2
Wilberto CANTON ---------------------------------- --- . GI SELLE ROLET, mi amiga de La Colle (u na aldea, cerca de Niza ), me escribe . .. : LA COLLE es una aldea situada en las últi ma s estribaciones de lo s Alpes. MAÑANA La Colle vio atr:avesar una columna de soldados altiL·os. Giselle Rolel, mi ami ga de L a Ca lle - una aldea, cerca de N iza-, me escribe: "Se habla mu cho de la gue rra. A sí ha de haber sido en 39. Yo era em onces una ni/la. Si vuelve la guerra, cuando acabe, yo seré una vieja. No podré resis- tir otra .. . " Quisiera contestarl e q ue la guerra no llegará o que ánge- les benévolos librarán a La Ca lle de sus horrores. Pero yo sé que esa aldea co nfi ada y soñ"dora está cerca deL mar y ías fronteras, en Lo que Ll aman " un punt o estratégico", y si Iza y gu erra, nuevame nt e marcharán por sus calles ejércit os de div ersos uniformes y so ldados fornidos y rie nt es se disput arán Jos besos de las mu chachas, en qui én sabe cuántos idiomas ex - tranieros. N París había niebla y frío, Niza era una prome sa de tibio des- , canso. Una tarde , en el malecón donde se cientos de aburridos ingleses, flacos como espárragos, conocí a Giselle. Ha - bía venido por unas cuantas horas, para ha c(' ;r sus compra s de Navidad. Y yo volví con ella a su aldea porque su sonri sa travi esa disipaba mi nosta lgia y porque era más grata la idea de pasar la noche del 24 a su lado, que la perspectiva de sumergirme en el promiscuo -.: interna cional am - biente de alguno de los hoteles elegantes ce rcanos a la playa. Su padre era el director de la escuela de La Calle y me alojó en un salón de clases, desierto por las vacaciones. En vez de espejo tenía yo un pizarrón y vcinte bancos en lugar de ropero . No había calefacción; pero sobre la cama varias manta s de lana consolaban del paisaje de árboles secos y rampo s neva- dos que la montaña ofrecía. lVIisamigos de La Colle parecían enc a ntados de tenerme. Ningún turista se detenía nunca más que 'las dos o tres horas necesarias para ver el viejo mo - na sterio bombardeado o para comer algo en un figón. Los vecinos iban a con - ve rsar con el viajero venido de un paí s le jano y exótico, y yo le s habl a ba de mi s volcanes y mis ruinas , del valle y la ciudad que vive en el perp etuo otoño . l\1oll s jcur Rol ct era afi cionado al agua rdiente y al ballet . A su otra hij a la llamó Copelia. Cuando a'l crepúsculo yo volvía de la mano de Giselle, des- pu és de caminar varias horas por la s praderas heladas o de visitar la s calles m edievales de Saint Paul , el pueblo vec in o, me recibía frolándose las mano s: - Vengan , vengan .. . Ya está ha ciend o mu cho frío. Tomaremos una co - pita . Este aguardiente lo preparé yo mi smo, el ver a no del 47 . ¡Muy buena cosec ha ! Y mientras servía, se informaba : -¿ Fueron a ver las cascada s? Es Jo me jor que tenemcs. Esto es sólo una aldea. Y ahora no es tan alegr e como en otros tiempo s. La gente es buena , pero usted sabe: tuvimos la guerra . .. La Colle es una aldea situada en la s últimas de los Alp es, frente al Mediterráneo. Como está muy próxima a la frontera, ha pertene - cido indistintamente a Francia y a Italia, según la suerte de la s a rmas lo dppara . Los habitantes hablan un dialecto mezclado de francés y de italiano y comen con igual gusto el espagueti o la sopa de cebolla. Pero cuando en 1939 los ejércitos de Mussolini atravesaron lo' Alpes para a sestar a Francia lo que Roosevelt llamó " la puñalada trapera", todos los pa- cíficos ciudadanos de la región se echaron a temblar. Una mañana vieron atravesar columnas de soldados altivos que trataban de mantener el mentón tan alto como lo tenía siempre en sus retratos el leñador Benito. Con bandera s desplegadas y a tambor batiente, los italianos entraban a un país conquistado. Se instalaron en un caserón situado en las afueras de la aldea. Los te - merosos habitantes de La Calle espiaban cómo, ante el silente cuartel , un soldado impasible y austero, hacía la guardia, yendo y v iniendo en inútile y marciales pas eos. . Sin embargo, poco a poco el centinela marcaba el paso con menos energía . Un buen día lo vieron , entre el asombro de la gente sen cilla, renunciar al pa - seo militar y se ntar se en una piedra . Poco despué s dejó el fusii y trajo un acord e ón. Entonce s varios otros uniformados salieron a ca ntar canciones na - politanas. A estas alturas, no pocos de los apuestos y simpáticos soldados ita - lianos habían hecho amistades en el pu eblo. Se decidió pues, ha cer la prime - ra fies ta . Los invasore s eran artista s y enamorados; pronto deia ron él un lado la disci plina. La s fa milias de La Colle los recibían amabl eme nte y les pe rmitían pasear con las ragazzas. La vida fu é bu en a y alegre en esos m eses. Nadi e hacía ejercicios militares y los sábados todos bailaban en el cuartel y c antaba n a cor o canciones románticas del sur. N unca se ha sabido qui én hizo la denun cia . El ca so es que de pr onto apareció un regimie nto al emán , mar cand o el paso de ganso. Todos los ita - li anos fueron arrestados y remitido s a un campo de concentra ción . El día qu e parti eron los cqmi ones enr,ejad os en que se iban desde 'el co ron el hasta el último soldado, todas las mu chac ha s del pu eblo, enlu.t act as , fueron a despe- ... " ,.. ' ,. '. '" .... ""; --" , ,/ "'''' ,." .. -" :., ". -. , ". ' , ARTES

