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ANTOLOGIA DE
TEXTOS DE
ORLANDO PELAYO
MI PINTURA ...
e reo que mi pintura está marcada por un suceso capital en mi vida: el exilio.
El exilio es una condena al recuerdo, a la nostalgia, a la recreación mediante
el corazón de lo esencial memorable. Esto es lo que ha hecho de mi obra -estoy persuadidouna reflexión permanente, obsesiva sobre España de lejos.
Al finalizar la guerra civil abandoné mi país para encallar, con algunos miles de compañeros de infortunio, en las orillas de Argelia. Me quedaría desde 1939 hasta 1947.
Orán, donde me instalo, en aquella época es una ciudad gris y sin belleza que Camus, que escribirá páginas admirables sobre ella, califica de «sonámbula y frenética», pero que esconde, bajo su polvorienta piel gris, una alegría un tanto ruda, una exultante vitalidad mediterránea un tanto hedonista que la hace semejante a las ciudades del sur de España. Por otro lado abundan los vestigios de una antigua ocupación española y la lengua familiar del pueblo -hijos y nietos de españoles la mayoría- con frecuencia es un castellano sui-generis, empobrecido, teñido de francés, maltés, italiano, pero que tiene el sabor y la riqueza gráfica de todas las lenguas mestizas.
Es en esta tierra, que me parece en tantas cosas a la que yo acabo de dejar, donde voy a realizar mis primeros contactos con la cultura francesa, con su pintura, su literatura. Voy a descubrir, a través de las exposiciones y los libros de arte, pintores que me eran desconocidos: Bonnard, Matisse, Rouault... Pero también voy a conocer una literatura joven, que está naciendo y afirmándose en esta tierra a la que acabo de llegar: Emmanuel Robles, Claude de Freminville, Max-Pol Fouchet y sobre todo Albert Camus, cuya obra y amistad me marcaron profundamente puesto que encontré en él un profundo acento de gravedad teñido de ironía y de ese «sentimiento trágico de la vida» que impregna el alma y el arte de los españoles.
Mi estancia en Argelia, en resumen, ha sido una especie de SAS, de «cámara de descompresión» entre dos formas de cultura y de pensamiento que de ahora en adelante cohabitarán en mí.
En 1947 dejo esta primera tierra del exilio y del asilo y vengo a París donde, desde mi llegada, me sumerjo en el ruidoso y bullicioso mundo de los Cafés de Montparnasse.
Después de la guerra, París es nuevamente una fiesta y el Carrefour Vavin parece querer revivir la
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edad de oro de los años veinte. Acuden los jóvenes pintores del mundo entero; reaparecen, escapados Dios sabe de qué vicisitudes, los viejos testigos de la época gloriosa, compañeros -a menudo sin fortuna- de los Modigliani, Soutine, Leger, Picasso, de quienes nos hablan con una melancólica familiaridad.
En este cruce del mundo formado por los bulevares Montparnasse y Raspail afluyen todas las corrientes, mareas y resacas del arte y en cuyos puertos de anclaje, entre los que perseguíamos un incansable periplo, llamados «Le Dome», «La Coupole», «Le Select», se rehace la pintura en cada rincón de la mesa. Para nosotros, jóvenes artistas, todo está por descubrir, por reinventar, y provoca interminables discusiones apasionadas.
Este abundante universo, hoy desaparecido y del que, aquellos que le hemos conocido, guardaremos siempre un nostálgico recuerdo, es también -tanto como los talleres o los artistas trabajando en el silencio y la soledad- el lugar donde se hizo el arte de los años cincuenta-sesenta.
Vuelvo a ver, en una esquina del Dome, a un extraño personaje con aspecto alucinado, calzado en cualquier estación con viejas espardillas y cubriendo la delgada silueta de espantapájaros lamentable con un traje informe y andrajoso; escribe sin cesar, con una singular caligrafia trepadora, páginas que no tardarán en hacerle célebre. Se llama Arthur Adamov.
