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Caperucita Roja [Cuento folclórico. Texto completo] Anónimo Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja. Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo. Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pajaritos, las ardillas... De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella. -¿A dónde vas, niña? -le preguntó el lobo con su voz ronca. -A casa de mi Abuelita -le dijo Caperucita. "No está lejos", pensó el lobo para sí, dándose media vuelta. Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: "El lobo se ha ido, pensó, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles". Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo. El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo

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Caperucita Roja

[Cuento folclórico. Texto completo]Anónimo Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja. Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.

Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pajaritos, las ardillas...

De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.

-¿A dónde vas, niña? -le preguntó el lobo con su voz ronca.

-A casa de mi Abuelita -le dijo Caperucita.

"No está lejos", pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.

Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: "El lobo se ha ido, pensó, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles".

Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo.

El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.

La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.

-Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!

-Son para verte mejor -dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.

-Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!

-Son para oírte mejor -siguió diciendo el lobo.

-Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!

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-Son para... ¡comerte mejoooor! -y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.

Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.

El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!

Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.

En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

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La habichuela mágica

[Cuento folclórico. Texto completo]Anónimo Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas.-Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te gustan, te las daré a cambio de la vaca.

Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar.

Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido. Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña.

La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar cómo el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero.

En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y, recogiendo el talego de oro, echó a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío.

Se trepó Periquín por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalándolas hasta llegar a la cima. Entonces vio al ogro guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro. Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde su escondite vio Periquín que el gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa, ¡oh maravilla!, tocaba sola una delicada música, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas. El gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño poco a poco.

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Apenas le vio así, Periquín cogió el arpa y echó a correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por Periquín, empezó a gritar:

-Eh, señor amo, despierte usted, ¡que me roban!

Despertose sobresaltado el gigante y empezaron a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores:

-Señor amo, ¡que me roban!

Viendo lo que ocurría, el gigante salió en persecución de Periquín. Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas, empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el gigante descendía hacia él.

No había tiempo que perder, y así que gritó Periquín a su madre, que estaba en casa preparando la comida:

-¡Madre, tráigame el hacha en seguida, que me persigue el gigante!

Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un certero golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela. Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus fechorías, y Periquín y su madre vivieron felices con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.

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Ricitos de Oro[Cuento folclórico. Texto completo]Anónimo Una tarde se fue Ricitos de Oro al bosque y se puso a recoger flores. Cerca de allí había una cabaña muy linda, y como Ricitos de Oro era una niña muy curiosa, se acercó paso a paso hasta la puerta de la casita. Y empujó.La puerta estaba abierta. Y vio una mesa.

Encima de la mesa había tres tazones con leche y miel. Uno, grande; otro, mediano; y otro, pequeñito. Ricitos de Oro tenía hambre y probó la leche del tazón mayor. ¡Uf! ¡Está muy caliente!

Luego probó del tazón mediano. ¡Uf! ¡Está muy caliente! Después probó del tazón pequeñito y le supo tan rica que se la tomó toda, toda.

Había también en la casita tres sillas azules: una silla era grande, otra silla era mediana y otra silla era pequeñita. Ricitos de Oro fue a sentarse en la silla grande, pero ésta era muy alta. Luego fue a sentarse en la silla mediana, pero era muy ancha. Entonces se sentó en la silla pequeña, pero se dejó caer con tanta fuerza que la rompió.

Entró en un cuarto que tenía tres camas. Una era grande; otra era mediana; y otra, pequeñita.

La niña se acostó en la cama grande, pero la encontró muy dura. Luego se acostó en la cama mediana, pero también le pereció dura.

Después se acostó en la cama pequeña. Y ésta la encontró tan de su gusto, que Ricitos de Oro se quedó dormida.

Estando dormida Ricitos de Oro, llegaron los dueños de la casita, que era una familia de Osos, y venían de dar su diario paseo por el bosque mientras se enfriaba la leche.

Uno de los Osos era muy grande, y usaba sombrero, porque era el padre. Otro era mediano y usaba cofia, porque era la madre. El otro era un Osito pequeño y usaba gorrito: un gorrito pequeñín. El Oso grande gritó muy fuerte:

-¡Alguien ha probado mi leche!

El Oso mediano gruñó un poco menos fuerte:

-¡Alguien ha probado mi leche!

El Osito pequeño dijo llorando y con voz suave:

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-¡Se han tomado toda mi leche!

Los tres Osos se miraron unos a otros y no sabían qué pensar. Pero el Osito pequeño lloraba tanto que su papá quiso distraerle. Para conseguirlo, le dijo que no hiciera caso, porque ahora iban a sentarse en las tres sillitas de color azul que tenían, una para cada uno.

