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BORRADOR – POR FAVOR NO CITAR
Discriminación en el acceso al empleo privado:
Cuando la arbitrariedad no es el (único) problema
Lucas S. Grosman y María Florencia Saulino1
I. Introducción
Desde los años '60, los tribunales argentinos han reconocido que "[n]ada hay, ni en la
letra ni en el espıritu de la Constitucion, que permita afirmar que la proteccion de los
llamados "derechos humanos" . . . este circunscripta a los ataques que provengan solo de
la autoridad."2 Posteriormente, la Constitución Nacional otorgó protección expresa a
todos los habitantes de la Nación frente a las acciones u omisiones de las autoridades
públicas y de los particulares que lesionen, restrinjan, alteren o amenacen derechos
amparados por la Constitución, los tratados o las leyes.3 Es posible afirmar, entonces, que
los empleadores privados (al igual que el Estado) tienen la obligación de respetar el
derecho a la igualdad y no discriminación cuando adoptan decisiones en el mercado de
trabajo.
Sin embargo, la jurisprudencia argentina ha tratado a los casos de discriminación entre
privados con un estándar más laxo del que aplica a las decisiones discriminatorias del
propio Estado.4 En efecto, en los casos en que las leyes distinguen a las personas en razón
1 Rector y Directora del Departamento de Derecho de la Universidad de San Andrés. Agradecemos especialmente a Juan Ignacio Amado Aranda y Abril Clot por su valiosa colaboración como asistentes de investigación. 2 "Kot", Fallos: 241:291. 3 Art. 43 CN. 4 Como dice R. Saba, esto puede deberse a que "la diferencia fundamental entre los casos de igualdad que involucran al Estado y aquellos que se refiere a relaciones entre particulares radica en que mientras el primero no contrata ni se asocia en virtud del ejercicio de un derecho, pues el Estado no es un sujeto con derechos, los particulares sí lo hacen sobre la base de que gozan de los derechos a contratar o a asociarse libremente. Por este motivo, resulta relativamente sencillo justificar la imposición de límites a las facultades del Estado con miras a proteger el derecho a ser tratado igual, a partir, por ejemplo, de sus obligaciones negativas . . . mientras que se agrega un factor de mayor complejidad cuando la tensión no se da entre esas facultades y el derecho a la igualdad de trato, sino entre otros derechos, como el de contratar o el de
2
de alguna de las categorías prohibidas por los tratados internacionales,5 la Corte requiere
que el Estado pruebe que la ley en cuestión persigue un interés estatal "sustancial" o
"insoslayable" y que la decisión adoptada es el medio menos restrictivo para cumplir
dicho fin. Sin embargo, la Corte no aplica este estándar a las relaciones laborales de los
particulares.
En efecto, en "Sisneros"6 la Corte Suprema argentina tuvo oportunidad de analizar la
negativa a contratar mujeres por parte de las empresas privadas que proveen el servicio
de transporte público de colectivos en la ciudad de Salta. Pese a que el Procurador propuso
exigir que las empresas prueben que la diferencia de trato se encontraba justificada por
ser el medio menos restrictivo para cumplir un fin legıtimo,7 el tribunal consideró que el
estándar probatorio a aplicar debía ser diferente: la actora debía probar los hechos que,
prima facie, resultaban idóneos para inducir la existencia de una conducta discriminatoria,
en cuyo caso, para eximirse de responsabilidad, las empresas demandadas, debían probar
que su decisión de contratación "tuvo como causa un motivo objetivo y razonable ajeno
a toda discriminación". Es decir que, en lugar de pasar un test de escrutinio estricto, a los
particulares les alcanza con probar la "razonabilidad" de su decisión.
En un caso reciente, el amparo 92, la Corte Suprema mexicana también se pronunció al
respecto. En este caso se ventilaba la constitucionalidad de la política de contratación de
la empresa CMR, que solo contrataba mujeres de 18 a 25 años para ciertos puestos de
atención al público. La Corte concluyó que la distinción por edad era inconstitucional,
pues no constituía “un requisito profesional esencial y determinante para el puesto de
trabajo.” A juicio de la Corte, una persona más vieja podía hacer ese trabajo
perfectamente.8
En ambos casos, entonces, a la hora de evaluar la discriminación entre privados, las
decisiones se basaron en consideraciones de razonabilidad, entendida en términos de
"idoneidad" para el puesto o "no arbitrariedad" de la decisión. Sin embargo, estos
asociarse, y el derecho a la igualdad de trato." Roberto P. Saba, "Igualdad de trato entre particulares", en: Lecciones y Ensayos, Nro. 89 (2011). 5 La Convención Americana incluye "raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social" (Art. 1.1.). 6 CSJN, "S., M.G. y O c. Tadelva SRL y otros s/ amparo", sentencia del 20 de mayo de 2014. 7 CSJN, "S., M.G. y O c. Tadelva SRL y otros s/ amparo", sentencia del 20 de mayo de 2014. 8 Para un análisis profundo del caso, véase F. Pou Giménez, “Estereotipos, daño dignitario y patrones sistémicos: la discriminación por género y edad en el mercado laboral.”
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estándares no parecen capturar todos los valores que se encuentran en juego cuando los
empleadores toman determinadas decisiones de contratación. Según argumentaremos, a
la hora de analizar las decisiones de contratación de los empleadores no basta con tener
en cuenta si estas decisiones están fundadas en un "motivo objetivo y razonable", sino
que también es necesario analizar cuál es el impacto de dichas decisiones en términos de
igualdad social. El cruce entre "razonabilidad" e "igualdad social" nos permitirá distinguir
las obligaciones del Estado a la hora de cumplir con su obligación constitucional de
asegurar la igualdad real de oportunidades.
II. En busca de la idoneidad
Como vimos, a la hora de determinar si una decisión laboral (sea de contratación, de
promoción o de despido) es discriminatoria, los tribunales ponen el foco en la
arbitrariedad. Más allá de dónde se ponga la carga de la prueba, en esencia se mira si,
como sostiene la Corte argentina, la razón para no contratar a una persona es “objetiva y
razonable”, por oposición a arbitraria o discriminatoria. Dentro de este esquema, en
general se considera que la decisión es “objetiva y razonable” si se debe a que la persona
en cuestión no resulta idónea para el puesto que se quiere cubrir. A continuación,
analizaremos con mayor detenimiento qué quiere decir que una persona es idónea para
un puesto.
