora razono que si hubiese zarandeado a algún cristiano, aquel entuerto no hubiera zanjado en su escabechina.

Cuando se arrimó noviembre, los ardores apretaron y creció el julepe de que el cólera escurriera del Brasil. En esta casa rumiamos que Misia Marquita se había apestado, de tan malita que se puso, y como la calentura era grande, los primeros días de diciembre mandé a la portuguesa a mojar paños sobre las azoteas para que no escurriera el calor.

La matrona de Ordoñana le mandó un curandero porque no daban con mejorarla, y mucho se chimentó de ese asunto, pero la comadre fundaba que tenían gran maña para arreglar males que los médicos no cataban. Porque en la villa había curanderos de toda laya y porfiaban que de tanto arrimarse a los nativos, sabían los secretos de la corteza de sauce, la valeriana, la pasionaria y otros yuyos para quitar las pestes. Y aunque los doctorcitos decían que eran charlatanes, en San Felipe los más copetudos sabían confiar en sus artes y se mandaban a la Unión a buscar sus tisanas.

Al fin la cosa no pasó de un julepe y mi patrona sacó la pata de aquella peste, pero la villa estaba avisada y se alzó un hospital en la Isla de Flores para los viajeros que llegaban de tierras apestadas.

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Esas fueron cosechas fieras, y ojeábamos tristonas cómo las familias se arrimaban en bote a visitar a los desgraciados de la isla y se voceaban a gritos.

Misia rezaba y decía que aquello era un mal anuncio, y es positivo que mucha razón tenía.

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Una puja de familia: Flores contra Flores

“¿Será posible que siendo tan poquitos los paisanos, como fieras entre hermanos nos sigamos destruyendo? Usté que tiene experiencia profunda, y conocimiento, y en cada razonamiento el poder de una sentencia: diga, si por desventura nos ha condenao el cielo a tener el desconsuelo de cair a la sepultura... Sin que logremos jamás bendecir a cualesquiera que a nuestros hijos siquiera les ponga su tierra en paz.”

Esas navidades ya no me mandé a la costa a bailotear con los negros como lo hacía antes, se me iban amontonando las cosechas y Vitorina ya no estaba para arrimárseme.

La portuguesa se mandó alguna noche al canyengue y contó que bailotearon toda la noche y no importó que los imprenteros se trenzaran con los clubes de negros, forcejeando. Si aquello era calendas, tango, candombe, chica o bambú; todo era sandunga al sonar del tamboril, de la marimba en el porongo, de los palillos, y lo demás era pura letrilla.

Lo cardinal es que seguíamos lisonjeando bajo las estrellas y cada rueda marcaba una nación: camundá, casanches, cabindas, benguelas, monyolos... Iba leudando una cultura que era propia a la negrada y aunque el blanco no la alcanzaba, principiaba a respetarla y eso era cosa buena

Era cristiano que viviéramos libres en estas tierras a las que llegamos a prepo, ¿o es que alguien no razona que nuestros amos también gotearon de los barcos? Por eso es cardinal que luego de tanta sordina, claree que en las panzas de los bajeles no sólo escurrieron al fondeadero de San Felipe negros, sino dioses y costumbres.

Es bien cristiano que al aquietarse el julepe al amo, soltemos rienda a nuestras mañas por estas calles, que también son nuestras.

Si he de ser verdadera, por aquí los que podrían alzar banderola de propiedad son los charrúas, ésos sí que están en estas llanuras desde los brotes del tiempo, pero es verdadero que a los pobres los escabecharon hace añadas.

A mí me cristianaron en la hacienda de los Flores cuando era corta, así que abracé al Dios de mis amos, pero muchos resistieron al blanco, porfiando

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que se les arrancaba de cuajo la esencia. En el campo eso fue más peliagudo porque estábamos arrinconados, pero

en las villas, después de la liberación, nos gustaba juntarnos por la noche y recrear nuestras comunidades según el origen de cada uno. Muchos rezaban a sus originales cuando el amo no orejeaba, y eso amparaba las raíces y leudaba los repasos.

Siempre he pispiado que la memoria de un pueblo se va armando cuando cada uno arrima sus repasos a los otros. Eso fue asunto cardinal en estos lugares, porque los negros la pasamos surcando las tierras del blanco, viviendo en sus casas y cuidando sus críos; sólo nos eran propias tradiciones y dioses, eso siempre que los originales no pararan con la memoria.

Guardar la lengua tampoco fue asunto simplón, porque era regla vocear la del amo, y cosa común, que para amparar el orden, los negreros nos separaran al llegar al fondeadero, así era más espinoso el juntarnos a protestar.

