TOPICOS DE
EL NOMBRE DE LA
ROSA
Nora Catelli
Los Cuadernos de Literatura
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La variedad de tópicos que El nombre de
la rosa ofrece al lector es apabullante. En primer lugar las alegorías que, sobre la base de las referencias históricas del
siglo XIV, proyectan su sombra sobre nuestro presente. Al mismo tiempo, mediante un extraordinario aparato de citas, ellas exhiben, como recurso de autoridad y de verosimilitud, el atributo de la erudición. En segundo término se hallan los que exponen series de temas literarios. Los primeros conciernen a las disputas entre el poder temporal y el poder de la Iglesia y, al cabo, a la cuestión del poder sin más. Los segundos incluyen las cuestiones de la parodia, el carnaval bajtiniano, la tradición aristotélica, la intertextualidad y la semiótica. Entre ambos planea uno de los grandes problemas de la narrativa de nuestro período: el de si es posible fundar una nueva novela sobre modelos de verosimilitud alternativos ya al realismo, ya a las impugnaciones totales o parciales del realismo a lo largo del siglo. No importa si estas impugnaciones tuvieron una base epistemológica o filosófica, como en el mundo de habla francesa, o fueron enfocadas desde el punto de vista de una nueva noción de la «vida», figura predilecta de los escritores anglosajones.
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A pesar de que esta novela muestre todo esto, no ha de creerse que los asuntos arriba mencionados hayan amenazado en lo formal los sólidos cimientos de las convenciones narrativas sobre las cuales está construída El nombre de la rosa. Si el perfil de la literatura contemporánea que solemos reunir en los nombres de Beckett, Borges, Nabokov, Lezama Lima o Queneau, puede tan sólo vislumbrarse como un interlineado fantasmal fabricado sobre ruinas de grandes estilos, terrenos argumentales erosionados y saqueos salvajes de géneros clásicos, la marca de ese perfil está por completo ausente del entramado de la novela de Eco.
Es verdad que esta novela enumera esos asuntos y los parafrasea, pero no afectan su composición: es un libro con muchos cadáveres, pero sin fantasmas y sin secretos. Se lo ha llamado, no obstante, libro «inagotable» e «infinito», como si fuera un clásico del presente, y ha generado un conjunto muy singular de ensayos y comentarios. Digo «singular» porque la función de la· mayoría de ellos ha sido la de inventar primero y después insertar en la rotundez de esta narración complacida en la evidencia, las curvas y dibujos de aquel interlineado del que carece.
Ha sido erigida, pues, una poética; se le ha atribuido un nuevo, casi inédito papel a la lectura, concebida como modo de producción de significaciones y también como forma de transacción entre tradición y vanguardia. De una manera que bien se puede llamar novedosa, la crítica de El nombre de la rosa da cuenta de las gruesas claves del texto y de sus evidencias al repetirlas, idénticas, una por una. Entre el hallazgo y la reproducción del hallazgo queda un vacío del que emerge,· como de una niebla, el mismo laberinto, el mismo ciego, el mismo sabueso.
Además de que este esfuerzo tiene un lado «Pierre Menard» que luego consideraré, la energía desplegada consigue otro efecto: transformar la enumeración y posterior clasificación de los temas de la novela en aspectos de la intertextualidad. Se sabe y se acepta que esta noción imprescindible introdujo en la teoría literaria, por decirlo de modo sumario, la idea del diálogo de los textos consigo mismos a través de todas las formas posibles del arte de la cita sin que este arte, ahora, admitiera la intermediación de su sujeto. Mediante este concepto se aclararon algunos de los problemas de la noción de autor y se hicieron explícitas las tensiones en uno de los campos predilectos de la crítica filológica: el de las fuentes, tan tranquilizador como académicamente rentable. Pero, en el círculo crítico de El nombre de la rosa, la noción de intertextualidad se ha transformado en una excusa para el mero repertorio de sus temas.
