Fuente: ZIZEK, Slavoj. ¿Quién dijo totalitarismo? Cinco intervenciones sobre el (mal)uso de una noción. Ed. Pre‐Textos. Valencia, 2002. Pp. 115‐133.
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CAPÍTULO TRES. EL PARTIDO SE SUICIDA.
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El sacrificio comunista
El análisis de Havel, no obstante, por perspicaz que pueda ser, pertenece al socialismo real tardío, “anquilosado”, en el que volvía a ser posible para los disidentes asumir la posición heroica de la víctima trágica. Algo de esa índole hubiera sido sencillamente impensable durante el apogeo del estalinismo “auténtico”. La mejor manera de especificar la posición postrágica de la víctima estalinista sería ponerla en parangón con la posición trágica en su momento más sublime, el de Antígona, que lo sacrifica todo (todas las cosas “patológicas”: familia, felicidad en este mundo…) por la Causa‐Cosa que le importa más que ella misma, el entierro decoroso de su hermano muerto. Al ser condenada a muerte Antígona enumera todas aquellas cosas que ya no será capaz de experimentar a causa de su final prematuro (matrimonio, hijos…). Se trata aquí de la “falsa infinitud” que se sacrifica mediante la excepción (la Cosa por la que uno hace eso y que, precisamente no es sacrificada). La estructura es en este punto la de lo sublime kantiano: la
abrumadora infinidad de objetos empíricos sacrificados hace que nos demos cuenta, de una forma negativa, de la enorme, incomprensible magnitud de la Cosa que mueve a alguien a realizar tales sacrificios. Sí, Antígona es sublime en su triste enumeración de lo que está sacrificando: la lista, en toda su enormidad, indica los perfiles trascendentes de la Cosa a la que mantiene su fidelidad incondicional. Muere, pero en su misma muerte biológica sobrevive en la memoria colectiva como caso ejemplar de una vida enaltecida, de una finalidad que va más allá de la vida (biológica) y de la muerte.
¿Qué puede entonces ser más trágico que esto? Verse impelido, en nombre de la fidelidad a la Cosa (no por el simple egoísmo patológico), a sacrificar hasta la propia segunda (“eterna”) vida, la dignidad que nos eleva por encima de la vida biológica. No otra cosa es lo que le exige al revolucionario en los procesos estalinistas: muestra tu fidelidad última a la revolución confesando públicamente, admitiendo que no eres más que escoria, la hez de la humanidad. Si lo haces hasta es posible que se te permita sobrevivir
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y llevar una vida (relativamente) confortable; un hombre roto, incapaz ya de disfrutar de los placeres de este mundo que han dejado de tener valor alguno por la traición fundamental de tu existencia.
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Una paradoja similar es discernible en la dialéctica superyoica cristiana de la Ley y su transgresión (pecado): esta dialéctica no surge simplemente del hecho de que sea la misma Ley la que fomente su propia transgresión, la que genere el deseo de su propia violación. Nuestra obediencia a la Ley no es natural o espontánea, sino ya siempre mediada por el (la represión del) deseo de transgredirla. Cuando obedecemos la Ley lo hacemos como parte de una estrategia desesperada para luchar contra nuestro deseo de transgredirla, con el resultado de que cuanto más rigurosamente obedecemos la Ley, más ponemos de manifiesto el hecho de que, en lo más profundo de nosotros, sentimos la presión del deseo de pecar. El sentimiento superyoico de culpa está, en consecuencia, justificado: cuando más obedecemos la ley, más culpables somos porque esta obediencia es, en efecto, una defensa contra nuestro deseo pecaminoso, y en el cristianismo el deseo (intención) de pecar se equipara con el acto. Si uno desea a la mujer de su prójimo, está ya cometiendo adulterio. Esta actitud propia del superyó cristiano tiene quizá su mejor expresión en la línea de Asesinato en la catedral de T. S. Eliot: “la más alta forma de traición: hacer lo que se debe por una razón injusta”. Incluso cuando uno hace lo que debe, lo hace para contrarrestar, y así ocultar, la vileza fundamental de su verdadera naturaleza.