«El Cheriff», viejo sátiro sonriente y bonachón reúne a la sombra de su barba venerable, a las inquietas y frescas bellezas -modelos de la GrandeChaumiere o jóvenes burguesas en busca de la bohemia- a las que se le dice aficionado y degustador enterado. Las malas lenguas añaden que las consume a pares.
De vez en cuando la densa atmósfera sonora del Café se rompe con el agudo chirrido de la inimitable risa de Camille Bryen.
En La Coupole Alberto Giacometti con un dedo febril e incesante dibuja en el aire invisibles obras maestras, mientras que Sartre y Beauvoir, en una mesa del fondo, hablan de «El Ser y la Nada» ante un choucrute Saverne.
Encontramos, reunidos y reagrupados como por una necesidad zoológica de supervivencia, a colonias de artistas de diversas nacionalidades: los viejos rusos compañeros de Soutine, los italianos, los españoles cuyo dios tutelar y omnipresente es Pablo Picasso. Naturalmente, yo quiero formar parte enseguida de este grupo formado por: Osear Domínguez -el gran Caimán- maravilloso surrealista canario, niño terrible de las locas noches de Montparnasse y cuyas bromas y exhibiciones, calaveradas y estruendos, no pueden esconder el alma atormentada y sensible. Se suicidará una noche de año nuevo en la soledad de su estudio de la calle CampagnePremiere.
El hermético Ginés-Parra, en su juventud aventurero y mozo en todas las latitudes, anciano menor en el fondo, duro como una roca ante el sufrimiento, la pobreza y la falta de éxito de su pintura, afectada y poderosa, que no ha podido protegerle y vive
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con la humilde austeridad, digna de un monje, en su estudio glacial de la Calle Texel.
Pedro Flores, nacido de la cepa popular española más auténtica, que sólo jura por Dostoyevski y cuyo parecido con Goya le hace feliz y le hincha de orgullo ingenuo.
Luis Fernández, distante, solitario, poco inclinado a las promiscuidades de la bohemia, sometiendo las relaciones de amistad al ritmo acompasado de su excesiva educación. Pintor secreto, cuya obra, de rara calidad, quedará casi confidencial hasta su exposición en el C. N.A. C. poco antes de su muerte.
Antoní Clavé, el amigo fraternal, compañero de tantas fiestas, bailes y celebraciones a quien sus dones innegables están abriendo las puertas del gran éxito.
El silencioso Bores, Vines, Peinado, de la Serna, Lobo, Condoy, Penosa, los hermanos Vilato y Fin, y algunos años más tarde Xavier Valls, Aguayo.
Es evidente que no me quedaría encerrado en el círculo de las afinidades de origen. Me uno en amistad con otros artistas al lado de los cuales voy a tomar parte de-la aventura del arte de nuestro tiempo.
La década 1950-1960 se caracteriza, en mi opinión, por la profunda dicotomía que separa figuración y abstracción, falsamente encerradas en su impermeabilidad sin fallo y que se ignoran con desprecio.
Hacia el comienzo de los años sesenta una herejía surgida en el seno mismo de la abstracción, la «Nueva Figuración», va a demoler estas barreras y a abolir la vieja dicotomía, abriendo al arte nuevos espacios de libertad.
(Texto publicado en el libro Los años 50 de Gerard Xuriguera edit. Arted 1984).
PAVANA PARA UN REINADO DIFUNTO
Setenta y cuatro pinturas de la escuela española de «la edad de oro» se exponen en el Petit Palais hasta el 15 de junio. Pueden verse algunos de los «grandes» de la pintura internacional: Velázquez, el Greco, Zurbarán, Ribera, Murillo ...
Mantenida durante mucho tiempo en la indiferencia de los aficionados y del público, la pintura española, desde Maurice Barres y Baudelaire en particular, ha suscitado el más vivo interés. Perpetúa un sentido de la tragedia que anuncia al expresionismo.