Cuando agenciamos la libertad, nos pegábamos a tales festejos para anidar tradiciones y dioses; ahorita los clubes de negros remachan que eso fue asunto cardinal: “Era cuestión de identidad”, dicen y creo que al fin las cosas van clareando, aunque a alguno les empalague, y si no, alcanza con ojear lo verseado por algún imprentero hace una cosecha no más: “Llueven los clubs - El furor clubista sigue haciendo víctimas numerosas. Todas las clases de la sociedad se reúnen en toda especie de asociaciones. Desde los encopetados y estirados ‘mitológicos’, hasta los pobres y graciosos negros orientales, y todo el mundo se apresura a ponerse bajo la coyunda clubista, como manifestando su heroico e inmenso deseo de ensartarse aunque sea pantalón con pantalón”.*

Pero como les decía, esas navidades escurrieron quietas y nos dieron un resoplido para las desventuras que nos traería la siguiente cosecha, porque el 68 iba a ser un año fiero, el más fiero que anida en mi sesera.

Al arrimarse febrero, no bien pasaron las honras a Santa Eulalia, ya vimos que el carnaval no encaraba como antes por esta villa, y el gobierno andaba julepeado de que con tanta alharaca se colaran pendencias y prohibió plomos y piedras; también se arrebañaron de las calles los huevos de avestruz, porque eran asunto resbaladizo si te ensartaban despistado.

Hasta una añada atrás, los juegos de agua se avisaban a cañonazo limpio y aquello era un jolgorio, pero como San Felipe estaba revuelta, la autoridad dijo que eso era cosa peligrosa.

Chorreaba un ardor bochornoso, pero mi amita se tomó algún tónico para sacudir los achaques y se atareó bastante juntando riales para los apestados del cólera, que ya hacía escabechina al otro lado del Río.

El Brigadier escurría de junta en junta, así que lo veíamos escaso por aquí, y ahora razono que le era cardinal ventilarse de las pendencias que se plantaron en esta casa

Porque si he de ser verdadera, los muchachos se habían desbocado como                                                             

* La Tribuna: Miércoles 17 de marzo de 1869.

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pingo añoso y Misia Mariquita no lumbreaba cómo sujetarlos. En la villa le achacaban el haberlos malcriado y creo que algo de verdad

tenían, porque una matrona debe alzarse cuando los mocosos se levantan malcarados, aunque yo que la amparé en la crianza, sé que era peliagudo sosegarlos.

Don Venancio no era un varón de pendencias y siempre estaba arrimándoles el verso sesudo, pero poco le dieron oreja y al final mi amito liquidaba en perdonar sus desboques, y eso fue asunto fullero.

Los muy soliviantados, escaso zanjaban en soltar el poder y en San Felipe aquel desamparo se lo cargaron a memoria del patrón y algo de verdadero hay, aunque no quiero ofender al Altísimo haciendo voces contra los Flores.

Venancito era el más sesudo, pero se lo escurrió un plomo antes que pudiera sujetar a sus hermanos, Fortunato, en cambio, es un mozo atolondrado y cuando mocoso, a mí me hacía carcajear mucho, pero no bien tuvo perilla, ya nadie en esta casa lo pudo enlazar y escaso sirvió que Don Venancio lo extrañara a Uropa para sosegar su seso, en un soplo se mandó de vuelta y bastantes trifulcas armó.

Como les hablé, Fortunato me hacía carcajear a rabiar cuando era un crío, y siempre estaba pinchándome para que le orejeara sus andanzas, pero en las últimas cosechas ha sido el que más me ha hecho berrear, y alguna luna hasta lo vi sacudiendo el latiguillo muy cebado, así que yo me mandaba a mi pieza hasta que la pendencia se sosegaba.

Sé que la portuguesa más de una andanada del muy treta debió tragarse, pero como era zonza no le dábamos mucha oreja a la pobre.

Tan fiero estaba mi amito con sus mocosos, que no encajaba forma de quitarle las mañas de encima a Fortunato y hasta jefazo de Canelones lo alzó, pero tal asunto fue otro germinero de pendencias y se trenzó un tiranillo al que llamaban “el joven pacha”. La soldadesca en nada lo quería; y donde caía se abrazaba al carlón, y muchas lunas nos vimos sacudidos por las trifulcas que venteaba.

Razono que Don Venancio se puso añoso de tanto disgusto y alguna vez le orejié zamparle a Fortunato en la jeta que no había cosa más fullera que perder la querencia de la tropa.

Ahora el mozo todavía porfía que su patrón se mandó del Fuerte cuando guiñó que se le había escurrido la querencia del pueblo, aunque eso es cosa dudosa, y luego de la escabechina mucho barajé el asunto en mi sesera.

Eduardo no rezagaba en pendencias y no bien se fue el año armó una batahola contra el jefe político de San Felipe. Estaba tan fiero que a gatas el Brigadier pudo apretarlo antes de que atocinara a un par de soldados.

