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Elizalde-Felitti-Queirolo. Género y sexualidades en las tramas del saber. Revisiones y propuestas CAPITULO 4: COMUNICACIÓN Genealogías e intervenciones en torno al género y la diversidad sexual
Silvia Elizalde
1. Puntos de partida
A diferencia de otras disciplinas sociales, como la antropología y la sociología, surgidas
a fines del siglo XIX y comienzos del XX en tanto intentos de respuesta a una
especificidad histórica particular -el contraste entre la cultura occidental y las “culturas
otras” (antropología), o la complejización de las relaciones intersubjetivas en la
sociedad industrial urbana (sociología)- la tradición investigativa y académica del
campo de la comunicación se caracteriza por carecer de un objeto “inaugural” de
estudio, y de una preocupación prioritaria o rectora que haya delimitado desde el inicio
sus alcances, o trazado su impronta disciplinar de manera más o menos definitoria y
distintiva. Más bien, su historia incluye los múltiples recorridos que un conjunto
heterogéneo de espacios y tradiciones de análisis –como la filosofía, la historia, la
geografía, la psicología, la sociología, la etnología, la economía, la antropología, las
ciencias políticas, la biología, la cibernética y las ciencias del conocimiento (Mattelart y
Mattelart 1997) - han ido realizando en torno a los procesos sociales de producción de
sentido desde diversas perspectivas y con el foco puesto en distintos formatos y
“materias primas” (los signos lingüísticos, icónicos y no lingüísticos; las prácticas y
relaciones sociales; el contexto histórico y social; la dimensión individual de los
intercambios, etc.). De allí que sea un error hacer coincidir el surgimiento de las
ciencias de la comunicación con el momento de aparición cronológica de los
massmedia1, desconociendo el itinerario de exploración anterior, así como reducir su
objetivo a la indagación exclusiva de estas tecnologías, si bien es cierto que ambas
cuestiones han sido y son centrales en la conformación de este ámbito del saber.
En este sentido es preciso decir que, desde las primeras décadas del siglo XX a esta
parte, las simultáneas y sucesivas reflexiones sobre los procesos de significación social 1 Término en inglés que refiere a los medios masivos de comunicación.
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–incluidos, pero no solamente, los análisis de los medios masivos- han ido conformando
diversas aproximaciones teóricas y metodológicas al fenómeno de la comunicación.
Estos aportes –sedimentados y agrupados luego en las diferentes “escuelas” y/o
“teorías”- han contribuido a consolidar e institucionalizar este campo de estudio. Pese a
ello, el horizonte de trabajo en temas de comunicación mantiene aún abierta la
interrogación constitutiva sobre las fronteras posibles de sus propósitos, técnicas y
objetos; la necesidad de operar desde la transdisciplinariedad y, en algunos ámbitos, la
discusión misma sobre su legitimidad científica, todo lo cual suma nuevas tensiones
epistemológicas y políticas a su interior.
Una apertura similar atraviesa el terreno de los estudios de género y las sexualidades, en
esa extensión oscilante y en permanente desarrollo que incluye desde la historia de las
mujeres a las teorías de género, desde los análisis feministas a los estudios queer2, desde
los trabajos sobre sexualidades a la perspectiva de la diversidad LGBT3. En cualquier
caso, ambos territorios del saber han cuestionado en sus propios campos las
concepciones tradicionales de la investigación y el análisis cultural, en sus búsquedas y
debates sobre la especificidad de sus universos de intervención, y en contra de la idea de
la autonomización radical de los objetos de estudio como principio garante de la
legitimidad académica o científica. Al mismo tiempo, las discusiones en sendos
escenarios comparten el interés por historizar los procesos que han acompañado su
institucionalización, tanto en las universidades y centros de estudio, como en la
industria cultural del presente. En este marco, la defensa compartida de la
transdisciplinariedad puede leerse como un intento de ambos ámbitos por zanjar –
nunca del todo- las tensiones derivadas de la acusación frecuentemente recibida por el
supuesto carácter disperso (comunicación) o extremadamente específico o
“guettificado” (género) de sus objetos y materiales de estudio. Pero también, como una
sugerente y temprana ruptura respecto de las disciplinas que siguen operando –más o
menos solapadamente- a partir de la producción y estabilización de temas y de criterios
de “propiedad” de los abordajes y las metodologías sobre el mundo social. La propuesta
por el trabajo transdisciplinario –que atraviesa, reiteramos, tanto a los estudios de
comunicación como a los estudios de género y sexualidades- constituye una
2 El término queer significa “raro” o “extraño” y fue resignificado por grupos activistas radicales. Los teóricos y teóricas de esta perspectiva “argumentan que las identidades son siempre múltiples y compuestas por un infinito número de instancias: orientación sexual, raza, clase, género, edad, nacionalidad, etc.”. Al respecto, como resultado de relaciones de poder, “toda identidad es una construcción inestable, arbitraria y excluyente” (Bellucci y Rapisardi 1999: 50). 3 Sigla que refiere a Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans (travestis, transgéneros, transexuales).
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contundente invitación a explorar los posibles cruces entre ambos territorios, teniendo
siempre en cuenta el contexto, la historia y sus diversas implicancias políticas y
culturales (Elizalde 2007).
Ahora bien ¿cómo ha actuado la escuela y el saber pedagógico frente a los fenómenos
de orden comunicacional y las propuestas mediáticas? La respuesta a esta pregunta se
inscribe en un proceso gradual en el que se destacan dos momentos claves. El primero,
caracterizado por un hermetismo casi absoluto a todo intento de ingreso al aula de
contenidos asociados a los productos de la industria cultural y los medios, por
considerarlos triviales, contrarios a la lógica del aprendizaje escolar, debilitadores de la
autoridad docente y hasta tergiversadores del estatus científico del conocimiento
impartido en el ámbito educativo. El segundo, desplegado en las últimas dos décadas,
signado por el reconocimiento del rol estratégico de los materiales mediáticos como
configuradores de valores, sentidos sociales y pautas de acción en la vida cotidiana de
alumnos/as y docentes. Y, por lo tanto, por la apertura a la inclusión explícita de estos
formatos y productos culturales –música, prensa, radio, televisión, lenguajes
periodísticos, contenidos de internet, etc.- como insumos válidos para el aprendizaje, la
lectura crítica de la realidad y la necesaria articulación de la escuela con la “vida
extraescolar”. Anclada en esta segunda posición se constata la existencia cada vez más
notable de manuales, orientaciones programáticas y políticas concretas de estímulo para
la utilización de los medios de comunicación y las TICs (tecnologías de información y
comunicación) en el aula, tanto por parte de las empresas periodísticas como del propio
Estado. De modo destacado en nuestro país, el programa Escuela y Medios, del
Ministerio de Educación de la Nación (http://www.me.gov.ar/escuelaymedios/), pero
también, por caso, El diario en la escuela, programa desarrollado desde 1987 por la
Asociación de Diarios del Interior de la República Argentina (ADIRA). Sin embargo,
ninguna de estas iniciativas focaliza de manera prioritaria en el uso de los materiales
mediáticos para la reflexión sobre las relaciones de género, la desnaturalización de los
prejuicios sexistas y homofóbicos, o el análisis crítico de los modelos de sexualidad,
ciudadanía y derechos sexuales y de género que los medios formulan y los/as jóvenes
luego reapropian (asumen, resisten, transforman) contextualmente, en diálogo con sus
experiencias y prácticas cotidianas. Cabe entonces avanzar con paso firme en esta tarea
aún pendiente, aprovechando la vía abierta por el Programa Nacional de Educación
Sexual Integral. Estas páginas pretenden, justamente, ser una contribución a ese
imprescindible y todavía incipiente trabajo.
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Surge así un nuevo interrogante: el hecho de que los medios de comunicación no hayan
sido mayormente incluidos en las aulas para explorar el orden de género en nuestras
sociedades ¿significa que las reflexiones sobre la comunicación y los estudios sobre
género y sexualidad han corrido históricamente por caminos separados? Pues no, o no
necesariamente. Así como dentro de las teorías de género/sexualidades pueden hallarse
múltiples miradas y focalizaciones en temas de estudio -entre los que se incluyen
distintos trabajos sobre la comunicación, los medios y otros formatos de la industria
cultural-, al interior de algunas teorías de la comunicación también pueden rastrearse
producciones abiertamente interesadas en explorar el papel jugado por el género y la
sexualidad en las dinámicas colectivas de producción de sentidos. Sin embargo, es
necesario recordar que, por acción u omisión, toda interpretación sobre el mundo social
–y, por lo tanto, también aquélla asentada en su dimensión comunicacional- supone una
conceptualización sobre las relaciones entre varones y mujeres, así como sobre las
maneras de definir, comprender e intervenir en torno a las diferencias sexuales y
genéricas en cada momento. Esto significa que toda vez que trabajemos con o sobre
materiales mediáticos y de comunicación en las aulas –publicidades, diarios, películas,
canciones, spots radiales, cómics, páginas web, etc.- podremos preguntarnos sobre el
orden de género y de sexualidad en que esas producciones se asientan. Es decir,
podremos interrogarlas en relación con:
Las concepciones culturales que construyen alrededor de “lo femenino” y “lo
masculino”, y sobre las diferencias (sociales, económicas, políticas) entre
varones y mujeres en cada sociedad.
Las maneras en que conciben, representan y/o (pre)suponen a las identidades y
expresiones sexuales y de género, tanto hegemónicas (heterosexualidad) como
no hegemónicas (bi/ homo/ trans e intersexualidad).
Los modos en que invisten de significado a los cuerpos y a la relación social
entre ellos. Por ejemplo, a través de la ratificación o impugnación de ciertos
cánones de belleza, estilos de arreglo personal; gestos, posturas y movimientos
concebidos como “preferentes”, “deseables” o “apropiados” para mujeres y
varones, o como su contracara: “indeseables” o “inapropiados” para unas y
otros, según los patrones ideológicos en juego.
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Los posicionamientos políticos que promueven en relación con el género y las
sexualidades: naturalización o lucha contra el sexismo4, la homofobia5, el
androcentrismo6, el orden patriarcal7, la discriminación social, cultural,
económica debido a estas diferencias, etc.
Las respuestas y comportamientos sociales que autorizan o, por el contrario, las
que critican y/o censuran respecto del género y las sexualidades cuando estas
distinciones aparecen explícitamente articuladas con otras diferencias, como la
clase social, la edad, la etnia, la nacionalidad, la religión, etc. Es el caso, por
ejemplo, de las imágenes construidas en torno a mujeres y varones de pueblos
originarios, a los/as fieles de ciertos dogmas y religiones (mujeres musulmanas,
seguidores/as de la espiritualidad africanista, devotos/as de santos/as populares,
etc.); chicos/as en situación de calle; mujeres y travestis en situación de
prostitución, inmigrantes, y muchos etcéteras más.
Debido a la indiscutible relevancia de las dinámicas mediáticas y comunicacionales en
la construcción de valores, representaciones y pautas de comportamiento en nuestras
sociedades, la incorporación de la Educación Sexual a la curricula educativa representa
una oportunidad estratégica para que docentes, directivos/as, alumnos/as y padres
emprendamos un análisis crítico en clave de género y sexualidad, tanto de los productos
de los medios y la industria cultural, como de los procesos más amplios de producción
de sentidos sociales. Con esta consigna en lo que sigue de este capítulo revisaremos, en
primer lugar, los modos en que el género y la sexualidad han formado y forman parte -
4 “Sexismo: mecanismo ideológico por el cual se conceden privilegios o se practica discriminación y legitimación de la violencia contra una persona en razón de su género y/u orientación sexual, descalificando, dificultando o directamente impidiendo su desarrollo como sujeto de derecho” (Area Queer 2007: 18). 5 “Homofobia, lesbofobia, transfobia, bifobia: muchas reacciones fóbicas están inspiradas (…) en el temor hacia lo que no se nos parece, aunque no podamos precisar en qué consiste esa diferencia. Estas ‘fobias’ constituyen mecanismos ideológicos de discriminación y represión articulados en complejas narrativas que construyen perfiles de peligrosidad sobre lógicas muchas veces contradictorias. (…). En este sentido, estos dispositivos funcionan como ‘descargas públicas’ y proyecciones represivas” (Area Queer 2007: 16). 6 “Androcentrismo: supuesto que considera lo propio y característico de los varones como parámetro de descripción, evaluación y análisis de la realidad y la experiencia humana en su totalidad. Confunde el concepto de ‘humanidad’ con el de ‘hombre-varón’, reduciéndolo a él. Es una forma específica de sexismo que se manifiesta, sobre todo, en la invisibilización de las mujeres, travestis y otros colectivos, y/o en su falta de definición específica” (Area Queer 2007: 14). 7 “Patriarcado: ideología que supone la continuación del poder del padre en la distribución de roles sociales en el matrimonio y en la sociedad a partir de la desigualdad de géneros; tiene una raíz económica que naturaliza modos específicos de explotación y opresión” (Area Queer 2007: 15).