Se levantaron de la mesa y fueron a la salita donde estaban las sillas.

¿Que ocurrió entonces?

El Oso grande grito muy fuerte:

-¡Alguien ha tocado mi silla!

El Oso mediano gruñó un poco menos fuerte:

-¡Alguien ha tocado mi silla!

El Osito pequeño dijo llorando con voz suave:

-¡Se han sentado en mi silla y la han roto!

Siguieron buscando por la casa y entraron en el cuarto de dormir. El Oso grande dijo:

-¡Alguien se ha acostado en mi cama!

El Oso mediano dijo:

-¡Alguien se ha acostado en mi cama!

Al mirar la cama pequeñita, vieron en ella a Ricitos de Oro, y el Osito pequeño dijo:

-¡Alguien está durmiendo en mi cama!

Se despertó entonces la niña, y al ver a los tres Osos tan enfadados, se asustó tanto que dio un brinco y salió de la cama.

Como estaba abierta una ventana de la casita, saltó por ella Ricitos de Oro, y corrió sin parar por el bosque hasta que encontró el camino de su casa.

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Hansel y Gretel[Cuento folclórico. Texto completo]Anónimo Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de darle una buena solución. Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador:

-No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga.

Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer.

-¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado.

-De cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la madrastra y no descansó hasta convencer al débil hombre de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado.

Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba.

-No llores, querida hermanita -decía él-, yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa.

A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan.

-No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es todo lo que tendrán para el día.

El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales que les permitieran luego regresar a casa.

Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:

-Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos.

Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso.

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Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella espesura.

Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa. Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes, dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas.

Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos dulces, una bruja los detuvo.

La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando éstos se encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para comérselos.

Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer.

Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola de agua para cocinarlo.

-Primero -dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente como para hornear.

En realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía.

-Yo no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel.

-Tonta -dijo la bruja-, mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza dentro del horno.

Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y cerró la puerta.

Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la bruja.

Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin, un hermoso cisne blanco compadeciéndose de ellos y les ofreció pasarlos a la otra orilla. Con gran alegría los niños encontraron a su padre allí. Éste había sufrido mucho durante la ausencia de los niños y los había buscado por todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte de la cruel madrastra.

Dejando caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los malos momentos que habían pasado y supieron que lo más importante en la vida es estar junto a los seres a quienes se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.

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El gato con botas

[Cuento folclórico. Texto completo]Anónimo Al morir un molinero, dejó por herencia a su hijo tan solo un gato. Pero éste dijo a su amo:-No te parezca que soy poca cosa. Obedéceme y verás.

Venía la carroza del rey por el camino.

-Entra en el río -ordenó el Gato con Botas a su amo, y gritó:

-¡Socorro. ¡Se ahoga el Marqués de Carabás!

El Rey y su hija mandaron a sus criados que sacaran del río al supuesto Marqués de Carabás, y le proporcionaron un traje seco, muy bello y lujoso.

Lo invitaron a subir a la real carroza, y adelantándose el Gato por el camino, pidió a los segadores que, cuando el rey preguntara de quién eran aquellas tierras contestaran «del Marqués de Carabás».

Igual dijo a los vendimiadores, y el rey quedó maravillado de lo que poseía su amigo el Marqués.

Siempre adelantándose a la carroza, llegó el gato al castillo de un gigante, y le dijo:

-He oído que puedes convertirte en cualquier animal. Pero no lo creo.

-¿No? -gritó el gigante-. Pues convéncete.

Y en un momento tomó el aspecto de un terrible león.

-¿A que no eres capaz de convertirte en un ratón?

-¿Cómo que no? Fíjate

Se transformó en ratón y entonces ¡AUM! el Gato se lo comió de un bocado, y seguidamente salió tranquilo a esperar la carroza.

¡Bienvenidos al castillo de mi amo, el Marqués de Carabás! Pasen Su Majestad y la linda princesa a disfrutar del banquete que está preparado.

El hijo del molinero y la princesa se casaron, y fueron muy felices Todo este bienestar lo consiguieron gracias a la astucia del Gato con Botas.

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El soldadito de plomo[Cuento folclórico. Texto completo]Anónimo Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos. Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla.Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fábrica. No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándolo a ser el más valiente.

Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes. Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella.

Las noches se sucedían de prisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valentía. Por la noche, cuando ella le preguntaba si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no. Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el travieso que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo admonitorio señalaba al pobre soldadito. Finalmente, una noche, el travieso estalló.

-¡Eh, tú, deja de mirar a la bailarina! -el pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:

-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo.

