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La Señorita de Marbeuf Jean-Louis Dubut de Laforest

La señorita de Marbeuf

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La Señorita

de Marbeuf

Jean-Louis Dubut de Laforest

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JEAN-LOUIS DUBUT DE LAFOREST

LA SEÑORITA DE MARBEUF

Traducción de José Manuel Ramos González

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Título original: Mademoiselle de Marbeuf

© Jean Louis Dubut de Laforest. París 1888

© por la traducción José M. Ramos González. Cádiz, 2015.

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I

Cuando el conde Robert de Marbeuf, una de las más honorables víctimas del

hundimiento de la Bolsa, decidió partir muy lejos para buscar fortuna con el comercio

de diamantes, la duquesa de Torcy aceptó en cuerpo y alma acoger a la única hija del

aristócrata, su sobrina Christiane, que se había quedado sin recursos ni protector. La

Sra. de Marbeuf, una princesa rusa de sangre real, cuyo matrimonio morganático fue

todo un acontecimiento en París, acababa de sacrificarse para pagar las deudas de su

marido. A la noticia de la catástrofe financiera, la gran dama había partido para la corte

de San Petersburgo; se postró a las rodillas del Zar y solicitó y obtuvo del amo del

Imperio un gran favor: la autorización de enajenar los bienes de su dote. Luego, de

regreso a Francia, al ser una madre cariñosa y una abnegada esposa, luchó contra el

infortunio, alentando al padre de Christiane a que trabajase, iluminando el sombrío

hogar con el sueño de sus esperanzas. Pero una enfermedad, seguida de unas fiebres,

tomó a la animosa mujer, que necesitó guardar cama para no volver a levantarse nunca

más: un delirio transportó a la condesa más allá de los límites del mundo, y la dama se

sumió en un augusto sueño, conservando toda su radiante belleza, con la única

consciencia y la dicha suprema del honor intacto de la familia, del honor inviolable del

doble blasón.

Golpeado en lo más profundo de su corazón, el Sr. de Marbeuf se sintió desolado:

la desaparición de su considerable fortuna, las preocupaciones del día a día, las

privaciones, todo eso no era nada comparado con la pérdida de su amada; con ella viva,

el conde hubiese sido más fuerte, se hubiese resignado a un trabajo cualquiera. Pero

carecía de espíritu batallador, y, ante la obligación tan seria de ganar el pan cotidiano de

una hija, el aristócrata tenía miedo de sí mismo, de sus nervios, de sus modales todavía

altivos, de su temperamento habituado a ordenar; en presencia de jefes desconocidos, no

estaba seguro de la placidez de su mirada ni de la ligereza de su presencia. Además, el

Sr. de Marbeuf acariciaba una idea de revancha: quería conseguir una dote digna de su

hija y de su casa, y realmente no la podría obtener con un puesto de empleado, incluso

por muy superior que este fuese.

Una vez conducida a Christiane a casa de la duquesa de Torcy, el conde Robert de

Marbeuf tomó un barco que lo llevaría al cabo de Buena Esperanza; algunos periodistas

parisinos se divirtieron a costa de ese vividor incapaz, según decían, de distinguir un

enorme diamante de un tapón de garrafa; pero en ningún caso se dejó de rendir

homenaje a la noble mujer que, en el desastre, – por encima de los contratiempos de la

Bolsa, de los contratos ficticios, de las separaciones de bienes, de verse obligada a

recurrir a su dote, de las falsas y las mil triquiñuelas que los acreedores utilizan para con

el cliente deshonesto y deseosos de refugiarse bajo las faldas de la Señora,– había dado

el admirable ejemplo de una ruina aceptada, de una ruina implorada.

El conde no obtuvo éxito en su empresa y se mató.

Tiempo atrás, ciertas rivalidades espoleaban a los Torcy contra los padres de

Christiane: el duque y la duquesa, menos ricos que sus primos, envidiaban la mansión

principesca de los Marbeuf, la vida elegante y suntuosa de la brillante pareja desdeñosa

de la política, amigos del placer y de la caridad a manos llenas; y aún hoy, la duquesa,

viuda altiva y severa, defensora ilustre del trono y del altar, se acordaba de las sutiles

indirectas del conde y la condesa en relación a la gran politicastra del Faubourg. ¿Cómo

iba el Sr. de Marbeuf a sospechar que la amargada dama vengaría sobre una cabecita

inocente los rencores que él creía olvidados o desaparecidos a causa de su propia

desgracia? Sin embargo, así era. Lejos de aumentar el afecto por la sobrina tan

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desdichada, la tía le hacía pagar con dureza su hospitalidad; los hijos de la duquesa,

Juliette y Gontran, ayudaban a su madre en sus represalias. Juliette, corroída por unos

celos rastreros y Gontran acosándola, a veces con un amor caótico, otras veces con un

odio sarcástico de un enamorado henchido de orgullo y que se irrita porque todas las

miradas de una hermosa criatura no se someten humildemente a su persona. Juliette

envidiaba a su prima la elegancia, los trajes, el vestuario de la condesa muerta, que los

dedos de hada de la señorita transformaban, según la moda, con ingeniosidades de

costurera real. Solamente la institutriz, la Srta. Flavie d’Amboise, daba muestras de

alguna simpatía hacia Christiane; pero la situación interina de esta vieja y dulce

solterona no le permitía mitigar los rigores de toda la parentela desencadenada. Entre

una tía terrible y unos primos despreciables, la Srta. de Marbeuf vivió años de dolor,

una juventud llena de tristeza y lágrimas: se le reprochaba falta de celo religioso,

aunque cumpliese con sus deberes; se le acusaba de tener aires de princesa, aunque se

mostrase sencilla y modesta; se le daba a entender, en medio de dulces palabras, de

caricias hipócritas y alusiones hirientes, que habría estado obligada a ganarse el pan,

bien de institutriz o dando clases de piano, si unos parientes caritativos no la hubiesen

recogido; a la menor sonrisa, a la menor alegría, al menor semblante de orgullo, se le

arrojaba en cara el recuerdo de su brillante condición pasada; la helaban de horror

mostrándole el abismo abierto bajo los pasos de las muchachas nobles y pobres. La Srta.

de Marbeuf jamás se rebeló contra las durezas y las injusticias; paciente, esperaba la

santa hora en la que llegase un ser salvador para llevársela de la siniestra casa. ¡Oh,

cómo lo amaría!

Christiane se regocijaba cuando evitaba las desagradables galanterías de su primo:

a las múltiples pasiones que, a espaldas de la duquesa, habían agitado el tenebroso

espíritu del hermano de Juliette, sucedía una frialdad aparente. El joven duque iba a

casarse con una rica heredera, la Srta. Laure de Château-Renauld, y esa noche – era el

mes de noviembre de 1884 – la duquesa Valérie de Torcy ofrecía una cena en su

palacete de la calle Saint-Dominique, para celebrar el compromiso de Gontran.

En una sala adornada con antiguas tapicerías, con retratos de antepasados

alineados a lo largo de las altas paredes, bajo la luz de una lámpara de bronce florentino,

y cerca de una amplia chimenea encendida con enormes morillos llameantes que

soportaban unas cadenas góticas, la duquesa Valérie gesticulaba ostensiblemente

rodeada de algunos miembros del Parlamento. Era una mujer alta y delgada de unos

cincuenta años, de cabellos grises caídos en mechones, nariz puntiaguda y un rostro

iluminado por unos ojos verduzcos. Llevaba un vestido de terciopelo rojo escotado, con

una cenefa de encajes negros sobre la falda, y mientras sus gestos untuosos de pontífice

subrayaban sus palabras, sobre sus labios delgados y fríos, de una frialdad de labios

muertos, se helaba una sonrisa para renacer más fría aún, llena de hiel y sarcasmo,

revelando el desprecio contenido de una monárquica exaltada por unas políticas

desbordantes de esperanza y bellas promesas, incapaces siempre de recuperar a su Rey.

Se enfrentaba sobre todo con el duque de Puyguilhem, que, con motivo de una reciente

sesión de la Cámara de los diputados, y con ocasión de una demanda de amnistía, había

manifestado que tomaba a su cargo a los cuatro hijos de un minero condenado por

participar en la huelga de Decazeville.

–¡Ah, mi querido duque!, ¿por qué interesarse en una familia de revolucionarios y

de asesinos? ¡Qué idea más descabellada!

–Señora, esos niños no son responsables del crimen de su padre, y tengo la

esperanza de verlos crecer y convertirse en trabajadores honrados…

–Si ofrecemos todas nuestras simpatías a las familias de nuestros adversarios, no

nos quedará nada que aportar a aquellos que son leales a nuestra causa…

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El marqués de Château-Renauld, senador, solemne caballero de frente huidiza y

patillas salpimentadas, adoptó, con tono irónico, la defensa del diputado:

–En resumen, el señor duque de Puyguilhem, cuyas opiniones legitimistas no

podrían ser cuestionadas, quiere sin duda conquistar las almas, moldearlas e inocular en

los hijos del revolucionario el espíritu monárquico.

–Señor – respondió el duque con tono molesto –, en principio quiero sobre todo

dar pan a unos niños que carecen de él; lo demás ya llegará en su momento.

–¡No se alimentan los cachorros de los lobos y de los tigres! – respondió la Sra. de

Torcy.

Unas cabezas calvas se inclinaron, e incluso unas damas maduras se habían

acercado para aplaudir esas crueles palabras, cuando un primo de la duquesa, el

marqués Arthur de Saint-Hilaire, un viejecito juerguista de bigotes teñidos, creyó de

buen tono, según su costumbre, dejar caer un comentario chispeante en la conversación:

–Valérie,– dijo con su voz cascada,– te equivocas: se alimenta perfectamente a los

hijos de los lobos y de los tigres: la Sra. Sarah Bernhardt ha traído de América una

tigresa…

–Por favor, Arthur, te lo ruego…

Sentadas ante un piano de cola, cubierto con un paño estampado de flores doradas

de lis, Juliette y la novia, ambas vestidas de blanco, hojeaban unas partituras: Laure

tenía uno de esos rostros iluminados, demasiado regulares, con un diseño demasiado

perfecto, una cabeza de virgen morena que la cromolitografía ha popularizado; Juliette

era fea, fealdad heredada de su madre, pues incluso carecía de las gracias de la juventud,

la belleza del diablo, y con sus brazos largos, nariz puntiaguda, pecho plano, los ojos y

la fría sonrisa de la duquesa, parecía marchita antes de estarlo, como la planta a la que

una helada ha quemado sus primeras hojas. Detrás de su hermana y su novia, Gontran,

bajo y delgado, muy envarado en su frac negro, la nariz encorvada, los cabellos

morenos cortados a cepillo, el monóculo en el ojo, unos bigotes con los escasos pelos

erizados, se mantenía de pie, dispuesto al saludo correcto que ofrecía con auténtico

automatismo. De vez en cuando, el duque murmuraba frases insignificantes al oído de

un joven alto y rubio, de ojos azules y hermosos bigotes, el vizconde Jacques

d’Hervilliers, capitán de dragones; pero el vizconde ya no escuchaba las banalidades de

su amigo Gontran: la Srta. de Marbeuf acababa de entrar en el salón, y todo el

pensamiento de Jacques se dirigía hacia ella.

–¡Fíjese!– observó Juliette, lo bastante alto para ser oída por Laure, –mi querida

prima siempre dando la nota… ¡Necesita una entrada de efecto!

Christiane estrechó la mano de Laure y tomó lugar a la derecha de la institutriz, la

Srta. d’Amboise, que la llamaba con gesto afectuoso.

Encantadora en su vestido rosa, con el cuello y los brazos desnudos, rubia de un

tono leonado y luminoso, el talle ligero, el pecho joven y firme, la mirada brillante, la

nariz griega, la boca de un rojo húmedo con dientes muy blancos, regulares,

encantadores y el mentón horadado con un delicado hoyuelo, la Srta. de Marbeuf

revelaba una mezcla de gracia y fuerza con las gracias felinas de la parisina, vivificadas

de una sangre rica y nueva; cada uno de sus gestos era una caricia, cada uno de sus

movimientos, siempre graciosos y castos, una voluptuosidad. Pero eran sobre todo la

frescura de su tez, el sonrosado de los labios de carne nueva, el fuego de los ojos negros

bajo el cabello de un oro virgen, los que animaban ese rostro de una seducción personal

que le daban un violento sabor de lujuria; y al ver, en el estallido virginal de sus

diecisiete años, esa extraña y soberbia hija del Norte, se comprendía a la vez el odio

celoso de la prima y la profunda emoción del joven oficial.

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Juliette sabía que mentía afirmando a Laure que Christiane retrasaba su entrada en

el salón para reservarse un éxito de vanidad, pues ese mismo día había surgido una

disputa entre las dos primas, y la Srta. de Torcy había reprochado a la Srta. de Marbeuf

la hospitalidad de su casa. Christiane lloraba, cansada de tantos infortunios, cuando la

institutriz, la Srta. Flavie d’Amboise, había acudido a exhortarla una vez más a la

paciencia. Esa mujer tenía aires de emperatriz caída, pero aún orgullosa, con un perfil

de medallón y cabellos encrespados, que, en lugar de experimentar el odio común y

feroz de una anciana amargada hacia todo lo que es joven y hermoso, amaba a la

desgraciada niña, a la alumna pobre, bonita e inteligente, cuyo trabajo y dulzura la

consolaban de la pereza y el insoportable orgullo de Juliette. Lamentablemente, la Srta.

d’Amboise debía abandonar el palacete de los Torcy al día siguiente, al haberse

terminado la educación de las señoritas; la institutriz trataba de inducirle valor en sus

palabras de despedida; con la pobre muchacha encontró tesoros de afecto en su pobre y

helado corazón de solterona. Christiane declaraba no querer asistir a la cena; la Srta.

d’Amboise le dio a entender que el capitán d’Hervilliers ya se había fijado en ella;

¡estaba segura, se lo juraba! ¿Iba a dejar Christiane campo libre a Juliette que ardía de

ganas de convertirse en vizcondesa? Así pues, alentada por esa voz amiga, la Srta. de

Marbeuf había enjugado sus lágrimas para bajar al salón y presentarse allí con la sonrisa

en los labios y en toda su triunfal belleza.

El capitán d’Hervilliers arrastraba al joven duque.

–Gontran, – dijo–, tú eres mi amigo. ¿Puedo confiarte algo serio?

–¡Por supuesto!

–Pues bien, ¡estoy loco por Christiane!

–¡Venga ya!

–¡La adoro!

–Pero si apenas la conoces.

El Sr. d’Hervilliers no tuvo tiempo de percatarse de la palidez del prometido de

Laure; un criado en librea vino a anunciar que la Sra. duquesa estaba servida y todos

pasaron ceremoniosamente al comedor. Había treinta invitados. Christiane se

encontraba situada en uno de los extremos de la mesa, entre la Srta. d’Amboise y el

barón de Saint-Hilaire; de vez en cuando, la vieja institutriz observaba los ojos del

capitán, luego murmuraba al oído de su vecina: « Te mira… te quiere…»

Después de una cena seria y silenciosa, se regresó al salón; Juliette y Laure

comenzaron a servir té y café; Christiane permanecía apartada; la duquesa, que quería

evitar cualquier sospecha de injusticia, interpeló dulcemente a su sobrina: «Christiane,

ayuda a tus primas, por favor.» Precisamente, el capitán d’Hervilliers se encontraba

cerca y era uno de los últimos en ser servido a causa de su edad, y fue a él a quien la

Srta. de Marbeuf presentó la primera taza. Juliette enrojeció de cólera, pero su emoción

era insignificante al lado de la turbación de Gontran. El joven duque iba, venía,

mariposeaba alrededor de su novia; se empeñaba en hacer gracias; parecía encantado,

cuando una angustia lo corroía en lo más profundo de su ser. La inesperada confidencia

de Jacques d’Hervilliers había reactivado su pasión por Christiane; ya no veía más que a

Christiane y sus mentirosos ojos sonreían a Laure.

Toda la velada representó la misma comedia; se mostró galante con la Srta. de

Château-Renauld, afectó la más perfecta indiferencia hacia la Srta. de Marbeuf, y nadie

hubiese podido sospechar el gran caos en el que lo había sumido la repentina

declaración del enamorado de Christiane.

Una vez se fueron los invitados, el joven duque subió a sus aposentos, y, contra su

costumbre, tomó un libro a fin de distraerse o dormir. Pensaba. No amaba a la mujer

con la que iba a casarse, y hete aquí que de un golpe se despertaba y estallaba en su

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imaginación el primer amor tan violentamente combatido. Como marido de Laure sería

desgraciado; algo se lo decía. Pero, ¿qué hacer? Estaba prometido a una rica y noble

señorita, pertenecía a un mundo donde romper las promesas se pagaba, y su madre lo

había acostumbrado a roer los huesos sin protestar nunca.

En su noche de confusión, resplandecía Christiane y podía observar hasta los

menores detalles de su figura; no solamente veía a Christiane tal como era hoy, sino que

retrocediendo en el tiempo revivía, por así decirlo, los orígenes y los vaivenes de su

pasión; evocaba los recuerdos de la infancia, las gentilezas y las bellezas sucesivas de

Christiane: ese rostro y ese cuerpo de la señorita, de la prima, a su vez odiado y

adorado, los reconstituía con otros cuerpos y otros rostros desparecidos de los que

seguía el desarrollo normal, y eso generaba una sucesión enloquecida y bizarra de

anatomías graduales convergiendo finalmente en una sola y admirable criatura. Ante la

radiante visión, Gontran padecía aun las alternativas de un corazón malvado y de un

cerebro desequilibrado: amaba a su bella prima con todo el fervor de un enamorado en

éxtasis, pero también la mancillaba con todas las ignominias de un vicioso libertino.

Al despertar, Gontran se puso a reflexionar en la realidad presente. ¿Daría a su

madre, a su familia, a su mundo, el espectáculo de las incertidumbres y de las

variaciones de un alma débil y de una sangre corrupta? ¿Tendría la valentía o la

cobardía de renunciar a un matrimonio ventajoso y a unos compromisos establecidos?

¿Se atrevería, después de la confesión del Sr. d’Hervilliers, a cortarle el paso al capitán?

¿La despreciada prima aceptaría su cambio de opinión? De tantas preguntas, la última,

la más importante, no le preocupaba en absoluto; él se encargaría de vencer las

resistencias de la Srta. de Marbeuf si esta no se mostrase halagada de una alteración de

la situación tan inesperada y gloriosa. Pero la extranjera era rica, la pariente era pobre, y

él tenía necesidades, a pesar de su fortuna personal, de una dote considerable para

satisfacer sus gustos y el tren de vida que soñaba llevar.

Durante una semana, el espíritu de Gontran se mantuvo entre dos ideas contrarias.

Persiguiendo actrices, el joven duque retomó el camino de la francachela por todo lo

alto, y, en lugar de apaciguarse, las juergas aportaron nuevo alimento a su fiebre de

lujuria; por todas partes encontraba a Christiane, por todas partes soñaba con Christiane,

y siempre era incapaz de tomar una determinación; veinte veces había estado a punto de

abordar a Christiane y confesarle todo de rodillas. Si la encontraba sola, se inclinaba y

pasaba de largo.

Pero, llegado el día en que la condesa d’Hervilliers pidió para su hijo la mano de

la Srta. de Marbeuf, el joven se decidió resueltamente a dar satisfacción a sus instintos

de tirano hipócrita y de cobarde enamorado: no podía casarse con Christiane, pariente

pobre, pero tampoco quería que Christiane, pariente hermosa, se convirtiese en la

esposa de otro hombre.

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II

La Srta. de Marbeuf iba a casarse con un aristócrata que la Sra. de Torcy quería

desde hacía tiempo para su hija, y la madre no perdía ninguna ocasión de testimoniar su

odio a la huérfana envidiada. Es sabido que los reglamentos militares exigen de las

esposas de los oficiales un modesto aporte dotal: los d’Hervilliers no pedían nada a la

duquesa, no esperaban nada de ella, y a la duquesa le gustaba repetir, en presencia de

Christiane, que el capitán debería usar de una estratagema, trasgredir la ley, dotar a la

novia sin dote. Juliette, la triste Juliette, afectaba maneras aristocráticas y generosas,

aires de hermana mayor complaciente, pero en realidad solamente mostraba gestos

sarcásticos de burguesa vulgar, indiscreciones en su discurso, observaciones de mal

gusto, tonterías infantiles indignas de su condición y de cualquier condición: había que

oírla hablar del ajuar de novia, inventariarlo, glorificarlo, ¡la limosna de la casa rica a la

pariente pobre! Pero, ¿qué podían contra Christiane las crueldades de la tía y de la

prima, cuando el ser amado hacía descender la luz y el calor vital en esa juventud tantas

veces ensombrecida y helada, hoy desbordante de ternura y amor? ¿Acaso todos los

rencores de la valiente muchacha no tocaban a su término? ¿Acaso la desgraciada no

estaba acostumbrada a las humillaciones? ¿Daría a la familia armas esperadas? ¿Iba a

comprometer un futuro radiante por una palabra ofensiva o por un enfrentamiento sin

duda deseado? ¡Oh, no!, permanecía muda a pesar de las provocaciones, los embustes y

las perfidias, mordiéndose los labios para no romper en sollozos, y se iba del lugar

cuando emergían sus amarguras y sus dolores profundos, cuando la mártir tena miedo

de sucumbir ante la creciente andanada de los veladas injurias y las afiladas ironías.

El capitán d’Hervilliers hacía sus visitas cada vez más frecuentes al palacete de

Torcy. Gontran sonreía a los nuevos prometidos; incluso hablaba de retrasar algunos

días su boda a fin de celebrar una doble y solemne unión: el duquesito parecía

metamorfoseado, siempre alegre, siempre dulce, y parecía estar locamente enamorado

de Laure.

Una noche, la duquesa, Juliette, Christiane y Gontran regresaban de un gran baile

ofrecido por la Sra. d’Hervilliers en honor de su futura nuera. En el coche cerrado, el

joven duque se encontraba sentado frente a su madre y al lado de la Srta. de Marbeuf.

Al menor balanceo del coche, tirado por dos caballos de raza, se rozaba con la bonita

prima, la buscaba con el pie, la pierna, toda la mitad inferior de su cuerpo, pero

mantenía el busto muy erguido, la cabeza alta, el cuello elevado, la mirada indiferente;

la señorita retrocedía, cerraba las rodillas no atreviéndose a quejarse, y él la apretaba sin

cesar, la sentía vibrante de la fiebre que Jacques acababa de encender en ella, seguía las

palpitaciones del pecho bajo la blanca mantilla, respiraba el perfume de sus

deslumbrantes cabellos y de la boca un poco húmeda, y, buen actor para no traicionar

las voluptuosidades de sus tocamientos, arrojaba una oleada de palabras banales,

mientras la tela del pantalón se confundía con el vestido de baile. Gontran nunca había

encontrado a Christiane tan bella, tan deseable, y al contacto de las formas juveniles, al

dulce y penetrante calor de los miembros que le huían, imaginó lo que no podía ver, el

rosado deslumbrante de los íntimos encantos, las delicadas líneas del torso, la curvatura

de los riñones, los salientes, los entrantes, los contornos, hasta la sonriente flor virgen

en un bouquet de frondosa vegetación dorada. En ese momento se vio obligado a

apartarse de la prima, de entreabrir la ventana de una portezuela, pues, con el fuego en

la sangre, temblaba de una necesidad lujuriosa, de la locura erótica de tomar a

Christiane, de tomarla allí, de abrazarla en un goce supremo bajo la mirada de su madre

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y de su hermana. Sin embargo se contuvo. Una bocanada de viento glacial se llevó esa

calentura que las damas de Torcy, ya somnolientas, no habían observado y de la que la

Srta. de Marbeuf debería guardar siempre un indescriptible terror.

El coche se detuvo ante la escalera empedrada de la entrada del palacete. Gontran

se apeó el primero, despidió al criado y ofreció la mano a las damas, invocando una

migraña que le dispensó de la pequeña charla de rigor sobre los vestidos del baile. En

lugar de dirigirse a sus aposentos, el prometido de Laure fue a esperar en la puerta de

Christiane. El joven duque había meditado su plan, preveía las consecuencias y actuaba

con la fría resolución de un criminal: sabía que Christiane se desnudaba sola, y que las

criadas se encontraban con sus amas. Desde la partida de la institutriz no había que

temer ningún testigo indiscreto. Pero si diese a su prima tiempo para meterse en la

cama, a encerrarse, si golpeaba la puerta en mitad de la noche, la Srta. de Marbeuf,

despertada de un sobresalto, pediría auxilio, y no quería en absoluto un escándalo;

observó la cerradura y consideró fácil hacerla saltar; poseía una falsa llave de

fabricación reciente; pensaba incluso imitar la voz de Juliette: no se detuvo por más

tiempo en esas ideas de inocente colegial y le pareció mucho menos peligroso

simplemente acechar la llegada de la joven.

La Srta. de Marbeuf avanzaba; él se ocultó detrás de una columna del pasillo, y

desde que la señorita hubo entrado en su habitación, él golpeó a la puerta, entró

afectando un aire desesperado: « ¡Mi madre me ha dicho que acaba de ser presa de un

síncope!...» Y luego, habiendo evitado la primera crisis, la más temible, excusó su

mentira por el ardor de su pasión con una bella frase:

–Christiane, un violento amor desencadena tanto las locuras como los heroísmos,

y uno debe compadecer a los enamorados que no tienen elección. ¡Oh! Comprendo tu

estupefacción, tus temores, tu palidez, pero no te alarmes: ¡yo respeto lo que amo!

–Has perdido la razón… ¡Vete!

–Si estoy loco es por ti, ¡te lo juro!

–¡Vete o llamo!

–Si provocas un escándalo, tu matrimonio se verá en peligro, no lo olvides, prima.

–¡Cobarde! ¿No son ya bastantes las angustias que he soportado en esta casa para

que ahora salga de ella mancillada?

–¿Quién habla de mancillarte? Vengo a suplicarte que me escuches, la hora no es

la más conveniente, pero ¿soy dueño de mis horas cuando desde hace una semana te

sustraes a mis tentativas de reconciliación?

–Ten cuidado Gontran: ¡tengo a alguien que me defienda!

–¿Jacques?

–¡Sí, Jacques! ¡El que te abofeteará mañana!

–Mi pobre pequeña, cuando d’Hervilliers sepa que he venido por la noche a tu

habitación, no querrá volver a verte. ¡Llama! ¡Toca el timbre! Y en presencia de la

familia, de los sirvientes, como mañana frente al vizconde d’Hervilliers, declararé,

afirmaré que la Srta. de Marbeuf ha sido mi amante… ¿Ahora comprendes que es mejor

para ti que me escuches?

La Srta. de Marbeuf había caminado hasta el fondo de la habitación; Gontran se

arrastraba a sus rodillas.

–¡Perdón, mi Christiane, perdón! ¡Yo te adoro, te adoro! Yo era débil, había

perdido la cabeza influido por una madre imbécil y una hermana celosa; he luchado para

vencer el amor todopoderoso que hacia ti me arrastra; he intentado el olvido de mis

dolores al lado de una muñeca insignificante: Laure hubiese sido el duelo de mi vida; tú

en cambio serás la alegría, la fiesta, la redención, pues solo tú ocupas mi pensamiento...

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¡Oh, Cristiane, qué importan la fortuna y la gente! Todavía somos libres, dejaremos

Paris y nos amaremos siempre, siempre…

–Gontran, mi corazón no me pertenece ya y no puedo amarte… Perdono tu locura;

¡ahora, por favor, vete!

–¿No me odias?

–Yo no odio a nadie.

–¿Christiane?

–Gontran, por última vez, ¡te suplico que te vayas!

–¡No, no quiero que ames a otro! ¡No quiero! ¿Me oyes? ¡No quiero!

Él le besaba las manos, se aferraba a sus faldas; ella se desprendió:

–¡Me produces horror; voy a gritar, voy a pedir auxilio y a darte la alegría por fin

de que me comprometas!

–¡Es inútil! – gruñó Gontran levantándose. – Eres de hielo, prima, y me he

enfriado por completo; no recomenzaré… ¡Adiós!... Pero, Christiane, estás equivocada,

te lo aseguro, ¡te equivocas!...

Y el joven duque se encaminó sin ruido hacia sus aposentos a lo largo de los

silenciosos corredores.

Por la mañana Gontran descendió a las cuadras, y tras haber dado las órdenes al

resto de los criados, permaneció solo con el primer cochero, un individuo inglés, Élias

Rowester, de grandes patillas, jubilado de un circo de feria que había sido contratado

por recomendación de una agencia parisina; el amo y el criado se comprendían a medias

palabras. Élias estaba al corriente de lo que el aristócrata acababa de pedirle, y desde

hacía tres días esperaba órdenes para actuar.

–Será esta mañana, Élias.

–¡Aoh! Yes, señor duque.

Gontran extrajo de su bolsillo un montón de billetes, diez mil francos, que entregó

al cochero:

–Terminado el asunto, se te despedirá: no repliques y parte para Inglaterra

tomando el primer tren.

–Yes.

–No regresarás bajo ningún pretexto a París.

–Nunca.

–¡Hasta pronto!

–Yes.

A la Srta. de Marbeuf le encantaban los caballos; sobre todo había tomado un gran

afecto a una yegua llamada Muscadine que el Sr. d’Hervilliers se proponía comprar para

agradar a su futura esposa. Con frecuencia, Christiane acariciaba a Muscadine, ofrecía

azúcar al animal; pero, esa mañana, ante el temor de encontrarse con el duque, la joven,

que se dirigía al jardín, pasó sin detenerse en las cuadras. El cochero Élias la abordó,

muy respetuoso:

–Miss sería muy amable de dar los buenos días a Muscadine; yo la he embellecido

y desparasitado; la pobre Muscadine se aburre tanto cuando miss no la visita. Se aburre

mucho, mucho, mucho…

Christiane siguió al cochero, y mientras la encantadora mano acariciaba al animal

que piafaba de placer, los gruesos dedos de Élias rozaron la cintura y los cabellos de la

señorita, y a continuación el hombre exclamó:

–Aquí está el señor duque, Miss, ¡estamos perdidos! ¡Oh! ¡Qué desgracia!...

Gontran escupió a Élias sobre la espalda, y dirigió su cólera hacia la Srta. de

Marbeuf; la cubrió de insultos y, empuñando su brazo, la hizo caminar con la fusta en lo

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alto; la arrastró, más muerta que viva, en medio de la sorprendida servidumbre, hasta el

gran salón donde la duquesa leía los periódicos.

–Señora, –dijo, – a usted corresponde decidir si nuestra casa debe ser mancillada

por más tiempo.

La Sra. de Torcy se levantó, llena de dignidad:

–¡Habla!

–He sorprendido a esta mujer que usted ha dado hospitalidad, a esta pariente

indigna, con uno de los criados.

–¿Christiane?

–¡Sí, Christiane!

–Te equivocas, hijo mío; la Srta. de Marbeuf está al abrigo de semejantes

sospechas, y te ruego…

–No sospecho nada, lo he visto.

–¿Cuándo?

–Hace un instante.

–¿Con un criado?

–Sí.

–¡Quiero pruebas!