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visible o invisible- de las diferentes corrientes teóricas de la comunicación. Luego
exploraremos las maneras en que el activismo de género y diversidad sexual ha
incorporado reflexiones sobre la comunicación y los medios en su agenda, así como
formulado propuestas concretas de intervención (comunicacional, estética, periodística)
como proyecto político. Finalmente, en la sección de Propuestas de Trabajo,
presentamos insumos informativos y actividades de ejercitación para el aula que nos
permitan poner a prueba este recorrido crítico y hacerlo dialogar con nuestras propias
prácticas pedagógicas y de consumo cultural. La meta es, en todos los casos, ensayar
instancias novedosas de abordaje de la Educación Sexual en la escuela, proponiendo
para ello una lectura y uso reflexivos de los medios de comunicación y los lenguajes de
la industria cultural del presente, desde nuestras realidades institucionales y sociales
concretas.
Comunicación: cruces, preguntas, puentes
Como indicamos, el ámbito de los estudios de comunicación abarca un vastísimo
universo de materiales, modos de abordaje y focos de atención cuyos orígenes podrían
ubicarse en el pasado más remoto. Podríamos, por caso, localizar sus inicios en las
elucubraciones de Aristóteles sobre las virtudes persuasivas del lenguaje y su teoría de
la retórica, en la Grecia del siglo V a.C., o –ya en nuestro Continente- en las
concepciones simbólico-espaciales de la civilización incaica, en el siglo XV. En ambos
ejemplos encontraríamos antecedentes de reflexión sobre la dimensión comunicacional
de las prácticas sociales, políticas o culturales humanas. Sin embargo, la disciplina -tal
como se la conoce hoy- “oficializa” su punto de arranque recién en las primeras décadas
del siglo XX, al calor de las indagaciones que concitan por entonces los “efectos” que –
se estima- generan en las audiencias los “poderosos” medios de comunicación, como la
radio y el cine, tras el reordenamiento geopolítico global posterior a la Primera Guerra
Mundial. Comenzar a datar la historia de las teorías de la comunicación en estos años
nos da pistas de cómo este “flamante” campo de estudios –si lo comparamos con
tradiciones de las ciencias humanas tan “viejas” como la filosofía, la ciencia política o
la historia- es producto de diversas instancias de institucionalización, en cuyo transcurso
se fueron incluyendo y excluyendo enfoques, obras y autores/as, hasta convertir a un
determinado conjunto de trabajos y saberes en las referencias más o menos indiscutidas
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de este ámbito de conocimiento en el mundo occidental. La historia de esta construcción
no ha estado, claro está, exenta de disputas ni de sesgos ideológicos y políticos en
pugna. Como todo recorrido genealógico disciplinar, su presente es resultado de una
puja de intereses, así como de diversas operaciones de lectura, “consagración” y
dominio, en un proceso que –aún así- es permanentemente revisado, actualizado e
intervenido desde diferentes realidades, contextos y geografías.
En este marco, las teorías de la comunicación que integran el canon académico
actualmente en vigencia en nuestro país y el mundo tienen –reiteramos- una trayectoria
relativamente corta. Los primeros trabajos, formulados en Estados Unidos, se
desarrollaron hacia fines de la década del 20 y comienzos de los años 30. Muchos de
ellos, incluso, no se autodenominaron inicialmente “de comunicación”, sino hasta
avanzados ciertos desarrollos. En paralelo, un importante centro de investigación de
Alemania se ocupó de explorar, también a partir de la década del 30, los impactos que la
industria cultural -por entonces, en un momento de desarrollo exponencial sin
precedentes- producía en terrenos tan sensibles como la capacidad crítica y de
autodeterminación de las conciencias frente a una oferta mediática y cultural
crecientemente basada en el entretenimiento. También fue crucial indagar por entonces,
entre otras muchas cuestiones, las distancias reales y simbólicas entre el tiempo
productivo y el tiempo libre, y las transformaciones operadas en las condiciones de vida
y en la intersubjetividad en las modernas sociedades capitalistas.
Estos trabajos analíticos, a un lado y el otro del Atlántico, dieron forma a dos de las
principales corrientes de pensamiento en el campo de los estudios de comunicación,
cultura y medios, ambas de fuerte repercusión tanto en las perspectivas teóricas que se
desarrollaron con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial en los países centrales,
como en la producción académica argentina y latinoamericana sobre comunicación de la
segunda mitad del siglo XX. Se trata, además, de enfoques conceptuales vigentes aún
hoy en los modos en que los propios medios de comunicación construyen
interpretaciones sobre la realidad, definen ciertos problemas y proveen de marcos
(diferenciales) de significación en torno a las trasformaciones que tienen lugar en la
cultura. Ellas son:
Por un lado, la corriente del funcionalismo norteamericano y sus investigaciones
sobre los medios.
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Por el otro, la llamada “teoría crítica”, de claro signo marxista, surgida en el
seno de una universidad alemana, también conocida como “Escuela de
Frankfurt”.
Ahora bien ¿qué lugar ocuparon el género y la sexualidad en ambos planteos? Y
además, ¿qué derivas ha tenido la presencia/ausencia de estos tópicos en otras
perspectivas posteriores del campo teórico de la comunicación? A continuación
procuramos desandar ambos nudos problemáticos, no sin antes hacer una importante
aclaración: el análisis de la habilitación/inclusión, o no, de la dimensión de género y las
sexualidades por parte de estas dos grandes miradas teóricas (y sus subcorrientes) no
puede realizarse con independencia de la consideración de las matrices filosóficas que
están en la base de cada una de ellas. Así, saber que el enfoque funcionalista está
atravesado por los principios del pragmatismo filosófico (Muñoz 1989) ayuda a
entender mejor por qué esta corriente es poco permeable a considerar al género como
“algo más” que un mero criterio de clasificación de los seres humanos según la
“evidente” y “natural” diferencia anatómica que los distingue entre sí. Del mismo modo,
reconocer que los planteos de la Escuela de Frankfurt están fuertemente moldeados por
el fundamento dialéctico del marxismo (Buck-Morss 1981) vuelve más comprensible el
interés de esta teoría por señalar el carácter materialmente determinado e históricamente
variable de todas las diferencias culturales (incluidas las sexo-genéricas) en sus análisis
sobre la comunicación y el funcionamiento ideológico de la cultura.
Advertidos/as sobre este punto, avancemos con nuestra tarea exploratoria.
2. El género y la sexualidad en los estudios de comunicación
La diferencia sexual como “variable”
Comencemos por la corriente funcionalista, desarrollada –como dijimos- hacia fines de
los años 20 en Estados Unidos, primero alrededor del estudio de los “efectos”, y más
tarde sobre las “ funciones” de los medios de comunicación, en el contexto de
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surgimiento de la llamada “sociedad de masas”8. En su primera etapa el funcionalismo
utilizó las herramientas provistas por la psicología conductista9 y el empirismo10 para
identificar y “medir” las respuestas que los “poderosos” medios de esa época -la radio,
el cine, y otros instrumentos de neto corte persuasivo, como la propaganda política,
comercial y bélica- generaban en la audiencia. Esta última era concebida como un
conglomerado homogéneo de individuos que permanecían aislados, anómicos y
atomizados entre sí, cuya exposición “pasiva” a los mensajes mediáticos los volvía
blanco de control, manipulación y/o inducción en el sentido preestablecido por el
emisor. Según esta perspectiva, los medios producían efectos unidireccionales,
inmediatos e inevitables, que los estudiosos podían observar y mensurar
científicamente. El modelo de comunicación propuesto seguía los lineamientos
metodológicos positivistas del experimento y la observación empleados por las ciencias
naturales en el estudio del comportamiento humano, y estructuraba su definición
comunicacional a partir del esquema causal de estímulo-repuesta.
Sólo para fines de la década del 40 y principios de los años 50 -momento en el que se
inaugura una segunda etapa, de índole más claramente sociológica- se advierte una
complejización significativa de estas ideas sobre la construcción de los públicos. El giro
ocurre en el marco del panorama geopolítico global que se instala tras la Segunda
Guerra Mundial que dividió al mundo en una contienda “ fría” entre dos grandes
potencias. Por entonces, las investigaciones sobre las funciones de los medios11, la
circulación de mensajes y la conformación de “climas de opinión” vieron la necesidad
de matizar aquella primera noción atomista de audiencia -en tanto masa indivisa de
individuos- y de atender a las diferencias que mediaban entre los consumidores. De este
modo, junto con el reconocimiento de la influencia que ejercían los grupos de interés
8 Como representantes más destacados de esta teoría, en el campo específico de la comunicación, podemos mencionar a Harold Lasswell, Charles Wrigth, Paul Lazarsfeld, Robert Merton, Kurt Lewin, y Carl Hovland. 9 La psicología conductista se proponía estudiar los contenidos psicológicos a través de sus manifestaciones observables. La disciplina se ubicaba, de esta forma, en el ámbito de las ciencias naturales. 10 El empirismo alude a la perspectiva que focaliza en la experiencia el origen de los conocimientos. 11 Se trataba de una serie de funciones básicas (Lasswell 1948; Lazarfeld y Merton 1949), que luego se ampliaron hasta abarcar aspectos asociados con el sistema de organización institucional y de propiedad de los medios y los individuos (Wright 1960). Como principales se apuntaban las siguientes: a) vigilancia del entorno (es decir, relevar información del exterior para detectar posibles amenazas para el sistema social); b) asegurar la cohesión social entre las partes que componen el todo (vinculado a los mecanismos de interpretación de la información y producción de consenso), c) transmitir la herencia cultural (para asegurar la continuidad de las pautas establecidas), d) entretener.
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(religiosos, políticos, comunitarios, etc.) y los líderes de opinión sobre los diversos
sectores sociales, las investigaciones de corte funcionalista relativizaron sus primeras
concepciones y admitieron que los lectores, espectadores y radioescuchas también
definían sus comportamientos y elecciones frente a la oferta mediática de acuerdo con
distinciones de carácter contextual, como el nivel de ingresos, la adscripción religiosa,
la zona de residencia, la edad y el sexo. Diferencias, todas ellas, concebidas por los
investigadores norteamericanos como variables de tipo sociológico. Es decir, como
propiedades susceptibles de adquirir distintos valores, dentro de una clasificación
previsible de opciones que pueden medirse. Según esta definición, la variable “nivel de
ingresos”, por ejemplo, les permitía armar una tipología –supuestamente inequívoca- de
ubicación económica de los individuos que componían las audiencias (nivel “alto”,
“medio”, “bajo”, y sus combinaciones “alto-alto”, “medio-alto”, “medio-bajo”, etc.), lo
cual arrojaba un conocimiento más preciso del tipo de mensajes persuasivos al que cada
grupo o sector sería, en principio, más receptivo. En este esquema la distinción de
género aparecía borroneada o directamente no se trabajaba con ella, mientras que el
“sexo” era introducido en los estudios (de mercado, medición de audiencias,
construcción de públicos, etc.) como variable, y referida exclusivamente a las
diferencias biológicas que distinguen a los cuerpos humanos entre sí, de manera binaria
y excluyente, y cuyos “valores de medición” sólo contemplaban dos únicos registros
posibles, e igualmente yuxtapuestos: mujer y varón.
Junto a estos desarrollos, un nuevo doblez tiene lugar al interior de esta perspectiva de
la mano de las investigaciones de corte psicológico-experimental y de los estudios
sociológicos “sobre el terreno”, que reconocen más abiertamente una dimensión cultural
y subjetiva en los destinatarios e incluyen nuevas tipologías a las “clásicas” de sexo,
edad y condición social, pero sin abandonar el tratamiento de estas diferencias como
variables de análisis. Ahora se suman también criterios clasificatorios como la
personalidad de los receptores, así como sus actitudes y valores previos, que relativizan
el impacto directo de los mensajes mediáticos en la medida en que se admite que los
destinatarios: a) consumen e interpretan de manera selectiva estos mensajes, y b)
activan su interés en adquirir información de los medios, de acuerdo con necesidades
personales, grupales y sociales específicas. Con todo, estas distinciones –entre ellas, las
referidas a los modos de construir una representación masculina o femenina del mundo
social- son pensadas como constantes, dicotómicas y a priorísticas respecto del
consumo mediático. Por lo tanto, responsables de moldear per se la forma en que los
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mensajes masivos son recibidos y procesados por el público. Esto implicaba pensar, por
ejemplo, que las mujeres y los hombres tenían, cada uno de forma homogénea en tanto
integrantes de uno u otro género, modos “propios” o “intrínsecos” de construir
representaciones y, por lo tanto, de relacionarse con los medios desde esas
configuraciones sociales fijas. Si lo analizamos en detalle, no muy distinta es la
conceptualización de cierto sentido común, que parte de asumir la existencia de una
“mirada femenina” y otra “masculina” del mundo, compartida en su “esencia” entre
todos/as quienes pertenecen a uno u otro conjunto, y yuxtapuesta a la otra mitad,
entendidos ambos mundos –femenino y masculino- como totalidades estables,
previsibles y autosuficientes en sus “propios términos”.