lPor qué esta prepotencia temática? Tal vez habría que dar un salto atrás en el tiempo de la historia literaria inmediata para encontrar un apelativo que diera cuenta de la eficacia induda-
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ble de El nombre de la rosa: quizá el de «novela de ideas» no sería impertinente. Allanaría al lector la comprensión de uno de sus rasgos más seductores y notorios: el de la desavenencia entre la complejidad de la gran masa de contenidos inmotivados (en el sentido de los formalistas rusos) y la simplicidad de su trama, proveniente de los códigos fuertemente fijados de la novela de enigmas. Hay en la novela una gran sutileza en el manejo de aquellos contenidos, un gran sentido del valor estético de la erudición; esta finura no se corresponde con el código de la narración, despreocupado y un poco burdo, como intemporal. En los nudos por donde avanza la acción este código exhibe sus claves y llena todo el espacio del texto. Con respecto a la masa de disputas teológicas, políticas y lingüísticas que he llamado de «contenidos inmotivados», existe un corte, una inercia. La convención reposa y jamás se torna problemática. Es necesaria para la novela, pero está desconectada del resto de ella.
Semejante desavenencia entre variedad temática y univocidad argumental resulta curiosamente contraria al corpus literario que Eco estudiaba en Lector in fabula, su libro teórico anterior a la novela. Este trabajo, a medias entre la exposición metodológica y la sistematización lógica, se apoyaba en la tradición cervantina, Rabelais y Sterne (cuyo Tristam Shandy sería el paradigma de la conciencia literaria de la lectura como parte misma del texto) para la construcción del modelo del lector como «cooperador textual».
Así, Tristam Shandy presidiría «un refinado club de textos, el club de los textos que cuentan historias relativas al modo en que se construyen las historias». Para enseñar todas las posibilidades que el «cooperador textual» debía tener en cuenta al enfrentarse con estos especímenes o cómo ser deducido a partir de ellos, Eco recurría a una rareza decimonónica, un cuento de Alphonse Allais titulado Un drame bien parisien. Por este breve acertijo de ficción y lógica de ángulos abruptos, Eco hacía precipitarse, como por un embudo, la gran corriente de los «textos que cuentan historias relativas al modo en que se construyen las historias».
De hecho, el cuento de Allais es una parodia del cuento tradicional finisecular: de la lógica narrativa y también de la temática ( en este caso, el adulterio). En Un drame ... tanto la intriga como el ambiente y la descripción son citas de tradiciones anteriores o inmediatamente coetáneas y dominantes a finales del siglo XIX. El prodigio de este «raro», al que Rubén Darío solía leer, es que cada cita incide sobre dos campos a la vez: el de las acciones y el de los asuntos derivados del gran tema del adulterio (la mentira, la sorpresa, la impostura). El movimiento de enlace es paródico, precisamente porque muestra que la totalidad (la del cuento realista y la del asunto, con ribetes morales o psicológicos), al ser parodiada, se ha vuelto imposible. En otras
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palabras, cada fragmento de tradición allí citado es conservado en su calidad de fragmento e invertido como tradición para componer un revés del género y la liquidación de sus normas.
El cooperador textual de esta experiencia es, desde luego, un artefacto complicado: debe efectuar, en el seno mismo del cuento, el trabajo de descomposición que niega la vigencia dominante del cuento mientras instaura y recompone todos los elementos. Aparece entonces una segunda instancia de la narración: si la obrita de Allais cuenta, de acuerdo con Eco, al mostrar el modo en que se construyen las historias, también narra, al mismo tiempo, que las historias son imposibles de contar.