Y lo dijo ruborizándose. ¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor! Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el borde de una ventana.

-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!

El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar. Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia. Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y

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pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios. Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua.

-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.

-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo. Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo.

-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero! -dijo el pequeño que lo había recogido.

Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto. Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron cómo pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante.

¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había arrasado tantos y tantos peligros en sus batallas! La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos. Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo había uno que lo angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina...

De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de una enorme Ave, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme. Sin embargo, el Ave no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río. Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros pájaros tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado.

-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador. El Ave acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.

-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna.

-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.

-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de esta Ave! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!

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Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina. Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación. Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el fuego . El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla. ¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse. El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón. A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.

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La Bella Durmiente[Cuento folclórico. Texto completo]Anónimo Érase una vez una reina que dio a luz una niña muy hermosa. Al bautismo invitó a todas las hadas de su reino, pero se olvidó, desgraciadamente, de invitar a la más malvada. A pesar de ello, esta hada maligna se presentó igualmente al castillo y, al pasar por delante de la cuna de la pequeña, dijo despechada: "¡A los dieciséis años te pincharás con un huso* y morirás!" Un hada buena que había cerca, al oír el maleficio, pronunció un encantamiento a fin de mitigar la terrible condena: al pincharse, en vez de morir la muchacha permanecería dormida durante cien años y sólo el beso de un joven príncipe la despertaría de su profundo sueño.Pasaron los años y la princesita se convirtió en la muchacha más hermosa del reino. El rey había ordenado quemar todos los husos del castillo para que la princesa no pudiera pincharse con ninguno. No obstante, el día que cumplía los dieciséis años, la princesa acudió a un lugar del castillo que todos creían deshabitado, y donde una vieja sirvienta, desconocedora de la prohibición del rey, estaba hilando. Por curiosidad, la muchacha le pidió a la mujer que le dejara probar. "No es fácil hilar la lana", le dijo la sirvienta. "Mas si tienes paciencia te enseñaré." La maldición del hada malvada estaba a punto de concretarse. La princesa se pinchó con un huso y cayó fulminada al suelo como muerta.

Médicos y magos fueron llamados a consulta. Sin embargo, ninguno logró vencer el maleficio. El hada buena, sabedora de lo ocurrido, corrió a palacio para consolar a su amiga la reina. La encontró llorando junto a la cama llena de flores donde estaba tendida la princesa. "¡No morirá! ¡Puedes estar segura!" la consoló, "Sólo que por cien años ella dormirá". La reina, hecha un mar de lágrimas, exclamó: "¡Oh, si yo pudiera dormir!" Entonces, el hada buena pensó: "Si con un encantamiento se durmieran todos, la princesa, al despertar encontraría a todos sus seres queridos a su entorno". La varita dorada del hada se alzó y trazó en el aire una espiral mágica. Al instante todos los habitantes del castillo se durmieron. "¡Duerman tranquilos! Volveré dentro de cien años para el despertar", dijo el hada echando un último vistazo al castillo, ahora inmerso en un profundo sueño.

En el castillo todo había enmudecido, nada se movía con vida. Péndulos y relojes repiquetearon hasta que su cuerda se acabó. El tiempo parecía haberse detenido realmente. Alrededor del castillo, sumergido en el sueño, empezó a crecer, como por encanto, un extraño y frondoso bosque con plantas trepadoras que lo rodeaban como una barrera impenetrable. En el transcurso del tiempo, el castillo quedó oculto con la maleza y fue olvidado de todo el mundo.

Pero al término del siglo, un príncipe, que perseguía a un jabalí, llegó hasta sus alrededores. El animal herido, para salvarse de su perseguidor, no halló mejor escondite que la espesura de los zarzales que rodeaban el castillo. El príncipe descendió de su caballo y, con su espada, intentó abrirse camino. Avanzaba lentamente porque la maraña era muy densa. Descorazonado, estaba a punto de retroceder cuando, al apartar una rama, vio...

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Siguió avanzando hasta llegar al castillo. El puente levadizo estaba bajado. Llevando al caballo sujeto por las riendas, entró, y cuando vio a todos los habitantes tendidos en las escaleras, en los pasillos, en el patio, pensó con horror que estaban muertos. Luego se tranquilizó al comprobar que sólo estaban dormidos. "¡Despierten! ¡Despierten!", chilló una y otra vez, pero en vano. Cada vez más extrañado, se adentró en el castillo hasta llegar a la habitación donde dormía la princesa. Durante mucho rato contempló aquel rostro sereno, lleno de paz y belleza; sintió nacer en su corazón el amor que siempre había esperado en vano. Emocionado, se acercó a ella, tomó la mano de la muchacha y delicadamente la besó...