Una primera forma de entender “idoneidad” sería que la persona en cuestión cuente con
las condiciones físicas, la capacidad o la formación necesarias para cumplir la tarea
laboral que el puesto involucra. Así, podríamos decir que una persona con una
discapacidad física severa no es idónea para cargar bolsas en el puerto o que otra con un
retraso cognitivo no lo será para desempeñarse como analista programador. Sin embargo,
esta definición de idoneidad es demasiado amplia. En primer lugar, parece evidente que
el análisis de idoneidad debe incluir una dimensión relativa, pues de lo que se trata en
general es de elegir entre candidatos que compiten por un puesto, y de allí que el
empleador podrá excluir a un candidato porque no es el mejor para el puesto, aunque
potencialmente esté en condiciones de cumplir el rol en cuestión. En tal sentido, si el
empleador elige a Ana sobre Bernardo porque ella es mejor candidata, diremos que esa
decisión se basa en la idoneidad, y por ende no es arbitraria, aunque Bernardo también
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estuviese en condiciones de cumplir la tarea requerida. Idoneidad, entonces, es un
concepto relativo, que no puede definirse en abstracto, sino que debe tener en cuenta una
comparación entre candidatos sobre la base de factores que sean objetivamente relevantes
para el desempeño de una tarea.
En segundo lugar, el análisis de la idoneidad debe ser sensible a los costos que el
candidato trae consigo. El caso más claro, en este sentido, es el salario que el candidato
aspira a ganar: si Ana y Bernardo están igualmente capacitados para el puesto, pero Ana
está dispuesta a realizar el trabajo por una suma menor, no podríamos decir que la
elección de Ana es arbitraria si se basa en tal consideración. Esto no obsta a que podamos
considerar que el Estado debe enmarcar y limitar esta competencia por salarios para que
el empleador no abuse de su posición de poder o, lo que es lo mismo, de la situación de
necesidad en la que un empleado pueda encontrarse. Las leyes que imponen salarios
mínimos y ciertas condiciones laborales irrenunciables apuntan precisamente a dar cuenta
de esta preocupación; pero ello no niega el punto básico: si un empleador, actuando dentro
de tales límites, elige al empleado más barato, no podríamos tachar la decisión de
arbitraria. La idoneidad, en este sentido, se determina en función de la capacidad para
realizar una tarea y del costo demandado para ello.
Pero la cuestión de los costos no se limita a consideraciones salariales. Un empleado
puede implicar mayores costos para su empleador por muchas otras razones. Tomemos,
por ejemplo, el caso de Carina, que padece una discapacidad física que obligaría a su
empleador, si la contratara, a realizar reformas edilicias. Si Ana y Carina están igualmente
capacitadas para realizar el trabajo, pero Carina es más cara por la razón antedicha, no
podríamos decir que la decisión de no contratarla es arbitraria. Esto no quiere decir que
debamos permitir tal decisión: esa cuestión es independiente, y la analizaremos más
adelante; el punto es que la decisión no es arbitraria, pues Carina resulta ser más cara que
Ana, aunque, ciertamente, nadie podría culparla por ello.
Nótese que la misma consideración resulta aplicable al caso de otra candidata, Dalilah,
que es judía ortodoxa y no trabaja los sábados pues observa el Sabbat. Si el trabajo en
cuestión abarca los sábados, el empleador deberá contratar un reemplazante, y ello
5
implicará mayores costos.9 Nuevamente, Dalilah resulta más cara, ceteris paribus, que
otros candidatos que no tienen reparos en trabajar los sábados. No contratarla por esa
razón no sería arbitrario, pues otros candidatos son más idóneos por ser menos costosos.
Avanzando un paso más por este camino, cabe advertir que no es distinto el caso de quien
estadísticamente faltará más a su trabajo por razones de salud; si el empleador puede
prever que Enrique, por determinada condición médica, probablemente faltará mucho
más que Ana, esa razón lo llevará a concluir que el primero implicará mayores costos que
la segunda, y esa podrá ser una razón –no arbitraria– para preferirla. Debemos decirlo una
vez más, para evitar ser malinterpretados: no pretendemos sostener que el Estado debería
tolerar que no se contrate a una persona por su predisposición para contraer enfermedades,
o por cualquiera de las otras razones que los anteriores ejemplos ilustran; pero creemos
que si tuviéramos la intención de prohibir esas distinciones, o algunas de ellas,
necesitaríamos recurrir a un concepto diferente del de arbitrariedad.
De hecho, el uso de estadísticas y otros predictores de idoneidad está muy extendido en
las búsquedas laborales. En la mayoría de los casos, esto no nos conmueve demasiado. Si
una facultad de derecho decide contratar a un candidato en base a que obtuvo un título en
una institución muy prestigiosa, como la Universidad de Harvard, probablemente esté
presuponiendo que haber obtenido ese título es un buen predictor del desempeño de esa
persona en el rol de profesor o académico.10 Lo mismo cabe decir respecto de ciertas
publicaciones, recomendaciones, etc. En definitiva, los empleadores, en sus búsquedas,
constantemente recurren a indicadores que les permitan predecir a un costo razonable la
idoneidad del candidato. Es posible que un egresado de una universidad mediocre resulte
ser mejor académico que otro que pasó por la mejor universidad del mundo, pero la
existencia de esa posibilidad no basta para tachar de arbitraria la decisión de emplear al
segundo y no al primero, incluso si ello significa no darle a éste siquiera la oportunidad
de probar su valía. No hace falta que una decisión sea justa o acertada para decir que no
es arbitraria. En cualquier caso, si estamos dispuestos a aceptar “universidad en la que
9 Véase "Transword Airlines v. Hardison", 97 S.Ct. 2264, (1977). 10 Probablemente también lo contrate porque tener profesores egresados de Harvard sume en términos de prestigio con independencia del ulterior rendimiento de este profesor, pero es innegable que alguna predicción sobre esto último tiende a jugar un papel importante en la decisión.
6
estudió” como predictor de desempeño, pero no “estado de salud”, “predisposición
genética para contraer enfermedades” o “edad”, necesitamos un argumento adicional.
El punto es aún más claro cuando se analiza en qué medida, o en qué supuestos, un
empleador puede tener en cuenta las preferencias de los consumidores. En muchos casos,
estas preferencias determinarán las políticas de contratación de los empleadores, y podrán
implicar que el empleador solo contrate empleados de un determinado sexo, rango etáreo,
condición social, raza o aspecto físico; o que adopte una política que, en la práctica,
implique excluir del acceso al empleo a los miembros de ciertos grupos religiosos o
étnicos.
