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Hace tiempo, en una ciudad lejana, vino al mundo un
niño transparente.
A través de su cuerpo se podía ver igual que a través
del aire y del agua.
Era de carne y hueso, pero parecía
de vidrio, y si se caía no se rompía en
pedazos; como mucho se hacía un
chichón transparente en la frente.
Se veía su corazón palpitar.
Y se veían sus pensamientos
deslizarse como peces de colores en
su pecera.
Una vez, el niño dijo una mentira por
equivocación, y la gente pudo ver al
momento una especie de bola de fuego a
través de su frente; dijo la verdad y la bola de fuego desapareció.
Nunca más en su vida volvió a decir una
mentira
Otra vez, un amigo le confió un secreto, y al momento todos vieron una especie de bola negra que giraba sin cesar en
su pecho,
y el secreto dejó de serlo.
El niño creció, se convirtió en un
muchacho, luego en un hombre,
y todo el mundo podía leer sus
pensamientos y adivinar su
respuesta cuando le hacían una
pregunta, antes de que abriera la boca.
Se llamaba Jaime, pero la gente le llamaba “Jaime de cristal”, y le querían por su
sinceridad y a su lado todos se volvían amables.
Por desgracia, un feroz dictador
subió al gobierno de aquel país, y
comenzó entonces un período de abusos, de
injusticias y de miserias para el
pueblo.
Quien se atrevía a protestar desaparecía
sin dejar huella. Quien se rebelaba,
era fusilado. Los pobres eran
perseguidos, humillados y ofendidos
de mil maneras.
La gente callaba y aguantaba por
temor a las consecuencias.
Pero Jaime no podía callar. Aunque no
abriera la boca, sus pensamientos
hablaban por él: era transparente, y
todos leían a través de su frente
pensamientos de desprecio y de condena por las
injusticias y violencia del tirano.
Después, a escondidas, la gente repetía los pensamientos de
Jaime y recobraba la esperanza.
El tirano hizo arrestar a Jaime de
cristal y ordenó arrojarlo a la más
oscura prisión.
Pero entonces sucedió una cosa extraordinaria: los muros de la celda en la que Jaime había
sido encerrado se volvieron transparentes, y tras ellos también los muros de la cárcel,
y, por último, la muralla exterior.
La gente que pasaba junto a la prisión veía a Jaime sentado en su taburete, como si también la prisión fuese de cristal,
y seguía leyendo sus pensamientos.
De noche, la prisión expandía
a su alrededor una gran luz,
y el tirano hacía correr las cortinas
de su palacio para
no verla,
Pero tampoco conseguía dormir.
Ésta es una historia sobre el poder de la verdad contada por Gianni Rodari
e ilustrada por Javier Aramburu.