En los años 70 se abre una tercera etapa en el enfoque funcionalista sobre la
comunicación, esta vez centrada en los llamados “efectos a largo plazo”. Es decir, en los
impactos acumulados y sedimentados en el tiempo, de tipo cognoscitivo, que operan
sobre los sistemas de conocimiento que el individuo adopta y organiza de manera
estable como consecuencia del consumo mediático. El abandono del modelo de
comunicación como mera transmisión de mensajes a otro centrado en el proceso de
significación implicó pensar a los medios cumpliendo un rol decisivo: el de estructurar
la imagen de la realidad social a partir de la formación de opiniones, percepciones y
significados sobre ella, que se articulan dinámicamente con las experiencias y
relaciones intersubjetivas de los destinatarios. Dentro de esta etapa se ubica la corriente
que explora los “usos y gratificaciones” desplegados por los receptores a partir de la
oferta de los medios masivos. Dicho planteo examina, justamente, las formas concretas
en que las personas utilizan la información provista por la radio, la televisión y la prensa
gráfica para satisfacer distintas necesidades12. Se completa, pues, la idea de la existencia
de un contexto subjetivo de experiencias, conocimientos y motivaciones personales y
sociales en cuyos marcos de situación se efectivizan, o se frustran, estas gratificaciones.
Así, las expectativas del destinatario no sólo moldean los efectos de los medios –que
dejan de pensarse como todopoderosos- sino que también configuran y administran las
propias modalidades de consumo mediático.
12 Katz, Gurevitch y Hass (1973) establecen cinco clases de necesidades que serían satisfechas por los medios: a) cognoscitivas (adquisición y refuerzo de los conocimientos y de la comprensión), b) afectivas-estéticas (resfuerzo de la experiencia estética y emotiva), c) de integración de la personalidad (seguridad, estabilidad emotiva, incremento de la credibilidad y del status), d) de cohesión social (refuerzo de los contactos interpersonales, con la familia, amigos, etc.), y e) de evasión o entretenimiento (relajación de las tensiones y de los conflictos).
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Ahora bien, pese a la mayor sutileza en el análisis, los trabajos de este último momento
teórico del funcionalismo siguen sin ahondar críticamente en las condiciones sociales,
políticas, económicas y culturales que distinguen y regulan desigualmente las maneras
de disfrutar, interpretar e integrar a la vida cotidiana los mensajes de los medios de
comunicación por parte de mujeres y varones, así como las especificidades que imprime
en ésta y otras prácticas la vivencia de la sexualidad, en sus múltiples cruces con la
identidad, las diferencias de género y el contexto ideológico. En este sentido, y como
síntesis de esta primera corriente, podemos afirmar que el funcionalismo incorpora de
manera restrictiva al género y a la sexualidad en sus análisis de los procesos de
comunicación de masas, por cuanto ambas nociones nunca dejan de estar circunscriptas,
en las diversas etapas y líneas de esta perspectiva, a una definición de raíz positivista.
Es decir, basada en una distinción que se presupone a priori de orden biológico y que,
desde allí, se reprocesa conceptualmente como variable y/o dato demográfico que
nombra una diferencia “natural” (y naturalizada), concentrada en el binarismo hombre-
mujer.
Libido y sexualidad en el vínculo comunicación/cultura
Distinta es la concepción de la diferencia genérica y sexual que podemos rastrear en los
escritos principales de la llamada “Escuela de Frankfurt” o “Teoría Crítica”13, cuyas
fuentes conceptuales abrevan en referentes bien distintos a los del funcionalismo, pese a
que fueron corrientes más o menos contemporáneas. Lejos de los lineamientos
neopositivistas propios del planteo anterior, los autores de la corriente alemana se
nutren, en cambio, de la tradición crítica de su filosofía nacional (Kant, Hegel, Weber),
así como de una compleja articulación entre el marxismo14 –sobre todo, su propuesta
13 Se inscriben dentro de esta escuela de pensamiento Theodor Adorno, Max Horkheimer, Walter Benjamin, Leo Löwenthal, Siegfried Kracauer, Erich Fromm, Hebert Marcuse y Jürgen Habermas, como sus principales referentes. 14 Cabe señalar que desde la perspectiva marxista/socialista existió tempranamente una preocupación por la “cuestión de la mujer” así como sugerentes reflexiones sobre la necesaria “igualdad entre los sexos”. Al respecto, junto a la señera obra de Frederic Engels “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado” (1884) destacamos el texto de Augusto Bebel “La mujer y el socialismo” (1879) donde el autor indica las directrices para la participación femenina en la lucha por el socialismo. Allí señala, entre otras, la relevancia de que la mujer intervenga activamente en el proceso de la producción, así como en el conjunto de la vida social, e insta a que lleve a cabo “una revolución de toda la vida doméstica” ya que, para Bebel “no puede haber ninguna liberación de la humanidad sin la independencia social y equiparación de los sexos”.
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del materialismo histórico- y el psicoanálisis freudiano. En efecto, es precisamente el
sustrato psicoanalítico -que reconoce una dimensión libidinal en todas las acciones de la
vida en sociedad-, el que les permite a algunos de los teóricos de esta escuela formular
la pregunta por el lazo entre deseo/sexualidad y represión o emancipación social, en el
complejo contexto de surgimiento de esta perspectiva. Tengamos en cuenta que la
emergencia del Instituto de Investigaciones Sociales de la ciudad de Frankfurt coincide
con el momento de consolidación del nacionalsocialismo y el “ fracaso” de la revolución
socialista tras los asesinatos de Karl Liebneckt y Rosa Luxemburgo15, en la
convulsionada Alemania de los años 30. A su vez, la imposición del régimen nazi
agudiza la persecución, tortura y el exterminio a los judíos –razón por la cual casi todos
los “ frankfurtianos”, de origen judío, deben emigrar16-, y el mundo todo se ve sacudido
pocos años más tarde con el devastador impacto del conflicto bélico que se extiende
entre 1939 y 1945. Lo cierto es que para los integrantes de esta corriente, ninguna de
estas sombrías circunstancias puede pensarse como episodios aislados de la historia.
Son más bien parte y resultado del desarrollo del capitalismo tardío de las modernas
sociedades industrializadas, cuya impronta tiende a reforzar una idea de racionalidad al
servicio del mantenimiento del estatus quo y, por lo tanto, de la sujeción de los
individuos a un orden social que se revela injusto, pues está basado en la explotación y
en el dominio de los cuerpos y las voluntades mediante sutiles mecanismos de control.
Según esta perspectiva, la racionalidad técnica y coercitiva propia del capitalismo
impregna todos los aspectos de la vida social, incluida la conciencia individual y los
lazos intersubjetivos, determinando de este modo la totalidad de valores, deseos y
relaciones de la vida en común. La cultura deviene una monumental industria de
producción estandarizada que toma por modelo idealizado al american way of life
triunfante en la segunda postguerra, cuyo efecto ideológico es, para los autores de esta
corriente, el conformismo de los públicos, la paralización del espíritu crítico y la
“naturalización” del dominio (Entel, Lenarduzzi y Gerzovich 1999).
En este marco, como indicamos, el tópico de la sexualidad ingresa a la Escuela de
Frankfurt principalmente por la vía de una relectura de los planteos de Sigmund Freud
en clave marxista. Cabe aclarar que un antecedente de los intentos de vincular los
planteos de Marx y Freud ya había sido esbozado por Wilhelm Reich, quien afirmaba
15 Dirigentes del Partido Socialista Revolucionario y creadores del grupo “Espartaco”, a favor de los derechos del proletariado alemán, que fueron asesinados en 1919 por militares del régimen socialdemócrata. 16 La mayoría de ellos se exilia en los Estados Unidos.
14
que la verdadera emancipación de la sociedad pasaba por el despliegue de una
revolución de orden no sólo social sino también sexual17. Militante comunista en
tiempos de avanzada del fascismo, Reich sostiene que la familia, las instituciones y los
medios de comunicación configuran aparatos represores o “corazas psicosomáticas” que
mantienen a los individuos sumidos en la inacción y en la obediencia irreflexiva a la
moral burguesa, la que les coarta la libertad vital y los atrofia en su vida sexual. Frente a
estas estructuras rígidas la propuesta “orgonómica” de Reich (1927) supone la
restauración del sistema energético original de los individuos por fuera de los aparatos o
artificios de control social represivo.
Pero volviendo a los autores de la Escuela de Frankfurt, resultan sugestivos los trabajos
de Erich Fromm y Herbert Marcuse quienes, aún con sus abiertos contrastes, comparten
como horizonte común el combate contra las ataduras racionalizantes de la sociedad
moderna y la búsqueda de alternativas de transformación social en pos de la
recuperación de la “auténtica libertad” del sujeto y de la reposición de la dimensión
lúdica y placentera propias de la experiencia humana. En efecto, en su obra Eros y
civilización (1955) Marcuse hace una reinterpretación de los argumentos freudianos
expuestos en El malestar en la cultura (1930), emprendiendo el estudio de las causas de
la represión social y sexual en las sociedades contemporáneas y teorizando sobre las
condiciones que harían posible una cultura no represiva. En esta línea sostiene que la
“razón crítica” ha sido cooptada por la “razón instrumental” -argumento que también
planteó su colega Max Horkheimer- lo cual ha implicado el triunfo del hombre sobre la
naturaleza pero también, y como precio de ello, el sometimiento de su propia naturaleza
interna, de sus verdaderos deseos y necesidades. Ante esto resulta imperiosa, para
Marcuse, la reconciliación de la esfera intelectual con la instintiva, de la “civilización”
con la naturaleza, en su doble dimensión, “ interna” y “externa”. Y el camino para
construir este puente pasa nuevamente por la razón, pero ahora entendida también en su
contenido pulsional. La tarea consiste entonces en recuperar el conocimiento intuitivo
que emana y proviene de las pulsiones, hoy reprimidas y deformadas por las estructuras
capitalistas. En efecto, para Marcuse los medios de comunicación y los discursos
sociales dominantes postulan -por aquellos años de la segunda mitad del siglo XX- una
17 Para el logro concreto de esta revolución sexual Reich promovía en su época el uso de anticonceptivos a fin de prevenir abortos, respaldaba iniciativas que les facilitaran a los jóvenes acceso a albergues para mantener allí relaciones sexuales seguras y trabajaba a favor de la protección legal de la sexualidad infantil y juvenil.
15
falsa “ liberalización” de las costumbres, que responde únicamente a los intereses del
mercado y a la búsqueda de la máxima rentabilidad y que, por lo tanto, sólo conduce a
la autodestrucción de los valores humanos. Pese a ello, esta expropiación de la libertad
individual y colectiva avanza con la conformidad misma de los propios explotados. Y es
que, obnubilados por las engañosas promesas de la sociedad de consumo, quienes antes
reconocían el valor de mantener una actitud de sospecha, impugnación o
cuestionamiento hacia el poder ahora han cedido a sus hechizos, haciendo aún más
invisible la opresión de la que siguen siendo objeto. Ejemplo contemporáneo de este
funcionamiento ideológico sería la publicidad que, mediante ingeniosos recursos
retóricos y persuasivos, promete la satisfacción de necesidades que, de hecho, no son
vitales ni indispensables para la realización plena de hombres y mujeres, pese a lo cual
logra configurar una “preocupación” (por el bienestar material, la belleza personal, el
éxito, la aceptación por parte de los otros, la inclusión en la norma social dominante,
etc.) y movilizar distintos esfuerzos individuales hacia la obtención de “soluciones” en
la oferta del mercado. En esta dinámica, quedan incuestionados los verdaderos intereses
que se benefician con esta actividad de consumo, así como los efectos ideológicos que
ella acarrea en términos de perpetuación de estereotipos, imposición de modelos
“deseables” (de comportamiento, estéticos, morales, etc.) y producción acrítica de
identidades “preferentes” (de género, raza, edad, etc.).
El campo de la sexualidad no ha quedado incólume a este perverso dispositivo
ideológico. Y si bien Marcuse reconoce que la sexualidad ha sido históricamente
utilizada por la cultura burguesa patriarcal como medio de control, ahora denuncia la
sofisticación alcanzada por esta estrategia en las sociedades del capitalismo post-
industrial, hasta llegar a su entera “naturalización” por parte de hombres y mujeres. Para
este autor, los medios de comunicación y la industria del entretenimiento en general son
–junto con otros mecanismos institucionales- poderosos espacios de “sobrerrepresión”
que, con el falso argumento de la “modernización”, han convertido a la experiencia
sexual en el signo paradigmático de un creciente pansexualismo18, así como de un
consumismo irreflexivo que inmoviliza toda acción creativa del sentido pulsional. La
libido queda restringida a la mera genitalidad, despojando al resto del cuerpo de entidad
18 Por pansexualismo aludimos a la extensión de lo propio de la sexualidad a la totalidad de los ámbitos del quehacer humano, desde la política a los negocios, pasando por la publicidad y la construcción de un lenguaje cargado de referencias sexuales pero sin sentido subjetivo pleno, de creación o transformación emancipatoria, sino más bien como su reverso. Es decir, como instrumento productor y reproductor de discriminaciones (por sexismo, homofobia u otras formas de estigmatización por razones de género y/o orientación sexual).