Wilberto CANTON · gón hablaban de una alegría de vivir reconquistada. Las mujeres vestían de negro, comentaban en voz baja la fuga de sus hijos o la muerte de sus esposos. Los

  • Upload
    others

  • View
    4

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

Wilberto CANTON -------------------------------------.

GISELLE ROLET, mi amiga de La Colle (una aldea, cerca de Niza ), me escribe ... :

• • LA COLLE es una aldea situada en las últimas estribaciones de los Alpes.

• •

~UNA MAÑANA La Colle vio atr:avesar una columna de soldados altiL·os.

Giselle Rolel, m i amiga de L a Calle - una aldea, cerca de N iza-, m e escribe: "Se habla mucho de la guerra. A sí ha de haber sido en 39. Y o era em onces una ni/la. Si vuelve la guerra, cuando acabe, y o seré una v ieja. No podré resis­tir otra .. . "

Quisiera contestarle que la guerra no llegará o que ánge­les benévolos librarán a La Calle de sus horrores. Pero yo sé que esa aldea confiada y soñ"dora está cerca deL mar y ías front eras, en Lo que Llam an "un punto estratégico", y si Izay guerra, nuevamente m archarán por sus calles ejércitos de diversos uniformes y soldados fornidos y rientes se disputarán Jos besos de las muchachas, en quién sabe cuántos idiom as ex­tranieros.

N París había niebla y frío , Niza era una promesa de tibio des­, canso. Una tarde, en el malecón donde se ¡~soleaban cientos de

aburridos ingleses, flacos como espárragos, conocí a Giselle. Ha­bía venido por unas cuantas horas, para hac(';r sus compras de

Navidad. Y yo volví con ella a su aldea porque su sonrisa traviesa disipaba mi nostalgia y porque era más grata la idea de pasar la noche del 24 a su lado, que la perspectiva de sumergirme en el promiscuo -.: internacional am­biente de alguno de los hoteles elegantes cercanos a la playa.

Su padre era el director de la escuela de La Calle y me alojó en un salón de clases, desierto por las vacaciones. En vez de espejo tenía y o un pizarrón y vcinte bancos en lugar de ropero. No había calefacción ; pero sobre la cama varias mantas de lana consolaban del paisaje de árboles secos y rampos neva­dos que la montaña ofrecía.

lVIisamigos de La Colle parecían encantados de tenerme. Ningún turista se detenía nunca más que 'las dos o tres horas necesarias para ver el viejo mo­nasterio bombardeado o para comer algo en un figón. Los vecinos iban a con­versar con el viajero venido de un país lejano y exótico, y y o les hablaba de mis volcanes y mis ruinas, del valle y la ciudad que vive en el perpetuo otoño.

l\1ollsjcur Rolc t era aficionado al aguardiente y al ballet. A su otra hij a la llamó Copelia . Cuando a'l crepúsculo yo volvía de la mano de Giselle, des­pués de caminar varias horas por las praderas heladas o de visitar las calles m edievales de Saint Paul, el pueblo vecino, me recibía frolándose las manos:

- Vengan, vengan .. . Ya está ha ciendo mucho frío . Tomaremos una co­pita . Este aguardiente lo preparé y o mismo, el verano del 47. ¡Muy buena cosecha !