Otro que se dejaba arrastrar de la ñata por sus hermanos era Secundino, que siempre fue flojo de sesera y una noche le cayó encima al Ministro Flangini, y de poco acomodó que mi amito lo pusiera en cuarteles.

La cosa es que los Flores vivieron encrespados aquello días, y hasta yo

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me vi acollarada a Misia Mariquita hasta el Hospital de Caridad, a hacer sus alegatos a favor de Eduardo que erizado como gaucho resabiado se les fue de boca a las hermanitas. Pero esa pendencia no tenía alzada y la pobre debió rezar mucho para escurrirse aquel pecado.

El asunto fue que los Flores se mandaron contra su patrón, y por aquí no clareaba qué iba a rebotar con tanto barullo, pero es positivo que Don Venancio no les dio oreja y fundó a viva voz que de nada atendería los prepos de su pollada y se mandó fuera del Fuerte: “La cosa estaba decidida y Flores entregó el mando, no quería la presidencia, estaba cansado y buscaba retirarse en paz”, porfía mi patrona.

Las voces venteaban que Berro estaba armando a su gente para venirse sobre el Fuerte, y Timoteo Aparicio rumiaba en mandarse a pura lanza desde Entre Ríos. Hasta el mismo Berro se vino esos días a esta sala y de tanto orejearlos, Misia Mariquita razonó que la retirada de Don Venancio sería asunto despejado.

En esta casa se armaron rondas de cimarrón, asunto de beneficio para atajar pendencias, y el Brigadier sólo anidaba su retirada y bien clarito se lo zampó a todos.

Así estaban las cosas y los bultos se amontonaban, mientras mi amita razonaba que al fin sus críos habían olvidado las púas contra el Brigadier, cuando reventó una pendencia que no se borra de mi sesera.

Fue como verle la jeta al mismo diablo eso de que Flores se alzaran contra Flores. Fortunato y Eduardo tenían mando del Libertad, y porfiaban que los colorados conservadores iban a atropellar al Brigadier no bien éste entregara el mando. Los mocosos no abrigaron mejor asunto que levantarse a puro trabuco contra el patrón, y en esta villa se verseaba que los cachorros habían afilado sus garras contra el propio taita.

A Don Venancio aquella pendencia no lo azotó despistado, y de un saque despatarró el Batallón y, aunque a Misia se le chamuscó el corazón, en menos de lo que canta un gallo fletó a Fortunato en un barco a otras tierras.

“Los muchachos no entendían que Flores dejara el poder así nomás y decían que a la vuelta de la esquina había mucho malcarado esperando para cobrarse las cuentas contra Flores. Pero él estaba seguro de que si entregaba el mando como marcaba ley, todos acatarían su decisión”, machaca mi amita, que corrió a aplacar a sus críos, y tal fue el sacudón que me la traje a rastros del Fuerte y la zambullí en su pieza.

“Siempre hemos sido buenos católicos”, lloriqueaba. “Ahora Eduardo y Fortunato levantan armas contra su padre”. Y la pobre rezaba solita, porque ni al cura se animaba a llamar le tan fullera que estaba la cosa con las monjitas.

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Flores y Berro: dos vidas, dos muertes

“Dicen que fueron los blancos Los que mataron a Flores. Hablen claro y digan, francos Fueron los conservadores”

Si he de ser verdadera, cuando se llegaron a esta casa avisando que a Don Venancio lo habían atocinado, razoné que era cosa fantaseada y que la peste que había prendido en media villa, me estaba haciendo zumbar de calentura.

Aquí se hablaba de que revoloteaba mucho infiel buscando escabechar al Brigadier, y era cosa despejada que había plomos cebados para agujerearlo no bien reventara una pendencia.

Como les dije, los muchachos porfiaban que andaba mucho bribón suelto con ganas de mandarlo al más allá, pero yo, como negra corta que soy, llegué a razonar que mi amo era inmortal.

La que estaba despejada con tal asunto era Misia Mariquita, que trenzaba ese agüero dentro y decía que era como un lienzo negro colgado en la sesera, que no la dejaba vivir en paz. Por eso se la pasaba de cuentas para que escurrieran los días y nos mandáramos a Ibicuy, en donde los malnacidos no lo iban a enlazar.

Mucho se versea en estos sitios de que mi amita sopló a sus mocosos a desacatarse con el Brigadier y que no quería soltar el poder, pero el Altísimo y yo sabemos que eso es baldón grande como el pozo de Vidal.

Es positivo que no arrimaré nada fresco aquí de lo que se ha hablado sobre la escabechina de mi patrón, porque se hizo más letrilla con su muerte que con su vida. Pero es cosa negada que se me escape de la sesera lo que escurrió aquel miércoles, y clarito que era miércoles porque era día de ronda de pescado en la calle de San Joaquín.