De modo que allí confluyen diversas tramas: una de ellas es la trama de la lectura, doble y no redundante. Dotada de cierta libertad y de exigencia: libre, en la medida en que se hace cargo literariamente de esas contradicciones y les confiere una cualidad estética; exigente, porque requiere que se conozcan las convenciones y los códigos dominantes para disfrutar de su fractura. Vista contra el fondo de Allais, la propuesta narrativa de El nombre de la rosa revela todas las diferencias imaginables: no rompe ni fractura códigos; propone al lector un trabajo que refuerza la sensación de que se está ante una noción
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completamente opuesta de la lectura. Lo paródico se transforma aquí en una cuestión delegada al lector para que éste la construya desde fuera del texto mismo. El primer trabajo de la parodia, el que supone una actividad previa de lecturaescritura, en el seno de la misma novela, sobre un género determinado, o sobre aspectos de ese mismo género, se desvanece: imposible de definir o visualizar, en el texto, el lector fabrica la parodia como puro trabajo de contexto.
Entre las innumerables versiones que de la lectura dio Roland Barthes en S/Z, una especialmente es útil para contraponer al modelo de Eco en El nombre de la rosa: se trata de la que afirma que la lectura, esa «operación predicativa», debe, entre otras cosas, reconocer que «cuanto más plural es el texto, menos está escrito antes de que yo lo lea»: en la novela de Eco, en cambio, es lo totalmente escrito -nada está más escrito que un subgénero- lo que nos exige que le atribuyamos toda la pluralidad del mundo: quizá por esta causa sus críticos han elaborado, para suplantar lo unívoco y redundante de su trama, una pluralidad (calificada de «intertextual») con el repertorio de todos sus temas.
La forma más expeditiva de liquidar ese pequeño problema que la novela de Eco plantea, es afirmar que no hay nada de nuevo en este vuelco hacia afuera de las atribuciones del lector; decir, a continuación, que esas zonas inertes de la novela, esos nudos tan gruesos por medio de los cuales progresa la acción, son resultado de la quizá limitada pericia narrativa de Eco. Pero cuando un conjunto de críticos tan abundantes como serios decide que esa misma inercia es la depositaria de una semiosis ilimitada, uno se siente obligado a poner entre paréntesis aquella primera impresión y luego se encuentra no menos obligado a preguntarse por las razones históricas que den cuenta de esta confluencia de opiniones. Las razones, en suma, por las cuales los lectores de ese refinado club de textos que Tristam Shandy solía presidir vuelcan su exquisito entrenamiento en El nombre de la rosa: algo en el espíritu de nuestro tiempo ha de poder explicar semejante transformación.
En 1970, unos años antes de que Eco terminara su novela, George Steiner se preguntaba, en uno de los ensayos de Extraterritorial, qué sobreviviría del «actual y a veces brillante cúmulo de escritura sobre la escritura». Para Steiner esa vertiente poseía, aún en su innegable vivacidad, «un sentido espurio», un «inconfundible bizantinismo», «cierta morbidez», cierto malestar». El «brillante cúmulo» era producto, según Steiner, de dos amenazas: la de la opacidad del mundo del que ya no podía dar cuenta y la del silencio del artista. Este último, emblema predilecto, a partir de Rimbaud, del discurso literario de la autorreferencia. En el ensayo de Steiner quedaba implícito un valor de signo opuesto, que pocos años más tarde daría sustento a determinados retornos a la tradición «clásica», a la bús-
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queda voluntaria de cierto eclecticismo narrativo, al abandono de pautas vanguardistas. Este valor tiene que ver, también, con la revalorización de lo narrativo entendido como un «verosímil», aunque provisorio, legítimo.