Y mientras servía, se informaba : -¿Fueron a ver las cascadas? Es Jo m ejor que tenemcs. Esto es sólo una

a ldea. Y ahora no es tan alegre como en otros tiempos. La gente es buena, pero usted sabe: tuvimos la guerra . ..

La Colle es una aldea situada en las últimas estriba'~iones de los Alpes, frente al Mediterráneo. Como está muy próxima a la frontera, ha pertene­cido indistintamente a Francia y a Italia, según la suerte de las armas lo dppara. Los habitantes hablan un dialecto mezclado de francés y de italiano y comen con igual gusto el espagueti o la sopa de cebolla.

Pero cuando en 1939 los ejércitos de Mussolini atravesaron lo ' Alpes para asestar a Francia lo que Roosevelt llamó " la puñalada trapera", todos los pa­cíficos ciudadanos de la región se echaron a temblar. Una mañana vieron atravesar columnas de soldados altivos que trataban de mantener el mentón tan alto como lo tenía siempre en sus retratos el leñador Benito. Con banderas desplegadas y a tambor batiente, los italianos entraban a un país conquistado.

Se instalaron en un caserón situado en las afueras de la aldea. Los te­merosos habitantes de La Calle espiaban cómo, ante el silente cuartel, un soldado impasible y austero, hacía la guardia, yendo y viniendo en inútile y marciales paseos. .

Sin embargo, poco a poco el centinela marcaba el paso con menos energía . U n buen día lo vieron, entre el asombro de la gente sencilla, renunciar al pa­seo militar y sentarse en una piedra. Poco después dejó el fusii y trajo un acordeón. Entonces varios otros uniformados salieron a cantar canciones na­p olitanas. A estas alturas, no pocos de los apuestos y simpáticos soldados ita­lianos habían hecho amistades en el pueblo. Se decidió pues, hacer la prime­ra fiesta .

Los invasores eran artistas y enamorados; pronto deiaron él un lado la disciplina. Las familias de La Colle los r ecibían amablemente y les permitían pasear con las ragazzas. La vida fué buen a y alegre en esos m eses. Nadie hacía ejercicios militares y los sábados todos bailaban en el cuartel y cantaban a cor o canciones románticas del sur .

N unca se ha sabido quién hizo la denuncia . El caso es que de pronto apa reció un r egimiento alemán, marcando el paso de ganso. Todos los ita ­lianos fueron arrestados y remitidos a un campo de concentración. El día que partieron los cqmiones enr,ejados en qu e se iban desde 'el coronel hasta el último soldado, todas las muchachas del pueblo, enlu.tactas , fueron a despe-

... " ~""," ,.. ' ,. ' . .. . ~ '" .... ""; --" , ,/"'''' ,." .. -" :., ,~. ". -. , ". ~, ' ,

ARTES

-------------------------------------------------------------------.

dirlos. Y mientras ellas agitaban en el aire sus pañuelos húmedos de lágrimas, ellos se alejaban gritando:

--¡Vive la France! ¡Vive la liberté!

* *

Monsieur Rolet sonríe a este recuerdo. Junto a él, '21 pequeño Guy, na­cido en esos años aciagos, se ha quedado dormido en brazos de su madre. Es y a un chico largo y flaco, de más de diez años; pero en el invierno, junto al fuego, le gusta volver a su primera infancia y dormirse en brazos de madame Rolet. Ella también dormita, mientras los resplandores del hogar juegan sobre la palidez de su rostro envejecido.

Al pequeüo Guy los alemanes lo trajeron a casa una vez que se perdió en el bosque. Ellos eran corteses y tranquilos. No se metían Con nadie. Sa ­ludaban militarmente cuando había necesidad, y cuando no la había atrave­saban erguidos la calle, sin mirar a ningún lado. Nadie los quería, pero tam­poco nadie tenía nada que reprocharles.