Los Flores estaban arrimados a la mesa, cuando se orejearon voces de que brotaba una gran batahola cerca del Fuerte; la villa andaba julepeada y la peste anidaba sus desventuras en los rincones. Unos días antes, algún vecino malentretenido se había zafado apedreando a los que acarreaban muertos.

“Cuando llegaron aquí avisando que había un disturbio, pensamos que aquélla era una protesta más. Luego supe que un grupo de soldados habían tomado el Fuerte, revólver y lanza en mano, al grito de 'abajo el Brasil’ y 'viva la

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independencia Oriental y la del Paraguay’, y que cuando el malón se le fue arriba, a gatas el Presidente Varela pudo escapar por la puerta del fondo. También habían querido tomar el cuartel de Dragones, con apoyo de los paraguayos.”

Tal fue el revuelo, que a todos se les atragantó el puchero y Don Venancio pidió el chambergo y se mandó a medio embuchar rumbo al Fuerte; el que ganó fue Coquimbo, que se relamió los platillos a medio cebar.

Al arrimarse el coche a la calle del Rincón, entre la Ciudadela y el Juncal, unos malnacidos le arrojaron un carretón de herbaje a las ruedas, y el desventurado quedó atracado como bicho en corral.

Brotaron como yerba dañina un montón de cuatreros con la jeta tapada, y escabecharon al Brigadier. Y de escaso ayudó que el mayor Evia balconeara el trance y se mandara sobre los sayones, que lo remataron a tajaduras limpias.

Quiso el Altísimo que arrimara por allí el cura Souberbielle lo arrastrara hasta el almacén de Quintín Correa, pero la guillotinada había sido tan fiera que el cura sólo agenció algún rezo.

Así lo encontró Segundo, con la savia escurriéndosele por el gollete y las vistas pasmadas; el muchacho se mandó a buscar a su matrona y cuando tocamos al Cabildo, lo vimos tirado sobre un catre y con las tripas de afuera.

Algún buen cristiano le estiró una banderola para tapar sus miserias, y según nos llegaron las voces, ése fue Julio Herrera que no se despegó de mi amito hasta que clareó.

“Herrera sabía muy bien quién estaba detrás de esa muerte y nunca fue de los que se quedan callados, por eso todos escucharon la atracada que tuvo con el Goyo Jeta a unos pasos del cuerpo de Flores”, porfía mi patrona.

Ese tempraneado San Felipe se trenzó en un infierno y ni el cólera, que ya traía más escabechados que la revolución, le ganó en degollinas.

Muchos colorados salieron a rebuscar escarmiento como perros roñosos, y el primero en palmar fue Berro, antes de poder meter pata en un bajel que lo escurriría a Buenos Aires.

Dicen que el varón quedó más pasmado que yo, al orejear que habían escabechado al Brigadier, y remacha mi amita que el cristiano sabía que finado Don Venancio, la parca le soplaba las patas.

“Su suerte estaba ya echada y esa misma noche lo mataron en los sótanos del Cabildo. Flores decía que cuando a él le llegara el fin, Berro lo acompañaría. Nunca supe si eso era una premonición o una amenaza”, se acuerda ahorita

Hay quien farfulla que fue Segundo Flores quien lo remató pero en la vida rumié la verdad y no sé si Misia Mariquita lo sabe, aunque no es cosa cristiana ponerse a razonar que el mocoso atocinó al padrino.

Sólo sé que cuando sombreaba, y nos marchamos del Cabildo desamparando a mi amito hecho migas sobre un tablón, se mandaban los muchachos y sabe el Altísimo lo que se agenció en aquella covacha de ratas.

Cuentan que cuando tempraneó, un tal Pedro García, hinchado de tanto

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carlón, rondó por las calles de la villa arrastrando al finado Berro en un carretón de basura.

Cuando se arrimaron a esta casa las voces de tal asunto no quedamos nada enderezados, y Misia porfiaba que Berro era un varón de honor, que desamparaba a ocho hijos en una villa ardida.

“El motín fue un fracaso, el cólera está estragando a Montevideo y los que no se apestan, escapan a la Argentina por miedo a la venganza”, decían por allí, y mi amita avisaba que los matadores del Brigadier andaban de pata suelta y eso le emponzoñaba la sangre. Gastaba varias lunas retrucándole a Don Venancio que más debía ampararse de algún colorado que de los palomos, y porfía que el Altísimo no la iluminó para estacarlo entre estos muros.

Se lo orejié decir a la matrona del franchute Maillefer cuando la vino a compadecer: “Usted sabe bien que si la fiebre no me tuviera amarrada a esta cama, iría en persona a buscar a Suárez y Caraballo. No tengo vacilaciones sobre quienes planearon la cobarde confabulación que mandó a mis esposo a la tumba”, gruñía. “Desde que Flores llegó del Paraguay se encontró dentro del propio bando con la ambición descomunal del Goyo Suárez y Caraballo. Los muy sátrapas se afanaban en opacar a su caudillo, como si hubiera resultado fácil brillar como él”.