Con aquel beso, de pronto la muchacha se desperezó y abrió los ojos, despertando del larguísimo sueño. Al ver frente a sí al príncipe, murmuró:

-¡Por fin has llegado! En mis sueños acariciaba este momento tanto tiempo esperado.

El encantamiento se había roto. La princesa se levantó y tendió su mano al príncipe. En aquel momento todo el castillo despertó. Todos se levantaron, mirándose sorprendidos y diciéndose qué era lo que había sucedido. Al darse cuenta, corrieron locos de alegría junto a la princesa, más hermosa y feliz que nunca. Al cabo de unos días, el castillo, hasta entonces inmerso en el silencio, se llenó de cantos, de música y de alegres risas con motivo de la boda.

Huso n. m. (lat. fusum). Instrumento para torcer y arrollar, en el hilado a mano, el hilo que se va formando. TEXT. Instrumento cónico alrededor del cual se enrolla el hilo de

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La Cenicienta[Cuento folclórico. Texto completo]Anónimo Hubo una vez una joven muy bella que no tenía padres, sino madrastra, una viuda impertinente con dos hijas a cual más fea. Era ella quien hacía los trabajos más duros de la casa, y como sus vestidos estaban siempre tan manchados de ceniza, todos la llamaban Cenicienta.Un día el rey de aquel país anunció que iba a dar una gran fiesta a la que invitaba a todas las jóvenes casaderas del reino.

-Tú, Cenicienta, no irás -dijo la madrastra-. Te quedarás en casa fregando el suelo y preparando la cena para cuando volvamos.

Llegó el día del baile y Cenicienta, apesadumbrada, vio partir a sus hermanastras hacia el Palacio Real. Cuando se encontró sola en la cocina no pudo reprimir sus sollozos.

-¿Por qué seré tan desgraciada? -exclamó.

De pronto se le apareció su Hada Madrina.

-No te preocupes -exclamó el Hada-. Tú también podrás ir al baile, pero con una condición: que cuando el reloj de Palacio dé las doce campanadas tendrás que regresar sin falta.

Y tocándola con su varita mágica la transformó en una maravillosa joven.

La llegada de Cenicienta al Palacio causó honda admiración. Al entrar en la sala de baile, el Príncipe quedó tan prendado de su belleza que bailó con ella toda la noche. Sus hermanastras no la reconocieron y se preguntaban quién sería aquella joven.

En medio de tanta felicidad, Cenicienta oyó sonar en el reloj de Palacio las doce.

-¡Oh, Dios mío! ¡Tengo que irme! -exclamó.

Como una exhalación atravesó el salón y bajó la escalinata, perdiendo en su huida un zapato, que el Príncipe recogió asombrado.

Para encontrar a la bella joven, el Príncipe ideó un plan. Se casaría con aquella que pudiera calzarse el zapato. Envió a sus heraldos a recorrer todo el Reino. Las doncellas se lo probaban en vano, pues no había ni una a quien le fuera bien el zapatito.

Al fin llegaron a casa de Cenicienta, y claro está que sus hermanastras no pudieron calzar el zapato, pero cuando se lo puso Cenicienta vieron con estupor que le quedaba perfecto.

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Y así sucedió que el Príncipe se casó con la joven y vivieron muy felices.

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El acertijo[Cuento folclórico. Texto completo]Anónimo Érase una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de correr mundo, y se partió sin más compañía que la de un fiel criado. Llegó un día a un extenso bosque, y al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita y, al acercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa. Se dirigió a ella y le dijo:

-Mi buena niña, ¿no nos acogerías por una noche en la casita, a mí y a mi criado?

-De buen grado lo haría -respondió la muchacha con voz triste-; pero no se los aconsejo. Mejor es que busquen otro alojamiento.

-¿Por qué? -preguntó el príncipe.

-Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros -contestó la niña, suspirando.

Bien se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada, y, por otra parte, no era miedoso, entró. La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:

-¡Buenas noches! -dijo con voz gangosa, que quería ser amable-. Siéntense a descansar.

Y sopló los carbones, en los que se cocía algo en un puchero.

La hija advirtió a los dos hombres que no comiesen ni bebiesen nada, pues la vieja estaba confeccionando brebajes nocivos. Ellos durmieron apaciblemente hasta la madrugada, y cuando se dispusieron a reemprender la ruta, estando ya el príncipe montado en su caballo, dijo la vieja:

-Aguarda un momento, que tomarás un trago como despedida.