–Entonces interrogue al desvergonzado que acabo de fustigar, a ese miserable

Élias…

–¿Élias, el cochero?

–Sí, señora, el cochero Élias, que al no poder negarlo, ha confesado su perfidia.

¿Quiere escucharlo?

–Lo exijo.

La sangre había abandonado el rostro de la acusada; la Srta. de Marbeuf miraba,

escuchaba, incapaz de moverse ni de articular palabra; permanecía allí, de pie, inmóvil,

como las vestales antiguas, bajo el aliento de un dios ofendido, en la actitud más

moderna de una hipnotizada de la Salpêtriere1.

Ahora, la duquesa, sentada en un sillón de alto respaldo, a semejanza de un juez

en su tribunal, terminaba el interrogatorio de Élias. El cochero se había presentado con

los brazos colgantes y las patillas aplastadas.

–Élias, ¿afirma no haber usado ningún medio de violencia?

– Miss vino a mi encuentro por la mañana, señora duquesa…

–¿Fue ella quien lo buscaba?... Pero, ¡eso es espantoso! Srta. de Marbeuf, la

conmino, diga a este hombre que ha mentido… ¿No responde?... ¡Gontran, da el

finiquito a Élias y despídelo de inmediato!... ¡En cuanto a usted, señorita, suba a su

habitación para esperar allí mis órdenes!...

Christiane abrió sus grandes ojos; la sangre regresó al mismo tiempo que la razón:

–¡Señora! ¡señora! ¡Su hijo está loco!... ¡Los celos lo pierden!... Me mata… La

noche pasada ha entrado en mi habitación…

–¡Silencio, señorita! No añada una nueva mentira a su infamia…

–En el nombre del cielo…

–¡Las hijas indignas que mancillan su casa han perdido el derecho de implorar el

cielo!...

–Señora… tía…

–Ya no soy su tía…

–Señora…

–¡Enciérrese en su cuarto!

1 Hospital parisino célebre por ser donde el Dr. Charcot realizaba sus experimentos con alienados

y a cuyas conferencias asistían los notables de la época. (Nota del traductor)

Page 17: La señorita de Marbeuf

–Espere un momento…

–¡Enciérrese!... ¡Váyase!...

La Señorita de Torcy apareció en el umbral de la puerta; Christiane corrió hacia

ella, y de rodillas, con las manos juntas:

–Juliette, se me acusa… por piedad, ¡protégeme!...

–Hija mía – dijo la duquesa– ¡te prohíbo hablar con la señorita!...

–Juliette, no soy culpable; ¡quieren perderme, quieren mi muerte! Dime, prima, tú

no me odias hasta ese extremo, ¿verdad?

Juliette apartó el rostro.

Cuando se encontró sola en su habitación, la Srta. de Marbeuf rompió a llorar;

luego, dominando la emoción que la estrangulaba, escribió la siguiente carta:

Al Sr. Vizconde Jacques d’Hervilliers,

Capitán en el 30 regimiento de dragones,

Palacete de la plaza de Sainte-Geneviève.

«Jacques,

«Tu Christiane, la prometida que habías elegido y que se enorgullecía de

pertenecer pronto a la casa de los d’Hervilliers, tu Christiane es una desdichada:

necesito todo tu coraje para soportar la última y cruel prueba que Dios me reservaba;

necesito toda la fe en ti para poner un poco de orden en mis confusas ideas.

«Jacques, desde la muerte de los míos, he llorado, he sufrido, y el pan diario de la

familia adoptiva ha sido pagado mediante las humillaciones de la huérfana y amasado

con sus lágrimas. Jamás una caricia, nunca una palabra de afecto: tres seres

confabulados contra mí, luchando con sarcasmos, una tía bárbara, una prima celosa, un

primo hipócrita y furioso porque yo despreciaba su amor. Pero has llegado tú, y si

todavía silbaban las amenazas y los odios hacia la pariente pobre, yo ya no escuchaba

nada, no quería ver nada. Por lo demás, Gontran parecía amar a otra mujer, y yo estaba

radiante y olvidaba las horas crueles soñando con el futuro, al estar mi pensamiento

pleno de ti! Pero Gontran no olvidaba; su aborrecible pasión no estaba muerta: estaba

allí, siempre allí, espiando nuestras entrevistas, y yo, en el temor de herirte, de perderte,

oculté mis tormentos y rehuía la mirada del hombre que me daba miedo, y te sonreía,

temblorosa de emoción y alegre.

«Debo contarte todas las cobardías de ese miserable. Tras haber intentado

seducirme después de haber violado la habitación sagrada de una pariente, Gontran, tu

amigo Gontran, duque de Torcy, acaba de sobornar a un cochero; ha hecho que fuera al

encuentro de ese hombre con las apariencias de una relación criminal; entonces,

arrogándose el rol de guardián de la dignidad de la casa, me agarró, me arrastró como la

última de las infames, y el cochero declaró, afirmó, en presencia de la familia y de los

demás sirvientes, que yo lo busqué, que me ha mancillado, ¡que el criado ha poseído a

una Marbeuf!

«¿Existe un sufrimiento ignorado que precede a los misterios de la muerte, puesto

que yo no he muerto de vergüenza en presencia de la acusación?

«Jacques, oh, mi único amor, tú constituyes mi única fuerza, mi única esperanza,

pues el propio Dios me abandona: tu Christiane siempre es digna de ti y es hacia el

doble blasón de honor del aristócrata y del oficial francés hacia donde ella tiende sus

manos suplicantes. ¡Tú harás justicia!

«CHRISTIANE DE MARBEUF».

Page 18: La señorita de Marbeuf

El capitán d’Hervilliers, cuyo regimiento tenía cuartel en Compiégne, acababa de

obtener un permiso de un mes para celebrar su boda, y, tras el almuerzo familiar y una

pequeña charla íntima, el oficial iba a ver a Christiane cuando un criado anunció:

–El señor duque de Torcy…

Gontran se inclinó ante la condesa, estrechó las manos del conde y de Jacques,

pero estaba tan nervioso, tan visiblemente alterado, que la noble dama, el viejo

aristócrata y el propio dragón temblaron, penetrados de la sospecha de una irreparable

desgracia. Sin embargo, el Sr. y la Sra. d’Hervilliers reprimieron un poco sus temores:

el joven duque se excusaba ante ellos, había que informar a Jacques de un

acontecimiento grave; no hablaba de moribundos, ni de muerte, y como una ira

contenida parecía poseerlo, exaltarlo, y como los duelos nos hielan y nos paralizan, la

calma regresó sobre sus ansiosos rostros.

Jacques y Gontran subieron juntos una gran escalera de mármol que conducía a

los aposentos del capitán, y, a las preguntas del prometido de Christiane, el duquesito se

hacía de rogar todavía, emitía largos suspiros, ofrecía sus puños.

–¡Ah! ¡Mi pobre Jacques!

–Gontran, ¿qué sucede?

–¡Querido amigo…!

–Vamos… ¡dime!

–Ahora… en tu habitación… necesito intimidad, debo mantenerte apartado… la

noticia es atroz, horrible para ti, para mí, para los míos…

Una vez solos, el conde y la condesa tuvieron la misma idea: se trataba de un

duelo, y Gontran pedía a Jacques que oficiase de testigo; la Sra. d’Hervilliers, aún bella

con su dulce figura de patricia romana, se preocupaba pensando en el Sr. de Torcy, y el

viejo levantaba un par de rudos bigotes blancos, esbozando gestos de conmiseración.

El joven duque contaba la historia de la Srta. de Marbeuf y del cochero Élias, que

el oficial escuchaba con los dientes apretados, con el rubor en la frente; contaba su

aparición repentina, la conmoción de los culpables, la intervención de la duquesa, el

silencio de la desgraciada, la confesión del seductor; inventaba el cuadro vivo de los dos

criminales, y su relato resultaba ser de un realismo sobrecogedor; los mostraba a ambos,

detrás de una puerta apenas cerrada, a fin de estar de pie, a la menor alerta; les mostraba

acostados en del fondo de las cuadras, el único lugar que convenía a sus amores

infames; los hacía ver desenlazados, Élias, con los labios colgantes, ocultando su sexo;

Christiane, con los ojos azorados, con la boca babosa, bajando sus faldas y

abandonando la pocilga, el camastro mancillado de lujurias del patán.

–¡En el nombre de Dios! – gritó el oficial levantándose, – Porque eres tú quién

afirma todo eso: ¡a cualquier otro lo estrangularía!

Gontran, con la cabeza baja, retomó la palabra y dirigió frases fraternales y de

aflicción hacia el enamorado que enjugaba sus lágrimas y sentía un gran frío invadir y

helar su corazón: el dolor era para Jacques; la vergüenza, toda la vergüenzas para la casa

de los Torcy. Su casa había sido salpicada por la mancilla accidental; acusaba a la

madre de Christiane, a la princesa muerta y siempre enemiga, la rusa en cuyas bárbaras

entrañas se había gestado una mala criatura; y a ese discurso siguió una interminable

evocación de antepasados, de glorias desaparecidas, de nobles y virtuosas damas de

Francia desde mucho tiempo tranquilas y que sin duda hoy estarían estremecidas en sus

tumbas.

Sin embargo, concluyó de una manera menos heroica:

–Mi madre quiere encerrar a Christiane en un convento: la Srta. de Marbeuf es

una salvaje o bien una enferma, una loca, una ninfómana, un sujeto de Charcot, de Luys

o de Dumontpallier…

Page 19: La señorita de Marbeuf

El capitán de dragones era de una naturaleza leal pero un poco salvaje, inocente,

impulsiva, dotada de una llama siempre dispuesta a la acción, y la pasión que el joven

oficial sentía por la Srta. de Marbeuf era una demostración evidente de esa propia

naturaleza. Aristócrata y soldado, se sometía al amor como mañana caminaría hacia la

batalla, rebelde a las perfidias y a las añagazas del mundo. Había amado a una indigna

sin conocerla: eso se decía, abatido y pensante. Por lo demás, ¿cómo iba Jacques a

desgarrar todos los velos de esas mentiras? ¿Acaso las circunstancias no jugaban a favor

de la siniestra comedia de Gontran? ¿Cómo iba a ser el prometido de Laure sospechoso

de tamaña infamia?

El Sr. d’Hervilliers quería tanto o más a la señorita acusada, que debió luchar

contra sus parientes deseosos de verle casado con una mujer noble, pero también rica, o

al menos en proporción con la situación de su fortuna. En su cólera ciega y creciente, en

lugar de una Christiane dulce, casta, enamorada, aparecía la amante de Élias; y, absorto

en la horrible visión creada con tanto realismo por el confidente, Jacques seguía el

camino de la infamia y él mismo descubría otras faltas: creía acordarse de que la pasada

noche, en el baile, Christiane había sacado su lengua rosa y vibrante, había dado

muestras de ardores e indecencias de mujer alegre, guiños de ojos, provocación del

torso y las caderas, y eso lo enervaba, lo indignaba, lo enloquecía por ser el juguete

imbécil de la intrigante pobre, de la iluminada corrupta, de la casquivana, ¡de la hembra

del cochero!

Y el falso amigo, que leía el pensamiento de Jacques, dijo:

–¡Si Christiane fuese mi hermana, la hubiese matado!...

Cuando los dos hombres se separaron, la duquesa de Torcy se encontraba ya junto

a la condesa d’Hervilliers, y la madre, con más reservas y delicadeza que su hijo,

terminaba la obra del primo de Christiane.

La Srta. de Marbeuf pensaba en los medios de hacer llegar su carta. Ninguna de

las mujeres de compañía le inspiraba bastante confianza y esperó hasta las tres la visita

de la Srta. Flavie d’Amboise; la institutriz no apareció, o bien la duquesa le impidió

volver a ver a su antigua alumna.

Christiane rechazó el alimento que los sirvientes le habían llevado. Desde su

ventana abierta al patio había observado la partida de Gontran y luego la de la duquesa;

pensó que la madre y el hijo se habían dirigido al palacete d’Hervilliers, donde acusaban

a la ausente, que tal vez se creyesen las acusaciones, y, espantada de las venganzas del

día siguiente, de la sombra del claustro con el que la amenazaban, se vistió, puso un

abrigo, guantes y un sombrero, decidida a abandonar la casa de dolor, a pedir asilo a la

madre de Jacques, y si la condesa se negaba, a matarse, a perderse a lo lejos en la noche.

A través de los pasillos, encontró a su prima Juliette que le preguntó con tono

impertinente:

–¿Sales, señorita?

–Sí, señorita.

–¡Te prohíbo salir!

–¡Déjame pasar!

–¡No!

Juliette llamaba en su ayuda, pero la Srta. de Marbeuf bajó por la escalera de

servicio, abrió la puerta del patio y salió a la calle. Caminó con paso rápido hasta el

palacete de los d’Hervilliers y ordenó al portero:

–Anuncie enseguida a la señorita de Marbeuf a la señora condesa.

El portero se inclinó, muy sorprendido por una visita tan extraña y se fue a

ejecutar la orden; reapareció muy pronto, siempre más asombrado:

–La señora condesa no está visible, señorita.

Page 20: La señorita de Marbeuf

–Entonces al señor vizconde.

–Creo, señorita, que el señor vizconde no la recibirá más; el señor vizconde ha

escuchado su nombre y parece de un humor… ¡No lo había visto nunca así!...

–Pues bien… ¡deseo hablar con él!...

A pesar de las súplicas del portero y de su esposa, ambos aterrados, ella pasó

altiva, atravesó el patio de honor y subió la gran escalera. Justamente en ese momento el

vizconde salía del salón.

–¡Jacques!...

–¿Señorita, tiene usted la audacia de penetrar aquí, a pesar de nuestra prohibición?

–Señor, se lo suplico…

–¡Retírese… señorita!

–¿Jacques?...

–Retírate desgraciada, o te azoto.

Christiane volvió a bajar; pero, ante el domicilio se detuvo aún; una última

esperanza parecía reanimarla: Jacques había escuchado a los acusadores; escucharía la

defensa. Con los dedos crispados entregó al portero la carta que acababa de escribir, el

humilde y valiente testimonio de su vida de desgracia:

–Entregue esta carta al Sr. Jacques d’Hervilliers; dígale que su prometida, víctima

de una odiosa acusación, va a rezar a Santa Genoveva, y que si se niega a escucharme,

antes de entrada la noche, me encontrará muerta.

Page 21: La señorita de Marbeuf

III

La iglesia de Santa Genoveva estaba casi desierta. Un grupo de hombres bajaba

del arquitrabe, alejándose alrededor de los frisos y los capiteles; aquí y allá, unas

antigüedades de oro picaban con sus rojos destellos las inmensidades de la nave, y bajo

la gran bóveda, hacia las naves laterales resplandecientes de sepulcrales blancuras, los

mármoles de las tumbas, las frías estatuas, parecían implorar del aliento divino la

resurrección de sus imágenes desvanecidas y glorificar al Cristo frente a la Santa, al

Dios crucificado en todo su poder. A la entrada del templo y cerca del gran pila de agua

bendita donde reposa un ángel blanco, la Srta. de Marbeuf se había arrodillado, con la

frente entre sus manos; de vez en cuando, arrojaba un rápido vistazo, a derecha, a

izquierda, y como el amado no venía y ella desesperaba de volverlo a ver, sus ojos

acabaron por detenerse y fijarse sobre el Dios al que siempre suplicaban los ojos

muertos de las blancas piedras. Dos o tres mujeres vestidas de negro rezaban a la luz de

los cirios de una capilla florida; un viejo mendigo se apoyaba contra un pilar: Christiane

habría querido mostrarse caritativa, pero en medio de su turbación había olvidado su

cartera, un centenar de francos, aguinaldos sucesivos de la duquesa. Los curas no

confesaban ya y se retiraban; los feligreses alineaban las últimas sillas; un sacristán

llevaba un alto ramo, la decoración de una rica boda; otro cubría con un paño oscuro los

manteles blancos de los altares; otro agitaba un plumero, quitaba el polvo a la mesa

santa, a las vinajeras, los vasos sagrados, los atriles, el gran Evangelio.

Alguien abrió una de las puertas laterales de la izquierda y entró. Christiane se

dijo: «¡Es él!» y se levantó bruscamente. Era un sacerdote barbudo, un coloso de

caminar audaz, un civilizador de tierras lejanas; caminó por la nave que hizo eco con el

ruido de sus pies y se arrodilló ante el tabernáculo del altar principal. La Srta. de

Marbeuf tuvo la idea de confesarse a ese padre e implorar al mismo tiempo sus

consejos. En sus viajes había tenido que ver mucho dolor, secar muchas lágrimas;

caminó a su lado; él permaneció inmóvil, en éxtasis, y de pronto se golpeó el pecho, a

grandes golpes redoblados, y con tanta fuerza que Christiane se estremeció. Ella volvió

a su lugar e hizo retroceder su silla entre las sombras de un confesionario desierto. El

religioso viajero se volvía; las mujeres de negro abandonaban la capilla y el mendigo

había desaparecido. Sola, Christiane permanecía en su tenebroso rincón. Santa

Genoveva conservaba un viejo perfume de incienso, sutil y dulce al olfato de la señorita,

y que dulce y misteriosa resultaba la luz tamizada de los vitrales a su mirada; hacía frío;

una sensación de quietud infinita la penetraba por entero: Christiane permanecería allí

para sufrir, para rezar, para dormir, para soñar, tal vez para morir.

El sacristán del plumero le tocó suavemente en el hombro:

–Perdón, señorita, la he llamado ya; no me oyó; son las seis; se va a cerrar la

iglesia.

–Creía que las iglesias permanecían abiertas siempre…

–Hasta las seis en invierno, a las siete en verano, señorita; se vuelve a abrir si hay

sermón u oraciones; pero las iglesias nunca quedan abiertas por la noche.

La Srta. de Marbeuf tropezaba con las sillas apiladas, cuyos pies y barrotes la

amenazaban al paso como unas maderas de tortura: sumergió sus dedos en el agua

bendita, que, a través del guante, le pareció helada, hizo el signo de la cruz, miró el

Page 22: La señorita de Marbeuf

vacío y al fondo la última estrella roja de un rojo sangre; miró las pálidas estatuas de las

tumbas, luego el Cristo, la Santa, y le pareció que los muertos, santa Genoveva y el

propio Dios se reían con sarcasmo entre ellos, con un sarcasmo terrible y sonoro

haciendo sacudir el templo. Salió espantada de la iglesia.

Sobre la plaza de Santa Genoveva, el sentimiento de lo real expulsó la bizarra

alucinación; Christiane se dijo que muy probablemente el portero no había entregado su

carta y llamó al timbre del palacete de los d’Hervilliers.

–¡Oh! se lo ruego señorita,- protestaron al mismo tempo el portero y su esposa,-

no venga aquí; ¡va a conseguir que nos despidan!

–¿Y mi carta?

–Su carta, señorita, -respondió sola esta vez la mujer del portero-, ¡ha sido su carta

la causa de todo el mal!

–¿El señor vizconde ha leído mi carta? ¿Está usted segura, me lo jura, señora?

–¡Se lo juro, señorita!... El señor vizconde ha… pero, ¿para qué?

–¿Cuénteme?

–Pues bien, la ha tratado a usted de comedianta… de otros adjetivos incluso…

–¿Él?

–¡Él!

–¡Oh!–gimió ella, llena de vergüenza y terror.

Y se fue.

La sobrina de la Sra. de Torcy bajó por los bulevares de la orilla izquierda del

Sena acelerando el paso, cuando unos estudiantes seguían demasiado de cerca el abrigo

negro y el sombrero de terciopelo oscuro; unos sudores inundaban su rostro, discurrían

a lo largo de sus riñones y tenía mucho calor o mucho frío, ya no lo sabía. Caminaba, se

apuraba en medio de la calzada ruidosa. Los paseantes de las aceras le gritaban que se

apartase; otros reían, la insultaban y para todos resultó un milagro ver como los

tranvías, los ómnibus, los coches y los fiacres evitaban el frágil cuerpo. Finalmente la

Srta. de Marbeuf ponía fin a su viaje: desde las alturas del Puente Nuevo, miraba el río,

escuchaba el rumor del caudal creciente por las lluvias invernales, y, con el sentido

especial de aquellos que se sienten atraídos hacia el abismo, medía la profundidad de las

aguas, observaba los despojos arrojados allí, guirnaldas de papel, gorros, una zapatilla,

y, enjugando su rostro, volviendo a poner su sombrero con aplomo, continuó su ruta

hacia la avenida de la Ópera.

Ya no era Christiane, ya no era la dulce señorita del palacete de Torcy, ni la casta

prometida de Jacques, ni la ferviente adoradora de Santa Genoveva: un fuego extraño

animaba esa musculatura, horas antes desfalleciente; a la incolora sangre de la parisina

mártir sucedía una sangre roja y humeante como una cuba de vino nuevo, la sangre de la

madre, de la rusa, una sangre fortalecida y robusta de seiscientos años de barbarie.

Era medianoche y la gente salía de la Ópera. Christiane iba y venía sobre el

pavimento de la plaza; caminaba con los labios sonrientes, pero tan altiva en su

modesto traje que ni un solo hombre se atrevió a abordarla.

Bajo el cielo azul de esa noche invernal, un cielo de fiesta se veía iluminado por

todas sus constelaciones; el monumental edificio, siempre abrumado en pleno día por

las casas colindantes, parecía crecer y transfigurarse bajo los fulgores de la luz eléctrica:

los mármoles habían perdido su blancura demasiado nueva; la cúpula, con su masa

demasiado pesada, los dorados, con su brillo demasiado intenso; los estilos de cien

catedrales, partenones, pagodas, todos los órdenes de la Academia nacional de la

música, a la vez templo griego, romano, turco, egipcio, árabe, indio, chino, japonés, se

confundían armoniosamente; el dórico, el jónico, el corintio, el toscano, dejaban a un

lado las distancias, y el grave bizantino cortejaba al florido gótico. Un inmenso tornasol

Page 23: La señorita de Marbeuf

de luces azuladas bailaba sobre los bastidores de las ventanas, los arquivoltas de las

puertas, los grupos escultóricos de la fachada, los medallones, las cornisas, los lazos y

los festones, los florones y los listeles, los tréboles, las rosáceas, las guirnaldas, los

bordados, los encajes, los arabescos; toda una orgía de apoteosis sobre las escalinatas, el

perímetro por donde circulaban dos guardias municipales, con el arma al brazo, y que

poblaban los fracs de negro, las camisas blancas, el rosa de las mujeres; y mientras las

arcadas profundas, tan solo iluminadas por rojas y débiles luminosidades, ofrecían con

la vida mundana el contraste de los claustros religiosos, por encima de la columnata

inflamada – por la alegría de los cielos resplandeciente y de la tierra deslumbrante – las

estatuas de alas doradas se levantaban hacia los astros en un glorioso ademán de

redención.

La señorita de Marbeuf contemplaba una pareja que esperaba su coche, ella

graciosa, él apuesto, ambos parecían adorarse; luego detuvo su mirada sobre tres

jóvenes engominados que sin duda discutían a donde ir a divertirse y se sintió

atravesada por el deseo de gritarles: «¡Un cuerpo a la venta! ¡Una virginidad! ¿Quién la

quiere? El mejor postor podrá enorgullecerse a la vez de mi novedad y de mi

nacimiento! Soy Christiane de Marbeuf, sobrina de la Sra. duquesa de Torcy, hija

legítima de un aristócrata francés y de una princesa extranjera de sangre real!...» Pero se

imaginó a esos tres ilustres tipos del lápiz de Mars, en el Journal Amusant: se parecían

como tres hermanos, con el mismo abrigo, más corto que el traje negro, la misma

corbata de satén rojo, el mismo rostro pálido, idéntico monóculo situado en el mismo

ojo, la misma gran nariz, los mismos bigotes, patillas rubias, los mismos zapatos

puntiagudos, la misma boca mordisqueando el mismo pomo plateado del mismo bastón

de junco, en fin, el mismo y prodigioso atolondramiento; le parecieron demasiado

estúpidos y los ignoró.

Desde hacía algunos minutos, merodeaba bajo las arcadas de la estación Saint-

Lazare. ¿Cómo había llegado allí, y por qué? Lo ignoraba, pues la fatiga, el

enervamiento, el miedo a la noche y el hambre comenzaban a privarla de sus facultades.

Dos policías la observaban; se alejó, y un hombre que salía de un urinario público

caminó tras ella. Christiane aumentó la velocidad, pero, en la plaza de Le Havre otros

dos policías le cortaron el paso; comprendió que iban a detenerla, a conducirla a prisión;

volvió la vista hacia el hombre siempre a su retaguardia, y el temor a la policía hizo que

esa noche sucumbiese la virtud.

Temblorosa, la señorita se apoyaba en el brazo del paseante, y ambos subieron por

la calle de Ámsterdam. El hombre, de unos treinta años, parecía un buen muchacho con

sus grandes bigotes morenos y sus ojos redondos, y bastante acomodado a juzgar por su

sombrero de copa, sortijas en los dedos y la cadena de oro colgando del chaleco entre la

abertura de una chaqueta y una pelliza de nutria.

Preguntó:

–¿Por qué huías de mí? ¿Acaso tengo aspecto de policía de costumbres?... ¿Serás

amable, verdad?... ¡Yo soy muy guarro, pero muy majo con las mujeres agradables!...

Debes conocer algún hotel… ¿no es así?

Ella no respondió.

El individuo renovó su pregunta y añadió:

–¡Déjate de tonterías!... ¿A dónde me llevas? ¡No tengo ganas de dejarme

extorsionar por tu chulo! Venga, ¿A dónde me llevas?

No se daba cuenta que era él quién la conducía.

Pronto, ante ese extraño mutismo, el hombre pensó que se había liado con una

sordo-muda, con una extranjera o una novicia, y, como la chiquilla le gustaba y todo lo

demás le daba igual, se detuvo frente a la puerta abierta de un hotel amueblado.

Page 24: La señorita de Marbeuf

Entraron. Un muchacho, que les precedía en la escalera, abrió una habitación, encendió

una palmatoria de la chimenea y se retiró, no sin antes haber recibido del hombre los

tres francos del alquiler y cincuenta céntimos de propina.

–¡Y bien, cariño, se trata de comprobar si tienes lengua!... En inglés o en chino,

habla; ¡pero habla de una vez!...

–Señor…

–¡Ya era hora!... ¡Oh! ¡La pequeña picarona de los Batignolles que quiere

estrenarse con el menda!... ¿La emoción de un primer momento, verdad? Conozco muy

bien esa sensación… ¡siempre afecta!...

Se quitó el abrigo, chaqueta, chaleco, tirantes y, extrayendo de su cartera una

moneda de diez francos, la depositó ostensiblemente sobre la chimenea, cerca del

candelabro.

–¡Ves, no soy un agarrado!...

Y como ella permanecía allí, erguida, junto a la cama, sin todavía haber penado en

quitar su sombrero, él se acercó, esta vez lleno de desconfianza:

–¿Tal vez seas un poco boba? Más valdría confesarlo; aun así te dejaré los diez

francos… ¡Vamos a examinar esto!

La sometió a un examen de la boca, del cuerpo; y satisfecho del examen que ella

soportó completamente lívida, él se enorgulleció de la criatura; luego, no viendo ni las

lágrimas que perlaban el rostro, ni la sangre que manchaba las sábanas, ni nada del ser

al que sus brutalidades acababan de sacudir y de retorcer en medio de espantosos

dolores, el hombre se puso su ropa, se reembolsó la moneda de oro en un suspiro de

triunfo, y, con los dos brazos en arco, la mano derecha levantada, el sombrero un poco

hacia atrás, la otra mano tendida horizontalmente hacia la mujer acostada, chasqueó la

lengua enviando un adiós de chufla.

Christiane se levantó, se visitó bruscamente; iba a salir cuando el muchacho del

hotel, un paliducho de patillas negras y ralas, entró cortándole el paso:

–Estaba ocupado ahí abajo – dijo – y fue muy amable haber esperado al pobre

Alfred… ¡Hagámoslo rápido!

–¿Qué quiere usted?

–Saludarte, mi gatita… Son las pequeñas ventajas del pobre Alfred, pues si no

tuviese más que las propinas de los puteros hace un siglo que me hubiese ido.

Él avanzaba; ella lo rechazó con tanta violencia que el pobre Alfred fue a rodar al

fondo de la habitación.

El cielo comenzaba a oscurecer, y un viento del oeste arrastraba unas gruesas

nubes cuando, hacia las dos de la madrugada, la Srta. de Marbeuf cayó agotada sobre un

banco del bulevar Rochechouart.

De repente, una muchacha con la cabeza descubierta pasó gritando:

–¡Pssst!... ¡Ahí vienen los sargentos!

Ella no se movía. La muchacha volvió y sacudió a la dormida:

–¡Que vienen los sargentos!... ¿Es que quieres dormir en la comisaría o viajar en

el celular? ¡Estás helada!

–Ya no tengo fuerzas…

–¡Sin fuerza! Te han pegado! ¿Te ha zurrado tu chulo?

–¡Estoy sola, he aquí la muerte, las tinieblas!.. Déjeme morir…

–No quiero que te mueras… Me das penas… Se agota el tiempo, van a detenerte,

hay que moverse…vámonos… Pequeña, no hay que quedar aquí… Tengo fuego en mi

habitación; apóyate en mi hombro, un poco de valor… ¡Dios, qué frías tienes las

manos!...

Page 25: La señorita de Marbeuf

Christiane se arrastró penosamente; al cabo de algunos pasos no podía más, se

detenía, temblaba. Entonces la desconocida la tomó en brazos, y, sin doblarse bajo el

peso del cuerpo, la transportó a través de los pisos silenciosos de una casa de la calle

Clignancourt. Habiendo dejado a la dormida sobre la cama de una pobre habitación

cuyo techo tocaba las tejas, la mujer corrió a buscar agua y vinagre; luego, a las luces de

una lámpara humeante, se arrodilló para frotar a la señorita y llevar un poco de calor

alrededor del rostro pálido y los miembros aletargados.

La que auxiliaba a Christiane era una gigante con chaqueta marrón y falda negra,

cabellos de un rubio deshilachado, larga figura, mirada a su vez espantosa y cándida, de

pechos generosos, caderas vigorosas, nariz recta, cejas espesas, boca aún joven aunque

atravesada por un extraño rictus: se hubiese dicho un ser humano tallado por un

primitivo en un amontonamiento formidable y fresco de huesos, de carne, de músculos,

de nervios, de pelos, de sangre, todas las cosas entregadas a discreción en el laboratorio

del creador; nada había sido omitido con motivo de la creación de la criatura, y en la

criatura todo vivía con vida poderosa. Los chulos del barrio la conocían y la temían bajo

su nombre de guerra: La Cosaca; era rusa, hija de siervos, y se llamaba Marina Paskoff.

Durante una batida de lobos, un aristócrata inglés, invitado a las cazas de la Corte,

observó a la gran chiquilla que guardaba sus corderos a orillas de un río; le prometió

montes y maravillas, y una vez que la niña fue desflorada, el lord seductor subió a su

caballo sin siquiera ofrecer a su víctima el jabón que la bonita hija del molinero pedía a

Tourguéneff2 de una manera tan ingenua y encantadora. Tras la aventura, Marina,

obligada a abandonar la granja, iba de estepa en estepa, creciendo desmesuradamente.