Así, por ejemplo, un restaurante familiar puede pedir a sus empleados que concurran a
trabajar afeitados y con el pelo corto, como forma de reforzar su imagen de prolijidad y
limpieza frente a sus consumidores. Del mismo modo, podría exigir que no tengan
piercings o tatuajes visibles, como forma de satisfacer las preferencias de los clientes de
este tipo de restaurantes por un ambiente "familiar". En los Estados Unidos, la
jurisprudencia ha sido tolerante con este requisito. Así, en “EEOC V. Sambo’s of
Georgia”, un tribunal de ese país analizó la decisión de una cadena de restaurantes
familiares de no contratar a un Sikh por no cumplir con la política de la empresa que
requería mantener el pelo corto y la barba afeitada.11 El actor alegó que el pelo y la barba
larga eran mandatos de su religión y que esta fue la única razón por la que no fue
contratado por el empleador. El tribunal rechazó la demanda por entender que estas
políticas eran comunes en los restaurantes y que realizar excepciones afectaría
negativamente a la empresa, ya que segmentos significativos de sus consumidores
prefieren empleados afeitados. Según la corte, “adverse customer reaction in this market
to beards arises from a simple aversion to, or discomfort in dealing with, bearded people;
from a concern that beards are unsanitary or conducive to unsanitary conditions; or . . .
from a concern that a restaurant operated by a bearded manager might be lax in
maintaining its standards as to cleanliness and hygiene in other regards . . . the
requirement of clean-shavenness . . . is essential to attracting and holding customers in
that market.”
11 Dawinder S. Sidhu, "Out Of Sight, Out of Legal Recourse: Interpreting and Revising Title VII to Prohibit Workplace Segregation Based on Religion", en: New York University Review of Law and Social Change (2012).
7
Sin embargo, de acuerdo con la jurisprudencia estadounidense, la política de contratar (o
no) a miembros de determinados grupos puede ser considerada discriminatoria cuando
está basada (a) en estereotipos o (b) en preferencias del consumidor que no son centrales
para el negocio del empleador. Un ejemplo del primer caso es la decisión de Abercrombie
& Fitch de contratar solo “americanos clásicos” o “blancos” para los puestos de atención
al público, excluyendo de ese modo a latinos, asiáticos y afro-americanos de esta
posiciones.12
En cuanto al segundo supuesto, la jurisprudencia trató varios casos de aerolíneas que solo
contrataban azafatas mujeres de ciertas características físicas. En uno de ellos, la empresa
Pan Am alegaba que su decisión se basaba en que las azafatas “better provide the non-
mechanical aspects of the job”;13 la Cámara de Apelaciones rechazó la justificación de la
empresa y consideró su política discriminatoria por entender que estas preferencias eran
tangenciales al negocio de Pan Am, y que en este contexto las preferencias de los
consumidores no podían justificar una política discriminatoria.14
Posteriormente, un tribunal de primera instancia examinó la decisión de Southwest de
contratar solo azafatas argumentando que las alusiones al amor y al sexo eran aspectos
centrales de su política de marketing: las azafatas servían platos con nombres sexys, los
comerciales prometían amor en vuelo, y el sistema de check-in era llamado “quickie
machine” y proveía “instant gratification”.15 Al igual que en caso de Pan Am, el tribunal
sostuvo que la principal función de Southwest era transportar a sus pasajeros de forma
segura y que el sexo (si bien podía servir para atraer clientes) no era una función esencial
de su negocio.16 El tribunal remarcó que Southwest no logró probar que la preferencia
por azafatas era tan fuerte que la aerolínea perdería a sus consumidores si no contratara
solo mujeres.17
12 Ibid. 13 "Diaz v. Pan Am. World Airways, Inc.", 442 F.2d 385, 389 (5th Cir. 1971). 14 "Since these aspects are tangential to the business, the fact the customers prefer them cannot justify sex discrimination. The judgment is reversed and the case is remanded for proceedings not inconsistent with this opinion." "Diaz v. Pan Am. World Airways, Inc.", supra. 15 Rachel L. Cantor, "Consumer Preferences for Sex and Title VII: Employing Market Definition Analysis For Evaluating BFOQ Defenses", en: University of Chicago Legal Forum (1999). 16 Rachel L. Cantor, supra. 17 Ibid.
8
Finalmente, la política de Continental Airlines que requería que las mujeres que
trabajaban como personal de cabina no excedieran determinado peso fue considerada
discriminatoria, por implicar “the view that, to be attractive, a female may not exceed a
fixed weight. [However] Continental has never argued that all people, regardless of
gender, are unattractive if they exceed fixed weight criteria. Nor has it suggested that the
same competitive image would have been served by hiring thin males as well as
females.”18
Sin embargo, en otros casos se consideró que el producto o servicio ofrecido podría
justificar que el empleador realizara ciertas distinciones que en otros contextos estarían
prohibidas. Así, por ejemplo, un restaurante chino podría contratar solo empleados de esa
nacionalidad como forma de crear cierta “atmósfera” o reforzar su autenticidad.19
Nótese que en todos estos casos, en la base de las decisiones se hallan consideraciones de
idoneidad o no arbitrariedad. Cabe preguntarse, sin embargo, hasta qué punto este
concepto basta para capturar los valores en juego. Como anticipamos, creemos que,
nuevamente, hace falta un valor adicional para excluir la posibilidad de que ciertas
preferencias sean tenidas en cuenta. De hecho, en las decisiones jurisprudenciales en la
materia hay mucho de “second-guessing”: los jueces parecen partir de la base de que ellos
saben mejor que los empresarios qué es bueno, importante o central para su negocio. Este
camino presenta previsibles limitaciones. Si una aerolínea logra demostrar que la
satisfacción de sus clientes o, en definitiva, su demanda aumenta si las azafatas son
mujeres jóvenes y atractivas, parece innegable que tales candidatas serán superiores en
una dimensión relevante para el empleador, y mal podríamos llamar arbitraria a la
decisión empresaria que tiene en cuenta esas preferencias.
¿Agrega algo, en ese marco, decir que la preferencia del consumidor es irracional, sexista
o estúpida? Si ciertos pasajeros optan por bajarse de un avión (antes de que despegue, por
cierto) cuando se enteran de que será piloteado por una mujer,20 o si ciertos pacientes
prefieren ser operados por cirujanos hombres basados en el prejuicio de que los hombres
18 "Gerdom v. Cont'l Airlines, Inc.", 692 F.2d 602, 609 (9th Cir. 1982). 19 "Utility Workers v. Southern California Edison", 320 F.Supp. 1262, 1265 (C.D.Cal.1970). 20 Esto realmente ocurrió en un vuelo Buenos Aires – Miami en 2016. Véase https://laopinion.com/2016/07/14/pasajeros-se-bajan-del-avion-al-enterarse-de-que-las-pilotos-eran-mujeres/
9
son mejores médicos, sin dudas tendremos mucho para decir al respecto; pero
nuevamente, para que nuestras objeciones tengan sentido desde el punto de vista legal,
deberemos recurrir a un marco más amplio que el de la arbitrariedad.