Mientras entraba a buscar la bebida, el príncipe se alejó a toda prisa, y cuando volvió a salir la bruja con la bebida, sólo halló al criado, que se había entretenido arreglando la silla.

-¡Lleva esto a tu señor! -le dijo.

Pero en el mismo momento se rompió la vasija y el veneno salpicó al caballo; tan virulento era, que el animal se desplomó muerto, como herido por un rayo. El criado echó a correr para dar cuenta a su amo de lo sucedido; pero, no queriendo perder la silla, volvió a buscarla. Al llegar junto al cadáver del caballo, encontró que un cuervo lo estaba devorando.

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«¿Quién sabe si cazaré hoy algo mejor?», se dijo el criado; mató, pues, al cuervo y se lo metió en el zurrón.

Durante toda la jornada estuvieron errando por el bosque, sin encontrar la salida. Al anochecer dieron con una hospedería y entraron en ella. El criado dio el cuervo al posadero, a fin de que se lo guisara para cenar. Pero resultó que había ido a parar a una guarida de ladrones, y ya entrada la noche se presentaron doce bandidos que concibieron el propósito de asesinar y robar a los forasteros. Sin embargo, antes de llevarlo a la práctica se sentaron a la mesa, junto con el posadero y la bruja, y se comieron una sopa hecha con la carne del cuervo. Pero apenas hubieron tomado un par de cucharadas, cayeron todos muertos, pues el cuervo estaba contaminado con el veneno del caballo.

Ya no quedó en la casa sino la hija del posadero, que era una buena muchacha, inocente por completo de los crímenes de aquellos hombres. Abrió a los forasteros todas las puertas y les mostró los tesoros acumulados. Pero el príncipe le dijo que podía quedarse con todo, pues él nada quería de aquello, y siguió su camino con su criado.

Después de vagar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a una ciudad donde residía una orgullosa princesa, hija del Rey, que había mandado pregonar su decisión de casarse con el hombre que fuera capaz de plantearle un acertijo que ella no supiera descifrar, con la condición de que, si lo adivinaba, el pretendiente sería decapitado. Tenía tres días de tiempo para resolverlo; pero eran tan inteligente, que siempre lo había resuelto antes de aquel plazo. Eran ya nueve los pretendientes que habían sucumbido de aquel modo, cuando llegó el príncipe y, deslumbrado por su belleza, quiso poner en juego su vida. Se presentó a la doncella y le planteó su enigma:

-¿Qué es -le dijo- una cosa que no mató a ninguno y, sin embargo, mató a doce? En vano la princesa daba mil y mil vueltas a la cabeza, pero no acertaba a resolver el acertijo. Consultó su libro de enigmas, pero no encontró nada; había terminado sus recursos. No sabiendo ya qué hacer, mandó a su doncella que se introdujese a escondidas en el dormitorio del príncipe y se pusiera al acecho, pensando que tal vez hablaría en sueños y revelaría la respuesta del enigma. Pero el criado, que era muy listo, se metió en la cama en vez de su señor, y cuando se acercó la doncella, arrebatándole de un tirón el manto en que venía envuelta, la echó del aposento a palos. A la segunda noche, la princesa envió a su camarera a ver si tenía mejor suerte. Pero el criado le quitó también el manto y la echó a palos.

Creyó entonces el príncipe que la tercera noche estaría seguro, y se acostó en el lecho. Pero fue la propia princesa la que acudió, envuelta en una capa de color gris, y se sentó a su lado. Cuando creyó que dormía y soñaba, se puso a hablarle en voz queda, con la esperanza de que respondería en sueños, como muchos hacen. Pero él estaba despierto y lo oía todo perfectamente.

Preguntó ella:

-Uno mató a ninguno, ¿qué es esto?

Respondió él:

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-Un cuervo que comió de un caballo envenenado y murió a su vez.

Siguió ella preguntando:

-Y mató, sin embargo, a doce, ¿qué es esto?

-Son doce bandidos, que se comieron el cuervo y murieron envenenados.

Sabiendo ya lo que quería, la princesa trató de escabullirse, pero el príncipe la sujetó por la capa, que ella hubo de abandonar. A la mañana, la hija del Rey anunció que había descifrado el enigma y, mandando venir a los doce jueces, dio la solución ante ellos. Pero el joven solicitó ser escuchado y dijo:

-Durante la noche la princesa se deslizó hasta mi lecho y me lo preguntó; sin esto, nunca habría acertado.

Dijeron los jueces:

-Danos una prueba.