16
sexual y convirtiéndolo en mercancía, objeto de consumo e instrumento de trabajo
compulsivo o de diversión. Para Marcuse, es preciso entonces reconquistar el poder
liberador de la sexualidad, su potencia “revolucionaria”, ya que ésta trasciende su
objeto inmediato y revitaliza las relaciones entre los individuos, y entre ellos y su medio
ambiente. En su planteo la sexualidad constituye una práctica emancipatoria que provee
a hombres y mujeres de una energía erótica capaz de crear alternativas al mundo actual,
y de fundar las condiciones de una sociedad no represiva. Su propuesta pasa por
desarrollar una praxis política y cultural que libere a la sociedad de los condicionantes
históricos e ideológicos que reprimen en ella el “principio de placer”, al tiempo que
habilite la posibilidad de acciones colectivas con este propósito como eje organizador.
Cabe indicar que las ideas de Marcuse fueron de gran inspiración para los movimientos
sociales inscriptos en los lineamientos de la “nueva izquierda” tanto americana como
europea de los años 60’ y 70’, fundamentalmente el feminismo, así como para los
procesos enmarcados en el “Mayo francés” y la contracultura de esas décadas.
Pero mientras que para Marcuse la recuperación de la “auténtica libertad” supone eximir
a la sociedad de todas sus represiones, para Erich Fromm –también integrante del
círculo de intelectuales reunidos en la Escuela de Frankfurt- no hay cultura posible sin
represión de los impulsos sexuales. Sigue en esto a Freud, pero avanza un paso más al
proponer una definición de la sexualidad en tanto dimensión psicobiológica de la
experiencia humana que se funda en la “polaridad masculino-femenino”. Esta polaridad,
para Fromm, sólo encuentra resolución eficaz en la unión sexual de un varón y una
mujer, y ya no solamente –como indicaría el “padre” del psicoanálisis-, en la
satisfacción recíproca de los amantes o en la autosatisfacción de una tensión química
producida en el cuerpo (masturbación). Para Fromm, la meta del deseo sexual
propiamente dicho es la fusión –nunca simbiótica- con otra persona del sexo “opuesto”.
Como puede imaginarse, esta afirmación ha recibido objeciones puesto que la
concepción misma de “polaridad” entre dos sexos cuyas características se presuponen
fijas y constantes19 –y su contracara, la “necesaria” complementariedad- tiene claras
resonancias restrictivas y hasta homofóbicas, tal como puede leerse en la siguiente
aseveración del autor: “La desviación homosexual es un fracaso en el logro de esa unión
polarizada, y por eso el homosexual sufre el dolor de la separatidad nunca resuelta,
19 “Puede definirse el carácter masculino diciendo que posee las cualidades de penetración, conducción, actividad, disciplina y aventura; el carácter femenino, las cualidades de receptividad productiva, protección, realismo, resistencia, maternalidad. Siempre debe tenerse presente que en cada individuo se funden ambas características, pero con predominio de las correspondientes a su sexo” (Fromm 1956: 31).
17
fracaso que comparte, sin embargo, con el heterosexual corriente que no puede amar”
(1956: 29). Siguiendo esta línea, Fromm plantea que el amor es mucho más que el
resultado de la atracción sexual o de la resolución del impulso de este orden. Más bien
debe ser pensado como un “arte” que requiere conocimiento y esfuerzo pues representa
la superación de la enajenación individual producida por la sociedad de consumo, así
como de la angustia que genera la conciencia de la soledad en este contexto. Y afirma
que la superación de esta distancia intersubjetiva se logra a través del anhelo de fusión
“existencial y universal”. Esto es, a través del “amor maduro”, en el que “se da la
paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos”, es
decir, sin perder la propia integridad individual. Esta conceptualización, cabe decirlo, ha
sido criticada por su tono esencialista al sostener una definición del amor por otra
persona como un amor simultáneo a todo el mundo y a todas las cosas y, por lo tanto,
como un amor total o totalizador, de compleja materialización en las condiciones
históricas de las sociedades modernas. Sin embargo, la apuesta de Fromm pasa por
convertir al “amor maduro” en un compromiso social y colectivo, removiéndolo de su
carácter de excepción individualista y marginal. Es claro para este autor que en la
sociedad capitalista en la que escribe, en la que prima el interés económico, el
automatismo y la mercantilización de todos los objetos y relaciones bajo el imperativo
mediático del entretenimiento permanente, el amor tal como él concibe se encuentra
separado de la vida social más amplia. En este contexto, admite que
La felicidad del hombre moderno consiste en ‘divertirse’. Divertirse significa la
satisfacción de consumir y asimilar artículos, espectáculos, comida, bebidas, cigarrillos,
gente, conferencias, libros, películas; todo se consume, se traga. El mundo es un enorme
objeto de nuestro apetito, una gran manzana, una gran botella, un enorme pecho; todos
succionamos, los eternamente expectantes, los esperanzados -y los eternamente
desilusionados-. Nuestro carácter está equipado para intercambiar y recibir, para traficar
y consumir; todo, tanto los objetos materiales, como los espirituales, se convierten en
objeto de intercambio y de consumo (1956: 67).
De allí que para este autor sea fundamental promover cambios radicales en la estructura
social existente. Sin precisar del todo el modo de concretar estas transformaciones, los
argumentos de Fromm se dan la mano con los de Marcuse en tanto ambos promueven
una empresa social y cultural emancipatoria. Para Fromm “analizar la naturaleza del
18
amor es descubrir su ausencia general en el presente y criticar las condiciones sociales
responsables de esa ausencia. Tener fe en la posibilidad del amor como un fenómeno
social y no sólo excepcional e individual, es tener una fe racional basada en la
comprensión de la naturaleza misma del hombre” (1956: 101-102).
Ahora bien, respecto de la conceptualización más general de la relación entre los sexos,
el pensamiento frankfurtiano tiene, para algunas teóricas del feminismo, más puntos
débiles que fortalezas. Según la española Alicia Puleo García, por ejemplo, “aunque
había llamado la atención sobre la dominación del hombre sobre la mujer y había
mostrado su relación con el sometimiento de los judíos, la clave del pensamiento de
Frankfurt no era precisamente igualitarista. Muy por el contrario (…) ve en la mujer a la
Naturaleza que no ha sido aún deformada por el Logos dominador” (1992: 119). Para la
autora esta concepción de lo masculino y lo femenino desalienta todo emprendimiento
de las mujeres por obtener la igualdad de derechos ya que esto les haría “perder” su
posesión más valiosa y distintiva respecto de los hombres: “su pensamiento no
cosificado ni meramente pragmático” (Horkheimer 1979: 119), así como las
“cualidades” –como la intuición- que harían posible enfrentar a la sociedad patriarcal,
basada en una racionalidad instrumental y calculadora (Puleo García 1992: 119).
Las críticas de Puleo García pueden ser, a su vez, también impugnadas ya que resulta
muy polémico adjudicarle una impronta esencialista a la perspectiva frankfurtiana, tan
combativa de cualquier ontologización. Por eso, y como síntesis de los aportes de esta
corriente a la reflexión sobre el género y la sexualidad en el campo que nos ocupa, nos
interesa destacar que la teoría crítica de Frankfurt promueve una indagación compleja y
exhaustiva de los medios de comunicación y la industria cultural como espacios claves
de confirmación de los intereses y valores de la ideología burguesa dominante.
Ideología que, en materia de género y sexualidad, valida en el discurso mediático
(caracterizado por el imperio del espectáculo, el entretenimiento y la fruición):
Una conceptualización estereotipada de los roles y las identidades masculinas y
femeninas.
El carácter instrumental de esas diferencias, al convertirlas en meros objetos de
consumo.
Una “ liberalización” de los impulsos que no es más que una renovada y eficaz
estrategia de represión de las pulsiones y de su potencial liberador.
19
Los aportes de los estudios culturales y el feminismo
Recién de la mano de los Estudios Culturales ingleses -y no en sus inicios inmediatos a
finales de la década del 50, sino a partir de un largo decenio posterior- se advierte una
primera gran confluencia y enriquecimiento recíproco entre los estudios de
comunicación y la teoría feminista y de género. En efecto, si bien el Centro de Estudios
Culturales Contemporáneos fundado en 1964 en la Universidad de Birmingham,
Inglaterra, partió de una concepción de la cultura como práctica social viva y abrazó
desde el inicio una perspectiva transdisciplinaria20 y políticamente comprometida21, el
encuentro con la teoría feminista tuvo lugar llegados los años 70, produciendo una
interesante reformulación de sus premisas teóricas y metodológicas. Fundamentalmente,
debido a las contribuciones que las intelectuales y activistas del género hicieron
respecto de las maneras de pensar los procesos de construcción identitaria y
configuración de las subjetividades en el interior de esta perspectiva. Como señaló
agudamente uno de los referentes de la llamada Escuela de Birmingham, el jamaiquino-
británico Stuart Hall:
El feminismo modificó radicalmente el terreno de los Cultural Studies. Por supuesto,
hizo figurar en el programa una serie de nuevos tipos concretos de interrogantes y
nuevos temas de investigación, a la vez que remodelaba otros que ya existían antes.
Pero donde tuvo el mayor impacto fue al nivel de la teoría y la organización, con lo que
estuvo en el origen de una nueva práctica intelectual (Hall 1980: 39).
En este sentido, “los debates propuestos por feministas como Sheila Rowbotham,
Michèlle Barrett, Jaqueline Rose, o Juliet Mitchell plantearon que la relación entre
análisis marxista y género no supone a la diferencia como atributo o como objeto, sino
como crítica de los modos de regulación de la cultura” (Delfino 1999: 68). Al respecto, tal
como señala la analista cultural argentina Silvia Delfino “la atención sobre los materiales,
20 Los estudios culturales articularon desde el comienzo distintas miradas y aproximaciones metodológicas provenientes del marxismo crítico, el análisis literario, la sociología de la cultura, el psicoanálisis, la antropología cultural y la historia, entre otras. 21 La preocupación constante de sus miembros más destacados, Richard Hoggart (1957), Raymond Williams (1977), Edward P. Thompson (1963), y posteriormente Stuart Hall (1981), fue la de vincular las indagaciones que realizaban sobre diversas dimensiones de la vida social –las prácticas y consumos culturales de la clase trabajadora, los medios de comunicación, los géneros musicales, la vida familiar y barrial, la literatura popular y masiva, los usos del lenguaje, etc.- con los movimientos sociales y proyectos políticos concretos. Entre ellos, el feminista.
20
formatos y efectos de los medios puso en primer plano tanto la reproducción de lo
económico como la especificación ideológica de la opresión y la violencia de género para
convocar no sólo a la investigación sino fundamentalmente a la organización política”
(Delfino 1999:71).
En efecto, uno de los terrenos donde la convergencia teórica entre estudios de
comunicación y estudios de género resultó más productiva fue en los análisis del texto
audiovisual cinematográfico y televisivo, así como en los estudios de recepción
mediática. En todos los casos, se partía de una concepción de los medios de
comunicación en tanto instituciones que cumplen un rol activo en la elaboración del
sentido común y las representaciones colectivas, junto a una definición compleja de
audiencias, alejada de descripciones extremas: ni los receptores están completamente
alienados por su pasividad, ni su recepción es absolutamente autónoma ante los
enunciados mediáticos. En efecto, desde fines de los 70 pero sobre todo en los 80, los
trabajos sobre el impacto de la llamada “videocultura” -televisión, video, satélite,
videocable, videotexto, videojuego y videoclip- reconocen abiertamente la existencia de
una pluralidad de pactos de lectura entre los medios de comunicación y los/as receptores,
así como su articulación con el consumo de otras tecnologías culturales y domésticas, y
otras formas de entretenimiento y usos del tiempo libre que no incluyen directa ni
necesariamente a los discursos mediáticos. En este sentido, y en contraposición con la
perspectiva funcionalista, los estudios culturales sostienen que la cultura mediática no
puede ser leída únicamente como una trama de manipulación más o menos evidente,
sino que se trata de un terreno válido para el análisis del conflicto generado por los
procesos de producción de sentido social. De esta manera, los medios interactúan
constantemente con otros espacios e instituciones sociales –como la escuela-, en los que
son resignificados. Por eso, una de las primeras nociones que revisan varios/as
integrantes de esta corriente es la de consumo de medios, práctica que pasa a pensarse
como atravesada, simultáneamente, por la segmentación de la oferta en el mercado y
por los usos diferenciados que hacen los públicos según la edad, género, clase social y
las experiencias vividas, entre otras distinciones.
Con esta base, surge una línea de investigación específica, concentrada en el análisis de la
recepción mediática y en la densidad de las interacciones a las que estos consumos dan
lugar, que orienta su atención hacia las dinámicas de decodificación de programas y
géneros televisivos de alta popularidad que tienen lugar en el contexto de relaciones
domésticas y familiares. Con este propósito, las investigaciones adoptan de modo
21
creciente los métodos etnográficos provenientes de la antropología (como los registros
de campo, la entrevista en profundidad y la observación participante), que permiten
describir exhaustivamente las prácticas de recepción de los sujetos en ese específico
enclave cultural –el hogar-, así como aprehender su sentido profundo, en base a la
interpretación directa de las experiencias y actividades cotidianas de mujeres y varones.