Una referencia a Nicolas Malbranche nos permitirá, quizá, arrojar nueva luz sobre este procedimiento. En la versión estándar de la modernidad, la experiencia ética queda restringida al ámbito de los “valores subjetivos” como opuesto al de los “hechos objetivos”. Malebranche acepta esta línea de separación moderna entre lo “subjetivo” y lo “objetivo”, entre “valores” y “hechos”, pero la desplaza al interior del propio ámbito de la ética como escisión entre la virtud “subjetiva” y la gracia “objetiva”. Yo puedo ser “subjetivamente” virtuoso, pero esto no garantiza en modo alguno mi salvación “objetiva” a los ojos de Dios; la distribución de la gracia que decide mi salvación depende de leyes totalmente “objetivas”, estrictamente comparables con las leyes de la naturaleza material. ¿No encontramos en los procesos públicos estalinistas otra versión de esta misma objetivización? Yo puedo ser subjetivamente honesto, pero si no estoy tocado por la gracia (de la penetración en la verdad del comunismo), toda mi integridad ética no hará de mí otra cosa que un pequeño burgués humanitario opuesto a la causa comunista, y, a pesar de toda mi honestidad subjetiva, seguiré siendo para siempre “objetivamente culpable”. Estas paradojas no pueden ser orilladas como fruto de simples maquinaciones “totalitarias”, sino que albergan en su seno una dimensión genuinamente trágica que es ignorada por las sólitas diatribas liberales contra el “totalitarismo”.
Stalin‐Abraham contra Bujarin‐Isaac
¿Cómo se subjetiva entonces esa horripilante situación? Lacan ha puesto de manifiesto que la ausencia de la tragedia propiamente
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dicha en las condiciones modernas hace más terrible todavía una posición de esa índole. El hecho es que a pesar de todos los horrores del Gulag y del Holocausto, a partir de la aparición del capitalismo ya no hay tragedias en sentido estricto. Las víctimas de los campos de concentración o las víctimas de los procesos estalinistas no se encontraban en un dilema propiamente trágico, porque su situación no estaba exenta de aspectos cómicos –o, por lo menos– ridículos y por eso mismo era todavía más terrorífica: hay un horror tan profundo que ya no puede ser “sublimado” en forma de dignidad trágica, lo que determina que no podamos aproximarnos a él más que mediante una siniestra imitación/duplicación de la tragedia misma. El caso ejemplar de esta comicidad obscena del horror más allá de la tragedia es, quizás, el discurso estalinista. La cualidad kafkiana de la espantosa carcajada que brotó del público durante las últimas palabras de Bujarin ante el Comité Central reside en la disonancia radical entre la absoluta seriedad del orador (está hablando de su posible suicidio, y de por qué no va a llevarlo a cabo ya que podría perjudicar al partido, y por eso anuncia su propósito de continuar su huelga de hambre hasta la muerte) y la reacción de los miembros del Comité Central:
Bujarin: No me pegaré un tiro porque en ese caso la gente diría que me he suicidado para perjudicar al partido. Pero si muero, por así decirlo, de una enfermedad, ¿qué perderán con ello?
Voces: ¡Chantajista!
Vorochilov: ¡Mentecato! ¡Cierra el pico! ¡Qué puerco! ¡Cómo te atreves a hablar así!
Bujarin: Pero… tienen que comprenderme. Me resulta muy difícil seguir viviendo.
Stalin: ¡¿Acaso es fácil para nosotros?!
Vorochilov: ¡¿Han oído eso: “No me mataré, pero moriré”?!
Bujarin: Qué fácil les resulta hablar de mí. ¿Qué tienen que perder, después de todo? A ver, si soy un saboteador, un hijo de puta, entonces ¿por qué perdonarme? No reclamo nada. Me limito a describir lo que me viene a la cabeza, lo que estoy pasando. Si esto supone de una u otra forma un perjuicio político, por pequeño que sea, entonces, no hay ningún problema, haré lo que me digan. (Risas) ¿Por qué se ríen? No hay absolutamente nada de divertido en todo esto…
¿No nos encontramos aquí, representada en la vida real, con la siniestra lógica del primer interrogatorio de Joseph K. en El proceso?:
“Bueno, dijo el juez, ojeó el cuaderno y se dirigió a K. en tono afirmativo: ‘¿Es usted pintor de brocha gorda?’. ‘No’, dijo K. ‘Soy apoderado general de un banco importante’. A esta respuesta siguieron en el banco situado abajo a la derecha unas carcajadas tan cordiales que K. tuvo que
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reírse también. La gente apoyaba las manos en las rodillas y se agitaba como si tuviera un fuerte acceso de tos”.