Esta mentalidad permanece sensible en el arte español de hoy día, cuyas grandes figuras se han opuesto valientemente al régimen franquista. El exilio de algunos, en Francia en particular, no ha anulado el frescor de ese lenguaje de protesta. Damos aquí la palabra a uno de ellos, Or-
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lando Pelayo, que expone con la mayor parte de los Españoles de hoy día en la galería Suillerot...
Cuando Theophile Gautier escribe durante su viaje a España: «Pocos cuadros me han interesado tanto como los del Greco, porque los peores tienen algo de inesperado, de conflictivo, de fuera de lo posible, que nos sorprende y nos hace soñar», está enunciando lo que será, a través de los tiempos, la casi constante reacción del espectador extranjero ante la pintura española del Siglo de Oro. Evidentemente, Gautier no ha captado totalmente la grandeza del Greco. Pero incluso si sólo ha rozado y presentido el genio del pintor de Toledo, ha detectado sin embargo en él lo que será el lado más destacable de nuestra pintura. Esta tendencia a la «desmedida», a lo monstruoso también, a lo barroco, que la aísla en cierta medida del contexto de la pintura europea de la cual es, por otro lado, fatalmente solidaria.
Todo el arte español -y el del Siglo de Oro más que ningún otro- contiene esta aparente dicotomía: misticismo y realismo, sueño y realidad. «El sueño de la razón engendra monstruos», dirá Goya más tarde, que parece condenar el alma española a balancearse entre la materia y el espíritu en un combate sin fin.
LOS ACTOS DE ENCARNACION
Los signos del lenguaje pictórico y su discurso harán entonces de la efímera y falaz realidad esta otra realidad imperecedera e inefable de «Las Meninas» o de «La Anunciación» del Greco -presente en esta exposición del Petit Palais-enel que las nubes barrocas derraman sobre la Virgen bandadas de querubines con apariencia depatatas celestiales.
Toda la pintura del Siglo de Oro se apoya sobre algunos pilares gigantes: Zurbarán, Murillo, Ribera, Greco, Velázquez. Estos dos últimos tendrán a través de Goya, Cezanne, los impresionistas, una importancia primordial en la pintura de los siglos venideros. Dos genios, a primera vista tan contradictorios pero de hecho tan cercanos -el segundo no hubiera podido pintar como lo ha hecho sin observar bien, comprender y amar al primero- con intenciones y discursos totalmente diferentes. El Greco es la tormenta espiritual deslumbrándonos con su paleta incandescente con una luz apocalíptica y de resurrección. Por el contrario, Velázquez es la calma y la flema hablando a distancia, pero también con compasión, de una realidad hasta hace poco gloriosa y que se extingue poco a poco en la tristeza de una Corte exangüe y sin nervio, rodeada de un pueblo miserable y harapiento. El mundo del Greco parece acompasado con los acordes de las trompetas del Juicio Final, el de Velázquez, aquel de la pavana por un gran rey difunto.
Porque todos estos maestros del siglo más
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glorioso de la pintura española -incluso los más innovadores, los más revolucionarios, aquellos para los que el acto de pintar, de pintar bien, e incluso de reinventar totalmente la pintura, la belleza formal más elevada, la revolución plástica más absoluta, estarán siempre indisolublemente unidos por este sentimiento de eternidad, por este escalofrío del misterio, por este temblor de dolor y angustia del hombre ante su destino grandioso y piadoso. Para ellos pintar es, ante todo, un acto de encarnación.