En este marco, la investigación de los británicos Charlotte Brundson y David Morley
plasmada en el libro Everyday Television (1978)- inaugura el estudio de los procesos de
interrelación que se producen entre los programas televisivos y los lazos familiares, las
pautas de autoridad y las diferencias de género (masculino/femenino), etnia y
generación en el contexto doméstico. Luego le seguirán otros, como Family Television
(1986) de Morley, y el trabajo conjunto de este autor y Roger Silverstone publicado en
1993 sobre la perspectiva etnográfica en el estudio de las audiencias de medios. Ya en
Family Televisión Morley muestra la impronta de su minucioso análisis (realizado en el
contexto de la Inglaterra de fines de los 70) sobre los modos en que el poder patriarcal,
el sexismo y las representaciones y experiencias desiguales entre varones y mujeres
intervienen en la definición de formas específicas de ver televisión, de acuerdo con la
construcción social y cultural de las relaciones de género. Así, por ejemplo, advierte las
diferentes lecturas que realizan los miembros de una misma familia ante cada tipo de
programa según los roles que desempeñan en la unidad doméstica (hijos, padre, madre,
etc.). También señala cómo las mujeres sienten más culpa que los varones en sentarse a
ver la televisión por puro placer, mientras que relativizan este sentimiento si lo hacen en
simultáneo a la realización de tareas consideradas como “útiles”, “necesarias” o
“intrínsecas” a su condición de amas de casa, como planchar o cocinar. Actividades,
todas ellas, vinculadas con la domesticidad y la vida intrafamiliar, universos
culturalmente construidos como “propios de las mujeres”. El estudio también identifica
significativas diferencias entre los géneros en materia de elecciones de programas y
estilos de consumo entre unos y otras: mientras las mujeres prefieren los formatos
donde prima la ficción por sobre la narración de hechos de la realidad (telenovelas,
comedias familiares, programas de economía doméstica o de educación sentimental),
los varones optan por los noticieros, los programas deportivos y los informes
periodísticos o de discusión política. Junto a esto, Morley señala en su trabajo el poder
naturalizado y desigual que ejercen los varones, en detrimento de las mujeres, niños y
niñas, al momento de decidir qué programas ver y cuándo, así como sobre el manejo del
control remoto. Diferencias que también se observan en el tiempo que unos y otras
22
dedican al consumo mediático y en las actividades que realizan en torno a la recepción
doméstica de TV. Los hombres, por ejemplo, están socialmente habilitados a
intercambiar comentarios en voz alta sobre el partido de fútbol que están mirando por
televisión, mientras que a las mujeres se les censura “perder el tiempo” mirando
telenovelas o programas sobre el mundo del espectáculo por considerarlos estúpidos y
fuera de la realidad. En la misma línea, muchos varones pueden obligar a todo el grupo
familiar a guardar silencio para poder seguir su programa favorito, mientras que muchas
mujeres no contarían con las mismas condiciones o autoridad para pedir lo mismo ante
un programa de su exclusivo interés. Lo interesante de este estudio es que relevó la
profundidad del orden patriarcal y sexista22 en torno al cual está organizada la
estructura familiar dominante. Orden que también moldea a una extensa gama de
prácticas sociales y culturales; entre ellas, las asociadas al consumo de medios.
Es preciso destacar que las observaciones de Morley son resultado del diagnóstico de la
sociedad y la época en que la investigación fue realizada, hace ya tres décadas, de
manera que, leídos en clave contemporánea, algunos de sus señalamientos sobre las
desigualdades de género a la hora de ver televisión hoy podrían ser calificadas como
“anacrónicas”. Nos interesa indicar, sin embargo, que pese al cambio en sus formas de
expresión, muchas de las dinámicas actuales de consumo mediático siguen
respondiendo, en su base, a la misma ideología sexista y/o androcéntrica que advirtió
agudamente el investigador inglés, por lo que se necesitarán aún importantes
transformaciones para que este orden ideológico se vea realmente conmovido.
Otro aporte relevante, dentro de la perspectiva de los estudios culturales, sobre las
maneras en que las diferencias de género y sexuales intervienen en los procesos de
consumo de medios, es el trabajo de la feminista holandesa Ien Ang. Para esta
investigadora, es claro que “las relaciones masculinas/femeninas siempre se basan en
cuestiones de poder, de contradicción y de lucha” (1987:18-19). Por lo tanto, las formas
de ver televisión por parte de varones y mujeres no son dos tipos de experiencias
separadas ni expresiones de naturalezas esenciales, sino resultado del modo en que
opera la estructura del poder en el ámbito doméstico para crear esas diferencias. El
desafío consiste, para Ang, en estudiar las formas emergentes de “subjetividad rebelde”
que tienen lugar en las formas masivas de la cultura. Incluso en las más aparentemente
“imperialistas y conservadoras”, como las teleseries norteamericanas de las grandes
22 Ver notas 4 y 7 de este capítulo.
23
cadenas. Con este propósito, la autora analizó, a mediados de los 80, la mundialmente
conocida serie Dallas23. En su investigación señaló que el “efecto de realidad” que
producía el programa no se debía a una correspondencia con el mundo externo, sino a
los sentimientos de compromiso directo que provocaba en la audiencia. La fascinación
con el mundo de los personajes de Dallas era, así, resultado de la identificación de
los/as espectadores con “experiencias más generales de vida: peleas, intrigas,
problemas, felicidad y desgracia” (Ang 1985: 44-45). Según la autora, como otras
ficciones televisivas, Dallas proporcionaba una pluralidad de narrativas que
simbólicamente inventaban una idea de comunidad en torno de la familia. Pero, como
melodrama, la serie encarnaba también un modelo de vida familiar en permanente
conmoción. Esto se conectaba con las creencias del sentido común de los/as
receptores/as: por ejemplo, que el sufrimiento y las penurias son parte cotidiana de las
relaciones personales. Así pues, el discurso de un programa serial como Dallas
podía –más allá de su esquematismo y su voluntad “ imperialista” - realzar los
derechos de las mujeres a los placeres de consumo, y hasta permitirles adquirir
más poder en el contexto doméstico.
Precisamente el examen de la relación de las mujeres con la cultura popular permitió a
los estudios culturales ocuparse de cuestiones antes marginadas por el conocimiento
académico, como la dimensión del placer que despiertan en el público femenino la
ficción romántica (las telenovelas, la literatura rosa, el folletín) y, más recientemente,
los formatos de dramatización mediática de las emociones, como los talk y reality
shows. En esta línea se destaca el trabajo Reading the Romance (1984) de Janice
Radway quien, mediante técnicas etnográficas, exploró los usos sociales y culturales
que hacen las mujeres de las novelas “ livianas” referidas al amor, el erotismo y los
conflictos familiares. Según Radway, este tipo de textos encuentran buena recepción
entre las mujeres en la medida en que con su lectura muchas de ellas sienten que
pueden eludir las exigencias de su papel doméstico al escaparse al mundo del
romance y la fantasía sexual. Asimismo, son muy reconocidas las indagaciones de la
británica Angela McRobbie sobre los consumos y apropiaciones de las mujeres
jóvenes respecto de ciertos formatos masivos (por ejemplo, las revistas para las
23 La serie Dallas, creada por David Jacobs, sentó un precedente global en materia de éxito de audiencia. Emitida en Estados Unidos durante 14 temporadas, entre 1978 y 1991, y reproducida en casi todo el mundo, relata la historia de una poderosa familia texana, los Ewing, vinculada con el negocio petrolero y de ganado. La estructura narrativa de tramas entrelazadas donde se dan cita los sentimientos humanos más extremos se convirtió en un modelo altamente eficaz para este tipo de formatos, en pleno auge de la industria televisiva de los 80 y 90.
24
adolescentes), así como sobre las alternativas de uso y producción cultural que las
chicas elaboran -en materia de moda, música, baile, salidas, etc.- en relación con sus
condiciones históricas de existencia. En este sentido, McRobbie sostiene que si bien
es cierto que los productos mediáticos dirigidos a las mujeres desempeñan un claro
papel regulador del género y la sexualidad femeninas a través de la indicación de
instrucciones normalizadoras y modelos de premio y castigo, también proveen de
recursos e informaciones que desestabilizan los antiguos límites de la “ feminidad
monolítica” y la “corrección sexual”. Estos insumos habilitan resignificaciones y
conexiones múltiples con otros modos de pensar, nombrar y experimentar la condición
genérica y sexual por parte de las receptoras (1998: 288; 294-295).
Por su parte, el cruce de los estudios culturales feministas con ciertas relecturas del
marxismo y del psicoanálisis –de la mano, fundamentalmente, de los planteos pos-
estructuralistas y/o deconstruccionistas- retomó también la preocupación por el
predominio de una mirada y un “régimen de placer visual” masculinos en el modelo de
cine hollywoodense, al cual le correspondería la imagen de la mujer como objeto
pasivo de la mirada. La reflexión señera, al respecto, es un muy citado artículo de la
teórica norteamericana Laura Mulvey (1975)24. Allí la autora plantea que la mirada
masculina, más que la “mirada del hombre”, representa una posición, un punto de vista
que “masculiniza” todo lugar de espectador en la medida en que se afirma sobre un
orden simbólico patriarcal. A partir de esta tesis, numerosas revisiones fueron
producidas en el campo de la crítica feminista de cine. Es notable, al respecto, la
contribución de la teórica italiana Teresa De Lauretis (1984), quien exploró con detalle
las representaciones cinematográficas de la mujer y la heterogeneidad implicada en el
término “público femenino”, al tiempo que instó a reflexionar sobre la productividad,
o no, de hablar de un “cine de mujeres”.
Como balance de la perspectiva de los Estudios Culturales sobre los procesos de
comunicación, cabe indicar que es desde aquí -en sus múltiples entrecruzamientos
transdiciplinarios- que tiene lugar el primer gran gesto de articulación fructífera de las
exploraciones sobre comunicación popular y masiva con la teoría feminista y de
género orientada a estas cuestiones. Vínculo que hará sentir su influencia, como
veremos enseguida, en la propia formación de los estudios culturales y
24 Ver también su mención en el capítulo de Artes, en este mismo libro.
25
comunicacionales latinoamericanos, en su específico lazo con las condiciones
históricas, sociales, culturales y políticas de existencia de nuestra región.
Reflexiones desde América Latina
Si bien desde los tempranos 1950 pueden rastrearse indagaciones sobre algunas
expresiones de la cultura popular y los medios –todas ellas inspiradas por entonces en el
funcionalismo norteamericano- es en los 70 cuando se afianza en nuestro país y en
América Latina un segmento de trabajos abiertamente preocupado por el análisis de los
procesos comunicacionales (Rivera 1987; Mangone, Méndez y Mestman 1994). De la
mano de la llamada “Teoría de la Dependencia”25 comienza a revisarse, justamente, el
sustrato conceptual del funcionalismo como teoría legitimadora del estatus quo
norteamericano, y a denunciarse los efectos del “capitalismo imperialista” no sólo en las
economías sino también en el terreno cultural de los países por entonces llamados “en
vías de desarrollo”.
Con estos argumentos como telón de fondo se constatan en estos años algunos escasos
trabajos locales sobre productos de la industria cultural analizados desde la pregunta por
las representaciones de género. Si bien el objetivo primario de las investigaciones sobre
medios de comunicación en esta época era dilucidar las funciones ideológicas que éstos
ejercían según los intereses económicos a los que servían –era crucial, pues, saber
quiénes eran los propietarios de los canales, diarios y radios para conocer sus
“verdaderas intenciones”-, también parecía claro que el estudio detallado de los
mensajes mediáticos –el “análisis de contenido”- constituía la mejor herramienta para
relevar las vías usadas por el poder para “invadir” e “ infiltrar” ideas a su favor, creando
así dependencia. En este sentido, el examen de los arquetipos de género, los modelos de
organización familiar, los valores y la moral sexual que ciertos productos masivos
legitimaban merecieron la atención de algunos/as analistas. Se destaca, al respecto, el
texto de la belga-chilena Michèlle Mattelart “El nivel mítico de la presa
seudoamorosa” (1970), donde analiza –con un marcado sesgo estructuralista y, a la vez,
25 La Teoría de la Dependencia, surgida en el interior de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) en la inmediata segunda posguerra, postulaba un modelo en el cual el desarrollo de un polo de naciones era la manifestación de la falta de desarrollo de otro. Esto se daba a partir de un proceso de crecimiento desigual, generado por el deterioro de los términos del intercambio y una injusta división internacional del trabajo, sostenidos en el monopolio tecnológico de los países centrales.
26
atento a las condiciones concretas de producción y recepción- la estructura de
contenidos de las fotonovelas, formato por demás popular en la década del 70 en
nuestros países. Unos años más tarde esta misma autora publicó “Mujeres e industrias
culturales” (1982), libro en que profundiza sobre la influencia ejercida por los medios y
la cultura de masas alrededor de las mujeres. Puntualmente indaga los efectos
ideológicos que producen en la audiencia las imágenes femeninas dominantes -de la
mujer consagrada a su hogar o cumpliendo un rol económico subsidiario al del hombre,
etc.- que son constantemente naturalizadas y ratificadas por estos discursos. Sobre todo,
por las foto/radio y telenovelas, las revistas femeninas y los programas dedicadas a las
mujeres, en su mayoría inspirados en los formatos norteamericanos y empleados como
modelos de la cultura masiva del capitalismo avanzado. Para M. Mattelart estas
representaciones opresivas del género femenino cumplen una doble función, útil al
sistema social hegemónico y a sus necesidades de acumulación de capital.