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Un muñeco de paja

“Flores, al temor ajeno. Fue redentor del esclavo. Entre los bravos fue bravo Y entre los buenos fue bueno. Se oyó un grito de dolor Resonar en la pradera, Y hasta el sol de la bandera Lloró por su defensor.”

San Felipe estaba apestada, y un sin cuento quedaron secos durante la primera noche. Don Manuel Flores fue de los que principiaron en palmar, fulminado como el rayo, y apenas si se arrimó de la Trinidad para ver al Brigadier hecho escabeche, cuando ya la peste le salió al cruce. Es que no había cristiano que saliese a pata del Cabildo, y en las crujías la cosa corrió como un polvorín, y hasta se balbució que habían emponzoñado el agua.

Mi amita porfía que eso fue una desmaña porque es positivo lo que dijo la Junta, que el soplo cardinal lo metieron los ardores de febrero y el finado Brigadier embichándose allí.

La peste se achuchó a los muros sin que queda más arreglo que despejarlo, y en menos de lo que canta un gallo el gobierno salió disparado, y algún reo que se rezagó en los sótanos terminó palmando de hambre porque no había vivo que se arrimara a echarle vianda.

En muchas veredas no quedó familia establecida, se escurrieron con lo puesto, y una no razonaba si era más peliagudo el julepe a la peste, o la tirria con que se lanzaron los vecinos, unos contra otros.

Porque la ojeriza también se abrazó a los muros de esta villa, y los escasos que quedaron no zanjaban en salir portón fuera del julepe, a caer en las razias o en manos de algún cristiano chiflado por desquite.

El presidente Varela les envió unas letrillas a los jefes políticos: “Mataron a nuestro querido General Venancio Flores: reúna a la gente y véngase”, pero según supe, el bruto que pasó el verseo garabateó “vénguense”, y allí se armó más lío, y aunque desde el Fuerte se buscó sosegar la cosa, palomos y colorados se mataron como moscas.

La cosa fue que mientras aquí llorábamos la escabechina de Don Venancio, un tal Estrada, mediquillo traído de Buenos Aires, faenaba duro

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para embalsamarlo. Pero orejié que el asunto se tardó más de la cuenta y en la vida razoné cómo agenciaron para que el finado no se abichara.

Ahora hablan que el fullero de Estrada apenas si pudo amasar la sesera del Brigadier y que como la calentura le aguó el cuerpo, lo cambió por un fardel de paja, y sólo de razonarlo se me pone el pellejo de gallina.

Mi amita bastante tenía despachando cartas a los franchutes para que metieran diente en la cosa, y como les dije, ese cónsul que tanto se mandaba por estas casas no se ocupó de atenderla.

San Felipe se sacudía fiero y a los pocos días de la escabechina, se juntaron a nombrar presidente, pero el asunto no fue moco de pavo, porque se decía que iba a ser Don Pedro Varela, pero pronto se avivaron las quejas porque el varón estaba arrimado a los banqueros y después del alboroto con el Barón de Mauá, ya nadie los quería por aquí.

Los colorados se desgajaron en mil pedazos, y cuando me avispé que hasta el Goyo Jeta iba en la cuenta para presidente, quedé fría. Pero, como nadie quería al Goyo, y cuentan que hasta su matrona le tiró en la jeta que ella era blanca como paletilla de bagual, al fin votaron a Lorenzo Batlle, un patrón que se arrimaba a esta casa y siempre estaba con su cajita de rapé a mano.

Me vino a la sesera las visitas a la quinta de los Hocquard, y los decires de Don Venancio sobre su patrón, un molinero cardinal que se arrimó a la revolución y se escurrió pobre por defender al rey: “Es un hombre moderado, no desprovisto de energía cuando las circunstancias lo requieren”, fundaba, y ahorita me dice Misia que alguno de sus retoños al parecer está sonando como un buen imprentero.

La verdad es que mi amita quedó más sosegada al enterarse de tal asunto, porque en los campos vecinos a Tres cruces se vio al Goyo Jeta acampando con su soldadesca, y ella porfía que eso fue prepo para que al final lo pusieran en el Fuerte de San José.

Cuando las cosas rebotaron y el pampero se llevó la peste, Batlle se mandó a esta casa: “Es un buen hombre, honrado pero sin poder sobre los caudillos y eso es muy peligroso”, se acuerda mi amita. “Vino a darme sus condolencias y a decirme que al fin había nombrado al Goyo como su ministro”.