SIC TRANSIT
La emotiva belleza de «La Magdalena Penitente» de Ribera, insertándose en las dos diagonales de la composición -especie de cruz de San Andrés- que parece ofrecer su carne joven y deliciosa a la marchitez de la penitencia, a su transmutación en pirámide petrificada de sufrimiento y arrepentimiento, parece dialogar, a través del tiempo y del espacio, con los seres que arden en los cuadros del Greco. La despiadada teratología -tan admirable, tan amorosamente pintada- de«La mujer con barba» del mismo Ribera parecehablarnos el lenguaje de la fraternidad afligidade esos «pícaros», esos lisiados, esos niños miserables y piojosos de «San Diego de Alcaládando limosna» de Murillo. Y la triste y solemne música que baña ese mundo de riqueza, devanidad y de muerte del «Sueño de un gentilhombre» de Antonio Pereda hace eco a «Laspostrimerías» y a los «Sic Transit» de ValdésLeal.
Es casi siempre como un «De profundis» dedicado a las vanidades de este mundo, a las falsas apariencias de una realidad inalcanzable y mortal.
Pero esta gran pintura de la que hablamos representa también -y lo constatamos recorriendo las salas del Petit Palais- un canto de amor y de fe en el hombre y en su esperanza recomenzada eternamente.
(Sobre la exposición La edad de oro de la pintura española en el Petit Palais).
SOBRE VELAZQUEZ
Velázquez, ese genio distante y solitario, ese tranquilo cazador de eternidades, tiende el hilo de su arte sin parangón y atrapa, en las redes flojas de sus pinceladas, de esas manchas sin conexión aparente, la esencia transcendente de la realidad, la sustancia irreductible de la vida. El resto, es decir lo que no es esencia, el adjetivo se irá, menú morralla, a reunirse con la nada del no significado.
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Petit portrait apocryphe 1, 1977.
Velázquez, por primera vez en la historia de la pintura, va a pintar lo inefable, lo impintable: el vacío que rodea a los objetos, las cosas y los seres, el aire en suma. Va a dar así un rol, una jerarquía superior a lo que hasta ahora eran las «interlíneas», los «blancos» de la escritura pictórica.
Si bien en su primera obra, los objetos, las cosas, los seres, (los protagonistas del cuadro) se endurecen en una solidez lisa, pulida, sin fallo, aislada, sin posibilidad de «contaminación», de simbiosis; pronto, Velázquez nos va a aportar su genial descubrimiento, su desconcertante «hallazgo»: la pintura total, la pintura por la pintura, la pintura pura. Todo en el cuadro se va a abrir, a interpenetrarse, hacer de este universo no una enumeración de cosas aisladas sino una totalidad, un todo indisociable, y esto en un lenguaje «código» a descriptar en el desvanecimiento de la retina.
Este hombre que sus contemporáneos nos muestran silencioso, reservado, tranquilo, incluso flemático, transportaba en la secreta corriente de sus venas, la más turbadora tempestad que va a sacudir el arte de su tiempo. Esta tempestad que se resolverá en rayo devastador con Goya, en lluvia irisada con los impresionistas.
(Texto publicado como introducción a Velázquez Colección Chefs D'oeuvres de l'Art. Ediciones Hachette. París, 1966).
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Portrait apocryphe 2, 1977.
SOBRE GARBELL
Cuando un verdadero pintor desaparece en plena madurez, sabemos que por muy bella que sea la obra que haya podido dejarnos, lo esencial de esta obra nos ha sido arrebatado, robado, escamoteado por la muerte.
Nada es más largo, más lento, más paciente que una obra de pintura. Nada nos parece más injusto, más patético que ver al destino negarle los años esenciales para su último cumplimiento.
Garbell hubiera sido para los pintores de mi generación uno de los antepasados inmediatos que hubiéramos amado y respetado.
En cuanto a él, ha sabido ser siempre el camarada generosamente atento a nuestros trabajos, a nuestras experiencias, incluso cuando éstas podían a veces alejarse de su propia búsqueda.
Sabrá ser fiel, contra vientos y mareas, a la alta idea que tenía de la pintura, a quien él siempre hubiera dado, como nos hubiera dado siempre, lo mejor de sí mismo.
Su obra permanece.