Entonces el criado entró con los tres mantos, y cuando los jueces vieron el gris que solía llevar la princesa, fallaron la sentencia siguiente:

-Que este manto se borde en oro y plata; será el de la boda de ustedes. a

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Los siete cuervos[Cuento folclórico. Texto completo]Anónimo Había una vez, hace ya mucho tiempo, un matrimonio que tenía siete hijos y ninguna hija. Esto era siempre motivo de pena para aquellas buenas gentes, porque les hubiera encantado tener una niña. Y con tanto fervor anhelaban su llegada, que por fin un día tuvieron la inmensa alegría de acunar una hijita entre sus brazos. La felicidad del buen matrimonio fue entonces completa, porque además de los siete hermanitos adoraban a la pequeña.

Pero, desdichadamente, la niña no parecía tener muy buena salud. Y a medida que pasaba el tiempo, desmejoraba cada vez más. Hasta que un día se puso tan mal, que los padres no dudaron de que su hijita se moría. Pensaron entonces que había que bautizarla, y para ello era preciso traer agua del pozo.

-Tomen sus baldes -dijo el padre a los siete niños-, vayan al pozo, y vuelvan cuanto antes.

Los muchachos obedecieron. Tomaron sus baldes y partieron corriendo. Estaban ansiosos por ayudar a su padre, y en su ansiedad cada uno quería ser el primero en hundir su balde en el pozo. Se lanzaron atropelladamente sobre el mismo, con tanto aturdimiento y tan mala fortuna que los baldes escaparon de sus manos y cayeron al fondo del pozo. Los muchachos quedaron desolados. Se miraban uno a otro, sin saber qué hacer ni qué decir.

-¡Dios mío! -exclamó uno de ellos, por fin-. ¿Qué le diremos ahora a papá? No podemos volver a casa sin el agua.

En su desesperación trataron de sacar los baldes del pozo, pero todo fue en vano. No pudieron lograrlo, y atemorizados al pensar en el enojo con que los recibiría su padre, se quedaron meditando, sentados junto al pozo.

-Si volvemos sin el agua -dijo uno de ellos-, nuestro padre se sentirá tan enojado que nos castigará duramente.

-Es muy cierto -añadió otro-. Y no le faltará razón.

-No debimos ser tan atolondrados... -suspiró un tercero.

-Nadie tiene la culpa -añadió el cuarto-. Si los baldes se han caído al pozo, ha sido solamente una desgracia.

-Sí -comentó el quinto-, pero papá y mamá están demasiado afligidos para que atiendan nuestras razones.

-Yo no me atrevería a volver a casa -se lamentó el sexto, casi a punto de llorar.

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-Es inútil que nos lamentemos -concluyó el séptimo-. La cosa no tiene remedio. Todo lo que nos queda por hacer es ver de qué manera podemos salir de este embrollo.

Mientras tanto, en la casa, el padre se impacientaba ante la tardanza de los muchachos. Se asomaba a la ventana y miraba el camino tratando de descubrirlos. Pero el camino estaba desierto y los muchachos no volvían.

-¡Ah! -dijo el pobre hombre de pronto-. Seguramente que esos siete holgazanes se han quedado jugando. Es imposible, de otra manera, que tarden tanto en volver del pozo con el agua.

Y nuevamente volvía a pasearse, y otra vez se asomaba a la ventana para mirar al camino. Pero llegó un momento en que su desesperación por la tardanza de los muchachos fue tanta y tan grande, que sin poder contenerse exclamó:

-¡Perezosos! ¡Ojalá se convirtieran en siete cuervos!

No imaginó nunca lo que podía suceder. Apenas había dicho esas palabras, cuando sintió un aleteo sobre su cabeza; levantó los ojos, y con gran espanto vio contra el cielo azul siete cuervos negros que volaban sobre la casa.

Grande fue su desesperación y la de su mujer cuando comprendieron que aquellos siete cuervos eran sus siete hijos.

-¡Pobres niños! -decía el padre afligido, viendo que los cuervos, después de volar un rato sobre su cabeza, partían hacia el horizonte. ¡Pobres niños! Y ¿qué será ahora de nosotros?

Pero el daño ya estaba hecho y no podía remediarse. La mujer trató de consolarse.

-Es inútil ya que pensemos en ellos -le dijo-. Quizá algún día vuelvan. Pero por ahora, pensemos en nuestra hijita que está aquí, y tratemos de salvarla.

El buen hombre comprendió que su mujer estaba en lo cierto. Y tantos cuidados prodigaron a la niña, que afortunadamente la pequeña no murió. Pasaron los años, y la niña que fuera tan delicada creció sana y fuerte.