La discordia que provoca la risa es en este caso radical: desde el punto de vista estalinista, el suicidio carecía de cualquier autenticidad subjetiva; no era más que una simple instrumentalización, una de las formas ‘más taimadas’ de conjura contrarrevolucionaria. Molotov lo hizo ver con toda claridad el 4 de diciembre de 1936: ‘El suicidio de Tomsky fue una conjura, una acto premeditado. Tomsky había planeado, no con una persona sino con varias, suicidarse para asestar así un nuevo golpe al Comité Central”. Y Stalin repitió más tarde en el mismo pleno del Comité: “Aquí tenéis una de las formas extremas, más taimadas y más fáciles, que alguien puede utilizar para escupir y engañar al partido por última vez antes de morir, de dejar este mundo. Ésa, camarada Bujarin, es la razón que subyace a estos últimos suicidios”. Esta absoluta negación de la subjetividad, se manifiesta explícitamente en la kafkiana respuesta de Stalin a Bujarin:
Stalin: Creíamos en ti, te condecoramos con la Orden de Lenin, te hicimos subir en el escalafón, y nos equivocamos. ¿No es cierto, camarada Bujarin?
Bujarin: Es cierto, es cierto; lo mismo he dicho yo.
Stalin (parafraseando a Bujarin y burlándose de él): Podéis seguir adelante y fusilarme, si es lo que queréis. Eso es cosa vuestra. Pero no quiero ser deshonrado. ¿Y cuál es el
testimonio que ha prestado hoy? Eso es lo que pasa, camarada Bujarin.
Bujarin: Pero yo no puedo admitir, ni hoy, ni mañana, ni pasado mañana, algo de lo que no soy culpable. (Ruidos en la sala)
Stalin: No estoy diciendo nada personal contra ti…
En un universo así no hay lugar, por supuesto, para el derecho a la subjetividad, ni siquiera en su aspecto más formal y vacío, en el que Bujarin sigue insistiendo:
Bujarin: … He confesado que, entre 1930 y 1932, cometí muchos pecados políticos. Lo he comprendido. Pero con la misma firmeza con la que confieso mi culpabilidad real, niego la culpa que se me imputa, y la negaré siempre. Y no sólo porque se trate de mi caso particular, sino porque creo que nadie, bajo ninguna circunstancia, debe echarse sobre sus espaldas nada superfluo, especialmente cuando el partido no lo necesita, cuando el país no lo necesita, cuando yo no lo necesito. (Ruido en la sala, risas)…
Kaganovich: ¡Te has comportado con demasiada doblez!
Bujarin: Camaradas, dejadme decir algo relacionado con lo que ocurrió.
Jlopliankin: ¡Ya es hora de mandarte a la cárcel!
Bujarin: ¿Qué?
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Jloplinakin: ¡Hace tiempo que debieran haberte metido en la cárcel!
Bujarin: Bueno, vamos, métanme en la cárcel. ¿Creen acaso que el hecho de que estén chillando ‘¡a la cárcel!’ va a hacer que diga otra cosa? No, se equivocan.
Al Comité Central no le importaban ni el valor de verdad objetivo ni la sinceridad subjetiva de las protestas de inocencia de Bujarin; lo único que le interesaba era qué tipo de ‘señal’ estaba dirigiendo al público y al partido con su negativa a confesar: una ‘señal’ de que en definitiva todo el proceso a los trotskistas‐zinovievistas no era más que una farsa ritualista. Al negarse a confesar, Bujarin y Rykov
“envían a sus amigos y cómplices la señal, a saber: trabajar con el mayor sigilo. Si os apresan, no confeséis. Ésa es su divisa. Al ejercer su defensa no se han limitado a sembrar la duda sobre la investigación. Con su defensa también han sembrado inevitablemente la duda sobre el proceso a los ‘trotskistas‐zinovievistas’”.