Así fueron las cosas h asta que un pelotón de soldados recorrió un día la aldea y se detuvo en varias casas. De 'los arrestados, muchos no sospechaban que por sus venas corriera sangre judía. Pero los nazis estaban seguros. Ber­lín no se equivocaba: quince ancianos franceses, cuyos ascendientes habían vivido por generaciones en los Alpes, eran de origen semita. Los quince fue­ron enviados a Alemania, a un campo de concentración afamado por su amplia y siempre activa cámara de gas.

No había pasado mucho tiempo cuando el hijo de uno de los judíos mató a un soldado alemán. El asesino huyó hacia los bosques y fue a reunirse con los guerrilleros que hacían la resistencia. El caso disgustó mucho al rubio teniente encargado del pueblo. El tenía buen corazón y no hubiera querido hacerlo, pero la leyera clara: diez franceses por cada alemán muerto.

Entonces comenzó la peor época. Los corteses alemanes iban frecu ente­mente a buscar rehenes a la aldea. Ellos no lo deseaban, pero la leyera la ley. Los muchachos se escapaban de sus casas, hasta los más jóvenes, para ir a descarrilar trenes y a volar puentes. Era la resistencia. En la pequeña imprenta, por la s noches, se imprimían los poemas en que Paul Eluard y Ara­gón hablaban de una alegría de vivir reconquistada. Las mujeres vestían de negro, comentaban en voz baja la fuga de sus hijos o la muerte de sus esposos. Los hombres escuchaban, con la oreja pegada al receptor, las noticias optimis­tas que transmitía la radio inglesa: los americanos estaban en Africa y pronto desembarcarían en Europa .

La víspera de mi regreso a París, Giselle y Copelia me llevaron a ver el monasterio y el puente bombardeados.

--Así fué la liberación --aseguraron. A viones que destruían todo a su paso, alarmas nocturnas, incendios que

marcaban la retirada de las tropas alemanas. - Cuando los aviones volaban bajo y disparaban sobre los objetivos mili­

tares -cuenta la reflexiva Copelia- sabíamos que eran ingleses. Cuando pasa­ban muy alto, lanzando bombas a diestra y siniestra, eran americanos.

Al volver, entramos a un pequeño "bistrot". Mientras tomábamos una taza de té r econfortante, Giselle decía, en sus labios siempre la traviesa sonrisa:

- En casa no querían a los americanos. Pensaban que eran mal educados. Cuando los franceses tenían que tratarles algo, el comandante los recibía con los pies sobre el escritorio, yeso papá no se lo perdonó nunca . Pero nosotros nos divertíamos mucho con ellos. Venían a bañarse a la escuela, porque allí tenemos la única ducha del pueblo. Y claro que eran mal educados, pero eran sencillos y alegres.

Por la calle desfilaban, en ese momento, los niños del orfanatorio. Entre las cabecitas rubias destacaban las caras africanas y serias de los negritos bastardos que señalan el paso de los ejércitos norteamericanos por toda la Eu­ropa liberada . Giselle se levantó y, para verlos, pegó la frente al cristal helado de la ventana .

- Giselle tuvo un novio americano - m e susurró Copelia- . Se llamaba Bob y vivía en Brooklyn. Tardó mucho en conseguir empleo, después de la guerra. Entonces dejó de escribir. Dicen que se casó por allá .. .

Cuando los expósitos terminaron de pasar, Giselle volvió a la m esa. En sus la bias vagaba siempre la misma sonrisa, pero algo más brillante en sus ojos denunciaba la inminencia de una lágrima que no llegó a brotar.

* * *

Amiga Giselle: Así te recuerdo siempre, tu figura destacándose sobre las casas grises y pardas que tras la ventana acaparaban, sobre sus techos puntia­gudos, los moribundos rayos del crepúsculo; tu sonrisa trEviesa disipando mi nostalgia mientras la tuya se acendraba en una lágrima a la que no permitiste salir por no entristecer nuestro adiós.

Valiente, adorada Giselle : quiera el destino que nunca otra guer ra enlute las calles de tu aldea y marchite tu dulce rostro .

48 ARTES

LA VíSPERA de mz regreso a París, Giselle JI Copelia me ((compañaron . ..

.-----------------------------------------------.

Q U I E RA EL destino que nunca otra guerra enlute tu aldea . ..

37