El matrimonio vivía feliz con el cariño de su hija, pero el padre solía quedarse a veces pensativo mirando hacia el cielo, como si esperara algo; y un buen día le dijo su mujer:

-Oye, marido. Es preciso que la niña no sepa la historia de los siete cuervos; de modo que debemos cuidarnos mucho. Nada ganas con pasarte las horas junto a la ventana. Yo confío en que ellos volverán quizás algún día. Pero mientras tanto, olvidemos aquello.

El padre asintió. Y de este modo, como jamás le hablaron sus padres de los siete hermanos, la niña no supo nunca la triste historia.

Pero un día en que conversaba con una vecina, se le escapó a ésta el secreto.

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-¡Qué bonita eres! -dijo la mujer; y añadió atolondradamente-: Es lástima que tus hermanos que tanto te querían no estén aquí para verte.

La niña se quedó pensativa, y en seguida preguntó:

-¿Mis hermanos? Debes estar equivocada. Yo nunca he tenido hermanos. ¿De quién hablas?

La buena mujer comprendió que había hablado por demás y que su charlatanería iba a provocar un disgusto en casa de sus vecinos. Pero ya no había manera de retroceder. Ante las preguntas de la niña, se vio obligada a contarle la triste historia del encantamiento de sus hermanos, debido a la maldición de su padre cuando ella era apenas una niñita recién nacida.

Así fue cómo la pequeña supo que, un poco a causa suya, sus siete hermanos estaban ahora convertidos en siete cuervos. Entonces sintió tal aflicción que decidió hablar a sus padres. La pobre gente comprendió que ya no podía ocultarle la verdad.

-Es cierto todo lo que te ha dicho la vecina -dijo la madre, afligida-. Pero hace ya mucho tiempo, mucho tiempo, y nunca hemos vuelto a verlos.

Entonces dijo la niña:

-Pues yo he de ir a buscarlos. Soy culpable de que los pobrecitos estén ahora convertidos en siete cuervos, y es preciso que los encuentre para que puedan volver a casa.

-¡Pero no sabemos dónde están! -exclamaron los padres-. ¿Cómo harás para encontrarlos?

La niña se quedó un momento pensando. Sus padres tenían razón: sería muy difícil saber dónde habitaban ahora los siete cuervos encantados. Pero después de un instante, exclamó:

-No sé todavía cómo haré para encontrarlos. Preguntaré y preguntaré hasta dar con ellos. Y el día que eso suceda, volveré a casa con mis hermanitos.

Los padres, comprendiendo que la niña estaba decidida, no se opusieron a su partida. La mamá le preparó una cesta con merienda para el viaje, y entregándole su anillo de bodas como recuerdo, la despidió en el camino.

La niña echó a andar, y después de mucho caminar, sin hallar seña alguna de sus hermanos, llegó al fin del mundo. Ya no le quedaba otra cosa que hacer que lanzarse al espacio; y la niña, siempre en busca de los siete cuervos, llegó al sol.

-Aquí no vas a encontrar a nadie -le dijo el sol de mal modo-. Cualquiera que pretendiera quedarse más de un minuto, se moriría abrasado.

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Y como el sol ardía y le quemaba los pies, la niñita huyó presurosa del ardiente astro.

Pensó que quizá estuvieran los cuervos en la luna, y hacia ella se encaminó.

-Aquí no vas a encontrar a nadie -le dijo la luna con indeferencia-. Cualquiera que pretendiera quedarse más de un minuto, se moriría congelado.

Y como allí hacía demasiado frío, temblorosa y helada volvió la niña a la tierra y se puso a llorar. En ninguna parte podía encontrar a sus hermanitos. Pronto comprendió que nada ganaría con sus lágrimas, de modo que, secando sus ojos, se dispuso a emprender otra vez el camino. Pero ya no sabía adónde ir. Miró otra vez hacia el cielo, y creyó ver que las estrellas le hacían guiños amistosos. Llena de esperanza, volvió entonces hacia el cielo. Y las estrellas la recibieron con grandes muestras de alegría.

-¡Aquí está! -decían alborozadas-. ¡Aquí está la gentil niñita que ha recorrido el mundo en busca de sus hermanos! Vean qué buena y hermosa es.

Y una de ellas, la más luminosa de todas, aquella que llaman el Lucero del Alba, salió a su encuentro.

-Dulce niña -le dijo-. Has sido tan buena al recorrer todo el mundo en busca de tus siete hermanos, que mereces una recompensa. Tus hermanitos, los siete cuervos encantados, viven en la cumbre de una montaña de cristal, en un castillo. Pero jamás podrás entrar allí si no llevas para abrir la puerta este trocito de madera que te entrego.