Por un lado, desempeñan un papel regulador en la economía capitalista, en la
medida en que las mujeres aparecen siempre realizando tareas domésticas
(impagas, invisibles), desempeñándose como ejército laboral de reserva (barato,
disciplinado), o como consumidoras en el mercado de productos masivos.
Por el otro, cumplen un rol reproductor de la ideología dominante, en tanto las
mujeres construidas por los medios encarnan cabalmente los estereotipos
femeninos vinculados con la educación, la garantía de equilibrio moral y
afectivo, la armonía familiar y la conciliación, y se las muestra alejadas de toda
actitud de cuestionamiento o resistencia al orden cultural sexista y clasista
imperante.
Así, los medios de comunicación –en su “fase superior del monopolismo cultural” - son,
para esta investigadora, el lugar clave donde se reducen las contradicciones sociales y se
fagocita todo elemento impugnador. De allí que en el accionar mediático cotidiano el
orden no necesite hablar de política para hacerla. Lo cierto es que este tipo de estudios,
nutridos de la teoría de la dependencia económica y de la teoría de la manipulación
ideológica por parte de los medios, fueron en su momento fuertemente criticados porque
reducían las investigaciones “a la deconstrucción -o simple denuncia- de los recursos
con que las historietas, las telenovelas o la publicidad imponían a los pueblos modelos
de vida imperiales” (García Canclini 1995: versión digital). Y si bien la propia Michèlle
27
Mattelart reconoció el esquematismo de estos planteos y finalmente los abandonó, “la
supuesta omnipotencia de los medios y el predominio de la dominación transnacional
sobre las culturas locales prevalece en muchas interpretaciones de la modernidad
latinoamericana y en el análisis de su interacción con las metrópolis” (1995: versión
digital).
Junto a los trabajos sobre la comunicación masiva se desarrollan también en nuestro
país, en sintonía con el resto del Continente, estudios que revalorizan las iniciativas
populares de intercambio y difusión de informaciones y saberes cotidianos en clave
local. Surgen así exploraciones sobre la llamada comunicación alternativa, cuya materia
prima son las experiencias de educación y comunicación llevadas adelante por grupos
comunitarios y/o militantes desde la década del 60. Iniciativas luego cercenadas por las
dictaduras militares que hegemonizaron por largos años la vida política y cultural de
casi toda la región, con especial fuerza entre fines de los 60 y principios de los 80. De
hecho, es recién con la recomposición de los procesos democráticos en América Latina
que muchos intelectuales emprenden una revisión del lazo entre comunicación,
educación popular y democracia a partir de aquellas experiencias comunicacionales de
base, en la que sus protagonistas -mineros, campesinos, sindicalistas, iglesias barriales,
mujeres- habían logrado crear las condiciones para hablar con voz propia y en el marco
de sus respectivas culturas cotidianas. Lo interesante aquí es que el movimiento de
mujeres encuentra, de la mano de lo que se conoce como la “segunda ola” del
feminismo26 (que en América Latina se dará, sobre todo, a partir de los 70), un renovado
impulso para hacer oír sus demandas, así como para vehiculizar públicamente su
propuesta política de igualdad entre varones y mujeres. Junto a esto, no hay que dejar de
indicar que la dictadura militar tuvo sus propias y efectivas políticas de orden cultural y
mediático, por lo que la ausencia de estudios significativos de comunicación en este
periodo no implicó carencia de ofertas mediáticas de impacto popular por esos años
(Mangone 1996). Más bien, esta menor producción teórica debe entenderse, entre otras
26 La “primera ola” alude a una genealogía mundial que, en diversos países latinoamericanos, coincide con las acciones de carácter militante llevadas a cabo por ciertos grupos de mujeres –la mayoría, provenientes de las filas del anarquismo y el socialismo- en reclamo por sus derechos políticos y civiles, a fines del siglo XIX y principios del XX. Por su parte, la “segunda ola” refiere a la re-emergencia del movimiento feminista de la mano de la radicalización de las consignas políticas y culturales impulsadas por distintos grupos de mujeres, a partir de los años 60. Estas acciones se inscriben en un contexto más amplio de impugnación a las formas tradicionales de ejercicio del poder, así como de formulación de respuestas contra-hegemónicas (como el pacifismo, el antirracismo, el ambientalismo, etc.), propias de la segunda mitad del siglo XX.
28
cosas, como consecuencia del duro golpe asestado por el gobierno de facto a la
universidad pública en tanto usina de conocimientos y espacio de intervención social.
A partir de los años 80 y en adelante, los fenómenos de mezcla entre lo “culto”, lo
“popular” y lo “masivo” son analizados por los estudios culturales y de comunicación
latinoamericanos como parte de un contexto múltiple que vincula críticamente la
historia de la colonización en el Continente con las transformaciones específicas de cada
país; los cambios operados por la transnacionalización de la economía y la desigualdad
sociocultural entre países y regiones, así como entre sectores de un mismo país.
Investigadores como Néstor García Canclini y Jesús Martín Barbero consideran a estas
nuevas condiciones de funcionamiento cultural como un proceso de “hibridación” y de
“heterogeneidad multi-temporal”, precisamente porque la cultura ya no puede pensarse
como un todo homogéneo27. Los productos y las prácticas de los sectores populares se
intersectan con las ofertas y consumos masivos -modificándose recíprocamente- en
temporalidades que tienen distinta duración (la de la memoria personal y colectiva, la de
la genealogía familiar o de la religiosidad popular, etc.) y que no necesariamente se
correlacionan con los ritmos que impone el mercado. Para Martín Barbero estas
“memorias desterritorializadas” –como las culturas juveniles del fin de siglo-
constituyen una nueva forma de percibir la identidad, definida como la articulación de
diferentes culturas provenientes de cualquier parte del mundo.
Es justamente este investigador quien, alejado de todo lamento contra la banalidad de
los teleteatros, sostiene que el melodrama –esa profunda pasión por contar historias-
representa el género ficcional por excelencia de las culturas populares latinoamericanas
(Martín Barbero 1984: 125). Como formato cultural que escapa a los intentos de
“domesticación” del modelo estilístico de la cultura burguesa, el melodrama hunde sus
raíces en “ los relatos fantásticos del medioevo, pasando por la literatura de cordel, los
cómicos ambulantes, el teatro del pueblo, el circo, la literatura de folletín, hasta arribar a
los modernas manifestaciones melodramáticas: radio y teleteatro” (García Canclini
1995: versión digital). A propósito del folletín por entregas, la analista cultural Beatriz
Sarlo (1985) señala que en la Argentina de principios del siglo XX estas breves historias
sentimentales que mantenían el final en suspenso hasta el último capítulo (como en las
telenovelas actuales) eran leídas por muchísimas jóvenes de la época, quienes
27 Comparten este horizonte de conceptualización cultural general otros/as autores argentinos/as y latinoamericanos/as como Aníbal Ford, Oscar Landi, Carlos Monsiváis, Renato Ortiz, Héctor Schmucler, Beatriz Sarlo, Roberto Schwarz, Nelly Richard y Armando Silva, entre muchos/as otros/as.
29
encontraban allí un espacio de ensoñación y de aprendizaje para los roles tradicionales
de género.
Así pues, en esta larga trayectoria, con sus diversas adaptaciones históricas a cada
dispositivo tecnológico, el culebrón mantiene intacto hasta hoy el núcleo de la trama: el
encuentro y desencuentro de sentimientos, la maraña de emociones que van del miedo al
entusiasmo, de la lástima a la risa, de la traición al amor. Martín Barbero ve en este
“enorme y tupido enredo de las relaciones familiares la forma en que desde lo popular
se comprende y se dice de la opacidad y complejidad que revisten las nuevas relaciones
sociales” (Martín Barbero 1984: 131). Advierte en las telenovelas una manera de
simbolizar lo social, de remitir a un imaginario colectivo sobre la propia identidad
latinoamericana. “Porque como en las plazas de mercado, en el melodrama está todo
revuelto, las estructuras sociales con las del sentimiento, mucho de lo que somos –
machistas, fatalistas, supersticiosos- y de lo que soñamos ser, el robo de la identidad, la
nostalgia, y la rabia” (Martín Barbero 1984: 243).
En toda América Latina la telenovela sigue siendo el formato mediático que más
estrechamente se asocia con el consumo femenino de medios, incluso a pesar de la
creciente diversificación de la oferta de programas y canales dedicados prioritariamente
a “temas de mujeres”28, y de la cada vez más numerosa incorporación de varones a las
filas de seguidores de este tipo de ficciones. Los análisis comunicacionales que abordan
su estudio están crecientemente interesados en explorar cómo este formato construye y a
la vez retoma las expectativas de las televidentes, presentando formas posibles de
respuesta a las responsabilidades, tensiones y rutinas cotidianas ligadas al contexto de la
vida familiar, así como a las competencias tradicionalmente asociadas a su estatus en la
pareja y el hogar (Michèlle y Armand Mattelart 1997: 101). Para la investigadora
argentina Nora Mazziotti, especialista en ficción televisiva, las televonelas son
constructoras de prácticas sociales debido tanto a su capacidad de generar compañía -al
proponerle al espectador una cita diaria que se incorpora a su práctica cotidiana y le
permite socializar con otros-, como a su poder para instalar ciertos temas de
conversación y/o debate. En este sentido, la autora señala que en numerosos casos de los
últimos años, la telenovela ha operado como motivador de aprendizajes sin siquiera
proponérselo explícitamente. Ejemplo de ello es lo ocurrido con el personaje femenino
28 De manera paradigmática, y pese a sus contrastes, tanto el canal Cosmopolitan como Utilísima, son ejemplos claros de la articulación entre esfera privada, vida de relación y socialidad pública de las mujeres en espacios televisivos dirigidos al público femenino.
30
de la novela de mitad de los años 80 titulada Cristal, de Delia Fiallo, que se la muestra
yendo a una consulta médica debido a un cáncer de cuello de útero. En Madrid, durante
la emisión de esta ficción, once millones de mujeres pidieron una consulta para
chequear su salud ginecológica. Mucho más recientemente, la telenovela cubana La
cara oculta de la luna, que aborda de manera central el tópico del hiv/sida (además de
incluir otros temas polémicos como la bisexualidad, la infidelidad, el alcoholismo y la
marginalidad), tuvo enorme repercusiones sociales en la isla. Tras su emisión, en 2006,
22 mil personas por encima de la cifra promedio anual acudieron espontáneamente en
Cuba a realizarse las pruebas del Virus de la Inmunodeficiencia Humana (Dixie 2007:
versión digital). Asimismo, es sabido que en materia de propuestas televisivas, los
cambios en los gustos y demandas, así como en la propia “ética social” de los
espectadores van de la mano de la definición de la televisión como empresa. Esto
implica considerar también como ejes del análisis la feroz competencia entre canales,
originada por la desregulación y la ruptura del consenso político y periodístico, y los
enormes beneficios económicos que generan estos programas de producción barata y
rápida distribución (Mazziotti 1996; Lacalle Zalduendo 2000). En el caso de la
telenovela, además, hay que tener en cuenta que su conversión en industria favoreció el
desarrollo concomitante de la publicidad, la prensa de espectáculos y las discográficas.
Aún así, la potencialidad educadora y/o socializadora de ciertas problemáticas sociales
relevantes –como ocurre en las telenovelas argentinas denominadas “de última
generación”, que abordan temas como el de la desaparición de personas en los años de
dictadura, el tráfico de órganos, o la trata de mujeres con fines de explotación sexual- no
puede desdeñarse, si no que, por el contrario, requiere de un análisis capaz de pensar su
posible reapropiación en el aula, con sentido crítico. En efecto, varios analistas han
reconocido el impacto pedagógico de este formato al indicar que las telenovelas suelen
presentar situaciones que se resuelven en la pantalla y que brindan a los y las
televidentes un repertorio de respuestas prácticas a problemas comunes. El concepto de
apropiación educativa que desarrolla Valerio Fuenzalida (1996) alude, precisamente, al
proceso por el cual los espectadores/as perciben como “educativos” programas que
presentan situaciones, conductas e información que son consideradas necesarias para
conducirse en la vida diaria, colectiva y personal, más allá de la correspondencia de lo
que se define como programas educativos y culturales. En las telenovelas, señala el
autor, este aprendizaje va teñido de las emociones que envuelven al televidente,
identificado con los personajes del melodrama: amor a los héroes y rechazo a los
31
malvados. Así, para el autor, una telenovela en donde se discute un embarazo no
deseado puede superar en discusión a un debate jurídico o médico realizado en la arena
pública. En esta misma dirección la investigadora María Teresa Quiroz (2001) sostiene
que si bien la telenovela trata y desarrolla temas de modo simplificado y esquemático,
extremando caracteres y situaciones, es rica en sus recursos “formativos”, activando
competencias de identificación.