Le dijo que iban a alzar un bronce del Brigadier y que le habían votado una pensión, y allí Misia se encrespó y le tiró en la propia jeta que si razonaba que con eso se iba a arrinconar que los forajidos que atocinaron a Don Venancio se venteaban por la villa, estaba muy despistado: “No se me escapa que muy pocos se han parado en sus botas a reclamar que se investigue la infamia”, y sin mandados le zampó: “No fueron los blancos, sino su ministro de guerra”.

Pero la cosa quedó empantanada, y lejos razono que al final se escarmiente a los malentretenidos que atocinaron a Don Venancio, aunque no me despisto que a Batlle le ha tocado caciquear el Fuerte en medio de un gran revuelo, y doctorcitos que se le acollararon sólo husmean desplumar caudillos.

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“Según voy viendo, Batlle se ha puesto sabio y no les está haciendo caso a esos pitucones que poco entienden de conservar el poder, sin los caudillos no hay nada” dice Misia Mariquita, y porfía que según orejea, el varón se aguantará sentado en el Fuerte de San José como lo manda la letra, lo que en estas cosechas es toda una bendición del Altísimo.

Ahora se está razonando en acomodar los campos y rodearlos para cruzar los ganados. Dicen los doctorcitos que los gringos no se van a venir a poner su mosca aquí si no les aseguran sus posesiones, pero es sabido que eso va a traer el hambre a la campaña, porque en estas tierras el gauchaje se deja caer libre y cuando le chiflan las tripas, se agencia un pedazo de carne sin preguntar quién es el patrón.

Según Misia, la cosa no va a ser simplona, porque cada caudillo se sacude a su aire y Batlle vive despejando entuertos. “A cada rato le ponen su autoridad en duda y no hace mucho, Máximo Pérez amenazó con sacarlo a fogonazos del Fuerte, sin que la Asamblea dijera nada”.

No ha querido mandarse a Entre Ríos hasta que claree el asunto, y porfía que aunque mi amito esté embaldosado en la catedral, a ella no la van a despistar de buscar justicia. “En estos tiempos hay muchos buscando borrar a Flores de nuestra historia, y pese a que Pérez es un bruto, debo reconocer que es el único que no se asusta con tal de sacar a luz la verdad de las cosas”. Y se pone muy malita cuando ojea los desbarros que algún imprentero borronea.

“Hay mucha gente levantando voces para distraer las verdades y hasta Juan Carlos Gómez se puso a opinar de todo, como si no estuviéramos nosotros para recordar lo que realmente pasó en estas tierras. Es un pitucón de cuello duro, que nunca supo a dónde quedaba un rancho y ahora, el muy bandolero parece empeñado en escribir una leyenda negra sobre Flores. Cuando lo leo se me calienta la sangre, se ha entretenido en decir en El Siglo muchas farsas que sólo buscan entreverar las cosas, y la gente no se acuerda de que el hombre estaba en Chile cuando aquí se decidían cosas de vida y muerte, y muy poco puede decir de lo que pasaba en verdad”, rezonga.

Hace unas lunas, me hizo recoger alguna de las maldades que garrapatea, como para no despistarse, y es clarito que le tenía ojeriza al Brigadier ¡Ahora cada cristiano versea lo que le da la gana!

“Al parecer, cuando era momento de hacer la historia servían los caudillos, y ahora que se han puesto a escribirla... vienen los doctorcitos... yo me pregunto... ¿a dónde estaban cuando había que remangarse y ponerle el pecho a las municiones?”, protesta, y ayer les mandó unas letrillas a los Ramírez para que se remanguen de lo que garabatean, aunque es positivo que muy poca oreja le han dado: “Está visto que no les importa cambiar lo dicho y ya veremos que algo van a ganar con todo eso”, estampilla, y la cosa es que mi patrón está bien enfriado bajo las lozas de la Matriz, y sabrá el Altísimo lo que se zumba de él ahora que no tiene voz.

En sus honras desfilaron milicos, curas, doctorcitos y gringos, todos varones cardinales. Algunos le guardaban querencia, pero otros se mandaron

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sólo a ojear que se sujetara escabechado y no se escurriera del cajón. Pero lo que me cuajó el pellejo fue que mientras el cura le daba sus

bendiciones se fueron llegando paisanos de la campaña a echarle su apego. Indios, mulatos y mucho negro se arrimó a la Matriz para servirle sus respetos al Cabo Viejo, y al ojear esas gentes venidas de todas partes para llorar a Don Venancio como a un buen patrón, me rebotó el alma al cuerpo.

Creo que en alguna cosecha se ventilará cómo fueron las cosas, aunque ahorita algún doctorcito esté soplando el asunto.