En tal sentido, la indagación judicial sobre la real esencia del producto parece frágil y ad
hoc.21 Muchas veces, el producto se presenta asociado a una clara connotación sexual.
Así, por ejemplo, la cadena de restaurantes Hooters solo contrata empleadas de ciertas
características físicas, y requiere que éstas usen uniformes “sexies”. Si entendemos a
Hooters como un restaurante, estas decisiones serían claramente discriminatorias, al igual
que lo son las decisiones de PanAm o Southwest de contratar solo azafatas mujeres: está
claro que no se requiere ser “mujer” ni mucho menos “mujer sexy” para servir
hamburguesas. ¿Pero es esa la manera de encarar un caso así? Supongamos que Hooters
puede probar que lo que vende no es comida rápida, sino una experiencia sexualmente
excitante; es decir, que el componente sexual no es un aditamento a su negocio de venta
de comida, ni parte de su imagen corporativa (como podía serlo en el caso de Southwest),
sino que es “el producto” en sí mismo. En ese caso, las distinciones realizadas resultarían
esenciales para poder llevar adelante el negocio de Hooters y, sin ellas, no podría
proporcionar el servicio que legalmente está autorizada a proveer.22 En definitiva, como
dijimos, este camino no parece muy prometedor.
La creciente cantidad de información a disposición de los empleadores, de la mano de
una capacidad inédita para procesarla, determinará que en el futuro será cada vez más
fácil para los empleadores predecir el desempeño de sus potenciales empleados o las
preferencias de los consumidores por tal o cual perfil de empleado. Para esto contarán
con una diversidad cada vez mayor de indicadores que las personas dejan sembrados en
su vida virtual y a través de sus decisiones de consumo. Si ello es así, esas decisiones
serán, en un sentido relevante, cada vez más frecuentes, más precisas y más redituables;
serán, entonces, cada vez menos arbitrarias.
21 En este sentido, Saba señala que " esta solución al problema del trato igual entre privados da lugar a algunas situaciones problemáticas. En primer lugar, le reconoce al Estado y a los jueces una potestad demasiado amplia para determinar la razonabilidad de los requisitos impuestos a la contratación en función de lo que se defina como el fin de la actividad que realiza la empresa, la “esencia” del negocio," Es cierto que el juez puede descartar ese objeto por no considerarlo legítimo, pero esta definición implica que los jueces deberían evaluar en cada caso en particular cuál es el fin de la actividad que desarrolla la empresa, algo que no siempre es fácil de establecer." p. 258 22 Katharine T. Bartlett, "Only Girls Wear Barrettes: Dress and Appearance Standards, Community Norms, and Workplace Equality", Michigan Law Review (1994), p. 2578.
10
El concepto de arbitrariedad también juega un rol central en el análisis de las
discriminaciones efectuadas por el Estado, pero en esos casos se exige, además, que el
fin estatal perseguido a través de la distinción cuestionada satisfaga ciertas exigencias: en
los casos de escrutinio estricto, es decir aquellos que involucran la utilización de una
categoría sospechosa o la afectación de un derecho fundamental, el fin debe ser
insoslayable (‘compelling’); en los casos de escrutinio ordinario, el fin estatal debe ser al
menos legítimo.
Ese análisis que recae sobre el fin buscado no está presente en los casos de discriminación
privada. La experiencia argentina es en este punto ilustrativa. Como dijimos en la
Introducción, en este país, la Corte ha adoptado el escrutinio estricto para juzgar las
distinciones que utilizan alguna de las categorías que, de acuerdo con los pactos
internacionales de derechos humanos, constituyen instancias prohibidas de
discriminación. Esta lista, cabe aclarar, es mucho más larga que la de las categorías
sospechosas del derecho estadounidense. En cambio, en el contexto de las
discriminaciones privadas, la Corte argentina utiliza un estándar de análisis menos
demandante: como vimos, se exige que la distinción obedezca a causas ‘objetivas y
razonables’. De este modo, el foco se pone en el aspecto instrumental —la adecuación de
los medios para alcanzar los fines planteados— y no en el aspecto sustantivo, es decir, la
legitimidad o importancia insoslayable o sustancial de esos fines. En el campo de la
discriminación laboral, el fin perseguido por el empleador está implícito: se entiende que
tal fin es el éxito económico de la empresa involucrada. La arbitrariedad, entonces,
consiste en elegir medios que no son adecuados (o necesarios) para alcanzar ese fin.
Es verdad que el cuestionamiento de los fines, que juega un rol importante en la
discriminación estatal, no es fácil de trasladar al ámbito privado, y de allí que la decisión
de aplicar un estándar distinto, centrado en los medios, resulte entendible. Sin embargo,
y como resultado de esto, nos encontramos con que los tribunales no cuentan con
herramientas idóneas para encarar los problemas señalados arriba. Por ejemplo, una
distinción realizada por el Estado con el objetivo de satisfacer las preferencias
discriminatorias de algún sector de la población, por más grande que éste sea, es
fácilmente atacable sobre la base de que el fin en cuestión no resulta insoslayable, ni
siquiera legítimo. El estándar aplicable a la discriminación privada, en cambio, no nos
11
deja tal opción, y nos obliga por ende a hacer malabares para atacar la racionalidad de la
decisión y alegar que ésta es arbitraria. Desde la lógica del negocio, sin embargo, no es
nada obvio que seguir las preferencias del consumidor sea irracional. El problema es de
otra índole.
En definitiva, el concepto de arbitrariedad, centrado en la racionalidad de los medios, no
alcanza para explicar por qué deberíamos rechazar el uso de determinados predictores de
rendimiento o ciertas preferencias de los consumidores. En la medida en que aspiremos a
encontrar un lugar para tales consideraciones, deberemos echar mano de otro concepto.
Como desarrollaremos a continuación, creemos que ese concepto no es otro que la
igualdad; más precisamente, la igualdad social.