Un día se encontró con un grupo de bohemios, se convirtió en la amante del jefe,

atravesó Alemania e Italia, exhibiendo, al precio de diez céntimos, unas soberbias

pantorrillas a los mirones de las ferias. Hacía algunas semanas que se encontraba en

Paris. Con la barraca destrozada y el amante desaparecido, trató de colocarse como

criada; pero los burgueses, asustados de la mujer-coloso, la despedían enseguida; para

no morir se resignaba a vivir de la prostitución, pero incluso así no tenía éxito; los

noctámbulos viciosos tenían miedo de la gigante.

La Cosaca examinaba la sangre que manchaba las ropas y las medias de la

señorita, y, sin saber nada, adivinaba en ella, por la delicadeza de los puños, los dedos

finos, las uñas rosas, el estilo de los botines, el porte decente, una persona de un mundo

muy diferente al de las lavanderas y de las putas.

–¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? – preguntó la Srta. de Marbeuf, levantándose.

Siempre arrodillada, la Cosaca respondió:

–Señorita, está usted en la casa de una mujer que la respeta…

–Ya me acuerdo… dormía… Sentía que la muerte me invadía…

–¿Quiere usted morir tan joven, tan bella?

–¿Quién es usted?

–Su sirvienta.

Christiane se lo agradecía con una triste sonrisa.

–¿Tiene hambre, señorita?

–Tengo sed… Deme, se lo ruego, un vaso de agua…

–¡Tiene hambre, lo veo!

–¡Qué buena es usted, señora!

–Voy a servirle; no tengo gran cosa, pero se lo ofrezco de buen corazón!...

2 Referencia a la anécdota contada por Guy de Maupassant sobre Ivan Tourgueneff, publicada en

Le Gaulois el 7 de octubre de 1883. (Nota del traductor)

Page 26: La señorita de Marbeuf

Y, repudiada por la familia, insultada y mancillada por el hombre, expulsada del

templo de Dios, la Srta. Christiane de Marbeuf, con las piernas desfallecientes y el sexo

lacerado, encontró en aquel cuchitril, y solamente allí, la limosna de un trozo de pan y la

santa caridad de un poco de respeto bajo la tierna mirada de una prostituta.

Page 27: La señorita de Marbeuf

IV

–Ah! ¡Miserables! ¡Ah! ¡Cerdos!– gruñía la Cosaca al día siguiente, mientras la

Srta. de Marbeuf finalizaba el relato de sus primeras aventuras.

Las dos mujeres charlaban junto a una cacerola donde se cocían unas patatas.

Christiane pensaba que no podía permanecer en esa casa; por lo demás, la mujer tan

buena, tan abnegada, aun más respetuosa desde que la noble señorita, no habiendo

ocultado nada, le había contado su origen, el título de su madre, la Cosaca no quería dar

a la hija de princesa, a la niña de sangre real, de la sangre real de su nación, – de la

patria lejana que ella siempre amó y con un ardor salvaje – el espectáculo de sus

vergüenzas nocturnas.

–¿Qué va a hacer de su vida, señorita? ¿No hay en su familia, en su mundo, un

alma caritativa?

–No tengo a nadie.

–Yo le digo que se quede. Marina Paskoff compartirá su pan con usted; sabrá

disminuir su talla para no espantar a los transeúntes por la acera, en el fondo de las

sombras; ¡calmará su hambre de gigante! Pero, ¡por los santos iconos! ¡La podredumbre

aquí es demasiado evidente! Señorita, hay que buscarle un empleo de institutriz o de

profesora de piano.

–¿Profesora de piano? ¿Institutriz? ¡Usted no piensa, Marina! ¿Y los informes?

¿Y el certificado de buenas costumbres? Se despediría a la apestada.

–¿Entonces quieres usted morir?

La Srta. de Marbeuf se levantó con un estremecimiento:

–¡No, no quiero morir!... Antes usted decía, un poco apartada, pero yo la escuché:

Si fuese menos grande, más joven y más bonita, haría la carrera, la gran carrera, y en

lugar de veinte centavos, de diez centavos, de cinco centavos que los albañiles y los

porteadores me ofrecen, ganaría oro!... ¿Y si yo ganase oro?…

–¿Usted? ¡Oh! ¡no!...

–¿Acaso no estoy ya deshonrada?

–¡Pobre señorita!

–Sin duda, no siempre encontraré al miserable de la estación Saint-Lazare…

–¡Un cobarde, uno de esos groseros caballeros a los que la policía respeta! Yo soy

demasiado grande, demasiado sólida, y ante la gigante una se eclipsa. No sé engatusar a

los hombres como una víbora para morderlo y verlo morir, vengándonos a todas.

La Cosaca era espantosa; sus ojos rojos llameaban; sus manos de uñas curvadas y

duras, tenazas enormes, parecían penetrar en lo más profundo del individuo y su boca

espumeaba de deseo, al igual que unas fauces salvajes ante la carnaza.

–Cálmese, Marina… necesito sus consejos, pues heme aquí decidida a llevar una

vida alegre.

La Srta. de Marbeuf había dicho eso fríamente, deliberadamente. La Cosaca le

dirigió dulces palabras de reproche; ella creía en el regreso de la familia; una vez

casada, el joven duque reconocería sus faltas para con su prima; el capitán regresaría a

sus amores, se acusaría al cochero de chantaje, y, esperando, la duquesa abriría su

corazón a la pariente pobre. En fin, vencida por las insistentes negativas de Christiane,

la merodeadora de los bulevares exteriores dijo todo lo que sabía de las prostitutas ricas,

de su comercio tan poco diferente del suyo, que reducía la diferencia a una simple

cuestión de barrios y de pisos, las dos clientelas resultaban ser tan innobles, la una como

la otra; le habló de los cabarets nocturnos donde se encontraban los engominados,

jugadores de bacarrá, víctimas de la ludopatía, un día al mes con dinero y los demás días

Page 28: La señorita de Marbeuf

sin blanca; citó todos los mercados de las mujeres, el Circo, el Edén, Les Folies-

Bergère, sobre todo Les Folies-Bergère, en el que ella lo había intentado, fracasando en

su tentativa de exhibirse.

–Allí acuden personas bastante chics…

–¿Todas las noches?

–Sí; el mejor momento es de diez a once.

–¡Iré esta noche a Les Folies-Bergère! –afirmó decididamente Christiane.

–¡Desconfíe al menos! Usted ya conoce el proverbio: «No todo es oro lo que

reluce…»

–¡No tema!...

Durante la jornada, la Cosaca lavó, repasó el colorete, los puños de la señorita, y

en el momento de la separación procedió a deslizar tres piezas de veinte centavos entre

las manos de Christiane.

La joven se negaba. Marina insistía:

–Ya me lo devolverá más adelante, señorita. Esto es bien poco, pero lo suficiente

para la entrada y una consumición, y ahora, ¡valor! Deje su corazón en la puerta y

camine recta, con ojos zalameros, cabeza alta... Acabo de leer en las cartas… Un joven

rubio…

La Srta. de Marbeuf tendió la mano a su bienhechora:

–¡Gracias, Marina Paskoff! ¡Hasta luego, mi brava Cosaca!...

Hacia las diez, Christiane entró en Les Folies-Bergère. Gracias a las indicaciones

de la Cosaca pasó como una habitual ante el control, y, empujando las puertas de

silenciosas batientes, llegó al corredor en el final de un entreacto: los consumidores del

jardín ganaban los sillones de la orquesta o remontaban las escaleras de las galerías

superiores; unas muchachas interpelaban a unos hombres, los detenían al paso; se

insultaban, se reían, se agitaban y todo era un guirigay siempre creciente de fracs

negros, de chalecos, de chaquetas, de vestidos multicolores, de sombreros de copa, de

gorros emplumados o floridos. Turbada por el calor del gas, el olor de los cigarros, las

esencias de almizcle y de pachuli, y demás exhalaciones humanas, la Srta. de Marbeuf

esperó a que se levantara el telón para dirigirse hacia una rampa de terciopelo rojo, junto

a un palco desierto.

Una dama gorda, en vestido de satén amarillo, deslumbrante de joyas, apestando a

cabra, la rozó con su vientre vicioso:

–¡Vamos, ven a tomar una naranjada conmigo, bebé!…

–¿Yo, señora?

–Claro, tú.

–No. Gracias.

–¿Esperas a alguien?... ¡Aquí no hay más que zafios!...Ven querida.; te invito a

cenar; ¡nos divertiremos!

La señorita enrojeció, se alzó de hombros, y la mujer se alejó, gruñendo:

–¡Mojigata! ¡A esa le gustan más los conejos de la chusma!...

La orquesta interpretaba un vals. Hasta el fin de la pieza, Christiane, muy rodeada,

se sintió incómoda; nuevos rubores ascendían por sus mejillas y su frente, y le entraban

unas enormes ganas de huir, pero se calmó un poco, interesándose a la vez en la sala y

en el espectáculo. Aparecieron los hermanos David, celebres payasos americanos,

espalda con espalda, avanzaban, uno muy alto, enjuto, con la perilla pelirroja

puntiaguda, tocado con un tricornio, vestido con un pantalón a cuadros y una levita a lo

Robert-Macaire; el otro, muy bajito, extraordinariamente gordo, en chaleco y chistera

con el cuello rodeado por un collar negro. Frente a frente, se abofetearon, se acogotaron,

si bien la multitud estalló en aplausos: el del tricornio recibía los golpes sin rechistar; el

Page 29: La señorita de Marbeuf

de la chistera caía sobre su trasero, se levantaba, volvía a caer con un estrépito de

cañonazos. Terminado el peculiar saludo fraternal, permanecieron con la cabeza

descubierta. Pronto, el bajito y gordo realizó unas piruetas horizontales, y, blandiendo

un hacha, golpeó el cráneo del compañero, y el hacha permaneció allí, fija como un

madero; pero ya, el gran diablo, con las piernas temblonas, las alas de la levita

desplegadas, se lanzaba de un solo brinco, a través de una ventana, hacia las alturas de

los frisos. Volvió a bajar, portando una maza y un berbiquí: se le oía golpear el vientre

del otro, horadándolo, hundir un grifo, girar la llave, y se vio una jarra llenarse de

cerveza, una jarra espumosa que el mozo vació bajo los bravos siempre más entusiastas

del público.

Los David, impasibles, se mantenían de pie, a derecha y a izquierda de la escena,

alejados el uno del otro, y poco a poco, uno adoptaba el rostro, el vestido, los modales

del otro, sin que nada a su alrededor hubiese cambiado de lugar: el bajo y gordo se

alargaba; al tricornio sucedía la chistera; la chistera se transformaba en tricornio, y la

extraña metamorfosis se manifestaba por el collar negro rodando la perilla pelirroja

puntiaguda, y las piernas frágiles en el jarrón lleno de cerveza.

Habiendo merodeado alrededor de Christiane, dos hombres en traje negro, el Sr.

Marcel de La Bierge, vinculado al ministerio de los asuntos extranjeros, y el barón

Horace de Pomeyrol, aristócrata rico y desdeñoso de las funciones públicas, el uno y el

otro indiferentes a la pantomima, fueron a sentarse sobre una banqueta: Marcel tenía

veintitrés años; de mediana talla, robusto y gracioso, los hombros amplios, el cabello

negro, corto y rizado, el rostro de un rosa pálido, de un rosa de señorita, con una nariz

delgada y de un vivo movimiento, unos dientes blancos, finos bigotes y grandes ojos

azules profundos, era tan guapo y fresco que más de una cortesana le hubiese aceptado

por placer; el barón, que frisaba la cuarentena, sobrepasaba en una cabeza a su joven

camarada, y, un poco calvo, con el torso delgado, los largos bigotes teñidos con henna,

el rostro abierto de un buen corazón, el Sr. de Pomeyrol no atraía las miradas lujuriosas;

pero se burlaba de ello, animado de una fuerte dosis de filosofía parisina.

–Marcel, aparte del matrimonio, las mujeres son todas iguales, y cuando se

encuentra una pasable, voy resueltamente; al día siguiente, la miro mejor; siempre le

falta algo, y, como la mujer de mis sueños es perfecta, paso a otro ejercicio. El buen

Dios, al crearme feo, quiso sin duda privarme de los ataques imprevistos, pérfidos; ¡tú,

querido muchacho, ten cuidado!... cuando la encuentres adorable.

–¿Y tú en qué piensas?... Mira: se vuelve…

El barón puso sus gafas.

–¡No está mal!... La boca un poco grande, cabellos…

–¡De oro leonado!

–El tipo es curioso… La mirada franca o… hum… En principio, me gusta más

algo más marcado…

–A mí me gusta así.

–¿Te has planteado que se exhiba ante nosotros por dinero?

–No parece ser una casquivana ni una obrera.

–¿Alguna pensionista escapada de los Oiseaux, del Sagrado Corazón, verdad?

–¡Bromeas, viejo escéptico!

–A fe mía que desde hace un momento, La Bierge ha perdido la chaveta y ya no

reconozco mi diplomacia.

–No hay más que una diplomacia ante la belleza.

–Palabras peligrosas en la boca de un futuro embajador.

–Quería decir que la diplomacia es obligada…

Page 30: La señorita de Marbeuf

–Y te dejarás atrapar otra noche. Escucha, Marcel: tu viejo Horace ha prometido a

tu madre que te vigilaría; te ha impedido cometer estupideces cuando eras estudiante…

–Es cierto.

–No es en absoluto un terrible mentor, y puedo juzgarlo viéndoos a ambos en Les

Folies-Bergère…

–Horace es mi mejor amigo…

–Pues bien, Marcel, esa rubia de mirada melindrosa te produce una impresión

demasiado intensa y tengo miedo…

–¿De qué?

–De una chaladura.

–¡Venga ya! ¡Una chaladura, aquí, una chaladura!

–¿Desde luego? ¿Eres serio? No es que el asunto…

–¡De una noche o de cinco minutos, caramba!

–¡Adelante, querido! Te ofrezco dos consumiciones, todo lo que quieras y voy a

acostarme. Mañana por la mañana, irás al ministerio, y ella se llevará su corsé envuelto

en un periódico; ¿me lo prometes?

–Te lo juro.

–¿Tienes dinero?

–Sí, gracias.

Los David terminaban su pantomima. Armado de una navaja, el hombre del

tricornio cortaba los cabellos, la nariz, las orejas del hombre de la chistera; los cabellos,

las orejas, la nariz se mantenían por encantamiento; en fin, el mutilado se mostró

intacto, y, mientras que unos golfillos tiraban de las cuerdas de unos trapecios que

subían hacia la cúpula, Marcel se dirigió hacia la Srta. de Marbeuf.

–¡Ya que es lo que quieres, vete! ¡Te la vas a cargar! – insistía Pomeyrol.

–Estoy emocionado…

Preguntó con voz sorda:

–Señorita, quiere hacerme el honor…

Ella le tomó el brazo, ambos, siguiendo la multitud, penetraron en el jardín donde

Pomeyrol había reservado una mesa bajo un macizo de árboles y cerca de una gran

fontana reluciente.

–Mi mejor amigo, señorita.

Christiane se inclinó.

–No os molestaré mucho tiempo, hijos míos. La prerrogativa de la edad… – dijo

el barón levantando su sombrero. – ¿Qué desea tomar, señorita?... Veamos: ¿un sherry -

glober, una copa de Champagne?

Christiane se decidió por un sherry-glober. Horace y Marcel pidieron unas

cervezas.

La Bierge admiraba su fácil conquista.

–¿Cómo se llama, señorita?

–Christiane.

–¿Qué edad?

–Diecisiete años.

–¿Parisina?

–Sí, señor.

–¿Un amante?

–No.

–Perdón… ¿Y es la primera vez que viene usted a Les Folies-Bergère?

La señorita inclinó la cabeza.

–Estaba seguro de ello, – dijo Marcel dirigiéndose al barón.

Page 31: La señorita de Marbeuf

Pomeyrol pagó las consumiciones, y, levantando su vaso:

–A vuestra salud, hijos míos, y buenas noches; ¡yo me voy! Recuerda, Marcel,

mañana temprano, a las diez... avenida de Orsay… tu promesa…

–Tienes mi palabra… ¿No bebes Christiane?

–Gracias, señor; ya no tengo sed.

–Llámame Marcel, te lo ruego. Christiane, tienes unos ojos muy inteligentes…

Una vendedora presentaba unos ramitos de lilas y unas rosas a Christiane: Marcel

le dio cincuenta céntimos y la alejó de un gesto, pues no quería que la señorita tocase

esas flores, tantas veces olidas y manoseadas.

En los mostradores de mármol, unas muchachas gritaban, descorchaban champán

y más a menudo cervezas fermentadas o limonadas gaseosas, y ante sus faldas,

bulliciosos engominados de los que altos espejos reflejaban las monerías, el rebaño

humano desfilaba, pasaba, volvía a pasar: entre algunos rostros inocentes, circulaba todo

un mundo de marrulleros, un mundo extraño de pequeños empleados achispados, de

pintores sin paleta, de actores sin teatro, de periodistas sin periódico, de profesores sin

escuela, de oficiales sin regimiento, de estudiantes sin matrícula, de crupieres sin tapete,

de mercaderes de cartas transparentes, de sodomitas, de vividores, de amas de casa, en

definitiva todo el vomito nocturno de París. La mujer del vestido amarillo que había

abordado a Christiane reapareció, sola, pero La Bierge la miraba con su mirada

brillante; ella no se atrevió a renovar sus tentativas, e incluso tuvo para los enamorados

una mirada de ternura y suspiró con voz aguardentosa:

–¡Dos bonitas cabezas sobre una almohada; divertíos bien, mis pequeños cocos!

Christiane y Marcel se levantaron de la mesa.

–Christiane, ¿quieres ver a los gimnastas?

–No me apetece.

–¿Nos vamos?

–Si usted quiere.

–¿A tu casa o a la mía?

–A su casa, Marcel.

–¿Estas libre toda la noche?

–Toda la noche.

–¡Oh! ¡Estupendo! Tápate bien, querida; hace frío… Toma un fular… Póntelo

alrededor de tu cuello tan blanco… ¿Estás temblando?...

–¡Y usted es muy dulce!...

La emoción causada en el palacete de Torcy por la huida de la Srta. de Marbeuf

no dio lugar a ningún incidente. Al principio la duquesa quería informar al comisario

del barrio, escribir al prefecto de policía, pedir una investigación; pero pronto se rindió a

la opinión de su hijo: una investigación, los hechos, los comentarios de los periódicos

perjudicarían su reputación. En definitiva, la Sra. de Torcy no era la tutora de

Christiane, y, desde el estricto punto de vista de la ley, estaba exenta de cualquier tipo

de responsabilidad de custodia.

El Sr. y la Sra. d’Hervilliers se regocijaron de que Dios apartase de ellos a

semejante nuera, cuando Gontran afirmó al capitán que la pariente indigna había

abandonado el palacete para seguir a su amante, el cochero Élias.

Page 32: La señorita de Marbeuf

V

Dos jóvenes enamorados son una obra maestra de la naturaleza, y fue una gran

noche para Christiane y Marcel. Permanecían abrazados, pálidos con la palidez del

amor, con los ojos cerrados; ella sonriente contra el pecho donde se dispersaban sus

cabellos, y él, radiante del peso que sentía animarse y del que seguía las vibraciones,

paseando por ella sus caricias, el bálsamo de las heridas ya olvidadas; no estaban allí, a

base de estar: se dormían en el doble calor de sus voluptuosos miembros y el doble

perfume de sus labios ahítos de besos.

El pequeño apartamento del Sr. de La Bierge estaba situado en el quinto piso de

una casa de la calle Bonaparte; las ventanas de la habitación, del comedor y del

despacho daban al patio, y la instalación testimoniaba a las claras la honorabilidad del

hombre, elegante y trabajador, frívolo a sus horas, obligado a abrillantar su blasón.

Entre unos muebles había una cama, un armario con espejo, biblioteca, sillas, mesa,

escritorio, cortadas con sierras mecánicas del barrio Saint-Antoine, se veían allí

recuerdos preciosos, un sillón antiguo, un baúl Renacimiento, retratos en miniatura,

obras de mujer, tapicerías, cojines bordados, esas cosas que recuerdan a los muertos, a

la familia lejana, y dan fuerzas para cumplir los deberes del presente en medio incluso

de la religión del pasado.

Marcel no era rico; su madre, viuda de un senador del segundo imperio, vivía en

un viejo castillo cerca de Angoulême: desde los estragos de la filoxera, la Sra. de La

Bierge había debido reducir su tren de vida, de por sí ya modesto, a fin de conservar la

dote de su hija y enviar a su hijo una pensión mensual de trescientos francos. Sus tareas

en el ministerio de los asuntos extranjeros no recibía todavía ningún emolumento, y si el

expediente afirmaba que el futuro diplomático poseía personalmente las seis mil libras

de renta exigidas a nuestros secretarios de embajada, esa ficción no podía enriquecerle.

Al ser la suma insuficiente para un joven ya un poco aventurero, La Bierge contrajo

deudas en ocasiones considerables; hubiese tenido problemas sin las amistosas ayudas

de su compatriota, el barón Horace de Pomeyrol: este, que guardaba un excelente

recuerdo del padre de Marcel, profesaba un profundo respeto por la Sra. de La Bierge, y

desde la llegada a Paris del estudiante de derecho, se había mostrado, – al amigo de

Christiane le gustaba reconocerlo – no un mentor aburrido, sino más bien un gran

compañero, fiel y muy leal.

Hasta ese día, La Bierge había dado tales pruebas de prudencia y de escepticismo

parisino, que el barón, vividor soltero, respondía de él como de sí mismo: en el barrio

latino, el estudiante reclutaba amantes variadas, un poco por todas partes; jamás sus

relaciones duraron más de una noche; incluso en su vida mundana, sembrada de buenas

fortunas, las burguesitas oficiales se desvanecían a la manera de los estudiantes, – un

paseo en coche, una cena, el amor, flores o algún luís, y ¡buenas noches, señora! –

Gracias a ese régimen, el aristócrata, licenciado en letras, doctor en derecho,

compatibilizando el trabajo con placeres necesarios a una fogosa juventud, aguardaba

una buena plaza en la próxima oposición a secretario de embajada.

El barón se enorgullecía de su alumno, del encantador compatriota que le

interesaba cada vez más, al no tener nadie más a quién querer en el mundo. Al menos

tres veces por semana cenaban juntos en un restaurante; Pomeyrol siempre invitaba. Sin

embargo, Marcel, de corazón delicado, no quería abusar de la generosidad del

millonario, ocultaba los contratiempos de su situación, tomaba su tiempo con los

acreedores, pensaba en el futuro y solamente, ante imperiosas exigencias, se atrevía a

solicitar un préstamo que el otro acogía con la cartera abierta.

Page 33: La señorita de Marbeuf

–¡Bah! ¡Ya me devolverás eso cuanto tengas un matrimonio brillante!... ¡Estoy

seguro de que algún día tendré el honor de ser recibido por el embajador en la embajada

de Francia en Rusia, en Inglaterra o en Austria!... Ya sabes, Marcel: la política al diablo.

Necesitas una situación, y, por lo demás, se es tan tonto cuando no se hace nada; ¡yo sé

algo de eso! Deja dormir tus opiniones: republicano en República, oscila con el

movimiento; si van a la izquierda, ¡sígueles! Si van a la derecha, ¡no les dejes! Desde

que escuches el edificio crujir en lo alto, un poco antes de la caída final, alguna veleta te

dirá de donde procede la brisa. ¡Oh! Me consta que todo esto no es muy leal; pero, ¡qué

caramba!, la lealtad nada tiene que ver con la política y la diplomacia: un embajador

debe ser francés, buen y mal francés, ¡eso es todo!

El joven amigo del Sr. de Pomeyrol parecía armado contra las seducciones

amorosas, y, a pesar de eso, el viejo parisino había abandonado Les Folies-Bergère

bastante perplejo, y su inquietud crecía cuando regresó a su apartamento del bulevar

Malesherbes, un piso de soltero donde unas jóvenes venían, brillaban y desfilaban cual

brillantes meteoros.

La mujer de la limpieza que, todas las mañanas despertaba al Sr. de La Bierge,

golpeó a la puerta de la habitación, antes de proceder a la limpieza general del

apartamento.

–Son las nueve, señor.

–Esta mañana no saldré – respondió Marcel; – almuerzo en casa… almorzamos…

prepárenos un menú bastante distinguido.

Todavía deseosos de dormir y de amarse entre los brazos acariciadores, él

interrogaba a la señorita, daba órdenes; Christiane le recordó amablemente la promesa

de la víspera:

–Ha jurado a su amigo que iría al ministerio. Acuérdese: ¡mañana por la mañana,

avenida de Orsay a las diez!

–¿Tú no quieres perderme, arrastrarme al mal camino? – continuó bromista – No

temas: por una mujer que es la perdición de un hombre, siempre hay al menos dos

dispuestas a vengarnos. ¿Es así?

–Lo ignoro.

Acababan de almorzar.

–Christiane, como las gentes felices, ¿no tienes historia?

–¡Mi historia es tan banal!

–¿Eh?...

–¿Qué puede hacerte pensar…?

–¡Todo! Los modales, los ojos, las manos, el porte de la cabeza, el espíritu

natural, sin maquillaje, así como el rostro, y no hablo ni de la frescura ni de la gracia de

la señorita. Una chica nos aburre desde el momento que la conoces, con su odisea,

siempre la misma, y tú…

–¿Y yo?

–¡Tú no eres una cualquiera!

–¡Claro que sí!

–¡Claro que no!

La Srta. de Marbeuf comprendía que debía retirarse, y, ayudando a retirar el

mantel, el joven hombre deslizó en una de las pequeñas manos, un billete de cien

francos.

–En otra ocasión, seré más rico…

–Esto es demasiado, señor – balbucía ella, roja de vergüenza.

–¿Cuándo te volveré a ver, Christiane? ¿Dame tu dirección, por favor?

Page 34: La señorita de Marbeuf

–¿Prefiere que le escriba a lista de correos?

Ella enjugaba sus ojos.

–Dime, ¿por qué lloras?

Él se las ingeniaba para encontrar la causa de las lágrimas, se revolvía con la idea

de un amante o de una patrona; sin duda Christiane tendría una madre o una hermana,

parientes que la echarían de su casa:

–¿Temes los reproches de tu familia?

–No.

–Entonces… ¿estás sola?

–Sola.

Ella dijo esa palabra con una voz tan desgarradora, permanecía allí, inmóvil, tan

espantada de partir y al mismo tiempo tan avergonzada de retrasarse que en la

determinación del joven entró tanta piedad como amor:

–Christiane, estás en tu casa; nada tengo que saber de tus infortunios: ¡te amo!

Marcel obtuvo los recursos del barón para la instalación de su amante, las

compras modestas y necesarias de ropa, de calzados y de vestidos. Viendo realizarse el

acontecimiento funesto que este último temía, el Sr. de Pomeyrol no quiso afectar en

absoluto aires de profeta; evito incluso todo reproche inútil con la esperanza de que la

nominación del secretario de embajada llegase pronto para disolver la pareja de la joven

desconocida y del diplomático aventurero.

Transcurrieron tres semanas.

La Srta. de Marbeuf había vuelto a ver a la gigante, y, deseosa de testimoniarle las

gracias, le devolvió sus tres francos y le regaló la tela de un vestido, una veintena de

metros al menos.

–¿Es usted feliz, señorita?

–Sí y no. Se lo diré pronto. Sin embargo Marcel rodeaba a Christiane de toda su

ternura. Por la noche cenaban en el cabaret, luego se dirigían al teatro; a veces el barón

se unía a ellos, y Pomeyrol, obligado a reconocer la excelente educación, el espíritu, las

gracias de la señorita, no experimentaba más que temores cada vez más intensos ante el

futuro.

–¡Ella le seguirá al final del mundo! – gemía – ¡y su carrera está acabada!

Christiane se daba cuenta de los perjuicios que ocasionaba a su amante. Los

grandes intereses de los usureros absorbían la pensión mensual, y el amante vivía a

expensas del barón; por otro lado, la amante acababa de sorprender, muy a su pesar, una

carta en la que la Sra. de La Bierge manifestaba a su hijo su irritación cada vez mayor.

Entonces, la Srta. de Marbeuf vaciló entre una retirada inmediata y el deseo de

aportar su parte a la pareja. ¿Amaba ella a Marcel que la adoraba? Se habían agotado las

fuentes puras de esta juventud: la noble señorita, animada del desprecio hacia todos

aquellos que una horrorosa injusticia había arrojado fuera de la sociedad, se había

convertida en puta. ¿Cómo podía aferrarse a un hombre cuya próxima partida la

amenazaba con nuevas angustias? Con él ausente, ella debería circular por malos

lugares, hasta incluso hacer la acera – o matarse. Pues bien, hoy otras ideas la mantenían

en pie y vibrante: soñaba con un rico protector que vendría en su ayuda, a semejanza del

aristócrata pobre, y que no abandonaría nunca a la solitaria. El Sr. de Pomeyrol no la

perseguía y ella no hubiese en absoluto aceptado a un amigo de La Bierge. Su futuro

protector, el tipo elegido, lo conocía de nombre y de vista; ella lo observaba, lo

estudiaba.

Se llamaba Saturnin Clouard y vivía en el principal apartamento de una casa

contigua: era un antiguo e importante constructor, una especie de Crevel del mortero, un

Crevel voluptuoso, pero un Crevel buena persona. Venido de La Souterraine en calidad

Page 35: La señorita de Marbeuf

de simple albañil, Saturnin, obrero activo, recto, ahorrador, se había casado con la hija

de un modesto empresario, y de inmediato hizo aumentar el círculo de operaciones de

su suegro: barrios enteros – sus obras le pertenecían en Paris; él prefería su rincón de la

calle Bonaparte, el último trabajo, una «perla» en medio de las ruinas, así como solía

decir pomposamente. Su esposa, impotente, no salía nunca; acababa de casar a sus dos

hijos arquitectos y los recibía en familia los domingos por la tarde. Cuando Saturnin

Clouard paseaba por la calle en esas jornadas de inverno, grande y alto, abrigado con un

magnífico abrigo de visón sobre un amplio chaleco florido con una decoración violeta,

el sombrero de copa sobre la oreja izquierda, con el bastón en la mano, su rostro rojizo,

limitado por unas patillas poderosas, se iluminaba con un inmenso orgullo; sus ojos,

destacando en su cabeza, pestañeaban de alegría; desplegaba su vientre, abría las piernas

y los brazos, se hacía pesado, majestuoso, y, bajo los saludos de los proveedores, la

calle y las aceras parecían caminar con él. Eso ocurría en el barrio; pero, desde que el

Sr. Clouard llegaba al otro lado de la orilla del Sena, su altivez caía; a la primera falda,

sus narinas se hinchaban; se volvía amable, sonriente, no había que hacer demasiado

para arrastrarlo.

El Sr. Clouard se fijó en la bonita vecina, sin atreverse a abordarla. Finalmente un

día la siguió hasta la plaza del Palais-Royal; Christiane salía para hacer unos recados y

Marcel estaba en el ministerio. El antiguo empresario, moldeado por lecturas tardías,

buscaba frases hermosas.