(Publicado en Las Letras Francesas, 5 de enero de 1971)
SOBRE DELACROIX
No sabemos qué es lo que hay que admirar
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más en Delacroix: si al pintor innovador que abre sus cuadros a los temblores de la vida, al dolor y las esperanzas del hombre o al lúcido escritor que descubre y formula las leyes fundamentales de la pintura.
Una buena parte de las doctrinas impresionistas y puntillistas están ya avanzadas, codificadas -diríamos nosotros- en los escritos de Delacroix.
En sus maravillosas acuarelas y apuntes seanuncia ya Matisse. Si él no hubiera sido el gran pintor de «La libertad en las Barricadas», «Las mujeres de Argel», «Las masacres de Scio», estaríamos en deuda, de todas maneras, con su inteligencia soberana al servicio del arte.
Siendo, a mi parecer, el arte hoy en día, bamboleado por las olas de un nuevo romanticismo, con lo que este implica de angustia, de pasión generosa, de duda, de constante replanteamiento: para nosotros, pintores de 1963, sería oportuno tal vez, con ocasión de este centenario, inclinarnos con atención sobre esta obra tan llena de generosidad, de inteligencia y de genial invención.
(Europa, n.º 408. Abril, 1963)
SOBRE LUIS FERNANDEZ
Luis Fernández, acorazado en su casi total indefensión, paseaba por la vida el recóndito y dolorido orgullo de su inmenso talento silenciado. Habrá en él algo del cartujo de vuelta de todas las vanidades que, en permanente guardia contra las amargas trampas del desengaño, se refugia en las puras, pero enrarecidas alturas de la soledad.
Practicaba Fernández un cuidadísimo rechazo de las efusiones y de las confianzudas promiscuidades de la bohemia. Huía de la amistad fácil de tertulia y café. La suya, -tan disponible en el fondo- la hacía a veces difícil. La erizaba de aplazamientos y tanteos. La acompasaba y sometía a la prueba distanciadora de su muy fina urbanidad.
Llevaba la estrechez, en la que siempre vivió, con la altanera dignidad del que sabe que su pobreza y su postergación son consecuencias de una monstruosa estafa de la vida, de una abrasadora injusticia que, con el tiempo, -triste y tardío consuelo- se ha de volver para fulminar y borrar a los usurpadores de gloria, a los triunfadores de moda, a los beneficiarios del éxito amañado y de la fama fabricada.
Todo en su persona: su medida y queda palabra, su amplia y lenta silueta, su hermosa y noble cabeza -que la enfermedad iría restituyendo lentamente a su biselada y estricta arquitectura postrimera- estaba impregnado de esa difusa tristeza acusadora de los signados por el mucho talento y la poca suerte. De los seguros elegidos para el triunfo aplazado y la gloria póstuma.
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Porque Fernández -conocido y reconocido de muy pocos, ignorado de casi todos- fue siempre un altísimo artista solo. Aislado en su ascético universo diario creó un mundo sin tiempo, de misterio sobrecogedor y de austera belleza irrepetible, en el que la materia más efímera y perecedera se transmuta en la hermosa concreción de su rosa petrificada y donde la calavera y el mendrugo de pan comparan -desde el infierno helado de la mineralización- la inerte irreductibilidad y la definitiva redención de sus perfiles.
GINES PARRA
Físicamente Parra parecía hecho de roca. Una roca dura por fuera y tierna y buena por dentro.
Su cara parecía modelada en la resquebrajada y sedienta tierra de su Almería natal.
Su cordialidad era lenta, callada, como parada en el abrazo permanente de su inconmovible lealtad.
Parecía un campesino milenario mirando la intemperie de la vida, al acecho del trigo fundamental. O al cantero sin tregua de la berroqueña solidez de su propia efigie y de su obra.
Fue un cartujo, un monje de la religión del arte, poblando día tras día su tremenda y altiva soledad de enigmáticas y patéticas criaturas elementales iCuánta ternura en una rosa, en un verde sacados de no sé dónde!