En el campo específico de la novela de Eco, esta provisoriedad de lo verosímil no se expresa en cortes, alusiones, fracturas, digresiones y enfrentamientos de distintos discursos (esa es la línea de Halo Calvino en Si una noche de invierno un viajero, sobre el que volveré más adelante), sino, al contrario, en una maciza abundancia de lo convencional. Desde luego, es bastante aceptable interpretar esta maciza abundancia como una respuesta o resolución individual de Eco en el juego pendular y peligroso de la vuelta distanciada tanto a los grandes maestros del siglo XIX, como a los pequeños maestros de la novela de enigmas. Y también es posible leerla como síntoma de aquella caducidad de la oposición entre vanguardia y tradición en el campo de la novela. Puesto que este binomio estético tan cómodo ya no está vigente, forzosamente su lugar debe ser ocupado por otra cosa: críticos y lectores dirán que esa «otra cosa» es una reverberación de opciones múltiples, cuya única garantía de valor literario está en la lectura; ella es hoy, ante el cambio de gusto, la encargada de atribuir al texto del que se trate un segundo grado de significación literaria. Del tipo que sea: pastiche, parodia, subgénero, reescritura de modelos caducos.
Para huir un poco de la obligada cita de la condición posmoderna y de su primera formulación en la arquitectura, el crítico puede también buscar conceptos iluminadores en el ámbito de otro gran lenguaje, el de la música. Reflexionando sobré el campo de la música contemporánea, Bernard B. Meyer (citado por Bergonzzi), escribió: «Nos movemos hacia un período de stasis estilística, un período caracterizado no por el desarrollo lineal y acumulativo de un estilo único y fundamental, sino por la coexistencia de una multiplicidad de estilos bien distintos en una quietud fluctuante y dinámica a la vez. Pues la stasis, según entiende el término, no es una ausencia de novedad y cambio -una quietud total- sino más bien una ausencia de cambios secuenciales y ordenados. En suma, una multiplicidad de estilos coexistiendo en un balanceado aunque competitivo entorno cultural produce una stasis flotante en la cultura contemporánea».
Si Bernard B. Meyer nos provee de una descripción muy útil de nuestros complicados hábitos estéticos y de su extraña sincronía; si, antes, el artículo de George Steiner anunciaba y sancionaba el cambio de gusto y la ruptura del gran modelo de las vanguardias es, al cabo, el abundantemente citado personaje de Borges, Pierre Menard, el que nos otorgará la licencia de pensar mediante figuras (alegorías, en este caso, de la lectura, como proponía Paul de Man) el destino final del lector de El nombre de la rosa. La
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novela de Eco es el sueño de todos los anónimos Pierre Menard, críticos, teóricos, o profesores. Como si del cuento de Borges hubiera desaparecido la introducción, la noticia biográfica, la voz del narrador, en suma; y quedara únicamente una y otra cita de El Quijote separadas por una línea. Si antes de las dos citas hacemos desaparecer también el título del cuento («Pierre Menard, autor del Quijote»), lo único que denota que existió un movimiento de lectura en el cuento es el hecho de que las dos citas sean idénticas y el hecho de que una suceda a la otra. Ese es el gesto que propone El nombre de la rosa: una coexistencia estilística (como la de Meyer), una vuelta a los maestros (como la que profetizaba quizá inconscientemente Steiner), una parodia casi sin distancia ( como la que siniestramente nos permitía imaginar Borges en su cuento). Hasta cierto punto, un camino que parece llevar por fuerza de Sterne a Conan Doyle y de Conan Doyle a Eco.
lEs, entonces, el best-sel/er di qua/itá, el destino final de la ampliación de la responsabilidad del lector y de la pertinencia de la lectura como patrón hermenéutico? Podemos intentar responder a la pregunta con un rodeo. A finales de
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la década que consagró a Menard como contraseña universal del lector contemporáneo; de la década que hubo de admitir, con el apelativo de «posmodernidad», aquel diagnóstico de Meyer sobre la «stasis estilística»; de la década que ha vulgarizado, hasta el límite de la inteligibilidad, el lugar común acerca del «agotamiento de las vanguardias», no sólo Umberto Eco sino también Halo Calvino publicó una reveladora novela. La que he nombrado previamente, Si una noche de invierno ... ésta y El nombre de la rosa representan dos modelos absolutamente opuestos de concepción de la forma, aunque se las suele comparar porque ambas parten de agrupaciones caóticas de citas de géneros y estilos. Pero Eco reposa sobre una superficie codificada que no se atreve siquiera a erosionar: sobre esa base echa una red en la que recoge todo lo que sobre aquella ha encontrado y lo vuelve a arrojar sobre ella. Calvino, en cambio, ha erosionado y quebrado anteriormente sus propias bases novelísticas. Son sus fragmentos los que recoge y echa al aire. Y consigue, en un momento de elevación, que esos fragmentos, esos géneros y esos estilos compongan una trama inédita, sin temor al estrépito de la caída.