A pesar de todo, Bujarin se aferró heroicamente a su subjetividad hasta el final. En su carta a Stalin fechada el 10 de diciembre de 1937, dejaba muy claro que seguiría el ritual en público (“Para evitar cualquier malentendido, te diré desde el principio que, en lo relativo al mundo en general (la sociedad)… no tengo intención alguna de retractarme de nada de lo que he hecho constar
(confesado)”, pero todavía se dirigía desesperadamente a Stalin como persona, para hacer profesión de inocencia:
¡Por Dios! ¡Ojalá existiera algún instrumento que te permitiera ver mi alma desollada y abierta en canal! ¡Ojalá pudieras ver lo apegado que estoy a ti, en cuerpo y alma! Bueno, ¡basta de “psicología”!, perdóname. Ningún ángel aparecerá ahora para arrebatarle a Abraham la espada de la mano. Mi destino fatal se cumplirá.
… Ahora ya he limpiado mi conciencia ante ti, Koba. Te pido por última vez perdón (sólo en tu corazón, no de otra manera). Por eso te abrazo mentalmente. Adiós y recuerda con benevolencia a tu desgraciado N. Bujarin.
Lo que produce un trauma tal a Bujarin no es el rito de su humillación y castigo públicos, sino la posibilidad de que Stalin pudiera creer de verdad las acusaciones contra él:
Hay algo grande y audaz en la idea política de una purga general… Soy perfectamente consciente de que los grandes planes, las grandes ideas y los grandes intereses deben anteponerse a todo lo demás; y sé muy bien que sería mezquino por mi parte poner el problema de mi propia persona a la misma altura que lo histórico‐universal que pesa ante todo sobre tus espaldas. Pero es precisamente esto lo que me hace sentir mi angustia más
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profunda y lo que me enfrenta a mi más grave y angustiosa paradoja.
… Si estuviera absolutamente seguro de que ésta es la senda por la que transitan tus pensamientos, me sentiría mucho más en paz conmigo mismo. ¡Bueno, qué más da! ¡Si debe ser así, que así sea! ¡Pero, créeme, mi corazón no encuentra reposo cuando pienso que tú puedes creer que soy culpable de esos crímenes, y que en el fondo de tu corazón tú mismo pienses que soy realmente culpable de todos esos horrores. Si es así, ¿qué significaría eso?
Hay que estar muy atento al sentido de estas líneas. Dentro de la lógica ordinaria de la culpa y de la responsabilidad, Stalin podría ser perdonado si realmente hubiera creído en la culpa de Bujarin, mientras que su acusación a Bujarin en el caso de ser consciente de su inocencia sería un imperdonable pecado ético. Bujarin invierte esta relación: si Stalin le acusa de crímenes monstruosos aunque sepa perfectamente que las acusaciones son falsas, se está comportando como un perfecto bolchevique, al colocar las necesidades del partido por encima de las del individuo, lo que es totalmente aceptable para Bujarin. Lo que a éste le resulta completamente insoportable, por el contrario, es la posibilidad de que Stalin crea de verdad en su culpa.
La jouissance estalinista
Bujarin sigue ateniéndose, pues, a la lógica de la confesión analizada por Foucault, como si la exigencia estalinista de una
confesión estuviera realmente dirigida a un autoexamen más profundo del acusado, capaz de sacar a la luz el más íntimo secreto encerrado en el fondo de su corazón. Dicho más precisamente, el error fatal de Bujarin fue pensar que podría, de alguna manera, nadar y guardar la ropa: hasta el final, aunque profesara la más absoluta devoción al partido y a Stalin personalmente, no se mostró dispuesto a renunciar en lo más mínimo a su autonomía subjetiva. Estaba preparado para declararse culpable en público si el partido necesitaba su confesión; pero pretendía que quedara claro en su círculo interno, entre sus camaradas, que no era realmente culpable, sino que simplemente estaba conforme con desempeñar el papel necesario en el rito público. Y esto es, precisamente, lo que el partido no podía concederle: el rito pierde su poder performativo desde el momento en que se tipifica explícitamente como un simple rito. No hay que extrañarse de que, cuando Bujarin y otros acusados insistían en su inocencia, el partido percibiera esa resistencia como una tortura para el partido mismo: no son los acusados lo que son torturados por el partido, sino la dirección del partido la que es torturada por aquellos que se niegan a confesar sus crímenes. Algunos miembros del Comité Central llegaron incluso a ensalzar la “paciencia angelical” de Stalin por permitir a los acusados seguir martirizando al partido durante años en lugar de reconocer sin rebozo que no eran más que escoria, víboras a las que había que exterminar.