Pintó, con solo blanco, el agua más agua que haya pasado bajo los puentes de todos los Senas de la pintura cotemporánea.
SAM SZAFRAN
Le conocí muy joven, casi un niño, en aquellos jolgoriosos y locos finales de los cuarenta, cuando París volvía a ser una fiesta después de años de un sombrío y sangriento apocalipsis del que Sam había escapado milagrosamente, gracias a una familia española que le escondió y cuidó en el sur de Francia.
Creo que sus apasionados arrebatos por España le vienen de aquello. Aunque también supongo que una razón más soterrada y antigua podríamos rastrearla en su propio apellido: Szafran (azafrán) nombre de una preciosa y preciada flor estigmatizada que crece por los duros campos de nuestras mesetas aragonesa y manchega, de las que quizá su linaje fuera originario y de donde partiera, hace siglos, camino de otras innumerables y dolorosas diásporas.
Sam era en los años de su adolescencia, y lo sigue siendo, un puro azogue de finísima e intuitiva inteligencia; una vibrante y exacta saeta en el blanco elegido por su maliciosa, corrosiva y apicarada vehemencia.
Fue desde el principio un dibujante asombroso en cuyo trazo arrasador parecía solaparse un recóndito dolor irreductible, evidenciado en la madurez
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con el grito mudo de su ser desollado en vida, resonando sin fin por los inextricables laberintos vegetales de sus talleres y por los vertiginosos círculos infernales de sus insondables escaleras.
RESPUESTA AL CUESTIONARIO PARA EL
NUMERO DE «GALERIA DE LAS ARTES»
Me parece muy arduo querer dar hoy una definición del arte figurativo, teniendo en cuenta la fluidez, la permeabilidad de las fronteras entre las diferentes formas de expresión del arte actual. Y en primer lugar porque hay que desconfiar de las imprecisiones del lenguaje, del valor de las etiquetas.
Plantear el problema figuración-abstracción en términos de antinomia no me parece el mejor sistema para llegar a conclusiones válidas. Porque si el arte figurativo nos habla de lo real, de un cierto real, el arte abstracto no es el rechazo de la realidad, sino una forma complementaria de aprehender esta realidad diversa, móvil, cuyos horizontes constantemente se alargan. Es, pues, de un enriquecimiento, de una nueva libertad, de un aumento de posibilidades de explorar lo real de lo que hay que hablar. En este sentido, la abstracción, indudablemente, ha sido un apoyo para el arte figurativo.
Hablemos, en este caso, más bien de una interinfluencia, de una «contaminación» mutua, de una necesidad de síntesis.
Porque si hoy día vemos expandirse nuevas corrientes valiéndose de la figuración, difícilmente se puede negar que todas deben algo a la lección liberadora de la abstracción. Pero también, una parte importante de ésta puede al fin, sin vergüenza, y liberada de la puntillosa y desecante ortodoxia, reivindicar su participación en la exploración de una realidad ilimitada que no quiere seguir conformándose con las puras apariencias, con la epidermis del mundo sólamente.
El lenguaje de la pintura no es, ni le importa, el de la ciencia, de la técnica, de la televisión, del cine, pero es evidente que al formar todo esto parte del contenido de nuestra vida cotidiana, el problema no puede dejar de resentir las influencias. Pero lo contrario puede también ser verdad, por lo menos en lo referente al cine, a la televisión, la vida social, etc ...
Dicho esto, creemos que actualmente no se manifiesta una decadencia, sino al contrario, una renovación de la pintura figurativa o más bien de la pintura de «figuras».
Asistimos a la reaparición del rostro angustiado del hombre de hoy día en la ventana del cuadro, de donde había sido exiliado y a donde vuelve para proclamar su inquietud, su (ilegible), sus esperanzas.
Es este grito de angustia el que hace de buena parte de la pintura figurativa una espe- �cíe de humanismo doloroso y una pun- á.. � zante teratología. �