Alguien, entre tanto amontonamiento, remachó las verdades cuando el cura le arrimaba sus rezos: “Flores fue un caudillo que hizo honor a su tiempo, con las luces y sombras de una época muy turbulenta. No es verdad que el pueblo no lo amara, sucede que lo había dejado de comprender”.

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Epígrafes

Cap. 1. “La Conservación”: 4 de agosto de 1872. Cap. 2. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata

cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay” (1839 a 1851). Presentación gaucha, que a fuer de letrado elevó al Gobierno oriental Perucho el Zurdo en 1846. Coplas 5 a 20.

Cap. 3. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay” (1839 a 1851). Petición o solicitud del gaucho Lucero, pidiendo en Montevideo que la comisión de equipo le mande pagar cierta deuda: A los señores comisioneros (La extremaunción, por la llegada a Montevideo del vapor inglés La Devastación) Coplas 65 a 70.

Cap. 4. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay” (1839 a 1851). Coplas de Pericón, Cielito y Media Caña, que improvisó Paulino Lucero para el fandango que se armó en casa de Martín Sayago. (Presentación gaucha, que a fuer de letrado elevó al Gobierno oriental Perucho el Zurdo en 1846). Coplas 5 a 20.

Cap. 5. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay” (1839 a 1851). Martín Sayago recibiendo en el palenque de su casa a su amigo Paulino Lucero - Coplas 175 a 190.

Cap. 6. “Memorias en verso de Don Joaquín Lenzina ‘Ansina’ (1760-1860). Ansina me llaman y Ansina yo soy...” (varios autores), Rosebud Ediciones. 1996. Montevideo. El grito de mayo.

Cap. 7. “Memorias en verso de Don Joaquín Lenzina ‘Ansina’ (1760-1860). Ansina me llaman y Ansina yo soy...” (varios autores), Rosebud Ediciones. 1996. Montevideo. El protector de los pueblos.

Cap. 8. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay” (1839 a 1851). Los misterios del Paraná, o la descripción del combate naval de la Vuelta de Obligado (río Paraná). Copla 135.

Cap. 9. “Memorias en verso de Don Joaquín Lenzina ‘Ansina’ (1760-1860). Ansina me llaman y Ansina yo soy…” (varios autores), Rosebud Ediciones. 1996. Montevideo. El grito de mayo.

Cap. 10. “Memorias en verso de Don Joaquín Lenzina ‘Ansina’ (1760-1860).

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Ansina me llaman y Ansina yo soy…” (varios autores), Rosebud Ediciones. 1996. Montevideo. Los gestos del héroe.

Cap. 11. “Memorias en verso de Don Joaquín Lenzina ‘Ansina’ (1760-1860). Ansina me llaman y Ansina yo soy... “(varios autores), Rosebud Ediciones. 1996. Montevideo. Los gestos del héroe.

Cap. 12. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay” (1839 a 1851). Contestación del gaucho a su amigazo y compañero el sargento Marcelo Miranda, ternejal y payador del pago de San Salvador. Coplas 10 a 20.

Cap. 13. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay”. (1839 a 1851). Contestación del gaucho a su amigazo y compañero el sargento Marcelo Miranda, ternejal y payador del pago de San Salvador. Coplas 40 a 50.

Cap. 14. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay”. (1839 a 1851). Martín Sayago recibiendo en el palenque de su casa a su amigo Paulino Lucero. Coplas 355 a 360.

Cap. 15. “Memorias en verso de Don Joaquín Lenzina ‘Ansina’ (1760-1860). Ansina me llaman y Ansina yo soy...” (varios autores), Rosebud Ediciones. 1996. Montevideo. ¡Los ingleses en Montevideo!

Cap. 16. “Memorias en verso de Don Joaquín Lenzina ‘Ansina’ (1760-1860). Ansina me llaman y Ansina yo soy...” (varios autores), Rosebud Ediciones, 1996. Montevideo. Así lo conocí a Artigas.

Cap. 17. “Memorias en verso de Don Joaquín Lenzina ‘Ansina’ (1760-1860). Ansina me llaman y Ansina yo soy...” (varios autores) Rosebud Ediciones. 1996. Montevideo ¡Rechazamos a los invasores ingleses!

Cap. 18. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay” (1839 a 1851). Martín Sayago recibiendo en el palenque de su casa a su amigo Paulino Lucero. Coplas 475 a 490

Cap. 19. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay”, (1839 a 1851). Carta del sargento Miranda al gaucho Jacinto Cielo, que le contestó con las décimas que se leerán después de éstas. Coplas 20 a 30.

Cap. 20. “Luis María Martínez: El trino soterrado. Paraguay: aproximación al itinerario de su poesía social”. Tomo I. Epigramas: A la Triple Alianza.

Cap. 21. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay (1839 a 1851). Carta confidencial del gaucho Jacinto al ministro de guerra. Coplas 10 a 20.