Los nexos narrativos específicos que unen entre sí la acción de El nombre de la rosa, por ejemplo, son enlaces de desnuda efectividad genérica: anuncian la entrada de un personaje, preparan al lector «ingenuo» para un momento de gran tensión, anticipan el curso de la acción, prometen la continuación de la historia y la revelación de la verdad, barruntan premoniciones oscuras acerca del próximo crimen. Si se me acepta una extrapolación un poco salvaje del tan invocado Mijail Bajtin, diré que en este aspecto El nombre de la rosa, al revés de lo que se afirma habitualmente, es de esos textos abiertamente monológicos, exponentes del canon de la subjetividad omnisciente. Esto, aun a pesar de la envoltura paródica, porque la distancia de rigor entre el modelo y su remedo se ha vuelto imperceptible, como antes he señalado. Y nuestro modo de leer exige una especie de parodia de tercer grado para que podamos reinstalar en ese espacio, nuevamente, el dominio literario que le otorga su sentido.
Si una noche de invierno -obra arriesgada y desigual, como la novela de Eco, pero sin zonas inertes- muestra las huellas de una extrema autoconsciencia de la escritura pero sin coartadas: en su propuesta de contigüidad de estilos se enfrentan, se neutralizan y se exaltan el ensayismo, la evocación de la gran novela realista y de aventuras y la apelación directa al lector con todos los ecos de la segunda persona del objetivismo. Si en Eco el «sentido» reposa en el código; en Calvino, al contrario, códigos y sentidos proliferan. Por la variedad jerárquica de tonos, por la potencialidad de las alusiones, por la continua cita de modelos reescritos, no reproducidos. En realidad, lo que muestra la novela de Calvino es
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que para que su lector «haga» todo, para que sea esa máquina de producir significaciones que convenimos en suponer aceptada por la crítica, primero es el mismo texto el que ha «hecho» (ha leído y escrito) todo. La diferencia con El nombre de la rosa es que, al contrario, esta última novela se «deja hacer» todo. El enigma literario de Si una noche de invierno un viajero, que podríamos formular con la pregunta de si es posible ir más allá en la búsqueda y la inquisición del valor de· la literatura, arrastra al lector. El enigma de El nombre de la rosa -novela invitadora en la exaltación de la belleza de la erudición pero seca o, al menos, bruscamente frenada, en lo narrativo- apacigua al lector. Acaba impresionándonos como un misterio sociológico más que literario, como una suma de ecomentarios más que como una inven-ción.
REFERENCIAS
Eco, Umberto, Lector in fabula, traducción de Ricardo Pochtar, Lumen, Barcelona, 1981. Barthes, Roland, S/Z, Editions du Seuil, 1970, p. 16. Steiner, George, Extraterritorial, Papers on Language and the Language Revolution, Penguin, Londres, 1972. Bergonzzi, Bernard, The Situation of the Novel, The MacMillan Press LTD, Londres, 1979: La cita de Bernard B. Meyer se encuentra en la página 31. Borges, Jorge Luis, «Pierre Menard, autor del Quijote» en Ficciones (1956), Editorial Emecé, (7.ª ed.) 1966, pág. 45. Calvino, Halo, Si una noche de invierno un viajero, trad. de Esther Benítez, Bruguera, Colección Narradores de hoy, Barcelona, 1981.
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