–Perdón, señorita, – dijo con su voz grave que seseaba un poco – soy su vecino, y

usted sin duda me conoce: El Sr. Saturnin Clouard, oficial de academia, ex empresario

arquitecto, administrador de la caja de ahorros, vicepresidente de la sociedad de

socorros mutuos de nuestro distrito, tesorero de la banda, fundador de varias obras

benéficas…

No acababa de relacionar sus títulos, y Christiane aguantaba unas violentas ganas

de reír.

–El hielo está roto, y yo le diría, señorita, mi dicha de dirigirle elogios: está usted

sencillamente radiante: hace tiempo que tenía ganas de « decirle todo esto », y aquí

estoy a mis anchas.

–Estoy muy halagada, señor Clouard…

–Pues póngale la guinda a sus bondades concediéndome el insigne honor de

ofrecerle alguna cosa.

–¡Dios mío, señor, no tengo sed!

–¡Oh!- dijo él - yo podría otorgarle, concederle un regalo que no se bebe, ni se

come en estado natural, y que siempre resulta placentero a las mujeres bonitas: ¡un

boche, un brazalete, un collar de diamantes, un coche incluso, una calesa!

–Caballero…

–Señorita, tendré mucho cuidado en no imitar a los zafios que intentan conquistar

a las mujeres con historias falsas contra los maridos y los amantes; además, sería

ridículo a mi edad plantearme el ser rival de mi simpático vecino, el Sr. de La Bierge, y

me conformo con señalar al pasar las variaciones de temperatura de todos los jóvenes:

uno se adora esta noche, y mañana… ¿me entiende? Una mujer bonita debe pensar en el

futuro. Usted tiene ante sí a un hombre tranquilo, aún verde en la cincuentena, mudo

como una capa en materia amorosa, fiel a sus compromisos de amor como a un

cuaderno de contabilidad; que no se ilusiona en absoluto por las bellezas que la

naturaleza ha creído deber licitar en su favor; pero, el sol de su mirada habiéndole

incendiado con una llama que nada podría apagar, solicita la esclavitud de amarla, de

adorarla, siendo el más devoto de los amigos y el más respetuoso de los servidores.

Reflexione, señorita, pues no quiero retenerla más allá de sus límites; mañana, pasado

Page 36: La señorita de Marbeuf

mañana, a la hora que usted quiera, a sus órdenes, estaré allí, en el emplazamiento

embellecido y ya sagrado por su presencia.

La Srta. de Marbeuf se dijo que tenía que vérselas con un hombre generoso cuya

fraseología bizarra denotaba a la vez un cierto buen sentido, una fuerte dosis de

ingenuidad y mucho orgullo. Aceptó una cita. Clouard no se mostraba exigente: según

sus afirmaciones, siempre elocuentes, el libertinaje no debía sobrepasar nunca las

fronteras de los placeres honorables; desconocía los vicios contra natura, estaba sano,

limpio de cuerpo, de un raro vigor, y la señorita no tuvo en absoluto que sufrir

demasiado con las galanterías del albañil. Pronto, Saturnin alquiló y amuebló en la calle

de Rome un apartamento para su amante, que prometía pasar por su amante titulada

cuando el Sr. de La Bierge se fuese al extranjero. La custodia del pisito fue confiada por

Christiane a la gigante Cosaca con el beneplácito del viejo empresario maravillado por

ese edificio humano.

Aunque Christiane rechazaba los regalos inútiles y sospechosos en su situación,

acogía de buen grado los billetes. El dinero de Clouard servía para pagar a los

proveedores de Marcel y abonar viejas facturas. La Bierge se apercibió de ello, y la

Señorita de Marbeuf se inventó un cuento; habló de una tía millonaria que no podía aún

nombrar y que la auxiliaba al margen de la familia.

–¿Me juraste que estabas sola?

–En el momento de nuestro encuentro era cierto; el otro día, me he encontrado a

esta pariente en un almacén de modas; ella me ha reconocido, y…

–¡No quiero más tus limosnas!

–No son limosnas, mi pequeño Marcel… Simples adelantos; yo lo pongo y tú me

lo devolverás más tarde.

–A partir de ahora, debemos conformarnos con mis trescientos francos mensuales,

¿entiendes?

–¿Y los acreedores?

–Esperarán.

–Pomeyrol te prestaba, ¿Por qué no aceptar de tu amante, de tu mujercita?

–No es lo mismo. El barón es un amigo y es rico.

–¿Y si yo fuese rica me echarías de tu casa?

La primera disputa se apaciguó, y Marcel acabó por creer la aventura de la tía

millonaria.

Page 37: La señorita de Marbeuf

VI

Tumbado en el sofá de un rico gabinete de holganza, ante un buen fuego, el barón

Horace de Pomeyrol fumaba su pipa, los bigotes y el imperial deshechos, con unas

revistas francesas y extranjeras a su alrededor, revistas de letras y ciencias, periódicos

que acababa de ojear después de un almuerzo de parisino– dos huevos duros, una

chuleta, una loncha de queso, una fruta; todo regado con una botella de excelente

burdeos – luego café negro y un vaso de aguardiente añejo. Gracias a ese régimen,

Pomeyrol, ex oficial de caballería, gran propietario de la Charentek, no estaba todavía

acabado, sino que se encontraba cada vez mejor. En efecto, desde los recientes amores

de su amigo La Bierge, el soltero, muy reservado en sus relaciones, huyendo de las

presentaciones banales, experimentaba las tristezas de la soledad y, para vencerlas, se

entregaba a las manías del coleccionismo, reunía maderas esculpidas, fragmentos de

piedras y mármoles, cascos y corazas, espadas, piezas de orfebrería, jarrones egipcios,

monedas, medallas, telas religiosos, restos de altares y de púlpitos, cabezas de apóstoles,

pitilleras, manuscritos, firmas de personajes célebres; sobre todo lo atraía la bibliofilia,

y precisamente, la víspera de ese día, había adquirido en el Hotel de las Ventas una

edición preciosa y rara, hasta el punto de haberla encontrado a la venta por dos mil

francos.

–¡Veamos eso! – dijo abriendo con sus manos respetuosas un libro de hojas

amarillentas, encuadernado con una gruesa piel de tambor.

La primera página contaba los orígenes del volumen y relacionaba a sus

alternativos propietarios. Grabados al aguafuerte, se encontraban el retrato de Scarron3 y

un dibujo representando una cima en la cual la sacerdotisa agitaba su llama; abajo, en

medio de las olas, un cuerpo de mujer, y, hacia la izquierda, el amor emergiendo de las

olas, – marca auténtica: Alfons Fraxinetus. delin. F. poilly. S. En el falso título se leía

entre firmas y el escudo real, y en caracteres de la época:

LÉANDRE ET HÉRO Oda BURLESCA DEDICADA A MONSEÑOR FOVCQVET,

PROCURADOR GENERAL, SOBREINTENDENTE

DE LAS FINANZAS Y MINISTRO de Estado.

POR M. SCARRON. EN PARIS CASA ANTHOINE DE SOMMAVILLE,

EN EL PALACIO, SOBRE EL SEGUNDO ESCALÓN

YENDO A LA SANTA CAPILLA,

EN EL ESCUDO DE FRANCIA. M. DC. LVI.

CON PRIVILEGIO DEL REY.

El Sr. de Pomeyrol, carente de fe, se reía de sí mismo:

–¡Cien luises por el Scarron! ¡Invertir cien luises en sesenta y ocho páginas de

pésimo papel cuyo dos pésimos grabados, tal vez valdrían unas consumiciones en el

café! El barnum4 del Hotel de las Ventas hacía gala de una buena palabrería:

3 Paul Scarron, (1610-1660), escritor francés satírico que destaca por La novela cómica. 4 Referencia a Phineas Taylor Barnum (1810-1891), empresario circense estadounidense célebre

por ser pionero en exponer seres humanos deformes en su espectáculo. No es la primera vez que el autor

utiliza este apellido como sinónimo de charlatán o “vendedor de humo”. (Nota del T.)

Page 38: La señorita de Marbeuf

«¡Caballeros, un ejemplar único… en el mundo!» Mencionaba incendios de

bibliotecas, pillajes de guerra, ensalzaba la historia por encima del mercado, y yo, como

veía cráneos calvos con gafas temblorosas, dedos estremecerse al pasar las hojas del

libro, me he hecho adjudicatario para fastidiarlos.»

El mayordomo anunció:

–El Sr. Marcel de La Bierge.

El joven funcionario del ministerio de los asuntos extranjeros se presentó con las

manos extendidas:

–Discúlpame mi querido Horace, el amor nos vuelve tan egoístas….

–¿Y Christiane, siempre bien, siempre bonita?

–Siempre.

–¿Enamorados más que unos tortolitos?

–Al menos igual.

–¡Maravilloso!

–Christiane ha salido para hacer unos recados, y yo he aprovechado mi viaje a la

avenida de Orsay a fin de estrecharte la mano y agradecerte…

–¿Lo qué?

–Esto.

La Bierge acababa de entregar un montón de billetes a su amigo, y Pomeyrol abría

sus grandes ojos:

–¿Has recibido una herencia?… semejante suma… ¿Dónde diablos has obtenido

ese dinero?

–Misterio. Adivina.

–Juegas.

–No.

–Soy idiota. Si no lo has ganado jugando debes ser un ladrón ¿Prestado?

–No del todo.

–Doy mi lengua…

–Guarda tu lengua: saldo mi deuda con el dinero de Christiane.

–¿Tú?

–Yo mismo.

–¿El dinero de tu amante?

–Sin duda.

–¿Christiane ha heredado?

–Más o menos; una tía rica se interesa por ella, a espaldas de su familia

archimillonaria…

–¡Caramba!

–Christiane sabe de mi gran apuro…

–Yo estaba allí…

–No me atrevía, pero ante la insistencia de Christiane, he creído poder aceptar el

fondo que te restituyo, capital e intereses… ¿Te burlas?

–Sí.

–Sin embargo…

–Marcel, hoy, un aristócrata honorable tiene amantes para su placer y no para sus

negocios: debes devolver este dinero a Christiane…

–Ella ha pagado a los proveedores…

–Pídele la cuenta, yo pondré el dinero a tu disposición.

–Amigo, tienes razón, ¡y ya la amaba menos después de sus servicios!

–A buena hora entras en razón.

–¿Y si se niega?

Page 39: La señorita de Marbeuf

–Evita explicaciones inútiles; conténtate con decirle que tu madre te envía una

sorpresa.

–Christiane está al corriente de la situación de mi familia y no me creerá.

–Impón tu voluntad y ven a pedirme la suma que necesites.

–No quisiera molestarte.

–Dispensándome de eso me obligas a adquirir Scarrones o tal vez sellos de

correos...

La amante de Le Bierge debió tomar el dinero destinado al barón, establecer el

total de las deudas pagadas por ella, a instancias de Marcel, y recibir tal cantidad.

La Señorita de Marbeuf apreciaba la delicadeza del amante; se sentía traspasada

del deseo de poner término a sus desenfrenos, de confesar sus faltas, de implorar su

perdón, y tal vez hubiese actuado de ese modo si, al temor de una separación fatal, no se

hubiese añadido, con un impulso de odio, el misterio de sus desfallecimientos. Pronto,

la comedia corroyó al personaje absorbido en la visión de otro rol: Christiane hubiese

querido que Marcel fuese destinado enseguida a un puesto de secretario de embajada, a

fin de que la abandonase y que la conservase en su pensamiento exenta de toda mácula.

Esa doble vida duraba demasiado, lo que le parecía odioso a Christiane; la amante del

enorme Saturnin se horrorizaba, harta de mentiras, cuando el joven amante abría sus

brazos y cuando ella mentía bajo las deliciosas caricias, ya enervada por los goces

groseros, completamente sucia por los avances del albañil.

El Sr. de Pomeyrol parecía dar crédito a la historia de la tía rica; se reservaba sus

observaciones en el temor de afligir al camarada enamorado; pero Christiane

comenzaba a resultarle un poco sospechosa, y la señorita desconocida se convirtió

completamente el día en el que ella le rogó que fuese a casa en ausencia de La Bierge.

–Objeto de la reunión: «Comunicación importante…»– murmuraba él,

descifrando un telegrama azul, –«importante y urgente, está subrayado. ¿Qué desea de

mí esa cabecita rubia y pérfida? ¿Tal vez un consejo relacionado con los fondos

rechazados por Marcel? Si aviso a la Bierge, si permanezco sordo, ciego más bien a esa

mosquita muerta, al margen de la descortesía, se producirá una aventura desagradable.

Seguramente se trate de una imposición de fondos, de obligaciones de Panamá, de Rio

Tinto, de mobiliario español, y ese gran imbécil de Horace ha creído en una cita de

amor ¡Hum!... Nada tengo que arriesgar: las mujeres de amigos son sagradas para mi, y

desgraciadamente las demás tienen las mismas tendencias...»

–Mis saludos, señorita.

–Barón, le agradezco que haya venido, se lo agradezco de todo corazón.

–¡Oh! ¡Qué rojos tiene usted los ojos! ¿Ha llorado, mi pequeña Christiane?

–No me encontraba bien, ya estoy mejor.

–Tiene puesto su abrigo, su sombrero; ¿sale a algún sitio? ¿Soy indiscreto?

–Le esperaba a usted, señor; no hubiese salido antes de haber charlado con usted.

Siéntese, se lo ruego, y escúcheme. Usted no me conoce casi nada, señor de Pomeyrol,

pero un viejo parisino tiene experiencia para intuir; ¿qué piensa usted de la amante de su

amigo Marcel?

–La encuentro bonita, a pesar de su palidez, siempre amable, inteligente…

–¡Halagos de un hombre galante! La pregunta se la planteo en serio, y la preciso:

¿Me cree usted capaz de faltar a mis deberes de amante casi… legítima?

–Señorita, yo no soy su confesor; es cierto que si lo fuese no tendría mucho mérito

adivinando. Usted me permitirá responder de una manera general: Sí, creo a todas las

jóvenes mujeres susceptibles de comportarse mal en ciertos momentos, y, como filósofo

ecléctico, admito las teorías de todas nuestras escuelas, – razones espiritualistas

Page 40: La señorita de Marbeuf

procedentes de un cerebro en confusión, contrariedades, venganzas; caídas fisiológicas,

herencias fatales de neurópatas y de ninfómanas; en definitiva, usted me ve animado de

una gran disposición para el perdón…

–Y usted está equivocado, señor, pues las mujeres que caen es porque quieren

caer.

–No siempre, señorita, y ese es el problema del libre albedrío…

–Barón, yo no entiendo nada de filosofía y debo rebajar la conversación a mi

persona; voy a abandonar a Marcel.

–¡Vaya! ¿Cuándo?

–¡Hoy mismo!

–¿Habéis reñido?

–No, y Marcel ignora mi decisión definitiva.

–¿Definitiva?

–¡Mis maletas están listas!... Señor, usted es el mejor amigo de La Bierge, un

hermano mayor, una especie de tutor…

–Eso es demasiado, ¿usted lo ha visto en los Folies-Bergère, la noche de nuestro

primer encuentro. ¡No debe usted abandonar a ese bravo muchacho, que tanto la ama!

–Tengo motivos serios…

–¿Contra él?

–Contra mí; lo he engañado.

–¡Tanto peor!

–Por dinero.

–La confesión es cínica, señorita, la falta es más grave aún.

–Menos grave, señor, y usted lo comprenderá: La Bierge no gana nada en el

ministerio y no podía vivir de la pensión de su familia; usted lo ha ayudado con su

cartera, lo sé, pero él temía importunarle siempre; le ocultaba nuestros problemas,

nuestras lágrimas, nuestras angustias, las cartas del banco, las visitas de los acreedores,

las amenazas de desahucio, los embargos, y conmigo presente aumentando los gastos,

me resultaba cruel verle hundirse tan lleno de porvenir, por lo que me he entregado.

–¡Vendido!

–¡Vendido, si usted quiere!

–¡Eso es horrible… y grande, señorita!

–Me habría faltado valor, sin duda, si hubiese tenido la esperanza de permanecer

siempre siendo la amante de Marcel, pero su amigo tiene deberes, nobles ambiciones;

jamás conocerá la traición de Christiane… Hoy, lo que he hecho me destroza y me voy.

–¿A casa de su amante?

–Sí.

–¿Ama usted a ese hombre?

–¡Oh! ¡no!

–¿Y a Marcel?

–¡Lo adoro!

–¡Mujer singular!

–Había escrito una carta, inspirándome en la de Manon Lescaut5 a des Grieux.

¿Recuerda usted la cita?: «Te juro, mi querido caballero, que eres el ídolo de mi

corazón, y que no hay otro a quien pueda amar del modo que te amo; pero ¿no ves, mi

pobre querida alma que, en el estado al que nos vemos reducidos, la fidelidad es una

estúpida virtud…?» Lo que escribí al Sr. de La Bierge no valía en absoluto ese

admirable párrafo. Por lo demás, usted lo sabe, las costumbres difieren. En los tiempos

5 Manon Lescaut es la protagonista y título de una novela del Abate Prévost, cuyo protagonista

masculino es Des Grieux (Nota del T.)

Page 41: La señorita de Marbeuf

de des Grieux, un aristócrata robaba honorablemente en el juego, y estar mantenido por

su dama era cosa admitida en la corte y en la villa; en nuestros días, las razones de la

Srta. Lescaut no me excusarían, y he quemado mi carta. Mi querido barón, está usted en

presencia de una extraña cuya historia debe permanecer siendo un misterio; dirá a

Marcel que no es mi culpa si unas personas despreciables han helado mi corazón y

envenenado mi sangre; le dirá que lo amaba, que lo amaré siempre y que si recupero mi

camino perdido es porque tengo miedo de hacerle daño, pues todo en torno a mi persona

provoca un hálito de odio y muerte.

La voz entrecortada por los sollozos de la Srta.de Marbeuf se elevó, el rostro

mojado por las lágrimas, tan bella y tan impactante en la explosión de su cólera y de su

dolor, que Pomeyrol se inclinó, respetuoso y conmovido.

–No se vaya, señorita, se lo ruego. Perderá la cabeza; mire, el viejo escéptico

llora…

–Señor de Pomeyrol, estoy muy feliz, muy orgullosa de haber encontrado unas

personas como usted y La Bierge; sus rostros leales expulsaban máscaras

atormentadoras, visiones de verdugos…. Mi hora está próxima; me voy.

–¡Reflexione unos instantes, Christiane!

–¡Adiós, barón, adiós! Para Marcel regreso con mi familia, ¿entiende?, al lado de

la tía rica. ¿Me da su palabra de no traicionarme?

–Insisto una vez más, se lo suplico…

–¿Me da su palabra?

–Tiene usted mi palabra de honor, señorita.

–Gracias… ¡Adiós! ¡Abrácele muy fuerte!...

El portero había bajado las maletas, y mientras la Srta. de Marbeuf se alejaba, el

barón Horace de Pomeyrol permaneció allí, con valor, para esperar a su desdichado

amigo.

Page 42: La señorita de Marbeuf
Page 43: La señorita de Marbeuf

VII

Lord Byron dijo: «Triste como el juramento de despedida de los amantes.» Pero

mucho mayor es el dolor de aquél cuyo cuerpo no es rodeado en un último abrazo,

cuyos labios no son mojados por un último y sabroso beso de amor, y que regresa a su

casa desierta con la alegría en la frente, ignorando el camino de la infidelidad, y de

repente el alma en duelo, sin esperanza y el oído atento a un roce falso de un vestido

que ya no volverá.

Después de la partida del la Srta. de Marbeuf, deseoso de evitar un testigo

incómodo, el barón había dado permiso a la mujer de la limpieza.

–Espero a su amo para que cene en mi casa; regrese usted mañana temprano.

Solo en ese domicilio, el confidente de Christiane se dejaba sorprender por las

sombras de la noche, cuando la Bierge golpeó con su bastón la puerta de entrada: a

veces el joven se anunciaba de ese modo, y, ese día, tamborileaba más alegremente y

más fuerte. El barón fue a abrir.

–¡Buenas noches, Horace! ¿Qué buen viento te ha traído? ¿Te quedas a cenar con

nosotros, verdad? ¿Por qué están apagadas las luces? ¿Dónde está Christiane? ¡Eh!

Bromistas, ¡ya adivino! ¡Caramba! ¡Esto es una broma! ¿Christiane se esconde?

¡Christi! ¡Christi! ¡Voy a buscarte!... Barón, ¿Qué te apuestas que la encuentro?

–¡Marcel!

La Bierge no comprendía; corría a través del apartamento, del vestíbulo al

comedor, del despacho a la cocina, a la habitación, reía, gesticulaba, saltaba, movía los

muebles, levantaba las cortinas, abría las puertas:

–¡Caliente! ¡Caliente!

–Marcel, ¡te lo suplico!

–Christi, ¡caliente!

–¡Basta, Marcel! ¡Muchacho, me haces daño!

–¡Christi, ya te pillo! ¡Oh! La bella comedianta que conserva su seriedad y no

quiere reír! ¡Pero ríe, señorita! ¡Te pillaré finalmente y te condeno a tres besos!...

Se detuvo, se puso serio; creía haberlo entendido, y lo que agitaba entre sus manos

era un camisón olvidado en un rincón de la habitación, un camisón todavía tibio, antes

hinchado como si estuviese relleno por las formas maravillosas, y ahora helado, largo y

aplastado, de una longitud de vestido muerto y de un aplastamiento de harapo.

Pomeyrol arrastraba suavemente a La Bierge hacia el despacho donde había

encendido un candelabro:

–Mi pobre Marcel, yo te esperaba a fin de ahorrarte, de atenuar un doloroso

impacto, y tú has aumentado tu pena con un divertimiento cruel….

–¿Qué sucede?

–¡Christiane se ha ido!

–¿Se ha ido?

–Por desgracia, así es.

–¿Me abandona, me abandona sin despedirse? ¡Oh! ¡no!...

–Christiane acaba de encontrar el perdón de su familia, y precisamente ha querido

evitar las penosas despedidas de la separación encargando a tu viejo amigo excusarla,

afirmar que ella conserva un imperecedero recuerdo de tu cariño, de tu corazón, de

vuestros amores; ha llorado, me ha dicho que te abrazara, y te abrazo por ella y por mí.

–¡Horace, te agradezco esta nueva prueba de afecto, pero quiero saber en lo que se

ha convertido mi Christiane! Si es necesario recorreré las calles día y noche. ¡Oh! No

Page 44: La señorita de Marbeuf

creo en la tía rica. ¿Por qué Christiane ocultaría el apellido de su familia? ¡Sí, yo

sospecho la presencia de un amante y quiero recuperar a Christiane arrebatándosela al

hombre que me la ha robado! Sea quien sea el caballero, le abofetearé el rostro y me

pondré a su disposición; naturalmente él tendrá la opción de elegir armas: si pide la

pistola, tres balas a veinte pasos; si acepta la espada, recuerda mi duelo con Blacas,

cuando furioso, sintiendo mi poder, salté sobre el adversario y tú gritaste: «¡Alto!» e

hiciste bien, pues iba a destripar a Blacas por una simple tontería de mal gusto. Si tengo

un duelo con ocasión de Christiane, el combate será serio, y, en el proceso verbal

arreglando el encuentro, te rogaré que insistas conforme a tu método y a tus doctrinas

legales, a fin de impedir la intervención de los testigos si hay un cuerpo a cuerpo.

–Mi querido Marcel, soy, en efecto, de aquellos que reclaman el cuerpo a cuerpo

en materia de duelo a espada o sable: dos adversarios nunca llegan al terreno con

iguales oportunidades; este, un tirador de primer orden, un duelista, se mide contra un

novicio, y nadie encuentra nada que decir; aquel domina siempre la situación; tal otro

mira con sus ojos de lince a un miope; otros se enorgullecen de un temperamento

nervioso, de miembros ligeros y ágiles, de una constitución adecuada para las armas,

frente a un debilucho o a un ventrudo patán. Esas desigualdades son admitidas y me

parece injusto privar a un sólido muchacho, un hércules incluso, de las ventajas de la

fuerza física. ¡Felizmente, no es el caso y tú te adelantas! De entrada, acusas a

Christiane al margen de toda razón, y además tu amante ¿no es acaso libre de sus actos?

Vamos, Marcel, ¡ten valor!

La Bierge, que sollozaba, se arrojó en brazos del hermano mayor. Pero, al día

siguiente y los días siguientes, a pesar de las exhortaciones contrarias de Pomeyrol,

buscó a la amante infiel, la buscó por todas partes, por los bulevares, por el Bois, en los

teatros, los circos, los paseos galantes, los cabarets nocturnos; preguntó por Christiane a

todos los ecos, y solo le respondieron los ecos de su dolor. En el ministerio de la

avenida de Orsay, los jóvenes colegas de Marcel no comprendían el cambio de humor y

comportamiento del camarada: La Bierge, antaño amable, espiritual, buen muchacho, se

había convertido en moroso, agrio, molestándose a la menor broma, amenazaba con

romper todo, hablaba de matar a alguien, mirando a los amigos con miradas celosas y de

odio. No era solamente la moral la que se le había modificado; su propia forma de

arreglarse había sufrido una curiosa metamorfosis: al pantalón de color, la chaqueta

elegante y la corbata Lavallière del caballero mundano, sucedían los trajes negros, el

chaleco burgués, la corbata oscura con nudo clásico de un empleado de despacho, y

revelaba a la vez el duelo y la humillación en esas severas vestimentas. Antes, por la

noches, desde las siete, ponía el frac; ahora solo conservaba el chaleco, errando a lo

largo de los bulevares, parándose en los escaparates, huyendo de los encuentros

amistosos, encerrándose pronto en su habitación y recalentando sus angustias y rencores

tras haber besado los recuerdos de la viva, así como se hace con las reliquias de una

muerta querida.

El barón de Pomeyrol se aventuraba en casa de La Bierge, y escuchaba al pálido y

cada vez más consumido joven, a declararle con voz desgarradora:

–¡La adoraba! ¡Ella era la fiesta de mi vida y mi vida está perdida!

–Mi pequeño Marcel, ya veo, eres incapaz de soportar la soledad; ¡toma otra

amante!

–¡Jamás! Christiane iba a ser mi esposa legítima.

–¡Eso no es serio!

–Muy serio, Horace, y me disponía a hablar de ello a mi madre.

–Tu madre te hubiese negado su consentimiento.

–¡Se lo habría suplicado tanto…!

Page 45: La señorita de Marbeuf

–¿Christiane conocía tus proyectos?

–Sí, y ante ti guardó silencio por delicadeza.

De pronto, La Bierge estallaba en imprecaciones, en gritos de venganza, y era

necesaria toda la amistad del barón para velar por ese carácter atormentado y salvaje.

–¡Si los encuentro, los degüello a ambos!

–Y yo te aconsejo que no pienses más en ello y que pidas un permiso mientras

esperas tu nominación.

Por fin llegó ese nombramiento y el Sr. de La Bierge fue llamado a ocupar el

cargo de tercer secretario de la embajada de Francia en San Petersburgo.

–Ya no tengo gusto por la diplomacia y quisiera rechazarlo – dijo al barón.

–Señor secretario de embajada, – respondió Pomeyrol, – te acompaño a Rusia;

acabo de comprar billetes en un gran tren de lujo, en la estación del Norte, y como

partimos dentro de cinco días, tienes el tiempo justo para ir a abrazar a tu familia. No lo

olvide, señor: La puntualidad, esa finura de los reyes (y sobre todo de los acreedores)

será tanto o más admirada en usted como es rara en sus jefes. Por cierto, llevamos mi

Scarron, ya sabes, Léandre y Héro, mi Scarron de cien hermosos luises de oro. Ayer, el

librero del pasaje Jouffroy me ha ofrecido cien centavos, no cien soles paraguayos, cien

centavos de moneda de cobre, la vigésima parte del libro, pues afirma que se cosechan

Scarron; llueven Scarron en todas las ventas de biblioteca, y mi volumen ha disminuido

sensiblemente de valor en Francia; se lo podría ofrecer a un terrateniente. También se

podrían despegar varios sellos de los antiguos regímenes y revenderlos a precios

fabulosos. ¿Qué opinas?

El Sr. De Pomeyrol se las ingeniaba para distraer a su amigo La Bierge; imitaba a

los pontífices de las embajadas, pronunciaba graves palabras, discursos solemnes a

emperadores, en una palabra, resumía el cuadro de la historia contemporánea de la

Europa actual, decía de Rusia que era un ogro formidable y nuevo; Inglaterra, vigilante

desdentada chupando a Irlanda; Alemania, acostada sobre el vientre, tal como un

bárbaro borracho ante Bismarck! Austria, humilde y servil; Italia, recibiendo en alguna

parte la bota del canciller de hierro; España y sus duelos de miriñaques, la pequeña reina

desinflando a la gruesa Isabel; Turquía embrutecida y su sultán histérico, – todo eso

vibraba con un tono de ironía altiva y soberbia, pero la elocución del filósofo parisino

resultaba impotente para procurar olvido al amante de Christiane.

La Srta. De Marbeuf estaba definitivamente instalada en el apartamento de la calle

de Roma que el Sr. Saturnin Clouard había ordenado limpiar, restaurar y amueblar

según los deseos de su joven amante. Marina Paskoff, la Cosaca gigante, le servía

siempre con una fidelidad digna de elogios, y los proveedores del barrio observaban:

–¡Rechaza el centavo de franco y exige la pesada!

–He aquí una que haría lo que fuera por defender el honor de su ama y no sería

aconsejable estar en su línea de fuego.

De entrada la juzgaron idiota, luego comenzaron a quererla a causa de su

nacionalidad, de su franqueza robusta; la respetaron en el medio de esa población de

muchachas despilfarradoras y buenas rusas, por su extraordinario desdén a los pequeños

hurtos domésticos.

La hora de la venganza no había llegado todavía, y, sin embargo, Christiane había

comprendido que era necesario sustraerse al amor que la hubiese paralizado en el

momento de la acción: sufrió, lloró; pero hoy, el corazón domado, ídolo de un hombre

cuyas caricias le dejaban una frialdad de estatua, vibraba con todo su odio, con todas las

cóleras hasta entonces dormidas; soñaba con venganzas terribles en la esperanza y el

goce del mal.

Page 46: La señorita de Marbeuf

El Sr. Clouard se mostraba afectuoso hacia su amante, la colmaba de joyas, de

billetes, de flores, de títulos de renta, de regalos de todo tipo; a su pasión se mezclaba

un respeto: la señorita, afirmaba él, no se parecía en absoluto a las prostitutas de la

Babilonia moderna, y tenía un porte regio. Esa mentalidad de nuevo rico comenzaba a

generar alguna historia extraordinaria, un capítulo de novela de aventuras, una

maravillosa leyenda; no se decía nada a Clouard, y Clouard no pedía nada. El viejo

empresario llegaba a casa de Christiane la mañana para almorzar, y más a menudo hacia

medio día; no se retrasaba nunca más allá de las seis, y, cuando la señorita, un poco

aturdida por las frases banales y risibles del albañil, invocaba una migraña, Saturnin no

se enfadaba y se iba a la cocina a terminar sus chácharas con la gigante.

–¿Cosaca?