III. Las dos dimensiones de la igualdad23
La idea de que un análisis centrado en la arbitrariedad es deficitario en términos de
igualdad no es novedosa: hace alrededor de 40 años, Owen Fiss planteó una pregunta que,
aunque se centraba en el ámbito público, tiene obvias resonancias en el problema que
analizamos: ¿Cómo es posible que ciertas acciones estatales que tienen por objeto y efecto
la búsqueda de la igualdad, como las acciones afirmativas, sean consideradas prima facie
contrarias a la Cláusula de Igual Protección? En efecto, según la concepción dominante
de la igualdad, que Fiss denominó principio antidiscriminación, una acción estatal que
utiliza la raza como criterio de distinción para decidir el acceso a alguna posición
codiciada es altamente sospechosa y debe ser sometida al más severo de los escrutinios,
a pesar de que esa acción está destinada, precisamente, a fomentar la igualdad.
Esta paradoja se debe a que la igualdad es un concepto que adolece de una particular
ambigüedad. Muchas veces, cuando invocamos la igualdad, nos preocupa el modo en
que estamos siendo tratados; así, decimos que no estamos siendo tratados de manera
igualitaria si, por ejemplo, la distribución de un premio o un castigo se basa en un criterio
irrelevante. Por eso, quienes sostienen que las acciones afirmativas son contrarias a la
igualdad, se basan en que ellas implican que una persona sea elegida (o no) para un puesto
23 El análisis contenido en esta sección encuentra mayor desarrollo en L. Grosman, Escasez e igualdad. Los derechos sociales en la Constitución (2008).
12
en virtud de una característica que es irrelevante como predictor de su performance, como
la raza. En este sentido, la Corte de Estados Unidos sostuvo en el caso Bakke: “the Equal
Protection Clause cannot mean one thing when applied to one individual and something
else when applied to a person of another color. If both are not accorded the same
protection it is not equal.”24 Antonin Scalia, abanderado de esta posición, se aferró a esta
idea de neutralidad racial en el caso Schuette para sostener que obviamente resulta
constitucional que la Constitución de un Estado prohíba que se tenga en cuenta la raza en
el ingreso a universidades estatales.25
En otros casos, en cambio, invocamos la igualdad como un ideal social que es
relativamente independiente del trato, justo o injusto, que reciben las personas en
particular. Es común afirmar, en este sentido, que una sociedad es igualitaria si no hay
una gran brecha de ingreso entre ricos y pobres, o si sus miembros pueden alcanzar
puestos de poder, éxito económico o prestigio social más allá de su sexo, su raza, o la
clase social de sus padres. La igualdad, en estos casos, se vincula con los grandes
números, las estadísticas, las dinámicas sociales a largo plazo. Cuando nos referimos a la
igualdad de esta manera, la estamos concibiendo como un ideal social.
Si sostenemos que las acciones afirmativas son una institución en favor de la
igualdad, lo hacemos porque estamos pensando en la igualdad como un ideal social, no
como una forma de tratar a los individuos. Al fin y al cabo, si a un individuo se lo favorece
con una acción afirmativa para ingresar en una facultad (por ejemplo, por ser negro o
hispano, como ocurre en Estados Unidos) no es porque esta persona lo merezca más que
otras ni porque ella en particular esté siendo resarcida por injusticias pasadas, sino porque
la presencia de minorías desaventajadas en ciertas instituciones contribuye a mejorar el
estatus social de estos grupos.26 Lo mismo se aplica a la aspiración de que organismos
como la Corte Suprema, o colectivos como el SELA, estén formados por cantidades
similares de hombres y mujeres. Si creemos que en estos casos la igualdad está
involucrada, no es porque pensemos que las personas particulares que resulten elegidas
con esa consideración en mente necesariamente merezcan haber sido elegidas para esos
puestos más que cualquier otro candidato varón. No diríamos, por ejemplo, que la Dra.
24 438 U.S. 265 (1978). 25 572 U.S. ___ (2014). 26 Owen Fiss, “Affirmative Action as a Strategy of Justice”, 17 Philosophy and Public Policy 37 (1997).
13
Elena Highton, jueza de la Corte Suprema argentina, merecía ser designada más que un
hombre de antecedentes comparables para la función. En términos de merecimiento, uno
y otro candidato estaban en iguales condiciones y, en consecuencia, la Dra. Highton no
habría sido tratada en forma desigual o injusta si un varón hubiese sido designado en su
lugar. Si en este tipo de supuesto invocamos la igualdad, lo hacemos porque estamos
pensando en la igualdad como un ideal social, no como un derecho individual a ser tratado
de determinada manera.
Este ideal social, en alguna de sus variantes, en ocasiones se convierte en un ideal
constitucional. En Argentina, por ejemplo, la Constitución consagra el ideal de la
igualdad real de oportunidades. Uno de nosotros, en otro lado, lo definió en términos de
igualdad estructural de oportunidades, para enfatizar el foco que este ideal pone en el
impacto de la estructura social sobre nuestras oportunidades.27 Si uno sigue a Fiss, podría
entenderse que también la Constitución de Estados Unidos consagra un ideal de igualdad:
la igualdad como antisubordinación.
En lo sucesivo, llamaremos “igualdad social” a la igualdad entendida como ideal
constitucional. Aunque por momentos esto pueda parecer impreciso, pretendemos
englobar en este concepto a la igualdad real de oportunidades de la Constitución
argentina, el principio antisubordinación de la Constitución estadounidense y otras
formas de igualdad estructural. Cuando haga falta, haremos las aclaraciones del caso.
Los empleadores realizan distinciones que pueden ser buenas, malas o neutras en términos
de igualdad social. En tal sentido, un particular, y no solo el Estado, puede tomar
decisiones en materia de empleo que constituyan acciones afirmativas. Del mismo modo
que las universidades privadas implementan este tipo de iniciativas --muchas veces de
manera mucho más activa que las públicas--, éstas y otras organizaciones privadas en
ocasiones buscan mejorar las oportunidades educativas o laborales de determinados
grupos y, al hacerlo, impactan positivamente sobre la igualdad social. Claro está, este
efecto puede ser buscado o no por el empleador, pero, en cualquier caso, creemos que
esta dimensión no puede resultar irrelevante. Sin embargo, si solo tomamos en cuenta la
27 Grosman, ob. cit.
14
variable "idoneidad", estas decisiones serían, sin lugar a dudas, arbitrarias y, por tanto,
"discriminatorias".
