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1994

1994. Mosc. Un incesante traqueteo acompaado de un sonido constante y montono. Ms all del cristal, la completa oscuridad. En el suelo, restos de papeles y colillas. En las desconchadas paredes, anuncios que conocieron pocas mejores. Un anciano contemplaba distrado su propio reflejo en el cristal. Un poco de pelo blanco asomaba debajo de su boina encasquetada. Su largo y rado abrigo caa desde el asiento del metro hasta casi sus pies. Una meloda le despert de su ensoacin. Su estacin apareci borrosa tras el cristal. Una mujer joven, que esperaba agarrada a una correa, le ayud sonriendo a ponerse de pie para despus ocupar su asiento. El anciano se despidi y baj con cuidado del vagn azul. Tras picar su abono de la tercera edad, contempl a un grupo de mugrientos nios que se arremolinaban en torno a un par de turistas. Unos suplicaban algo de comer, otros intentaban meter sus pequeas manos en los bolsillos de los despistados. Ms all, dos despeinadas nias rubias de unos ocho aos dorman entre unos cuantos cartones. El anciano sac unos cuantos rublos de su bolsillo, y se acerc a uno de los nios. Este, al recibirlos, agach la cabeza y corri junto a los otros para compartir el botn. El anciano miraba desolado la escena, una escena que no pareca real sino un simulacro. La artificialidad del momento le aterraba, pareca un macabro decorado. El anciano slo poda sentir dolor y rabia. Su esfuerzo, su sufrimiento, su lucha, todo se haba esfumado. El muro desapareci, y con l, el futuro de los miles de nios que vagan por las estaciones del metro de Mosc. Aquel anciano record viejas historias que su padre sola contarle. Historias de la Rusia de antes de Lenin y la revolucin, historias de hambre, miseria. Aquello le hizo vibrar de rabia: jams imaginara que esas historias pudieran volver a repetirse. Furioso y caminando hacia casa, el anciano se puso a pensar. Dio todo lo que tena en el mundo por la Patria de los trabajadores. Su pecho se cubri de medallas de honor despus de la victoria contra el fascismo en aquella gris Europa de los cuarenta. Sus labios comenzaron a abrirse y a susurrar alguna antigua cancin revolucionaria. La Madre Patria llama, nunca ha dejado de llamar. Sin el camarada Stalin, sin la bandera roja ondeando, haca fro. Mucho fro. Infinita basura aquellos que ponen por delante su supuesta libertad al hecho de que ningn nio pase hambre. Infinita basura aquellos que regalaron el pas a las mafias occidentales. Al anciano no le dola la traicin al Partido ni a la Patria, le dola el criminal saqueo de aquello por lo que haba entregado su sudor, su sangre, su vida. Sac las llaves de su bolsillo, entr en el portal, y comenz a subir lentamente las escaleras hasta su piso. Sus arrugadas manos estaban llenas de cicatrices y durezas. Haba visto morir a muy queridos camaradas por balas nazis en la guerra, incluso alguno de ellos en sus propios brazos. Pero esas heridas cerraron poco a poco tras la victoria. El problema es que en la derrota, las heridas nunca llegan a cerrar. El 89 grab a fuego la derrota en la espalda de los que an crean en un mundo ms justo. El fin de la historia se transform en lgrimas, incomprensin, y en aquellos nios que con la URSS habran ido al cole y ahora pasaban el da esnifando pegamento para ahuyentar el hambre. El anciano abri despacio la puerta de su casa, entr y cerr con cuidado. Un silencio, presente desde hace casi doce aos, le recibi como de costumbre. Del cajn de su escritorio sac sus viejas condecoraciones de guerra y un pequeo revlver. Cogi con cuidado una estrella roja en cuyo interior lucan la hoz y el martillo, y se lo colg de la solapa de su abrigo. Una a una, comenz a colgar cada medalla en su pecho. Con lgrimas en los ojos, mirando el cielo gris y fro de Mosc, el anciano comenz a cantar susurrando.Ni el dolor ni la miseria

Nos impedirn vencer

Seguiremos adelante

Sin jams retroceder.

Con cuidado, el anciano se introdujo en la boca el can de su revlver.