–¿Señor?

–¿Ves todavía encanto en mí? – preguntaba animado de un insigne orgullo –

¿Sabes que la Srta. Christiane tiene sangre de emperatriz en las venas?

Marine Paskoff tenía orden de callarse en relación con la familia de su amante:

–¿La señora le ha dicho eso, Señor? Siempre lo he dudado.

–No, hija mía, no. La señora ha guardado un silencio lleno de nobleza y el

religioso misterio que conviene a su origen; pero yo leo el horóscopo a través de sus

velos. Por atavismo, ¿entiendes? ¡Atavismo!

–Sí, señor: atavismo.

–Esa es la palabra que hay que emplear. Atavismo. ¿No sería más bien: aplicación

virtual? La frase es más rica: Así pues, por atavismo y aplicación virtual, la señora

desciende de Semiramis, reina de Saba. Carlomagno, un emperador de la decadencia

romana, dijo: «La palabra es de plata y el silencio es de oro» y de ahí yo concluyo que

el duque de Burdeos… ¡Ay! pero me estoy dejando llevar por mi oratoria.

Luego, pasaba a la lectura de los hechos diversos de los periódicos que comentaba

con citas aún más asombrosas tomadas prestadas de las religiones y filosofías.

Aparte de esta monomanía verbal, la Srta. de Marbeuf honraba en él al mejor de

los hombres, un amante poco exigente, y la sirvienta, un amo generoso. Nunca tuteaba a

Christiane:

–¿Querida, usted no sale lo suficiente?

–Amigo mío, no me gusta salir.

–La higiene, así como decía un ilustre doctor… he olvidado su nombre y la frase.

–No pasa nada.

–El célebre médico le habría suplicado en mi nombre aceptar un victoria o un

landau, o los dos al mismo tiempo: el paseo por el Bois le resulta indispensable.

–Gracias, mi querido Saturnin: un poco más adelante…

–¡Es usted demasiado ahorradora! ¿Teme arruinarme? Soy rico y quiero ofrecerle

un millón de oro virgen, el presente de Nourvady a la princesa de Trébizonde…

–… ¡de Bagdag!

–… ¡de Trébizonde y de Bagdag!

En la verano, siempre dócil a las ordenas de su amante, el Sr. Clouard alquiló en

una playa lejana una modesta villa: allí, como en Paris, los días y las semanas

transcurrían semejantes, cuando a su regreso una mañana de octubre la Srta. de Marbeuf

leyó en un periódico, en cabeza de los ecos mundanos:

«El duque Gontran de Torcy y su encantadora esposa, la hija del conde y de la

condesa de Château-Renauld, están de regreso en Paris. Los jóvenes y brillantes esposos

regresan de las Indias donde han realizado su magnífico viaje de bodas.»

Page 47: La señorita de Marbeuf

–Por fin – suspiró ella, alegre.

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Page 49: La señorita de Marbeuf

VIII

La prima buscaba al primo, y toda su psicología estaba alerta: en el palacete de

Torcy, la familia debía imaginar a la pariente avergonzada, ya muerta u oculta en el

extranjero; – si Christiane solicitaba una cita, el joven duque temería las venganzas

banales, revólver, vitriolo. ¿Era posible que el marido de Laure hubiese aprendido a

amar a su mujer bajo la luna de miel exótica? Tal vez siempre la amó, aunque las

bellezas raramente se ganan en las travesías lejanas. Si se pavonease por el Bois, tal vez

tuviese alguna oportunidad.

Deseaba encontrarse con Gontran, pero, si Gontran estuviese acompañado de su

madre, de Laure o de Juliette y una de las mujeres la reconociese, ella «tendría que salir

por piernas» como se dice vulgarmente.

La Srta. de Marbeuf no podía esperar nada de su única confidente Marina Paskoff,

cuya fenomenal estatura hacía ineficaz toda misión discreta, y comprendía la necesidad

de nuevos elementos para atraer la presa y la necesidad de luchar para abatirla. ¿Qué

sabía la noble muchacha, de los goces parisinos y de los vicios encantadores, desflorada,

martirizada por un patán, luego sonriente a los tiernos amores, y pronto fría entre las

manos sobonas de un antiguo albañil?

Debajo del apartamento de Christiane vivían juntas, en un lujoso pisito de planta

baja, dos casquivanas: la Srta. Sapin y la Srta. Tapeau. Varias veces el Sr. Clouard había

manifestado el deseo de echar, a causa de los vecinos, a esas mujerzuelas que

denigraban la dignidad del edificio, sin embargo la vecindad permanecía indiferente a

Christiane.

La amante del Sr. Clouard jamás dirigía una palabra ni un saludo a las

casquivanas. Cierto día llamó a su puerta, y fue Tapeau, una rubia rellenita, vestida con

un camisón rosa, la boca roja y golosa, quién le abrió; detrás de su amiga se encontraba

Sapin, alta, morena, de labios delgados, con bellos ojos brillantes, la figura alargada, el

cuerpo cubierto con un péplum de terciopelo.

–Perdón, señoritas, he perdido a mi gatito y me parece que ha entrado en su casa

cuando han abierto la puerta al caballero que baja.

Las mujeres, bajo los subterfugios del lenguaje, a veces hacen gala de

obscenidades que un cerebro de hombre nunca podría imaginar. Christiane repetía:

–He perdido mi gatito…

Subrayaba la frase con una sonrisa picarona que espera réplica, y no fue necesario

más para iluminar a las muchachas: se intercambiaron alusiones picantes, y mientras el

gato de la Srta. de Marbeuf volvía a subir la escalera, Sapin y Tapeau todavía charlaban

con su vecina. Para gran estupefacción de Marina Paskoff, se entabló una relación entre

su ama y las casquivanas.

Sapin y Tapeau regentaban por las noches un bar en Les Folies-Bergère, «una

barra» según el retruécano de la portera, y durante el día recibían amistades a unas horas

determinadas, viejos y jóvenes. Entre una y otra recepción, subían a saludar a la dama

del primer piso que a menudo las invitaba a tomar algo después de la marcha del Sr.

Saturnin. Al principio, ellas la habían considerado una mosquita muerta o una lesbiana;

la dama no era ni una cosa ni la otra. Las tres jóvenes charlaban con libertad, y acabaron

por contarse historias íntimas. La de Tapeau no ofrecía nada original. Parisina de los

Buttes-Montmartre, hija de lavandera, la joven se entregaba a los clientes de su madre

los días de lavado, dejó el oficio, siguió a un tipo y estuvo prisionera en Saint-Lazare;

por fin, hoy se consideraba contenta con su suerte. Con la alta morena, la leyenda había

Page 50: La señorita de Marbeuf

sido más relevante: Sapini, llamada Sapin, era de Venecia; allí, a la edad de diez años

vendía cerillas por cuenta de una harpía, cuando su matrona la condujo ante un joven

señor, no en un palacio, sino en el fondo de una góndola, sobre el lecho florido de rosas

de una cabina con paredes de cristal que unos remeros llevaban cantando por los

grandes canales. Cansada de las voluptuosidades submarinas, el aristócrata paseó a la

pequeña italiana a través de los cementerios: el viento mecedor de los sicomoros, la

visión de los fuegos fatuos, el graznido de los cuervos, las exhalaciones de los

cadáveres del Campo Santo napolitano, reanimaban sus sentidos; todos esos hombres de

piedra, esas mujeres y esos niños de mármol, todas esas estatuas de vivos en medio de

los sepulcros, le producía vértigos, espasmos, goces. El fúnebre caballero y la chiquilla

acechaban la partida de los guardianes, se disimulaban detrás de las columnas; allí

quedaron una noche, en el frescor de las sombras, ante la magnífica tumba de los

Pallavicini, la habitación de mármol blanco donde se ve de pie a la joven viuda ante el

lecho del muerto, la bella viva, la patricia en vestido de blancos encajes y dedos

fuselados que levanta una esquina de la mortaja y mira, atenta, el rostro del esposo

dormido; allí fue, en el centro del monumento, como el satiriásico ejecutó su último

capricho; la pequeña había desaparecido; el hombre se golpeó la cabeza con la tumba y

se mató.

De su terrible infancia, la Sapin conservaba un intenso horror; el resto de su vida

no presentaba ningún interés, galanteos en Milan, en Turín, en Roma, en Viena, en

Budapest, en Berlín, en Londres, y finalmente la convivencia en pareja, en Paris, la

pareja de lesbianas, muebles, deudas, amores, todo eso en común, sin demasiado celos

ni discusiones.

Tras haberse estremecido al relato de la italiana, la Srta. de Marbeuf inventó una

historia a fin de inspirar toda confianza a las visitantes: institutriz en un castillo de

provincias, un aristócrata la había seducido para luego abandonarla; había olvidado al

seductor y ahora amaba a su gran y primitivo amante, ese Sr. Clouard, cuyas inquilinas

de la planta baja escuchaban golpear en los pasillos sus largas y pesadas botas.

–¡Fíjate! – dijo un día Sapin, que leía Le Figaro, – ¡más noticias de Torcy! ¡Torcy

casado, regresa de las Indias!

Christiane palideció: dominó su emoción, y con aire indiferente dijo:

–¿Quién es ese Torcy?

–¿Cómo? – exclamó Tapeau, – ¿no conoces al duque de Torcy?

–¡No mucho, la verdad!

–¡Ah! –continuo Sapin– antes de su matrimonio, era un juerguista inveterado.

Nosotros nos lo llevamos un día de estreno en el Nuevo Circo, en la época en la que

vivíamos en un entresuelo de la calle Constantinopla, bajo los simpáticos nombres de

Blanche y de Marie. Tapeau era Blanche…

–¡Todavía lo es!– dijo la gordita.

Se rieron con el juego de palabras, y Sapin continuó:

–Al duquesito Gontran lo podemos encontrar una noche cualquiera en el Circo de

Invierno o en el Nuevo Circo…

–¿Un caballero casado? – intervino la Srta. de Marbeuf– ¡Deja sola a su esposa!

–¡Ya lo creo! – dijeron juntas las coristas.

Christiane temía traicionarse, y, después de que las vecinas hubieron dado

informaciones galantes sobre el personaje, dejó transcurrir la conversación por otros

cauces. Sapin y Tapeau se mostraban muy al corriente de la vida parisina: cada mañana

se levantaban con los ecos del Gil Blas donde el Diablo Cojuelo6 cuenta alegremente las

6 Pseudónimo de un periodista del Gil Blas que poseía una columna diaria sobre noticias de

sociedad. (Nota del T.)

Page 51: La señorita de Marbeuf

extraordinarias aventuras del intrépido Botella Vacía, del Viejo Carafon, del Crack

Winner, de Couche-en-Joue, de Pourri-de-Chic, de la Croix-Ramillierrs; a ambas les

enojaba mucho no ser citadas entre las casquivanas de marca, pero Christiane las

consoló prometiendo que las haría figurar en una novela que quería escribir.

–¿Una novela de mujeres? – preguntó Tapeau entusiasmada.

–No, un estudio sobre los hombres.

–¡Todos esos cabrones! He aquí el título– declaró Sapin.

–Necesitaré documentos, señoritas; soy provinciana y neófita.

–¡Oh! ¡Oh!

–¡Eh! ¡eh!

–Muy neófita, os lo aseguro.

Expertas en todo tipo de horrores, las muchachas narraron verdades y mentiras en

relación con sus embates amorosos, y Sapin completó la información de la Srta. de

Marbeuf prestándole sórdidos volúmenes ilustrados con grabados obscenos que

mostraban objetos de lujuria.

La señorita reprimió una arcada cuando la italiana, en ausencia de su compañera,

la rodeó con sus brazos y la sorprendió con un violento beso en los labios. Christiane se

desprendió del abrazo.

–¿Entones no me amas? – lloriqueó Sapin, – Si quieres abandonaré a Tapeau.

–Escuche, señorita Sapin; me gustaría entender la teoría, pero la práctica no es lo

que me ocupa.

–Te equivocas, pues los hombres son todos unos…

–¡Chsss!...

Temiendo que las casquivanas, tan deseosas ellas también de volver a ver a sus

enamorados eventuales, no fuesen a precederla en su búsqueda del duquesito, la Srta. de

Marbeuf abandonó las terribles lecciones, y convenció al Sr. Saturnin para que la

acompañase esa misma noche al Nuevo Circo. Habría podido ir allí sola; pero la prima

deseaba aparecer del brazo de su amante, a fin de que el Sr. de Torcy no tuviese ninguna

desconfianza, ninguna sospecha, de que no se trataba de un encuentro casual.

Ante su familia, el Sr. Clouard acababa de invocar el pretexto de una reunión

solemne de las glorias de la construcción, y, con corbata blanca, se había endosado el

frac bajo el abrigo principesco, replegó sus guantes y se hizo con un abanico;

Christiane, enguantada de negro a lo mosquetero, llevaba un radiante traje de satén gris

y un sombrero Rembrandt que, inclinado hacia la derecha, hacía resaltar mejor el otro

lado de la cabellera, la deslumbrante y orgullosa mata dorada.

–¡Que Venus me preserve de encontrar aquí a mis queridos hijos! –suspiró el Sr.

Clouard empujando las puertas del Circo.

Sentados en un palco, con todo el mundo a su alrededor muy distinto de aquel que

Christiane observara el año pasado en les Folies-Bergère, miraban sin gran atención el

espectáculo, uno y otro absorbidos por ideas diversas: el antiguo albañil temiendo la

presencia de sus hijos, la señorita enervada por no ver aparecer al primo. Entre los

ejercicios de los jinetes y de las amazonas, desfilaron gimnastas, acróbatas, payasos,

domadores de caballos, perros, asnos, y luego, encima de la pistas, cubierta de agua, se

instaló una fiesta náutica: una fanfarria de bomberos saludaba desde sus coches a un

alcalde y su consejo municipal en barca; unos nadadores picaban cabezas, un gendarme

bebía un trago, unos engominados pellizcaban a las sirvientas de un albergue, les

pellizcaban las pantorrillas, mientras ellos recibían arañazos.

–¿Christiane?

–¿Amigo mío?

–¿Qué altura tiene la carpa?

Page 52: La señorita de Marbeuf

–Saturnin, me pide demasiado.

–Yo mido a ojo. Veamos: tres, cuatro, ocho, doce…

Ella ya no lo escuchaba, pues a la entrada de las cuadras, el Sr. Gontran de Torcy,

en frac negro, se mantenía de pie en medio de un grupo de hombres jóvenes.

En el entreacto, la Srta. de Marbeuf se levantó precipitadamente:

–¡Vamos a dar una vuelta por las cuadras!

–¿No le molesta el tufo del estiércol?

–¡Me gustan tanto los caballos!

–¿Entonces porque rechazar el tiro que yo sería tan feliz de ofrecerle?

–Lo acepto.

–Gracias.

Brazo encima, brazo debajo, siguieron la ola de los paseantes, y Clouard,

olvidándose de sus hijos, no viendo más que a su bella a conducir y proteger, se elevaba

cuán grande era, hinchaba todo su vientre, se estiraba con todo su porte, majestuoso

como un monumento en marcha, con miradas terribles, a derecha e izquierda, hacia

unos engominados que cuchicheaban.

Se burlaban; él se detuvo, cerro los puños:

–¡Creo que voy a zurrar por pares!

Nadie río, y pasaron.

El joven duque se estremeció ante Christiane; dejó a sus compañeros, observó a la

pareja, dispuesto a alejarse a la menor alerta; pero, a su pesar, obediente a las fuerzas

irresistibles de la pasión, se acercaba: el hombre estaba tranquilo, y la prima se daba

aires de casquivana. En un momento, la Srta. de Marbeuf giró sus bellos ojos hacia el

merodeador: parecía advertirlo por primera vez y se ruborizó, bajó la cabeza, la levantó,

esbozando gestos de abatimiento, de resignación y de vergüenza, luego unas sonrisas de

lamentos y esperanzas, como si hubiese dicho: «Primo mío, me he equivocado huyendo

de tu amor; no quiero más esta vida a la que me has condenado; estoy con este gordo y

asqueroso caballero a falta de un muchacho amable y gentil como tú, y si me amases

todavía...» La sonrisa expansiva sin amargura salió de los labios y un giño explicó la

oportunidad para el duquesito: «Cuidado!… ¡No esta noche!... mi amante es celoso y

feroz!...» Luego fue una ligera oscilación de los hombros, un simulacro de retirada:

«Nos vamos; síguenos prudentemente, y sabrás la dirección de tu prima.» Una palabra

en voz alta: «Regresemos, amigo mío, me gusta levantarme temprano.» Los dedos

apartados: «Se me encuentra a las diez y media.» Las manos a lo largo del cuerpo: «Mi

persona se ha desvanecido, ya no tengo apellido.» Una sola mano sobre la cabeza: «Me

designarás a la portera por el color de mis cabellos.» Por último, una risa final y muy

alegre: «Gontran, estaba loca; yo te amo; ¡vamos, no temas!...»

Dos coches iban en la misma dirección, y, cuando el Sr. Clouard y Christiane se

detuvieron en la calle de Roma, el otro coche se alejó rápidamente, pero no sin que el

viajero hubiese podido leer el número del inmueble donde su bella prima lo esperaba.

El Sr. Clouard se retiró, y de inmediato la Srta. de Marbeuf dio a la gigante sus

instrucciones para la portera: un joven caballero de monóculo vendría a preguntar por

ella, ese señor ignoraba su nombre de mantenida «Señora Saturnin»; sin duda

preguntaría por la «Srta. Christiane» o la «Srta. de Marbeuf»; tal vez, indicase

solamente a la dama del primero por la forma de su rostro, o el matiz de su cabellera, o

el aspecto de su sombrero Rembrandt, o el color gris de uno de sus vestidos; en

cualquier caso, ella deseaba recibir a ese extraño visitante.

Page 53: La señorita de Marbeuf

IX

Desde luego, el Sr. de Torcy no había adivinado todos los misterios subyacentes

en las amables sonrisas, ni todas las intenciones en los graciosos gestos de la paseante

del Nuevo Circo; pero conocía la dirección de Christiane, la casa de la calle de Roma, y

eso le bastaba. Desde el día siguiente temprano, hacia las diez, se presentó en la casa de

la portera a la cual supo arrancar muchas palabras con el fórceps moral de un luís de

oro.

–¿Peligrosa, ella? ¿Despreciable? ¡Oh! No, señor! ¡Al contrario, todo dulzura, una

ovejita del buen Dios, la señora Saturnin!

–¿La dama rubia se llama señora de Saturnin?

–El arrendamiento ha sido puesto a ese nombre, y ese apellido pertenece a…

–Sí, lo sé, al Sr. Clouard; ya me lo ha dicho usted al principio.

–Un viejo empresario, ¡un gran hombre también!

–¿Hay otros amantes?

–¿Aquí? No, y a menos que la señora, aparte…

–Volveré durante el día.

–El señor haría mejor en subir enseguida.

–A esta hora de la mañana sería incorrecto, no me recibiría.

–Es que a partir del mediodía, el Sr. Clouard…

–Entonces, me decido.

–En el primero, en la puerta del medio: la gigante le abrirá.

–¿Una gigante?

–La criada de la señora.

El aristócrata subió la escalera, y, a pesar del recuerdo de Christiane y de sus

amorosas miradas, temblaba con la idea de una venganza, de una estrategia de mujer,

pues no podía admitir que su víctima hubiese olvidado tantas cobardías e infamias en el

plazo de un año.

La Srta. de Marbeuf terminaba su aseo, cuando la Cosaca se presentó para

anunciarle la visita del Sr. de Torcy; ella arrojó un último vistazo al espejo, luego, muy

elegante en un péplum de terciopelo negro, exhalando el suave y natural perfume de una

carne joven y fresca, entró en el salón. El primo balbuceaba palabras de

arrepentimiento, frases de remordimiento y de cortesía banal; Christiane lo puso

cómodo, afectando formas desenfadadas:

–¡Gontran, no me esperaba encontrarle la pasada noche en el Circo!

–He quedado gratamente sorprendido. ¿Entonces, Christiane, es cierto que no me

odias?

–Los rencores prolongados, querido, son ignorados por las personas felices, y yo

soy feliz. ¡Ah! lo confieso, al principio no estaba muy contenta; dejé de quererlo no

tanto por la ruptura de una boda indiferente, sino por la historieta en la que usted me

involucró: las cuadras, el patán de Élias. Entre nosotros, podría haber elegido algo

mejor.

–¿Una boda indiferente? dices; ¡pero adorabas al capitán Jacques!

–¿El Sr. d’Hervilliers le decía eso? ¡Oh! Todos los hombres, incluso los capitanes

de dragones, son iguales: la reverencia de una jovencita se convierte en una adhesión,

una sonrisa amable en una provocación.

–Sin embargo, la noche en la que…

Page 54: La señorita de Marbeuf

–… Si usted me había acosado en mi habitación. Esa noche yo regresaba del baile,

nerviosa, irritada; inventaba no importa qué con el único deseo de obligarle a dejar mi

dormitorio, pues su madre y su hermana podían escucharnos. ¿Cómo están esas damas?

–Muy bien, gracias.

–¿Y su esposa, la encantadora Laure, siempre con tan buena salud, siempre

amable?

–¡Siempre! Regresamos de las Indias.

–¡Ah!

–Los periódicos han anunciado nuestro regreso.

–¡Leo tan poco! Ha debido tener un excelente viaje…

–Penoso, también.

–Nadie lo diría. Nada ha cambiado en su fisonomía, ni la sonrisa sarcástica, ni los

finos bigotes, ni el monóculo en el ojo izquierdo…

–¡Te burlas, Christiane! He sufrido, sufro…

–¿De verdad?

–Ese lejano viaje resultó impotente para alejarte de mi espíritu. ¿Es que crees que

podría olvidarte? ¿No ves que absorbes todo mi pensamiento?... Pero tú, Christiane, ¿en

qué te has convertido después de la historia del cochero Élias… después de mi crimen?

–¡He tenido suerte!

–¡Ah! ¡Tanto mejor!

Ella pensaba en la terrible aventura del hotel amueblado de la calle Ámsterdam,

en el noctámbulo que la había mancillado y robado la inocencia:

–Jamás podría imaginarse usted el personaje nocturno, el enamorado inicial que

encontré en la estación Saint-Lazare…

–¿Un miembro del Volney de los Mirlitons?

–Mejor que eso.

–¿Del Imperial?

–Mejor aún.

–¿Del Jockey?

–Probablemente; pero, inténtelo un poco más.

–¿Un lord?

–Mejor que eso.

¿Un terrateniente?

–Mejor que eso.

–¿Un príncipe?

–Mejor que eso

_¿Un rey? ¿Un emperador?

–Tal vez. En cualquier caso, un caballero de rara elegancia, todo lo que hay de

delicado, de gentil, de amable y de fino.

–¿Y ese monarca se ha enorgullecido de tu novedad?

–Adorablemente.

–¡Hombre afortunado!

–Pues bien, a pesar de su magnificencia, lo dejé por el Sr. Clouard, porque el

monarca era un extraño meteoro, y prefiero astros menos brillantes y más fijos que las

estrellas fugaces.

–¡Muy práctica!

–Los primeros días eché de menos la sociedad, la virtud, el vocabulario de las

convenciones sociales, y después, comprendí muy bien que Christiane, con su

naturaleza salvaje, hubiese sido una mala vizcondesa d’Hervilliers; la vida de

Page 55: La señorita de Marbeuf

provincias, el asado de los cuarteles, las clásicas visitas, las esposas de los funcionarios,

la música dominical…Tarde o temprano me habría divorciado…

–¿O engañado a ese bravo Jacques?

–¡Si, también es posible! Hoy, soy feliz y libre…

–Bajo un nombre de guerra: ¡señora Saturnin!

–Qué ridiculez, ¿verdad?

–¿Entonces, tienes un amante y te dedicas a la juerga?

Ella miró a su primo, alzó ligeramente los hombros y respondió de la manera más

natural:

–Algo hay que hacer.

–¿Recibes algunos enamorados de paso, el suplemento tradicional?

–Nunca.

–La juerga…

–La juerga a dos, querido; la juerga con Saturnin, una suntuosa y fiel «saturnal»,

pues hoy la fidelidad es la palabra de moda de la alta galantería, el otro tipo, el malo, es

bueno para las viciosas de calidad inferior que se les arroja la calderilla de varias

carteras planas, por ejemplo las damas de la planta baja, de sus amigas.

–¿Amigas mías?

–Sapin y Tapeau; antaño, Marie y Blanche.

–¿Conoces a Tapeau y Sapin, esas basuras?

–Viven en este edificio.

–¿En la planta baja?

–¿Sí! ¿Quiere visitarlas, abrazarlas? ¡Al menos que no sea yo quien lo retiene!

–¡Eres muy dura!

–No frecuento demasiado la casa de esas señoritas que pretenden ganarse la vida

de un modo demasiado variado; nuestras relaciones proceden de que un día, sobre el

descansillo, escuché a las vecinas pronunciar su nombre; pronto, se charló entre íntimas,

y se habló de usted, de su brillante juventud y de sus propiedades de la calle de

Constantinopla. Por lo que recuerdo, la Srta. Sapin y su amiga has conservado de su

enamorado un cierto regusto de volver a verlo, y si le pillan en la escalera…

–¡Bah! ¡No se atreverían!

–¡Oh, sabe muy bien que sí!

–Christiane, permíteme llevarte al principio de nuestra conversación. Has

olvidado todo el daño…

–¡Todo!

–¿Y has comprendido que únicamente actúe por celos?

–¡Caramba!

–¿Así que al final me amarás?

–Laure jamás ha sido desagradable conmigo, y engañarla no estaría bien; además

ya tengo un millonario.

–Yo lo soy cuatro veces más.

¡Cuatro veces millonario! Gontran de Torcy no mentía, y al recuerdo del trozo de

pan y de los retales de tela que los ricos parientes le compraban, la Srta. de Marbeuf se

mordió los labios para no escupir al rostro del duquesito.

–Christiane, siempre te adoré.

Él le tomó las manos.

–¿Un beso?

–En la frente.

–¿Tus labios?

–¡Entonces, no!

Page 56: La señorita de Marbeuf

Ella recibió el beso fraternal, e inclinándose con una graciosa reverencia:

–Excúseme por despedirle, amigo mío; espero al Sr.Saturnin.

–¿Me autorizas a volver a verte?

–¡Para qué!

–Si me rechazas, Christiane, ¡juro por Dios que me mataré!

–Pero, Gontran, no quiero su muerte; vamos, usted no puede regresar aquí, a casa

del Sr. Clouard y de las señoritas del bajo; escríbame a la lista de correos y deme una

cita. Yo responderé…

–¿En mi club, si te parece bien?

–¡Muy bien! ¡Hasta luego, Gontran!

–¡Hasta pronto, mi Christiane adorada!

Desde que hubo partido, la Srta. de Marbeuf prorrumpió en carcajadas y se secó el

beso del primo; bailaba de alegría a través del apartamento.

–¡Marina Paskoff! ¡eh! ¡Cosaca!

–¿Señora?

–¡Tu ama está feliz! ¡El primito ha agachado la cabeza!

–¿La señora amaba a ese caballero?

–¡Sí lo amaba! ¡Sí lo amo! ¡Oh, sí! Ocultaba mi despecho, mi rabia de amor.

–¡Pobre Sr Clouard!

La carta de la cita no se hizo esperar, y después de algunos paseos por el Bois, en

un landau cerrado y algunas cenas en un reservado particular, la prima se entregó al

primo; se abandonó voluptuosamente, no de un golpe al modo de las putas vulgares,

sino «piano», «crescendo», «amoroso», reservando un rincón misterioso, una caricia,

una vibración, una nota más tierna o más apasionada de la gama de los sentidos.

Naturalmente, el Sr. Clouard no veía nada raro; encontraba a su amante siempre

encantadora, llegaba a sus horas ordinarias, se iba como antaño a los menores caprichos.

La muerte podía sorprenderle: consideró poner a la señorita al abrigo de las necesidades,

y, sin privar a sus hijos, hizo prevalecer su amor sobre su gruesa fortuna y le legó una

centena de miles de francos que Christiane, ya colmada por el nuevo enamorado, aceptó

para no contrariar al buen hombre.

Pronto hubo que romper. El primo lo exigía. Entonces, la Srta. de Marbeuf besó al

viejo Clouard, y con todo su corazón, atenuando los lamentos de la separación,

invocando la llamada de la familia lejana, simulando incluso la partida de viaje, antes de

instalarse en un magnífico palacete de los campos Elíseos, donde la flor del mal,

finalmente abierta, iba a resplandecer en todo el estallidos de las lujurias triunfantes.

Page 57: La señorita de Marbeuf

X

¡El palacete de los Campos Elíseos era un paraíso de los amores! El joven duque

mantenía el inmueble de un príncipe extranjero; había pagado en metálico en nombre de

su amante, y también a los obreros y artistas que habían puesto manos a la obra para

restaurar los salones y los aposentos.

Elegante y suntuosa, la villa revelaba el espíritu de su creador, uno de esos reyes

bohemios a los que las maravillas de todo el mundo han encantado los ojos. Cuatro

pequeñas torres dominaban la techumbre de forma oriental; balcones de piedras,

mampostería de granito en pórtico mármol rosa, – y en las bellas jornadas de la

primavera que comenzaba, más allá del césped verde, unas cascadas de agua, macizos

multicolores, la bonita casa parecía sonreír con la dicha de los jardines en flor.

Aunque no recibía a nadie, la Srta. de Marbeuf daba trabajo a un numeroso grupo

de criados. Bajo la amistosa vigilancia de la gigante, Marina Paskoff, cocineros,

cocheros, mayordomos, doncellas, jardineros y palafreneros, vivían allí cómodamente;

unos caballos de raza descansaban en las cuadras; los garajes contenían lujosos coches,

cupés, victorias, landaus, calesas, y había, entre facturas increíbles de modistas y

grandes costureros, una avalancha de bibelots, pinturas de maestros, mármoles y

bronces. El Sr. de Torcy no hacía ninguna observación; daba el dinero a espuertas, a

manos llenas, según las cálidas voluptuosidades de su prima.

El dormitorio de Christiane tenía su personalidad; era azul y oro, colmado de telas

preciosas, con una cama estilo Renacimiento muy baja, muy amplia, unos asientos

profundos, pieles de león y de tigre arrojadas sobre alfombras de Esmirna, espejos

venecianos, una hamaca de seda roja, lujos de princesa en medio de una parafernalia de

aventurera y fantasías de casquivana. Una habitación estaba reservada al señor, pero no

la usaba; él se divertía con su amante hasta las dos o las tres de la mañana y un coche lo

volvía a llevar al palacete de la calle Saint-Dominique, donde todavía vivía.