Cap. 22. Hilario Ascasubi: “Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata

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cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay (1839 a 1851). Diálogo de la Encuhetada entre los gauchos Morales y Olivera, quien describe a su modo lo que es un buque de vapor armado en guerra. Coplas 385 a 395.

Cap. 23. Coplas populares anónimas. Cap. 24. Coplas populares anónimas.

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Glosario

ANDIRAS: Según los guaraníes, murciélagos de dos metros de envergadura.

APUNTILLAR: Juntar. ARA IYAPÍ: Es el fin del mundo para muchas tribus como

los guaraníes. BONETUDOS: Soldados de Rosas. BOZALES: Negros originales de África que desconocían el

idioma y la religión americana. Puñal corto y filoso.

CACHERO: Monedas de poco valor CALDERILLAS: Negros originales de África que desconocían el

idioma y la religión americana. Puñal corto y filoso.

CANYENGUE: Parece venir de la voz kimbundu ‘ka-llengue’, que era como se nombraba una danza contemporánea del candombe. Bailar con canyengue equivale a ‘bailar como los negros’.

CIMARRÓN: Mate amargo. CRIANDERAS: Amas de leche. DON FRUTOS: Fructuoso Rivera. EL CHITO: Nombre popular del tejo EL ESPADÍN: Mote con el que llamaban a Manuel Oribe

popularmente. EL POZO DE VIDAL: Don Francisco Antonino Vidal cuando fue

Ministro General en Montevideo, con el objeto de hacer un gran aljibe en el patio de la Casa de Gobierno en el año de 1843 mandó cavar un grandísimo pozo cerca de la puerta del Ministerio de Hacienda, y dicho pozo estuvo abierto hasta el año 51. De allí se tomó la expresión usada para designar cualquier pozo o embarradero en Montevideo.

ESCARMENADOR: Peineta. HECHICERA: Escoba para barrer patios. JOSÉ DE AFUERA: Expresión popular que denomina a un

individuo que se mantiene al margen de algún

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suceso. LA VACA SE VOLVIÓ TORO: Expresión usada cuando algo se desnaturaliza. MENTAS: Recuerdos. MOSQUEABA: Enojaba. MOSQUILLO: Farsante, falso. OJO DE LIZA: Cataratas. ORIGINALES: Los orixá africanos, dioses o espíritus de la

cosmogonía. PALOMOS: Blancos. PIERNA DE NEGRO: Así llamaban a las tejas porque las hacían

cubriendo de barro las rodillas de los esclavos y secándolas al sol.

POLLA: Moza. QUINTADERAS: Prostitutas que ofrecían sus servicios en

carretones. RALEA: Raza. TAITA: Padre. TANGO: Palabra usada desde la colonia con la que los

esclavos nombraban a sus tambores (ver Vicente Rossi, obra citada).

TERCEROLA: Fusil. TIÑAS: Tacañería, mezquindad, miserias. ZARANDA: Colador.

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Bibliografía

Academia Nacional de la Historia. Historia Argentina contemporánea, 1862-1930: Guerra del Paraguay. Buenos Aires, 1963, El Ateneo.

ACEVEDO DÍAZ E. Anales históricos del Uruguay. T .II. Montevideo, 1933. BARREIRO y ramos.

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128

 

Índice

Agradecimientos ........................................................................ 6

Aclaración a los lectores.............................................................7

Prólogo.......................................................................................8

Negros bozales ......................................................................... 12

Hombres bien hombres ............................................................ 20

El Triunvirato de San Felipe y Santiago.................................... 29

¿Han matado a Lavalleja? ........................................................ 37

¡Ha muerto Don Frutos! ........................................................... 41

Oribe, «El Espadín» .................................................................. 47

Se van los caudillos ................................................................. 49

Llegan los banqueros: la modernización................................... 55

La muerte de Oribe: un hombre de honor ................................ 59

La infamia de Quinteros........................................................... 63

Curas y masones ..................................................................... 67

Mitre y Urquiza: doctores y caudillos........................................ 71

La cruzada del “Bárbaro de Flores” .......................................... 74

La muerte de Venancito en La Florida...................................... 79

Después de Quinteros, la infamia de Paysandú........................ 83

Los “jeta blanca” ...................................................................... 86

Llega la paz, llega la guerra...................................................... 89

La guerra de los Tres ............................................................... 92

Una villa que florece................................................................. 96

Los “papeles” del Barón de Mauá ............................................. 99

El fin del Napoleón americano................................................ 102

Una puja de familia: Flores contra Flores ............................... 108

Flores y Berro: dos vidas, dos muertes ................................... 112

Un muñeco de paja................................................................ 115

Epígrafes ............................................................................... 119

129

 

Glosario ................................................................................. 122

Bibliografía ............................................................................ 124