A continuación, entonces, analizaremos el cruce entre los dos factores que describimos:
la arbitrariedad de la decisión y su impacto en términos de igualdad social.28
IV. Decisiones no arbitrarias
Como dijimos arriba, entendemos que la idoneidad debe ser definida de un modo que sea
sensible a la dimensión relativa de la elección y al costo involucrado en cada caso. Esta
definición de la idoneidad implica que no serán arbitrarias las decisiones que se basen en
predictores efectivos. Más aún, la demostración de que en un caso concreto la decisión
ha sido incorrecta, ya sea por tratarse de un falso positivo o de un falso negativo, no será
suficiente para tachar la decisión de arbitraria: José, egresado de una universidad barrial,
podría resultar un mejor académico que Martha, egresada de Harvard, pero esa no es la
pregunta relevante para analizar si la elección de Martha fue arbitraria: si ser egresado de
Harvard es estadísticamente un buen predictor, entonces no cabe predicar arbitrariedad,
mal que le pese a José. Tampoco serían arbitrarias, como vimos, las decisiones que se
basen en preferencias comprobables de los consumidores, aunque a los jueces les parezca
tentador polemizar con la empresa acerca de cuál es su verdadero producto o cuán central
o efectivo es determinado aspecto de su campaña de marketing.
Si la decisión no es arbitraria, el Estado no tiene, en principio, la potestad de revertirla ni
de hacer de modo alguno responsable al empleador. Sin embargo, la actitud del Estado
debería variar en dos dimensiones distintas dependiendo de si la decisión tiene un impacto
positivo, negativo o neutro sobre la igualdad social. La primera de estas dimensiones es
el celo con el que el Estado debe analizar los tests y predictores de los que se vale el
empleador para medir idoneidad. La segunda dimensión se refiere al tipo de acciones que
el Estado debe tomar para minimizar el impacto negativo en términos de igualdad social.
Finalmente, señalaremos que, como excepción al principio general, si la decisión se basa
28 Ciertamente no somos los primeros en advertir la necesidad de incluir consideraciones de igualdad estructural en el análisis de la igualdad privada. Véase, sobre este punto, Pou Giménez, ob. cit., y Saba, ob. cit.
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en preferencias discriminatorias u odiosas de los consumidores, la igualdad social exige
dejarla sin efecto aun cuando no sea arbitraria en sentido estricto.
Escrutinio estricto de tests y predictores
Como criterio general, cuanto más grave sea el impacto de la decisión en términos de
igualdad social, más estricto debe ser el análisis de los tests y predictores utilizados por
el empleador. Para empezar, la efectividad del test merecerá una demostración acabada.
Mientras que en el caso de decisiones sin impacto sobre la igualdad social, las malas
decisiones –los falsos negativos o falsos positivos– solo afectan a los candidatos
rechazados, en los casos en los que la igualdad social está involucrada, el impacto es más
amplio: afecta dinámicas estructurales que determinan las chances de progreso social de
grupos desaventajados. En estos casos, las externalidades negativas son especialmente
altas, y por ende se justifica que el Estado ponga particular celo en evitar los errores. En
este sentido, el empleador debería tener la carga de la prueba respecto de la efectividad
de los tests o predictores en estos supuestos.
Los tribunales parecen dispuestos a realizar un escrutinio estricto en estos casos, pero el
disparador de tal escrutinio es el uso de determinadas categorías sospechosas. En este
punto, el foco parece errado. El problema no es usar determinada categoría como criterio
de distinción, sino los efectos que una distinción produce en términos de igualdad social.
Si un restaurante chino utiliza “origen nacional”, “etnia” o “raza” como criterio para
contratar mozos, no habría razón para pensar que tal decisión merece ser sometida a un
escrutinio estricto: la distinción es, en el peor de los casos, neutra en términos de igualdad
social, y por ende sería vano gastar recursos en indagar en la definición de idoneidad y
los medios para identificarla que el empleador utiliza en un caso así. Esto es aún más
claro si la distinción se basa en un criterio “sospechoso”, cómo género, pero lo hace para
promover la contratación de mujeres en ámbitos de prestigio social (e.g. una universidad)
en los que están sub-representadas. El argumento de Fiss relativo a las acciones
afirmativas en entidades públicas ciertamente resulta aplicable a estos casos privados,
mutatis mutandi. Mientras que el criterio predominante mira con sospecha estos casos y,
en principio, lo somete a un escrutinio estricto, tal reacción carece de asidero desde la
óptica que estamos defendiendo.
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Poner el foco en las categorías utilizadas (raza, género, origen nacional, etc.) resulta
deficitario también en otro sentido. Muchas veces el problema en términos de igualdad
social es independiente de que tales categorías sean efectivamente utilizadas como
criterios o predictores. Por ejemplo, un empleador puede utilizar un predictor que no entre
en la lista de categorías sospechosas, como por ejemplo haber asistido a determinadas
universidades, pero que puede estar altamente correlacionado con la clase social del
candidato. En nuestro enfoque, esto no es en sí mismo ilegal: en la medida en que
efectivamente se demuestre que haber asistido a alguna de esas universidades es un buen
predictor de desempeño, la decisión no será arbitraria; pero, justamente, de lo que se trata
es de exigir que la eficacia del predictor sea comprobada. Lo que gatilla tal escrutinio no
es la categoría utilizada, sino el efecto de la distinción sobre la igualdad social.
Por otra parte, cuando la igualdad social se vea afectada, el escrutinio estricto debe
alcanzar también a las preferencias de los consumidores que informan la decisión del
empleador. Según argumentaremos más adelante, si de ese escrutinio resulta que tales
preferencias son odiosas o discriminatorias, los tribunales no deberán permitir que el
empleador las convalide.
Obligaciones activas del Estado
Si la decisión no es arbitraria, no cabe imponer al empleador que revierta su decisión ni
sancionarlo por ella. Pero esto no significa que, si la igualdad social se ve afectada, el
Estado deba quedarse cruzado de brazos. En aquellos países en los que la búsqueda de la
igualdad social es un mandato constitucional, el Estado tiene el deber de adoptar medidas
que eviten que ciertas carencias sociales terminen siendo predictores del rendimiento
laboral de las personas. Para seguir con el último ejemplo, supongamos que en
determinado país haber estudiado en una universidad a la que solo las clases altas o
medias altas acceden es un predictor muy efectivo del rendimiento profesional; en tal
caso, no podría reprocharse a los empleadores que prefieran candidatos egresados de
dicha Universidad, pero sí se le debería reprochar al Estado que no haga nada para que
los sectores menos favorecidos puedan obtener una educación comparable, ya sea
potenciando la educación pública o subsidiando el acceso a la educación privada de mayor
calidad. Una cosa no quita la otra.