En efecto, desde su regreso de las Indias, bajo la imperativa demanda de la

duquesa, el Sr. y la Sra. de Torcy se habían resignado en la vieja y sombría casa. Nada

de cambios: la duquesa Valérie y su hija Juliette jamás pronunciaban el nombre de la

ausente, y, si, por ventura, algún visitante preguntaba por la Sra.de Marbeuf, las damas

bajaban la cabeza, como si hubiese sido una pregunta que no venía al caso. Para ellas,

Christiane, viva o muerta, estaba muerta, y muerta en el pecado, con una llama de

podredumbre en la eterna condenación; el año pasado, una noche del mes de María, de

rodillas ante la Virgen de su capilla personal, la gran Virgen enguirnaldada con lirios y

rosas, a la luz de los cirios, bajo una tormenta de ardientes oraciones, la madre y la hija

habían quemado a Christiane en efigie; las devotas habían quemado un retrato y además

las propiedades odiosas de la sacrílega, sus vestidos, sus botines, sus medias, sus

camisas, sus pantalones blancos bordados, un corsé, un sombrero, unos pompones de

color, guantes; habían quemado todas las cosas mancilladas al contacto de la impura, así

como se hacía antes con los poseídos por el demonio rebeldes al exorcismo.

Laure, encantadora y dulce criatura abandonada por el marido, comenzaba a ser

presa de una suegra feroz y de una cuñada envidiosa, tras haber sido, en un país lejano,

el juguete de un hombre voluble: la duquesa le reprochaba no saber retener a Gontran en

el hogar; Juliette la criticaba por los encajes, las joyas y los terciopelos de la joven

dama. En cuanto al duquesito, entraba a saludar a su esposa antes del almuerzo en

familia, almorzaba apresuradamente, escuchaba los desbordamientos de afecto de

aquella que portaba en su ser el fruto de sus carnes, y se iba de inmediato en caballo o

en coche hacia los Campos Elíseos.

Page 58: La señorita de Marbeuf

Cada vez más amargada, no viendo llegar ningún pretendiente, llena de espanto

con la idea de quedar soltera, de vestir santos, Juliette buscaba en su cuñada

inverosímiles discusiones, hasta tal punto que, en el enervamiento de las venenosas

picaduras, Laure acababa fundida en lágrimas y exclamaba, con las manos juntas sobre

su gran vientre:

–¡Juliette! ¡Juliette! Estoy embarazada y tú me haces la vida imposible; me iré con

mi madre a esperar el parto; no quiero ser tu mártir, tu víctima como la pobre

Christiane.

–¿Cómo te atreves a hablar de ese monstruo?... ¡Es un recuerdo y un nombre que

ensucia!

Cierta tarde, Gontran llegó a casa de su amante frotándose las manos.

–Mi mujer, – dijo – se ha ido a parir a casa de su familia y a partir de ahora,

querida, me quedaré a tu lado toda la noche, todas las noches.

–¡Qué alegría! ¿Pero y tu madre? ¿y Juliette?

–Sus aposentos están alejados del mío, ya lo sabes; solo mi esposa me controlaba,

pues solo ella me escuchaba regresar; por la mañana yo invocaba el club, una reunión de

amigos, conferencias nocturnas y políticas, una conspiración monárquica…

–¿Y te creía?

–¡Laure es tan inocente!

–Juliette lo es menos.

–¡Oh! ¡sí! Mi querida hermanita tiene curiosidades malsanas, cosas de hipócrita

envidiosa; el placer de los demás le produce nauseas, las privaciones la corroen; se

escandalizaría si supiese que nos acostamos juntos. A partir de hoy regresaré cuando me

plazca, y a la más mínima observación…

–Debes ser prudente, Gontran.

–¿Acaso no soy mi propio amo?

–¡Sin duda! Sin embargo la Srta. de Torcy es la que maneja el dinero, ¿no?

–Una parte; he exigido cuentas y mi notario ha depositado un millón en el Credit

Lyonnais.

–¿Entonces puedo pedirte dinero?

–Todo el que quieras, mi bella.

–El Sr. Clouard…

–¡No hablemos de ese insulso personaje!

–El Sr. Clouard se ha comportado como un cretino…

–¡Ahora te das cuenta!

–Y tengo deudas.

–Yo las pagaré.

–Hasta este día, un sentimiento de delicadeza me ha impedido confesarte la

situación: ese grueso avaro de Saturnin mentía afirmando que saldaba las facturas, y

heme aquí amenazada por los acreedores; pero puesto que tú en el fondo eres…

–¿Cuánto necesitas?

–No me atrevo… ¡Oh! ¡es demasiado!

–¿Me tomas por un viejo albañil? ¿Dime?

–¿No te enfadarás? Ochenta, cien mil, tal vez… ¡Es espantoso! El innoble

Clouard me invitaba a gastar; vivía como un príncipe; los proveedores confiaban en el

aval de la gran fortuna del miserable, y el muy villano no ha pagado ni mis joyas, ni mis

vestidos, ni siquiera el collar de diamantes que he elegido en una joyería de la calle de la

Paix.

–¡Un bonito fraude, tu caballerete!

–Estoy avergonzada, amigo mío.

Page 59: La señorita de Marbeuf

–¿Cuál es la dirección de los acreedores? Les enviaré el dinero.

–Tendré que personarme yo misma.

–Firmaré un cheque de cien mil francos, ¿de acuerdo?

–Cien mil francos bastarán para saldar la deuda… Ayer vi un collar de topacios….

–Ciento veinte mil…

–¡Eres encantador! ¡Déjame besarte!...

Sus labios se unieron voluptuosamente, y el pequeño duque completamente

henchido de orgullo declaró:

–¡Christiane, aunque la familia te deteste, yo te adoro!

–¿Todavía se me odia?

–¿Quieres un ejemplo de la estupidez de mi madre y de mi hermana?

Él le contó el sacrificio religioso de las damas, la incineración del retrato, de los

vestidos y de la ropa; la Srta. de Marbeuf se retorcía de risa, pero en el fondo temblaba

de rabia: en definitiva, la tía y la prima tenían razones para creer en la culpabilidad de la

pariente, y el odio de la víctima crecía sobre todo contra el narrador, único instrumento

de las locas devotas. Desde que ella recibió el dinero del primo, Christiane lo envío, de

forma anónima, a obras de caridad, al albergue nocturno, al comedor solidario;

continuaba sus demandas y sus distribuciones, aseguraba el futuro de la gigante y de los

demás servidores, se regocijaba con el gasto de la casa, renovaba el mobiliario, los

coches, compraba bibelots, obras de arte, invertía en Bolsa, jugaba a las apuestas

mutuas, exageraba sus pérdidas en un lado y en el otro, feliz de ver como el primo, para

colmar la brecha cada vez más fuerte, se ponía él también a jugar locamente. Arruinar a

ese hombre, envilecerle, llevarle hasta la policía correccional, agotarle los sentidos y el

espíritu, hacer de él un viejo antes de tiempo, un ser abyecto, algo inmundo, eran las

múltiples ideas y no contradictorias de la vengadora. Para alcanzar el objetivo nada la

limitaba: bajo el aliento de la venganza insultaba al Sr. Clouard, un amigo, un hombre

noble; expulsaba de su corazón al Sr. de La Bierge, al amante adorado, a fin de

atreverse, libre y valiente, en el indigno camino y escalar el Gólgota del otro, su bendita

montaña para ella, donde unos infernales sueños la alegraban por encima de la

carnicería, de los duelos, de la sangre.

La ruina tardaba; el joven aristócrata era lento en agotarse, y la víctima tenía

miedo de desfallecer ante su verdugo. ¿Apuñalarle? ¿Descerrajarle el cerebro de un

disparo? Christiane pensaba en ello y se decía: se detiene una puñalada, una pistola

puede fallar; por otra parte, si las armas funcionan como deben, se produce la muerte

repentina, sin agonía. ¿El veneno? De entrada es difícil procurarse venenos violentos,

estricnina por ejemplo, y además: o bien la sustancia abate al sujeto en un abrir y cerrar

de ojos y éste no sufre, o bien la materia se vuelve inofensiva gracias a un antídoto.

Puñal, revólver y venenos fueron descartados. Esa noche Christiane miraba al

enamorado dormir, a las débiles claridades de un candelabro de oro; se levantó para

estrangularlo, ahogarlo, pero, temiendo no ser lo bastante robusta, encendió las velas de

una palmatoria, estremecida del deseo de pasear las llamas alrededor del rostro, sobre

los ojos malditos y la boca mentirosa. Levantaba las llamas, las acercaba a la cabeza,

cuando le invadieron estos pensamientos: ¡Grita socorro! Apenas tengo tiempo de

hacerlo, de quemar sus narinas, sus bigotes; se le cuida, se le cura, y helo aquí vivo aún,

con una nariz de plata o una máscara de rico. Voy a prender fuego a las cortinas, correr

a despertar a mis criados cerrando las puertas, y él arderá ahí solo. ¡Oh! no, morirá

demasiado aprisa, no se asará durante mucho tiempo, eternamente como los

condenados.

Él se despertaba.

–¿Por qué tanta luz, mi Christiane?

Page 60: La señorita de Marbeuf

–¡Para admirarte mejor, mi Gontran! ¡En tu sueño estabas tan guapo, eres siempre

tan apuesto! ¡Ven a mis brazos! Quiero… sabes… no me atrevía… ¡Apaguemos todo!

Quiero… Sí, en el misterio de las sombras, quiero decirte algo…

………………………………..

Christiane superó las repugnancias, los ascos, todos los horrores, y al día

siguiente, para reactivar su odio, para rehacerse de valor, interpeló así a la gigante:

–¿Marina, te acuerdas de la señorita a la que socorriste en una noche helada?

¿Estaba muy pálida, verdad? ¿Por sus piernas corrían la sangre?... ¡Cuéntame esa

historia!

–Señora, va a ponerse enferma.

–Cuéntame.

–¿Para qué rememorar algo tan penoso?

–Temo haber olvidado; vamos, escucho.

La Srta. de Marbeuf, vestida completamente de blanco, se arrodilló ante el

crucifijo; detrás de su ama, la Cosaca se mantenía de pie, en vestido negro de servicio,

con los ojos llenos de lágrimas, evocando la noche terrible; contaba como la desgraciada

temblaba de frío, moría de hambre, su sexo lacerado y el flujo de sangre que perdía, – y

era como el recitado del Camino de la Cruz, el Stabat Mater de la Virgen de los dolores

donde, bruscamente, gimieron y clamaron las lamentos espantosos, lúgubres, el dies

irae de las venganzas y de la muerte.

Page 61: La señorita de Marbeuf

XI

El capitán vizconde d’Hervilliers, antiguo enamorado de Christiane, era hoy el

prometido de Juliette, y la boda, tantas veces soñada por la duquesa, iba a celebrarse. Se

produjeron resistencias por parte de Jacques. En las primeras tentativas de su madre, el

brillante oficial de dragones, el aristócrata rico y de porte seductor, se negó

respetuosamente y formalmente, jurando morir soltero antes que casarse con esa

muchacha tan poco agraciada; la condesa triunfó sobre su hijo con palabras hábiles y

afectuosas: en su mundo no se elegía la esposa del mismo modo que se toma una

amante, es decir por sus bellos ojos; había que sacrificar la gloria a la dicha, el orgullo y

el placer de un rostro a las cualidades del corazón y del espíritu. Por lo demás, si Juliette

no poseía las ventajas físicas ni la insolente y culpable belleza de la Srta. de Marbeuf,

completaba sus ligeras imperfecciones con gestos llenos de nobleza, de grandeza

modesta. Y como las letanías maternas hacían florecer el ramo de las virtudes, y el

conde y toda la familia exaltaban el honor de la alianza, el capitán de dragones se

resignó a dirigir su mirada hacia las sonrisas que le dispensaba Juliette y a tender un

oído a los halagos de la duquesa.

Gontran, por otra parte, era indiferente a la aventura de su hermana. Hasta ese día

había evitado contar a su amante, temiendo una escena desagradable, el despertar de sus

antiguos amores. Sin embargo, la boda estaba próxima; Christiane podía conocer la

noticia por un periódico y el duque consideró que más valía advertir a la prima.

El cielo estaba azul, la temperatura suave y cálida, y soplaba una brisa en Paris

que volvía la ciudad festiva y rejuvenecía la tierra. Con una chistera gris, chaqueta oliva

moldeando sus formas, bajo un abrigo de entretiempo muy corto, el Sr. de Torcy, con el

monóculo en el ojo, el cigarro en los dientes y las bridas en las manos, iba en coche

descubierto al palacete de los Campos Elíseos, a toda la velocidad de su mejor par de

alazanes. A lo largo del camino, Gontran se percató que los excesos del placer

comenzaban a afectarlo, y se acordó de ciertas palabras de Christiane: La prima nunca

había amado al Sr. d’Hervilliers; odiaba el culote rojo de su uniforme, y solo consentía

en convertirse en la esposa del dragón el despecho amoroso que le producía ver a su

primo casarse con Laure. Así pues, ¿por qué inquietarse?

La Srta. de Marbeuf, en vestido claro, tocada con un sombrero de paja adornado

de margaritas y un ramito de violetas en la cintura, se paseaba por el jardín detrás del

palacete, en el momento en que la gigante fue a advertirle de la llegada del señor duque.

Corrió muy alegre, cubrió al amante de caricias, de frenéticos besos:

–¡Buenos días, mi Gontran! ¡Qué bonito día!... ¡Qué bueno eres viniendo tan

temprano!...

–¡Christiane, tengo una gran noticia que darte!...

–¿Ya eres papá?

–Eso llegará más tarde.

–¿La salud de Laure?

–¡Excelente!

– ¿Cuál es la noticia?

– Juliette se casa.

–¡Oh, qué bien!

–Se casa… Esta vez, ¿adivina con quién?

–Estoy un poco desfasada con los grandes apellidos del Faubourg.

–Juliette se casa con el vizconde d’Hervilliers.

Page 62: La señorita de Marbeuf

–¿El capitán d’Hervilliers?

–Sí.

–¡Mi enhorabuena a tu hermana!¡ ¡Qué audacia la mía!... Hablo como si

perteneciese a vuestro mundo, como si todavía existiese.

No se había sonrojado ni temblado; se echó a reír, presentando su ramo de

violetas bajo la nariz del duquesito.

–¿Ese matrimonio te deja indiferente?

–Absolutamente.

–Dudaba en informarte; temía…

–¿Qué estuviera celosa? Vamos, bebé, tú sabes perfectamente que yo me casaba

por despecho con ese presumido capitán.

–Me complace que me lo recuerdes.

–¿Cuándo es la boda?

–Dentro de un mes, dos a lo sumo.

–Juliette debe estar exultante.

–Es la primera vez que la veo esbozar risas y gracias: ¡resulta muy divertido!

–¿Eres tú quien ha propiciado el noviazgo?

–¡En absoluto! La condesa d’Hervilliers y mi madre deseaban ese matrimonio

desde hace tiempo.

–¿Los esposos vivirán en Compiègne?

–Naturalmente, a menos que mi futuro cuñado no cambie de acuartelamiento.

–¡Hem! ¡La vida de provincias!...

–La vida de provincias a una hora de París.

–Yo prefiero Paris.

Caminaban ambos a través de las avenidas brillantes, y Christiane murmuraba,

entre besos de amor, ardientes palabras, despertando los recuerdos de las odiosas

concupiscencias, provocaba roces voluptuosos y facilitaba los movimientos de faldas y

de ropas para inflamar todos los ardores del debilitado hombre.

Bajo la sombra de los tilos había instalado un columpio, se sentaron allí; se

balancearon buscándose los labios, y unos pájaros se posaron alrededor de ellos, por

encima de sus cabezas, sobre las ramas en flor.

En la lejanía, una voz my dulce cantaba:

¡Es la primavera, Hecha de niños!

–Creo que – dijo Christiane que se estremecía – ¡después de nosotros, el fin del

mundo!

–Una mujer embarazada es un monstruo – observó tranquilamente el marido de

Laure.

–¿El señor duque olvida la situación de la Sra. duquesa?

–Hablo en general: admiro las personas esbeltas y conservo el horror instintivo de

los vientres gruesos, y, además, mi querida, tú nada tienes que reprocharme,

precisamente tú, que evitas la maternidad con un celo especial, un arte delicado, unos

escrúpulos adorables, unas defensas maravillosas.

–¡Los hijos del adulterio son tan desgraciados!

–¿Por qué?

–La ley les concede solamente los alimentos, y los pobres seres nacidos de un

comercio adulterino no pueden reivindicar legalmente absolutamente nada sobre los

bienes de sus autores, ni siquiera cuando el padre y la madre fallecen sin otra progenie.

–¡La palabra progenie me parece exquisita! ¡Es todo un curso de derecho!

Page 63: La señorita de Marbeuf

–Una simple palabra humana y social.

–De un socialismo aplastante. ¡Columpiémonos! Mientras tanto te hago una

apuesta.

–¿Sobre derecho?

–No, sobre ciencia.

–He leído mucho, desde hace un año; mi biblioteca es muy curiosa.

–Tú les demasiado y eso te fatiga.

–Vamos, ¿cuántos nos apostamos?

–Dos besos.

–Dos besos míos contra mil luises de mi pequeño Gontran, mil luises para un

soberbio collar de diamantes de la Corona que, la otra tarde, deslumbrante en el

escaparate de una joyería, me impedía seguir caminando, haciéndome daño en los ojos.

Mil luises.

–Acepto. Oh encantadora estéril tan defensora de la fecundación normal. ¿Podrías

decirme en qué consiste la fecundación artificial?

–¡He ganado! Realmente me esperaba algo nuevo, pues con ocasión de una novela

y luego de una tesis rechazada por la Facultad de medicina de Paris, todas las revistas y

todos los periódicos han sacado a colación el problema, y ese problema se remonta,

según creo, a los viejos egipcios y a los magos de Caldea, pasando por los alquimistas

de la Edad media.

–¿Defínela?

–La fecundación artificial en la especie humana, es la que el padre Coste7 exigía a

las hembras de las ostras y de los peces, en el Jardín de las Plantas.

–Defínela o no te pago.

–Te conozco: el tema se presta al equívoco, y tú quisieras regalarte términos

obscenos; pero yo puedo responder como los novelistas, los médicos, los filósofos y los

poetas: Durante las noches de tormenta, hacia finales de primavera, una polvareda

dorada se desprende de las antenas de ciertos árboles en plena floración y se dispersa,

viva y fecunda, sobre los árboles de la misma especie y sexo débil. Si el polen de las

flores, transportado por los vientos, puede sementar la vida a grandes distancias; si entre

los animales, la única fecundación del huevo por la sustancia fecundadora basta con

llevar adelante el desarrollo del embrión sin la colaboración activa de los padres, ¿por

qué la mujer no podría ella también ser artificialmente fecundada? Expondré las razones

a favor y en contra si añades quinientos luises.

–¡Quinientos luises, señorita!

–Razones de médicos y de novelistas: los seres artificiales no difieren en nada de

aquellos que son engendrados por la fecundación normal; hay en Francia, cuatrocientas

mil mujeres estériles y tenemos necesidad de soldados.

–¿En contra?

–Opinión de un filósofo: el hombre engendrado, sin la cooperación amorosa de

los esposos, jamás se parecerá a los demás hombres; tendrá unos lóbulos extraños en el

cerebro; además, los goces de los niños no siendo iguales a los temores que pueden

causar, y al no ser la vida lo bastante larga para el placer, y la naturaleza lo bastante

consciente de la pena, no hay lugar para emplear la vida en correr tantos riesgos y

peligros en los asuntos de la naturaleza. Los hombres ya no quieren trabajar tanto, las

mujeres ya no quieren sufrir tanto; los unos y las otras prefieren pecar sin concebir, que

concebir incluso sin pecar. Así pues, tanto peor para las pequeñas mujeres afectadas de

esterilidad por obliteración de las trompas.

7 Hippolyte Jacques Coste (1852-1894), sacerdote y botánico francés. (Nota del T.)

Page 64: La señorita de Marbeuf

–Señora doctora, usted me sorprende.

–Señor escéptico, al precio de dos mil luises, siempre me encontrará dispuesta a

una conferencia.

El duquesito consideraba sobre todo el lado cómico y farragoso de la cuestión: o

bien todos los seres artificiales debían parecerse a los productos farmacéuticos, a los

fenómenos, a los monstruos que nacen en los tarros repletos de licores infames, o bien,

si no morían todos, se verían cosas divertidas.

–Imagino, – concluyó él, – a un ujier llamado a embargar, en 1985, a una noble

familia… artificial. Se introduce al ujier y a sus dos ayudantes en un gran salón, y, a lo

largo de las paredes, el representante de la ley examina y echa el ojo a unas jeringuillas

de oro incrustadas de piedras preciosas; la dueña de la casa interviene y exclama: «No

toque las jeringuillas; no puede coger mis jeringuillas: ¡son los retratos de mis

antepasados!...»

Los falsos enamorados se impulsaron a golpes de riñón y el columpio subió hasta

el cielo de verdor, mientas que la brisa los mecía:

¡Es la primavera

Hecha de niños!

La Srta. de Marbeuf jamás había estado tan voluptuosa. El viento transportó su

sombrero, y en el va y viene del columpio suspendido, la figura empurpurada, las faldas

hinchadas, los cabellos dispersos, abandonaba las cuerdas y rodeaba con sus brazos el

cuello de Gontran, imploraba su boca y depositaba un furioso beso de amor; parecía

morirse en un goce, con oscilaciones del pecho, sobresaltos, estremecimientos de todos

los miembros. Bajaron y se encerraron. El primo completó esta jornada con un

desenfreno sensual, con una espantosa orgía. Cansado se durmió sobre un sofá; pero la

prima, deseosa de rematar a su presa, despertó al dormido: quería ir al teatro; se

ocultarían en el fondo de un palco enrejado.

Gontran condujo a Christiane a una alegre representación, luego cenaron en un

reservado.

Al final de la cena, hacia las dos de la mañana, a la Srta. de Marbeuf todavía se le

ocurrió una nueva fantasía:

–¡Dirás que estoy loca! Pero me gustaría volver a ver tu palacete, acabar la noche

en mi antigua habitación.

–¿En el palacete?

–Sí.

–¡Qué singular idea! ¿Por qué reaparecer en esta casa que ha debido dejarte tan

tristes recuerdos?

–Las enamoradas tienen estas cosas, y allí, donde siendo jovencita soñaba contigo

dominando mi amor, me sería dulce adorarte una noche, una hora, algunos minutos.

¿Qué podemos temer? ¿No decías el otro día que desde la partida de tu esposa, nadie te

oía regresar? Despidamos tu coche y tomemos a mi cochero, incapaz de comprometerte;

pasamos por la puerta de servicio; nos damos unos besos y me retiro sin ruido.

–¿En serio quieres?

–¡Mucho!

–¡Vamos!

El coche de Christiane se detuvo ante el palacete de la calle Saint-Dominique. La

Srta. de Marbeuf aceptó la mano del primo y los dos subieron por la pequeña escalera

reservada a la servidumbre y a los proveedores. Si el verdugo permanecía exento de

inquietud, la víctima temblaba de rabia, y a lo largo de los pasillos desiertos, de las

siniestras luces de un candelabro, ella se acordaba de la horrible aventura de las cuadras,

Page 65: La señorita de Marbeuf

del miserable Élias y de su amo más miserable todavía; rememoraba en su mente todas

las escenas de su fúnebre juventud. Él caminaba, ella le seguía levantado el bordillo de

sus faldas; en voz baja, él preguntó:

–¿Entramos primero en mi habitación para divertirnos?

Christiane inclinó la cabeza.

La señorita exploraba los aposentos de Torcy, pero no se atrevía a franquear el

umbral de la habitación de Laure: la retenía un escrúpulo que impedía avanzar a la

prostituta hacia el dormitorio de la dama honrada. Gontran se alzó de hombros, se echó

a reír, y, empujando a la prima, la obligó enseguida al sacrificio de sus amores sobre el

lecho de la duquesa; él le ofrecía pasteles, licores; ella se conformó con un gran vaso de

agua, y con los brazos encima, brazos debajo, se trasladaron en silencio a la antigua

habitación de la visitante. La puerta estaba cerrada; Christiane insistió, y el duquesito

acabó por acordarse de que antaño había ordenado hacer una llave con la intención de

sorprender a la joven.

–Espérame; ahora regreso.

Esta habitación, la habitación maldita, así como la llamaba la duquesa,

permanecía cerrada desde la incineración de los vestidos de la Srta. de Marbeuf, y

cuando penetraron allí, un olor a polvo les golpeó en el pecho; un viento de humedades

les abofeteó en el rostro; se habían olvidado de vaciar las aguas de los jarrones; los

papeles se despegaban de las paredes; la chimenea se caía en ruinas.

Con un candelabro en la mano, Christiane registraba los cajones de una cómoda y

de un escritorio.

–¿Qué buscas?

–Unas fotografías.

–¿Tuyas?

–No; de mi padre y de mi madre.

Todos los cajones de los muebles estaban vacíos.

–¿Gontran?

–¿Sí, mi bella?

–¿Los retratos de mis padres todavía están en el salón principal y las fotografías

en el álbum?

–¡Sin duda!

–Bajemos, te lo ruego.

Recorrieron la galería de los antepasados, registraron los álbumes. Ni fotografías,

ni retratos.

–¿Las han quemado? – balbuceó ella.

–¿Quemado? Por desgracia, sí. Lo había olvidado; mi madre y mi hermana aún se

vanaglorian de ello! Debes disculparme; empiezo a perder la memoria, ¡palabra de

honor!... ¿No te queda otro retrato?

–No.

–¿Ninguna fotografía?

–No.

–¡Eso es embarazoso!

¡Embarazoso! He aquí la única palabra que el aristócrata encontraba para atenuar

el irreparable sacrilegio, para apaciguar el dolor de una hija que había adorado a los

suyos y que, a partir de ahora, toda su vida estaría privada de la vista de las queridas

imágenes. ¡Embarazoso! Esa palabra le daba nauseas; gemía, dolorida como por el

golpe de una mano de hierro, y, durante un momento, al recuerdo de las cobardías, las

mentiras, las humillaciones, en presencia de la suprema injuria hecha a sus pobres

muertos, permaneció inmóvil, con los dientes apretados, con ganas feroces de dejar por

Page 66: La señorita de Marbeuf

fin explotar su odio. Gontran la invitaba a subir a su habitación; ella obedeció. Allí

arriba se desnudaría por completo ante él, también desnudo, y luego lo llamaría,

bailaría, cantaría, gritaría, aullaría, y la casa, los verdugos y sus criados, toda la casa

acudiría a ver el espectáculo. Pero la comedia se volvería confusa; la duquesa ordenaría

expulsar a la puta a golpes de fusta o bien la entregaría a la justicia. ¿El apellido de los

Marbeuf podría decaer de ese modo? En su pasión ya enfermiza, Gontran afectaba un

singular desprecio respecto de su esposa, juraba divorciarse, casarse con su amante;

incluso deseaba la muerte de Laure y del hijo que llevaba en su seno. ¿Y si Christiane le

inspirase la idea de envenenar a la duquesa? Entonces ella le denunciaría; tendría la

alegría de mancillar a la familia, de ver caer a la principal cabeza y de insultarlo... Pero

Laure nunca le había hecho daño.

El primo abrazó a la prima, y todos los pensamientos de la visitante se

transformaron en una sonrisa de criminal voluptuosidad.

Page 67: La señorita de Marbeuf

XII

Ante el temor de ver al primo cansarse del cara a cara y de su aislamiento, la Srta.

de Marbeuf autorizó al aristócrata a presentarle algunos amigos de su club. Gontran se

iba relajando de sus alertas en relación con la familia y se regocijo de haber triunfado

sobre los escrúpulos y las resistencias de la señorita. Además, como su orgullo alejaba

todo pensamiento celoso, no estaba molesto por deslumbrar a sus compañeros con el

lujo de su nueva amante. ¿Por qué ocultarse y vivir como unos parias? Christiane era su

prima, pero ¿no veía todos los días gentes de mundo enorgullecerse de la belleza de sus

parientes, convertirse ostensiblemente en los amantes de una prima e incluso de una

cuñada? Por añadidura, había amantes y amantes, – amantes de una noche, de una hora,

de cinco minutos, esa amante siempre oculta y que nunca salía, ni se invitaba a los

amigos a ir a su casa, y se acababa abandonándola como una presa fácil; – en cuanto a

la amante de todas las horas, de toda la vida, a la amante casi legítima, ajena o pariente,

se la podía glorificar. En fin, el Sr. de Torcy terminó sus oremus declarándose presto al

divorcio y dispuesto a casarse con la prima-amante.

Christiane ofrecía cenas a los invitados del Sr. duque: una nobleza fangosa de

decadentes iba allí para rehacerse; se jugaba, se festejaba, se vertía champan, se

emborrachaban. Peticiones de dinero y de citas asaltaron a la Srta. de Marbeuf, quien,

distribuyendo billetes, reía todas las galanterías, Pero pronto, después de disputas

ruidosas capaces de intrigar a la policía, y especialmente a consecuencia del robo de

cubiertos y jarrones preciosos, los anfitriones se decidieron a restringir su intimidad a la

única compañía del joven marqués Gabriel de Sernouze y de su bella y noble amiga

Juana y Paränos, la esposa divorciada del príncipe Borontzow.

El marqués de Sernouze, un engominado de ojos verdes durmientes, todo

enhiesto, modelado a semejanza del mismo Sr. de Torcy, y Juana, esa gran y soberbia

española, constituían una extraña pareja que tenía tras de sí una historia.

El pasado inverno, el príncipe Loris Borontzow, entonces marido de Juana, uno de

los hombres más reputados de la colonia rusa, no había hecho más que escasas

apariciones en su palacete de la plaza de la Estrella. Se encontraba retenido en la corte

imperial; pero como la princesa adoraba Paris, y como el príncipe amaba a su mujer con

una fe robusta, el noble extranjero se mostró complaciente y desdeñoso de los celos

burgueses, concediendo al ídolo de su corazón las libertades de la ciudad parisina. Ese

aristócrata no era uno de esos pobres maridos enervados al viento de las civilizaciones

agonizantes, uno de esos seres ridículos – tristes héroes de revistas y de historias

modernas – que pagan agencias de detectives para vigilar a sus esposas y reciben, –

viajeros perdidos en tierras lejanas, –el boletín semanal y siempre falseado de la

conducta de la señora; era un hombre de sangre nueva y fuerte, una naturaleza primitiva,

feroz y leal, inhábil a las hipocresías, conservando el respeto de los juramentos

conyugales y la creencia, la religión, de los honores inviolados y de las amistades

santas.

La princesa no soportaba la soledad. Después de haber permanecido fiel y valiente

ante las tentativas de los hombres valerosos y discretos que hubiesen puesto la espada

en el puño para defender a su dama, se sumió en la pasión del joven marqués de

Sernouze, de alias «la marquesita»– se sabían las razones en sociedad; los hombres le

llamaban así en su club, llenos de desprecio; algunas grandes damas risueñas lo

murmuraban entre ellas, con fuerza y ademanes en un juego violento de abanicos, a fin

de enmascarar el rubor de las frentes y el rictus picarón de los rostros. En su floración

de juventud y belleza, Juana se entregaba por entero a Gabriel de Sernouze, al querubín

Page 68: La señorita de Marbeuf

de lengua viciosa; ella era el hombre, él era la mujer, y a él le gustaba así con su

elegancia de señorita y sus melindres de puta perversa. Por primea vez, ella le había

visto vestido de bailarina en una fiesta mundana; él hacia gracias en ropa ligera, en el

vuelo del tutú, bajo el maillot moldeando sus formas; estaba encantador sin barba – una

sombra de bigote – los ojos negros agrandados con un toque de lápiz, un lunar asesino

en un rincón de los labios, la cabeza rubia rizada, el rostro polvoreado, coronado de

rosas, estaba encantador en el estallido de las pedrerías, con la diadema de diamantes

que fulguraban sobre sus cabellos; danzaba a rabiar y sonreía embrujando a todas las

mujeres.