Mezhlauk: Tengo que deciros que no os estamos atormentando. Por el contrario, sois vosotros quienes nos atormentáis de la manera más ruin e intolerable.
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Voces: ¡Exacto! ¡Sí señor!
Mezhlauk: Lleváis atormentando al partido durante muchos años, y sólo gracias a la paciencia angelical del camarada Stalin no os hemos hecho trizas políticamente por vuestras maniobras viles y terroristas… Miserables cobardes, despreciables cobardes. No hay sitio para vosotros ni en el Comité Central ni el partido. El único lugar apropiado para vosotros son los órganos de investigación, ante los cuales sin duda hablaréis de otro modo, porque aquí, en el pleno, habéis carecido del valor más elemental, el que tuvo uno de vuestros propios discípulos –me refiero a Zaitsev, pervertido por vosotros–, cuando refiriéndose a sí mismo y a vosotros dijo: “Soy una víbora y pido al poder soviético que me extermine como a una víbora”.
La culpa de Bujarin es, pues, en cierto modo puramente formal: no es la culpa de cometer los crímenes de los que se le acusa, sino la de persistir en una posición de autonomía subjetiva desde la que es posible debatir sobre la culpabilidad propia basándose en los hechos; en la posición que señala abiertamente el hiato entre la realidad y el rito de la confesión. Para el Comité Central, la forma suprema de la traición es este mismo aferrarse a un mínimo de autonomía personal. El mensaje de Bujarin al Comité Central era: “Estoy dispuesto a daros todo menos esto (la forma vacía de mi autonomía personal)”, pero precisamente era eso lo que el Comité quería de él más que cualquier otra cosa.
Lo interesante en este caso es que la autenticidad subjetiva y el examen de los hechos objetivos no se oponen sino que se consideran conjuntamente, como los dos lados de una misma conducta traicionera, opuestos ambos al ritual del partido. La prueba de que tal despreocupación por los hechos tenía una cierta y paradójica dignidad ética es que nos la encontramos de nuevo en el proceso opuesto, “positivo”. Nos referimos al de Ethel y Julius Robensberg quienes, aunque eran culpables de espionaje, como demuestran algunos documentos recién desclasificados, insistieron heroicamente en su inocencia hasta llegar a la cámara de la muerte, con plena conciencia de que una confesión les hubiera salvado la vida. En cierta forma, estaban “mintiendo sinceramente”: aunque eran culpables en lo referente a los hechos, no eran culpables en un “sentido más profundo”, precisamente en el sentido en que los acusados en los procesos estalinistas eran culpables, aunque fueran inocentes en cuanto a los hechos.
En definitiva, y para situar las cosas en una perspectiva adecuada: la crítica que le hacían a Bujarin los miembros del Comité Central es que no era suficientemente despiadado, de que conservaba huellas de debilidad humana, de “compasión”.
Vorchilov: Bujarin es un hombre honesto y sincero, pero temo tanto por él como por Tomsky y Rykov. ¿Por qué temo por Bujarin? Porque es una persona de buen corazón. No sé si esto es bueno o malo, pero en nuestra situación actual no se necesita esta bondad. Es una pobre colaboradora y consejera en materias de política porque esta compasión puede perjudicar no sólo a la propia
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persona compasiva sino también la causa del partido. Bujarin es una persona muy bondadosa.