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Tomemos otro ejemplo. Según argumentamos más arriba, el concepto de idoneidad
engloba la consideración de los costos que cada potencial empleado involucra. Dentro de
esta lógica, como vimos, no sería arbitraria la decisión de preferir a Ana sobre Carina
porque ésta padece una discapacidad física que obligaría al empleador a incurrir en costos
adicionales. Esto no quita que el deber del Estado de minimizar el impacto de las
decisiones de empleo sobre la igualdad social pueda implicar que el Estado sancione leyes
tales que Ana y Carina, de hecho, involucren costos equivalentes. Así, por ejemplo, si los
hipotéticos costos adicionales involucrados en la contratación de Carina se debían a que
ésta usa silla de ruedas, la existencia de normas generales que obliguen a los empleadores
(al menos de determinado tamaño) a contar con rampas minimizaría la diferencia de
costos entre uno y otro candidato. En estos casos, la norma general que impone rampas
obliga a todos los empleadores a internalizar el costo de emplear a personas como Carina.
En otros casos, la mejor receta puede ser que el Estado subsidie de manera individual o
genere beneficios impositivos a los empleadores que incurran en gastos extras para incluir
a las personas con discapacidad. Todos estos esquemas, entre muchos otros que la
experiencia internacional contempla, son compatibles con el deber del Estado de
minimizar el impacto de determinadas diferencias.
Como esta discusión sugiere, el hecho de que una categoría determinada de personas sea
potencialmente más costosa o no depende del trasfondo regulatorio impuesto por el
Estado. En tal sentido, en qué medida emplear mujeres en edad reproductiva será más
costoso que emplear varones en dicha edad dependerá de las normas de seguridad social
vigentes: si la licencia por maternidad es pagada por el Estado, ese costo ciertamente será
menor que si lo debe pagar el empleador; si, además las normas en la materia prevén que
los varones que sean padres se deberán tomar licencias por paternidad de la misma
duración que sus cónyuges mujeres, las diferencias entre unos y otros se reducirán aún
más.
El esquema que estamos planteando es compatible con que en algunos casos el costo de
limar diferencias sea internalizado de manera general por los empleadores –rampas para
discapacitados– y en otros sea asumido por el Estado o por una categoría más grande que
un empleador en particular, como por ejemplo un sistema de seguro privado o sindical de
salud. Aunque no es posible generalizar al respecto, cabe señalar que en principio habría
dos buenas razones para que sea el Estado y no el empleador quien asuma ese costo. La
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primera es que si el costo recae sobre el empleador, éste tendrá incentivos para hacer
trampa, alegando que la razón por la que no contrata a Carina es que no habla francés, y
no que si lo contratara debería proveerle un sillón mucho más costoso; o que la razón para
no contratar a Esther es que ella no es suficientemente fuerte como para cargar tachos de
helado, y no que si ella se toma licencia por maternidad, una parte de los costos los deberá
pagar su empleador. El hecho de que, según dijimos, el Estado deba realizar un escrutinio
estricto no quita que sea preferible que el empleador tenga incentivos para llamar a las
cosas como son, y no para burlar la regulación; de ese modo, el Estado podrá actuar en
consecuencia y encarar los remedios estructurales que permitan lidiar con la situación, en
vez de gastar energía en discutir si el francés es o no un requisito relevante, o si los tachos
de helado son o no tan pesados como dice el empleador...
La segunda razón para abogar por que estos costos sean absorbidos por el Estado se
vincula con el tipo de análisis que Guido Calabresi célebremente desarrolló en el contexto
del derecho de daños: el Estado es un mejor “dispersor” de costos. Aunque el costo de
encarar reformas edilicias, financiar licencias de maternidad/paternidad, etc., sea
nominalmente el mismo más allá de quién lo encare, en general el Estado estará en mejor
posición para dispersar este costo entre más gente y para hacerlo de tal forma que sea
sensible a consideraciones de justicia distributiva del tipo que informan los sistemas
tributarios. En términos calabresianos, de esta manera disminuyen los costos secundarios.
Más aún, dados los incentivos a hacer trampa que, como vimos, el sistema alternativo
involucra, es razonable pensar que también los costos terciarios, esto es, los gastos
administrativos, disminuyen cuando es el Estado quien asume el peso económico de
minimizar el impacto de ciertas diferencias.29
En definitiva, el Estado puede, y debe, operar sobre el trasfondo regulatorio para
minimizar el impacto que determinadas diferencias tendrán en el costo que el empleador
deberá asumir. Ese trasfondo regulatorio funciona de manera general; no es algo que en
principio un juez, en un caso concreto, podría imponer a un empleador en particular. Más
allá de esto, existen límites constitucionales al tipo y la magnitud de los costos que el
Estado puede exigir a los particulares que absorban como parte de ese trasfondo
regulatorio. Pasado cierto límite, la exigencia de absorber ciertos costos podría resultar
29 Véase Guido Calabresi, The Cost of Accidents (1970).
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expropiatoria; y ciertas regulaciones, potencialmente, podrían dar derecho a los
particulares a reclamar una indemnización. Ambas cuestiones merecen un análisis
detallado que excede el marco de este trabajo.
Preferencias odiosas o discriminatorias
Como vimos, un esquema focalizado en la arbitrariedad no cuenta con herramientas
robustas para descartar las preferencias odiosas o discriminatorias de los consumidores.
Entendemos que agregar la igualdad social como consideración nos provee de tales
herramientas. En tal sentido, el Estado no puede permitir que el empleador convalide, y
de ese modo refuerce y reproduzca, las preferencias odiosas de los consumidores que
afecten la igualdad social.
Sin embargo, dado que es innegable que la decisión del empleador es en un sentido
relevante racional, pues su negocio depende de ser sensible a las preferencias del
consumidor, en estos casos el Estado tiene la carga de minimizar el impacto competitivo
de su decisión procurando que la carga sea general, es decir, pareja para todas las
empresas del sector.
Por otra parte, no se justificaría prohibir al empleador que tenga en cuenta las preferencias
discriminatorias sin impacto en términos de igualdad. Si un empleador responde a las
preferencias discriminatorias de determinado grupo que, por ser aisladas y no referirse a
un sector que tradicionalmente es objeto de prejuicio, no tienen mayor impacto, no habría
razones de peso para intervenir. Nuevamente, no es la categoría utilizada, sino el impacto
sobre la igualdad social, lo que justifica interferir con la autonomía.
Finalmente, merecen un análisis independiente los casos en los cuales se pone en juego
el derecho a la privacidad del consumidor. Una política de contratación que excluya a los
hombres o mujeres del acceso a determinados puestos de trabajo podría estar justificada
en función de la protección de la privacidad o el resguardo del pudor de los consumidores.