Juana, la española morena de formas altiva, rosado rostro iluminado por los

fuegos de una mirada a la vez límpida y brillante como un cristal puro, o iluminado de

cegadores colores como bajo una sol de sol, un colado de cobre; Juana, hija de un

grande de España, Juana, la intensa mujer, se sentía arrastrada hacia esa decadencia de

hombre, hacia esa juventud moribunda. La española encontraba en él el placer malsano

que los enfermos de un orden especial experimentan comiendo frutas no todavía

maduras y ya podridas caídas del árbol, no precisamente en el estrépito de la tempestad

horrísona y gloriosa, sino mediante el trabajo silencioso, insistente y siniestro de un

gusano roedor; ella gobernaba al marqués de Sernouze, «a su marquesita»; lo acariciaba,

lo mimaba; él se había arruinado en el bacarrá, ella le daba dinero de un modo gentil,

evitando los discursos y los tristes sermones; le enviaba flores a su domicilio. Durante

algún tiempo, Gontran y Gabriel, amigos inseparables de antaño, se habían perdido de

vista; no se veía a Gabriel ni en el círculo, ni en el Bois, ni en el teatro, ni en el circo:

Juana lo dominaba, lo absorbía, él era su objeto. El marqués tenía una llave del palacete

Borontzow, y a su menor llamada, él entraba por la noche en ese paraíso terrenal para

no salir hasta el amanecer con el cuerpo tambaleante y el rostro lívido.

Se daban a los divertimentos bizarros. Después de un fin de cena, Juana, un poco

ebria, pedía al marqués que se disfrazase de mujer, de volver a vestir su traje de

bailarina, de ejecutar uno de esos graciosos pasos que él conocía tan bien. El vestido

estaba allí: él tenía una gran colección de prendas en un armario secreto, maillots de

todos matices, pelucas variadas, batistas, coloretes, faldas bordadas, lencería, medias

multicolores, escarpines con bucles de brillantes, sombreros, joyas, pendientes. Gabriel

se desnudaba y la princesa lo ayudaba. Ella lo instaba, lo enervaba, lo incitaba

moralmente, experimentando un placer infinito – y por otras razones diferentes a las de

Christiane– al reducir al bailarín a mostrarse siempre más afeminado.

Pero del mismo modo que Gontran desdeñaba los placeres ordinarios, Gabriel no

tenía ningún gusto por los enormes embates de la sensualidad. Ni el uno ni el otro se

sentían con talla para afrontar los enlaces donde los seres se retuercen, los cabellos

dispersos, las bocas sangrantes, con chasquidos de huesos. Gabriel se mantenía con los

melindres amables y refinados de las pensionistas enamoradas. Juana lo amaba, ella la

amaba con todo el calor de su amor; él la consolaba de las rudos tocamientos del

príncipe, del hombre de amplia frente, larga barba salvaje estallando como la cabellera

de Christiane; él la consolaba de los brazos de hierro, del caballero –coloso cuyos

abrazos hacían erizarse a los caballos y gritar a las mujeres, – del hércules que rompía

las sillas entre sus rodillas tan fácilmente como el duquesito y el marquesito hubiesen

roto sus bonitos dedos en un vaso de muselina.

En esta época, la princesa Juana todavía ignoraba lo que se decía del Sr. de

Sernouze, de sus vicios contra natura, de esa ignominia que la sonrisa de los hombres y

el rubor de las mujeres evocaban en su cercanía para escandalizar a ambos a su paso. Un

día de invierno, muy temprano, el príncipe Loris Borontzow, que no se le esperaba,

entró en el palacete del la plaza de la Estrella y penetró en la habitación de su esposa. La

Page 69: La señorita de Marbeuf

princesa dormía profundamente. A las verdes y temblorosas claridades de una

palmatoria argelina, así como de una lámpara de catedral gótica sustentada en el techo

por tres artísticas cadenas profusamente decoradas, el aristócrata pudo ver, dispersas

sobre un sofá, unas prendas de bailarina, un volante, un maillot de color carne, una

peluca rubia, unas zapatillas de seda azul. De entrada no comprendió tal desorden que

parecía delatar un regreso nocturno precipitado; pensó que Juana se había vestido,

disfrazado; ¿pero de bailarina? El hecho parecía improbable. Se ruborizó, pues le

invadió una idea, una de esas acusaciones que los hombres imputan torpemente a las

mujeres, y al no encontrar la llave del misterio, deseoso de saber, interrogó al más viejo

de los sirvientes amenazando con estrangularlo si éste no decía toda la verdad. El criado

acabó por confesar que el marqués de Sernouze se introducía de noche en los aposentos

de la princesa. Por la mañana se produjo la siguiente conversación entre el aristócrata

ruso y la dama española:

–Señora–dijo el príncipe – va usted a escribirle al Sr. marqués Gabriel de

Sernouze para que pase esta noche con usted.

–¿Para matarle? – preguntó la princesa, más pálida que sus blancos encajes.

–No.

El príncipe Loris Borontzow presentó una pluma a su esposa, y , designándole un

asiento ante un escritorio de madera rosa:

–¡Siéntese, señora, y escriba!

–¡Jamás!

–¡Escriba!

–¡No!

–¡Escriba!

–¡No! Usted le prepara una emboscada, una imitación de la historia de los

Fenayrou8, y no me prestaré a ello. Realmente creía que un gran señor tendría otro

modo de vengar las injurias: imitar al farmacéutico, señor, es asunto suyo; en cuanto a

mí, no soy la Sra. Fenayrou; sigo siendo la princesa Borontzow, nacida Juana y Paränos,

descendiente de un grande de España.

–Señora–respondió el príncipe muy tranquilo,– los grandes de España y los

Feanyrou nada tienen que ver en esta historia: como aristócrata ruso, en materia de

honor conyugal tengo las costumbres bárbaras de un simple bandolero de las estepas, y

permaneceré cubierto ante el rey de España si en su patria hubiese un rey en lugar de

una reina, y el rey me hubiese robado mi mujer. Usted establece entre el príncipe

Borontzow y los Feanyrou una comparación injusta e irritante. No se trata de rodear con

un tubo9 al marqués de Sernouze, ni de torturar a «la marquesita», como le llamaban

ayer en el club; no se trata de arrojar el cuerpo de su amante al Sena e ir a continuación

de ofrecer diversión a la curiosidad morbosa en los juzgados….

–¿De qué se trata entonces?

–Lo verá usted esta noche. ¡Escriba, señora!

–¡No!

–Me obligará usted a recurrir a la violencia. ¡Le digo que escriba!

Temblorosa, bajo los ojos encendidos que brillaban sobre ella, Juana escribió esto

por orden de su marido:

8 Referencia a Martin Fenayrou, farmacéutico francés que en 1882 asesinó al amante de su esposa,

obligando a ésta a tender una trampa a la víctima. El juicio fue muy seguido en su época, incluso tratado

por el célebre psiquiatra Charcot y denominado por la prensa como “El crimen del Pecq” (Nota del T.) 9 El cadáver fue encontrado en el Sena rodeado por completo de un tubo de plomo para el

conducto del gas a fin de que no flotara. (Nota del T.)

Page 70: La señorita de Marbeuf

Al Señor Marqués Gabriel de Sernouze

Bulevar de Courcelles.

«Mi bebé,

Ven a las once esta noche… El ogro sigue en Rusia… Ven, te adoro…

Juana.

Desde que la princesa hubo entregado la carta al criado, el príncipe ordenó al

mismo:

–Espera… yo también tengo una carta que hay que entregar.

Y de pie, contra la chimenea, trazó rápidamente estas palabras en una tarjeta de

visita:

«Querido Pachá,

Mi esposa está ausente. Esta noche, a las once, en mi casa, una fiestecita.

Luego escribió la dirección:

A Su Excelencia Ali-Riza-Pachá,

En el Gran Hotel.

En Ciudad.

El criado portador de las dos cartas se inclinó y desapareció.

Cuando el marqués de Sernouze penetró en el salón, la princesa, más muerta que

viva, escuchó la puerta cerrarse suavemente por detrás.

–¡Qué pálida estás, Juana!

–Me encuentro un poco mal, amigo…

–¿Quieres que ejecute mi nuevo paso de baile japonés para distraerte?

Sin más preámbulos, persuadido de que iba a divertir a la princesa, el joven pasó

al dormitorio, abrió el armario secreto y reapareció enseguida vestido de bailarina,

coronado de camelias.

Esbozaba un paso ligero, se detenía sobre una voltereta:

–¡No me besas! Oh! ¡no llores querida!...

Se había arrodillado cerca de ella, le besaba amorosamente las manos, cuando, de

repente se levantó una cortina y aparecieron dos hombres, el príncipe Loris, con su

sombrero de copa sobre la cabeza, y el turco Alí-Riza-Pachá, tocado con su fez.

El príncipe agitaba su fusta de caza; caminó hacia Sernouze:

–Señor, me ha robado a mi esposa; si fuese un hombre nos batiríamos a cinco

pasos, a pistola, en el jardín y de inmediato, y, como en el duelo del poeta, no habría

testigos y sería la señora quien mantendría el recuerdo; pero usted es una «marquesita»

y nadie se bate con usted. ¡Muy divertido! Ha tomado a mi esposa pero va a pagármelo:

¡son cien mil rublos!...

El señor de Sernouze estaba allí, aturdido, con el sudor perlando su frente, la boca

abierta, los brazos colgando, mientras tanto Juana se retorcía los brazos, impotente y

lacerada hasta en sus entrañas.

–¡Son cien mil rublos!– repitió el príncipe. – Si no tiene esa suma encima,

marquesita, debo venderlo a un caballero que está en Paris para reclutar su harén.

–¿Venderme? – suspiró el marqués – retrocediendo en las sombras del salón.

–¿Venderle? – gemía la española.

Page 71: La señorita de Marbeuf

–¡Peki Effendi! – exclamó el turco entusiasmado, –¡Ofrezco cien mil rublos por la

marquesita!

–¡Y los cien mil rublos serán para los pobres de Paris! – concluyó el aristócrata

ruso.

El príncipe hizo chasquear violentamente su fusta por encima de la cabeza de

Sernouze:

–¡Vamos, baila un paso, en honor de tu nuevo amo! ¡Baila, marquesita!

Y Sernouze bailó.

La fusta volvió a estallar y Borontzow dijo:

–¡Vendido al harén de su Excelencia!

De inmediato aparecieron dos grandes eunucos del servicio de Alí-Riza-Pachá;

tomaron al marqués, lo amordazaron y lo transportaron al coche que se encontraba

estacionado en la puerta del palacete Borontzow. Pero cuando el coche llegó al bulevar

de los Capuchinos, el Sr. de Sernouze logró liberarse de la mordaza y comenzó a emitir

unos gritos espantosos. En medio de un tumulto, y a las órdenes de los guardias de la

plaza, que juzgaban la broma un poco pesada, los caballeros del harén se vieron

obligados a abandonar a su prisionero; el marqués tomó un fiacre para regresar a su

domicilio.

Gontran había contado esta historia muy parisina a su amante y ambos reían sin

creérsela mucho; sin embargo era verídica. Después de la aventura, la princesa

divorciada y su joven amante vivían de las rentas españolas. La Sra. Juana y Paränos se

consideraba muy dichosa de conocer a la Srta. de Marbeuf, y las alegres parejas

congeniaban de maravilla. Celebraban fiestas: Christiane y Juana se disfrazaban de

hombres; el duquesito y el marquesito se vestían con prendas de mujer, y las lujurias

que la española buscaba voluptuosamente por placer, la francesa las ejecutaba fríamente

para la venganza y con dolor.

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Page 73: La señorita de Marbeuf

XIII

¡Ya era suyo! ¡Le tenía! ¡Le tenía! ¡Sentía como se le vaciaba la bolsa y se

debilitaba su cuerpo! A consecuencia de las especulaciones desastrosas inspiradas por el

deseo de satisfacer los caprichos de su amante, el duquesito ya se había visto obligado a

recurrir a préstamos, y podían verse en él todos los estigmas de la degradación física y

moral derivada de la bulimia de los sentidos, de las maniobras ilícitas, de los excesos de

los funestos placeres. Sí, en un antiguo habito de gloria, todavía se levantaba con la

cabeza altiva, los miembros pesados, con movimientos de autómata tipo inglés, pero no

por ello experimentaba menos los síntomas de una próxima decrepitud: al

debilitamiento de la memoria se añadían problemas de oído y vista, palpitaciones,

dolores de espalda, relajamiento muscular; el rostro adquiría una expresión lánguida,

taciturna; una blancura lechosa invadía el rosado de sus mejillas; la mirada se apagaba,

los ojos se le hundían cada vez más; las sienes azuladas, los párpados se volvían casi

negros; los órganos parecían amenazados de una auténtica atrofia. Al principio grueso,

el pálido joven se deshinchó de golpe, y el adelgazamiento general determinó un

caminar inseguro, una voz ronca, sudores nocturnos. Gontran perdía el apetito, se

alimentaba de fiambres fríos, de dulces; tenía la lengua pastosa, el labio inferior un poco

distendido al modo de los ancianos que han amado demasiadas mujeres y cuyo castigo,

según dijo el filósofo Jouffroy, es amarlas para siempre; recordaba viejas lujurias,

manías extrañas, las largas carcajadas; las beatitudes sucedían a las cóleras y a los

terrores infantiles. Sus noches se poblaban de visiones eróticas; tenía o demasiado frío o

demasiado calor, nunca hambre, siempre sed, y si, por casualidad dormía un buen

sueño, Christiane lo despertaba en el esplendor de sus encantos, y, lejos de dejarle

recuperar un poco de medula y un poco de sangre, ella lo enervaba con besos lascivos,

excitando la sensibilidad del sistema nervioso y consumando todo tipo de perversiones

genitales.

La española Juana era una viciosa de marca mayor; la amante del duquesito era

sabia, y todo cerebro menos ligero y menos tenebroso que el del aristócrata agotado

hubiese relacionado su situación con los volúmenes de una encantadora biblioteca; todo

ser normal se hubiese preguntado, sobre todo después de la bizarra apuesta en el

columpio, la razón de las obras especiales de la señorita. Gontran, absorbido a la vez por

sus amores y sus negocios, se conformaba con reír. Alzarse de hombros, saludarla

bromeando cuando sorprendía a Christiane enfrascada en sus lecturas médicas: la

besaba en la oreja, la pellizcaba amablemente, cerraba el volumen, levantaba una mantel

de la mesa, lo fijaba en la cintura de la lectora: «¡Hola, mi sabia mujer!...» o bien

doblaba un periódico y se lo colocaba sobre la cabeza a modo de sombrero puntiagudo:

«¡Mis respetos, señora doctora!...» A menudo, Christiane ocultaba los libros y esperaba

la partida del sujeto para retomar sus estudios sobre las aberraciones de los sentidos;

ella no podía ni quería adquirir una instrucción completa, y las obras de los

divulgadores, los manuales, los simples históricos, las lecciones y los informes de un

médico en el hospital de Lorucine le bastaban: aprendía así las tradiciones de Sodoma y

Gomorra, las leyes de Lycurgue y Solon, de Zenón y de Aristipe sobre los

desbordamientos de sus conciudadanos, las orgías de los doce Césares, de los

emperadores y de las emperatrices, las epidemias neuropáticas y demonomaníacas de la

Edad Media, los saturnales de la Regencia y de Louis XV; ella sabía además, – La

Gazette des Tribunaux y los boletines judiciales de todas las capitales lo afirmaban –

que los actos contra natura son siempre frecuentes en la vieja Europa. Si, realmente,

conocía las espantosas cosas cuyo análisis y los duros cuadros de preservación social

Page 74: La señorita de Marbeuf

escandalizan y aterrorizan a ciertos individuos, ignorantes o viciosos, pobres diablos,

llevados menos por un sentimiento de pudor o de piedad humana que por un temor a

horribles presagios – tristes iras de los orgullos abatidos, tristes espantos de los

diagnósticos, risibles furias de hombres flagelados y por siempre a flagelar.

Experta en teratología, la Srta. de Marbeuf observaba al loco genesiaco; seguía el

proceso de los desordenes del organismo, anotaba los fenómenos, las postraciones, los

temblores nerviosos, las dificultades de la palabra, lo incierto de la mirada, los rojas

fibras de la cornea, estudiaba los desfallecimientos monstruosos, el encaminamiento del

joven hombre hacia esta categoría de humanos degradados que tienen el medio entre el

mono y el cerdo: imitaba a los monos y sus grotescas pantomimas; tenia los ojitos rojos

de los cerdos, los pelos erizados, el morro bajo y provocador; el gusto por la basura.

¡Todavía! ¡todavía! ¡Eso iba a acabar! ¡Neurosis, ataxia, parálisis general! ¡Locura o el

ataúd!

Pero la naturaleza, tan terrible para los viejos, protege a la juventud y, bajo los

destrozos primerizos, el ser agotado parecía reverdecer; por otro lado, aunque los gastos

de la casa fuesen extravagantes, los deseos de lujo incesantes, las considerables pérdidas

en el juego, las salidas con Gabriel y Juana de lo más costosas, el aristócrata no estaba

al límite de sus recursos. Entonces una psicología refinada hasta el sufrimiento se

apoderó de Christiane. La embrujadora releía la historia de la bella Ferronnières y de

Francisco I; el marido de la Ferronnières se vengaba dando a su mujer el mal que esta

debía transmitir al rey de Francia; la prima actuaría del mismo modo, ella ganaría al

transmitir al primo la espantosa enfermedad, terror de Sapin y de Tapeau, cuya ciencia

revelaba todos los peligros y todos los espantos; la prima se echó atrás; ¡si no mantenía

la vida no quería morir fea! Luego Christiane pensó en amordazar y atar a Gontran,

ordenar a la gigante una vigilancia activa, mientras que, nueva Barba Azul, le

cosquilleaba las plantas de los pies o haría de él un nuevo Abelard. ¡Oh! ¡Las cosquillas

y la mutilación serían espantosas! ¡Ya acariciaba las torturas y afilaba alegre las tijeras!

Esas ideas se desvanecieron como tantas otras: la noble señorita tuvo miedo del cadáver,

del juzgado de instrucción, de la prisión; y, calculando lo que quedaba de fuerza física y

de luz cerebral al individuo, regresó a su obra de destrucción, llena de la paciencia de un

algebrista, de las añagazas de un agente de negocios, de la disciplina de un soldado.

Las rosas de la primavera trocaban en pálidas violetas. ¡Qué terrible servicio!

¡Qué odiosa e infame misión! Christiane se horrorizaba de sí misma, de sus manos, de

su boca, de todo su cuerpo; en ciertos momentos no se atrevía ya a mirarse al espejo ni

levantar los ojos hacia la servidumbre, y, a las menores risas que oía se sobresaltaba,

tomada de vergüenza por la idea de que los sirvientes se burlasen y riesen de su

abyección. Sin embargo, solo la Cosaca intuía los odiosos misterios, pues la ama

todavía exigía de la sirvienta la narración de su lúgubre encuentro; Marina Paskoff

obedecía.

–La señorita me ha sacado de la miseria, de la debacle; ha asegurado el pan de mis

viejos días y yo no puedo negarle nada. ¡La Señorita era tan feliz con el Sr. Clouard…!

–No soy desgraciada con el Sr. duque.

–A veces, señorita, es usted más transparente que el cristal; ¡ruego a Nuestro

Señor que haga morir al señor!

–Pronto morirá; puedes estar segura, lo veremos morir.

–Si la señorita mata al señor; ella se mata también.

–Marina, son inútiles las exhortaciones y voy a hablarte como a una amiga, a ti,

que tuviste piedad de mi desgracia: El Sr. Clouard se mostraba el más generoso de los

amantes, un hombre valiente, ¿pero tú piensas que yo no lo amaba? Yo adoraba a un

joven y buen hombre; él quería casarse conmigo, me devolvía mi situación social, y, por

Page 75: La señorita de Marbeuf

ejecutar la venganza, mi corazón se durmió, se heló. La familia acaba de exasperar mi

odio quemando los retratos de los seres que lloro; el duquesito ha juzgado ese sacrilegio

embarazoso; ¡él me ha deshonrado y quiero la revancha! ¿Crees, Marina, que habiendo

desertado de la fiesta de Ramos, de las alegrías de la Redención, voy a debilitarme en el

Calvario?

La Cosaca mostraba los puños al techo y se alejaba con la muerte en el alma.

Unas escenas violentas tenían lugar en el palacete de la calle Saint-Dominique, y

fue en vano que la duquesa dijese a su hijo: «¡Tu conducta es escandalosa! Ya has

devorado tu patrimonio, más de quinientos mil francos, y abusas del régimen de la

comunidad para pedir prestados sobre los bienes de tu mujer. Es inútil negar los hechos:

la información procede del notario que se niega a abrirte un crédito sobre mi sucesión.

Pero no tocarás mi fortuna, no comprometerás la dote de tu hermana, y se encontrará el

medio de detener la ruina de la esposa y los escándalos del marido! Tu madre no es una

ingenua. Regresas a las siete u ocho de la mañana, e, hipócrita, ordenas cada noche a tu

criado que mantenga encendidas las lámparas de tus aposentos; llevas la másca¡ra de los

innobles placeres, corres hacia la muerte!» En vano ella le decía: «¡Laure desespera en

los dolores de la maternidad y tú ni siquiera pides noticias de tu esposa! ¡Te burlas del

fruto de tus obras! ¿Quién te envenena? ¿Cuál es la miserable criatura que mancilla tu

honor, te degrada, vacía tu cerebro, transforma en humo tu vida?» El joven duque

inventaba razones, y ante las amenazas de un consejo judicial se dejó llevar, insultó a su

madre. Juliette quiso intervenir; él cerró la boca de su hermana reprochándole las

manipulaciones de su boda con el capitán d’Hervilliers, la unión próxima de un apuesto

muchacho con la señorita fea, Juliette «¡la carta obligada!» Entonces la vieja duquesa y

su hija ofrecieron sus penas a la Virgen, al Buen Dios, a esa Virgen María, a esa Reina

de amor, de misericordia y de justicia que a las luces del incendio provocado por las

crueles damas, a la llama de los vestidos de la mártir, tendría que haber descendido de

su trono y testimoniar finalmente su poder castigando a las dos odiosas devotas.

Esa mañana Gontran acababa de recibir un telegrama; se trataba de una cita

urgente, ¡y en qué lugar! En casa de un mercader de vinos de la calle Montmartre. Pero

no había que dudar; el papel azul estaba firmado con un apellido al que había que

obedecer. El Sr. de Torcy daba la orden de detener su cupé, enfrente del Helder, y, muy

nervioso, con el bastón tembloroso, se puso a caminar.

Solo, en el fondo de una pequeña habitación, detrás de un mostrador de cinc, Élias

Rowester, el antiguo cochero del palacete de Torcy, esperaba al Sr. duque. En lugar de

simples patillas, signo distintivo de la magistratura y de la servidumbre, Élias llevaba

bigote, barba completa, una soberbia barba de rey asirio, y su elegante vestimenta

acababa haciéndolo irreconocible: sombrero de copa, botines de charol, chaqueta negra,

abrigo amarillo, una inmensa cadena de oro, un alfiler verde en la corbata rosa, sortijas;

todo nuevo y de muy mal gusto, como el uniforme de un crupier de una timba después

del trabajo. Había almorzado allí a su gusto; el camarero traía licores, cervezas y dos

pequeños vasos, y el joven duque se informaba en la barra de la persona que lo

esperaba.

Rowester se levantó:

–¿El señor duque quiere concederme el honor de aceptar un vaso de jerez?

–No; gracias.

–¿Cerveza? ¡Está muy buena!

–Nada.

–¡Aoh! ¡Señor duque, este vino es delicioso!

–No tengo sed.

A orden de Élias, el camarero se retiró y cerró la puerta.

Page 76: La señorita de Marbeuf

–Ruego al señor duque que tenga la bondad de excusar la cita; no he querido

presentarme en el palacete a causa de las señoras, y pienso que milord preferirá

escucharme en un local donde nadie le conoce.

–Élias, habías jurado no regresar nunca más a París.

–¡Así es, señor duque! ¡Aoh! ¡Perdóneme! Aunque esté vestido como un príncipe,

he tenido varios contratiempos en Inglaterra…

–¡Vayamos al grano! ¿Qué quieres? ¡Tengo prisa! ¿Quieres cien centavos?

–¡Cien centavos!

–¿Un luís?

–¡Un luís! Míreme, milord, antes de ofrecer.

–¡Esto es un chantaje!

–¿Chantaje? ¿Qué es eso?

–¡Acabemos!

–Señor duque, desearía ascender y comprar…

–¿Un caballo?

–No, una pequeña agencia de informaciones, y necesitaré quince mil de entrada…

–¡Quince mil francos, miserable! Ya te he dado diez mil francos. ¡Una palabra

más y te señalo a la justicia!

–¡Hip! ¡hip! ¡Hurra! Y yo, yo escribiré a las señoras, al viejo duque y al nuevo, a

la capitana d’Hervilliers también, la historia de miss Christiane de Marbeuf, ¡Yes!

Aturdido ante las amenazas del criado, el Sr. duque se mostraba más suave y

añadió cinco mil a la suma exigida y se comprometió por veinte mil francos.

–Si el señor está apurado, se podría procurar fondos para él.

–¿Tienes dinero?

–No mío; un amigo. ¿El señor duque ha vuelvo a ver a la Srta. de Marbeuf?

–No, debe estar muerta.

–¡Aoh! ¡Es una pena, pues era muy amable en verdad!

El amo y el antiguo cochero acordaron una nueva cita; el joven duque, antes tan

distante, ahora brindaba con Élias, le estrechaba la mano e incluso le dio detalles sobre

la supuesta muerte de Christiane, antes de acompañar a Christiane a Auteuil, a la

encantadora villa de la Sra. Paränos, ex princesa Borontzow, y del Sr. Sernouze, el

juguete de la señora.

Page 77: La señorita de Marbeuf

XIV

San Petersburgo, 20 de mayo de 1886.

Al Señor Barón de Pomeyrol,

Bulevar Malesherbes,

París.

«Mi querido Horace,

En mis últimas cartas, para no afligirte más, evitaba mencionar a Christiane, y,

como ese nombre amado regresaba siempre bajo mi pluma, detenía en su vuelo queridos

pensamientos a los que rompía las alas; pero fue en vano que tratase de pasear mi dolor,

de divertirlo, de sobarlo y de hacer uso de él entre los espectáculos nuevos de un gran

pueblo: todas las alegrías me dejaban dolorido, y el viento helado de la Néva

permanecía impotente para amortiguar mi pena.

Me parece que te alzas de hombros y piensas: «¡Trastornado! ¡Neurópata!»

¿Acaso un hombre está enfermo o está loco porque ha amado, porque ama a una mujer?

¡Oh mi querido filósofo! ¿Acaso hay un sentimiento más natural, después de la piedad,

que el amor? Hay, en el honor de Dios y de la naturaleza, un hosanna más humano, un «

gloria in excelsis » más triunfal que el hosanna de un amor joven, que el « gloria » de

un amor profundo, intenso, respetuoso, pues el respeto no debilita los ardores de la

pasión y los honra. Es necesario entenderme entre líneas: quiero decir que si algo puede

dulcificar mi pena, atenuar la pérdida de Christiane, es saber que he tratado a la amante

como esposa legítima, el no haberle pedido nunca lo que un hombre honrado, sano de

cuerpo y de espíritu, jamás pediría a su esposa.

«Sí, querido Horace, mi amor y mi respeto crecían por Christiane; olvidaba el

lugar tan extraño donde nos conocimos, y poco a poco se desvanecieron las impresiones

desagradables de Les Folies-Bergère: Christiane se encontraba allí, completamente

angustiada, desolada, desesperada, no conocía los misterios del comercio de la

prostitución, no tardé mucho en plantearme su condición, tras la apoteosis de un sueño

alegre: « ¿Christiane, una vagabunda? ¡Venga ya! ¡Era una señorita! Yo la cortejaba y

adoraba en una fiesta del auténtico mundo y en medio de un enjambre de bellezas, de

futuras patricias». Nada desmintió mi sueño; el desinterés, la frescura, el espíritu, la

educación moral y el desconocimiento de lo libertino, arrojaron un velo sobre la odiosa

apariencia. ¡Qué ingrato fue el sospechar de mi encantadora amante, imaginar una huida

el día de su partida, una mentira, una perfidia! Christiane ha regresado en gracia junto a

su familia, y ha encontrado no a su padre y a su madre – un padre y una madre no

abandonan a sus hijos, y si los hijos los abandona, ellos regresan más tarde o más

temprano, – Encontró, tal y como decía, a una simple tía, una tía millonaria. ¿Las

razones de la partida? Esta pariente no tenía la dulzura de una madre; pero en el fondo

era buena, amaba a su sobrina, y con un beso de madre la ha reconquistado en todo su

pudor, alejando todos los pecados! Vieja dama y joven muchacha viven en su antigua y

suntuosa casa. ¿Christiane casada? ¡Ya! Y bien, si así fuese y la encontrase del brazo de

su esposo, le diría con triste mirada: Señora, su antiguo amante, el hombre que hubiese

estado orgulloso de tenerla como esposa, aquel que la ha respetado, la respeta, no quiere

disgustar al esposo y por tanto el amante ha muerto! ¡He aquí la última noche, la

introducción en el ataúd! ¡Déjeme llenarme mis ojos y mi corazón de usted, y váyase!

«Horace, me engañé, me he hecho daño inútilmente: ¡Christiane ya es libre, y libre la

Page 78: La señorita de Marbeuf

volveré a ver! Todo en este país me habla de ella, pues idealiza el tipo de la belleza

septentrional con sus ojos negros y su cabellera deslumbrante y radiante como un sol

sobre las rosas de las mejillas y la nieve del pecho… ¡Sera mi esposa!

Te abrazo, querido amigo, hermano del alma.

MARCEL DE LA BIERGE»

Esta carta precedió solamente algunos días a la llegada a Paris del Sr. de la Bierge.

El joven diplomático había conseguido un permiso de tres meses, y antes de ir a casa de

su madre aceptó la hospitalidad del barón.

Marcel parecía llevar una vida despreocupada y alegre; Horace, ya maduro para

las diversiones, entregó una llave a su huésped, y éste, noctámbulo infatigable, no se

ocultaba explorando todos los cabarets galantes.

–Eres joven, te diviertes; yo ya no estoy para esas y me aburro; ¡estamos en ondas

distintas!

Luego, el viejo parisino añadió:

–Mi casa de soltero carece de confort, o más exactamente del lujo de la

hospitalidad escocesa; aquí, mi bravo amigo, nada de mujeres, ¡nada de mujeres! El

visitante debe proveer su alcoba; pero ahí afuera el campo es amplio, la caza abundante,

y si te ocurre encontrar una gran y honrada dama asustada por las incomodidades de un

asiento de ómnibus, te autorizo a hacerle los honores del inmueble.