En términos kantianos, esta “compasión” (y aquí es fácil reconocer un eco distante de la reacción de Lenin contra la audición de la Appassionata de Beethoven: hay que evitar escuchar demasiado esa clase de música, porque le hace a uno blando, y puede suceder que de repente uno quiera abrazar a sus enemigos en lugar de destruirlos implacablemente…) es, por supuesto, el resto de la sentimentalidad “patológica” que empaña la pura posición ética del sujeto. Y aquí, en este aspecto fundamental, es crucial resistir la tentación “humanista” de oponer a esa despiadada autoinstrumentalización estalinista cualquier tipo de bondad natural “bujariniana”, cualquier comprensión o tierna aceptación de la común fragilidad humana, como si el problema de los comunistas estalinianos consistiera en su implacable dedicación autoanuladora a la causa comunista, que los convertía en monstruosos autómatas éticos y los hacía olvidar los sentimientos y la benevolencia de la humanidad común. Por el contrario, el problema, en relación con los comunistas estalinianos, consiste en que no eran lo bastante “puros” y quedaban atrapados en la economía perversa del deber: “sé que todo esto es una pesada carga y que pueda ser doloroso, pero ¿qué puedo hacer? Es mi deber…”.
El lema estándar del rigor ético es “no hay excusa para no cumplir el propio deber”. Aunque el kantiano “¡Du kannst, denn du sollst!” (¡Puedes, porque debes!) parece ofrecer una nueva versión de ese lema, lo complementa implícitamente con una inversión que es
mucho más extraña: “No hay excusa para el cumplimiento del propio deber”. La referencia al deber como excusa para el cumplimiento de nuestro deber merece ser rechazada como hipócrita; baste con recordar el ejemplo proverbial del severo profesor sádico que somete a sus alumnos a la tortura y una disciplina despiadada. Por supuesto, su excusa ante sí mismo (y ante los demás) es: “a mí mismo me parece muy duro violentar así a los pobres chicos, pero ‘¡qué puedo hacer si es mi deber!’”. El ejemplo más pertinente es precisamente el del comunista estaliniano que ama a la humanidad, pero que a pesar de todo lleva a cabo purgas y ejecuciones horribles; se le rompe el corazón por tener que hacerlo, pero no puede evitarlo: es su deber hacia el progreso de la humanidad… Aquí estamos en presencia de la actitud propiamente perversa de adoptar la postura de un puro instrumento de la voluntad del gran Otro: no es responsabilidad mía, no soy yo quien realmente lo hace, soy simplemente un instrumento de una necesidad histórica más alta. La jouissance obscena de esta situación surge del hecho de que me concibo a mí mismo como exculpado por lo que estoy haciendo: ¿no es grato saber que puedo infligir dolor a los otros con plena conciencia de que no soy responsable de ello, de que soy meramente un agente de la voluntad del Otro?... Eso es lo que prohíbe la ética kantiana. Esa posición del sádico pervertido proporciona una respuesta a la pregunta: ¿Cómo puede ser culpable el sujeto cuando sencillamente se limita a realizar una necesidad ‘objetiva’, impuesta desde el exterior? Asumiendo subjetivamente esta “necesidad objetiva”, convirtiendo en goce lo que se le impone. Por eso, en lo que tiene de más radical, la ética kantiana no es “sádica”, sino
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precisamente lo que prohíbe asumir la postura de un ejecutor sádico.
¿Qué es entonces lo que nos dice todo eso en relación con la respectiva condición de la frialdad en Kant y Sade? La conclusión que hay que extraer no es la de que Sade se aferra a la frialdad cruel, mientras que Kant tiene que hacer alguna concesión a la compasión humana, sino más bien la contraria: sólo el sujeto kantiano es en rigor completamente frío (apático), mientras que el sádico no es lo suficientemente “frío”; su “apatía” es falsa, un señuelo que oculta su compromiso excesivamente apasionado con la jouissance del Otro. Y, por supuesto, lo mismo vale para el paso de Lenin a Stalin: el contrapunto político revolucionario al Kant avec Sade de Lacan es, sin duda, el Lenin avec Stalin: sólo con Stalin el sujeto revolucionario leninista pasa a ser el perverso objeto‐instrumento de la jouissance del gran Otro.
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