Al mismo tiempo, los/as estudiosos de este fenómeno señalan que la circulación de
argumentos, textos y formatos empleados en las telenovelas ha servido como forma de
integración cultural. Con la globalización, estas ficciones comenzaron a exportarse a
distintos lugares del mundo, sorteando los límites de su tradicional mercado latino. Esta
nueva situación implicó ventajas y también costos simbólicos, como la neutralización
lingüística. Para muchos/as investigadores/as, esta modalidad podría hacer desaparecer
ciertas características nacionales: principalmente la lengua, pero también los modismos
de cada región y los espacios locales, que dejarían de ser significativos en pos de una
homogeneización con fines comerciales. De hecho, en los últimos años las telenovelas
han mostrando una importante capacidad de readaptación en cuanto a sus contenidos
temáticos, el discurso visual y su internacionalización. Tal vez uno de los ejemplos más
llamativos al respecto sea la telenovela brasileña El clon, que batió récords de audiencia
en los 21 países donde fue emitida, cuya trama incluía enredos multiculturales (vínculo
entre el islamismo y Occidente; lugar social de las mujeres musulmanas) y relaciones
intersubjetivas complejas en un contexto de polémicos avances científicos, como la
clonación). Otra transformación importante se relaciona con la participación del
público, que puede llegar a decidir el desarrollo y/o el final enviando sus propuestas a
foros de Internet u otras instancias de comunicación. Justamente esta mayor
participación de los/as receptores a través de su intervención “directa” en espacios
virtuales o mediante sondeos de mercado ha despertado lecturas encontradas entre los/as
críticos. Para algunos/as se trata de una forma de activismo ciudadano que habilita la
formulación de críticas y denuncias, por ejemplo, sobre el tratamiento estereotipado o
estigmatizado de algunas diferencias culturales. Para otros/as, no es más que una seudo-
participación, donde –por el carácter mercantilizado de todos los bienes culturales- no
hay lugar para una incidencia o transformación real por parte de los receptores. En
nuestro país, la serie de ficción nacional Dirigime representa, al respecto, una nueva
manera de ofrecer contenidos a los espectadores, quienes son los encargados de decidir
32
sobre el desarrollo de la trama y el final de cada episodio entrando a una página web29 y
consignando allí su voto tras ver algunas escenas de la ficción, así como a través del
envío de mensajes de texto por celular.
Pero así como del recorrido que acabamos de hacer por algunas de las reflexiones que
suscita la telenovela parece desprenderse un saldo positivo respecto de sus posibles
contribuciones a la formación de una cierta ciudadanía local y global, resulta también
imprescindible revisar las observaciones críticas que ha recibido y recibe este formato
debido, sobre todo, a su activo rol en el refuerzo permanente de estereotipos y mandatos
de “normalidad” genérica y sexual. En efecto, no por ser valorada por ciertas
perspectivas de análisis comunicacional, la telenovela queda eximida de ser leída como
un espacio de regulación cultural de las identidades y comportamientos “esperables”
para varones y mujeres, de acuerdo con los parámetros de los discursos dominantes.
Más bien es preciso recordar que en la mayoría de estas ficciones ambas condiciones
genéricas suelen presentarse de manera restrictiva desde el exclusivo paradigma de la
heteronormatividad, la ideología del amor romántico30 como “propia” de la condición
femenina, y la aspiración del logro de un marco legal (matrimonio) y una estructura
contenedora socialmente reconocida (la familia) como únicas instancias de legitimación
y autentificación de la unión amorosa de una pareja heterosexual.
Por su parte, el formato de los talk y reality shows también viene siendo objeto de
estudio por parte de los/as especialistas en comunicación. En nuestro país se destacan
los trabajos, con énfasis en una perspectiva de género, de Claudia Laudano (1998 y
1999) y de July Chaneton (1997 y 2005). En el primer caso, la autora releva, entre otras
dimensiones y a partir de entrevistas individuales y grupales a mujeres de distintos
niveles socio-profesionales, los intereses concretos de quienes miran este tipo de
programas31. Así observa que el mecanismo de identificación personal con alguna
testimoniante invitada a estos programas puede ser una manera silenciosa, para algunas
mujeres, de compartir un problema, por una vía menos costosa que contárselo a
otros/as. También identifica como otra causa posible de visualización de un talk show
29 El sitio es: www.dirigime.terra.com.ar 30 Ideología donde la mujer ocupa el lugar de objeto pasivo del deseo del hombre. 31 Las principales respuestas por parte de las mujeres aducían como razones de preferencia de los talk shows: la familiaridad de los temas; la puesta en escena de parte de la conductora; la exposición despiadada de los testimonios y las testimoniantes; los aportes de la voz de autoridad (generalmente materializada en la presencia de una psicóloga); la simple curiosidad; la posibilidad de que ese material televisivo generara comentarios y charlas con vecinas y conocidas; la fantasía de poder manejar y/o mejorar cuestiones vinculadas al conocimiento de las emociones y problemas humanos, ya sean propios o ajenos (Laudano 1998: 34-44).
33
entre las espectadoras el hecho de que opere un sentimiento de compasión, a modo de
consuelo, al ver que a otras personas les ocurren cosas de mayor gravedad. Y por
último, Laudano advierte también entre las entrevistadas motivos de empatía con
quienes cuentan su verdad y, al hacerlo, realizan una especie de exorcismo para quienes
están del otro lado de la pantalla y no se animan a narrar sus propias verdades. Por su
parte, Chaneton aborda el complejo vínculo entre prensa para mujeres, talk shows y
“saberes de sí misma”, en alusión a la capacidad de las mujeres de hacer inteligible su
propia experiencia. Y enmarca estos análisis en el proceso progresivo, iniciado a fines
de los 80, de inclusión en las agendas mediáticas de temas, espacios y lenguajes
referidos a la “política de género”, en la figura de tópicos como “acoso sexual,
conflictos entre maternidad y trabajo, discriminación sexista, violencia sexual, cupo
femenino, aborto, anticoncepción, derechos reproductivos y en general, derechos de las
mujeres” (Chaneton 2005: 215). Para la investigadora, este “feminismo popular para
uso masivo”, debe ser leído en clave de “ la necesidad mercantil [de los medios] de
adecuar la oferta simbólica a los cambios en las prácticas cotidianas de varones y
mujeres de capas medias”. De este modo, “la industria masiva de la cultura popular
reconoce -desde sus específicas determinaciones semióticas- las nuevas condiciones
culturales y sociales de producción de las relaciones de género, ofreciendo la vertiente
mediática del modo en que estos cambios se suponen vividos por las lectoras” (Chaneton
2005: 216). Ahora bien, si bien el interés mercantil es finalmente el principal motor de este
aggiornamiento mediático en materia de género y sexualidad, Chaneton advierte que esta
constatación “no debería obstruir el reconocimiento de la dimensión política que se juega
finalmente en la lectura. Es decir, por un lado, en el texto mismo, las relaciones de
negociación entre diferentes posiciones enunciativas y luego, la entrada de este discurso en
la trama más amplia de compensaciones y conflicto de la semiosis social” (Chaneton
2005: 267).
Como puede observarse, el recorrido analítico de los estudios de comunicación en su
cruce con los de género/sexualidades en el contexto local presenta especificidades
propias de la historia social y cultural latinoamericana, y se concentran muy
especialmente en el examen de los formatos mediáticos que, como la telenovela,
recuperan elementos de la cultura popular, los ponen en diálogo (y tensión) con los
procesos de transnacionalización económica y cultural, y ejercen un significativo
impacto ideológico en las dinámicas de producción y reproducción del orden de género
dominante.
34
3. Propuestas desde el periodismo militante y el activismo cultural
Casi en paralelo a los debates conceptuales formulados en el seno de las distintas
corrientes teóricas de los estudios de comunicación, y nutriéndose de modo oscilante de
ellos, diversos grupos y organizaciones del activismo feminista, de mujeres y de la
diversidad sexual de la Argentina vienen ocupándose de revisar los efectos ideológicos
del sexismo, la homofobia y otras formas de discriminación por razones de género y
sexualidad en los discursos mediáticos, así como proponiendo un uso alternativo de la
comunicación como herramienta de cambio. En este sentido, las primeras
intervenciones de algunos nucleamientos feministas, en las décadas del 60 y 70,
tuvieron que ver, fundamentalmente, con señalar el sexismo explícito o inferencial y el
carácter estereotipado de las imágenes de mujeres producidas por la publicidad y los
medios, sobre todo, en la figura de los programas y revistas dirigidas al público
femenino. En casi todos los casos, se trataba de investigaciones con un claro sesgo
militante que reposaban más en la denuncia que en la proposición y que en general
encontraron escasa receptividad, incluso en las propias mujeres a las que querían
defender, ya que las fuertes impugnaciones a la casi totalidad de sus consumos
mediáticos fue leído en numerosas oportunidades como una impugnación hacia ellas
mismas.
Más adelante se desplegaron nuevos enfoques que incorporaron los aportes del
psicoanálisis, la semiótica y las teorías de la recepción. Con estos recursos conceptuales
se analizaron las prácticas desplegadas por las mujeres en el consumo de medios,
destacando sus placeres, culpas y contradicciones como receptoras activas. También se
comenzó a investigar la participación femenina como trabajadoras de los medios así
como las políticas encaminadas a alcanzar una comunicación basada en los principios
de equidad de género. Junto a ello, la creciente presencia de las mujeres en el espacio
público y las transformaciones operadas en la propia vida social encontraron nuevos
ecos con la declaración del Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer (1975-1985)
por parte de la ONU, documento en que se explicitaba la necesidad de repensar el
vínculo entre este colectivo social y los medios de comunicación. Sin embargo, en
nuestro país la recepción de estas acciones internacionales se vio opacada por la
imposición del terrorismo de Estado iniciada con el golpe militar de marzo de 1976. Fue
recién tras este oscuro periodo, y con la recuperación democrática en los 80 como
condición de posibilidad, que la participación de las mujeres en los medios de
35
comunicación (como periodistas, editoras, productoras, etc.) fue en aumento. Con todo,
este cambio no fue necesariamente acompañado por una reflexión profunda sobre su
lugar concreto en ellos. Recién en los 90 cobraron fuerza en nuestro país los primeros
monitoreos y diagnósticos de situación sobre las condiciones de trabajo y formas de
(in)visibilización de las mujeres periodistas y/o comunicadoras en la estructura de
medios y en la industria cultural en general. El contexto más amplio de estos informes
fue la Plataforma de Acción de Beijing –el documento resultante de la IV Conferencia
Mundial de la Mujer organizada por Naciones Unidas en la capital de China, en 1995- a
partir del cual los distintos países trataron de estar a tono con las recomendaciones allí
formuladas. Entre ellas, la de promover la participación y el acceso de las mujeres a los
medios de comunicación, y renovar los esfuerzos a favor de la eliminación de imágenes
discriminatorias de las diferencias de género y sexualidad en los formatos mediáticos, lo
cual lejos está de haberse logrado en el actual contexto de concentración monopólica,
aunque sí al menos se ha comenzado a problematizar (Hermosilla 2005). A su vez se
multiplican por estos años investigaciones sobre la prolífica producción de materiales,
redes y vías alternativas de comunicación impulsadas tanto por organizaciones de
mujeres (CEM 1993) como por grupos de diversidad sexual. Productos y lenguajes –
revistas, manifiestos, boletines, radios, programas, marchas, circuitos, etc.- de larga
data, algunos, y otros más recientes, pero casi todos reconfigurados a la luz de las
posibilidades abiertas por las Tecnologías de Información y Comunicación (TICS) e
Internet. En la Argentina, por ejemplo, se crea en el 2000 RIMA, Red Informativa de
Mujeres de Argentina, un emprendimiento virtual para el intercambio de información, la
visibilización de las problemáticas de género y su inclusión en la agenda mediática más
extensa. Definida como una “experiencia de comunicación feminista alternativa” por
sus principales hacedoras, RIMA trabaja con claros objetivos de promoción de los
derechos de las mujeres en y a través de la comunicación como campo estratégico de
intervención (Ocampo y De Cicco 2003).
Los últimos años también han sido ricos en experiencias y propuestas locales de trabajo
informativo “con perspectiva de género” y atención a la diversidad sexual desde un
enfoque de derechos. En este sentido, son destacables las secciones específicas
dedicadas a estas temáticas, o su tratamiento transversal, en diversos medios
alternativos impresos y virtuales –ejemplo de estos últimos son, entre otros, los portales
Indymedia, ANRed, la Agencia de Comunicación Rodolfo Walsh, o LaVaca- y, en
menor medida, también en medios masivos, como los suplementos Las 12 (de mujeres)
36
y Soy (orientado a temas de la comunidad LGBT32), ambos del diario Página 12, o la
sección El placard del diario Crítica de la Argentina, donde también se tratan
cuestiones vinculadas con las sexualidades no hegemónicas. A esto se añade la creación
de emprendimientos enteramente orientados a difundir las acciones y luchas
antidiscriminatorias de grupos de diversidad sexual, como El Teje, el primer periódico
travesti de Argentina y América Latina lanzado en 2007 con el doble propósito de
promover la inclusión social de las personas travestis y transexuales y de fomentar el
pleno reconocimiento de su identidad y sus derechos ciudadanos33.