Supongamos que los pacientes consistentemente prefieren a un médico o enfermero de su
mismo sexo en aquellos casos en los cuales la relación médico-paciente lo expone a
situaciones que afectan su pudor o su intimidad. En este contexto, resultaría justificado
que el empleador tenga en cuenta estas preferencias a la hora de contratar al personal, aun
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cuando ello implique una definición laxa de la idoneidad de los postulantes. Algo similar
ocurre con los terapeutas, los guardias de cárceles, o los vendedores de ropa interior. En
todos estos casos, la discriminación, parecería estar justificada en un interés legítimo de
otra persona que el empleador puede tomar en cuenta a la hora de adoptar una decisión
de contratación. Esa decisión no sería entonces arbitraria. Sin embargo, habrá casos
limítrofes, pues en ocasiones puede no ser obvio si la preferencia del consumidor obedece
a un resguardo de su intimidad o a consideraciones odiosas o discriminatorias. Creemos
que, dentro del ámbito auténticamente íntimo, incluso tales preferencias deben ser
respetadas y, por ende, no se justifica indagar en la decisión del empleador que atiende a
ellas.
V. Decisiones arbitrarias
En muchos casos es posible que el empleador, por una multiplicidad de razones, adopte
decisiones que no pasarían el test de "no arbitrariedad" que en general usan los tribunales,
como la Corte argentina. Estas decisiones pueden resultar positivas, neutras o negativas
para el logro del ideal de igualdad social. Sin embargo, el test de "no arbitrariedad" no
permite distinguir entre estas tres circunstancias.
En primer lugar, supongamos que el dueño de una cadena de restaurantes decide contratar
solamente a personas con discapacidad. En este caso, Carina sería preferida frente a Ana,
aun cuando los costos de contratarla sean mayores, e incluso en aquellos casos en los que
Ana logre demostrar que está más calificada para ocupar el puesto y que la única razón
por la que no fue contratada es por su "no discapacidad". Si la única variable que
consideramos es la arbitrariedad, la justicia debería intervenir para obligar al empleador
a que base sus decisiones solamente en la idoneidad de los candidatos. Sin embargo, desde
el punto de vista de la igualdad social, es claro que la decisión del dueño de la cadena de
restaurantes tiene un impacto positivo, ya que fomenta el acceso al empleo de personas
con discapacidad y de ese modo contribuye a construir una sociedad más igualitaria.
Desde este punto de vista, la decisión no debería ser revertida sino celebrada o incluso
incentivada por el Estado. Por tanto, no deberíamos considerar discriminatoria una
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distinción que mejora la igualdad social, más allá de que esa distinción sea fiel, o no, a
consideraciones de idoneidad.
Con esto en mente, cabe preguntarse si la decisión de la Corte mexicana antes referida no
encuadraría, en realidad, en este supuesto. En efecto, la Corte se muestra especialmente
agraviada por la distinción etárea, que perjudica a las personas de edad más avanzada,
pero en realidad son justamente los más jóvenes quienes, en la sociedad mexicana,
encuentran mayores dificultades para conseguir empleo.30 Aunque ciertamente ese no sea
el fin buscado por CMR, no puede descartarse que, de hecho, la distinción esté
aumentando las oportunidades laborales de un grupo que, en esa dimensión, no lleva la
mejor parte. Es verdad que el cruce entre edad y género lleva a reforzar un estereotipo
que impacta negativamente sobre la igualdad social, pero la Corte, si bien da cuenta de
tal cruce, parece entender que la mera distinción por edad es en sí misma problemática.
Si nuestro análisis es correcto, ese punto no sería nada obvio.
Ahora supongamos que el dueño de un centro de copiado decide contratar solamente a
descendientes de italianos, motivado por un deseo de favorecer a sus connacionales. Esta
decisión llevaría, por ejemplo, a que Giannfranco, un joven sin ninguna experiencia
previa en el rubro, sea contratado como supervisor; mientras que Juan, con 5 años de
experiencia en el principal centro de copiado del país, no sea siquiera entrevistado.
Claramente estamos frente a una decisión arbitraria que, para peor, se vale de una
categoría sospechosa; por lo tanto, cabría pensar que esa decisión no pasaría el test
planteado por la Corte argentina. Sin embargo, más allá de ser una mala decisión de
negocios, la contratación de Giannfranco parecería tener un impacto neutro en términos
de igualdad social: los italianos no son una minoría desaventajada, pero tampoco
especialmente aventajada, dentro de la sociedad argentina; y la empresa no tiene un
tamaño suficiente como para que esta decisión genere distorsiones en el mercado.
¿Realmente estaría justificada la intervención del Estado? En estos casos, la decisión de
intervenir parecería pasar por alto la autonomía de la voluntad del empleador y su libertad
de contratar (que incluye el derecho a elegir la persona que se contrata31 y a celebrar
30 Véase http://www.elfinanciero.com.mx/economia/jovenes-de-20-a-29-anos-con-mas-desempleo-en-11-anos.html. 31 CSJN, "Agnese, Miguel Angel c/ The First National Bank of Boston (Banco de Boston) s/ ac. de reinc. ley 23.523".
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"malos contratos"), sin un objetivo social que respalde dicha intervención: más allá del
agravio que puede sentir Juan al no ser contratado para un empleo para el que está
claramente calificado, la decisión del empleador no tiene un impacto en la igualdad u otro
objetivo social importante que justifique restringir la libertad de contratar del empleador.
Finalmente, nos quedan los casos en los cuales la decisión no solo es arbitraria, sino que
también tiene impacto negativo en términos de igualdad social. Este sería el caso, por
ejemplo, de Abbercombie, que durante muchos años no contrató hispanos, asiáticos o
afroamericanos para trabajar como vendedores en sus locales, pese a ser igualmente
idóneos o estar incluso más calificados para ocupar las vacantes que se producían.
Sisneros ilustra el mismo supuesto: no se logró demostrar que la mujer no era idónea para
el puesto de colectivera, y el perjuicio en términos de igualdad social causado por la
decisión parece claro, en tanto reproduce una asignación de roles subordinados (cuidar a
la familia y cocinar, según declaró un empresario del sector). En estos casos, es decir
cuando la decisión es arbitraria y tiene impacto negativo en términos de igualdad social,
el Estado debe intervenir para obligar al empleador a modificar su política de contratación
de forma de que ésta se base solamente en la idoneidad; o incluso emprenda acciones
afirmativas para revertir el impacto de su decisión anterior. Sin embargo, lo que dispara
la intervención del Estado en estos casos no es la "arbitrariedad", sino el impacto de la
decisión arbitraria en un objetivo social especialmente valioso.