La niña, llena de alborozo, le agradeció el obsequio. Y despidiéndose de las buenas estrellas, partió otra vez en busca de sus hermanos. Pronto alcanzó a ver la gran montaña de cristal, que brillaba en medio de la tierra.

-Ahí está el castillo -se dijo la niña- y pronto estaré junto a mis hermanos.

Momentos después se hallaba frente a la puerta del castillo. Era aquella una puerta pesada y enorme, muy difícil de mover; pero, cosa rara, su cerradura era muy chiquita: del tamaño del trocito de madera que Estrella del Alba entregara a la niña. La pequeña buscó la valiosa astilla en sus bolsillos, y con inmensa pena halló que la había perdido.

La pobre niña se echó a llorar. Toda su tarea quedaba perdida. ¿Qué haría ahora? Pronto comprendió, como antes, que llorando no conseguiría resolver su delicada situación; y otra vez secó sus ojos. Pensó un largo rato.

-Mi dedo índice -se dijo- tiene casi el mismo tamaño que el trocito de madera que me dio la buena estrella. Es posible que con él pueda abrir la puerta del castillo.

Probó a hacerlo; hizo rodar el dedito en la cerradura, y la puerta se abrió. ¡Qué alegría sintió la niña! Frente a ella apareció entonces un enano que la saludó con gran reverencia.

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-Bienvenida seas a esta casa -le dijo-. ¿Qué deseas?

-Quiero ver a los siete cuervos -contestó la niña sin temor-. Las estrellas me han dicho que viven aquí.

-Es verdad -respondió el gentil enano-, pero en este momento mis amos han salido. Sin embargo, como no tardarán en volver, si quieres puedes pasar a esperarlos. Es posible que se alegren de verte, pero nunca reciben a nadie.

La niña no se hizo repetir la invitación y entró en el castillo. Cruzó el amplio vestíbulo, y el enano la condujo al comedor, donde se vio frente a una gran mesa puesta para siete cubiertos. Como después de su largo viaje la niña tenía hambre, dijo al enano:

-¿Podría servirme algo de lo que hay sobre la mesa? Estoy muy cansada y tengo hambre y sed.

-Sí -dijo el enano-. Come y bebe si quieres.

Y como la niña no quería privar a ninguno de los siete cuervos de su ración, probó nada más que un bocado de cada plato y bebió un sorbo de cada vaso.

Pero no advirtió que el anillo de bodas de su madre rodó de su dedo y cayó al fondo de uno de los vasos.

De pronto se sintió afuera un aleteo de pájaros y la niña se levantó presurosa.

-Escóndeme -dijo al enano-; no quisiera que tus amos los siete cuervos me vieran todavía.

El enano la hizo ocultar tras una cortina, y poco después se vio entrar por la ventana a los siete cuervos. Se posó cada uno junto a su plato, y comenzaron a comer. De pronto, uno de ellos exclamó:

-Parece como si alguien hubiera comido en mi plato y bebido en mi vaso.

-Pues, ¡y en el mío! -dijo otro.

-¡Y en el mío, y en el mío! -gritaban todos los cuervos a un tiempo, en medio de un agitado batir de alas.

Y cuando el último de ellos miró su vaso, advirtió que algo sonaba en el fondo del mismo. Miraron todos, y con gran sorpresa vieron en el vaso el anillo de bodas de su madre.

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Primero se quedaron mudos de asombro. Pero en seguida comprendieron que aquello que parecía un milagro no tenía sino una explicación. Y dando grandes aleteos de alegría, comenzaron a gritar alborozados:

-¡Nuestra hermanita ha venido a buscarnos! ¡Nuestra hermanita ha venido a buscarnos!

Al oírles, salió la niña de su escondite y comenzó a besar a los cuervos. Y sucedió que a medida que los besaba, los feos pájaros negros se fueron convirtiendo en apuestos jóvenes.

Los hermanos se abrazaron, locos de contento.

-No pueden darse una idea de lo feliz que me siento -dijo la pequeña-. Los he buscado tanto, que me parece imposible haberlos encontrado a todos sanos y salvos.

-Y nosotros, hermanita -dijeron ellos- nunca sabremos cómo agradecerte lo que has hecho por encontrarnos.

-Ahora lo que debemos hacer es volver cuanto antes a casa. ¡Imagínense la alegría que sentirán al verlos papá y mamá!

Al recordar a sus padres, los jóvenes desearon vivamente volver al viejo hogar. Se despidieron del enano, y al cabo de un largo viaje llegaron los siete muchachos y la niña a la antigua casa, donde los padres los recibieron alborozados. lgodón, seda, etc.