La Bierge no hacía uso de tal autorización: corría el mundo de los ministerios, los

tés, los bailes del Faubourg y los lugares de placer fácil, tan indiferente a las miradas de

una burguesa y a la sonrisa de una duquesa como a las exhibiciones de una prostituta

ofreciéndoselo todo.

Una noche, Marcel regresó completamente alterado; golpeó a la puerta del barón.

–¿Eres tú, Marcel?

–Sí.

– ¿Qué hora tienes en tu viejo reloj?

–Son las dos.

–Sr. embajador, tiene usted una conducta… ¿Está solo?... ¿Está aún piripi? –

preguntó Pomeyrol

–Solo y completamente sobrio. ¿Te molesto?

–¿A mí? ¡Yo no duermo nunca!... ¡Dios! ¡Qué pálido estás!

–¡He encontrado a la dama de mi corazón; a la llorada, a mi Christiane!

–¡Ay!

––Estaba en compañía de unos indeseables, salían cuatro de un reservado

particular; han querido echar un vistazo a la gran sala donde yo soñaba con ella…

Entonces, al verla allí, tan cerca, viéndola del brazo de ese hombre, he sentido un dolor,

oh! Un dolor…

–¡Mi pobre Marcel!

–Christiane se retiró, sin verme.

–Afortunadamente.

–Pero, yo conozco al caballero; todo Paris le conoce.

–¿Cómo se llama?

–Gontran de Torcy.

–¿El duquesito?

–El mismo, y flanqueado de su amigo Gabriel de Sernouze.

–Otro cretino… ¡el querubín de la ex princesa Borontzow!

Page 79: La señorita de Marbeuf

–El Sr. de Torcy era el acompañante de Christiane; y yo escarmentaré al

duquesito, y si hace falta al Sr. de Sernouze, «la marquesita»!

–¿Para qué?

– Desafiaré al Sr. de Torcy no para que me entregue a Christiane, sino porque me

la ha robado.

–¿Quieres un consejo?

–No, Gracias.

–¿La Bierge?

–Inútil insistir, mi querido Horace.

–Razonemos un poco.

–No razonemos nada, te lo suplico.

–Me levanto; ¡vamos a buscar unas mujeres! Montémonos unas saturnales

romanas y ágapes parisinos; inventemos una juerga rabiosa; yo, ¡yo quiero que la

siniestra señorita desaparezca de tu recuerdo!

–Está decidido.

–Marcel debes ser serio; él estima la infidelidad en su justo valor y no se batirá.

–Yo me batiré.

–Marcel, piensa en tu madre, en las preocupaciones que vas a darle. ¡Si él te

insultase yo no te diría esto! Razonemos: una amante de paso, una de esas criaturas que

un viento funesto siembra por el mundo…

La noche del Grand-Prix, los periódicos de última hora publicaron:

«Se ha producido un altercado bastante considerable en Longchamp entre dos

jóvenes, el Sr. Duque de T*** y el Sr. de La B***, secretario de embajada.

« Desconocemos los motivos del incidente.

«El Sr. duque de T*** ha enviado a dos de sus amigos al Sr. de La B***.»

Los periódicos del día siguiente por la mañana eran más explícitos:

«Se nos informa de las siguientes negociaciones:

«A raíz de un altercado sobrevenido en las carreras de Longchamp, el Sr. Marcel

de La Bierge ha abofeteado al Sr. duque Gontran de Torcy, y este último ha encargado

al capitán vizconde d’Hervilliers y al Sr. marqués de Sernouze, solicitar una reparación

del Sr. de La Bierge, el cual ha dado los poderes para actuar en su nombre al Sr. barón

de Pomeyrol y al Sr. príncipe de Austerlitz. De común acuerdo, los testigos han

acordado que un encuentro era inevitable.

«El arma elegida es la pistola de cañón rayado, con intercambio, por parte de cada

adversario, de dos balas, a veinticinco pasos y a la orden de voz dada.

«El encuentro tendrá lugar pasado mañana a las diez, en la frontera belga, en un

lugar convenido por los testigos.

París, 3 de junio de 1886.

Por el Sr. duque de Torcy: Vizconde d’Hervilliers; Marqués de Sernouze.

Por el Sr. de La Bierge: Barón de Pomeyrol; Príncipe de Austerlitz. »

La Srta. de Marbeuf, un poco indispuesta, se encontraba en su habitación en el

momento en el que el duque se hizo anunciar a su amante; la prima besó al primo, feliz

de la alteración de los rasgos de esa presa enemiga tan terrible.

Page 80: La señorita de Marbeuf

–Ayer, después de las carreras, he debido ocuparme de… pero, ¿has leídos los

periódicos?

–Todavía no.

–¿Nunca lees nada, aparte de esos atroces volúmenes de medicina? En la prensa

se habla de mí y de otro personaje desconocido en sociedad, pero muy conocido por la

Srta. de Marbeuf.

–¿Quién?

–¡Un tal La Bierge, caramba! ¡Un patán, naturalmente!

–¿El Sr. de La Bierge?

–Sí, el tal de La Bierge, un grosero cuya educación recuerda las costumbres y

sobrepasa la vulgaridad de tu antiguo albañil Saturnin Clouard. ¡Elegías bien a tus

amantes!

–¿El Sr. de La Bierge está en París?

–Nos batimos a pistola, dos balas cada uno, a veinticinco pasos y a orden de voz

dada.

–¿Por qué?

–El estúpido, por celos sin duda, me ha provocado. En Longchamp yo examinaba

el tablero de los caballos participantes, cuando ese individuo se dedicó a hablarme de

una manera impertinente; yo le traté de salvaje y él me respondió: ¡imbécil! Yo levanté

mi bastón y se atrevió a ponerme la mano encima.

–En efecto, tienes marcas negras en tu oreja derecha, un profundo arañazo.

–¡Lo mataré!

–¡Gontran, te prohíbo que te batas!

–¿Temes por él? ¿Aún lo amas?

–¡Nunca lo he amado! Nuestras relaciones tan breves han sido banales, lúgubres;

voy a ahorrarte el relato. Gontran, ¡El Sr. de la Bierge es muy ducho en armas!

–Con la espada, lo sé; pero mis testigos vienen de imponerle la pistola. Iré a hacer

prácticas con una cabeza de maniquí mientras espero a la de ese tipo. ¡Hasta la noche!

Christiane se vistió y se hizo conducir al bulevar Malesherbes. Precisamente los

dos amigos y el segundo testigo de Marcel, el príncipe de Austerlitz, regresaban de casa

de Gastine-Reinette y charlaban en el despacho del barón.

–¡Caramba, amigo mío, exclamaba Pomeyrol, has acertado diecinueve balas de

veinte! ¡El duquesito ya tiene plomo en el vientre! No lo mates! Apunta a la pierna;

¡mantén la calma!

El mayordomo informaba a su amo de una visita. La Bierge permaneció solo con

el príncipe Philippe d’Austerlitz, uno de sus viejos compañeros de colegio, un joven

rubio con aire decidido.

–Yo, –decía el príncipe, – soy de la opinión de recusar a Sernouze. En el momento

que Borontzow lo ha vendido al harén de Alí-Riza–Pachá, ya no pertenece a la sociedad

parisina… En fin, tú no has querido levantar ningún obstáculo…

–¡Mi querido Philippe, me da igual Sernouze u otro! Y además, la recusación era

muy difícil de motivar.

–¡Qué pena! ¡Dos grandes apellidos de Francia denigrados por esos cretinos!

La Srta. de Marbeuf pedía permiso al Sr. de Pomeyrol.

–Barón, habría estado tan feliz…

–Se lo repito, señorita, el momento es inoportuno: salimos mañana temprano y en

vísperas de un duelo grave, La Bierge necesita evitar toda emoción agradable… o

penosa. ¡Espere! Recibirá a Marcel a nuestro regreso, ¡si todavía lo ama un poco, haga

ese sacrificio!

Page 81: La señorita de Marbeuf

Christiane se retiró, y toda su noche fue una noche de horror, y para Gontran una

noche de ansia criminal.

Page 82: La señorita de Marbeuf
Page 83: La señorita de Marbeuf

XV

La Sra. Juana y Paränos fue a pasar la jornada del duelo con Christiane al palacete

de los Campos Elíseos. Las damas almorzaron juntas y, para corresponder a la

caprichosa petición de la española, se sirvió el café en el saloncito que se abría sobre un

invernadero maravilloso. Mientras la Srta. de Marbeuf, vestida de gris perla con un

conjunto muy sencillo y abotonado hasta el cuello, permanecía de pie y pensativa frente

al vitral enguirnaldado de rosas. Juana se paseaba con un abanico en la mano, fumando

cigarrillos, barriendo la arena con el llamativo arrastre de su falda granate, admirando

las vegetaciones bizarras: iris monstruosos exhalaban sus perfumes embriagadores; unos

cactus reían con sus labios sangrientos; unos aloes mostraban sus garras y puntas de

metal brillante; amplias hojas de terciopelo oscuro dormían bañadas en agua verde y

cálida, y cuando el dedo de la extranjera las tocaba, esas plantas siniestras se elevaban

de los céspedes, se despertaban, estremeciendo todos sus aguijones; un olmo de corteza

blanca, un olmo precioso con el que Gontran y Gabriel se habían divertido adornándolo

con un rostro: nariz de zanahoria, ojos de marrones de la india, boca de pionía, orejas de

girasol, barba de geranio, lengua colgante de rábano, – ese árbol fúnebre y cómico

inspiraba a la vez el rechazo de un monstruo borracho y la piedad de un hombre

envejecido que se debilita y llora en tiempos de carnaval; las yucas, las palmeras, los

dragos, los mirtos, las azaleas, las camelias y los rododendros tomaban formas

fantásticas; las plantas, todas las flores abiertas, luego las verbenas, los miosotis, las

primaveras, los heliotropos, hasta las margaritas, violetas, todas esas flores, nacidas y

crecidas de forma artificial, emitían fragancias extraordinarias, atróficas e hipertróficas,

contorsiones amables, deformidades agraciadas, aires inclinados, languidecimientos,

casi obscenidades de tallo y de corola, y al tocarlas y olerlas, la mujer viciosa

experimentaba una alegría enorme, pues su temperamento, que la alejaba de la

naturaleza, del amor sencillo y de los goces naturales, de los seres simples y de sus

armonías, incluso se sometía al templo de Flora con su irresistible atracción.

Juana se había aproximado a Christiane.

–¿Y si charlamos un poco, mi bella amiga? Teatro, viajes, moda, lo que quieras.

¿Qué te parece la ropa interior negra?

–¿La lencería negra?

–Sí. ¿No conoces esa revolución mundana? ¡Sin embargo data de ocho días atrás!

Yo estoy a la moda: ¡mejor que el blanco, nada como el negro! Camisa de seda negra,

faldas negras, pantalones de negros encajes. ¡Viva el negro!

El sol inflamaba los cristales, la dama jugaba con la cabellera de la amante del

duquesito, agitaba las trenzas rubias, y, hablando del negro, establecía una gama, una

sinfonía de oros con los cabellos de Christiane. Sus pasiones la trabajaban; sus ojos se

abrieron, su piel se volvió febril, y su torso se electrizó, giró como si fuese a brotar un

chorro de chispas.

–¿Christiane? ¡Oh, mi Christiane!...

–¿Qué quiere usted, señora?

–Yo… Yo…

De pronto se oyó un movimiento en la verja, y la Srta. de Marbeuf, habiendo

percibido a uno de esos hombres de uniforme azul portadores de telegramas, se dirigió a

su encuentro.

–¡Espera! –exclamó la Sra. Juana y Paränos; ¡tus criados abrirán! ¡Qué mal gusto!

La prima del Sr. de Torcy leía el siguiente telegrama:

Page 84: La señorita de Marbeuf

Mons–Paris.

Suceso grave.-Desconsolado por mi victoria.- Gabriel y yo perfectamente,

regresamos esta noche. - Besos. Gontran.

–¿Y bien? – preguntó la española– ¿El Sr. duque es el vencedor, y no te ríes, y no

bailas?

–¿Suceso grave? ¿Victoria? ¡Me lo ha matado! ¡Me lo ha matado! – gemía

Christiane, con los dientes apretados, completamente lívida.

– ¡Has comprendido mal, querida! Es Gontran quien…

–¡Señora, déjeme!…

–¿Tiemblas? ¡Vas a desmayarte! Vamos, apóyate en mis hombros…

Ese mismo día, Christiane telegrafío a una dirección indicada por el mayordomo

del barón Horace, y el Sr. de Pomeyrol respondió: «La Bierge muerto.»

A partir de la espantosa aventura, la Srta. de Marbeuf escribió un diario, no uno de

esos pretenciosos diarios de marisabidilla, sino simples notas sobre su pobre vida, y esas

páginas arrancadas al libro del dolor testimoniarían tal vez angustias de la vengadora, su

coraje y las intensas fuerzas de su alma:

París, 8 de junio de 1886.

Ayer ha regresado a Paris el cuerpo de Marcel: se le condujo a Angoulëme; será

inhumado en el panteón de la familia. Una carta de Pomeyrol acaba de informarme de la

hora a la que llega el tren de Bélgica; espero en el andén de la estación del Norte con un

ramo de flores: unos hombres sacaron del vagón el ataúd de mi querido amante y lo

trasladaron a otro coche. El barón Horace y el otro testigo de Marcel, el Sr. príncipe de

Austerlitz, ambos descubiertos y cariacontecidos, precedían al cadáver; cubiertas con

largos velos negros, la Sra. de La Bierge y sus dos hijas seguían el cortejo con paso

inseguro, en medio del estrépito de hierros, de la vibración de los timbres y de los

repiques de las campanas de llegada y partida, entre una ola banal de viajeros; el mundo

circulaba indiferente ante mi pobre muerto; el silbido de las locomotoras parecía un

llanto. Pomeyrol se ocupaba del traslado de los restos sagrados; daba órdenes en voz

baja: un muchacho encargado de las maletas que pasaba chocó con el ataúd y yo me

adelanté para protegerlo... Felizmente, nadie me vio; continué oculta, mirando,

sufriendo, vigilando, sin lágrimas. La familia y los dos amigos se alejaron; el coche del

muerto debía reunirlos en la estación de Orleans; se etiquetó el furgón verde oscuro;

deslicé algunas monedas de oro a un empleado y éste me permitió besar la horrible caja

y arrojar mis flores...

Esa noche Juana, Gontran y Gabriel rieron con Christiane, y Christiane ha

descorchado champán! ¡Luego, el amor!

11 de junio.

Gontran trata de convencerme de que abandonemos Paris para instalarnos en una

playa mundana.

14 de junio.

A su regreso de las exequias, el Sr. de Pomeyrol ha querido concederme una

entrevista; hoy he pasado dos horas con nuestro amigo. ¡Dios mío! ¡Qué daño me hacía

Page 85: La señorita de Marbeuf

escucharle! «Yo llevaba, me dijo, la dirección del duelo; ordené: ¡Fuego! Conté: ¡uno,

dos, tres! ¡Y Marcel cayó, cayó; ¡y todo lo que amaba no era más que algo muerto!» El

barón caminaba con los ojos rojos, la espalda encorvada, blanco como un sudario:

«Christiane, puede llorar; ¡él la adoraba! ¡Yo, yo le digo adiós! No me volverá a ver

más; acabo de quemar el testamento en el que dejaba a La Bierge toda mi fortuna; y me

voy lejos, al extranjero, a arrastrar y pudrir mi vieja carcasa...» Entonces, muy casto,

inclinándose hacia mi frente, murmuró, como antaño Marcelo: «¡Abráceme, hermana!»

¡Él todavía lloraba; yo ya no lloraba, pero hablaba del duquesito, y me sentí vibrar de

odio!

15 de junio.

Bruscamente, la Sra. Juana y Paränos, la odiosa criatura, se llevó a España a

Gabriel de Sernouze. La razón de su huida era que el joven príncipe de Austerlitz

buscaba las cosquillas a la «marquesita».

17 de junio.

Boda de la Srta. Juliette de Torcy con el capitán d’Hervilliers. Itinerario del viaje

de bodas: las orillas del Rhin. – ¡Me divierten las señoritas celosas que se van a esperar

a los culpables a la salida de la iglesia y les arrojan vitriolo!

18 de junio.

Laure ha dado a luz un cadáver. ¡Pobre duquesita! El duque solamente la veía para

pedirle dinero o su firma; incluso llegaba a amenazarla, a insultarla; pero si las angustias

de esta dulce criatura ensombrecían mis goces de destrucción, me convencí de que,

incluso en ausencia de la prima, nada hubiese cambiado en el desdichado destino de

Laure; el marido vicioso se hubiese convertido fatalmente en presa de las casquivanas,

de las Sapin o de las Tapeau.

Indignados por el comportamiento de su yerno, el Sr. y la Sra. de Château-

Renauld optaron por proteger a su hija, y buscaron un medio de obtener el divorcio; por

otro lado, la vieja duquesa solicitó, para salvaguardar el honor de su hijo, un consejo

judicial. ¿Para qué, querida tía? Póngase sus gafas, y descubrirá el pastel: nuevas

diferencias en la Bolsa y en el club– diversos préstamos – cheques devueltos – ruina

próxima, por la gracia de vuestra sobrina, que la ha juzgado, condenado y ejecutado,

¡oh, noble justiciera!

La noche del mismo día.

«Christiane – suspiró Gontran, te importaría mucho prestarme… – Querido, vivo

con lo que tú me das y no me atrevo a ofrecerte unos ahorros que se remontan a… » –

¿Al Sr. de La Bierge? – ¡Al Sr. Saturnin Clouard!; ¡tú no querrías el dinero del albañil;

te conozco, no lo querrías!. Entonces Gontran ha registrado los cajones de su madre; ha

robado un fajo de billetes, unas obligaciones al portador, joyas, y ha regresado con los

bolsillos llenos: «Uno no roba a una madre, se toma, ¿verdad? –¡Evidentemente! » A la

vista de las joyas, y mientras esperábamos la llegada de un comprador judío, he rogado

al primo que me dejase un recuerdo, el broche nupcial de la duquesa, de la mujer que

quemó los retratos de mis muertos, y ese broche piadoso, insultado con un escupitajo,

Page 86: La señorita de Marbeuf

¡se ha ido al cubo de la basura! Hemos hecho las maletas; partiremos mañana a las

cuatro.

Brighton, 20 de julio.

En Trouville, en Cabourg, en Dieppe y en Boulogne, el duquesito se encontraba a

sus amigos. En esta playa inglesa de un lujo deslumbrante, regresamos a nuestros

misteriosos amores, lejos de los ojos indiscretos y las charlatanerías. La mayoría de los

criados han quedado en el palacete de los Campos Elíseos; el señor se conforma con su

mayordomo, y yo, yo solamente he traído conmigo a la gigante, una cocinera y una

doncella. Nuestra villa está situada al borde del mar, y el espectáculo es magnífico.

24 de julio.

Nerviosismo extremo.– La brisa del mar no favorece al enemigo.

25 de julio.

El monstruo apenas come; por la noche se agita cada vez más; no duerme; las

pesadillas se multiplican.

26 de julio.

Gontran pregunta a los médicos, y como el enfermo – mi querido enfermo – no

confiesa la causa de su mal, reímos juntos de las consultas y diagnósticos a las que yo le

invito a no creer, así como las recetas que le prohíbo seguir.

El primer medico ha ordenado lavativas

El segundo, tóxicos: quinquina – hidroterapia.

Un tercero, los antiespasmódicos: valeriana – bromuros – friegas secas –

electricidad estática.

1 de agosto.

El duquesito ha entrevistado a todos los médicos de la playa y a los charlatanes de

la vieja Inglaterra, tan famosos como nuestros príncipes de la ciencia, han respondido

con su habitual cháchara. Era difícil traducir y no ha intentado comprender.

2 de agosto.

Nos hemos inventado un juego llamado «las recetitas». Gontran mezcla en su

sombrero de paja los papeles en cuestión, y yo extraigo uno. He aquí los boletines del

deshoje inicial:

1º Tomar mañana y tarde, antes de cada comida, una de las siguientes pastillas: –

esencia de quinina, 30 centigramos.

Para una pastilla f.s.a. (facite secundum artem), 15 pastillas.

2º Alimentación intensiva: carne cruda y triturada, de 100 a 150 gramos en la

comida de la mañana.

3º Una ducha fría de 10 a 12 segundos, seguida de una friega de un cuarto de hora

con el guante de crin.

Los accidentes nerviosos son preeminentes, y entonces el segundo boletín:

Page 87: La señorita de Marbeuf

1º Bromuro de potasio…. 15 gr.

Sirope de corteza de naranja….. 250 gr.

Una cuchara sopera por la mañana, y dos por la noche, al comenzar la comida.

2º Una sesión de electricidad estática, cada día. Duración: veinte minutos. –

Insistir con las chispas sobre la columna vertebral.

Tercer boletín: homeopatía… ¡No!... ¡Basta!

3 de agosto.

Un viejo doctor ha parecido intuir algo a través del juego de las recetitas, y nos

recomienda solamente mucha, mucha prudencia… ¡Váyase el diablo, señor doctor!

4 de agosto.

Excursión por el mar.– Gontran ha tenido frío.

5 de agosto.

¡Qué despertar! ¡Esta noche tiemblo escribiéndolo, esta noche, en una alucinación

debida sin duda al contacto infame, he vuelto a ver a Marcel!…. Marcel salía de la

tumba, joven y encantador, tal como en nuestras horas dichosas, del mismo modo que

Werther con Lolotte: Yo lo mantenía estrechado contra mi seno, y cubría su bella boca,

sus labios temblorosos, con un millón de besos frenéticos. La voluptuosidad se pintaba

en sus ojos, los míos compartían su embriaguez. ¡Dios mío! ¿Sería yo culpable de

sentir, es ese momento aún, la dicha recordada de esos transportes? ¡Oh! ¡Marcel!

¡Marcel!... ¡Está hecho de mí! Mis sentidos me abandonan, ya no soy yo, mis ojos están

llenos de lágrimas… ¡Ah! ¡Haría mejor yéndome!...

6 de agosto.

¡No! ¡Me quedo!

8 de agosto.

¡La muerte no lo arrebata! ¿Y si lo intentase con sulfuro de carbono? Ese veneno,

afirman los doctores, determina una sobrexcitación de todas las facultades; el sentido

genésico sobre todo es el foco de una actividad espantosa: sobreviene la depresión, y las

fuerzas orgánicas e intelectuales se agotan en proporción directa a su primera

excitación.

Tarde del mismo día.

Dudo entre el sulfuro de carbono y las cantáridas.

9 de agosto.

Page 88: La señorita de Marbeuf

Decididamente renuncio al sulfuro de carbono, cuya intoxicación deja huellas y

puede provocar la autopsia del cadáver. Voy a mezclar una fuerte dosis de cantáridas en

el té de Gontran.

13 de agosto.

El efecto ha sido prodigioso. – ¡Horror! ¡Horror! ¡Horror! ¡He aquí mi canto de

amor!

15 de agosto.

¡Santa Virgen María!, ¡piedad! ¡Piedad!

16 de agosto.

¡La condenación eterna, pero la venganza!

17 de agosto.

¡Sí, la venganza!

18 de agosto.

Lentamente.

19 de agosto.

Seguramente.

20 de agosto.

Fríamente.

21 de agosto.

¡Alegremente!

25 de agosto.

Vuelvo a leer y adapto a mi situación el final del monólogo de Hamlet, después de

la partida de Rosencrantsz y de Gildenstern. Jamás fueron pronunciado terribles

palabras tan en armonía con mi espíritu: «…Y sin embargo, yo, fatua, estúpida y con el

corazón de lodo, estoy inerte como un Jeannot soñador, insensible a mi causa… ¿Soy

una mujer cobarde? ¿Quién quiere llamarme desalmada? ¿Quién quiere golpearme en el

rostro? ¿Quién quiere arrancarme la cabellera y arrojármela a la cara? ¿Quién quiere

tirarme de la nariz? ¿Quién quiere clavarme el puñal en el pecho y hundírmelo hasta los

pulmones? ¿Quién quiere hacer eso? Eh ¡Por el amor de Dios! Lo aceptaría, pues es

demasiado evidente que tengo un hígado de pichón, y que carezco de hiel para dar al

enemigo la amargura que le conviene; sin eso, ya hubiese engordado a todos los buitres

del país con la carroña de ese delincuente, villano corrupto! bellaco desnaturalizado,

Page 89: La señorita de Marbeuf

traidor, vividor, sin remordimientos! ¡Oh, venganza!– ¡Oh! ¡Qué borrica soy! ¡Qué

valiente resulta que yo, hija de un aristócrata y una princesa, que estoy excitada hacia la

venganza por el cielo y el infierno, alivie mi corazón con palabras de puta, y maldiga

como una auténtica puerca, como una tirada! ¡Dime! ¡Dime pues! ¡A tu tarea,

pensamiento mío!...» Hamlet no tenía necesidad más que de un pensamiento para armar

su brazo con un puñal y conducirlo, y yo, más triste, más desgraciada, no solamente

necesito todas las luces de mi cerebro, sino todas las complacencias de mis miembros.

¡A tu tarea, cuerpo mío!...

2 de septiembre.

La cabellos encanecen, la frente se arruga, las patas de gallo se acentúan.

5 de septiembre.

Ebrio de cantáridas, pierde la cabeza: corre por la playa y murmura palabras

obscenas a oídos de las bañistas.

6 de septiembre.

Los arcos de las cejas están débiles, colgantes e incapaces de mantener el

monóculo.

7 de septiembre.

En el Casino, una francesa ha preguntado, mirando al Sr. de Torcy: – ¿Quién es

ese anciano? Otra ha dicho: – ¡Está enfermo, loco!

9 de septiembre.

Gontran ha tenido que guardar cama. Nueva receta: emplastos de carne.

10 de septiembre.

Fiebre, delirio…

11 de septiembre.

… Sonambulismo nocturno.

13 de septiembre.

Los médicos lo desahucian.

14 de septiembre.

Está extremadamente pálido y delgado; no hay ni una mañana ni una noche que

no esté peor que en la víspera, – con ocasión de un movimiento brusco, de una emoción,

se apagará por anemia cerebral, sin periodo agónico, es decir afásico.

Page 90: La señorita de Marbeuf

15 de septiembre.

Ha soñado que apuñalaba a su madre y a su hermana, y que a continuación sobre

los cuerpos…. ¡Oh! ¡Estoy condenada!...

17 de septiembre.

Élias Rowester, el cochero Élias, está en Brighton. El Sr. duque de Torcy ha sido

tan vanidoso de hacer anunciar sus desplazamientos en las noticias veraniegas de Le

Figaro, y desde hace tres días, Élias buscaba a su antiguo amo. El criado – ¡mi amante

en las cuadras! – ha acabado por descubrir nuestro retiro; me ha honrado con una visita;

me ha pedido perdón y yo le perdono, y consiento en pagarle mis últimos cien mil

francos que ha prestado al duque arruinado, a cambio de obedecer mis órdenes. Vendrá.

El mismo día, a las cuatro.

¿Rehabilitarme? ¿Dar al fin a la familia de Torcy y al capitán d’Hervilliers la

evidente prueba de mi inocencia y de la felonía del duquesito y del criado? ¡Demasiado

tarde! ¡Marcel ha muerto!...

Las cinco.

La gigante se inquieta de mis idas y venidas: cree en la maquinación de un crimen

banal y me suplica vencer los malos pensamientos: «¡Jesús rogaba por sus verdugos!»–

¡Cristo era Dios, y yo soy una mujer!

Las seis.

Gontran descansa.

Las siete.

Se despierta y pide de beber.

Las ocho.

Tres médicos lo rodean.

Las nueve.

El menor ruido, un roce de papel o de seda, lo enerva y lo sobresalta.

Las diez.

Un sacerdote viene a administrarle la extremaunción.

Las once.

Gontran me llama, me estrecha la mano, sonríe y tiembla.

Page 91: La señorita de Marbeuf

Once y media.

El cielo está negro; amenaza tempestad; gruesas gotas de lluvia comienzan a caer.

Medianoche.

¡Es horrible!... ¡No me atrevo!...

Doce y diez.

¡Esto no es un crimen!

Doce y cuarto.

¡Sí!

Doce y veinte.

¡No!

Doce y veinticinco.

¡Que muera en paz!

Doce y treinta y cinco.

Los truenos retumban, los rayos me deslumbran; ¡mi sangre está hirviendo!

(Aproximándose a la cama de Gontran) Se diría que me NARGUE! (caminando al

encuentro de Élias) Entre, ¡Aquí está la suma acordada! (cortando el aire con su mano

abierta.) ¡Hay que acabar con esto! Venga, Élias!

La tormenta estallaba en toda su ira; unos zigzags de llamas iluminaban la

habitación; sobre el mar desatado, se veía a lo lejos señales de miseria: los barcos

oscilaban, perdidos; el viento hacía mugir las olas, y unas olas enormes, olas aullantes,

batían los ASSISES de la villa. Se produjo un trueno espantoso; las puertas y las

ventanas se golpeaban; los cristales volaban en fragmentos hasta la cama del

moribundo.

–¡Tengo miedo! … – gimoteó el duquesito.

–¡Gontran, mira!

El Sr. de Torcy había reunido sus últimas fuerzas, y, a las rojas luces de los rayos,

Christiane y Élias se le aparecieron, amorosamente abrazados.

Él se levantó:

–¡Estoy soñando!... ¡Me he vuelto loco!... ¿Christiane?

–¡Acuérdate! ¡y muérete!...

Los globos de sus ojos crecieron desmesuradamente; su lengua entera colgaba;

una convulsión lo hizo caer hacia atrás. Élias bajaba la escalera, y la Srta. de Marbeuf

permanecía allí, golpeada de estupor y más pálida que el muerto.

–Marina, ¡socorro! ¡socorro!

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Algo la arrastraba; había abierto una ventana, y, ante la llegada de la Cosaca, se

precipitaba al abismo. A los gritos de la gigante, unos marineros de guardia se arrojaron

al agua a auxiliarla.

Llevaron a Christiane a la orilla; ¡la señorita todavía vivía! Al día siguiente, La

Gazette de Brighton anunciaba a la vez el fallecimiento previsto del aristócrata

extranjero y el acto de desesperación de la amante.

Con ocasión de esta aventura, una revista inglesa solicitó un artículo escrito «en

francés» a un novelista francés que veraneaba en Brighton, el escritor concluyo así:

«Su camisón azul rodó entre las montañas de blanca espuma y los negros

torbellinos. Pero la tempestad se había calmado: la joven pasaba, dulcemente

transportada por las olas, donde su cabellos encendían oros; pasaba seguida de un

cortejo de algas, de líquenes, de flores marinas más luminosas que las flores de la tierra,

– y, bajo las estrellas, he soñado con una muerta ante esta viva, y he visto, ¡oh

Shakespeare! ¡A tu bella Ofelia flotando sobre la ola!

La Srta. de Marbeuf vendió el palacete de los Campos Elíseos y acaba de ingresar

en las Carmelitas. ¿Su nombre? María de los Siete Dolores.

FIN

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Esta novela se acabó de traducir el 3 de agosto de 2015 en Cádiz