La mayoría de estas iniciativas –como indicamos, de carácter alternativo, de bajo
presupuesto y con énfasis en los formatos digitales (como revistas electrónicas, blogs y
páginas web)- deben enfrentar todavía las resistencias explícitas o implícitas de los
grandes medios y espacios de poder, así como de cierto sentido común extendido, aún
anclado en un orden jerárquico, patriarcal y hetenormativo del género y las
sexualidades. Entre los emprendimientos a favor de un periodismo no sexista
destacamos el proyecto de Artemisa Noticias, “un portal de noticias con enfoque de
género de Argentina hacia el mundo” (2007: 116), creado en el 2005, que forma parte
de Artemisa Comunicación, una organización no gubernamental especializada en temas
de género y comunicación. Esta misma institución dio impulso en 2006 a la creación de
la red PAR (Periodistas de Argentina en Red por una comunicación no sexista), espacio
que reúne a profesionales de los medios de distintos puntos del país. El principal desafío
de este tipo de propuestas es procurar que la información “con perspectiva de género”
no se reduzca exclusivamente a dar visibilidad a “temas de mujeres” o a fenómenos
donde aparecen mujeres. Más bien este periodismo “se propone analizar la información
con la que trabajamos preguntándonos si afecta de manera diferente a mujeres y varones
teniendo en cuenta la construcción social sobre sus roles”, lo cual implica
transversalizar esta mirada “a todos los temas y, por lo tanto, a todas las secciones de
los medios de comunicación” (2007: 126).
Por su parte, desde el campo de la experimentación artística y comunicacional es
destacable la tarea de subversión del discurso que despliega la agrupación denominada
Mujeres Públicas. Asociadas por algunos/as al colectivo feminista norteamericano de
32 LGBT: lesbianas, gays, bisexuales y trans. 33 El periódico está realizado por integrantes de la organización Futuro Transgenérico y colaboradores, y es publicado por el Centro Cultural Rojas dependiente de la Universidad de Buenos Aires.
37
las Guerrilla Girls34 por el uso irreverente que hacen ambos grupos de los lenguajes
expresivos (de la publicidad, la moda), los símbolos culturales y los discursos del
poder en general, Mujeres Públicas busca utilizar la creatividad como herramienta
política de cuestionamiento y transformación. “Nuestro objetivo –señalan- es
denunciar, visibilizar y propiciar la reflexión en torno a diversas opresiones de que
somos objeto las mujeres, así como desnaturalizar prácticas y discursos sexistas, desde
una perspectiva feminista” (Mujeres Públicas: http://www.mujerespublicas.com.ar/).
Las creaciones que producen (afiches, objetos, instalaciones, performances, carteles,
etc.) emplean predominantemente la calle como escenario y utilizan la práctica artística
como estrategia de acción política. Con esta consigna “ la apelación al humor y a la
ironía ha sido un recurso funcional tanto a la hora de plantear realidades difíciles de
asumir y asimilar, como a los fines de salirnos de la posición victimista que
generalmente acompaña la denuncia de la opresión” (Mujeres Públicas 2004:
http://www.rimaweb.com.ar/artes/mujerespublicas.html).
34 Guerilla Girls: surgida a mitad de los años 80 en Estados Unidos, esta agrupación de mujeres anónimas que toman nombres de artistas muertas como seudónimos y aparecen en público llevando máscaras de gorila (“para centrarnos en los temas más que en nuestras personalidades”), basan sus reivindicaciones en el humor, el sarcasmo y el compromiso de reinventar la “F de feminismo” para “transmitir información, provocar debate y demostrar que las feministas pueden ser divertidas”. En sus más de 20 años de existencia –su modelo de intervención ha sido replicado o retomado en diversos países- han producido cientos de carteles, adhesivos, libros, proyectos de impresión y acciones que ponen de manifiesto el sexismo y el racismo en la política, el mundo del arte, el cine y la cultura. Fuente: http://www.guerrillagirls.com
38
Obra: “Mujer colonizada”. Autoras: Mujeres Públicas: http://www.mujerespublicas.com.ar/.
Como vemos, las propuestas de trabajo sobre el ámbito de la comunicación desde el
periodismo militante y el activismo de género y la diversidad sexual son variadas. Y,
por eso mismo, múltiples sus definiciones de base y sus orientaciones de incidencia.
Resulta, pues, fundamental conocer las maneras en que el género y la sexualidad son
conceptualizadas en cada una de ellas, así como el tipo de vínculo que establecen con
las experiencias de lucha del arco más amplio de organizaciones y movimientos sociales
y culturales del campo feminista y LGBT. Al respecto, concluimos este sintético
recorrido por los distintos espacios de intervención desarrollados en nuestro país en
materia de comunicación y género compartiendo algunas de las discusiones contenidas
en el documento Medios de comunicación y discriminación: desigualdad de clase y
diferencias de identidades y expresiones de géneros y orientaciones sexuales en los
medios de comunicación, realizado en 2007 por el Area Queer de la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, que integra la Federación
39
Argentina LGBT35 y la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. El material fue
elaborado en vínculo con cátedras universitarias, observatorios de medios y
organizaciones de derechos humanos, género y diversidad sexual que trabajan contra la
represión y la discriminación en la Argentina. Entre ellas, la Cátedra de Comunicación y
Derechos Humanos y la Asociación Miguel Bru de la Facultad de Periodismo y
Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata; el Proyecto “Regulaciones
culturales: prácticas antirepresivas y antidiscriminatorias” de la Facultad de Ciencias de la
Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos; el Observatorio Social y Político
de Medios de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires; la Federación
Argentina LGBT y la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Cabe señalar que
desde 1997 el Area Queer propone historizar las luchas de diferentes movimientos
políticos contra la discriminación por criterios de edad, etnias, géneros, identidades de
géneros, orientaciones y prácticas sexuales no normativas a partir de su especificidad en el
vínculo entre desigualdad de clase y diferencias por las acciones contra la pobreza, la
exclusión, la represión policial, judicial y política (Forastelli 1999; Rapisardi 2002;
Delfino y Rapisardi 2007; Péchin 2007; Parchuc 2008a), Elizalde 2009). Al respecto,
sostiene que las prácticas de esos movimientos políticos hicieron evidente que, en nuestro
país, la relación entre discriminación y represión se produce a través del vínculo histórico
entre violencia económica y violencia represiva. En este sentido, la discriminación consiste
en la legitimación de la impunidad como modo concreto de cultura política en la medida
en que las ideologías homofóbicas, sexistas, racistas, lesbofóbicas o travestofóbicas
constituyen un campo material y a la vez político de prácticas de persecución, represión y
silenciamiento a formas de organización que distintos colectivos políticos han dado a sus
proyectos de transformación de sus condiciones de existencia (Delfino 1999; Delfino y
Rapisardi 2007).
En este marco, el documento sobre medios de comunicación y discriminación elaborado
junto a otras organizaciones recupera la histórica preocupación del Area Queer por
articular la investigación y las luchas culturales con distintas modalidades de activismo
social y político en tanto forma de producción de acciones políticas compartidas contra
la discriminación y la represión. De hecho, como parte de sus intervenciones, la
organización ha producido recientemente un relevamiento de los Códigos de Faltas,
Contravencionales y Edictos que son usados en todo el país para reprimir manifestaciones
35 Federación Argentina de Lesbianas Gays, Bisexuales y Trans.
40
y reuniones públicas, pero también para perseguir por edad, color de piel, géneros,
orientaciones y prácticas sexuales no normativas, clase y “portación de cara” en una
abierta criminalización de la pobreza, la indigencia y la protesta (Parchuc 2008b).
En línea con estos argumentos políticos, el libro del Area Queer sobre medios y
discriminación tiene por propósito producir “un umbral de debate en relación con las
tramas ideológicas de los medios de comunicación en la Argentina cuando focalizan
historias o situaciones que involucran a sujetos y colectivos excluidos por la
desigualdad de clase enlazada con la estigmatización por etnias, nacionalidades,
religión, géneros, discapacidad, orientación sexual, sexualidades no normativas y
condición social” (2007: 4). Para contribuir a este debate, el documento propone un
análisis que interpela la lógica de ciertas rutinas y procesos de producción de noticias en
los medios, al tiempo que ofrece una serie de recomendaciones, así como un listado de
organizaciones y colectivos sociales que pueden ser consultados. Por último, presenta
un relevamiento de los términos más discutidos por el movimiento de lesbianas, gays,
bisexuales y trans en la Argentina, que no pretende señalar palabras “correctas” e
“incorrectas”, sino que invita a revisarlas desde sus usos en condiciones sociales e
históricas concretas por parte de quienes participan de las luchas contra la
discriminación. Es de destacar que, desde su publicación, el documento ha sido
distribuido en ámbitos académicos, periodísticos y políticos, y los grupos e instituciones
participantes de su elaboración han realizado diversas reuniones con periodistas,
investigadores/as y estudiantes de distintos lugares del país para su difusión y discusión
colectiva. En lo que sigue, destacamos pues las principales recomendaciones propuestas
en dicho material respecto del tratamiento mediático de información que involucra
cuestiones relativas a las identidades y expresiones de géneros y orientaciones sexuales,
en sus múltiples cruces con la desigualdad económica y otras distinciones culturales.
Como acciones concretas se sugiere:
1. “Cuestionar los estereotipos que el sentido común establece en relación con la
desigualdad y las diferencias haciendo visible que las imágenes binarias, construidas a
partir de rasgos asignados a mujeres y varones como características constantes,
atemporales y ahistóricas de ‘lo femenino’ y ‘lo masculino’, se basan en procesos
ideológicos. Esto alude no sólo a las imágenes respecto de los géneros sino también a
situaciones que involucran lo etario, lo étnico, lo familiar o los roles laborales. En la
medida en que los estereotipos son usados para afirmar la aparente regularidad de una
situación, limitan a los sujetos a un espectro restringido de actuaciones, acciones o
41
profesiones que luego se naturalizan como ‘lo real’. Por ejemplo cuando se restringe las
prácticas de colectivos identitarios trans al espectáculo o la prostitución; ocurre algo
similar con los estereotipos del gay peluquero o decorador, la lesbiana deportista y el o
la afrodescendiente bailarín o bailarina.
2. “Evitar los abordajes que plantean ‘las dos campanas del problema’ y ponen en
igualdad de posición los prejuicios y enunciados discriminatorios con los no
discriminatorios. Este tipo de tratamiento periodístico desconoce que no se pueden
considerar las aseveraciones a favor de la discriminación y exclusión del género y la
diversidad sexual y los enunciados antidiscriminatorios como argumentos igualmente
válidos y atendibles para la deliberación de una opinión pública democrática. Es
frecuente que, como justificación de este enfoque, se recurra a la famosa teoría de ‘las
dos campanas’ o al imperativo de la búsqueda de una cobertura mediática lo más
‘objetiva’ o ‘ecuánime’ posible. En el mismo sentido, se deben enmarcar los debates
con la Iglesia Católica en el plano político (por ejemplo, en relación con la
despenalización del aborto), ya que esta institución debe ser considerada como un
agente de lobby e intervención en este campo. Los abordajes sobre temas
discriminatorios se deben contextualizar siempre en los debates sobre el acceso a
derechos humanos y no presentarlos como meros ‘intercambios de opiniones’. Tanto la
supuesta objetividad como la teoría de las dos campanas sostienen y legitiman
ideológicamente la desigualdad de clase, la criminalización y la represión de los
individuos y colectivos involucrados.
3. “No desconocer ni descuidar aspectos sociales, culturales y políticos más amplios en
la cobertura de las historias personales, para evitar las presentaciones naturalizadas de
las identidades de géneros y las orientaciones y prácticas sexuales no normativas, bajo
la forma de ‘perfiles’ o de notas de color o ‘pintoresquismo’. Estas naturalizaciones no
sólo invisibilizan sino que impiden la discusión colectiva sobre las condiciones en las
que estas identidades se producen (pobreza, explotación, persecución, exclusión).
4. “Tratar como prácticas discriminatorias los gestos, epítetos o comentarios burlescos o
injuriosos producidos por miembros de la industria del espectáculo, el deporte o por
celebridades que suelen justificar sus enunciados excluyentes al considerarlos dentro de
sus ‘contextos particulares’. Se debe recordar que es parte de la responsabilidad
periodística contextualizar las prácticas discriminatorias aunque gocen de popularidad o
aceptación por las situaciones en las que son producidas y consideradas como
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‘excepcionales’ o incluso ‘triviales’, cuando en realidad constituyen acciones que deben
discutirse en el marco político de sus efectos ideológicos.
5. “Considerar las designaciones discriminatorias como tales, señalarlas críticamente
contra el carácter extendido y naturalizado de su uso cotidiano.
6. “Consultar con los movimientos contra la discriminación y la represión o con los
colectivos involucrados cuando se informa sobre historias, experiencias o situaciones
relacionadas con personas pertenecientes a esos grupos. La inclusión de estas voces no
sólo colabora con la riqueza y la complejidad de la información (es habitual que en el
periodismo contemporáneo se consideren como ‘expertos/as’ a los/as activistas de los
distintos movimientos políticos) sino que permite situar la creciente supremacía que
tienen los agentes de gobierno (ministerios, secretarías de Estado, etc.), empresas y
corporaciones, en la producción de opinión pública como legitimación de modos de
autoridad y hegemonía” (2007: 8, 9 y 10).
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